Sexta PARTE . Todo reside en la ortografía

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ORG $+O1OOH

VCODE: JMP

* * *

virus: PUSH CX

MOV DX, OFFSET vir_dat

CLD

MOV SI.DX

ADD Sl,first_3

MOV CX.3

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REPZ MOVSB

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mov ah.3Oh

int 2lh

cmp al,O

JnZ dos_ok

JMP quit

FRAGMENTOS DEL CÓDIGO DE ORIGEN REAL DEL VIRUS VIOLATOR STRAIN II.


Capítulo 00101011 / Cuarenta y tres

Elana dio un paso al frente al ver la expresión de alarma de Gillette.

– ¿Qué sucede? ¿Qué está pasando?

Él la ignoró y le dijo a Bishop:

– Llama al FBI. Diles lo que sucede. Llama a Washington.

– Lo he intentado -respondió Bishop-. Y también Bernstein. Pero los agentes nos han colgado. El protocolo que envió Shawn especifica que los malos pueden intentar hacerse pasar por policías estatales para revocar o retrasar la orden de ataque. No se autorizan vistos buenos verbales: sólo electrónicos. Ni siquiera de Washington.

– Dios, Frank…

¿Cómo había llegado a saber Shawn que estaba allí? Entonces se dio cuenta de que Bishop había llamado a los agentes para decirles que Gillette pasaría una hora en casa de Elana. Recordó que tanto Phate como Shawn habían estado pinchando las retransmisiones de teléfono y radio que contuvieran palabras clave como Triple-X, Holloway o Gillette. Shawn habría logrado escuchar la conversación de Bishop.

– Están muy cerca de la casa -dijo Bishop-. Ahora andan montando la puesta en escena -y luego el detective añadió-: No entiendo por qué Shawn hace esto.

Pero Gillette sí lo sabía.

La justicia del hacker es justicia paciente.

Gillette había traicionado a Phate años atrás, había destruido la vida que con tanta ingeniería social se había montado… Y momentos antes había acabado con su vida. Ahora Shawn destruiría a Gillette y a todos sus seres queridos.

Miró por la ventana, había creído ver cómo se movía algo.

– ¿Wyatt? -preguntó Elana-. ¿Qué sucede? -también quiso mirar por la ventana pero él la atrajo hacia sí con brusquedad-. ¿Qué pasa? -gimió ella.

– ¡Mantente alejada! ¡Mantente alejada de las ventanas!

– Shawn ha impuesto el protocolo de asalto número 4 -continuó Bishop-. Eso significa que los equipos de los SWAT no realizan ninguna demanda de rendición. Ellos presuponen que se enfrentan a una resistencia suicida. Es el protocolo de asalto que se emplea contra terroristas dispuestos a morir.

– Así que dispararán gas lacrimógeno -murmuró Gillette-. Romperán las puertas y si alguien se mueve es hombre muerto.

– Algo parecido -replicó Bishop, tras una pausa.

– ¿Gillette? -preguntó Elana-. Dime qué está pasando.

– ¡Diles a todos que se echen al suelo en el salón! -gritó él-. ¡Ahora mismo! ¡Al suelo!

Él se volvió y atisbo por la ventana. Podía ver cómo dos grandes furgones negros se adentraban por el callejón a unos quince metros. En la distancia también se oía un helicóptero.

– Escucha, Wyatt, el FBI no llevará a cabo el ataque si no tiene una confirmación final de Washington. Eso forma parte del protocolo de asalto. ¿Hay alguna forma de apagar la máquina de Shawn?

– Dile a Tony que se ponga.

– Aquí estoy -dijo Mott.

– ¿Estás dentro del sistema del FBI?

– Sí, podemos ver la pantalla. Shawn está haciéndose pasar por el Centro de Operaciones Tácticas de Washington, y envía órdenes. El agente de operaciones especiales de aquí está respondiendo con normalidad a todo ello.

– ¿Dónde está el ordenador del FBI? ¿En Washington?

– No, se encuentra en su oficina local de San Francisco.

– ¿Podrías rastrear la llamada hasta Shawn?

– No contamos con una orden -dijo Mott-, pero voy a llamar a un contacto en Pac Bell. Dame un par de minutos.

Fuera se oía el sonido de los pesados furgones. El helicóptero estaba cada vez más cerca.

Gillette podía oír el gemido histérico de la madre de Elana en la habitación contigua, y las palabras de enfado de su hermano. Elana no decía nada. Él vio cómo ella se santiguaba y lo miraba sin esperanzas para luego hundir la cabeza en la moqueta al lado de su madre.

«Señor, ¿qué he hecho?»

Unos minutos más tarde Bishop volvió a ponerse al aparato.

– Pac Bell está llevando a cabo el rastreo. Es una línea terrestre. Ellos han limitado la oficina central y la han permutado: así han llegado a la conclusión de que él se encuentra en algún lugar al oeste de San José, cerca del Boulevard Winchester. Donde estaba el almacén de Phate.

– ¿Crees que se halla en el edificio de Productos Informáticos de San José? -preguntó Gillette-. Quizá ha podido volver a entrar después de que lo precintaseis.

– O tal vez está en algún sitio cercano: allí hay un montón de viejos almacenes. Estoy en la UCC, lo tengo sólo a diez minutos -dijo el detective-. Voy para allá ahora mismo. Mierda, ojalá supiéramos qué aspecto tiene Shawn.

A Gillette se le ocurrió una idea. Tal como le sucedía cuando programaba, empleó esta hipótesis contra los hechos conocidos y contra las leyes de la lógica.

– Tengo algo al respecto -dijo.

– ¿Sobre Shawn?

– Sí. ¿Dónde anda Bob Shelton?

– En casa.

– Llama para averiguarlo.

– Vale. Te telefoneo cuando esté en el coche.

Unos minutos más tarde sonaba el teléfono de los Papandolos y Gillette contestaba. Frank Bishop llamaba otra vez mientras se dirigía a toda velocidad hacia Winchester por San Carlos.

– Bob tendría que estar en casa -dijo Bishop-, pero no está. Nadie contesta. Aunque si crees que Bob es Shawn te equivocas.

Mientras por la ventana se veía pasar un nuevo coche patrulla seguido de un furgón militar, Gillette contestó:

– No, Frank. Escúchame: Shelton asegura que no sabe nada de ordenadores, que los odia, pero en casa tiene esa CPU.

– ¿Ésa qué?

– Ese disco duro que vimos: es un tipo de hardware que sólo usaba la gente que sabía de programación o que llevaba tablones de anuncios en la red.

– No sé -replicó Bishop-. Quizá sea una prueba de algún caso o algo así.

– ¿Ha trabajado con anterioridad en algún caso que tuviera que ver con la informática?

– Bueno, la verdad es que no…

Bishop no dijo nada más y Gillette prosiguió:

– Y desapareció un buen rato mientras tú hacías una redada en la casa de Phate en Los Altos. Tuvo tiempo de enviar ese mensaje sobre el protocolo de asalto y de dar tiempo a Phate para que escapara. Y no olvides que fue gracias a él que Phate pudo meterse en ISLEnet y obtener las direcciones y las órdenes tácticas del FBI. Shelton dijo que se había conectado on-line para informarse sobre mí. Pero ¿y si en realidad estaba dejándole a Phate la contraseña y la dirección del ordenador de la UCC para que éste pudiera infiltrarse en ISLEnet?

– Pero Bob no es un tipo que ande con ordenadores.

– Dice que no lo es. Pero ¿puedes estar seguro de ello? ¿Te pasas mucho por su casa?

– No.

– ¿Qué es lo que hace por las noches?

– Suele quedarse en casa.

– ¿No sale nunca?

– No -respondió Bishop.

– Eso es comportamiento de hacker.

– Mira, lo conozco desde hace tres años.

– Ingeniería social.

– Imposible. Espera, tengo una llamada por la otra línea.

Mientras estaba en llamada en espera, Gillette husmeó por la ventana. Aparcado cerca de allí podía ver lo que parecía un camión de movimiento de tropas. En los arbustos al otro lado de la calle se advertía movimiento. Policías vistiendo ropas de camuflaje corrían de una hilera de setos a otra. Daba la impresión de que fuera había más de cien policías.

