CAPÍTULO PRIMERO

I

Quizá lo que me ocurre es que toda mi vida he sido un soñador, pensó Fábregas una mañana de primavera mientras se afeitaba, mirando fijamente en el espejo sus propias facciones embotadas por el sueño, aparentemente disociadas de la lucidez con que la idea había sido formulada en su interior. Luego siguió arreglándose, pero aquella rutina placentera no logró disipar el desasosiego que le venía invadiendo desde hacía varias horas. En otras ocasiones una idea semejante no lo habría perturbado: siempre se había tenido por un hombre práctico y consideraba que el conocer las facetas más inestables de su propia personalidad formaba parte de aquel pragmatismo; pero no esta vez. ¿Y si cometiera un disparate?, se dijo. Y sin hacerse más consideraciones al respecto, acudió como todos los días a su despacho y recibió en él al asesor jurídico de la empresa.

– Riverola, me voy de viaje -le anunció.

El abogado hizo un movimiento con la cabeza sin levantar la vista de los papeles que sostenía en la mano. Con aquel gesto quería decir que tal cosa era imposible, que los asuntos de la empresa no permitían que Fábregas se ausentara. Pero éste no estaba dispuesto a renunciar a su proyecto.

– No te he preguntado nada -dijo-. Me voy y basta.

Al diablo la empresa, pensó. Salvo esta empresa heredada de su padre, a la que había dedicado toda su vida hasta el presente y por la que nunca había sentido ningún interés, nada le ataba a Barcelona. Unos años antes se había casado llevado de un impulso repentino que seguramente tenía poco que ver con el amor verdadero; poco después su mujer y él se habían separado en los términos más amigables. De aquel matrimonio tenía un hijo al que ahora veía ocasionalmente. La intimidad corta e insustancial con su ex mujer apenas había dejado huella en su memoria, sobre todo a raíz de otros episodios amorosos posteriores, más breves, pero más intensos. Hacia sus amigos sentía un desapego creciente; nada le producía entusiasmo. Desde hacía unos meses andaba envuelto, casi a su pesar, en una relación más tormentosa que pasional con la esposa de un financiero muy conocido en los círculos mercantiles de la ciudad, el cual, recientemente, de modo imprevisto y por razones ajenas a los enredos de su esposa, de los que no sabía nada, se había convertido en uno de los principales acreedores de la empresa de Fábregas, precisamente cuando ésta empezaba a hacer agua. Ahora la posibilidad de que una fuga le permitiera liquidar aquel asunto erizado de reproches, sustos y sospechas pesaba favorablemente en el ánimo de Fábregas.

Aquella misma tarde se fue a París con poco equipaje. Desde allí escribió una carta escueta a su amante, en la que exponía confusamente los motivos de su marcha y que, sin que de una cosa se derivara necesariamente la otra, concluía diciendo: «No creo que debamos hacernos muchas ilusiones respecto del futuro de nuestra relación.» Una vez enviada la carta sintió un alivio no exento de remordimiento. Pensaba cuánto más caballeroso por su parte no habría sido asestar aquel golpe de viva voz y cara a cara, arrostrando las consecuencias de su decisión, si las había. A la mañana siguiente Riverola, que había dado con su paradero sabe Dios cómo, le hizo llegar un télex en el que le conminaba a regresar de inmediato. Su ausencia repentina y sin justificación había creado un clima de desconfianza hacia la empresa que amenazaba con precipitar la crisis a la que aquélla parecía abocada de no mediar soluciones drásticas a ciertos problemas, le decía en el télex. Fábregas arrojó el télex a la papelera y, viéndose desculan lo, se fue de París. Durante una semana vagó por vanas ciudades sin encontrar en ninguna de ellas lo que i reía estar buscando. Finalmente llegó a Venecia una noche de mediados de abril. El cielo estaba estrellado y la ciudad parecía extrañamente vacía. Fábregas tuvo una corazonada si algo importante está por ocurrirme, ha de ser aquí pensó.

Elhall del Gran Hotel del Moro, donde planeaba hospedarse, también estaba desierto: en la bóveda resonaban sus pasos sobre el mármol escaqueado; los trámites de inscripción fueron despachados rápidamente, casi sin mediar palabra; al entrar en la habitación encontró que su equipaje ya había sido deshecho: ahora los trajes colgaban de las perchas y las camisas y la ropa interior habían sido colocadas ordenadamente en los anaqueles del armario. Antes de acostarse abrió los postigos y las persianas y se acodó en el alféizar de la ventana. Fuera la noche era húmeda y fría; reinaba una quietud absoluta; sólo el agua producía un murmullo suave al lamer la piedra; las cúpulas y las torres proyectaban una masa compacta contra el cielo. Un reloj dio una sola campanada. Fábregas se metió en la cama presa de gran agitación y no pudo conciliar el sueño hasta el alba.

Sin embargo la mañana le tenía reservada una desilusión. Le despertó un griterío persistente y al salir del hotel encontró las calles abarrotadas de turistas. De todas las visitas que hizo aquella jornada sólo recordaba luego las colas y las aglomeraciones. Era absurdo quejarse, puesto que en definitiva él era un turista más, se decía, pero esta reflexión no impedía que su irritación fuera en aumento a medida que transcurrían los días sin cambio. Esto es un escarnio, pensaba. Sólo por las noches, cuando se retiraban los últimos trasnochadores y reinaba nuevamente la quietud, recobraba aquella vaga sensación de inminencia que había experimentado a su llegada. También le pesaba la soledad: ahora se sorprendía a sí mismo recordando con simpatía el trabajo y la vida social que tanto habían llegado a hastiarle y añorando el abandono y la ternura que le había proporcionado aquella mujer a cuyo cariño acababa de renunciar irreversiblemente. El tiempo, que al principio se había mantenido estable, se volvió desapacible: el cielo amanecía cubierto de nubarrones y era raro el día en que no caía un aguacero; soplaba un viento racheado y salobre y el barómetro experimentaba unos cambios bruscos que no auguraban mejoría.

II

Fábregas llevaba una semana en Venecia cuando se tropezó en plena calle con un hombre de negocios catalán, de apellido Marcet, a quien conocía superficialmente y a quien en otras circunstancias se habría limitado a saludar con un gesto. Ahora, sin embargo, su situación, el hecho de hallarse ambos lejos de Barcelona y lo casual del encuentro, hicieron que Fábregas extremara las muestras de cordialidad e incluso que propusiera a Marcet comer juntos, salvo que Marcet ya tuviera otros compromisos. Marcet, que, según dijo sin que viniera a cuento, acababa de llegar de Milán, a donde había ido con la intención de pasar un par de días y donde había sido retenido por complicaciones inesperadas, se mostró reacio a la idea. Aunque pasaba en su medio por ser hombre extrovertido y sandunguero, aquel encuentro lo había dejado cariacontecido: respondía a las preguntas de Fábregas con evasivas y miraba dubitativamente en todas direcciones. No veo razón para que me trate como si yo fuera un apestado, se dijo Fábregas al advertir finalmente la actitud desabrida del otro. Pero en aquel momento preciso, como si el azar hubiera querido aclarar su duda, se abrió una puerta muy pequeña, de madera oscura, en la que Fábregas no había reparado hasta entonces porque la ocultaban las sombras de un soportal, y de ella salió con paso ligero una mujer alta y delgada, cubierta por un chubasquero negro. Al verla, Marcet sonrió forzadamente. Ella se le colgó familiarmente del brazo y él hizo unas presentaciones apresuradas y confusas. Fábregas masculló una excusa y se fue.

De modo que por eso estaba tan huraño conmigo, iba pensando camino del hotel; sin duda una acompañante de alquiler, ¿y a mí qué más me da? ¡Bah!, ¡qué recato innecesario! ¡Como si yo no tuviera otras cosas en qué pensar!, se dijo. Y ciertamente las tenía, porque la vida era tan cara en Venecia que el dinero de que se había provisto al iniciar el viaje empezaba a escasear. Comió solo en el restaurante del hotel y a los postres se hizo traer un teléfono a la mesa, llamó a Riverola y le ordenó que le girase fondos a la mayor brevedad. Al oír su voz, Riverola se puso a gritar como un desaforado.

– ¿Qué mosca te ha picado?, ¿por qué no contestaste al télex que te cursé a París?

Ahora llovía torrencialmente. Por la ventana veía una estatua ecuestre sobre un pedestal; la lluvia había oscurecido la estatua; la cabeza, la cola y los flancos del caballo chorreaban agua, Esta lluvia, que habitualmente le habría exasperado, parecía protegerle ahora de las reconvenciones que le llegaban a través de la línea telefónica. Entendía, sin embargo, que su presencia en Barcelona era necesaria, no sólo para llevar a cabo ciertas operaciones que la requerían, sino para disipar los rumores que había despertado su desaparición. Es preciso recobrar la confianza de clientes y acreedores, oyó decir a Riverola. Aquel tono conminatorio surtía en él un efecto contraproducente.

– No regresaré si no me envías el dinero -dijo tras un silencio cargado de reticencia-, porque no puedo saldar la cuenta del hotel con lo que me queda.

Riverola le preguntó en qué hotel se hospedaba, pero Fábregas se negó a revelar este dato.

– Gírame el dinero a la poste restante. Yo iré a retirarlo pasado mañana. Entonces regresaré.

– No lo arrojes todo por la borda -le dijo Riverola con más pesadumbre que severidad en la voz-. Tú puedes hacer lo que te apetezca con tu dinero, pero no olvides que la supervivencia de muchas familias depende de la empresa.

La lluvia siguió cayendo a raudales todo ese día y toda la noche. Fábregas la oía repicar en las persianas y no podía dormir. No sé qué me ocurre, pensaba; antes dormía como un bendito y ahora me desvela cualquier cosa. Mientras se revolvía en la cama no dejaba de reflexionar sobre lo que le había dicho Riverola. No había duda de que Riverola tenía toda la razón, pensaba.

III

Al día siguiente había escampado, pero la ciudad apareció cubierta de agua casi por completo. En el hotel le proporcionaron unas katiuscas muy anchas que le permitían vadear las calles, pero con las que andaba como un pato. Los turistas brincaban en fila india por unos tablones que se sostenían inestablemente sobre ladrillos; algunos acababan metiendo uno o los dos pies en el agua, entre gritos y risas. El suelo reflejaba los edificios y las personas y también un cielo lechoso que irradiaba una claridad homogénea y deslumbrante. Fábregas deambuló un par de horas con grandes dificultades. A mediodía se sentó en un café y al levantarse olvidó introducir de nuevo en la caña de las katiuscas el borde de los pantalones, que quedaron empapados apenas pisó la calle. Pero no por eso regresó al hotel: la perspectiva de pasar un día más privado de compañía se le hacía insoportable e inconscientemente recorría los lugares más frecuentados con la esperanza de reencontrar a Marcet. Sin embargo, en todo el día no dio con él ni con ninguna otra persona conocida. Si hubiese dispuesto de dinero en efectivo se habría ido de Venecia sin dilación. Pasó otra noche de insomnio y dio unas cabezadas ligeras al amanecer. Como en los últimos años se había vuelto algo aprensivo, estaba convencido de que iba a enfermar de resultas del remojón, pero aparte de un leve escozor en la garganta, no percibió síntoma alguno de resfriado. El recepcionista del hotel le preguntó si se sentía indispuesto.

– Duermo mal -dijo-. Debe de ser el clima.

– El hotel dispone de servicio médico para los señores clientes -dijo el recepcionista-. Tal vez le puedan prescribir al señor un somnífero suave.

Antes de decidir si debía tomar el ofrecimiento del recepcionista al pie de la letra o si sus palabras ocultaban algo turbio, respondió que ya no valía la pena hacer nada, porque de todos modos tenía que dar por terminada su estancia en Venecia.

– En realidad he venido a pedirle que me vaya preparando la nota -dijo al recepcionista.

– El señor ha tenido mala suerte con el tiempo -dijo el recepcionista mientras recorría un fichero con los dedos.

– Así es -dijo Fábregas-. Volveré dentro de una hora.

– Si el señor lo desea, diré que le hagan el equipaje -dijo el recepcionista-. Y no olvide ponerse las katiuskas si va a salir a la calle.

– Está bien -dijo Fábregas.

Antes de ir a recoger el dinero que debía haberle girado Riverola y como la irritación de garganta que había notado al despertar no remitía, entró en una farmacia. Allí, mientras esperaba ser despachado, le saludó una mujer a la que reconoció por el chubasquero negro. Otra coincidencia, pensó; primero Marcet y ahora esta mujer. Dos días antes, cuando habían sido presentados torpemente, la sensación de estar siendo inoportuno le había impedido fijarse en su apariencia; luego, a solas, la memoria había reconstruido aquella apariencia de manera falaz: la estatura aventajada le había hecho imaginarla de más edad; la prenda negra, de facciones más acusadas. En realidad era muy joven, de rasgos poco definidos, muy pálida de tez. Probablemente me equivoqué al juzgarla una profesional, pensó Fábregas mientras ambos intercambiaban frases triviales. O quizá no, se dijo; nunca se sabe.

Cuando salieron a la calle ninguno de los dos acertaba a despedirse. Por romper el silencio, Fábregas dijo que se dirigía a la estafeta, donde esperaba encontrar una remesa.

– ¿Y conoce el camino? -preguntó la mujer mirándole a los ojos con una expresión que se le antojó enigmática.

Fábregas, a quien el portero del hotel había dado indicaciones detalladas para que pudiese llegar a su destino sin extraviarse, dijo que no. Ella se ofreció inmediatamente a acompañarle.

– No deseo desviarla de su camino ni hacerle perder tiempo -dijo él.

– No tengo nada que hacer -respondió ella.

– ¿Verdaderamente nada? -preguntó Fábregas.

Ella le contó, como si la pregunta hubiera sido formulada sin asomo de malicia, que, aunque era veneciana de nacimiento, acababa de regresar a Venecia después de una larga ausencia: ahora estaba sin trabajo y apenas tenía amigos.

En la estafeta había cola y Fábregas temió que ella, considerando cumplido su deber de cortesía, lo abandonase allí. Por más que se devanaba los sesos no encontraba ningún pretexto para retenerla, pero ella permaneció a su lado con naturalidad. Si es una profesional, pensó Fábregas, le interesará saber cuánto dinero voy a retirar. Mientras guardaban cola siguieron charlando ajenos a la gente que los rodeaba. La estafeta era un local rectangular, pequeño y bajo de techo; las paredes estaban cubiertas de manchas oscuras. Fábregas se lamentó del clima de Venecia, de los precios astronómicos y del gentío que lo invadía todo. Ella defendía su ciudad natal sin enfadarse: le dijo que el turismo multitudinario no era algo exclusivo de Venecia; había estado recientemente en Londres e iba a Roma con cierta regularidad y en todos esos lugares había visto el mismo fenómeno repetido.

– Hoy todo el mundo viaja -dijo encogiéndose de hombros.

Reconoció que el tiempo había sido malo en los últimos días, pero todo parecía indicar que las nubes estaban por irse: pronto luciría el sol y él podría ver el cielo incomparable de Venecia, añadió.

– En cuanto a las inundaciones -agregó señalando las katiuscas de él y los chanclos negros que llevaba ella-, son cosa habitual. Pronto se acostumbrará usted a ellas.

Fábregas no pudo menos de estremecerse al oír esta frase. Quiso decir: dentro de unas horas me voy de Venecia; pero no tuvo valor. Al llegar su turno, ella se alejó discretamente de la ventanilla. Ella no sabe hasta qué punto la he ofendido con mis sospechas, pensó Fábregas. Una vez satisfechos todos los requisitos, lo que resultó un proceso largo y complicado, la buscó por el local y no la vio. Se ha ido, pensó. Pero ella le aguardaba en la calle, acodada en el parapeto de un puente. Parecía abstraída viendo discurrir el agua, pero apenas Fábregas se hubo aproximado, volvió la cara hacia él con una sonrisa.

