CUARTA PARTE

26

Sábado. El alma. El día


Otto Tangen repasaba por última vez la mesa de mezclas la mañana del sábado cuando el sol asomaba por la colina de Ekebergåsen con la promesa de otro récord de calor.

El autobús estaba oscuro y el aire cargado, con un olor a tierra y a ropa podrida que ni Wunderbaum ni el tabaco de liar de Harry eran capaces de ahuyentar. A veces se imaginaba sentado en un búnker, en una trinchera. Con el hedor a muerte en las fosas nasales, pero apartado de lo que ocurría justo afuera.

El bloque de apartamentos se encontraba en medio de un terreno rústico por encima de Kampen, con vistas a Tøyen. A cada lado, y casi paralelamente al viejo edificio de ladrillo de cuatro plantas, había dos bloques de pisos más altos, de los años cincuenta. Habían utilizado la misma pintura y colocado el mismo tipo de ventanas en los apartamentos que en los pisos, probablemente en un intento de otorgar a la zona un aire de conjunto. Pero la diferencia de edad no se dejaba camuflar y seguía dando la impresión como si un tornado hubiese llevado el bloque de apartamentos en volandas y lo hubiera depositado despacio en medio de la comunidad de vecinos.

Harry y Waaler habían acordado dejar el autobús en el aparcamiento, junto con los demás coches, justo enfrente de los apartamentos, donde las condiciones de recepción eran buenas y el autobús no llamaba mucho la atención. Aquéllos que, pese a todo, lo mirasen al pasar, constatarían que el oxidado autobús Volvo de color azul con las ventanas cubiertas de poliestireno pertenecía a la banda de rock Kindergarten Accident, tal y como se leía pintado en negro a ambos lados, con una calavera como punto sobre las íes.

Otto se limpió el sudor y comprobó que todas la cámaras funcionaban, que todos los ángulos estaban cubiertos y que todo lo que se movía fuera de los apartamentos quedaría registrado como mínimo por una cámara, a fin de seguir un objetivo desde que entrase por el portal hasta la puerta de cualquiera de los ochenta apartamentos que se sucedían por los ocho pasillos y las cuatro plantas.

Se habían pasado la noche dibujando planos, calculando y montando cámaras en las paredes. Otto aún notaba aquel sabor amargo y como metálico de mortero seco en la boca y en los hombros de su sucia chaqueta vaquera se veía una capa amarilla como de caspa.

Al final, Waaler había seguido su consejo y había admitido que, si querían terminar a tiempo, debían prescindir del sonido. No influiría en la detención y sólo perderían pruebas en el caso de que el objetivo dijera algo de interés.

Tampoco sería posible filmar dentro del ascensor. El hueco de hormigón no permitía la salida del número suficiente de señales para enviar una foto decente hasta el autobús por medio de una cámara inalámbrica, y el problema con los cables era que, los tirasen como los tirasen, quedarían a la vista o se enrollarían con los del ascensor. Waaler no insistió, ya que, de todos modos, el objetivo se encontraría solo en el ascensor. Los inquilinos habían recibido órdenes de no revelar nada a nadie y de permanecer en sus casas entre las cuatro y las seis.

Otto Tangen manipulaba el mosaico de pequeñas fotos que aparecían en las pantallas de los tres ordenadores, ampliándolas hasta que compusieron un todo lógico. En el ordenador de la izquierda, los pasillos que iban hacia el norte, la cuarta y última planta, y la primera. En el centro, el portal. Todos los rellanos y las puertas del ascensor. A la derecha, los pasillos que discurrían hacia al sur.

Otto le dio a «Guardar», entrecruzó los dedos tras la cabeza y se apoyó en el respaldo con un gruñido de satisfacción. Tenía vigilado todo el edificio. Lleno de jóvenes estudiantes. Si hubiesen tenido más tiempo, a lo mejor habría podido instalar algunas cámaras dentro de los apartamentos. Sin que lo supieran quienes vivían allí, claro está. Ojos de pez diminutos colocados en lugares donde nunca nadie los descubriría. Junto con los micrófonos rusos. Estudiantes de enfermería aus Norwegen, jóvenes y cachondas. Podía haberlo grabado en cintas y habérselo vendido a sus contactos. A la mierda el capullo de Waaler. Sólo Dios sabe cómo se habría enterado de lo de Astrup y el granero de Asker. Una idea aleteó cual mariposa por la cabeza de Otto, pero se esfumó enseguida. Hacía mucho que sospechaba que Astrup pagaba a alguien para que vigilara sus operaciones con mano protectora.

Otto encendió un cigarrillo. Las imágenes parecían fotos fijas, ningún movimiento en los pasillos ambarinos ni en el portal revelaba que se tratase de una retransmisión en directo. Quienes pasaban el verano en el bloque de apartamentos aún estarían durmiendo. Pero sí esperaba un par de horas, quizá viese al hombre que había entrado con la tía del 303 hacia las dos de la madrugada. Parecía borracha. Borracha y preparada. Él sólo parecía preparado. Otto pensó en Aud Rita. La primera vez que la vio fue tomando una copa en casa de Nils, que ya le había puesto encima sus manazas. Ella le tendió a Otto la suya, pequeña y blanca, balbuciendo su nombre: «Aud Rita».

Otto exhaló un profundo suspiro.

El capullo de Waaler había estado allí con los agentes del POT, revisándolo todo hasta la medianoche. Otto vio a Waaler y al jefe del grupo discutir fuera del autobús. Más tarde, los chicos del grupo de Operaciones Especiales se apostarían de tres en tres en cada uno de los apartamentos situados al fondo del pasillo de cada planta, un total de veinticuatro agentes vestidos de negro, encapuchados, con los MP3 cargados, gas lacrimógeno y máscaras antigás. En cuanto recibiesen la señal desde el autobús, entrarían en acción si el objetivo llamaba a la puerta o trataba de acceder a alguno de los apartamentos. La mera idea hizo que Otto temblara de expectación. Los había visto en acción en dos ocasiones y esos chicos eran increíbles. Hubo estallidos y luces como en un concierto de rock duro y en ambas situaciones, los objetivos se habían quedado tan paralizados que todo terminó en un par de segundos. A Otto le habían explicado que eso era lo que pretendían, asustar tanto al objetivo que no le diese tiempo de preparase mentalmente para oponer resistencia.

Otto apagó el cigarrillo. La trampa estaba preparada. Sólo había que esperar a la rata.

Los agentes se presentarían allí hacia las tres. Waaler había prohibido que nadie entrara o saliera del autobús tanto antes como después de esa hora. Sería un día largo y caluroso.

Otto se echó encima del colchón que estaba en el suelo. ¿Qué estaría pasando en aquellos momentos en el 303? Echaba de menos su propia cama. Echaba de menos el colchón hundido. Echaba de menos a Aud Rita.


En ese momento se cerró la puerta de la entrada detrás de Harry. Permaneció de pie para encender el primer cigarrillo del día mientras miraba hacia el cielo, donde la bruma matinal se asemejaba a una fina cortina a través de la cual el sol empezaba a abrirse paso. Había dormido. Un sueño profundo y continuo, sin ensoñaciones. Apenas podía creerlo.

– ¡Esto va a apestar hoy de lo lindo, Harry! La predicción del tiempo anuncia que será el día más caluroso desde 1907. Tal vez.

Era Ali, el vecino de abajo y dueño de Niazzi. No importaba lo pronto que Harry se levantase, siempre encontraba a Ali y a su hermano empleados en la tarea cuando él se iba al trabajo. Ali señalaba con la escoba algo que había en la acera.

Harry entrecerró los ojos para ver qué era. Una caca de perro. No la había visto cuando Vibeke estuvo justo en el mismo lugar la noche anterior. Obviamente, alguien había estado poco atento cuando sacó al perro aquella mañana. O aquella noche.

Miró el reloj. Había llegado el día. Dentro de unas horas, tendrían la respuesta.

Harry tragó el humo hasta los pulmones y notó cómo el sistema se despertaba con la mezcla de aire fresco y nicotina. Por primera vez en mucho tiempo, saboreaba el tabaco. Y encima, le sabía bien. Y por un momento se olvidó de todo lo que estaba a punto de perder. El trabajo. Rakel. El alma.

Porque hoy era el día.

Y había empezado bien.

Era, como ya había dicho, casi inconcebible.


Harry notó que se alegraba al oír su voz.

– Ya he hablado con mi padre. Cuidará de Oleg con mucho gusto. Søs también estará allí.

– ¿Un estreno? -dijo con esa risa alegre en la voz-. ¿En el Teatro Nacional? ¡Madre mía!

Estaba exagerando. A veces le gustaba hacerlo, pero Harry se dio cuenta de que estaba emocionada.

– ¿Qué te vas a poner? -preguntó.

– Todavía no has dicho que sí.

– Eso depende.

– El traje.

– ¿Cuál?

– Vamos a ver… El que compré en la calle Hegdehaugsveien para la fiesta del diecisiete de mayo de hace dos años. Ya sabes, ese gris con…

– Es el único traje que tienes, Harry.

– Entonces me lo pondré, definitivamente.

Ella se rió. Esa risa suave, tan suave como su piel y sus besos, pero lo que más le gustaba era su risa. Así de sencillo.

– Pasaré a buscaros a las seis -dijo él.

– Bien. Pero ¿Harry?

– ¿Sí?

– No pienses que…

– Ya lo sé. Sólo es una obra de teatro.

– Gracias, Harry.

– De nada.

Y volvió a reír. Una vez empezaba, Harry podía hacerla reír con cualquier cosa, como si estuvieran dentro de la misma cabeza y mirasen a través de los mismos ojos, no tenía más que señalar con el dedo, sin decir nada concreto. Tuvo que hacer un esfuerzo para colgar.

Había llegado el día. Y seguía siendo bueno.

Habían acordado que Beate se quedaría con Olaug Sivertsen durante la operación. Møller no quería correr el riesgo de que el objetivo -hacía dos días que Waaler había empezado a llamar al asesino «el objetivo» y ahora todo el mundo lo llamaba así- descubriese la trampa y cambiara de repente el orden de los escenarios.

Sonó el teléfono. Era Øystein. Quería saber qué tal le iban las cosas. Harry dijo que todo iba bien y que qué quería. Øystein dijo que sólo quería saber cómo le iban las cosas. Harry se sintió un poco avergonzado, no estaba acostumbrado a un trato tan considerado.

– ¿Puedes dormir?

– Esta noche he dormido -respondió Harry.

– Bien. Y la clave. ¿La has descifrado?

– Parcialmente. Tengo el dónde y el cuándo, sólo me falta el porqué.

