CAPÍTULO TERCERO

I

Pronto se dio cuenta de que no iba a serle fácil dar por sí solo con el palacio de los Dolabella. La víspera, cuando María Clara le había conducido allí, no había reparado en la dirección que ella había dado al gondolero: como le sucedía siempre que estaban juntos, no había podido apartar un instante su atención de ella. Luego, por la noche, el odio que sentía hacia el doctor Pimpom le había impedido de nuevo parar mientes en el trayecto. Ahora no recordaba ningún detalle que pudiera servirle de referencia. Al cabo de un rato de vagar inútilmente vio un grupo de gondoleros que desayunaba en una tasca, a la espera de los clientes matutinos, y dirigiéndose a ellos les preguntó si conocían por casualidad un palacio ruinoso cuya entrada trasera estaba flanqueada por dos estatuas colosales; a esto le respondieron los gondoleros que en Venecia había varias docenas de edificaciones que respondían a esta descripción. El día prometía ser caluroso y húmedo y la neblina hacía el aire denso y fatigoso. Después de conversar un rato con los gondoleros, Fábregas contrató a uno de ellos, que se comprometió a darle vueltas por los canales hasta localizar el palacio que buscaba. Al mediodía la excursión no había dado fruto y el gondolero le anunció que tenía que ceder la góndola a su socio, con quien compartía embarcación, trabajo y beneficios.

– Pero no la parienta -añadió en tono jocoso.

En el muelle donde se produjo el relevo de socios, Fábregas cerró con el nuevo gondolero el mismo trato, pero al cabo de una hora, viendo que aquél volvía a llevarle por los lugares que acababa de recorrer en la mañana, agobiado por el calor y harto de permanecer encajonado en la góndola, se hizo desembarcar en un punto cualquiera del recorrido. Hasta los turistas más contumaces habían abandonado las calles a la espera de que el crepúsculo aliviase el bochorno reinante. Ahora Fábregas caminaba por una ciudad desierta, deteniéndose de vez en cuando en algún bar a beber agua, cerveza, limonada o cualquier otro refresco que le aliviara momentáneamente la sed. Luego seguía caminando y el líquido ingerido le hacía sudar copiosamente. Tampoco había comido nada ese día, pero la sola idea de llevarse algo sólido a la boca le producía náuseas. A media tarde se le ocurrió de pronto que tal vez ella hubiera acudido de nuevo al hotel esperando encontrarle allí, resguardado del calor. Esta idea le trastornó enormemente. Por suerte en aquel momento acertó a pasar por donde se hallaba un taxi y pudo tomarlo y hacerse conducir al hotel sin dilación. En el mostrador de recepción le fue entregado un mensaje que decía: «Veo que sigue rehuyendo mi presencia. ¿Qué le he hecho?» Pidió recado de escribir al recepcionista y garrapateó a su vez esta nota: «Salgo en su busca; regresaré a eso de las nueve. Espéreme en el hotel y no se le ocurra marcharse.»

– Si ella vuelve, dele este mensaje y no deje que se vaya: es importante -dijo al recepcionista entregándole su mensaje y una propina rumbosa.

– ¿Y no sería mejor que el señor la esperase aquí, tranquilamente? -sugirió el recepcionista; y, ante el estupor que esta sugerencia parecía haber producido a su interlocutor, se apresuró a añadir-: Disculpe mi entremetimiento, pero el señor no tiene buena cara.

– El quedarme aquí no la mejorará mucho -replicó él.

– Vaya a su habitación, dese un baño y relájese. Yo le enviaré una masajista. Para días como éste, un baño y un buen masaje son de lo más indicado -dijo el recepcionista con firmeza.

– En otra ocasión -dijo Fábregas.

Cuando volvió a salir del hotel declinaba el día y los turistas, angustiados ante la perspectiva de una jornada malograda, habían invadido nuevamente calles y sitios, dispuestos a arrostrar el calor y la humedad. Esta vez seré metódico, se dijo. En una librería compró una guía de forasteros con tapas de plástico rojas, blancas y amarillas. Con ella se proponía recorrer todos los palacios enumerados allí sistemáticamente e ir tachando cada palacio recorrido. Con la guía de forasteros en el bolsillo anduvo un trecho y, llegado a la explanada que se extendía frente al Palacio ducal, donde antiguamente habían tenido lugar las ejecuciones públicas, la sacó para consultarla. Sólo entonces se dio cuenta de que por distracción había comprado un ejemplar de la guía de forasteros en alemán, idioma del que lo ignoraba casi todo. Podía aprovechar, sin embargo, los planos y trazados hasta tanto no se le presentara la ocasión de adquirir otra. Por causa de la neblina persistente, la luz era menguada para ser verano y le costaba descifrar los planos. Al cabo de un rato de forzar la vista, empezó a ver doble. Lo que me faltaba, pensó. Un grupo de turistas pasó por donde estaba dándole empellones; en uno de estos empellones la guía de forasteros se le cayó de las manos y fue pisoteada por aquel tropel. Ahora todos los líquidos que había bebido a lo largo del día pugnaban por ser regurgitados. Pensó acercarse al borde del agua, considerando más higiénico vomitar allí que hacerlo sobre el pavimento, pero desistió de ello por miedo de resbalar e ir a parar al agua. Cualquier cosa menos el agua, pensó en aquel momento. Luego hizo acopio de energía y logró entrar en el Palacio ducal mezclado con la masa de turistas. Una vez dentro del recinto buscó los lavabos sin encontrarlos. La gente subía y bajaba las escaleras apresuradamente, porque se hacía tarde y estaban a punto de cerrar el palacio a los visitantes. Huyendo de pordioseros y granujas que le acosaban con ofrecimientos diversos, entró al azar en un salón donde no había mucha gente. En aquel salón, cerrado a cal y canto, hacía tanto calor que creyó desvanecerse. Sin embargo, un cuadro bastante grande, colgado de una de las paredes, atrajo su atención en el último momento: eraEl Dux y los procuradores adorando la Hostia, de aquel Tommaso Dolabella de quien María Clara y su padre creían descender. En varias ocasiones ella le había conducido a aquel mismo salón para mostrarle la obra de su presunto antepasado, pero él había mirado el cuadro sin verlo realmente. Si al término de cada visita alguien le hubiese preguntado de qué trataba aquel cuadro, no habría sabido qué responder. Ahora, en cambio, sentía un vivo afán por examinarlo minuciosamente a fin de fijarlo de una Vez por todas en la memoria, como si fuera a emprender un largo viaje y quisiera llevarse consigo el recuerdo del cuadro como único bagaje. Pero ahora el cuadro únicamente presentaba a sus ojos un conjunto de manchas sin forma ni sentido. Confiado en que de más cerca mejorara la visión de aquél, cruzó el salón dando traspiés. Estaba tan cerca de la tela que algunos de los presentes, temiendo que tratara de atentar contra la integridad de ésta, se apostaron a su lado dispuestos a intervenir para impedírselo, toda vez que su aspecto no debía de parecerles peligroso. Él hizo un ademán que quería ser tranquilizador: con él pretendía dar a entender que sus intenciones no eran destructivas. En realidad sólo quería leer el nombre del pintor, que era el de ella, antes de perder el sentido. Al punto varias manos le sujetaron. Él miraba aquellas manos estupefacto, porque había advertido que todas ellas eran de color verdoso o amarillento, como la tripa de algunos reptiles. Nadie tiene la piel así, pensó; deben de llevar guantes de algún material sintético. Pero cuando levantó la vista advirtió que también el cuadro entero era del mismo color malsano. Entonces comprendió que era su vista la que se había cubierto de un tul de aquel color.

II

Al despertar vio un hombre joven, de aspecto afable, que le observaba con reticencia. Este joven tenía el cabello y la barba rojizos. No le dolía nada y sentía el cuerpo ligero y la cabeza clara, como si despertara plácidamente de un sueño reparador. Al tratar de incorporarse vio que no llevaba otra ropa que una especie de camisola corta, de una tela no muy fina, pero limpia y planchada, de color azul pastel, abierta por la espalda y anudada por unas cintas detrás de la nuca. Si me levanto, me quedaré enseñando el trasero, pensó, pero ¿qué importa? El joven de la barba rojiza, advirtiendo sus intenciones, le hizo un gesto conminatorio que quería decir: siga acostado. Fábregas obedeció más por debilidad que por respeto a aquel individuo que no creía haber visto antes nunca.

– ¿Es usted el masajista? -le preguntó.

El joven de la barba rojiza estuvo sonriendo un rato sin decir nada, como si ponderase la respuesta que debía dar a esta pregunta. Finalmente dijo:

– No.

Fábregas advirtió entonces que no estaba en su habitación, ni en otra similar del hotel, sino en un cuarto angosto y sin ventanas ni aberturas visibles al exterior, salvo una puerta de marco de madera y paneles de vidrio opaco.

– ¿Dónde estoy? -preguntó.

– En San Bábila -respondió el joven de la barba rojiza.

– Yo soy ateo -protestó él.

– No se inquiete: no le estamos rezando un responso. San Bábila es un dispensario.

– ¿Qué ha pasado? ¿Me desmayé?

El joven consultó un cuaderno y luego movió la cabeza afirmativamente.

– Ah, ya recuerdo. Y antes de desmayarme, ¿vomité?

– No lo sé: yo no estaba presente; pero según dice este informe, al ingresar en el dispensario le fue practicado un lavado de estómago, lo que parece indicar que no vomitó, si eso le viene preocupando.

– ¿Y mi ropa?

– No la traía cuando lo trajeron.

– ¿Quiere decir que me la habían quitado?

– Más bien que se la había quitado usted mismo. Según el informe, entró usted desnudo en una sala del Palacio ducal. Al parecer la cosa no pasó de ahí, porque la policía no levantó atestado ni se ha presentado denuncia alguna. Con el calor que estamos teniendo, a más de uno se le debió de ocurrir la misma idea.

– Oiga, yo no estoy loco.

– Me da igual que lo esté o no: yo no soy psiquiatra. ¿De veras no recuerda haberse desmayado?

– No.

– ¿Qué otra cosa no recuerda?

– Recuerdo perfectamente todo lo demás.

– ¿Cuál es su nombre?

– Charlie.

– Charlie qué más.

– Charlie nada más.

– Hum. ¿Tiene familia?, ¿esposa, compañera, amiga, secretaria?

– No, nada de eso.

– ¿Viaja solo?

– Sí.

– ¿Dónde se hospeda?

– Ahora mismo no sabría decirle. ¿En un hotel?

– Eso es usted quien tiene que decírmelo. ¿Qué hotel?

– No recuerdo su nombre.

– ¿Cómo es? ¿Un hotel de lujo?, ¿un hotel de medio pelo?, ¿una pensión?

– Caro. Un hotel caro.

– Mejor para usted. ¿Es argentino?

– Español.

– ¿Le gustan los toros?

– ¿A qué viene esta sandez?

– Soy médico y estoy observando sus reacciones. ¿Aún no se había dado cuenta?

– Yo no necesito un médico.

– Se desnuda en público, se desmaya, sufre de amnesia y pretende no necesitar un médico: ¿quién de los dos está diciendo sandeces, Charlie?

– Quiero que venga mi médico particular.

– ¿De España? ¿Cree que vendrá si le llamamos?

– Aquí también tengo médico particular.

– ¿Aquí? ¿Dónde es aquí?

– En esta ciudad.

– ¿Cómo se llama esta ciudad?

– Venecia.

– Vaya; algo es algo. ¿Cómo se llama su médico en Venecia?

– Doctor Pimpom.

– Vamos, Charlie, esto es un nombre ridículo: en Venecia no hay ningún médico que se llame de esta manera. ¿Cuántos dedos hay aquí?

– Tres.

– Muy bien. Mire aquel cuadrito colgado de la pared. ¿Qué representa?

– Un hombre alto, con barba. ¿Su retrato?

– No, hombre. Es una estampa de San Bábila el anacoreta, bajo cuya advocación fue puesto este dispensario. Si me promete estarse quieto mientras le tomo la presión, le contaré su historia.

– Le advierto que a mí San Bábila me la sopla.

– Peor para usted -dijo el médico de la barba rojiza-; se quedará sin saberla. A ver, abra la boca, ciérrela y sostenga el termómetro; no lo escupa ni se lo trague. Extienda el brazo; voy a tomarle la presión. Mientras tanto, conteste a mis preguntas diciendo sí o no con la cabeza. No intente hablar, porque se le caerá el termómetro al suelo. ¿Lo ha entendido? Muy bien. ¿Es usted diabético? ¿Ha habido diabéticos en su familia? ¿Cómo puede decir si ha habido o no diabéticos en su familia si no recuerda ni su propio nombre? ¡No hable! Le he dicho que no hable. Sólo sí o no. ¿Fuma? ¿Bebe mucho? ¿Se había desnudado anteriormente en algún lugar público? ¿Cree que alguien le persigue? ¿Sueña a menudo? Bueno, ya está. La temperatura es normal, pero tiene la presión un poco descompensada y el pulso acelerado. En términos generales, yo lo veo bien, pero me gustaría tenerle el resto de la noche en observación.

– ¡Cómo! ¿El resto de la noche? -exclamó Fábregas-. ¿Pues qué hora es?

– Las once y media.

– ¡Cielo santo, tenía una cita inaplazable a las nueve!

– Me temo que ya la ha aplazado, pero me alegra ver que recuerda sus citas -dijo el médico de la barba rojiza.

– También acabo de acordarme del nombre de mi hotel: Gran Hotel del Moro. Llame al hotel: allí le darán razón de mí.

– ¿En el Gran Hotel del Moro también se hace llamar Charlie a secas? -preguntó el médico de la barba rojiza.

– No… ¿Qué ha sido de mi documentación?

– Debió de quedarse con la ropa. Sigue sin recordar su nombre, ¿verdad?

– Lo tengo en la punta de la lengua.

