Martes y miércoles. Chow Chow
El martes la temperatura de las zonas umbrías de Oslo subió hasta los veintinueve grados y, a las tres de la tarde, la gente empezó a escapar de las oficinas hacia las playas de Huk y Hvervenbukta. Los turistas acudían en masa a las terrazas de Aker Brygge y al Frognerparken, donde los visitantes sudorosos sacaban la foto obligada del Monolito antes de bajar hasta la fuente con la esperanza de que un golpe de aire les proporcionase una ducha refrescante de agua en polvo.
Aparte de los turistas, todo estaba en calma y la poca vida que había discurría a cámara lenta.
Los obreros se apoyaban en las máquinas con el torso desnudo, sobre los andamios del solar en el que antes estaba el hospital Rikshospitalet los albañiles miraban las calles vacías y los taxistas buscaban paradas con sombra donde, en grupos, discutían el asesinato de la calle Ullevålsveien. Tan sólo había señales de aumento de la actividad en la calle Akersgata, donde los vendedores de sucesos se habían olvidado de las noticias de relleno para lanzarse ávidos sobre las novedades del asesinato aún reciente. Como muchos de los colaboradores fijos estaban de vacaciones, los redactores habían recurrido a todo, desde estudiantes de periodismo que hacían sustituciones durante el verano hasta colegas de la sección de Política que libraban dos días. Sólo se salvaron los periodistas de Cultura. Aun así, todo estaba más tranquilo que de costumbre. Eso podía deberse a que el periódico Aftenposten se había trasladado desde la tradicional calle de los diarios al edificio Postgiro, más cerca del centro de la ciudad, pero en cualquier caso, una variante pueblerina y poco agraciada de un rascacielos que apuntaba a una bóveda celeste sin nubes. Habían intentado arreglar un poco el aspecto del coloso de color marrón dorado para adaptarlo al nuevo proyecto urbanístico de Bjørvika, pero, desde su despacho, el periodista de Sucesos Roger Gjendem sólo tenía vistas al Plata, el mercado de los drogadictos, y su galería de tiro al aire libre detrás de los barracones, donde surgiría aquel nuevo mundo maravilloso. Sin querer, miraba allí abajo de vez en cuando por si veía a Thomas. Pero Thomas estaba en la cárcel de Ullernsmo, cumpliendo condena por haber intentado robar aquel invierno en el edifico donde vivía un agente de policía. ¿Cómo podía nadie ser tan tonto? O estar tan desesperado. Al menos, Roger se ahorraría ver cómo su hermano pequeño se metía una sobredosis en el brazo.
Formalmente, Aftenposten no había contratado a un nuevo encargado desde que el anterior aceptó el paquete económico que formaba parte del plan de reducción de plantilla, sino que habían incluido los Sucesos en la sección de Noticias. En la práctica, eso significaba que Roger Gjendem tenía que hacer de redactor de Sucesos por un salario de periodista raso. Estaba sentado a su mesa con los dedos sobre el teclado, contemplando la cara sonriente de mujer que había escaneado como fondo de pantalla, la misma con cuyo recuerdo se entretenía ahora su mente y que, por tercera vez, había hecho la maleta y se había largado dejándolo solo en el apartamento de la calle Seilduksgata. Sabía que, en esta ocasión, Devi no volvería y que había llegado el momento de seguir adelante. Entró en el panel de control y borró la imagen del fondo. Eso ya era un comienzo. Había tenido que abandonar el asunto sobre heroína en el que estaba trabajando. Y bien estaba: odiaba escribir sobre drogas. Devi insistía siempre en que era a causa de Thomas. Roger intentó olvidarse de Devi y de su hermano pequeño y centrarse en el tema sobre el que debía escribir. Un resumen del asesinato de la calle Ullevålsveien, un artículo de transición mientras esperaban que avanzara el caso, que aparecieran nuevas circunstancias, un sospechoso, o dos. Aquélla debería ser una tarea fácil desde todos los puntos de vista: se trataba de un caso sexual, con la mayoría de los ingredientes que un periodista de sucesos podría desear. Una mujer joven y soltera de veintiocho años asesinada a tiros en la ducha de su propia casa un viernes a plena luz del día. La pistola que la policía encuentra en el cubo de la basura del apartamento resulta ser el arma del crimen. Ningún vecino ha visto nada, no se han observado extraños en el edificio y sólo uno de los vecinos cree haber oído algo que podría ser un disparo. Dado que no existen señales de que hayan forzado la entrada, la policía ha trabajado a partir de la hipótesis de que la misma Camilla Loen dejó entrar al autor del crimen, pero no hay nadie en su círculo de amistades que destaque como sospechoso porque todos tienen coartadas más o menos consistentes. El hecho de que Camilla Loen saliera a las cuatro y cuarto de la oficina de Leo Burnett donde trabajaba como diseñadora y de que hubiese quedado a las seis con dos amigas en la terraza del restaurante Kunstnernes Hus invalida por poco probable la posibilidad de que hubiera invitado a alguien a su casa. Tan improbable como la hipótesis de que alguien hubiese llamado a la puerta de Camilla Loen y hubiese logrado colarse con una identidad falsa, ya que ella pudo ver a la persona por la videocámara.
Y como si no bastara que la redacción pudiera ofrecer titulares como «Asesinato estilo Psicosis», o «El vecino notó sabor a sangre», se filtraron dos detalles que dieron lugar a sendos titulares los días sucesivos: «Camilla Loen tenía amputado el dedo índice izquierdo». Y este otro: «Hallado diamante rojizo en forma de estrella de cinco puntas bajo el párpado de la víctima».
Roger Gjendem comenzó a redactar su resumen en presente histórico para darle más dramatismo, pero se dio cuenta de que el contenido no precisaba de tal recurso y borró lo que había escrito. Permaneció un rato con la cabeza apoyada entre las manos. Hizo doble clic en el icono de la papelera, puso la flecha del ratón en «Vaciar papelera» y dudó un instante. Era la única foto que conservaba de ella. En el apartamento ya había eliminado todos los indicios de su existencia e incluso había lavado el jersey que ella solía pedirle prestado y que a él le gustaba llevar porque conservaba su olor.
– Adiós -murmuró al tiempo que pulsaba el botón.
Repasó la introducción de su síntesis. Decidió cambiar «la calle de Ullevålsveien» por «cementerio de Vår Frelser», sonaba mejor. Empezó a escribir. Y esta vez le salió bien.
A las siete, la gente empezó a volver a regañadientes de las playas, donde el sol seguía calentando desde un cielo limpio de nubes. Dieron las ocho y las nueve, y la gente, con las gafas de sol, bebía cerveza mientras los camareros de los locales sin terraza observaban ociosos. Dieron las diez y media, la colina de Ullernåsen se tiñó de rojo y justo después descendió el sol, pero no la temperatura. Tendrían otra noche de calor tropical y la gente ya se marchaba a sus casas dejando los restaurantes y los bares para ir a acostarse y pasar la noche sin dormir, sudando entre las sábanas.
En la calle Akersgata se acercaba ya la hora de cierre de la edición y las diferentes redacciones se reunían para celebrar la última puesta en común sobre la portada. La policía no les había facilitado más información, pero no porque fuese reacia a darla, sino que más bien parecía que, cuatro días después del asesinato, no tenía nada que contarle a la prensa. Por otro lado, ese silencio policial daba más margen a las especulaciones. Había llegado el momento de ser creativos.
Más o menos a la misma hora sonaba el teléfono en Oppsal, en una casa de madera pintada de amarillo con un huerto de manzanos. Beate Lønn sacó la mano por debajo del edredón pensando si su madre, que dormía en el piso de abajo, se habría despertado con el timbre. Era lo más probable.
– ¿Estabas dormida? -preguntó una voz bronca.
– No -respondió Beate-. ¿Acaso hay alguien que pueda dormir?
– Bueno. Yo me acabo de despertar.
Beate se sentó en la cama.
– ¿Qué tal?
– Pues… ¿qué puedo decir? Sí, bueno, mal. Supongo que eso es lo que puedo decir.
Pausa. No era la conexión telefónica la responsable de que a Beate le sonara lejana la voz de Harry.
– ¿Huellas técnicas?
– Sólo lo que has leído en los periódicos -explicó ella.
– ¿Qué periódicos?
Beate dejó escapar un suspiro.
– Sólo lo que ya sabes. Hemos recogido huellas dactilares y ADN en el apartamento, pero de momento parece que no podemos relacionarlo con el asesino.
– Asesino no -la corrigió Harry-. Homicida.
– Homicida -bostezó Beate.
– ¿Habéis averiguado de dónde procede el diamante?
– Estamos en ello. Los joyeros a los que hemos consultado dicen que los diamantes rojos no son tan raros pero la demanda en Noruega es escasa. Dudan de que los venda un joyero noruego. Si procede del extranjero, aumenta la posibilidad de que el autor del crimen sea extranjero, por supuesto.
– Ajá.
– ¿Qué pasa, Harry?
Harry tosió ruidosamente.
– Sólo quería estar al día.
– Lo último que te oí decir fue algo así como que esto no era unto tuyo.
– Y no lo es.
– Entonces, ¿qué quieres?
– Bueno. Me ha despertado una pesadilla.
– ¿Quieres que vaya a arroparte?
– No.
Otra pausa.
– He soñado con Camilla Loen. Y con el diamante que encontrasteis.
– ¿Y qué?
– Pues que creo que ahí hay algo.
– ¿Como qué?
– No lo sé. Pero ¿sabías que antiguamente solían poner una moneda en el ojo del difunto antes de enterrarlo?
– No.
– Era el pago para el barquero que debía llevar el alma al reino de los muertos. Creían que si el alma no lograba llegar al otro lado, no encontraría la paz. Piénsalo.
– Gracias por la sugerencia, Harry, pero no creo en fantasmas.
Harry no contestó.
– ¿Algo más?
– Sólo una pregunta. ¿Sabes si el comisario jefe también ha iniciado sus vacaciones esta semana?
– Así es.
– ¿No sabrás por casualidad… cuándo vuelve?
– Dentro de tres semanas. ¿Y tú qué?
– ¿Yo qué de qué?
Beate oyó el clic de un mechero. Suspiró.
– Que cuándo vuelves.
Oyó que Harry inhalaba, retenía el humo y lo dejaba escapar lentamente antes de contestar.
– Me ha parecido oírte decir que no crees en fantasmas.
Casi a la misma hora a la que Beate colgaba el teléfono, Bjarne Møller se despertaba en su cama con dolor abdominal. Se quedó tumbado retorciéndose hasta que, hacia las seis, se dio por vencido y se levantó. Desayunó despacio absteniéndose de tomar café y enseguida se sintió mejor. Cuando llegó a la comisaría pasadas las ocho, comprobó con sorpresa que los dolores habían desaparecido. Cogió el ascensor hasta su despacho y lo celebró tomándose el primer trago de café mientras leía los periódicos del día con los pies encima de la mesa.
El Dagbladet tenía en la portada una foto de una Camilla Loen sonriente, debajo del titular: «¿Amante secreto?». La portada del VG llevaba la misma foto, pero con otro titular: «Vidente anuncia celos». Sólo al resumen del Aftenposten parecía interesarle la realidad.
Møller meneó la cabeza, miró el reloj y marcó el número de Tom Waaler, que acababa de poner fin a la reunión matutina con el grupo de investigación.
– Nada nuevo todavía -admitió Waaler-. Hemos ido preguntando de puerta en puerta por el vecindario y hemos hablado con los propietarios y trabajadores de todos los comercios cercanos. Hemos comprobado los taxis que se encontraban en la zona durante el periodo en cuestión, hemos hablado con nuestros informadores y hemos repasado las coartadas de todos los delincuentes con antecedentes de delitos sexuales. Nadie destaca como posible sospechoso, por decirlo de alguna manera. Para ser sincero, no creo que en este caso el culpable sea un tipo al que conozcamos. No hay signos de agresión sexual. El dinero y los objetos de valor estaban intactos. Y tampoco hay ningún aspecto que nos resulte familiar, nada que re-cuerde a algo que hayamos visto con anterioridad. Lo del dedo y el diamante, por ejemplo…
Møller oyó gruñir a sus intestinos. Esperaba que fuera de hambre.
– O sea, que no tienes buenas noticias, ¿no?
– La comisaría de Majorstua nos ha cedido tres hombres, así que ahora somos diez en la investigación técnica. Y a Beate le ayudan a repasar lo que encontramos en el apartamento los técnicos de la KRIPOS. [2] Teniendo en cuenta que es época de vacaciones, no estamos nada mal de personal. ¿Te suena bien?
– Gracias Waaler, esperemos que siga así. Lo del personal, quiero decir.
Møller colgó y giró la cabeza para mirar por la ventana antes de volver a centrarse en la prensa. Pero permaneció así, con el cuello torcido en una postura muy incómoda y la vista orientada al césped que se extendía ante la comisaría. Había divisado una figura que subía a pie desde Grønlandsleiret. No andaba deprisa, pero parecía ir bastante derecho y no cabía duda de qué dirección llevaba. Se encaminaba a la comisaría.
Møller se levantó, salió al pasillo y llamó a Jenny para que trajese otra taza y más café. Volvió a entrar, se sentó y sacó a toda prisa unos viejos documentos de uno de los cajones.
Tres minutos más tarde llamaron a la puerta.
– ¡Adelante! -gritó Møller sin levantar la vista de los documentos, una denuncia de doce páginas en la que el propietario de un perro acusaba a la clínica canina de la calle Skippergata de medicación errónea y de causar la muerte de sus dos perros de raza Chow Chow. Se abrió la puerta y Møller le indicó con un gesto al recién llegado que entrara, sin dejar de ojear las páginas que describían la cría de los perros, los premios obtenidos en exposiciones y la extraordinaria inteligencia de que estaban dotados.
