Quinta PARTE . Nivel de expertos

«Sólo hay dos maneras de acabar con los hackers y con los phreakers. Una es acabar con los ordenadores y los teléfonos. (…) La otra es darles todo lo que deseen, que no es otra cosa que el libre acceso a TODA la información. Mientras no acontezca ninguna de esas dos alternativas, no iremos a ninguna parte.»

UN HACKER LLAMADO REVELATION ,

The Ultímate Beginner's Guide to Hacking and Phreaking.


Capítulo 00100011 / Treinta y cinco

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Patricia Nolan, al observar la sangre que había en el rostro de Gillette, en su cuello y en sus pantalones.

– Estoy bien -dijo él.

Pero ella no lo creyó y de todas formas jugó a las enfermeras, y fue a recoger toallas de papel empapadas en agua y jabón líquido para limpiarle la ceja y ver dónde se había cortado en su pelea con Phate. Las fuertes manos de ella olían a esmalte de uñas recién aplicado y él se preguntó cuándo había encontrado ella tiempo para la cosmética con sendos ataques de Phate al hospital y a la UCC.

Ella lo forzó a que se levantara la pernera para limpiar el corte en su rodilla, lo que hizo agarrándolo con fuerza en la pantorrilla. Terminó y le ofreció una sonrisa entrañable.

«Vamos, cariño, por favor… Soy un convicto, estoy enamorado de otra mujer. Ni te molestes…»

– ¿Te duele? -le preguntó, acercando el paño mojado a la herida.

Abrasaba como una docena de picaduras de abeja.

– Sólo escuece un poco -dijo él, deseando desanimarla en su papel de madre infatigable.

Tony Mott entró corriendo en la UCC empuñando su enorme pistola.

– Ni rastro de él.

Un instante después también regresaban Shelton y Bishop. Los tres hombres habían vuelto a la UCC desde el centro médico a mediodía y habían pasado la última media hora rastreando el área en busca de Phate o de algún testigo que lo hubiera visto entrar o escapar de la UCC. Pero los rostros de los compañeros de homicidios revelaban que no habían tenido más suerte que Mott.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Bishop al hacker tras sentarse cansadamente en una silla de oficina.

Gillette le informó del ataque de Phate a la UCC.

– ¿Dijo algo que nos pueda servir?

– Un poco más y me hago con su cartera, pero acabé con eso -señaló el reproductor de CD. Un técnico de la Unidad de Identificación de la Escena del Crimen le había pasado el pincel y sólo había encontrado huellas de Phate y del mismo Gillette.

El hacker les informó de que Triple-X había muerto.

– Oh, no -dijo sentidamente Frank Bishop, al oír que un civil que se había arriesgado a ayudarlos había sido asesinado.

Mott se acercó a la pizarra blanca y escribió su nombre «Triple-X», al lado de los de «Lara Gibson» y «Willem Boethe».

Pero Gillette se puso en pie (de forma inestable, debido al corte en su rodilla) y se acercó a la pizarra. Borró el nombre.

– ¿Qué haces? -preguntó Bishop.

Gillette con un rotulador escribió «Peter Grodsky».

– Éste era su verdadero nombre -dijo-. Era programador y vivía en Sunnyvale -miró al equipo-. He creído que debíamos recordar que era algo más que un nombre de pantalla.

Bishop llamó a Huerto Ramírez y a Tim Morgan y les dijo que buscaran la dirección de Grodsky y enviaran a los de Escena del Crimen.

Gillette vio una etiqueta rosa de recordatorio de mensajes telefónicos.

– He recibido un mensaje para ti, justo antes de que regresaras del hospital -le dijo a Bishop-. Te ha llamado tu mujer -leyó la nota-. Ha dicho algo acerca del resultado de unas pruebas que han salido bien. Vaya, no estoy seguro de haberlo apuntado correctamente: creía que ella había dicho que tenía una infección grave. No estoy seguro de por qué ha salido tan bien, en ese caso.

Pero la cara de inmenso alivio de Bishop le dijo que había anotado el mensaje perfectamente.

Se alegró por el detective pero se sentía algo desencantado por el hecho de que Elana no lo hubiera llamado. Recordó el tono de su voz cuando habló con ella desde la casa de Bishop. Quizá a ella nunca se le había pasado por la cabeza llamar, quizá le dijo que sí porque deseaba que colgara el teléfono para volver a dormirse. Con Ed a su lado. Le sudaron las manos.

El agente Backle entró en la oficina proveniente del aparcamiento. Tenía el pelo revuelto y caminaba muy rígido. Lo habían tratado los médicos: en su caso, los profesionales de los Servicios de Emergencias Médicas cuya ambulancia estaba fuera, en el aparcamiento. Había sufrido una ligera contusión cuando lo atacaron en la cocina. Y ahora llevaba un gran vendaje en un lado de la cabeza.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó Gillette despreocupadamente.

El agente no contestó. Vio que su pistola estaba en un escritorio próximo a Gillette y la agarró. La revisó con un mimo exagerado y la guardó en la funda que llevaba amarrada al cinturón.

– ¿Qué demonios ha pasado? -preguntó.

– Phate ha entrado aquí -respondió Bishop-, te ha atacado por sorpresa y se ha apoderado de tu arma.

– ¿Y tú se la has arrebatado? -preguntó el agente a Gillette con escepticismo.

– Sí.

– Pero tú sabías que yo estaba en la cocina -soltó el agente-. Y el intruso no.

– Pero supongo que sí lo sabía, ¿no crees? -contestó Gillette-. ¿Cómo, si no, pudo pillarte por sorpresa y quitarte el arma?

– Me da la impresión -dijo el agente con lentitud- de que de alguna forma tú sabías que él vendría. Querías un arma y te has servido de la mía.

– No es eso lo que ha sucedido -Gillette miró a Bishop, quien había alzado una ceja como queriendo señalar que él pensaba lo mismo, aunque no dijo nada.

– Si me entero de que…

– Vale, ya está bien… -soltó Bishop-. Creo que debería ser un poco más considerado, señor. Por lo que parece aquí Wyatt le ha salvado la vida.

El agente trató de mantener la mirada al policía pero se rindió y, con pies de plomo, se sentó en una silla.

– No te pierdo de vista, Gillette.

Bishop recibió una llamada. Colgó y dijo:

– Era Huerto otra vez. Dice que les ha llegado un informe de Harvard. No existen registros de nadie llamado Shawn que estudiara o trabajara allí en la misma época que Phate. También ha comprobado los demás lugares donde trabajó Holloway: Western Electric, Apple y demás. Ningún empleado llamado Shawn -miró a Shelton-. También ha dicho que el caso MARINKILL está que arde. Se ha visto a los malos en nuestro jardín: en Santa Clara, justo a la salida de la 101.

Shelton se rió.

– No importa si querías o no el caso, Frank. Parece que te sigue la pista.

Bishop sacudió la cabeza.

– Quizá, pero te aseguro que ahora sí que no lo deseo cerca, no en estos momentos. Va a comernos recursos y necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir -miró a Patricia Nolan-: ¿Qué encontraste en el hospital?

Ella les explicó que, con ayuda de Miller, había comprobado el sistema informático del centro médico y que, a pesar de que habían encontrado señales de que Phate lo había pirateado, no habían dado con nada que les indicara desde dónde lo había hecho.

– El administrador de sistemas nos imprimió esto -dijo ella, pasándole a Gillette un montón de hojas-. Son los informes de actividades de conexión y desconexión de la semana pasada. He pensado que quizá podías sacar algo de ello.

Gillette comenzó a estudiar el centenar de páginas que le habían dado.

Entonces Bishop echó una ojeada al corral de dinosaurios, frunció el ceño y dijo:

– ¿Dónde está Stephen Miller?

– Se fue del centro informático del hospital antes que yo -dijo Patricia Nolan-. Dijo que venía directo hacia aquí.

– No lo he visto -dijo Gillette, sin levantar la vista del papel.

– Quizá haya ido al laboratorio de informática de Stanford -señaló Mott-. Suele reservarse tiempo de superordenadores siempre que puede. Tal vez haya ido a comprobar alguna pista -intentó contactar con el policía llamándole al móvil pero no hubo suerte y le dejó un mensaje en el buzón de voz.

Gillette estaba ojeando las páginas impresas cuando encontró una entrada concreta y su corazón empezó a latir con violencia. Lo leyó otra vez para asegurarse.

– No…

Había hablado en voz baja pero el equipo se calló y lo miró.

El hacker alzó la vista.

– Cuando tomó el directorio raíz de Stanford-Packard, Phate se conectó a otro sistema que estaba vinculado al de los hospitales: así es como pudo apagar el sistema telefónico, por poner un ejemplo. Pero también saltó del hospital a un ordenador exterior. Ése reconoció Stanford-Packard como a un sistema de fiar y Phate pudo pasar sin problemas por los cortafuegos y tomar ese nuevo directorio raíz.

– ¿Cuál es el nuevo sistema? -preguntó Bishop.

– La Universidad del Norte de California en Sunnyvale -Gillette alzó la vista-. Ha descargado los nombres y las fichas de dos mil ochocientos estudiantes -el hacker suspiró-. También tiene ficheros sobre procedimientos de seguridad e información sobre el personal del centro, incluyendo cada guardia de seguridad que trabaja para la universidad. Así que ya sabemos cuál es su nuevo objetivo.


* * *

Alguien lo estaba siguiendo…

¿Quién podría ser?

Por el espejo retrovisor, Phate miró a los conductores que tenía detrás en la Ruta 280 mientras se escapaba de la base de la UCC en San José. El hecho de que Valleyman hubiera vuelto a ser más hábil que él le había afectado y quería llegar a casa como fuera.

Pensaba ya en su próximo ataque: en la Universidad del Norte de California. El desafío era menor que lo que ofrecían otros objetivos que podría haber elegido, pero la seguridad de los colegios mayores era alta y la universidad tenía un sistema informático que, como declarara una vez el rector en una entrevista, era a prueba de hackers. Uno de los aspectos más interesantes de ese sistema era que controlaba las alarmas de incendios y el sistema de aspersores de los veinticinco colegios mayores que formaban el grueso de las viviendas estudiantiles.

Era una operación fácil, no tan interesante como la de Lara Gibson o la de la Academia St. Francis. Pero Phate necesitaba una victoria en ese momento. En este nivel del juego estaba siendo derrotado y eso le hacía perder la confianza en sí mismo.

Y alimentaba su paranoia.

Otra ojeada al espejo retrovisor.

¡Sí, había alguien! Dos hombres en los asientos delanteros lo observaban.

Vuelta a la carretera y luego otra mirada hacia atrás.

Y el coche que había visto (o que pensaba que había visto) tornaba en una sombra o un reflejo.

¡Espera! ¡Ahí estaba! Pero ahora lo conducía una mujer sola.

La tercera vez que miró no había conductor. ¡Dios! ¿Qué tipo de criatura era aquélla?

Un fantasma.

Un demonio

Sí, no…

Valleyman, tenías razón: cuando los ordenadores conforman el único tipo de vida que te sostiene, cuando se convierten en los tótems que te guardan del cruel maleficio del tedio igual que un crucifijo repele a los vampiros, tarde o temprano la frontera entre las dos dimensiones se difumina y la Estancia Azul comienza a aparecer en el Mundo Real.

A veces esos personajes son tus amigos.

A veces no.

A veces los ves conduciendo detrás de ti, a veces ves sus sombras en los callejones por los que pasas, a veces los ves esperándote en tu garaje, tu dormitorio, tu armario, junto al lecho de tu amante. Los ves con la mirada del extraño.

Los ves en el reflejo de tu monitor mientras te sientas frente a tu máquina para la hora del aquelarre.

A veces no son más que imaginaciones tuyas.

Otra mirada por el retrovisor.

Y, por supuesto, a veces están ahí.


* * *

Bishop desconectó su teléfono móvil.

– En los colegios mayores del campus de la Universidad del Norte de California viven casi tres mil estudiantes. La seguridad es la típica en estos casos, y eso significa que es fácil saltársela.

– Creía que le gustaban los desafíos -dijo Mott.

– Me temo que esta vez busca un asesinato sencillo -comentó Gillette-. Lo más seguro es que esté frustrado por lo cerca que hemos andado de él en las últimas ocasiones.

– Y tal vez eso no sea sino otra distracción -apuntó Nolan.

Gillette estuvo de acuerdo en que eso podía ser otra posibilidad.

– Le he dicho al rector que debería cancelar las clases y enviar a todo el mundo a casa -comentó Bishop-. Pero la idea no le ha gustado: faltan sólo dos semanas para los exámenes finales. Así que vamos a tener que llenar el campus de patrulleros y de policía estatal: eso le da a Phate otra oportunidad para practicar la ingeniería social e infiltrarse en un colegio mayor.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Mott.

– Un poco de labor policial pasada de moda -dijo Bishop. Buscó el reproductor de CD de Phate. El detective lo abrió. Contenía la grabación de una obra de teatro, Ótelo. Le dio la vuelta a la máquina y apuntó el número de serie-. Tal vez Phate lo compró en esta zona. Llamaré a la empresa y veré adonde enviaron esta unidad.

Bishop llamó a varios centros de ventas y de distribución de la empresa Productos Electrónicos Akisha por todo el país. Traspasaron su llamada y lo pusieron en espera durante un rato interminablemente largo, y no encontraba a nadie que pudiera (o quisiera) ayudarlo.

Mientras el detective discutía por teléfono, Gillette se volteó en su silla giratoria, se puso frente a una terminal de ordenador y comenzó a teclear. Un momento después salía una hoja de papel por la impresora.

Mientras la voz irritada de Bishop resonaba en el teléfono clamando «¡No podemos esperar dos días para obtener esa información!», Gillette le pasó la hoja al detective.

Productos Electrónicos Akisha-Envíos-Primer Cuarto Modelo: HB Heavy Bass Portable Compact Disc Player

Números de serie: IIB40032 – IIB40068

Fecha de entrega: 1/12

Destinatario: Mountain View Music Electronics 9456 Río Verde, #4 Mountain View, California


La mano del detective estuvo a punto de romper el teléfono y exclamó:

– Da igual -colgó-. ¿Cómo has conseguido esto? -le preguntó a Gillette. Y luego alzó una mano-: Da igual. Prefiero no saberlo -se rió-: Como decía antes, trabajo policial pasado de moda.

Bishop llamó otra vez a Huerto Ramírez y a Tim Morgan. Les dijo que delegaran en alguien la escena del crimen de Triple-X y que fueran a Mountain View Music con una foto de Phate para ver si podían averiguar si vivía en la zona.

– Diles a los encargados que a nuestro chico le gustan las obras de teatro. Tiene una grabación de Ótelo. Eso acaso les refresque la memoria.

Un patrullero de la Central de San José dejó un sobre para Bishop.

Él lo abrió y leyó en voz alta:

– El informe del FBI sobre lo averiguado tras la revisión de la fotografía enviada de Lara Gibson por Phate. Dicen que es un calefactor de gas Tru-Heat, modelo GST3000. Un modelo nuevo, que se empezó a comercializar hace tres años y que es muy popular en construcciones nuevas. Debido a su capacidad BTU, ese modelo suele utilizarse en casas separadas y no en edificios urbanos, pues son de dos o tres pisos. Los técnicos aumentaron por ordenador la foto para ver la información sellada en los tableros de yeso y obtuvieron una fecha de manufactura: enero del año pasado.

– Una casa nueva en una urbanización construida hace poco -resumió Mott, quien escribía los datos en la pizarra-. Dos o tres pisos.