– Creí que lo habían metido preso -dijo.

– Poco ha faltado -dijo Fábregas mostrándole un pagaré-. Y aún tengo que ir al banco para que me lo abonen.

Al salir del banco sintió el bulto que formaban los fajos de liras en los bolsillos del pantalón y pensó: hay algo obsceno en todo esto; pero ella no pareció advertirlo.

– Venga -le dijo ella cuando ambos se reunieron en el centro de la placita donde le había estado esperando-, ya que estamos aquí, quiero enseñarle una iglesia que tiene unas pinturas de cierto interés. No queda lejos y no figura en las guías normales, de modo que no nos encontraremos con esas muchedumbres que tanto le irritan.

Caminaron un trecho sin decir nada y llegaron ante una puerta cerrada a cal y canto. Rodearon el edificio y encontraron las demás puertas igualmente cerradas. Por fin una anciana, que les había venido observando desde un portal cercano, les dijo que la iglesia no abriría hasta la hora del rezo vespertino. Por la mañana sí estaba abierta al público, les dijo, entre las nueve y las doce aproximadamente. Fábregas le preguntó si acudían muchos turistas a visitar la iglesia a lo que la anciana respondió que sí.

– Sobre todo japoneses -añadió.

Vestía de luto riguroso, pero llevaba una botas de agua de un color verde subido, casi fosforescente. Fábregas a duras penas podía contener la risa.

– No debería usted ser tan burlón -le reconvino ella cuando se hubieron alejado-. Los venecianos tienen mucho amor propio. Y las venecianas, más aún.

– Pero usted no se incluye en este grupo, por lo que veo -dijo Fábregas.

– Yo sólo soy medio veneciana -replicó ella con aquel encogimiento de hombros que Fábregas empezaba a reconocer, pero cuyo significado aún no había logrado desentrañar-. Algún día le contaré mi historia, pero ahora, ¿qué le apetece hacer?

– No lo sé. Sin embargo, aunque todavía es un poco pronto, creo que ya podríamos ir a comer, si no queremos encontrar todos los restaurantes de la ciudad abarrotados -dijo Fábregas.

– Bueno -dijo ella.

La clientela del figón al que le condujo ella, que se había adjudicado tácitamente el papel de guía, parecía compuesta exclusivamente por gente del barrio, lo que agradó mucho a Fábregas. También le satisfizo la calidad de la comida y su precio, muy inferior a lo habitual.

– Qué diferente se vuelve todo cuando se sale de los circuitos turísticos -comentó.

– Eso es bien verdad -dijo ella-, pero, si tanto le disgusta hacer turismo, ¿por qué vino a Venecia?

Fábregas empezó a enumerar someramente algunos de los motivos que a su juicio le habían inducido a emprender aquel viaje, pero a medida que hablaba se iba dando cuenta de que aquellos razonamientos eran pura palabrería. Poco a poco su relato fue adquiriendo un sesgo distinto y finalmente se sorprendió hablando con gran locuacidad de sí mismo, del fracaso de su vida sentimental y de la pérdida consiguiente de su hijo, un tema al que jamás hacía referencia y sobre el cual procuraba no pensar mucho. A decir verdad, se había consolado de aquella pérdida diciéndose que se trataba de una situación transitoria que el tiempo acabaría arreglando. De niño él mismo había tenido muy poco contacto con su padre. Recordaba haber estado continuamente pegado a las faldas de su madre durante la infancia. Luego, sin saber cómo y de un modo gradual, se había ido separando de su madre, de la que dependía cada vez menos, y estableciendo una relación más intensa con su padre, con quien empezaba a compartir algunos intereses y a quien finalmente había de quedar en cierto modo adscrito cuando entró a formar parte de la empresa familiar. Naturalmente, no se le escapaba el hecho de que entre ambas situaciones, la pasada y la presente, las similitudes eran sólo superficiales: no sólo las costumbres familiares vigentes en su infancia habían cambiado radicalmente en la actualidad, sino que, sin que se hubiera dado entre ellos una armonía perfecta, sus padres siempre habían permanecido unidos. No obstante, aquella referencia vaga le servía de consuelo.

– No puedo quejarme de cómo me han ido la cosas, francamente, y no me quejo -dijo a modo de conclusión-, pero tampoco puedo evitar que de un tiempo a esta parte me asalte de cuando en cuando una melancolía invencible. En estas ocasiones, la realidad me resulta mucho más irreal que los sueños.

Ella escuchaba con atención, como si compartiera plenamente aquella visión pesimista de la vida. Esto que estoy diciendo no puede ser más rimbombante, pensó Fábregas.

– Me temo que la estoy aburriendo con mis lamentaciones -dijo.

– No, de ningún modo -dijo ella. Y viendo que Fábregas guardaba un silencio pudoroso, añadió-: siga hablando.

– Ya he dicho todo lo que tenía que decir, y quizá más -dijo él finalmente recobrando el tono desenfadado que había tenido la conversación durante la comida.

– Pero aún no ha contestado a la pregunta -dijo ella.

– ¿Qué pregunta?

– Por qué vino a Venecia.

– Ah, eso está contestado en seguida -dijo Fábregas-. Una mañana me vi en el espejo y mi propia mirada me sorprendió. Comprendí que la vida cotidiana se había vuelto insoportable para mí, hice las maletas y aquí estoy, dándole la lata a usted, que no tiene culpa de nada.

Cuando el camarero trajo la nota ella sacó del bolso una carterita de piel. Fábregas hizo un ademán autoritario.

– No faltaría más -dijo.

IV

Al salir del figón vieron que había despejado; la luz sesgada del sol de media tarde doraba las piedras mojadas.

– ¿Quiere que vayamos a ver si han abierto ya aquella iglesia que le quise enseñar antes? -dijo ella.

Tal como les había anunciado la vieja de las botas fosforescentes, de la que esta vez no vieron rastro, la puerta de la iglesia estaba abierta, pero ni en el vestíbulo ni en el interior de la nave había nadie ni nada denotaba que allí se fuera a celebrar ningún oficio. Al cabo de un rato acudió un capellán y les preguntó en qué podía serles de utilidad. La sotana del capellán se confundía con la oscuridad de la nave y su cabeza, redonda y canosa, con el pelo cortado a ras de cráneo, parecía flotar en el aire. Qué imagen más singular, pensó Fábregas.

– Vengan por aquí -dijo el capellán cuando ella le hubo explicado el motivo de su visita-, y procuren no tropezar con los reclinatorios.

– ¿A dónde nos lleva? -preguntó Fábregas con un deje de sorna en la voz.

El capellán abrió una puertecita situada a la derecha del altar y pulsó un interruptor; luego les hizo entrar en una habitación cuadrada, ni muy amplia ni muy alta de techo. A la luz de una bombilla desnuda se podía ver que tres de las paredes de la habitación estaban cubiertas de frescos.

– Esta pieza -dijo el capellán, que les había seguido y había cerrado la puertecita a sus espaldas- pertenecía a la antigua basílica del siglo X, sobre cuyos restos fueron edificadas las iglesias posteriores, en número de tres, hasta llegar a la que acabamos de dejar. Por fortuna estas pinturas sobrevivieron a las demoliciones sucesivas y hoy podemos admirarlas tal y como fueron realizadas hace mil años. Los colores, que han resistido incólumes el paso de los siglos, son los originales.

Fábregas examinó con escepticismo los muros: en ellos aparecían pintadas diez figuras masculinas estilizadas y esquemáticas, de tamaño algo mayor que el natural; los diez hombres vestían túnicas de colores desvaídos. Los rostros de los diez hombres eran muy semejantes entre sí, como si un solo modelo hubiera servido para ejecutar la obra entera; todos tenían una expresión intensa y dura y parecían ir mal afeitados.

– Estos frescos, de estilo bizantino, datan de finales del siglo X o principios del XI -siguió diciendo el capellán- y versan sobre el patrocinio de San Marcos. Según quiere la tradición, San Marcos, enviado por San Pedro a predicar el Evangelio en Italia, llegó a estas islas, a la sazón semidesiertas y sumidas en el caos: el aire estaba impregnado de gases mefíticos procedentes de la putrefacción de los peces muertos que las olas iban depositando sin cesar en las orillas y la tierra estaba infestada de serpientes. Los escasos habitantes de la zona vivían aún en la Edad de Piedra: en lugar de herramientas de hierro u otros utensilios se valían de las uñas, comían crudos los animales que atrapaban y mataban sin excepción a quien no pertenecía a su tribu. En tan agreste paraje se detuvo San Marcos a descansar y en sueños se le apareció un ángel, que le dijo: «Marcos, en este lugar existirá una ciudad en la cual descansarán tus restos. Esta ciudad estará bajo tu protección y tú velarás porque sus habitantes sean sabios, justos y virtuosos.» El santo, sin embargo, olvidó pronto su sueño, pues tenía muchos de índole similar. Prosiguió su viaje, nunca volvió a pisar estas tierras y finalmente entregó el alma a Dios en Alejandría, donde fue enterrado. Esta primera figura representa al propio San Marcos, al que se distingue por el halo que le circunda la cabeza. En las manos sostiene una ciudad diminuta. Por supuesto, se trata de una ciudad ideal, imaginaria, que no guarda ninguna semejanza con la Venecia actual. El hecho de tomarla en sus manos simboliza que el santo pone la ciudad bajo su protección.

Fábregas dejó de prestar atención a las pinturas y miró de reojo a la mujer que le acompañaba. Ni siquiera sé su nombre, pensó. La luz débil de la bombilla acentuaba su palidez. La frente, la nariz, los labios, la barbilla y el cuello forman una línea suave, de gran dulzura, pensó. Al notarse observada ella ladeó ligeramente la cabeza y le dirigió una sonrisa más con los ojos que con los labios. Fábregas se sintió invadido por una paz inusitada y al mismo tiempo por una exaltación tan intensa que los ojos se le velaron y hubo de restañárselos con el canto de la mano antes de mirar de nuevo las pinturas. El capellán proseguía su exposición sin percatarse de lo que sucedía a sus espaldas.

– En el año 828 de nuestra era, dos fieles venecianos hurtaron el cuerpo del santo de su sepulcro original con ánimo de sacarlo de Alejandría, entonces bajo dominación musulmana. No queriendo trocear el cuerpo para eludir la vigilancia de los guardias fronterizos, como aconsejaba la prudencia, lo envolvieron en trapos sucios tras haberlo untado de grasa de cerdo, pues es bien sabido que los sarracenos, en su ceguera, creen que la carne de cerdo es pecaminosa para el alma, nociva para la salud y repugnante al paladar y al olfato. Así consiguieron traer sin percances el cuerpo del santo a Venecia. Esta figura central, quizá la mejor conservada del conjunto, representa al dux Giustiniano Particiaco en el momento de recibir el cuerpo de San Marcos. Es posible que estas dos figuras laterales representen los fieles comerciantes venecianos que llevaron a cabo la sustracción, Rustico da Torcello y Buono da Malamocco. Adviertan cómo el cuerpo del santo, que el dux sostiene en las manos como el propio San Marcos sostenía la ciudad en la figura que acabamos de ver hace un instante, tampoco se atiene a las proporciones reales, sino que es muy pequeño y se asemeja a un muñeco. El arte bizantino no trataba de reproducir fielmente la realidad, sino su significación para el creyente: por esta razón y no por falta de pericia varían tanto de tamaño las cosas y las personas.

Cuando el capellán hubo concluido la explicación y se disponía a abrir de nuevo la puertecita que daba a la nave de la iglesia, ella dijo al oído de Fábregas:

– Dele una propina.

Él así lo hizo y el capellán los dejó solos en la iglesia. Alguien había encendido unas lámparas macilentas que irradiaban un resplandor rojizo. Ella le cogió de nuevo del brazo.

– Vámonos de aquí -dijo Fábregas.

Al salir a la calle vieron que ya había caído la noche. Ella le indicó el modo de llegar hasta el Rialto; una vez allí no le sería difícil orientarse, le dijo. Fábregas se deshizo en expresiones de agradecimiento y le pidió varias veces disculpas por las molestias que sin duda alguna le había causado. En su azaramiento hilvanaba una frase con la siguiente sin acertar a poner término a la perorata. Por fin ella le tendió la mano y ambos echaron a andar en direcciones opuestas. Al llegar al hotel le sorprendió encontrar su equipaje hecho y alineado en el hall. Acudió de inmediato a la recepción y preguntó si seguía libre su habitación. Le respondieron que no, que precisamente había sido ocupada esa misma tarde, pero que si deseaba prorrogar su estancia en el hotel podían proporcionarle otra habitación casi idéntica a aquélla. Mientras subían el equipaje y colocaban nuevamente las cosas en su sitio, alquiló una caja de seguridad y guardó en ella la mayor parte del dinero que había retirado del banco.

V

En toda la noche no durmió ni un instante, pero esta vez las horas de vigilia transcurrieron en un vuelo y vio clarear casi con pena. En realidad, tampoco podía afirmarse que hubiera pasado la noche en vela, sino en un estado de suspensión durante el cual no había hecho otra cosa sino ver infinidad de veces los sucesos triviales del día anterior desarrollarse nítidamente ante sus ojos en forma fragmentaria y recurrente, no convocados por la memoria, sino de manera arbitraria, como movidos por el afán de preservar su propia vigencia, empeñados en seguir siendo sucesos vivos y no meros recuerdos. Luego gradualmente las imágenes habían ido perdiendo fuerza y frescura y se habían ido distorsionando y adquiriendo un carácter grotesco y confuso. Entonces se despertó y comprendió que había acabado por dormirse momentáneamente. Ahora el sol entraba oblicuamente a través de las persianas formando un abanico de luz y sombras en la pared lateral de la habitación. Se sentó en la cama y repasó las sensaciones que había estado experimentando aquella noche insólita. Ahora que había cesado el torbellino tenía el ánimo en calma y podía pensar con claridad. Pronto la curiosidad dejó paso al desasosiego. ¿Qué me está ocurriendo?, se decía; no soy yo, no me reconozco, algo me ha pasado o me está pasando en este mismo instante o me va a pasar dentro de poco, pero ¿qué? Debo admitir que esa chica me resulta atractiva, pero no es la primera vez que una mujer me resulta atractiva a primera vista; esto es algo corriente, que me ha pasado docenas de veces; y, sin embargo, en este caso todo parece desorbitado, pensó. Ahora, repasando fríamente su conducta, veía hasta qué punto había actuado con desatino. Hablé más de la cuenta, dije lo que no tenía que haber dicho y no dije lo que cabía esperar que dijera, pensó, ¿en qué estaría yo pensando? No hay duda de que ha de haber influido en mí esta ciudad extravagante. Bueno, se dijo, ¿qué más da? Ni yo sé su nombre ni ella sabe quizás el mío y no hay forma de que podamos localizarnos de nuevo el uno al otro; de no mediar otra casualidad, lo más probable es que no volvamos a vernos nunca más. Hoy pasearé por la ciudad, mañana regresaré a casa y dentro de una semana lo habré olvidado todo, se dijo.

Salió a la calle con el sol ya muy alto y se dirigió a la Plaza de San Marcos. El agua que la había cubierto en días anteriores se había retirado y ahora el pavimento estaba seco; soplaba un aire limpio y tibio y el cielo era de un azul brillante. Delante de la basílica, que Fábregas se había propuesto visitar de nuevo, estaba congregado un centenar de jóvenes. Omían, bebían o dormitaban con la cabeza recostada en las mochilas. Todos iban sucios y astrosos, como si hubieran realizado una larga peregrinación sin otro bagaje que sus radios y magnetófonos. Yo nunca fui así, pensó Fábregas.