– Vaya -dijo Møller cuando por fin levantó la vista-. Creía que te habíamos despedido.
– Bueno. Como la carta de despido todavía está sin firmar en la mesa del comisario jefe y seguirá así por lo menos otras tres semanas, tendré que presentarme al trabajo mientras tanto. ¿O qué, jefe?
Harry se sirvió café de la jarra que había llevado Jenny y, rodeando la mesa de Møller, se acercó con la taza hasta la ventana.
– Pero eso no significa que trabaje en el caso de Camilla Loen.
Bjarne Møller se dio la vuelta y observó a Harry. Lo había visto ya en un sinfín de ocasiones: Harry podía ser un día el vivo retrato de una experiencia-al-borde-de-la-muerte y, al día siguiente, pasearse por ahí como un Lázaro sanado de ojos enrojecidos. Sin embargo, a él le resultaba igual de sorprendente cada vez.
– Si crees que el despido es un farol, te equivocas, Harry. Esta vez no es un tiro de intimidación, es definitivo. Siempre que has infringido las normas he sido yo quien ha conseguido que te dieran otra oportunidad. Por lo tanto, también ahora tengo que asumir la responsabilidad.
Bjarne Møller buscó señales de petición de clemencia en los ojos lie Harry. No las encontró. Menos mal.
– Así es, Harry. Se acabó.
Harry no contestó.
– Antes de que se me olvide, tu licencia para llevar armas ha sido suspendida con efecto inmediato. Es el procedimiento habitual. Así que vete a la oficina de armas y entrega todas las pipas que lleves encima.
Harry asintió con la cabeza. El jefe lo miró. ¿No vislumbraba en su semblante la expresión confusa del niño que acaba de recibir una bofetada? Møller se llevó la mano al último ojal de la camisa. Entender a Harry no era fácil.
– Si crees que puedes sernos útil estas semanas, a mí no me importa que vengas a trabajar. No estás suspendido del servicio y, de todos modos, tenemos que pagarte el sueldo hasta final de mes. Además, ya sabemos cuál es la alternativa a que estés sentado aquí.
– Bien -dijo Harry en un tono neutro antes de levantarse-. Voy a ver si aún existe mi despacho. Si necesitas algo, jefe, no tienes más que avisar.
Bjarne Møller sonrió condescendiente.
– Gracias a ti, Harry.
– Por ejemplo, con ese caso de los Chow Chow -dijo Harry cerrando la puerta despacio tras de sí.
Harry se quedó de pie en el umbral observando el despacho para dos. Pegada a la suya se hallaba la mesa vacía que Halvorsen había dejado recogida para las vacaciones. En la pared, encima del armario archivador, colgaba una foto de Ellen Gjelten, de cuando ella ocupaba el sitio de Halvorsen. La otra pared aparecía casi totalmente cubierta por un plano de las calles de Oslo marcado con alfileres y trazos, así como con las horas que indicaban dónde se encontraban la noche del asesinato tanto Ellen como Sverre Olsen y Roy Kvinsvik. Harry se acercó a la pared y se detuvo delante del plano. Lo retiró de un brusco tirón y lo guardó en uno de los cajones vacíos del archivador. Sacó una petaca de plata del bolsillo de la chaqueta, tomó un trago y apoyó la frente en la superficie refrescante del armario de metal.
Hacía más de diez años que trabajaba allí, en aquel despacho. Oficina 605. El despacho más pequeño de la zona roja del sexto piso. Cuando se les había ocurrido la extraña idea de ascenderlo a comisario, él había insistido en quedarse allí. La 605 no tenía ventanas, pero él se había pasado aquellos diez años observando el mundo desde allí. En aquellos diez metros cuadrados había aprendido su oficio, había celebrado sus victorias, se había tragado sus derrotas y había aprendido lo poco que sabía sobre la condición humana. Intentó recordar qué otras cosas había hecho durante los últimos diez años. Algo más tenía que haber, nadie trabaja más de ocho o diez horas diarias. Como mucho, no más de doce. Más los fines de semana.
Harry se desplomó en su silla defectuosa y los muelles rotos rechinaron con júbilo. Bueno, no le importaba ocupar aquel asiento un par de semanas más.
A las cinco y veinticinco de la tarde Bjarne Møller solía estar ya en casa con su mujer y sus hijos. Sin embargo, puesto que toda la familia se había ido con la abuela materna, él decidió aprovechar esos días de calma vacacional para ordenar el papeleo que había tenido desatendido. El asesinato de la calle Ullevålsveien había retrasado sus planes hasta cierto punto, pero en aquel momento decidió recuperar el tiempo perdido.
Cuando le avisaron de la Central de Emergencias, Møller respondió algo contrariado de que llamasen a la Policía Judicial de guardia, aduciendo que su unidad no podía empezar a hacerse cargo también de las personas desaparecidas.
– Lo siento, Møller, los de guardia están ocupados con una quema de matojos en Grefsen. El tipo que llamó está convencido de que la persona desaparecida ha sido víctima de un asesinato.
– Pues aquí todos los que no se han ido a casa están ocupados en el asesinato de la calle Ullevålsveien. Tendrá que…
Møller calló de pronto, antes de añadir:
– Bueno, sí. Espera un poco, déjame que haga una consulta…
Miércoles. Desaparecida
El policía pisó el freno de mala gana y el coche patrulla se deslizó hasta el semáforo en rojo de la plaza de Alexander Kielland.
– ¿O le damos al niiii-naaaa-niiii-naaaa y pisamos a fondo? -preguntó girándose hacia el asiento del copiloto.
Harry negó distraídamente con la cabeza. Miró al parque que fuera en otro tiempo una explanada de césped con dos bancos, siempre ocupados por tipos sedientos que intentaban acallar el estruendo del tráfico con sus canciones y sus broncas. Un par de años atrás, sin embargo, decidieron invertir unos millones en adecentar la plaza dedicada al escritor y el parque quedó limpio y asfaltado. Plantaron flores y arbustos, trazaron senderos y colocaron en él una fuente impresionante que recordaba a una escala de salmón. No cabía duda de que se había convertido en un escenario aún más atractivo para las canciones y las broncas.
El coche patrulla giró a la derecha y entró en la calle Sannergata, cruzó el puente del río Akerselva y se detuvo ante la dirección que Møller le había facilitado a Harry.
Harry le dijo al policía que volvería por su cuenta, bajó del coche y enderezó la espalda. Al otro lado de la calle había un edificio de oficinas recién construido aún vacío y, según los periódicos, seguiría así una temporada. En sus ventanas se reflejaba el bloque que correspondía a la dirección que él buscaba, un edificio blanco de los años cuarenta aproximadamente, no del todo perteneciente al funcionalismo, aunque sí un pariente indefinido. La fachada estaba profusamente decorada con grafitis firmados marcando terreno. Una chica de piel oscura mascaba chicle con los brazos cruzados en la parada del autobús y miraba una valla publicitaria gigantesca de Diesel que se alzaba al otro lado de la calle. Harry encontró el nombre en el timbre superior.
– Policía -anunció Harry preparándose para subir las escaleras.
Cuando llegó al rellano jadeando, se le presentó a la vista una extraña aparición que lo aguardaba en el umbral de la puerta: un hombre con una cabellera increíblemente abundante y alborotada y la barba negra, la cara de color rojo borgoña y una vestimenta similar a una túnica que lo cubría desde el cuello a los pies, enfundados en un par de sandalias.
– Estupendo que hayáis podido venir tan rápido -se congratuló el hombre tendiéndole la pata. Porque una pata era su mano, tan grande que cubrió por completo la de Harry cuando el hombre se presentó como Willy Barli.
Harry se presentó e intentó retirar la mano. No le gustaba el contacto físico con hombres y aquel apretón de manos parecía más un abrazo. Pero Willy Barli sujetó a Harry como si de un salvavidas se tratase.
– Lisbeth ha desaparecido -murmuró con una voz sorprendentemente clara.
– Sí, Barli, hemos recibido el aviso. ¿Entramos?
– Vamos.
Willy precedía a Harry al interior de otro ático, pero, en tanto que el de Camilla Loen era pequeño y estaba amueblado de forma estricta y minimalista, éste era enorme, suntuoso y ostentoso en su decoración, una especie de pastiche neoclasicista, pero con una exageración que recordaba a una orgía. En lugar de muebles normales para sentarse, en este apartamento había unos artefactos para tumbarse, como en una versión de Hollywood de la antigua Roma, y las vigas de madera estaban recubiertas de escayola imitando columnas dóricas o corintias. Harry nunca aprendió a diferenciarlas, aunque reconoció los relieves en la escayola aplicada directamente sobre la pared blanca de cemento del pasillo. Cuando eran pequeños, su madre los llevó una vez a Søs y a él a un museo de Copenhague donde vieron la obra de Bertel Thorvalsen Jasón y el vellocino de oro. Era obvio que acababan de reformar el apartamento. A Harry no le pasaron inadvertidos los listones recién pintados ni los trozos de cinta adhesiva y también notó el agradable olor a disolvente.
En el salón había una mesa baja puesta para dos personas. Harry siguió a Barli por una escalera que los condujo a una terraza grande con suelo de baldosas, que daba a un patio interior cerrado por cuatro edificios. El estilo allí fuera era noruego actual. Tres chuletas carbonizadas humeaban en la barbacoa.
– En los áticos hace mucho calor por las tardes -explicó Barli a modo de excusa señalando una silla blanca de plástico.
– Ya me he dado cuenta -convino Harry antes de acercarse al borde para mirar al fondo del patio.
Por lo general, no tenía problemas con las alturas, pero después de un largo periodo de mucho beber, incluso alturas relativamente pequeñas podían causarle mareos. Vio dos bicicletas viejas y, quince metros más abajo, una sábana blanca tendida meciéndose al viento, antes de tener que apartar la vista.
En una terraza con la barandilla negra de hierro forjado, dos vecinos alzaron las botellas saludando. La mesa que tenían delante estaba casi repleta de botellas marrones. Harry les devolvió el saludo. No se explicaba que hiciera viento en el patio y no allí arriba.
– ¿Un vino tinto?
Barli ya se estaba sirviendo uno de una botella medio vacía. Harry observó que le temblaba la mano. «Domaine La Bastide Sy», se leía en la botella. El nombre era más largo, pero unas uñas nerviosas habían arrancado el resto de la etiqueta.
Harry se sentó.
– Gracias, pero no bebo cuando estoy de servicio.
Barli hizo un gesto y dejó la botella en la mesa con brusquedad.
– Por supuesto que no. Tienes que perdonarme, pero estoy tan nervioso. Dios mío, yo tampoco debería beber en una situación como ésta.
Se llevó el vaso a la boca y bebió mientras unas gotas le caían en la túnica, en la que una mancha roja empezó a extenderse despacio.
Harry miró el reloj para que Barli se diera cuenta de que debería ir al grano cuanto antes.
– Sólo bajó a la tienda a comprar ensaladilla de patatas para las chuletas -sollozó Barli-. No hace más de dos horas, estaba sentada ahí mismo, donde tú estás ahora.
Harry se encajó las gafas de sol.
– ¿Tu mujer lleva dos horas desaparecida?
– Sí, ya sé que no es mucho tiempo, pero es que sólo iba a la tienda Kiwi, la que está en la esquina.
Las botellas de cerveza de la otra terraza enviaban sus destellos. Harry se pasó la mano por la frente, se miró los dedos mojados preguntándose qué iba a hacer con el sudor. Entonces los posó en el ardiente brazo de plástico de la silla y notó que la humedad se disipaba despacio.
– ¿Has llamado a amigos y conocidos? ¿Has bajado a mirar en la tienda? A lo mejor se encontró con alguien y se fue a tomar una cerveza. A lo mejor…
– ¡No, no, no! -Barli levantó las manos con los dedos separados-. ¡No ha hecho eso! Ella no es así.
– ¿Cómo que no es así?
– Es de las que… vuelven.
– Bien…
– Primero llamé a su móvil, pero se lo había dejado en casa.
Entonces llamé a la gente que conocemos con quienes se podía haber encontrado. He llamado a la tienda, a la comisaría general, a otras tres comisarías, a todos los servicios de urgencias y a los hospitales Ullevål y Rikshospitalet. Nada. Nothing. Rien.
– Comprendo que estés preocupado, Barli.
Barli se apoyó en la mesa. Los labios húmedos le temblaban entre la barba.
– No estoy preocupado, estoy aterrado. ¿Conoces a alguien que salga a la calle sólo con el biquini y un billete de cincuenta coronas mientras las chuletas están en la barbacoa, y que haya pensado de pronto que es una buena oportunidad para pirarse?
Harry dudó un instante. Cuando acababa de decidir que, después de todo, aceptaría un vaso de vino, Barli vertió el resto del vino en su propio vaso. ¿Así que por qué no se levantaba, decía algo tranquilizador sobre la cantidad de casos similares que ocurrían, casi todos ellos con una explicación lógica y desprovista de dramatismo, se despedía y le pedía a Barli que llamara si ella no se presentaba antes de la hora de dormir? A lo mejor era lo del biquini y el billete de cincuenta coronas. O a lo mejor era porque Harry llevaba todo el día esperando que ocurriese algo y que esto era una excusa para aplazar lo que le esperaba en su propio apartamento. Pero, sobre todo, era por el pavor de Barli, desmesurado en apariencia. Harry le había restado importancia a la intuición en otras ocasiones, tanto a la ajena como a la propia, y la experiencia siempre le había costado muy cara.