Bishop tuvo un acceso de risa floja y levantó una ceja admirándose de algo:

– Chicos, chicas, el dinero del contribuyente se gasta en cosas que valen la pena. Esos tipos de Washington saben lo que se hacen. Escuchad esto. Los agentes han descubierto irregularidades significativas en la colocación de las baldosas del suelo y sugieren que la casa seguramente se vendió con el sótano sin acabar y que fue el mismo dueño quien colocó las baldosas.

– Vendida con el sótano sin terminar -escribió Mott en la pizarra.

– Aún no hemos acabado -prosiguió el detective-. También aumentaron un trozo de periódico que estaba en el cubo de basura y vieron que era un folleto que se regala gratis, The Silicon Valley Marketeer. Llamaron al periódico y descubrieron que se reparte por las casas sólo en la zona de Palo Alto, Cupertino, Mountain View, Los Altos, Los Altos Hills, Sunnyvale y Santa Clara.

– ¿Podríamos averiguar algo sobre urbanizaciones recién construidas en esos municipios?

– Justo lo que estaba a punto de hacer -asintió Bishop, y miró a Bob Shelton-: ¿Aún tienes ese amigo en el condado de Santa Clara?

– Claro.

Shelton llamó al Consejo de Planificación y Zonificación. Indagó sobre permisos de construcción de viviendas unifamiliares de dos o tres pisos con los sótanos inacabados, construidas después de enero del año anterior en los municipios de la lista. Después de cinco minutos de espera, Shelton se enganchó el teléfono bajo la barbilla, agarró un bolígrafo y empezó a escribir. Lo estuvo haciendo durante largo rato: la lista de nuevas urbanizaciones era increíblemente extensa. Por lo menos había unas cuarenta en aquellos siete municipios

– Dicen que no pueden construir lo bastante deprisa -dijo al colgar-. Ya sabes, el punto-com.

Bishop tomó la lista de urbanizaciones y fue hacia el mapa de Silicon Valley a poner un círculo en aquellos lugares que Shelton había apuntado. Mientras lo hacía, sonó el teléfono y contestó. Luego, colgó.

– Eran Huerto y Tim. Los dependientes de la tienda de música han reconocido a Phate y han dicho que se ha pasado media docena de veces en los últimos meses: siempre compra obras de teatro. Música, nunca. La última fue la Muerte de un viajante. Pero el tipo no tenía ni idea de dónde vive.

Puso un círculo en la ubicación de la tienda de música. Lo señaló y luego hizo lo mismo con la tienda de artículos teatrales Ollie de El Camino Real, donde Phate había comprado la goma y los disfraces. Las dos tiendas quedaban a poco menos de un kilómetro. Lo que sugería que Phate estaba en la parte central-oeste de Silicon Valley; y aun así había veintidós nuevas urbanizaciones construidas en la zona de unos veinte kilómetros cuadrados.

– Demasiado grande para ir casa por casa.

Descorazonados, miraron el mapa y el tablero con las pruebas durante unos diez minutos, en un intento infructuoso por estrechar la superficie de búsqueda. Llamaron unos oficiales desde el apartamento de Peter Grodsky en Sunnyvale. El joven había muerto de una cuchillada en el corazón; como las otras víctimas de la versión real del juego Access. Los policías revisaron la escena del crimen pero no habían encontrado ninguna prueba.

– ¡Maldición! -dijo Shelton, expresando la frustración que todos sentían.

Estuvieron un rato en silencio con la vista fija en la pizarra blanca, silencio que fue roto cuando una tímida voz dijo:

– ¿Se puede?

Un quinceañero gordito con gafas gruesas estaba en la puerta, acompañado de un joven de unos veintitantos años.

Eran Jamie Turner, el estudiante de St. Francis, y su hermano Mark.

– Hola, jovencito -saludó Frank Bishop, sonriendo al muchacho-. ¿Qué tal?

– Bien, supongo -miró a su hermano, quien asintió para darle ánimos. Jamie avanzó por la sala y le dijo a Gillette-: Hice lo que me pediste -dijo, tragando saliva.

Gillette no recordaba de qué podía estar hablando el muchacho. Pero asintió y dijo para animarle:

– Adelante.

– Bueno, estuve mirando las máquinas del colegio -continuó Jamie-, en la sala de ordenadores. Tal como me pediste. Y he encontrado algo que quizá os ayude a atraparlo: quiero decir, a atrapar al hombre que mató al señor Boethe.

Capítulo 00100100 / Treinta y seis

– Cuando me conecto a la red tengo siempre este cuaderno conmigo -le dijo Jamie Turner a Wyatt Gillette.

Aunque en ciertos aspectos sean desorganizados y descuidados, todos los hackers serios se pertrechan de bolígrafos y de cuadernos de anillas, de blocks de notas o de libretas (de cualquier tipo de material de árbol muerto) que ponen junto a su ordenador cuando están on-line. En ellos apuntan el nombre exacto de las URL (las direcciones) de las páginas web que visitan, los nombres del software que buscan, cosas relacionadas con otros hackers que quieren localizar y cualquier cosa que les pueda ser de ayuda. Esto es una necesidad pues gran parte de la información que flota en la Estancia Azul es tan complicada que resulta difícil de recordar y uno tiene que hacerlo, en cualquier caso, al dedillo: un error tipográfico puede suponer un fallo a la hora de hacer un pirateo fuera de serie o la imposibilidad de acceder a la página web o al tablón de anuncios más fabulosos del mundo.

Era la una y media de la tarde y todos los miembros del equipo de la UCC sentían cierta desesperación prolongada, y provocada por el hecho de que Phate podría estar llevando a cabo una acción en ese mismo momento.

De todas formas, Gillette permitió que el chico se explayara a su ritmo.

– Estaba leyendo lo que escribía antes de que el señor Boethe… Antes de que le ocurriera eso, ya sabes.

– ¿Y qué has encontrado? -le preguntó Gillette. Bishop se sentó cerca del chico y asentía-. Sigue, sigue.

– Vale. Mira, la máquina que yo usaba en la biblioteca, la que os llevasteis, andaba bien hasta hace unas dos o tres semanas. Pero entonces comenzó a suceder algo muy extraño. Empecé a tener esos errores fatales. Y mi máquina se quedaba colgada.

– ¿Errores fatales? -preguntó Gillette, sorprendido. Miró a Nolan, quien movía la cabeza, con curiosidad. Se quitó un mechón de pelo de la cara y, distraída, empezó a enrollarlo con el dedo.

– Vale, ahora para el resto de nosotros -dijo Bishop, mirando al uno y al otro-. ¿Qué significa eso?

– Lo normal es que uno sufra errores cuando su máquina está tratando de hacer dos cosas a la vez -explicó Nolan-. Como andar con una hoja de cálculo mientras uno lee sus correos en la red.

Gillette asentía.

– Pero una de las razones por las que empresas como Apple o Microsoft crearon un nuevo sistema operativo fue para permitir que se pudieran utilizar varios programas a la vez. Y ahora es muy raro ver errores fatales.

– Lo sé -dijo el chico-, por eso pensé que era extraño. Luego traté de arrancar los mismos programas en una máquina diferente, una que no se había conectado a la red. Y lo mejor es que no pude duplicar los errores.

– Vale, vale, vale -dijo Tony Mott, que estaba muy atento-. Trapdoor tiene un fallo.

– Esto es genial, Jamie -dijo Gillette, saludando al muchacho-. Creo que es la clave que necesitábamos.

– ¿Por qué? -preguntó Bishop-. No lo pillo.

– Necesitábamos los números de serie y de teléfono móvil de Phate en Mobile America, para rastrearlo.

– Lo recuerdo.

– Si tenemos suerte los obtendremos gracias a esto -dijo Gillette, mirando al chico-. ¿Recuerdas la fecha y la hora de algunos errores que sufriste?

El chico revisó el cuaderno y le enseñó una página a Gillette.

– Vale -dijo y, volviéndose hacia Tony Mott, anunció-: Llama a Garvy Hobbes. Que se ponga en el teléfono de manos libres.

Mott lo hizo, y en un segundo el jefe de seguridad de Mobile America estaba conectado.

– ¿Qué tal? -dijo Hobbes-. ¿Alguna pista sobre el chico malo?

Gillette miró a Bishop, quien delegó todo en el hacker:

– Esto es trabajo policial a la moda. Todo tuyo.

– Prueba esto, Garvy -dijo el hacker-. Si te doy cuatro fechas y horas distintas en las que uno de tus móviles se desconectó durante un minuto y luego llamó al mismo número, ¿podrás identificarme el número?

– Hmmm. Eso es nuevo, pero lo intentaré. Dame las fechas y las horas.

– No cuelgues -dijo Hobbes después de que Gillette se las proporcionara-. Ahora vuelvo.

El hacker explicó al equipo lo que estaba haciendo: cuando el ordenador de Jamie se quedaba colgado, el chico tenía que reiniciar el equipo para volver a conectarse a la red. Eso tardaba un minuto. Y significaba que el móvil de Phate también se desconectaba por el mismo periodo de tiempo, pues el asesino también tenía que reiniciar y volverse a conectar. Si uno cotejaba los momentos exactos en que el ordenador de Jamie se había colgado con aquéllos en los que un solo móvil de Mobile America se había desconectado y vuelto a conectar, podía saber el número de teléfono de Phate.

Cinco minutos después, el especialista de seguridad agarraba de nuevo el aparato.

– Esto es divertido -dijo Hobbes, alegre-. Lo tengo -luego imprimió un tono de objeción reverente a su voz-. Pero lo raro es que el ESN y el MIN están en disponibilidad.

– Lo que dice Garvy -tradujo Gillette- es que Phate pirateó un conmutador seguro, no público, y robó los números.

– Nadie había pirateado nuestro tablero central antes. Este chico es algo fuera de lo normal. Te lo digo yo.

– Pero eso ya lo sabemos -replicó Bishop.

– ¿Sigue usando el teléfono? -preguntó Shelton.

– No lo ha utilizado desde ayer. El perfil típico de un pirata telefónico nos muestra que si no lo usan en veinticuatro horas es porque han cambiado de número.

– Así que no podemos rastrearlo cuando vuelva a conectarse a la red, ¿no? -preguntó Bishop, desalentado.

– Eso mismo -dijo Hobbes.

– Bueno, pero eso ya me lo figuraba -dijo Gillette, encogiéndose de hombros-. Ningún hacker serio se sirve de números robados por más de ocho horas. Pero sí podemos delimitar el área desde donde realizaba las llamadas cuando ha estado llamando en estas últimas dos semanas, ¿verdad, Garvy?

– Claro que sí -afirmó Hobbes-. Guardamos constancia de las células desde donde se originan nuestras llamadas. La mayor parte de las llamadas de ese móvil provenían de nuestra célula 879. Eso es Los Altos. Y he restringido el área un poco más con la MITSO.

– ¿La qué?

– Con la oficina de conmutadores de teléfonos móviles. Tiene capacidad de ubicar los sectores: eso significa que te pueden decir en qué parte de la célula está localizado. O sea, que pueden delimitar el área en un kilómetro cuadrado.

Hobbes se rió y preguntó con cautela:

– Señor Gillette, ¿cómo es que sabe tanto como nosotros sobre nuestro propio sistema?

– Leo mucho -respondió Gillette, para salir del paso. Luego preguntó-: Déme las coordenadas de la ubicación. ¿Nos podría dar la información en calles? -fue por el mapa.

– Sin problemas.

Hobbes le señaló cuatro cruces y Gillette conectó los puntos. Era una zona trapezoidal que cubría una gran superficie de Los Altos.

Dentro de ese perímetro se encontraban seis nuevas urbanizaciones que respondían a las especificaciones dadas por el Consejo de Planificación y Zonificación.

Aunque era mejor que veintidós, seguían siendo demasiadas.

– ¿Seis? -preguntó una desmotivada Sánchez-. Eso supone unas tres mil personas viviendo allí. ¿No podríamos delimitarlo un poco más?

– Sí -respondió Bishop-. Porque sabemos dónde compra las cosas.

Sobre el mapa, Bishop señaló la urbanización que quedaba entre la tienda de Ollie y Mountain View Music.

Se llamaba Stonecrest.

Todos se pusieron en movimiento. Bishop le pidió a Garvy que se reuniera con ellos en Los Altos, cerca de la urbanización, y luego llamó al capitán Bernstein para informarle de todo. Decidieron que agentes de paisano irían puerta por puerta mostrando la foto de Holloway. Bishop tuvo la idea de comprar cubos de plástico y de facilitárselos a los agentes, quienes harían como que estaban recogiendo dinero para alguna causa benéfica, por si se daba el caso de que el mismo Holloway saliera a abrir la puerta. Luego alertó a los de operaciones especiales. Y los mismos miembros de la UCC se prepararon: Shelton y Bishop comprobaron sus pistolas; Gillette, su portátil, y Tony Mott comprobó ambas cosas a la vez, como no podía ser menos.

Patricia Nolan se quedaría, por si el equipo necesitaba acceder al ordenador de la UCC.

Mientras salían, sonó el teléfono y Bishop contestó la llamada. Estuvo un rato en silencio y luego miró a Gillette con una ceja levantada, antes de pasarle el aparato.

Frunciendo el ceño, el hacker se llevó el auricular a la oreja.

– ¿Sí?

Silencio. Y luego Elana Papandolos dijo:

– Soy yo.

– Hola.

Gillette vio cómo Bishop sacaba a todo el mundo afuera.

– No pensaba que llamarías.

– Yo tampoco -dijo ella.

– ¿Por qué?

– Porque creo que te lo debía.

– ¿Que me debías qué?

– Decirte que de todas formas me largo mañana a Nueva York.

– ¿Con Ed?

– Sí.

Esas palabras lo golpearon con más fuerza de lo que lo habían sacudido los nudillos de Phate momentos antes. Tenía la esperanza de que ella hubiera retrasado la partida…

– No lo hagas.

Otra interminable pausa.

– ¿Wyatt?…

– Te amo. Y no quiero que te vayas.

– Bueno, pues nos vamos.

– Hazme un favor -dijo Gillette-. Déjame verte antes de que te vayas.

– ¿Para qué? ¿De qué serviría?

– Por favor. Sólo diez minutos.

– No me vas a hacer cambiar de idea.

«Sí -pensó él-, sí que lo haré».

– Tengo que colgar. Adiós, Wyatt. Te deseo suerte en cualquier cosa que hagas en la vida.

– ¡No!

Ellie colgó sin añadir nada más.

Gillette miró el teléfono, ahora mudo.

– Wyatt -dijo Bishop.

Cerró los ojos.

– Wyatt -lo llamó de nuevo el detective-. Tenemos que irnos.

Alzó la vista y dejó el auricular sobre el aparato. Aturdido, Gillette siguió al policía por los pasillos.

El detective le murmuró algo.

Gillette lo miró, ausente. Preguntó a Bishop qué le había dicho.

– He dicho que es como lo que comentabais Patricia y tú sobre estar en uno de esos juegos MUD.

– ¿Qué pasa con ellos?

– Que creo que nos encontramos en el nivel de expertos.


* * *

El Monte Road se conecta con El Camino Real por medio de la columna vertebral de Silicon Valley, la autopista 280, unos kilómetros más al sur.

Mientras uno va por la autopista, el paisaje de El Monte varía desde tiendas de ropa, pasando por clásicos ranchos californianos de los años cincuenta y sesenta, hasta las nuevas urbanizaciones residenciales construidas con el propósito de cosechar el abundante dinero de los informáticos que andan por el vecindario.