– ¿Así que puedes leer el texto, pero no entiendes lo que significa?

– Algo así. Esperaremos hasta que lo hayamos atrapado.

– ¿Qué es lo que no entiendes?

– Mucho. Por ejemplo, que haya escondido uno de los cadáveres. O detalles como que haya cortado los dedos de la mano izquierda de las víctimas, pero dedos diferentes. El índice de la primera, el corazón de la segunda y el anular de la tercera.

– ¿Y en ese orden, dices? A lo mejor es sistemático.

– Sí, pero ¿por qué no empezar por el meñique? ¿Habrá algún mensaje en eso?

Øystein se rió de buena gana.

– Ten cuidado, Harry, las claves son como las mujeres. Si no consigues descifrarlas, acaban contigo.

– Ya me lo habías dicho.

– ¿De verdad? Bien, eso significa que soy considerado. No doy crédito, Harry, pero parece que acaba de entrar un cliente en el taxi. Ya hablaremos.

– De acuerdo.

Harry vio danzar el humo a cámara lenta. Miró el reloj.

Había algo que le había ocultado a Øystein. Que tenía la sensación de que los otros detalles no tardarían en encajar. Y lo harían demasiado bien porque, a pesar de los rituales, los asesinatos emanaban una falta de sensibilidad, una ausencia casi marcada de odio, de deseo, de pasión. O de amor. Estaba ejecutándolos con un exceso de perfección, mecánicamente y según el manual. Le daba la impresión de estar jugando al ajedrez con un ordenador y no con una mente por completo desquiciada. Pero el tiempo lo diría.

Miró el reloj otra vez.

El corazón le latía deprisa.

27

Sábado. La operación


El humor de Otto Tangen estaba mejorando notablemente.

Había dormido un par de horas y se había despertado con un insoportable dolor de cabeza y unos fuertes golpes en la puerta. Cuando abrió entraron Waaler, Falkeid -del POT- y un tipo que dijo llamarse Harry Hole que no tenía pinta de ser comisario. Lo primero que hizo fue quejarse del ambiente que reinaba en su autobús. En cualquier caso, después de haber tomado café de uno de los cuatro termos, con las pantallas encendidas y las cintas de grabación colocadas, Otto experimentó ese maravilloso cosquilleo de excitación que solía notar cuando sabía que el objetivo estaba cerca.

Falkeid explicó que habían tenido policías de paisano alrededor del edificio desde la noche anterior. La unidad canina había peinado la azotea y el sótano para comprobar que no hubiese nadie escondido en el bloque. Cuantos anduvieron entrando y saliendo eran inquilinos. Salvo la chica del 303, que llegó acompañada de un tío, pero, según le explicó al policía de la entrada, era su novio. Los hombres de Falkeid esperaban órdenes en sus puestos.

Waaler asintió con la cabeza.

Falkeid comprobaba las comunicaciones por radio cada cierto tiempo. Era cosa del equipo del grupo de Operaciones Especiales y no responsabilidad de Otto. Éste mantenía los ojos cerrados y disfrutaba de las impresiones acústicas, aquel instante de sonido envolvente que se producía cuando soltaban el botón de emisión y resonaban las claves murmuradas e ininteligibles, como si fuera un lenguaje de los malos sólo para adultos.

Smork tinne. -Otto formuló las palabras con los labios, sin pronunciarlas, mientras se imaginaba sentado en un manzano una tarde de otoño espiando a los mayores al otro lado de las ventanas iluminadas, susurrando smork tinne en una lata sujeta con un hilo que discurría por encima de la valla a cuyo pie aguardaba agazapado su amigo Nils, con otra lata pegada a la oreja. Si no se había cansado antes y se había marchado a casa a cenar. Esas latas jamás funcionaron como decía el Libro del pájaro carpintero.

– Estamos listos para salir al aire -dijo Waaler-. ¿Tienes el reloj preparado, Tangen?

Otto asintió con la cabeza.

– Mil seiscientos -dijo Waaler-. Exactamente… ¡ahora!

Otto puso en marcha el reloj en la grabadora. Décimas y segundos corrían por la pantalla. Notaba una risa muda, alegre e infantil que le removía las entrañas. Mejor que los bollos de nata de Aud Rita. Mejor que cuando suspiraba ceceando las cosas que quería que le hiciera.

Showtime.


Cuando abrió la puerta a Beate, Olaug Sivertsen sonrió como si se tratara de una visita largamente esperada.

– ¡Usted otra vez! Entre. No se quite los zapatos. Este calor es horrible, ¿no le parece?

Olaug Sivertsen precedió a Beate pasillo adentro.

– No se preocupe, señorita Sivertsen. Parece que este asunto se va a resolver pronto.

– Por mí puede durar lo que sea, mientras siga recibiendo visitas – dijo riendo antes de taparse la boca con repentino temor-. ¡Vaya, qué estoy diciendo! Ese hombre mata a las personas, ¿no?

El reloj de pared del salón marcó las cuatro cuando entraron.

– ¿Té, querida?

– Con mucho gusto.

– ¿Puedo ir a la cocina sola?

– Sí, pero si puedo acompañarla…

– Venga, venga.

Aparte de la encimera y el frigorífico, no parecía que hubiesen renovado la cocina desde los tiempos de la guerra. Beate se sentó en una silla ante la gran mesa de madera mientras Olaug ponía el agua a hervir.

– Aquí huele muy bien -comentó Beate.

– ¿De verdad?

– Sí. Me gustan las cocinas que huelen así. La verdad sea dicha, prefiero la cocina. Los salones no me gustan tanto.

– ¿No? -Olaug Sivertsen ladeó la cabeza-. ¿Sabes qué? Creo que tú y yo no somos tan diferentes. Yo también soy más de cocinas.

Beate sonrió.

– El salón muestra lo que uno quiere aparentar. En la cocina la gente se relaja más, como si allí se le permitiera ser ella misma. ¿Te has fijado en que hemos empezado a tutearnos nada más entrar aquí?

– Sí, creo que tienes razón.

Las dos mujeres se rieron.

– ¿Sabes qué? -dijo Olaug-. Me alegro que te hayan enviado a ti. Me gustas. Y no tienes por qué sonrojarte, querida, no soy más que una anciana solitaria. Reserva esas flores en las mejillas para algún caballero. ¿O acaso estas casada? ¿No? Ah, bueno, pero tampoco es el fin del mundo.

– Y tú, ¿has estado casada?

– ¿Yo?

Se rió mientras sacaba las tazas.

– No, era tan joven cuando tuve a Sven que jamás vi la oportunidad.

– ¿No?

– Sí, supongo que tuve alguna que otra oportunidad. Pero una mujer de mi condición se cotizaba muy bajo en aquellos tiempos, así que las ofertas que recibía procedían en su mayoría de hombres a los que nadie quería. Por eso se dice encontrar «pareja».

– ¿Sólo porque eras madre soltera?

– Porque Sven era hijo de un alemán, querida.

La tetera empezó a silbar suavemente.

– Ya, comprendo -dijo Beate-. Entonces, quizá no lo pasó muy bien de pequeño, ¿no?

Olaug se quedó mirando al infinito sin prestar atención al insistente silbido.

– Peor de lo que puedas imaginar. Aún se me saltan las lágrimas cuando pienso en ello. Pobre chico.

– El agua del té…

– Vaya. Me estoy volviendo senil.

Olaug cogió la tetera y sirvió las tazas.

– ¿A qué se dedica ahora tu hijo? -preguntó Beate mirando el reloj. Las seis menos cuarto.

– Se dedica a la importación. Diferentes mercancías de países de Europa del Este.

Olaug sonrió.

– No sé si se hará rico con eso, pero me gusta cómo suena. «Importación». Es una tontería, pero me gusta.

– Pero eso significa que le ha ido bien. Pese a las dificultades de la infancia, quiero decir.

– Sí, aunque no siempre ha sido así. De hecho, creo que lo encontraréis en vuestros archivos.

– Hay mucha gente en esos archivos. Y muchos que al final han acabado bien.

– Pasó algo cuando se fue a Berlín. No sé exactamente qué, a Sven nunca le ha gustado hablar de lo que hace. Siempre tan misterioso… Pero supongo que iría a buscar a su padre. Y estoy por pensar que fue positivo para la visión que ahora tiene de sí mismo. Ernst Schwabe era un hombre muy apuesto. -Olaug dejó escapar un suspiro, antes de añadir-: Claro que puedo estar equivocada. Lo único cierto es que Sven cambió.

– ¿En qué sentido?

– Se serenó. Antes siempre daba la impresión de estar persiguiendo algo.

– ¿El qué?

– Todo. Dinero. Aventuras. Mujeres. Se parece a su padre, ¿sabes? Un romántico incorregible y seductor de mujeres. A Sven también le gustan las mujeres jóvenes. Y él a ellas. Pero tengo la sospecha de que ha encontrado a alguien especial. Dijo por teléfono que tenía noticias para mí. Sonaba alterado.

– ¿No dijo de qué se trataba?

– Dijo que quería esperar a estar en casa.

– ¿A estar en casa?

– Sí, llega esta noche, después de una reunión. Se queda en Oslo hasta mañana y luego regresará.

– ¿A Berlín?

– No, no. Hace mucho que Sven no vive allí. Ahora vive en Che-quia. En Bohemia, suele decir el muy cursi. ¿Has estado allí?

– ¿En… Bohemia? ¿En Praga?