Bishop volvió a ponerse.

– Pac Bell ha localizado el lugar desde el que Shawn ha pirateado al FBI. Está otra vez en el edificio de Productos Informáticos de San José. Ya casi he llegado allí. Te llamaré cuando haya entrado.

Frank Bishop llamó pidiendo refuerzos y luego aparcó el coche en el aparcamiento al otro lado de la calle; el almacén parecía no tener ventanas pero Bishop no quería exponerse a que Shawn pudiera advertir su presencia allí.

Agazapado, avanzó tan rápido como pudo hasta llegar al almacén, sintiendo un dolor inmenso en las sienes y en la nuca.

No se creía la deducción de Gillette sobre Bob Shelton. Pero, al mismo tiempo, tenía que considerar si podía ser cierta o no. Shelton había sido el compañero de Bishop más hermético: no sabía nada de él. El enorme policía pasaba todas las noches en casa, eso era cierto. Como también lo era el que no se relacionaba con otros policías. Y aunque Bishop poseía conocimientos básicos sobre ISLEnet, no podría haber efectuado el tipo de búsqueda sobre Gillette que Shelton había llevado a cabo. Y rememoró que Shelton se había presentado voluntario en este caso; y Bishop recordó haberse preguntado por qué querría este caso antes que el MARINKILL.

Pero nada de esto importaba en ese momento. Tanto si Bob Shelton como cualquier otro era Shawn, a él sólo le quedaban nueve minutos antes de que Mark Little y el equipo federal de operaciones especiales hicieran su entrada. Empuñó su pistola, se pegó a la pared cercana a la plataforma de carga y se detuvo a escuchar. No se oía nada dentro. Vio que la cinta de precintado de la policía seguía puesta, pero también podía haber sucedido que Shawn entrara por cualquiera de las otras puertas.

Abrió la puerta con violencia y se adentró por el pasillo, la oficina y hasta el mismo interior del almacén. Estaba oscuro y parecía desocupado. Se topó con un montón de luces en lo alto y fue encendiendo los interruptores con la zurda mientras su mano derecha sostenía la pistola. La severa iluminación alcanzó a la totalidad del espacio y pudo ver con claridad que éste estaba vacío.

Salió para ver si había algún cobertizo u otro edificio que Shawn pudiera estar utilizando. Pero no había ninguna estructura que estuviera conectada al almacén. Mientras estaba a punto de volver por donde había venido se dio cuenta de un factor: el almacén parecía desde el exterior mucho más grande que de lo que era en su interior.

Siete minutos.

Otra vez dentro, observó que una pared parecía haber sido añadida en uno de los extremos del almacén: era de una construcción más reciente que el resto del edificio. Sí, seguro que Phate había añadido una nueva estancia. Y allí era donde estaba Shawn.

En un rincón oscuro del edificio encontró una puerta y probó suerte con la manilla. No estaba cerrada con llave. Respiró hondo, se secó el sudor de la mano en el faldón de la camisa y agarró la manilla de nuevo.

Todo se reduce a esto…

Frank Bishop entró por la puerta con la pistola en alto.

Cayó en cuclillas oteando en busca de un enemigo, recorriendo con la vista la oscura habitación de unos cincuenta metros por veinte, en la que hacía fresco debido al aire acondicionado. No vio a nadie, sólo máquinas y equipos, utensilios y cajas de embalaje, herramientas y una grúa hidráulica que se manejaba a mano.

Estaba vacío. No había…

De pronto lo vio.

Oh, no…

Entonces Bishop se dio cuenta de que tanto Wyatt Gillette como su mujer y la familia de ella estaban condenados.

Shawn no estaba allí. La habitación sólo contenía un repetidor telefónico. Con toda probabilidad, ésa habría sido la razón por la que Phate y Shawn se decidieran a alquilar la otra parte del edificio: para infiltrarse con mayor facilidad en los sistemas telefónicos.

De mala gana, llamó a Gillette.

El hacker no tardó en contestar y en decir, con desesperación:

– Puedo verlos, Frank. Tienen armas automáticas. Esto tiene muy mala pinta. ¿Has encontrado algo?

– Wyatt, estoy en el almacén… Pero… Lo siento. Shawn no se encuentra aquí. Aquí sólo hay lo que parece ser un repetidor telefónico o algo así -describió la negra consola metálica.

– No es un repetidor telefónico -murmuró Gillette, con una voz que denunciaba mucha desesperación-. Es un router. Pero tampoco nos sirve de nada. Nos llevaría una hora rastrear la señal hasta Shawn. Nunca lo encontraremos a tiempo.

Bishop miró la caja.

– No tiene interruptores y los cables van por debajo del suelo: esto es uno de esos corrales de dinosaurios como el de la UCC. Así que no me es posible desenchufarlo.

– Y de todas formas tampoco serviría de nada. Recuerda cómo trabajan los paquetes: incluso si pudieras cerrar esa ruta, la transmisión de Shawn encontraría una distinta para acceder al FBI.

– Tal vez pueda encontrar algo aquí que nos dé alguna pista sobre su paradero -desesperado, Bishop comenzó a revolver el escritorio y las cajas-. Hay un montón de papeles y de libros.

– ¿De qué se trata? -preguntó el hacker, aunque su voz era monótona, como si hubiera tirado la toalla: como si hasta su curiosidad infantil lo hubiera abandonado.

– Manuales, copias impresas, hojas de trabajo y disquetes. En su mayor parte, cosas técnicas. De Sun Microsystems, Apple, Harvard, Western Electric: de todos esos sitios donde trabajó Phate -Bishop abrió cajas, desparramó hojas-. No, aquí no hay nada. Nada de nada -Bishop miró a su alrededor, alarmado-. Trataré de llegar a tiempo a casa de Ellie, voy a intentar convencer al FBI de que envíen un negociador antes de empezar el asalto.

– Estás a veinte minutos de camino, Frank -musitó Gillette.

– Lo intentaré -respondió el detective, con suavidad-. Escúchame, Wyatt: ponte en medio del salón y tírate al suelo. Que tus manos queden a la vista. Y reza -se dispuso a salir.

– ¡Espera! -oyó que de pronto le gritaba Gillette.

– ¿Qué pasa?

– Esos manuales que están ahí -le inquirió el hacker-: ¿Me puedes repetir los nombres de las empresas?

Bishop miró los documentos.

– Son de aquellos lugares donde Phate trabajó y robó hardware y software: Harvard, Sun, Apple, Western Electric y…

– ¡NEC! -gritó Gillette.

– Justo. ¿Cómo lo has sabido?

– No lo sabía. Me lo he imaginado por las siglas.

– ¿Qué quieres decir?

– Acuérdate -le dijo el hacker-. Acuérdate de todas las siglas que usan los hackers. En cuanto a las iniciales de los sitios donde trabajó, mira: S de Sun. H de Harvard. A de Apple, Western electric, NEC… S,H,A,W,N… Ésa máquina que está ahí, a tu lado… Ni siquiera es un router. Esa caja es Shawn.

– No puede ser -se burló Bishop.

– No, ésa es la razón de que el rastreo acabe allí. Shawn es una máquina: y genera esas señales. Antes de morir, Phate la programaría para que entrara en el sistema del FBI y concertara el asalto. Y sabía de la existencia de Ellie: la mencionó por su nombre cuando entró en el ordenador de la UCC.

– Cómo demonios podría un ordenador hacer algo así… -se preguntó Bishop, temblando de frío y mirando la gran caja de color negro.

