«Internet es tan segura como un colmado del este de Los Angeles un sábado por la noche.»
JONATHAN LITTMAN ,
The Fugitive Game.
Durante el resto del día, el equipo de la Unidad de Crímenes Computarizados estuvo revisando los informes del motel Bay View: siguieron buscando alguna pista que los llevara a Phate y escucharon los escáneres de las frecuencias de la policía para saber si se habían cometido más asesinatos.
Huerto Ramírez y Tim Morgan habían interrogado a la mayoría de los huéspedes del motel y de las zonas adyacentes, y no encontraron ningún testigo que pudiera dar razón del tipo de coche o de furgoneta que había estado conduciendo Phate.
El dependiente de un 7-Eleven de Freemont había vendido, unas horas antes, seis latas de soda Mountain View a alguien que se ajustaba a la descripción de Phate. Pero el asesino no había dicho nada que pudiera ayudar a su localización. Nadie, tanto dentro como fuera de la tienda de ultramarinos, había llegado a ver el tipo de coche que conducía.
La búsqueda de los de Escena del Crimen en el cuarto del motel había revelado marcas de soda Mountain View derramada sobre el escritorio, fragmentos de asfalto en la moqueta (proveniente del aparcamiento del motel, como se supo luego), grava de origen no determinado, huellas de pisadas de calzado que no tenía una forma particular que pudiera ser localizada o que los pudiera ayudar a rastrearlo.
Gillette ayudó a Stephen Miller, Sánchez y Tony Mott a realizar el análisis forense del ordenador olvidado en la habitación. El hacker les informó de que, de hecho, se trataba de una máquina caliente, cargada justamente con el software necesario para llevar a cabo el acto de piratería. Nada de lo que contenía podía dar alguna información sobre el paradero de Phate. El número de serie del Toshiba indicaba que éste había formado parte de un cargamento enviado al Computer World de Chicago hacía seis meses. El comprador había pagado en metálico y no se había molestado en rellenar la póliza de garantía, ni tampoco se había registrado on-line.
Todos los disquetes de ordenador que el asesino había dejado en la habitación estaban vacíos. Linda Sánchez, reina de los arqueólogos informáticos, había probado cada uno de ellos con el programa RestoreS, y ninguno había sido usado nunca. La pobre Sánchez seguía preocupada por su hija y la llamaba a cada rato para ver cómo se encontraba. Estaba claro que quería visitar a la pobre chica, y por eso Bishop le dijo que se fuera a casa. También dio permiso al resto de la tropa, y Miller y Mott se marcharon para cenar e irse a dormir.
Por otra parte, Patricia Nolan no tenía prisa por irse a su hotel. Se sentó junto a Gillette y ambos estuvieron buscando en los disquetes de ISLEnet, tratando de explicarse la actuación del inteligente demonio Trapdoor. En cualquier caso, no encontraron nada y Gillette supuso que el demonio se había suicidado.
Hubo un momento en que Gillette se inclinó hacia delante, chasqueó sus nudillos y se estiró. Bishop advirtió que miraba un montón de papeles de color rosa en los que se dejaban los recados telefónicos: se le iluminó la cara, y se lanzó a recogerlos. El detective vio que el hacker quedó claramente decepcionado cuando comprobó que ninguno de los recados era para él: lo más seguro es que le fastidiara que su mujer no hubiera llamado, tal como se lo había suplicado la noche anterior.
Bueno, Frank Bishop sabía que los sentimientos sobre seres queridos no quedaban reservados únicamente para los ciudadanos civilizados. Había detenido a docenas de asesinos despreciables que se habían echado a llorar cuando se los llevaban esposados: y no por pensar en los años que les esperaban en el patio de una cárcel, sino porque los separarían de sus mujeres y de sus hijos.
Bishop advirtió que los dedos del hacker volvían a teclear (no «mecanografiar») en el aire, mientras miraba al techo. ¿Estaría escribiéndole algo a su esposa en ese momento? ¿O acaso estaba anhelando a su padre (el ingeniero que trabajaba en los polvorientos desiertos de Oriente Medio) o confesándole a su hermano que le gustaría pasar una temporada en el Oeste cuando lo soltaran?
– Nada -murmuró Nolan-. Así no vamos a ningún lado.
Por un instante, Bishop sintió en sus carnes la misma desesperación que advertía en la cara de ella. Pero entonces se dijo: «Vamos a ver… Me he entretenido». Se dio cuenta de que había caído bajo el influjo hipnótico y adictivo del Mundo de la Máquina: como el mismo Phate. Había bifurcado sus pensamientos. Fue a la pizarra blanca y observó las anotaciones realizadas sobre las pruebas, las páginas impresas y las imágenes pegadas al tablero.
Haz algo con eso…
Bishop vio una copia de la terrible fotografía de Lara Gibson.
Haz algo…
El detective se arrimó a la fotografía y la observó de cerca.
– Mira esto -le dijo a Shelton. El robusto y malhumorado policía se le unió.
– ¿Qué pasa con esto?
– ¿Qué ves?
– No sé -respondió Shelton, encogiéndose de hombros-. No sé adonde quieres ir a parar. ¿Qué ves tú?
– Veo pruebas -respondió Bishop-. Las paredes, el suelo…, todas esas otras cosas de la fotografía. Todo eso nos puede dar alguna información sobre el lugar donde Phate la mató, me juego el cuello.
Bishop era consciente de que no podían desestimar la ayuda cibernética a la hora de encontrar a Phate, pero también de que cometerían un error si se olvidaban de que ese hombre era, antes que nada, un asesino sin sentimientos, como tantos otros a los que Frank Bishop había dado caza en la zona de la bahía, a los que había detenido siguiendo los viejos métodos policiales de toda la vida. Olvídate de los ordenadores, olvida la Estancia Azul.
En la foto se veía a la desafortunada chica en primer plano. Bishop observó otras cosas que también se podían atisbar en la misma instantánea: que el suelo donde yacía era de baldosas verdes. Que había un conducto de metal galvanizado de forma rectangular que salía de un aparato beige de aire acondicionado, aunque a lo mejor era una caldera. La pared era de planchas de yeso Sheetrock, unidas por alcayatas de madera. Aquello era un cuarto de calderas de un sótano sin terminar. Uno alcanzaba a ver una puerta pintada de blanco y un cubo de basura lleno hasta los topes.
– ¿Qué puede decirnos todo eso? -se preguntó Gillette.
– Quizá nos pueda dar alguna pista sobre la ubicación de la casa -respondió Bishop-. Se la enviaremos al FBI. Allí sus técnicos podrán echarle un vistazo.
– No sé, Frank -dijo Shelton, negando con la cabeza-. Parece muy listo para mear donde come. Y esto es demasiado rastreable -señaló la fotografía-: Seguro que la mató en otro sitio. Eso no es su casa.
– No estoy de acuerdo -repuso Nolan-. Estoy de acuerdo con que es listo, pero no ve las cosas como nosotros.
– ¿A qué te refieres?
Gillette parecía haberlo entendido a la primera.
– Phate no piensa en el Mundo Real. Tratará de borrar cualquier huella o prueba en el ordenador, pero pasará por alto las pistas físicas.
– Ese sótano parece bastante nuevo -dijo Bishop, mirando la foto-. Y también la caldera. O el aire acondicionado, o lo que sea. Los del FBI serán capaces de descubrir si hay algún constructor particular que utiliza esa clase de materiales. Podríamos circunscribir la zona del edificio.
– Es improbable -replicó Shelton, encogiéndose de hombros-. Pero, de todas formas, no tenemos nada que perder.
Bishop llamó a un amigo suyo que trabajaba en el FBI. Le habló de la foto y le dijo lo que necesitaban. Conversaron un poco más y luego colgó.
– Él mismo va a descargar un original de la foto y luego lo enviará al laboratorio -dijo Bishop. Entonces el detective vio que en un escritorio cercano había un gran sobre a su nombre. La etiqueta del sobre rezaba que provenía del Departamento de la División Central de Expedientes Juveniles de la policía estatal; debía de haber llegado mientras se encontraban en el Bay View. Lo abrió y leyó su contenido. Se trataba del expediente del juicio de Gillette cuando aún era un menor, era el informe que había solicitado cuando el hacker se dio a la fuga la noche anterior. Lo dejó caer sobre el escritorio y, acto seguido, miró la hora en el polvoriento reloj de pared. Eran las diez y media de la noche.
– Creo que todos nos merecemos un descanso -dijo.
Shelton no había dicho nada sobre su esposa pero Bishop sabía que deseaba volver a casa para verla. El fornido detective se fue, lanzando un saludo a su compañero: «Nos vemos mañana, Frank». También sonrió a Nolan. En cambio, para Gillette no hubo ni una palabra ni un gesto de despedida.
– No pienso pasar otra noche más aquí -le dijo Bishop a Gillette-. Me voy a casa. Y tú vienes conmigo.
Cuando oyó esas palabras, Patricia Nolan volvió la cabeza hacia Gillette.
– Tengo mucho espacio en mi habitación -dijo, como dejándolo caer-. La empresa me paga la suite. Estás invitado, si lo deseas. Tengo un gran mini bar.
– Ya voy camino del paro con este caso lo bastante deprisa -replicó el detective tras haberse reído-. Creo que será mejor que se venga conmigo. Ya sabes, sigue siendo un recluso en libertad vigilada.
Nolan se tomó bien su derrota: Bishop intuyó que ella había empezado a desechar a Gillette como objeto amoroso. Nolan buscó su bolso, una pila de disquetes y su portátil, y se largó.
– ¿Te importa si hacemos una parada por el camino? -preguntó el hacker a Bishop mientras ambos salían por la puerta.
– ¿Una parada?
– Hay algo que quiero comprar -dijo Gillette-. Vaya, y ya que tratamos el tema, ¿me podrías prestar un par de dólares?
– Hemos llegado -dijo Bishop.
Habían aparcado frente a una casa estilo rancho, pequeña pero ubicada en una zona frondosa que parecía ser de unos dos mil metros cuadrados, algo nada irrisorio para aquella parte de Silicon Valley.
Gillette preguntó en qué municipio se encontraban y Bishop le dijo que en Mountain View.
– Claro que desde aquí no se ve exactamente ningún monte. La única vista que tenemos es la del Dodge de mi vecino un poco más allá y, cuando sale un día claro, la de ese hangar de allí, en el campo de Moffett -señalaba un punto al norte, más allá de las luces de los coches que cruzaban la autopista 101.
Caminaron por la tortuosa acera, que estaba llena de hoyos y de bollos.
– Cuidado aquí -dijo Bishop-. A ver cuándo puedo ponerme a arreglar eso. Todo se debe a que a un paso tenemos la falla de San Andrés: está a unos seis kilómetros de aquí, en esa dirección. Ah, y límpiate los zapatos en el felpudo, haz el favor.
Giró la llave en la puerta y dejó pasar al hacker.
Jennie, la esposa de Frank Bishop, era una mujer bajita de unos treinta y tantos años. Tenia el rostro redondo y no era guapa, pero sí atractiva. Mientras Bishop parecía salido de los años cincuenta, con sus patillas, sus camisas de manga corta y su pelo con fijador, ella era un ama de casa de su tiempo. Pelo largo recogido en coleta, vaqueros y una camisa de diseño. Era delgada y atlética aunque Gillette, que acababa de salir de la cárcel y andaba rodeado de morenos californianos, juzgó que estaba un poco pálida.
Ella no pareció extrañarse (ni siquiera aparentó sorpresa) por el hecho de que su marido hubiera traído a un convicto a pasar la noche, y Gillette supuso que el detective la había llamado con anterioridad, para ponerla en antecedentes.
– ¿Habéis comido? -preguntó ella.
– No -dijo Bishop.
Pero Gillette alzó la bolsa de papel que contenía lo que se había parado a comprar por el camino y dijo:
– A mí me vale con esto.
Con desenfado, Jennie le arrancó la bolsa de la mano y miró en su interior. Se rió.
– No vas a cenar Pop-Tarts. Necesitas comida de verdad.
– No, en serio… -con una sonrisa en la cara y mucha pena en el corazón Gillette vio desaparecer las galletas rellenas de mermelada en la cocina.
Tan cerca, y aun así tan lejos…
Bishop se desató los cordones, se quitó los zapatos y se puso unas zapatillas indias. El hacker se quitó los zapatos y, con los pies descalzos, se quedó en medio de la sala, mirando a su alrededor.
El lugar le recordaba a las casas en las que había vivido de niño. Moqueta blanca de un lado a otro, pidiendo a gritos que la cambiaran. Los muebles eran de grandes almacenes. El televisor era caro y el equipo de música barato. La desportillada mesa tenía las alas abiertas y esta noche hacía las funciones de escritorio: daba la impresión de que era día de pagar facturas. Había doce sobres cuidadosamente dispuestos para ser enviados: Pacific Bell, Mervyn's, MasterCard, Visa.
Gillette echó una ojeada a algunas de las numerosas fotos enmarcadas sobre la repisa. Había como cinco o seis docenas de ellas. La foto de la boda revelaba a un Frank Bishop idéntico al de hoy, patillas y fijador incluidos (aunque la blanca camisa bajo la chaqueta del esmoquin quedaba bien amarrada al pantalón por el fajín).
Bishop vio que Gillette las estudiaba.
– Jennie dice que somos TeleMarcos. Nosotros solos tenemos más fotos que dos familias juntas en toda esta manzana -señaló la parte trasera de la casa. Había muchas más en el dormitorio y en el baño-. Esa que estás mirando: ésos son mi padre y mi madre.
– ¿Él era un sabueso? Espera, ¿te molesta que te llamen sabueso?
– ¿Te molesta que te llamen hacker?
– No -Gillette se había encogido de hombros-. No, me pega.
– Lo mismo en mi caso. Pero no, mi padre tenía una empresa de artes gráficas en Oakland. Bishop e Hijos. Aunque lo de «hijos» no es del todo exacto pues dos de mis hermanas la llevan ahora, junto con la mayor parte de mis hermanos.
– ¿Dos de mis…? -dijo Gillette, alzando una ceja-. ¿La mayor parte de…?
Bishop se rió.
– Soy el octavo de nueve hijos. Cuatro chicas y cinco chicos.
– Eso sí que es una familia numerosa.
– Tengo veintinueve sobrinos.
Gillette vio la foto de un hombre delgado que vestía una camisa tan abolsada como la de Bishop y que estaba apostado frente a un edificio de una planta en cuya fachada se leía «Bishop e Hijos Imprenta y Cajistería».
– ¿No quisiste seguir en el negocio?
– Me gustaba la idea de continuar el negocio familiar -sujetó la foto y la miró-. Creo que la familia es lo más importante del mundo. Pero debo decirte que soy muy malo en cuanto a imprentas se refiere. Es aburrido, ¿sabes? Lo que pasa con ser un sabueso es que… ¿Cómo podría decirlo? Es que es algo infinito. Cada día te encuentras algo nuevo. Y cuando crees que ya te has hecho a la idea de cómo funciona la mente criminal, de pronto ¡zas!, encuentras una perspectiva totalmente distinta.
Oyeron un ruido. Se volvieron.
– Mira a quién tenemos aquí -dijo Bishop.
Un chaval de unos ocho años los espiaba desde el pasillo.
– Ven aquí, jovencito.
El chaval entró en la sala vistiendo un pijama con motivos de pequeños dinosaurios y miró a Gillette.
– Dile hola al señor Gillette, hijo. Este es Brandon.
– Hola.
– Hola, Brandon -dijo Gillette-. Aún estás levantado, ¿eh?
– Me gusta darle las buenas noches a mi padre. Mi mamá me deja si él no llega muy tarde.
– El señor Gillette escribe software para ordenadores.
– ¿Escribes script? -preguntó el chico con entusiasmo.
– Eso mismo -dijo Gillette, riendo por la forma tan rápida en que la abreviatura de software de los programadores había salido de la boca del chico.
– Nosotros escribimos programas en el laboratorio de ordenadores de nuestro colegio -dijo el niño-. El de la semana pasada hacía que una bola botase por toda la pantalla.
– Eso suena divertido -concedió Gillette, advirtiendo los grandes ojos anhelantes del niño. Se parecía en los rasgos a su madre.
– No -dijo Brandon-, fue superaburrido. Teníamos que usar QBasic. Y yo quiero aprender O-O-P.
Programación orientada a objetos, el último grito tipificado por el sofisticado C++.
El chaval se encogió de hombros.
– Y luego Java y HTML para la red. Pero es que todo, todo el mundo va a tener que aprenderlos.
– Así que quieres dedicarte a los ordenadores cuando seas mayor.
– No, voy a ser jugador profesional de béisbol. Sólo quiero aprender Java porque ahí es donde se cuece lo bueno ahora.
Gillette se rió. Enfrente tenía a un colegial que se había cansado de QBasic y que le había echado el ojo a las programaciones más complicadas.
– ¿Por qué no vas a enseñarle al señor Gillette tu ordenador?
– ¿Juegas a Tomb Raider? -le preguntó el chico-. ¿O a Earhtworm Jim?
– No, no juego mucho.
– Te enseño. Ven.
Gillette siguió al niño hasta una habitación atestada de juguetes, libros, equipos deportivos y ropas. En la mesilla, estaban los libros de Harry Potter cerca del Game Boy, de un par de CD de In Synch y de una docena de disquetes. Gillette pensó que eso sí que era una instantánea de nuestra era.
En el centro de la habitación había un PC clónico de IBM y docenas de manuales de instrucciones de software. Brandon se sentó y, con rápidos golpes de tecla, encendió la máquina y cargó el juego. Gillette recordó que, cuando tenía la edad de ese niño, el ordenador más innovador era el Trash-80 que había escogido cuando su padre le dijo que podía elegir lo que quisiera en la tienda de electrónica Radio Shack. El pequeño ordenador le parecía increíble pero, por supuesto, no era sino una antigualla rudimentaria si lo comparábamos con esa máquina barata y comprada por correo que estaba mirando ahora. En su momento (ya que hablamos de hace sólo unos años) había muy poca gente en el mundo que poseyera una máquina tan potente como ésta en la que Brandon Bishop dirigía, a través de cavernas, a una guapa chica, vestida con un mínimo top verde y portando una pistola en la mano.
– ¿Quieres jugar?
Esto le trajo a la mente el atroz juego Access y la foto que Phate había enviado de la chica asesinada (Lara, tocaya de la heroína del juego de Brandon); en ese momento no quería tener nada que ver con ningún tipo de violencia, aunque ésta fuera bidimensional.
– Quizá dentro de un rato.
Observó cómo los fascinados ojos del niño bailaban ante la pantalla. Luego el detective metió la cabeza por la puerta del cuarto.
– Apaga la luz, hijo.
– ¡Papá, mira a qué nivel he llegado! Dame cinco minutos más.
– No. Hora de dormir.