Marius Veland miraba por la ventana del apartamento 406. Había una chica sobre una toalla extendida en el césped, delante del bloque de apartamentos. Se parecía un poco a la del 303 que él había bautizado con el nombre de Shirley, por Shirley Manson, del grupo Garbage. Pero no era ella. El sol que imperaba sobre el fiordo de Oslo se había escondido tras las nubes. En realidad, había empezado a hacer calor y habían pronosticado una nueva ola para la próxima semana. Verano en Oslo. A Marius Veland le hacía ilusión. La alternativa habría sido volver a su casa, en Bofjord, contemplar el sol de media noche y trabajar durante el verano en la gasolinera. Volver a las hamburguesas de su madre y a las interminables preguntas de su padre sobre por qué había empezado a estudiar medios de comunicación en Oslo, a pesar de tener notas para estudiar ingeniería en la NTNU, la Universidad de Ciencias y Tecnología de Trondheim. Volver a pasar los sábados en la casa del pueblo junto con vecinos borrachos y compañeros de colegio gritones que no habían podido salir del pueblo y que opinaban que quienes lo habían conseguido eran traidores, a las bandas de música de baile que se hacían llamar bandas de blues pero que no tenían el menor reparo en machacar a Creedence y Lynyrd Skyn.yrd. Pero aquélla no era la única razón por la que se quedaba en Oslo ese verano. Había conseguido el trabajo de sus sueños. Iba a escribir. A escuchar discos, a ver películas y le pagarían por teclear su opinión en un ordenador. Se había pasado los dos últimos años enviando sus reseñas a varias de las revistas más conocidas, sin resultado, pero la semana anterior estuvo en el So What!, donde un amigo le presentó a Runar. Runar le contó que estaba liquidando la tienda de ropa que regentaba para fundar Zone, una revista gratuita cuyo primer número saldría, según tenía planeado, en el mes de agosto. El amigo dejó caer que a Marius le gustaba escribir reseñas, Runar le dijo que le gustaba su camisa y lo contrató allí mismo. Como reseñista, Marius tenía que reflejar «valores neourbanitas que abordasen la cultura popular con una ironía que no había de ser fría, sino ferviente, experta e incluyente». Así describió Runar el trabajo que esperaba que realizara Marius, que percibiría por ello una generosa compensación. No en metálico, sino con entradas para conciertos, para el cine, para nuevos locales de alterne, y con el acceso a un ambiente donde podría establecer contactos interesantes con vistas al futuro. Ésta era su oportunidad y debía prepararse convenientemente. Claro que él tenía una visión global bastante completa, pero Runar le había prestado un CD de su colección para que se pusiera aún más al corriente acerca de la historia de la música pop. Los últimos días del rock americano de la década de los ochenta del siglo pasado: REM, Green On Red, Dream Syndicate, Pixies. En aquel momento estaba escuchando Violent Femmes. Sonaba pasado de moda, pero enérgico.

Let me go wild. Like a blister in the sun!

Allá abajo, la chica se levantó de la toalla. Habría empezado a hacer fresco. Marius la siguió con la mirada en su marcha hacia el edificio de al lado. La chica se encontró por el camino con alguien que iba en bicicleta. Parecía un mensajero. Marius cerró los ojos. Podría escribir.


Otto Tangen se frotó los ojos con unos dedos que amarilleaban por la nicotina. Se percibía en el autobús la intranquilidad más absoluta bien habría podido confundirse con la tranquilidad más absoluta. Nadie se movía, nadie dijo nada. Eran las cinco y veinte y no se había producido el menor movimiento en ninguna de las pantallas, sólo pequeños espacios de tiempo que transcurrían en letras blancas en una esquina de la pantalla. Las gotas de sudor caían entre los jamones de Otto. Cuando uno llevaba un rato así, podía obsesionarse y pensar que quizás alguien había manipulado el equipo y que lo que se veía era una grabación del día anterior o algo por el estilo.

Otto tamborileaba con los dedos junto al teclado. El capullo de Waaler les había prohibido fumar.

Otto se inclinó hacia la derecha y expulsó un pedo mudo mientras echaba una ojeada al tipo rubio con el pelo de punta. Se había pasado todo el rato sentado en una silla y, desde que llegó, no había pronunciado una sola palabra. Parecía un portero muerto de hambre.

– No parece que nuestro hombre tenga pensado trabajar hoy -dijo Otto-. Tal vez piense que hace demasiado calor. Puede que haya decidido dejarlo para mañana y que se haya ido a Aker Brygge a tomar una cerveza. El hombre del tiempo dijo que…

– Cierra la boca, Tangen.

Waaler se lo dijo en voz baja, pero lo bastante alto como para que lo oyera.

Otto suspiró profundamente y se encogió de hombros.

El reloj en la esquina de la pantalla indicaba las cinco y veintiún minutos.

– ¿Alguien ha vuelto a ver al tipo del 303?

Era la voz de Waaler. Otto se dio cuenta de que lo estaba mirando a él.

– Yo estuve durmiendo por la mañana.

– Quiero que se controle el 303. ¿Falkeid?

El jefe del grupo de Operaciones Especiales carraspeó.

– No considero que el riesgo…

– Ahora, Falkeid.

Los ventiladores que refrigeraban los equipos zumbaban mientras Falkeid y Waaler se sostenían la mirada.

Falkeid volvió a carraspear.

– Alfa a Charlie dos, entra. Cambio.

Se oyó un rumor.

– Charlie dos.

– Controla el 303 ahora mismo.

– Recibido. Controlo 303.

Otto miró la pantalla. Nada. A ver si…

Allí estaban.

Tres hombres. Uniformes negros, capuchas negras, metralletas negras, botas negras. Pasó muy rápido, pero resultaba extrañamente carente de dramatismo. Era el sonido. No había sonido.

No utilizaron esos explosivos tan prácticos y manejables para abrir la puerta, sino un anticuado pie de cabra. Otto estaba desilusionado. Sería por los recortes.

Los hombres mudos de la pantalla se colocaron en formación, como si estuvieran en la línea de salida de una competición, uno de ellos con el pie de cabra metido bajo la cerradura, los otros dos a un metro de distancia con las armas levantadas. Y, de repente, comenzaron a actuar. Fue como un único movimiento coordinado, como un paso de baile de locos. La puerta se abrió en un segundo, los dos que estaban preparados entraron a la carrera y el tercero los siguió lanzándose literalmente de cabeza. Otto ya estaba pensando en el momento en que le enseñaría la grabación a Nils. La puerta se cerró a medias. Realmente, era una pena que no hubiesen podido instalar cámaras en las habitaciones.

Ocho segundos.

La radio de Falkeid chisporroteaba.

– 303 controlado. Una chica y un chico, no van armados.

– ¿Y están vivos?

– Sí, están muy… vivos.

– ¿Has cacheado al chico, Charlie dos?

– Está desnudo, Alfa.

– Sácalo de ahí -gritó Waaler-. ¡Mierda!

Otto miró fijamente la puerta del 303. Lo habían hecho. Estaba desnudo. Habían estado haciéndolo toda la noche y todo el día. Miró como embrujado hacia la puerta.

– Que se ponga algo de ropa y te lo traes hasta la posición, Charlie dos.

Falkeid dejó el walkie-talkie, miró a los otros e hizo un gesto lento de negación con la cabeza.

Waaler dio un fuerte golpe con la mano abierta en el reposabrazos de la silla.

– El autobús también estará libre mañana -dijo Otto echando una ojeada rápida al comisario.

Ahora había que ir con un poco de cuidado.

– No cobro más por ser domingo, pero tengo que saber cuándo…

– Oye, mira allí.

Otto se dio la vuelta automáticamente. Era el portero que por fin abría la boca. Señalaba la pantalla central.

– En el portal. Entró por la puerta y se fue directamente al ascensor.

Durante dos segundos hubo un silencio total en el autobús. Luego se oyó la voz de Falkeid en el walkie-talkie.

– Alfa a todas las unidades. Posible objeto acaba de entrar en el ascensor. Stand-by.


– No gracias -sonrió Beate.

– Bueno, supongo que estarás harta de galletas -suspiró la señora mayor dejando la caja sobre la mesa-. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Me alegrará ver a Sven ahora que estoy sola.

– Sí, me imagino que puede resultar un poco solitario vivir en una casa tan grande.

– Bueno, hablo bastante con Ina. Pero se fue hoy a la cabaña de ese amigo que tiene. Le he pedido que me lo presente, pero los jóvenes de hoy en día sois tan raros con respecto a esas cosas… Es como si quisierais probarlo todo, al mismo tiempo que pensáis que nada durará, quizá por eso os andáis con tanto misterio.

Beate miró el reloj con disimulo. Harry había prometido llamar en cuanto hubiera acabado todo.

– Estás pensando en otra cosa, ¿verdad?

Beate asintió despacio con la cabeza.

– No importa -dijo Olaug-. Ojalá lo atrapéis.

– Sven es un buen hijo.

– Sí, es verdad. Y si me hubiera visitado siempre tan a menudo como lo hace últimamente, no me quejaría.

– ¿Ah sí? ¿Cómo de a menudo te visita ahora? -preguntó Beate. Debería haber acabado ya. ¿Por qué no llamaba Harry? ¿Acaso no se había presentado al final?

– Una vez por semana en las últimas cuatro semanas. En realidad, con más frecuencia aún: ha venido cada cinco días. Estancias cortas. Estoy convencida de que tiene a alguien esperándolo allí en Praga. Y como dije, creo que esta noche trae noticias.

– Ya.

– La última vez me trajo una joya. ¿Quieres verla?

Beate miró a la señora mayor. Y de repente tomó conciencia de lo cansada que estaba. Cansada del trabajo, del mensajero asesino, de Tom Waaler y de Harry Hole. De Olaug Sivertsen y, sobre todo, de sí misma, de la buena y cumplidora Beate Lønn que creía que podía conseguir algo, cambiar algo, sólo con ser buena, buena y aplicada, aplicada y cumplidora. Ya era hora de cambiar, pero no sabía si tenía ganas de hacerlo. Más que nada, quería irse a casa, esconderse bajo el edredón y dormir.

– Tienes razón -dijo Olaug-. No es gran cosa. ¿Más té?

– Con mucho gusto.

Olaug estaba a punto de servirle otra vez cuando vio que Beate cubría la taza con la mano.

– Perdona -dijo Beate entre risas-. Lo que quería decir era que me gustaría verla.

– Que…

– Ver la joya que te regaló tu hijo.

A Olaug se le iluminó la cara y se encaminó a la cocina.

Buena, pensó Beate. Se acercó la taza a los labios. Llamaría a Harry para saber cómo iban las cosas.

– Aquí está -dijo Olaug.

La taza de té de Beate, es decir, la taza de té de Olaug Sivertsen, o más exactamente, la taza de té de la Whermacht, se detuvo a medio camino.

Beate se quedó mirando fijamente el broche.

– Sven los importa -explicó Olaug-. Al parecer, sólo se tallan de esta manera en Praga.

Era un diamante. Con forma de pentagrama.

Beate pasó la lengua por dentro de la boca para eliminar la sequedad.

– Tengo que llamar a alguien -dijo.

La sequedad no quería remitir.

– ¿Podrías buscar una foto de Sven, mientras tanto? A ser posible, una reciente. Hay cierta urgencia.

Olaug la miró desconcertada pero asintió con la cabeza.

Otto respiraba con la boca abierta, mientras miraba a la pantalla registrando las voces a su alrededor.

– Posible objeto entra en el sector de Bravo dos. Posible objeto se para delante de puerta. ¿Preparados, Bravo dos?

– Aquí Bravo dos. Preparados.

– El objeto se ha detenido. Busca algo en el bolsillo. Podría ser un arma, no le vemos la mano.