– Después de todo, quizás el mal tiempo sea una bendición -le dijo señalando a los jóvenes el individuo cuyos servicios se había procurado a la puerta de la basílica. Fábregas no respondió. El individuo, sin dejarse amilanar por aquel silencio hosco, dijo llamarse Laurencio. Era un hombre enjuto y nervioso, de sonrisa servil y dientes amarillentos. Fábregas se habría desembarazado sumariamente de él si hubiera podido contraponer a la obsequiosidad porfiada del otro la energía que había dejado en la vorágine de la noche precedente. Ahora se veía atado por cansancio a un desaprensivo que se arrogaba las funciones de guía del modo más irregular-. Esto parece verdaderamente un supermercado -siguió diciendo una vez hubieron entrado en la basílica. En efecto, allí no se podía dar un paso; en la penumbra aquella turbamulta resultaba doblemente enojosa-. ¡Qué cáfila! -exclamó el guía.

Como la mayoría de los visitantes formaban agrupación, los guías respectivos procuraban hacer que todo el mundo siguiera el mismo trayecto y mantener un ritmo homogéneo en los desplazamientos. Así preservaban la fluidez del tránsito. Si alguien quería pasar por alto algún detalle o demorarse en otro por más tiempo del asignado a él, se producían choques y trastazos. Aquella mañana las cosas funcionaban particularmente mal porque un grupo de inválidos alteraba aquel orden rígido cada dos por tres. En varias ocasiones Fábregas y su guía, a cuyas explicaciones aquél no prestaba la menor atención, hubieron de hacerse a un lado para dejar paso a las angarillas. Más tarde y a consecuencia de un empellón fortuito, la llama de una candela encendió la mantilla de una mujer muy vieja, que fue presa del pánico y quizás habría perecido de no haber intervenido los que estaban a su lado. Contagiados por los chillidos de la pobre mujer, todos los que la rodeaban se pusieron a vociferar. Finalmente el fuego fue extinguido sin dificultad y se restableció la calma, pero la víctima sufrió un colapso. Fábregas, que se encontraba casualmente junto al lugar del suceso, alcanzó a ver cómo dos hombres llevaban en volandas a la mujer a un banco, donde la dejaron tendida. Su rostro exangüe y surcado de arrugas parecía hecho de celofán. Fábregas aprovechó la confusión para eludir al guía y abrirse paso a codazos hasta la salida. En el tumulto perdió un zapato y al agacharse a buscarlo estuvo a un tris de ser aplastado. Por último ganó la plaza de nuevo sin que el guía, que había cobrado sus honorarios por anticipado, le hubiera dado alcance.

Por alejarse de aquella barahúnda tomó el camino que había seguido el día anterior para ir a la estafeta. De este modo se encontró de nuevo en las calles y plazoletas por donde había deambulado en compañía de aquella mujer anónima cuyo recuerdo ahora le ofuscaba. Este alela-miento hacía que el barrio por donde ahora iba, pese a estar desprovisto de interés artístico o de pintoresquismo, se le antojase un lugar cargado de significación. Así fue paseando hasta que, a fuerza de doblar esquinas al azar, acabó perdiéndose; por más que andaba no conseguía dar de nuevo con la estafeta ni con la oficina bancaria donde le habían abonado el giro postal ni mucho menos con el restaurante donde habían comido o la iglesia que habían visitado juntos por sugerencia de ella. Sus pasos le llevaban una y otra vez al borde de un canal infranqueable que le obligaba a desandar lo andado y a describir un arco cuyo final eran de nuevo las aguas verdes del mismo canal o de otro idéntico. Acuciado por el hambre entró en un restaurante igual en apariencia a aquel que buscaba, pero en realidad malo y caro. No hay duda, dijo para sí levantándose malhumorado de la mesa, de que todo ha terminado.

Al salir del restaurante no encontró en las inmediaciones a nadie a quien pedir orientación para volver al hotel o simplemente al centro: las calles parecían muertas y las casas abandonadas. El sol caía verticalmente sobre su cabeza y hacía un calor húmedo muy molesto. Pronto le vencieron el cansancio y la desazón. Se quitó la americana, se aflojó el nudo de la corbata, se desabrochó el cuello de la camisa y se sentó en un poyo de piedra. ¿Qué haré aquí?, se preguntaba como si el destino le hubiera condenado a permanecer el resto de sus días sentado en aquel poyo.

Entonces vio tres personas doblar la esquina y venir hacia él. Estaba por ir a su encuentro y recabar de ellas la información que precisaba cuando le disuadió de hacerlo algo anómalo en la traza de aquel trío, formado por dos hombres y una mujer cuyas edades dificultaba precisar su aspecto estrafalario. Uno de los hombres, tan alto, que el otro, sin ser bajo, a duras penas le llegaba al hombro, llevaba el pelo teñido de color cobre, pero no las cejas, que eran negras y espesas y le conferían un aire tremebundo. Era muy fornido, parecía poseer una fuerza descomunal. El otro hombre era enjuto, de pelo ralo y tez enfermiza; vestía con atildamiento descomedido: traje cruzado de lino blanco, camisa de seda carmesí, corbata de lunares, pañuelo amarillo limón; su expresión era perspicaz y aviesa. La mujer, por contra, iba cubierta de una camiseta sin mangas y un pantalón corto, desflecado, zurcido y apedazado; sus facciones habrían podido ser de gran belleza, pero su sonrisa perenne y la mirada perdida exteriorizaban una mente desvariada; la cara, el cuello, las piernas y los brazos parecían cubiertos de moraduras y rasguños y de tiznones, churretones y lodo; llevaba el pelo apelmazado y trasquilado con tanta desmaña, que en unas partes era largo y desgreñado y en otras tan corto que dejaba al descubierto el cuero cabelludo cruzado de chirlos violáceos. Su andar era desmayado y con toda seguridad se habría desplomado repetidamente si no hubiera llevado anudado al cuello un ronzal del que tiraba sin miramientos el gigante de cuando en cuando. Era evidente que aquella mujer estaba necesitada de atención médica, pensó Fábregas, pero, ¿qué podía hacer él? Su instinto de conservación le impulsaba a adoptar una actitud despreocupada, como si aquel espectáculo morboso no fuera con él, pero sus principios y su propia estimación le forzaban a una intervención que sabía inútil de antemano y a buen seguro peligrosa. Con el ánimo dividido esperó a que los tres personajes llegaran a su altura; entonces saltó del poyo y se interpuso en su camino.

– Señorita -dijo con voz firme, aunque algo entrecortada por el miedo-, ¿se encuentra bien?

La mujer no dio muestras de haber oído su pregunta ni tan siquiera de haber reparado en su existencia. El gigante, en cambio, sin soltar el ronzal, sacó de la faltriquera de su zamarra de cuero tachonado una cadena corta y empezó a describir molinetes en el aire con ella; silbaba el aire ominosamente con cada giro de la cadena, en cuyo manejo se veía ducho al gigante: todo hacía pensar que aquella cadena podía ser un arma mortífera en sus manos. Fábregas se quedó inmóvil. ¿Qué me va a pasar?, pensó. El hombre atildado le dirigió una sonrisa en la que era fácil discernir la mofa. Al hacerlo dejó ver que le faltaban varios dientes. Luego se acercó a Fábregas, que no osaba esbozar el menor movimiento, y, sin decir nada, le arrebató la americana que llevaba al brazo; registró los bolsillos de la americana, traspasó a los suyos el dinero que encontró en ella y la dejó caer al suelo. Luego hizo una seña a sus compañeros y los tres prosiguieron la marcha con una parsimonia a todas luces burlona y afectada. Cuando hubieron desaparecido, Fábregas se agachó, recogió la americana, la sacudió y se la echó sobre los hombros. Le temblaban las rodillas, pero se sentía satisfecho: había cumplido con su deber y las consecuencias de ello no habían sido graves: un susto breve y una suma irrisoria de dinero. Durante un momento llegué a temer por mi propia vida, pensó, ¡qué azaroso es todo!

El incidente le había aligerado el ánimo. Volvió a caminar a paso vivo y pronto dio con una cabina telefónica. Como le habían sustraído el papel moneda, pero no la calderilla, y como siempre llevaba consigo una tarjeta del hotel, en previsión de emergencias como la presente, llamó a la recepción, describió al recepcionista el lugar en que se hallaba y dio orden de que enviaran a alguien en su busca. El recepcionista le dijo que tuviera la bondad de caminar unos cincuenta pasos a la izquierda, hasta encontrar un canal; allí debía aguardar a que le recogiera una góndola que zarpaba al punto. Fábregas hizo lo que le acababa de decir el recepcionista. Al borde del canal vio caer la noche; en algunas ventanas brillaban luces pálidas, que se reflejaban en el agua; en el firmamento aparecieron unas pocas estrellas; el aire se volvió frío y la humedad le fue calando los huesos. Cuando llegó la góndola estaba aterido y de pésimo humor. Ahora el encuentro con los rufianes ya no le parecía un hecho heroico, sino ridículo. Había incurrido en un riesgo grande por pura petulancia, puesto que, en definitiva, la suerte de aquella infeliz le traía sin cuidado. Ahora sentía sobre sí el peso de aquella jornada fatigosa y vacua.

– ¿Quiere el señor que le cante una canción? -preguntó el gondolero. Y viendo que su cliente no respondía, añadió-: Está incluido en el precio del servicio.

– Me da igual -dijo Fábregas-. Usted limítese a remar y lléveme al hotel tan aprisa como le sea posible.

VI

Aquella noche acompañó la cena con abundante vino y la remató con tres copas de coñac confiando en que una embriaguez moderada le ayudaría a dormir. Así ocurrió: apenas acostado cayó en un sueño profundo y tranquilo, del que le sacó bruscamente el ruido producido por la zambullida de un cuerpo en el agua. Saltó de la cama, corrió a la ventana y abrió de par en par los postigos y las persianas. A la luz de la luna escudriñó las aguas del canal: nada parecía haber perturbado su quietud recientemente. El aire estaba inmóvil y el cielo sereno. Sintió un escalofrío y cayó en la cuenta de que tenía el cuerpo entero bañado en sudor. He debido de soñar algo que ahora no acierto a precisar, pensó. Volvió a examinar con detenimiento el agua oscura y silenciosa y suspiró. Ah, ha sido aquello otra vez, se dijo. Cerró las persianas y los postigos y se tendió de nuevo en la cama a sabiendas de que ya no volvería a conciliar el sueño en varias horas. ¿Por qué esta noche precisamente, después de tanto tiempo?, pensó. Creía haber solucionado hacía mucho aquel episodio que ahora, sin justificación aparente y con la misma efectividad dolorosa de otros tiempos le devolvía a la luz de aquel atardecer remoto, junto al agua tranquila y turbia de lo que podía haber sido un río o un lago o incluso un estanque grande o una alberca, en cuya orilla se había sentado a jugar. Por más que forzaba los límites de la memoria, nunca lograba recuperar los instantes previos al inicio de aquel sueño reiterado. De su madre guardaba la imagen distinta y precisa de una mujer joven, delgada y nerviosa de gestos; del hombre, sólo lo que en aquel momento le habían permitido ver su estatura mínima y su posición: unos zapatos brillantes de dos colores, unos pantalones claros acampanados y el extremo inferior de un bastón fino o una caña de bambú. ¿Por qué he de pasar otra vez por esto?, se dijo. Le habría bastado encender la luz de la mesilla de noche para que aquellas figuras y aquel paisaje se volatilizaran. Qué más da, pensó sin moverse; después de todo, ya sé lo que va a ocurrir: ahora mamá tomará carrerilla y se tirará al agua; veré otra vez el destello de las medias de cristal cuando sus piernas pasen a la altura de mis ojos; la falda marrón, plisada; los zapatos levantarán polvo y guijarros; luego oiré el ruido de la zambullida. Como siempre, sintió que se le cortaba el resuello al ver las aguas cubrir del todo a su madre, inclusive el sombrero, que quizá llevaba sujeto a la barbilla con una goma o una cinta a modo de barboquejo o que quizá ella misma había agarrado con la mano instintivamente en el momento de ser cubierta por las aguas. Y de repente su madre estará otra vez allí, con la cara mojada, el pelo y la ropa chorreando, el sombrero en la mano, estremecida por la excitación y el frío. Él habrá roto a llorar con desconsuelo y su madre se habrá puesto en cuclillas a su lado y le habrá dicho riéndose: ¡Tonto, no llores!, ¡si era sólo un juego! Durante años había soñado esta misma escena centenares de veces, siempre con el mismo terror y con el mismo alivio, sin antecedentes ni continuación. Al principio aquel sueño le había producido una turbación y un desasosiego tan grandes que no se había atrevido a hablar con nadie del asunto. Le parecía estar en posesión de un gran secreto, sin que supiera explicar por qué, y aquella sensación le agobiaba. Al cabo de varios años, y como el mismo sueño seguía acosándole, decidió plantear a su madre la cuestión de forma más o menos directa. Pero si en alguna etapa de su vida su madre había sido aquella mujer impulsiva, excéntrica y desconcertante, capaz de arrojarse vestida a las aguas heladas de un río por impresionar a un hombre, aquella etapa había quedado atrás. Ahora ya no era una mujer esbelta y nerviosa, sino grave de porte y talante. Ahora la vida parecía consistir para ella en un concurso de padecimientos del cual procuraba salir siempre ganadora: ella era la persona que dormía menos, la que con más facilidad perdía el apetito, la más propensa a la fatiga y a la enfermedad. Si alguien decía o aparentaba sufrir en su presencia, se sulfuraba, como si aquel sufrimiento fuera una prerrogativa suya que alguien tratara de usurparle. Por esta razón o por otras, todos los intentos de Fábregas por tocar el tema dieron resultados negativos: su madre no quería oír hablar del pasado; acostumbraba a considerarse el ser más desventurado del universo, cualquier alusión a un pasado posiblemente dichoso desencadenaba un alud de lamentos y recriminaciones. Luego aquella etapa mala de su vida dejó paso a otra más serena, pero para entonces ya se había producido entre Fábregas y ella un distanciamiento difícil de salvar. Tuvieron que pasar varios años más para que, restablecida entre ambos una relación cordial, aunque no íntima, él decidiera poner de nuevo el tema sobre el tapete. Aquella vez su madre se había encogido de hombros; con un gesto había minimizado aquella anécdota que ahora estimaba trivial, aquel período entero de su vida que ahora, cuando empezaban a manifestarse los primeros síntomas de su enfermedad, ella ya daba por saldado globalmente. Para entonces él también había evolucionado: ya no le interesaba tanto como antes lo que aquel sueño pudiera tener de revelador ni sus posibles concomitancias con algún suceso real, sino otros aspectos menos concretos, para cuyo esclarecimiento la colaboración de su madre probablemente habría carecido de valor. Ahora le intrigaba sobre todas las cosas la personalidad del misterioso individuo que compartía el sueño con ellos. Este personaje era el que más había ido cambiando a medida que el sueño reaparecía en momentos distintos de su vida. Primero, de niño, aquel desconocido de los zapatos bicolores y el bastón le había producido una sensación de miedo que al despertar perduraba en su ánimo durante horas; luego la presencia del desconocido había dejado de ser terrible para ser solamente amenazadora: le parecía que aquel hombre tenía el poder de causarle a él o de causar a su madre, o a ambos, un gran mal, y aunque ese poder nunca llegase a ejercerse, la certeza de su existencia bastaba para desazonarle. Finalmente, y de un modo incongruente, el misterioso acompañante había empezado a producirle una sensación de tristeza absurda, pero innegable. En una ocasión creyó haber reconocido sus propias facciones de adulto en el rostro del acompañante misterioso y esta visión le produjo un malestar casi físico. En otra ocasión, en el estado de somnolencia que seguía al sueño, había tenido una revelación: la de que aquel hombre era únicamente una imagen del pasado, a la que sólo • preservaba de la extinción definitiva la pervivencia en su sueño.