– Jo, papá…
Bishop se cercioró de que su hijo se cepillaba los dientes y que metía los deberes en la cartera antes de dormir. Le dio un beso de buenas noches y apagó el ordenador y la luz del techo, dejando encendida una pequeña lámpara de La guerra de las galaxias como única fuente de iluminación en el cuarto.
– Ven -le dijo a Gillette -. Te voy a enseñar nuestro huerto de atrás.
– ¿Vuestro qué?
– Sigúeme.
Bishop condujo a Gillette por la cocina, donde Jennie estaba haciendo sandwiches, hasta la puerta trasera.
El hacker se paró en medio del porche trasero, sorprendido por lo que veía. Se rió.
– Sí, soy un granjero -dijo Bishop.
Filas de frutales (unos cincuenta) atestaban el patio trasero.
– Nos mudamos hace dieciocho años; justo cuando el valle empezaba a despegar. Me prestaron bastante para comprar dos lotes. Una parte de éste proviene de la antigua granja. Son albaricoques y cerezas.
– ¿Qué haces con ello? ¿Lo vendes?
– En su mayor parte lo regalo. En Navidad no hay amigo de los Bishop que no reciba fruta seca o en conserva. Y sólo aquellos que nos caen muy bien reciben nuestras cerezas al coñac.
Gillette examinó las regaderas y los potes de fumigado.
– Parece que te lo tomas muy en serio -dijo el hacker.
– Me mantiene sano. Llego a casa y Jennie y yo salimos y nos ocupamos de los árboles. Es como si me deshiciera de todo lo malo que me encuentro durante el día.
Caminaron entre hileras de árboles. El patio estaba lleno de tubos y de mangueras de plástico, el sistema de irrigación del policía. Gillette los señaló.
– ¿Sabes que podrías hacer un ordenador que funcionara con agua?
– ¿Qué? ¿Con una caída de agua que moviera una turbina para darle electricidad?
– No, me refiero a que, en vez de corriente que se mueva por los cables, uno podría hacerlo con agua que avanzara por unos tubos y que tuviera unas válvulas que la detuvieran o no. En realidad, eso es todo lo que hacen los ordenadores. Detener o aceptar un flujo de corriente.
– ¿Es eso cierto? -preguntó Bishop. Parecía muy interesado.
– Los procesadores informáticos no son más que pequeños conmutadores que unas veces permiten el paso de pequeñas cantidades de electricidad y otras no. todas esas imágenes que ves en un ordenador, toda la música, las películas, los procesadores de texto, las hojas de cálculo, los browsers, los motores de búsqueda, Internet, los cálculos matemáticos, los virus… Todo lo que hace un ordenador puede ser resumido en eso: no es magia. Sólo unos cuantos conmutadores que están en on o en off.
El policía asintió y luego miró a Gillette con suspicacia.
– Aunque tú no te lo crees, ¿no es cierto?
– ¿A qué te refieres?
– Tú crees que los ordenadores son pura magia.
Gillette se lo pensó y se echó a reír.
– Sí, sí lo creo.
Estuvieron un rato más en el porche mirando las hileras resplandecientes de frutales. Y luego Jennie Bishop los llamó para que fueran a cenar. Caminaron hacia la cocina.
– Me voy a la cama -dijo Jennie-. Mañana tengo un día muy ocupado. Encantada de conocerte, Wyatt.
Le estrechó la mano con fuerza.
– Mi cita es mañana a las once -le dijo a su marido.
– ¿Quieres que te acompañe? Bob puede ocuparse del caso durante unas cuantas horas.
– No. Ya tienes bastante que hacer. Estaré bien. Si el doctor Williston encuentra que algo anda mal te llamaré desde el hospital. Pero eso no va a suceder.
– Llevaré el móvil.
Iba a marcharse pero se volvió con una mirada sombría.
– Pero hay algo que sí que tienes que hacer mañana, sin falta.
– ¿De qué se trata, amor mío? -preguntó el detective, preocupado.
– La aspiradora -señaló al aparato que había en una esquina, al que habían extraído el panel central y del que pendía un tubo en uno de los lados. Gran parte de sus componentes reposaba sobre un periódico-. Llévala a arreglar.
– Lo arreglaré yo -dijo Bishop-. Sólo es un poco de suciedad en el motor, o algo así.
– Has tenido todo un mes -lo amonestó ella-. Ahora les toca a los expertos.
– ¿Sabes algo de aspiradoras? -preguntó Bishop a Gillette, volviéndose hacia él.
– No. Lo siento.
– Me ocuparé de ella mañana -afirmó el detective, mirando a su esposa-. O pasado mañana.
Ella sonrió.
– Claro. La dirección del taller está en ese post-it amarillo. ¿Lo ves?
Él la besó.
– Buenas noches, amor mío.
Ella partió a ver a Brandon.
Bishop se levantó y fue hacia la nevera.
– Supongo que ya no me puedo buscar más líos si le ofrezco una cerveza al recluso.
– Gracias, pero no bebo alcohol -dijo Gillette moviendo la cabeza.
– ¿No?
– Eso es algo característico de los hackers: no bebemos nada que nos pueda dar sueño. Vete a un foro de discusión hacker, como alt.hack. La mitad de las entradas tienen que ver con formas de tomar los conmutadores de Pac Bell o de piratear la Casa Blanca y la otra mitad sobre los contenidos de cafeína de las últimas bebidas carbonatadas.
Bishop se sirvió una Budweiser. Miró el tatuaje del antebrazo de Gillette, el de la gaviota y la palmera.
– Eso es bastante feo, la verdad. Sobre todo el pájaro. ¿Por qué te lo hiciste?
– Fue en la universidad: en Berkeley. Estuve hackeando treinta y seis horas seguidas y fui a una fiesta.
– ¿Y qué? ¿Hiciste alguna apuesta?
– No, me quedé dormido y cuando desperté ya lo tenía. Nunca supe quién me lo había hecho.
– Te hace parecer un ex marine.
El hacker miró en todas direcciones para cerciorarse de que Jennie no andaba por allí y luego fue hacia el mueble donde ella había dejado las Pop-Tarts. Las abrió, sacó cuatro galletas y le ofreció una Bishop.
– No, gracias -dijo riendo el policía.
– También me voy a comer el rosbif -afirmó Gillette, mirando los sandwiches de Jennie-. Pero es que en la cárcel soñaba con ellas. Son el mejor tipo de comida hacker: tienen mucha azúcar y si las compras por kilos no se ponen malas -se comió dos a la vez-. Hasta es probable que tengan vitaminas. Cuando estaba todo el día enfrente del ordenador esto era mi comida principal: Pop-Tarts, pizza, soda Mountain View y cola Jolt.
Un momento después, Gillette preguntaba en voz baja:
– ¿Se encuentra bien tu mujer? Lo digo por esa cita que ha mencionado…
Vio una pequeña vacilación en la mano del policía al alzar la cerveza para dar un sorbo.
– No es nada serio… Sólo unas cuantas pruebas -y luego, como si quisiera cambiar el tema de conversación, dijo-: Voy a ver cómo anda Brandon.
Cuando regresó, unos minutos más tarde, Gillette miró la caja vacía de Pop-Tarts.
– No te he guardado ninguna.
– Está bien -dijo Bishop riendo, y se sentó.
– ¿Qué tal tu retoño?
– Dormido. ¿Tú y tu mujer tenéis hijos?
– No. Al principio no queríamos… Bueno, debo decir que yo era quien no quería. Y cuando los quise ya me habían enchironado. Y luego nos divorciamos.
– ¿Así que te gustan los chavales?
– Sí, mucho -se encogió de hombros, limpió las migas de galleta con una mano y las recogió en una servilleta-. Mi hermano tiene dos, un niño y una niña. Nos lo pasamos muy bien.
– ¿Tu hermano? -se extrañó Bishop.
– Ricky -contestó Gillette-. Vive en Montana. Es guardia forestal, aunque no te lo creas. Carol, su mujer, y él tienen una casa fantástica. Es como una cabaña, aunque más grande -señaló el patio trasero de Bishop-. Te gustaría ver su huerto. Ella es una jardinera excelente.
Bishop hundió los ojos en el mantel.
– Leí tu expediente.
– ¿Mi expediente? -preguntó Gillette.
– Tu ficha de menores. La que te olvidaste de destruir.
El hacker comenzó a enrollar y desenrollar lentamente su servilleta.
– Creía que ese material estaba sellado.
– Para el público sí. No para la policía.
– ¿Por qué lo hiciste? -preguntó Gillette con tranquilidad.
– Porque te habías escapado de la UCC. Pedí el expediente en cuanto supe que te habías largado pitando. Pensé que así quizá conseguiríamos alguna información que nos ayudara a atraparte -la voz del detective era imperturbable-. El informe de la trabajadora social también estaba incluido. Sobre tu vida familiar.
Gillette no dijo nada durante un buen rato.
«¿Por qué mentiste?», se preguntaba.
Mientes porque puedes hacerlo.
Mientes porque cuando estás en la Estancia Azul puedes inventarte lo que te dé la gana y nadie sabe si es cierto o no. Te dejas caer en un chat y le dices al mundo que vives en una gran casa de Sunnyvale o de Menlo Park o de Walnut Creek, que tu padre es abogado o doctor o piloto, que tu madre es diseñadora o que tiene una floristería y que tu hermano Rick es campeón del Estado de pruebas de camiones. Y puedes seguir y seguir contando cómo tu padre construyó un ordenador Altair uniendo diversos equipos, que tardó seis noches seguidas trabajando en ello cuando llegaba del trabajo y que por eso te enganchaste a los ordenadores.
Era un tipo tan genial…
Puedes decirle al mundo que, aunque tu madre murió de un trágico e inesperado infarto de miocardio, aún sigues muy unido a tu padre. Él viaja por todo el mundo porque es un ingeniero petrolífero, pero en vacaciones siempre vuelve a casa para visitaros a tu hermano y a ti. Y que, cuando está en la ciudad, vas todos los domingos a cenar a su casa con él y su nueva esposa, que es una maravilla, y que a veces él y tú vais a su estudio y escribís algún programa o jugáis un rato en los MUD.
¿Y sabes qué?
El mundo te cree. Porque en la Estancia Azul lo único por lo que la gente te juzga es por el número de bytes que tecleas con dedos entumecidos.
El mundo nunca llega a saber que todo es mentira.
El mundo nunca llega a saber que eres el único hijo de una madre soltera, que trabajaba hasta tarde tres o cuatro noches a la semana y que el resto salía con sus «amigos», que siempre eran de sexo masculino. Y que no murió por tener mal el corazón sino el hígado y el espíritu, pues ambos se desintegraron al mismo tiempo, cuando tú tenías dieciocho años.
El mundo nunca llega a saber que tu padre, un hombre sin trabajo fijo, cumplió con el único potencial para el que parecía destinado cuando os dejó a tu madre y a ti el día que empezabas el tercer curso.
Y que tus casas fueron una serie de búngalos y de trailers en los barrios más pobres de Silicon Valley, o que la única factura que se costeaba era la del teléfono, porque la pagabas tú trabajando como repartidor de periódicos para poder seguir conectado a la única cosa que te libraba de volverte loco de tristeza y de soledad: vagar por la Estancia Azul.
Vale, Bishop, me has pillado. Ni padre ni hermanos: sólo una madre egoísta y adicta. Y yo, Wyatt Gillette, solo en mi cuarto con mis compañeros: mi Trash- 80, mi Apple, mi Kaypro, mi PC, mi Toshiba, mi Sun SPARCstation…
Finalmente, alzó la vista e hizo algo que nunca había hecho anteriormente, ni siquiera con su esposa: le contó su historia a otro ser humano. Frank Bishop permaneció sin moverse, contemplando el rostro afilado y oscuro de Gillette. Cuando el hacker acabó, miró hacia arriba y se encogió de hombros. Bishop dijo:
– Tu infancia es fruto de la ingeniería social.
– Sí.
– Tenía ocho años cuando se fue -dijo Gillette, con las manos en torno a su lata de cola; las puntas callosas de sus dedos golpeaban el metal como si estuviera tecleando palabras: T-E-N-í-A o-C-H-o A-Ñ-o-s C-U-A-N-D-O…-. Habia estado en las fuerzas aéreas, mi padre. Estuvo sirviendo en Travis y cuando le dieron la baja se quedó en la zona. Bueno, de vez en cuando se quedaba en la zona. La mayor parte del tiempo andaba con sus colegas del ejército o… Bueno, puedes imaginarte dónde estaba cuando no venía por las noches. La única vez que tuvimos una charla seria fue el día que se largó. Mi madre había salido, y él vino a mi cuarto y me dijo que tenía que hacer unas compras y que por qué no lo acompañaba. Fui con él. Y eso es algo muy raro pues nunca hicimos nada juntos.
Gillette respiró hondo y trató de calmarse. Sus dedos tecleaban una tormenta silente contra el metal de la lata de soda.
T-R-A-N-Q-U-I-L-I-D-A-D… T-R-A-N-Q-U-I-L-l-D-A-D…
– Vivíamos en Burlingame, cerca del aeropuerto, y mi padre y yo nos metimos en su coche y fuimos hasta el centro comercial. Compró unas cuantas cosas en la droguería y luego me llevó al restaurante que queda cerca de la estación de tren. Cuando llegó la comida, yo estaba demasiado nervioso para comerla. Y, de pronto, deja el tenedor y me mira y me dice que es infeliz con mi madre y que tiene que largarse. Que su tranquilidad está en juego y que tiene que moverse para desarrollarse personalmente.
T-R-A-N-Q-U-I-L-I…
Bishop sacudió la cabeza:
– Te estaba hablando como si tú fueras uno de sus colegas del bar, y no un niño. Y no su propio hijo. Eso es muy malo.
– Me dijo que tomar la decisión le había costado mucho, pero que le parecía lo adecuado y me preguntó si me alegraba por él.
– ¿Te preguntó eso?
Gillette asintió.
– No me acuerdo de lo que dije. Y luego dejamos el restaurante y comenzamos a andar por la calle y debió de observar que yo estaba enfadado porque vio una tienda y me dijo: «Venga, hijo, entra aquí y compra lo que te dé la gana».
– Un premio de consolación.
Gillette se rió y dijo:
– Eso es, exactamente. La tienda era Radio Shack. Así que entré y eché una ojeada. No veía nada, estaba dolido y confuso, tratando de no echarme a llorar. Escogí lo primero que vi: un Trash-80.
– ¿Un qué?
– Un Trash-80. Uno de los primeros ordenadores personales.
L-O Q-U-E T-E D-É L-A G-A-N-A…
– Me lo llevé a casa y esa misma noche empecé a jugar con él. Luego oí que llegaba mi madre y ella y él tuvieron una gran pelea y luego él se largó y eso fue todo.
L-A E-S-T-A-N-C-I-A A-Z…
Gillette sonrió; sus dedos tecleaban.
– ¿Ese artículo que escribí? ¿«La Estancia Azul»?
– Lo recuerdo -dijo Bishop-. Significa el ciberespacio.
– También significa otra cosa -dijo Gillette lentamente.
A-Z-U-L…
– ¿Qué?
– Ya he dicho que mi padre estuvo en las fuerzas aéreas. Y, cuando yo era un crío, él y algunos de sus amigos militares se emborrachaban y cantaban a voz en grito el himno de las fuerzas aéreas, La salvaje distancia azul. Bueno, cuando se fue yo seguí escuchando esa canción en mi cabeza, una y otra vez, sólo que cambié «distancia» por «estancia», La salvaje estancia azul, porque él ya no estaba. Porque lo suyo sólo había sido una estancia pasajera -Gillette tragó saliva con fuerza. Alzó la vista-. Estúpido, ¿no?
Pero Bishop no parecía pensar que hubiera nada estúpido en todo aquello. Con una voz llena de simpatía que lo convertía en un hombre de familia, preguntó:
– ¿Has sabido algo de él? ¿O has oído algo sobre su paradero?
– No. No tengo ni idea -Gillette se rió-: De vez en cuando pienso en rastrearlo.
– Serías bueno encontrando a gente en la red.
Gillette asintió.
– Pero no creo que lo haga.
Movía los dedos con furia. Tenía las puntas tan insensibles por los callos que no podía sentir el frío de la lata de soda mientras tecleaba en el metal.
A-L-L-Á V-A-M-O-S A L-A…
– Pero aún es mejor: aprendí Basic, el lenguaje de programación, cuando tenía nueve o diez años, y me pasaba horas escribiendo programas. Los primeros hacían que el ordenador hablara conmigo. Yo tecleaba «Hola», y el ordenador contestaba: «Hola, Wyatt. ¿Cómo estás?». Y entonces yo tecleaba «Bien», y el ordenador preguntaba: «¿Qué has hecho hoy en el colé?». Intenté que la máquina dijera las cosas que me diría un padre de verdad. Llegaba a casa del colegio -prosiguió el hacker- y me pasaba tardes y noches frente al ordenador. A veces ni iba al colegio. Mi madre tampoco paraba mucho en casa. Ella nunca lo supo.
L-O Q-U-E T-E D-É L-A G-A-N-A…
– En cuanto a esos correos electrónicos que mi padre envió al juez, y esos faxes de mi hermano para que me fuera a vivir con él a Montana, y esos informes de los psicólogos acerca de la provechosa vida familiar que tenía y de que mi padre era el mejor… Yo los escribí, todos ellos.
– Lo siento -dijo Bishop.
– Hey, sobreviví. No tiene importancia.
– Lo más seguro es que sí la tenga -respondió Bishop con suavidad.
Estuvieron en silencio unos minutos. Luego el detective se levantó y empezó a fregar los platos. Gillette le ayudó y charlaron de temas intrascendentes: de la orquídea de Bishop, de la vida en San Ho, cosas así. Bishop terminó su cerveza y miró al hacker con timidez.
– ¿Por qué no la llamas?
– ¿Llamar? ¿A quién?
– A tu esposa. ¿Por qué no?
– Es tarde -replicó Gillette.
– Pues la despiertas. No se va a morir. Ni tampoco parece que tengas nada que perder -dijo Bishop, acercándole el teléfono al hacker.
– ¿Qué debería decir? -levantó el auricular con dudas.
– Ya pensarás en algo -miró las manos del hacker-. Imagínate que estás mecanografiando algo. Perdona: quería decir «tecleando».
– No sé…
– ¿Sabes su número? -preguntó el policía.
Gillette marcó los dígitos de memoria y con rapidez, para no echarse atrás, y mientras tanto pensaba: ¿Qué pasa si responde su hermano? ¿Qué pasa si contesta su madre? ¿Qué pasa si…?».
– ¿Hola?
Se le trabó la garganta.
– ¿Hola? -repitió Elana.
– Soy yo.
Hubo una pausa en la que, indudablemente, ella miró la hora. No obstante, no le hizo ningún comentario sobre lo tarde que llamaba.