La voz de Waaler.

– Ahora. En marcha, Bravo dos.

– Extraño -murmuró el portero.


Al principio, Marius Veland creyó que no había oído bien, pero bajó el volumen de Violent Femmes para asegurarse. Y volvió a oírlo. Llamaban a la puerta. ¿Quién sería? Por lo que él sabía, todos los demás vecinos del pasillo se habían ido a sus casas a pasar el verano. Aunque no Shirley, la había visto en la escalera el día anterior. Estuvo a punto de pararse y preguntarle si quería acompañarlo a un concierto. O a ver una película. O a un estreno. Gratis. Lo que ella eligiera.

Marius se levantó y notó cómo empezaban a sudarle las manos. ¿Por qué? No había ninguna razón lógica para que fuera ella… Miró a su alrededor y se dio cuenta de que, realmente, no se había fijado bien en su apartamento hasta aquel momento. No tenía suficientes cosas para que pudiera estar desordenado. Las paredes estaban desnudas, aparte de un póster de Iggy Pop con rasguños y una triste librería que no tardaría en verse atestada de CD y DVD gratuitos. Era un apartamento patético, sin carácter. Sin… Volvieron a llamar. Remetió a toda prisa una esquina del edredón que sobresalía por el respaldo del sofá cama y se encaminó a la puerta. Abrió. No podía ser ella. No podría… No era ella.

– ¿Señor Veland?

– ¿Sí?

Marius observaba atónito al hombre.

– Tengo un paquete para ti.

El hombre se quitó la mochila, sacó un sobre tamaño A4 y se lo entregó. Marius miró el sobre blanco con un sello. No había nombre escrito.

– ¿Seguro que es para mí? -preguntó.

– Sí. Necesito un recibo…

El hombre le tendió una carpeta con un folio sujeto por una pinza.

Marius lo miró inquisitivamente.

– Lo siento, ¿no tendrás un bolígrafo? -preguntó el hombre sonriendo.

Marius no dejaba de observarlo. Había algo en él que no cuadraba. Algo que no podía precisar.

– Un momento -dijo Marius.

Se llevó el sobre consigo, lo dejó en la estantería, junto al llavero con el cráneo, buscó el bolígrafo en el cajón y se dio la vuelta. Marius se sobresaltó al ver que el hombre estaba tras él en el penumbroso pasillo.

– No te he oído -dijo Marius escuchando resonar su propia risa nerviosa que retumbaba entre las paredes.

No es que tuviera miedo. En su pueblo natal, la gente solía pasar sin más. Para que no saliera el calor. O para que no entrara el frío. Pero había algo extraño en aquel hombre. Se había quitado las gafas y el casco y Marius vio ahora qué era lo que no encajaba. Era viejo. Los mensajeros ciclistas solían ser chicos jóvenes. Tenía el cuerpo delgado y bien entrenado y podía pasar por el de una persona joven, pero la cara pertenecía a un hombre con más de treinta, incluso con más de cuarenta.

Marius estaba a punto de abrir la boca cuando su mirada reparó en el objeto que el mensajero sujetaba en la mano. Había luz en la habitación y el pasillo estaba a oscuras, pero Marius Veland había visto suficientes películas para reconocer el contorno de una pistola alargada por un silenciador.

– ¿Es para mí? -soltó de pronto.

El hombre sonrió y lo encañonó con la pistola. Directamente a él. A su cara. Y entonces Marius comprendió que debía tener miedo.

– Siéntate -dijo el hombre-. El bolígrafo es para ti. Abre el sobre.

Marius se dejó caer en la silla.

– Vas a escribir -explicó el hombre.


– ¡Buen trabajo, Bravo dos!

Falkeid gritaba y tenía la cara de un rojo encendido.

Otto respiraba intensamente por la nariz. En la pantalla se veía al objetivo tumbado en el suelo boca abajo delante del 205, con las manos esposadas a la espalda. Y lo mejor de todo, tenía la cara torcida hacia la cámara, así que se podía apreciar el asombro y ver cómo se retorcía de dolor, ver cómo aquel cerdo poco a poco se percataba de su derrota. Era una primicia. No, era más que eso, era una grabación histórica. El dramático desenlace del verano sangriento de Oslo: «El mensajero asesino detenido cuando estaba a punto de cometer su cuarto asesinato». El mundo entero lucharía por enseñarlo. ¡Dios mío! Él, Otto Tangen, era un hombre rico. Se acabó la mierda de trabajo en el 7-Eleven, nada de capullos tipo Waaler, podría comprar… podría… Aud Rita y él podrían…

– No es él -dijo el portero.

El autobús se quedó en silencio.

Waaler se inclinó en la silla.

– ¿Qué dices, Harry?

– No es él. Dos cero cinco es uno de los apartamentos donde no pudimos dar con el inquilino. Según la lista se llama Odd Einar Lillebostad. Es difícil distinguir lo que lleva el tío en la mano, pero a mí me parece que es una llave. Lo siento, señores, pero apuesto a que Odd Einar Lillebostad acaba de llegar a su casa.

Otto escrutó la imagen. Tenía un equipo por valor de más de un millón, un equipo que había sido adquirido e hipotecado, capaz de sacar un detalle de la mano y de ampliarlo sin dificultad para comprobar si aquel capullo de portero tenía razón. Pero no era necesario. La rama del manzano crujía. La luz entraba a raudales por las ventanas del jardín. Y chisporroteaba en la lata.

– Bravo dos a Alfa. Según su tarjeta de crédito, ese tío se llama Odd Einar Lillebostad.

Otto cayó pesadamente hacia atrás en la silla.

– Tranquilos, señores -intervino Waaler-. Todavía puede presentarse. ¿No es verdad, Harry?

El capullo de Harry no contestó. Y en ese momento le sonó el móvil.


Marius Veland miró los dos folios en blanco que había sacado del sobre.

– ¿Quiénes son tus parientes más próximos? -preguntó el hombre.

Marius tragó saliva con la intención de contestar, pero la voz no le obedecía.

– No te voy a matar -le advirtió el hombre-. Si haces lo que te digo no lo haré.

– Mis padres -respondió Marius en un susurro que sonó como un SOS lastimero.

El hombre le ordenó que escribiera en el sobre los nombres y la dirección de sus padres. Marius apoyó el bolígrafo en el papel. Los nombres. Aquellos nombres que tan bien conocía. Y la dirección de Bofjord. Después miró fijamente lo escrito. Le había salido una letra torcida y como temblorosa.

El hombre empezó a dictarle la carta. La mano de Marius se movía apática sobre la hoja.

«¡Hola! ¡Se me ha ocurrido de repente! Me voy a Marruecos con Georg, un chico marroquí al que conocí no hace mucho. Nos quedaremos en casa de sus padres, en un pequeño pueblo de montaña llamado Hassane. Estaré fuera cuatro semanas. Parece que allí la cobertura telefónica no es muy buena, pero intentaré escribir, aunque, según Georg, el servicio de Correos no es de los mejores. Os llamaré en cuanto vuelva. Saludos…»

– Marius -dijo Marius.

– Marius.

Hecho esto, el hombre le dijo a Marius que metiera la carta en el sobre y que lo guardara en la mochila que él tenía en la mano.

– En el otro folio, escribe «Vuelvo dentro de cuatro semanas». Firma con la fecha de hoy y escribe tu nombre. Vale, gracias.

Marius estaba sentado mirando su regazo con el hombre justo a su espalda. La brisa movía la cortina. Fuera trinaban histéricos los pájaros. El hombre se inclinó y cerró la ventana. Ahora sólo se oía el suave zumbido de la minicadena de la estantería.

– ¿Qué canción es? -preguntó el hombre.

Like a blister in the sun -respondió Marius. Lo había puesto en Repeat. Le gustaba. Le habría hecho una buena reseña. Una reseña «calurosa e incluyente».

– La he oído antes -aseguró el hombre, que encontró el botón del volumen y lo subió-. Pero no recuerdo dónde.

Marius levantó la cabeza y observó por la ventana el verano acallado tras los cristales, el abedul, que parecía decir adiós, el césped verde. En el reflejo, vio que el hombre, a su espalda, levantaba la pistola y le apuntaba a la nuca.

Let me go wild!, ladraban los pequeños altavoces.

El hombre bajó el arma.

– Perdona. Se me había olvidado soltar el seguro. Ya está.

Like a blister in the sun!

Marius cerró los ojos. Shirley. Pensó en ella. ¿Dónde estaría ahora?

– Ahora caigo -dijo el hombre-. Fue en Praga. Se llaman Violent Femmes, ¿no es verdad? Mi novia me llevó a un concierto. No tocan muy bien, ¿no?

Marius abrió la boca para contestar, pero, simultáneamente, se oyó una tos seca procedente de la pistola y nadie supo jamás su opinión.


Otto seguía mirando la pantalla. Detrás de él estaba Falkeid hablando con Bravo dos en el lenguaje de los malos. El capullo de Harry había cogido el móvil que resonaba estridente. No dijo gran cosa. Seguramente, sería una tía fea que quería que la follase, pensó Otto aguzando el oído.

Waaler no decía nada, simplemente se mordía el nudillo mientras observaba inexpresivo cómo se llevaban a Odd Einar Lillebostad. Sin esposas. Sin indicio razonable de sospecha. Sin una mierda.

Otto seguía sin apartar la vista de la pantalla, con la sensación de hallarse junto a un reactor nuclear. El exterior no revelaba nada, el interior estaba rebosante de cosas con las que uno no querría vérselas por nada del mundo. Los ojos clavados en la pantalla.

Falkeid dijo «cambio y cierro» y dejó el chisme de hablar. El capullo de Harry seguía alimentando el suyo con monosílabos.

– No vendrá -dijo Waaler sin dejar de observar las imágenes de pasillos y entradas vacíos.

– ¡Qué pronto lo has dicho! -protestó Falkeid.

Waaler negó despacio con la cabeza.

– Sabe que estamos aquí. Lo noto. Está en algún lugar, riéndose de nosotros.

En un árbol de un jardín, pensó Otto.

Waaler se levantó.

– Chicos, vamos a recoger. La teoría del pentagrama no ha funcionado. Mañana empezaremos otra vez desde el principio.

– La teoría es válida.

Los otros tres se volvieron hacia el capullo de Harry, que ya se guardaba el móvil en el bolsillo.