– Tengo que hacer un par de llamadas -dijo Harry.
Beate Lønn apareció en la calle Sannergata, en el apartamento de Willy y Lisbeth Barli, a las siete menos cuarto de la tarde y, un cuarto de hora más tarde, se presentó un señor de la patrulla canina en compañía de un pastor alemán. El hombre se presentó a sí mismo y al perro como Ivan.
– Pero es casualidad -explicó el hombre-. Éste no es mi perro.
Harry notó que Ivan esperaba algún comentario chistoso, pero no se le ocurrió ninguno.
Mientras Willy Barli iba al dormitorio a buscar alguna foto reciente de Lisbeth y algo de ropa que Ivan el perro pudiese olfatear, Harry se dirigió a los otros dos muy rápido y en voz baja.
– Vale. Esa mujer puede estar en cualquier sitio. Puede que lo haya dejado, puede haber sentido un malestar súbito, puede que haya dicho que iba a otro sitio y él no lo entendió bien. Existe un millón de posibilidades. Pero también puede que ahora mismo esté drogada en un asiento trasero mientras la violan cuatro jóvenes a los que se les fue la olla porque vieron un biquini. Pero yo quiero que no os imaginéis ni lo uno ni lo otro, sólo que busquéis.
Beate e Ivan asintieron con la cabeza, en señal de que lo habían entendido.
– La patrulla de Seguridad Ciudadana no tardará en llegar. Beate, recíbelos tú y les dices que controlen el vecindario, que hablen con la gente. Sobre todo en la tienda a la que se dirigía. Luego, tú misma hablas con la gente que vive en este portal. Yo voy a ver a los vecinos que están en la terraza del otro edificio.
– ¿Crees que saben algo? -preguntó Beate.
– Tienen una vista perfecta de este lado y, a juzgar por la cantidad de botellas vacías, llevan ahí un buen rato. Según el marido, Lisbeth Barli ha pasado todo el día en casa. Quiero saber si la han visto en la terraza y cuándo.
– ¿Por qué? -preguntó el policía tironeando de la correa de Ivan.
– Porque me parecería muy sospechoso que una señora en biquini en este horno de apartamento no hubiera salido a la terraza.
– Por supuesto -murmuró Beate-. Sospechas del marido.
– Sospecho del marido por norma -confirmó Harry.
– ¿Por qué? -repitió Ivan.
Beate sonrió en señal de aprobación.
– Siempre es el marido -dijo Harry.
– La primera norma de Hole -añadió Beate.
Ivan miró varias veces a Harry y a Beate alternativamente.
– Pero… ¿no ha sido él quien ha dado el aviso?
– Sí -admitió Harry-. Pero de todas formas, siempre es el marido. Por eso, Ivan y tú no vais a empezar a rastrear en la calle, sino aquí dentro. Invéntate una excusa si es necesario, pero primero quiero tener controlados el apartamento y los trasteros del desván y del sótano. Después podéis seguir en el exterior. ¿De acuerdo?
El agente Ivan se encogió de hombros mirando a su tocayo, que le correspondió con una mirada de desánimo.
Las dos personas de la terraza resultaron no ser dos chicos, como Harry había pensado cuando las vio desde la terraza de Barli. Harry sabía que ser una mujer adulta, tener fotos de Kylie Minogue en la pared y compartir piso con una mujer de su misma edad con el pelo de punta y una camiseta estampada con la leyenda «El águila de Trondheim», no significaba necesariamente ser también lesbiana. Pero, de momento, se imaginaba que sí. Estaba sentado en el sillón enfrente de las dos mujeres, igual que cinco días antes con Vibeke Knutsen y Anders Nygård.
– Siento pediros que dejéis el balcón -dijo Harry.
La mujer que se había presentado como Ruth se puso la mano en la boca para moderar un eructo.
– No importa, ya hemos tenido bastante -aseguró-. ¿Verdad?
Ruth hizo la pregunta dándole a su compañera un manotazo en la rodilla. De una forma un tanto masculina, observó Harry al tiempo que recordaba lo que Aune, el psicólogo, le había explicado en una ocasión: que los estereotipos se acentúan a sí mismos porque buscan inconscientemente aquello que les sirve para afirmarse. Por esa razón los policías, basándose en lo que llamaban experiencia, opinaban que todo delincuente era tonto.
Harry les expuso un breve resumen de la situación. Las mujeres lo miraban con sorpresa.
– Seguramente todo se arreglará, pero la policía tiene que hacer estas cosas. De momento, intentamos comprobar algunas indicaciones horarias.
Muy serias, las dos mujeres asintieron con la cabeza.
– Bien -dijo Harry probando la «sonrisa Hole», que era el nombre que Ellen le había dado a la mueca que formaban los labios de Harry cada vez que intentaba aparentar un talante amable y jovial.
Ruth contó que, efectivamente, se habían pasado toda la tarde en el balcón. Habían visto a Lisbeth y a Willy tumbados en la terraza hasta las cuatro y media, hora a la que Lisbeth se fue adentro. Al cabo de un rato, Willy encendió la barbacoa. Le gritó a Lisbeth algo sobre una ensaladilla de patatas y ella le contestó desde el interior. Él entró y volvió a salir con los filetes -Harry la corrigió: eran chuletas-, más o menos veinte minutos más tarde. Algo más tarde, calcularon que sería a las cinco y cuarto, vieron a Barli llamando desde el móvil.
– El sonido se transmite bien en este tipo de patios interiores -explicó Ruth-. Y oíamos cómo sonaba el móvil en el interior del apartamento. Barli daba la impresión de estar muy atribulado, porque arrojó el móvil contra la mesa.
– Aparentemente, intentaba llamar a su mujer -intervino Harry.
Observó que las dos mujeres intercambiaban una mirada elocuente y se arrepintió de haber dicho «aparentemente».
– ¿Cuánto se tarda en comprar ensaladilla de patatas en la tienda de la esquina?
– ¿En Kiwi? Yo puedo ir y volver corriendo en cinco minutos, si no hay cola.
– Lisbeth Barli no corre -dijo la compañera en voz baja.
– Así que la conocéis, ¿no?
Ruth y «El Águila de Trondheim» se miraron como para coordinar la respuesta.
– No, pero sabemos quiénes son.
– ¿Y?
– Bueno, supongo que has visto el extenso artículo que publicó el periódico VG sobre Barli, que ha alquilado el Teatro Nacional este verano para montar un musical, ¿no?
– Ruth, sólo era una nota.
– No lo era -dijo Ruth contrariada-. Lisbeth va a ser la protagonista. El artículo incluía fotos de gran tamaño y eso, es imposible que no lo hayas visto.
– Ya -murmuró Harry-. Este verano mi lectura de los periódicos ha sido… algo floja.
– Se armará un gran revuelo. El mundillo cultural consideraba indigno que se estrenara una revista de verano en el Teatro Nacional. ¿Cómo se llama la obra? ¿My Fat Lady?.
– «Fair» Lady -la corrigió en voz baja «El Águila de Trondheim».
– ¿Así que se dedican al teatro? -quiso saber Harry.
– Bueno, al teatro… Willy Barli es uno de esos tipos que se dedican a todo. Revistas, películas y musicales y…
– Él es productor. Y ella canta.
– ¿Ah, sí?
– Seguro que te acuerdas de Lisbeth antes de que se casara, entonces se llamaba Harang.
Harry negó con la cabeza y Ruth exhaló un hondo suspiro.
– Entonces cantaba con su hermana en Spinnin' Wheel. Lisbeth era una verdadera muñeca, un poco como Shania Twain, y tenía verdadera fuerza en la voz.
– No era tan conocida, Ruth.
– Bueno, en cualquier caso, cantó en el programa aquel de Viciar Lønn-Arnesen. Y vendieron un montón de discos.
– Eran cintas, Ruth.
– Yo vi a Spinning' Wheel en la feria de Momarkedet. Todo muy en serio, ¿sabes? Incluso iban a grabar un disco en Nashville. Pero entonces la descubrió Barli. Iba a convertirla en una estrella de musicales, pero parece que está tardando.
– Ocho años -aclaró «El Águila de Trondheim».
– Bueno, Lisbeth Harang dejó lo de Spinnin' Wheel y se casó con Barli. El dinero y la belleza. ¿Te suena?
– ¿Así que la rueda dejó de girar?
– ¿Qué?
– Está preguntando por el grupo, Ruth.
– Ah, bueno. La hermana siguió cantando sola, pero Lisbeth era la estrella. Creo que ahora se dedica a cantar en hoteles de alta montaña, en los barcos que van a Dinamarca y esas cosas.
Harry se levantó.
– Sólo una última pregunta rutinaria. ¿Tenéis alguna impresión sobre cómo funcionaba el matrimonio de Willy y Lisbeth?
«El Águila de Trondheim» y Ruth intercambiaron nuevas señales de radar.
– Como ya dijimos, el sonido se trasmite bien en esta clase de patios -dijo Ruth-. Su dormitorio también da al patio.
– ¿Los oíais discutir?
– No, discutir no.
Miraron a Harry con expresión elocuente. Transcurrieron un par de segundos antes de que él cayese en la cuenta de lo que estaban insinuando y notó con disgusto que se ruborizaba.
– Así que tenéis la impresión de que funcionaba bastante bien, ¿no?
– La puerta de la terraza está entreabierta todo el verano, así que a mí se me ha ocurrido en broma que deberíamos ir de puntillas hasta el tejado, dar la vuelta al edificio y saltar a su terraza -rió Ruth en tono burlón-. Espiar un poco, ¿no? No es difícil, te pones en la barandilla de nuestro balcón, colocas el pie en el canalón y…
«El Águila de Trondheim» le dio a su compañera un empujoncito en el costado.
– Pero realmente no hace falta. Lisbeth es una profesional… ¿cómo se dice?
– De la comunicación -completó «El Águila de Trondheim».
– Eso es. Todas las buenas imágenes están en las cuerdas vocales, ¿sabes?
Harry se frotó la nuca.
– Una potencia indiscutible -intervino «El Águila de Trondheim», sonriendo sin excesos.
Cuando Harry volvió, Ivan e Ivan seguían repasando el apartamento El Ivan humano no paraba de sudar y el pastor alemán tenía la boca abierta y la lengua colgando como un lazo color hígado en la fiesta nacional del 17 de mayo.
Harry se sentó con cuidado en aquella especie de tumbona y le pidió a Willy Barli que se lo contase todo desde el principio. Lo que explicó sobre cómo había transcurrido la tarde y el horario exacto concordaba con lo que le habían dicho Ruth y «El Águila de Trondheim».
Harry vio que la desesperación que reflejaban los ojos del marido era real. Y empezó a creer que si se trataba de un acto criminal, podría -podría- ser una excepción estadística. Pero ante todo, eso lo reafirmó en su creencia de que no tardarían en encontrar a Lisbeth. Si no había sido el marido, no había sido nadie. Estadísticamente hablando.
Beate volvió y le contó que sólo había gente en dos de los pisos del bloque y que no habían visto ni oído nada, ni en las escaleras, ni en la calle.
Llamaron a la puerta y Beate fue a abrir. Era uno de los agentes uniformados de la patrulla de Seguridad Ciudadana. Harry lo reconoció enseguida, era el mismo que estaba de guardia en la calle Ullevålsveien. Se dirigió a Beate, ignorando a Harry por completo.
– Hemos hablado con la gente que había en la calle y en Kiwi y hemos comprobado los portales y los patios del vecindario. Nada. Pero claro, estamos de vacaciones y las calles de este barrio están casi desiertas, así que pueden haber metido a la señora en un coche a la fuerza sin que nadie haya visto nada.
Harry notó que Willy Barli se sobresaltaba a su lado.
– A lo mejor deberíamos hablar con algunos de esos paquistaníes que tienen comercios por aquí -sugirió el agente hurgándose la oreja con el meñique.
– ¿Por qué con ellos precisamente? -preguntó Harry.
El agente se volvió por fin hacia él y preguntó poniendo énfasis en la última palabra.
– ¿No has leído la estadística sobre criminalidad, comisario?
– Sí -dijo Harry-. Y si no recuerdo mal, los dueños de comercios están muy al final de la lista.
El agente estudió su meñique.
– Yo sé algunas cosas sobre los musulmanes que tú también sabes, comisario. Para esa gente, una mujer que entra en la tienda en biquini es una tía que está pidiendo a gritos que la violen. Se puede decir que casi lo ven como una obligación.
– ¿No me digas?
– Exacto, así es su religión.
– Ahora creo que estás mezclando cristianismo e islamismo.
– Bueno, Ivan y yo ya hemos terminado -dijo el policía de la patrulla canina que bajaba las escaleras en ese momento.
– Encontramos un par de chuletas en la basura, eso es todo. ¿Sabes si ha habido aquí otros perros últimamente?
Harry miró a Willy. Éste sólo negó con la cabeza. La expresión de su cara indicaba que no le saldría la voz.
– Ivan reaccionó en la entrada como si hubiese olfateado a algún perro, pero sería otra cosa, supongo. Estamos listos para dar una vuelta por los trasteros. ¿Alguien puede acompañarnos?
– Por supuesto -dijo Willy levantándose.
Salieron por la puerta, y el policía de Seguridad Ciudadana le preguntó a Beate si podía marcharse.
– Pregúntale al jefe -respondió ella.
– Se ha dormido.
Señaló con la cabeza a Harry, que estaba probando la tumbona romana.
– Agente -dijo Harry en voz baja sin abrir los ojos-. Acércate, por favor.
El agente se colocó delante de Harry con las piernas separadas y los pulgares enganchados en el cinturón.