¿Por qué no decía nada?
¿Por qué no era él?
– Quería llamarte. ¿Encontraste el módem? Lo dejé en el buzón.
Ella no respondió en ese momento. Y luego dijo:
– Estoy en la cama.
Un pensamiento abrasador: ¿estaba sola en la cama? ¿Estaba con Ed? ¿En la casa de sus padres? Pero dejó a un lado sus celos y preguntó con suavidad:
– ¿Te he despertado?
– ¿Quieres algo, Wyatt?
Miró a Bishop pero el policía no hizo otra cosa que devolverle la mirada levantando una ceja.
– Yo…
– Iba a dormirme ahora.
– ¿Puedo llamarte mañana?
– Preferiría que no llamaras a esta casa. La pasada noche, Christian te vio y no le hizo ninguna gracia.
El hermano, de veintidós años, buen estudiante de marketing y poseedor del temperamento de un pescador griego, ya lo había amenazado con darle una paliza durante el juicio.
– Entonces llámame tú cuando estés sola. Estaré en el número que te di anoche.
Silencio.
– ¿Lo tienes? -preguntó él-. ¿Tienes el número?
– Lo tengo -y luego-: Buenas noches.
El teléfono quedó en silencio y Gillette colgó.
– No es que lo haya manejado muy bien.
– Al menos no te ha colgado nada más oír tu voz. Algo es algo -Bishop puso la botella de cerveza en la bolsa de reciclaje-. Odio trabajar hasta tarde: no puedo cenar sin tomarme mi cerveza, pero luego tengo que levantarme un par de veces para mear. Eso me pasa porque me estoy haciendo viejo. Bueno, mañana tenemos un día muy duro. Vamos a dormir.
– ¿Me vas a esposar a algún sitio? -preguntó Gillette.
– Escaparse dos veces en dos días consecutivos sería un mal hábito, hasta para un hacker. Creo que aprovecharemos la tobillera de detección. La habitación de invitados está ahí. En el baño encontrarás toallas y un cepillo de dientes nuevo.
– Gracias.
– Aquí nos levantamos a las seis y cuarto -el detective desapareció por el pasillo a oscuras.
Gillette escuchó el chirrido de las tablas del suelo y el del agua por las tuberías. Una puerta se cerró.
Y luego se quedó solo, rodeado del silencio que se crea en la casa de otras personas, y sus dedos teclearon una docena de mensajes en una máquina invisible.
Pero su anfitrión no se despertó a las seis y cuarto. Lo hizo un poco después de las cinco.
– Debe de ser Navidad -dijo, encendiendo la lámpara del techo. Vestía un pijama marrón-. Tenemos un regalo.
Gillette, como la mayoría de los hackers, pensaba que uno debía huir del sueño como de la peste, pero esa mañana no tenía un buen despertar. Con los ojos aún cerrados, preguntó:
– ¿Un regalo?
– Triple-X me ha llamado al móvil hace cinco minutos. Tiene la verdadera dirección de e-mail de Phate. Es deathknell@mol. com.
– ¿MOL? Nunca he oído de ningún proveedor de Internet con ese nombre -dijo Gillette, mientras daba vueltas en la cama para escapar del estupor del sueño.
– He llamado a todos los del equipo -continuó Bishop-. Van camino de la oficina.
– ¿Eso significa que nosotros también? -murmuró Gillette, amodorrado.
– Eso significa que nosotros también.
Veinte minutos después estaban duchados y vestidos. Jennie tenía café en la cocina pero se saltaron el desayuno: querían llegar a la UCC tan pronto como les fuera posible. Bishop besó a su mujer. Asió las manos de ella entre las suyas y dijo:
– En cuanto a tu cita… Sólo tienes que decir una palabra y estaré en el hospital en quince minutos.
– Sólo me están haciendo unas pruebas, cariño -dijo ella, besándole la frente-. Nada más.
– No, no, escúchame bien -dijo él con seriedad-. Si me necesitas, allí estaré.
– Si te necesito -concedió ella-. Te prometo que te llamaré si te necesito.
Estaban yendo camino del garaje cuando de pronto sonó un ruido estruendoso que inundó la cocina. Jennie Bishop pasaba la aspiradora, ya arreglada, por la alfombra. La apagó y abrazó a su marido.
– Funciona de maravilla -dijo Jennie-. Gracias, cariño.
Bishop frunció el ceño, desconcertado.
– Yo…
– Esa chapuza ha debido de llevarle media noche -dijo Gillette, interrumpiendo al detective con rapidez.
– Y lo más milagroso de todo -añadió Jennie Bishop, con una sonrisa maliciosa- es que luego ha limpiado.
– Bueno… -empezó a decir Bishop.
– Mejor que nos vayamos -le interrumpió de nuevo Gillette.
Mientras los dos hombres salían afuera, Bishop le susurró al hacker:
– ¿Así que has tardado media noche en arreglarla?
– ¿La aspiradora? -respondió Gillette-. No, sólo diez minutos. Lo habría hecho en cinco pero no encontré ninguna herramienta. Tuve que usar un cuchillo y un cascanueces.
– Creía que no sabías nada sobre aspiradoras -comentó el detective.
– Y era cierto. Pero sentía curiosidad por saber por qué no funcionaba. Y ahora lo sé todo sobre aspiradoras -Gillette subió al coche y se volvió hacia Bishop-. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que podamos parar en el 7-Eleven? Siempre y cuando nos pille de camino…
Pero, a pesar de lo que Triple-X le había dicho a Bishop cuando lo llamó al móvil, Phate (en su nueva encarnación como Deathknell) seguía inaccesible.
Nada más llegar a la UCC, Gillette arrancó Hyper-Trace e inició una búsqueda sobre MOL.com. Encontró que el nombre completo del proveedor de servicios de Internet era Monterrey Internet On-Line. Tenía su base en Pacific Grove, California, a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de San José. Pero cuando contactaron a Pac Bell en Salinas, para rastrear la llamada desde MOL hasta el ordenador de Phate la próxima vez que el asesino se conectara a la red, les dijeron que no existía ninguna Monterrey Internet On-Line y que la verdadera localización geográfica del servidor estaba en Singapur.
– Vaya, eso es inteligente -murmuró una grogui Patricia Nolan, mientras sorbía café de Starbucks. Su voz mañanera era grave, parecida a la de un hombre. Se sentó cerca de Gillette. Estaba tan despeinada como siempre y llevaba el mismo tipo de vestido, que hoy era de color verde. Estaba claro que no era una persona madrugadora y que tampoco se había molestado en quitarse el pelo que le caía en la cara.
– No lo entiendo -dijo Shelton-. ¿Qué es tan inteligente? ¿Qué significa eso?
– Phate ha creado su propio proveedor de Internet -respondió Gillette-. Y él es su único cliente. Bueno, lo más seguro es que Shawn también lo sea. Y el servidor por medio del cual se conectan está en Singapur: lo que significa que no podemos rastrearlo con nuestras máquinas.
– Como una corporación tapadera en las islas Caiman -dijo Frank Bishop quien, si bien antes no tenía muchos conocimientos previos sobre la Estancia Azul, ahora empezaba a ser muy bueno estableciendo símiles para equipararla con el Mundo Real.
– Pero -señaló Gillette, mirando los rostros desesperados de los miembros del equipo- la dirección sigue siendo importante.
– ¿Por qué? -preguntó Bishop.
– Porque le vamos a enviar una carta de amor.
Linda Sánchez entró por la puerta principal de la UCC con una bolsa de Dunkin' Donuts en la mano, los ojos legañosos y andares lentos. Miró hacia abajo y comprobó que se había atado mal los botones de su vestido marrón. No se molestó en ponerlos bien y dejó la comida sobre un plato.
– ¿Alguna nueva rama en tu árbol genealógico? -preguntó Bishop.
Ella negó con la cabeza.
– Mirad lo que ha pasado, ¿vale? Ponemos una película de miedo. Mi abuela me dijo que uno puede forzar el parto contando historias de fantasmas. ¿Sabías eso, jefe?
– La primera vez que lo oigo -dijo Bishop.
– Vale, pensamos que una película de miedo serviría igual. Así que voy y alquilo Scream, ¿vale? ¿Y qué pasa? Que mi chica y su marido se quedan dormidos en el sofá pero la película me da tanto miedo que no puedo pegar ojo. He estado despierta hasta las cinco.
Desapareció en la cocina y volvió con una cafetera llena.
Wyatt Gillette agradeció mucho el café (su segunda taza en lo que iba de mañana) pero, en cuanto al desayuno, no dejó de comer Pop-Tarts.
Stephen Miller llegó unos minutos más tarde, con Mott siguiéndole los talones, sudoroso éste por la carrera en bicicleta hasta la oficina.
Gillette le explicó al resto del equipo lo que sucedía con la dirección de correo electrónico de Phate y sus planes para enviarle un e-mail.
– ¿Y qué dirá? -preguntó Nolan.
– Querido Phate -respondió Gillette-, me lo estoy pasando de miedo, ojalá estuvieras aquí, por cierto: aquí tienes la foto de un cadáver.
– ¿¿Qué?? -se alarmó Miller.
– ¿Puedes conseguir una foto de la escena de un crimen? -preguntó Gillette a Bishop-. ¿De un cadáver?
– Supongo que sí -respondió Bishop sin saber muy bien.
Gillette señaló la pizarra blanca.
– Vamos a simular que soy Vlast, el hacker de Bulgaria con el que intercambiaba fotos. Subiré una foto para él.
Nolan asintió y se echó a reír.
– Y también recibirá un virus con ella. Te meterás en su ordenador.
– Es lo que voy a intentar hacer.
– ¿Por qué necesitas enviarle una foto? -preguntó Shelton. No se sentía a gusto con la idea de enviar pruebas de crímenes sanguinarios a la Estancia Azul, para que todos pudieran verlas.
– Mi virus no es tan inteligente como el de Phate. Con el mío, Phate tiene que echarme una mano para poder activarlo y entrar en su sistema. Tendrá que abrir el archivo adjunto que contiene la foto, para que mi virus pueda ponerse manos a la obra.
Bishop llamó a la Central y su secretaria le envió por fax una fotografía de la escena de un crimen reciente a la UCC.
Gillette echó un vistazo a la foto (se trataba de una chica apaleada hasta la muerte) pero desvió rápidamente la mirada. Stephen Miller la escaneó para tenerla en un formato digital que pudieran adjuntar a un correo electrónico. El policía parecía inmune al terrible crimen que se veía en la fotografía y realizó el proceso sin más. Le pasó a Gillette un disquete que contenía una compresión de la imagen en formato jpeg.
– ¿Y qué pasa si Phate ve el correo de Vlast y le envía un mensaje en donde le pregunta si en verdad le ha enviado algo, o si le manda una respuesta? -inquirió Bishop.
– Ya he pensado en eso. Voy a enviarle a Vlast otro virus, uno que bloquee todos los correos que le lleguen procedentes de Estados Unidos.
Gillette se conectó a la red para buscar su caja de herramientas del laboratorio de la fuerza aérea de Los Alamos. Una vez allí, descargó todo lo que necesitaba: los virus y su propio programa anonimatizador, pues no iba a volverse a fiar de Stephen Miller.
En cinco minutos ya le había enviado a Vlast una copia del MailBlocker y a Phate su propia versión del Back-door-G. Éste era un virus muy conocido, que permitía a un usuario remoto piratear el ordenador de otra persona, normalmente cuando ambos compartían una misma red, como cuando se trabaja en la misma empresa. La versión de Gillette actuaba con cualquier pareja de ordenadores, aunque no estuvieran conectados en red.
– He puesto una alerta en nuestra máquina. Si Phate abre la foto, aquí sonará un tono para advertirnos. Entraré en su ordenador y veremos si puedo hacer algo que nos ayude a localizar a Shawn… O a su próxima víctima.
Sonó el teléfono y contestó Miller. Escuchó y le dijo a Bishop:
– Es para ti. Charlie Pittman.
Bishop tocó el botón de manos libres.
– Gracias por devolverme la llamada, agente Pittman.
– De nada, señor -la voz del hombre salía distorsionada por el altavoz de mala calidad-. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Mire, Charlie, sé que tiene abierta esa investigación del caso Peter Fowler. Pero la próxima vez que mantengamos una operación en curso le voy a tener que pedir que usted o cualquiera del condado se ponga en contacto conmigo para que lo coordinemos.
Silencio. Y luego:
– ¿Y eso?
– Me refiero a la operación del motel Bay View de ayer.
– Ejem. ¿A qué? -la voz que salía del pequeño altavoz sonaba perpleja.
– Dios -dijo Bob Shelton mirando con preocupación a su compañero-. No tiene ni idea. El tipo que viste no era Pittman.
– Agente -preguntó Bishop con premura-, ¿vino usted a presentarse ante mí hace dos noches en Sunnyvale?
– Señor, me temo que aquí tenemos un malentendido. Estoy en Oregón, pescando. Llevo aquí una semana de vacaciones y aún me quedan tres días más. Sólo he llamado a la oficina para escuchar mis mensajes. Había uno suyo y le he devuelto la llamada. Eso es todo lo que sé.
Tony Mott se acercó al micrófono.
– Agente, ¿quiere decir entonces que no se encontraba ayer en la sede de la Unidad de Crímenes Computarizados de la policía estatal?
– No, señor. Ya se lo he dicho. En Oregón. De pesca.
Mott miró a Bishop.
– Ayer había un tipo que se hizo pasar por Pittman ahí fuera. Dijo que acababa de tener una reunión aquí y que ya se iba. No sospeché nada.
– No, no estuvo aquí -dijo Stephen Miller.
– Agente, ¿existe algún memorándum donde se aluda a sus vacaciones?
– Claro. Siempre mandamos uno.
– ¿En papel? ¿O es un correo electrónico?
– Hoy en día usamos correos electrónicos para todo -dijo el agente, un poco a la defensiva-. La gente piensa que el condado no está al día, pero eso no es cierto.
– Bueno, señor: alguien está usando su nombre -le explicó Bishop-. Con una licencia falsa y una placa falsa.
– Maldición. ¿Por qué?
– No estoy seguro. Es probable que tenga algo que ver con la investigación de un homicidio que estamos llevando.
– ¿Qué debo hacer?
– Llame a su comandante y ponga una denuncia en el historial. Pero, por el momento, le agradeceríamos que no hiciera nada más. Nos sería de utilidad que el sospechoso no supiera que le seguimos la pista. No mande nada por e-mail. Use sólo el teléfono.
– Claro. Ahora mismo llamo a la Central.
Bishop se disculpó ante Pittman por haberle reprendido y luego colgó. Miró a su equipo.
– Otra vez víctimas de la ingeniería social -y a Mott le dijo-: Descríbemelo. Describe al tipo que viste.
– Delgado, con bigote. Vestía una gabardina oscura.
– El mismo que vimos en Sunnyvale. ¿Qué estaba haciendo aquí?
– Parecía que salía de la oficina pero lo cierto es que nunca lo vi cruzar el umbral. Quizá andaba husmeando.
– Es Shawn -afirmó Gillette-. Tiene que serlo.
Bishop estuvo de acuerdo. Volvió a hablar con Mott:
– Vamos a ver si entre tú y yo conseguimos una imagen del aspecto que tiene -se volvió hacia Miller-: ¿Tenéis un Identikit a mano?
Se trataba de un maletín que contenía capas de plástico con distintos atributos que podían combinarse para que un testigo pudiera reconstruir la imagen de un sospechoso: como un artista policial en una caja.
Pero Linda Sánchez meneó la cabeza.
– Aquí las identificaciones faciales no nos son de mucha ayuda.
– Tengo uno en el coche -dijo Bishop-. Ahora vuelvo.
Phate se hallaba tecleando con satisfacción en su oficina del salón cuando en su pantalla apareció una bandera que indicaba que había recibido un correo electrónico enviado a Deathknell, su nombre de pantalla privado.
Advirtió que se lo había enviado Vlast, su amigo búlgaro. Y que incluía un archivo adjunto. Hacía tiempo habían intercambiado fotografías snuff, pero llevaban mucho sin hacerlo y se preguntó qué le habría remitido su amigo.
Phate sentía curiosidad pero debía postergar el momento de saber qué era hasta más tarde. En ese instante estaba demasiado excitado por su última caza con Trapdoor. Después de una hora de reventar contraseñas gracias a la ayuda de superordenadores cuyo tiempo había tomado prestado, finalmente Phate había accedido al directorio raíz de un sistema informático que no quedaba lejos de su casa de Los Altos. Había intuido la dificultad de infiltrarse en ese sistema pues sabía que, una vez que hubiera tomado el control del directorio raíz, podía causar un daño muy grande a mucha, mucha gente.
Revisó el menú.
Centro Médico Stanford Packard
Palo Alto, California
Menú Principal
1. Administración
2. Personal
3. Admisión de Pacientes
4. Historiales de Pacientes
5. Departamentos por Especialidad
6. SMC
7. Gestión de Recursos
8. Centro de Rehabilitación Tyler-Kresge
9. Servicios de Emergencia
10. Unidad de Cuidados Intensivos
Estuvo explorando un rato y finalmente eligió el número 6.
Servicios médicos computarizados
1. Programación de intervenciones quirúrgicas
2. Dosis de medicaciones y programación de su administración
3. Reabastecimiento de oxígeno
4. Programación oncológica de quimio/radiación
5. Programación y menús de dieta de los pacientes
Tecleó un 2 y dio a Enter.
Frank Bishop sintió la amenaza en el aparcamiento de la Unidad de Crímenes Computarizados antes incluso de poder ver con claridad al hombre que se encontraba a unos quince metros, medio oculto a causa de la niebla matinal.
Bishop supo que el intruso era peligroso del modo que uno sabe cuándo un tipo lleva una pistola por la forma que tiene de bajarse de la acera. Del mismo modo que uno sabe que algún peligro lo aguarda tras una puerta, en un callejón, en el asiento delantero de un coche parado.
Bishop vaciló sólo un segundo. Pero luego continuó su camino como si no sospechara nada.
No podía ver la cara del intruso pero sabía que tenía que ser la de Pittman: bueno, la de Shawn. Había estado husmeando ayer cuando se topó con Tony Mott y hoy también andaba fisgoneando.
Sólo que hoy el detective intuyó que ese sospechoso quizá quería ir más allá de la mera vigilancia: tal vez andaba de caza.
Y Frank Bishop, el veterano de las trincheras, supuso que si este hombre estaba aquí ya debía de saber qué tipo de coche conducía e intentaría cortarle el camino cuando se dirigiera hacia su vehículo; que también habría sopesado el entorno, los distintos ángulos de tiro y los recodos.
Así que Bishop continuó yendo hacia su coche mientras hacía como que buscaba un paquete de cigarrillos a pesar de que había dejado de fumar años atrás; también miraba la lluvia con cara perpleja, como si tratara de averiguar qué tiempo se aproximaba.