No lejos de una de esas urbanizaciones, Stonecrest, había unos dieciséis coches de la policía estatal aparcados junto a dos furgonetas de los equipos especiales. Estaban en el aparcamiento de la Primera Iglesia Baptista de Los Altos, que una gran empalizada ocultaba de El Monte: ésa era la razón de que Bishop hubiera elegido este solar de la casa del Señor como base de operaciones.

Wyatt Gillette estaba en el asiento del copiloto del Crown Victoria, junto a Bishop. Shelton estaba sentado detrás y miraba una palmera meciéndose en la brisa húmeda. En un coche a su lado estaban Linda Sánchez y Tony Mott. Bishop parecía haber tirado la toalla en cuanto a ponerle las riendas al aspirante a Eliot Ness, y Mott se apresuraba a unirse a un grupo de policías uniformados y de operaciones especiales que estaban colocándose los chalecos antibalas. El jefe del equipo de especiales, Alonso Johnson, estaba allí de nuevo. Se encontraba solo, con la cabeza gacha mientras escuchaba lo que le radiaban por el auricular en su oreja.

El agente del Departamento de Defensa, Arthur Backle, había seguido a Bishop y esperaba de pie, con un paraguas en la mano, medio apoyado en el costado de su coche mientras se palpaba el vendaje que le cubría la cabeza.

Cerca de allí, Stonecrest estaba siendo rastreado por agentes de paisano, quienes, con el pretexto de hacer una cuestación, agitaban cubos de plástico amarillo y mostraban fotos de Jon Holloway.

Pasó un rato y nadie dio parte con éxito. Afloraron las dudas: quizá Phate estaba en otra urbanización, quizá el análisis de los teléfonos de Mobile America era erróneo. Quizá los números estaban bien pero, tras el incidente con Gillette, Phate había decidido dejar el Estado.

Entonces sonó el móvil de Bishop y éste respondió la llamada. Sonrió, asintiendo y mirando a Shelton y a Gillette:

– Identificación efectuada. Un vecino lo ha reconocido. Está en el 34004 de Alta Vista Drive.

– ¡Sí! -gritó Shelton, con un glorioso encuentro entre su puño y la palma de la otra mano-. Voy a decírselo a Alonso.

El fornido policía desapareció entre la multitud de agentes.

Bishop llamó a Garvy Hobbes y le dio la dirección. En su coche, el hombre de seguridad tenía conectado un Cellscope, un cruce entre ordenador y buscador direccional de radio. Conduciría cerca de la casa y comprobaría si éste estaba trasmitiendo o no. Un rato después llamaba a Bishop y le decía:

– Tiene un móvil funcionando. La transmisión es de datos, no de voz.

– ¡Está on-line! -dijo Gillette.

Bishop y Gillette salieron del coche y se encontraron con Shelton y con Alonso Johnson.

Johnson envió una furgoneta de vigilancia, camuflada como una de reparto, para que aparcara en la calle de Phate, frente a su casa. El oficial informó de que las cortinas estaban echadas y la puerta del garaje abierta. En la acera había un último modelo de Acura. Desde fuera no se veían luces encendidas. Un segundo equipo, pertrechado detrás de una Jacaranda cercana, ofreció un informe similar.

Ambos equipos añadieron que todas las puertas y ventanas estaban cubiertas: incluso en el caso de que Phate viera a la policía, no podría escapar antes del asalto.

Entonces, Johnson abrió un mapa detallado y plastificado de las calles de Stonecrest. Hizo un círculo en la casa de Phate con una pintura de cera y luego examinó un catálogo de los modelos de casas de la urbanización, también plastificado. Alzó la vista y dijo:

– Está en una casa del modelo Troubadour.

Buscó el plano de ese modelo de casa y se lo mostró a su segundo, un joven de pelo rapado y comportamiento militar, sin sentido del humor.

Gillette echó una ojeada al catálogo y vio un anuncio impreso bajo el plano. Decía: «Troubadour… La casa de tus sueños para que tú y tu familia la disfrutéis en los años venideros…».

– De acuerdo, señor -dijo el ayudante de Johnson-. Tenemos puertas delanteras y traseras en el piso al nivel de la calle. Otra puerta se abre a una terraza en la parte trasera. No hay escaleras pero son menos de cuatro metros. Podría saltar. No hay entrada lateral. El garaje tiene dos puertas, una conduce a la cocina y otra al patio. Yo propondría entrar con tres equipos dinámicos.

– Separadlo de su ordenador de inmediato -dijo Linda Sánchez-. No le dejéis teclear nada. Podría destruir el contenido del disco duro en unos segundos.

– Positivo -afirmó el ayudante. Johnson dijo:

– Vale. El equipo Able va a ir por delante, Baker por detrás y Charlie por el garaje. Que dos del Charlie se queden atrás y vigilen la terraza por si le da por saltar por ahí -alzó la vista y tiró del pendiente de oro que llevaba en la oreja izquierda-. Vale, vamos a cazar una mala bestia.

Gillette, Shelton, Bishop y Sánchez se reunieron en uno de los Crown Victoria y condujeron hasta la misma urbanización, aparcando cerca pero fuera del ángulo de visión que se podía tener desde la casa de Phate, junto a las furgonetas de los de operaciones especiales. Les siguió su sombra, el agente Backle. Todos vieron cómo las tropas se posicionaban con rapidez, agachándose y ocultándose tras los arbustos.

Bishop se volvió hacia Gillette y sorprendió al hacker, al inclinarse y estrecharle la mano.

– Pase lo que pase, Wyatt, no lo podríamos haber hecho sin ti. No hay mucha gente que se hubiera arriesgado y trabajado tanto como lo has hecho tú.

– Sí -dijo Linda Sánchez-, este chico es una joya, jefe -miró a Gillette con sus grandes ojos marrones-. Oye, si buscas trabajo cuando salgas, quizá puedas intentarlo en la UCC.

Por una vez dio la impresión de que Bob Shelton iba a hacerse eco de los sentimientos de sus compañeros, pero entonces salió del coche y fue a unirse a un grupo de policías de paisano que parecía conocer.

Gillette trató de pensar en algo que responder a Bishop para acusar recibo de lo dicho, pero no supo hacer otra cosa que asentir.

Se les acercó Alonso Johnson. Bishop bajó la ventanilla.

– Los de vigilancia no pueden ver nada y el tipo tiene el aire acondicionado al máximo, por lo que los infrarrojos resultan nulos. ¿Sigue el tipo conectado?

Bishop llamó a Garvy Hobbes y se lo preguntó.

– Sí -respondió el vaquero-. El Cellscope aún recibe su transmisión.

– Eso es bueno -dijo Alonso-. Lo queremos tranquilo y distraído cuando llamemos a su puerta -luego habló al micrófono-: Limpiad la calle.

Los agentes forzaron a dar la vuelta a varios coches que conducían por Alta Vista. Interceptaron a una señora de pelo blanco, una vecina de Phate que se disponía a salir del garaje, y guiaron su Explorer por una calle lejos de la casa del asesino. Tres chavales que, indiferentes a la lluvia, armaban jaleo con unos monopatines, también fueron interceptados por unos agentes de paisano vestidos con shorts y camisas Izod, que los quitaron de en medio.

La plácida calle de la urbanización quedó desierta.

– Tiene buena pinta -dijo Johnson, y acto seguido corrió agachado hacia la casa.

– Todo se reduce a esto…

Linda Sánchez se dio la vuelta y afirmó:

– Y que lo diga, jefe -le hizo una señal de buena suerte a Tony Mott, quien estaba agachado detrás de una valla que lindaba con la propiedad de Phate. Él le devolvió el saludo y señaló la casa del asesino. Ella dijo en voz baja-: Será mejor que ese chico no se haga daño.

Gillette no oyó que se impartieran instrucciones pero de pronto los del SWAT salieron de sus escondrijos y corrieron hacia la casa. Se oyeron tres explosiones. Gillette se sobresaltó.

– Son balas especiales -le explicó Bishop-. Están destrozando las cerraduras.

A Gillette le sudaban las manos y se mecía y contenía la respiración esperando oír disparos, explosiones, gritos, sirenas…

Bishop no se movía, y tenía la mirada fija en la casa. Si estaba tenso no lo demostraba.

– Venga, venga -musitó Linda Sánchez-. ¿Qué está pasando?

Fue un largo silencio roto tan sólo por el tamborileo del agua sobre el techo del coche.

Cuando sonó la radio, fue algo tan abrupto que todos se sobresaltaron.

– Jefe del equipo Alpha a Bishop. ¿Estás ahí?

Bishop respondió:

– Dime, Alonso.

– Frank -informó la voz-. No está aquí.

– ¿Qué? -dijo el detective, sin poder creérselo.

– Estamos cribando el lugar pero no tiene pinta de que haya nadie.

– Mierda-dijo Shelton.

– Estoy en el salón -prosiguió Johnson-. Es su oficina. Hay una lata de soda Mountain View que aún sigue fría. Y el detector de calor corporal muestra que ha estado sentado en esta silla frente al ordenador, hasta hace cinco o diez minutos.

– Él está ahí, Al -replicó Bishop, con tono de desesperación-. Tiene que estar ahí. Seguro que tiene algún escondrijo por ahí. Busca en los armarios. Busca debajo de la cama.

– Frank, los infrarrojos no recogen nada salvo su fantasma en la silla.

– Pero no ha podido salir -dijo Sánchez.

– Seguiremos buscando.

Bishop se apoyó contra la puerta y en su rostro aguileño se leía una fuerte desesperación.

Diez minutos más tarde el comandante de operaciones especiales hablaba de nuevo:

– Frank, la casa está limpia -dijo Johnson-. Él no está aquí. Si quieres comenzar a estudiar el escenario, adelante.

Capítulo 00100101 / Treinta y siete

Dentro, la casa estaba inmaculada.

Era lo opuesto a lo que Gillette se esperaba encontrar. La mayor parte de las moradas de los hackers estaban sucias y atiborradas de componentes electrónicos, alambres, libros, manuales técnicos, herramientas, disquetes, contenedores de comida con sobras pegadas, vasos sucios y basura.

La sala de estar de Phate lucía como si Martha Stewart hubiera acabado de decorarla en ese instante.

Los de la UCC entraron y se quedaron mirando. En un principio, Gillette se preguntó si no se habrían equivocado de casa, pero luego vio las fotos con la cara de Holloway.

– Mirad -dijo Linda Sánchez, señalando una instantánea enmarcada-, esa mujer debe de ser Shawn -luego vio otra-. ¿Y además tienen hijos?

– Podemos enviarlas al FBI y… -comenzó a decir Shelton.

Pero Bishop negó con al cabeza.

– ¿Qué sucede? -le preguntó el comandante de los SWAT.

– Son falsas, ¿no? -dijo Bishop, mirando a Gillette con la ceja alzada.

El hacker abrió un marco y extrajo la foto. No estaban hechas en papel fotográfico sino que se habían impreso en una impresora a color. Le pasó la foto a Bishop, quien examinó de cerca las caras de la gente.

– Las descargó de la red o escaneó fotos de alguna revista y les pegó su rostro encima.

En la repisa, cerca de la fotografía de una pareja feliz sentada en hamacas junto a una piscina, había un viejo reloj que marcaba las dos y cuarto. La aguja actuaba como recordatorio para el grupo de que la próxima víctima, o víctimas, de Phate podía morir en cualquier minuto.

Gillette echó un vistazo a la habitación, que contenía todo aquello que uno puede desear en una casita de las afueras.

Troubadour… La casa de tus sueños para que tú y tu familia la disfrutéis en los años venideros…

Huerto Ramírez y Tim Morgan habían interrogado a los vecinos pero ninguno había podido brindarles una pista sobre otros lugares que el asesino pudiera frecuentar. Ramírez dijo:

– Según los vecinos de la casa de enfrente, se hacía pasar por un tal Gregg Warren y le decía a la gente que su familia se reuniría con él en junio, cuando hubieran acabado las clases.

Bishop le dijo a Alonso:

– Sabemos que es probable que su próximo objetivo sea un estudiante de la Universidad del Norte de California pero no sabemos quién. Asegúrate de que tu gente busca pistas que nos puedan decir algo al respecto.

Johnson hizo un gesto con la cabeza y dijo:

– Ahora que hemos encontrado su nidito, ¿no crees que se esconderá y tratará de olvidarse de sus víctimas durante un tiempo?

– Dudo mucho que haga eso -dijo Bishop, mirando a Gillette.

El hacker estuvo de acuerdo.

– Phate quiere una victoria. De una forma u otra va a asesinar a alguien hoy mismo.

– Voy a correr la voz -dijo el comandante de operaciones especiales, y se fue a hacerlo.

El equipo examinó las restantes habitaciones pero las encontró prácticamente vacías, ocultas del exterior por medio de persianas. En el baño había pocos productos: cuchillas desechables y pasta de afeitar, jabón y champú. También encontraron una gran caja llena de piedras pómez.

Bishop acercó una y la observó con curiosidad.

– Para sus dedos -explicó Gillette-. Usa las piedras para suavizar sus callos.

– ¿Para no parecer deformado? -preguntó Bishop.

– No -dijo Gillette-. Para poder teclear mejor.

Fueron al salón, donde descansaba el portátil de Phate.

Gillette miró la pantalla y sacudió la cabeza, enfadado: «Mirad».

Bishop y Shelton leyeron:


INSTANT MESSAGE DE: SHAWN

CÓDIGO 10-87 PARA 34004 ALTA VISTA DRIVE

– Ese es el código táctico del asalto: un diez ochenta y siete. Si no hubiera recibido el mensaje lo habríamos atrapado -dijo Bishop-. Hemos estado muy cerca.

– ¡Puto Shawn! -gritó Shelton. Un patrullero los llamó desde el sótano:

– He encontrado su vía de escape. Está aquí abajo.

Gillette descendió las escaleras con los otros. Pero en el último peldaño se paró al haber reconocido el escenario de la fotografía de Lara Gibson. Las baldosas mal puestas, el yeso Sheetrock sin pintar. Y los remolinos de sangre en el suelo. La escena estaba distorsionada.

Se unió a Alonso Johnson, Frank Bishop y a otros patrulleros que estaban examinando una puerta en uno de los laterales. Se abría a una tubería de un metro de diámetro, del tamaño de un gran conducto de agua. «Conduce a la casa contigua.»

Gillette y Bishop se miraron.

– ¡No! -dijo el detective-. ¡La mujer del pelo blanco, en el Explorer! La que salió del garaje. Era él.

Johnson mandó a sus hombres que entraran en la casa de al lado. Y luego pidió un localizador de vehículos de emergencia para el coche huido.

– La casa contigua está totalmente vacía -informó un patrullero por radio-. No hay muebles. No hay nada.

– Tenía dos casas.

– ¡Maldita ingeniería social! -estalló Shelton, estirando mucho la primera palabra.

En cinco minutos les llegó el informe de que habían encontrado el Explorer en el aparcamiento de un centro comercial a trescientos metros de allí. En el asiento trasero había una peluca blanca y un vestido. Ninguno de los interrogados había visto salir a nadie del Ford y meterse en otro vehículo.

La unidad de Escena del Crimen de la policía estatal investigó ambas casas y no encontró nada que fuera de verdadera utilidad. Se supo que Phate (en su papel de Gregg Warren) había comprado las dos, pagando en efectivo. Llamaron a la agente inmobiliaria que las había vendido. Ella dijo que no había nada raro en que él las comprara pagando en efectivo: en «el valle del gozo en el corazón» los ricos ejecutivos de empresas de informática a menudo compraban dos casas: una para vivir y la otra como inversión. No obstante, ella añadió que hubo algo extraño en esa transacción en particular: cuando fue a consultar los informes sobre créditos por petición de la policía se dio cuenta de que habían desaparecido.