– Con la punta de la lengua no se va muy lejos. Acuéstese y procure dormir. Si ve que no puede conciliar el sueño, llame a la enfermera y pídale un somnífero. Dígale que yo se lo he recetado. Por desgracia, yo no puedo dedicarle más tiempo. La gente disfruta rompiéndose la crisma y a estas horas el dispensario está abarrotado. Volveré mañana por la mañana, antes de que venga el turno de día. Entonces veremos cómo va esa memoria. ¿De acuerdo?

– No. Quiero irme de aquí ahora mismo -dijo Fábregas.

– No tiene la cabeza tan firme como usted cree. Hágame caso y no se arrepentirá.

– Oiga, doctor, si la policía no ha presentado denuncia contra mí, ¿puedo ser retenido en contra de mi voluntad?

El médico de la barba rojiza se encogió de hombros.

– Haga lo que le dé la gana -murmuró con un deje de desaliento en la voz-, pero venga mañana a partir de las cinco, para que veamos qué tal van las cosas. Por supuesto, si no quiere venir, tampoco puedo obligarle a que venga: usted verá lo que le conviene.

Mientras hablaba iba rellenando un formulario. Cuando hubo acabado de rellenarlo separó el original de la copia y entregó el original a Fábregas.

– Tenga -le dijo-. Al salir entregue este volante a la enfermera que encontrará en el mostrador, en el vestíbulo. Ella le facilitará la forma de volver a su hotel.

Tal como le había indicado el médico de la barba rojiza, en el vestíbulo había un mostrador, pero la enfermera que debía haberlo atendido estaba ausente cuando Fábregas se personó en él. Viendo que el reloj que presidía el vestíbulo estaba a punto de dar las doce, dejó el volante sobre el mostrador y salió a la calle. Una vez allí lamentó no haber leído lo que el médico de la barba rojiza había escrito en el volante acerca de su estado físico y mental. Realmente no sé dónde tengo la cabeza, pensó; he de cuidarme un poco si no quiero acabar mal. Advirtiendo que los transeúntes miraban de reojo su atuendo estrafalario, decidió que no era prudente permanecer demasiado rato en el mismo sitio. Se alejó caminando a buen paso, pero sin rumbo, más atento a impedir que la brisa le levantara los faldones de la camisola y dejara al aire sus vergüenzas que a encontrar un camino que le condujera al hotel. Cuando finalmente se detuvo, sabiéndose extraviado una vez más, se le acercó un hombre obeso que le había venido siguiendo desde hacía un trecho.

– Venga conmigo -le dijo cogiéndole del brazo con firmeza-; volveremos juntos al hotel.

– ¿Cómo sabe usted en qué hotel me alojo? -preguntó Fábregas dejándose conducir por el desconocido.

– El Gran Hotel del Moro, ¿no es así? -dijo el hombre obeso, y luego, sonriendo afablemente, añadió-: Yo también me alojo allí.

– Pero yo no le conozco a usted.

– Tampoco en eso hay misterio -dijo el hombre obeso-: hemos coincidido en el restaurante del hotel, a la hora del desayuno, en un par de ocasiones. De eso le conozco, aunque usted no me conozca a mí, quizá porque es usted más llamativo que yo, o porque yo soy más observador que usted. ¿Se encuentra bien?

– Perfectamente, muchas gracias. En cuanto a mi vestimenta…

– Todos tenemos un mal día -atajó el hombre obeso con afabilidad.

El portero nocturno del hotel torció el gesto al verlo aparecer en elhall de aquella guisa, pero el hombre obeso le tranquilizó murmurándole unas palabras al oído y deslizándole subrepticiamente un billete en el bolsillo de la casaca. Frente a la puerta de la habitación de Fábregas, éste y el hombre obeso estuvieron un rato intercambiando fórmulas de cortesía hasta que el hombre obeso, aduciendo que a ambos les convenía descansar de la fatiga del día, se alejó en dirección al ascensor. Fábregas entró en la habitación, recorrió la distancia que le separaba de la cama sin encender siquiera la luz y se acostó inmediatamente. Tiene razón el hombre obeso, pensó; estoy verdaderamente exhausto. Y como si la frase rutinaria pronunciada por aquél hubiera sido la auténtica razón de su cansancio, apenas la hubo repetido para sus adentros, se quedó dormido.

III

Creyó estar en la cubierta de un barco, acodado en la barandilla, mirando el mar. Cuando iba a retirarse a su camarote, el hombre obeso que momentos antes había venido a ocupar un lugar contiguo al suyo, le retuvo asiéndole del brazo e instándole encarecidamente a que se quedase, ya que, según le dijo, faltaba poco para avistar la isla y su famoso templo, a lo que él replicó no saber a qué isla ni a qué templo se refería su interlocutor, el cual, con una sonrisa paternal, le reprochó no haber leído atentamente la guía de forasteros y mostró consternación cuando Fábregas le contó que había perdido la suya. Hoy por hoy, le vino a decir, viajar sin una buena guía de forasteros es tanto como viajar desnudo. Fábregas habría querido replicar a esto que precisamente la noche anterior había embarcado en aquel mismo paquebote un grupo bastante numeroso de nudistas, que se había pasado la mañana chapoteando en la piscina y jugando alvolley-ball en pernetas, pero se abstuvo de hacerlo porque recordó de pronto que algunos viajeros, a la vista de aquel espectáculo insólito, habían decidido seguir el ejemplo de los nudistas y, despojándose allí donde estaban de todas sus ropas, se habían unido a aquéllos en medio de grandes gritos y risotadas, y que precisamente la esposa del hombre obeso, que acompañaba a éste en su viaje de negocios, en ausencia de su marido, el cual había preferido permanecer durante la mañana en el camarote revisando unos documentos relacionados con su trabajo, había sido una de las partidarias más entusiastas de la idea, si no su promotora. Por lo cual se limitó a pedir a su interlocutor que le dijera qué isla era aquélla, a lo que el otro respondió que la isla donde había vivido y muerto San Bábila el anacoreta. Y eso ¿qué interés tiene?, quiso saber, a lo que el otro replicó que eso dependía de las creencias y devociones de cada cual, y agregó acto seguido que él, personalmente, se tenía por ateo o, cuando menos, por agnóstico y consideraba las historias de milagros y prodigios meras leyendas poéticas en el mejor de los casos y supersticiones deplorables en el peor de ellos, pero que, ello no obstante, tenía conocimientos abundantes de estas cosas a través de su mujer, que era persona muy piadosa y mojigata y lectora ferviente de vidas de santos. Fábregas, que había sor-pendido la víspera a la esposa de su interlocutor, en un rincón oscuro de la cubierta, abrazada a un marinero, al que introducía con fruición la lengua en la oreja mientras le frotaba la entrepierna con el muslo, se abstuvo de manifestar en voz alta el asombro que le producían las palabras del otro, el cual, ajeno a esto, le refirió lo que su esposa le había referido a su vez acerca de cómo San Bábila había sido en su juventud hombre gallardo y de costumbres licenciosas hasta que, enamorado de una muchacha bella y virtuosa y desdeñado por ésta, o arrebatada ésta por la célebre peste en la flor de la edad, había abominado de su vida anterior y decidido hacerse anacoreta. A tal fin, había viajado hasta la costa veneciana, pues era oriundo del interior, y allí había pedido a un marinero que a la sazón estaba aparejando su barca que le condujera a una isla pequeña y árida, situada a varias leguas de la costa. El marinero le había dicho que en aquella isla no crecía ninguna hierba ni había siquiera allí insectos que pudieran servirle de sustento, que en realidad la isla era sólo un peñascal, a lo que el anacoreta había respondido diciendo: Dios proveerá. Al cabo de dos días, una ballena había embarrancado en la isla, donde no había tardado en morir, quedando su corpachón varado en la playa. El anacoreta, que sabía que en el Adriático no había habido nunca ballenas, había visto en aquello la mano del Altísimo. Obtuvo sal evaporando el agua del mar y con ella conservó la ballena en salazón, alimentándose de aquella reserva durante cincuenta años. Con el esqueleto de la ballena, que iba quedando al descubierto a medida que el anacoreta se iba comiendo la carne, empezó a construir un templo. Con un buril de piedra iba labrando en cada hueso escenas de la vida y la pasión de Cristo, de la vida de María, de los hechos de los Apóstoles y del Apocalipsis. Los barcos que pasaban frente a la isla iban viendo crecer aquel templo, que relucía al sol, pero, conociendo su origen, no se atrevían a acercarse a la isla, por no perturbar la soledad del anacoreta. Finalmente un día el templo quedó acabado. Lo remataba una cruz de barbas de ballena. Los marineros y pescadores que frecuentaban aquella ruta, al ver el templo acabado, supieron que también el anacoreta había acabado su misión y desembarcaron para llevar su cuerpo a Venecia, donde todo estaba dispuesto desde hacía mucho para su sepelio. El cuerpo del anacoreta, pese a haberse alimentado durante tantos años de carne de ballena en salazón únicamente, desprendía un aroma exquisito.

Concluida la historia, el hombre obeso dijo habérsele hecho un nudo en la garganta, como siempre que tenía ocasión de referírsela a alguien; sin que supiera explicar por qué, dijo, aquella historia de abnegación y constancia siempre le había emocionado. Hoy ya no existían hombres así, agregó a modo de colofón. Fábregas dio su asentimiento a ello con más cortesía que convicción. Hacía rato que su atención había sido atraída por la llegada de la mujer del hombre obeso, la cual, dando muestras de extrema discreción y respeto, no había osado interrumpir el relato de aquél y se había quedado algo apartada de ambos, callada y quieta, en una actitud modesta que al principio impresionó favorablemente a Fábregas, quien, sin embargo, creyó advertir, aunque sin adquirir certeza al respecto, cada vez que una ráfaga de viento arremolinaba el vestido veraniego de la mujer, que ella no llevaba debajo ninguna prenda interior. Estos atisbos precarios y la sospecha de que ella, no obstante el recato de su aspecto, propiciaba con su colocación y sus posturas la complicidad del viento, le produjeron una excitación que no sabía de qué modo ocultar a los ojos del hombre obeso, quien, por fortuna, parecía del todo ajeno al devaneo que se desarrollaba en sus propias barbas. Desde el primer momento en que la había visto se había encendido en Fábregas una pasión por aquella mujer de la que nada parecía poder apartarle. Aquella pasión le dominaba. Él se preguntaba qué había hecho aquella mujer para alterarle de aquel modo insólito, qué había en ella y quién sería en realidad, pues, a pesar de que apenas había tenido ocasión de examinar su rostro con detenimiento, unas veces debido a los efectos de la luminosidad cegadora del cielo, otras, al contraste entre esa misma luminosidad y la sombra de la toldilla, y otras, por último, a su cabellera rojiza, que, al juguetear con la brisa, se lo cubría parcialmente, aquél no le resultaba desconocido. Ahora esta suma de rasgos entrevistos, pero nunca ofrecidos verdaderamente a su contemplación, le trastornaba hasta el delirio.

Así permanecieron los tres un rato, en silencio, simulando otear el mar en busca de la isla, hasta que de pronto el hombre obeso les anunció inesperadamente que debía ausentarse sin demora. Confesó que el nerviosismo producido por la expectativa le había provocado la necesidad inaplazable de orinar, cosa que pensaba hacer en elwater de su camarote y aprovechar de paso la ocasión para proveerse allí de un catalejo que había adquirido precisamente para la travesía, pero de cuya existencia se había olvidado hasta ese momento. Apenas el hombre obeso hubo girado sobre sus talones, la mujer abandonó todo fingimiento y con voz perentoria ordenó a Fábregas que la siguiese. Cuando ella pasó por su lado, llegó a su olfato un perfume penetrante y cálido que le recordó el éter. Por una escotilla descendieron al corredor a cuyos lados se alineaban las puertas de los camarotes. En el corredor no había nadie a aquella hora; allí todo era silencio, penumbra y frescor. También su camarote estaba envuelto en una penumbra dorada; la luz del sol reflejada en el agua entraba por las rendijas de la persiana y serpenteaba alegremente en el techo. Ahora se arrepentía de haber aceptado resignadamente el camarote que le habían adjudicado sin consultarle. Era un camarote tan estrecho que la cama apenas dejaba un corredor angosto por donde caminar de lado, rozando las paredes con la espalda. Aquella estrechez, al principio, había sido de su agrado. Desde la cama podía ver el mar y le bastaba alargar el brazo para colocar la mano en el alféizar de la ventana. Ahora estas menudencias le humillaban. Ella, sin embargo, no parecía haber reparado en la estrechez del camarote: era toda salacidad y encendimiento; con los ojos en blanco le echaba los brazos al cuello y musitaba palabras procaces y chocantes. Entonces él cayó en la cuenta de quién era; era aquel pelo largo y teñido, aquella permanente vulgar, aquellas pestañas postizas y aquel maquillaje chabacano lo que le había despistado hasta entonces, le dijo. Ella emitió una carcajada soez, como si aquellas apostillas injuriosas a su aspecto la halagaran. No había límites a su envilecimiento, le dijo en tono jactancioso. Acto seguido le contó que, víctima de una serie de añagazas que no era ése momento de enumerar, se había visto forzada a casarse con el hombre obeso, por quien sólo sentía una repulsión que con el transcurso del tiempo había ido en aumento. A su lado, sin embargo, se veía obligada a guardar una conducta intachable, que había engañado a todos, incluso a Fábregas, siguió diciendo, ya que su marido, bajo la apariencia de mansedumbre que mostraba en público, ocultaba un carácter feroz y perverso. El hombre obeso era en realidad un ser arrebatado, violento y peligrosísimo cuando le dominaban los celos. Sólo los raros viajes que emprendían juntos le deparaban la oportunidad de dar curso libre a su incontinencia, añadió. Él afirmó entonces no haber comprendido esto último, ya que, a su entender, era precisamente en los viajes cuando la convivencia forzosa y continuada dificultaba más eludir el control de la persona en cuya compañía se viajaba, a lo que ella replicó que en su caso particular sucedía precisamente lo contrario, ya que su marido sólo viajaba por motivos profesionales y en esas ocasiones no pensaba en otra cosa que en el dinero. No obstante, añadió, debían darse prisa, pues incluso en las circunstancias favorables que ella acababa de describir, una desaparición prolongada por su parte podía despertar las sospechas del hombre obeso. Como si estas palabras hubieran sido premonitorias, apenas hubo acabado de pronunciarlas, sonaron unos golpes en la puerta del camarote. Era él, dijo ella abrazándole con una fuerza que parecía nacida del terror. Estaban perdidos. Ambos ponderaron la idea de arrojarse por la ventana al mar, no estimándola factible. Arreciaban los golpes en la puerta, acompañados ahora de voces conminatorias. Ella le propuso entonces consumar su pasión, colmarse recíprocamente de dicha mientras las bisagras resistieran, pero él, aunque habría querido llevar a término lo que ella le proponía, juzgándolo heroico, no se veía con ánimos para ello, por lo que, sordo a sus ruegos e insensible a la voluptuosidad que ella, habiéndose desgarrado el vestido con sus propias manos, trataba por todos los medios de contagiarle, la apartó de sí e hizo amago de saltar del lecho.

