8

Diciembre llegó como una primavera imprevista, como descrito en un libro. Y con él llegó Martín. Apareció en la casa después del almuerzo con una maleta plegable, todavía con el saco de cuatro botones, ahora limpio y recién aplanchado. Nada me dijo, porque fue directamente a la oficina de mi padre, a conversar con él. La fecha de la boda había sido fijada desde julio. Pero a los dos días de la llegada de Martín en diciembre, mi padre llamó a mi madrastra a la oficina para decirle que la boda debía realizarse el lunes. Era sábado.

Mi traje estaba concluido. Martín había estado en la casa todos los días, hablaba con mi padre y éste nos comunicaba sus impresiones a la hora de las comidas. Yo no conocía a mi novio. No había estado sola con él en ningún momento. Sin embargo, Martín parecía vinculado a mi padre por una entrañable y sólida amistad y éste hablaba de aquél, como si fuera él y no yo quien iba a casarse con Martín.

Yo no sentía ninguna emoción ante la cercanía de mi boda. Seguía envuelta en esa nebulosa gris a través de la cual Martín venía, derecho y abstracto, moviendo los brazos al hablar, abotonando y desabotonando su saco de cuatro botones. El domingo almorzó con nosotros'. Mi madrastra dispuso los puestos en la mesa de manera que Martín quedara junto a mi padre, separado tres puestos del mío. En el almuerzo mi madrastra y yo nos dirigimos muy pocas palabras. Mi padre y Martín conversaban sobre sus negocios; y yo, sentada tres puestos más allá, veía al hombre que un año después sería el padre de mi hijo y a quien no me vinculaba ni siquiera una amistad superficial.

En la noche del domingo me puse el traje de novia en la alcoba de mi madrastra. Me veía

pálida y limpia frente al espejo, envuelta en la nube de polvorienta espumilla que me recordaba al fantasma de mi madre. Me decía frente al espejo: «Ésa soy yo, Isabel. Estoy vestida de novia, para casarme por la madrugada.» Y me desconocía a mí misma; me sentía desdoblada en el recuerdo de mi madre muerta. Meme me había hablado de ella, en esta esquina, pocos días antes. Me dijo que después de mi nacimiento, mi madre fue vestida con sus prendas nupciales y colocada en el ataúd. Y ahora, viéndome en el espejo, yo veía los huesos de mi madre cubiertos por el verdín sepulcral, entre un montón de espuma rota y un apelmazamiento de polvo amarillo. Yo estaba fuera del espejo. Adentro estaba mi madre, viva otra vez, mirándome, extendiendo los brazos desde su espacio helado, tratando de tocar.la muerte que prendía los primeros alfileres de mi corona de novia. Y detrás, en el centro de la alcoba, mi padre serio, perplejo: «Ahora está exacta a ella, con ese traje.»

Esa noche recibí la primera, la última y la única carta de amor. Un mensaje de Martín escrito a lápiz en el revés del programa de cine. Decía: «Como me será imposible llegar a tiempo esta noche, me confesaré por la madrugada. Dígale al coronel que lo hablado está casi conseguido, que por eso no puedo ir ahora. ¿Muy asustada? Ai.» Con el harinoso sabor de esta carta me fui a la alcoba y todavía estaba amargo mi paladar cuando desperté, pocas horas después, sacudida por mi madrastra.

Pero en realidad transcurrieron muchas horas antes de que despertara por completo. Yo me sentía otra vez con, el traje de novia en una madrugada fresca y húmeda, olorosa a almizcle. Sentía la sequedad en la boca, como cuando se va de viaje y la saliva se resiste a humedecer el pan. Los padrinos estaban en la sala desde las cuatro. Yo los conocía a todos, pero ahora los veía transformados y nuevos, los hombres vestidos de paño y las mujeres hablando, con los sombreros puestos, llenando la casa con el vapor denso y enervante de sus palabras.