– ¿Sí, comisario?
Harry abrió un ojo.
– Si te dejas convencer por Tom Waaler una vez más y entregas un informe sobre mí, me encargaré de que patrulles en Seguridad Ciudadana durante el resto de tu carrera policial. ¿Entendido, agente?
La musculatura facial del agente se movía inquieta. Cuando abrió la boca, Harry estaba preparado para que salieran por ella sapos y culebras, pero el agente respondió despacio y controlado.
– En primer lugar, no conozco a Tom Waaler. En segundo lugar, es mi deber informar cuando algún policía pone en peligro su vida y la de los demás colegas presentándose bebido al trabajo. Y en tercer lugar, no quiero trabajar en otro sitio que no sea en Seguridad Ciudadana. ¿Puedo irme ya, comisario?
Harry miró fijamente al agente con el ojo de cíclope. Luego lo cerró otra vez, tragó saliva y dijo.
– De acuerdo.
Oyó cómo se cerraba la puerta de entrada y dejó escapar un suspiro. Necesitaba una copa. De inmediato.
– ¿Vienes? -preguntó Beate.
– Vete tú -dijo Harry-. Yo me quedaré y ayudaré a Ivan a rastrear un poco la calle cuando terminen con los trasteros.
– ¿Seguro?
– Completamente.
Harry subió las escaleras y salió a la terraza. Observó las golondrinas y escuchó los sonidos procedentes de las ventanas abiertas al patio interior. Levantó la botella de vino tinto de la mesa. Quedaba un poquito. La apuró, saludó con la mano a Ruth y a «El Águila de Trondheim» que, después de todo, no habían bebido aún lo suficiente, y volvió a entrar.
Lo notó inmediatamente al abrir la puerta del dormitorio. Lo había notado ya en numerosas ocasiones, pero nunca supo de dónde venía aquel silencio de los dormitorios de personas extrañas.
Aún se apreciaban las señales de la reforma.
Delante del armario había una puerta de espejo sin montar y al lado de la cama doble ya hecha, una caja de herramientas abierta. Encima de la cama colgaba una foto de Willy y Lisbeth. Harry no había mirado con detenimiento las fotos que Willy le había entregado a los de Seguridad Ciudadana, pero ahora vio que Ruth tenía razón, Lisbeth era realmente una muñeca. Rubia con brillantes ojos azules y un cuerpo delgado y esbelto. Era diez años más joven que Willy, como mínimo. En la foto se les veía bronceados y felices. Quizá de vacaciones en el extranjero. Detrás de ellos se atisbaba un edificio magnífico y una estatua ecuestre. Un lugar de Francia, Normandía, tal vez.
Harry se sentó en el borde de la cama y se sorprendió al comprobar que cedía bajo su peso. Una cama de agua. Se echó hacia atrás y notó cómo el colchón se acoplaba a su cuerpo. Experimentó una profunda sensación de bienestar al sentir la funda del edredón fresca en sus brazos desnudos. Cuando él se movía, el agua chapoteaba al dar con la cara interior del colchón de goma. Cerró los ojos.
Rakel. Estaban en un río. No, en un canal. Se balanceaban en un barco y el agua besaba los laterales del barco con un chasquido intermitente. Estaban bajo la cubierta y Rakel yacía inmóvil a su lado en la cama. Se rió bajito cuando él le susurró. Ahora fingía estar dormida. A ella le gustaba eso. Fingir que dormía. Era como un juego entre los dos. Harry se dio la vuelta para mirarla. Y su mirada se encontró primero con la puerta del espejo, en el que se reflejaba toda la cama. Luego con la caja de herramientas abierta. Encima había un cincel corto con el mango de madera verde. Cogió la herramienta. Era ligera y pequeña, sin rastro de óxido bajo la fina capa de lubricante.
Iba a devolver el cincel a su lugar cuando detuvo la mano en el aire.
Había un miembro de un ser humano en la caja de herramientas. Ya lo había visto antes en el lugar del crimen. Genitales seccionados. Tardó un segundo en comprender que el pene de color carne no era más que un consolador.
Se volvió a tumbar de espaldas, todavía con el cincel en la mano. Tragó saliva.
Después de tantos años desempeñando un trabajo que incluía revisar las pertenencias y las vidas privadas de la gente, un consolador no causaba demasiada impresión. No fue por eso por lo que tragó saliva.
Aquí, en esta cama.
¡Tenía que tomar esa copa ya!
El sonido se transmite bien a través del patio interior.
Rakel.
Intentó no pensar, pero era demasiado tarde. Su cuerpo pegado al de ella.
Rakel.
Y se produjo la erección. Harry cerró los ojos y notó que la mano de ella se desplazaba, con los movimientos inconscientes y casuales de una persona dormida, para posarse en su barriga. La mano se quedó allí sin más, como si no tuviera intención de ir a ninguna parte. Los labios de ella contra su oreja, su aliento cálido que sonaba como el rugido de algo que arde. Sus caderas que empezaban a moverse en cuanto la tocaba. Los pechos pequeños y suaves con aquellos pezones sensibles que se ponían duros con tan sólo notar su respiración. Su sexo que se abría con la intención de devorarlo. Sintió una presión en la garganta, como si estuviera a punto de romper a llorar.
Harry se sobresaltó cuando oyó abrirse la puerta de abajo. Se sentó, alisó el edredón, se levantó y se miró en el espejo. Se frotó la cara con ambas manos.
Willy insistió en acompañarlos para ver si Ivan, el pastor alemán, lograba olfatear algo.
Justo cuando asomaron a la calle Sannergata, un autobús rojo salía silenciosamente de la parada. Una niña pequeña miró fijamente a Harry desde la ventanilla trasera, su cara redonda fue haciéndose más pequeña a medida que el autobús se alejaba en dirección a Rodeløkka.
Fueron hasta la tienda Kiwi y regresaron sin que el perro reaccionase.
– Eso no quiere decir que tu mujer no haya estado aquí -explicó Ivan-. En una calle de la ciudad con tráfico de vehículos y muchos otros peatones resulta difícil distinguir el olor de una persona en particular.
Harry miró a su alrededor. Tenía la sensación de ser observado, pero en la calle no había nadie, y lo único que vio en las ventanas de la hilera de fachadas era el cielo negro y sol. Paranoia de alcohólico.
– Bueno -dijo Harry al fin-. De momento, no podemos hacer nada más.
Willy los miró con desesperación.
– Todo irá bien, ya verás -dijo Harry.
Willy contestó con voz queda, como el hombre del tiempo:
– No, todo no irá bien.
– ¡Ivan, ven aquí! -gritó el policía tirando de la cadena. El perro había metido el hocico debajo del parachoques frontal de un Golf que estaba aparcado al lado de la acera.
Harry le dio a Willy una palmadita en el hombro, evitando su mirada ansiosa.
– Todos los coches patrulla están avisados. Y si no ha aparecido a la medianoche, emitiremos una orden de búsqueda. ¿De acuerdo?
Willy no contestó.
Ivan seguía colgado de la cadena y no dejaba de ladrarle al Golf.
– Espera un poco -dijo el policía.
Se puso a cuatro patas y pegó la cabeza al asfalto.
– Vaya -dijo alargando el brazo por debajo del coche.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó Harry.
El policía se dio la vuelta con un zapato de tacón en la mano. Harry oyó jadear a Willy a su espalda y preguntó:
– ¿Es el zapato de Lisbeth, Willy?
– No irá bien -respondió Willy-. Nada irá bien.
Jueves y viernes. Pesadilla
El jueves por la tarde, un vehículo rojo del servicio de Correos se detuvo ante una estafeta de Rodeløkka. El contenido del buzón se había introducido en una saca que habían depositado en la parte trasera de la furgoneta que lo llevó a la central de la calle Biskop Gunerius número 14, más conocida como el edificio Postgiro. Esa misma noche clasificaron el correo en la terminal de clasificación de la central. Lo hicieron por tamaño y el sobre marrón acolchado fue a parar a una bandeja junto con otros sobres de formato C5. El sobre pasó por varias manos, pero lógicamente nadie se fijó en ése en particular, como tampoco repararon en él durante la clasificación geográfica, durante la cual lo depositaron primero en la bandeja de Østlandet y luego en la del código postal 0032.
Cuando el sobre llegó por fin a la saca y fue a parar a la parte trasera del vehículo rojo de Correos, listo para ser distribuido a la mañana siguiente, ya había anochecido y la mayoría de los habitantes de Oslo dormían plácidamente.
– Todo irá bien -aseguró el chico dándole a la niña de la cara redonda unas palmaditas en la cabeza. Notó enseguida que el fino cabello de la pequeña se le pegaba a los dedos. Electricidad estática.
Él tenía once años. Ella sólo siete, y era su hermana pequeña. Habían ido al hospital a ver a su madre.
Llegó el ascensor, el niño abrió la puerta. Un hombre con bata blanca retiró la corredera, les sonrió y salió. Y ellos entraron.
– ¿Por qué tienen un ascensor tan viejo? -preguntó la niña.
– Porque el edificio es viejo -explicó el chico cerrando la cancela.
– ¿Es un hospital?
– No exactamente -respondió el hermano pulsando el botón del primer piso-. Es un lugar donde puede descansar un poco la gente que está muy cansada.
– ¿Es que mamá está cansada?
– Sí, pero todo irá bien. No debes apoyarte en la puerta, Søs.
– ¿Cómo?
El ascensor echó a andar de golpe y el cabello largo y rubio de la hermana se balanceó un poco. «Electricidad estática», pensó observando atentamente cómo se elevaba despacio separándose de la cabeza. La niña se agarró el pelo rápidamente y dejó escapar un grito. Fue un grito débil y estridente que le heló la sangre en el cuerpo al chico. Se había enganchado al otro lado de los barrotes. Se lo había pillado con la puerta del ascensor. El chico intentó moverse, pero era como si él también estuviera enganchado.
– ¡Papá! -gritó la pequeña poniéndose de puntillas.
Pero papá se había adelantado para ir a buscar el coche en el aparcamiento.
– ¡Mamá! -gritó entonces la niña cuando se vio a unos centímetros del suelo del ascensor.
Pero mamá yacía en una cama con una sonrisa helada. Sólo estaba él.
Y ella pataleaba en el aire agarrada a su propio pelo.
– ¡Harry!
Sólo él. Sólo él podía salvarla. Si conseguía moverse.
– ¡Socorro!
Harry se sentó en la cama sobresaltado. El corazón le latía como un bajo de percusión.
– Mierda.
Oyó su propia voz ronca y dejó caer la cabeza de nuevo en la almohada.
Una luz grisácea se filtraba por entre las cortinas. Entornó los ojos. Miró los números digitales que relucían rojos en la mesita de noche: las 4.12 horas. Vaya noche de verano infernal. Vaya pesadilla infernal.
Salió de la cama y se fue al baño. La orina tintineaba en el agua mientras él miraba al frente. Sabía que no volvería a conciliar el sueño.
La nevera estaba vacía, sólo había una botella de cerveza sin alcohol que había llegado a la cesta de la compra por despiste. Abrió el armario que había sobre la encimera. Todo un ejército de botellas de cerveza y de whisky lo miraba en silencio en posición de firmes. Todas vacías. En un súbito ataque de rabia, las derribó de un golpe y, un buen rato después de haber cerrado la puerta, aún seguían haciendo ruido. Miró la hora otra vez. Al día siguiente era viernes. Pero el viernes abrían de nueve de la mañana a seis de la tarde. La tienda de licores no abriría hasta dentro de cinco horas.
Harry se sentó junto al teléfono del salón y marcó el móvil de Øystein Eikeland.
– Oslo Taxi.
– ¿Cómo está el tráfico?
– ¿Harry?
– Buenas tardes, Øystein.
– ¿Son buenas? Llevo media hora esperando una carrera.
– Las vacaciones.
– Ya lo sé. El propietario del taxi se ha ido a su cabaña de Kragero y me ha dejado el cacharro más muerto de Oslo. Y ha huido de la ciudad más muerta del norte de Europa. Joder, ni que hubieran soltado una bomba de neutrones.
– Creía que no te gustaba sudar mucho en el trabajo.
– Pero si estoy sudando como un cerdo, hombre. Ese miserable ha comprado un coche sin aire acondicionado. Coño, tengo que beber como un camello después de los turnos para compensar la pérdida de líquido. Eso también es un gasto. Ayer gasté más en bebidas de lo que gané en todo el día.
– Lo siento de veras.
– Debería limitarme a detectar claves.
– ¿Te refieres al hacking? ¿A lo que hizo que te echaran del banco DnB y te cayeran seis meses de prisión condicional?
– Sí, pero era muy bueno. Esto, en cambio… El propietario del taxi ha pensado reducir su jornada, pero yo ya hago turnos de doce horas y resulta difícil encontrar conductores. ¿No te interesaría sacarte la licencia de taxista, Harry?
– Gracias, lo pensaré.
– ¿Qué quieres?
– Necesito algo que me haga dormir.
– Ve al médico.
– Lo hice. Me dio Imovane, esas pastillas para conciliar el sueño. No funcionaban. Le pedí algo más fuerte, pero se negó.
– No es bueno oler a alcohol cuando vas a pedirle Rohypnol al médico de cabecera, Harry.
– Dijo que era demasiado joven para tomar somníferos potentes. ¿Tú tienes algo?
– ¿Qué? Estás loco, eso es ilegal. Pero tengo Flunipam. Prácticamente lo mismo. Media pastilla te apaga como una vela.
– Vale. Voy un poco justo de efectivo estos días, pero te pagaré cuando cobre. ¿Me ayudará también a dejar de soñar?