Nada hace que los delincuentes se vuelvan más asustadizos y deseosos de escapar que lo imprevisto e inesperado del movimiento de los policías.
Sabía que podía correr de vuelta a la UCC pero que, si lo hacía, Shawn se largaría pitando y quizá no volverían a tener otra oportunidad de atraparlo. No, Bishop no iba a ignorar esta oportunidad de atrapar al compañero del asesino más de lo que ignoraría el llanto de su propio hijo.
«Sigue andando, sigue andando.»
Todo se reduce a esto…
El detective continuó caminando por el asfalto como si nada mientras el bulto (Shawn), que ahora se ocultaba tras una gran caravana Winnebago, se levantaba un poco para medir la posición de Bishop y luego se volvía a esconder.
Cuando andaba cerca de la Winnebago, el detective se echó hacia la derecha y sacó su vieja arma de la funda.
Corrió tan deprisa como le fue posible hasta la esquina de la caravana, pistola al frente.
Pero de pronto se paró.
Shawn había desaparecido. En los pocos segundos que le había llevado recorrer la caravana el compañero de Phate se había esfumado.
A su derecha, al otro lado del aparcamiento, se oyó un portazo proveniente de un coche. Bishop se movió en dirección al ruido, agachando y alzando su pistola. Pero comprobó que el ruido provenía de un mensajero. Un hombre negro y fornido llevaba una caja desde su vehículo hasta una empresa cercana.
Bien, ¿dónde había podido esconderse Shawn?
Lo averiguó un segundo más tarde, cuando se abrió de golpe la puerta de la caravana y la pistola de Shawn encañonó a Bishop en la nuca, antes de que éste pudiera hacer nada.
El detective vio de reojo el rostro del hombre delgado y con bigote mientras la mano de éste saltaba como una serpiente para arrancarle la pistola a Bishop y tirarla lejos.
Bishop pensó en Brandon y luego en Jennie.
Se tensó.
Todo se reduce a esto…
Frank Bishop cerró los ojos.
La campanilla del ordenador de la UCC era un sonido.wav normal y corriente, pero a todos los del equipo les pareció una potente sirena.
Wyatt Gillette corrió hacia el cubículo.
– ¡Sí! -susurró-. Phate ha visto la fotografía. El virus está en su máquina.
Y luego aparecieron estas palabras en la pantalla:
Config.sys.modified.
– Eso es. Pero no tenemos mucho tiempo: con que compruebe su sistema una sola vez verá que estamos dentro.
Gillette se sentó ante el teclado. Puso las manos sobre él y sintió esa excitación sin parangón que experimentaba cada vez que realizaba un viaje hacia un lugar inexplorado (e ilícito) de la Estancia Azul.
Comenzó a teclear.
– ¡Gillette! -gritó una voz de hombre mientras la puerta principal de la UCC se abría de golpe.
El hacker se volvió y vio a un hombre que se adentraba en el corral de dinosaurios. Gillette tragó saliva. Era Shawn: el hombre que se hacía pasar por Charlie Pittman.
– ¡Dios mío! -dijo Shelton, sobrecogido.
Tony Mott se movió deprisa y trató de empuñar su pistola plateada. Pero Shawn empuñaba un arma y, antes de que Mott la pudiera sacar, el otro ya le estaba apuntando a la cabeza. Mott levantó las manos poco a poco. Shawn hizo una seña a Sánchez y a Miller para que se echaran atrás y siguió avanzando hacia Gillette, apuntándolo con su arma.
El hacker se puso en pie y levantó las manos.
No había ningún lugar al que ir.
Pero ¿qué estaba pasando?
Frank Bishop, con el rostro sombrío, entró por la puerta principal. Lo acompañaban dos tipos altos y trajeados.
¡Así que ése tampoco era Shawn!
El hombre mostró unas credenciales.
– Soy Arthur Backle, trabajo para la División de Investigaciones Criminales del Departamento de Defensa -señaló a sus dos compañeros-. Estos son los agentes Griffin y Cable.
– ¿Eres de la DIC? ¿Qué sucede aquí? -preguntó Shelton.
Backle lo ignoró y se acercó a Wyatt Gillette, quien le dijo a Bishop:
– Nos hemos conectado a la máquina de Phate. Pero sólo tenemos unos minutos. Tengo que hacerlo ya o nos verá.
Bishop iba a responderle cuando Backle dijo a uno de sus compañeros:
– Espósalo.
El fornido agente se acercó a Gillette con las esposas en la mano y se las puso.
– ¡No!
– Me dijiste que eras Pittman -dijo Mott.
– Estaba trabajando de forma encubierta -dijo Backle, encogiéndose de hombros-. Tenía motivos para pensar que no cooperaríais si os decía mi verdadera identidad.
– La puta verdad, no hubiésemos cooperado -dijo Bob Shelton.
– Vamos a escoltarlo hasta el correccional de media seguridad de San José.
– ¡No pueden hacerlo!
– Wyatt, he hablado con el Pentágono -dijo Bishop-. Es cierto -sacudió la cabeza.
– Pero el director aprobó su excarcelación -dijo Mott.
– Dave Chambers ha quedado fuera -le explicó el detective-. Peter Kenyon es el director en funciones de la DIC. Y ha rescindido la orden de excarcelación.
Gillette recordó que Kenyon había sido quien supervisara la creación del programa de codificación Standard 12. El hombre que tenía mayores posibilidades de acabar en entredicho (cuando no en paro) si el programa era pirateado.
– ¿Qué ha pasado con Chambers?
– Improcedencia financiera -dijo el afilado Backle, con remilgos-. Tráfico de influencias con compañías internacionales. Ni lo sé ni me importa. Todo lo que sé es que quien lleva ahora el Departamento es el subsecretario asistente Kenyon -luego Backle le dijo a Gillette-: Tenemos órdenes de revisar todos los ficheros a los que has tenido acceso y comprobar si contienen pruebas relacionadas con su acceso ilegal al software de encriptación del Departamento de Defensa.
– Frank -dijo Mott-, estamos conectados con Phate. ¡Ahora!
Bishop miró la pantalla. Le habló a Backle:
– ¿No nos puedes dar un respiro? Tenemos una oportunidad de saber dónde se esconde el sospechoso. Y Wyatt es el único que nos puede ayudar a hacerlo.
– ¿Y dejar que se conecte a la red? Ni hablar.
– Necesitas una orden si… -comenzó a decir Shelton.
El papel azul apareció de pronto en la mano de uno de los compañeros de Backle. Bishop lo leyó con rapidez y asintió con amargura.
– Pueden llevárselo, y confiscar todos los ordenadores y disquetes que haya estado usando.
Backle echó una ojeada a su alrededor, vio una oficina vacía y ordenó a sus ayudantes que encerraran dentro a Gillette mientras ellos buscaban los ficheros.
– ¡No dejes que lo hagan, Frank! -gritó Gillette-. Estaba a punto de tomar el directorio raíz de su máquina. Y ésta es su verdadera máquina, no una caliente. Podría contener el verdadero nombre de Shawn. ¡Podría contener la dirección de su próxima víctima!
– ¡Cállate, Gillette! -le cortó Backle.
– ¡No! -protestó el hacker intentando desasirse de los agentes que con facilidad lo encerraban en la oficina-. ¡Quitadme las putas manos de encima! Nosotros…
Lo echaron dentro y cerraron la puerta.
– ¿Puedes meterte en la máquina de Phate? -preguntó Bishop a Stephen Miller.
El tipo alto miró con temor la pantalla de la terminal.
– No lo sé. Tal vez. Es que… Si pulso una sola tecla equivocada, Phate sabrá que estamos dentro.
Bishop agonizaba. Su primera gran pista y se la robaban por culpa de estúpidas querellas entre agencias y por burocracia gubernamental. Ésta era su única oportunidad de adentrarse en la mente electrónica del asesino.
– ¿Dónde están los ficheros de Gillette? -preguntó Backle-. ¿Y sus discos?
Nadie le brindó la información que había pedido. El equipo miraba al agente de manera desafiante. Backle se encogió de hombros y dijo con voz repipi:
– Lo confiscaremos todo. No nos importa. Nos lo llevamos y, con suerte, lo veis dentro de seis meses.
Bishop le hizo una seña a Sánchez.
– Esa terminal de allá -murmuró ella, señalándola con el dedo.
Backle y los otros agentes comenzaron a revisar ocho centímetros y medio de disquetes como si pudieran saber su contenido por el color de sus carcasas de plástico, e identificar los datos que contenían con sólo mirarlos.
Mientras Miller acechaba la pantalla, apurado, Bishop se volvió hacia Nolan y Mott.
– ¿Puede cualquiera de vosotros usar el programa de Gillette?
– Sé cómo funciona, en teoría -dijo Nolan-. Pero nunca me he infiltrado en la máquina de nadie con Backdoor-G. Todo lo que he hecho ha sido tratar de encontrar el virus y buscarle un antídoto.
– Puedo decir lo mismo -afirmó Tony Mott-. Y además el programa de Wyatt es un híbrido que él mismo ha escrito. Lo más seguro es que posea líneas de comando únicas.
Bishop tomó una dura decisión: escogió a la civil y le dijo a Patricia Nolan:
– Hazlo lo mejor que puedas.
Ella se sentó ante la terminal. Se secó las manos en su inflada falda y se retiró el pelo de la cara, mirando la pantalla, tratando de entender los comandos del menú que, para Bishop, resultaban tan incomprensibles como el idioma ruso.
Sonó de nuevo el teléfono del detective. Lo contestó.
– ¿Sí? -escuchó un momento-. Sí, señor. ¿Quién? ¿El agente Backle?
El agente alzó la vista.
Bishop seguía al teléfono.
– Está aquí… Pero… No… No, esta línea no es segura. Le diré que le llame desde una de las líneas fijas de la oficina. Sí, señor. Lo haré ahora mismo -el detective anotó un número y colgó. Levantó una ceja en dirección a Backle-: Era Sacramento. Se supone que debes llamar al secretario de Defensa. Al Pentágono. Quiere que lo llames desde una línea segura. Aquí tienes su número privado.
Uno de sus compañeros miró a Backle con cara de tener dudas. «¿El secretario Metzger?», musitó. El tono reverencial indicaba que era una llamada que no tenía precedentes.
– Puedes usar este mismo -dijo Bishop. Backle sujetó con cuidado el teléfono que Bishop le ofreció.
El agente vaciló y luego marcó los dígitos del número de teléfono. Un instante después su llamada era atendida.
– Le habla el agente Backle, de la DIC, señor. Sí, señor, esta línea es segura… -Backle asentía con fuerza pero inútilmente-. Sí, señor… Eran órdenes de Peter Kenyon. La policía del Estado de California nos lo había arrebatado, señor. La orden de excarcelación estaba a nombre de un Juan Nadie, señor… Sí, señor. Bueno, si eso es lo que desea. Pero usted entiende qué es lo que Gillette ha hecho, señor. Él… -más gestos con la cabeza-. Perdón, no intenté insubordinarme. Me ocuparé de ello, señor.
Colgó y miró a Bishop con enfado. Les dijo a sus compañeros:
– Aquí hay alguien que tiene amigos en las putas altas esferas -señaló la pizarra blanca-. ¿Vuestro sospechoso? ¿Holloway? Uno de los tipos que asesinó en Virginia estaba relacionado con uno de los que financiaron al de la Casa Blanca. Así que Gillette va a estar fuera de la cárcel hasta que le echéis el guante -suspiró con amargura-. ¡Puta política! -miró a sus compañeros-. Vosotros os quedáis a la espera. Volved a la oficina -y a Bishop-: Podéis conservarlo por ahora. Pero voy a hacer de niñera hasta que se acabe el caso.
– Lo entiendo, señor -dijo Bishop, corriendo a la oficina donde los agentes habían arrojado a Gillette y abriendo la puerta.
Sin preguntar siquiera qué había sucedido, Gillette se lanzó a la terminal. Patricia Nolan le cedió la silla con gentileza. Gillette se sentó. Bishop le dijo:
– Aún formas parte del equipo por ahora.
– Eso está bien -dijo el hacker con formalidad, poniéndose al teclado. Pero, sin que Backle pudiera oírlos, Bishop le susurró, riendo:
– ¿Cómo se te ha ocurrido algo así?
Ya que nadie del Pentágono había telefoneado a Bishop, sino el mismísimo Wyatt Gillette. Había llamado al móvil de Bishop desde uno de los teléfonos de la oficina donde le habían encerrado. La conversación real difería un poco de la simulada.
Bishop había preguntado: «¿Sí?».
Gillette: «Frank, soy Wyatt. Estoy en el teléfono de la oficina. Haz como si fuera tu jefe. Dime que Backle está ahí».
«Sí, señor. ¿Quién? ¿El agente Backle?»
«Muy bien», había respondido el hacker.
«Está aquí, señor.»
«Ahora dile que llame al secretario de Defensa. Pero asegúrate de que lo hace desde la línea principal de la oficina de la UCC. Ni desde su móvil ni desde el de nadie. Dile que es una línea segura.»
«Pero…»
Gillette le tranquilizó: «Está bien. Hazlo. Y dale este número». Y procedió a dictarle a Bishop un número de Washington D.C.
«No, esta línea no es segura. Le diré que le llame desde una de las líneas fijas de la oficina. Sí, señor. Lo haré ahora mismo.»
Gillette se lo explicó en un susurro:
– He pirateado el conmutador de la oficina local de Pac Bell con la máquina de ahí dentro y he hecho que me transfirieran todas las llamadas provenientes de la UCC.
– ¿Y de quién era ese número? -preguntó Bishop, a un tiempo confundido y admirado.
– Bueno, el del secretario de Defensa. Su línea era tan fácil de piratear como cualquier otra -Gillette señaló la pantalla, con impaciencia-. No te preocupes. He cancelado el desvío de llamadas.
Empezó a teclear.
La versión de Gillette del programa Backdoor-G lo dejó justo en medio del ordenador de Phate. Lo primero que vio fue una carpeta llamada «Trapdoor».
Su corazón empezó a latir con furia, y advirtió esa mezcla de agitación y euforia que sentía cuando su curiosidad se apoderaba de él como una droga. Ahí tenía una oportunidad de aprender algo acerca de ese programa milagroso, de su funcionamiento y, quizá, hasta de su código de origen.
Pero tenía un conflicto: si bien podía penetrar en la carpeta «Trapdoor» y estudiar el programa, pues tenía el control del directorio raíz, también sabía que eso lo convertía en susceptible de ser detectado. De la misma forma que Gillette había sido capaz de descubrir a Phate cuando éste se coló en el ordenador de la UCC. Si eso sucedía, Phate apagaría inmediatamente su máquina y crearía un nuevo proveedor de Internet y una nueva dirección electrónica. Y no podría encontrarlo de nuevo, por lo menos no antes de que acabara con su próxima víctima.
No, supo que debía evitar acercarse a Trapdoor (a pesar del empuje de su curiosidad) y buscar claves que pudieran ayudarlos a encontrar a Phate o a Shawn, o indicarles quién sería la próxima víctima.
Sintiéndolo mucho, Gillette se alejó del Trapdoor y comenzó a acechar por el ordenador de Phate, en busca de un botín.
Mucha gente cree que la arquitectura de un ordenador es un edificio perfectamente simétrico y aséptico: proporcional, lógico y organizado. No obstante, Wyatt sabía que el interior de una máquina es algo más orgánico, que es como una cueva o como una criatura viviente: un lugar que cambia cada vez que el usuario añade un nuevo programa, instala nuevo hardware o hace algo tan sencillo como encender o apagar el ordenador. Cada máquina contiene millares de sitios que visitar y una miríada de caminos para acceder a cada destino. Cada máquina es diferente a otra. Examinar un ordenador ajeno era como caminar por la atracción turística local, la Casa del Misterio de Winchester, cerca de Santa Clara: la mansión de cien habitaciones donde había vivido la viuda del inventor del rifle repetidor Winchester. Era un lugar plagado de pasajes ocultos y cámaras secretas (y fantasmas, según la excéntrica señora que lo había habitado).
Los pasajes virtuales del ordenador de Phate lo condujeron finalmente hasta el directorio principal. Gillette vio una carpeta titulada «Correspondencia» y fue a su encuentro como un tiburón.
Abrió la primera subcarpeta «Saliente».
Ésta contenía en su mayor parte correos electrónicos dirigidos a Shawn@mol.com, por Holloway, ya en su faceta de Phate o en la de Deathknell.
– Tenía razón -murmuró Gillette-. Shawn está en el mismo proveedor de Internet que Phate: Monterrey On-Line. Así tampoco hay forma de rastrear su paradero.
Pasó revista de forma arbitraria a algunos correos electrónicos y los leyó. Lo primero que aprendió fue que, entre ellos, sólo usaban los nombres de pantalla: Phate o Deathknell y Shawn. La correspondencia era altamente técnica: arreglos de software, copias de datos de ingeniería y especificaciones descargadas de la red y bases de datos. Era como si estuvieran preocupados porque sus máquinas pudieran ser capturadas, y hubieran decidido no hacer ningún tipo de referencia a sus vidas privadas ni a nada fuera de la Estancia Azul.
No había ningún detalle que pudiera aclarar quién era Shawn o dónde mataba las horas Phate.
Pero entonces Gillette encontró un e-mail algo distinto. Phate se lo había enviado a Shawn algunas semanas atrás: a las tres de la mañana, la que los hackers consideran la hora del aquelarre, pues sólo los geeks más plantados continúan on-line.
– Echadle un ojo a esto -advirtió Gillette al equipo.
Patricia Nolan estaba leyendo por encima del hombro de Gillette. El notó cómo ella lo rozaba al acercarse a la pantalla y dar un golpecito sobre el texto:
– Da la impresión de que son algo más que amigos.
Comenzó a leérselo al grupo: «Anoche acabé de trabajar en el arreglo del programa y me tiré en la cama. No podía dormir y no hacía otra cosa que pensar en ti, en lo mucho que me reconfortas… Comencé a tocarme y no podía parar…».
Gillette alzó la vista. Todo el equipo (incluyendo al agente Backle) lo miraba.
– ¿Debo seguir leyendo?
– ¿Hay algo ahí que nos ayude a atrapar al sospechoso? -preguntó Bishop.
El hacker revisó rápidamente el resto del correo.
– No, es de tono subido.
– Entonces quizá debas seguir mirando -replicó Bishop.
Gillette salió de la subcarpeta «Saliente» y se metió en la de «Correspondencia entrante». La mayoría eran mensajes de servidores de listas, que son listas de e-mails que automáticamente envían a sus suscriptores boletines sobre temas de su interés. Había también viejos correos de Vlasty de Triple-X: información técnica sobre software y warez. Nada de utilidad. Todos los demás eran de Shawn, pero se trataba de respuestas a peticiones de Phate para encontrar errores en Trapdoor o para escribir arreglos para otros programas. Estos correos eran aún más técnicos y menos reveladores que los de Phate.