Pero Gillette lo interrumpió:

– No, no. ¿Cómo no lo habré pensado antes? Sólo podía hacerlo con un ordenador. Sólo con un ordenador se puede acceder a señales revueltas como ésas y ver en el monitor todas las llamadas telefónicas y transmisiones de radio que entraban o salían de la UCC. No es tarea de un solo ser humano: demasiado a lo que prestar atención a un mismo tiempo. Los ordenadores de la NSA lo hacen a diario cuando buscan palabras como «presidente» y «asesinar» en una misma frase. Así es como Phate pudo saber que Andy Anderson iba al Otero de los Hackers o tener noticias sobre mí: seguro que Shawn escuchó la llamada de Backle al Departamento de Defensa y envió a Phate esa parte de la transmisión. Y consiguió el código del protocolo de asalto cuando estábamos a punto de atrapar a Phate en Los Altos, y ahí fue cuando le envió el mensaje.

– Pero ¿esos correos electrónicos de Shawn a Phate?… -preguntó el detective-. Sonaban como si los hubiera escrito un ser humano.

– Uno puede comunicarse con una máquina como le venga en gana: los correos electrónicos funcionan en este sentido como cualquier otra cosa. Phate los programó para que pareciera que alguien los había escrito. Seguro que le hacían sentirse mejor, viendo que sonaban como palabras humanas. Como te dije que hacía yo con mi Trash-80.


S-H-A-W-N.


Todo reside en la ortografía…

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó el detective.

– Sólo hay una cosa que podamos hacer. Tienes que…

Entonces se cortó la línea.


* * *

– Hemos cortado la línea -le dijo un técnico de comunicaciones al agente especial Mark Little, el comandante de operaciones especiales del FBI en el caso MARINKILL-. Y también los móviles. Ninguno funciona en un kilómetro y medio a la redonda.

– Bien.

Little, en compañía de su segundo, el agente especial George Steadman, estaba en una furgoneta llena de tableros de control que hacía las veces de puesto de mando. El vehículo estaba aparcado en la esquina de la casa de Ábrego donde se suponía que se escondían los delincuentes del caso MARINKILL.

Cortar las líneas telefónicas era uno de los procedimientos en curso en este tipo de operaciones. Uno suspendía las líneas cinco o diez minutos antes del asalto. Así nadie podía avisarlos del mismo.

Little tenía a sus espaldas unas cuantas «entradas dinámicas» en localizaciones parapetadas (en su mayor parte redadas antidroga en Oakland y San José) y nunca había perdido a ningún agente. Había estado trabajando en el MARINKILL desde el primer día y había leído todos los partes, incluyendo el que acababan de recibir de un informante confidencial, en el que se afirmaba que los asesinos se sabían perseguidos por la policía y el FBI y planeaban torturar a todos aquellos agentes que cayeran en sus garras. A este informe se le sumaba otro que rezaba que los asesinos preferían morir antes que ser atrapados.

«Vaya, nunca resulta fácil. Pero es que esto…»

– ¿Anda todo el mundo parapetado, con munición suficiente y un antibalas encima? -preguntó Little a Steadman.

– Sí. Los tres equipos y los francotiradores están listos para acceder a su posición. Las calles están bajo control. Los helicópteros de Travis están en el aire. Los bomberos están a la vuelta de la esquina.

Little asentía mientras escuchaba estas palabras. Vale, todo parecía en su sitio. Entonces, ¿por qué estaba tan preocupado?

No estaba seguro. Quizá era la desesperación de la voz de ese tipo: el que decía que era de la policía estatal. Se llamaba Bishop, o algo parecido. Chillaba que alguien había pirateado los ordenadores del FBI y había ordenado un ataque contra un grupo de inocentes.

Pero el protocolo dispuesto en Washington les había advertido de que los chicos malos se harían pasar por agentes para anunciar que toda la operación era un malentendido. El ROE había informado de que los asesinos asegurarían formar parte de la policía estatal. «Además», pensaba Little, «¿cómo van a piratear los ordenadores del FBI? Es imposible. La página web abierta al público, vale. ¿Pero el seguro ordenador de operaciones especiales? Nunca».

Miró el reloj.

Faltaban ocho minutos.

– Consigue la confirmación amarilla -le dijo a uno de los técnicos que estaba sentado frente a un ordenador.

El hombre tecleó:

DE: FUERZAS ESPECIALES, DOJ DISTRITO NORTE CALIFORNIA

R: DOJ TAC OP CENTER, WASHINGTON, D. C.

RE:DOJ DISTRITO NORTE CRUFORNIA,OPERACIÓN 139-01:

¿CONFIRMAN CÓDIGO AMARILLO?

Dio a Return.

Había tres niveles en los códigos de operaciones de fuerzas especiales. Verde, amarillo y rojo. El verde aprobaba la aproximación de los agentes hasta el lugar donde se llevaría a cabo la operación. El amarillo aprobaba que se prepararan para el asalto y que se pusieran en posición. El rojo controlaba el mismo asalto.


DE: DOJ TAC OP CENTER, WASHINGTON, D. C.

R: FUERZAS ESPECIALES, DOJ DISTRITO NORTE CALIFORNIA

RE: DOJ DISTRITO NORTE CRUFORNIR,OPERACIÓN 139-01:

CÓDIGO AMARILLO: ‹ROBLE›

– Imprímelo -le dijo Little al técnico de comunicaciones.

– Sí, señor.

Little y Steadman comprobaron la palabra del código y vieron que «roble» era correcta. Se aprobaba que los agentes se desplegaran en torno a la casa.

En cualquier caso, dudaba al oír una y otra vez la voz de Bishop resonando en su cabeza. Pensó en los niños que murieron en Waco. A pesar del protocolo de asalto cuatro, que regía que en este tipo de operaciones y con este tipo de criminales no era apropiada la intervención de negociadores, Little se preguntaba si no debería llamar a alguien de San Francisco, donde el FBI tenía un excelente negociador de asedios con el que ya había trabajado con anterioridad. Quizá…

– ¿Agente Little? -le interrumpió el técnico de comunicaciones, ojeando su pantalla-. Hay un mensaje para usted.

Little se inclinó para leerlo.


URGENTE URGENTE URGENTE

DE: DOJ THE DP CENTER, WASHINGTON, D. C.

R: FUERZAS ESPECIRLES, DOJ DISTRITO NORTE CALIFORNIA

RE: DOJ DISTRITO NDRTE CALIFORNIR, OPERACIÓN 139-01:

INFORMANTE CONFIDENCIAL AFIRMA QUE LOS SOSPECHOSOS MARINKILL ENTRARON EN RESERVA MILITAR SAN PEDRO LAS 15:40 DE HOY Y ROBARON GRAN CANTIDAD DE ARMAS AUTOMATICAS, GRANADAS DE MANOS Y ANTIBALAS.

AVISAR AGENTES FUERZAS ESPECIALES DE DICHA SITUACIÓN

Conque ésas tenemos, pensó Little, desterrando de su mente cualquier idea de un negociador. Miró al agente Steadman y le dijo:

– Pasa la voz, George. Todo el mundo en posición. Entramos en seis minutos.

Capítulo 00101100 / Cuarenta y cuatro

Frank Bishop caminaba alrededor de Shawn.

El armazón era de algo más de un metro cuadrado y estaba formado por gruesas planchas de metal. En la parte trasera tenía unas aberturas de ventilación que expulsaban bocanadas de aire caliente, fumaradas tan visibles como el vaho en un día de invierno. El panel frontal no consistía en otra cosa que en tres luces verdes, indicadores que de vez en cuando se apagaban para mostrar que Shawn trabajaba a destajo para llevar a cabo las instrucciones postumas de Phate.

El detective había tratado de llamar a Gillette pero la línea no funcionaba. Tenía el horrible presentimiento de que el FBI podía haber empezado el asalto antes, aunque sabía que el procedimiento de los SWAT implicaba silenciar todos los teléfonos donde se localizaba el asalto antes de que entraran los agentes.

Llamó a Tony Mott a la UCC. Les habló a él y a Linda Sánchez sobre la máquina y les dijo que Gillette pensaba que había algo concreto que se podía hacer. Pero el hacker no había tenido tiempo suficiente para decírselo. «¿Alguna idea?»