– ¿No les parece curioso? Se borraron por accidente.

– Sí, curioso -dijo Bishop con sorna.

– Sí, por accidente -añadió Gillette.

– Llevemos la máquina a la UCC -dijo Bishop al hacker-. Si tenemos suerte quizá contenga alguna referencia a la víctima de la universidad. Vamos a movernos deprisa.

Gillette también sentía la urgencia del detective. Recordó uno de los objetivos del juego Access en los MUD: asesinar a tanta gente en una semana como les fuera posible.

Johnson y Bishop dieron por concluida la operación y Linda Sánchez rellenó la cadena de formularios de custodia y envolvió el disco duro del ordenador de Phate.

Gillette fue quien le explicó a Patricia Nolan que la redada había sido infructuosa.

– Shawn volvió a avisarlo, ¿no? -dijo ella, suspirando.

Sánchez les pasó el ordenador de Phate a Gillette y a Nolan y luego atendió una llamada telefónica.

– ¿Cómo pudo enterarse de que íbamos a asaltar su casa? -se preguntó Tony Mott-. No me cabe en la cabeza.

– Yo sólo quiero saber una cosa -dijo Shelton-: ¿Quién demonios es Shawn?

Y aunque era indudable que no esperaba recibir una respuesta en ese preciso momento, ésta le llegó:

– Yo lo sé -dijo Linda Sánchez, horrorizada y con la voz quebrada. Miró al equipo con el auricular y luego colgó el teléfono. La mujer cerró los dedos con las uñas pintadas de color rojo y continuó-: Era el administrador de sistemas de ISLEnet. Hace diez minutos encontró a alguien que estaba infiltrándose en ISLEnet para usarla como un sistema de fiar, y así poder piratear la base de datos del Departamento de Estado. El usuario era Shawn. El administrador imposibilitó la entrada y luego echó un vistazo al fallido objetivo de Shawn. Estaba dando instrucciones al sistema del Departamento de Estado para que hiciera dos pasaportes con nombres falsos. El administrador de sistemas reconoció las fotos escaneadas que trataba de infiltrar en el sistema. Una era la de Holloway -respiró hondo-. La otra era la de Stephen.

– ¿Qué Stephen? -preguntó Mott.

– Stephen Miller -dijo Sánchez, y se echó a llorar-. Él es Shawn.


* * *

Bishop, Mott y Sánchez estaban en el cubículo de Miller rebuscando en su escritorio.

– No me lo creo -dijo Mott con rebeldía-. Es un truco de Phate. Está jugando con nosotros.

– Pero entonces ¿dónde está Miller? -preguntó Bishop. Patricia Nolan dijo que ella había permanecido en la UCC durante todo el tiempo que ellos habían estado en casa de Phate y que Miller no había llamado. Y ella había intentado contactarle llamando a varios laboratorios informáticos de universidades cercanas pero él no estaba en ninguno de ellos.

Mott encendió el ordenador de Miller.

En la pantalla apareció el aviso para introducir una contraseña. Mott lo intentó por las bravas con las conjeturas más obvias: cumpleaños, nombres y demás.

Gillette entró en el cubículo y cargó su programa Crack-it. En unos minutos había descifrado la contraseña y Gillette estaba dentro del ordenador de Miller. Pronto encontró docenas de mensajes enviados a Phate bajo el nombre de pantalla de Miller, Shawn, que se conectaba a Internet por medio de la empresa Monterrey On-Line. Los mensajes estaban codificados pero los encabezamientos no dejaban lugar a dudas sobre la verdadera identidad de Miller.

– Pero Shawn es genial -objetó Patricia Nolan-, y Stephen era un principiante en comparación.

– Ingeniería social -dijo Bishop.

– Tenía que parecer estúpido para que no nos fijáramos en él -añadió Gillette-. Mientras tanto, informaba a Phate de todo.

– Él es el causante de la muerte de Andy Anderson -se dolió Mott-. Él lo engañó.

– Y cada vez que andábamos cerca de Phate, Miller lo prevenía -susurró Shelton.

– ¿Pudo saber el administrador de sistemas desde dónde estaba hackeando Miller? -preguntó Bishop.

– No, jefe -respondió Sánchez-. Estaba usando un anonimatizador a prueba de bombas.

Bishop preguntó a Mott:

– Y esas universidades en las que trabajaba… ¿Podía ser la del Norte de California una de ellas?

– No lo sé. Es probable.

Sonó el teléfono de Bishop. Escuchó asintiendo. Cuando colgó, dijo:

– Era Huerto -Bishop había enviado a Ramírez y a Morgan a la casa de Miller tan pronto como Linda recibió la llamada del administrador de ISLEnet-. El coche de Miller ha desaparecido. El estudio de su casa está vacío, con la excepción de un montón de cables y unos cuantos componentes de ordenadores: se ha llevado todas las máquinas y los disquetes -preguntó a Mott y a Sánchez-: ¿Tiene una casa de verano? ¿Tiene familia?

– No. Las máquinas lo eran todo en su vida -dijo Mott-. Trabajaba aquí, en la oficina, y también en casa.

Bishop le dijo a Shelton:

– Que distribuyan una foto de Miller a los agentes y que envíen a unos cuantos a la Universidad del Norte de California con ella -miró el ordenador de Phate y le preguntó a Gillette-: Los datos de ése ya no están codificados, ¿no?

– No -respondió Gillette y le explicó que para usar la máquina había tenido que descriptarlo todo. Señaló el monitor, saltándose el salvapantallas de Phate, que era el lema de los Knights of Access.

El acceso es Dios…

– Veré qué puedo encontrar.

– Puede que eso aún contenga trampas -le avisó Linda Sánchez.

– Voy a andar con pies de plomo. Voy a cerrar el salvapantallas y empezaremos por ahí. Conozco los lugares lógicos donde él ubicaría sus trampas -Gillette se sentó ante el ordenador y tocó la más inocua de todas las teclas del teclado (Shift) para cerrar el salvapantallas. Puesto que la tecla Shift, por sí sola, no crea comandos ni afecta a los programas o a los datos contenidos en un ordenador, los hackers no suelen colocar trampas en ella.

Pero lo cierto es que Phate no era un hacker normal y corriente.

En el mismo instante en que Gillette pulsó la tecla, la pantalla se borró y aparecieron estas palabras:


COMENZAR ENCRIPTACIÓN

ENCRIPTANDO: STANDARD 12

DEPARTAMENTO DE DEFENSA


– ¡No! -gritó Gillette y apagó el interruptor. Pero Phate había alterado el controlador de energía y no tuvo resultado. Dio la vuelta al portátil para quitarle la batería pero alguien había roto el botón que permitía abrirla. En tres minutos, todo el contenido del ordenador estaba codificado.

– Mierda, mierda… -dijo Gillette, suspirando disgustado-. Todo eso es ahora inútil.

El agente Backle del Departamento de Defensa se levantó y caminó lentamente hacia la máquina. Miró primero a Gillette y luego la pantalla, que ahora estaba llena de símbolos sin sentido. Luego observó las fotos de Lara Gibson y de Willem Boethe pegadas en la pizarra.

– ¿Crees que ahí dentro hay algo que pueda ayudarnos a salvar vidas? -preguntó a Gillette.

– Es probable.

– Antes lo dije en serio. Si puedes romper su encriptación, me olvidaré de haberte visto hacerlo. Lo único que te pediré son los discos que tengas con el programa de decodificación.

Gillette dudó.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó, al fin.

Backle le brindó una cara amable y una pequeña risa.

– Ese cabrón me ha dado un dolor de cabeza de mil pares de demonios. Me encantaría añadir «Agresión a un agente federal» al conjunto de sus cargos.

Gillette miró a Bishop, quien asintió: era su forma de decirle que lo apoyaría. El hacker se sentó en una terminal y se conectó a la red. Volvió a la cuenta de Armstrong en Los Alamos, donde escondía sus herramientas de hacker, y descargó un programa llamado Pac-Man.

– ¿Pac-Man? -se rió Nolan.

Gillette se encogió de hombros.

– Cuando lo acabé llevaba veinticuatro horas levantado. No me dio para pensar un nombre mejor.

Lo copió en un disquete que insertó en el portátil de Phate.

En la pantalla apareció:

Encríptación / Decodíflcación

Nombre usuario:

Gillette tecleó: Luke Skywalker

Contraseña:

Las letras, números y símbolos que Gillette tecleó sumaban doce caracteres.

– Eso sí que es una contraseña difícil -dijo Mott. Entonces en la pantalla apareció esto:

Escoja Patrón de Encriptación:

1. Privacy On-Line, Inc.

2. Patrón de Encriptación Defensa

3. Departamento de Defensa Standard 12

4. OTAN

5. International Computer Systems, Inc.

Patricia Nolan lo dijo al mismo tiempo que Mott.

– ¡Esto sí que es un back! ¿Has escrito programas que pueden decodificar todos estos patrones de encriptación?

– Normalmente decodifica el noventa por ciento de un fichero -dijo Gillette, pulsando la tecla 3. Y luego comenzó a abastecer al programa de ficheros encriptados.

– ¿Cómo lo haces? -preguntó Mott, fascinado.

Gillette no pudo evitar que su voz sonara entusiasmada (y también orgullosa) mientras les decía:

– En realidad lo que hice fue conseguir muestras de todos los patrones hasta que el programa empezó a reconocer los arquetipos que el algoritmo codificador usa para encriptarlo. Y, a partir de ahí, el programa hace conjeturas lógicas sobre…

De pronto el agente Backle pasó por delante de Bishop, agarró a Gillette por el cuello y lo tiró al suelo. Y luego, con rudeza, le colocó las esposas en las muñecas.

– Wyatt Edward Gillette, quedas arrestado por violación del Acta de Privacidad Informática, robo de información clasificada del gobierno y traición.

– ¡No puedes hacer eso! -dijo Bishop.

– ¡Hijo de puta! -dijo Tony Mott, avanzando hacia él.

Backle movió la falda de la chaqueta para que todos vieran su pistola.

– Tenga cuidadito. Yo me lo pensaría dos veces antes de hacer nada, agente.

Mott se paró. Y Backle, casi como por diversión, siguió esposando al detenido.

– Venga, Backle, ya lo has oído -dijo Bishop, exaltado-: Phate va a atacar a alguien en la universidad. ¡Puede que ahora mismo esté en el campus!

– ¡Y le dijiste que no había problema! -dijo Patricia Nolan.

Pero el imperturbable Backle la ignoró, puso en pie a Gillette para luego sentarlo en una silla.

Entonces el agente sacó una radio y dijo:

– Backle a unidad 23. He capturado al prisionero. Pueden recogerme.

– ¡Le has tendido una trampa! -gritó Nolan, furiosa-. ¡Sois unos cabrones que estabais esperando el momento de hacerlo!

– Voy a llamar a mi capitán -dijo Bishop, sacando el teléfono y yendo en dirección del nicho frontal de la UCC.

– Llama a quien quieras. Éste vuelve a la cárcel.

– Tenemos un asesino que está acechando a su nueva víctima ahora mismo -dijo Shelton-. Puede que ésta sea nuestra única oportunidad de atraparlo.

– Y el código que ha pirateado puede significar que mueran cientos de personas -replicó Backle mirando a Gillette.

– Nos has dado tu palabra -le recriminó Sánchez-. ¿Es que no vale nada?

– No. Lo que vale, y para todo, es echar el guante a gente como él.

– Dame sólo una hora -dijo Gillette, con desesperación. Miró el reloj-. Ahora tenemos una oportunidad de atraparlo. No podemos permitirnos perder un solo minuto.

Backle negó con la cabeza y comenzó a leerle sus derechos.

Fue entonces cuando oyeron disparos fuera y el estallido de las balas y de las ventanas rotas sacudió la puerta principal de la UCC.

Capítulo 00100110 / Treinta y ocho

Mott y Backle sacaron sus armas y miraron hacia la puerta. Sánchez fue hacia su cubículo y buscó su pistola en el bolso. Nolan se escondió bajo una mesa.

Frank Bishop, tirado en el suelo, se alejó a gatas de la puerta.

– ¿Te han dado, jefe? -preguntó Sánchez.

– ¡Estoy bien! -el detective buscó refugio en una pared y se puso de pie como pudo. Sacó su pistola y, echando una rápida ojeada fuera, gritó para que le oyeran en el corral de dinosaurios-: ¡Phate está fuera! Yo, en el vestíbulo. Me ha disparado un par de veces. ¡Sigue ahí!

Backle se movió para llamar por radio a sus compañeros y decirles que condujeran con cuidado y que trataran de localizar al criminal. Se agachó junto a la puerta, observó los agujeros producidos por los disparos en la pared y los fragmentos de vidrio. Tony Mott también avanzó, haciendo gestos a Linda Sánchez y a Nolan para que se replegaran.

– ¿Dónde está? -preguntó Backle echando un rápido vistazo fuera y volviendo para cubrirse.

– Detrás de la furgoneta blanca -respondió el detective-. Hacia la izquierda. Ha debido de volver para matar a Gillette. Vosotros dos, id hacia la derecha y mantenedlo clavado allí. Yo voy a atraparlo por detrás. Agachaos, es un buen tirador. Conmigo ha fallado por centímetros.

El agente de defensa y el joven policía se miraron y asintieron. Juntos salieron corriendo por la puerta y se parapetaron tras un coche cercano.

Bishop los vio partir y entonces se levantó y guardó el arma. Se metió la camisa por el pantalón, sacó las llaves, le quitó las esposas a Gillette y se las guardó en el bolsillo.

– ¿Qué haces, jefe? -preguntó Sánchez, levantándose del suelo.

Patricia Nolan se echó a reír al darse cuenta de lo que pasaba.

– Una fuga de la cárcel, ¿eh?

– Sí.

– ¿Y los disparos? -preguntó Sánchez.

– Era yo.

– ¿Tú? -se asombró Gillette.

– Salí afuera y pegué un par de tiros a la puerta principal -sonrió-. Eso de la ingeniería social… Creo que ya me estoy amoldando -entonces el detective señaló el ordenador de Phate y le dijo a Gillette:

– Bueno, no te quedes ahí. Agarra su máquina y vamonos pitando.

– ¿Estás seguro de que quieres hacerlo? -le preguntó Gillette, frotándose las muñecas.

– Estoy seguro de que Phate podría estar ahora mismo en el campus de la Universidad del Norte de California, con Miller -respondió Bishop-. Y no voy a dejar que muera nadie más. Así que vamos. ¡Ya!

El hacker recogió la máquina y caminó tras el detective.

– Esperad -les llamó Patricia Nolan-. He aparcado detrás. Podemos ir en mi coche.

Bishop vaciló.

– Iremos a mi hotel -añadió ella-. Puedo echarte una mano con esa máquina.

El detective asintió. Comenzó a decirle algo a Linda Sánchez pero ella lo mandó callar con su mano regordeta:

– Todo lo que sé es que me di la vuelta y Gillette se había escapado y tú corrías tras él. Y parece que él va camino de Napa, contigo siguiéndole la pista. Buena suerte y a ver si lo atrapas, jefe. Tómate un vaso de vino a mi salud. Buena suerte.


* * *

Pero daba la impresión de que el acto heroico de Bishop no había servido para nada.