Abrió otro.
De: Shawn
Para: Phate
RE: FLUD: Empresas de Telefonía Móvil
Shawn había encontrado un artículo en la red que hablaba de las más eficaces compañías de móviles y se lo había reenviado a Phate.
Bishop lo vio y dijo:
– Tal vez contenga algo que nos ponga en la pista de los teléfonos que usan. ¿Puedes copiarlo?
El hacker pulsó el botón «Imprimir Pantalla» que envía los contenidos de la pantalla a la impresora.
– Descárgalo -dijo Stephen Miller-. Es mucho más rápido.
– No creo que queramos hacerlo.
El hacker les explicó que copiar los datos de la pantalla no afectaba a las operaciones internas del ordenador de Phate, sino que simplemente enviaba las imágenes y el texto desde el monitor de la UCC hasta la impresora. Así, Phate no podría sospechar que Gillette estaba copiando esos datos. No obstante, si los descargaba, a Phate le sería muy fácil advertirlo. Y también podría suceder que accionase alguna alarma en el ordenador.
Siguió viajando por la máquina del asesino.
Más ficheros que abrió y cerró: un vistazo rápido y a por otro fichero. Gillette se sentía exultante y sobrepasado por la cantidad y la brillantez del material técnico que contenía el ordenador del asesino. Aunque, por otra parte, había mucho que escrutar: incluso un ordenador normal y corriente como ése poseía un disco duro capaz de almacenar diez mil libros.
Abrir. Cerrar. Pero nada que pudiera ayudarlos.
– ¿Qué podrías decirnos sobre Shawn, tras haber visto sus correos electrónicos? -preguntó Tony Mott.
– No mucho -respondió Gillette. Dijo que, en su opinión, Shawn era brillante y de temperamento frío. Sus respuestas eran abruptas y presuponían muchos conocimientos por parte de Phate, lo que sugería que era una persona arrogante, que no tenía ninguna paciencia con aquellos que no pudieran seguir su ritmo.
Tenía al menos un título universitario obtenido en un buen centro pues, aunque rara vez se molestaba en escribir una frase completa, tanto su sintaxis como su gramática y su puntuación eran excelentes. Y gran parte del software que se enviaban el uno al otro estaba escrito en la versión de la costa Este de Linux, y no en la de Berkeley.
– Así que quizá haya conocido a Phate en Harvard -especuló Bishop.
El detective anotó esto último en la pizarra blanca y solicitó a Bob Shelton que enviara una petición a la universidad para que hicieran una búsqueda, tanto entre estudiantes como entre docentes, de alguien llamado Shawn en los últimos diez años.
Patricia Nolan consultó su Rólex y dijo:
– Llevas dentro ocho minutos. El podría comprobar su sistema en cualquier momento y descubrirte.
Gillette, advirtiendo la presión reinante, asintió y empezó a abrir ficheros con mayor celeridad, a un tiempo consciente de que Phate podía haber colocado trampas por todo el ordenador. Demonios, si hasta un antivirus podía advertirle de que Gillette estaba usando una variante del Backdoor-G en su sistema operativo. Pero intuía que Phate sólo se había preocupado de protegerse de otros wizards y no del asalto banal de un programa que un simple detector de virus podía localizar.
– Quiero ver si podemos encontrar algo que nos lleve a su siguiente víctima -dijo Bishop.
Gillette, como si Phate pudiera oírlo, comenzó a teclear suavemente para regresar al directorio principal: un diagrama arbóreo de las carpetas y subcarpetas.
A:/
C:/
– SISTEMA OPERATIVO
– CORRESPONDENCIA
– TRAPDOOR
– NEGOCIOS
– JUEGOS
– HERRAMIENTAS
– VIRUS
– IMAGENES
D:/
– BACKUP
– ¿Cuál debería abrir? -preguntó-. ¿«Juegos» o «Negocios»?
– «Juegos» -respondió Bishop-. En eso se basan sus asesinatos.
Gillette entró en el directorio
– JUEGOS
~ Semana ENIAC
~ Semana PC IBM
~ Semana Univac
~ Semana Apple
~ Semana AItair
~ Proyectos del año que viene
– El hijo de puta lo tiene todo bien ordenado y dispuesto -dijo Bob Shelton.
– Y hay más asesinatos en camino -dijo Gillette, tocando la pantalla-. El primer día que se comercializó el Apple. El viejo ordenador Altair. Dios, si hasta tiene planificado el año que viene.
– Mira esta semana: Univac -pidió Bishop.
Gillette expandió el directorio en forma de árbol.
– Semana Univac
~ Juego completo
~ Lara Gibson
~ Academia 5t. Francis
~ Proyectos futuros
– ¡Ahí! -exclamó Mott-. «Proyectos futuros.»
Gillette hizo clic en la carpeta.
Ésta contenía docenas de ficheros: páginas y más páginas de notas, planos, diagramas, imágenes, esquemas y artículos de periódico. Había demasiado para poder leerlo todo, por lo que Gillette fue al comienzo y echó un vistazo al primer fichero, y así sucesivamente mientras pulsaba «Imprimir Pantalla» antes de pasar al siguiente. Se movía tan rápido como le era posible pero la función de imprimir desde la pantalla es lenta: cada página le llevaba diez segundos.
– Esto dura demasiado -dijo.
– Creo que deberíamos descargarlo -opinó Nolan.
– Es correr riesgos -respondió él -. Ya te lo he dicho.
– Pero ten presente el ego de Phate -afirmó ella-. Él piensa que nadie es lo bastante bueno como para entrar en sus máquinas, y quizá no tenga conectada la alarma de descarga.
– Esto es terriblemente lento -dijo Miller-. Sólo llevamos tres páginas.
– Tú decides -dijo Gillette a Bishop, quien miraba la pantalla.
El detective lo consultó con Nolan:
– ¿Qué opinas?
– Estoy de acuerdo, corremos riesgos -respondió ella-. Pero si lo descargamos tendremos todo el fichero en nuestro sistema en uno o dos minutos.
– ¿Y bien? -preguntó Gillette al detective, mientras las manos del hacker colgaban en el espacio vacío frente a él, tecleando con furia en un teclado que no existía.
Phate estaba sentado cómodamente frente a su portátil, en el inmaculado salón de su casa de Los Altos.
Aunque en verdad no estaba allí.
Estaba perdido en el Mundo de la Máquina, usando Trapdoor para rebuscar en un ordenador cercano. Estaba planeando el ataque de ese mismo día.
Acababa de descifrar otro fichero de contraseñas en la máquina de su próximo objetivo cuando un pitido urgente salió de los altavoces de su ordenador. Al mismo tiempo, en su pantalla, en el ángulo superior derecho, apareció una ventana roja: dentro había una sola palabra:
ACCESO
Tragó saliva, sobresaltado. ¡Alguien estaba tratando de descargar ficheros de su máquina! Esto no había ocurrido nunca. Jamás. Se sobrecogió y empezó a sudar profusamente. Ni siquiera se molestó en examinar su sistema para descubrir qué había pasado. Lo supo al instante: esa foto que supuestamente le había mandado Vlast era en realidad un correo enviado por Gillette para implantarle un virus de puerta trasera en su ordenador.
¡Ese puto Judas Valleyman estaba ahora mismo paseándose por su sistema y tratando de descargar sus ficheros!
Phate alcanzó el conmutador de energía del mismo modo que un conductor se lanza a pisar el freno cuando ve una ardilla en la carretera. Pero entonces, al igual que algunos conductores, sonrió con malicia y dejó que su máquina corriera a toda potencia.
Sus manos regresaron al teclado y presionó al mismo tiempo las teclas Shift y Control mientras pulsaba simultáneamente la tecla E.
Las palabras del monitor situado frente a Wyatt Gillette brillaban con caracteres deslumbrantes:
COMIENZO ENCRIPTACIÓN ARCHIVOS
Un poco después apareció otro mensaje:
ENCRIPTANDO: STANDARD 12
DEPARTAMENTO DE DEFENSA
– ¡No! -gritó Gillette, mientras se suspendía la descarga de los ficheros de Phate y los contenidos de «Proyectos actuales» se convertían en gachas de avena digital.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Bishop.
– Que Phate sí tema una alarma de descarga -murmuró Nolan, enfadada consigo misma-. Me he equivocado.
Gillette observó la pantalla con impotencia.
– Ha cancelado la descarga pero no se ha desconectado. Ha pulsado una tecla caliente y está codificando todo lo que guarda en su máquina.
– ¿Puedes decodificarlo? -preguntó Shelton.
El agente Backle vigilaba atentamente a Gillette.
– No, sin la clave de decodificación de Phate -dijo el hacker con firmeza-. Ni los vectores de datos en paralelo de Fort Meade podrían descriptar todos estos datos en un mes entero.
– No me refería a la clave -dijo Shelton-. Te preguntaba si podrías «crackearlo».
– No puedo. Te lo dije. No sé cómo leer el Standard 12.
– Mierda -murmuró Shelton observando a Gillette-. Va a morir más gente si no podemos conocer qué guarda en ese ordenador.
El agente Backle, del DdD, suspiró. Gillette vio que tenía los ojos fijos en la pizarra blanca.
– Adelante -dijo Backle-. Si eso puede salvar vidas, hazlo.
Gillette volvió a contemplar el monitor. Por una vez, sus dedos dejaron de teclear el aire mientras observaba la marea de densa morralla que flotaba por la pantalla. Cualquiera de esos caracteres bloqueados podía contener una pista sobre la identidad de Shawn, la ubicación de Phate o la dirección de la próxima víctima.
– ¡Hazlo! ¡Por lo que más quieras, hazlo! -dijo Shelton.
– Lo digo en serio -susurró Backle-. Cerraré los ojos.
Gillette observó cómo la marea de signos pasaba de forma hipnótica ante sus ojos. Sus manos fueron hasta el teclado. Podía sentir cómo todos tenían los ojos puestos en él.
Pero entonces Bishop preguntó, con voz preocupada:
– ¡Un segundo! ¿Por qué no se ha desconectado de la red? ¿Por qué ha codificado todo? No tiene sentido.
– Ay, Dios -dijo Gillette. Y de inmediato supo la respuesta a esas preguntas. Movió la cabeza de un lado a otro mientras apuntaba a una caja gris en la pared que tenía un botón rojo en el centro-. ¡Dale al conmutador de fuga! ¡Ahora! -gritó a Stephen Miller, que era quien se encontraba más cerca del botón.
Miller miró el conmutador y luego miró a Gillette:
– ¿Por qué?
El hacker se lanzó hacia delante, enviando la silla lejos por el impulso, e intentó llegar al botón. Pero ya era tarde. Antes de que pudiera pulsarlo se oyó un ruido chirriante proveniente del disco central del ordenador de la UCC y las pantallas de todas las terminales se apagaron.
Bishop y Shelton se echaron hacia atrás cuando comenzaron a brotar chispas de los agujeros de ventilación del disco. El humo y los gases empezaron a esparcirse por la sala.
– Dios bendito… -Mott se alejó de la máquina.
El hacker pulsó el conmutador de fuga con la palma de la mano, cortando así la corriente y haciendo que el gas halón se inyectara en la carcasa de los ordenadores, extinguiendo las llamas.
– ¿Qué demonios ha sucedido? -preguntó Shelton.
Gillette murmuró enfadado:
– Ésa era la razón para codificar los ficheros pero seguir on-line: enviar una bomba a nuestro sistema.
– ¿Cómo ha hecho eso? -preguntó Bishop.
Gillette sacudió la cabeza:
– Yo diría que ha enviado un comando que de alguna forma ha apagado el ventilador, y luego ha ordenado que el disco duro se dirigiera a un sector inexistente: así se consigue que el motor del disco se revolucione y se recaliente.
Bishop observó el disco abrasado.
– Quiero que todo esté funcionando otra vez en media hora -le dijo a Miller-. Encárgate de eso, ¿quieres?
– No sé qué les queda en el inventario a los Servicios Centrales -dijo un dudoso Miller-. Suelen andar cargados de trabajo. La última vez nos llevó dos días conseguir un disco de repuesto, por no hablar de la máquina. Lo que pasa es que…
– No -replicó Bishop, furioso-. Media hora.
Miller estudió los aparatos que estaban repartidos por el suelo. Señaló unos cuantos ordenadores personales.
– Tal vez podríamos crear un mini sistema con ellos y cargar las copias de seguridad. Y luego…
– Haz lo que tengas que hacer -dijo Bishop, y agarró las hojas que había en la impresora y que contenían lo que habían podido robar del ordenador de Phate gracias a la tecla de «Imprimir Pantalla», antes de que el asesino lo codificara todo-. Vamos a ver si nos hemos topado con algo -dijo al resto del equipo.
A Gillette le ardían los ojos y la boca por los gases del ordenador. Se dio cuenta de que Bishop, Shelton y Sánchez miraban la máquina con desasosiego, pensando sin duda lo mismo que se le pasaba por la cabeza a él: lo inquietante que resulta que algo tan insustancial como el código de software (meras cadenas de ceros y unos) pueda acariciar tu cuerpo físico con un toque doloroso o, incluso, letal.
Bajo la atenta mirada de su falsa familia, que lo observaba desde las fotos enmarcadas de la sala, Phate caminaba impaciente, en círculos, por la habitación, con tanta rabia que casi le cortaba la respiración.
Valleyman había logrado colarse en su máquina.
Y, peor aún, lo había hecho con un simple programa de puerta trasera que podía escribir cualquier geek de instituto.
Inmediatamente cambió la identidad de su ordenador y su dirección de Internet, por supuesto. Gillette no tendría ninguna posibilidad de volver a colarse. Pero lo que lo intranquilizaba era esto: ¿qué había visto la policía? Gillette había usado un anonimatizador que automáticamente reescribía la información de los ficheros para borrar las huellas que delataban qué había estado mirando o cuánto tiempo había pasado dentro de su máquina: lo mismo que Phate había hecho cuando pirateó ISLEnet. Quizá Gillette había hecho sonar la alarma de descarga cinco segundos después de colarse dentro, pero tal vez llevaba una hora entera dentro de su ordenador, tomando notas o imprimiendo pantalla tras pantalla. No había manera de saberlo.
Nada de lo que había en esa máquina podía guiarlos a su casa de Los Altos, pero sí contenía mucha información sobre sus ataques presentes y futuros. ¿Habría visto Valleyman la carpeta de «Proyectos actuales»? ¿Habría visto lo que Phate se disponía a hacer en pocas horas?
Tenía todo planificado para su siguiente ataque… Por Dios, si ya estaba todo en marcha.
¿Debía buscarse otra víctima?
Pero pensar en desechar un proyecto en el que había invertido tanto tiempo y tantos esfuerzos se le hacía duro. Más exasperante que los alientos derrochados era todavía pensar que si abandonaba sus planes, sería por culpa del hombre que lo traicionó: el hombre que desenmascaró la Gran Ingeniería Social y que, de hecho, mató a Jon Patrick Holloway, forzando a Phate a vivir para siempre en el subsuelo.
Se sentó de nuevo ante la pantalla del ordenador y dejó que sus dedos callosos descansaran sobre las teclas de plástico, tan suaves como las uñas pintadas de una mujer. Cerró los ojos y, como un hacker que trata de imaginarse cómo depurar un programa defectuoso, dejó que su mente vagara por donde le diera la gana.
Jennie Bishop llevaba puesto uno de esos horribles camisones de hospital que están abiertos por la espalda.
Se preguntaba por qué le pondrían a la tela esos puntitos de color azul claro.
Se apoyó en la almohada y, abstraída, echó un vistazo por la habitación amarilla mientras esperaba al doctor Williston. Eran las once y cuarto y el doctor se retrasaba.
Estaba pensando en lo que tenía que hacer cuando acabara con las pruebas. Tenía que efectuar unas compras, recoger a Brandon cuando saliera del colegio y llevar al chaval a las pistas de tenis. Hoy al niño le tocaba jugar contra Linda Garland, que era la chiquilla más bonita e insolente de cuarto curso, y una mocosa descortés cuya única estrategia era, según el convencimiento de Jennie, subir a la red para tratar de romperle la nariz a su oponente por medio de una volea asesina.
También pensaba en Frank. Había llegado a la conclusión de que era un enorme alivio que su esposo no estuviera presente. Era el caso más contradictorio del mundo. Perseguía a delincuentes por las calles de Oakland, se mostraba impertérrito si tenía que detener a asesinos que medían el doble que él y charlaba animadamente con prostitutas y con traficantes de drogas. Y ella no recordaba haberlo visto temblar.
Hasta la semana pasada. Cuando un análisis médico había mostrado que la cantidad de glóbulos blancos en la sangre de Jennie había descendido una enormidad sin motivo aparente. Cuando se lo dijo, Frank se quedó en silencio. Mientras la escuchaba había asentido una docena de veces, subiendo y bajando mucho la cabeza al hacerlo. Ella pensó que él iba a echarse a llorar (algo que nunca le había visto hacer) y se había preguntado qué hacer en ese caso.
– ¿Qué significa, entonces? -le había preguntado Frank, con la voz casi rota.
– Que quizá se trate de una infección rara -le contestó, mirándole a los ojos-, o quizá sea cáncer.
– Vale, vale -repitió él en un susurro, como si al alzar la voz la colocara en un peligro inminente.
Habían hablado sobre algunos detalles sin importancia (horario de citas, las credenciales del doctor Williston…) y luego ella le había forzado a que saliera a cuidar su orquídea mientras ella preparaba la cena.
Quizá se trate de una infección rara…
Amaba a Frank Bishop más de lo que había amado a nadie en el mundo, más de lo que podría amar a nadie. Pero Jennie se alegraba de que su marido no estuviera presente. No tenía ganas de tener que andar agarrando la mano de nadie en esos momentos.
Quizá sea cáncer…
Bueno, no iba a tardar mucho en saber de qué se trataba. Miró el reloj. ¿Dónde estaba el doctor Williston? No le molestaban los hospitales ni someterse a distintas pruebas, pero odiaba tener que esperar. Tal vez hubiera algo en la tele. ¿A qué hora echaban Melrose Place? O quizá podría escuchar la radio…
Una enfermera encorvada, que movía un carrito médico, entró en la habitación. «Buenos días», dijo la mujer, con mucho acento hispano.
– Hola.
– ¿Usted es Jennifer Bishop?
– La misma.
La enfermera consultó un impreso hecho con ordenador y luego conectó a Jennie a un monitor de constantes vitales que estaba montado en una pared del cuarto. Se oyeron suaves pitidos que sonaban rítmicamente. La mujer consultó una lista y luego miró un gran despliegue de distintas medicinas.
– Usted es paciente del doctor Williston, ¿no?
– Sí.
