PRIMERA PARTE

1

Viernes. Huevos


El edificio se construyó en 1898 sobre un suelo de arcilla que había cedido levemente por la parte oeste, de modo que el agua pasaba por el umbral también por ese lado, hacia el que estaba descolgada la puerta. Desde allí discurría hasta el suelo del dormitorio dibujando en el parqué de roble una línea húmeda, siempre hacia el oeste. En su fluir se posaba un momento en una hendidura del parqué, hasta que una nueva onda de agua la desplazaba empujándola por detrás y haciéndola correr como a una rata asustada hasta el listón de la pared. Una vez allí, se deslizaba hacia ambos lados, buscando y olisqueando por debajo del listón antes de encontrar una ranura en el ángulo que formaba la pared con el extremo de los listones de parqué. En la ranura había una moneda de cinco coronas acuñada con el perfil del rey Olav en 1987, un año antes de que la moneda cayera del bolsillo del carpintero. Pero eran tiempos de prosperidad, había que rehabilitar rápidamente muchos áticos y el carpintero no se había molestado en buscar la moneda perdida.

El agua no precisó mucho tiempo para encontrar el camino por el que atravesar el suelo, bajo el parqué. Salvo una fuga registrada en 1968, el mismo año en que se renovó el tejado del edificio, los maderos llevaban secándose y encogiéndose ininterrumpidamente desde 1898, con lo que la ranura entre los dos maderos de pino interiores ya casi medía medio centímetro. Y bajo la ranura, el agua caía sobre una de las vigas que la llevaba hacia el oeste, hasta la parte interna de la pared exterior. Y desde allí, se filtraba por el enlucido y el mortero que, más de cien años atrás, preparó Jacob Andersen, albañil y padre de cinco hijos. Al igual que los otros albañiles de la época, Andersen mezclaba su propio mortero y su propio enlucido. Y no sólo componía una mezcla única de cal, agua y arena, sino que incluía además dos ingredientes especiales: cerdas de caballo y sangre de cerdo. En opinión de Jacob Andersen, las cerdas y la sangre aglutinaban, y eso aportaba a la mezcla una fuerza añadida. Al ver la actitud incrédula de sus colegas, Andersen les aseguraba que no se trataba de una invención suya. Su padre y su abuelo, ambos escoceses, habían utilizado los mismos ingredientes, pero de cordero. Y pese a haber renunciado a su apellido escocés y haber adoptado el de su maestro de albañilería, no veía razón alguna para despreciar seiscientos años de experiencia. Algunos de los albañiles opinaban que aquello era inmoral; otros, que parecía una práctica diabólica, pero la mayoría de los colegas simplemente se burlaban de él. Con toda probabilidad, fue uno de ellos el que puso en circulación la historia que llegó a circular de boca en boca por aquella ciudad en vías de crecimiento, entonces conocida como Kristiania. Un cochero de Grünerløkka se casó con una prima suya de Varmland y la pareja se mudó a la calle Seilduksgata, a un pisito de una habitación y cocina, de uno de los edificios en cuya construcción había participado Andersen. El primer hijo del matrimonio tuvo la mala suerte de nacer con el cabello rizado y oscuro y los ojos marrones. Dado que ambos progenitores eran rubios y de ojos azules, el marido, de talante particularmente celoso, llevó a su mujer al sótano una noche y la emparedó. Las gruesas paredes de ladrillo de doble capa entre las que quedó atada y aprisionada ahogaron sus gritos con suma eficacia. El marido pensó sin duda que moriría por falta de aire, pero si algo eran capaces de hacer bien los albañiles, era conseguir que éste circulara. Al final, la pobre mujer intentó derribar la pared con los dientes. Tal intento habría podido dar resultado, pues el escocés Andersen pensaba que, ya que utilizaba sangre y cerdas, bien podía ahorrar en la cal de la mezcla, que era más cara, con lo que sus paredes resultaban porosas y se deshicieron bajo los duros ataques de los dientes de Varmland. Por desgracia, las ansias de vivir de la mujer la empujaron a morder bocados de mortero y ladrillo demasiado grandes. Hasta que llegó un momento en que no pudo masticar, tragar, ni escupir, y la arena, las lascas y el lodo le taponaron el esófago. Se le puso la cara azul, el corazón empezó a latir despacio y la mujer dejó de respirar.

Estaba lo que la mayoría de las personas llamarían muerta.

Sin embargo, según el mito, el sabor a sangre de cerdo hizo que la desgraciada creyera que seguía con vida, de modo que se deshizo sin dificultad de las cuerdas que la tenían atada, atravesó la pared y echó a andar. Algunos ancianos de Grünerløkka aún recuerdan la historia que oían en su infancia sobre aquella mujer con cabeza de cerdo que se paseaba con un cuchillo para cortarles la cabeza a los niños pequeños que andaban por la calle a altas horas de la noche, porque necesitaba el sabor de sangre en la boca para no desaparecer del todo. Pocos conocían, sin embargo, el nombre del albañil y Andersen seguía haciendo su singular mezcla sin inmutarse. Tres años después de haber terminado el edificio por el que ahora discurre el agua, Andersen se cayó de un andamio y dejó por toda herencia doscientas coronas y una guitarra. Todavía tenían que transcurrir casi cien años para que los albañiles empezasen a utilizar fibras artificiales parecidas al pelo en sus mezclas de cemento y para que en un laboratorio de Milán se descubriese que los muros de Jericó estaban reforzados con sangre y cerdas de camello.

La mayor parte del agua no se filtró por la pared, sino que fluyó hacia abajo. Porque el agua, la cobardía y el deseo buscan siempre el fondo más abismal. Las primeras cantidades de agua las absorbió la arcilla grumosa que había entre las vigas, pero el líquido elemento seguía filtrándose, la arcilla empezaba a saturarse y el agua terminó por penetrarla y por mojar el periódico Aftenposten del 11 de julio de 1898 que había quedado atrapado en el interior de la pared y que informaba de que, seguramente, la buena racha de la construcción en Kristiania había alcanzado ya el límite y de que cabía esperar que a los especuladores inmobiliarios carentes de escrúpulos se les avecinasen tiempos menos prósperos. En la página tres decía que la policía continuaba sin tener pistas sobre el asesinato de una joven costurera a la que habían encontrado apuñalada en su baño la semana anterior. Ya en mayo habían sacado del río Akerselva el cadáver de una joven asesinada y mutilada de la misma forma, pero la policía no quería pronunciarse sobre la posibilidad de que existiese alguna relación entre ambos casos.

El agua se filtró, pues, desde el periódico por entre las tablas de madera de debajo y traspasó el techo. Y puesto que ya lo habían perforado en 1968 para localizar la fuga, el agua rezumaba por los agujeros formando gotas que se quedaban adheridas a la pintura hasta que adquirían el peso suficiente como para que la gravedad venciera la resistencia de la adhesión a la superficie, momento en el que se soltaban para caer desde una altura de tres metros y ocho centímetros, sin encontrar obstáculos en su camino. Y allí aterrizaba y se detenía el agua. Sobre más agua.


Vibeke Knutsen chupó el cigarrillo con fuerza y exhaló el humo por la ventana abierta del cuarto piso. Era por la tarde y el aire templado que ascendía desde el asfalto del patio caldeado por el sol se llevaba el humo hacia arriba a lo largo de la fachada azul claro, sobre cuya superficie terminaba disipándose. Al otro lado del tejado se oía el ruido de algún que otro coche que pasaba por la calle Ullevålsveien, por lo general muy transitada. Ahora, sin embargo, en el periodo vacacional, la ciudad había quedado prácticamente evacuada. Una mosca yacía patas arriba tumbada en el alféizar, no había tomado la precaución de escapar del calor. Hacía más fresco en aquella parte del apartamento, que daba a la calle de Ullevålsveien, pero a Vibeke Knutsen no le gustaba esa panorámica. El cementerio de Vår Frelser. Lleno de celebridades. De celebridades muertas. En el bajo había un local comercial donde vendían «Monumentos», según rezaba la placa, es decir, lápidas. Proximidad a la fuente del mercado, dicen que se llama.

Vibeke apoyó la cabeza en el fresco cristal de la ventana.

Se había alegrado cuando llegó el calor, pero la alegría no tardó en esfumarse y ya echaba de menos que las noches fuesen más frescas y que hubiese gente por la calle. Cinco clientes habían entrado ese día en la galería antes de la hora de comer, y después del almuerzo, sólo tres. Se había fumado un paquete y medio de cigarrillos de puro aburrimiento, sufría palpitaciones y le dolía tanto la garganta que apenas podía hablar cuando la llamó el jefe para preguntar qué tal iban las cosas. Aun así, no había hecho más que llegar a casa y poner una olla de agua a hervir para cocer patatas, cuando de nuevo sintió ganas de fumar.

Vibeke había dejado de fumar hacía dos años, cuando Anders entró en su vida. Y no porque él se lo hubiese impuesto, al contrario. Cuando se conocieron en Gran Canaria, él le pidió un cigarrillo. Sólo por gusto. Y un mes después de regresar a Oslo, cuando se fueron a vivir juntos, una de las primeras cosas que dijo fue que su relación debería cargar con la culpa de que Vibeke lo convirtiera en un fumador pasivo, que los investigadores del cáncer seguramente exageraban un poco y que, con el tiempo, se acostumbraría a que su ropa oliese a tabaco. Vibeke tomó la decisión al día siguiente y unos días más tarde, cuando él le dijo mientras almorzaban que hacía mucho que no la veía con un cigarrillo, ella le contestó que nunca se había considerado fumadora. Anders se inclinó y le acarició la mejilla con una sonrisa.

– ¿Sabes qué, Vibeke? Ésa fue también mi impresión.

Vibeke oía el agua hervir a borbotones en la cacerola, a su espalda, y miró el cigarrillo. Tres caladas más. Dio la primera. No sabía a nada.

No recordaba bien cuándo había empezado a fumar otra vez. Quizás el verano anterior, cuando las ausencias de Anders por viajes de trabajo empezaron a prolongarse. ¿O fue después de Año Nuevo, cuando Anders empezó a hacer horas extras casi todas las noches?

¿Era porque se sentía desgraciada? ¿Acaso era desgraciada? Nunca discutían. Tampoco hacían el amor muy a menudo, pero eso, según le dijo Anders, dando así el tema por zanjado, era por lo mucho que él trabajaba. Tampoco es que ella lo echase tanto de menos. Las escasas ocasiones en que hacían el amor sin mucho entusiasmo era como si él no estuviera allí. De modo que Vibeke había decidido que ella tampoco tenía por qué estar presente.

Sin embargo, no discutían. A Anders no le gustaba que se levantase la voz.

Vibeke miró el reloj. Las cinco y cuarto. ¿Dónde estaría? Por lo menos solía avisar cuando se retrasaba. Apagó el cigarrillo y lo dejó caer al suelo del patio interior, se dio la vuelta y le echó un vistazo a las patatas. Pinchó la más grande con un tenedor. Casi listas. Unos pequeños grumos negros flotaban en el agua que hervía a borbotones. ¡Qué raro! ¿Serían de las patatas o de la cacerola?

Intentaba recordar para qué la había utilizado la última vez, cuando oyó la puerta de entrada y enseguida una respiración jadeante y el ruido de alguien que se quitaba los zapatos. Al cabo de un instante, Anders entró en la cocina y abrió el frigorífico.

– ¿Y bien? -preguntó.

– Hamburguesas.

– Vale -Anders elevó el tono al final, como marcando una interrogación cuyo significado ella conocía aproximadamente: «¿Otra vez carne? ¿No deberíamos comer pescado más a menudo?».