En la habitación de hotel de Patricia Nolan (con mucho, la suite más increíble que Wyatt Gillette había visto en la vida) el hacker decodificó los datos del ordenador de Phate con rapidez. Pero sucedía que se trataba de una máquina diferente a la que Gillette había pirateado anteriormente. No era lo que se dice una máquina caliente, pero sólo contenía un sistema operativo, el Trapdoor y algunos ficheros con artículos de periódicos que Shawn había descargado para Phate. La mayor parte de ellos eran sobre Seattle, donde Phate pensaba jugar su siguiente partida. Pero ahora que sabía que ellos tenían esa máquina se iría a otra parte.

No había referencias a la Universidad del Norte de California ni a ningún estudiante.

Bishop se dejó caer sobre una de las sillas forradas de felpa y miró al suelo sin esperanzas, juntando las manos.

– Nada de nada.

– ¿Me dejas probar? -pidió Patricia Nolan. Se sentó junto a Gillette y fue pasando revista al directorio de ficheros-. Quizá haya borrado los ficheros. ¿Has tratado de recuperarlos con Restore8?

– No -respondió Gillette-. Me he figurado que lo habría borrado todo.

– Quizá no se haya molestado -señaló ella-. Estaba muy seguro de que nadie podría entrar en su máquina. Y que, si lo hacían, la bomba codificadora los detendría.

Ella arrancó el programa y, en un instante, aparecieron en la pantalla datos que Phate había borrado en las últimas semanas, en su mayor parte inservibles. Ella echó un vistazo.

– Nada sobre la universidad. Nada sobre los ataques. Todo lo que encuentro son fragmentos de facturas y recibos de unos componentes de ordenadores que vendió. La mayor parte de los datos está corrompida. Pero aquí hay algo que quizá os sirva.

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Bishop y Gillette leyeron la pantalla.

– Pero eso no nos vale -apuntó el hacker-. Ésa es una empresa que compró algunos de sus componentes. Necesitamos la dirección de Phate, el lugar desde donde fueron enviados.

Gillette sustituyó a Nolan y fue revisando el resto de los ficheros borrados. Sólo eran basura digital.

– Nada.

Pero Bishop sacudió la cabeza.

– Espera un poco -señaló la pantalla-. Vuelve hacia arriba.

Gillette fue hacia donde se encontraba el texto semilegible del recibo.

Bishop dio un golpecito en la pantalla y dijo:

– Esta empresa, Productos Informáticos San José, tiene que tener facturas en las que se especifique quién les vende los componentes y desde dónde se envían.

– Salvo que sepan que son robados -apuntó Nolan-. En ese caso negarán todo lo referente a Phate.

– Apuesto a que si saben que Phate ha estado asesinando gente se mostrarán algo más dispuestos a cooperar -dijo Gillette.

– O algo menos -replicó una escéptica Nolan.

– Comprar bienes robados es un delito -dijo Bishop-. Pero evitarse San Quintín es una razón excelente para cooperar.

El detective se tocó el pelo con fijador mientras se inclinaba para acercarse el teléfono. Llamó a la UCC, mientras rezaba para que uno de los miembros del equipo (ni Backle ni ningún otro federal) atendiera a su llamada. Se sintió aliviado cuando contestó Tony Mott.

– ¿Tony? Soy Frank -dijo el detective-. ¿Puedes hablar? ¿Cómo anda eso? ¿Tienen alguna pista? No, me refiero a alguna pista sobre nosotros… Vale. Escucha, hazme un favor, busca Productos Informáticos San José, 2355 Winchester en San José. No, te espero.

Un rato después Bishop alzaba la cabeza. Asintió poco a poco.

– Vale, lo tengo. Gracias. Creemos que Phate ha estado vendiéndoles componentes de ordenadores. Vamos a ver si podemos hablar con alguien allí. Te avisaré si encontramos algo. Mira, llama al rector y al jefe de seguridad de la Universidad del Norte de California y diles que pensamos que el asesino se dirige hacia allá en estos momentos -escuchó mientras Mott le decía algo y rió profusamente-. No, estoy seguro de que «atrincherado y macilento» es la expresión adecuada.

Colgó y les dijo a Gillette y a Nolan:

– La empresa está limpia. En quince años de antigüedad, nunca ha tenido ningún problema con el fisco o con el Departamento de Impuestos del Estado. Paga todas sus licencias. Si han comprado algo a Phate lo más seguro es que desconozcan que es robado. Vamos allá y hablemos un poco con el señor McGonagle, o con quien sea.

Gillette se unió al detective. Nolan, por el contrario, dijo:

– Id vosotros. Yo me quedo para ver si encuentro algo más en esta máquina.

Parado en el umbral, Gillette volvió la vista y la miró sentada frente al teclado. Ella le sonrió como para darle coraje. Pero a él le pareció que era una sonrisa algo melancólica y que, más bien, parecía la concesión de que quizá no tenía demasiada esperanza en que entre los dos floreciera una relación.

Pero entonces, como al mismo hacker le sucedía a menudo, a ella se le borró la sonrisa de la cara y comenzó a teclear con furia. En ese momento y con expresión concentrada, ella dejó el Mundo Real para adentrarse en la Estancia Azul.


* * *

El juego ya no le hacía gracia.

Sudoroso, desesperado y furioso, Phate se dejó caer en el escritorio y, con mirada ausente, observó todo lo que le rodeaba, todas esas preciosas antigüedades informáticas. Sabía que Gillette y la policía andaban cerca, y que ya no le sería posible continuar su juego en el lujoso condado de Santa Clara.

Eso era algo muy duro de aceptar porque tenía esta semana (la Semana Univac) por una edición muy especial de su juego. Era como Las Cruzadas, el famoso juego MUD: Silicon Valley era la nueva Tierra Santa y él deseaba ganar a lo grande en cada nivel.

Pero los de la policía (y Valleyman) habían demostrado ser mucho mejores de lo que él había esperado.

No había otra opción. Adoptaría una nueva identidad y se iría inmediatamente, y se llevaría a Shawn con él a una nueva ciudad. Su nuevo destino había sido Seattle pero existía la posibilidad de que Gillette hubiera podido piratear el código de encriptación Standard 12 y encontrado detalles sobre el juego MUD de Seattle y sobre sus víctimas potenciales.

Quizá lo intentaría en Chicago, en el Silicon Prairie. O en la Ruta 128, al norte de Boston.

Pero no podía esperar tanto: le consumía la lujuria de seguir jugando. Así que primero haría una parada y dejaría como regalo de despedida una bomba de gas en un colegio mayor de la Universidad del Norte de California. A uno de esos dormitorios le habían dado el nombre de un pionero de Silicon Valley pero, siendo como era un objetivo lógico, había decidido que los que morirían serían los alumnos del colegio mayor del otro lado de la calle. Ése se llamaba Yeats Hall, como el poeta, quien seguro no invirtió mucho tiempo en preocuparse por las máquinas ni por lo que representan.

Ese colegio era de estructura de madera, lo que lo hacía más vulnerable al fuego, sobre todo si el sistema informático se había ocupado de desactivar las alarmas y el sistema aspersor: algo que Phate ya había hecho.

También había una cosa más. Si le hubiera sucedido con cualquier otro ni se habría molestado. Pero su adversario en esta partida del juego Access era Wyatt Gillette y Phate necesitaba una gran maniobra de distracción para conseguir algo de tiempo para poner la bomba y largarse al este. Estaba tan enfadado y tenso que le daban ganas de agarrar una ametralladora y cargarse a una docena de personas para tener a la policía ocupada mientras él se escapaba. Pero ésa no era, por supuesto, el arma de su elección y, sencillamente, se sentó frente a su terminal de ordenador y empezó a teclear un conjuro familiar.

Capítulo 00100111 / Treinta y nueve

El centro de control del Departamento de Obras Públicas del condado de Santa Clara, ubicado en un complejo rodeado de alambradas al suroeste de San José, era un inmenso superordenador apodado Alanis.

La máquina hacía cientos de tareas para el departamento mencionado: programaciones de mantenimiento y reparación de calzadas, regulaciones de ubicación de aguas en la frecuentemente seca California, control de alcantarillado y de tratamiento de aguas y coordinación de los diez mil semáforos de Silicon Valley.

No lejos de Alanis se encontraba uno de sus mayores enlaces con el mundo exterior, un anaquel de metal de más de dos metros de alto que contenía treinta y dos módems de alta velocidad. En ese momento, llegaban muchas llamadas telefónicas por esos módems: claro que de forma silenciosa, pues Alanis no necesitaba señales sonoras para advertir que alguien trataba de comunicarse con ella. La mayor parte de estas llamadas era de técnicos de campo, administradores de sistemas o de otros ordenadores, todos ellos deseosos de conectarse al departamento para compartir información sobre reparaciones, nóminas, contabilidad, programaciones u otras de esas tareas mundanas que realizan los ordenadores de los estamentos públicos.

Una de las llamadas que llegó a Alanis a esa hora, las tres y media de la tarde, era un mensaje de datos de un veterano técnico de Obras Públicas de Mountain View. Llevaba años trabajando en eso pero sólo el año pasado consintió en seguir la política del departamento de conectarse desde el campo por medio de un ordenador portátil para recibir nuevos encargos, conocer la ubicación de los puntos conflictivos en el sistema de Obras Públicas y notificar que su equipo había terminado una tarea. El cincuentón gordito que antes pensaba que los ordenadores eran una pérdida de tiempo era ahora un adicto a las máquinas y le encantaba conectarse cuantas veces pudiera.

Este e-mail en concreto era un mensaje muy corto sobre una reparación de alcantarillado.

El mensaje que Alanis recibió fue, no obstante, algo distinto del enviado por el destrozado ordenador Compaq del empleado. Dentro de su prosa rechoncha, saltarina, había un código extra: un demonio Trapdoor.

Y, una vez dentro de la confiada Alanis, el demonio vagó desde el correo electrónico hasta su sistema operativo.

A diez kilómetros de allí, sentado frente a su ordenador, Phate tomó el directorio raíz y echó un vistazo a Alanis en busca de los comandos que necesitaba. Los apuntó en un papel amarillo y prestamente volvió al directorio raíz, donde tras consultar sus anotaciones escribió «permit/g/segment-*» y dio a Enter. Como gran parte de los comandos de los sistemas operativos de los ordenadores técnicos, éste era críptico pero tenía consecuencias muy concretas.

Entonces Phate borró el programa de anulación manual y cambió la contraseña del directorio raíz a ZZY?a##9/%48?95, algo que ningún humano podría averiguar y que un superordenador tardaría días en descifrar, como poco.

Luego se desconectó.

Cuando se levantó para empezar a empaquetar sus cosas y huir de Silicon Valley, ya podía oír los sonidos provocados por su chapuza, inundando la tarde.


* * *

El Volvo marrón pasó un cruce en el Boulevard Stevens Creek y dio un patinazo a unos tres metros del puesto de copiloto del coche de Bishop.

Su conductor presentía con horror la colisión inminente.

– ¡Tío, ten cuidado! -gritó Gillette, moviendo el brazo para protegerse de forma instintiva, girando la cabeza hacia la izquierda y cerrando los ojos mientras el famoso logo diagonal cromado en el capó del coche sueco se le acercaba cada vez más.

– Tranquilo -dijo Bishop, con calma.

Quizá era puro instinto, o tal vez se debía a la instrucción de conducción policial pero el detective no quiso frenar. Pegó el acelerador al suelo y dirigió el Crown Victoria hacia el Volvo que se aproximaba. La maniobra funcionó. Los coches no se rozaron por milímetros y el Volvo se empotró contra el parachoques del Porsche que iba detrás del coche del policía. Bishop controló el derrape y frenó hasta detener el coche.

– Ese imbécil se ha saltado el semáforo -murmuró Bishop, asiendo la radio para informar sobre el accidente.

– No, no lo ha hecho -contestó Gillette mirando hacia atrás-. Mira, ambas luces estaban en verde.

Una manzana más allá, otros dos coches estaban en medio del cruce, de costado, y un capó echaba humo.

Desde la guantera, la radio se llenó de informes sobre accidentes y errores en el funcionamiento de semáforos. Los escucharon durante un rato.

– Todos los semáforos están en verde -dijo Bishop-. En todo el condado. Es Phate, ¿no? Lo ha hecho él.

– Ha pirateado Obras Públicas -dijo Gillette, con una risa floja-. Es una cortina de humo para escapar.

Bishop volvió a avanzar pero, debido al tráfico, su velocidad era de pocos kilómetros por hora. La luz intermitente del salpicadero no impresionaba a nadie y Bishop la retiró. Elevando la voz sobre el ruido de las bocinas, preguntó:

– ¿Hay algo que puedan hacer los de Obras Públicas para solucionar este embrollo?

– Lo más seguro es que haya suspendido el sistema o que haya puesto una contraseña indescifrable. Tendrán que cargarlo todo de nuevo desde las copias de seguridad. Les llevará horas -el hacker movió la cabeza-. Pero el tráfico lo va a atrapar a él también. ¿De qué le sirve?

– No, apuesto a que su escondrijo está cerca de la autopista -dijo Bishop-. Seguro que queda cerca de una entrada a la 280. Y la Universidad del Norte de California también lo está. Matará a su próxima víctima, llegará a la autopista y se largará vete a saber dónde, sin problemas.

Gillette asintió y añadió lo siguiente:

– Al menos nadie de Productos Informáticos San José podrá marcharse.

A unos cuatrocientos metros de su destino, el tráfico estaba tan parado que tuvieron que dejar el vehículo e ir a pie. Avanzaban al trote, movidos por una urgencia desesperada. Phate no habría creado ese atasco si no estuviera preparado para su asalto a la universidad. Y, en el mejor de los casos (contando con que alguien en Productos Informáticos San José pudiera dar con su dirección de envíos), podría suceder que no llegaran a su casa hasta después de que su víctima hubiera muerto y Phate y Miller se hubiesen esfumado.

Llegaron al edificio que albergaba Productos Informáticos San José y se pararon para recuperar el resuello contra la valla encadenada.

El aire estaba repleto de sonidos cacofónicos, bocinas y el zum-zum-zum de un helicóptero que volaba cerca (una televisión local que recogía las pruebas de la proeza de Phate y de la vulnerabilidad del condado de Santa Clara) para que lo disfrutara el resto del país.

Los dos hombres avanzaron de nuevo, entrando por una puerta abierta cercana al área de carga y descarga de la empresa. Subieron los escalones y entraron. Un trabajador que amontonaba cartones sobre una carretilla alzó la vista y los vio.

– Perdóneme, señor: policía -le dijo Bishop al hombre regordete de mediana edad mientras le enseñaba la placa-. Tenemos que hacerle unas preguntas.

El hombre forzó la vista a través de sus gafas de presbicia y examinó la identificación de Bishop.

– Sí, señor, ¿en qué puedo ayudarles?

– Estamos buscando a Joe McGonagle.

– Soy yo -dijo el hombre-. ¿Es por un accidente o algo así? ¿Qué pasa con esos bocinazos?

– Los semáforos no funcionan.

– ¿Ninguno?

– Eso parece.

– Vaya follón. Y además cuando se acerca la hora punta.

– ¿Es usted el dueño? -preguntó Bishop.

– Yo y mi cuñado. ¿Cuál es el problema exactamente, agente?

– La semana pasada usted hizo un envío de componentes de superordenadores.

– Y todas las semanas. En eso se basa nuestro negocio.

– Tenemos motivos para creer que alguien les ha vendido componentes robados.

– ¿Robados?