Observó la pulsera de plástico que Jennie llevaba pegada a la muñeca y asintió.
Jennie sonrió.
– ¿Es que acaso no me creía?
– Siempre hay que comprobarlo todo dos veces -dijo la enfermera-. Mi padre era carpintero, ¿sabe? Siempre decía: «Mide dos veces y cortarás una sola».
Jennie tuvo que hacer esfuerzos para no reírse, al pensar que tal vez ése no fuese el mejor refrán para decirles a los pacientes de un hospital.
Vio cómo la enfermera llenaba una aguja de líquido cristalino y preguntó:
– ¿Ha ordenado el doctor Williston que me pongan una inyección?
– Sí.
– Sólo he venido a que me hagan unas pruebas.
La mujer consultó otra vez la página impresa y asintió.
– Esto es lo que ha ordenado.
Jennie miró la hoja, pero le fue imposible discernir nada entre tantos números y letras.
La enfermera le limpió el brazo con un algodón empapado en alcohol y le puso la inyección de forma indolora. Aunque, una vez que extrajo la aguja, Jennie percibió una extraña sensación en el brazo: sintió frío.
– El doctor la verá muy pronto.
Se fue antes de que Jennie pudiera preguntar qué era lo que le había inyectado. Eso le preocupó un poco.
Entendía que en su estado tenía que tener cuidado con las medicinas pero se dijo que no tenía por qué alarmarse. Jennie sabía que en su historial se especificaba que estaba embarazada y estaba claro que allí nadie haría nada que pudiera perjudicar a su bebé.
– Todo lo que necesito son los números del teléfono móvil que está usando y encontrarme a algo así como un kilómetro cuadrado de él. Y entonces puedo colgarme en su espalda.
Semejante convencimiento salía de la boca de Garvy Hobbes, un hombre rubio de edad indeterminada, delgado a pesar de una tripa prominente que delataba cierta pasión por la cerveza. Vestía vaqueros y una camisa de un solo color.
Hobbes era el jefe de seguridad de Mobile America, el mayor proveedor de teléfonos móviles del norte de California.
El correo electrónico que Shawn le había enviado a Phate sobre las empresas de telefonía móvil y que Gillette había encontrado en el ordenador de Holloway era un estudio comparativo de empresas que proveían el mejor servicio para la gente que deseaba conectarse on-line desde su móvil. El estudio declaraba a Mobile America la mejor de todas, y el equipo presupuso que Phate habría hecho caso a la recomendación de Shawn. Tony Mott había llamado a Hobbes, que ya había colaborado antes con la UCC.
Hobbes corroboró que muchos hackers usaban Mobile America porque, para conectarse a la red con el móvil, uno necesitaba una señal regular y de alta calidad, algo que Mobile America podía ofrecer. Hobbes señaló con la cabeza a Stephen Miller, quien estaba trabajando duro con Linda Sánchez para unir los ordenadores de la UCC y poder conectarlos a la red de nuevo.
– Stephen y yo hablamos sobre ello la semana pasada. Él pensaba que debíamos rebautizar la empresa como Hacker's America.
Bishop preguntó cómo se disponían a rastrear a Phate ahora que sabían que era cliente suyo, aunque ilegal, con toda probabilidad.
– Todo lo que se necesita es el ESN y el MIN de su teléfono -dijo Hobbes.
Gillette, quien había hecho sus pinitos como phreak telefónico, sabía lo que significaban esas iniciales y se lo explicó: cada teléfono móvil tiene tanto un ESN (el número de serie electrónico, que es secreto) como un MIN (número de identificación del móvil: el código de área y los siete dígitos del número de teléfono).
Hobbes le reveló que, si sabía esos números y se encontraba a un kilómetro del teléfono en cuestión, podía servirse de un equipo de búsqueda direccional de radio para localizar al emisor con una exactitud de centímetros. O, como le gustaba repetir a Hobbes, «colgarse en su espalda».
– ¿Y cómo podemos saber cuáles son los números de su teléfono? -preguntó Bishop.
– Bueno, eso es lo complicado del caso. Muchas veces conseguimos los números porque el cliente llama para denunciar que le han robado el teléfono. Pero este tipo no tiene pinta de andar birlando el aparato de nadie. Aunque necesitamos esos números: de lo contrario, no hay nada que podamos hacer.
– ¿Con qué rapidez puede moverse si lo llamamos?
– ¿Yo? En un pispas. Y aún más rápido si me dejáis subir a uno de esos coches con luces en el techo y sirenas -bromeaba. Les dio una tarjeta. Hobbes tenía dos números de oficina, un número de fax, un busca, y dos números de móvil. Sonrió-: A mi novia le gusta que esté accesible. Yo le digo que tengo todo esto porque la quiero, pero la verdad es que con tanta llamada pirata, la empresa me anima a estar disponible. Créeme: el robo de servicio telefónico celular va a ser el crimen del próximo siglo.
– O uno de tantos -murmuró Linda Sánchez.
Hobbes se largó y el equipo volvió a revisar los pocos documentos del ordenador de Phate que habían podido imprimir antes de que él codificara los datos.
Miller anunció que el sistema volvía a funcionar. Gillette lo comprobó y supervisó la instalación de la mayoría de las copias de seguridad: quería cerciorarse de que seguía sin existir vínculo alguno con ISLEnet desde esa máquina. Apenas había acabado de realizar el último chequeo de diagnóstico cuando la máquina empezó a pitar.
Gillette miró la pantalla, preguntándose si su bot habría encontrado algo más. Pero no, el sonido anunciaba que tenían correo. Era de Triple-X. Leyendo el mensaje en voz alta, Gillette dijo:
– «Aquí tenéis un Phichero con inphormación sobre nuestro amigo» -alzó la vista-. Phichero, «P-H-I-C-H-E-R-O». Inphormación, «I-N-P-H-O-R-M-A-C-I-ÓN».
– Todo reside en la ortografía -comentó Bishop. Y luego añadió-: Creía que Triple-X estaba algo paranoico y que sólo iba a utilizar el teléfono.
– No menciona el nombre de Phate y la información del mensaje está encriptada.
Gillette advirtió que el agente del Departamento de Defensa se removía en su asiento y añadió:
– Siento decepcionarlo, agente Backle, pero esto no es el Standard 12. Es un programa de encriptación con clave pública.
– ¿Cómo funciona? -preguntó Bishop.
Gillette les habló de la encriptación con clave pública, en la que cualquiera puede encriptar un mensaje con software a disposición del público. Entonces el emisor se lo envía por correo electrónico al destinatario, quien debe usar una clave privada para decodificarlo. Esa clave la recibe el destinatario normalmente por teléfono o en persona, pero nunca on-line: alguien podría interceptarla.
Pero nadie había recibido una llamada del hacker.
– ¿Tienes su teléfono? -preguntó Gillette a Bishop.
El detective dijo que, cuando le había llamado antes para darle la dirección de correo de Phate, el indicador de llamadas indicaba que el hacker estaba telefoneando desde una cabina.
– Quizá la clave esté en camino. Mucha gente envía la clave de decodificación por mensajero -Gillette examinó el programa de encriptación y se echó a reír-: Pero os apuesto algo a que puedo descifrarlo antes de que llegue la clave -insertó el disquete que contenía sus herramientas hacker en uno de los PC y cargó un programa de decodificación que había escrito años atrás.
Linda Sánchez, Tony Mott y Shelton habían estado ojeando las pocas páginas de material que Gillette había logrado imprimir de la carpeta «Proyectos actuales» de Phate antes de que el asesino detuviera la descarga y encriptara los datos.
Mott pegaba las hojas en la pizarra blanca y el grupo se congregaba frente a ellas.
– Hay muchas referencias a gestión de centros: portería, servicios de cocina y de seguridad, personal, nóminas… -advirtió Bishop-. Parece que el objetivo es un sitio grande: lo ha estudiado y tiene descripciones exhaustivas de los pasillos, de los garajes y de las rutas de escape.
– La última página -dijo Mott-. Mirad: «Servicios Médicos».
– Un hospital -dijo Bishop-. Va a atacar un hospital.
– Eso tiene sentido -añadió Shelton-: Hay alta seguridad y multitud de víctimas entre las que elegir.
– Concuerda con su pasión por los retos y por divertirse con sus juegos -dijo Nolan-. Y puede hacerse pasar por quien quiera: un cirujano, una enfermera o un conserje. ¿Alguien intuye cuál de ellos va a escoger?
Pero nadie encontraba ninguna referencia específica a ningún hospital en concreto.
Bishop señaló un bloque de caracteres en uno de los listados
CSGEI Demanda números identidad -Unidad 44
– Ahí hay algo que me suena.
Bajo esas palabras había un gran listado de lo que parecían ser números de la Seguridad Social.
– CSGEI, sí -asintió Shelton-. Sí. Lo he oído antes.
De pronto Linda Sánchez dijo:
– Claro, ya lo sé: es nuestro asegurador, la compañía de seguros de los empleados del gobierno del Estado. Y ésos deben de ser los números de la Seguridad Social de los pacientes.
Bishop llamó a la oficina del CSGEI de Sacramento. Informó a un especialista de demandas de lo que habían encontrado y le preguntó a qué se refería esa información del listado. Asintió mientras oía la respuesta y luego alzó la vista y miró a los miembros del equipo:
– Son demandas recientes de servicios médicos realizadas por empleados del Estado.
Volvió a hablar por teléfono y preguntó:
– ¿Qué es la Unidad 44?
Escuchó. Un segundo después frunció el ceño. Miró al equipo.
– La Unidad 44 es la policía estatal: la oficina de San José. Somos nosotros. Esa información es confidencial… ¿Cómo la consiguió Phate?
– ¡Jesús! -dijo Gillette-. Pregúntales si los archivos de esa unidad están en ISLEnet.
Bishop lo hizo. Asintió.
– Sí, están.
– Maldición -juró Gillette-. Cuando se coló en ISLEnet, Phate no estuvo conectado sólo cuarenta segundos: mierda, alteró los ficheros de anotación de actividades para hacernos creer eso. Ha debido de descargar gigas de información. Tendríamos que…
– Oh, no -se oyó decir a una voz masculina, con un evidente tono de alarma.
El equipo se volvió para ver a Frank Bishop con la boca abierta, angustiado, señalando una lista de números pegada a la pizarra.
– ¿Qué pasa, Bishop? -preguntó Gillette.
– Va a atacar el Centro Médico Stanford-Packard -susurró el detective.
– ¿Cómo lo sabes?
– La segunda línea empezando por el final: ¿ves ese número de la Seguridad Social? Es el de mi esposa. Y ella está ahora mismo en el hospital.
Un hombre entró en la habitación de Jennie Bishop.
Ella dejó de mirar el televisor sin sonido, en el que había estado posando la vista para ver los primeros planos del culebrón de turno y comparar los peinados de las protagonistas. Estaba esperando al doctor Williston, pero el visitante era otra persona: un hombre vestido con un uniforme azul marino. Era joven y tenía un grueso bigote negro, que contrastaba con su pelo castaño. Daba la impresión de que, en su caso, la función del vello facial era la de darle a ese rostro aniñado algo de madurez.
– ¿La señora Bishop?
Tenía un poco de acento sureño, no demasiado común en esa parte de California.
– Sí.
– Me llamo Hellman. Pertenezco al equipo de seguridad del hospital. Su marido ha llamado y me ha pedido que me quede en su habitación.
– ¿Por qué?
– No nos lo ha dicho. Nos ha solicitado que nos cercioremos de que nadie entra en su habitación salvo él mismo, la policía o su médico.
– ¿Por qué?
– No lo ha dicho.
– ¿Mi hijo está bien? ¿Brandon?
– No he oído que no lo esté.
– ¿Por qué Frank no me ha llamado directamente?
Hellman jugó con el bote de Mace que colgaba de su cinturón.
– Los teléfonos del hospital se han averiado hace una hora. Los de reparaciones están trabajando para restaurar la línea. Su marido nos contactó por medio de la radio que usamos para, ya sabe, hablar con las ambulancias.
Jennie tenía su móvil en el bolso pero había visto el cartel que alertaba de que estaba prohibido usar los móviles en el hospital, pues su señal a veces interceptaba los marcapasos y otros instrumentos.
El guardia echó un vistazo a la habitación y luego acercó una silla a la cama y se sentó. Ella no miró al joven de frente, pero podía sentir que él la estudiaba, que recorría su cuerpo con la vista, como si quisiera escudriñarla por los agujeros de las axilas del camisón con puntitos y entrever sus pechos. Se volvió hacia él con una expresión asesina pero entonces él miró hacia otro lado.
El doctor Williston, un hombre calvo de cincuenta y muchos años, entró en la habitación.
– Hola, Jennie, ¿cómo estamos esta mañana?
– Bien -dijo ella sin mucha certidumbre.
El doctor vio al guardia de seguridad. Lo miró con las cejas arqueadas.
– El detective Bishop me ha pedido que me quede con su esposa -dijo el hombre.
El doctor Williston contempló al hombre un poco más y luego preguntó:
– ¿Es usted miembro de la seguridad del hospital?
– Sí, señor.
– A veces tenemos algunos problemillas con los casos que lleva Frank -dijo Jennie-. Le gusta andar con cautela.
El doctor asintió y luego alegró la cara para darle confianza.
– Vale, Jennie, estas pruebas no van a durar todo el día pero me gustaría decirte qué es lo que vamos a hacer, y qué es lo que estamos buscando -señaló el esparadrapo que ella llevaba en el brazo y dijo-: Veo que ya te han sacado sangre y…
– No. Eso es de la inyección.
– ¿De qué…?
– Ya sabe, de la inyección.
– ¿Cómo es eso? -dijo él, frunciendo el ceño.
– Hará como veinte minutos. La inyección que usted me había prescrito.
– No había ninguna inyección programada.
– Pero… -ella sintió el miedo helado que corría por sus venas: tan frío e incisivo como la medicina que había penetrado por su brazo un rato antes.
– La enfermera que lo hizo… Tenía una hoja impresa. ¡En ella se leía que usted la había prescrito!
– ¿Cuál era la medicación? ¿Lo sabes?
Con la respiración agitada ahora por el pánico, ella susurró:
– ¡No lo sé! Doctor, el bebé…
– No te preocupes -dijo él-. Ahora mismo me entero. ¿Quién era la enfermera?
– No me fijé en su nombre. Era baja, pesada, morena. Latina. Llevaba un carrito.
Jennie comenzó a llorar.
– ¿Pasa algo? -dijo entonces el guardia de seguridad, inclinándose hacia delante-. ¿Puedo hacer algo?
No le hicieron caso. Ella miró el rostro del doctor y le dio miedo: también estaba asustado. Él sacó una linterna de la bata. Le examinó los ojos con ella y le tomó el pulso. Luego miró el monitor Hewlett-Packard.
– El pulso y la presión andan un poco altos. Pero no nos preocupemos aún. Voy a ver qué ha sucedido.
Salió de la habitación con rapidez.
No nos preocupemos aún…
El guardia de seguridad se levantó y cerró la puerta.
– No -dijo ella-. Déjela abierta.
– Lo siento -le respondió con calma-. Son órdenes de su marido.
Él volvió a sentarse y acercó aún más la silla.
– Esto anda bastante tranquilo. ¿Quiere que encendamos la tele?
– Claro -dijo ella, abstraída-. No me importa.
No nos preocupemos aún…
El guardia agarró el mando a distancia y subió el volumen. Escogió otro culebrón y se echó hacia atrás en su silla.
Ella sentía que él volvía a mirarla pero Jennie no pensaba en el guardia para nada. Sólo tenía dos cosas en mente: una era el horrible recuerdo de la inyección. La otra era su bebé. Cerró los ojos rezando para que todo fuera bien y acunó su vientre, donde yacía su hija de dos meses, quizá dormida, quizá flotando inmóvil mientras escuchaba el golpeteo asustado y fiero del corazón de su madre, un sonido que seguro colmaba el mundo mínimo y oscuro de la pequeña criatura.
El agente del Departamento de Defensa Arthur Backle se sentía agarrotado e irritado, y corrió su silla hacia un lado para ver mejor lo que hacía Wyatt Gillette en su ordenador.
El hacker miró hacia abajo, movido por el ruido chirriante que hacía la silla del agente contra el barato suelo de linóleo, y luego observó de nuevo la pantalla y siguió tecleando. Sus dedos volaban por el teclado.
Ambos hombres eran los únicos ocupantes de la oficina de la Unidad de Crímenes Computarizados. Cuando Bishop tuvo noticia de que su esposa podía convertirse en la siguiente víctima de Phate, había salido lanzado hacia el hospital. Todo el mundo se había ido con él salvo Gillette, quien decidió quedarse a decodificar el correo electrónico enviado por ese tipo de nombre extraño, Triple-X. El hacker había sugerido a Backle que sería de más utilidad en el hospital, pero el agente se había limitado a brindarle esa inescrutable media sonrisa que sabía que irritaba a los sospechosos, y había acercado su silla a la de Gillette.
Backle no podía seguir la velocidad con la que los encallecidos dedos romos del hacker bailaban sobre las teclas.
Pero, caso curioso, Backle era un agente militar de campo que estaba muy familiarizado con la escritura rápida: en los últimos años había visto a muchos teclear a toda velocidad. Como parte de su entrenamiento, el agente había asistido a muchos cursos de crímenes informáticos organizados por la CÍA, por el Departamento de Justicia y por el suyo propio, el Departamento de Defensa. Había pasado horas y horas viendo cintas de hackers trabajando.
Gillette le recordó un curso reciente al que asistió en Washington D. C.
Los agentes de la División de Investigaciones Criminales se habían sentado en mesas baratas de panel de fibra, y habían estado bajo la tutela de dos jóvenes que no se parecían a los típicos instructores de educación continuada del ejército. A uno el pelo le llegaba a los hombros y llevaba chancletas de macramé, pantalones cortos y una camiseta arrugada. El otro vestía de forma algo más conservadora y llevaba el pelo más corto, pero estaba lleno de body piercing y su cabello rapado estaba pintado de verde. Los dos formaban parte de un «equipo tigre»: un grupo de antiguos chicos malos que habían decidido no seguir siendo hackers al servicio del Lado Oscuro (al darse cuenta de la cantidad de dinero que podían ganar protegiendo a las empresas y a las agencias gubernamentales de sus antiguos colegas).
Aunque en un principio se mostró escéptico al ver a semejantes manzanas podridas, muy pronto Backle se maravilló de la brillantez de estos hackers, y de su habilidad para simplificar todo lo relacionado con los difíciles temas de la encriptación y de la piratería informática. Esas clases fueron las mejor articuladas y las más comprensibles de todas las que había recibido en seis años en la División de Investigaciones Criminales del DdD.