– Seguro que está rico -continuó Anders con poco entusiasmo, inclinándose sobre los fogones.

– ¿Qué has estado haciendo? Estás empapado en sudor.

– No voy a poder entrenar esta tarde así que he recorrido en bicicleta el trayecto de ida y vuelta al lago Sognsvann. ¿Qué son esos grumos negros que flotan en el agua?

– No lo sé -admitió Vibeke-. Acabo de verlos.

– ¿Que no lo sabes? ¿No decías que estuviste a punto de ser cocinera?

Dicho esto, cogió raudo uno de los grumos entre el índice y el pulgar y se lo metió en la boca. Ella le miraba el cogote de hito en hito. El pelo fino y castaño que tanto le gustó al principio. Corto y bien cuidado. Con la raya al lado. Tenía un aspecto tan decente. Como de alguien con futuro. Para más de una persona.

– ¿A qué sabe? -preguntó Vibeke.

– A nada -respondió Anders aún inclinado sobre la placa-. A huevos.

– ¿A huevos? Pero si fregué bien esa cacerola la última vez…

Vibeke se interrumpió de pronto.

Él se dio la vuelta.

– ¿Qué pasa?

– Está… goteando -dijo señalándole la cabeza con el dedo.

Anders frunció el entrecejo y se pasó la mano por el cogote. Entonces ambos levantaron simultáneamente la vista al techo, de donde pendían dos gotas. Vibeke, que era un poco miope, no habría distinguido las gotas si éstas hubieran sido trasparentes. Pero no lo eran.

– Parece que Camilla tiene una fuga -constató Anders-. Tendrás que subir a avisarle mientras yo busco al portero.

Vibeke entornó los ojos con la vista aún en el techo y luego observó los grumos en la cacerola.

– Dios mío -susurró sintiendo otra vez las palpitaciones.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Anders.

– Tú vete a buscar al portero. Y luego vais los dos a casa de Camilla. Entre tanto, yo llamaré a la policía.

2

Viernes. Lista de vacaciones


La comisaría general de Grønland, sede principal del distrito policial de Oslo, está situada en la loma que se extiende desde Grønland hasta Tøyen, con vistas a la zona este del centro de la ciudad. Se construyó en acero y cristal y la terminaron en 1978. No presenta ninguna inclinación, se halla perfectamente nivelada y les valió un diploma a los arquitectos Telje, Torp y Aasen. El montador de telecomunicaciones responsable del cableado de los dos largos pasillos flanqueados de despachos en los pisos séptimo y noveno recibió una pensión y una bronca de su padre cuando se cayó del andamio y se fracturó la columna.

– Nuestra familia lleva siete generaciones de albañiles que se pasaron la vida haciendo equilibrios entre el cielo y la tierra, hasta que la gravedad ha terminado siempre por aplastarnos contra el suelo. Mi abuelo intentó escapar a la maldición, pero ésta lo persiguió y cruzó con él el mar del Norte. Así que, el día que tú naciste, me prometí que no permitiría que sufrieras el mismo destino. Y creí que lo había logrado. Montador de telecomunicaciones. ¿Qué coño hace un montador de telecomunicaciones a seis metros del suelo?

En cualquier caso, precisamente a través del cobre de los cables instalados por el hijo del albañil pasó aquel día la señal que, desde la Central de Emergencias, atravesó los empalmes entre las plantas construidas con una mezcla de cemento de fabricación industrial, hasta alcanzar el despacho de Bjarne Møller, jefe del grupo de Delitos Violentos, situado en el sexto piso. Justo en aquel momento cavilaba Møller sobre si le hacía o no ilusión pasar las inminentes vacaciones en la cabaña que la familia había alquilado en Os, a las afueras de Bergen. En el mes de julio, Os significaba, con un alto grado de probabilidad, un tiempo de perros. En realidad, Bjarne Møller no tenía inconveniente en cambiar por algo de lluvia la ola de calor anunciada en Oslo, pero entretener a dos chiquillos muy activos cuando caían chuzos de punta sin más medios que una baraja a la que le faltaba la jota de corazones era todo un reto.

Bjarne Møller estiró sus largas piernas y escuchó el mensaje mientras se rascaba detrás de la oreja.

– ¿Cómo lo descubrieron? -preguntó.

– La vecina tenía una gotera -respondió la voz de la Central de Emergencias-. El portero y el vecino fueron a su casa y nadie les abrió. Sin embargo, la puerta no estaba cerrada con llave, así que entraron.

– Bien, enviaré a dos de nuestros hombres.

Møller colgó, exhaló un suspiró y pasó el dedo por la lista de turnos de guardia que tenía debajo del cartapacio de plástico del escritorio. La mitad del grupo estaba ausente, como era habitual durante las vacaciones de verano, lo que no significaba que los habitantes de Oslo corriesen peligro, ya que, al parecer, a los malos de la ciudad también les gustaba disfrutar de algún descanso en julio, un mes que, decididamente, era temporada baja para los delitos que correspondían a su grupo.

El dedo de Møller se detuvo en el nombre de Beate Lønn. Marcó el número de la Científica, cuyas oficinas se hallaban en la calle Kjølberggata. Nadie contestó. Esperó hasta que transfirieron la llamada a la centralita.

– Beate Lønn se encuentra en el laboratorio -dijo una voz clara.

– Soy Møller, de Delitos Violentos. Búscala.

Y se dispuso a esperar. Fue Karl Weber, el recién jubilado jefe de la policía Científica, quien se había llevado a Beate Lønn de Delitos Violentos a la Científica. Møller lo consideró otra prueba más de la teoría de los neodarwinistas que promulgaba que el único impulso del individuo es perpetuar sus propios genes. Y al parecer, en opinión de Weber, Beate Lønn los tenía de sobra. A primera vista, Karl Weber y Beate Lønn podrían parecer muy diferentes. Weber era taciturno e irascible, Lønn, en cambio, era una joven tranquila y discreta que, cuando llegó de la Academia de Policía, se sonrojaba en cuanto alguien le dirigía la palabra. Pero sus genes policiales eran idénticos. Ambos pertenecían al tipo del policía pasional que, cuando huele una presa, es capaz de aislarse de todo y de todos y de concentrarse sólo en una pista técnica, en un indicio, en una grabación de vídeo, en una descripción vaga, hasta que, al final, empieza a verle alguna lógica. Las malas lenguas difundían la opinión de que el lugar idóneo para Weber y Lønn era el laboratorio, más que el trabajo con personas, donde los conocimientos del investigador sobre la naturaleza humana eran, pese a todo, más importantes que una huella de pisada o una fibra.

Weber y Lønn estaban de acuerdo en lo del laboratorio y en desacuerdo en lo de las huellas y las fibras.

– Aquí Lønn.

– Hola, Beate. Soy Bjarne Møller. ¿Estás ocupada?

– Por supuesto. ¿Qué pasa?

Møller le refirió brevemente el motivo de su llamada y le dio la dirección.

– Yo también enviaré a dos de mis chicos -dijo.

– ¿A quién?

– Pues a ver a quién encuentro, ya sabes, las vacaciones.

Møller colgó y siguió pasando el dedo por la lista.

Se detuvo en el nombre de Tom Waaler.

La casilla de vacaciones no estaba marcada. Bjarne Møller no se sorprendió. Uno podía pensar que el comisario Tom Waaler nunca cogía vacaciones, incluso que prácticamente no dormía. Como investigador, era una de las mejores cartas del grupo. Siempre disponible, siempre en acción y casi siempre aportaba resultados. Y, a diferencia del otro as del grupo de investigación, en Tom Waaler se podía confiar. Su hoja de servicios era intachable y contaba con el respeto de todos. Resumiendo, una joya de subordinado. A ello se unían sus indiscutibles dotes de mando: las cartas predecían que, llegado el momento, él ocuparía el puesto de Møller como jefe de grupo.

La señal de llamada de Møller sonaba a través de los tabiques.

– Aquí Waaler -contestó una voz sonora.

– Soy Møller. Tenemos…

– Un momento, Bjarne. Tengo que terminar otra conversación.

Bjarne Møller se puso a tamborilear con los dedos en la mesa mientras esperaba. Tom Waaler podía llegar a ser el jefe del grupo de Delitos Violentos más joven de la historia. ¿Era su edad lo que infundía en Møller cierta inquietud al pensar que aquella responsabilidad recaería precisamente en Tom? ¿O quizás eran los dos tiroteos en los que se había visto envuelto? El comisario Waaler había hecho uso del arma en dos ocasiones durante sendas detenciones y, puesto que era uno de los mejores efectivos del Cuerpo, había acertado fatalmente las dos veces. Sin embargo, Møller sabía también que, paradójicamente, esos dos episodios podrían resolver la elección del nuevo jefe a favor de Tom. La investigación llevada a cabo por Asuntos Internos no había descubierto nada que refutase que Tom hubiese disparado en defensa propia, al contrario, concluyeron que Waaler había demostrado buen juicio e iniciativa en situaciones críticas. ¿Y qué mejor calificación podría otorgarse al solicitante de un puesto de jefe?

– Lo siento, Møller. El móvil. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Tenemos un caso.

– Por fin.

El resto de la conversación duró diez segundos. Ahora sólo faltaba el último.

Møller había pensado en el agente Halvorsen, pero en la lista ponía que estaba de vacaciones en su casa de Steinkjer.

Continuó con la lista en orden descendente. Vacaciones, vacaciones, baja por enfermedad.

El comisario dejó escapar un hondo suspiro cuando el dedo se detuvo en un nombre que había deseado evitar.

Harry Hole.

El solitario. El borracho. El enfant terrible del grupo. Pero, junto con Waaler, el mejor investigador del sexto piso. De no ser por esa circunstancia, y por el hecho de que, a lo largo de los años, Bjarne Møller había desarrollado una inclinación perversa a jugarse el cuello por ese gran agente alcoholizado, Harry Hole habría sido expulsado del Cuerpo de Policía hacía tiempo. En condiciones normales, Harry habría sido el primero al que Møller habría llamado para un trabajo como aquél, pero las condiciones no eran normales.

O mejor dicho, eran más anormales que de costumbre.

Las cosas terminaron por complicarse del todo cuatro semanas atrás. En efecto, desde que, el pasado invierno, retomó el viejo asunto del asesinato de su colega Ellen Gjelten, liquidada a golpes a orillas del río Akerselva, Hole había perdido el interés por todos los otros casos. El problema era que el caso de Ellen llevaba ya mucho tiempo resuelto, pero Harry se mostraba cada vez más obsesionado hasta el punto de que Møller empezó a preocuparse por su salud mental. La situación había llegado al límite hacía un mes, cuando Harry se presentó en su despacho y le expuso su teoría sobre una espeluznante conspiración. Sin embargo, en resumidas cuentas, resultó que no disponía de pruebas que hicieran plausibles sus fantasiosas acusaciones contra Tom Waaler.

A partir de aquel momento, Harry desapareció sin más. Al cabo de unos días, Møller llamó al restaurante Schrøder, donde le confirmaron lo que ya temía, que Harry había recaído de nuevo. Møller incluyó a Harry en la lista de los que estaban de vacaciones, para encubrir su ausencia. Una vez más. Por regla general, Harry terminaba dando señales de vida a la semana de ausentarse. En esta ocasión habían transcurrido cuatro. Se le habían terminado las vacaciones.