Entonces advirtió que alguien estaba golpeando en efecto la puerta de la habitación y comprendió que en realidad aquel sueño tan largo y entreverado en apariencia había durado solamente una fracción de segundo.

IV

– ¡Usted! -exclamó al verla en el corredor del hotel.

Era la última persona a la que esperaba encontrar allí y ahora, en su presencia, maldecía la precipitación con que había acudido a la llamada. La perturbación del ánimo, de la que el sueño que acababa de tener había sido a la vez causa y efecto, no se había disipado todavía; ahora se confundían en aquél las dos imágenes antitéticas de ella: la real y la soñada. Esta última seguía provocándole una reacción alborotada de la que no podía desentenderse mientras siguiera llevando la camisola azul del dispensario. Ella, sin embargo, no dio muestras de extrañeza ni de azoramiento, bien por inadvertencia, bien por delicadeza.

– Siento mucho haberle despertado -dijo con naturalidad.

– De ningún modo. Soy yo quien debe excusarse por haberle abierto de este modo… Pero pase usted, por favor; no se quede en el pasillo -dijo él aturdido, haciéndose a un lado.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó ella entrando en la habitación y mirándole de refilón con una sombra de inquietud en la mirada.

– Sí -murmuró él; y confundiendo el objeto y la razón de la pregunta, añadió en tono compungido-: es que estaba teniendo un sueño extraño.

Apenas dicho esto, enrojeció vivamente.

– Menos mal -dijo ella interpretando a su vez en forma incorrecta su respuesta-. Temí que le hubiera pasado algo… Le he estado llamando por el teléfono interior del hotel al menos media hora. Luego en vista de que no contestaba a la llamada y de que no se encontraba en el restaurante ni en ninguna otra dependencia del hotel y de que tampoco había salido a la calle, me decidí a subir y aporrear su puerta. ¿De veras no oía el teléfono?

– No. Ni la puerta tampoco. Me temo que habrá tenido que aporrearla bastante rato.

– Aporrearla y dar voces. Ha sido bastante divertido: varios huéspedes se han asomado al pasillo creyendo ser testigos de una reyerta matrimonial. ¿No era usted el que se quejaba de insomnio?

Él no quiso decirle lo que estaba pensando: que en el dispensario le habían administrado seguramente algún sedante o anestésico después de practicarle el lavado de estómago. Ella, por su parte, parecía haber dado por zanjada la cuestión. Ahora recorría la habitación con desenvoltura, curioseando por todas partes, pero sin tocar nada. Viéndola moverse así, Fábregas se avergonzó de haberle atribuido en sueños apariencia y conducta ruines. Ahora se preguntaba si en realidad el sueño no traía aparejada esta conclusión: que sólo rebajándola moralmente podía hacerla suya su fantasía. Por fortuna, ella no se barrunta nada, pensó con alivio. El retumbar de un trueno a lo lejos le sacó de su abstracción.

– Parece que vamos a tener tormenta -comentó ella asomándose a la ventana y contemplando el cielo oscuro y amenazador. Fábregas encendió todas las luces de la habitación para conjurar la atmósfera escasa y triste que la invadía. Sin embargo, siguió pensando a su pesar, en el sueño sus labios eran frescos y aromáticos-. Era evidente que el calor asfixiante de ayer y de hoy tenía que acabar por fuerza en tormenta -añadió ella dándose la vuelta y encarándose con él, que permanecía aún junto a la puerta-. ¿Y esta prenda tan sugestiva? -preguntó de pronto.

– Oh -dijo él, incapaz de improvisar una explicación verosímil y decidido a no referirle a ella el incidente lamentable del Palacio ducal.

– Le confesaré una cosa -dijo ella-: cuando le conocí pensó que debía de dormir siempre con pijamas listados, de seda… No sé por qué, pensé que sería esa clase de hombre. Pero anteayer dormía usted vestido y hoy, con canesú. Presiento que lleva usted una vida nocturna muy interesante. Algún día me la contará.

En aquel momento Fábregas tuvo la sensación de que la alegría de ella era fingida. Se oyó otro trueno, más cercano. Del sueño sólo quedaba en su ánimo un poso de melancolía. Abrió el armario y se puso una bata de invierno que le hizo sudar copiosamente de inmediato.

– Tengo hambre -dijo-, ¿Ha desayunado? -y viendo que ella respondía negativamente, añadió-: ¿Qué le parecería si pidiese desayuno para dos en la habitación?

– Una gran idea -dijo ella sin aparente entusiasmo.

Fábregas descolgó el teléfono e hizo lo que acababa de sugerir. ¿Será posible que ella me haya perdonado sin reservas?, iba pensando mientras hablaba por teléfono; de otro modo, ¿qué está ocurriendo aquí?, si esta visita no preludia un giro radical en nuestras relaciones, ¿a qué obedece? Ah, se dijo, los mensajes, sigo empeñado en olvidar los mensajes.

– Dígame, ¿qué puedo hacer por usted? -le preguntó.

La seriedad de su tono y el aspecto monacal que le daba la bata parecían amedrentarla. Antes de contestar vaciló un rato, como si la forma en que lo hiciera hubiera de condicionar decisivamente la reacción de su interlocutor. Finalmente abrió la boca, pero antes de pronunciar palabra la volvió a cerrar. Luego, viéndose observada con fijeza, exclamó:

– ¡Déjeme! ¿Por qué me mira de este modo? ¡No le entiendo y me da miedo!

A continuación se apoyó en el alféizar de la ventana y escondió la cara entre las manos. Sollozos o convulsiones le agitaban el cuerpo. Fábregas se quedó desconcertado. Qué simple, a pesar de todo, es la vivencia de los sueños, pensó; en cambio, en la realidad, todo son preguntas e in-certidumbres.

– ¿Le ocurre algo? -preguntó-. ¿En qué la he molestado?

Ella dejó de agitarse, pero no separó las manos del rostro.

– No me haga caso -dijo con voz ronca y entrecortada-. Estoy muy nerviosa. Yo también he tenido un sueño extraño esta noche. Un sueño que me ha puesto triste.

– ¿De veras?, ¿y qué ha soñado? ¿Algo que pasaba en un barco, en alta mar?

– No, en absoluto, ¿por qué lo pregunta?

– Por nada. Mi sueño transcurría en un barco y pensé que podía haber habido una coincidencia. ¿No va a contarme ese sueño que ahora le preocupa tanto?

– No -dijo ella descubriéndose la cara-. Cuénteme el suyo.

Aunque vio que ella tenía los ojos enrojecidos por el llanto y que dos lágrimas le surcaban las mejillas, no pudo dejar de sonreír al oír lo que ella le proponía.

– Eso es imposible por ahora -dijo-. ¿Por qué llora?

– ¿Puedo sentarme?

– ¡Qué pregunta! Claro que puede.

Ella se dejó caer en una butaca. La nueva postura le hizo llorar otra vez, pero ahora calmadamente.

– En todo el mundo sólo puedo contar con usted -dijo.

– Si es así, no me sorprende que le dé por llorar -dijo él.

– No se burle de mí ni me tome a broma.

– ¿A broma? -dijo él lentamente, deteniendo en ella un rato la mirada, como si quisiera eternizar la imagen que ella le ofrecía de sí misma: sola, triste, indefensa, con un vestido de verano sin mangas, estampado de flores, que le daba un aire infantil y sin malicia. Todo en ella era cambiante a sus ojos: el cabello castaño de otras veces se le antojaba ahora dorado; un momento antes, viéndola apoyada en el alféizar de la ventana, había pensado ¡qué alta es!, ¡qué esbelta!: ahora en cambio, hundida en la butaca, le parecía diminuta y compacta. Comprendió que nunca se cansaría de mirarla-. ¡Qué va! -exclamó.

La lluvia empezó a repicar en las persianas.

– Necesito que me preste usted dinero -dijo ella de sopetón, en el tono imperioso de quien por fin se ha resuelto a dar un paso arduo-. Por supuesto, se lo devolveré…

– De eso no me cabe la menor duda -atajó él-. ¿Cuánto quiere?

Ella lo miró sorprendida: seguramente había previsto varias respuestas alternativas á su solicitud, pero no el tono reservado y empresarial que Fábregas había adoptado de un modo automático. Él, a la vista de lo que sucedía, repitió la pregunta en un tono apacible y tranquilizador.

– ¿Cuánto dinero necesita? Dígamelo sin miedo. -Es mucho.

– Si verdaderamente lo necesita…

– Ah, eso sí.

– Pues venga esa cifra fatal.

– Dos… -tartamudeó ella-… dos millones.

– Suyos son -dijo él tan pronto ella hubo acabado de enunciar la cifra-. Pero dos millones ¿de qué? -De liras, claro está.

Fábregas descolgó el teléfono y ordenó a la gerencia del hotel que le subieran esa suma en un sobre a su habitación de inmediato. Cuando colgó el teléfono ella se había levantado y estaba otra vez en la ventana, viendo llover a través de los intersticios de la persiana. De esta forma ocultaba su rostro a Fábregas, quien comprendió en ese mismo instante que ella necesitaba aquel dinero para volverse a marchar de Venecia. Puesto que la cosa no tiene remedio, pensó apresuradamente, sería absurdo hacer una escena; no, es preciso que ella no note nada, que todo siga como hasta ahora; luego ya veré lo que termino haciendo, se dijo.

– ¿Ve qué fácil ha sido? -dijo en voz alta.

– Si en vez de pedirle dos millones de liras le hubiera pedido dos millones de dólares, ¿me los habría dado igual? -preguntó ella.

– Ni tan de prisa ni en efectivo, pero igualmente se los habría dado -respondió él, e inmediatamente pensó que esta respuesta era fatua y engañosa. Nunca le había revelado la naturaleza exacta de sus actividades ni la procedencia de un dinero que, sin embargo, derrochaba ante sus ojos sin la menor cautela. Era lógico que ella, viendo que podía pasar meses enteros sin ocuparse de sus negocios y gastando de aquel modo, le supusiera unas rentas inagotables o una forma turbia de obtener beneficios. Lo más probable, con todo, es que a ella este asunto le traiga sin cuidado, se dijo-. Sin embargo, no soy tan rico como usted debe de creer -añadió en voz alta.

– Ya le he dicho que se lo… -empezó a decir, pero él, adivinando lo que ella se proponía decirle, le impuso silencio con un ademán. Ella obedeció un rato; luego añadió-: No crea que por suponerle rico no valoro su amabilidad y su confianza. Me es violento agregar más, pero confío en que me entienda.

Ahora llovía torrencialmente. Ella se retiró de la ventana, caminó hasta el centro de la habitación y apoyó una mano en el buró. Él la observó impávido, con una curiosidad tranquila y sin expectación.

– Por Dios, no me mire así -dijo ella-. Sé muy bien lo que está pensando.

Con un gesto brusco se llevó la mano que no apoyaba en el buró al tirante del vestido y la dejó allí, inmóvil. Él sonrió. No había parado mientes en aquel gesto impulsivo, sino en las palabras que lo habían precedido: una frase hecha que había oído repetidamente a lo largo de su vida en situaciones análogas. Ahora recordaba otra vez el sueño de la noche anterior y pensaba hasta qué punto esa frase era errónea en la ocasión presente. Estaba pensando en esto cuando sonaron unos golpes en la puerta.

– Ya traen el dinero -dijo-. Se podrá ir en seguida.

Acudió a la llamada con parsimonia, pero se quedó atónito al ver entrar en la habitación un camarero que empujaba un carrito sobre el que había una bandeja con dos servicios de desayuno. Repuesto de su chasco, indicó al camarero dónde debía dejar el carrito. El camarero, después de remolonear un instante a la espera de una propina, se fue cerrando a sus espaldas la puerta de la habitación con suavidad. En el carrito había un jarro de cristal de Murano, alto y estrecho, con una rosa roja.

– Anoche perdí todo el dinero de bolsillo -dijo Fábregas, cuando el camarero se hubo ido, a propósito de la propina que debía haberle dado a éste-. Y la documentación también. Hoy iré a denunciar la pérdida sin falta.

– Lo siento. ¿Cómo fue?

– Bah, una tontería de la que sólo se me puede culpar a mí -dijo él-. ¿Quiere alguna cosa?

Sabiendo que se refería al desayuno, ella dijo que no con la cabeza.