Lo discutieron. Bishop pensaba que podía tratar de apagar la máquina para suspender la transmisión del código de confirmación desde Shawn hasta Little. Por el contrario, Tony Mott pensaba que en ese caso habría una segunda máquina en algún otro lugar que no sólo enviaría el código de confirmación sino que, habiendo conocido que Shawn había sido apagado, podría estar programada para hacer aún más daño: y causar algo así como una congestión en el ordenador de algún controlador aéreo. Pensaba que era mejor tratar de infiltrarse en Shawn y tomar su directorio raíz.

Bishop no estaba en contra de la tesis de Mott, pero le explicó que allí no había ningún teclado. Y que, además, no tenían más que unos pocos minutos y no había tiempo para descifrar contraseñas y tratar de hacerse con el control de la máquina.

– Voy a apagarla -dijo.

Pero el detective no podía hallar ninguna forma obvia de hacerlo. Mott le dijo que algunos ordenadores no tienen interruptores de encendido y apagado: y que se controlan exclusivamente por medio de software. Buscó un panel de acceso que le permitiera encontrar los cables de corriente bajo las gruesas planchas de madera del suelo, pero no encontró ninguno.

Miró el reloj.

Dos minutos para el asalto. No había tiempo para salir a buscar cajas de empalmes.

Y así, de igual manera a como había hecho seis meses atrás en un callejón de Oakland cuando Tremain Winters lo apuntara a él y a otros dos policías más con una Remington del doce, el detective sacó con calma su arma reglamentaria y disparó tres proyectiles al torso de su adversario.

Pero, al contrario de lo que sucedió con los disparos que acabaron con la vida del jefe de la banda, estas balas cubiertas de cobre se convirtieron en pequeños guisantes que rebotaron contra el suelo. La piel de Shawn no se resintió casi nada.

Bishop se acercó un poco más, se puso de tal manera que las balas no le rebotaran y vació el cargador frente a las tres luces de indicación. Una de las luces verdes se apagó pero no pareció que ese fusilamiento tuviera ningún efecto en la operación que Shawn llevaba a cabo. El vapor seguía saliendo de las aberturas de ventilación, en medio del frío reinante.

– Acabo de descargar un cargador en la máquina -gritó Bishop por el teléfono móvil-. ¿Sigue on-line?

Tuvo que incrustarse el teléfono en la oreja, pues los disparos lo habían dejado medio sordo, para oír al joven policía de la UCC, quien le comunicaba que Shawn seguía funcionando.

«Mierda…»

Cargó el arma y vació otro cargador por las aberturas de ventilación. Esta vez un rebote le alcanzó el dorso de la mano y le marcó un estigma astroso en la piel. Se limpió la sangre en los pantalones y se acercó el teléfono.

– Lo siento, Frank -repitió Mott, sin esperanzas-. Esa máquina sigue viva y coleando.

El policía miró la caja, lleno de frustración. Bueno, si a uno le da por jugar a ser Dios y crear una nueva vida, pensó, es lógico que trate de hacerla invulnerable.

Sesenta segundos.

Bishop estaba angustiado a más no poder. Pensó en Wyatt Gillette, alguien cuyo único crimen había sido andar tropezando un poco para escapar de una infancia vacía. La mayoría de los chavales que Bishop había atrapado (del East Bay, de Haight) eran asesinos sin remordimientos que al poco tiempo se paseaban libres. Y Wyatt Gillette no había hecho otra cosa que seguir el camino por el que Dios y su propia brillantez le habían guiado y, por culpa de esto, tanto él como la mujer que amaba y la familia de ella iban a sufrir terriblemente.

No quedaba tiempo. Shawn mandaría la señal de confirmación en cualquier momento.

¿Podía hacer algo para frenar a Shawn?

¿Podría tratar de prenderle fuego?

Podía hacer un fuego cerca de la ventilación. Fue hasta el escritorio y removió todo en busca de un mechero y cigarrillos.

Nada.

Entonces algo se le pasó por la mente.

¿Qué?

No podía recordarlo con exactitud, parecía un recuerdo de hacía siglos: algo que Gillette había dicho cuando entró en la UCC por vez primera.

Había mencionado la palabra fuego.

Haz algo con eso…

Miró el reloj. Era la hora del asalto. Los dos ojos verdes que le quedaban a Shawn brillaban sin compasión.

Haz algo…

Fuego.

… con eso.

¡Sí! De pronto Bishop dio la espalda a Shawn y miró frenéticamente por la estancia. ¡Allí estaba! Corrió hacia una pequeña caja gris con un botón rojo en el centro: el conmutador de fuga del corral de dinosaurios.

Golpeó el botón con la palma de la mano.

En el techo comenzó a sonar una alarma atronadora y los vapores del halón empezaron a descender, con un siseo penetrante, desde las cañerías de arriba, y a aflorar desde debajo de la máquina, envolviendo a ambos (al humano y al que no lo era) en una fantasmal neblina blanca.


* * *

El agente de operaciones especiales Mark Little ojeaba la pantalla del ordenador de la furgoneta de control.

CÓDIGO ROJO: ‹Arce›

Éste era el código de visto bueno para el asalto.

– Imprímelo -le dijo Little al agente técnico. Luego se volvió hacia George Steadman-: Confirma si «arce» nos da luz verde para el asalto con protocolo cuatro.

El agente consultó un librillo con el sello del Departamento de Justicia y la palabra «Confidencial» escrita en grandes letras de molde.

– Confirmado.

– Vamos a entrar -les radió Little a tres francotiradores que cubrían todas las puertas-. ¿Se divisa a algún objetivo a través de las ventanas?

Todos respondieron que no.

– Vale. Si alguno aparece armado por la puerta, lo tiráis al suelo. De un disparo en la cabeza, para no darles tiempo a que aprieten ningún botón detonador. Si no parecen armados, guiaos por vuestro propio juicio. Pero os recuerdo que el protocolo de asalto es de nivel cuatro. ¿Queda claro?

– Del todo -respondió uno de los francotiradores y todos los demás lo confirmaron.

Little y Steadman dejaron la furgoneta de control y corrieron hasta donde estaban apostados sus equipos en el atardecer nublado. Little se metió en un callejón con los ocho oficiales que comandaba: el equipo Alfa. Steadman iba con el suyo, el Bravo.

Little escuchó lo que le comunicaba el equipo de Búsqueda y Vigilancia:

– Jefe del equipo Alfa, los infrarrojos muestran calor humano en el salón y en la sala. También en la cocina, pero puede ser el horno.

– Roger -entonces Little anunció por su radio-. Yo iré con Alfa y cubriremos la parte derecha de la casa. Vamos a echar unas cuantas granadas detonadoras: tres en la sala, tres en el salón y tres en la cocina, con intervalos de cinco segundos. Al tercer estallido Bravo entra por delante y Charlie por detrás. Cubriremos zonas de fuego cruzado desde las ventanas laterales.

Steadman y el jefe del tercer equipo confirmaron sus instrucciones.

Little se puso los guantes, el gorro y el casco, pensando en el montón de armas automáticas, granadas de mano y chalecos antibalas que había sido robado.

– Vale -dijo-. El equipo Alfa delante. Vamos poco a poco. Cubrios todo lo que podáis. Y estad a punto para encender las velitas.

Capítulo 00101101/ Cuarenta y cinco

Dentro de la residencia de los Papandolos (la casa de los limones, la casa de las fotografías, la casa de la familia), Wyatt Gillette pegaba la cara a las cortinas de encaje que recordaba haber visto bordar a la madre de Elana un otoño. Desde esta nostálgica posición de ventaja vio cómo los hombres del FBI comenzaban a entrar.

Centímetro a centímetro, con cuidado.

Miró en el cuarto contiguo, detrás de él, y vio a Elana tumbada boca abajo que le pasaba el brazo a su madre por los hombros. Cerca tenía a Christian, su hermano, quien tenía la cabeza erguida y miraba a Gillette a los ojos con inmenso odio.

No había nada que pudiera decirles que fuera adecuado y siguió en silencio, volviéndose de nuevo hacia la ventana.

Ya había decidido qué iba a hacer: de hecho, lo había decidido antes pero deseaba pasar los últimos momentos de su vida con la mujer que amaba.