Møller miró al auricular del teléfono, se levantó y se colocó junto a la ventana. Eran las cinco y media y, aun así, el parque que se extendía ante la comisaría estaba casi vacío, con la única presencia de algún amante del sol ocioso que desafiaba al calor. En la plaza de Gr0nlandsleiret no había más que unos tenderos solitarios bajo los toldos de sus quioscos con sus verduras por toda compañía. Hasta los coches -cero atascos de hora punta- circulaban más despacio. Møller se alisó el pelo hacia atrás, una costumbre de toda la vida, aunque su mujer le había advertido que debía dejarlo, porque la gente podía sospechar que estuviera colocándose bien la cortinilla. ¿De verdad que no tenía más alternativa que Harry? Møller siguió con la vista a un hombre que bajaba haciendo eses por Grønlandsleiret. «Apuesto a que intenta entrar en el Raven. Apuesto a que no se lo permiten. Apuesto a que terminará en el Boxer. El mismo lugar en que se puso punto final al caso de Ellen. Y quizá también a la carrera policial de Harry Hole.» Møller se sentía bajo presión, tenía que tomar una decisión sobre cómo resolver el problema «Harry». Pero eso sería a largo plazo, ahora debía centrarse en aquel caso.

Møller levantó el auricular y pensó que estaba a punto de meter a Harry y a Tom Waaler en el mismo caso. Las vacaciones colectivas eran una mierda. El impulso eléctrico partió del monumento que Telje, Torp y Aasen habían erigido en honor a la sociedad del orden y, en algún lugar donde reinaba el caos, empezó a sonar el teléfono. En un apartamento de la calle Sofie.

3

Viernes. Despertar


Ella gritó una vez más y Harry Hole abrió los ojos.

El sol brillaba entre las cortinas que aleteaban perezosas mientras el chirrido del tranvía al frenar en la calle Pilestredet iba muriendo despacio. Harry intentó orientarse. Estaba tumbado en el suelo de su propia sala de estar. Vestido, aunque no muy elegante. Y si no vivía, por lo menos estaba vivo.

El sudor le cubría la cara como una película de maquillaje húmedo y pegajoso y el corazón parecía comportarse de un modo ligero y frenético, como una pelota de pimpón botando en un suelo de cemento. Lo peor era la cabeza.

Harry dudó un instante antes de decidirse a seguir respirando. El techo y las paredes le daban vueltas, pero no había en todo el apartamento un solo cuadro ni una sola lámpara de techo donde fijar la vista. En la periferia de su campo de visión atisbó una estantería Ivar, el respaldo de una silla y una mesa de salón verde de Elevator, que también daban vueltas. Pero por lo menos ya no tenía que seguir soñando.

Había sufrido la misma pesadilla de siempre. Se sentía clavado al suelo, sin posibilidad de moverse, e intentaba cerrar los ojos para ahorrarse la visión de aquella boca abierta y torcida en un grito afónico. Los ojos grandes y vacíos con una acusación muda. Cuando era niño, eran los ojos y la boca de Søs, su hermana pequeña. Ahora, en cambio, eran los de Ellen Gjelten. Antes los gritos eran mudos, ahora resonaban como el lamento metálico de unos frenos. No sabía qué era peor.

Harry se quedó totalmente quieto mirando a la calle de hito en hito por entre las cortinas, contemplando el sol vibrante que parecía suspendido sobre las calles y los edificios de Bislett. Sólo el tranvía quebrantaba el silencio estival. No parpadeaba. Se quedó mirando fijamente hasta que el sol se transformó en un corazón amarillo y saltarín que latía bombeando calor sobre el fondo de una fina membrana de un color azul lechoso. De pequeño, su madre le decía que a los niños que miraban directamente al sol se les quemaba la vista y se pasaban el resto de su vida con la luz del sol en el interior de la cabeza. Y eso era lo que intentaba conseguir ahora: que la luz del sol le inundase la cabeza y lo quemase todo. Que, por ejemplo, quemase la imagen de la cabeza de Ellen reventada a golpes en la nieve a orillas del río Akerselva con una sombra que se proyectaba sobre ella. Llevaba tres años intentando atrapar aquella sombra. Pero tampoco lo había conseguido. Apenas osaba creer que la tenía, cuando todo se iba a la mierda de pronto. No había conseguido nada.

Rakel…

Harry levantó la cabeza despacio y miró el ojo negro y muerto del contestador. Había dado señales de vida en las semanas transcurridas desde que volvió a casa después de la reunión que celebró en el restaurante Boxer con el comisario jefe de la Policía Judicial y con Møller. Seguramente, eso también lo habría quemado el sol.

¡Mierda, qué calor hace aquí dentro!

Rakel…

Ahora se acordaba. En un momento del sueño la cara había cambiado por la de Rakel. Søs, Ellen, su madre, Rakel. Caras de mujeres, que en un movimiento constante, palpitante, pulsante, cambiaban y se fundían unas en otras.

Harry dejó escapar un suspiro y volvió a apoyar la cabeza en el parqué. Vio la botella que hacía equilibrios en el borde de la mesa, por encima de él. «Jim Beam from Clermont, Kentucky.» El contenido había desaparecido. Evaporado. Rakel. Cerró los ojos. No quedaba nada.

No tenía ni idea de la hora que era, sólo sabía que era demasiado tarde. O demasiado pronto. Que, en cualquier caso, era la hora equivocada de despertarse. O mejor dicho, de dormir. Uno debería estar haciendo otra cosa a aquella hora del día. Uno debería estar bebiendo.

Harry se puso de rodillas.

Algo vibraba en sus pantalones. Eso era lo que lo había despertado, ahora lo notaba. Una polilla atrapada aleteaba desesperadamente. Metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil.


Harry caminaba lentamente hacia la colina de St. Hanshaugen. El dolor de cabeza le bombeaba detrás de los globos oculares. La dirección que le había dado Møller se encontraba a un paso, se había refrescado la cara con un poco de agua, encontró un poco de whisky en una botella que tenía en el armario, debajo del lavabo, y salió con la esperanza de que el paseo le despejara la mente. Harry pasó por delante del restaurante Underwater. Abierto de cuatro a tres, de cuatro a una los lunes y cerrado los domingos. No era un lugar que él frecuentase, ya que su sitio habitual, el restaurante Schrøder, estaba en la calle paralela, pero como la mayoría de los alcohólicos, Harry disponía en su cerebro de un fichero en el que los horarios de apertura de los bares se guardaban automáticamente.

Le dedicó una mueca a la imagen que le devolvían las ventanas ennegrecidas. Otra vez sería.

Cuando llegó a la esquina, giró hacia la derecha y bajó por la calle Ullevålsveien. A Harry no le gustaba pasar por aquella calle, era una vía apropiada para los coches, no para las personas. Lo mejor que podía decirse de la calle Ullevålsveien era que en la acera de la derecha había algo de sombra en días como aquél.

Harry se detuvo delante del número que le habían indicado y lo examinó despacio.

En el bajo había una lavandería con las lavadoras de color rojo. En el cristal del escaparate un letrero anunciaba que abrían todos los días de ocho a veintiuna horas y la oferta de un secado de veinte minutos al precio reducido de treinta coronas. Junto a uno de los tambores en movimiento, una mujer morena con un pañuelo en la cabeza miraba al infinito. En el local contiguo a la lavandería había una exposición de lápidas y, algo más allá, en un luminoso de color verde, se leía «KEBABGÅRDEN», una combinación de quiosco de comida rápida y tienda de ultramarinos. Harry paseó la vista por la fachada mugrienta. La pintura aparecía agrietada en las viejas ventanas, pero los miradores del tejado indicaban que habían construido nuevos áticos sobre las cuatro plantas originales. Encima de los timbres recién instalados, junto a la puerta de hierro llena de óxido, habían montado también una cámara. El dinero de la parte oeste de la ciudad fluía lento pero incesante hacia la parte este. Llamó al timbre de arriba, donde se leía el nombre de Camilla Loen.

– ¿Sí? -se oyó preguntar por el interfono.

Møller le había avisado. Aun así, se sobresaltó al oír la voz de Waaler.

Harry quería contestar pero no conseguía que sus cuerdas vocales reaccionasen. Carraspeó un poco y lo intentó de nuevo.

– Soy Hole. Ábreme.

La puerta emitió un zumbido y Harry agarró el picaporte de hierro negro, frío y áspero.

– ¡Hola!

Harry se dio la vuelta.

– Hola, Beate.

Beate Lønn era un poco más baja que la media, tenía el pelo corto y rubio y los ojos azules, ni guapa ni fea. Resumiendo, nada en ella llamaba la atención, a excepción de la vestimenta, un mono blanco tipo astronauta.

Harry le sujetó la puerta para que pasara con dos maletines de acero.

– ¿Llegas ahora?

– No, he tenido que volver al coche para recoger el resto de mi equipo. Llevamos aquí media hora. ¿Te has hecho daño?

Harry se pasó el dedo por la costra de la nariz.

Obvio.

Harry la siguió por una segunda puerta que daba a las escaleras.

– ¿Cómo están las cosas allí arriba?

Beate dejó los maletines delante de la puerta verde del ascensor y le echó una rápida ojeada.

– Yo creía que uno de tus principios era mirar primero y preguntar después -dijo pulsando el botón de llamada.

Harry asintió con la cabeza. Beate Lønn pertenecía a esa parte de la humanidad que se acuerda de todo. Era capaz de recitar detalles de casos criminales que a él se le habían olvidado hacía mucho y que habían sucedido antes de que ella empezara en la Academia de Policía Además, tenía muy desarrollado el gyrus fusiforme, esa parte del cerebro que hace que recordemos las caras. Un gyrus fusiforme que había dejado atónitos a los psicólogos que lo habían puesto a prueba. Sólo faltaba que se acordara también de lo poco que Harry había tenido tiempo de enseñarle mientras trabajaron juntos durante la oleada de atracos del año anterior.

– Sí, me gusta estar lo más receptivo posible la primera vez que veo la escena de un crimen -confirmó Harry, que se sobresaltó cuando la maquinaria del ascensor reanudó la marcha de repente. Empezó a buscar los cigarrillos en los bolsillos-. Pero es que no creo que vaya a trabajar en este caso.

– ¿Por qué no?

Harry no contestó. Sacó del bolsillo izquierdo del pantalón un paquete de Camel arrugado.

– ¡Ah, sí! -sonrió Beate-. Me dijiste que esta primavera os ibais de vacaciones. A Normandía, ¿no? ¡Qué suerte tienes…!

Harry se puso el cigarrillo entre los labios. Sabía a mierda y tampoco le haría mucho bien a su dolor de cabeza. Sólo una cosa le ayudaría. Miró el reloj. Lunes. De cuatro a una.

– Lo de Normandía se anuló.

– ¿Ah, sí?

– Sí, así que no es por eso. Es porque quien lleva este asunto es el que está ahí arriba.

Harry aspiró el humo con fuerza y señaló hacia arriba con la cabeza.

Beate lo miró con atención.

– Procura que no se convierta en una obsesión, Harry. Pasa página.

– ¿Que pase página?

Soltó el humo.

– Hiere a la gente, Beate. Tú deberías saberlo.

Ella se sonrojó.

– Tom y yo tuvimos una relación breve, Harry. Eso es todo.

– ¿No fue en la época en que llevabas aquellos moratones en el cuello?

– ¡Harry! Tom nunca me…

Beate se dio cuenta de que había levantado la voz y se calló enseguida. El eco de las voces se elevó en el aire, pero se ahogó cuando el ascensor se detuvo ante ellos con un estruendo sordo.

– No te gusta -constató Beate-. Por eso te imaginas cosas. Tom tiene algunos lados buenos que tú desconoces.

– Ya.

Harry apagó el cigarrillo contra la pared mientras Beate abría la puerta del ascensor y entraba.