– ¿Qué?
– Que si evitará que sueñe.
Se produjo un silencio al otro lado.
– Sabes qué, Harry. Ahora que lo pienso, resulta que no tengo Flunipam. Son cosas peligrosas. Y no dejas de soñar con eso, más bien es al revés.
– Estás mintiendo.
– Puede ser, pero de todas formas, no es Flunipam lo que tú necesitas. Sería mejor que intentaras relajarte un poco, Harry. Tómate un respiro.
– ¿Relajarme? ¿No comprendes que no consigo relajarme?
Harry oyó que alguien abría la puerta del taxi y a Øystein que les decía que se fueran a la mierda. Y de nuevo resonó en el auricular.
– ¿Se trata de Rakel?
Harry no contestó.
– ¿Tienes problemas con Rakel?
Harry oyó un chisporroteo y supuso que se trataba de la radio de la policía.
– ¿Hola? ¿Harry? ¿No puedes contestar cuando un amigo de la infancia te pregunta si las paredes de tu vida todavía están en su sitio?
– No lo están -dijo Harry en voz baja.
– ¿Por qué no?
Harry tomó aire.
– Porque la obligué a que las derribara, poco más o menos. Un asunto de trabajo al que me he dedicado bastante se fastidió. Y no fui capaz de asumirlo. Empecé a beber, estuve tres días totalmente pedo y sin coger el teléfono. El cuarto día, ella vino a mi casa. Al principio estaba enfadada. Me dijo que no podía desaparecer de aquel modo. Y que Møller había preguntado por mí. Me acarició la cara y me preguntó si necesitaba ayuda.
– Y, conociéndote, la echaste de tu casa o algo así.
– Le dije que estaba bien. Y entonces se puso triste.
– Claro. La chica te quiere.
– Eso dijo ella. Pero también dijo que no podría pasar otra vez por lo mismo.
– ¿El qué?
– El padre de Oleg es alcohólico. Eso estuvo a punto de destrozarlos a los tres.
– ¿Y tú qué respondiste?
– Le dije que tenía razón. Que debía evitar a tipos como yo. Entonces empezó a llorar. Y se fue.
– ¿Y ahora tienes pesadillas?
– Sí.
Øystein dejó escapar un hondo suspiro.
– ¿Sabes qué, Harry? No hay nada que te pueda ayudar con ese problema. Excepto una cosa.
– Ya lo sé -dijo Harry-. Una bala.
– Pues no. Iba a decirte que sólo «tú mismo».
– Lo sé. Olvida que te he llamado, Øystein.
– Olvidado.
Harry fue a buscar la botella de cerveza sin alcohol. Se sentó en el sillón de orejas mirando asqueado la etiqueta. La chapa se soltó con un suspiro de alivio. Dejó el cincel en la mesa del salón. El mango era verde y el metal estaba cubierto de una fina capa de enlucido amarillo.
A las seis de la mañana del viernes, el sol ya brillaba en oblicuo desde la loma de Ekebergåsen, haciendo que la comisaría general reluciese como una gema. El guardia de Securitas que había en recepción bostezó y levantó la vista del periódico Aftenposten cuando el primer madrugador metió la tarjeta de identificación en el lector.
– El periódico dice que hará más calor aún -dijo el guardia, contento de ver a un ser humano con el que poder intercambiar unas palabras.
El hombre alto y rubio de ojos irritados lo miró sin responder.
El guardia se fijó en que subía por las escaleras a pesar de que los dos ascensores estaban libres.
Se concentró de nuevo en el artículo del Aftenposten sobre la mujer que había desaparecido en pleno día antes del fin de semana y a la que seguían sin encontrar. El periodista, Roger Gjendem, citó al jefe de grupo Bjarne Møller, que confirmaba que habían encontrado uno de los zapatos de la mujer debajo de un coche aparcado frente a la casa donde ella vivía, y que eso confirmaba la teoría de que se trataba de un acto delictivo, pero que, de momento, nada podía confirmarse.
Harry hojeó el periódico de camino a su casilla de correo, donde recogió los informes de los dos días anteriores sobre la búsqueda de Lisbeth Barli. En el contestador de su despacho había cinco mensajes, todos, excepto uno, eran de Willy Barli. Harry escuchó todos los mensajes de Barli que eran prácticamente idénticos; que debían emplear a más personal, que él sabía de una vidente y que anunciaría en la prensa que pagaría una importante suma de dinero a la persona que les ayudase a encontrar a Lisbeth.
En el último mensaje sólo se oía una voz que respiraba.
Harry rebobinó y volvió a escucharlo.
Y otra vez.
Era imposible determinar si se trataba de una mujer o de un hombre. Y más difícil aún saber si se trataba de Rakel. La pantalla indicaba que la llamada se había recibido a las veintidós diez desde un número desconocido. Exactamente igual que cuando Rakel llamaba desde el teléfono de la calle Holmenkollveien. Pero, si era ella, ¿por qué no había intentado llamarlo a su casa, o al móvil?
Harry repasó los informes. Nada. Los leyó una vez más. Seguía sin ver nada. Puso la mente a cero y empezó otra vez desde el principio.
Cuando terminó, miró el reloj y se fue a la casilla del correo para ver si había llegado algo más. Cogió un informe de uno de los de vigilancia y dejó un sobre marrón con el nombre de Bjarne Møller en la casilla correspondiente antes de volver a su despacho.
El informe del de vigilancia era breve y preciso: nada.
Harry rebobinó el contestador, pulsó el play y subió el volumen. Cerró los ojos, se recostó en la silla. Intentó recordar su respiración. Sentir su respiración.
– Es desquiciante cuando no quieren darse a conocer, ¿verdad?
No fueron las palabras sino la voz que las pronunció lo que hizo que a Harry se le erizaran los pelos de la nuca. Giró muy despacio la silla, que aulló de dolor. Un sonriente Tom Waaler lo miraba apoyado en el marco de la puerta. Estaba comiéndose una manzana y le ofrecía una bolsa abierta.
– ¿Quieres? Son australianas. Saben a gloria.
Harry negó con la cabeza sin quitarle el ojo de encima.
– ¿Puedo pasar? -preguntó Waaler.
Al ver que Harry no respondía, entró y cerró la puerta. Bordeó la mesa y se sentó en la otra silla. Se retrepó y siguió masticando la manzana roja y apetitosa.
– ¿Te has dado cuenta de que tú y yo somos casi siempre los primeros en llegar al trabajo, Harry? Extraño, ¿verdad? También somos los últimos en irnos a casa.
– Estás sentado en la silla de Ellen -observó Harry.
Waaler dio unas palmaditas en el brazo de la silla.
– Es hora de que tú y yo tengamos una charla, Harry.
– Habla -dijo Harry.
Waaler alzó la manzana, la expuso a la luz del techo y guiñó un ojo.
– ¿No es triste tener un despacho sin ventanas?
Harry no contestó.
– Corre el rumor de que vas a dejar el trabajo -dijo Waaler.
– ¿El rumor?
– Bueno, quizá sea un tanto exagerado llamarlo rumor. Tengo mis fuentes, por así decirlo. Supongo que has empezado a mirar otras cosas. Compañías de vigilancia. Compañías de seguros. ¿Cobradoras, quizá? Seguro que hay muchas empresas donde necesitan un investigador con estudios de Derecho.
Sus dientes blancos y fuertes se incrustaban en la fruta.
– A lo mejor no hay tantas empresas que aprecien un expediente con observaciones de episodios de embriaguez, absentismo injustificado, abusos, oposición a las órdenes de un superior y deslealtad hacia el Cuerpo.
Los músculos maxilares machacaban y trituraban.
– Pero bueno -prosiguió Waaler-. A lo mejor no importa que no te quieran contratar. A decir verdad, ninguno de esos trabajos ofrece retos especialmente interesantes para alguien que ha sido comisario y considerado uno de los mejores en su campo. Tampoco pagan muy bien. Y al fin al cabo, de eso se trata, ¿no? Que le paguen a uno por sus servicios. Ganar dinero para comprar comida y pagar el alquiler. Lo suficiente para una cerveza y quizás una botella de coñac. ¿O es whisky?
Harry notó que estaba apretando los dientes con tanta fuerza que le dolían los empastes.
– Lo mejor -continuó Waaler- sería ganar tanto como para permitirse un par de cosas más allá de las necesidades básicas. Como unas vacaciones de vez en cuando. Con la familia. A Normandía, por ejemplo.
Harry sintió que algo chisporroteaba dentro de su cabeza, algo que sonó como un pequeño fusible.
– Tú y yo somos muy diferentes en muchos aspectos, Harry. Pero eso no quiere decir que no te respete como profesional. Eres resuelto, listo, creativo y tu integridad está fuera de toda duda, siempre lo he dicho. Pero ante todo, eres mentalmente fuerte. Es una aptitud muy necesaria en una sociedad donde la competitividad es cada día más dura. Por desgracia, esa competitividad no se desarrolla con los medios que nosotros desearíamos. Pero si uno quiere ser ganador, debe estar dispuesto a emplear los mismos medios que los demás competidores, y una cosa más…
Waaler bajó la voz.
– Hay que jugar en el equipo correcto. Un equipo en el que se pueda ganar algo.
– ¿Qué es lo que quieres, Waaler?
Harry advirtió que le vibraba la voz.
– Ayudarte -respondió Waaler poniéndose de pie-. Las cosas no tienen por qué ser necesariamente como son ahora…, ¿sabes?
– ¿Y cómo son ahora?
– Ahora tú y yo tenemos que ser enemigos. Y el comisario jefe tiene que firmar necesariamente ese documento que tú ya sabes.
Waaler se encaminó hacia la puerta.
– Y tú nunca tienes dinero para hacer lo que es bueno para ti y para aquéllos a los que quieres… -Posó la mano en el picaporte antes de añadir-: Piénsalo, Harry. Sólo existe una cosa capaz de ayudarte en la jungla de ahí fuera.
«Una bala», pensó Harry.
– Tú mismo -sentenció Waaler. Y desapareció.
Domingo. Despedida
Ella estaba fumando un cigarrillo en la cama. Estudiaba detenidamente la espalda de él, delante de la cómoda, cómo los omoplatos se movían bajo la seda del chaleco arrancándole destellos en negro y azul. Posó la mirada en el espejo. Miró sus manos, que anudaban la corbata con movimientos suaves y seguros. Le gustaban sus manos. Le gustaba verlas trabajar.
– ¿Cuándo vuelves? -preguntó.
Sus miradas se encontraron en el espejo. Su sonrisa también era suave y segura. Ella hizo un mohín, haciéndose la ofendida.
– En cuanto pueda, mi amor.
Nadie decía «mi amor» como él. Liebling. Con ese acento tan peculiar y aquel tono cantarín que casi consiguió que volviese a gustarle la lengua alemana.
– Mañana, espero, en el vuelo de la noche -respondió él-. ¿Me esperarás?
Ella no pudo evitar una sonrisa. Él se rió. Ella se rió. Mierda, siempre se salía con la suya.
– Estoy convencida de que hay un montón de chicas esperándote en Oslo -dijo ella.
– Eso espero.
Se abotonó el chaleco y cogió la chaqueta de la percha que había colgada en el armario.
– ¿Has planchado los pañuelos, querida?
– Los he puesto en la maleta, junto con los calcetines -respondió ella.
– Estupendo.
– ¿Vas a verte con algunas de ellas?
Él volvió a reír, se acercó a la cama y se inclinó sobre ella.
– ¿Tú qué crees?
– No lo sé. -Le rodeó el cuello con los brazos-. Me parece que hueles a mujer cada vez que vuelves a casa.
– Eso es porque nunca estoy fuera el tiempo suficiente para que el olor a ti desaparezca, querida. ¿Cuánto hace que te conocí? ¿Veintiséis meses? Pues llevo veintiséis meses oliendo a ti.
– ¿Y a nadie más?
Ella se deslizó hacia abajo en la cama y lo atrajo hacia sí. Él la besó ligeramente en la boca.
– Y a nadie más. El avión, mi amor…
Él se liberó de su abrazo.
Ella lo miró mientras se iba acercando a la cómoda, abría un cajón y sacaba el pasaporte y los billetes de avión. Los metió en el bolsillo interior y se abrochó la chaqueta. Todo lo hacía con movimientos sinuosos, con una seguridad y una eficacia desprovistas de esfuerzo que a ella le resultaban sensuales y sobrecogedoras a la vez. De no ser porque la mayoría de las cosas las hacía igual, con el mínimo esfuerzo, ella habría jurado que llevaba toda la vida practicando para hacer aquello: irse. Abandonar.
Curiosamente, a pesar de todo el tiempo que habían pasado juntos los dos últimos años, ella sabía muy poco de él, aunque nunca le había ocultado que había estado antes con muchas mujeres. Él solía decirle que era porque la buscaba a ella desesperadamente. A las otras las iba desechando en cuanto se daba cuenta de que no eran ella y continuó su búsqueda sin descanso hasta que un día de otoño de hacía dos años se conocieron en el bar del Gran Hotel Europa, en Václavské Náměstí.
Era la forma más fina de promiscuidad que ella había oído jamás.
Más fina que la suya, en cualquier caso, que sólo estaba allí por dinero.
– ¿Y qué haces en Oslo?
– Negocios -dijo él.
– ¿Por qué nunca quieres contarme lo que haces exactamente?
– Porque nos queremos.
Cerró la puerta silenciosamente tras de sí. Ella oyó sus pasos en la escalera.