VII

Antes de acudir al comedor pasó por el mostrador de recepción y dijo al empleado que le preparara nuevamente la cuenta y dispusiera que le hicieran el equipaje. El empleado de la recepción era el mismo que le había atendido dos días antes y se interesó discretamente por su estado. Fábregas le dijo que persistía el insomnio que le había aquejado las noches precedentes, pero que confiaba en mejorar pronto.

– Está visto que nuestro clima no sienta bien al señor -comentó el recepcionista.

Desde la mesa donde le sirvieron el desayuno sólo veía el cielo y una franja estrecha de agua. Podría estar en un barco, pensó con nostalgia. Creía que en los barcos sólo había que dejarse llevar y por eso siempre que se encontraba ante una encrucijada pensaba en los barcos con nostalgia. Tan pronto haya liquidado la cuenta y esté listo el equipaje me iré al aeropuerto y allí esperaré a que salga el primer avión, pensó. No volveré a pisar las calles de Ve-necia, se dijo. Pero de vuelta a la recepción, el recepcionista le entregó un mensaje que consistía en un número garrapateado al dorso de un trozo de papel impreso.

– Una señorita ha llamado preguntando por el señor -dijo el recepcionista-. Como el señor no estaba en su habitación, la señorita ha dejado este número y el encargo de que el señor la llame lo antes posible.

– ¿No ha dejado dicho su nombre? -preguntó Fábregas.

El recepcionista llamó por un teléfono interior a la telefonista que había atendido la llamada, habló con ella un rato vivamente y colgó.

– El nombre era María Clara -dijo el recepcionista dirigiéndose de nuevo a Fábregas-. También dio el apellido, pero la telefonista no lo anotó en su momento y ahora lamenta haberlo olvidado.

– Está bien -dijo Fábregas-, hablaré con ella.

El recepcionista llamó otra vez a la telefonista y, transcurridos unos instantes, indicó a Fábregas que podía utilizar una de las cabinas telefónicas que había en el hall. Fábregas entró en una cabina tapizada de velludo granate y cerró la puerta. En una repisita había un teléfono que empezó a emitir un timbrazo débil y entrecortado. Fábregas descolgó el teléfono y dijo:

– ¿María Clara?

– Ah, es usted ^dijo ella. Al oír su voz, que reconoció al punto y sin dificultad, Fábregas sintió un vacío en el estómago y al mismo tiempo la necesidad de golpear con los puños las paredes tapizadas de la cabina, como si fuera un demente en estado de agitación-. Me dijeron que había salido.

– Estaba desayunando -dijo él. Luego se quedó sin saber qué añadir y se produjo un silencio en la línea telefónica. En estas cabinas no se puede respirar, pensó; así deben de ser los ataúdes por dentro.

– En vista del buen tiempo que está haciendo… -dijo ella de repente. Fábregas carraspeó, pero no dijo nada. Le era factible notar la confusión de ella-. La verdad es que, después de las cosas terribles que dijo el otro día acerca de la ciudad, me he creído en el deber de rehabilitarla a sus ojos.

– Por Dios, no hablemos de eso; sé muy bien que me comporté de un modo impertinente -balbuceó.

– No, no, llevaba usted mucha razón. Por eso espero que no tenga un compromiso para hoy -dijo ella-. Había pensado llevarle a visitar un lugar que muy pocos turistas conocen; algo alejado, en una isla…

– Estoy seguro de que me gustará muchísimo, pero no quisiera que se molestara usted tanto por mí -dijo Fábregas.

– No, no; ¿le parece bien si le paso a buscar por el hall del hotel dentro de media hora?

– Me parece muy bien -dijo él-. Estaré esperándola.

Al salir de la cabina telefónica creyó que iba a sufrir un vahído por culpa del calor, pero se repuso en seguida; luego regresó al mostrador de recepción y allí dio aviso al encargado de que cancelaba nuevamente la partida y ordenó que deshicieran su equipaje si ya lo habían hecho como él había dispuesto con anterioridad. El recepcionista asintió a todo sin hacer ningún comentario, pero Fábregas creyó que le observaba con atención redoblada. ¡Y a mí qué!, pensó. Conteniendo a duras penas el nerviosismo, que le impulsaba a dar saltos y hacer cabriolas, mató más de una hora y media hojeando periódicos y revistas, consumiendo café y dando paseos cortos por elhall, cuyos límites no se atrevía a franquear. Finalmente apareció ella. Traía el cabello alborotado y jadeaba, como si acabara de recorrer una distancia considerable a la carrera, pero saltaba a la vista que su precipitación era ficticia y no tenía otro objeto que encubrir la tardanza.

– Venga, venga, démonos prisa o se nos echará el tiempo encima -le dijo en tono apremiante. Fábregas se dejó conducir sin replicar al embarcadero del hotel, donde les aguardaba una motora tripulada por un viejo lobo de mar. De sobra se veía que la motora no era usada habitualmente para el transporte de pasajeros; por carecer de todo, no tenía asientos, salvo una repisa estrecha que corría a ambos costados y en la que era difícil incluso mantener el equilibrio. Era una barca incómoda y algo desacoplada, pero pintada de colores alegres. El viejo lobo de mar vestía una cazadora marrón de corte moderno, muy descolorida y gastada, como si se hubiera servido de ella durante varias décadas. Ni les ayudó a embarcar ni hizo siquiera amago de saludar: mantenía la vista fija en el agua, el ceño fruncido y la expresión hosca. Era la imagen misma de la misantropía, pensó Fábregas.

Sin que mediaran órdenes, el viejo lobo de mar dirigió la motora hábilmente por los canales hasta salir a la laguna. Soplaba una brisa tibia y entre la bruma se veían los contornos de muchas islas.

– Ahora me doy cuenta por primera vez de que Venecia es realmente un archipiélago -comentó Fábregas.

Ella le explicó que Venecia debía su supervivencia a las aguas de aquella laguna, demasiado profundas para ser vadeadas por un ejército, pero no tanto que permitieran el paso de los barcos de guerra. Fábregas, que había leído esta explicación en varias guías y folletos, pensó que ella la recitaba de carrerilla, como si tuviera por costumbre pasear turistas. Sin embargo ella no volvió a decir nada más durante la media hora que duró la travesía, al término de la cual y tras haber rebasado un grupo de peñascos áridos que sobresalían del agua desordenadamente, atracaron en un embarcadero formado por troncos que el agua cubría en buena parte. Aquel embarcadero parecía tener varios siglos de antigüedad y Fábregas comentó que no comprendía cómo la madera resistía tan bien los efectos del agua. Ella le explicó que no era el agua lo que pudría la madera, sino el aire. Mientras decían estas cosas, iban subiendo una cuesta empinada hasta coronar un altozano desde el cual se podía divisar toda la isla. A los lados del camino crecían jaras y brezos y zumbaban enjambres de abejorros. Al volver la vista atrás, Fábregas advirtió que el viejo lobo de mar había puesto nuevamente en marcha la motora y se alejaba costeando hasta que una roca ocultó a sus ojos la barca y el tripulante. Los rayos del sol caían perpendicularmente sobre ellos.

– ¿Dónde estamos? -preguntó.

Desde la loma que acababan de coronar, la isla parecía enteramente deshabitada; una vegetación tupida, oscura y baja lo cubría todo; aquí y allá sobresalía algún ciprés solitario.

– Estamos en la célebre isla de Ondi -dijo ella. Él hizo con la cabeza un gesto de reconocimiento, aunque nunca había oído mencionar aquel lugar-. Hasta hace poco aún la poblaban pescadores, pero hoy en día nadie pesca. Luego podrá ver en la vertiente opuesta el pueblo abandonado. También hay una antena de radio, que ya no se utiliza. Naturalmente -añadió con una sonrisa- no es esto lo que me propongo enseñarle. Pero antes de la visita, convendría que comiéramos algo, porque se ha hecho tarde.

– ¿Y dónde comeremos? -dijo Fábregas-. La isla parece desierta.

– Lo parece, pero no lo está -dijo ella.

Caminaron largo rato por un sendero pedregoso. La isla era más extensa de lo que Fábregas había calculado a partir del panorama divisado desde el altozano: a medida que avanzaban iba percibiendo zonas que hasta entonces habían ocultado a sus ojos las irregularidades del terreno. Tampoco ahora hablaban: ella abría la marcha y él la seguía sin apartar la mirada de ella. La ligereza con que ella se movía por aquel terreno accidentado le producía estupor; le costaba concebir que aquel cuerpo pudiera servir para trepar cuestas y salvar obstáculos. Finalmente, cuando ya empezaba a faltarles el resuello, el camino se volvió llano y al cabo de muy poco iniciaron el descenso: ahora veía la ribera opuesta de la isla y allí, tal como ella le había anunciado, una agrupación de casas blancas, algunas de las cuales carecían de techumbre. Pese a su abandono evidente, la blancura de los muros resultaba deslumbrante al sol del mediodía. Fábregas se puso la mano a modo de visera y se quedó inmóvil, contemplando aquella visión desolada.

– Venga -dijo ella.

Bajaron hacia el pueblo y antes de llegar a él tomaron una desviación que los condujo a una rada. Allí había una casa idéntica a las que acababan de ver, pero sin duda habitada, porque salía humo de la chimenea y unas sábanas se oreaban al sol en el patio. En el agua se balanceaba una lancha amarrada a una boya diminuta de color naranja. Cuando estaban muy cerca de la casa, vieron salir de ella a una mujer en bata y delantal, que llevaba un estropajo en una mano y un rollo de papel de cocina en la otra. La mujer se puso a gritar y a conminarles por gestos a que no siguieran avanzando. Fábregas se detuvo en seco, por instinto, como si hubiese salido a su encuentro un perro guardián, pero luego, viendo que María Clara no se dejaba intimidar por los aspavientos y amonestaciones de la mujer, apretó el paso y ambos entraron codo con codo en el patio. Para entonces la mujer ya debía de haber identificado a María Clara, porque había depuesto su actitud, aunque no variado la expresión huraña del semblante. Debía de frisar los cuarenta años y tenía el pelo negro, las facciones regulares y la dentadura blanquísima y algo protuberante. Cuando miraba de frente no se notaba nada inusual en sus ojos, pero cuando trataba de mirar de soslayo, una de las pupilas se quedaba quieta mientras la otra se desplazaba hacia la sien; entonces se advertía que era tuerta o estrábica. Antes de intercambiar saludos con los recién llegados les dijo que el restaurante todavía no estaba abierto, que precisamente en esos días lo estaban poniendo a punto para la temporada estival que se iniciaría en breve. Al decir esto levantaba las manos y mostraba el estropajo y el papel. Fuera de temporada, les dijo, el restaurante permanecía cerrado y ella, su marido, su madre y sus hijos, vivían en Mestre. Era evidente que estas explicaciones iban dirigidas a Fábregas, puesto que la mujer y María Clara parecían conocerse de antiguo. Sin duda ha traído aquí a otras personas, pensó él. La mujer siguió diciendo que, a pesar de lo que acababa de contarles y si estaban dispuestos a conformarse con algo sencillo, les servirían de comer. Fábregas y María Clara pasaron a otro patio, cubierto por un toldo de cañas, que daba a la rada. De la casa salió un hombre bajo y musculoso acarreando una mesa de madera, que colocó ruidosamente en el centro del patio. Luego saludó a María Clara con efusividad y ella le presentó a Fábregas, cuya mano estrujó y zarandeó. Dijo ser yugoslavo y llevar muchos años en Venecia, dedicado al negocio de la hostelería. En realidad el negocio consistía únicamente en aquel restaurante, que explotaba con su familia durante tres o cuatro meses al año.

– Los millonarios que vienen en sus yates se matan por comer lo que les sirvo -dijo con una mezcla de orgullo e ironía.

– Y lo que sirve, ¿lo pesca usted mismo? -preguntó Fábregas.

– No, qué va. Lo compro en el mercado -dijo el yugoslavo-, pero ellos no lo saben. Si lo preguntan, les digo la verdad; si no, les dejo que piensen lo que quieran. No sé qué se creen. Mire, ahora la rada está desierta, ¿ve? -añadió señalando el agua-; sólo aquella barquita, que es la nuestra. Bueno, pues si vuelven ustedes dentro de quince días verán los yates haciendo cola para entrar en la rada. Hasta cuarenta palos he llegado yo a contar en un solo día del mes de julio. Lo que le digo: para darles de comer a todos me haría falta una flota pesquera.

Mientras hablaban la mujer había servido la mesa. En lugar de mantel y servilletas les puso varias hojas del papel de cocina que llevaba en la mano poco antes, cuando salió a su encuentro. Los platos eran de una loza basta y desportillada. Fábregas insistió en sentarse de espaldas al agua, a pesar de las protestas de María Clara, que quería cederle el lugar preferente, de cara al mar. Por último Fábregas ganó la batalla pretextando que le molestaba el centelleo del sol en el agua. Ahora el rostro de él quedaba a oscuras y su silueta, nimbada por la claridad de la rada; en cambio, el rostro de ella recibía los puntos y rayas de sol que dejaba filtrar el entramado de cañas. Como la vez anterior, en el curso de la comida sólo intercambiaron frases breves y triviales, pero al llegar al postre, Fábregas, viendo que María Clara parecía absorta y presa de la melancolía, le dijo:

– El otro día hablé más de la cuenta; es justo que hoy sea usted quien me cuente su vida. Le recuerdo que me prometió hacerlo.

– Ah -respondió ella-. Mi vida no tiene mucho interés.

– No le pido una historia pormenorizada. Dígame sólo lo que la tiene tan preocupada en este mismo instante -dijo él.

Ella le miró fijamente unos segundos, con desconfianza, pero luego, como si hubiera venido de repente en su ayuda una idea tranquilizadora, esbozó una sonrisa.

– Casi prefiero darle cuenta de mi vida -dijo; y acto seguido, tras una pausa destinada aparentemente a poner en orden los datos que se disponía a proporcionarle, empezó su relato confirmando lo que le había dicho en su encuentro anterior, esto es, que era veneciana sólo en parte, no obstante la idea que él parecía haberse formado al respecto.

– ¿Y cómo sabe usted qué idea me he formado respecto de esto o de cualquier otra cosa? -dijo él.

– Ay, vaya, ¡pero si desde el primer momento me ha venido tratando como si yo fuera el símbolo viviente de esta ciudad! -replicó ella-. A veces pienso que incluso me considera responsable de todos los contratiempos que le han sucedido desde que llegó.

Fábregas buscó una respuesta ingeniosa a esta acusación, pero comprendió en seguida que tal cosa desviaría el diálogo hacia otros derroteros y prefirió aceptarla con afable humildad.

– Me confieso culpable, pero le prohíbo hablar de mí hasta que haya terminado de disipar este velo de misterio que la envuelve -dijo.

Ella se rió por primera vez en el transcurso de aquel día.

– ¿Misterio?… ¡pobre de mí! -exclamó visiblemente halagada.

Mientras hablaban se habían ido acercando a la mesa tres gaviotas de gran tamaño; su falta de recelo ante la presencia humana rayaba en la altanería. María Clara les arrojó los restos del pescado que habían comido. Al instante acudieron unos mirlos, que se posaron a una distancia prudencial, a la espera de que las gaviotas sufrieran una distracción. Pero las gaviotas acabaron con todo parsimoniosamente y permanecieron luego a la expectativa.