– ¿No vas a subir? -preguntó mirando a Harry, que se había quedado fuera con la vista clavada en algo. El ascensor. Tenía en el lado interior de la puerta una verja corredera. Una verja de hierro negra y sencilla que tenía que levantar y cerrar una vez dentro para que el ascensor pudiera arrancar. Y nuevamente, el grito. El grito mudo. Sintió cómo le brotaba el sudor por todo el cuerpo. El trago de whisky no había sido suficiente. Ni de lejos.

– ¿Pasa algo? -preguntó Beate.

– No -dijo Harry con voz bronca-. Es sólo que no me gustan estos ascensores antiguos. Subiré por las escaleras.

4

Viernes. Estadística


Resultó que, en efecto, el edificio tenía áticos. Dos, para ser exactos. La puerta de uno de ellos estaba abierta, pero acordonada con una de las cintas de plástico naranja de la policía sujeta a cada lado. Harry flexionó sus ciento noventa y dos centímetros, pasó por debajo y tuvo que apresurarse a dar un paso de apoyo cuando se incorporó al otro lado. Se vio en medio de una sala de estar con parqué de roble y techo abuhardillado con pequeñas claraboyas. Hacía tanto calor como en una sauna. El apartamento era pequeño y estaba decorado con un estilo minimalista, como el suyo, pero ahí terminaba el parecido. En efecto, en éste el sofá era el más moderno de la tienda Hilmers Hus, la mesa de salón era de R.O.O.M., y el televisor, un Philips de quince pulgadas en plástico azul hielo transparente, a juego con el equipo de música. Harry echó una ojeada a la cocina y a un dormitorio cuyas puertas estaban abiertas. Eso era todo. Reinaba allí un silencio peculiar. Un policía de uniforme y con los brazos cruzados junto a la puerta de la cocina sudaba copiosamente mientras se balanceaba sobre los talones y observaba a Harry enarcando una ceja. Al ver que Harry iba a sacar su identificación, el hombre le dedicó media sonrisa y negó con un gesto.

«Todos conocen al mono de feria», se dijo Harry. «El mono no conoce a nadie.» Se pasó la mano por la cara.

– ¿Dónde está la Científica?

– En el baño -dijo el agente, señalando con la cabeza al dormitorio-. Lønn y Weber.

– ¿Weber? ¿Han empezado a recurrir a los jubilados?

El agente se encogió de hombros.

– Las vacaciones.

Harry echó un vistazo a su alrededor.

– De acuerdo, pero a ver si acordonan la escalera y la puerta. La gente entra y sale del edificio como quiere.

– Pero…

– Oye, la escalera y la entrada son parte de la escena del crimen, ¿de acuerdo?

– Comprendo… -comenzó el agente con voz destemplada. Harry comprendió que, con un par de frases, se había ganado un nuevo enemigo. La lista era larga.

– … pero he recibido órdenes estrictas de… -continuó el agente.

– De quedarte vigilando aquí -se oyó una voz desde el dormitorio.

Acto seguido, apareció en el umbral Tom Waaler.

A pesar del traje oscuro, no se le veía ni una gota de sudor bajo la espesa línea del nacimiento de su cabello negro. Tom Waaler era un hombre guapo. Quizá no exactamente atractivo, pero tenía las facciones regulares y simétricas. No era tan alto como Harry, pero, curiosamente, muchos dirían que lo era. Quizá debido a su porte altanero. O a su relajada confianza en sí mismo, que no sólo impresionaba a la mayoría de los que tenía a su alrededor, sino que además se les contagiaba haciendo que también ellos se relajasen y hallasen su lugar natural en el mundo. El aspecto de hombre guapo bien podía deberse a su condición física: no había traje capaz de ocultar cinco sesiones semanales de levantamiento de pesas y de kárate.

– Y ahí va a seguir vigilando -continuó Waaler-. Acabo de enviar a un tío al ascensor para que acordone lo que haga falta. Todo bajo control, Hole.

Pronunció la última frase tan quedamente que uno podía elegir entre entenderlo como una constatación o como una pregunta.

Harry carraspeó.

– ¿Dónde está?

– Aquí dentro.

La expresión de Waaler reveló cierta preocupación cuando se hizo a un lado para que Harry pasara.

– ¿Te has dado un golpe, Hole?

El dormitorio era sencillo, pero estaba decorado con gusto y con un toque romántico. La cama, hecha para una persona pese a ser de matrimonio, estaba pegada a un pilar donde habían tallado algo que parecía un corazón sobre una figura triangular. «Tal vez la marca de un amante», pensó Harry. En la pared, sobre la cama, colgaban tres fotografías de desnudos masculinos, un detalle erótico y políticamente correcto, que se situaban entre una variante pornográfica suave y un elemento de arte popular. Ninguna fotografía familiar ni otros objetos personales, por lo que pudo ver.

Detrás del dormitorio se hallaba el cuarto de baño, con el espacio justo para un lavabo, un inodoro, una ducha con cortina y el cadáver de Camilla Loen. La mujer estaba tendida en el suelo de baldosas, con la cara vuelta hacia la puerta, pero mirando hacia arriba, a la alcachofa de la ducha, como si esperase que siguiera cayendo agua.

No llevaba nada debajo del albornoz abierto y empapado de agua que tapaba el desagüe. Beate sacaba fotos desde la puerta.

– ¿Alguien ha verificado cuánto tiempo lleva muerta?

– El forense está en camino -explicó Beate-. Pero aún no presenta los rasgos típicos del rigor mortis y no está del todo fría. Calculo que, como mucho, un par de horas.

– ¿Es verdad que el grifo de la ducha estaba abierto cuando la encontraron el vecino y el portero?

– Sí, ¿por?

– El agua caliente puede haber mantenido el calor corporal retrasando la aparición del rigor mortis.

Harry miró el reloj. Las seis y cuarto.

– Creo que podemos decir que murió alrededor de las cinco.

Era la voz de Waaler.

– ¿Por qué? -preguntó Harry sin volverse.

– No hay nada que indique que el cuerpo haya sido trasladado, así que podemos suponer que la asesinaron mientras se estaba duchando. Como ves, el cuerpo y el albornoz tapan el desagüe. Eso fue lo que originó la inundación. El portero, que cerró la ducha, dijo que estaba abierta al máximo y yo he comprobado la presión del agua. Bastante buena para ser de un ático. En un baño tan pequeño, el agua no tardaría mucho en cruzar el umbral y llegar al dormitorio y tampoco tardaría muchos minutos en encontrar el camino hasta la casa del vecino. La señora de abajo dice que eran exactamente las cinco y veinte cuando detectaron la fuga.

– De eso no hace más de una hora -observó Harry-. Y vosotros ya lleváis aquí treinta minutos. Parece que todo el mundo ha reaccionado con una rapidez excepcional.

– Bueno, no todos, ¿no? -preguntó Waaler.

Harry no respondió.

– Me refiero al forense -continuó Waaler con una sonrisa-. Ya debería estar aquí.

Beate dejó de sacar fotos e intercambió una mirada con Harry.

Waaler la cogió del brazo.

– Avísame si hay novedad. Bajaré a la tercera planta para hablar con el portero.

– Vale.

Harry aguardó hasta que Waaler hubo salido de la habitación.

– ¿Puedo…? -preguntó.

Beate asintió con la cabeza y se hizo a un lado.

Las suelas de Harry chasqueaban sobre el suelo mojado. El vapor se había condensado en todas las superficies planas del baño y ahora chorreaba hacia el suelo. El espejo parecía haber estado llorando. Harry se puso en cuclillas, pero tuvo que apoyarse en la pared para no perder el equilibrio. Respiró por la nariz, pero solamente notó el olor a jabón y ninguno de los otros olores que sabía que deberían estar presentes. Disosmia, había leído Harry que se llamaba, en el libro que le prestó Aune, el psicólogo del grupo de Delitos Violentos. Había algunos olores que el cerebro sencillamente se negaba a registrar y, según el libro, esa pérdida parcial del olfato solía deberse a un trauma emocional. Harry no estaba muy seguro de que ésa fuese la razón, sólo estaba seguro de que era incapaz de reconocer el olor a cadáver.

Camilla Loen era joven. Harry calculó que tendría entre veintisiete y treinta años. Guapa. Rellenita. Tenía la piel lisa y tostada por el sol, aunque con esa palidez subyacente que los muertos adquieren enseguida. El pelo, ahora oscuro, se vería seguramente algo más rubio en cuanto se secase. Y presentaba un pequeño orificio en la frente que no se notaría cuando los de la funeraria hubiesen terminado su labor. Por lo demás, no tendrían mucho que hacer, sólo un poco de maquillaje sobre algo que parecía una hinchazón en la cuenca del ojo derecho.

Harry se concentró en el orificio negro y redondo de la frente. Su diámetro no era mucho mayor que el de una moneda de una corona. A veces le sorprendía lo pequeños que podían ser los agujeros que mataban a la gente. Claro que, a menudo, esos orificios resultaban engañosos, porque se contraían después. Harry opinaba que, en este caso, el proyectil era más grande que el orificio que ahora se apreciaba.

– Mala suerte que haya estado metida en agua -se lamentó Beate-. De lo contrario, quizás habríamos encontrado huellas dactilares del asesino, o restos de tejido o de ADN en el cadáver.

– Ya. La frente, por lo menos, ha estado fuera del agua y al parecer tampoco le ha caído tanta agua de la ducha.

– ¿Y?

– El borde del orificio de entrada presenta un cerco de sangre oscura y coagulada, así como ennegrecimiento en la piel circundante a causa del impacto. Puede que este pequeño orificio nos cuente algunas cosas ahora mismo. ¿Una lupa?

Sin apartar la vista de Camilla Loen, Harry alargó la mano, sintió en ella el peso rotundo de la óptica alemana y empezó a examinar la zona alrededor de la herida de bala.

– ¿Qué ves?

La voz queda de Beate le resonó cerca de la oreja. Siempre tan dispuesta a aprender. Harry sabía que, dentro de muy poco, no tendría nada más que enseñarle.

– El tono gris del ennegrecimiento de la entrada indica que el disparo se efectuó desde una distancia corta, pero sin contacto -explicó Harry-. Apuesto a que quien le disparó se encontraba a medio metro más o menos.

– ¿Y qué más?

– La asimetría del ennegrecimiento revela que la persona que disparó se encontraba a más altura que ella y que apuntaba en diagonal hacia abajo.

Harry volvió cuidadosamente la cabeza de la víctima. La frente aún no estaba del todo fría.

– No hay orificio de salida -constató-. Lo que corrobora la hipótesis de un disparo en diagonal. Es posible que estuviese de rodillas ante el asesino.

– ¿Puedes deducir el tipo de arma utilizado?

Harry negó con la cabeza.

– Eso tendrá que determinarlo el forense, junto con los chicos de Balística. Pero la intensidad del ennegrecimiento es decreciente, y eso apunta al uso de un arma corta. O sea, una pistola.

Harry empezó a recorrer metódicamente el cadáver con la mirada en un intento de registrarlo todo, pero se dio cuenta de que el parcial aturdimiento provocado por el alcohol le impedía apreciar detalles que habrían podido serle útiles. O mejor, serles útiles a ellos. Aquél no era su caso. Como quiera que fuese, cuando llegó a la mano, advirtió que faltaba algo.

– El Pato Donald -murmuró inclinándose hacia la mano mutilada.

Beate lo miró sin comprender.

– Así lo dibujaban en los tebeos -explicó Harry-. Con cuatro dedos.

– Yo no leo tebeos.

