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En la cocina de la casa hay un viejo asiento de madera labrada, sin travesaños, en cuyo fondo roto mi abuelo pone a secar los zapatos, junto al fogón.

Tobías, Abraham, Gilberto y yo abandonamos la escuela, ayer a esta hora, y fuimos a las plantaciones con una honda, un sombrero grande para echar los pájaros y una navaja nueva. Por el camino yo me iba acordando del asiento inservible, arrimado a un rincón de la cocina, que en un tiempo sirvió para recibir visitas y que ahora es utilizado por el muerto que. todas las noches se sienta, con el sombrero puesto, a contemplar las cenizas del fogón apagado.

Tobías y Gilberto caminaban hacia el final de la nave oscura. Como había llovido durante la mañana, sus zapatas resbalaban en la hierba enlodada. Uno de ellos silbaba y su silbo duro y recto resonaba en el socavón vegetal, como cuando uno se pone a cantar dentro de Un tonel. Abraham venía atrás, conmigo. Él con la honda y la piedra lista para ser disparada. Yo con la

navaja abierta.

De repente el sol rompió la techumbre de hojas apretadas y duras y un cuerpo de claridad cayó aleteando en la hierba, como un pájaro vivo. «¿Lo viste?», dijo Abraham. Yo miré hacia adelante y vi a Gilberto y a Tobías al final de la nave. «No es un pájaro», dije. «Es el sol que ha salido con fuerza.»

Cuando llegaron a la orilla empezaron a desvestirse y se tiraban fuertes patadas de esa agua crepuscular que parecía no mojarles la piel. «No hay un solo pájaro esta tarde», dijo Abraham. «Cuando llueve no hay pájaros», dije. Y yo mismo lo creí entonces. Abraham se echó a reír.

Su risa es tonta y simple y hace un ruido como el de un hilo de agua en una pila. Se desvistió.

«Me meteré en el agua con la navaja y llenaré el sombrero de pescados», dijo.

Abraham estaba desnudo frente a mí con la mano abierta, esperando la navaja. Yo no respondí en seguida. Tenía la navaja apretada y sentía en la mano su acero limpio y templado. Yo voy a darle la navaja, pensé. Y se lo dije: «No voy a darte la navaja. Apenas me la dieron ayer y voy a tenerla toda la tarde.» Abraham siguió con la mano extendida. Entonces le dije:.

– Incomploruto.

Abraham me entendió. Sólo él entiende mis palabras: «Está bien», dijo, y caminó hacia el agua a través del aire endurecido y agrio. Dijo: «Empieza a desvestirte y te esperamos en la piedra.» Y lo dijo mientras se zambullía y volvía a salir reluciente como un pez plateado y enorme, como si el agua se hubiera vuelto líquida a su contacto.

Yo permanecí en la orilla, acostado sobre el barro tibio. Cuando abrí la navaja otra vez, dejé de mirar a Abraham y levanté los ojos, derecho hacia el otro lado, hacia arriba de los árboles, hacia el furioso atardecer cuyo cielo tenía la monstruosa imponencia de una caballeriza incendiada.

«Apura», dijo Abraham desde el otro lado. Tobías estaba silbando en el borde de piedra. Entonces pensé: Hoy no me bañaré. Mañana,

Cuando veníamos de regreso Abraham se escondió detrás de los espinos. Yo iba a perseguirlo, pero él me dijo: «No vengas para acá. Estoy ocupado.» Yo me quedé afuera, sentado en las hojas muertas del camino, viendo la golondrina única que trazaba una curva en el cielo. Dije:

– Esta tarde no hay más que una golondrina.

Abraham no respondió en seguida. Estaba silencioso, detrás de los espinos, como si no pudiera oírme, como si estuviera leyendo. Su silencio era profundo y concentrado, lleno de una recóndita fuerza. Sólo después de un silencio largo suspiró. Entonces dijo:

– Golondrinas.

Yo volví a decirle: «No hay nada más que una esta tarde.» Abraham seguía detrás de los espinos, pero nada se sabía de él. Estaba silencioso y concentrado, pero su quietud no era estática. Era una inmovilidad desesperada e impetuosa. Después de un momento, dijo:

– ¿Una sola? Aaah, sí. Claro, claro.

Ahora yo no dije nada. Fue él quien empezó a moverse detrás de los espinos. Sentado en las hojas, yo sentí donde él estaba el ruido de otras hojas muertas bajo sus pies. Después volvió a quedar silencioso, como si se hubiera ido. Luego respiró profundamente y preguntó:

– ¿Qué es lo que dices?

Yo volví a decirle: «Que esta tarde sólo hay una golondrina.» Y mientras lo decía, veía el ala curvada, trazando círculos en el cielo de un í azul increíble. «Está volando alto», dije..»

Abraham respondió en el acto:

– Ah, sí, claro. Entonces debe ser por eso.

Salió de detrás de los espinos, abotonándose los pantalones. Miró hacia arriba, hacia donde la golondrina seguía trazando círculos, y todavía sin mirarme dijo:

– ¿Qué es lo que me decías ahora rato de las

golondrinas? Esto nos retrasó. Cuando llegamos estaban

encendidas las luces del pueblo. Yo entré corriendo a la casa y tropecé en el corredor con las mujeres gordas y ciegas, con las mellizas de San Jerónimo que todos los martes van a cantar para mi abuelo, desde antes de mi nacimiento, según ha dicho mi madre.