– Se llama Sven Sivertsen -afirmó-. Ciudadano noruego con domicilio en Praga, nacido en Oslo en 1946, pero, según nuestra colega Beate Lønn, aparenta ser mucho más joven. Pesan sobre él dos condenas por contrabando. Le ha regalado a su madre un diamante idéntico a los que hemos encontrado junto a las víctimas. Y la madre dice que la ha visitado en Oslo en las fechas en cuestión. En Villa Valle.

Otto vio que Waaler se había quedado pálido y muy tenso.

– Su madre -susurró Waaler-. ¿En la casa que señalaba el último pico de la estrella?

– Sí -confirmó el capullo de Harry-. La mujer está en casa, esperando la llegada de su hijo. Esta noche. Ya va un coche con refuerzos camino de la calle Schweigaardsgate. Yo tengo el mío aquí cerca.

Se levantó de la silla. Waaler se frotó el mentón.

– Hemos de reagruparnos -dijo Falkeid cogiendo el walkie-talkie.

– ¡Espera! -gritó Waaler-. Nadie hará nada hasta que yo lo diga.

Los demás lo miraron expectantes. Waaler cerró los ojos. Transcurrieron dos segundos. Los abrió de nuevo.

– Detén ese coche que está en camino, Harry. No quiero un solo coche de policía a menos de un kilómetro a la redonda de esa casa. Si advierte el menor peligro, habremos perdido. Sé un par de cosas sobre los contrabandistas de los países del Este. Siempre, siempre procuran asegurase la retirada. Ésa es una. La otra es que, si logran desaparecer, nunca vuelves a dar con ellos. Falkeid, tú y tus hombres os quedáis aquí y continuáis el trabajo hasta que se os ordene lo contrario.

– Pero tú mismo has dicho que no…

– Haz lo que te digo. Puede que ésta sea nuestra única oportunidad y, ya que es mi cabeza la que está en juego, me gustaría encargarme personalmente. Harry, tú asumes el mando aquí. ¿Vale?

Otto vio que el capullo de Harry dirigía la vista a Waaler, pero con una mirada ausente.

– ¿Vale? -repitió Waaler.

– De acuerdo -dijo el capullo.

28

Sábado. Consolador


Olaug Sivertsen miraba a Beate con los ojos desorbitados y expresión aterrada mientras la policía comprobaba que todas las balas estaban en su sitio.

– ¿Mi Sven? ¡Pero Dios mío, tenéis que comprender que estáis equivocados! Sven es incapaz de hacer daño a nadie.

Beate metió el cargador del revólver en su lugar y se acercó a la ventana de la cocina que daba al aparcamiento de la calle Schweigaardsgate.

– Esperemos que así sea. Pero, para averiguarlo, antes tenemos que detenerlo.

El corazón de Beate latía algo más rápido, pero no demasiado. El cansancio había desparecido cediendo a una ligereza y falta de ánimo, casi como si estuviera bajo la influencia de algún estupefaciente. Era el viejo revólver de su padre. Le había oído decir a un colega que nunca había que fiarse de una pistola.

– ¿Así que no dijo nada sobre la hora a la que llegaría?

Olaug negó con la cabeza.

– Dijo que tenía algunos asuntos que atender.

– ¿Tiene llave de la puerta principal?

– No.

– Bien. Entonces…

– No suelo cerrar cuando sé que va a venir.

– ¿La puerta no está cerrada?

Beate notó que la sangre se le agolpaba en la cabeza y oyó su voz chillona. No sabía con quién estaba más enfadada. Si con aquella señora mayor que había recibido protección policial, pero que, al mismo tiempo, dejaba la puerta principal abierta para que pudiera entrar su hijo, o consigo misma, por no haber comprobado algo tan elemental.

Respiró profundamente para templar el tono de su voz.

– Quiero que te quedes aquí sentada, Olaug. Yo iré al pasillo para…

– ¡Hola!

La voz resonó a espaldas de Beate, cuyo corazón latía rápidamente, ahora demasiado rápido. Se giró rauda con el brazo derecho extendido y el fino dedo índice doblado en torno al duro gatillo. Una figura llenaba el vano de la puerta. Ni siquiera lo oyó entrar. Buena, muy buena y tonta, muy tonta.

– ¡Guau! -dijo la voz riéndose.

Beate centró la vista en la cara. Vaciló otra fracción de segundo antes de aflojar la presión contra el gatillo.

– ¿Quién es? -preguntó Olaug.

– La caballería, señora Sivertsen -explicó la voz-. El comisario Tom Waaler.

Tras presentarse, le tendió la mano y, mirando a Beate de reojo, dijo:

– Me he tomado la libertad de cerrar la puerta principal, señora Sivertsen.

– ¿Dónde está el resto? -preguntó Beate.

– No hay resto. Sólo estamos…

Beate sintió un escalofrío al ver la sonrisa de Tom Waaler.

– … nosotros dos, querida.


Eran las ocho pasadas.

Las noticias de la tele informaban de que un frente frío se aproximaba a Inglaterra y de que pronto se acabaría la ola de calor.

En uno de los pasillos del edificio Postgiro, Roger Gjendem le comentó a un colega que, últimamente, la policía se mostraba muy misteriosa y que se apostaba cualquier cosa a que se estaba cociendo algo. Había oído el rumor de que habían movilizado al POT, cuyo jefe, Sivert Falkeid, llevaba dos días sin atender el teléfono. Tanto el colega como la redacción opinaban que se hacía ilusiones. De modo que sacaron en primera página la noticia del frente frío.

Bjarne Møller estaba en el sofá viendo el programa Beat for Beat. Le gustaba Ivar Dyrhaug. Le gustaban las canciones. Y no le importaba que en el trabajo opinasen que era un programa familiar un tanto conservador y más bien para señoras mayores. A él le gustaba lo familiar. Y con frecuencia pensaba que en Noruega debía de haber muchos cantantes con talento que nunca salían a la luz. Pero Møller no lograba concentrarse aquella noche en los fragmentos de texto y en la puntuación, sólo miraba con apatía mientras su mente vagaba hacia el informe telefónico que Harry acababa de darle sobre el estado de la investigación.

Miró el reloj y el teléfono por quinta vez en media hora. Habían acordado que Harry llamaría en cuanto supieran algo más. Y el jefe de la Policía Judicial le había pedido a Møller que lo informase una vez terminado el operativo. Møller se preguntaba si el jefe de la Policía Judicial tendría televisor en su cabaña y si estaría, como él, sentado ante la pantalla viendo la segunda y la tercera palabra en el panel -just y called-, con la solución en la punta de la lengua y la mente en otro lugar.


Otto dio una calada. Cerró los ojos y vio las ventanas inundadas de luz, oyó el crujir de las hojas secas al viento y sintió la decepción que lo embargaba cuando, en el interior de la casa, corrían las cortinas. La otra lata estaba tirada en el arcén. Nils se había ido a casa.

A Otto se le había terminado el tabaco, pero el capullo del policía que se llamaba Harry le había dado un cigarrillo. Harry sacó el paquete de Camel Light del bolsillo media hora después de que Waaler se hubiera pirado. Una buena elección, salvo por lo de light. Falkeid los miró con desaprobación cuando empezaron a fumar, pero no dijo una palabra. Harry fumaba despacio mientras escrutaba atento las imágenes, estudiándolas una a una. Como si aún pudiera haber algo que no hubiesen detectado.

– ¿Qué es eso? -preguntó Harry señalando una de las imágenes a la izquierda de la pantalla.

– ¿Esto?

– No, más arriba. En el cuarto piso.

Otto miró fijamente la imagen de otro pasillo vacío y paredes de color amarillo pálido.

– No veo nada de particular -admitió Otto.

– Encima de la tercera puerta a mano derecha. En el yeso.

Otto se fijó en el detalle. Había unas marcas blancas. Primero pensó que se podía deber a un intento fallido de montar una de las cámaras, pero no recordaba que hubieran hecho un agujero allí.

Falkeid se inclinó.

– ¿Qué es?

– No sé -dijo Harry-. ¿Cómo funciona esto, Otto? ¿Se puede ampliar justo…?

Otto arrastró la flecha hasta la imagen y enmarcó en un pequeño triángulo una porción de pared justo encima de la puerta. Apretó dos teclas. De repente, el detalle cubría toda la pantalla de 21 pulgadas.

– Santo cielo -musitó Harry.

– Sí, no es cualquier cosa -convino Otto con orgullo dándole unas palmaditas cariñosas a la consola. Estaba a punto de sentir cierta simpatía por el tal Harry.

– La estrella del diablo -susurró Harry.

– ¿Qué?

Pero el policía ya se había vuelto hacia Falkeid.

– Diles a Delta uno, o como cono se llamen, que se preparen para entrar en el 406. Espera hasta que me veáis en la pantalla.

El policía se había levantado y había sacado una pistola que Otto reconoció de las noches que pasó buscando en Internet tras teclear la palabra handguns. Una Glock 21. No entendía el qué, pero era obvio que algo estaba pasando, algo que podía significar que, después de todo, tendría su primicia.

El agente ya había salido por la puerta.

– Alfa a Delta uno -dijo Falkeid soltando el botón del walkie-talkie.

Y se oyó un ruido. Un ruido de estrellas maravilloso y chisporroteante.


Harry entró y se detuvo delante del ascensor. Dudó un instante. Cogió el picaporte de la puerta y la abrió. Se le detuvo el corazón al ver la verja negra. La cancela corredera.

Soltó la puerta como si se hubiera quemado y dejó que se cerrase sola. De todos modos, ya era demasiado tarde, habían llegado al patético sprint final hacia el andén, como cuando sabemos que el tren ya ha salido, como si quisiéramos atisbarlo en una visión fugaz antes de que desaparezca.

Harry subió por las escaleras. Intentaba hacerlo con tranquilidad. ¿Cuándo estuvo allí el hombre? ¿Dos días atrás? ¿La semana anterior?

No aguantaba más. Cuando empezó a correr, las suelas de los zapatos resonaron como papel de lija en los peldaños. Le gustaría atisbar esa visión fugaz.

Aún no había acabado de girar a la izquierda por el pasillo del cuarto piso cuando vio salir por la puerta del fondo a tres hombres vestidos de negro.

Harry se detuvo bajo la estrella tallada que resplandecía blanca sobre la pared amarilla.

Debajo del número de apartamento -406-, se leía un nombre. «VELAND». Y debajo del nombre, había una hoja de papel pegada con dos trozos de cinta adhesiva.


«ESTOY DE VIAJE. MARIUS.»


Hizo un gesto a Delta uno para indicarles que podían empezar.

Seis segundos más tarde, ya habían abierto la puerta.

Harry les pidió que se quedasen fuera y entró solo. Aquello estaba vacío.