Le habían amputado el dedo índice. Quedaban fibras negras de sangre coagulada y los hilos brillantes de los tendones. Era un corte limpio. Harry posó cuidadosamente la yema del dedo en el lugar donde se apreciaba un punto blanco en medio de la carne rosada. La superficie de la fractura era lisa y plana.

– Con unos alicates -aclaró Harry-. O con un cuchillo muy afilado. ¿Habéis encontrado el dedo?

– Nones.

De repente, Harry sintió náuseas y cerró los ojos. Respiró hondo un par de veces y volvió a abrirlos. Podían existir muchas razones para amputarle un dedo a una víctima. No había motivo alguno para pensar en el sentido que estaba a punto de dibujarse en su mente.

– Puede que se trate de un cobrador -aventuró Beate-. A ésos les gustan los alicates.

– Puede -murmuró Harry que, al levantarse, descubrió sus propias pisadas en lo que él había creído que eran azulejos rosas. Beate se agachó y sacó un primer plano de la cara de la víctima.

– Pues sí que ha sangrado.

– Es porque ha tenido la mano sumergida en agua -explicó Harry-. El agua evita que la sangre se coagule.

– ¿Toda esa sangre sólo de un dedo amputado?

– Sí, y ¿sabes lo que eso significa?

– No, pero tengo la sensación de que lo voy a saber muy pronto.

– Significa que a Camilla Loen le amputaron el dedo mientras la sangre aún circulaba, es decir, antes de que le pegaran un tiro.

Beate hizo una mueca.

– Bajaré a hablar con los vecinos -dijo Harry.

– Camilla ya vivía en el piso de arriba cuando nosotros nos mudamos -dijo Vibeke Knutsen echando una mirada rápida a su pareja sentimental-. No teníamos mucha relación con ella.

Estaban con Harry en el salón del cuarto piso, justo debajo del ático. Quien no los conociera podría pensar que el que vivía allí era Harry. La pareja estaba sentada algo tiesa en el borde del sofá, en tanto que Harry se había acomodado tranquilamente en uno de los sillones.

A Harry le pareció una pareja desigual. Ambos rondaban los treinta y tantos, pero Anders Nygård era delgado y nervudo como un corredor de fondo. Llevaba una camisa celeste recién planchada y el pelo recién cortado. Tenía los labios finos y un lenguaje corporal inquieto. Pese a lo extrovertido y juvenil de su semblante, irradiaba ascetismo y severidad. La pelirroja Vibeke Knutsen, en cambio, tenía unos hoyuelos muy marcados y un cuerpo lozano y exuberante que realzaba con un top muy ceñido estampado de piel de leopardo. Además, tenía pinta de haber vivido intensamente. Las arrugas que marcaban su labio superior eran indicio de los muchos cigarrillos que había fumado y detrás de las arrugas de expresión que circundaban sus ojos había sin duda muchas juergas.

– ¿A qué se dedicaba? -preguntó Harry.

Vibeke miró a su compañero, pero al ver que éste no respondía, dijo:

– Que yo sepa, trabajaba en una agencia de publicidad. En algo de diseño o algo así.

– Algo así… -repitió Harry tomando notas en el bloc con indiferencia manifiesta.

Era un truco al que recurría cuando interrogaba a la gente. Al no mirarlos, ellos se relajaban más, y, si daba la impresión de que lo que decían le aburría, se esforzaban automáticamente por decir algo que despertase su interés. Debería haber sido periodista. Tenía la impresión de que la tolerancia era mayor para con un periodista que trabajaba bebido.

– ¿Tenía novio?

Vibeke negó con la cabeza.

– ¿Algún amante?

Vibeke se rió con nerviosismo y miró otra vez a su novio.

– No nos dedicamos a escuchar detrás de las puertas -aseguró Anders Nygård-. ¿Crees que lo ha hecho un amante?

– No lo sé -confesó Harry.

– Comprendo que no sepáis nada con certeza.

Harry se percató de la irritación que desvelaba la voz de Anders Nygård.

– Pero comprenderás que los que vivimos aquí queramos saber si se trata de un asunto personal o si tenemos a un asesino loco merodeando por el vecindario.

– Puede que tengáis a un asesino loco suelto por el vecindario -afirmó Harry, que dejó el bolígrafo y aguardó la reacción.

Vio que Vibeke daba un respingo en el sofá, pero centró su atención en Anders Nygård.

Las personas que están asustadas se enfadan más fácilmente. Una enseñanza que se incluía en el plan de estudios del primer curso de la Academia de Policía, como consejo para no provocar sin necesidad a las personas cuando tenían miedo. Harry había comprobado que a él le resultaba más útil lo contrario. Provocarlas. Las personas enfadadas decían a menudo cosas que no pensaban, o, mejor dicho, cosas que no pensaban decir.

Anders Nygård lo miró inexpresivo.

– Pero es más probable que el culpable sea un novio -dijo Harry-. Un amante o alguien con quien estuviese manteniendo una relación y al que ella hubiese rechazado.

– ¿Por qué? -preguntó Anders Nygård rodeando con su brazo los hombros de Vibeke.

Resultó algo cómico, ya que el hombre tenía el brazo bastante corto, mientras que los hombros de ella eran anchos.

Harry se retrepó en la silla.

– Cuestión de estadística. ¿Puedo fumar aquí?

– Intentamos que éste sea un espacio libre de humo -dijo Anders Nygård con una débil sonrisa.

Harry observó que Vibeke bajaba la mirada cuando él volvió a guardar el paquete en el bolsillo del pantalón.

– ¿Qué quieres decir con que es cuestión de estadística? -preguntó el hombre-. ¿Qué te hace pensar que puedes aplicarla a un caso aislado como éste?

– Bueno, antes de responder a tus dos preguntas, ¿tú sabes algo de estadística, Nygård? ¿De distribución normal, significancia, desviación estándar?

– No, pero yo…

– Bien -lo interrumpió Harry-. Porque en este caso, tampoco es necesario. Cien años de estadística delictiva de todo el mundo nos cuentan una única verdad básica: que lo hizo su pareja. Y si la joven no tiene pareja, que lo hizo aquél que habría querido serlo. Ésa es la respuesta a tu primera pregunta. Y ahora la segunda.

Anders Nygård resopló y soltó a Vibeke.

– Eso es totalmente subjetivo, tú no sabes nada de Camilla Loen.

– Correcto -admitió Harry.

– Entonces, ¿por qué afirmas algo semejante?

– Porque tú me has preguntado. Y si ya has terminado con tus preguntas, quizá yo podría continuar con las mías, ¿no?

Nygård hizo amago de ir a decir algo, pero cambió de idea y miró contrariado hacia la mesa. Harry pensó que podía estar equivocado, pero creyó ver una sonrisa levísima entre los hoyuelos de Vibeke.

– ¿Creéis que Camilla Loen tomaba drogas? -preguntó Harry.

Nygård alzó la vista de pronto.

– ¿Por qué íbamos a creer tal cosa?

Harry cerró los ojos y se armó de paciencia.

– No -respondió Vibeke en voz tenue y suave-. No lo creemos.

Harry abrió los ojos y le sonrió agradecido. Anders Nygård la miró lleno de sorpresa.

– Su puerta no estaba cerrada con llave, ¿verdad?

Anders Nygård negó con la cabeza.

– ¿No te resultó extraño? -preguntó Harry.

– No demasiado, puesto que ella estaba en casa.

– Ya. Vosotros tenéis una cerradura sencilla en vuestra puerta y me fijé en que tú…

Señaló a Vibeke con la cabeza.

– … has cerrado con llave cuando he entrado.

– Es un poco miedosa -explicó Nygård dándole a su pareja una palmadita en la rodilla.

– Oslo no es lo que era -apostilló Vibeke.

Su mirada se cruzó fugazmente con la de Harry.

– Tienes razón -convino Harry-. Y parece que Camilla Loen opinaba lo mismo. Su apartamento tiene doble cerradura de seguridad y cadena de seguridad en el interior. No me parece el tipo de mujer que se metería en la ducha sin echar la llave.

Nygård se encogió de hombros.

– ¿Y si quienquiera que fuese abrió la puerta con una ganzúa mientras ella estaba en la ducha?

Harry negó con la cabeza.

– Abrir una cerradura de seguridad con una ganzúa… Eso sólo pasa en las películas.

– ¿Y si ya había alguien con ella dentro de la casa? -sugirió Vibeke.

– ¿Quién?

Harry aguardó en silencio. Cuando comprendió que nadie llenaría aquel silencio, se puso de pie.

– Se os citará para testificar. Es todo por ahora, gracias.

Ya en la entrada se dio la vuelta.

– ¿Quién de vosotros llamó a la policía?

– Fui yo -respondió Vibeke-. Llamé mientras Anders iba a buscar al portero.

– ¿Antes de haberla encontrado? ¿Cómo sabías…?

– Había sangre en el agua que se filtró por nuestro techo.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo supiste?

Anders Nygård exhaló un suspiro de exasperación exagerada y posó una mano en la nuca de Vibeke.

– Era roja, ¿verdad?

– Bueno -dijo Harry-. Hay otras cosas que son rojas y que no son sangre.

– Es verdad -admitió Vibeke-. Y no fue el color.

Anders Nygård la miró con sorpresa. Ella sonrió, pero Harry se dio cuenta de que trataba de evitar la mano del novio.

– Viví unos años con un cocinero y juntos llevamos un pequeño restaurante, así que aprendí algunas cosas sobre cocina. Entre otras, que la sangre contiene albúmina y que, si viertes sangre en una cacerola de agua a una temperatura superior a sesenta y cinco grados, se coagula y forma grumos. Igual que cuando rompes un huevo en agua hirviendo. Cuando Anders probó los grumos que había en el agua y dijo que sabían a huevo, comprendí enseguida que era sangre. Y que algo grave había pasado.

Anders Nygård entreabrió la boca ligeramente. De pronto, él también palideció bajo el bronceado.

– ¡Buen provecho! -murmuró Harry antes de marcharse.

5

Viernes. Underwater


Harry odiaba los bares temáticos. Bares irlandeses, bares de topless, bares de noticias o los peores, bares de famosos con fotos de clientes fijos notorios en las paredes. El tema del Underwater era una difusa mezcla marítima de submarinismo y nostalgia de barcos de madera. Pero cuando Harry iba por la mitad de la cuarta pinta de cerveza, los acuarios de agua verdosa y burbujeante, las escafandras y los interiores rústicos de madera crujiente dejaron de preocuparle. Podía haber sido peor. La última vez que estuvo en aquel establecimiento, la gente se levantó de pronto y se puso a cantar viejas arias de ópera, y, por un momento, Harry llegó a creer que los musicales por fin se habían impuesto en la vida real. Miró a su alrededor y constató con alivio que ninguno de los cuatro clientes que había en el local tenía pinta de ir a cantar, de momento.

– ¿Ambiente de vacaciones? -le preguntó a la chica que había detrás de la barra cuando le puso la pinta en la mesa.

– Es que son las siete -explicó ella, dándole el cambio de cien coronas, en lugar de doscientas.

Si hubiera podido, habría ido al Schrøder. Pero tenía la vaga impresión de que le habían prohibido volver y no estaba de humor para ir a comprobarlo. No en un día como aquél. Recordaba fragmentos de un episodio que se había producido el martes. ¿O fue el miércoles? Alguien empezó a hablar de aquella ocasión en que él salió en la tele, cuando hablaron de él como de un héroe policial noruego, porque había disparado a un asesino en Sidney. Un tipo hizo algún que otro comentario insultante. Algunos dieron en el blanco. ¿Le afectaron aquellos comentarios? ¿Se enzarzó en una pelea? No podía descartarse, aunque, por supuesto, las heridas que tenía en los nudillos y en la nariz cuando se despertó podían deberse a que hubiese tropezado y caído sobre los adoquines de la calle Dovregata.