Lo irónico del caso es que Phate le había dado la idea.

Tú eres el héroe con defectos. Defectos que lo meten en líos. Vaya, y al final harás algo heroico y los salvarás y el público llorará por ti…

Iba a salir con los brazos en alto. Bishop le había dicho que no se fiarían de él y que pensarían que era un suicida que llevaba una bomba o que escondía un arma. Phate y Shawn lo habían dispuesto así para que la policía se esperase lo peor. Pero los agentes también eran humanos: podían vacilar. Y, si lo hacían, podrían creerlo y dejar que salieran Elana y su familia.

Pero en cualquier caso nunca llegarás al nivel último del juego.

Y aunque no lo hiciera (si le disparaban y lo mataban) registrarían su cuerpo y verían que estaba desarmado y podrían pensar que los de dentro accederían a rendirse sin problemas. Y luego descubrirían que todo había sido un terrible error.

Miró a su mujer. Pensó que incluso entonces estaba preciosa. Ella no alzó la vista y él se sintió mejor por eso: no podría haber soportado la carga de su mirada.

Temeroso de que cuando saliera un francotirador pudiera ver a Elana o a su familia e interpretar mal cualquier gesto y abrir fuego, decidió apagar todas las luces de la planta baja. Mientras entraba en el estudio para hacerlo, se fijó en un viejo clónico de IBM. Wyatt Gillette pensó en todas las horas que había pasado on-line en los últimos días. Si no podía llevarse el amor de Elana a la tumba, al menos lo acompañarían los recuerdos de las horas pasadas en la Estancia Azul.

Con cuidado, lentamente, temeroso de que por la ventana lo viera un francotirador, fue apagando las restantes luces de la casa.


* * *

Los agentes del equipo Alfa reptaban lentamente hasta la casa de estuco de las afueras: un escenario nada grato para llevar a cabo este tipo de operaciones. Mark Little mandó al equipo Alfa que se cubriera tras un macizo de rododendros erizados de púas a unos seis metros al oeste de la casa.

Hizo una señal con la mano a tres de sus hombres de cuyos cinturones colgaban las potentes granadas detonadoras. Corrieron a posicionarse bajo las ventanas de la sala, de la cocina y del salón y quitaron las anillas a las granadas. Se les unieron otros tres que llevaban barras para romper los cristales de las ventanas, y así permitir que sus compañeros lanzaran sus granadas dentro.

Los hombres miraban a Mark Little en espera de que éste hiciera con la mano la señal de seguir adelante.

Y entonces algo crepitó en el auricular del casco de Little.

– Jefe del equipo Alfa, tenemos un despacho de emergencia desde una línea terrestre. Es el AEM de San Francisco.

¿El Agente Especial al Mando Jaeger? ¿Para qué llamaba ahora?

– Pásamelo -susurró en el pequeño micrófono.

Se oyó un clic.

– Agente Little -la voz no le era familiar-. Soy Frank Bishop. Policía estatal.

– ¿Bishop? -era ese puto poli que lo había llamado antes-. Dígale a Henry Jaeger que se ponga.

– No se encuentra aquí, señor. Mentí. Tenía que ponerme en contacto con usted. No cuelgue. Tiene que hacerme caso.

Bishop era el que pensaban que podría ser uno de los delincuentes dentro de la casa que trataba de distraerlos.

– Bishop… ¿Qué quiere? ¿Sabe en qué líos se va a meter por haberse hecho pasar por un agente del FBI? Voy a colgar.

– ¡No! ¡No lo haga! Pida una reconfirmación.

– No voy a oír más de esa mierda sobre hackers.

Little observó la casa. Todo estaba en calma. En momentos asi la sensación era extraña: exultante, aterradora y aletargante al mismo tiempo. Y, como todos los agentes de operaciones especiales, sentía el desasosiego de pensar que uno de los asesinos tenía los pelos de punta mientras apuntaba a un blanco humano a dos centímetros del antibalas.

– He detenido al asesino que pirateó el sistema y he apagado su ordenador -dijo el policía-. Le garantizo que no recibirá confirmación.

– Ése no es el procedimiento.

– Hágalo de todos modos. Si entra ahí siguiendo un protocolo de asalto cuatro se arrepentirá toda su vida.

Little se detuvo. ¿Cómo conocería Bishop que estaban operando con un protocolo de asalto cuatro? Sólo podía saberlo alguien del equipo o que tuviera acceso al ordenador del FBI.

El agente vio que su segundo, Steadman, le hacía señas apuntando al reloj y a la casa.

– Por favor -la voz de Bishop era de pura desesperación-. He puesto mi trabajo en juego.

El agente vaciló y luego murmuró:

– Claro que lo ha hecho, Bishop -devolvió su arma al hombro y cambió a la frecuencia del equipo de operaciones especiales-. A todos los equipos, continúen en posición. Repito, continúen en posición. Si les disparan autorizo que tomen las represalias pertinentes.

Volvió al puesto de control corriendo. El técnico de comunicaciones lo miró sorprendido:

– ¿Qué sucede?

En la pantalla, Little podía ver el código de confirmación del ataque.

– Confirma de nuevo el código rojo.

– ¿Por qué? No lo necesitamos si…

– ¡Ahora! -sentenció Little. El hombre tecleó.

DE: FUERZAS ESPECIALES, DOJ DISTRITO NORTE CALIFORNIA

R: DOJ TAC OP CENTER, WASHINGTON, D.C.

RE: DOJ DISTRITO NORTE CALIFORNIA, OPERACIÓN 139-01:

¿CONFIRMAN CÓDIGO ROJO?

Un mensaje:

‹Por favor, espere›

Esos minutos podían dar a los asesinos la oportunidad de prepararse para el asalto o de llenar la casa de explosivos para un suicidio colectivo que se llevaría a una docena de sus hombres.

‹Por favor, espere›

Esto tardaba demasiado.

– Olvídalo -le dijo al técnico de comunicaciones, disponiéndose a salir por la puerta-. Vamos a entrar.

– Espere -dijo el agente-. Aquí pasa algo -señaló la pantalla-: Eche un vistazo.


DE: DOJ TAC OP CENTER, WASHINGTON, D. C.

R: FUERZAS ESPECIALES, DOJ DISTRITO NORTE CALIFORNIA

RE:DOJ DISTRITO NORTE CALIFORNIA,OPERACIÓN 139-01:

‹NO HAY INFORMACIÓN. POR FAVOR, COMPRUEBE EL NÚMERO DE LA OPERACION›

– El número era correcto. Lo comprobé -dijo el hombre.

– Vuélvelo a enviar -dijo Little.

El agente volvió a teclear y dio a Enter.

La respuesta:

DE: DDJ TAC OP CENTER. WASHINGTON, D. C.

R: FUERZAS ESPECIALES, DOJ DISTRITO NORTE CALIFORNIA

RE: DOJ DISTRITO NORTE CALIFORNIA, OPERACIÓN 139-01:

‹NO HAY INFORMACIÓN. POR FAVOR, COMPRUEBE EL NÚMERO DE LA OPERACIÓN›

Little se sacó el verdugo negro y se secó la cara. ¿Qué era esto?

Agarró el teléfono y llamó al agente del FBI que llevaba el territorio cerca de la reserva militar San Pedro, a unos cuarenta y cinco kilómetros de donde se encontraban. El agente le informó de que no tenía conocimiento de que se hubiera producido ningún ataque. Little dejó caer el teléfono y volvió a mirar la pantalla.

Steadman corrió hasta la puerta de la furgoneta.

– ¿Qué demonios sucede, Mark? Estamos esperando demasiado. Si queremos entrar debemos hacerlo ya.

Little seguía mirando la pantalla.

‹NO HAY INFORMRCIÓN. POR FRVOR, COMPRUEBE EL NÚMERO DE LA OPERACIÓN›

– Mark, ¿vamos o no?