La iglesia estaba vacía. Algunas mujeres se volvieron a mirarme cuando atravesé la nave central como un mancebo sagrado hacia la piedra de los sacrificios. El Cachorro, flaco y digno, la única persona que tenía contornos de realidad en aquella turbulenta y silenciosa pesadilla, descendió por las gradas y me entregó a Martín con cuatro movimientos de sus manos escuálidas. Martín estaba a mi lado, tranquilo y sonriente, como lo vi en el velorio del niño de Paloquemado, pero ahora con el cabello corto, como para demostrarme que el mismo día de la boda se había esmerado en ser todavía más abstracto de lo que ya lo era naturalmente en los días ordinarios.

Esa madrugada, ya de regreso a casa, después de que los padrinos tomaron el desayuno y repartieron las frases habituales, mi esposo salió a la calle y no regresó hasta después de la siesta. Mi padre y mi madrastra aparentaron no darse cuenta de mi situación. Dejaron transcurrir el día sin alterar el orden de las cosas, de manera que nada permitiera sentir el soplo extraordinario de aquel lunes. Me deshice del traje de novia, hice con él un envoltorio y lo guardé en el fondo del ropero acordándome de mi madre, pensando: Al menos estos trapos me servirán de mortaja.

El desposado irreal regresó a las dos de la tarde y dijo que había almorzado. Entonces me pareció, viéndolo venir, con el pelo cortado, que diciembre había dejado de ser un mes azul. Martín se sentó a mi lado y estuvimos un momento sin hablar. Por primera vez desde mi nacimiento sentí miedo de que empezara a anochecer. Debí de manifestarlo en algún gesto, porque repentinamente Martín pareció vivir, se inclinó sobre mi hombro; dijo: «¿En qué estás pensando?» Yo sentí que algo se torcía en mi corazón: el desconocido empezaba a tutearme. Miré hacia arriba, hacia donde diciembre era una gigantesca bola brillante, un luminoso mes de vidrio; dije: «Estoy pensando que lo único que falta ahora es que empiece a llover.»

La última noche que hablamos en el corredor, había más calor que de costumbre. Pocos días después él regresaría para siempre de la peluquería y se encerraría en el cuarto. Pero aquella última noche del corredor, una de las más cálidas y densas que recuerda mi memoria, él se mostró comprensivo, como en muy pocas ocasiones. Lo único que parecía vivir, en medio de aquel horno inmenso, era la sorda reverberación de los grillos soliviantados por la sed de la naturaleza, y la minúscula, insignificante y sin embargo desmedida actividad del romero y el nardo, ardiendo en el centro de la hora desierta. Ambos permanecimos callados un instante, sudando esa sustancia gorda y viscosa que no es sudor sino la suelta baba de la materia viva en descomposición. A veces él miraba las estrellas, el cielo desolado a fuerza de esplendor estival; permanecía después silencioso, como entregado por entero al tránsito de aquella noche monstruosamente viva. Permanecimos así, pensativos, frente a frente, él en su asiento de cuero, yo en el mecedor. De pronto, al paso de una ala blanca, lo vi con la cabeza triste y sola ladeada sobre el hombro izquierdo. Me acordé de su vida, de su soledad, de sus espantosos disturbios espirituales. Me acordé de la indiferencia atormentada con que asistía al espectáculo de la vida. Antes me había sentido vinculado a él por sentimientos complejos,,en ocasiones contradictorios y tan variables como su personalidad. Pero en aquel instante no tuve la menor duda de que había empezado a quererlo entrañablemente. Creí descubrir en mi interior esa misteriosa fuerza que desde el primer momento me indujo a protegerlo y sentí en carne viva el dolor de su cuartito sofocante y oscuro. Lo vi sombrío y derrotado, apabullado por las circunstancias. Y súbitamente, a una nueva mirada de sus duros y penetrantes ojos amarillos, tuve la certeza de que el secreto de su laberíntica soledad me había sido revelado por la tensa pulsación de la noche. Antes de que yo mismo hubiera tenido tiempo de pensar por qué lo hacía, le pregunté:

– Dígame una cosa, doctor: ¿Usted cree en Dios?

e1 me miró. El cabello le caía sobre la frente y ardía todo él en una especie de sofocación interior, pero todavía no mostraba su semblante sombra alguna de emoción o desconcierto. Dijo, enteramente recobrada su parsimoniosa voz de rumiante:

– Es la primera vez que alguien me hace esa pregunta.