Sola otra vez. Cerró los ojos con la esperanza de que el olor de él permaneciera en las sábanas hasta su vuelta. Se llevó la mano al collar. No se lo había quitado ni una sola vez desde que se lo regaló, ni siquiera cuando se bañaba. Pasó los dedos por el colgante y pensó en su maleta. En el alzacuello blanco y almidonado que había visto al lado de los calcetines. ¿Por qué no se lo comentó? A lo mejor porque tenía la sensación de que ya preguntaba demasiado. No debía contrariarlo.
Suspiró, miró el reloj y volvió a cerrar los ojos. Tenía ante sí un día vacío. Una cita con el médico a las dos, eso era todo. Empezó a contar los segundos mientras sus dedos acariciaban el colgante sin cesar, un diamante rojizo en forma de estrella de cinco puntas.
El periódico VG traía en portada la noticia de que una celebridad de la radio nacional noruega cuyo nombre no se revelaba había mantenido una relación «breve pero intensa» con Camilla Loen. Habían conseguido una foto granulada de unas vacaciones en la que se veía a Camilla Loen en biquini, al parecer para subrayar las insinuaciones del texto sobre el ingrediente principal de la relación.
El mismo día, el periódico Dagbladet publicaba una entrevista con Toya Harang, la hermana de Lisbeth Barli, que, bajo el titular «Siempre se fugaba», declaraba que el comportamiento de su hermana cuando era pequeña podía ser una posible explicación de su extraña desaparición: «Se fugó de Spinnin' Wheels, así que, ¿por qué no ahora?», decía Toya Harang.
Le habían sacado una foto posando delante del autobús de la banda con un sombrero de vaquero. Sonreía. Harry supuso que no había tenido tiempo de reflexionar antes de que sacasen la foto.
– Una cerveza.
Se sentó en el taburete del Underwater y echó mano de un ejemplar del VG. El periódico decía que las entradas para el concierto de Springsteen en Valle Hovin estaban agotadas. Pues muy bien. En primer lugar, Harry odiaba los conciertos que se celebraban en estadios, y en segundo lugar, él y Øystein hicieron autostop hasta Drammenshallen cuando tenían quince años para acudir al concierto de Springsteen con entradas falsas fabricadas por Øystein. Entonces estaban en la cima, tanto Springsteen como Øystein y él mismo.
Harry apartó el periódico y desplegó su propio Dagbladet con la foto de la hermana de Lisbeth. El parecido de las hermanas era obvio. Harry la llamó a Trondheim para hablar con ella, pero la joven no tenía nada que contarle. O mejor dicho, nada interesante. El hecho de que la conversación hubiese durado veinte minutos a pesar de todo no fue culpa de Harry. La joven le explicó que su nombre se pronunciaba con acento en la a, «Toyá». Y que no le habían dado ese nombre por la hermana de Michael Jackson, que se llamaba LaToya, con acento en la o.
Habían pasado cuatro días desde que Lisbeth desapareció. El caso estaba, en pocas palabras, en punto muerto.
Y otro tanto ocurría con el caso de Camilla Loen.
Incluso Beate se sentía frustrada. Se había pasado todo el fin de semana ayudando a los pocos investigadores operativos que no estaban de vacaciones. Era buena chica, Beate. Una pena que esas cosas no se apreciaran.
Camilla Loen era una persona sociable, de modo que pudieron determinar la mayoría de sus movimientos de la semana anterior al asesinato, pero aquellos datos no les condujeron a pistas concretas.
Harry había pensado comentarle a Beate que Waaler se había pasado por su despacho para sugerirle más o menos abiertamente que le vendiese su alma. Pero por alguna razón, no lo hizo. Además, ella ya tenía bastante en lo que pensar. Contárselo a Møller sólo le acarrearía problemas, así que lo descartó de inmediato.
Harry iba ya por la mitad de su segunda pinta de cerveza cuando la vio. Estaba sola, sentada en la penumbra, en una mesa pegada a la pared. Lo miró directamente con una leve sonrisa. Delante de ella, sobre la mesa, había un vaso de cerveza, y entre el índice y el corazón derechos, un cigarrillo.
Harry cogió el vaso y se fue a su mesa.
– ¿Puedo acompañarte?
Vibeke Knutsen señaló la silla vacía con un gesto de la cabeza.
– ¿Qué haces aquí?
– Vivo cerca -dijo Harry.
– Ya me había dado cuenta, pero no te había visto antes por aquí.
– No. El sitio donde suelo ir y yo tenemos opiniones divergentes sobre un incidente ocurrido la semana pasada.
– ¿Te han prohibido la entrada? -preguntó ella con una risa ronca.
A Harry le gustó aquella risa. Y Vibeke Knutsen le parecía guapa. A lo mejor era el maquillaje. Y la penumbra. ¿Y qué? Le gustaban sus ojos, vivos y juguetones. Infantiles y sabios. Como los de Rakel. Pero allí acababa el parecido. Rakel tenía la boca fina y sensual, la de Vibeke era grande y, pintada de rojo intenso, lo parecía aún más. Rakel se vestía con una elegancia discreta y era delgada, casi como una bailarina, sin curvas exuberantes. El top que llevaba Vibeke aquel día tenía rayas de tigre, aunque resultaba igual de llamativo que el leopardo y la cebra. En Rakel, casi todo era oscuro. Los ojos, el pelo, la piel. Nunca había visto una piel resplandecer como la suya. Vibeke era pelirroja y pálida y sus largas piernas, que había cruzado bajo la mesa, lucían blancas en la penumbra.
– ¿Y qué haces aquí tan sola? -preguntó Harry.
Ella se encogió de hombros y tomó un trago de cerveza.
– Anders está de viaje y no vuelve hasta esta noche, así que me estoy divirtiendo un poco.
– ¿Se fue lejos?
– A algún lugar de Europa, ya sabes. Nunca me cuenta nada.
– ¿A qué se dedica?
– Vende mobiliario y elementos de decoración para iglesias. Retablos, púlpitos, crucifijos y esas cosas. Usados y nuevos.
– Ya. ¿Y eso lo hace en Europa?
– El púlpito nuevo de una iglesia de Suiza puede haberse fabricado en Alesund. Y los púlpitos usados, por ejemplo, se restauran en Estocolmo o en Narvik. Viaja constantemente, está más tiempo fuera de casa que aquí. Sobre todo últimamente. En realidad, este último año.
Dio una calada al cigarrillo y añadió aspirando:
– Pero no es creyente, ¿sabes?
– ¿Ah, no?
Negó con la cabeza mientras el humo salía por entre los gruesos labios surcados de finas arrugas.
– Sus padres pertenecían a la congregación de Pentecostés y creció con esas cosas. Yo sólo he asistido a una reunión, pero ¿sabes qué? A mí me da miedo cuando empiezan con la glosolalia y eso. ¿Has estado alguna vez en esas reuniones?
– Dos veces -dijo Harry-. En la congregación de Filadelfia.
– ¿Encontraste la salvación?
– Por desgracia, no. Sólo iba en busca de un tío que me había prometido testificar en un asunto.
– Bueno, si no encontraste a Jesús, por lo menos encontraste a tu testigo.
Harry negó con la cabeza.
– Me dijeron que ya no iba por allí y no está en las direcciones que he conseguido. No, no encontré la salvación.
Harry apuró la cerveza y señaló al bar. Ella encendió otro cigarrillo.
– Intenté localizarte el otro día -dijo ella-. En tu trabajo.
– ¿Ah, sí?
Harry pensó en la llamada sin voz en su contestador.
– Sí, pero me dijeron que no era tu caso.
– Si te refieres al asunto de Camilla Loen, es cierto.
– Entonces hablé con ése que estaba en nuestra casa. El guapo.
– ¿Tom Waaler?
– Sí. Le conté un par de cosas sobre Camilla. Cosas que no podía decir cuando tú estabas en casa.
– ¿Por qué no?
– Porque Anders estaba allí.
Dio una larga calada al cigarrillo.
– No le gusta que diga nada despectivo sobre Camilla. Se enfada mucho. A pesar de que casi no la conocemos.
– ¿Por qué ibas a decir algo despectivo si no la conocías?
Ella se encogió de hombros.
– A mí no me parece despectivo. Es Anders quien opina así. Será la educación. Creo que, en realidad, él opina que las mujeres sólo deben tener sexo con un único hombre en su vida.
Apagó el cigarrillo y añadió en voz baja
– Y casi ni eso.
– Ya. ¿Y Camilla tenía sexo con más de un hombre?
– Bastante más de uno.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Se oye todo?
– Entre los pisos no, así que en invierno no se oye mucho. Pero en verano con las ventanas abiertas… Ya sabes, el sonido…
– … se trasmite bien a través de esos patios.
– Exacto. Anders solía levantarse y cerrar de golpe la ventana del dormitorio. Y si a mí se me ocurría decir que Camilla Loen se lo estaba pasando bien, podía llegar a enfadarse tanto que terminaba acostándose en el salón.
– ¿Así que intentaste localizarme para contármelo?
– Sí. Eso y una cosa más. Recibí una llamada. Primero pensé que era Anders, pero normalmente sé por el ruido de fondo que se trata de él. Suele llamar de alguna calle de alguna ciudad de Europa. Lo raro es que el sonido siempre es el mismo, como si cada vez llamase desde el mismo lugar. Bueno, como sea. Esto sonaba diferente. En condiciones normales, habría colgado sin pensar más en ello, pero con lo que le ocurrió a Camilla, y estando Anders de viaje…
– ¿Sí?
– Bueno, no fue nada dramático. -Sonrió como cansada. A Harry le pareció bonita su sonrisa-. Sólo era alguien que respiraba en el auricular. Pero me asusté. Y quería comentarlo contigo. Waaler dijo que lo investigaría, pero por lo visto no pudieron localizar el número desde el que se había realizado la llamada. A veces esos asesinos atacan de nuevo en el mismo lugar, ¿no?
– Creo que eso es más bien en las novelas policiacas -aseguró Harry-. Yo no pensaría demasiado en eso.
Giró el vaso. La medicina empezaba a hacer efecto.
– ¿Tú y tu compañero no conoceréis por casualidad a Lisbeth Barli?
Vibeke enarcó las cejas maquilladas claramente sorprendida.
– ¿La tía que ha desparecido? ¿Por qué demonios íbamos a conocerla?
– Sí, claro, por qué demonios ibais a conocerla -murmuró Harry preguntándose qué era lo que lo había impulsado a preguntar.
Eran cerca de las nueve cuando se encontraban en la acera delante del Underwater.
Harry tuvo que hacer un esfuerzo para guardar el equilibrio.
– Yo vivo en esta calle -le dijo- ¿Qué tal si…?
– No digas nada de lo que te puedas arrepentir, Harry.
– ¿Arrepentirme?
– Llevas la última media hora hablando exclusivamente de esa tal Rakel. No lo habrás olvidado, ¿verdad?
– Ella no me quiere, ya te lo he dicho.
– No, y tú tampoco me quieres a mí. Tú quieres a Rakel. O a una sustituía de Rakel.
Vibeke puso la mano sobre su brazo.
– Y quizá me habría gustado serlo por un rato, si las cosas fueran de otra manera. Pero no lo son. Y Anders no tardará en llegar a casa.
Harry se encogió de hombros y dio un paso de apoyo.
– Al menos, deja que te acompañe hasta la puerta -farfulló.
– Son doscientos metros, Harry.
– Podré hacerlo.
Vibeke se rió de buena gana y se cogió de su brazo.
Caminaron despacio por la calle Ullevålsveien mientras los coches y los taxis ociosos los adelantaban sin prisa, el aire de la noche les acariciaba la piel como sólo ocurre en Oslo en el mes de julio. Harry escuchaba el flujo incesante y monótono de su voz y pensó en lo que estaría haciendo Rakel en aquel momento.
Se detuvieron delante de la puerta negra de forja.
– Buenas noches, Harry.
– Sí. ¿Cogerás el ascensor?
– ¿Por qué lo preguntas?
– Por nada -Harry se metió las manos en el bolsillo del pantalón y estuvo a punto de perder el equilibrio-. Ten cuidado. Buenas noches.
Vibeke sonrió, se fue hacia él y Harry aspiró su olor cuando ella lo besó en la mejilla.
– En otra vida, ¿quién sabe? -le susurró.
La puerta se cerró con un suave chasquido. Harry se quedó inmóvil un instante para orientarse, cuando, de pronto, algo que había en el escaparate que tenía delante llamó su atención. No era el repertorio de lápidas, sino lo que se reflejaba en el cristal. Un coche rojo junto a la acera de enfrente. Si a Harry le hubieran interesado los coches un mínimo, se habría dado cuenta de que aquel exclusivo juguete era un Tommy Kaira ZZ-R.
– Joder -masculló Harry poniendo un pie en la calzada. Un taxi le pasó a un centímetro y su conductor tocó el claxon indignado.
Cruzó hasta el coche deportivo y se detuvo en el lado del conductor. La ventanilla blindada bajó silenciosamente.
– ¿Qué coño haces aquí? -farfulló Harry-. ¿Me estás espiando?
– Buenas noches, Harry -dijo Tom Waaler con un bostezo-. Estoy vigilando el apartamento de Camilla Loen. Observando quién viene y quién va. No es sólo un cliché, ¿sabes?, el autor del crimen siempre vuelve al lugar de los hechos…
– Sí que lo es -dijo Harry.
– Pero, como seguramente habrás deducido, es lo único que tenemos. El asesino no nos ha dejado muchas pistas.
– El homicida -precisó Harry.
– O la homicida.
Harry se encogió de hombros y dio otro paso de apoyo. La puerta del acompañante se abrió de golpe.
– Entra, Harry. Quiero hablar contigo.
Harry miró la puerta abierta. Vaciló. Dio otro paso de apoyo. Rodeó el coche y entró.