– Le ruego que disculpe lo que le acabo de decir -dijo al cabo de un rato-. Estoy avergonzada. No crea que hago las cosas atolondradamente o sin pensar en sus consecuencias. Jamás procedo de este modo, pero es posible que usted, aunque me conoce bien, siga pensando que sí: que actúo en forma irreflexiva; en realidad, no sería un error de juicio por su parte opinar eso, porque verdaderamente mis acciones no parecen responder a lógica ni orden; y en efecto así es. En definitiva, no sé qué hacer ni a dónde ir… Pero eso no significa que no piense; al contrario, todo mi desconcierto se debe a que pienso demasiado. Ante la duda y la incertidumbre, no hago otra cosa que pensar. También pienso que pensar no conduce a nada, que es un modo estúpido de vivir. Sé que sólo la acción trae consigo la acción, que sólo la acción puede cambiar las cosas o iniciar el cambio de las cosas. Pensando no se pone el mundo en movimiento; al contrario, el pensamiento lo estanca todo. Yo pienso esto que acabo de decir, pero no me sirve de nada; pensarlo no me sirve de nada. Me aborrezco y me avergüenzo de mi apatía. Cuando pienso en mí, en lo que soy y en lo que hago, no me gusto: el balance siempre es negativo. Me aborrezco de veras. Es probable que en definitiva nadie esté contento de su propia conducta, que nadie se guste a sí mismo; pero no puedo creer que haya nadie tan disconforme como yo lo estoy con todo. A veces me pregunto cómo puede haber tanta disparidad como la que hay entre lo que yo quisiera ser y haber sido y lo que realmente soy. Si estuviera en mi mano cambiar mi vida, lo cambiaría todo: mi modo de ser, mis sentimientos, mi pasado, el ambiente en el que me muevo, la educación que he recibido; ya lo ve: todo. Pero también sé que eso es irrealizable, que pensarlo es estúpido: una forma de no hacer frente a la realidad y, sobre todo, una forma despreciable y nociva de egoísmo. En cuanto a usted, yo siempre…

– Calle; no siga diciendo tonterías -dijo él. Siempre, y más en el caso presente, le había resultado exasperante y embarazoso escuchar las confesiones que las personas se creían obligadas a hacer en determinadas circunstancias. Estas confesiones, según había creído advertir en todas las ocasiones en que había sido receptor de ellas, tenían menos de sinceridad que de enajenamiento; eran fruto de una intoxicación del ánimo, de una turbación profunda y un desasosiego cuyo alivio no estribaba en el esclarecimiento de la verdad, sino en una degradación descarada de su autor a los ojos de quien la recibía. Ahora él se preguntaba si aquella confesión innecesaria no sería un medio para soslayar la gratitud o un preludio de otra entrega.

Bah, ¿qué importa?, se dijo, no voy a permitir ahora que estas cosas empañen mi gesto-. En realidad habla usted así porque todavía es muy joven -añadió decidido a poner de nuevo las cosas en su lugar-. Con esto no quiero decir que a medida que pasan los años la personas se vayan reconciliando con su propia naturaleza; por lo que a mí respecta, sigo pensando hoy lo mismo que pensaba hace tiempo, lo que he pensado siempre: algo que no difiere mucho de lo que usted acaba de decir en términos generales. Lo que sí creo -siguió diciendo sin dar muestras de advertir la expresión de fastidio con que ella acogía sus palabras- es que antes o después dejará de considerar esa actitud culpable y egoísta. Para entonces seguramente le parecerá que la conformidad ha llegado demasiado tarde, pero eso tampoco será cierto: nada llega tarde si en su momento todavía podemos hacer acopio del valor necesario para afrontar la vida. No estoy hablando de la felicidad, sino de una disposición del ánimo que no es susceptible de calificación, inexplicable. A diferencia de lo que usted asegura querer, yo no le hablo en estos términos para que usted me comprenda. Antes ha dicho saber lo que pensaba yo, pero no decía la verdad: ni usted sabe lo que yo pienso, ni yo lo que piensa usted; nadie sabe lo que piensan las demás personas. A lo sumo, podemos colegir los móviles inmediatos de ciertos actos, y aun eso sin certeza. Créame: no vale la pena hacerse mala sangre ni sufrir inútilmente. Otra ocasión de vivir no se la va a brindar nadie. En cuanto a mí, no sé lo que iba a decir cuando me he permitido interrumpirla, pero fuera lo que fuese, no lo diga -viendo que ella fruncía el ceño, levantaba el brazo y abría la boca, volvió a atajarla con un ademán que no admitía réplica: era importante para él impedir que ella pudiera hacer explícito su ofrecimiento, en el supuesto de que fuera ésa su intención. En todo caso, soy yo quien debe exigir, pero no ella ofrecer, pensó-. En cuanto a mí -repitió en voz alta-, déjeme donde me ha encontrado: no intente hacer de mí lo que no soy, ni tampoco olvidarme como si nunca hubiera existido. Y piense que si estuviera en mi mano cambiar en usted alguna de esas cosas que tanto le exasperan, no lo haría: ya ve hasta qué punto mi compañía no le conviene.

Calló cuando sonaron de nuevo golpes en la puerta. Esta vez sí, pensó con alivio. Había estado perorando sin atender el sentido de sus propias palabras, con el único objeto de no permitir que ella siguiera sufriendo. En la puerta había un hombre vestido de oscuro, con el pelo engominado. Fábregas no recordaba haberlo visto nunca hasta ese momento. En una mano llevaba unos impresos y en la solapa de la americana, una gardenia. Entregó los impresos a Fábregas para que éste estampara en ellos su firma y, una vez cumplido este requisito, sacó del bolsillo interior de la americana un sobre alargado cuyo contenido amenazaba destripar las junturas, y lo canjeó por los impresos. Todos sus gestos parecían innecesarios, como sucede con los gestos que son hechos con absoluta precisión. Cuando se hubo marchado, Fábregas estuvo sonriendo un rato. Ahora él tenía en la mano un sobre con el dinero que ella le había dicho necesitar. Podía preguntarle qué se proponía hacer con aquel dinero. En realidad, puede hacer muchas cosas una vez este dinero obre en su poder, pensó, pero por el momento, puesto que todavía obra en el mío, soy yo quien puede ejercer los derechos que confiere una suma tan abultada. Ahora le repugnaba de repente la noción de haberse comportado con caballerosidad y dulzura hasta aquel momento. Ahora le asaltaban ideas feroces y depravadas que desdecían de su comportamiento anterior y de su bata. Hacer algo abominable sería lo mejor para los dos, pensó; sólo un acto vil podría restablecer en este momento la normalidad en nuestra relación, acoplarla a la verdad y permitirle una evolución natural y abierta. En aquel instante sonó el trallazo de un rayo y casi simultáneamente un trueno hizo temblar el edificio. Tintineó la cristalería en el carrito. Cuando se hubieron extinguido los ecos del trueno, la lluvia, que hasta entonces había ido arreciando, cesó súbitamente por completo y el sol, que se abría paso entre los nubarrones, hizo brillar el filo de la persiana. Como si este cambio hubiera sido una señal convenida, ella abandonó el apoyo que parecía haber estado buscando todo aquel tiempo en el buró y se dirigió resueltamente hacia la puerta de la habitación. Al pasar por su lado no le miró ni siquiera de reojo. Tampoco aminoró la marcha al coger el sobre que él le tendía. Llegada a la puerta, la abrió, salió y la cerró con violencia. Aun sabiendo que ella no había de volver, Fábregas esperó unos segundos antes de quitarse la bata y el canesú, que arrojó a la papelera. Al salir del baño afeitado, duchado y cubierto de colonia, se quedó mirando un rato el desayuno para dos dispuesto en el carrito. Encargarlo había sido el primer y último acto de su vida en común; una humilde tentativa, pensó sin tristeza.

V

Bajando la escalinata que conducía al hall, se sintió satisfecho, casi jubiloso. Llevaba un traje de lino azul cobalto que le gustaba especialmente y que por esta razón reservaba para ocasiones muy particulares. La verdad es que, para ser tan poco hablador, no he estado nada mal, pensaba ahora recordando su reciente disertación. Hasta ese momento siempre había despreciado la elocuencia y cualquier forma de gracia en el hablar, que consideraba un adorno provinciano al alcance de quien se propusiera obtenerlo. Deliberadamente procuraba expresarse con palabras ordinarias y con frases cortas y sencillas, separadas entre sí por pausas y carraspeos. Consideraba elegante trabucarse y tartamudear. Esta forma de hablar infundía respeto en los medios mercantiles en los que siempre se había movido y donde la facilidad de palabra podía hacer que las transacciones derivaran hacia un histrionismo contagioso que a la larga reportara únicamente beneficios al más desenfadado.

Al pasar ante la puerta del comedor, vio en una de las mesas al hombre obeso, el cual, suponiendo que a Fábregas le resultaría poco grato recordar lo sucedido la noche anterior, fingió no haber advertido su presencia. Fábregas, sin embargo, se dirigió a él y le expresó su agradecimiento por lo que el otro había hecho de un modo tan desinteresado.

– Hoy por ti y mañana por mí, como suele decirse -respondió el hombre obeso para quitarle importancia al asunto-. ¿No se sienta? ¿Ha desayunado ya?

– No voy a desayunar -dijo Fábregas-, pero si está usted solo y no le perturba mi compañía, me sentaré cinco minutos.

El hombre obeso le aseguró que no esperaba a nadie y que le complacía mucho contar con la compañía de Fábregas, porque no tenía nada que hacer hasta el mediodía ni ganas de callejear con aquel calor y aquella inestabilidad atmosférica.

– En efecto, el chaparrón de esta mañana ha sido muy aparatoso, pero no ha hecho bajar la temperatura y, en cambio, ha hecho subir todavía más la humedad -dijo Fábregas.

– Lleva usted toda la razón -asintió el hombre obeso-. Y ni siquiera es seguro que no vuelva a caer la intemerata. Por suerte, en el hotel se está fresquito y bien.

Un camarero acudió a preguntar a Fábregas si deseaba té o café en el desayuno, a lo que éste respondió que sólo deseaba tomar una taza de café. El camarero le advirtió que a esa hora sólo se servían desayunos completos en el restaurante y le sugirió ir al bar si quería tomar únicamente un café, pero Fábregas, recordando la actitud viril del doctor Pimpom en una circunstancia similar, dijo que estaba charlando con el hombre obeso e insistió en que el camarero le trajera exactamente lo que él había pedido. El camarero se retiró sin replicar, pero al cabo de muy poco regresó trayendo en una bandeja un desayuno completo que depositó en la mesa con aire desafiante.

– Vaya -dijo Fábregas cuando se hubo ido el camarero-, será el tercer desayuno que abono y no pruebo en lo que va de día.

– Muy frugal le veo -dijo el hombre obeso-. Yo, en cambio, me levanto siempre con un hambre atroz. Creo que podría comerme una ballena entera. Además -agregó sin percibir la sonrisa con que su interlocutor había acogido aquella expresión-, en vista de lo que cuesta la habitación y ya que el desayuno está comprendido en el precio, sería un crimen dejar una sola miga en el plato.

– De lo que acaba de decir, deduzco que viaja usted por cuenta propia -dijo Fábregas empujando la bandeja hacia el hombre obeso, quien, entendiendo el ofrecimiento de que era objeto, se anudó al cuello la servilleta que aún tenía sobre las rodillas y atacó las viandas con verdadera fogosidad.

– En parte sí y en parte no -aclaró sin dejar de masticar-. En realidad, viajo por cuenta de una empresa de la que soy socio único.

– Bueno; así y todo, podrá deducir los gastos de este viaje.

Al oír esto, el hombre obeso emitió un suspiro prolongado.

– Ay, amigo mío, por desgracia no es la partida de gastos la que sufre de desnutrición, sino la de ingresos -exclamó.

Acto seguido, el hombre obeso explicó a Fábregas que era productor cinematográfico y que se encontraba en Venecia con motivo del festival de cine que se celebraba todos los años en aquella ciudad. En realidad, su propósito era conseguir por los medios que fuera que los organizadores del festival seleccionaran una película en la que había invertido una fuerte suma y cuyos resultados comerciales, francamente decepcionantes hasta la fecha, amenazaban conducirlo a la ruina. La publicidad que se derivaría de la eventual selección de la película sin duda haría que ésta remontara el vuelo, pero por el momento la respuesta de los organizadores a sus insinuaciones había sido poco entusiasta, cuando no fría.

– La verdad -confesó el hombre obeso tras una pausa- es que la película es un petardo.

– ¿Y qué hará si al final se confirman sus temores? -preguntó Fábregas-. Quiero decir si la película acaba no yendo al festival.

– ¿Que qué haré? Pues ¿qué he de hacer? -respondió el productor-: ¡Volver a empezar, como he hecho tantas veces!

– Ah, luego éste no sería su primer fracaso -dijo Fábregas.

– ¿Mi primer fracaso? -repitió con sorna el hombre obeso-. ¡Quite allá! Todas mis películas han sido descalabros tremebundos. Hoy en día casi todas las películas lo son. Mire: estos días la ciudad está invadida de productores en situación idéntica a la mía. En las habitaciones de los hoteles se amontonan millares de películas a la espera de ser seleccionadas. Sólo unas pocas lo serán y de éstas, una nada más obtendrá el León de Oro. ¡Y ni eso siquiera garantiza que luego vaya a salir a flote! El cine es una industria sin futuro. Está llamado a desaparecer, pero la inercia que lleva es grande, hay todavía mucho dinero metido en el asunto y por eso le cuesta terminar su ciclo… -se llevó pensativamente la cuchara vacía a la boca y la estuvo chupando un rato. Luego señaló con la cuchara en dirección alhall del hotel-. ¿No ha reparado usted en que a ciertas horas el hall de este hotel se llena de jovencitas que pululan sin saber qué hacer ni a dónde ir? Son aspirantes a estrellas. A lo sumo, alguna ha asistido a un cursillo de interpretación; las más bizquean y hacen carantoñas cuando se ponen ante una cámara y no saben pronunciar su propio nombre en forma inteligible. Todas tienen un físico apetecible y la cabeza llena de ilusiones. Por una promesa inconcreta, cualquiera de ellas estaría dispuesta a echarse en brazos de un tipo ordinario y arruinado como yo, ¿y para qué? Para acabar haciendo una o dos películas y quedar luego relegadas al olvido más patético. Esto es lo que mantiene aún viva la industria cinematográfica: la fantasía irreductible de la gente. ¡Ojo! No seré yo quien les reproche nada a esas pobres chicas. Todos hemos compartido su ilusión en mayor o menor grado. La única diferencia estriba en que nosotros fuimos más lúcidos o más escépticos o más cobardes. Después de todo, y a la vista de lo que nos acaba deparando la vida, ¿no es mejor hacer un poco el indio y perseguir quimeras?