– ¿Ve lo que ha hecho? -dijo Fábregas-. Ahora ya no nos las quitaremos de encima en todo el día.

– ¿De veras quiere que le cuente mi vida? -dijo ella.

– Si vuelvo a interrumpirla, le dejo que imponga el castigo que usted elija -dijo él.

VIII

María Clara empezó a relatar su historia diciendo que su apellido, por si él lo ignoraba todavía, era Dolabella. Este apellido, bastante común en aquella zona, la emparentaba, según había oído contar miles de veces a su familia, con Tommaso Dolabella, un pintor veneciano de principios del siglo XVII bastante reputado en su tiempo, pero casi olvidado en la actualidad, ensombrecida su fama por la de los grandes maestros venecianos: Tiziano, Tintoretto y Tiépolo. En el propio Palacio Ducal, sin ir más lejos, podía verse una obra de Tommaso Dolabella tituladaEl Dux y los procuradores adorando la Hostia. Todo esto, agregó de inmediato, no lo contaba para envanecerse tontamente de un antepasado célebre, sino porque de aquel pintor arrancaba precisamente la historia de su familia. En efecto, en un momento de su vida, Tommaso Dolabella, por razones que ella nunca llegó a conocer, emigró a Cracovia, a la sazón una ciudad floreciente. Allí murió el año 1650. Luego los a va tares de la historia habían empujado a uno de sus descendientes a emigrar, como tantos polacos, a los Estados Unidos, donde sucesivas generaciones de Dolabellas habían de conseguir amasar una pequeña fortuna primero y perderla luego. Finalmente, el padre de María

Clara, Charles Dolabella, deseoso de investigar su genealogía, había viajado a Venecia, se había enamorado de una veneciana, se había casado con ella y se había quedado a vivir allí definitivamente. De esta forma la estirpe de los Dolabella concluía un periplo de tres siglos regresando al punto de partida.

– Una historia romántica con un final feliz -dijo Fábregas.

– Sólo en el enunciado -dijo ella-. En realidad el matrimonio de mis padres no tuvo suerte.

– ¿Qué entiende usted por no tener suerte? -preguntó él.

– Mi padre nunca se ha adaptado a la vida europea y mi madre siempre ha tenido mala salud.

– Ah -dijo él.

Como el padre no había querido dar por definitiva su instalación en Venecia y después de tantos años aún seguía soñando en regresar a los Estados Unidos, y como la madre jamás había permitido que se hablara siquiera de tal cosa, la vida de la familia se había caracterizado siempre por la provisionalidad.

– De pequeña siempre pensé que cualquier tarde, al volver del colegio, encontraría la casa entera desmantelada, el equipaje hecho y un barco a la puerta dispuesto para zarpar. El hecho de que esto no sucediera nunca no alteraba en nada mi convencimiento. Vivía con la sensación de tener un pie puesto a todas horas en el estribo, como suele decirse. De este modo nunca me preocupé por mis estudios ni me tomé la molestia de entablar unas amistades que creía efímeras.

– Lo comprendo -dijo Fábregas-, pero supongo que esta sensación acabó por desvanecerse andando el tiempo.

– Sí, claro -respondió ella-, pero para entonces ya era demasiado tarde. Cuando me vi ante la necesidad de decidir lo que había de hacer con mi vida, no supe qué camino tomar.

Nada en particular le interesaba verdaderamente; casi todo despertaba en ella un interés pasajero y superficial. Por fin decidió hacer lo que en su día había hecho su padre, pero en sentido inverso, es decir, trasladarse a los Estados Unidos, con la esperanza de encontrar allí algo que diera sentido a su vida. Por desgracia, esta idea, fácilmente realizable sobre el papel, resultó inviable en la práctica. Tantos años de ausencia habían disuelto los vínculos de familia y amistad que su padre pudiera haber tenido tiempo atrás en su país de origen. Ahora no contaba con nadie a quien poder confiar la custodia de su hija ni disponía de medios para costear los gastos de manutención en una institución docente. Probablemente el asunto habría podido resolverse por otros cauces, pero la familia Dolabella carecía de todo sentido práctico. Por último, como solución intermedia, María Clara fue enviada a Inglaterra, donde vivía una hermana de su padre, a la que nadie, salvo él, había visto nunca, pero que se ofreció sin vacilación a hacerse cargo de María Clara tan pronto como el padre de ésta rompió un silencio de décadas para insinuarle la idea. Era una mujer madura, viuda, solitaria y bastante rica. Aunque distaba mucho del proyecto original, María Clara había acogido esta oportunidad inesperada con auténtica alegría, porque para entonces sólo pensaba en escapar del medio familiar, que se le había hecho progresivamente asfixiante.

– Me habría ido al último confín del mundo -dijo ella-. Por eso cuando el otro día trató usted de exponer las razones que le habían impulsado a dejar Barcelona, las comprendí de inmediato.

Esta afirmación irritó a Fábregas: ofendía su vanidad que le dijeran que su caso se asemejaba tanto a otro. ¿Será posible que el resultado de toda una vida sea solamente esto: un caso idéntico en todo a muchos otros, desprovisto de individualidad?, pensó. Sí, sin duda los seres humanos estamos predestinados a disolvernos en una sola masa homogénea, un verdadero magma del que sólo está llamado a destacar uno entre decenas de millones, se dijo; e involuntariamente recordó las imágenes de aquellos santos, cuya mera existencia era dudosa, pero cuyas proezas, fruto de la imaginación popular, figuraban ahora eternizadas en las iglesias y los museos. ¡Qué arbitrario es todo!, se dijo una vez más.

Mientras pensaba estas cosas iba escuchando distraídamente el relato de María Clara. Previsiblemente, la estancia de ésta en Inglaterra no había colmado ni de lejos sus expectativas. Aparte de mantenerse alejada de su familia durante un tiempo, poco provecho había sacado de aquellos dos años de permanencia allí: tampoco en esa ocasión había visto realizado su deseo de echar raíces en algún lugar o de encontrar un ambiente en el que, según sus propias palabras, pudiera sentirse integrada de veras. A conseguir esto último no había contribuido en nada su tía, una mujer excéntrica que, no obstante gozar de una posición desahogada, prefería vivir en una roulotte, en pleno campo y en medio de grandes incomodidades y estrecheces. Durante aquellos años María Clara y su tía habían mantenido contactos esporádicos. Ésta, que poseía en Londres unos apartamentos minúsculos y no muy confortables, cuyos alquileres acrecían sus rentas, había cedido a su sobrina uno de aquellos apartamentos, a la sazón vacante, le había asignado un subsidio semanal, que el banco hacía llegar a sus manos puntualmente, y se había desentendido de ella, salvo cuando se decidía a abandonar su refugio e ir a la ciudad, lo que sucedía raras veces. En estas ocasiones pernoctaba en un hotel de ínfima categoría e invitaba a María Clara a cenar en un restaurante chino apestoso, lúgubre e increíblemente barato. Ahora ella recordaba estas cenas con asco e irritación. En el curso de la cena era interrogada por su tía acerca de su salud y de sus progresos en el uso del idioma inglés. Luego, sin haber prestado la menor atención a las respuestas recibidas, la tía solía contarle de manera fragmentaria y confusa alguna anécdota remota en la que habían participado juntamente ella y el padre de María Clara. En estos relatos María Clara no había detectado nunca nostalgia ni afecto; más bien parecían historias desenterradas con desgana, hilvanadas toscamente y referidas sin otro objeto que el de salvar un silencio incómodo. Esto, la fragilidad de la memoria de su tía, que se quebraba de continuo, la insustancialidad de las propias historias y el hecho de que su tía se empeñase en hablar con María Clara en italiano, idioma del que apenas tenía nociones rudimentarias, hacían estas anécdotas sumamente aburridas y exasperantes. No obstante, María Clara no podía dejar de sentir por su tía una mezcla de respeto y piedad. Era una mujer diminuta, flaca y ridícula, con el rostro cubierto de una capa de pomada y colorete oscura y cuarteada que le daba al cutis aspecto de hojaldre viejo. Vestía desaliñadamente y desprendía un olor ofensivo, no tanto a suciedad como a decadencia. Esta falta de higiene y el poco cuidado que ponía en su salud y en su apariencia daban a entender que no sentía por sí misma ni interés ni ternura. La tía llevaba siempre consigo un perro, lo que no se desdecía, como a primera vista habría podido parecer, de su estoicismo ostensible. Este perro, ladrador y muy desabrido de carácter, era un pequinés de color gris, de pelo desigual, polvoriento y apelmazado, enjuto, desgarbado y asimétrico; a juzgar por su aspecto parecía que acababa de ser arrollado por un camión. Tampoco por él manifestaba la tía ningún cariño: cargaba con él como quien carga con un paquete liviano pero molesto; sin embargo nunca lo dejaba en el suelo ni se desprendía de él, ni siquiera para comer. En estas ocasiones, sostenía el perro con la mano y el antebrazo derechos y comía con una cuchara que manejaba con la mano izquierda, pues era zurda. Mientras su dueña comía, el perro miraba la comida con avidez y emitía un ronquido asmático. Una baba espesa y negra le colgaba del belfo. A veces la tía, aburrida de su propia perorata, parecía perderse en sus propias cábalas y dejaba vagar la vista por el aire viciado del restaurante. Entonces el perro estiraba el cuello como si fuera un avestruz y hundía las fauces en el plato. Si tenía ocasión, también daba lametazos a la cuchara. Cuando la tía salía de su ensimismamiento, el perro recobraba su habitual circunspección y ella, que no se había percatado de lo ocurrido, o se había percatado, pero no era persona remilgada, seguía comiendo del mismo plato y con la misma cuchara. María Clara tenía que hacer un esfuerzo arduo para no exteriorizar su repugnancia ante esta escena. Por lo demás, aquellos alimentos, devorados con tanta ansiedad, sentaban indefectiblemente mal al perro, el cual, a los pocos minutos de haberlos ingerido, expelía unos pedos repelentes, que invadían en un instante todo el local, a pesar de provenir de un animal tan pequeño, y en una velada particularmente aciaga había llegado incluso a escagarruciarse sobre el mantel, sin que su tía diese a entender que tal cosa le producía disgusto o preocupación. Ante los hechos consumados, se había limitado a sacar del bolsillo de la chaqueta un pañuelo, a todas luces veterano de varios resfriados sin que por ello hubieran pasado por él el agua ni el jabón, y a posarlo con gesto indiferente sobre la parte afectada del mantel, mientras seguía comiendo y hablando, como si lo sucedido fuera cosa de todos los días y lugares. En otras ocasiones, cuando el perro guardaba la compostura y no se producían percances como los descritos, María Clara trataba discretamente de romper la rutina establecida tácitamente para este tipo de encuentros y llevar la conversación a otros terrenos. Estos intentos, sin embargo, casi nunca daban resultado, porque su tía no escuchaba lo que ella le decía o porque lo escuchaba, pero lo entendía equivocadamente.

Al margen de estas cosas, la estancia de María Clara en Londres no había sido útil ni placentera. Londres le había parecido una ciudad poco acogedora, en general rica en promesas, pero poco dadivosa con el forastero carente de relaciones o fortuna. No había hecho amistades sólidas y los días allí se le habían hecho eternos; había buscado algún trabajo eventual, más por combatir la soledad y el tedio que por apremios de dinero, pero tampoco en eso había tenido suerte. El clima era riguroso y el apartamento en que vivía estaba tan mal acondicionado que a veces dejaba transcurrir el día entero sin salir de la cama, y hasta diez días seguidos sin darse un baño.

– Vamos, vamos -dijo Fábregas de pronto-, me cuesta creer que en dos años no consiguiera entablar ningún tipo de relación personalmente remuneradora.

La torpe formulación de este comentario, que en realidad pretendía ser gentil, el tono en que fue hecho o algo en la expresión de Fábregas, hizo que María Clara enrojeciera. Se hizo un silencio engorroso que solventó Fábregas pidiendo la cuenta a voces. Estaba irritado, pero no conseguía vislumbrar las causas de esta irritación, cuya injusticia, en cambio, se le hacía patente. Miró a María Clara de soslayo y se enterneció. Debo decirle algo tranquilizador, pensó; algo como: disculpe la indiscreción de mi comentario estúpido; o: por supuesto, no me debe ninguna explicación en lo que atañe a sus actos; pero no es esto lo que ella espera de mí, sino esta frase: haga usted lo que haga, a mí me parecerá siempre bien. Pero para decir tal cosa haría falta una magnanimidad que yo no poseo, se dijo. Acababa de pensar esto cuando ella levantó la mirada que hasta entonces había tenido clavada en el mantel y la dirigió hacia el horizonte. Entonces él vio que sus ojos eran grises y muy claros y que por esta causa cambiaban continuamente de color, según lo que se reflejara en ellos; ahora eran de un azul plomizo, como el agua de la laguna. Le sonrió y alargó la mano para coger la de ella, como si con este gesto y esta sonrisa quisiera decir: tenga paciencia, no soy tan riguroso ni tan inflexible como usted me juzga, pero por ahora no me es posible hacer más. Sin embargo, se detuvo sin concluir el gesto y su sonrisa se desvaneció sin que ella hubiera tenido tiempo de advertirla.

IX

Cuando ya se iban, el yugoslavo que regentaba el establecimiento les dijo que la próxima vez que fueran allí les prepararía una bullabesa.

– No hay otra igual en todo el Mediterráneo -fanfarroneó. El aliento le olía a vino, pero Fábregas dedujo de sus palabras que el yugoslavo daba por sentado que regresarían a aquel restaurante en breve y decidió tomar la baladronada por un buen augurio. El yugoslavo les acompañó a la puerta.

– ¿Van a visitar la ermita? -les preguntó.

Fábregas, que no había oído siquiera hablar de una ermita no supo qué responder y miró a María Clara. Ella dijo que sí y acto seguido le explicó que en aquel islote se encontraban las ruinas de una ermita célebre donde había habido hasta pocos años atrás una reliquia de San Francisco de Asís, el cual había estado allí en vida, orando y predicando.

– Y también haciendo milagros -se apresuró a añadir el yugoslavo. Y a continuación pasó a referirles uno de aquellos milagros que, según dijo, había acaecido en el mismo lugar donde ahora se encontraba el restaurante o muy cerca de allí-. Una vez estaban San Francisco y otro monje paseando por este sendero a la caída de la tarde y hablando de asuntos acuciantes de la orden cuando acudió a posarse junto al sendero una bandada de pájaros piando y chillando de un modo escandaloso. El monje, enojado por aquella irrupción, que les impedía proseguir el diálogo, cogió una piedra del suelo e hizo ademán de arrojársela a los pájaros, pero San Francisco le detuvo diciéndole: Déjalos que píen, hermano, porque no nos hacen ningún mal; antes bien, nos dan ejemplo, pues alaban al Señor exaltando Su obra; vayamos donde ellos están y cantemos a su lado las horas canónicas. Y diciendo esto fue a donde estaban los pájaros, los cuales, viéndole venir, no huyeron, sino que permanecieron quietos y en silencio hasta que San Francisco, dirigiéndose a ellos, les dijo: Hermanos pájaros, acompañadme en el rezo de mi oficio en honor de Nuestro Señor. Dicho lo cual, se puso a cantar, pero no con su voz habitual, sino con el gorjeo de los pájaros, mientras éstos coreaban su canto balanceando la cabeza y agitando las alas. Cuando hubieron terminado, San Francisco se reunió de nuevo con el monje, que había asistido mudo de asombro a aquel milagro, y los pájaros levantaron el vuelo y no volvieron a importunarles más.

Al salir del restaurante el sol ya declinaba y los árboles proyectaban una sombra agradable en el camino, por el que anduvieron un rato en silencio hasta que Fábregas, sin poderse contener, dejó escapar una carcajada.