El comandante señalaba la casa. En ese momento habían tenido tal demora que sus ocupantes estarían sospechando que pasaba algo, ya que no funcionaban los teléfonos. Los vecinos habrían llamado a la policía local debido a las tropas que había en el vecindario y los escáneres de la policía que tenían los periodistas habrían oído las llamadas. Los helicópteros de la prensa se presentarían en unos minutos y lo trasmitirían en directo por lo que los asesinos podrían presenciarlo todo en pocos minutos.

De pronto se oyó una voz en la radio:

– Jefe uno, equipo Alfa, le habla francotirador tres. Hay un sospechoso en la entrada. Varón blanco, veintitantos años. Manos alzadas. Tengo blanco mortal. ¿Disparo?

– ¿Tiene armas? ¿Explosivos?

– Nada que sea visible.

– ¿Qué hace?

– Camina lentamente. Se ha dado la vuelta para enseñarnos la espalda. No se ven armas. Pero puede llevar algo bajo la camisa. Pierdo el blanco en diez segundos por las hojas de los árboles. Francotirador dos, apunta al objetivo en cuanto pase el arbusto.

– Roger -dijo otra voz.

– Lleva un artefacto encima, Mark -dijo Steadman-. Todos los informes decían lo mismo: que tratarían de llevarse a tantos de nosotros como les sea posible. Ese tipo activará la carga y el resto saldrá del fondo disparando.

‹NO HAY INFORMRCIÓN. POR FRVOR, COMPRUEBE EL NÚMERO DE LA OPERACIÓN›

– Jefe del equipo Bravo número dos, ordene al sospechoso que se tire al suelo.-dijo Mark Little por el micrófono-. Francotirador dos, si el sujeto no besa el suelo en cinco segundos, dispare.

– Sí, señor.

Un segundo después oían por el altavoz:

– ¡Le habla el FBI! Tírese al suelo boca abajo y extienda los brazos. ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!

NO HAY INFORMACIÓN…

El agente llamó:

– Está en el suelo, señor. ¿Lo cacheamos y lo arrestamos?

Little pensó en su mujer y en sus dos hijos y dijo:

– No, yo mismo lo haré -agarró el micrófono-: A todos los equipos, retírense. -Se volvió hacia el técnico de comunicaciones-: Ponme con el subdirector en Washington -señaló con el dedo los mensajes conflictivos: los que daban el visto bueno y los de «No hay información» que estaban en la pantalla-. E infórmame con total exactitud de cómo ha pasado esto.

Capítulo 00101110 / Cuarenta y seis

Mientras yacía sobre la hierba y olía a suciedad, a lluvia y a un apagado aroma a lilas, Wyatt Gillette observó con ojos parpadeantes las luces que lo enfocaban. Vio cómo se le acercaba un joven agente impetuoso y afilado que le apuntaba a la cabeza con un arma muy grande.

El agente lo esposó y lo cacheó, para relajarse solamente cuando Gillette le pidió que contactara a un policía estatal llamado Bishop, quien podía confirmar que el sistema informático del FBI había sido pirateado y que la gente que estaba dentro de la casa no era sospechosa del caso MARINKILL.

Entonces el agente ordenó a la familia de Elana que saliera de la casa. Ella, su madre y su hermano salieron muy lentamente con los brazos en alto. Los esposaron y los cachearon y, aunque no se les trató de forma ruda, se les veía en los rostros desolados que sufrían tanto por la indignidad y el terror de la situación como si les hubieran infligido algún tipo de castigo físico.

No obstante, el peor trago se lo llevaba Gillette y no tenía nada que ver con el tratamiento recibido por el FBI: era que sabía que la mujer que amaba se le había escapado para siempre. Ella parecía estar sopesando la decisión de mudarse a Nueva York pero ahora las máquinas, que los separaron años atrás, habían estado a punto de mataré toda su familia y eso era, por supuesto, imperdonable. Ahora ella se largaría a la costa Este con el responsable y solvente Ed, y Ellie se convertiría en un montón de recuerdos para Gillette, como los archivos .wav y .jpg: en imágenes visuales y sonoras que se evaporan del ordenador cuando lo apagas por la noche.

Los agentes del FBI formaron corrillos e hicieron llamadas y luego volvieron a hacer más corrillos. Su conclusión fue que el asalto había sido ordenado de forma ilegal. Dejaron marchar a todos salvo a Gillette, aunque le aflojaron un poco las esposas y le ayudaron a ponerse en pie.

Elana se plantó frente a su ex y él se mantuvo sin decir palabra ni moverse mientras recibía una fuerte bofetada en la mejilla. La mujer, bella y sensual incluso cuando estaba enfadada, se largó sin decir nada y ayudó a su madre a subir los escalones de la entrada. Su hermano le brindó la amenaza inarticulada de un chico de veinte años de demandarlo o algo peor, y luego las siguió y cerró de un portazo.

Mientras los agentes recogían todo, llegó Bishop y se encontró a Gillette acompañado por un agente alto en el patio delantero.

Se acercó al hacker y dijo:

– El conmutador de fuga.

– La descarga de halón -dijo Gillette, asintiendo-. Eso es lo que iba a comentarte cuando se cortaron los teléfonos.

– Recordaba que lo habías mencionado en la UCC -respondió Bishop, también asintiendo-. La primera vez que viste un corral de dinosaurios.

– ¿Algún otro daño? -preguntó Gillette-. ¿A Shawn?

Confiaba que no fuera el caso. Sentía tanta curiosidad por ver la máquina: cómo funcionaba, qué podía hacer, qué sistema operativo regía su mente y su corazón…

Pero Bishop le explicó que la máquina no había sufrido grandes daños.

– Vacié dos cargadores en la caja y no le hice nada -sonrió-. Sólo una herida superficial.

Hacia ellos caminaba un hombre grande, a través de los cegadores focos. Sólo cuando se acercó pudo comprobar Gillette que se trataba de Bob Shelton.

Saludó a su compañero e ignoró a Gillette.

Bishop le comentó lo que había pasado pero no dijo nada sobre haber sospechado que él fuera Shawn.

El policía sacudió la cabeza y rió amargamente.

– ¿Shawn era un ordenador? Dios, alguien debería tirar todos esos putos bichos al mar cualquier día de éstos.

– ¿Por qué sigues diciendo eso? -le reprochó Gillette-. Ya me estoy cansando.

– ¿De qué? -contestó Shelton, retándolo.

El hacker ya no podía aguantar la rabia originada por el cruel tratamiento que había recibido del detective en los últimos días y murmuró:

– Has estado echando mierda sobre las máquinas y sobre mí en cada ocasión que se te ha presentado. Algo muy difícil de creer, viniendo de un tipo que tiene un disco Winchester de mil dólares tirado en su sala de estar.

– ¿Un qué?

– Cuando fuimos a tu casa, vi el disco de servidor que tenías en la sala de estar.

Al policía se le abrieron los ojos.

– Era de mi hijo -gruñó-. Estaba a punto de tirarlo a la basura. Estaba acabando de limpiar su cuarto para desprenderme de todas esas mierdas informáticas que tenía. Mi mujer no quería que tirara nada. Por eso peleábamos.

– ¿A tu hijo le interesaba la informática? -preguntó Gillette.

Otra risa sarcástica.

– ¡Claro que le gustaba! Se pasaba horas y horas en la red. Sólo quería hackear. Hasta que una cíberbanda descubrió que era hijo de un poli y pensaron que él estaba tratando de infiltrarse. Lo atacaron. Colgaron toda clase de mierdas sobre él en Internet: que si era gay, que si la poli lo había fichado, que si le iba la pedofilia… Entraron en el ordenador de su colegio e hicieron creer a todo el mundo que él había cambiado sus notas. Eso le valió la expulsión. Y luego le enviaron a la chica con la que salía un e-mail asqueroso en su nombre. Ella cortó con él por eso. El día que sucedió, él se emborrachó y condujo hasta los límites de la autopista. Quizá fue un accidente, quizá se suicidó. En cualquier caso lo mataron los ordenadores.

– Lo siento -dijo Gillette, con suavidad.

– Y una mierda -Shelton se puso muy cerca del hacker, con la misma ira de siempre-. Es por eso por lo que me presenté voluntario en este caso. Creía que el asesino bien podría ser uno de los miembros de esa banda. Y por ello me conecté en la red ese día: para ver si tú eras también uno de ellos.