Las reflexiones desencantadas del hombre obeso llevaron a Fábregas a pensar de nuevo en María Clara. Sí, cuánto mejor no sería para ella arrojar por la borda todo vestigio de cautela y seguir sus impulsos sin ambages, se dijo.

– Ya entiendo lo que me quiere decir -dijo en voz alta dirigiéndose al hombre obeso-. Lo que no veo es por qué sigue usted metido en un mundo en el que ha dejado de creer y del que, para postre, no obtiene ninguna ganancia.

– ¡Qué pregunta! -rió el productor con un deje de amargura-. Sigo metido en este negocio asqueroso porque estoy arruinado y cuando uno está arruinado, la única forma de evitar el colapso definitivo es seguir arruinándose. Es una ley económica extraña, pero irrebatible: nadie conoce los límites de la ruina, salvo los que se detienen por miedo o por cansancio. Por la ruina, como por el cosmos, se puede ir viajando sin llegar nunca al final. Lo sé porque una vez produje una película de ciencia-ficción que trataba de este tema. Se llamabaViaje a los límites del cosmos o algo parecido. No finja recordar el título ni haberla visto: nadie la vio, a juzgar por la taquilla. Con lo que costaron los efectos especiales se habría podido resolver el problema del hambre en Etiopía. Luego la crítica la despachó con dos frases sarcásticas y tuvimos que meternos la película en salva sea la parte. Para enjugar las deudas tuve que pedir un crédito descomunal, que los bancos no me habrían concedido si no les hubiera dicho que iba destinado a una superproducción mucho más cara que la anterior. Y así llevo producidas cuarenta y seis películas, a cual más mala.

El hombre obeso guardó silencio y Fábregas, comprendiendo que andaba perdido en sus propios pensamientos, se abstuvo de importunarle. Finalmente, el hombre obeso sonrió con benevolencia, como si, después de juzgarse a sí mismo severamente, hubiera optado por absolverse de sus propias culpas.

– No me haga caso -dijo-. Le estoy dando la lata sin ton ni son. En realidad mi vida es el cine y si a veces me sulfuro es porque lo veo agonizar y me sé impotente ante este fenómeno. Hay que rendirse a la evidencia: la televisión y el vídeo se han llevado el gato al agua. La cosa no ha hecho más que empezar y el proceso es irreversible. Lógico también; al fin y al cabo, son otros tiempos. Pero mire, yo tuve una vez una novia con la que no llegué a casarme. En realidad lo nuestro duró muy poco, unas semanas a lo sumo. Luego vinieron otras y finalmente conocí a la que hoy es mi mujer. Somos un matrimonio bien avenido, tenemos tres hijos; yo diría que hemos sido felices, dentro de lo que cabe. Hace dos años celebramos nuestras bodas de plata… Pero esa otra, la novia que le decía, esa con la que no me llegué a casar… bueno, una tarde, en un cine de estreno, me hizo una paja… ya sabe a lo que me refiero… Estábamos viendoJohnny Guitar. No sé por qué esta película le inspiraría aquel gesto magnánimo, como no fuera la canción. No sé. El caso es que ahora ya no me acuerdo de su cara ni de su apellido; sólo de su nombre y hasta para eso tengo que hacer un verdadero esfuerzo. Pero si alguien me preguntara cuál es el momento de mi vida cuyo recuerdo hoy me inspira más ternura, yo creo que diría sin rodeos: aquella sesión de tarde.

VI

A partir de aquel día, como si la tormenta matutina hubiera sido la señal esperada de su fin, el verano perdió definitivamente su brillo. Ahora los días amanecían nublados y sólo por la tarde, un poco antes del ocaso, se abrían las nubes y lucía un rato el sol. Menudeaban los chubascos y al oscurecer se levantaba un viento del Norte, húmedo y frío, que tenía la particularidad de ulular de un modo lastimero y lúgubre. Otras veces, en cambio, cuando el viento provenía del Sur, reinaba un calor asfixiante y pegajoso; entonces salía vaho del empedrado, el agua olía mal y se difuminaba el paisaje en la calina.

Fábregas permanecía encerrado en el hotel a todas horas. Allí se aburría, pero no encontraba ninguna razón para salir a la calle. Con la intención de matar las horas, probó de ver la televisión, pero los programas que veía se le antojaban extraños, como si hubieran sido concebidos y realizados para otro tipo de personas, más inocentes y tranquilas, más interesadas en la política, en los deportes, en la vida del prójimo y en el dinero. Al cabo de unos días, Fábregas llegó a la conclusión de no ser él lo bastante virtuoso para entender y apreciar lo que se estaba dilucidando allí, ante sus ojos, de no participar en las ilusiones, los intereses y las preferencias de los espectadores y de no pertenecer a su fraternidad por esta causa. Verdaderamente nunca había sentido por aquel pasatiempo el interés que había visto manifestarse siempre por él a su alrededor. Sólo en una época, antes de que la echasen a perder el color, el perfeccionamiento técnico y la variedad, cuando su aparición acababa de producir un cambio radical en la idiosincrasia y la forma de vivir de las personas, había sentido curiosidad por la televisión. Ahora recordaba en particualr un programa de variedades semanal que, sea por su fama, sea por el día en que se emitía, sea por alguna otra razón, conseguía congregar frente al televisor un número considerable de espectadores: todos los miembros de la familia, el servicio doméstico y algunos vecinos que por razones económicas, por indecisión, por apatía o por cualquier otro motivo todavía no habían adquirido su propio aparato. Este programa era tan insulso, su contenido era tan estúpido y sus presentadores y estrellas eran tan decrépitos que su visión resultaba en cierto modo fascinante, como el ver desarrollarse una liturgia tosca y arcana, especialmente cuando por oausas atmosféricas la retransmisión era defectuosa y una capa de ceniza en suspensión velaba la escena o cuando los personajes. aparecían desdibujados o desdoblaban su propia imagen como abanicos de sombras. En aquellas noches, cuando la televisión aún era vista con unción, a nadie se le habría ocurrido encender la luz. Entonces sólo el resplandor iridiscente del televisor iluminaba el semicírculo de espectadores atentos y silenciosos, que nunca habrían osado apartar los ojos de la pantalla. De haberlo hecho habrían podido ver la concurrencia convertida en un coro marmóreo, como estatuas de un panteón. Era así como ahora, desaparecidos irremisiblemente sus padres, Fábregas imaginaba a veces que podría ser su reaparición: con aquel mismo resplandor, aquella inmovilidad y mansedumbre, en el ángulo más íntimo del salón.

En los primeros días de septiembre cesaron las lluvias y las nubes desaparecieron definitivamente. Ahora el sol bañaba la ciudad con una luz melosa que ya presagiaba el otoño; no hacía calor y las noches empezaban a reclamar prendas de abrigo. Con el término de la temporada estival también descendió visiblemente la afluencia de turistas. Fábregas, sin embargo, seguía encerrado en su habitación. Se había hecho acoplar a su televisor un aparato reproductor de vídeo-casettes y proyectaba una película tras otra, sin más interrupción que la necesaria para canjear una remesa de películas por otra en un vídeo-club situado junto a la iglesia de San Samuele, donde en su día había sido bautizado Casanova. Aquel retraimiento intransigente traía aparejada una inmovilidad enervante e insana que al principio trató de contrarrestar reanudando las visitas regulares al gimnasio que unos meses atrás había frecuentado con asiduidad y agrado; pero a poco de haberse reintegrado en él, advirtiendo por primera vez el ambiente a un tiempo turbio y dicharachero que imperaba allí, se dio de baja. Como, pese a ello, no quería renunciar a unos ejercicios que juzgaba beneficiosos para su salud y sus nervios, compró en una tienda de artículos de deporte un juego de pesas, con el que forcejeaba a todas horas en su habitación mientras veía sin prestar la menor atención las películas que había alquilado en el vídeo-club. Cuando se le acababa de súbito el repertorio de películas de que se había provisto, no queriendo interrumpir los ejercicios gimnásticos en aquel punto ni proseguirlos ante una pantalla angustiosamente ciega, corría al vídeo-club llevando consigo un travesaño metálico a cuyos extremos había fijado sendas esferas macizas de hasta 30 kilogramos de peso. La gente que se cruzaba entonces en su camino lo miraba con extrañeza y desconfianza. Sin él saberlo iba adquiriendo en la ciudad fama de raro, peligroso y atontolinado. La opinión ajena, por lo demás, había dejado de importarle. Ahora no tenía otros contactos humanos que los que le proporcionaban a veces, cuando los altibajos de su humor los propiciaban, el dueño del vídeo-club, un hombre de edad avanzada a quien todos llamaban respetuosamente don Modesto.

Este individuo, con el que Fábregas llegó a entablar cierta relación de amistad, había tenido en el mismo local que ahora regentaba una librería muy selecta, a juzgar por sus propias palabras, que un par de años atrás se había visto obligado a convertir en vídeo-club por razones de supervivencia. Él se consideraba un intelectual de viejo cuño, despreciaba la llamada cultura de la imagen y se lamentaba amargamente de haber tenido que claudicar de sus creencias y aficiones precisamente al final de su vida activa.

– Nunca he tenido suerte -le dijo un día a Fábregas, mientras éste, que había dejado apoyado en el mostrador el travesaño y las pesas, recorría los estantes e iba llenando una bolsa de plástico con las películas que sacaba de ellos sin consultar ningún catálogo ni prestar la menor atención a sus títulos.

Don Modesto era el menor de diez hermanos. Cuando tenía siete u ocho años de edad, su padre, apremiado por la necesidad, decidió emigrar a América llevándose consigo a su mujer y su prole. De toda la familia, don Modesto fue el único que no llegó a pisar tierra americana. Durante la travesía del océano contrajo una enfermedad que le impidió bajar del barco, donde las autoridades sanitarias norteamericanas lo tuvieron confinado hasta que, debiendo el barco hacerse de nuevo a la mar y no habiendo remitido para entonces los síntomas de su mal, zarpó aquél otra vez rumbo a Italia llevándose a don Modesto a bordo.

– Estuve muy malo; tanto, que nadie creyó que llegase a puerto -dijo.

Una tarde, creyéndole inconsciente o dormido, el médico y el capitán del barco se pusieron a debatir en su presencia las disposiciones que debían tomarse cuando se produjera el desenlace que todos esperaban. Al capitán le preocupaba el hecho de que el interfecto fuera menor de edad, pero el médico, más curtido en estas lides, le dijo que, dada la imposibilidad de ponerse en contacto con la familia, lo mejor sería proceder en la forma habitual y deshacerse del cuerpo arrojándolo al mar.

– Yo, que lo había oído todo, pensé que iban a arrojarme por la borda para que fuera pasto de los tiburones, cuyas aletas había visto seguir la estela del barco con siniestra paciencia, como si presintieran que tarde o temprano su constancia no había de quedar sin recompensa -dijo don Modesto-. Naturalmente, a esa edad yo no podía concebir siquiera la idea de mi propia muerte.

Don Modesto era hombre culto y, enamorado de Venecia, gustaba de contar a quien quisiera escucharle las vicisitudes de su historia.

– No ha habido en el mundo gente más lista que los venecianos -solía decir-. ¿Quiere que le cuente cómo se enriquecieron originariamente los venecianos? Ahora verá usted. Antiguamente el dinero no tenía ni para las personas ni para las gobiernos el valor que nosotros le damos hoy. Los antiguos consideraban que el dinero sólo servía para ser gastado. Entonces llegaron los venecianos, que eran más listos que los demás, y decidieron que el dinero también servía para ser ahorrado y manipulado. Como esta idea aún no era compartida por el resto del mundo, a los venecianos no les costó nada hacerse con el dinero ajeno: así se enriqueció Venecia.

– De esta forma -dijo otro día, retomando el hilo de la narración en el punto en que lo había dejado- los mercaderes se erigieron aquí en clase dominante. Era inevitable que las cosas ocurrieran de este modo. La clase que tiene a su cargo el orden práctico de la comunidad acaba imponiendo también el orden moral. En otros lugares sucedió con los soldados y aquí, como le digo, con los comerciantes. Lo malo fue que, una vez encumbrados, dieron en pensar que un sistema que a ellos les había dado buenos resultados no era sólo un buen sistema, sino el único sistema posible. De esta forma pasaron a pensar que lo que les convenía y agradaba era por fuerza aquello que tenía que ser. Como es lógico, esta actitud concitó el odio y el resentimiento del resto de la población. Entonces laSignoria estableció en la república un régimen de terror y opresión. La policía secreta lo controlaba todo y los ciudadanos, para escapar a su vigilancia, dieron en llevar máscaras todos los días del año.

Mientras el anciano librero hablaba, Fábregas iba llenando su bolsa de películas. Don Modesto se enfurecía viendo el consumo inmoderado que aquél hacía de éstas.

– ¿No ve usted que con toda esta bazofia que se lleva no le va a quedar tiempo para hacer otras cosas? -le advertía. Y como Fábregas le respondía que tampoco habría tenido nada que hacer en ese tiempo, aunque hubiera dispuesto de él, añadía con amargura-: Por lo visto la juventud de hoy día ha desertado del mundo. El que no se droga, se embrutece por otros medios. ¡Qué desolación!

En su juventud había militado en las filas del fascismo. Ahora lamentaba la guerra en que había desembocado todo aquello, pero no se retractaba de haber profesado una ideología que consideraba preferible al descreimiento y la indolencia.

– Entonces, cuando menos, teníamos un ideal -decía.

VII

A finales de septiembre Fábregas conoció amadame Gestring.