– ¿Has pensado en lo que te dije? -preguntó Waaler bajando la radio.
– Sí, lo he pensado -dijo Harry retorciéndose en el estrecho asiento en forma de cubo.
– ¿Y has encontrado la respuesta correcta?
– Parece que te gustan los deportivos japoneses rojos -Harry levantó la mano y golpeó el salpicadero con fuerza-. Sólido. Dime… -Harry se concentraba en articular bien-. ¿Fue así cómo conversaste con Sverre Olsen en Grünerløkka la noche en que mataron a Ellen? ¿Dentro del coche?
Waaler se quedó mirándolo un buen rato, antes de abrir la boca para responder.
– Harry, no sé de qué me estás hablando.
– ¿No? Tú sabías que Ellen había descubierto que tú eras el cerebro de la banda que trafica con armas, ¿verdad? Tú te encargaste de que Sverre Olsen la matara antes de que ella pudiera contárselo a alguien. Y cuando te enteraste de que yo seguía el rastro a Sverre Olsen, te las ingeniaste para que pareciera que él había sacado la pistola cuando ibas a detenerlo. Igual que con ese tío del almacén del puerto. Parece que es tu especialidad, deshacerte de detenidos molestos.
– Estás borracho, Harry.
– He tardado dos años en descubrir algo que te implique, Waaler. ¿Lo sabías?
Waaler no contestó.
Harry rompió a reír y dio otro golpe. El salpicadero emitió un crujido ominoso.
– ¡Claro que lo sabías! El Príncipe Heredero lo sabe todo. ¿Cómo lo haces? Cuéntamelo.
Waaler miró por la ventanilla. Un hombre salió del Kebabgården, se paró y miró a ambos lados antes de empezar a bajar hacia la iglesia Trefoldighetskirken. Ninguno de los dos dijo nada hasta que el hombre se metió en la calle, entre el cementerio y el hospital Vor Frue.
– Vale -dijo Waaler en voz baja-. Puedo confesarme, si eso es lo que quieres. Pero recuerda, cuando se recibe una confesión es fácil encontrarse con dilemas desagradables.
– Benditos dilemas.
– Le di a Sverre Olsen su merecido.
Harry volvió la cabeza lentamente hacia Waaler, que estaba apoyado en el reposacabezas, con los ojos entornados.
– Pero no porque tuviese miedo de que contase que éramos cómplices ni nada por el estilo. Esa parte de tu teoría es errónea.
– ¿Ah, sí?
Waaler suspiró.
– ¿Has pensado alguna vez en por qué la gente como nosotros se dedica a esto?
– No hago otra cosa -aseguró Harry.
– ¿Cuál es tu primer recuerdo nítido, Harry?
– ¿El primer recuerdo de qué?
– Lo primero que yo recuerdo es que es de noche, estoy en la cama y mi padre se inclina sobre mí.
Waaler pasó la mano por el volante antes de continuar.
– Yo tendría unos cuatro o cinco años. Él olía a tabaco y a protección. Ya sabes. Como tienen que oler los padres. Tal y como solía, había llegado a casa cuando yo ya estaba en la cama. Y sé que se habrá ido a trabajar mucho antes de que yo me despierte por la mañana. Sé que, si abro los ojos, sonreirá, me pasará la mano por la cabeza y se marchará. Así que finjo estar dormido para que se quede un ratito más. Sólo a veces, cuando tengo la pesadilla de la mujer con la cabeza de cerdo que deambula por las calles en busca de sangre infantil, me descubro y le pido que se quede un poco más cuando noto que se levanta para irse. Y él se queda y yo me quedo mirándolo. ¿A ti te pasaba igual con tu padre, Harry? ¿Experimentabas lo mismo con él?
Harry se encogió de hombros.
– Mi padre era profesor. Siempre estaba en casa.
– Un hogar de clase media, entonces, ¿no?
– Algo así.
Waaler asintió con la cabeza.
– Mi padre era albañil. Como los padres de mis dos mejores amigos, Geir y Solo. Vivían justo encima de nosotros, en el bloque de Gamlebyen donde me crié. Era uno de los barrios grises de la ciudad, aunque el bloque de viviendas estaba bien cuidado, propiedad de los vecinos. No nos considerábamos de la clase obrera, todos éramos empresarios. El padre de Solo era propietario de un quiosco donde trabajaba toda la familia, de ahí el apodo. [3] Todos trabajaban duro, pero ninguno como mi padre. Él trababa a todas horas. Día y noche. Era como una máquina que sólo se apagaba los domingos. Mis padres no eran muy creyentes, aunque mi padre estudió teología durante medio año en una academia nocturna porque el abuelo quería que fuera pastor. Pero cuando el abuelo murió, él lo dejó. Aun así, íbamos todos los domingos a la iglesia de Vålerenga y luego mi padre nos llevaba de excursión a Ekeberg o a Østmarka. A las cinco de la tarde nos cambiábamos de ropa: los domingos cenábamos en el salón. Puede sonar aburrido, pero, ¿sabes qué? Yo me pasaba toda la semana esperando a que fuera domingo. Al día siguiente era lunes y él desaparecía de nuevo. Siempre estaba en alguna obra donde había que hacer horas extras. Un poco de dinero blanco, un poco de gris y un poco de dinero negro como el carbón. Decía que era la única forma de reunir algunos ahorros en su sector. Cuando yo tenía catorce años, nos mudamos a la parte oeste de la ciudad, a una casa con jardín y manzanos. Mi padre dijo que estaríamos mejor allí. Y yo era el único de la clase cuyo padre no era abogado, economista, médico o algo parecido. El vecino era juez y tenía un hijo de mi edad, Joakim. Mi padre esperaba que yo fuese como él. Dijo que si quería entrar en alguna de esas carreras, era importante tener conocidos dentro del gremio, aprender los códigos, el lenguaje, las reglas no escritas. Pero yo nunca veía al hijo del vecino, sólo a su perro, un pastor alemán que se pasaba las noches ladrando en el porche. Cuando salía del colegio cogía el tranvía hasta Gamlebyen para ver a Geir y Solo. Mis padres invitaron a una barbacoa a todos los vecinos, pero todos presentaron alguna excusa para no acudir. Recuerdo el olor a barbacoa aquel verano, y las risas que resonaban en los otros jardines. Nunca nos devolvieron la invitación.
Harry se concentraba en la dicción.
– ¿Este cuento viene a propósito de algo?
– Eso lo decidirás tú. ¿Dejo de contar?
– Bueno, da igual, esta noche no había nada interesante en la tele.
– Un domingo, cuando íbamos a la iglesia, como de costumbre, yo estaba ya en la calle esperando a mis padres y mirando al pastor alemán que andaba suelto por el jardín. Parecía que quisiera morderme y no dejaba de gruñir desde el otro lado de la valla.
No sé por qué lo hice, pero me acerqué y abrí la verja. Quizá porque creía que el animal estaba enfadado porque estaba solo. El perro saltó, me tumbó y me mordió en la mejilla. Todavía tengo la cicatriz.
Waaler señaló con el dedo, pero Harry no vio nada.
– El juez lo llamó desde la terraza y el animal me soltó. Luego, me dijo con muy malos modos que me largara de su jardín. Mi madre lloraba y mi padre apenas se pronunció mientras me llevaban a Urgencias. Cuando volvimos a casa, tenía un hilo de sutura gordo y negro desde el mentón hasta debajo de la oreja. Mi padre se fue a casa del juez. Cuando volvió tenía la mirada sombría y estuvo menos hablador si cabe. Comimos el asado dominical sin que nadie mediara palabra. Esa misma noche me desperté y me quedé pensando en el porqué. Todo estaba en silencio. Entonces caí en la cuenta. El pastor alemán. Había dejado de ladrar. Oí cerrarse la puerta de entrada e, instintivamente, supe que nunca más volveríamos a oír al pastor alemán. Me apresuré a cerrar los ojos cuando la puerta del dormitorio se abrió silenciosa pero me dio tiempo de ver el martillo. Él olía a tabaco y a protección. Y yo fingí estar dormido.
Waaler limpió una mota inexistente del salpicadero.
– Hice lo que hice porque sabíamos que Sverre Olsen había matado a una colega. Lo hice por Ellen, Harry. Por nosotros. Ahora ya lo sabes, maté a un hombre. ¿Me vas a delatar o no?
Harry lo miraba de hito en hito. Waaler cerró los ojos.
– Sólo teníamos pruebas circunstanciales contra Olsen, Harry. Lo habrían soltado. No lo podíamos permitir. ¿Tú habrías podido, Harry?
Waaler giró la cabeza y se encontró con la mirada fija de Harry.
– ¿Habrías podido?
Harry tragó saliva.
– Hay un tipo que os vio a ti y a Sverre Olsen juntos en el coche. Uno que estaba dispuesto a testificar. Pero eso ya lo sabes, ¿no?
Waaler se encogió de hombros.
– Hablé con Olsen varias veces. Era neonazi y delincuente. Hay que estar al día es nuestro trabajo, Harry.
– El tipo que os vio ha cambiado de opinión repentinamente, ya no quiere testificar. Has hablado con él, ¿verdad? Lo has silenciado con amenazas.
Waaler negó con la cabeza.
– No puedo responder a eso, Harry. Si decides unirte a nuestro equipo, la norma es que sólo se te informará de lo que te hace falta saber para cumplir con tu trabajo. Puede que suene un tanto estricto, pero funciona. Nosotros funcionamos.
– ¿Hablaste con Kvinsvik? -balbuceó Harry.
– Kvinsvik es sólo uno de tus molinos de viento, Harry. Olvídalo. Piensa en ti. -Se inclinó hacia Harry y bajó la voz-: ¿Qué puedes perder? Mírate bien al espejo…
Harry parpadeó perplejo.
– Exacto -dijo Waaler-. Eres un alcohólico de casi cuarenta años, sin trabajo, sin familia, sin dinero.
– ¡Por última vez! -Harry intentó gritar, pero estaba demasiado borracho-. ¿Hablaste con… con Kvinsvik?
Waaler se irguió otra vez en el asiento.
– Vete a casa, Harry. Y reflexiona sobre a quién le debes algo. ¿Al Cuerpo, que te ha triturado con sus dientes y te ha escupido tras hallar que sabes mal? ¿A tus jefes, que salen corriendo como ratones asustados en cuanto se huelen que hay problemas? ¿O quizá es a ti mismo a quien le debes algo? Has trabajado duro año tras año para mantener las calles de Oslo más o menos seguras en un país que protege a sus delincuentes mejor que a sus policías. Realmente, eres uno de los mejores en tu trabajo, Harry. A diferencia de ellos, tú tienes talento y, aun así, eres tú quien percibe un sueldo miserable. Yo te puedo ofrecer cinco veces más de lo que ganas ahora, pero eso no es lo más importante. Te puedo ofrecer un poco de dignidad, Harry. Dignidad. Piénsatelo.
Harry intentó enfocar a Waaler con la mirada, pero su cara se desdibujaba. Buscó el tirador de la puerta, no lo encontró. Malditos coches japoneses. Waaler se inclinó y le abrió la puerta.
– Sé que has intentado encontrar a Roy Kvinsvik -dijo Waaler-. Permíteme que te ahorre la molestia. Sí, hablé con Olsen en Grünerløkka esa noche. Pero eso no significa que tuviera nada que ver con el asesinato de Ellen. Callé para no complicar las cosas. Tú haz lo que quieras, pero créeme, el testimonio de Kvinsvik carece de interés.
– ¿Dónde está?
– ¿Acaso cambiaría algo si te lo dijera? ¿Me creerías entonces?
– Puede ser -respondió Harry-. Quién sabe.
Waaler suspiró.
– Calle Sognsveien, número treinta y dos. Vive en el sótano de la casa de su padrastro.
Harry se dio la vuelta haciendo señas a un taxi que se acercaba con el piloto verde encendido.
– Pero esta noche está ensayando con el coro Menna -advirtió Waaler-. A un paso. Ensayan en la casa parroquial de Gamle Aker.
– ¿Gamle Aker?
– Ha abandonado la iglesia de Filadelfia y se ha convertido a la de Bethlehem.
El taxi libre frenó, el conductor dudó un instante, volvió a pisar el acelerador y desapareció en dirección al centro. Waaler sonrió.
– No es necesario haber perdido la fe para convertirse a otro credo, Harry.
Domingo. Bethlehem
Eran las ocho de la tarde del domingo cuando Bjarne Møller cerró el cajón del escritorio con un bostezo y extendió el brazo para apagar el flexo. Estaba cansado, pero satisfecho de sí mismo. Los medios de comunicación ya habían dejado de atosigarlos por el asesinato y por el caso de desaparición, así que había podido trabajar sin que lo molestaran todo el fin de semana. El abultado montón de papeles de cuando comenzaron las vacaciones se veía ahora reducido casi a la mitad. Ya se marchaba a casa, pensando en tomarse un Jameson flojito y en ver la reposición de Beat for Beat. Tenía el dedo en el interruptor de la luz y echó una última mirada al orden que reinaba en su mesa. Entonces se percató del sobre marrón acolchado. Tenía un vago recuerdo de haberlo recogido el viernes en la casilla de correo. Obviamente, se había quedado debajo del montón de papeles.
Dudó un instante. Aquello podía esperar a mañana. Palpó el sobre. Había algo dentro, algo que no era capaz de identificar. Abrió el sobre con un abrecartas y metió la mano dentro. No había ninguna carta. Puso el sobre boca abajo, pero nada. Lo agitó con fuerza y oyó que algo se soltaba del acolchado interior y caía en la mesa. De allí rebotó hasta el teléfono y se quedó sobre el cartapacio, justo encima de la lista de turnos de guardia.