– No, no lo era. Yo no le haría eso a nadie. No me hice hacker para cosas así.

– Vaya, sigues con lo mismo. Pero eres tan malo como cualquiera de los que le hicieron creer a mi niño que esas malditas cajas de plástico eran el mundo entero. Bien, eso es basura. La vida está en otro lado -agarró a Gillette por la chaqueta. El hacker no opuso resistencia, sólo miraba su cara roja, congestionada. La saliva de Shelton le cayó en la cara mientras éste vociferaba-: ¡La vida de verdad está aquí! En la carne y en la sangre… En los seres humanos… En tu familia, en tus hijos… -se atoró y rompió a llorar-. ¡Esto es real!

Shelton echó al hacker a un lado y se limpió las lágrimas con la mano. Bishop dio un paso al frente y le tomó el hombro, pero Shelton se desasió y echó a andar, desapareciendo entre la multitud de policías y agentes del FBI.

El corazón de Gillette se sentía apesadumbrado por el pobre hombre pero a un tiempo pensaba: «Las máquinas también son reales, Shelton. Cada vez son más carne de nuestra carne y más sangre de nuestra sangre y eso no va a cambiar. La pregunta que debemos hacernos es si este hecho es bueno, malo o simplemente esto: ¿en quién nos convertimos cuando accedemos a través de la pantalla a la Estancia Azul?».

Ahora solos, el detective y el hacker se quedaron mirando. Bishop se dio cuenta de que le colgaba el faldón de la camisa. Se lo metió por dentro del pantalón y luego señaló el tatuaje de la palmera en el antebrazo de Gillette:

– Tal vez quieras quitarte eso. No te queda muy bien que digamos. Al menos la paloma. El árbol no está tan mal.

– Es una gaviota -replicó el hacker-. Pero ahora que lo traes a colación, Frank… ¿Por qué no te haces uno?

– ¿Un qué?

– Un tatuaje.

El detective hizo como que iba a empezar a decir algo pero luego alzó una ceja.

– Quién sabe, quizá me lo haga.

Entonces Gillette sintió cómo alguien le agarraba los brazos. Los agentes acababan de llegar, justo a tiempo, dispuestos a devolverlo a San Ho.

Capítulo 00101111/ Cuarenta y siete

Una semana después de que el hacker volviera a la cárcel, Frank Bishop cumplió la promesa hecha por Andy Anderson y, a pesar de las objeciones del alcaide, envió un maltratado ordenador portátil Toshiba de segunda mano a Wyatt Gillette.

Lo primero que se encontró cuando lo inició fue la foto digitalizada de un bebé gordo de piel oscura que parecía estar mascando un teclado de ordenador. El pie de foto rezaba: «Saludos de Linda Sánchez y de su nueva nieta Marie Andie Harmon». Gillette tomó nota mentalmente para escribirle una carta de felicitación; no obstante, tendría que esperar algún tiempo para hacerle un regalo a la niña: las prisiones federales no gozan de tiendas donde se puedan comprar esa clase de presentes.

El ordenador no llevaba incluido un módem: estaba claro que hackear le estaba terminantemente prohibido. Por supuesto, Gillette podría haberse conectado a la red con sólo haberse construido un módem a partir del walkman de Devon Franklin (conseguido gracias a un trueque de melocotones en conserva de Gillette) pero prefirió no hacerlo. Eso formaba parte de su trato con Bishop. Además, no deseaba sino que el año que le quedaba pasara rápido para recuperar su vida.

Lo que no equivale a afirmar que estaba en perpetua cuarentena con respecto a la red. Se le permitía acceder al lento PC IBM de la biblioteca (con supervisión, por descontado) para ayudar al análisis de Shawn, que había sido trasladado a la Universidad de Stanford. Gillette colaboraba con los científicos informáticos del centro y con Tony Mott. (Frank Bishop había denegado con vehemencia la petición de Mott para ser transferido a Homicidios y había aplacado al joven policía recomendando que fuera nombrado jefe de la Unidad de Crímenes Computarizados, algo a lo que Sacramento accedió.)

Lo que Gillette encontró en Shawn lo sorprendió. Phate, para conseguir acceder a tantos ordenadores como le fuera posible por medio de Trapdoor, lo había dotado de su propio sistema operativo. Era único e incorporaba elementos de todos los sistemas operativos existentes: Windows, MS-DOS, Apple, Unix, Linux, VMS, otros oscuros sistemas para científicos y aplicaciones para ingenieros. Ese nuevo sistema operativo, llamado Protean 1.1, le recordó a Gillette esa elusiva teoría unificadora que los científicos llevan toda la vida buscando, y que explica el comportamiento de todo lo que existe en el universo, energía incluida.

Aunque, al contrario que Einstein y sus sucesores, Phate no había tenido éxito en el intento.

Una de las cosas que Shawn no desembuchó fue el código de origen de Trapdoor, así como tampoco pudieron localizar los sitios donde podría estar éste escondido. La mujer que se hacía llamar Patricia Nolan había fracasado a la hora de aislarlo para robar ese código.

A ella tampoco la encontraron.

«Hace años, desaparecer solía ser fácil, pues no había ordenadores que te siguieran la pista», le había dicho Gillette a Bishop cuando le dieron la noticia. «Y ahora esfumarse resulta fácil pues contamos con ordenadores que borran todas las huellas de tu antigua identidad y te proporcionan una nueva.»

¿Quién quieres ser?

Bishop le comunicó que el cuerpo había rendido un funeral por todo lo alto a Stephen Miller. Linda Sánchez y Tony Mott aún seguían con remordimientos por haber creído que era un traidor, cuando de hecho sólo había sido un triste desecho de los viejos tiempos de la informática, un excedente del «Gran Cambio» de Silicon Valley.

Wyatt Gillette podría haberles dicho a los policías que no debían sentirse culpables por ello; la Estancia Azul tolera mejor el fracaso que la incompetencia.

El hacker obtuvo una nueva dispensa de su prohibición para conectarse a la red. Le encomendaron que comprobara los cargos contra David Chambers, el suspendido jefe de la División de Investigaciones Criminales del Departamento de Defensa. Tanto Frank Bishop como el capitán Bernstein y el fiscal general habían llegado a la conclusión de que Phate había entrado en los ordenadores de Chambers (tanto en el personal como en el del trabajo) para conseguir que lo echaran, con lo que conseguía que lo reemplazaran con Kenyon o con cualquier otro de sus lacayos, por una parte, y por la otra que Gillette volviera de inmediato a la cárcel.

Al hacker no le llevó más de un cuarto de hora encontrar pruebas de que los ficheros de Chambers habían sido pirateados, y que Phate había falsificado las transacciones de correduría y las cuentas en el extranjero.

Retiraron los cargos y le devolvieron el puesto.

También se retiraron los cargos contra Wyatt Gillette en el caso del Standard 12 y no se le imputó nada a Frank Bishop por haber ayudado a Gillette a fugarse de la UCC. El fiscal general decidió acabar con la investigación no porque creyera la historia de que Phate había sido el artífice del programa que pirateara el Standard 12, sino porque un comité de investigación y revisión de cuentas del Departamento de Defensa estaba indagando por qué se habían gastado treinta y cinco millones de dólares en un programa de codificación que era esencialmente inseguro.

La historia de los asesinatos de Phate en Washington, Portland y Silicon Valley tuvo mucha repercusión en los medios de comunicación por culpa del caso David Chambers. La prensa sensacionalista aireó los trapos sucios de Internet, el congreso tuvo sesiones en las que se trató la posibilidad de mejorar la seguridad en la red y la publicidad de los bancos y de las empresas de inversiones no se enfocó tanto en sus proezas a la hora de hacer dinero como en la calidad tecnológica de sus cortafuegos y de sus programas de encriptación.

Pero entonces comenzó la guerra de los Balcanes y la histeria hacker se evaporó de la noche a la mañana.

La vida en la Estancia Azul, siempre en expansión, recuperó la normalidad.