– Y usted mismo, doctor, ¿se la ha hecho alguna vez?

No pareció indiferente ni preocupado. Pareció apenas interesado en mi persona. Ni siquiera en mi pregunta y mucho menos en la intención de ella.

– Es difícil saberlo -dijo.

– Pero ¿no le produce temor una noche como ésta? ¿No tiene usted la sensación de que hay un hombre más grande que todos caminando por las plantaciones, mientras nada se mueve y todas las cosas parecen perplejas ante el paso del hombre?

Ahora guardó silencio. Los grillos llenaban el ámbito, más allá del tibio olor vivo y casi humano que se levantaba del jazminero sembrado a la memoria de mi primera esposa. Un hombre sin medidas estaba caminando, solo, a través de la noche.

– No creo que me desconcierte nada de eso, coronel. -Y ahora parecía perplejo, él también, como las cosas, como el romero y el nardo en ›u ardiente sitio. «Lo que me desconcierta», dijo, y se quedó mirándome a los ojos, concretamente, con dureza: «Lo que me desconcierta es que exista una persona como usted capaz de.decir con seguridad que se da cuenta de ese hombre que camina en la noche.»

– Nosotros procuramos salvar el alma, doctor. Ésa es la diferencia.

Y entonces fui más allá de donde me proponía. Dije: «Usted no lo oye porque es ateo.»

Y él, sereno, imperturbable:

– Créame que no soy ateo, coronel. Lo que sucede es que me desconcierta tanto pensar que Dios existe, como pensar que no existe. Entonces prefiero no pensar en eso.

No sé por qué tenía el presentimiento de que era exactamente eso lo que me iba a responder. «Es un desconcertado de Dios», pensé, oyendo lo que él acababa de decirme espontáneamente, con claridad, con precisión, como si lo hubiera leído en un libro. Yo seguía embriagado por el sopor de la noche. Me sentía metido en el corazón de una inmensa galería de imágenes

proféticas.

Allí, detrás del pasamano, estaba el jardincillo que Adelaida y mi hija cultivaban. Por eso ardía el romero, porque ellas lo fortalecían todas las mañanas con sus cuidados, para que en noches como ésa su ardiente vapor transitara por la casa e hiciera más reposado el sueño. El jazminero mandaba su insistente tufo y nosotros lo recibíamos porque tenía la edad de Isabel, porque en cierta manera aquel olor era una prolongación de su madre. Los grillos estaban en el patio, entre los arbustos, porque olvidamos limpiar la maleza cuando dejó de llover. Lo único increíble, maravilloso, era que él estaba allí, con su enorme pañuelo ordinario, secándose la frente abrillantada por el sudor. Después de una nueva pausa, dijo:

– Me gustaría saber por qué me hizo esa pregunta, coronel.

«Se me ocurrió de pronto», dije yo. «Tal vez sea que desde hace siete años estoy deseando saber qué piensa un hombre como usted.»

Yo también me enjugaba el sudor. Decía:

– O tal vez sea que me preocupo por su soledad. -Esperé una respuesta que no hubo. Lo vi frente a mí, todavía triste y solo. Me acordé de Macondo, de la locura de su gente que quemaba billetes en las fiestas; de la hojarasca sin dirección que lo menospreciaba todo, que se revolcaba en su ciénaga de instintos y encontraba en la disipación el sabor apetecido. Me acordé de su vida antes de que llegara la hojarasca. Y de su vida posterior, de sus perfumes baratos, de sus viejos zapatos lustrados, del chisme que le perseguía, como una sombra ignorada por él mismo.

Dije:

– Doctor, ¿usted no ha pensado nunca en tener una mujer?

Y antes de que yo acabara de preguntarle, él estaba respondiendo, iniciando uno de sus largos habituales rodeos:

– Usted quiere mucho a su hija, coronel. ¿No?