Revisó la habitación con detenimiento. Estaba limpia y ordenada. Demasiado ordenada. No cuadraba con el póster de Iggy Pop que había colgado en la pared, encima del sofá cama. Unos libros de bolsillo manoseados en la estantería, sobre el pulcro escritorio. Al lado de los libros, cinco o seis llaves sujetas por un llavero con forma de calavera. Una foto de una chica sonriente bronceada por el sol. La novia o una hermana, pensó Harry. Entre un libro de Bukowski y un radiocasete, se veía un dedo pulgar como de cera pintado de blanco, que apuntaba hacia arriba, como dándole el visto bueno. Todo listo. Todo OK. Ya se vería.

Harry miró a Iggy Pop, el torso desnudo y flaco, las cicatrices autoinfligidas, la mirada intensa desde las profundas cuencas de los ojos, un hombre que tenía pinta de haber pasado por una o varias crucifixiones. Harry tocó el pulgar en la estantería. Demasiado blando para ser de yeso o de plástico, casi parecía un dedo de verdad. Frío, pero auténtico. Pensó en el consolador de la casa de Barli mientras olía el pulgar blanco. Olía a una mezcla de formol y pintura. Lo sujetó entre dos dedos y apretó. La pintura se agrietó. Harry se retiró hacia atrás cuando notó el olor penetrante.


– Beate Lønn.

– Aquí Harry. ¿Qué tal vais?

– Seguimos esperando. Waaler se ha situado en el pasillo y nos ha echado a mí y a la señorita Sivertsen a la cocina. Y luego hablan de la liberación de la mujer.

– Llamo desde el 406 del edificio de apartamentos. Ha estado aquí.

– ¿Ha estado ahí?

– Ha tallado una estrella del diablo encima de la puerta. El chico que vive aquí, un tal Marius Veland, ha desaparecido. Los vecinos llevan varias semanas sin verlo. Y en la puerta hay una nota que dice que ha salido de viaje.

– Bueno. Puede que esté realmente de viaje, ¿no?

Harry se había percatado de que Beate había empezado a utilizar los mismos giros que él al hablar.

– Lo dudo -objetó Harry-. Su dedo pulgar sigue en el apartamento. En un estado próximo al embalsamado.

Siguió un denso silencio al otro lado.

– He llamado a algunos de tus amigos de la Científica. Están en camino.

– Pero… no entiendo -confesó Beate-. ¿No teníais vigilado todo el edificio?

– Bueno, sí. Pero no hace veinte días, cuando esto sucedió.

– ¿Veinte días? ¿Cómo lo sabes?

– Porque encontré el número de teléfono de sus padres y llamé. Recibieron una carta en la que Marius les comunicaba que se iba a Marruecos. El padre me aseguró que, si no recuerda mal, es la primera vez que reciben carta de Marius, siempre llama por teléfono. El matasellos de la carta es de hace veinte días.

– Veinte días -repitió Beate en voz baja.

– Veinte días. O sea, exactamente cinco días antes del primer asesinato, el de Camilla Loen. O sea…

Harry oyó en el auricular la respiración nerviosa de Beate.

– … el que, hasta ahora, hemos considerado el primer asesinato -concluyó Harry.

– Dios mío.

– Hay más. Hemos reunido a los inquilinos y les hemos preguntado si recuerdan algo de aquel día y la chica del 303 dice que recuerda que estuvo tomando el sol en el césped, delante del edificio, justo aquella tarde. Y que en el camino de regreso se encontró con un mensajero ciclista. Y lo recuerda porque no es muy frecuente verlos por aquí y porque, un par de semanas más tarde, cuando los periódicos empezaron a escribir sobre el mensajero asesino, se lo comentó a otras personas de su pasillo.

– ¿Así que ha hecho trampa con el orden?

– No -dijo Harry-. Lo que pasa es que yo soy demasiado estúpido. ¿Recuerdas que me preguntaba si el dedo que cortaba a las víctimas también sería una especie de clave? Pues eso. Es lo más obvio. El pulgar. Empezó desde la izquierda de la mano izquierda en la primera víctima y continuó hacia la derecha. No hacía falta ser un genio para entender que Camilla Loen era la número dos.

– Ya.

«Ya lo ha vuelto a hacer», pensó Harry. «Habla como yo.»

– Entonces, sólo falta el número cinco -dijo Beate-. El dedo meñique.

– Comprendes lo que eso significa, ¿no?

– Que ahora nos toca a nosotros. Que todo el tiempo nos ha tocado a nosotros. Dios mío, ¿de verdad tiene pensado…? Ya sabes.

– ¿Está su madre sentada a tu lado?

– Sí. Cuéntame lo que va a hacer, Harry.

– No tengo ni idea.

– Ya sé que no tienes ni idea, pero cuéntamelo de todas formas.

Harry titubeó.

– Vale. Una fuerza motriz muy fuerte en los asesinos en serie es el desprecio hacia sí mismos. Y ya que el quinto asesinato es el último, el definitivo, hay una posibilidad muy grande de que tenga pensado matar a su progenitura. O a sí mismo. O ambas cosas. No tiene nada que ver con la relación con su madre, sino con la relación consigo mismo. De todos modos, la elección del lugar del crimen es lógica.

Pausa.

– ¿Estás ahí, Beate?

– Sí. Se crió como «hijo de alemán».

– ¿Quién?

– El que está en camino.

Otra pausa.

– ¿Por qué está Waaler esperando solo en el pasillo?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Porque lo normal sería que lo detuvierais los dos. Es más seguro que dejarte a ti en la cocina.

– Puede ser -dijo Beate-. Mi experiencia en este tipo de operativos es escasa. Supongo que sabrá lo que hace.

– Sí -dijo Harry.

Un mar de pensamientos lo invadió de pronto. Pensamientos que Harry intentaba ahuyentar.

– ¿Pasa algo, Harry?

– Bueno -dijo Harry-. Se me ha terminado el tabaco.

29

Sábado. Ahogarse


Harry volvió a meter el móvil en el bolsillo de la americana y se retrepó en el sofá.

A los de la Científica tal vez no les gustase demasiado, pero allí no había ya, seguramente, pruebas que arruinar. Era obvio que el asesino lo había recogido todo a conciencia también en esta ocasión. Harry notó incluso un ligero olor a detergente cuando apoyó la cara en el suelo para observar de cerca unas manchas negras, como de goma adherida al linóleo.

Una cara apareció en la puerta.

– Bjørn Holm, de la Científica.

– Bien -dijo Harry-. ¿Tienes tabaco?

Se levantó y se acercó a la ventana mientras Holm y su colega empezaban a trabajar. La luz de la tarde corría oblicua como el oro dorando las casas, las calles y los árboles de Kampen y Tøyen. Harry no conocía ninguna ciudad tan bella como Oslo en tardes como aquélla. Seguro que habría otras. Pero él no las conocía.

Harry observó el pulgar de la estantería. El asesino lo había mojado en pintura y lo había pegado a la balda para que se mantuviera erguido. Probablemente, había llevado él la pintura, porque Harry no encontró pegamento ni nada parecido en los cajones del escritorio.

– Quiero que miréis a ver qué son esas manchas negras.

Harry les señaló el suelo.

– De acuerdo -dijo Holm.

Harry se sentía mareado. Se había fumado ocho cigarrillos seguidos que le calmaron la sed. Se la calmaron, pero no la ahuyentaron. Miró fijamente el pulgar. Seccionado con un cortafrío, seguro. Pintura y pegamento. Cincel y martillo para tallar la estrella del diablo encima de la puerta. En esta ocasión, el asesino se había llevado muchas herramientas.

Comprendía lo de la estrella del diablo. Y lo del dedo. Pero ¿por qué el pegamento?

– Parece caucho derretido -dijo Holm, acuclillado en el suelo.

– ¿Cómo se derrite el caucho? -preguntó Harry.

– Bueno. Se quema. O se utiliza una plancha. O una pistola de calor.

– ¿Para qué se utiliza el caucho derretido?

Holm se encogió de hombros.

– Vulcanización -terció su colega-. Se utiliza para reparar y sellar cosas. Por ejemplo, neumáticos. O para sellar algo herméticamente. Cosas así.

– ¿Qué cosas?

– No tengo ni idea, lo siento.

– Gracias.

El pulgar señalaba al techo. Si no señalaba también la solución de la clave, pensó Harry. Porque por supuesto que había una clave. El asesino les había colocado una argolla en la nariz y, como si de una manada de brutos se tratase, los llevaba adonde él quería, y por eso aquella clave también tenía una solución. Una solución muy sencilla, si de verdad estaba pensada para brutos de inteligencia media como la suya.

Miró fijamente al dedo. Señalar hacia arriba. OK. Roger. Todo listo.

La luz de la tarde lo bañaba todo.

Dio una buena calada al cigarrillo. La nicotina navegaba por las venas atravesando finos capilares desde los pulmones y, de allí, hacia el norte. Lo envenenó, lo dañó, lo manipuló, le aclaró la mente. ¡Joder!

Harry sufrió un ataque de tos.

Señalar hacia el techo. En al apartamento 406. El techo que había sobre el cuarto piso. Naturalmente. Bruto, bruto de mí.


Harry giró la llave, abrió la puerta y encontró el interruptor de la luz en la pared. Cruzó el umbral. Era un desván amplio, de techo alto y sin ventanas. Había trasteros, de cuatro metros cuadrados y numerados, a todo lo largo de las paredes. Tras las telas metálicas se veían apiladas pertenencias en tránsito entre el propietario y el contendor de la basura. Colchones agujereados y muebles pasados de moda, cajas de cartón con ropa y pequeños electrodomésticos que aún funcionaban y que, por tanto, de momento no podían tirar.

– Esto es infernal -murmuró Falkeid, y entró acompañado de dos de sus colegas del grupo.

A Harry le pareció una imagen bastante precisa. Si bien el sol pendía ya bajo y sin fuerza en el oeste, se había pasado el día recalentando las tejas, que ahora hacían de estufas y convertían el desván en una verdadera sauna.

– Parece que el trastero correspondiente al 406 está por aquí -dijo Harry entrando hacia la derecha.

– ¿Por qué estás tan seguro de que está en el desván?

– Bueno, porque el asesino nos ha señalado clarísimamente que encima del cuarto piso se encuentra el quinto. En este caso, el desván.

– ¿Señalado?

– Es una especie de acertijo.

– ¿Eres consciente de que es imposible que aquí haya un cadáver?

– ¿Por qué?