– ¿De qué se ríe usted? -preguntó ella.

– De la majadería que acaba de contarnos el señor del restaurante -dijo él.

– Es una leyenda muy antigua -dijo ella-. Yo la he oído contar varias veces. En el fondo, no hace más que ilustrar el cariño proverbial de San Francisco hacia los animales y no veo qué tiene eso de irrisorio.

– Por favor -exclamó Fábregas-, no me diga que esa historia no le parece ridícula y sin sentido.

– Ridícula tal vez lo sea -dijo ella con una seriedad que desconcertó a Fábregas-, pero no sin sentido. Los milagros no tienen otro objeto que dar testimonio de la omnipotencia de Dios; lo que ocurre es que usted no ve sentido a lo que no produce un beneficio práctico directo e inmediato. Hoy en día los milagros son siempre así: la curación de una enfermedad irreversible o el salir indemne de un accidente aparatoso. Ya ve usted que la religión no puede ser algo tan mezquino.

– La veo muy impuesta en la materia -dijo Fábregas en un tono de extrañeza no exento de ironía.

– No es eso -replicó ella sin abandonar la seriedad con la que venía hablando-; es que usted lo ignora casi todo.

Sobre una loma había una construcción en ruinas que a Fábregas le pareció una fortaleza antigua, pero que era en realidad la ermita a la que se dirigían. Los muros eran altos y macizos y estaban cubiertos de hiedra. Los sillares que componían estos muros eran de tal grosor que Fábregas no podía dejar de preguntarse cómo era posible que se hubieran derrumbado en tantas partes: sólo un temblor de tierra o un cañón de gran calibre podían haber sido la causa de tantos boquetes, pensó. Unos matorrales enmarañados cegaban el acceso a la puerta de la ermita, de cuyas jambas paradójicamente aún colgaban las bisagras. Cuando entraron en la ermita por uno de los boquetes del muro, pudo ver que el techo había desaparecido, pero que aún permanecían en pie los dos arcos románicos que lo habían sustentado en su día: ahora por entre los arcos se veían pasar unas nubes largas, estrechas y deshilachadas por los bordes. En las paredes interiores se podían distinguir restos de pintura y entre la hierba que cubría el suelo asomaban losas rectangulares cubiertas de inscripciones en latín y de relieves borrosos. Fábregas iba sorteando los obstáculos en seguimiento de María Clara, de cuyos labios esperaba oír alguna explicación. Ella, sin embargo, parecía no advertir su presencia. Finalmente se detuvo en el centro de la nave, cogió un palo del suelo y con él empezó a remover y separar las hierbas hasta dejar al descubierto una lápida en cuyo centro un bajorrelieve que el tiempo había desgastado hasta dejarlo apenas reconocible representaba un yelmo rematado por un penacho. Fábregas se reunió con ella, examinó la lápida y aguardó a que ella dijese algo, pero cuando parecía disponerse a hacerlo un ratón de campo salió corriendo de las matas que ella había removido y pasó zigzagueando entre los pies de María Clara, que dio un brinco involuntariamente.

– Vaya -dijo de inmediato-, me parece que sin querer he perturbado la paz de este inquilino.

– Me temo que ha perturbado usted algo más que su paz -dijo Fábregas poniéndose en cuclillas y señalando el lugar de donde había salido precipitadamente el ratón-. Mire lo que hay aquí.

Ella se agachó y miró hacia donde él señalaba. Allí había cinco ratoncitos recién nacidos, a los que su madre, atemorizada, acababa de abandonar.

– Ni siquiera tienen los ojos abiertos -dijo él tomando uno de los ratoncitos con dos dedos y colocándoselo en la palma de la mano. El ratoncito no era mayor que el dedo pulgar de él y tenía la piel rosada, sin pelo y surcada de pliegues. Fábregas acercó la mano a los ojos de María Clara para que ella pudiera examinarlo mejor. El cuerpo del ratoncito se agitaba como si jadease o como si los latidos del corazón le repercutieran en todo el cuerpo-. Han nacido hace unas horas, posible Tiente mientras nosotros comíamos. Vea cómo busca todavía el calor de la madre.

– ¿Usted cree que ese ratón que acaba de salir huyendo era en realidad la madre de esta carnada? -preguntó ella mirando fijamente el ratón que sostenía Fábregas, pero sin decidirse a tocarlo.

– De eso no hay duda -dijo él depositando de nuevo el ratoncito junto a sus hermanos.

– Yo creía que los animales defendían a sus crías -dijo ella.

– Sólo cuando la defensa tiene algún propósito -dijo Fábregas-. En este caso la madre sabía de sobra que no podía plantarnos cara, de modo que ha salido huyendo. A lo mejor trataba de atraer sobre sí nuestra atención y evitar de esta manera que descubriéramos el escondrijo de sus crías. Pero también es posible que sólo tratara de ponerse a salvo. A veces eso es lo único que se puede hacer por las personas que dependen de uno, ¿no le parece?

María Clara se quedó reflexionando, como si aquellas palabras fueran en realidad una alegoría de otra situación o escondieran un significado importante. Luego miró a Fábregas con la esperanza de ver en los ojos de éste una expresión que le permitiera descifrar aquella incógnita, pero él no la miraba. Con un…s ramas secas estaba ocultando los ratoncitos.

– ¿Qué hace? -le preguntó.

– Su madre volverá cuando crea que ha pasado el peligro -dijo él-. Seguramente está escondida por aquí cerca, espiándonos y esperando que nos vayamos.

– En tal caso, ¿no sería mejor dejar los ratoncitos en lugar visible, en vez de ocultarlos como está usted haciendo?

– No -dijo él-. Si los dejáramos a la vista no tardaría en caer sobre ellos algún ave rapaz. Y de todas formas la madre los localizará por el olfato o por el oído. ¿No oye como chillan?

María Clara inclinó la cabeza y pudo percibir un chillido muy agudo y muy tenue.

– ¡Pobrecitos, deben de estar muertos de hambre! -exclamó-. Vayámonos cuanto antes y dejemos que su madre regrese.

Se puso de pie y sacudió del borde de la falda las briznas adheridas a la tela. Fábregas se incorporó luego y ambos se alejaron de aquel lugar y se apostaron junto a una piedra que en su día debió de haber sido el soporte del altar. Ella confiaba en ver desde allí la rata cuando ésta acudiese nuevamente junto a sus crías, pero él le dijo que no cabía esperar tal cosa.

– No asomará el hocico hasta que no se cerciore de que nos hemos ido -le dijo-. Antes la hemos pillado desprevenida; ya no permitirá que la sorprendamos por segunda vez.

Salieron al campo por otro boquete del muro. Este boquete era tan ancho que entre las dos partes del muro que aún permanecían en pie había echado raíces una higuera.

– ¿Usted cree que estarán a salvo? -dijo María Clara mirando por última vez en dirección al punto donde habían dejado ocultos los ratoncitos.

– Nadie está a salvo -dijo él-, pero en este caso particular creo que podemos contar con la intercesión de ese santo pajarero al que usted tanto admira.

– Ya veo que se ha enfadado conmigo porque antes le he reprochado su ignorancia y su incredulidad -respondió ella mirándole primero a los ojos fijamente y luego al cielo-. Venga: falta poco para la puesta de sol y eso es algo que merece ser visto.

X

Anduvieron un trecho a campo traviesa hasta desembocar nuevamente en el camino, por el que descendieron, siempre en dirección a poniente, hasta alcanzar la orilla del agua. En aquella parte la costa se allanaba formando una playa estrecha de guijarros oscuros. En uno de los extremos de esta playa se alzaba una formación rocosa sobre la cual se veía el armazón de una antena de radio en desuso, en cuyo vértice, sin embargo, seguía encendiéndose y apagándose con regularidad una luz roja que prevenía al tráfico aéreo de la presencia de la antena. Al pie del promontorio rocoso, sobre la playa, había una caseta de madera maltrecha y sin puerta.

– Sentémonos aquí -dijo ella señalando un lugar cualquiera en la playa. Fábregas se quitó la americana, la dobló y la colocó sobre las piedras. Todo esto lo hizo con tanta rapidez, habilidad y discreción que María Clara se encontró sentada sobre la americana de él inadvertidamente. En definitiva aquel gesto acabó pareciendo un truco de prestidigitación antes que un acto de galantería. Fábregas se sentó directamente sobre los guijarros, rodeó con los brazos las piernas encogidas y apoyó el mentón en las rodillas. Esta actitud tenía algo de antiguo. Así estuvo un buen rato, callado y mirando fijamente el agua. Comprendía que había cometido con ella una incorrección grave y que le debía una disculpa, pero no sabía qué decir. La acusación de escepticismo que ella le había lanzado por despecho, al azar y sin fundamento, le había causado un impacto inesperado. Efectivamente, siempre había sido un escéptico, no sólo en materia de religión, sino en todos los sentidos, pensó. En su fuero interno estaba convencido de que todo el mundo pensaba como él, incluso quienes profesaban explícitamente una creencia o una doctrina de cualquier tipo, y la experiencia no había hecho más que ratificarle en su opinión. Ahora, sin embargo, llegado a aquellas alturas de su vida, la acusación que ella le lanzaba sin conocimiento de causa parecía encontrar eco en su propio desasosiego. Quizá lo que me ocurre es que nunca he tenido un ideal, pensó. Una ráfaga de aire frío le sacó de su abstracción. Le pareció oír a lo lejos el retumbar de un trueno y al levantar la mirada del suelo vio que el agua se había vuelto del color del plomo. Presa de un temor irracional miró a María Clara con una expresión que la sobresaltó.

– ¿Qué le ocurre? -dijo ella.

Él recobró la calma al oír su voz.

– Perdone si la he asustado -dijo-. Anoche tuve una pesadilla y en este mismo instante he creído revivirla.

El cielo se había encapotado y se aproximaba el fragor de la tormenta. Fábregas sintió un escalofrío y ella, al advertirlo, se levantó y le devolvió la americana.

– Póngasela -dijo-, no sea imprudente.

– Deberíamos regresar sin perder un minuto -dijo él-, pero no veo de qué forma.

– No lo ve porque es usted un hombre sin fe -dijo ella-. Mire.

Fábregas miró hacia donde ella señalaba y vio aparecer entre las rocas del promontorio la misma barca que unas horas antes los había llevado al islote.

– Vamos, vamos, usted había quedado con el barquero en que nos recogiera a esta hora y ha hecho coincidir la conversación con su llegada para sorprenderme -dijo.

– No, no, ¿cómo podía saber yo el instante preciso en que aparecería la barca? -replicó ella en tono jocoso.

Fábregas no supo qué responder a esto y volvió a sus cavilaciones, de las que le sacó la voz áspera del barquero, quien, después de atracar, les apremiaba.

– Entonces, ¿vamos a tener tormenta? -preguntó Fábregas cuando María Clara y él se hubieron acomodado en la barca.

– Eso parece -dijo el viejo lobo de mar-, aunque con el tiempo, nunca se sabe.

– Yo pensaba que los lobos de mar siempre sabían estas cosas -dijo Fábregas.

– Los lobos de mar, puede que sí -respondió el viejo lobo de mar-, pero yo sólo soy un marinero de agua dulce que se gana la vida paseando turistas.

Apestaba a vino, pero se había vuelto muy locuaz. Puso proa a Venecia y aceleró el motor hasta el límite de su potencia. La tormenta les perseguía: el cielo se había vuelto negro y el agua empezaba a encresparse.

– Tampoco sabía que hubiera tormentas en la laguna -dijo Fábregas.

– Pues las hay, y bien fuertes -dijo el viejo lobo de mar. Y añadió acto seguido-: Precisamente se cuenta una leyenda que viene muy a cuento y que la señorita ya debe de conocer, pero que a usted, que es forastero, le gustará. Mire, dice así: Una noche, hace cientos de años, se desencadenó en la laguna una tormenta tan terrible que todos creían que Venecia entera iba a desaparecer bajo las aguas. Nadie se atrevía a salir de su casa, salvo un pobre pescador, que luchaba desesperadamente por poner su barca a salvo del oleaje. De pronto se acercó al pobre pescador un individuo y le dijo: Oye, tú, desata la barca y llévame a donde te diré. Un embozo impedía ver su rostro, pero su mirada no admitía réplica. El pobre pescador le ayudó a subir a bordo, desamarró la barca y se puso a remar en medio del temporal. El embozado le indicó por señas que se dirigiera a la isla de San Jorge, donde otro individuo, igualmente embozado, subió a la barca y ordenó al pobre pescador que se dirigiera a San Nicolás, en el Lido. Allí embarcó un tercer embozado que, a su vez, ordenó al pobre pescador que los llevara a la boca de la laguna, precisamente donde las aguas estaban más embravecidas. El pobre pescador se santiguó y murmuró para sus adentros: Hágase la voluntad de Dios, pero bien sabe Él que yo habría preferido morir en seco. Desde allí y a la luz de los relámpagos que se sucedían sin interrupción, vieron una galera fondeada frente a la boca de la laguna. Esta galera iba cargada de demonios y eran estos demonios en realidad quienes provocaban aquella tempestad funesta. Entonces los tres embozados abrieron sus capas y revelaron su auténtica identidad: eran San Marcos, San Jorge y San Nicolás, los tres patrones de Venecia. Al reconocerlos, los demonios prorrumpieron en denuestos y blasfemias; con las manos y los pies les hacían gestos procaces y amenazadores, les mostraban desenfadadamente las partes pudendas y les arrojaban inmundicias hasta que finalmente San Jorge desenvainó su espada y les gritó: ¿Qué pasa, demonios? Éstos al punto callaron. Entonces San Nicolás trazó en el aire la señal de la cruz con el báculo y el mar se puso en calma. Y San Marcos, levantando la cara hacia las nubes, emitió su pavoroso regüeldo de león. Se disolvieron las nubes y se esfumó la galera y su cargamento. Luego el pobre barquero devolvió a cada santo al lugar en que lo había recogido. Al despedirse de él, San Marcos le dio su anillo de oro para que se lo entregara de su parte al Dux. Aún hoy pueden ustedes ver en la basílica el anillo del santo y una pintura antigua que conmemora este milagro.

Cuando el viejo lobo de mar concluyó el relato, que sufrió numerosas interrupciones debido a los incidentes de la navegación, ya estaban llegando a la orilla de los Schia-voni. Una luz zodiacal iluminaba la ciudad que se extendía ante sus ojos.

– Me parece que nos hemos librado del remojón -dijo Fábregas.

Delante del Palacio ducal había una multitud que contemplaba el animado tráfico de embarcaciones. Entre aquella multitud Fábregas distinguió de repente el trío misterioso que la víspera le había hecho pasar un mal rato. Sin saber por qué, agarró a María Clara fuertemente del brazo y le señaló la multitud.

– Mire, mire, ¿no ve a tres tipos estrafalarios? -dijo con vehemencia.

– Ojalá sólo hubiera tres tipos estrafalarios en Venecia -respondió ella.

– Ah, es que éstos son particularmente inquietantes -exclamó Fábregas-. Bah, ya no se ven, ¡qué lástima! Me habría gustado mostrárselos.

Aquella noche le despertó la lluvia en dos o tres ocasiones. Entonces se levantaba, abría la ventana y pasaba el rato acodado en el alféizar. La tormenta había cesado y la lluvia caía mansamente en el canal.