Backle sabía que no era ningún experto pero, gracias a esas clases, podía seguir en términos generales lo que Gillette estaba haciendo. En un principio, no parecía tener nada que ver con el Standard 12 del DdD. Pero el señor Pelo Verde les había explicado que uno puede camuflar sus programas. Que, por ejemplo, uno podía poner un caparazón al Standard 12 para hacerlo pasar por otro tipo de programa, incluso por un juego o por un procesador de textos. Y ésa era la razón de que ahora se encontrase inclinado hacia delante, mientras su irritación se desparramaba por toda la estancia, gracias al chirrido que hacían las patas de su silla contra el suelo, y él escudriñaba la pantalla que Wyatt Gillette tenía enfrente: se preguntaba si el hacker estaría haciendo éso.
A Gillette se le volvieron a tensar los hombros y dejó de teclear. Miró al agente.
– Necesito concentrarme mucho en estos momentos. Y no voy a poder hacerlo si sigue soplándome en el cuello cada vez que respira.
– Dime otra vez qué programa es éste.
– Nada de «otra vez»: nunca le he dicho qué programa era.
Volvió a brindarle la media sonrisa.
– Bueno, pues dímelo, ¿quieres? Siento curiosidad.
– Es un programa de encriptación y descriptación que he descargado de la página web Hackrmart y que he modificado. Como es freeware, supongo que no soy culpable de violar los derechos de autor. Que, por otra parte, tampoco quedan bajo su jurisdicción. Y ahora, ¿quiere saber qué algoritmo usa?
Backle no contestó y siguió observando la pantalla.
– Vamos a ver, Backle -dijo Gillette-. Tengo que acabar esto. ¿Qué te parece ir a por un café y un donut a la cocina y dejarme hacer mi trabajo? -y añadió, con sorna-: Y después, cuando lo haya acabado, te dejo echar un vistazo y me imputas todos los cargos falsos que se te ocurran, ¿vale?
– Caray, alguien anda algo quisquilloso por aquí, ¿no? -dijo Backle-. Yo sólo hago mi trabajo.
– Y yo trato de hacer el mío -replicó el hacker, y volvió la vista hacia su ordenador.
Backle se encogió de hombros. El engreimiento del hacker no había mitigado su irritación pero le sedujo la idea del donut. Se levantó, se estiró y fue por el pasillo siguiendo el aroma del café.
Frank Bishop metió el Crown Victoria en el aparcamiento del Centro Médico Stanford-Packard y saltó del coche, olvidándose de cerrar la puerta y de apagar el motor.
Camino del vestíbulo se dio cuenta de lo que había hecho, se paró y se dio la vuelta. Pero oyó una voz femenina que le dijo:
– No se preocupe, jefe, que yo me encargo.
Era Linda Sánchez. Ella, Bob Shelton y Tony Mott iban en un coche camuflado detrás de él, ya que Bishop había salido tan raudo en busca de su esposa que no había esperado al resto del grupo. Patricia Nolan y Stephen Miller marchaban en un tercer coche.
Avanzó rápidamente hasta la puerta principal.
En la zona de acogida pasó entre pacientes que esperaban turno, enseñando la placa. Tres enfermeras rodeaban a la recepcionista y miraban la pantalla de su ordenador. Nadie le prestaba atención. Algo iba mal. Todas tenían el ceño fruncido y se turnaban al frente del teclado.
– Perdón, es una emergencia policial -dijo Bishop esgrimiendo la placa-. Tengo que saber en qué habitación se encuentra Jennie Bishop.
– Lo siento, agente -respondió una enfermera alzando la vista-. El sistema está bloqueado. No sabemos qué sucede, pero en estos momentos no tenemos ninguna información sobre los pacientes.
– Tengo que encontrarla. Ahora.
La enfermera vio la expresión agónica en su rostro y fue a donde él.
– ¿Es ella una paciente hospitalizada?
– ¿Qué?
– ¿Ella va a pasar la noche aquí?
– No, sólo tenía que hacerse unas pruebas. Cosa de una hora o dos. Ella es paciente del doctor Williston.
– Una paciente de oncología no hospitalizada -resumió la enfermera-. Tercer piso, ala oeste. Por allí -señaló una dirección y se disponía a añadir algo más, pero Bishop ya había echado a correr por el pasillo. Vio un destello blanco a su lado. Bajó la mirada. La camisa se le había salido totalmente. Se la metió por el pantalón sin dejar de correr.
Fue escaleras arriba, corrió por un pasillo que parecía medir más de un kilómetro, se dirigió al ala oeste.
Al final de pasillo se topó con una enfermera, quien lo encauzó hacia una habitación. La joven rubia parecía alarmada, pero Bishop no sabía si lo estaba por lo que sabía sobre el estado de Jennie o por el pánico pintado en su propio rostro.
Corrió por el pasillo, se metió por la puerta y estuvo a punto de atropellar al joven guardia de seguridad delgado, que estaba sentado junto a la cama. El hombre se puso en pie y echó mano a la pistola.
– ¡Cariño! -gritó Jennie.
– Está bien -dijo Bishop al guardia-. Soy su marido.
Su mujer lloraba en silencio. Él la estrechó entre sus brazos.
– Una enfermera me ha puesto una inyección -susurró ella-. Y el doctor no la había prescrito. No sé qué contenía. ¿Qué está pasando, Frank?
Bishop se sentía bien por la presencia del guardia. Había pasado un rato horrible mientras hablaba con el personal de seguridad del hospital para reclamar que enviaran a alguien a la habitación de Jennie. Phate había paralizado las líneas telefónicas del hospital y la radio retransmitía con tanta electricidad estática que él no estaba seguro ni de haber podido hablar con el hospital: no podía oír al tipo al otro lado de la línea. Pero, al parecer, habían recibido el mensaje. A Bishop también le alegraba que el guardia (a diferencia de otros miembros de seguridad del hospital) llevara un arma.
– ¿Qué está pasando, Frank? -repitió Jennie.
Linda Sánchez llegó corriendo hasta la habitación. El guardia vio la identificación policial que colgaba sobre su pecho y la invitó a entrar. Las dos mujeres se conocían pero Jennie estaba demasiado enfadada para esbozar un saludo.
– Frank, ¿qué va a pasar con la niña? -ella ahora lloraba-. ¿Qué sucederá si me han dado algo que hace daño a la niña?
– ¿Qué ha dicho el doctor?
– ¡No sabe nada!
– Todo va a ir bien, amor mío. Vas a estar bien.
Bishop informó a Linda Sánchez de lo que había sucedido y se sentó sobre la cama, junto a su esposa. Linda tomó la mano de la paciente, se inclinó hacia ella y le dijo con voz cariñosa pero firme:
– Mírame, cariño. Mírame… -cuando Jennie volvió su rostro atormentado hacia ella, Sánchez dijo-: Ahora estás en un hospital, ¿no?
Jennie asintió.
– Si alguien ha hecho algo que no debía pueden arreglarlo aquí en cuestión de segundos -las manos oscuras y fuertes de la agente frotaban los brazos de Jennie como si la mujer acabara de ponerse a cubierto de una fuerte tormenta-. Aquí hay más doctores por centímetro cuadrado que en todo el valle, ¿no? Mírame. ¿Tengo razón o no?
Jennie se secó los ojos y asintió. Pareció relajarse un poco.
Bishop también se calmó, dichoso de compartir el trance de tener que consolar a su esposa. Pero a ese alivio lo acompañaba una certeza: que si tanto su mujer como su hija sufrían cualquier tipo de daño, el que fuera, ni Shawn ni Phate llegarían vivos a su condena.
Tony Mott corrió hasta la puerta sin demostrar ningún cansancio por el esfuerzo, al contrario que Shelton, quien, apoyándose en el umbral de la puerta, tuvo que detenerse para recuperar el resuello. Bishop dijo:
– Puede que Phate haya hecho algo con la medicina de Jennie. Ahora lo están comprobando.
– Dios mío -murmuró Shelton.
Por primera vez, Bishop se alegró de que Tony Mott estuviera en primera línea, y de que llevara esa gran pistola plateada encima. Ahora pensaba que uno no puede tener ni aliados ni armas suficientes si se opone a gente como Shawn o como Phate.
Sánchez siguió reconfortando a Jennie, tomándola de la mano, susurrando cosas sin importancia y hablando de lo guapa que estaba, de lo mala que sería la comida en ese sitio y que, vaya por Dios, ese ordenanza del pasillo estaba lo que se dice cachas. Bishop pensó que la hija de Linda era una persona muy afortunada por contar con semejante mujer a la hora de traer al mundo a ese hijo tan perezoso que cargaba en su vientre.
Mott había tenido la precaución de acarrear consigo copias de la fotografía de Holloway tomada cuando lo ficharon en Massachusetts. Se las pasó a unos guardias del piso de abajo, que fueron distribuyéndolas entre el personal del hospital. Pero nadie había visto al asesino hasta ese momento.
– Patricia Nolan y Miller están en el departamento informático del hospital, tratando de evaluar daños -informó Mott a Bishop.
Bishop asintió y les dijo a Shelton y a Mott:
– Quiero que vosotros…
De pronto el monitor de constantes vitales empezó a emitir un pitido muy alto. El diagrama que mostraba el corazón de Jennie empezó a saltar arriba y abajo de manera frenética.
Apareció un mensaje en la pantalla en caracteres rojos brillantes:
PELIGRO: Fibrilación
Jennie tragó saliva y alzó la cabeza, mirando el monitor. Gritó.
– ¡Jesús! -gritó Bishop y pulsó el botón de llamada. Lo pulsó una y otra vez. Bob Shelton corrió al pasillo y comenzó a gritar:
– ¡Necesitamos ayuda! ¡Aquí! ¡Ahora!
Y de pronto las líneas de la pantalla se volvieron planas. El tono de aviso se convirtió en un chirrido penetrante y un nuevo mensaje apareció en el monitor:
PELIGRO: Embolia
– ¡Cariño! -lloraba Jennie. Bishop la abrazó, sintiéndose inútil. A ella le caía el sudor por la cara y temblaba, pero seguía consciente. Linda Sánchez corrió a la puerta y gritó:
– ¡Que venga un maldito doctor!
En un momento llegaba el doctor Williston. Echó una ojeada al monitor. Inspeccionó luego a su paciente y desconectó la máquina.
– ¡Haga algo! -gritó Bishop.
Williston colocó el estetoscopio a Jennie y le tomó la presión. Luego se levantó y dijo:
– Ella está bien.
– ¿Bien? -preguntó Mott.
Dio la impresión de que Sánchez iba a agarrar al doctor por las solapas y hacer que volviera a revisar a su paciente.
– ¡Compruébelo otra vez!
– A ella no le pasa nada -le respondió el médico.
– Pero el monitor… -dijo Bishop.
– Una anomalía. Algo ha sucedido en el sistema informático. Todos los monitores de esta planta han estado haciendo lo mismo.
Jennie cerró los ojos y volvió a dejar caer la cabeza sobre la almohada. Bishop la abrazó con fuerza.
– En cuanto a la inyección -prosiguió el médico-, ya lo he comprobado. Por alguna extraña razón, los de farmacia recibieron una orden para darte un pinchazo de vitaminas. Eso es todo.
– ¿Una vitamina?
Bishop, temblando de alivio, luchaba para no llorar.
– No te hará daño ni le hará daño al feto -dijo Williston-. Es muy raro: la orden llevaba mi nombre y, quienquiera que fuera el que lo hizo, utilizó mi contraseña para autorizarla. La guardo en un fichero privado de mi ordenador. No puedo figurarme cómo se las arregló para agenciársela.
– No puedo imaginármelo -dijo Tony Mott, con una mirada burlona dirigida a Bishop.
Un hombre de unos cincuenta años con apariencia de militar entró en la habitación. Vestía un traje conservador. Se presentó, Les Alien. Era el jefe de seguridad del hospital.
Bishop le contó la invasión del asesino en el hospital y el episodio de su mujer con el monitor.
– Ha entrado en nuestro ordenador principal -dijo Alien-. Lo sacaré a relucir hoy mismo, en la reunión del comité de seguridad. Pero, por ahora, ¿qué creen que debemos hacer? ¿Creen que el tipo está aquí, en algún lado?
– Sí, claro que está aquí -dijo Bishop, señalando el monitor colocado encima de la cabeza de Jennie-. Ha hecho esto para distraernos, para que nos centremos en Jennie y en esta ala del hospital. Lo que significa que su objetivo es otro paciente.
– O pacientes -añadió Shelton.
– O alguien del personal -sugirió Mott.
– A este sujeto le van los retos -comentó Bishop-. ¿Cuál es el lugar de más difícil acceso del hospital?
El doctor Williston y Les Alien lo discutieron:
– ¿Qué opina usted, doctor? ¿Los quirófanos? Todas las puertas son de acceso restringido.
– Pienso que sí.
– ¿Y dónde se encuentran?
– En otro edificio: se accede a él por medio de un túnel que sale de esta misma ala.
– Y la mayor parte de los médicos y de las enfermeras lleva mascarillas y gorros, ¿no? -preguntó Linda Sánchez.
– Sí.
De esa manera, Phate podía pasearse sin problemas por el escenario de su próximo crimen.
– ¿Están operando a alguien ahora mismo? -preguntó Bishop.
El doctor Williston se rió.
– ¿A alguien, dice? Ahora estarán practicando al menos veinte operaciones -se volvió hacia Jennie-. Estaré de vuelta en diez minutos.
Dejó la habitación.
– Vamos de caza -dijo Bishop a Shelton, Sánchez y Mott. Abrazó de nuevo a Jennie. Mientras salían el joven guardia de seguridad acercó la silla un poco más a la cama de la paciente. Cuando se adentraron en el pasillo, el guardia cerró la puerta. Bishop oyó cómo echaba el cerrojo.
Alien y Bishop recorrieron el pasillo deprisa. Mott y Shelton iban detrás, y el joven policía llevaba la mano sobre la automática y miraba a un lado y a otro, como si estuviera a punto de desenfundar y disparar al primero que se pareciera un poco a Phate.
Bishop también estaba tenso, pensando que el asesino era como un camaleón y que, gracias a sus disfraces, podrían cruzárselo por el pasillo y ni siquiera advertir su presencia.
Estaban en el ascensor cuando algo se le pasó por la cabeza. Se alarmó pensando en la puerta cerrada de la habitación de Jennie. No entró en detalles sobre las habilidades en cuestión de ingeniería social de Phate, pero le preguntó a Alien:
– Con nuestro sospechoso no se sabe muy bien qué pinta tendrá la próxima vez. No le he prestado mucha atención al guardia de la habitación de mi mujer. Tiene más o menos la edad y la altura del tipo que buscamos. ¿Está seguro de que trabaja para su departamento?
– ¿Quién? ¿Dick Hellman, el del cuarto? -contestó Alien moviendo la cabeza-. Bueno, puedo asegurarle que es el marido de mi hija y que lo conozco desde hace ocho años. Y en cuanto a si trabaja, digamos que si una jornada de cuatro horas en un turno de ocho es trabajo, entonces me temo que la respuesta es sí.
En la pequeña cocina de la Unidad de Crímenes Computarizados, el agente Art Backle se sirvió un café y buscó en vano algo de leche o de crema en la pequeña nevera. Desde que la cadena Starbucks se estableciera en la zona de la bahía, Backle no había bebido otro tipo de café, y supo de antemano que ese líquido con pinta de aguachirle y olor a quemado sabría a rayos. Desencantado, le añadió un poco de leche en polvo que hizo que la poción adquiriera un tono grisáceo.
Tomó un donut de chocolate que, al morderlo, resultó ser un bollo de plástico. «Maldición…» Arrojó el donut falso al otro lado de la habitación mientras caía en la cuenta de que Gillette lo había enviado aquí para gastarle una broma. Decidió que cuando el hacker volviera a la cárcel lo…
¿Qué era ese ruido?
Empezó a volverse hacia el pasillo.
Pero para cuando identificó el ruido como pisadas que se le acercaban a la carrera ya tenía al atacante encima. Éste golpeó al delgado agente en la espalda y lo arrojó contra la pared, sustrayéndole todo el aire de los pulmones.
El atacante apagó las luces. La habitación sin ventanas se sumió en la oscuridad más total. Luego agarró a Backle por el cuello y le empotró la cabeza contra el suelo. Su cara chocó contra el cemento haciendo un ruido sordo.
El agente buscó su pistola mientras intentaba tomar aire.
Pero una mano fue más rápida que la suya y se la arrebató.
¿Quién quieres ser?
Phate caminaba lentamente por el pasillo de la Unidad de Crímenes Computarizados de la policía estatal. Vestía un viejo uniforme manchado de la compañía de Gas y Electricidad Atlantic y un casco. Escondido bajo el sobretodo llevaba su cuchillo Kabar, y también una pistola (una Glock) con tres cargadores de repuesto. También acarreaba otra arma pero ésta no era tan fácil de reconocer como tal, no en la mano de un encargado de reparaciones: se trataba de una gran llave mecánica.
¿Quién quieres ser?
Alguien de quien los policías se fiaran, alguien de quien no sospecharan si se lo encontraban entre la bruma. Ése era quien quería ser.
Phate miró a su alrededor, sorprendido de que la UCC hubiera elegido un corral de dinosaurios como base de operaciones. ¿Había sido una coincidencia que vinieran a parar allí? ¿O tal vez había sido una decisión irónica del difunto Andy Anderson?
Se detuvo, se orientó y siguió avanzando lentamente (y sin hacer ruido) hacia un cubículo en penumbra en la zona de control central del corral. Dentro del cubículo se oía un repiqueteo furioso.
También se había sorprendido de que la UCC estuviera así de vacía, pues esperaba encontrarse al menos tres o cuatro personas (de ahí la gran pistola y la munición de reserva) pero parecía que todo el mundo se había ido al hospital, donde era probable que la señora de Bishop estuviera sufriendo un trauma, a resultas de una inyección de vitamina B rica en nutrientes que él le había prescrito esa misma mañana.
Phate había contemplado la posibilidad de asesinarla, y no le habría costado mucho ordenar a los de Medicación Central que administraran a la mujer una gran dosis de insulina, por decir algo: pero ésa no habría sido la mejor táctica en este segmento del juego MUD. Como personaje de distracción era mucho más valiosa viva y gritando. De haber muerto, la policía habría supuesto que era el objetivo y habría vuelto a la UCC de inmediato. Pero ahora la policía andaba a la carrera por el hospital tratando de encontrar a la verdadera víctima.
Y, de hecho, la víctima de Phate estaba en otro lado. Aunque esa persona no era ni un paciente ni alguien de la plantilla del Centro Médico Stanford-Packard. Esa persona se encontraba allí, en la UCC.
Y su nombre era Wyatt Gillette.
Quien se encontraba sólo a nueve metros, dentro de este cubículo desaseado.