– Vinimos ayer con un perro. Un cadáver que lleve cuatro semanas expuesto al calor… Bueno, traducido del aparato sensorial de un perro al nuestro, es casi como si estuviésemos buscando una sirena de fábrica aullando aquí mismo. Habría sido imposible no encontrarlo incluso para un perro malo. Y el que estuvo aquí ayer era muy bueno.

– ¿Aun suponiendo que el cadáver esté envuelto en algo, precisamente para evitar que huela?

– Esas moléculas son muy volátiles y penetran incluso por aberturas microscópicas. No es posible que…

– Vulcanización -dijo Harry.

– ¿Qué?

Harry se detuvo delante de uno de los trasteros. Los dos uniformados acudieron enseguida con sendos pies de cabra.

– Primero probaremos este método, chicos -les dijo Harry agitando el llavero de la calavera delante de ellos.

La llave más pequeña abrió el candado.

– Entraré solo -dijo-. A los de la Científica no les gusta que haya muchas pisadas.

Le prestaron una linterna y se detuvo ante un ropero blanco, grande y ancho, de dos puertas, que ocupaba casi todo el espacio del trastero. Puso la mano en uno de los tiradores y se armó de valor antes de tirar de golpe. Sintió el azote del olor rancio a ropa vieja, a polvo y a madera seca. Encendió la linterna. Al parecer, Marius Vetland había heredado tres generaciones de trajes oscuros que colgaban en hilera de la barra del ropero. Harry enfocó el interior del armario y pasó la mano por la tela. Lana gruesa. Uno de ellos estaba cubierto por un plástico fino. Al fondo había una funda de traje de color gris.

Harry dejó que se cerrara la puerta del armario y se volvió hacia la pared del fondo del trastero, donde vio un tendedero en el que habían colgado unas cortinas que parecían de confección casera. Harry las retiró. Al otro lado le gruñía silenciosamente una boca abierta llena de pequeños dientes afilados de fiera. Lo que quedaba del pelaje era gris y los ojos marrones y redondos como una canica necesitaban una limpieza.

– Una marta -declaró Falkeid.

– Ya.

Harry miró a su alrededor. No había más lugares donde buscar. ¿Realmente se había equivocado, después de todo?

Entonces vio la alfombra enrollada. Era una alfombra persa, o por lo menos lo parecía, apoyada contra la malla y que casi llegaba al techo. Harry empujó una silla de mimbre rota, se subió a la silla e iluminó la alfombra. Los agentes que estaban fuera lo miraban ansiosos.

– Bueno -dijo Harry antes de bajar de la silla y apagar la linterna.

– ¿Y? -dijo Falkeid.

Harry negó con la cabeza. De repente sufrió un ataque de ira. Dio una patada a un lateral del ropero, que se quedó oscilando como una bailarina de la danza del vientre. Los perros daban dentelladas en el aire. Una copa. Sólo una copa, un momento sin dolor. Se dio la vuelta para salir del trastero cuando oyó un ruido como de algo que se deslizara por una pared. Se dio la vuelta en un acto reflejo, con el tiempo justo de ver cómo se abría a toda velocidad la puerta del ropero antes de que el portatrajes lo asaltara y lo abatiera en el suelo.

Comprendió que había estado inconsciente unos segundos porque, cuando abrió los ojos de nuevo, se vio tumbado boca arriba con un dolor sordo en la parte posterior de la cabeza y jadeando entre una nube de polvo que se había levantado del reseco suelo de madera. El peso del portatrajes lo oprimía y tenía la sensación de que estaba a punto de ahogarse, de estar dentro de una gran bolsa de plástico llena de agua. Presa del pánico, dio un puñetazo y entonces notó que el puño se estrellaba contra la superficie lisa, dentro de la cual había algo blando que cedía al golpe.

Harry se quedó inmóvil. Poco a poco logró centrar la mirada y la sensación de estar ahogándose se fue desvaneciendo. Y dio paso a la sensación de estar ahogado.

Desde detrás de una capa de plástico gris lo observaban unos ojos de expresión rota.

Habían encontrado a Marius Veland.

30

Sábado. La detención


El tren del aeropuerto pasó veloz al otro lado de la ventana, plateado y silencioso como una respiración pausada. Beate miró a Olaug Sivertsen. Ella alzó la barbilla y observó por la ventana parpadeando sin cesar. Sus manos, arrugadas y nervudas sobre la mesa de la cocina, parecían un paisaje visto desde una gran altura. Las arrugas eran valles; las venas azul negruzco, ríos; y los nudillos, montañas donde la piel estaba estirada como la lona grisácea de una tienda de campaña. Beate observó sus propias manos. Pensó en cuánto tienen tiempo de hacer dos manos en una vida. Y en cuánto no tienen tiempo de hacer. O no pueden.

A las 21.56, Beate oyó que alguien abría la verja y unos pasos resonaron en el camino de gravilla.

Se levantó con el corazón latiéndole raudo y veloz, como un contador Geiger.

– Es él -dijo Olaug.

– ¿Estás segura?

Olaug sonrió con tristeza.

– Llevo toda la vida, desde que era niño, escuchando sus pasos por ese camino de gravilla. Cuando ya tenía edad para salir por la noche, solía despertarme a la segunda pisada. Llegaba a la puerta en doce pasos. Cuéntalos.

Waaler apareció de repente en la puerta de la cocina.

– Alguien se acerca -anunció-. Quiero que os quedéis aquí. Pase lo que pase. ¿De acuerdo?

– Es él -dijo Beate señalando a Olaug con la cabeza.

Waaler asintió sin pronunciar palabra. Y se marchó.

Beate posó su mano en la de la anciana.

– Ya verás, todo irá bien -dijo.

– Comprenderéis que se ha cometido un error -dijo Olaug sin mirarla a los ojos.

Once, doce. Beate oyó que abrían la puerta del pasillo.

Y oyó a Waaler gritar:

– ¡Policía! Tienes mi identificación en el suelo, a tus pies. Suelta esa pistola o disparo.

Beate notaba que la mano de Olaug se movía.

– ¡Policía! ¡Suelta la pistola o tendré que disparar!

¿Por qué gritaba tan alto? No estarían a más de cinco, seis metros de distancia el uno del otro.

– ¡Por última vez! -gritó Waaler.

Beate se levantó y sacó la pistola de la funda que llevaba en el cinturón.

– Beate… -comenzó Olaug con voz temblorosa.

Beate alzó la vista y se encontró con la mirada implorante de la anciana.

– ¡Suelta el arma! ¡Estás apuntándole a un policía!

Beate recorrió los cuatro pasos que la separaban de la puerta, la abrió y salió al pasillo con el arma en alto. Tom Waaler estaba de espaldas, dos metros delante de ella. En el umbral había un hombre con traje gris. En una mano llevaba una maleta. Beate había tomado una decisión basada en lo que creía que vería. De ahí que su primera reacción fuese de desconcierto.

– ¡Voy a disparar! -gritó Waaler.

Beate vio la boca abierta en la cara paralizada del hombre que se hallaba ante la puerta de entrada, y también cómo Waaler ya había adelantado el hombro para aguantar la fuerza de retroceso cuando apretase el gatillo.

– Tom…

Lo dijo en voz apenas audible, pero la espalda de Tom Waaler se puso rígida, como si le hubiera disparado por detrás.

– No lleva pistola, Tom.

Beate tenía la sensación de estar viendo una película. Una escena absurda donde alguien hubiese pulsado el botón de pausa y la imagen se hubiese congelado y ahora temblaba, como sacudiendo y tironeando del tiempo. Esperaba el sonido de la detonación, pero éste no se produjo. Por supuesto que no se produjo. Tom Waaler no estaba loco. No en el sentido clínico. No era incapaz de controlar sus impulsos. Probablemente fue eso lo que tanto la asustó en aquella ocasión. La frialdad y el comedimiento en el abuso.

– Ya que estás aquí -dijo al fin Waaler entre dientes-, supongo que podrás ponerle las esposas a nuestro detenido.

31

Sábado. «¿No es maravilloso tener a alguien a quien odiar?»


Era casi media noche cuando Bjarne Møller se presentaba por segunda vez ante la prensa a las puertas de la comisaría general. Sólo las estrellas más potentes brillaban a través de la bruma que cubría Oslo, pero tuvo que protegerse los ojos de todos los flashes y las luces de las cámaras. Le arrojaron preguntas cortas y afiladas.

– Uno a uno -dijo Møller señalando una de las manos levantadas-. Y hagan el favor de presentarse.

– Roger Gjendem, del Aftenposten. ¿Ha confesado Sven Sivertsen?

– Tom Waaler, el responsable de la investigación, está interrogando al sospechoso en estos momentos. Hasta que no haya terminado, no puedo responder a esa pregunta.

– ¿Es correcto que encontrasteis armas y diamantes en la maleta de Sivertsen? ¿Y que los diamantes son idénticos a los que habéis encontrado en las víctimas?

– Lo puedo confirmar. Allí…, adelante, pregunte.

Una voz de mujer joven:

– Dijiste antes que Sven Sivertsen vive en Praga y he logrado obtener su dirección. Es una pensión, pero allí aseguran que se mudó hace más de un año y nadie parece conocer dónde tiene su domicilio. ¿Lo sabéis vosotros?

Los demás periodistas empezaron a anotar antes de que Møller respondiera.

– Todavía no.

– Conseguí establecer buen contacto con algunas de las personas con quien hablé -aseguró la voz de mujer con orgullo mal disimulado-. Al parecer, Sven Sivertsen tiene allí una novia joven. No supieron decirme el nombre, pero alguien insinuó que se trataba de una prostituta. ¿Tiene la policía conocimiento de ello?

– No, hasta ahora no -admitió Møller-. Pero te agradecemos la ayuda.

– Nosotros también -gritó una de las voces de los presentes seguida de una risa de hiena colectiva. La mujer sonrió desconcertada.

Dialecto de Østfold: Dagbladet.

– ¿Cómo lo lleva su madre?

Møller estableció contacto visual con el periodista y se mordió el labio inferior para no mostrar su cabreo.

– No tengo opinión al respecto. Adelante.

– El Dagsavisen se pregunta cómo es posible que Marius Veland haya permanecido cuatro semanas en el desván de un edificio de apartamentos durante el verano más caluroso de la historia sin que nadie lo haya descubierto hasta ahora.

– Con cierta reserva respecto de la duración exacta, parece que el asesino empleó una de esas bolsas de plástico que se utilizan para guardar trajes o abrigos, y que luego la selló con caucho para que quedara hermética antes de… -Møller buscaba la palabra exacta-…colgarlo en el armario del desván.

Un rumor cundió por entre los periodistas y Møller se preguntó si no se habría excedido describiendo los detalles.

