10

Mi abuelo ha vuelto junto a mamá. Ella está sentada, completamente abstraída. El traje y el sombrero están aquí, en la silla, pero en ellos mi madre ha dejado de estar. Mi abuelo se acerca, la ve abstraída, y mueve el bastón frente a sus ojos, diciendo: «Despierte, niña.» Mi madre ha pestañeado, ha sacudido la cabeza. «¿En qué está pensando?», dice mi abuelo. Y ella, sonriendo laboriosamente: «Estaba pensando en El Cachorro.»

Mi abuelo se sienta otra vez junto a ella, la barba apoyada en el bastón. Dice: «Qué casualidad. Yo venía pensando lo mismo.»

Ellos entienden sus palabras. Hablan sin mirarse, mamá estirada en el asiento, dándose palmaditas en el brazo, y mi abuelo sentado junto a ella, todavía con la barba apoyada en el bastón. Pero aun así se entienden sus palabras, como nos entendemos Abraham y yo cuando vamos a ver a Lucrecia.

Yo le digo a Abraham: «Ahora teco tacando.» Abraham camina siempre adelante, como a tres pasos delante de mí. Sin volverse a mirar, dice: «Todavía no, dentro de un momento.» Y yo le «digo: «Cuando teco alcutana viene revienta.» Abraham no vuelve la cara, pero yo lo siento reír en voz baja con una risa tonta y simple que es como el hilo de agua que queda temblante» en los belfos del buey, cuando acaba de beber. Dice: «Eso debe ser como a las cinco.» Corre un poco más y dice: «Si vamos ahora puede reventar alcutana.» Pero yo insisto: «De todos modos, siempre está teco tacando.» Y él se vuelve hacia mí y echa a correr, diciendo: «Bueno, entonces vamos.»

Para ver a Lucrecia hay que pasar cinco patios llenos de árboles y zanjas. Hay que pasar por la paredilla verde con lagartos, donde antes cantaba el enano con voz de mujer. Abraham pasa corriendo, brillando como una hoja de metal bajo la claridad fuerte, con los talones acosados por los ladridos del perro. Luego se detiene. En ese momento estamos frente a la ventana. Decimos: «Lucrecia», poniendo la voz como si Lucrecia estuviera dormida. Pero está despierta, sentada en la cama, sin zapatos, con un ancho camisón blanco y almidonado que la cubre hasta los tobillos.

Cuando hablamos, Lucrecia levanta la vista la hace girar por el cuarto y clava en nosotros un ojo redondo y grande, como el de un alcaraván. Entonces se ríe y empieza a moverse hacia el centro del cuarto. Tiene la boca abierta y los dientes recortados y menudos. Tiene la cabeza redonda, con el cabello cortado como el de un hombre. Cuando llega al centro deja de reír, se agacha y mira hacia la puerta, hasta cuando las manos le llegan a los tobillos y, lentamente, empieza a levantarse la camisa, con una lentitud calculada, a un tiempo cruel y desafiante. Abraham y yo seguimos asomados a la ventana mientras Lucrecia se levanta la camisa, los labios estirados en una mueca jadeante y ansiosa, fijo y resplandeciente su enorme ojo de alcaraván. Entonces vemos el vientre blanco que más abajo se convierte en un azul espeso, cuando ella se cubre la cara con el camisón y permanece así, estirada en el centro del dormitorio, las piernas juntas y apretadas con una temblorosa fuerza que le sube de los talones. De pronto se descubre la cara violentamente, nos señala con el índice, y el ojo luminoso salta de su órbita, en medio de los terribles aullidos que resuenan por toda la casa. Entonces se abre la puerta del cuarto y sale gritando la mujer: «Por qué no le van a joder la paciencia a su madre.»

Hace días que no vamos a ver a Lucrecia. Ahora vamos al río por el camino de las plantaciones. Si salimos temprano de esto, Abraham estará esperándome. Pero mi abuelo no se mueve. Está sentado junto a mamá, con la barba apoyada en el bastón. Yo me quedo mirándolo, examinando sus ojos detrás de los cristales, y él debe sentir que lo miro porque de pronto suspira con fuerza, se sacude y dice a mi madre con la voz apagada y triste: «El Cachorro los habría hecho venir a correazos.»