– Nadie le está investigando a usted, señor. Pero es crucial que encontremos al hombre que se los vendió. ¿Le importaría que viéramos los registros de entradas?

– Le juro que no sabía que eran robados. Y Jim, mi cuñado, tampoco haría algo así. Es un buen cristiano.

– Sólo queremos encontrar al hombre que se los vendió. Necesitamos la dirección o el número de teléfono del sitio desde donde cargaron esos componentes.

– Todos los ficheros de envíos están aquí -caminó por el pasillo-. Pero si es mejor que tenga un abogado conmigo antes de hablar con ustedes, dígamelo.

– Sí, señor, se lo diría -replicó Bishop sinceramente-. Pero sólo me interesa atrapar a ese tipo.

– ¿Cómo se llama? -preguntó McGonagle.

– Lo más seguro es que se haya hecho pasar por Gregg Warren.

– No me suena.

– Tiene muchos alias.

McGonagle se paró en una pequeña oficina y abrió un cajón de un archivo.

– ¿Sabe la fecha? ¿La del envío?

– Creemos que fue el 27 de marzo -respondió Bishop, tras consultar su libreta.

– Veamos… -McGonagle rebuscó en el archivo, revolviendo cosas.

Wyatt Gillette no pudo evitar una sonrisa. Resultaba muy irónico que una empresa de elementos informáticos guardara los registros en armarios de ficheros y no en un ordenador. Estaba a punto de susurrarle eso a Bishop cuando alcanzó a ver la mano izquierda de McGonagle, que descansaba sobre la manilla del cajón del archivo mientras la otra mano buceaba en el interior.

Las yemas de los dedos estaban muy deformadas. Eran nudosas, romas y coronadas de unos callos amarillentos.

La manicura del hacker…

A Gillette se le evaporó la sonrisa de la boca y se puso rígido. Bishop se dio cuenta de ello y lo miró. Gillette señaló sus propios dedos y luego llamó su atención en silencio sobre la mano izquierda de McGonagle. Bishop vio a qué se refería.

McGonagle alzó la vista y observó los reveladores ojos de Bishop.

Claro que, por supuesto, su nombre no era McGonagle. Bajo las falsas canas, las arrugas, las gafas y los rellenos postizos se encontraba Jon Patrick Holloway. Esos fragmentos pasaron por la mente de Gillette como líneas de software: Joe McGonagle era otra de sus identidades. Esa empresa era una de sus tapaderas. Había pirateado el sistema de registro de sociedades del Estado y había creado una empresa de quince años de antigüedad, cuyos dueños no eran otros que Miller y él. El recibo que buscaban era el de un ordenador que Phate había comprado, y no vendido.

Ninguno de ellos se movió.

Y entonces pasó esto:

Gillette se echó a un lado, Bishop quiso sacar el arma, Phate se lanzó hacia atrás y extrajo una pistola del archivo. A Bishop no le dio tiempo a levantar la suya y se lanzó hacia delante y golpeó al asesino, quien dejó caer su arma. Bishop la echó a un lado y Phate pescó el arma del policía con su mano deforme y agarró un martillo que descansaba sobre una caja de madera. Golpeó con fuerza la cabeza del policía con esa herramienta.

El detective soltó un gemido y cayó de rodillas. Phate volvió a golpearlo, en la nuca, y luego soltó el martillo y se lanzó a recoger su pistola del suelo.

Capítulo 00101000 / Cuarenta

Por instinto, Wyatt se lanzó hacia delante y agarró a Phate por el cuello y por el brazo para que el tipo no pudiera alcanzar ninguna de las pistolas.

El asesino golpeó con el puño el rostro y el cuello de Gillette, pero los dos estaban tan cerca el uno del otro que no pudo tomar impulso y los golpes no le hicieron ningún daño a Wyatt.

Ambos entraron dando tumbos por otra puerta, saliendo de la oficina y yendo a dar a un espacio abierto: se trataba de otro corral de dinosaurios como el de la UCC.

Los ejercicios de dedos que Gillette había estado haciendo en los dos últimos años lo ayudaron a agarrar con fuerza a Phate pero el asesino también era fuerte y Gillette no podía sacarle ventaja. Como dos luchadores enlazados, rodaron por el suelo levantado. Gillette miró a su alrededor buscando un arma. Le asombró la cantidad de viejos ordenadores y de componentes que había. Toda la historia de la informática estaba representada allí.

– Lo sabemos todo, Jon -dijo Gillette, volviéndose hacia el asesino-. Sabemos que Stephen Miller es Shawn. Sabemos tus planes, tus próximas víctimas. ¡No tienes posibilidad de escapar!

Pero Phate no respondió. Gruñó, tiró a Gillette al suelo y trató de alcanzar una barra de hierro. Con fuerza, Gillette apretó con el pie un tablón tirado en el suelo, y alejó la barra de Phate.

Durante cinco minutos ambos hackers estuvieron intercambiando golpes blandos, y fueron cansándose. Luego Phate se liberó y corrió por la barra de hierro. Se las arregló para empuñarla y blandirla. Se fue acercando a Gillette, quien buscaba un arma con desesperación. Vio una caja de madera sobre una mesa cercana, arrancó la tapa y fue sacando su contenido.

Phate se quedó helado.

Gillette sostenía en la mano lo que parecía ser una bombilla muy antigua: era un tubo de audion original, el precursor del tubo de vacío y, por ende, del mismo chip de silicio.

– ¡No! -gritó Phate, alzando una mano. Susurró-: Por favor, ten cuidado.

Gillette se encaminó hacia la oficina donde yacía Frank Bishop.

Phate lo seguía, sosteniendo la barra de metal como si se tratara de un bate de béisbol. Sabía que podía golpear a Gillette en el brazo o en la cabeza (no le resultaría difícil) pero aun así le era imposible poner en peligro el delicado artefacto de cristal.

Para él las máquinas son más importantes que la gente. Una muerte no le supone ninguna pérdida: pero si se le rompe el disco duro es toda una tragedia.

– Ten cuidado -susurró Phate-. Por favor.

– ¡Tírala! -gritó Gillette mirando la barra de hierro.

El asesino empezó a blandiría pero en el último minuto pensó en la frágil bombilla de cristal y se detuvo. Gillette se paró, miró hacia atrás para medir las distancias y entonces arrojó la bombilla a Phate, quien lanzó un grito y se deshizo de la barra para tratar de asirla. Pero el tubo cayó al suelo y se rompió.

Phate lanzó un grito y cayó de rodillas.

Gillette fue rápidamente hasta la oficina donde yacía Frank Bishop, quien respiraba con dificultad y sangraba profusamente, y agarró la pistola. Volvió y apuntó a Phate, que contemplaba los restos del tubo con el rostro de un padre que observa la tumba de su hijo. A Gillette le impactó la expresión de sentida pesadumbre: daba aún más miedo que su anterior furia.

– No deberías haberlo hecho -murmuró el asesino, lúgubre, mientras se secaba las lágrimas con la manga de la camisa y se ponía en pie. Ni siquiera se dio cuenta de que Gillette estaba armado.

– Te vienes conmigo -dijo Gillette-. Vamos a ayudar a Frank.

– ¿Y si me niego?

– Te mataré.

– No, no creo que lo hagas -dijo Phate. Tenía la voz calmada y los ojos brillantes y tenebrosos. Avanzó hacia él poco a poco-. ¿Recuerdas tu fatal defecto? Ambicioso Macbeth, loco Hamlet, celoso Ótelo… No, no me matarás, Wyatt. Porque sientes demasiada curiosidad por Trapdoor.

– ¡Alto!

Se agachó y sujetó la barra de hierro.

– Para ti es un milagro. Es la máquina del movimiento perpetuo. Es fusión en frío. Imagínatelo: un programa que nos da acceso ilimitado a la vida de la gente. Un programa que nadie puede escribir salvo, ¡sorpresa!, un servidor.

– Trae esos trapos. Anúdaselos en la cabeza a Frank.

– Déjalo morir -afirmó Phate, mirando al detective-. De la misma manera que tú asesinaste a ése… -señaló el tubo roto-. Bishop es sólo otro personaje… Estamos en el nivel de expertos de este juego, Wyatt. Tiene que haber vencedores y vencidos. Y a él le ha tocado perder.

Phate avanzó hacia delante. Gillette lo apuntó con el arma.

– No lo harás -dijo Phate, sonriendo-. Cualquier persona en sus cabales me mataría ahora mismo. Tú mismo lo estás deseando… Pero te pueden las ganas de comprender Trapdoor.

El asesino siguió avanzando.

A Gillette las manos le temblaban y sudaba copiosamente.

– ¡Alto! -recordó su otro intento de disparar una pistola, el día anterior. El seguro estaba puesto. Ahora movió la palanca hasta la otra posición y volvió a levantar el arma.

Phate alzó aún más la barra de hierro. No dejaba de avanzar, poco a poco.

– Piensa en el código de origen de Trapdoor… ¿Qué lenguaje crees que he usado? ¿Java? ¿C++? Quizá un lenguaje mío. Tío, ahí tienes algo en qué pensar. ¿Puedes creértelo? ¡Un lenguaje de programación totalmente nuevo!… Vale, y ahora voy a salir por esa puerta y tú no vas a detenerme. Y si piensas en dispararme a la pierna, recuerda que a esta distancia y con lo que peso aún puedes matarme: podría sufrir un shock, asepsia, o quizá me desangre.

Gillette se echó hacia delante pero Phate blandió la barra sobre su cabeza y tuvo que apartarse.

«¡Dispara!», se dijo el hacker a sí mismo.

Pero no podía.

Phate, quien seguía mirando a su adversario, llegó a la puerta. Le faltaban unos centímetros para llegar al pasillo y de allí correría hacia la libertad.

– ¡Alto!

Gillette apuntó a Phate en el pecho y, al ver que el otro no se detenía, se dispuso a apretar el gatillo.

– ¡No! -gritó una voz de mujer.

Gillette dio un salto al oírla. Se dio la vuelta para mirar. Phate hizo lo mismo.

Patricia Nolan entró como si nada pasara en la oficina, cargando con su portátil.

¿Cómo diantre había llegado hasta aquí?

¿Y por qué?

Parecía otra. Su pelo, que siempre le colgaba, estaba ahora reunido en una coleta bien anudada, y no llevaba las gafas de diseñador.

– Quiero enseñaros algo -dijo, acercándose a Gillette. Vio a Bishop inconsciente pero no le prestó atención.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí? -preguntó Gillette, bajando la pistola.

No contestó, sólo continuó acercándose a Gillette mientras buscaba una cosa en su bolso y la sacaba. Parecía que se trataba de una pequeña linterna. Entonces ella la alzó y tocó el brazo tatuado de él con la punta del artefacto. Él oyó el crujido de la electricidad, vio un rayo de luz amarillenta o gris y sintió cómo un dolor indescriptible le corría desde la mandíbula hasta el pecho. Sin aliento, cayó de rodillas y la pistola rodó por el suelo.

Pensó: «¡Mierda, me he vuelto a equivocar! Stephen Miller no era Shawn».

Intentó volver a empuñar la pistola pero Patricia Nolan le colocó la barra aturdidora en el cuello y volvió a apretar el gatillo.

Capítulo 00101001 / Cuarenta y uno

Wyatt Gillette despertó dolorido y sin poder mover más que la cabeza y los dedos. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente.

Bishop seguía tirado en la oficina. Había dejado de sangrar pero respiraba con dificultad.

El ángulo de visión de Gillette no era muy grande, pero podía ver los viejos componentes de ordenadores que Phate estaba empaquetando cuando él y Bishop entraron. Le sorprendió que hubiera desechado todo eso, pues valía más de un millón de dólares en antigüedades informáticas.

Claro que ya se habrían largado. El almacén quedaba cerca de la entrada de Winchester a la autopista 280. Tal como habían previsto Bishop y él, Shawn y Phate habrían superado el atasco y ahora estarían en la Universidad del Norte de California, asesinando a la última víctima de este nivel de su juego. Ellos…

«Pero, un momento», pensó Gillette a pesar de su dolor: ¿cómo era que él seguía vivo? Ellos no tenían ningún motivo para no asesinarlo. ¿Qué habían…?

Se oyó un grito de hombre cerca de donde se encontraba, desde detrás. Gillette gimió por el sonido lastimoso y movió la cabeza con dificultad.

Patricia Nolan estaba agachada junto a Phate, quien gritaba agonizante mientras se apoyaba contra una columna de metal que ascendía hasta el techo lúgubre. Él tampoco estaba atado (las manos le colgaban a los lados) y Gillette supuso que ella también lo había atacado con su barra aturdidora. No obstante, ella había dejado atrás la alta tecnología de su armamento para hacerse con el martillo con el que Phate había golpeado a Bishop.

– Supongo que sabes que no bromeo -le decía ella al asesino, encarándolo con el martillo como un profesor en clase con un puntero-. No tengo ningún problema en hacerte daño.

Phate asintió. El sudor le chorreaba por la cara.

Ella debió de advertir que Gillette había movido la cabeza. Lo miró, pero no lo consideró ninguna amenaza. Volvió a Phate.

– Quiero el código de origen de Trapdoor. ¿Dónde está?

¡Así que ella tampoco era Shawn! Entonces, ¿quién era?

Nolan repitió la pregunta.

Phate señaló un ordenador portátil que había en una mesa, detrás de ella. Nolan miró la pantalla. El martillo se alzó para caer con fuerza sobre la pierna de él, produciendo un ruido sordo y pesado. Volvió a gritar.

– Tú no llevarías el código de origen en un portátil. Eso no es, ¿verdad? Ese programa denominado «Trapdoor» en esa máquina, ¿qué es en realidad?

Ella se echó hacia atrás alzando el martillo.

– Shredder-4 -susurró él.

Un virus que destruía todos los datos contenidos en el ordenador en que se cargara.

– Eso no ayuda, Jon -ella se inclinó sobre él, con el vestido de punto aún más desfigurado por la postura-. Escucha con atención. Sé que Bishop no llamó pidiendo refuerzos porque andaba con Gillette a la carrera. Y, aunque lo hubiera hecho, nadie vendría porque, gracias a ti, las carreteras están impracticables. Tengo todo el tiempo del mundo para forzarte a que me digas lo que quiero saber. Y, créeme, soy una mujer que puede hacerlo. Tengo experiencia.

– ¿Por qué no te callas? -murmuró él.

Con calma, ella agarró su muñeca y le puso la palma de la mano sobre el cemento. Él trató de ofrecer resistencia pero no pudo. Miró cómo ella había desplegado sus dedos y ahora suspendía la cabeza de acero sobre ellos.

– Quiero el código de origen. Sé que no lo tienes aquí. Que lo has cargado en algún escondrijo: un sitio FTP protegido por una contraseña. ¿Es así?

Un sitio FTP (protocolo de transferencia de ficheros) era el lugar elegido por muchos hackers para esconder sus programas. Podía estar en cualquier sistema informático en cualquier parte del mundo. Si uno no contaba con la dirección exacta del FTP, con el nombre de usuario y con la contraseña, encontrar el fichero en cuestión era tan sencillo como hallar un microfilm del tamaño de un punto en la selva amazónica.

Phate vaciló.

– Mira esos dedos… -dijo ella con suavidad-. Dios mío, ¿qué te has hecho? -le acarició los dígitos romos y nudosos. Un segundo después le susurraba-: ¿Dónde está el código?

Él negó con la cabeza.

El martillo le aplastó el meñique. Gillette ni siquiera oyó el golpe: sólo el grito descarnado de Phate.