Sonó el móvil. Harry miró el número para constatar enseguida que en esta ocasión tampoco era el de Rakel.

– Hola, jefe.

– ¿Harry? ¿Dónde estás? -Bjarne Møller sonaba preocupado.

– Bajo el agua. ¿Qué pasa?

– ¿Agua?

– Agua. Agua estancada. Agua mineral. Suenas… ¿cómo diría?… alterado.

– ¿Estás borracho?

– No lo suficiente.

– ¿Qué?

– Nada. Se me está agotando la batería, jefe.

– Uno de los policías que vigilaba el escenario del crimen amenazaba con escribir un informe sobre ti. Sostiene que estabas visiblemente «intoxicado» cuando llegaste.

– ¿Por qué «amenazaba» y no «amenaza»?

– Se lo quité de la cabeza. ¿Estabas bebido, Harry?

– Por supuesto que no, jefe.

– ¿Seguro que ahora dices la verdad, Harry?

– ¿Seguro que lo quieres saber, jefe?

Harry oyó a Møller suspirar al otro lado.

– Esto no puede continuar así, Harry. Tengo que decir hasta aquí hemos llegado.

– De acuerdo. Empieza por apartarme de este caso.

– ¡¿Cómo?!

– Ya me has oído. No quiero trabajar con ese cerdo. Pon a otro en este asunto.

– No tenemos hombres suficientes para…

– Entonces, despídeme. Me importa una mierda.

Harry metió el teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta. Notó que la voz de Møller vibraba débil contra el pezón. En el fondo, era ligeramente agradable. Apuró el vaso, se levantó y salió tambaleándose a la calurosa noche estival. Al tercer intento, un taxi se detuvo en la calle de Ullevålsveien.

– A la calle Holmenkollveien -dijo apoyando la nuca sudorosa en la piel fresca del asiento trasero. Mientras avanzaban, Harry iba mirando por la ventanilla las golondrinas que cruzaban el pálido cielo azul en busca de comida. A aquella hora del día salían los insectos. Era el marco del tiempo de las golondrinas, su posibilidad de sobrevivir. Desde esa hora hasta que se ponía el sol.


El taxi se detuvo en la calle que conducía hasta un chalé de vigas de madera, grande y oscuro.

– ¿Subimos? -preguntó el taxista.

– No, sólo vamos a quedarnos aquí un rato -explicó Harry.

Miró hacia la casa. Le pareció ver a Rakel en la ventana. Supuso que Oleg estaría a punto de irse a la cama. En aquel momento seguramente estaría dando la tabarra para quedarse un poco más ya que era…

– Hoy es viernes, ¿verdad?

El taxista asintió despacio con la cabeza sin dejar de mirar por el retrovisor.

Los días. Las semanas. Dios mío, lo rápido que crecen esos chicos.

Harry se frotó la cara en un intento de infundir algo de vida en esa máscara de muerte de un pálido otoñal que llevaba.

Aquel invierno la cosa no tenía tan mala pinta.

Harry había resuelto un par de casos importantes, tenía un testigo en el caso de Ellen, no bebía y Rakel y él habían progresado y habían pasado de ser sólo una pareja de enamorados a empezar a hacer cosas juntos como una familia. Y a Harry le gustaba. Le gustaban las excursiones a la cabaña. Las fiestas infantiles con él de cocinero delante de la barbacoa. Le gustaba invitar a su padre y a Søs a comer con ellos los domingos y ver cómo jugaba con Oleg su hermana con síndrome de Down. Y lo mejor de todo, seguían enamorados. Rakel había empezado a insinuar incluso que quizá fuese buena idea que Harry se mudase a vivir con ellos. Recurrió al argumento de que la casa era demasiado grande para ella y Oleg. Y Harry no se esforzó demasiado por encontrar argumentos en contra.

– Ya veremos cuando termine con el caso de Ellen -le dijo.

El viaje que habían reservado a Normandía, donde pasarían tres semanas en una vieja casa solariega y una semana en una barcaza, debería constituir la prueba que les confirmase si estaban preparados.

Y entonces empezaron a torcerse las cosas.

Él estuvo trabajando en el caso de Ellen todo el invierno. Fue un trabajo muy intenso. Demasiado intenso. Pero Harry no conocía otra forma de trabajar. Y Ellen Gjelten no había sido para él una simple colega, sino su mejor amiga y su alma gemela. Tres años habían pasado desde que ambos estuvieron tras la pista de un traficante de armas apodado «el Príncipe», y desde que un bate de béisbol acabó con la vida de Ellen. Los indicios hallados en el lugar del crimen apuntaban a Sverre Olsen, un viejo conocido de los círculos neonazis. Por desgracia, nunca pudieron oír su testimonio, ya que una bala le atravesó la cabeza cuando supuestamente iba a disparar contra Tom Waaler, que había ido a detenerlo. A pesar de todo, Harry estaba convencido de que el verdadero responsable del asesinato era el Príncipe, y había conseguido que Møller le permitiera realizar su propia investigación. Era algo sumamente personal que iba en contra de todos los principios de trabajo por los que se regía el grupo de Delitos Violentos, pero Møller le concedió poder llevarla a cabo un tiempo, como una especie de recompensa por los resultados que Harry había obtenido en relación con otros asuntos. Y aquel Invierno, por fin, sucedió algo positivo. Un testigo había visto a Sverre Olsen en Grünerløkka, sentado en un coche rojo con otra persona, la noche del asesinato, a sólo unos cientos de metros del lugar del crimen. El testigo era un tal Roy Kvinsvik, un tipo con antecedentes y un pasado que lo vinculaba a los círculos neonazis, ahora recién convertido a la Iglesia de Pentecostés de Filadelfia. Kvinsvik no era lo que nadie llamaría un testigo modelo, pero estuvo mirando largo y tendido la foto que Harry le enseñó y, al cabo de un buen rato, aseguró que sí, que aquella era la persona que había visto en el coche con Sverre. El hombre de la foto era Tom Waaler.

Harry llevaba tiempo sospechando de Waaler, pero, aun así, le impresionó que su sospecha se confirmara. Sobre todo porque eso indicaba que debían de existir más topos dentro del Cuerpo. De lo contrario, al Príncipe le habría sido imposible cubrir tantos frentes. Lo que a su vez significaba que Harry no podía fiarse de nadie. Y por esa razón no le había revelado a nadie lo que le dijo Roy Kvinsvik, porque era consciente de que sólo tendría una oportunidad, que la podredumbre había que arrancarla de un único tirón. Debía estar totalmente seguro de que la sacaría de raíz, si no, él estaría acabado.

Por este motivo, y sin decir nada a nadie, Harry empezó a trabajar para conseguir que su caso fuese totalmente impermeable. Sin embargo, aquello resultó más difícil de lo que había imaginado. Dado que ignoraba en quién podía confiar, empezó a buscar en los archivos después de que los demás se hubiesen marchado a sus casas y comenzó a entrar en la red interna y a imprimir correos electrónicos y listas de llamadas entrantes y salientes de las personas que sabía que eran amigos de Waaler. Se pasó tardes enteras sentado en un coche cerca de la plaza de Youngstorget, vigilando la pizzería de Herbert. Según la teoría de Harry, el tráfico de armas se llevaba a cabo a través del círculo neonazi que frecuentaba aquel establecimiento. Pero, viendo que aquello no le conducía a ninguna parte, empezó a vigilar a Waaler y a otros de sus colegas. Se concentró en los que pasaban mucho tiempo manejando armas en el campo de entrenamiento de 0kern. Estuvo un tiempo siguiéndolos de lejos y vigilando delante de sus casas muerto de frío mientras ellos dormían dentro. Llegaba a casa de Rakel de madrugada totalmente agotado y dormía un par de horas antes de ir a trabajar. Al cabo de un tiempo, ella le pidió que se fuese a dormir a su apartamento las noches que hiciese doble turno. No le había contado que aquel trabajo nocturno era off the record, off horas extraordinarias, off sus superiores y, en suma, off casi todo.

Y luego empezó a trabajar también off Broadway. Empezó a pasarse por la pizzería de Herbert. Primero una noche. Luego otra. Habló con los chicos. Les invitó a cerveza. Naturalmente, todos sabían quién era, pero una cerveza gratis era una cerveza gratis, así que los muchachos bebían, reían burlones y callaban. Poco a poco, Harry llegó a la conclusión de que no sabían nada. Aun así, siguió yendo. No se explicaba por qué. Tal vez le diese la sensación de estar cerca de algo, de hallarse cerca de la cueva del dragón, de que lo único que debía hacer era armarse de paciencia, debía esperar a que saliera el dragón. Sin embargo, ni Waaler ni ninguno de sus colegas aparecían nunca por allí, de modo que volvió a vigilar el edificio donde vivía Waaler. Una noche, a veinte grados bajo cero y con las calles vacías, un chico que llevaba una chaqueta corta y finita, se acercó a donde estaba su coche con ese paso entrecortado tan típico de los drogadictos. El joven se detuvo ante la puerta del edificio de Waaler y, tras mirar a derecha e izquierda, forzó la puerta con una palanca. Harry se quedó mirando sin hacer nada, consciente de que, si intervenía, lo descubrirían. Seguramente, el chico estaba demasiado colocado para atinar bien con la palanca, así que, al tirar, se soltó de la puerta una gran astilla de madera que emitió un ruido alto y desgarrador al tiempo que el joven se caía de espaldas, aterrizando en la nieve amontonada en el césped. Y allí se quedó. Se encendieron entonces las luces en algunas de las ventanas. En casa de Waaler se movieron las cortinas. Harry esperó. No pasó nada. Veinte grados bajo cero. Las luces de Waaler seguían encendidas. El chico seguía sin moverse. Harry se preguntaría muchas veces con posterioridad qué coño debería haber hecho. El móvil estaba sin batería a causa del frío, así que tampoco podía llamar al servicio de urgencias médicas. Esperó. Los minutos pasaban. Mierda de drogata. Veintiuno bajo cero. Menudo drogata gilipollas. Por supuesto, podría haber ido a urgencias y dar el aviso. Entonces, alguien salió por la puerta. Era Waaler. Tenía una pinta bastante cómica en albornoz, botas, gorro y manoplas. Se había bajado dos mantas. Harry observaba incrédulo mientras Waaler controlaba al joven el pulso y las pupilas antes de envolverlo en las mantas. Luego Waaler se quedó moviendo los brazos para calentarse y frunció los ojos en dirección al coche de Harry. Unos minutos más tarde la ambulancia se detuvo delante de la puerta.

Aquella noche, cuando Harry llegó a casa, se sentó en el sillón de orejas y se puso a fumar y a escuchar a Raga Rockers y a Duke Ellington, y se fue a trabajar sin haberse cambiado de ropa en cuarenta y ocho horas.

Rakel y Harry tuvieron su primera pelotera aquella noche de abril.

Él canceló a última hora la excursión a la cabaña y ella le advirtió que era la tercera vez en poco tiempo que él cancelaba una cita. Una cita con Oleg, precisó Rakel. Él la acusó de esconderse detrás de Oleg y de que, en realidad, le exigía que él diera prioridad a las necesidades de ella en lugar de dedicarse a dar con los que habían matado a Ellen. Ella le dijo entonces que Ellen era un fantasma y que se había encerrado con una muerta. Que eso no era normal, que se regodeaba en la tragedia, que era necrofilia, que no era Ellen quien le impulsaba, sino su propio deseo de venganza.

– Alguien te ha herido -le dijo Rakel-. Y ahora hay que dejar de lado todas las consideraciones para que tú puedas vengarte.