No por sociabilidad, sino por dar un descanso a sus ojos y sus músculos, fatigados de muchas horas de vídeo y gimnasia, había bajado al bar del hotel, donde le sorprendió encontrar un grupo de caballeros vestidos de etiqueta, que mariposeaban alrededor de una dama, a la que hacían objeto sin cesar de sus agasajos y melindres. Intrigado, preguntó al camarero quiénes eran aquellos petimetres, a lo que respondió el camarero recitando una lista de nombres.

– Gente ilustre y acaudalada -añadió acto seguido, advirtiendo que aquella nómina no impresionaba a su interlocutor-, gente de talento también.

– ¿Y por eso van de frac? -preguntó Fábregas.

– Oh, no, señor -dijo el camarero-. Es que hoy ha habido función de gala en la Fenice.

– Ah, ya comprendo. ¿Y la señora?

– Pero, ¡bueno!, ¿es posible que el señor no conozca amadame Gestring? -exclamó el camarero.

Fábregas apuró la copa de coñac, pidió otra y mientras la sorbía pausadamente acodado en la barra, se dedicó al examen detenido de aquella dama singular. Sí, se dijo, no hay duda de que resulta turbadora, pero, ¿por qué? ¿Es hermosa? Sin duda. ¿Distinguida? También. Verdaderamente, dos cualidades raras, y más raro aún el encontrarse juntas en una misma persona. ¿Qué edad tendrá? ¿La mía?, quizá más, no sé: esta ropa ceremoniosa y estas joyas hacen que una mujer parezca mayor de lo que es a veces. Desde luego, sus ademanes no son juveniles, pero esta forma de reírse, a veces, sí lo es. ¿Cuál será su estado? Soltera no, por supuesto: las mujeres así nunca llegan solteras a esa edad. Entonces, ¿qué?, ¿viuda?, ¿divorciada? ¿Qué más da? Y estos mequetrefes que van con ella, ¿qué buscarán? Siendo tantos, ¿qué esperan de ella? Quizá nada, pensó.

– Y, dígame -volvió a preguntar al camarero interrumpiendo momentáneamente su examen-, esa señora, ¿se hospeda en el hotel?

– Ah, eso ya no se lo puedo decir de fijo. Pero es probable que sí: todos los años, por estas fechas,madame Gestring nos honra con su visita. Espero que este año no nos haya sido infiel -dijo el camarero.

Fábregas iba a preguntar más, pero un murmullo creciente puso fin momentáneamente al diálogo y les hizo dirigir de nuevo la atención al grupo. Ahora los caballeros imploraban de la dama un favor que ella se resistía a conceder.

– Por favor, no nos deje así: tóquenos algo -oyó que le decían.

– ¿Pero es que no han tenido bastante ya por hoy? -protestó ella.

Ellos porfiaron hasta vencer su resistencia. Con gestos de resignación exagerados se quitó los guantes de raso, que dejó sobre el respaldo de un sillón, y fue a sentarse al piano de media cola que había al fondo del bar.

– ¿Qué quieren que les toque? -preguntó desde allí a los caballeros sin volver hacia ellos la cabeza, que tenía inclinada sobre el teclado.

Los caballeros expresaron sus preferencias. Unos decían que Chopin, otros, que Schubert o Brahms. Finalmente, todos convinieron en dejar a ella la elección. Entonces la dama, sin perder un instante, se puso a tocar una pieza que Fábregas no había oído nunca antes, cosa nada extraña, pues no era melómano.

La ejecución demadame Gestring fue celebrada con una salva de aplausos. Ella hizo ademán de levantarse, pero los caballeros le rogaron que siguiera tocando. Ella tocó otra pieza y luego, accediendo a los ruegos de los caballeros, una tercera, finalizada la cual abandonó el piano, se reintegró al grupo y rogó a su vez a los caballeros que la dejaran sola, porque estaba fatigada y deseaba retirarse a descansar. Los caballeros le fueron besando la mano por riguroso turno y luego abandonaron todos juntos el local. Pero ella, cuando se encontró finalmente a solas, en lugar de retirarse, como había anunciado, se dirigió a la barra con paso resuelto y pidió una cerveza. Cuando el camarero se la hubo servido, bebió un trago largo y luego se dirigió a Fábregas, que la observaba abiertamente.

– ¿Qué le ha parecido el recital? -le preguntó mientras con la mirada iba examinándolo sin disimulo pero sin osadía.

– Oh, por supuesto… extraordinario, verdaderamente extraordinario -balbuceó él en forma patosa, vencido de una súbita timidez que le dificultaba incluso la respiración. Debe de ser el perfume, pensó, o el brillo de las piedras preciosas del collar. De cerca parecía más joven y su expresión, que antes se le había antojado autoritaria, había cobrado de repente una viveza contagiosa. Su atractivo es envolvente, pensó; verdaderamente, una mujer seductora. Pero hay algo en especial que me trastorna. ¿Qué será?, se preguntaba-. ¿Es usted profesional? -agregó al cabo de un rato.

Ella vaciló antes de contestar. Luego le dijo que lo había sido, pero que había optado por renunciar al piano a poco de casarse. Ahora practicaba a diario para su propia satisfacción y tocaba ocasionalmente para los amigos, como lo había hecho aquella noche.

Fábregas, que había ido recobrando el dominio de sí paulatinamente, la felicitó por su ejecución y se felicitó a sí mismo por haber asistido casualmente a aquel acontecimiento.

– ¿Y no se ha arrepentido luego de su decisión? -le preguntó.

Ella respondió que a veces sentía la nostalgia de la bohemia, pero nunca de los escenarios, que siempre había pisado a costa de un esfuerzo de voluntad arduo y fatigoso en extremo. También se alegraba, dijo, de haber acabado con la vida trashumante.

– Ya estaba harta de hoteles y de aeropuertos -dijo-. Y usted ¿a qué se dedica?

Fábregas se rascó la cabeza un rato antes de responder.

– Se lo diré, pero no me va a creer -dijo finalmente-. Hace un tiempo tenía una empresa en Barcelona, pero un buen día me sucedió lo mismo que a usted, sólo que a la inversa: me harté de la vida sedentaria. Ahora ya no sé qué habrá sido de la empresa. Ya no me ocupo de ella. Debe de seguir en pie, porque recibo dinero con regularidad.

– No lo diga con este aire compungido -dijo ella cuando él hubo acabado de exponer su caso-. Yo tampoco hago nada productivo y nunca he experimentado el menor remordimiento por ello.

Acabó de beber la cerveza y se enjugó los labios con una servilleta de papel. Fábregas no pudo dejar de decir lo que estaba pensando en aquel momento.

– Hasta los gestos más ordinarios resultan encantadores cuando los hace usted,madame Gestring.

Ella le explicó acto seguido que su marido pertenecía al Alto Estado Mayor Conjunto de la OTAN. En aquellos momentos estaba en Washington, participando en una reunión en la que tal vez se decidiera el futuro de Europa. De resultas de aquellas reuniones de desplazaban por el mapamundi divisiones acorazadas y buques de guerra. Ella había aprovechado la ocasión para hacer una escapada.

– Me chifla Venecia. ¿Lleva usted aquí muchos días?

– Varios meses -respondió él-. He perdido la cuenta.

– Para ser una persona que aborrece la vida sedentaria, no está mal. ¿Y a qué dedica su tiempo, señor…?

– Fábregas.

– ¿A qué dedica su tiempo, señor Fábregas?

– A ver vídeos.

– ¿Cómo ha dicho?

– Ha oído bien: permanezco encerrado en la habitación del hotel viendo vídeos sin parar.

– ¿Solo?

– Sí.

– ¿Haría una excepción conmigo? -preguntó ella de improviso-. ¿Me invitaría a su habitación a ver un vídeo?

– Por supuesto, será un privilegio -respondió Fábregas sorprendido.

Apenas entraron en la habitación, ella le instó vivamente a que cerrara la puerta con llave y diera órdenes terminantes a la recepción del hotel: no debía permitírsele a nadie que subiera allí ni había de serle pasada ninguna llamada telefónica. Aunque la reunión en la que participaba su marido todavía debía prolongarse varios días, aclaró cuando Fábregas hubo atendido a sus instancias, no cabía descartar la posibilidad de que aquél la abandonase con cualquier pretexto y se personase en Venecia de improviso. Hasta el momento jamás había hecho una cosa semejante, pero no estaba de más tomar precauciones, dijo. Sus palabras o, cuando menos, el tono en que fueron dichas, no dejaban traslucir la menor inquietud: aquellos consejos parecían provenir de su sentido práctico. No quiero dramas, parecían querer decir. Todos sus gestos revelaban un gran aplomo, que Fábregas atribuyó a la costumbre. Probablemente aquellas correrías eran algo usual en su vida, se dijo. Sin embargo cuando le tocó el brazo advirtió que tenía la piel perlada de sudor frío.

– ¿Quiere que cierre los postigos? -le preguntó.

Ella dijo que no con un deje de alarma en la voz, como si de la realización de aquella propuesta pudiera seguirse la asfixia de ambos.

– ¿No habíamos venido a ver vídeos? -dijo ella recobrando la naturalidad o, cuando menos, el desenfado.

– Perdone. ¿Qué le gustaría ver? -dijo él señalando las cajas apiladas en la mesa de gavetas sobre la que descansaban también el televisor y sus adminículos.

– Cualquier cosa que no ofenda la dignidad de una señora -dijo ella-. ¿Para que sirve este trasto tan largo y tan imponente?

– Para hacer levantamiento de pesas. No trate de levantarlo: se podría lastimar.

– No tema: soporto bien los pesos -replicó ella- y se lo demostraré si me ayuda a quitarme este maldito vestido de noche que me viene agarrotando desde hace varias horas.

Él le ayudó a desprender los corchetes que sujetaban por la parte posterior el vestido, el cual, una vez finalizada esta operación, ella hizo resbalar con una sacudida del cuerpo hasta la alfombra, donde quedó formando ruedo en torno sus pies. Ella abandonó aquel ruedo dando un paso atrás con extrema precaución, como si temiera dañar la tela del vestido con el tacón de los zapatos que aún conservaba o como si al abandonar aquella indumentaria fastuosa e incómoda depusiera al mismo tiempo con cierta solemnidad una actitud de fingimiento. Ahora llevaba únicamente una enagua corta y un justillo carmesí de seda y blondas que ponía de manifiesto su contorno.

– Apague la luz -ordenó asiendo la barra de metal con ambas manos y tirando de ella con todas sus fuerzas mientras él pulsaba el interruptor general y dejaba en penumbra la habitación.

Con gran esfuerzo logró izar las pesas a la altura de las clavículas, descansó un rato y luego, afirmando los dos pies en la alfombra, arqueando ligeramente el cuerpo hacia delante y apretando los dientes, dio un tirón brusco y tensó ambos brazos sobre la cabeza. Al hacerlo el busto rebasó los bordes del justillo, en cuya seda reverberaba ahora el resplandor tornasolado del televisor.

– No suelte ahora las pesas o se partirá el cráneo -gritó Fábregas advirtiendo el peligro que corría y colocándose a sus espaldas-. Flexione poco a poco la pierna derecha… así. Yo sujetaré las pesas… ¿ve? Ya está. Puede soltar. Retírese. ¡Uf!

Aunando fuerzas habían conseguido finalmente depositar las pesas en el suelo con relativa suavidad. Ella temblaba visiblemente, pero consiguió pese a ello esbozar una sonrisa desafiante.

– Ya ha demostrado que podía hacerlo,madame Gestring, pero no lo vuelva a intentar -le reprendió Fábregas.

– ¿Que habría pasado si no hubieras estado tú aquí para ayudarme? -preguntó ella.

– Nada. Si yo no hubiera estado aquí tú no habrías hecho el ridículo tratando de levantar las pesas -dijo él advirtiendo el tuteo que ella usaba ahora y advirtiendo también el hecho de que aquel cambio en el tratamiento no revelaba intimidad por su parte; antes bien, camaradería deportiva.

– No me regañes, cariño -dijo ella acariciándole la mejilla con la palma de la mano. Aquella caricia condescendiente parodiaba el gesto amanerado de una dama de alcurnia que cree premiar de este modo los servicios de un pillete. Él arrugó el entrecejo y ella se echó a reír-. Olvidemos este incidente absurdo -dijo alejándose con ligereza en dirección al cuarto de baño, en cuya puerta se detuvo para gritar-. Amor, mientras me ducho, di que nos suban una botella de champaña y unassiette de petits fours… ¡no!, mejor aún, que suban beluga… y lonchas de pavo frías con mayonesa y cornichon. ¡Estoy desfallecida!… y algo para ti también, lo que tú quieras… Aún no conozco tus gustos, pero te quiero vigoroso: esta noche debemos sacarle mucho rendimiento al cuerpo.

VIII

Se despertó repentinamente, como si alguien le hubiera arrancado el sueño de los ojos de un tirón. Buscó el cuerpo demadame Gestring junto al suyo, pero sólo encontró un revoltillo de prendas y los cornichons con que habían estado jugando. ¿Se habrá ido?, pensó con una mezcla de irritación y desahogo; pero no, pensó de inmediato, puesto que su ropa todavía está aquí. La habitación estaba invadida de una luz muy tenue en la cual el mobiliario mostraba una forma indecisa, pero de una pureza extraña, como si hubiera sido sorprendido en el acto de transformarse en materia. Entonces vio su silueta enmarcada en la ventana. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se va a resfriar, pensó. No quiso ir al armario por la bata para no romper el silencio que precedía el alba y acudió a su lado arrastrando la vánova, con la cual la envolvió sin que ella hiciera el menor gesto. Ahora era él quien corría el riesgo de contraer un resfrío, desnudo frente a la ventana.

– ¿Qué piensas? -susurró.

– No tenía que haber tocado aquellas variaciones de Schumann -dijo ella como si hablara para sus adentros.

– ¿Por esta razón no puedes dormir?

Ella se encogió de hombros y le dirigió una mirada enigmática. Él reconoció al punto el gesto y la mirada y se estremeció. Esto era lo que me atraía y me turbaba de ella, pensó: el mismo misterio, la misma distancia insalvable.