– Puedo seguir todo el día -afirmó ella, enfadada-. No me importa y es mi trabajo.

En el rostro de Phate se dibujó de pronto la furia más intensa. Era un hombre que siempre había tenido el control, un maestro de los juegos MUD y ahora se hallaba completamente indefenso.

– ¡Jódete! -se rió, nervioso-. Y hazlo sola, pues nunca encontrarás a nadie que desee joderte. Eres una fracasada. Eres una solterona geek: te espera una vida de mierda.

Sus ojos enfurecidos se relajaron con rapidez. Ella volvió a levantar el martillo.

– ¡No, no! -gritó Phate. Respiró hondo-. Vale… -le dio los números de la dirección de Internet, el nombre de usuario y la contraseña.

Nolan sacó el teléfono móvil y apretó un botón. Dio la impresión de que así marcaba directamente un número concreto. Dio a su interlocutor los detalles necesarios sobre la página web de Phate y luego dijo:

– Te espero. Compruébalo.

Phate respiraba con dificultad, hinchando y deshinchando el pecho. Luego miró a Gillette.

– Aquí estamos, Valleyman, en el tercer acto -se irguió un poco y movió su mano ensangrentada un centímetro. Hizo una mueca de dolor-. El juego no ha acabado saliendo como yo esperaba. Parece que nos espera un final sorpresa.

– Quieto -murmuró Nolan.

Pero Phate no le hizo caso y siguió hablando a Gillette con la voz entrecortada:

– Hay algo que quiero decirte. ¿Me escuchas? «Y, sobre todo, sé fiel a ti mismo, pues de ello se sigue, como el día a la noche, que no podrás ser falso con nadie.»

Tosió un poco. Y luego:

– Adoro las obras de teatro. Eso es de Hamlet, una de mis favoritas. Recuerda ese verso, Valleyman. Es el consejo de un wizard. «Sé fiel a ti mismo.»

Nolan frunció el ceño mientras escuchaba lo que le decían por el teléfono móvil. Combó los hombros mientras comentaba por el micrófono:

– Espera.

Dejó el teléfono a un lado y volvió a agarrar el martillo mientras miraba a Phate, quien, a pesar de estar sufriendo dolores atroces, reía débilmente.

– Han comprobado la página web que me has dado -dijo ella-, y ha resultado ser una cuenta de correo electrónico. Cuando han abierto los ficheros, el programa de comunicaciones ha enviado algo a una universidad de Asia. ¿Era el Trapdoor?

– No sé lo que era -susurró él, mientras miraba su mano sangrienta y hecha pedazos. Frunció el entrecejo y acto seguido le brindó una sonrisa dura-. Quizás te he dado una dirección equivocada.

– Bueno, pues dame la verdadera.

– ¿Por qué tanta prisa? -preguntó él con crueldad-. ¿Es que tienes una cita importante en casa, con tu gato? ¿Te estás perdiendo un programa de la tele? ¿Habías quedado para tomar una botella de vino… con tu sombra?

La furia la invadió de nuevo y le incrustó el martillo en la mano.

Phate volvió a gritar.

Díselo, pensaba Gillette. Por amor de Dios, díselo ya.

Pero él siguió callado durante cinco interminables minutos de tortura, mientras el martillo subía y bajaba y le crujían los huesos de los dedos. Al final, Phate no pudo aguantarlo más.

– Vale, vale.

Le dio una nueva dirección, un nombre y una contraseña.

Ella sacó un móvil e hizo una llamada. Pasó la información a alguien al otro lado del teléfono. Esperó unos minutos, escuchó y dijo:

– Míralo línea por línea y luego pásale un compilador. Cerciórate de que es real.

Mientras esperaba, ella miró a su alrededor, vio los viejos ordenadores. Sus ojos a veces brillaban por haber reconocido (o por la dicha o el afecto al contemplarlos) los artículos conservados allí.

Cinco minutos más tarde asentía mientras su interlocutor le hablaba de nuevo.

– Bien -dijo, aparentemente satisfecha al oír que todo era cierto-. Ahora vuelve al sitio FTP y toma el directorio raíz. Comprueba las anotaciones de carga y descarga de archivos. Comprueba si ha transferido el programa a otro sitio.

¿Con quién hablaba?, se preguntó Gillette. Revisar y compilar un programa tan complejo como Trapdoor era cuestión de horas; la única solución que se le ocurrió a Gillette es que hubiera un equipo armado con potentes superordenadores ocupados en analizarlo todo.

Más tarde levantó la cabeza y escuchó.

– Vale -dijo ella-. Quema el sitio FTP y todo aquello que tenga conexión con él. Usa Infekt IV… No, quiero decir todo el sistema. Me importa un bledo si está conectado con el CDC o con la Cruz Roja. Quémalo.

Ese virus era como un fuego de malezas incontrolable. Destruiría metódicamente todos y cada uno de los ficheros del sitio FTP donde Phate había guardado el código de acceso, y cada máquina del sistema al que estuviera conectado. Infekt podía convertir los datos de cientos de máquinas en cadenas indescifrables de símbolos escogidos al azar para que resultara imposible encontrar cualquier tipo de referencia a Trapdoor, por no hablar del código de origen.

Phate cerró los ojos y dejó caer la cabeza contra la columna.

Nolan se puso en pie y, aún con el martillo en la mano, fue hacia Gillette. Él rodó hasta quedar de lado y trató de arrastrarse. Pero su cuerpo, aún afectado por la descarga eléctrica, no le respondió y quedó tirado en el suelo. Patricia se inclinó. Gillette miró el martillo. Luego la observó de cerca y comprobó que las raíces de los cabellos de ella no eran del mismo color que los mechones y que también usaba lentillas de colores. Si uno observaba su rostro podía ver unas facciones duras, más allá del espeso maquillaje que hacía que su cara pareciera hinchada. Lo que significaba que quizá también vestía rellenos dentro del vestido para añadir quince kilos más a lo que sin duda era un cuerpo musculoso y delgado.

Luego se fijó en sus manos

Esos dedos… Tenían las yemas brillantes y parecían opacas. Entonces cayó en la cuenta: cuando parecía que ella se estaba aplicando esmalte en las uñas no estaba haciendo otra cosa que pintarse alguna sustancia que borrara sus huellas dactilares.

«Ella también nos ha aplicado la ingeniería social. Desde el primer día.»

– Llevas mucho tiempo tras él -dijo Gillette-, ¿no es cierto?

– Un año -dijo ella, asintiendo-. Desde que oímos hablar de Trapdoor.

– ¿Quiénes sois?

Ella no contestó pero tampoco había necesidad de hacerlo. Gillette sabía que Horizon On-Line la había contratado para encontrarles el código de origen de Trapdoor, el más increíble software para el voyeur, que otorgaba acceso completo a las vidas de quienes no sospechaban nada. Los jefes de Nolan no explotarían el Trapdoor, pero deseaban escribir antídotos para el programa y luego destruirlo o ponerlo en cuarentena. Ese programa era una amenaza inmensa para su industria de un trillón de dólares. Gillette podía imaginarse con facilidad cómo los suscriptores cancelarían sus tratos con los proveedores de Internet si llegaba a sus oídos que los hackers podían pasearse por sus ordenadores con total libertad, conocer cualquier detalle sobre sus vidas o asesinarlos.

En su búsqueda, ella se había servido de Andy Anderson, de Bishop y del resto del equipo de la UCC, así como con anterioridad se habría servido de la policía de Portland y del norte de Virginia, donde Phate y Shawn habían estado de visita.

De la misma manera que se había servido del mismo Gillette.

– ¿Te ha dicho algo acerca del código de origen? -le preguntó ella-. ¿Algún otro sitio donde lo esconde?

– No.

No habría tenido sentido que Phate hubiese hecho eso y, después de meditarlo un segundo, ella pareció creer a Gillette. Luego volvió a levantarse lentamente y miró a Phate. Gillette vio que ella lo observaba de una manera extraña y sintió una punzada de angustia. Al igual que los programadores saben que el software tiene que moverse de principio a fin sin desviarse, sin pérdidas ni digresiones, siguiendo la lógica en cada línea, entonces Gillette comprendió con claridad cuál era el siguiente paso que Patricia iba a dar.

– ¡No lo hagas! -le dijo con premura.

– Tengo que hacerlo.

– No, no tienes por qué. Nunca volverá a andar en público. Estará en la cárcel hasta el fin de sus días.

– ¿Crees que la cárcel podría mantenerlo fuera de la red? A ti no te frenó.

– ¡No puedes hacerlo!

– El Trapdoor es demasiado peligroso -le explicó ella-. Y él tiene el código en su cabeza. Y, lo más seguro, también tiene otra docena de programas igual de peligrosos.

– No -susurró Gillette, desesperado-. Jamás ha habido un hacker tan bueno como él. Puede que nunca lo haya. Puede escribir programas que muchos de nosotros ni siquiera soñamos.

Ella volvió donde estaba Phate.

– ¡No! -gritó Gillette.

Pero sabía que su protesta no serviría de nada.

Ella extrajo un pequeño neceser de piel de la bolsa de su portátil, y de él una aguja hipodérmica que llenó con el líquido trasparente de un botecillo. Sin vacilar, se agachó y se lo inyectó a Phate en el cuello. Él no se resistió y a Gillette le dio la impresión por un instante de que Phate sabía qué sucedía y se disponía a abrazar la muerte. Phate miró a Gillette y luego a la carcasa de madera de un ordenador Apple, dispuesto sobre una mesa cercana. Los primeros Apple eran verdaderos ordenadores hacker: uno compraba las tripas de la máquina y tenía que construirse la carcasa. Phate continuó mirando la unidad, y mientras parecía que iba a decir algo. Miró a Gillette.

– ¿Quién…? -comenzó a decir pero sus palabras se tornaron en un susurro.

Gillette movió la cabeza.

Phate tosió y luego dijo con voz endeble:

– ¿Quién… quieres ser? -y luego se le cayó la cabeza y dejó de respirar.

Gillette no pudo evitar sufrir un sentimiento de pérdida y de tristeza. Claro que Jon Patrick Holloway merecía su muerte. Era malvado y asesinaba a otro ser humano con la facilidad con que arrancaba el corazón a un luchador digital en un juego MUD. Pero aun así había otra persona dentro del mismo joven: alguien que escribía programas tan elegantes como una sinfonía, en cuyos golpes de tecla se podía escuchar la risa silenciosa de los hackers y podía vislumbrarse la brillantez de una mente sin ataduras que (de haber ido en otra dirección en los últimos años) habría convertido a Jon Holloway en un gurú cibernético admirado por todo el mundo.

También había sido alguien con quien Gillette había realizado algunos pirateos en verdad fuera de serie. Y uno nunca pierde del todo los vínculos que se crean entre los compañeros exploradores de la Estancia Azul.

Entonces Patricia Nolan se levantó y miró a Gillette.

«Estoy muerto», pensó.

Ella volvió a llenar la jeringuilla, suspirando. Al menos, este asesinato iba a costarle un poco.

– No -susurró él, moviendo la cabeza-. No diré nada.

Él trató de levantarse o de arrastrarse para huir de ella, pero sus músculos aún estaban atolondrados por la descarga eléctrica. Ella se puso en cuclillas a su lado, le bajó la ropa y le dio un masaje en el cuello para buscarle la arteria.

Gillette miró en la dirección en donde yacía Bishop, que todavía seguía inconsciente. Le apenó pensar que, tras él, la próxima víctima iba a ser el detective.

Nolan se aproximó con la aguja.

– No -susurró Gillette. Cerró los ojos y pensó en Ellie-. ¡No! ¡No lo hagas!

– ¡Eh! ¡Quietos! -gritó una voz de hombre.

En cuestión de un solo segundo Patricia Nolan había dejado caer la jeringuilla y sacado una pistola de la bolsa de su portátil.

Antes de que pudiera levantarla sonó una potente explosión. Nolan soltó un breve chillido y se tiró al suelo antes de que una bala pasara por encima de su cabeza. Tony Mott (con medio cuerpo dentro de la oficina y el otro medio en el pasillo) volvió a disparar su pistola plateada. Volvió a fallar pero esta vez el tiro anduvo mucho menos errado.

Nolan se levantó de pronto y disparó su pistola (mucho menor que la de Mott) y también falló.

– ¡Gillette! -gritó él-. Ponte a cubierto. ¿Dónde está Frank?

– Herido pero vivo -gritó el hacker-. En la oficina que queda a tu izquierda.

El policía de la UCC, que vestía maillot de ciclista, una camisa Guess y las gafas de sol Oakley que le colgaban del cuello, avanzó a gatas por el almacén. Volvió a disparar, haciendo que Nolan tuviera que resguardarse. Ella también disparó varias veces pero no dio en el blanco.

– ¿Qué demonios pasa? ¿Qué está haciendo ella?

– Mató a Holloway. Y yo era el siguiente.

Nolan volvió a disparar y luego se encaminó hacia la parte delantera del almacén.

Mott agarró a Gillette por las trabillas del pantalón y lo arrastró hasta que quedó a cubierto, y luego vació un cargador en la dirección donde se encontraba Nolan.

El policía amaba los equipos SWAT pero era un tirador muy malo. Mientras recargaba la pistola, Nolan desapareció tras unos cartones.

– ¿Te ha dado? -preguntó Mott, sin resuello y con las manos temblando por el tiroteo.

– No, a mí me atacó con un arma de descargas eléctricas o algo así. No me puedo mover.

– ¿Y Frank?

– No le ha disparado. Pero tenemos que conseguirle un médico. ¿Cómo supiste que estábamos aquí?

– Frank llamó y me pidió que comprobara los informes sobre este sitio.

Gillette recordó que Bishop había hecho una llamada desde la habitación de hotel de Nolan.

Mientras comprobaba el almacén en busca de Nolan, el joven policía continuó hablando:

– Ese cabrón de Backle había pinchado el teléfono de Bishop. Oyó la dirección y mandó a su gente para que te atraparan aquí. Y yo vine para avisarte. No podía llamar por los pinchazos telefónicos.

– ¿Cómo lo has conseguido con semejante tráfico?

– En bici, ¿recuerdas?

Mott se acercó agachado hasta Bishop, que comenzaba a agitarse. Y luego Nolan se levantó y disparó media docena de tiros desde el corral de dinosaurios. Y escapó por la puerta principal.

Mott se dispuso a seguirla.

– Ten cuidado -le advirtió Gillette-. Tampoco puede moverse a causa del tráfico. Estará fuera, esperando…

Pero su voz fue haciéndose más y más tenue a medida que oía un sonido inconfundible que se acercaba. Se dio cuenta de que, al igual que los hackers, la gente que tenía trabajos como el de Patricia se veía forzada a improvisar: un atasco del tamaño de un condado no iba a obstaculizar sus planes. El ruido era el bramido de un helicóptero, sin duda alguna el que había visto antes camuflado como un helicóptero de la prensa, que también la había traído hasta aquí.

En menos de treinta segundos el aparato volvía a estar en el aire, a máxima potencia, y una orquesta sinfónica de bocinas de coches y de camiones reemplazaba el rechoncho rugido de sus rotores en el cielo de esa tarde.

Capítulo 00101010 / Cuarenta y dos

Gillette y Bishop estaban de vuelta en la Unidad de Crímenes Computarizados.

Bishop había salido de la unidad de cuidados de urgencia. Una contusión, un dolor de cabeza atroz y ocho puntos era todo lo que le quedaba de su ordalía: además de una nueva camisa que reemplazaba a la anterior manchada de sangre. (Esta le quedaba mejor que su predecesora, aunque también fuera reacia a mantenerse dentro de los pantalones.)