XI

A la mañana siguiente la esperó en elhall del hotel. Se habían separado apresuradamente, acuciados por los primeros goterones de la tormenta, sin haber concertado ninguna cita, pero Fábregas estaba convencido de que ella acudiría a buscarle como efectivamente hizo con la mayor naturalidad, como si lo hubiera establecido así la costumbre. Aquel día y los días siguientes, sin embargo, no se aventuraron a ir muy lejos por causa de la inestabilidad atmosférica. El tiempo había vuelto a ser variable y era raro el día en que no llovía un rato. Cuando no llovía, el cielo seguía nubloso y turbio. Sólo a veces escampaba y salía el sol por un período breVe; entonces se producía un cambio sorprendente. En estas ocasiones, todo contribuía a dar a la ciudad un aspecto primaveral: los tiestos floridos en las ventanas, la hiedra que cubría los muros, los árboles cuyas copas asomaban por las tapias de los jardines escondidos, incluso los puestos de frutas y verduras que se instalaban en las plazas. En estas ocasiones Fábregas experimentaba una alegría rayana en la demencia. El resto del tiempo estaba absorto y encandilado. Ya no le irritaba el clima desapacible. Había dejado de protestar enteramente: ahora se dejaba conducir de buen grado y sin hacer preguntas a donde ella hubiera decidido llevarle con anterioridad. Ni siquiera las aglomeraciones le molestaban: era paciente si tenían que hacer cola y a veces parecía sentirse a gusto en medio de aquellas muchedumbres. Aunque nunca había sentido la menor inclinación hacia el arte, allí donde éste era exhibido guardaba un silencio respetuoso y ponía interés en percibir lo que pudieran tener de conmovedor o de grandioso aquellas pinturas o aquellas estatuas de fama universal. Este empeño, sin embargo, casi nunca daba los frutos deseados, porque le costaba poner atención en todo lo que no fuera ella. Sólo por ella lamentaba ahora no tener una opinión formada respecto del arte y la cultura. Por más que se devanaba los sesos no conseguía que se le ocurriera nada que diera pie a un comentario: entonces temía que su seriedad y su mutismo hicieran de él un acompañante aburrido en extremo. Pero contra esta limitación, que venía de antiguo, él no podía luchar. En sus años formativos nadie se había ocupado de educar su sensibilidad ni él había hecho nada para suplir por su cuenta aquella carencia. Había pasado distraídamente por el colegio y la Universidad, sin que nada despertara su curiosidad, echando al olvido lo que iba aprendiendo a medida que los resultados de los exámenes le iban liberando de la necesidad de recordar algún dato. El resto de su formación lo debía casi por entero a su padre, quien, sin ocuparse de ello explícitamente en ningún momento, había ido construyéndole un modelo de conducta con su propio ejemplo. La vida de su padre había transcurrido en una actividad continua: cuando no le absorbía el trabajo, se entretenía jugando con sus hijos, practicando algún deporte, viajando, asistiendo a espectáculos y frecuentando la sociedad, a solas o con su mujer. Desde que se despertaba hasta que se iba a dormir no parecía dedicar un solo minuto a la reflexión. En la vejez gozó de una serenidad sin fisuras: hablaba de su pasado muy raramente, sin poner en ello ningún énfasis y sin sombra de melancolía; a lo sumo, con una leve condescendencia hacia las insensateces que decía haber cometido, como, según él, hacían inexorablemente los seres humanos a lo largo de sus vidas. Oyéndole hablar así cabía pensar que la suya había sido una sarta de anécdotas deslavazadas. No parecía haberle ocurrido nunca nada trágico ni doloroso. La guerra, en la que se había visto forzado a participar tardíamente y en el bando perdedor, sin que de ello se hubieran seguido consecuencias negativas para él, había servido únicamente para poner a prueba su picardía a la hora de complementar el rancho menguado del cuartel al que había sido destinado. Los negocios y la familia sólo le habían proporcionado satisfacciones y parecía guardar un recuerdo afectuoso y divertido de las personas allegadas cuya compañía le había ido arrebatando el paso inexorable de los años. Sólo los achaques de la vejez, que le habían postrado en un sillón y condenado a una inmovilidad casi absoluta, habían puesto de manifiesto en él una faceta sensiblera que nadie le había conocido hasta entonces: ahora se le anegaban los ojos de lágrimas por cualquier insignificancia. Finalmente la muerte le había sorprendido en forma inesperada una noche mientras veía a solas la televisión. Tampoco en aquel trance parecía haber experimentado angustia ni dolor: sus facciones inexpresivas y su mirada vidriosa no diferían de las que habitualmente adoptaba en el desempeño de aquella actividad. Fábregas estaba satisfecho de haber heredado o adquirido por reflejo aquella forma de ser, que podía tomarse fácilmente por sabiduría o por imbecilidad, pero que no tenía nada de la una ni de la otra. Ahora, sin embargo, se sentía anodino, superfluo y vulgar. Habría querido causar en ella una fuerte impresión y no sabía cómo. Notaba que los días transcurrían plácidamente, sin que el poso de cada uno de ellos les hiciera vivir el siguiente con más intensidad, y de esto se culpaba exclusivamente a sí mismo. Por más que rechazaba este pensamiento, sabía que aquella relación fortuita no se sustentaba en nada y que tarde o temprano el curso natural de las cosas le pondría fin, si antes no se transformaba en algo distinto, y nada hacía ver que tal cosa fuera a producirse de inmediato: todo se había convertido en hábito para ellos. Ahora ya nunca hablaban de sí mismos ni debatían cuestiones importantes en sus conversaciones; ahora se limitaban a comentar las incidencias mínimas del paseo que acababan de dar, confrontaban gustos o debatían nimiedades. Sin embargo y con la salvedad de algún momento aislado de reserva o preocupación, Fábregas no lamentaba que su relación con ella hubiera ido adquiriendo naturalmente aquella apariencia insustancial, porque temía que si tomaba un sesgo distinto, las circunstancias personales de cada uno de ellos se conjugarían para imponer su ruina. A él le bastaba con lo que había para ser feliz: las horas del día se le iban sin sentir en compañía de ella; luego, a solas, tendido en la cama del hotel, hacía inventario de todo lo que habían hecho y dicho juntos y nada le parecía prosaico ni desdeñable. A veces en el curso de esta operación le vencía el cansancio y descabezaba un sueño breve del que invariablemente se despertaba apremiado por el temor de haber omitido del repaso un detalle trivial que, analizado ahora, pudiera revelar un gran secreto. Esta ansiedad, sin embargo, sólo lo acosaba cuando dejaba de verla. Con ella se sentía ligero de ánimo y sin zozobra; todo le hacía reír. A veces, sin que nada pareciera motivarlo, se ponía a perorar con volubilidad sobre cualquier tema, trayendo a cuento los argumentos más irrelevantes y sin que nada ni nadie pudieran hacerle callar. En realidad hablaba de este modo para evitar que se produjera un silencio definitivo, del que ya sólo podría sacarlo la confesión de una gran verdad. Si ahora callo, pensaba en estas ocasiones, sólo podré volver a hablar para decirle que la adoro.

XII

Entretanto Riverola no cejaba en su empeño; quería hacerle entrar en razón, convencerle de que debía volver. No le había costado averiguar nuevamente en qué hotel se hospedaba y le telefoneaba casi a diario para instarle a que abandonara aquella actitud cerril e irresponsable. Estas exhortaciones surtían en él un efecto variable, según cuál fuera su estado de ánimo en el momento de ser hechas. Algunas veces las consideraciones del abogado hacían mella en su conciencia. Realmente, pensaba, Riverola está en lo cierto y yo soy un canalla y un majadero; al fin y al cabo, no hay motivo alguno que me impida ausentarme de Venecia por dos o tres días, resolver los asuntos más apremiantes y regresar de nuevo aquí; ni siquiera es preciso que deje de verla durante este viaje: podría invitarla a visitar Barcelona; estoy convencido de que aceptaría encantada. Sin embargo, cuando estas reflexiones parecían a punto de desembocar en una respuesta afirmativa a los requerimientos de Riverola, bastaba que éste pronunciara una frase cualquiera como «ha llamado Brihuesca» o «ayer vinieron los de Suministros Totus» para que se presentara a su ánimo una imagen repulsiva, que no correspondía a la realidad cotidiana de la empresa, a la que estaba sobradamente acostumbrado y en la que no se sentía mal, sino a una especie de esencia falaz y espantosa, cuya sola perspectiva no podía menos que hacerle reaccionar con violencia. Entonces reiteraba su negativa con gran vehemencia y obstinación y Riverola, que venía advirtiendo esperanzado el electo de sus persuasiones, se quedaba perplejo. Luego trataba de contemporizar para que no se perdiera irremisiblemente lo que un minuto antes creía tener ya en sus manos.

– Está bien, no vengas si no quieres -le decía-, pero deja que yo vaya a verte. Al menos hablaremos de este asunto cara a cara.

Esta propuesta parecía sacar de quicio a Fábregas.

– No quiero verte -le replicaba-; no puedes obligarme a que te vea si yo no quiero. Si vienes o simplemente si creo que vas a venir, cambiaré de hotel, adoptaré un nombre falso e iré por la calle disfrazado de turco.

Estas palabras inquietaban mucho a Riverola, no por lo que significaban, sino porque le parecían provenir de una mente desquiciada. Entonces plegaba velas y no volvía a dar señales de vida hasta unos días más tarde. Otras veces era el propio Riverola quien perdía los estribos, insultaba a Fábregas y amenazaba con dimitir de su cargo.

– Por mí puedes hacer lo que te dé la gana -le decía Fábregas en estos casos.

– Dimitiría ahora mismo si creyera que la empresa tiene salvación -replicaba el otro-; pero no la tiene y el sentido del deber me obliga a hundirme con el barco.

Entonces era Fábregas quien se desconcertaba y no sabía cómo continuar la disputa. Había conocido a Riverola en el colegio; habían hecho juntos la carrera y el servicio militar y habían entrado a trabajar en la misma empresa el mismo día, aunque por puertas distintas, porque Fábregas era el hijo del dueño y Riverola, sólo un empleado. Ahora, sin embargo, se daba cuenta de que todos aquellos años de compañerismo no habían dejado ningún poso de intimidad ni de conocimiento. En realidad Riverola le había irritado continuamente, porque aquél siempre había dado pruebas de entrega, lealtad y valor, tres cualidades supremas de las que él creía carecer; enfrentado a Riverola, se veía obligado a admitir su inferioridad moral y a confesarse además la indignidad de la envidia. Hacía mucho que deseaba verse libre de él, pero la subordinación del uno respecto del otro le impedía tomar medidas arbitrarias. Poco a poco se habían ido distanciando: ahora se veían sólo ocasionalmente fuera del trabajo. Riverola llevaba una vida sentimental y familiar ordenada. Se había casado después de que lo hiciera Fábregas, pero su matrimonio, a diferencia del de éste, había resultado estable y armonioso. Poco antes de la boda de Riverola, sin embargo, en el transcurso de una fiesta, Fábregas había arrastrado a la novia de aquél a un rincón resguardado de las miradas ajenas y la había besado apasionadamente sin que ella ofreciera la menor resistencia a este asalto inadvertido. Si tú quieres, le había dicho ella, desharé la boda en este mismo instante. Fábregas, que había actuado de aquel modo por pura malevolencia y no esperaba verse enfrentado a una muestra de arrojo como la que ella le estaba dando, hubo de salir del paso con evasivas. A esto ella reaccionó bien: nunca le dijo nada a Riverola y simuló que el paso del tiempo borraba el suceso de su memoria. Fábregas, a fuerza de pensar en ello, acabó llegando a la conclusión de que todas las mujeres, en vísperas de su boda, estaban dispuestas a echarse en brazos del primer sinvergüenza que se lo propusiera.

Por su parte, Riverola no podía sospechar que tenía su mejor aliado en el silencio. Lo que por teléfono era arrebato y vocerío, la quietud de la noche lo volvía reflexión. Verdaderamente las cosas no pueden seguir así, pensaba entonces Fábregas. Por último, decidió plantear la cuestión a María Clara. Le diré que debo ausentarme brevemente, se dijo. Para abordar este tema, que a él se le hacía de gran trascendencia, eligió una tarde en que habían ido al Lido aprovechando una mejoría súbita del tiempo. Aquel día, sin embargo, María Clara no estaba de buen humor: hablaba poco y pasaba largos ratos encerrada en un mutismo huraño. Esto era insólito en ella y saltaba a la vista que algo le venía preocupando. Fábregas se preguntaba si el motivo de aquella preocupación no sería precisamente la naturaleza de sus relaciones. Temía haber elegido el peor momento para anunciar el viaje; por esta causa iba postergando el asunto, las horas transcurrían lentamente y la tirantez entre ambos iba en aumento. Él comprendía que debía hacer algo para levantar el ánimo de ella y hacer que recobrase el talante habitual, pero se sentía abrumado por su propia congoja ante la perspectiva de la separación y todo lo que decía o hacía era inoportuno y de mal gusto. Se habían sentado en una terraza que daba a la playa. En las mesas de mármol había unos parasoles enormes, ahora cerrados y sujetos por correas para que la clientela del establecimiento pudiera disfrutar del sol tibio de la tarde. La brisa era fresca, pero suave.

– Es preciso que le diga algo -se aventuró a decir él finalmente con una voz baja y compungida que no llegó a oídos de ella o, cuando menos, no bastó para arrancarla de su ensimismamiento. Para no ver su rostro crispado, Fábregas desvió los ojos hacia la playa, por la que en aquel momento deambulaban varias personas que acapararon fugazmente su atención. Estas personas, que pese a formar un grupo homogéneo en apariencia no se hablaban ni se miraban entre sí, se dirigían al agua con andares vacilantes; parecían impedidos. A menudo alguno trastabillaba y se veía obligado a hincar una rodilla o ambas rodillas en la arena por no dar de bruces en la playa; entonces tomaba arena con la mano y se la llevaba a los labios, como si tuviera la intención de degustarla, pero se limitaba a rozarla con los labios y luego la dejaba escurrir entre los dedos.

– ¿Ha visto esa gente? -dijo Fábregas con volubilidad fingida-; cualquiera pensaría que son locos o borrachos si no fuera evidente que se dirigen a cumplir un rito.

Ella hizo un gesto de impaciencia y le dirigió una mirada torva. ¿Será posible que tengamos que separarnos con aspereza?, pensó. Luego desvió nuevamente la mirada hacia la playa. La cofradía había llegado al borde del agua y se había detenido allí. Ahora todos miraban cómo un hombre joven se destacaba del grupo, se revestía de una sobrepelliz, se descalzaba, se arremangaba los pantalones y se adentraba escasos metros en el agua. Es evidente que he hecho algo que la ha ofendido, pensó Fábregas, pero no sé qué puede haber sido.

– Es preciso que me vaya -dijo ella de repente.

Él consultó instintivamente su reloj: sólo eran las cuatro y media.

– Pediré la cuenta -dijo.

Ella le puso la mano en el brazo que se disponía a levantar para llamar la atención del camarero.

– No me ha entendido bien -dijo-. Es preciso que me vaya de Venecia.

– ¡Cómo! ¡Irse de Venecia! ¡Ahora! -exclamó él con el único propósito de oírle desmentir aquellas afirmaciones; luego, como ella no hacía más que corroborarlas con su mutismo, añadió casi en un susurro-: No es posible.

– ¿Por qué no ha de ser posible? -replicó ella en un tono ligeramente desafiante.

– Quiero decir que sin duda habrá algún medio de solucionar desde aquí lo que sea que la obligue a irse… Si en algo depende de mí… si en alguna forma yo soy el causante…

– Por favor, no me obligue a darle explicaciones: eso me resultaría penoso y no aclararía prácticamente nada. Permítame que ahora me vaya sola; quédese aquí y no intente seguirme.

– ¡Espere! -gritó viendo que ella estaba realmente dispuesta a dejarlo abandonado en aquel preciso momento-. Dígame al menos a dónde tiene que ir con tanto apremio.