Roger Gjendem estaba preguntando algo.

Møller vio que el periodista movía la boca mientras él escuchaba la melodía que le resonaba en la cabeza. I just called to say I love you. Aquella chica la había cantado tan bien en el Beat for Beat… Era la hermana, la que representaría el papel principal en el musical. ¿Cómo se llamaba?

– Perdón -se excusó Møller-. ¿Podrías repetir la pregunta?


Harry y Beate estaban sentados en un borde de cemento, a cierta distancia de los de la prensa, observando la escena mientras fumaban. Beate le había explicado que sólo fumaba en ocasiones festivas. Harry la invitó a fumar del paquete que acababa de comprar. No sentía necesidad de celebrar nada. Sólo de dormir.

Vieron a Tom Waaler salir por la puerta principal, sonriendo hacia la lluvia de flashes. Las sombras bailaban la danza de los vencedores en la pared de la comisaría general.

– Ahora se hará famoso -observó Beate-. El hombre que estaba al frente de la investigación y que detuvo personalmente al mensajero asesino.

– ¿Con dos pistolas y más cosas? -sonrió Harry.

– Sí, fue como en el salvaje oeste. Y ¿me puedes explicar por qué se le pide a un tío que deje un arma que no tiene?

– Waaler se referiría seguramente al arma que Sivertsen llevaba encima. Yo habría hecho lo mismo.

– Vale, pero ¿sabes dónde encontramos esa pistola? En la maleta.

– Pero Waaler no podía estar seguro de que Sivertsen no fuese el hombre más rápido del mundo sacando una pistola de una maleta.

Beate se rió.

– Vienes a tomar una cerveza después, ¿no?

Él la miró y la sonrisa se le congeló en la cara mientras se ruborizaba hasta el cuello.

– No era mi intención…

– No pasa nada. Celébralo tú por los dos, Beate. Yo ya he hecho lo mío.

– ¿No puedes venir con nosotros de todas formas?

– No lo creo. Éste era mi último caso.

Harry chasqueó los dedos y la colilla salió volando como una luciérnaga en la oscuridad.

– La semana que viene ya no seré policía. Supongo que debería tener la sensación de que es algo que celebrar, pero no es el caso.

– ¿Qué vas a hacer?

– Algo diferente. -Harry se levantó-. Algo totalmente diferente.


Waaler alcanzó a Harry en el aparcamiento.

– ¿Te largas tan rápidamente, Harry?

– Cansado. ¿Cómo te sabe la fama hasta ahora?

Los dientes de Waaler relucían blancos en la oscuridad.

– Sólo han sido un par de fotos en el periódico. Tú ya has pasado por eso, así que sabrás cómo es.

– Si te refieres a aquella vez en Sidney, entonces se refirieron a mí como a un vaquero o algo así, porque disparé a mi hombre. Tú has logrado atrapar al tuyo con vida. Eres el tipo de héroe policial que quiere la socialdemocracia.

– ¿Noto cierto sarcasmo?

– En absoluto.

– De acuerdo. A mí me da lo mismo a quién conviertan en héroe. Si se puede contribuir a mejorar la reputación del cuerpo, por mí pueden hacer falsos héroes de tipos como yo. Nosotros, los de dentro, sabemos quién ha sido el héroe esta vez.

Harry sacó las llaves del coche y se detuvo delante de su Ford Escort blanco.

– Lo que quería decir, Harry, en nombre de todos los que han participado, es que tú eres quien ha resuelto el caso, ni yo, ni nadie más.

– Sólo hice mi trabajo.

– Sí, tu trabajo. De eso también quería hablarte. ¿Nos sentamos en el coche un momento?

Había un olor dulce a gasolina en el interior. Un agujero de óxido en algún sitio, pensó Harry. Waaler declinó la oferta de un cigarrillo.

– Tu primera misión está decidida -dijo Waaler-. No es fácil ni está exenta de peligro. Pero si la resuelves bien, podrás ser socio al cien por cien.

– ¿De qué se trata? -preguntó Harry exhalando el humo contra el retrovisor.

Waaler palpaba con los dedos uno de los cables que salían del agujero del salpicadero donde una vez hubo una radio.

– ¿Qué pinta tenía Marius Veland? -preguntó.

– Cuatro semanas en una bolsa de plástico. ¿Tú qué crees?

– Tenía veinticuatro años, Harry. Veinticuatro años. ¿Recuerdas lo que esperabas cuando tenías veinticuatro años? ¿Lo que esperabas de la vida?

Harry se acordaba.

Waaler le sonrió con una mueca.

– El verano que cumplí veintidós, salí de viaje de Interrail con Geir y Solo. Llegamos a la costa italiana, pero los hoteles eran tan caros que no nos podíamos permitir alojarnos en uno, a pesar de que Solo se llevó todo lo que había en la caja del quiosco de su padre el mismo día que nos marchamos. Así que levantamos una tienda de campaña en la playa por la noche y durante el día sólo dábamos vueltas mirando a las tías, los coches y los barcos. Lo extraño era que nos sentíamos superricos. Porque teníamos veintidós años. Y creíamos que todo era para nosotros, que eran regalos que nos estaban esperando bajo el árbol de Navidad. Camilla Loen, Barbara Svendson, Lisbeth Barli, todas eran jóvenes. Quién sabe si no habían tenido tiempo de desilusionarse, Harry. Quién sabe si no estarían esperando a que llegasen los regalos de Nochebuena.

Waaler pasó la mano por el salpicadero.

– Acabo de tomarle declaración a Sven Sivertsen, Harry. Puedes leerla más tarde, pero ya te puedo adelantar lo que sucederá, Es un cabrón frío e inteligente. Fingirá que está loco, intentará engañar al jurado y sembrar entre los psicólogos la duda suficiente como para que no se atrevan a mandarlo a la cárcel. Acabará en una unidad psiquiátrica, donde experimentará una mejoría tan espectacular que le darán el alta dentro de unos años. Así son las cosas ahora, Harry. Eso es lo que hacemos con esa basura humana que nos rodea. No la recogemos, no la tiramos, sino que la vamos cambiando de sitio. Y no entendemos que, cuando la casa se ha convertido en un nido de ratas infecto y apestoso, ya es demasiado tarde. No tienes más que fijarte en otros países donde se ha instaurado el crimen. Por desgracia, vivimos en un país tan rico que los políticos compiten por ser los más generosos. Nos hemos vuelto tan blandos y bondadosos que ya nadie se atreve a asumir la responsabilidad de lo que es desagradable. ¿Comprendes?

– Hasta ahora, sí.

– Ahí es donde entramos nosotros, Harry. Asumimos responsabilidades. Considéralo un trabajo de limpieza que la sociedad no se atreve a abordar.

Harry daba tales caladas que hacía crujir el papel del cigarrillo.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó aspirando el humo.

– Sven Sivertsen -respondió Waaler mirando por la ventana-. Basura humana. Tú vas a recogerla.

Harry se encogió en el asiento del conductor y expulsó el humo tosiendo.

– ¿Es eso lo que hacéis? ¿Y qué hay de lo otro? ¿El contrabando?

– Cualquier otra actividad se lleva a cabo para financiar ésta.

– ¿Tu catedral?

Waaler hizo un movimiento lento de asentimiento con la cabeza. Se inclinó hacia Harry, que notó que le metía algo en el bolsillo de la chaqueta.

– Una ampolla -explicó Waaler-. Se llama Joseph's Blessing. Desarrollada por el KGB durante la guerra de Afganistán para su uso en atentados, pero se la conoce más como el método de suicidio de los soldados chechenos capturados. Paraliza la respiración pero, a diferencia del ácido prúsico, es insípido e inodoro. La ampolla cabe bien en el ano o debajo de la lengua. Si bebe el contenido disuelto en un vaso de agua, morirá en cuestión de segundos. ¿Has entendido la misión?

Harry se irguió en el asiento. Ya no tosía, pero tenía los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Debe parecer un suicidio?

– Unos testigos del calabozo confirmarán que, por desgracia, no controlaron el ano del detenido cuando ingresó. Eso ya está organizado, no pienses en ello.

Harry aspiró profundamente. Lo mareaba el vaho de la gasolina. El lamento de una sirena ascendía y descendía en la distancia.

– Tenías pensado pegarle un tiro, ¿verdad?

Waaler no contestó. Harry vio un coche de la policía acercarse a la entrada de los calabozos.

– Nunca tuviste intención de detenerlo. Tenías dos pistolas porque habías planeado plantarle la segunda en la mano después de pegarle un tiro, para que pareciera que te había amenazado con ella. Dejaste a Beate y a la madre de Sivertsen en la cocina y gritaste para que ellas pudieran testificar después que habían oído cómo actuaste en defensa propia. Pero Beate salió al pasillo antes de tiempo y tu plan se fue al garete.

Waaler lanzó un hondo suspiro.

– Harry, estamos haciendo limpieza. Igual que tú quitaste de la circulación a aquel asesino de Sidney. Las leyes no funcionan, se redactaron para unos tiempos diferentes, más inocentes. Mientras las modifican, no podemos permitir que la ciudad caiga en manos de los delincuentes. Pero todo esto lo comprenderás tú mismo, ya que te enfrentas a ello a diario, ¿no?

Harry escrutó las ascuas del cigarrillo. Luego asintió con la cabeza.

– Lo único que quiero es tener una idea completa -aseguró.

– De acuerdo, Harry. Escucha. Sven Sivertsen ocupará el calabozo número nueve hasta pasado mañana por la mañana. Es decir, hasta la mañana del lunes. Entonces, lo trasladarán a una celda segura en la cárcel de Ullersmo, donde no podremos acceder a él. La llave del calabozo número nueve está a la derecha, encima del mostrador.

Tienes hasta la media noche de mañana, Harry. Entonces llamaré a los calabozos y me confirmarán que el mensajero asesino ha recibido su merecido. ¿Comprendes?

Harry volvió a asentir con la cabeza.

Waller sonrió.

– ¿Sabes qué, Harry? Pese a la alegría de que finalmente estemos en el mismo equipo, una pequeña parte de mí siente un punto de tristeza. ¿Sabes por qué?

Harry se encogió de hombros.

– ¿Porque creías que había cosas que no podían comprarse con dinero?

Waaler se rió.

– Muy bueno, Harry. Es porque tengo la sensación de haber perdido a un buen enemigo. Somos iguales. Entiendes a qué me refiero, ¿verdad?

– «¿No es maravilloso tener alguien a quien odiar?»

– ¿Cómo?

– Michael Krohn. De los Raga Rockers.

– Veinticuatro horas, Harry. Buena suerte.

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