De repente, volvió el dolor de estómago. Bjarne Møller se encogió y se quedó jadeando. Pasó un rato antes de que lograra incorporarse y marcar un número de teléfono. Y, de no haber estado tan fuera de sí, probablemente se habría dado cuenta de que era precisamente el número correspondiente al nombre de la lista de turnos al que apuntaba el objeto que le habían enviado.
Marit estaba enamorada.
Otra vez.
Miró hacia la escalinata del edificio de la congregación. La luz salía por el ojo de buey de la puerta, decorada con la estrella de Belén, e iluminaba la cara de Roy, el chico nuevo. Estaba hablando con una de las otras chicas del coro. Llevaba varios días pensando en qué hacer para que se fijase en ella, pero no se le ocurría una buena idea. Acercarse a él y hablarle sin más sería un mal comienzo. No le quedaba más remedio que esperar hasta que se presentase la ocasión. Durante el ensayo de la semana anterior, él habló de su pasado en voz alta y clara. Contó que antes pertenecía a la congregación de Filadelfia. ¡Y que antes de ser redimido había sido neonazi! Una de las otras chicas había oído decir que llevaba un gran tatuaje neonazi en alguna parte del cuerpo. Estaban totalmente de acuerdo en que era horrible, pero Marit se dio cuenta de que al pensarlo notaba un cosquilleo de excitación. En su fuero interno, ella sabía que aquélla era la razón por la que se había enamorado, por lo nuevo y lo desconocido, por esa ilusión agradable y pasajera, y sabía que, al final, terminaría con otro chico. Uno como Kristian. Kristian era el director del coro, sus padres pertenecían a la congregación y había empezado a predicar en las reuniones de los jóvenes. La gente como Roy solía terminar entre los renegados.
Aquella tarde se quedaron un poco más para ensayar una nueva canción y repasar casi todo el repertorio. Kristian solía hacerlo cuando les llegaba un nuevo miembro, sólo para mostrarle lo bueno que era. Normalmente, ensayaban en sus propios locales de la calle Geitemyrsveien, pero estaban cerrados por vacaciones, así que les habían prestado la casa de la congregación en Gamle Aker, en la calle Akersbakken. A pesar de que era pasada la media noche, se habían quedado fuera como solían. Las voces zumbaban como un enjambre de insectos y aquella noche había una tensión diferente. Sería el calor. O que los miembros que estaban casados o prometidos estaban de vacaciones y no tenían que soportar sus miradas indulgentes pero con un punto de advertencia cuando pensaban que los jóvenes se excedían en sus flirteos. Marit no estaba atenta, respondía cualquier cosa cuando sus amigas le preguntaban y miraba a Roy de reojo. Le hubiese gustado saber dónde tenía el gran tatuaje nazi.
Una de la amigas le dio un codazo y señaló con la cabeza a un hombre que subía por la calle Akersbakken.
– Mirad, está borracho -susurró una de las chicas.
– Pobre hombre -dijo otra.
– Almas perdidas como ésa es lo que quiere Jesús.
Fue Sofie quien se dejó caer con aquello. Como siempre, ella era la que solía decir esas cosas.
Las otras asintieron con la cabeza, Marit también. De repente tuvo una idea. Ya estaba. Ahí tenía la ocasión. Se salió sin dudar del círculo de amigas y se colocó en medio de la calle delante del hombre.
Éste se paró y se quedó mirándola. Era más alto de lo que había pensado.
– ¿Conoces a Jesús? -preguntó Marit con una sonrisa y en voz alta y clara.
El hombre tenía la cara roja y le costaba fijar la mirada.
A espaldas de Marit, la conversación había cesado y, con el rabillo del ojo, vio que Roy y las chicas que estaban en la escalinata se habían vuelto a mirarlos.
– No, lo siento -balbuceó el hombre-. Aunque tú tampoco. Pero igual conoces a Roy Kvinsvik, ¿no?
Marit sintió que se sonrojaba de golpe y la turbación le impidió pronunciar la siguiente frase que tenía preparada: «¿Sabes que él está deseando conocerte?».
– ¿Y bien? -insistió el hombre-. ¿Está aquí?
Le miró la cabeza, el pelo corto y las botas. De repente, sintió miedo. ¿Sería aquel hombre un neonazi, alguien del antiguo círculo de amistades de Roy? ¿Alguien deseoso de vengar la traición o de convencerlo para que volviera con ellos?
– Yo…
Pero el hombre ya la había rebasado.
Marit se dio la vuelta justo a tiempo de ver cómo Roy desaparecía a toda prisa hacia el interior de la casa de la congregación y cerraba la puerta.
El borracho se fue caminando a grandes zancadas sobre la gravilla crujiente y su torso vencido parecía inclinarse como un mástil que cede a un golpe de viento. Delante de la escalinata, el hombre se cayó de bruces.
– Dios mío… -susurró una de las chicas.
El hombre volvió a ponerse en pie.
Marit vio que Kristian se hacía a un lado cuando el hombre comenzó a subir por la escalera. En el último peldaño, empezó a tambalearse. Parecía que iba a caerse hacia atrás, pero consiguió controlar su centro de gravedad. Y agarró el picaporte.
Marit se llevó la mano a la boca.
El hombre tiró. Por suerte, Roy había cerrado con llave.
– ¡Mierda! -gritó el hombre con la voz turbia por el alcohol. Se balanceó hacia atrás, luego hacia delante. Se oyó un suave tintineo: el hombre había roto el ojo de buey con la frente y los fragmentos cayeron al suelo.
– ¡Para! -gritó Kristian-. No puedes…
El hombre se dio la vuelta y lo miró. Tenía clavado en la frente un fragmento de cristal y el pequeño riachuelo de sangre se bifurcó al llegar a la nariz.
Kristian no dijo una palabra.
El hombre abrió la boca y empezó a aullar en un tono frío, como una hoja de acero. Se volvió otra vez hacia la puerta blanca y sólida y, con una fiereza que Marit no había visto jamás, empezó a aporrearla con los puños. Aullaba como un lobo y golpeaba una y otra vez.
Carne contra madera, como golpes de hacha en el silencio matinal de un bosque. El hombre empezó a golpear la estrella de hierro forjado que había en el centro del ojo de buey. A Marit le parecía oír el sonido de la piel al rasgarse cuando los borbotones de sangre empezaron a teñir la puerta blanca.
– ¡Haz algo! -gritó alguien. Marit vio que Kristian sacaba el móvil.
La estrella de hierro se soltó y, de repente, el hombre se cayó de rodillas.
Marit se acercó. Los otros se alejaron, pero ella no podía evitar acercarse. El corazón le latía desbocado en el pecho. Delante de la escalera notó en el hombro la mano de Kristian y se detuvo. Podía oír jadear al hombre allí arriba, como un pez moribundo ahogándose en tierra. Se diría que estaba llorando.
Un cuarto de hora más tarde, cuando el coche de la policía vino a buscarlo, el hombre estaba hecho un ovillo en lo alto de la escalera. Lo pusieron de pie y él se dejó guiar al interior del coche sin oponer resistencia. Una de las policías preguntó si alguien quería denunciar algo. Pero ellos negaron con la cabeza, demasiado asustados como para pensar en la ventana rota.
El coche se alejó. No quedó más que la calurosa noche estival y Marit pensó que era como si aquello nunca hubiera sucedido. Apenas se dio cuenta cuando Roy salió pálido y miserable y desapareció. Ni de que Kristian la había rodeado con su brazo. Miró fijamente la estrella rota de la ventana. Estaba torcida hacia dentro de tal forma que dos de las cinco puntas señalaban hacia arriba y otra hacia abajo. Había visto antes aquel símbolo en un libro. Y a pesar del calor, se abrigó con la chaqueta.
Era más de medianoche y la luna se reflejaba en las ventanas de la comisaría. Bjarne Møller cruzó el aparcamiento desierto y entró en la zona de los calabozos. Una vez dentro, miró a su alrededor. Los tres mostradores de recepción estaban vacíos, pero había dos policías viendo la televisión en el cuarto de guardia. Como admirador de Charles Bronson de toda la vida, Møller reconoció la película, Death Wish. Y también reconoció a Groth, el mayor de los policías, apodado Gråten [4] por la cicatriz de color vino que le recorría la mejilla desde el ojo izquierdo. Hasta donde le alcanzaba la memoria, Groth siempre había trabajado en los calabozos y todo el mundo sabía que, en la práctica, él era quien llevaba el negocio.
– ¿Hola? -gritó Møller.
Sin apartar la vista de la pantalla, Groth señaló con el pulgar al policía más joven, que se giró en la silla con desgana.
Møller les mostró su tarjeta de identificación, algo que, obviamente, estaba de más, ya que lo habían reconocido.
– ¿Dónde está Hole? -gritó.
– ¿El idiota? -resopló Groth al tiempo que Charles Bronson levantaba la pistola dispuesto a ejecutar su venganza.
– En el calabozo 5, creo -dijo el policía más joven-. Pregunta a los abogados de oficio que están allí dentro. Si es que queda alguno.
– Gracias -dijo Møller entrando por la puerta que daba a los calabozos.
Había alrededor de cien celdas y la ocupación dependía de la temporada. Definitivamente, era temporada baja. Møller pasó de visitar el cuarto de guardia de los abogados de oficio y empezó a andar por los pasillos entre las celdas. Oía resonar el eco de sus pasos. Nunca le había gustado la zona de los calabozos. Primero, por el absurdo hecho de que hubiese allí encerrados seres humanos vivos. Segundo, por el ambiente de cloaca y de vidas truncadas. Y tercero, por todas las cosas que él sabía que habían pasado allí. Como, por ejemplo, el detenido que había denunciado a Groth por haberle enchufado la manguera. Asuntos Internos rechazó la denuncia en cuanto desenrollaron la manguera y comprobaron que sólo llegaba a medio camino de la celda donde supuestamente había tenido lugar el lavado. Probablemente, los de Asuntos Internos eran los únicos de la comisaría que ignoraban que, cuando Groth comprendió que iba a haber problemas, cortó un trozo de la manguera.
Igual que los demás calabozos, el número cinco no tenía cerradura, sino un artilugio sencillo que sólo permitía abrir desde fuera.
Harry estaba sentado en medio de la habitación con la cabeza entre las manos. Lo primero en que se fijó Møller fue en la venda totalmente empapada de sangre que llevaba en la mano derecha. Harry levantó la cabeza despacio y lo miró. Llevaba una tirita en la frente y tenía los ojos hinchados. Como si hubiera estado llorando. Olía a vómito.
– ¿Por qué no estás tumbado en la litera? -preguntó Møller.
– No quiero dormir -susurró Harry con una voz irreconocible-. No quiero soñar.
Møller hizo una mueca para disimular que estaba conmovido. Había visto a Harry caer bajo en otras ocasiones, pero no de aquella manera, no tan bajo. Nunca literalmente destrozado.
Carraspeó.
– Venga, nos vamos.
Groth Gråten y el policía joven no se dignaron mirarlos cuando pasaron delante del cuarto de guardia, pero Møller se percató de que Groth meneaba la cabeza con expresión elocuente. Harry vomitó en el aparcamiento. Se quedó encorvado escupiendo y maldiciendo mientras Møller le daba un cigarrillo encendido.
– No te han registrado -dijo Møller-. No se hará oficial. Será extraoficial.
Harry sufrió un ataque de tos a causa de la risa.
– Gracias, jefe. Es bueno saber que van a despedirme con una hoja de servicios más limpia de lo que cabía haber esperado.
– No lo digo por eso. Es que, de lo contrario, tendría que suspenderte con efecto inmediato.
– ¿Y qué?
– Voy a necesitar a un investigador como tú los próximos días. Es decir, el investigador que eres cuando no estás bebido. De modo que la cuestión es si puedes mantenerte sobrio.
Harry se irguió y exhaló el humo con fuerza.
– Sabes muy bien que puedo, jefe. Pero ¿acaso quiero?
– No lo sé. ¿Quieres, Harry?
– Uno debe tener una razón, jefe.
– Sí, supongo que sí.
Møller miró reflexivo a su comisario.
Pensó que estaban solos a la pálida luz de una luna y de una farola plagada de insectos muertos, en medio de un aparcamiento de Oslo en una noche de verano. Pensó en todo lo que habían pasado juntos. En todo lo que habían conseguido y en lo que no. Y, a pesar de todo, después de tantos años, ¿iban a separarse sus caminos allí, de aquella forma tan trivial?
– Desde que te conozco, sólo ha habido una cosa que te haya mantenido de pie -dijo Møller-. Tu trabajo.
Harry no contestó.
– Y ahora resulta que tengo una misión para ti. Si la quieres.
– ¿Y cuál es?
– Hoy he recibido un sobre acolchado que contenía esto. Llevo intentando dar contigo desde que lo abrí.
Møller abrió el puño y estudió la reacción de Harry. La luna y la farola iluminaban la palma de su mano, que sostenía una de las bolsas de plástico transparente de la policía Científica.
– Vaya -dijo Harry-. ¿Y el resto del cuerpo?
La bolsa contenía un dedo fino con la uña pintada de esmalte rojo. El dedo lucía un anillo. Y el anillo, una piedra preciosa en forma de estrella con cinco puntas.
– Esto es cuanto tenemos -dijo Møller-. Un dedo corazón de la mano izquierda.
– ¿Han podido identificarlo?
Bjarne Møller asintió. -¿Tan rápido?
Møller se apretó la mano contra el estómago mientras volvía a asentir.
– Ya -dijo Harry-. Lisbeth Barli.