Antes de salir pitando por la puerta, Harry vislumbró el pijama de Oleg y sus ojos llenos de miedo tras los barrotes de la escalera.

A partir de aquel día, dejó de hacer cualquier cosa que no estuviese encaminada a atrapar a los culpables. Se dedicó a leer correos electrónicos a la luz del flexo, a quedarse mirando fijamente las ventanas a oscuras de diversos edificios y casas unifamiliares, a la espera de personas que nunca salían. Y a dormir poco en el apartamento de la calle Sofie.

Los días empezaban a ser más claros y largos, pero él seguía sin encontrar nada.

Y de repente, una noche, volvió a invadir su sueño una pesadilla de la infancia. Søs. El pelo, que se le quedaba enganchado en algo. La cara de terror de su hermana. Su propia parálisis. Y ese sueño volvió la noche siguiente. Y la siguiente.

Øystein Eikeland, un amigo de juventud que bebía en el bar de Malik cuando no llevaba el taxi, le dijo una noche que parecía estar muy cansado y le ofreció una anfeta barata. Harry rechazó la oferta y continuó su carrera, colérico y agotado.

Era cuestión de tiempo que todo se fuera a la mierda.

El desencadenante fue algo tan prosaico como una factura impagada. Estaban a finales de mayo y llevaba varios días sin hablar con Rakel cuando, sentado en la silla de la oficina, le despertó el sonido del teléfono. Rakel le dijo que la agencia de viajes reclamaba el pago de la casa solariega en Normandía. Les daban de plazo hasta final de la semana; si no pagaban, les ofrecerían su periodo de alquiler a otras personas.

– El viernes se acaba el plazo -fue lo último que dijo Rakel antes de colgar.

Harry se fue al aseo, se echó agua fría en la cara y se encontró con su propia mirada en el espejo. Debajo del pelo rubio mojado cortado al cepillo vio unos ojos enrojecidos sobre unas profundas ojeras y un par de mejillas demacradas. Intentó sonreír. Y se enfrentó a dos hileras de dientes amarillos. No se reconocía a sí mismo. Y comprendió que Rakel tenía razón, que se acababa el plazo para él y Rakel. Para él y Ellen. Para él y Tom Waaler.

Ese mismo día, fue a ver a su superior inmediato, Bjarne Møller, la única persona de la comisaría en quien confiaba plenamente. Mo11er asintió y negó alternativamente con la cabeza cuando Harry le contó lo que quería y le dijo finalmente que, por suerte, aquello no era competencia suya y que Harry debía tratarlo directamente con el comisario jefe de la Policía Judicial. Y también le dijo que, de todas formas, debería pensárselo dos veces antes de ir a verlo. Harry se fue directamente del despacho cuadrado de Møller al ovalado del jefe de la Policía Judicial, llamó a la puerta, entró y le comunicó lo que sabía.

Un testigo que había visto a Tom Waaler en compañía de Sverre Olsen. Y el hecho de que precisamente fuese Tom Waaler quien disparó a Olsen durante la detención. Eso era todo. Eso era cuanto tenía después de cinco meses de duro trabajo, cinco meses de vigilancia, cinco meses al borde de la locura.

El comisario jefe le preguntó a Harry cuál creía él que podría ser el móvil de Tom Waaler para, supuestamente, matar a Ellen Gjelten.

Harry le contestó que Ellen tenía información peligrosa. La misma noche que la asesinaron, le dejó a Harry un mensaje en el contestador diciendo que sabía quién era el Príncipe, el cerebro tras la importación ilegal de armas, el responsable de que los delincuentes de Oslo anduviesen de pronto armados hasta los dientes con armas cortas profesionales.

– Por desgracia, cuando le devolví la llamada era demasiado tarde -confesó Harry intentando leer la expresión en la cara del jefe de la Policía Judicial.

– ¿Y Sverre Olsen? -preguntó el comisario jefe.

– Cuando dimos con él, el Príncipe lo mató para que no delatara al hombre que estaba tras el asesinato de Ellen.

– ¿Y dijiste que el Príncipe es…?

Harry repitió el nombre de Tom Waaler y el comisario jefe asintió con la cabeza sin hablar, antes de concluir:

– Eso quiere decir que es uno de los nuestros. Uno de nuestros comisarios más respetados.

Durante los diez segundos siguientes, Harry tuvo la sensación de hallarse en un vacío, ni un gramo de aire, ningún sonido. Era consciente de que su carrera policial podría terminar allí y en aquel mismo momento.

– Muy bien, Hole. Me entrevistaré con ese testigo tuyo antes de decidir lo que vamos a hacer a partir de ahora. -El jefe de la Policía Judicial se puso de pie-. Y supongo que comprendes que, de momento, esto tiene que quedar entre tú y yo.


– ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?

Harry se sobresaltó al oír la voz del taxista. Había estado a punto de dormirse.

– Ya nos vamos -dijo echando un último vistazo al chalé de vigas de madera.

Bajaban por la calle Kirkeveien, cuando sonó el móvil. Era Beate.

– Creemos haber encontrado el arma -dijo-. Y tenías razón. Es una pistola.

– En ese caso, bien por los dos.

– Bueno, no era tan difícil de encontrar. Estaba en el cubo de la basura, debajo del fregadero.

– ¿Marca y número de serie?

– Una Glock 23. El número está lijado.

– ¿Y las marcas del lijado?

– Si quieres saber si son las mismas que las que encontramos en las demás armas cortas que hemos confiscado en Oslo últimamente, la respuesta es sí.

– Comprendo -Harry se cambió el móvil a la mano izquierda-. Lo que no comprendo es por qué me llamas para contarme lodo esto. No es asunto mío.

– Yo no estaría tan segura de ello, Harry. Møller ha dicho…

– ¡Møller y todo el puto Cuerpo de Policía de Oslo pueden irse a la mierda!

El propio Harry se asustó de la estridencia de su voz. Vio en el espejo retrovisor que el taxista enarcaba las cejas.

Sorry, Beate. Es que… ¿Sigues ahí?

– Sí.

– Ahora mismo estoy un poco fuera de combate.

– Esto puede esperar.

– ¿El qué?

– No hay prisa.

– Venga.

Beate dejó escapar un suspiro.

– Pues, ¿te diste cuenta de la hinchazón que tenía Camilla Loen justo encima del párpado?

– Claro.

– Yo pensé que el asesino la habría golpeado o que se dio ahí al caer. Pero resultó que no era una hinchazón.

– ¿Ah, no?

– El forense apretó el bulto. Estaba duro como una piedra, así que metió el dedo por debajo del párpado y, ¿sabes lo que encontró encima del globo ocular?

– Pues… -dijo Harry-. Pues no…

– Una pequeña gema roja tallada en forma de estrella. Creemos que es un diamante. ¿Qué me dices a eso?

Harry tomó aire y miró el reloj. Aún faltaban tres horas para que dejasen de servir en el Sofie.

– Que no es asunto mío -respondió antes de apagar el teléfono.

6

Viernes. Agua


Hay sequía, pero yo he visto al policía salir de debajo del agua.

Agua para los sedientos. Agua de lluvia, agua de río, agua de feto.

Él no me vio a mí. Se fue tambaleándose por la calle Ullevålsveien, donde intentaba parar un taxi. Nadie quería llevarlo. Como uno de los espíritus inquietos que pasean por la orilla del río y que el tipo del trasbordador no quiere llevar al otro lado. Yo sé en parte lo que se siente. Al verse ultrajado por aquéllos a quienes has dado de comer. Al verse rechazado cuando uno necesita ayuda, por una vez. Al descubrir que te escupen y que tú no tienes a nadie a quien escupir. Al comprender poco a poco lo que uno debe hacer. Lo paradójico es, naturalmente, que al taxista que se apiada de ti, le cortas el cuello.

7

Martes. Despido


Harry se fue hacia el fondo de la tienda, abrió la puerta de cristal del frigorífico donde estaba la leche y se inclinó hacia el interior. Se subió la camiseta sudada, cerró los ojos y sintió en la piel el aire refrescante.

Habían dicho que tendrían una noche tropical y los pocos clientes que había en el establecimiento habían ido a buscar comida para barbacoa, cervezas y refrescos.

Harry la reconoció por el color del pelo. Estaba de espaldas a él, en la sección de la carne. El ancho trasero rellenaba perfectamente los vaqueros. Cuando se dio la vuelta, vio que llevaba un top con una cebra en el centro, aunque igual de ajustado que el de leopardo. Vibeke Knutsen cambió de opinión, dejó los filetes empaquetados, empujó el carro de la compra hasta el arcón frigorífico y sacó dos paquetes de filetes de bacalao.

Harry se bajó la camiseta y cerró la puerta de cristal. No iba a comprar leche. Ni carne, ni bacalao. A decir verdad, quería lo mínimo indispensable, sólo algo para comer. No por el hambre, sino por su estómago. Su estómago se había rebelado la noche anterior. Sabía por experiencia que si no comía algo sólido ahora, no podría retener, ni una gota de alcohol. En su carro de la compra había un pan integral y una bolsa del Vinmonopolef [1] que había al otro lado de la calle.

Lo completó con medio pollo y un paquete de seis cervezas Hansa y caminó errante junto al mostrador de la fruta antes de aterrizar en la cola de la caja justo detrás de Vibeke Knutsen. No lo había planeado, pero quizá tampoco fuese pura casualidad.

La mujer se dio media vuelta y, aunque no lo vio, arrugó la nariz como si oliera mal, algo que Harry no podía descartar. Vibeke Knutsen le pidió a la cajera dos paquetes de cigarrillos Prince Mild.

– Creía que intentabais mantener un espacio libre de humo.

Vibeke se dio la vuelta y lo miró sorprendida. Le dedicó tres sonrisas diferentes. Primero una rápida, automática. Luego, una de reconocimiento. Finalmente y después de pagar su compra, una llena de curiosidad.

– Y por lo que veo, tú vas a dar una fiesta en casa.

La mujer metió la compra en una bolsa de plástico.

– Algo así -murmuró Harry devolviéndole la sonrisa.

Ella inclinó la cabeza levemente. Las rayas de cebra se movían.

– ¿Muchos invitados?

– Varios. Todos sin invitación.

La cajera le entregó el cambio a Harry, pero éste señaló con la cabeza a la caja de monedas del Ejército de Salvación.

– Supongo que podrás echarlos, ¿no? -La sonrisa se reflejaba ya en sus ojos.

– Bueno. Precisamente estos invitados no se dejan ahuyentar tan fácilmente.

Las botellas de Jim Beam tintinearon alegremente contra las cervezas cuando levantó las bolsas.

– Ah… ¿Viejos amigos de juerga?

Harry la miró. Parecía saber de qué hablaba. Le resultó más extraño aún que fuera pareja de un tipo tan serio. O mejor dicho, que un tipo tan serio la tuviese a ella por pareja.

– No tengo amigos -aseguró Harry.

– Una dama, entonces. ¿De las pesadas?

Fue a sujetarle la puerta, pero era de esas automáticas. Al fin y al cabo, sólo había estado en aquella tienda unas doscientas veces… Se quedaron en la acera, el uno frente al otro.

Harry no sabía qué decir. Quizá por eso lo dijo:

– Tres damas. A veces se van, si bebo lo suficiente.

– ¿Qué?

Vibeke se hizo sombra con la mano y lo miró.

– Nada. Sorry. Estaba pensando en voz alta. Es decir, no pienso… pero lo hago en voz alta. Parlotear, creo que se llama. Yo…

No entendía por qué la mujer seguía allí.