Después se levanta de la silla y camina hacia donde está el muerto.

Es la segunda vez que vengo a este cuarto. primera, hace diez años, las cosas estaban el mismo orden. Es como si él no hubiera vuelto a tocar nada desde entonces, o como si desde esa remota madrugada en que se vino a vivir con Meme no hubiera vuelto a ocuparse de su vida. Los papeles estaban en este mismo lugar. La mesa, la ropa escasa y ordinaria, todo ocupaba el mismo lugar que hoy ocupa. Como si hubiera sido ayer cuando El Cachorro y yo vinimos a concertar la paz entre este hombre y las autoridades.

Para entonces, la compañía bananera había acabado de exprimirnos, y se había ido de Mando con los desperdicios de los desperdicios que nos había traído. Y con ellos se había ido la hojarasca, los últimos rastros de lo que fue el próspero Macondo de 1915. Aquí quedaba una aldea arruinada, con cuatro almacenes pobres y oscuros; ocupada por gente cesante y rencorosa, a quien atormentaban el recuerdo de un pasado próspero y la amargura de un presenté agobiado y estático. Nada había entonces en el porvenir salvo un tenebroso y calmante domingo electoral.

Seis meses antes, un pasquín amaneció clavado a las puertas de esta casa. Nadie se intereso por él y aquí estuvo clavado durante mucho tiempo, hasta cuando las lloviznas finales lavaron sus oscuros caracteres, y el papel desapareció arrastrado por los últimos vientos de febrero. Pero a fines de 1918, cuando la cercanía de las elecciones hizo pensar al gobierno en la necesidad de mantener despierto e irritado el nerviosismo de sus electores, alguien habló a las nuevas autoridades de este médico solitario, de cuya existencia hacía mucho tiempo que habría podido dar testimonio verídico. Debió decírseles que durante los primeros años la india que vivía con él atendió un botiquín que participó de la misma prosperidad que en aquellos tiempos favoreció aún a las más insignificantes actividades de Macondo. Un día (nadie recuerda en qué fecha, ni siquiera en qué año) la puerta de la tienda no se abrió. Se suponía que Meme y el doctor seguían viviendo aquí, encerrados, alimentándose con las legumbres que ellos mismos cultivaban en el patio. Pero en el pasquín que apareció en esta esquina se decía que el médico asesinó a su concubina y le dio sepultura en el huerto, por temor de que el pueblo se valiera de ella para envenenarlo. Lo inexplicable es que se dijera eso, en una época en que nadie habría tenido motivos para tramar la muerte del doctor. Me parece que las autoridades se habían olvidado de su existencia, hasta ese año en que el gobierno reforzó la policía y el resguardo con hombres de su confianza. Entonces se desenterró la olvidada leyenda del pasquín y las autoridades violaron esas puertas, registraron la casa, picaron: el patio y sondearon el excusado tratando de localizar el cadáver de Meme. Pero no encontraron ni un solo rastro de ella.

En esa ocasión habrían arrastrado al doctor lo habrían atropellado y seguramente habría sido un sacrificio más, en la plaza pública y en nombre de la eficacia oficial. Pero El Cachorro intervino, fue a mi casa y me invitó a visitar al doctor, seguro de que yo obtendría de él una

explicación satisfactoria.

AI entrar por la trasera, sorprendimos los escombros de un hombre abandonados en la hamaca. Nada en este mundo debe ser más tremendo que los escombros de un hombre. Y lo eran mucho más los de este ciudadano de ninguna parte que se incorporó en la hamaca cuando nos vio entrar, y parecía él mismo recubierto por la costra de polvo que cubría todas las cosas del cuarto. Tenía la cabeza acerada y todavía sus duros ojos amarillos conservaban la poderosa fuerza interior que les conocí en mi casa. Yo tenía la impresión de que si lo hubiéramos rozado con la uña el cuerpo se habría desquebrajado, convertido en un montón de

aserrín humano. Se había cortado el bigote, pero no se rasuraba a ras de piel. Se deshacía

de la barba con tijeras, así que su mentón no parecía sembrado de tallos duros y vigorosos,

sino de pelusillas suaves y blancas. Viéndolo en la hamaca, yo pensaba: Ahora no parece un hombre. Ahora parece un cadáver al que todavía, no se le han muerto los ojos.