– A Roma… o a cualquier otro sitio, ¿qué más le da? De todas formas, vaya a donde vaya, no debe usted seguirme; ¡por ningún concepto debe usted seguirme!

– ¡A Roma!… -dijo él-. ¿Y cuándo tiene previsto regresar?

Ella se encogió de hombros y él percibió nuevamente aquella mirada enigmática que creía haber advertido en los comienzos de su relación, pero que en los días posteriores había echado en olvido.

– No lo sé. Es posible que no regrese jamás, pero lo más probable es que esté de vuelta dentro de nada. Todo depende de unos factores sobre los que no tengo ningún control, créame.

Él se cubrió la cara con las manos, como si no quisiera ver nada de lo que ocurría a su alrededor.

– Váyase -le dijo.

XIII

Siguió con la cara tapada hasta que la voz del camarero, que acudió al cabo de un rato a preguntarle si se encontraba mal, le hizo comprender que no podía permanecer en aquella postura indefinidamente. El reflejo del sol en el agua le deslumbró momentáneamente. Luego vio que estaba solo en la terraza; caía la tarde. También la playa estaba vacía. Pagó y fue caminando hasta el embarcadero del vaporeto, donde, después de comprar el billete y de mirar sin ver el horario encolado a la pared, se sentó a esperar en un banquito de madera. Transcurridos unos minutos hizo su entrada en el embarcadero un grupo de hombres y mujeres de avanzada edad, en quienes creyó reconocer a los que un rato antes habían consumado una ceremonia en la playa. Poco después llegó el joven que se había arremangado los pantalones para entrar en el agua y repartió entre los ancianos los billetes que acababa de comprar.

– Que cada cual conserve su billete -les dijo-. Preséntenlos al subir al vaporeto y, sobre todo, no los vayan a perder.

Los ancianos, que acusaban una fatiga considerable, respondieron a esta admonición con un murmullo débil. El joven se sentó al lado de Fábregas, cuyo aislamiento habían respetado hasta entones instintivamente los ancianos, y le explicó que aquel grupo lo integraban devotos de San Mamas, que acudían todos los años a aquel lugar en aquel día preciso con objeto de conmemorar la llegada de las reliquias del santo a la isla.

– Su número, por desgracia, es cada vez más exiguo -añadió el joven bajando la voz, para que sólo pudiera oír este comentario su interlocutor.

– ¿El de las reliquias? -preguntó Fábregas.

– El de los devotos -corrigió el joven.

– No es un santo popular -dijo Fábregas.

– Usted lo ha dicho. Cuando vinieron a buscarme para que oficiara la ceremonia, habiendo fallecido el párroco de San Salvador, que lo hacía habitualmente, hube de documentarme para la ocasión.

– Ah, luego es usted sacerdote.

– Coadjutor, pero no le estaba hablando de mí, sino de la devoción a San Mamas, cuyos orígenes, según pude colegir, se remontan al siglo quinto, nada menos.

– Me deja de una pieza.

– Al parecer, en esos tiempos, aunque el cristianismo ya era la religión oficial del Imperio Romano, todavía subsistían muchos centros de paganismo y de superstición, contra los que las autoridades luchaban en vano. Uno de estos centros, quizás el más célebre, era el llamado santuario de Dioniso, dios de la embriaguez, situado en las inmediaciones de Atenas, donde su culto tenía mucha raigambre. Allí vivían unos sacerdotes que, invocando a ese ídolo, podían realizar prodigios como convertir los hombres en bestias, hacer brillar el sol a medianoche, las piedras hablar, las tortugas volar y resucitar los muertos. También había allí una fuente milagrosa que sanaba las enfermedades a quienes bebían de sus aguas, restauraba las energías perdidas y conservaba el vigor de los años mozos, y una vieja pitia o adivina que predecía el futuro. No hace falta decir que entre unas cosas y otras el santuario atraía un número considerable de fieles, por lo que el gobernador del lugar, deseoso de contrarrestar su influjo, decidió erigir un templo cristiano justo enfrente del de Dioniso y pidió al Sumo Pontífice que le enviara alguna reliquia con tal fin, a lo que accedió el Papa con sumo gusto. Cuando el templo estuvo enteramente construido, el Papa envió allí los restos del mártir Mamas, canonizado pocos meses antes. No bien estos restos hubieron sido depositados con gran unción y pompa en un sarcófago de mármol ricamente labrado, el sarcófago colocado bajo el altar mayor del templo, y el templo consagrado por el obispo de la diócesis, los sacerdotes de Dioniso perdieron sus poderes, el sol y la luna regresaron a sus órbitas, la fuente dejó de manar y la profetisa quedó muda. Esto motivó una conversión en masa y el santuario de Dioniso fue derribado por los mismos que, perdida ahora la fe, poco antes acudían a él henchidos de ella.

«Pero aquí no acaba la historia -agregó el joven sacerdote tras una pausa que dedicó a rascarse las pantorrillas-. Desaparecido el santuario de Dioniso, el templo de San Mamas se convirtió en centro de devoción y peregrinaje hasta que subió al trono de Bizancio Juliano el Apóstata, el cual, ansioso por reinstaurar los antiguos cultos, ordenó reconstruir el santuario de Dioniso, al que dotó con el cuantioso patrimonio reunido por el templo cristiano, derribar éste y arrojar al mar el sarcófago de mármol que contenía los restos del santo. Cuál no sería el asombro de los esbirros que perpetraban esta tropelía al ver cómo el sarcófago flotaba en el mar cual si fuera una barca de madera liviana y las olas se llevaban el sarcófago mar adentro. Aún habían de pasar muchos años hasta que una tarde unos niños que jugaban en la playa del Lido que acabamos de visitar vieran cómo las olas depositaban dulcemente en la arena un objeto de regulares dimensiones.

Acercáronse los niños al objeto creyendo ser éste el resto de un naufragio o de una batalla naval, y al hacerlo advirtieron que se trataba de un sarcófago de mármol, de cuyo interior brotaba un aroma delicioso. Abierto el sarcófago fueron encontrados dentro de él unos restos humanos milagrosamente conservados, pese a haber viajado tantos años a la deriva por el mar, y un letrero que decía: «Soy San Mamas.»

El joven sacerdote hizo otra pausa efectista, que Fábregas aprovechó para preguntar:

– ¿Y usted cree de veras todas estas animaladas?

El joven sacerdote, que hasta aquel momento creía tener en él un oyente embelesado, le dirigió una mirada de perplejidad y volvió a rascarse las pantorrillas.

– En fin -dijo al cabo de un rato-… no es preciso admitir a ciegas todos los detalles del relato… Ya sabemos que la imaginación popular, con el paso de los años, enriquece y amplía espontáneamente todo aquello que llama su atención y que existe una tendencia, por lo demás comprensible, a confundir lo sobrenatural con lo maravilloso y pintoresco… pero en lo esencial, yo no veo nada de inverosímil en lo que acabo de referirle: los milagros forman parte esencial de la religión y yo soy, a fin de cuentas, un hombre metido en religión. En cambio usted, por lo que veo, debe de ser un agnóstico.

– Ca -replicó Fábregas-; ni siquiera sé lo que significa eso. Yo sólo soy un adulto en pleno uso de razón que se resiste a que le tomen el pelo.

– Hum, es usted muy libre de pensar así, por supuesto -dijo el joven sacerdote al cabo de un rato-. Por supuesto, no es preciso que crea a pies juntillas en el milagro de San Mamas. Pero como sacerdote que soy, le recomiendo que no deje de creer que existe un Dios todopoderoso y justiciero, que lleva la cuenta de nuestros pensamientos, palabras y actos y ante cuya Presencia todos deberemos comparecer en un plazo inconcebiblemente breve.

Después de esto, ya no hablaron más.

XIV

Durante el trayecto Fábregas contemplaba desde la cubierta del vaporeto la panorámica de la ciudad desplegada ante sus ojos. Ahora aquellos edificios majestuosos le parecían erigidos con el propósito exclusivo de burlarse de él. Un decorado tan falaz como mis propias ilusiones, pensó. Apenas llegado al hotel comunicó a la gerencia que partiría tan pronto saliera el sol.

– Yo mismo me ocuparé del equipaje -dijo.

Una vez en su cuarto metió sus pertenencias en las maletas a trompadas y bastonazos; cuando las hubo llenado descubrió que no podía cerrarlas ni siquiera echando sobre ellas el peso de todo el cuerpo. Desesperado y exhausto por las emociones del día, se tendió en la cama sin cenar ni desvestirse y no tardó en quedarse dormido. Cuando se despertó, once horas más tarde, recordó haber soñado que recibía en su antigua casa de Barcelona la visita simultánea de muchos conocidos. Aquella recepción, que en el sueño no recordaba haber convocado, le llenaba de desazón, porque los deberes ineludibles de anfitrión que le imponía le impedían acudir a una cita previamente concertada con María Clara. El recuerdo de este sueño elemental le hizo sentirse cansado y triste. Comprendió, sin saber explicar por qué, que precisamente ahora no podía abandonar Venecia; que la marcha de ella y la posibilidad incierta de su regreso le ataban a la ciudad más que su misma presencia en ella. Invadido por la languidez, bajó a comunicar a la gerencia su cambio de planes, desayunó y volvió a meterse en la cama, donde pasó buena parte del día en estado de duermevela. En varias ocasiones creyó despertar con sensación de ahogo: era el llanto inmotivado, que le atenazaba la garganta y le impedía respirar debidamente.

Divagando entre episodios recientes y lejanos que acudían a su ánimo desordenadamente, tuvo la sensación de que su vida había sido algo vacío y absurdo. La lluvia que repicaba en los cristales de la ventana le trajo el recuerdo de las vacaciones de verano que unos años atrás había pasado excepcionalmente en el campo, con su mujer y su hijo. En esa ocasión había llovido todos los días, sin cesar, y él había permanecido en un estado de irritación perpetua: cualquier nimiedad le daba pie para quejarse insidiosamente. Todas las veces que habían salido a dar un paseo, aprovechando algún intervalo de serenidad, había acabado llevando a hombros a su hijo, que acababa de cumplir tres años y se cansaba en seguida de caminar. Ahora recordaba nítidamente el olor de la tierra mojada y los árboles oscuros, con las hojas todavía vencidas por el peso del agua; entonces se maldecía por no haber sabido disfrutar de aquellas horas irrecuperables. Pronto me moriré y habré vivido sin placer y sin gracia, como un fósil, pensó. Esta noción le produjo un hormigueo de angustia en todo el cuerpo. Su agitación llegó a tal extremo que temió que el armazón de la cama acabara por ceder a aquellos embates. ¡Qué vergüenza si ocurriera tal cosa!, pensó; como sea he de poner fin de inmediato a esta tortura, que no conduce a nada.

Fue al cuarto de baño, se sentó en el suelo de la bañera y abrió la ducha sin detenerse a graduar la temperatura del agua. Al cabo de un rato se sintió muy aliviado. Cruzó la habitación sin secarse ni vestirse, abrió la ventana de par en par y se sentó a horcajadas en el alféizar. Por fortuna ya había oscurecido y circulaban muy pocas embarcaciones por el canal debido al mal tiempo reinante: era po^o probable que alguien advirtiese aquel individuo desnudo que cabalgaba grotescamente el alféizar lanzando puñetazos al aire.

Aún estaba entregado a este desahogo cuando oyó tocar unas campanas que convocaban los fieles a oración. Arrepiéntete de tu insensatez, parecían decirle las campanas con su tañido persistente. Sin pensarlo dos veces decidió acudir a su llamada. Se vistió, se calzó y salió a la calle. Sin peinar presentaba un aspecto chabacano a los viandantes. Guiándose por el sonido de las campanas recorrió varias calles, en algunas de las cuales aquél parecía perderse, duplicarse o volverse sobre sí; cuando pasaba esto se desorientaba; entonces se detenía jadeando o desandaba lo andado, aguzaba el oído tratando de precisar nuevamente la procedencia de las campanadas. Así llegó por fin ante un edificio que tenía un portalón semicircular entreabierto; por la abertura de este portalón se oía cantar un coro acompañado de un armonio. El tañido de las campanas llenaba la calle. Aquí es, se dijo. En realidad las campanas no sonaban en aquel edificio, que carecía de ellas, sino en el convento de las monjas reclusas, situado en la misma calle, a escasos metros de distancia, pero él ni entonces ni luego supo que había sido víctima de un error y que había entrado casualmente en el último reducto de la secta de Pelagio, combatida ferozmente por San Agustín y desaparecida en el siglo VI, pero preservada, en forma muy distinta a lo que había sido en sus orígenes, por un grupo de chiflados que se decían descendientes de los herejes primitivos y que se reunían allí periódicamente para celebrar unas misas ridículas, cuya liturgia pretendían remontar a la era paleocristiana. Debido a esta creencia sin fundamento, los sacerdotes de esta secta vestían coseletes de cuero y pieles sin curtir y agitaban sonajeros de hueso; el pelo les llegaba a media espalda y la barba, a la cintura. El recinto en que se celebraba la misa estaba iluminado únicamente por la luz de ocho cirios montados en dos candelabros rupestres. De un brasero brotaba profusamente un sahumerio intoxicante proveniente de la combustión de mirra y clavo. Cuando sus ojos se hubieron habituado a la penumbra, vio que los asistentes eran unos ancianos y ancianas que al pronto confundió con los que había encontrado el día anterior en el Lido, hasta que un examen más detenido le sacó de su error. Ahora estos ancianos desatendían la misa y le lanzaban miradas rencorosas de soslayo, porque no estaban acostumbrados a sufrir la intromisión de curiosos. Fábregas se quedó junto a la puerta, donde la oscuridad era mayor, y adoptó lo que juzgó ser una actitud de recogimiento. Cuando creía que nadie reparaba en él, estudiaba el lugar; si se sentía observado, seguía el desarrollo de la misa como veía hacer a los demás. En el cielo raso del templo, ennegrecido por el humo de los cirios y el sahumerio, se podían distinguir aún, minuciosamente pintadas, las Pléyades y Orion, la Osa mayor y otras constelaciones. El oficiante entonaba una letanía a la que los feligreses respondían al unísono abriendo de par en par sus bocas desdentadas.

No hay duda de que he caído en mitad de un aquelarre, dijo Fábregas en su fuero interno, y de que estoy rodeado de locos, pero también es evidente que su devoción es genuina y que sus rezos no carecen de sentido. No puede ser casual que yo haya venido a parar aquí; lo que yo llamo casualidad por fuerza ha de ser parte de un designio más amplio, pensó. Este razonamiento, que a su juicio encerraba un misterio y una señal cierta de predestinación, unido a la embriaguez que le producía la inhalación del sahumerio y el efecto enervante de aquella música reiterativa, hicieron que afluyera en aquel instante a sus ojos la congoja desbordada: rompió a llorar en forma callada y continua, perdida la noción del tiempo y del lugar en que se encontraba, hasta que una indicación cortés le vino a indicar que la misa había concluido hacía unos minutos y que su presencia ante la puerta del templo impedía la salida de los feligreses. Deshaciéndose en excusas ganó la calle apresuradamente; allí echó a andar sin rumbo. La lluvia había cesado y en el cielo brillaban unas estrellas que creyó identificar al punto con las que acababa de ver pintadas en el cielo raso del templo. Todo encaja, pensó con alivio. Las lágrimas abundantes derramadas en el transcurso de la misa que acababa de oír habían dejado intactas las causas de su dolor, pero habían amortiguado sus efectos inmediatos. Ahora se sentía tranquilo, fortalecido y casi dichoso, como si los avatares amargos de su existencia formaran parte de un orden universal preestablecido al que creía pertenecer y en cuyas leyes eternas e inexorables encontraba el sentido último de aquéllos.

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