– Han estado subiendo y bajando nuestras escaleras todo el fin de semana -dijo ella al cabo de unos segundos.

– ¿Quién?

– La policía.

Harry asimiló lentamente la información de que había pasado un fin de semana desde que estuvo en el apartamento de Camilla Loen. Intentó ver su imagen reflejada en la ventana de la tienda. ¿Todo el fin de semana? ¿Qué pinta tendría ahora?

– No nos queréis revelar nada -dijo ella-. Y los periódicos dicen que no tenéis pistas. ¿Es verdad?

– No es mi caso -dijo Harry.

– Vale -Vibeke Knutsen asintió con la cabeza. Y empezó a sonreír.

– ¿Y sabes qué?

– ¿Qué?

– Supongo que está bien así.

Transcurrieron un par de segundos, hasta que Harry se dio cuenta de lo que quería decir. Y se echó a reír. Hasta que la risa se convirtió en una tos muy fea.

– Es raro que no te haya visto antes en esta tienda -dijo cuando recuperó el aliento.

Vibeke se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? A lo mejor volvemos a vernos pronto.

Le sonrió radiante y echó a andar. Las bolsas de plástico se meneaban de un lado a otro al ritmo del trasero. «Tú y yo somos animales en África.» Harry lo pensó tan alto que, por un instante, temió haberlo dicho.


Había un hombre sentado en la escalera delante de la puerta de la calle Sofie con la chaqueta echada por los hombros y apretándose el estómago con la mano. Tenía la camisa manchada de negros cercos de sudor en el pecho y en las axilas. Cuando vio a Harry, se levantó.

Harry tomó aire y se armó de valor. Era Bjarne Møller.

– Dios mío, Harry.

– Dios mío, jefe.

– ¿Sabes la pinta que tienes?

Harry sacó las llaves.

– ¿Como si no estuviera bien entrenado?

– Se te ordenó participar en la investigación del caso de asesinato durante el fin de semana y nadie te ha visto el pelo. Y hoy ni siquiera has ido a trabajar.

– Me quedé dormido, jefe. Y no está tan lejos de la verdad como tú crees.

– Ajá. ¿Quizá también estuviste dormido las semanas anteriores a este viernes durante las cuales no apareciste?

– Bueno. Las nubes se dispersaron después de la primera semana, así que llamé al trabajo. Pero me dijeron que alguien me había puesto en la lista de vacaciones. Pensé que serías tú.

Harry entró en el portal con paso enérgico y con Møller pisándole los talones.

– Tuve que hacerlo -suspiró sin dejar de apretarse el estómago con la mano-. ¡Cuatro semanas, Harry!

– Bueno, una millonésima de segundo en el universo…

– ¡Y ni una palabra sobre dónde has estado!

Harry guió la llave laboriosamente dentro de la cerradura.

– Eso viene ahora, jefe.

– ¿El qué?

– Una palabra sobre dónde he estado: aquí.

Harry empujó la puerta del apartamento y enseguida sintieron la bofetada de un olor agridulce a basura revenida, cerveza y colillas.

– ¿Te habrías sentido mejor sabiéndolo?

Harry entró y Møller lo siguió con paso vacilante.

– No tienes que quitarte los zapatos, jefe -le gritó Harry desde la cocina.

Møller alzó la vista al cielo con los ojos en blanco y cruzó el salón intentando no pisar las botellas vacías, los platos llenos de colillas y los discos de vinilo.

– ¿Te has pasado aquí cuatro semanas bebiendo, Harry?

– Con algunas pausas, jefe. Algunas pausas largas. Estoy de vacaciones, ¿verdad? La semana pasada no pude probar ni una gota.

– Tengo malas noticias, Harry -gritó Møller soltando el pasador de la ventana y empujando el marco febrilmente. Al tercer empujón, la ventana se abrió por fin. Con un gemido, Møller se desabrochó el cinturón y el primer botón del pantalón. Cuando se dio la vuelta, Harry estaba en el umbral de la puerta del salón con una botella de whisky abierta en la mano.

– ¿Cómo de malas? -Harry miró el cinturón aflojado de su jefe-. ¿Me vas a azotar? ¿O me vas a violar?

– Digestión lenta -explicó Møller.

– Ya -Harry olió la boca de la botella -. Una expresión curiosa ésa de «digestión lenta». Yo también he tenido problemas estomacales, así que he leído sobre el tema. La digestión puede durar de doce a veinticuatro horas. En todo el mundo. En cualquier caso. No es que tus intestinos necesiten más tiempo, es sólo que duelen más.

– Harry…

– ¿Una copa, jefe? A no ser que la quieras limpia.

– He venido a decirte que se acabó, Harry.

– ¿Vas a romper conmigo?

– ¡Basta ya!

Møller dio en la mesa tal puñetazo que hizo saltar las botellas, y se hundió en un sillón orejero de color verde. Se pasó la mano por la cara.

– He arriesgado mi puesto para salvarte demasiadas veces, Harry. Hay personas en mi vida que significan para mí más que tú, personas a las que debo mantener. Se acabó, Harry. No puedo ayudarte más.

– Vale.

Harry se sentó en el sofá y llenó uno de los vasos.

– Nadie te ha pedido que me ayudes, jefe, pero gracias de todos modos. Por el tiempo que duró. Salud.

Møller aspiró profundamente y cerró los ojos.

– ¿Sabes qué, Harry? A veces eres el gilipollas más arrogante, egoísta y estúpido del mundo.

Harry se encogió de hombros y apuró el vaso de un trago.

– He redactado tu carta de despido -dijo Møller.

Harry dejó el vaso y volvió a llenarlo.

– Está en la mesa del jefe de la Policía Judicial. Lo único que le falta es su firma. ¿Comprendes lo que eso significa, Harry?

Harry asintió.

– ¿Estás seguro de no querer un traguito antes de irte, jefe?

Møller se levantó. En el umbral de la puerta del salón se dio la vuelta.

– No te imaginas lo que me duele verte así, Harry. Rakel y este trabajo era todo lo que tenías. Primero pasas de Rakel y ahora pasas del trabajo.

«Perdí ambas cosas hace exactamente cuatro semanas», resonó el pensamiento de Harry.

– Me duele muchísimo, Harry.

La puerta se cerró detrás de Møller.

Tres cuartos de hora más tarde, Harry dormía en el sillón. Había recibido visita. No de las tres mujeres de costumbre. Sino del comisario jefe de la Policía Judicial.

Habían pasado cuatro semanas y tres días. Fue el jefe de la Policía Judicial en persona quien solicitó que la reunión se celebrase en el Boxer. Una taberna para los felices sedientos, a un tiro de piedra de la comisaría y a un par de pasos inseguros del arroyo. Sólo él, Harry y Roy Kvinsvik. Le explicó que, mientras no hubiese tomado una decisión, más valía hacerlo todo de la manera menos oficial posible, para que él mantuviera intactas todas las posibilidades de retroceso.

Nada dijo, eso sí, de las posibilidades de retroceso de Harry.

Cuando Harry llegó al Boxer un cuarto de hora más tarde de lo acordado, el comisario jefe ya estaba sentado al fondo del local, tomándose una cerveza. Harry sintió su mirada mientras se sentaba, aquellos ojos azules que, a ambos lados de su estrecha y majestuosa nariz, brillaban desde la profundidad de sus cuencas. Tenía el pelo gris y tupido y un porte erguido y delgado para su edad. El comisario jefe no se parecía en nada a esos sesentones de los que a uno le cuesta imaginar que hayan sido jóvenes alguna vez. En el grupo de Delitos Violentos lo llamaban «el Presidente» porque su despacho era oval, pero también porque él, sobre todo cuando se trataba de reuniones oficiales, hablaba como si lo fuera. Aquel día, en cambio, fue «lo menos oficial posible». La boca sin labios del jefe de la Policía Judicial se abrió por fin.

– Vienes solo.

Harry le pidió al camarero un agua de Farris, cogió un menú que había sobre la mesa y, mientras examinaba la primera página, dijo descuidadamente, como si se tratara de una información superflua.

– Ha cambiado de opinión.

– ¿Tu testigo ha cambiado de opinión?

– Sí.

El comisario jefe tomó un largo trago de cerveza.

– Se ha pasado cinco meses consintiendo en ser testigo -dijo Harry-. La última vez fue anteayer. ¿Crees que el Eisbein estará bueno?

– ¿Qué ha dicho?

– Habíamos quedado en que yo iría a buscarlo después de la reunión de hoy en la Iglesia de Filadelfia. Cuando llegué, dijo que lo había pensado mejor. Que había llegado a la conclusión de que el hombre al que había visto en el coche con Sverre Olsen no era Tom Waaler.

El comisario jefe miró fijamente a Harry. Luego, con un gesto que Harry interpretó como la finalización de la entrevista, se subió la manga del abrigo y miró el reloj.

– Entonces no nos queda otra que presumir que se trataba de otra persona, y que el hombre al que vio tu testigo no era Tom Waaler. ¿Tú qué dices, Hole?

Harry tragó saliva. Y volvió a tragar. Sin dejar de observar atentamente el menú.

Eisbein. Yo digo Eisbein.

– Lo que tú digas. Tengo que irme, pero cárgalo en mi cuenta.

Harry se rió.

– Te lo agradezco, pero si he de serte sincero, tengo la desagradable sensación de que voy a quedarme solo con la cuenta de todas formas.

El comisario jefe frunció el entrecejo y habló con la irritación vibrándole en las cuerdas vocales.

– Yo te voy a ser sincero, Hole. Es de sobra sabido que tú y el comisario Waaler no os soportáis. Desde que formulaste esas infundadas acusaciones, he albergado la sospecha de que tu antipatía personal había influido en tu juicio. Y según lo veo yo, acabas de confirmarme tal sospecha.

El comisario jefe empujó el vaso de cerveza medio lleno hacia el centro de la mesa, se levantó y se abrochó el abrigo.

– Por lo tanto, iré al grano y espero que quede claro, Hole. El asesinato de Ellen Gjelten está resuelto y el caso queda cerrado. Ni tú ni nadie ha podido aportar algo nuevo y sustancial que justifique una nueva investigación. Si se te ocurre acercarte a este asunto otra vez, se te considerará culpable de desacato a una orden y tu carta de despido con mi firma irá a parar inmediatamente al consejo de contratación. No hago esto porque sea mi intención consentir la existencia de policías corruptos, sino porque es mi deber mantener la moral de trabajo de este organismo a cierto nivel. No podemos permitirnos tener policías que gritan a destiempo «¡que viene el lobo!». Si descubro que, de alguna manera, intentas seguir adelante con las acusaciones contra Waaler, te apartaré inmediatamente del servicio y el caso pasará a Asuntos Internos.

– ¿Qué caso? -preguntó Harry-. ¿El de Waaler contra Gjelten?

– El de Hole contra Waaler.

Una vez se hubo marchado el comisario jefe, Harry se quedó mirando el vaso de cerveza medio lleno. Podía obedecer al pie de la letra las órdenes del comisario jefe, pero eso no cambiaría nada. Estaba acabado de todas formas. Había fallado, y ahora era un riesgo para los suyos. Un traidor paranoico, una bomba a punto de estallar de la que se desharían a la primera de cambio. Sólo dependía de Harry darles una oportunidad.

Llegó el camarero con la botella de agua y le preguntó si quería comer algo. O beber algo. Harry se humedeció los labios mientras se debatía entre pensamientos contradictorios. Sólo había que darles una oportunidad, otros harían el resto.

Empujó la botella de agua a un lado y respondió a la pregunta del camarero.

Hacía cuatro semanas y tres días. Fue entonces cuando todo empezó. Y terminó.

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