Eran las seis y media de la tarde y los de Obras Públicas habían conseguido recargar el software que controlaba los semáforos. Ahora éstos funcionaban bien y gran parte de las retenciones del condado de Santa Clara se había terminado. En una batida por el edificio de Productos Informáticos San José se encontró una bomba de gasolina e información sobre el sistema de la alarma de incendios de la Universidad del Norte de California. Conocedor de las tácticas MUD de Phate, Bishop tenía miedo de que hubiera colocado un segundo artefacto en el campus. Pero la revisión exhaustiva de dormitorios de alumnos y de las dependencias universitarias no halló nada.

Nadie se sorprendió cuando Horizon On-Line declaró no saber quién era Patricia Nolan. Los ejecutivos de la empresa y su jefe de seguridad en Seattle negaron haber contactado con el centro de operaciones de la policía estatal después del asesinato de Lara Gibson (no sabían que fuera subscriptora de HOL) y nadie le había enviado a Andy Anderson correos electrónicos ni faxes que contuvieran credenciales. El número de Horizon On-Line al que había llamado Anderson para verificar el cargo de Nolan estaba en activo, pero un examen del conmutador de la compañía telefónica local en Seattle había demostrado que las llamadas eran transferidas a un móvil de Mobile America sin números asignados y que ya no estaba en funcionamiento.

La gente de seguridad de Horizon tampoco conocía a nadie que cuadrara con su descripción física. La dirección que ella había escrito para registrarse en su hotel era falsa, así como lo era la tarjeta de crédito que había usado para abonar los gastos. Todas las llamadas que había hecho desde el hotel eran al mismo número de Mobile America.

Por supuesto, nadie en la UCC creyó lo afirmado por Horizon. Pero tratar de demostrar una conexión entre HOL y Patricia Nolan iba a resultar muy difícil: por lo menos tanto como localizarla a ella. De la cinta de seguridad de la UCC se sacó una foto de la mujer que fue enviada a las centrales de las policías estatales y a los federales, para que la colgaran en el VICAP. En cualquier caso, Bis-hop tuvo que incluir una nota de retractación pues, a pesar de que ella había pasado varios días dentro de las instalaciones de la policía, no sólo no tenían ninguna muestra de sus huellas dactilares sino que se sospechaba que su aspecto físico podía diferir considerablemente del que mostraban las cámaras de seguridad de la UCC.

Al menos se había descubierto el paradero del otro conspirador. El cadáver de Shawn (Stephen Miller) fue localizado en el bosque que había detrás de su casa: se había disparado con su propia arma reglamentaria cuando supo que se tenía conocimiento de que él era en realidad Shawn. Su arrepentida nota de suicidio había sido, cómo no, en forma de correo electrónico.

Los agentes de la UCC Linda Sánchez y Tony Mott estaban tratando de descubrir las ramificaciones de la traición de Miller. La policía estatal tendría que escribir un comunicado en el que se informara de que uno de sus oficiales había sido cómplice en el caso del hacker asesino de Silicon Valley y los de asuntos internos querían conocer hasta dónde llegaban los daños causados por Miller y cómo y por cuánto tiempo éste había sido el compañero y el amante de Phate.

El agente Backle, del Departamento de Defensa, aún quería procesar a Gillette por una larga lista de delitos que incluían el programa de codificación Standard 12, y ahora también deseaba arrestar a Bishop por permitir la excarcelación de un prisionero federal.

Haciendo una referencia a los cargos por el pirateo del Standard 12, Bishop le explicó a su capitán lo siguiente:

– Señor, está claro que, o bien Gillette tomó el directorio raíz de uno de los sitios FTP de Holloway, o bien descargó una copia del programa o bien usó telnet directamente para meterse en la máquina de Holloway y consiguió allí la copia.

– ¿Qué demonios significa todo eso? -protestó el policía con el pelo cano y rapado.

– Perdone, señor -se excusó Bishop por el vocabulario técnico-. Lo que quiero decir es que creo que fue Holloway quien pirateó el DdD y quien escribió el programa. Y Gillette se lo robó e hizo uso de él porque nosotros se lo pedimos.

– Así que crees que… Bueno, lo cierto es que no entiendo nada de toda esta basura sobre ordenadores que nos rodea -murmuró el hombre. Pero llamó al fiscal general, quien estuvo de acuerdo en repasar todas las pruebas que la UCC pudiera enviarle en defensa de la tesis de Bishop antes de imputar cargos tanto a Gillette como a Bishop (pues los «valores» de ambos se cotizaban muy bien en ese momento por haber sido capaces de atrapar al «Kracker de Silicon Valley», tal como denominaba a Phate una televisión local). De mala gana, Backle tuvo que volverse a su oficina en el presidio de San Francisco.

En esos momentos, a pesar de las heridas y del cansancio, la atención de los defensores de la ley dejó de lado a Phate y a Stephen Miller y se volcó en el caso MARINKILL. Varios informes rezaban que se había vuelto a ver a los asesinos (esta vez muy cerca, en San José) y que éstos estaban rondando varias sucursales bancarias. Bishop y Shelton fueron asignados al equipo formado por un conjunto de miembros de la policía estatal y del FBI. Pasarían unas horas con sus respectivas familias y luego tendrían que presentarse en las oficinas del FBI en San Francisco.

Bob Shelton se había ido a casa (la única despedida que le brindó al hacker fue una mirada críptica cuyo significado fue enteramente inaccesible para Gillette). En cambio, Bishop había aplazado su vuelta a casa y se encontraba compartiendo Pop-Tarts y café con Gillette mientras esperaban la llegada de los patrulleros que devolverían al hacker a San Ho. Sonó el teléfono. Contestó Bishop. «Es para ti.»

– ¿Diga?

– Wyatt.

La voz de Elana le era tan familiar que él podía casi escucharla bajo su forma de teclear compulsiva. El timbre de esa voz revelaba todo el espectro de su alma (todos los canales) y con una sola palabra él ya sabía si ella estaba juguetona, enfadada, asustada, sentimental, apasionada…

Hoy, por ese mismo tono de su voz, él supo que ella llamaba de mala gana, que tenía las defensas tan altas como las corazas protectoras de las naves espaciales en las películas que habían visto juntos.

Pero, por otra parte, lo había llamado.

– He oído que ha muerto -dijo ella-. Jon Hollo-way. Lo escuché en las noticias.

– Así es.

– ¿Estás bien?

– Sí.

Una larga pausa. Como si ella estuviera buscando algo que acabara con el silencio, añadió:

– En cualquier caso me voy a Nueva York. Salgo mañana.

– Con Ed.

– Sí.

Él cerró los ojos y suspiró. Y luego, con un hilo de voz, preguntó:

– Entonces, ¿por qué has llamado?

– Supongo que para decirte que si te quieres pasar por aquí un rato, puedes hacerlo.

Pensó: «¿Para qué molestarse? ¿De qué serviría?».

– Voy para allá -respondió él.

Colgaron. Él se volvió hacia Bishop, quien lo miraba.

– Una hora -dijo Gillette.

– No te puedo llevar -señaló el detective.

– Déjame tomar prestado un coche.

El detective se lo pensó, miraba a todos los lados, pensando dentro del corral de dinosaurios.

– ¿Hay algún coche de la Unidad que pueda utilizar? -preguntó a Linda Sánchez.

– Estas no son las normas, jefe -dijo elk, y le dio unas llaves de mala gana.

– Me responsabilizo de todo.

Bishop lanzó las llaves a Gillette y sacó el móvil para llamar a los patrulleros que tenían que llevarlo a San Ho. Les dio la dirección de Elana y dijo que daba el visto bueno a la presencia de Gillette allí. El recluso volvería a la UCC en una hora. Colgó.

– Volveré.

– Sé que lo harás.

Los hombres se miraron. Se dieron un apretón de manos. Gillette asintió y fue hacia la salida.

– Espera -dijo Bishop, frunciendo el ceño-. ¿Tienes permiso de conducir?

Gillette se rió.

– No, no tengo permiso de conducir.

– Bueno, pues procura que no te paren -replicó Bishop encogiéndose de hombros.

El hacker asintió y comentó con gravedad:

– Claro. Me podrían mandar a la cárcel.


* * *

La casa olía a limones, siempre lo había hecho.

Esto se debía a las duchas artes culinarias de la madre de Ellie, Irene Papándolos. No era la típica matrona griega callada, recelosa y vestida de negro: no, era una hábil mujer de negocios que tenía dos restaurantes de mucho éxito y una empresa de catering y que, para colmo, todos los días sacaba tiempo para cocinar de la nada cada comida de su familia. Era la hora de la cena y ella llevaba un delantal plastificado sobre el traje de color rosa.

Saludó a Gillette con un gesto frío, sin sonreír, y le indicó que pasara al estudio.

Gillette se sentó en un sofá, bajo una foto del puerto del Pireo. Siendo como es la familia algo muy importante en las casas griegas, había dos mesas llenas de fotografías con gran diversidad de marcos: algunos muy baratos y otros de pesado oro o de plata. Vio una foto de Elana vestida de novia. La instantánea no le sonaba, y se preguntó si en un principio los habría albergado a los dos y luego a él lo habían quitado de en medio.

Elana entró en la habitación.

– ¿Has venido solo? -le preguntó, sin sonreír. Sin ningún otro tipo de saludo.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Sin niñeras policiales?

– Sistema de honor.

– He visto pasar un par de coches patrulla. Me preguntaba si estaban contigo -ella señaló fuera.

– No -respondió Gillette, aunque supuso que los patrulleros lo estarían vigilando.

Ella vestía vaqueros y una camiseta de Stanford.

– No tengo mucho tiempo.

– ¿Cuándo te vas?

– Mañana por la mañana -respondió ella.

– No te diré adiós -dijo él. Ella frunció el ceño y él prosiguió-: Porque quiero convencerte de que no te vayas. No quiero dejar de verte.

– ¿De verme? Gillette: estás en la cárcel.

– Pero salgo en un año.

A ella su descaro le hizo reír.

– Quiero intentarlo de nuevo -confesó él.

– Quieres intentarlo de nuevo, ¿eh? ¿Y qué pasa con lo que yo quiero?

– Creo que sé cómo convencerte. Le he estado dando muchas vueltas. Puedo hacer que me ames de nuevo. No te quiero fuera de mi vida.

– Elegiste a las máquinas en vez de elegirme a mí. Tienes lo que querías.

– Pero eso ya ha pasado.

– Ahora mi vida es distinta. Soy feliz.

– ¿Lo eres?

– Sí -dijo Elana con convicción.

– Por Ed.

– En parte… Venga, Wyatt, ¿qué puedes ofrecerme? Eres un convicto. Y un adicto a esas malditas máquinas. No tienes trabajo y el juez dijo que al salir tendrías que esperar un año para conectarte a la red.

– ¿Y Ed tiene un buen trabajo? Es eso, ¿no? No sabía que contar con un buen sueldo fuera una de tus preferencias.

– No es una cuestión de manutención, Gillette, sino de responsabilidad. Y tú no eres responsable.

– Yo no era responsable. Lo admito. Pero lo seré -intentó asir su mano pero ella la retiró. Él dijo-: Venga, Ellie, vi tus e-mails. Cuando hablas de Ed no parece que ése sea el marido perfecto.

Ella se puso rígida y él percibió que acababa de tocar un punto sensible.

– Deja fuera a Ed. Estoy hablando de ti y de mí.

– Y yo también. De eso es de lo que hablo. Te quiero. Sé que hice de tu vida un infierno. No volverá a suceder. Tú querías hijos, una vida normal. Saldré de la cárcel. Conseguiré un trabajo. Tendremos una familia.

Otra expresión de incredulidad.

– ¿Por qué te tienes que ir mañana? -volvió él a la carga-. ¿A qué tanta prisa?

– Empiezo en mi nuevo trabajo el próximo lunes.

– ¿Por qué a Nueva York?

– Porque es el punto más alejado de donde estás.

– Espera un mes. Sólo un mes. Tengo derecho a dos visitas a la semana. Ven a verme -sonrió-. Podemos pasar el rato. Podemos comer pizza.

Ella miraba al suelo y él se dio cuenta de que se lo estaba pensando.

– ¿Me cortó tu madre de esa foto? -dijo, señalando la foto en la que estaba vestida de novia.

– No -dijo ella con una sonrisa apagada-. Ésta es la que sacó Alexis, la del césped. Estaba sólo yo. Es ésa en la que no se me pueden ver los pies.

Él se rió.

– ¿Cuántas novias pierden los zapatos en su boda?

– Siempre nos hemos preguntado qué pasaría con ellos -dijo ella, asintiendo.

– Ellie, por favor. Posponlo un mes. Es todo lo que te pido.

Ella miró más fotos. Iba a decir algo pero su madre apareció por la puerta de improviso. Su cara estaba aún más sombría si cabe.

– Tienes una llamada.

– ¿Para mí? ¿Aquí?

– Es alguien llamado Bishop. Dice que es importante.

– Frank, ¿qué…?

– Escúchame con calma, Gillette -dijo el detective con un tono de urgencia extrema-. Podemos perder la comunicación en cualquier momento. Shawn no ha muerto.

– ¿Qué? Pero Miller…

– No, nos equivocamos. Miller no era Shawn. Es otra persona. Linda Sánchez encontró un mensaje de voz para mí en el contestador general de la UCC. Miller lo dejó antes de morir. ¿Recuerdas cuando Phate entró en la UCC y te atacó?

– Miller salía del centro médico. Estaba en el aparcamiento cuando vio que Phate salía corriendo del edificio y se metía al coche. Lo siguió.

– ¿Por qué?

– Para atraparlo.

– ¿Él solo? -preguntó Gillette.

– El mensaje decía que quería detener al asesino él solo. Decía que la había cagado tantas veces que deseaba probar que podía hacer las cosas bien.

– ¿No se suicidó, entonces?

– No. Aún no le han practicado la autopsia pero el investigador de muertes violentas ha estado buscando huellas de pólvora en sus manos, y no había ni una sola. Si se hubiera suicidado de un disparo habría muchas. Seguro que Phate lo vio ir en su busca y lo mató. Y luego se hizo pasar por Miller y se metió en el Departamento de Estado. Pirateó la terminal de Miller en la UCC y colocó esos falsos correos electrónicos y sacó sus máquinas y sus discos fuera de su casa. Todo para que le perdiéramos la pista al verdadero Shawn.

– Bueno, ¿y quién es él?

– No tengo ni idea. Todo lo que sé es que tenemos un grave problema. Tony Mott está aquí. Shawn ha pirateado los ordenadores del sistema táctico del FBI en Washington y en San José y ha tomado el directorio raíz -Bishop continuó hablando en voz baja-: Quiero que me escuches con atención. Shawn ha creado órdenes de arresto y protocolos de confrontación en relación con los sospechosos del caso MARINKILL. Los tenemos enfrente, en la pantalla. Ahora está conectado con Mark Little, comandante de los equipos de operaciones especiales del FBI, y le está dando instrucciones.

– No entiendo -dijo Gillette.

– Las órdenes de arresto dicen que los sospechosos se encuentran en el 3245 de la avenida Ábrego en Sunnyvale.

– ¡Es aquí! ¡Es la casa de Elana!

– Lo sé. Ha ordenado a los equipos de operaciones especiales que asalten la casa en veinte minutos.

– Dios mío, Frank…

¿A qué tendría acceso Phate, de estar en ISLEnet?

A todo. Tendría acceso a todo.

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