Phate escuchó el sorprendente staccato de Valleyman al pulsar las teclas con rapidez y fuerza. Su ritmo era continuo, como si temiera que sus brillantes ideas pudieran desaparecer como agua en la arena si no las golpeaba al instante en la unidad del procesador central de su máquina.
Se acercó poco a poco al cubículo, aferrando la llave que llevaba en la mano.
En la época en la que ambos jóvenes lideraban los Knights of Access, Gillette solía repetir que los hackers debían abrazar el arte de la improvisación.
Y Phate había desarrollado esa misma disciplina y, por eso, aquel día había improvisado.
Había decidido que había demasiadas posibilidades de que Gillette hubiera encontrado sus planes de ataque al hospital cuando se había colado en su ordenador. Así que había alterado un poco sus planes. En vez de matar a varios pacientes en uno de los quirófanos, tal como se había propuesto en un principio, haría una visita a la UCC.
Cabía, por supuesto, la posibilidad de que Gillette acompañara a los policías al hospital, así que le envió un mensaje encriptado que parecía provenir de Triple-X, para que se quedara a intentar decodificarlo.
Decidió que ésa era la solución perfecta. No sólo le suponía un reto entrar en la UCC (acción que valía veinticinco sólidos puntos) sino que, de tener éxito, le brindaría por fin la oportunidad de destruir al hombre que había buscado durante años.
Volvió a mirar a su alrededor, a la escucha. En todo ese espacio inmenso no había otra alma que la de Judas Valleyman. Y contaba con defensas mucho menos férreas de lo que se esperaba. Aun así, no se arrepentía de haberse molestado tanto en los detalles: el uniforme de la compañía del gas, la falsa orden de trabajo para arreglar unas cajas de circuitos, la identificación que tanto le había costado en su máquina de hacer carnés y el tiempo gastado en abrir la cerradura. Cuando uno juega a Access contra un verdadero wizard toda precaución es poca, sobre todo si ese wizard se refugia en las mazmorras del mismísimo Departamento de Policía.
Y ahora estaba a un paso de su adversario, del hombre cuya muerte Phate había soñado durante días, imaginándosela gratamente.
Pero, a diferencia del juego tradicional de Access, en el que uno extrae el corazón latiente del pecho de su víctima, Phate tenía otra cosa en mente para Gillette.
Ojo por ojo…
Primero golpearía a Gillette en la cabeza con la gran llave mecánica para atontarlo y luego trabajaría en su cabeza con ayuda de su cuchillo Kabar. Había robado la idea de Jamie Turner, su joven amigo Trapdoor en la Academia St. Francis. Pues el muchacho le había escrito a su hermano:
JamieTT: Tio, ¿puedes imaginar algo más terrible que quedarte ciego si eres un hacker?
«No, Jamie, no puedo», respondía ahora Phate en silencio.
Se detuvo junto al cubículo, encogido, escuchando el flujo seguido de golpes sobre el teclado. Tomó aire y se metió deprisa, girando la llave hacia atrás para tener un buen efecto de palanca.
Phate se quedó en medio del cubículo con la llave alzada sobre su cabeza.
– No -susurró.
El sonido de los golpes sobre las teclas no provenía de los dedos de Gillette sino de un altavoz conectado a la terminal del ordenador. El cubículo estaba vacío.
Pero mientras dejaba caer la llave y sacaba la pistola del sobretodo, Gillette salió de un cubículo contiguo y le puso en el cuello la pistola que había tomado del pobre agente Backle, mientras él se apoderaba de la suya.
– No te muevas, Jon -dijo Gillette, y advirtió que el hombre temblaba, no de miedo sino de rabia.
Gillette le revisó los bolsillos y extrajo un disco ZIP, un reproductor portátil de CD Sony con cascos, un juego de llaves de coche y una cartera. Luego encontró el cuchillo. Lo dejó todo sobre el escritorio.
– Eso ha estado bien -dijo Phate señalando el ordenador, cuyos altavoces retransmitían el sonido de un golpeteo frenético sobre un teclado. Gillette pulsó una tecla y el sonido se paró.
– Te has grabado en un archivo.wav, tecleando. ¿Para que yo creyera que estabas aquí?
– Eso mismo.
Phate sonrió con amargura y negó con la cabeza.
Gillette dio un paso atrás y los dos se estudiaron. Era la primera vez que se encontraban cara a cara. Habían compartido cientos de secretos y millones de palabras, pero nunca se habían comunicado en persona, sino en la milagrosa encarnación de electrones que viajaban por hilos de cobre o por cables de fibra óptica.
Gillette pensó que Phate parecía estar sano y en forma para ser un hacker. Estaba un poco moreno, pero Gillette sabía que ese color formaba parte de la ingeniería social y que provenía de un bote: ningún hacker del mundo renunciaría a su máquina por diez minutos de playa. El rostro del hombre parecía divertido, pero sus ojos eran duros como piedras.
– Buen sastre -dijo Gillette, aludiendo al uniforme de mantenimiento. Agarró el disco ZIP que Phate había traído y alzó una ceja interrogante.
– Mi versión del Escondite -dijo Phate. Este era un potente virus que codificaría todos los datos y los sistemas operativos de la UCC, con la salvedad de que no existía manera de decodificarlos posteriormente-. ¿Cómo has sabido que venía? -preguntó a Gillette.
– Pensé que de verdad ibas a matar a alguien en el hospital, pero luego que te preocuparía desconocer si yo había llegado a ver tus notas cuando me había metido en tu ordenador. Y que habrías cambiado de planes. Y que habías enviado a todo el mundo allá y venías por mí.
– Así ha sido, más o menos.
– Te cercioraste de que yo me quedaría al mandarnos ese e-mail de Triple-X. Eso me ha avisado de que vendrías. Él nunca nos hubiera enviado un mensaje, habría llamado por teléfono: estaba demasiado paranoico con Trapdoor, pensaba que podías encontrarlo.
– Bueno, lo he encontrado, ¿no? -dijo Phate, Y añadió-: Está muerto. Ya sabes, Triple-X.
– ¿Qué?
– He hecho una paradita por el camino -miró el cuchillo-. Esa es su sangre. Su nombre era Peter C. Grodsky. Vivía en Sunnyvale y trabajaba como programador durante el día en una agencia de créditos. Hackeaba por las noches. Ha muerto cerca de su máquina. De algo le ha valido.
– ¿Cómo lo supiste?
– ¿Que andabais pasándoos información sobre mí? -Phate se mofaba-. ¿Tú crees que hay una sola cosa en el mundo que no pueda averiguar si me da la gana?
– Hijo de perra.
Gillette acercó el arma y esperó que Phate se acobardara, llorara o pidiera clemencia. No hizo nada de eso. Solamente miró a Gillette a los ojos sin sonreír y continuó hablando:
– En cualquier caso, Triple-X tenía que morir. Era el personaje traidor.
– ¿El qué?
– En nuestro juego. Nuestro juego MUD. Triple-X era el chaquetero. Todos ellos tienen que morir: como Judas. O como Boromir en El señor de los anillos. El papel de tu personaje también está bastante claro. ¿Sabes cuál es?
Personajes… Gillette recordó el mensaje que acompañaba la foto de la moribunda Lara Gibson. «El mundo entero es un MUD, y la gente que lo puebla son meros personajes.»
– Dime.
– Tú eres el héroe con defectos. Defectos que lo meten en líos. Vaya, y al final harás algo heroico y los salvarás y el público llorará por ti. Pero en cualquier caso nunca llegarás al nivel último del juego.
– ¿Cuál es mi defecto?
– ¿No lo sabes? Tu curiosidad.
– ¿Y cuál es tu personaje? -preguntó Gillette.
– Soy el antagonista, soy mejor y más fuerte que tú y no me frena ningún remordimiento de tipo moral. Pero las fuerzas del bien se alinean contra mí. Y eso lo vuelve todo más difícil… Veamos, ¿quién más? ¿Andy Anderson? Era el sabio que muere pero cuyo espíritu permanece. Obi Wan Kenobi… Frank Bishop es el soldado…
Gillette estaba pensando: «Tendríamos que haber puesto a algún policía protegiendo a Triple-X. Podríamos haber hecho algo».
Otra vez con expresión divertida, Phate miró la pistola que sostenía Gillette:
– ¿Te permiten tener un arma?
– La he tomado prestada -respondió Gillette-. De un tipo que se había quedado a hacer de canguro.
– ¿Uno que está, pongamos por caso, fuera de juego? ¿Atado y amordazado?
– Algo así.
Phate asintió.
– Y que no te ha visto hacerlo, así que les dirás que fui yo.
– Algo así -respondió Gillette, asintiendo.
Phate rió con amargura.
– Me había olvidado que eras un táctico MUD de los mejores. En los Knights of Access tú eras el callado. Pero vaya por Dios, jugabas de muerte.
Gillette se sacó unas esposas del bolsillo. También las había tomado prestadas del agente Backle cuando fue golpeado en la cocina. No sentía los remordimientos que esperaba experimentar por todo ello. Le pasó las esposas a Phate y dio un paso atrás.
– Póntelas.
El hacker las tomó pero no se las colocó en las muñecas. Sólo miró a Gillette durante largo rato. Luego dijo:
– Déjame preguntarte algo: ¿por qué te fuiste al otro lado?
– Las esposas -murmuró Gillette, señalándolas-. Póntelas.
– Venga, hombre -dijo Phate, con pasión-. Tú eres un hacker. Naciste para vivir en tu Estancia Azul. ¿Qué haces trabajando para ellos?
– Estoy trabajando con ellos porque soy un hacker -le cortó Gillette-. Y tú no. Tú eres un asesino que además del cuchillo se sirve de las máquinas. Eso no es ser hacker, no se basa en eso.
– Un hacker vive para el acceso. Para adentrarse tan profundamente como le sea posible en la máquina de otro.
– Pero tú no te detienes en el disco C:, Jon. Tienes que seguir adelante, tienes que adentrarte en el cuerpo -señaló la pizarra blanca con enfado, donde colgaban las fotos de Lara Gibson y de Willem Boethe-. ¿Por qué? Estás asesinando gente. Ellos no son personajes. Ellos no son bytes. Son seres humanos.
– ¿Y…? No veo la diferencia entre un ser humano y un código de software. Ambos son creados, ambos sirven para un fin y luego mueren, reemplazados por una versión posterior. Dentro o fuera de la máquina, dentro o fuera del cuerpo, no hay diferencia entre una célula y un electrón.
– Claro que hay diferencias, Jon.
– ¿Sí? -preguntó, sonriendo-. Piénsalo. ¿Cómo comenzó la vida? Con un rayo que encendió esa mezcla primordial de carbono, hidrógeno, nitrógeno, oxígeno, fosfato y sulfato. Toda criatura viviente posee esos elementos, toda criatura viviente funciona gracias a impulsos eléctricos. En cualquiera de esas funciones, de una forma u otra, encontrarás una máquina. Que funciona gracias a impulsos eléctricos.
Levantó las manos como si lo que estaba diciendo fuera obvio.
– Guárdate esa falsa filosofía para los chavales del chat, Jon. Las máquinas son juguetes maravillosos: han cambiado el mundo para siempre. Pero no están vivas. Y no razonan.
– ¿Y desde cuándo razonar es un requisito para la existencia de vida? -se rió Phate-. La mitad de la gente del mundo es idiota, Wyatt. No razonan mejor que un perro amaestrado o que un delfín adiestrado.
– Por Dios, ¿qué pasa contigo? ¿Estás tan perdido en el Mundo de la Máquina que ya no ves la diferencia?
A Phate se le agrandaron los ojos con ira:
– ¿Perdido en el Mundo de la Máquina? ¡No tengo otro mundo! ¿Y quién es el culpable?
– ¿Qué quieres decir?
– Jon Patrick Holloway tenía una vida real en el Mundo Real. Vivía en Cambridge, tenía amigos, salía a cenar, solía tener citas. Era tan real como la vida de cualquier otro. ¿Y sabes lo mejor de todo? ¡Me gustaba! Él iba a encontrar a alguien, él iba a formar una familia -su voz se quebró-. ¿Y qué pasó? Su Judas, Valleyman, lo vendió y lo destruyó. El único sitio que me quedaba era el Mundo de la Máquina.
– No -dijo Gillette, con enfado-. El verdadero «tú» robaba software y hardware y suspendía el número de teléfono de urgencias de la policía. La vida de Jon Holloway era totalmente falsa.
– ¡Pero era ALGO! ¡Fue lo más cerca que estuve de tener vida privada! -Phate tragó saliva y, por un segundo, Gillette pensó que iba a echarse a llorar. Pero el asesino controló sus emociones deprisa y, con una sonrisa, señaló dos teclados rotos que estaban tirados en una esquina-. ¿Solamente has roto dos?
Se echó a reír. Gillette no pudo evitar una sonrisa.
– Sólo llevo aquí un día y medio. Dame un poco de tiempo.
– Recuerdo que decías que nunca podrías pulsar las teclas con suavidad.
– Hace unos cinco años estaba hackeando y me rompí el dedo meñique. No me enteré. Estuve tecleando dos horas más. Hasta que vi que la mano se me había puesto negra.
– ¿Cuál es tu récord de permanencia? -le preguntó Phate.
– Una vez estuve treinta y nueve horas seguidas frente al ordenador -recordó Gillette.
– El mío es de treinta y siete -confesó Phate-. Podría haber estado más pero me quedé dormido. Cuando desperté no pude mover las manos durante dos horas. Tío, hicimos unas cuantas cosas potentes, ¿eh?
– ¿Te acuerdas de aquel tipo -dijo Gillette-, el que era general de las fuerzas aéreas? Lo vimos en la CNN. Decía que la página web de reclutamiento era más segura que Fort Knox y que ningún golfete podría colarse en ella.
– Y nos metimos dentro de su WAX en, ¿cuánto tiempo?, ¿diez minutos?
Los jóvenes hackers habían colgado en la web anuncios de Kimberly Clark: reemplazaron con anuncios de cajas Kotex todas las excitantes fotos de bombarderos y de jets.
– Eso estuvo muy bien -dijo Phate.
– ¿Y te acuerdas cuando convertimos la línea telefónica de la oficina de prensa de la Casa Blanca en un teléfono público?
Estuvieron un rato en silencio. Finalmente, Phate dijo:
– Vaya, tío, piensa en lo que podríamos haber hecho juntos. Tú eras mejor que yo, sólo que descarrilaste. Te casaste con aquella chica griega, ¿cómo se llamaba? Ellie Papandolos, ¿no? -miró a Gillette muy de cerca cuando pronunciaba ese nombre-. Os divorciasteis pero sigues enamorado de ella, ¿no? Lo puedo ver en tu cara.
Gillette no dijo nada.
– Tío, tú eres un hacker. No tienes nada que hacer con una mujer. Cuando las máquinas son tu vida no necesitas una amante. Sólo te retienen.
– ¿Y qué pasa con Shawn? -contrarrestó Gillette.
Su cara se ensombreció.
– Eso es distinto. Shawn entiende perfectamente quién soy. No hay mucha gente que lo haga.
– ¿Quién es él?
– Shawn no es problema tuyo -dijo Phate con agresividad y un segundo después volvía a sonreír-. Venga, Wyatt, trabajemos juntos. Sé que deseas que te cuente lo que pasa con Trapdoor. ¿No darías lo que fuera por saber cómo funciona?
– Sé cómo funciona. Husmea paquetes para desviar mensajes. Y luego te sirves de la esteneanografía para insertar un demonio en el paquete. El demonio se activa nada más entrar en el nuevo sistema y restablece los protocolos de comunicación. Se oculta en el programa del Solitario y se autodestruye cuando alguien se pone a buscarlo.
Phate se echó a reír.
– Pero eso es como decir: «Bueno, ese tipo mueve los brazos y echa a volar». ¿Cómo lo hice? Eso es lo que no sabes. Eso es lo que nadie sabe… ¿No te preguntas cómo es el código de origen? ¿No te encantaría ver ese código, señor don Curioso? Te daré una pista. Es como echarle un vistazo a Dios, Wyatt. Sabes que lo estás deseando.
Durante un segundo la mente de Gillette se movió entre líneas y líneas de código de software: lo que él escribiría para hacer un duplicado de Trapdoor. Pero al llegar a un cierto punto la pantalla de su imaginación se apagó. No podía ver más allá, y el impulso de su curiosidad lo consumía. Sí, claro que deseaba echar un vistazo al código de origen. Le encantaría hacerlo.
Pero dijo:
– Ponte las esposas.
Phate miró el reloj de pared.
– ¿Recuerdas lo que solía apuntar sobre la venganza cuando éramos piratas informáticos?
– La venganza del hacker es venganza paciente. ¿Qué pasa con eso?
– Quiero dejarte pensando en eso. Ah, y otra cosa: ¿has leído alguna vez a Mark Twain?
Gillette frunció el ceño y no contestó.
– Un yanqui en la corte del rey Arturo -siguió Phate-. ¿No? Bueno, trata de un hombre del siglo pasado que es transportado a la Inglaterra medieval. Contiene una escena totalmente fuera de serie cuando el héroe, u otro personaje, se mete en un aprieto y los caballeros van a matarlo.
– Jon, ponte las esposas -lo apuntó con la pistola.
– Sólo que el tipo, y esto es lo bueno, tiene un almanaque y mira la fecha del año que era, pongamos el 1 de junio de 1066, y ve que va a haber un eclipse total de Sol. Así que les dice a los caballeros que si no se rinden convertirá el día en noche. Y, por supuesto, no le creen pero llega el eclipse y todos se quedan alucinados y por eso el héroe se salva.
– ¿Y?
– Tenía miedo de meterme en un aprieto aquí.
– Habla claro.
Phate no dijo nada. Pero unos segundos más tarde, cuando el reloj marcó las doce y media y el virus que Phate había cargado en el ordenador de la compañía eléctrica dejó totalmente a oscuras la UCC, quedó claro a qué se refería.
La habitación permaneció en la más estricta oscuridad.
Gillette se echó hacia atrás, levantó el arma de Backle y buscó su blanco entre las sombras. Phate le golpeó con su potente puño en el cuello y lo dejó aturdido. Luego arrojó a Gillette contra la pared del cubículo, y lo tiró al suelo.
Oyó un tintineo cuando Phate guardó sus llaves y las otras cosas que habían quedado sobre el escritorio. Gillette se lanzó hacia delante tratando de retener la cartera. Pero Phate ya la había agarrado y todo lo que Gillette pudo conservar fue el reproductor de CD. Sintió un dolor agudo cuando Phate lo golpeó con la llave mecánica en la espinilla. Gillette se quedó de rodillas, alzó la pistola de Backle y, tras haber apuntado donde creía que se encontraba Phate, disparó.
Pero no pasó nada. Parece ser que tenía el seguro puesto. Y cuando intentó quitarlo un pie le pateó la mandíbula. La pistola se le cayó de la mano y, una vez más, fue a dar contra el suelo.