Cuando habló, su voz fue la misma parsimoniosa voz de rumiante que trajo a nuestra casa, Dijo que no tenía nada que decir. Dijo, como si creyera que lo ignorábamos, que la policía había violado las puertas y había picado el patio sin su consentimiento. Pero aquello no era una protesta. Era apenas una quejumbrosa y melancólica confidencia.

En cuanto a lo de Meme, nos dio una explicación que habría podido parecer pueril, pero

que fue dicha por él con el mismo acento con que habría dicho su verdad. Dijo que Meme se

había ido, eso era todo. Cuando cerró la tienda empezó a fastidiarse en la casa. No hablaba con nadie, no tenía comunicación alguna con el mundo exterior. Dijo que un día la vio arreglando la maleta y no le dijo nada. Dijo que todavía no le dijo nada cuando la vio con el vestido de calle, los tacones altos y la maleta en la mano, parada en el vano de la puerta pero sin hablar, apenas como si se estuviera mostrando así, arreglada, para que él supiera que se iba. «Entonces -dijo- me levanté y le di el dinero que quedaba en la gaveta.»

Yo le dije: «¿Cuánto tiempo hace, doctor?»

Y él dijo: «Calcúlelo por mi cabello. Era ella quien me lo cortaba.»

El Cachorro habló muy poco en esa visita. Desde su entrada a la habitación parecía impresionado por la visión del único hombre que no conoció en quince años de estar en Macondo. Esta vez me di cuenta (y mejor que nunca, acaso porque el doctor se había cortado el bigote) del extraordinario parecido de esos dos hombres. No eran exactos, pero parecían hermanos. El uno era varios años mayor, más delgado y escuálido. Pero había entre ellos la comunidad de rasgos que existe entre dos hermanos, aunque el uno se parezca al padre y el otro a la madre. Entonces me acordé de la última noche en el corredor. Dije:

– Éste es El Cachorro, doctor. Alguna vez usted me prometió visitarlo.

Él sonrió. Miró al sacerdote y dijo: «Es verdad, coronel. No sé por qué no lo hice.» Y siguió mirándolo, examinándolo, hasta cuando El Cachorro habló.

– Nunca es tarde para quien bien comienza – dijo -. Me gustaría ser su amigo.

En el acto me di cuenta de que frente al extraño, El Cachorro había perdido su fuerza habitual. Hablaba con timidez, sin la inflexible seguridad con que su voz tronaba en el pulpito, leyendo en tono trascendental y amenazante las predicciones atmosféricas del almanaque Bristol.

Ésa fue la primera vez que se vieron. Y fue también la última. Sin embargo, la vida del doctor se prolongó hasta esta madrugada porque el Cachorro intervino otra vez a su favor la noche en que le suplicaron que atendiera a los heridos y él ni siquiera abrió la puerta, y le gritaron esa terrible sentencia cuyo cumplimiento yo me encargaré ahora de impedir.

Nos disponíamos a abandonar la casa cuando me acordé de algo que desde hacía años deseaba preguntarle. Dije a El Cachorro que yo seguiría aquí, con el doctor, mientras él intercedía ante las autoridades. Cuando estuvimos solos, le dije:

– Dígame una cosa, doctor: ¿Qué fue de la criatura? El no modificó la expresión. «¿Qué criatura, coronel?», dijo. Y yo le dije: «La de ustedes. Meme estaba encinta cuando salió de mi casa.» Y el tranquilo, imperturbable:

– Tiene razón, coronel. Hasta me había olvide de eso.