Toda la noche estuve pensando en que hoy volveríamos a salir de la escuela y que iríamos al río, pero no con Gilberto y Tobías. Quiero ir solo con Abraham, para verle el brillo del vientre cuando se zambulle y vuelve a surgir como un pez metálico. Toda la noche he deseado regresar con él, solo por la oscuridad del túnel verde, para rozarle el muslo cuando caminemos. Siempre que lo hago siento como si alguien me mordiera con unos mordiscos suaves, que me erizan la piel.

Si este hombre que ha salido a conversar con mi abuelo en la otra habitación regresa dentro de poco tiempo, tal vez podamos estar en la casa antes de las cuatro. Entonces me iré al río con Abraham.

Se quedó a vivir en nuestra casa. Ocupó uno de los cuartos del corredor, el que da a la calle,

porque yo lo creí conveniente; porque sabía que un hombre de su carácter no encontraría la manera de acomodarse en el hotelito del pueblo. Puso un aviso en la puerta (hasta hace

pocos años, cuando blanquearon la casa, todavía estaba en su lugar, escrito a lápiz por él mismo en letra cursiva) y a la semana siguiente fue necesario llevar nuevas sillas para atender

las exigencias de una numerosa clientela.

Después de que me entregó la carta del coronel Aureliano Buendía, nuestra conversación en la oficina se prolongó de tal manera que Adelaida no dudó de que se trataba de un funcionarlo militar en importante misión y dispuso la mesa como para una fiesta. Hablamos del coronel Buendía, de su hija sietemesina y del primogénito atolondrado. No había corrido un trecho largo en la conversación cuando me di cuenta de que aquel hombre conocía bien al Intendente General y que lo estimaba en grado suficiente como para corresponder a su confianza. Cuando Meme vino a decirnos que la. mesa estaba servida, yo pensé que mi esposa había improvisado algunas cosas para atender al recién llegado. Pero estaba muy distante de la improvisación aquella mesa espléndida, servida en mantel nuevo, en la loza china destinada exclusivamente a las cenas familiares de la Navidad y el Año Nuevo.

Adelaida estaba solemnemente estirada en un extremo de la mesa, vestida con el traje de terciopelo, cerrado hasta el cuello, el que usó antes de nuestro matrimonio para atender a los compromisos de su familia en la ciudad. Adelaida tenía hábitos más refinados que los nuestros, cierta experiencia social que desde nuestro matrimonio empezó a influir en las costumbres de mi casa. Se había puesto el medallón familiar, el que lucía en momentos de excepcional importancia, y toda ella, como la mesa, como los muebles, como el aire que se respiraba en el comedor, producía una severa sensación de compostura y limpieza. Cuando llegamos al salón, él mismo, que siempre fue tan descuidado en el vestir y en los modales, debió sentirse avergonzado y fuera de ambiente, porque revisó el botón del cuello, como si hubiera tenido corbata, y una ligera turbación se advirtió en su andar despreocupado y fuerte. Nada recuerdo con tanta precisión como ese instante en que irrumpimos en el comedor y yo mismo me sentí vestido con demasiada domesticidad para una mesa como la preparada por Adelaida.

En los platos había carne de res y de montería. Todo igual, por otra parte, a nuestras comidas corrientes de aquel tiempo; pero su presentación en la loza nueva, entre los candelabros pulidos recientemente, era espectacular y diferente a lo acostumbrado. A pesar de que mi esposa sabía que se recibiría a un solo visitante, puso los ocho servicios, y la botella de vino, en el centro, era una exagerada manifestación de la diligencia con que había preparado el homenaje para el hombre que ella, desde el primer momento, confundió con un.distinguido funcionario militar. Nunca vi en mi casa un ambiente más recargado de irrealidad.

La indumentaria de Adelaida habría podido resultar ridícula de no ser por sus manos (eran hermosas, en realidad; y blancas en demasía) que equilibraban con su distinción real lo mucho de falso y arreglado que tenía su aspecto. Fue cuando él revisó el botón de la camisa y vaciló, cuando yo me anticipé a decir: «Mi esposa en segundas nupcias, doctor.» Una nube oscureció el rostro de Adelaida y lo volvió diferente y sombrío. Ella no se movió de donde estaba, con la mano extendida, sonriendo, pero ya con el aire de ceremonioso estiramiento que tenía cuando irrumpimos en el comedor.

El recién llegado golpeó las botas, como un militar, se tocó la sien con la punta de los dedos extendidos, y caminó después hacia donde ella estaba.

– Sí, señora -dijo. Pero no pronunció ningún nombre.

Sólo cuando lo vi estrechar la mano de Adelaida con una sacudida torpe, caí en cuenta de la vulgaridad y la ordinariez de su comportamiento.

Se sentó al otro extremo de la mesa, entre la cristalería nueva, entre los candelabros. Su presencia desarreglada resaltaba como una mancha de sopa en el mantel.

Adelaida sirvió el vino. Su emoción del principio se había transformado en una nerviosidad pasiva que parecía decir: Está bien, todo se hará como estaba previsto, pero me debes una explicación. Y fue después de que ella sirvió el vino y se sentó en el otro extremo de la mesa, mientras Meme se disponía a servir los platos, cuando él se echó hacia atrás en el asiento, apoyó las manos en el mantel y dijo, sonriendo:

– Mire, señorita, ponga a hervir un poco de hierba y tráigame eso como si fuera sopa.

Meme no se movió. Trató de reír, pero no acabó de hacerlo, sino que se volvió hacia Adelaida. Entonces ella, sonriendo también, pero visiblemente desconcertada, le preguntó: «¿Qué clase de hierba, doctor?» Y él, con su parsimoniosa voz de rumiante:

– Hierba común, señora; de esa que comen los burros.

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