– Da miedo, ¿verdad? -dijo ella sin aclarar si aquel miedo a que hacía referencia era atribuible a alguna circunstancia concreta, a la índole de sus pensamientos, a la luz del amanecer o al agua tenebrosa que discurría a los pies de la ventana. Él creyó comprender que aquella pregunta no le iba dirigida o, cuando menos, que la única respuesta que podía darle era seguir callando, cosa que hizo, pese a que le castañeteaban los dientes.

– Mi padre, que era viudo y jefe de estación -dijo ella tras una pausa-, habiendo prestado oídos a quienes auguraban en mi infancia que andando el tiempo yo había de convertirme en una mujer hermosa, como al parecer había sido mi madre, de la que no guardo ningún recuerdo, pues murió a poco de nacer yo, decidió, cuando alcancé la edad escolar y sin parar mientes en los enormes sacrificios pecuniarios que había de acarrearle su decisión, enviarme a un internado de señoritas que tenían entonces las clarisas cerca de Karlsbad y donde, según él creía, había de serme impartida una educación esmerada, la cual, unida a mi belleza hipotética, habría de permitirme más adelante rebasar los límites sociales que la suerte me había marcado al nacer. Naturalmente, él no podía saber que aquel internado, que antaño había acogido a lo más granado de la sociedad alemana, se había desmoronado en los últimos años, pues la guerra había diezmado la comunidad religiosa que lo regentaba, sin que luego ésta, en los años terribles que siguieron a la derrota, pudiera cubrir las bajas con nuevas vocaciones, de resultas de lo cual, cuando ingresé en el internado, una docena escasa de octogenarias había de hacerse cargo de su gestión y todo andaba allí manga por hombro. Para colmo de males, en los últimos días de la guerra, aquellas ancianas habían sido violadas sin excepción por las tropas soviéticas. Este suceso atroz, sobrevenido a una edad provecta y consumado, para mayor inri, entre cirios, azucenas y bordados, había ocasionado un trauma indecible a las monjitas. Ahora ésta dejaba caer por la comisura de los labios una baba sempiterna, aquélla prorrumpía en aullidos infundados a cualquier hora del día o la noche, la de más allá había contraído tal horror a su propio cuerpo que desatendía las exigencias más inexcusables de la higiene, y así sucesivamente. Incapacitadas de asumir plenamente la docencia de sus pupilas por su escaso número, su edad y su condición psíquica, las pobres monjas se habían visto obligadas a contratar profesores laicos allí donde los habían encontrado. Estos profesores, en su mayoría desertores de la Wehrmacht, mutilados de guerra o simples delincuentes escapados de las cárceles al amparo de la caída del Reich, no obstante odiarse entre sí y pelearse de continuo los unos con los otros, habían aunado sus fuerzas para hacer del internado un verdadero lupanar a espaldas de las monjas. ¡Allí era el beberschnaps y el jugar a los dados y a los naipes, el forzar las párvulas y el entonar canciones blasfemas y licenciosas todas las noches…! Pero no era esto lo que quería contarte.

Le puso la palma de la mano en el pecho y le sonrió como si aquella sonrisa y aquel gesto pudieran disculpar de antemano el giro que se proponía imprimir a su relato o el mero hecho de prolongarlo a aquella hora y en aquel sitio inapropiado. Entonces advirtió que él tiritaba.

– Pero, ¿qué haces aquí desnudo? ¿Quieres acatarrarte? -exclamó como si hasta entonces no se hubiera percatado de las condiciones en que se hallaba él-. Anda, ven, cúbrete con la vánova… o, mejor aún, vuelve a la cama y tápate bien. Yo iré en seguida… en cuanto acabe de contarte lo que te quería contar antes, cuando me he ido por otros derroteros… ¡Por Dios que eres extraño! ¿Qué será que sólo doy con hombres extraños?… Verás, una vez, hace unos años, en un hotel de Lugano conocí un individuo… No, ya veo lo que estás pensando… No lo conocí como hoy te he conocido a ti. Verás. Yo estaba cenando una noche en el restaurante de aquel hotel, cuando vino a mi mesa un individuo de aspecto estrafalario, pero en modo alguno inquietante, el cual me saludó cortésmente y me dijo que él también se alojaba en el hotel desde hacía unos días y que me había visto llegar unas horas antes, sola, en un taxi. Yo le respondí la verdad: que estaba esperando a mi marido, que debía reunirse allí conmigo tan pronto se lo permitieran sus ocupaciones. Con esto nos despedimos. A la mañana siguiente en la recepción del hotel me entregaron un paquete acompañado de una nota. La nota era del individuo que me había abordado la noche anterior en el restaurante y que, según me informaron, acababa de partir. «Usted es la persona que andaba buscando para confiarle mi diario», decía la nota. «Léalo y dele el destino que estime conveniente.» Abrí el paquete y vi que contenía un libro bastante grueso, encuadernado en tela. En la primera página había una entrada que decía así: «Lunes, 7. Llueve a cántaros. No me atrevo a salir. Estoy muy nervioso.» El resto de las páginas estaba en blanco. ¿No te parece extraño?

– Sí, muy extraño -dijo él desde la cama-. Pero ¿qué era lo que ibas a contarme?

Ella desvió la mirada. Ahora parecía escrutar el horizonte. El cielo se había vuelto de color añil y un resplandor rosado parecía cubrir su rostro de rubor.

– Nada, insignificancias -dijo.

Dejó caer la vánova al suelo y corrió a ocultarse enteramente entre las cobijas. Al cabo de un rato se levantó, bebió un vaso de agua, volvió a la cama y continuó hablando.

– Al internado del que hablaba hace un rato venía todos los viernes un fraile benedictino con el propósito de instruirnos en materia de religión. Era un hombre joven, pero la guerra y sus secuelas habían hecho mella en él. Víctima de la consunción, no era raro que hubiera de interrumpir varias veces sus disertaciones para llevarse a los labios un pañuelo, que retiraba manchado de sangre. Este pobre fraile, del que muchas estábamos enamoradas, pero cuya escasa energía lo convertía en blanco fácil de nuestras diabluras, con el fin de mantener cierta disciplina entre las alumnas, solía relatarnos vidas de santos, sacadas de los escritos de San Jerónimo o de Eusebio de Cesárea y en las que, a su juicio, se combinaba lo edificante con lo ameno. Una de estas historias, que ha permanecido intacta en mi memoria más de treinta años, es lo que te quería contar.

»San Hilarión había nacido en Capadocia, en el seno de una familia acomodada. Enviado a la edad de quince años a Alejandría para que terminase allí sus estudios de retórica, conoció a San Cirilo, se convirtió al cristianismo, se retiró al desierto, meditó y oró, regresó a Capadocia, se dedicó a la predicación, fue nombrado obispo, obró milagros. Los sacerdotes de Minerva, divinidad protectora de la ciudad en la que San Hilarión tenía su sede, envidiosos de las conversiones que lograba y humillados por la facilidad con que refutaba sus argumentos el santo, lo denunciaron al prefecto Sulpicio, el cual le hizo detener y conducir a su presencia cargado de cadenas. Me han venido a decir que te andas riendo de nuestra religión, dijo el prefecto al santo cuanto lo tuvo ante sí. Por toda respuesta, San Hilarión sacudió los brazos y las cadenas que lo envolvían se quebraron como el cristal. Hum, dijo el prefecto Sulpicio, veremos si puede más tu fe o mi autoridad. Por orden suya, San Hilarión fue conducido a una mazmorra. Allí lo ataron al potro y le descoyuntaron los huesos, le arrancaron las uñas y los dientes con tenazas, le desgarraron la carne con garfios, le aplicaron tizones a los costados y lo volvieron a someter al potro. Finalmente el prefecto Sulpicio, convencido de que la fe del santo se habría debilitado, le hizo comparecer de nuevo. ¿Todavía te quedan ganas de reír?, le preguntó. San Hilarión prorrumpió en grandes carcajadas. Entonces todos vieron que las uñas y los dientes le habían vuelto a crecer y que no quedaba huella visible en él de los tormentos que le habían sido infligidos. El prefecto dispuso que allí mismo le fueran propinados cien latigazos, pero los látigos se transformaron en serpientes que, enroscándose en las muñecas de los verdugos que los blandían, les mordieron e inocularon su ponzoña, de resultas de lo cual aquéllos fallecieron al instante echando espumarajos y maldiciendo a Minerva por no haberlos sabido proteger de aquel sortilegio letal. Acto seguido el prefecto Sulpicio hizo que trajeran un león hambriento, pero la fiera, al llegar junto a San Hilarión, se irguió sobre las patas traseras, abrió las fauces y entonó con potente voz de barítono elGloria patris, acabado el cual y habiendo ordenado Sulpicio que lo devolvieran a su jaula, dio zarpazos y dentelladas a los soldados que se disponían a hacerlo, ocasionando entre ellos gran carnicería, hasta que tras larga lucha lograron los legionarios alancear el león. Finalizado el incidente del león, el prefecto Sulpicio ordenó a los arqueros asaetear a San Hilarión, pero las flechas, antes de tocar al santo, describían un semicírculo en el aire e iban a atravesar el cuello de los arqueros que las habían disparado, los cuales, en el momento de fenecer, reconocían ser más poderoso dios Aquel contra el que luchaban que la propia Minerva. A continuación el prefecto Sulpicio hizo que una catapulta arrojara sobre San Hilarión una piedra de gran tamaño y peso, pero la piedra, desviándose de su objetivo, fue a chocar contra las columnas que sostenían el templo de la diosa, que se desplomó sepultando la efigie de aquélla, los sacerdotes que le rendían culto y la multitud que se hallaba congregada allí. Entonces el prefecto Sulpicio, abandonando su sitial, desenvainó la espada y cortó las manos, los brazos, las piernas y finalmente la cabeza del santo, la cual, desde el suelo, se dirigió a Sulpicio y le dijo: Dentro de un instante yo estaré gozando en el Paraíso y tú arderás eternamente en el infierno, mamarracho. Dicho esto, lanzó la última y más estentórea risotada y enmudeció para siempre.

Cuando ella dio por finalizada la historia del prefecto Sulpicio y San Hilarión, Fábregas la abrazó en silencio pero con ternura, porque, a diferencia de lo que le había ocurrido tiempo atrás en situaciones análogas, ahora comprendía lo que significaba para ella la historia que acababa de contarle la mujer que tenía a su lado.

Mientras duró la estancia demadame Gestring en Venecia, nunca la vio dormir más de quince o veinte minutos seguidos. Durante el día, tenía mil ocupaciones que atender. Muy temprano se echaba a la calle. Visitaba exposiciones y galerías de arte o se desplazaba de una punta de la ciudad a la otra para admirar una vez más una pintura, un edificio o un lugar que recordaba haber visto con especial agrado en ocasiones anteriores. También entraba en varios establecimientos selectos. Al mediodía regresaba al hotel cargada de paquetes y acudía directamente a la habitación de Fábregas, que había aprovechado su ausencia para entregarse a un sueño benefactor. Mientras le mostraba lo que había comprado, le contaba lo que había visto. Entre las compras siempre había algún regalo para él. A continuación se hacían servir en la habitación una comida ligera, cuya ingestión simultaneaban, como ella decía haber aprendido de los simios del zoológico de Ba-silea, con actos fornicarios, al término de los cuales volvía a marcharse sin demora, porque conocía a mucha gente en Venecia y tenía que pagar visitas o cumplir con otros compromisos de diversa índole. Al atardecer pasaba de nuevo por el hotel, donde se bañaba y arreglaba para la noche, pues siempre estaba invitada a una cena o un espectáculo, cuando no a ambas cosas.

Al filo de la medianoche Fábregas se apostaba en la barra del bar del hotel para verla entrar. Poco después de la una ella hacía acto de presencia en el bar luminosa, enjoyada, magnética, cimbreante, alegre, coqueta y lozana como si por largo tiempo no hubiera hecho otra cosa sino descansar. La acompañaba su cortejo habitual de petimetres. En aquel local minúsculo las botellas de champaña eran descorchadas con ruido de trabucazo. A la algarabía y los brindis seguían los ruegos, que ella atendía sin entusiasmo, pero de grado. Entonces, quizás en honor de Fábregas, de cuya presencia no daba nunca muestras de haberse percatado, interpretaba aquellas variaciones de Schumann que la primera noche habían propiciado el inicio de su relación. ¡Qué bella es!, ¡qué incitante!, pensaba Fábregas; verdaderamente hay que ser idiota para no perder el juicio por ella. Y esta música arrebatada que invariablemente la enoja y la entristece, ¿por qué se empeñará en tocarla noche tras noche? En una ocasión, a solas en la habitación, se había atrevido a preguntárselo, pero ella no había querido o no había sabido responderle; antes bien, se había enfadado con él. Fábregas, habituado a sus cambios de humor repentinos, no los temía, pero procuraba no provocarlos con su actitud o sus palabras: por nada del mundo quería enturbiar una relación que sabía destinada a finalizar en breve. Prefería admirarla en silencio. Esta admiración, sin embargo, no era ciega: le había bastado poco tiempo para calibrar las limitaciones y debilidades de aquella mujer que parecía no tener ninguna y poseer una vitalidad sin límites. También él, de niño, había creído que su madre disponía de un caudal constante e inagotable de energía que contrastaba notablemente con la apatía de los demás miembros de la familia. Parecía que éstos hubieran puesto sus energías respectivas a contribución y hubieran decidido confiar la suma resultante a su madre, para que ella la administrara del mejor modo posible. En realidad su madre había sido siempre el miembro más débil e indeciso de aquella familia; el que, disponiendo de menos poder, había acaparado un número mayor de atribuciones. A la larga, aquel sistema cimentado en la falsedad y la conveniencia había acabado convirtiéndose en un sistema opresivo; la autoridad había degenerado en tiranía y la sumisión que imponía esta autoridad insensata había ido minando el temple de todos y propiciando la ruina individual de cada uno por separado. Ahora él no quería saber de situaciones análogas. Prefería oírla hablar en los interludios, de pie, frente a la ventana, donde ella se colocaba siempre, protegida del relente por la bata de Fábregas unas veces, y otras, por su propio echarpe de tisú. Ella le agradecía el silencio y él, a su vez, agradecía su presencia, pues, aunque a ratos deseaba recuperar la soledad perdida, sabía en el fondo que la alternativa a la compañía de aquella mujer era el tedio y el insomnio. No creía amarla: en su ausencia olvidaba sus rasgos personales y su fisonomía. Sin embargo, le costaba desprenderse del recuerdo de su voz, su olor propio y su calor natural. En su ausencia se despertaba sintiendo todavía su contacto febril y seco que parecía provenir de la misma combustión lenta e implacable que imprimía un brillo peculiar a las piedras preciosas cuando ella las llevaba sobre la piel. Finalmente un día ella acudió a su habitación a una hora inusual de la tarde. Desde la puerta le comunicó escuetamente que su marido acababa de llegar. Ahora mismo se estaba refrescando en la habitación que a partir de aquel momento iban a compartir ambos, le dijo; y sin agregar nada más se marchó.