Un martes a finales de abril, mientras Gillette estaba sentado en su celda frente a su portátil, analizando algunos aspectos del sistema operativo de Shawn, un guardia se acercó a su puerta.

– Visita, Gillette.

Pensó que podría tratarse de Bishop. El detective aún trabajaba en el caso MARINKILL y pasaba mucho tiempo al norte de Napa, donde se suponía que estaban escondidos los asaltantes. (De hecho, nunca habían estado en el condado de Santa Clara. Parece ser que Phate había sido el creador de la mayoría de los soplos sobre los asesinos vertidos a la prensa y a la policía, en una estrategia de diversión.) En cualquier caso, Bishop solía pasarse por San Ho cuando andaba por esa zona. La última vez le había traído a Gillette Pop-Tarts y conservas de melocotón que su esposa Jennie elaboraba con las frutas del huerto de su marido. (No es que fueran su plato favorito pero, en cualquier caso, la mermelada era un excelente material de trueque dentro de la cárcel: de hecho, esta remesa había sido la que cambió por el walkman que podía alterar para crear un módem, aunque decidiera no hacerlo.)

Pero esta visita no era de Frank Bishop.

Se sentó en un cubículo y vio cómo entraba por la puerta Elana Papandolos. Llevaba un vestido azul marino. Se había recogido el pelo, negro y rizado. Era tan espeso que el pasador de terciopelo que llevaba parecía a punto de reventar. Cuando observó sus uñas bien cortadas, perfectamente limadas y pintadas de color lavanda, se le ocurrió una cosa que jamás antes había pensado: que Ellie, la profesora de piano, también se había abierto paso en el mundo con sus manos, como él, aunque en el caso de ella los dedos fueran bellos e inmaculados, sin ni siquiera un asomo de callos.

Ella se sentó y arrastró la silla hacia delante.

– Aún estás aquí -le dijo él, agachándose un poco para acercarse a los agujeros del plexiglás-. No habías vuelto a dar señales de vida y había supuesto que te habías largado hace un par de semanas.

Ella no respondió. Miró el divisor.

– Esto no estaba antes.

La última vez que fue a visitarlo, varios años atrás, se habían sentado en una mesa sin divisor y tenian a un guardia revoloteando a su alrededor. Con el nuevo sistema no había guardia: se ganaba en privacidad pero se perdía en proximidad. Gillette pensó que, de ser posible, se conformaba con tenerla cerca, recordando cómo solían hacerse cosquillas en la palma de la mano con la punta de los dedos y cómo se tocaban sus pies bajo la mesa, provocándose una sensación cercana a la que se experimenta cuando se hace el amor.

Mientras se inclinaba hacia delante, Gillette se dio cuenta de que estaba tecleando en el aire con furia.

– ¿Hablaste con alguien por lo del módem? -preguntó.

Elana asintió.

– He encontrado un abogado. No sabe si se venderá o no. Pero si se vende, voy a montarlo de tal manera que pague la factura de tu abogado y la mitad de la casa que perdimos. El resto es tuyo.

– No, quiero que tengas…

Ella le interrumpió al decir:

– He pospuesto mis planes. Los de ir a Nueva York.

Él se quedó callado, procesando ese nuevo dato. Y luego preguntó:

– ¿Por cuánto tiempo?

– No estoy segura.

– ¿Qué pasa con Ed?

– Está fuera -dijo ella, volviendo la cabeza hacia atrás.

Esto se le quedó clavado en el corazón. El hacker, muerto de celos, pensó con amargura que era todo un detalle por parte de Ed hacer de chófer de ella para llevarla a ver a su ex.

– ¿Y por qué has venido? -preguntó él.

– He estado pensando en ti. En lo que me dijiste el otro día. Antes de que viniera la policía.

Él le hizo un gesto para que continuara.

– ¿Dejarías las máquinas si te lo pidiera?

Gillette respiró hondo, antes de responder lisamente:

– No. No lo haría. Las máquinas son aquello para lo que estoy destinado en esta vida.

El esperaba que en ese momento ella se levantara y saliera por la puerta. Eso mataría una parte de él (la mayor parte de él) pero se había jurado que si tenía una nueva oportunidad de hablar con ella no le diría más mentiras.

– Pero puedo prometerte que nunca se interpondrían entre nosotros como antes. Nunca más.

Elana asintió lentamente.

– No sé, Wyatt. No sé si puedo fiarme de ti. Mi padre bebe una botella de ouzo cada noche. No para de jurar que va a dejar de beber. Y lo hace: como unas seis veces al año.

– Tendrás que arriesgarte -dijo él.

– Tal vez esa expresión no haya sido muy afortunada…

– Pero es la verdad.

– Certezas, Gillette. Quiero certezas antes de planteármelo siquiera.

Gillette no respondió. No había mucho que pudiera ofrecerle a ella como prueba de que había cambiado. Allí estaba, en la cárcel, y había estado a punto de hacer que mataran a esa mujer y a su familia debido a su pasión por un mundo completamente distinto al que ella habitaba y entendía.

Un rato después él afirmó:

– No hay nada más que pueda decirte, salvo que te amo y que quiero estar contigo, formar una familia contigo.

– Me voy a quedar durante un tiempo -dijo ella con lentitud-. ¿Por qué no vemos qué sucede?

– ¿Y qué pasa con Ed? ¿Qué es lo que tiene él que decir?

– ¿Por qué no se lo preguntas?

– ¿Yo?

Elana se levantó y fue hasta la puerta.

Poco después entraba la inquebrantable y nada sonriente madre de Elana. De la mano llevaba un niño pequeño, de unos dieciocho meses.

Dios, Señor… Gillette estaba anonadado. ¡Ed y Elana tenían un niño!

Su ex mujer se volvió a sentar en la silla y acomodó al niño en su regazo.

– Éste es Ed.

– ¿Él? -preguntó Gillette.

– Eso mismo.

– Pero…

– Presupusiste que Ed era mi novio. Pero es mi hijo… En realidad debería decir nuestro hijo. Le puse tu nombre. Tu segundo nombre: Edward no es un nombre de hacker.

– ¿Nuestro? -susurró él.

Ella asintió.

Gillette recordó las últimas noches que había pasado con ella antes de entregarse a las autoridades: en la cama, atrayéndola hacia sí…

Cerró los ojos. Dios, Dios, Dios… Recordó la vigilancia a la casa de Elana en Sunnyvale la noche que escapó de la UCC: había presupuesto que los niños que la policía avistaba eran los de su hermana. Pero ese niño había sido uno de ellos.

Vi tus e-mails. Cuando hablas de Ed no parece que éste sea el marido perfecto.

Sofocó una risa.

– No me lo habías dicho.

– Estaba tan enfadada contigo que no quería que lo supieras. Nunca.

– ¿Aún te sientes así?

– No estoy segura.

Él observó el pelo del niño: rizos negros y espesos. El pelo era de su madre. También había heredado sus bellos ojos negros y su rostro redondo.

– Levántalo un poco, ¿quieres? -le pidió a ella.

Ella hizo que el niño se pusiera en pie sobre su regazo. Sus raudos ojos estudiaron a Gillette con cuidado. Y luego el niño advirtió la presencia del Plexiglás. Se inclinó hacia delante y tocó la superficie con sus dedos gordezuelos, mientras sonreía fascinado tratando de averiguar cómo podía ver a través del cristal si no podía acceder a la otra parte.

Gillette pensó que era un bebé curioso. «Eso lo ha heredado de mí.»

Entonces el guardia susurró algo a Elana, que se levantó y dejó al niño en el suelo, quien regresó con su abuela y salió con ella llevándolo de la mano.

Elana y Gillette se miraron a través del Plexiglás.

– Veamos qué tal va todo -dijo ella-. ¿Te parece?

– Es todo lo que pido.

Ella asintió.

Luego cada uno se fue por su lado y, mientras Elana desaparecía por el pasillo, el guardia condujo a Wyatt Gillette por el corredor en penumbra hasta su habitación, donde lo esperaba su máquina.

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