Respondí que eso era natural. Él siguió hablando:

– Bueno. Pero usted es distinto. A nadie le gusta más que a usted clavar sus propios clavos. Yo lo he visto poniéndole bisagras a una puerta cuando hay varios hombres a su servicio que podrían hacerlo por usted. Le gusta eso. Creo que su felicidad consiste en andar por la casa con una caja de herramientas, buscando dónde hay una pieza por arreglar. Usted es capaz de agradecerle a uno que le descomponga las bisagras, coronel. Lo agradece porque se le da en esa forma una oportunidad para ser feliz.

«Es una costumbre», dije yo, sin saber qué rumbos perseguía él. «Dicen que mi madre era lo mismo.»

Él había reaccionado. Su actitud era pacífica, pero férrea.

– Muy bien -dijo-. Esa costumbre es buena. Es además la felicidad menos costosa que he conocido. Por eso tiene una casa como la que tiene y ha criado a su hija en esa forma. Digo que debe ser bueno tener una hija como la suya.

Todavía ignoraba yo los propósitos de ese largo rodeo. Pero aun ignorándolo pregunté:

– Y usted, doctor, ¿no ha pensado en lo bueno que sería para usted tener una hija?

– Yo no, coronel -dijo. Y sonrió pero tornó a ponerse serio de inmediato-. Mis hijos no serían como los suyos.

Entonces no quedó en mí el menor rastro de duda: él hablaba con seriedad y esa seriedad, esa situación, me parecieron espantosas. Yo pensaba: Es más digno de lástima por esto que por todo lo demás. Merecía protección, pensaba. -¿Usted ha oído hablar de El Cachorro? -le

pregunté.

Respondió que no. Yo dije: «El Cachorro es el párroco, pero más que eso es un amigo de todo el mundo. Usted debe conocerlo.»

– Ah, sí, sí -dijo él-. Él también tiene hijos, ¿no?

– No es eso lo que me interesa ahora -dije yo-. La gente inventa chismes a El Cachorro porque lo quieren mucho. Pero allí tiene usted un caso, doctor. El Cachorro está muy lejos de ser un rezandero, un santurrón como decimos. Es un hombre completo que cumple con sus deberes como un hombre.

Ahora oía con atención. Permanecía silencioso, concentrado, fijos en los míos sus duros ojos amarillos. Dijo: «Eso es bueno, ¿no?»

– Creo que El Cachorro va a ser santo -dije yo. Y en eso también era sincero-. Nunca habíamos visto en Macondo nada igual. Al principio se le tuvo desconfianza porque es de aquí, porque los viejos lo recuerdan cuando salía a coger pájaros como todos los muchachos. Peleó en la guerra, fue coronel y eso era una dificultad. Usted sabe que la gente no respeta a los veteranos por lo mismo que respeta a los sacerdotes. Además, no estábamos acostumbrados a que se nos leyera el almanaque Bristol en vez de.los.Evangelios.

Sonrió. Aquello debía resultarle tan gracioso como a nosotros durante los primeros días. Dijo: «Es curioso, ¿no?»

– El Cachorro es así. Prefiere orientar al pueblo en relación con los fenómenos atmosféricos. Tiene una preocupación casi teológica por las tempestades. Todos los domingos habla de ellas. Y su prédica, por eso, no se basa en los Evangelios, sino en las predicciones atmosféricas del almanaque Bristol.

Ahora estaba sonriente y escuchaba con una atención dinámica y complacida. Yo también me sentía entusiasmado. Dije: «Todavía hay algo que a usted le interesa, doctor. ¿Sabe desde cuándo está El Cachorro en Macondo?» Él dijo que no.

– Llegó por casualidad el mismo día que usted -dije yo-. Y todavía algo más curioso: Si usted tuviera un hermano mayor, estoy seguro de que sería igual a El Cachorro. Físicamente,

claro.

Ahora no parecía pensar en otra cosa.

Yo advertí en su seriedad, en su atención concentrada y tenaz, que había llegado el instante de decirle lo que me proponía:

– Pues bien, doctor -dije-. Hágale una visita a El Cachorro y se dará cuenta de que las cosas no son como usted las ve.

Y él dijo que sí, que iría a visitar a El Cachorro.

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