Mi padre ha permanecido silencioso. Luego ha dicho: «El Cachorro los habría hecho venir a correazos.» Los ojos de mi padre manifiestan una frenada nerviosidad. Y mientras se prolonga esta espera que va para media hora (pues deben ser alrededor de las tres) me preocupa la perplejidad del niño, su expresión absorta que nada parece preguntar, su indiferencia abstracta y fría que lo hace idéntico a su padre. Mi hijo va a disolverse en el aire abrasante de este miércoles como le ocurrió a Martín hace nueve años, mientras movía la mano en la ventanilla del tren y desaparecía para siempre. Serán vanos todos mis sacrificios por este hijo si continúa pareciéndose a su padre. En vano rogaré a Dios que haga de él un hombre de carne y hueso, que tenga volumen, peso y color como los hombres. En vano todo mientras tenga en la sangre los gérmenes de su padre.

Hace cinco años, el niño no tenía nada de Martín. Ahora lo va adquiriendo todo, desde cuando Genoveva García regresó a Macondo con sus seis hijos, entre los cuales había dos pares de gemelos. Genoveva estaba gorda y envejecida. Le habían salido unas venillas azules en torno a los ojos, que le daban cierta apariencia de suciedad a su rostro anteriormente limpio y terso. Manifestaba una ruidosa y desordenada felicidad en medio de su pollada de zapatitos blancos y arandelas de organdí. Yo sabía que Genoveva se había fugado con el director de una compañía de titiriteros y sentía no sé qué extraña sensación de repugnancia viendo a esos hijos suyos que parecían tener movimientos automáticos, como regidos por un solo mecanismo central; pequeños e inquietantemente iguales entre sí, los seis con idénticos zapatos e idénticas arandelas en el vestido. Me parecía dolorosa y triste la desorganizada felicidad de Genoveva, su presencia recargada de accesorios urbanos en un pueblo arruinado, aniquilado por el polvo. Había algo amargo, como una inconsolable ridiculez, en su manera de moverse, de parecer afortunada y de dolerse de nuestros sistemas de vida tan diferentes, decía, a los conocidos por ella en la compañía de titiriteros.

Viéndola, yo me acordaba de otros tiempos. le dije: «Estás guapísima, mujer.» Y entonces ella se puso triste. Dijo: «Debe ser que los recuerdos hacen engordar.» Y se quedó mirando al niño con atención. Dijo: «¿Y qué hubo del brujo de los cuatro botones?» Y yo le respondí, a secas, porque sabía que ella lo sabía: «Se fue» Y Genoveva dijo: «¿Y no te dejó más que este?» Y yo le dije que sí, que sólo me había dejado al niño. Genoveva rió con una risa descocida y vulgar: «Se necesita ser bien flojo para hacer sino un hijo en cinco años», dijo, y continuó, sin dejar de moverse, cacareando entre la pollada revuelta: «Y yo que estaba loca él. Te juro que te lo habría quitado si no hubiera sido porque lo conocimos en el velorio de un niño. En ese tiempo era muy supersticiosa.

Fue antes de despedirse cuando Genoveva se quedo contemplando al niño y dijo: «De verdad que es idéntico a el. No le falta sino el saco de cuatro botones.» Y desde ese instante el niño empezó a parecerme igual a su padre, como si Genoveva le hubiera traído el maleficio de su

identidad. En ciertas ocasiones lo he sorprendido con los codos apoyados en la mesa, la cabeza ladeada sobre el hombro izquierdo y la mirada nebulosa vuelta hacia ninguna parte. Es igual a Martín cuando se recostaba contra los tiestos de claveles del pasamano y decía: «Aunque no fuera por ti, me quedaría a vivir en Macondo para toda la vida.» A veces tengo la impresión de que lo va a decir, como podría decirlo ahora que está sentado junto a mí, taciturno, tocándose la nariz congestionada por el calor. «¿Te duele?», le pregunto. Y él dice que no, que estaba pensando que no podría sostener los anteojos. «No tienes que preocuparte de eso», le digo, y le deshago el lazo del cuello. Digo: «Cuando lleguemos a la casa te reposarás para darte un baño.» Y luego miro hacia donde mi padre que acaba de decir: «Cataure», llamando al más viejo de los guajiros. Es un indio espeso y bajo, que ha estado fumando en la cama y que al oír su nombre levanta la cabeza y busca el rostro de mi padre con sus pequeños ojos sombríos. Pero cuando mi padre va a hablar de nuevo, se oyen en el cuartito de atrás las pisadas del alcalde que entra en la habitación, tambaleando.

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