IX

Dejado nuevamente a su suerte, reemprendió las excursiones periódicas al vídeo-club hasta que, a mediados de octubre, el dueño del establecimiento le comunicó que había decidido traspasar éste y retirarse del negocio. Nunca le había gustado la idea de regentar un vídeo-club ni, salvo excepciones, el público que frecuentaba el suyo, le dijo; además, aquel negocio, en teoría exento de complicación, en la práctica le ocasionaba quebraderos de cabeza incesantes debido a la informalidad de algunos distribuidores y los atropellos de algunos clientes desaprensivos. Ya era mayor y no veía razón para seguir postergando una jubilación de la que ahora, mientras Dios le conservase la salud, aún podría disfrutar, siquiera modestamente, agregó.

– Pero ¿y yo?; ¿qué será de mí, don Modesto? -replicó Fábregas.

– Hágase socio de otro vídeo-club -le respondió aquél-. Hay uno en cada esquina.

– Oh, no es lo mismo -protestó Fábregas-. Yo estaba acostumbrado a éste.

– Todos son iguales -dijo don Modesto-, pero, ya que la suerte le depara esta oportunidad, hágame caso: deje en paz los vídeos y échese a la calle, haga amistades, aprenda a conocer a los venecianos.

– A mí no me interesan los venecianos. Si me interesaran las personas no me habría ido de Barcelona -dijo Fábregas.

– Pues dedíquese a mirar las bellezas de esta ciudad. No hay otra igual en el mundo entero.

– ¡Pero eso ya lo he hecho!

– Pues vuélvalo a hacer -le reprendió don Modesto-. ¿O cree usted que la belleza es como un pastel, que va menguando a medida que se consume? Vamos, usted confunde lo bello con lo novedoso. No sea estúpido: siempre se puede avanzar en la contemplación de la belleza; sólo es cuestión de querer. Haga la prueba y verá cómo agradece mi consejo. No pierda tiempo: viva su vida y reflexione y si después de eso aún le queda tiempo libre, lea. Es la recomendación de un hombre viejo.

En contra de lo que don Modesto le había augurado, el cumplimiento de sus consejos sólo reportó a Fábregas el rebrote de su pasada ansiedad. Ahora deambulaba de nuevo sin rumbo ni sosiego. Incapaz de concentrarse para trazar un plan y menos aún para llevarlo a término, sus paseos eran erradizos y solían conducirle, por una mezcla de albur e inclinación, a los lugares más solitarios y tétricos. Le gustaba andar por algunas calles tan estrechas que podía tocar simultáneamente los muros opuestos sin tener que estirar del todo los brazos. Aquellas calles, en las que el sol no había penetrado jamás y tenían, por este motivo, las paredes comidas por la humedad, le recordaban los patios interiores de las casas donde había vivido de niño. Buena parte de su infancia se le había ido sin notarlo en contemplar tediosamente aquellos patios y escuchar sus ruidos. Después de estos paseos regresaba al hotel y preguntaba si había llegado alguna carta para él. Sin saber por qué, esperaba ansiosamente una carta larga y esclarecedora demadame Gestring. Se había formado la noción, tan verosímil como su contraria, de que madame Gestring, de resultas de su relación, había intuido acerca de él alguna verdad cuya revelación había de ayudarle a recobrar la senda extraviada. No le cabía en la cabeza la posibilidad de que durante los días y noches que habían pasado juntos ella hubiera estado pendiente únicamente de sí misma. Ella me dirá dónde radica mi mal, pensaba, porque lo que es yo, por más vueltas que le doy al asunto, no entiendo nada. Sé que todo viene de mi modo de ser, pero ¿cuál es ese modo?, se preguntaba perplejo. La reflexión sobre su propia identidad, lejos de aclarar sus ideas, le confundía aún más. Por más que hacía, no lograba verse como una suma de características que, entremezcladas, formaban su identidad. Para sí mismo era sólo una persona a la que esas características, venidas de fuera como invasores de otra galaxia, habían elegido como campo de batalla por casualidad. Según él, valor y cobardía, mezquindad y altruismo, tesón y desidia luchaban ferozmente por conquistar su ánimo y según cuál de ellos resultaba vencedor en la contienda, así era luego su conducta. Esta concepción absurda se debía probablemente al hecho de no haber reflexionado nunca con anterioridad sobre estas cosas. Ahora ya estaba demasiado habituado a ser dueño de sus criterios y mal podía ponerlos en duda. Sabía que aquella noción de su propia identidad era insostenible, pero no acertaba a concebir otra. Un día, en la iglesia de la Santa Pax, vio un retablo antiguo que parecía sustanciar cabalmente sus ideas a este respecto. En aquel retablo un hombre desnudo era tironeado por un ángel y un diablo que lo sujetaban de los brazos. El ángel quería arrastrar el hombre al cielo, donde le aguardaban la Santísima Trinidad y el resto de los ángeles y bienaventurados; el diablo, por el contrario, quería llevárselo al infierno, desde donde le jaleaban otros diablos peludos, orejudos y bizcos, que bailoteaban entre llamas y tizones. El hombre, a punto de ser partido por la mitad e incapaz de brindar su apoyo a uno o a otro bando, miraba al frente con estupefacción. ¿Quién me habrá metido a mí en esta disputa?, parecía decir. Fábregas se sintió plenamente solidario con aquel hombre.

Privado del pasatiempo que le proporcionaban los vídeos, las horas de insomnio se convirtieron en un suplicio inacabable. Antes de acostarse prolongaba su permanencia en el bar del hotel hasta que el camarero le indicaba haber llegado la hora del cierre. Entonces se encaminaba a su habitación con renuencia, como si allí hubiera de serle aplicado un castigo, pero también con cierto respiro, ya que la atmósfera agobiante de aquel bar recargado y vacío enardecía en su ánimo el recuerdo todavía vivo demadame Gestring, cuya ausencia se le hacía más patente y dolorosa en aquel lugar, que había sido escenario de su connivencia. Ahora recordaba allí las noches en que ella, aparentemente entregada a sus admiradores, que no estaban en el secreto de su relación, simulaba no verle, y el recuerdo de esta dilación preñada de promesas le entristecía. Si finalmente dormía, su sueño era acosado por las pesadillas. Estas pesadillas, cuya reiteración no las hacía más soportables, sino precisamente más temibles, se presentaban bajo formas distintas: unas veces creía verse involucrado sin saber cómo en una acción bélica o en un episodio similar, presidido por la máxima violencia y ejecutado siempre en un lugar angosto, cerrado y oscuro. Allí las detonaciones, los gritos repentinos de las víctimas de los disparos, el temor a ser alcanzado por las balas le asustaban y sumían en un paroxismo del que despertaba bañado en sudor. Entonces el silencio de la habitación por contraste le resultaba opresivo, le parecía haberse despertado en un tanque sellado y lleno de agua en el cual él hubiera sido sumergido maniatado y sin escape. Entonces tenía que hacer acopio de energía, saltar de la cama, correr al cuarto de baño, echarse agua fría con la ducha sobre la cabeza y el cuerpo y acudir así a la ventana, que en previsión de estas eventualidades dejaba abierta de par en par todas las noches. Sólo allí, donde tiempo atrás madame Gestring había afrontado sus ansias, encontraba él ahora consuelo a las suyas. Otras, aquéllas revestían un carácter más sutil e inquietante: eran pesadillas tranquilas en las cuales el miedo que las impregnaba no provenía de ningún hecho peculiar ni obedecía a una razón precisa. Estas pesadillas, que por su propia índole ponían a prueba su paciencia y se resolvían en un despertar gradual y sin sobresaltos, dejaban su ánimo calado de una intranquilidad pusilánime y una sensación de amenaza que arrastraba muchas horas, si no el día entero, y que no conseguía disipar por ningún medio. Era este último tipo de pesadillas aquél que más temía, pero no sabía cómo conjurarlo. Resignado a que los escasos momentos en que el sueño le visitaba fueran también momentos de agitación y sufrimiento, procuraba luego discernir el origen de aquellas fantasías malsanas, pero lo sueños, como es lógico, escapaban a todo intento de sistematización: esto le enervaba.

A mediados de noviembre el insomnio había hecho mella en su constitución: ya no podía practicar sus ejercicios gimnásticos. Ahora las pesas permanecían arrumbadas en el cuarto de baño. De cuando en cuando tomaba la más ligera y probaba de levantarla; al punto debía dejarla nuevamente en el suelo: de este modo comprobaba el ritmo de su debilitamiento. Seguía sin noticias demadame Gestring y también de María Clara. Solamente Riverola le llamaba por teléfono con cierta regularidad y le mantenía al corriente de la marcha de sus asuntos. Por él supo que su antiguo suegro, ejercitando unos poderes amplios que años atrás el propio Fábregas le había otorgado, y con la anuencia expresa de todos los socios de la empresa, había vendido la empresa a una sociedad de cartera, posiblemente extranjera, de fines inciertos. Para evitar pleitos, habían acordado mantener a Fábregas en el consejo de administración de la nueva empresa, aunque relevado de toda obligación, y asignarle un sueldo honroso que cubriera momentáneamente sus gastos. La propia sociedad matriz se había comprometido a hacerle llegar este sueldo todos los meses a un banco de Venecia o del lugar en que se encontrase si en algún momento decidía cambiar de domicilio. Naturalmente, el consejo se reservaba la facultad de revocar la remuneración y el cargo que la justificaba cuando las circunstancias lo hiciesen aconsejable o así lo determinase el propio consejo por mayoría simple. De este modo la empresa contaba con garantizar su silencio. Esta operación, aparentemente sencilla, pero en realidad plagada de obstáculos, circunvoluciones y entresijos, había sido llevada á término con extrema lentitud y sus resultados definitivos le fueron comunicados a lo largo de varias conversaciones vacilantes y contradictorias que le sumían en la perplejidad, hasta que comprendió que los autores de la maniobra temían su reacción o, cuando menos, las complicaciones legales que habrían podido derivarse de ella y que por este motivo actuaban con tanta cautela y disimulo, convirtiendo en confabulación un negocio al que él habría accedido de buen grado y sin tardanza si alguien hubiera tenido el valor de pedirle su aquiescencia sin rodeos. Aquel proceder timorato ponía de manifiesto lo incierto de su situación.

– Esta sinecura es una engañifa -le dijo a Riverola en una de las últimas conversaciones telefónicas que mantuvieron-. Dentro de unos meses algún contable descubrirá que soy un gasto inútil, enviará un memorando al consejo y éste, amparándose en unos cálculos ininteligibles, decidirá prescindir de mí.

Al otro lado de la línea percibió una risita que se le antojó insensata.

– Estás muy anticuado -le dijo el abogado cuando hubo acabado de reírse-. En definitiva todo depende del programa que hayan introducido en el ordenador. Si tú formas parte de ese programa, percibirás tus emolumentos pase lo que pase, aunque transcurran doscientos años.

– ¿Y tú? -preguntó relacionando la risita del abogado con la explicación que éste acababa de darle-, ¿también formas parte de ese programa?

– No -respondió Riverola-, yo he presentado ya mi dimisión; nunca fui partidario de la venta; siempre dije que toda la operación era una filfa. Ahora no es cosa de claudicar.

– Ay, Riverola, ¿quién de los dos es el anticuado? -exclamó Fábregas-. En cuanto tú dejes la empresa, con máquina o sin ella, yo no duraré ni tres semanas en nómina.

– Asunto tuyo -dijo el abogado.

Ahora los días serenos alternaban con otros nublados o lluviosos y las temperaturas habían descendido sensiblemente. Al deambular veía nuevamente la ciudad como la había visto el día que llegó a ella, meses atrás. Entonces había tenido la sensación de que algo importante había de serle revelado allí si sabía buscarlo. Durante aquellos meses se había mantenido sin saberlo a la expectativa, atento a un mensaje cuyos signos impredecibles debía estar en condiciones de descifrar. Ahora, sin embargo, su actitud había variado; creía que la revelación podía producirse en cualquier instante, pero pensaba que el contenido de aquélla, cualquiera que fuese, había de dejarle indiferente. Lejos de buscar un significado a cada cosa, rehuía toda manifestación que pudiera encerrar alguno, siquiera simbólico.

A finales de noviembre arreciaron las lluvias. Por esta causa volvió a recluirse en la habitación del hotel. Allí cerraba las ventanas, se metía en la cama y esperaba a que escampase. De niño le había gustado oír la lluvia desde la cama. Entonces se subía el embozo de la sábana hasta la barbilla y el repicar de la lluvia en los cristales del balcón le infundía por contraste una sensación de bienestar que con los años fue perdiendo. Ahora el sonido destemplado de la lluvia en el exterior tenía para él algo de siniestro y desolado.

X

A primeros de diciembre la lluvia cesó por completo y volvió a salir el sol, pero las calles siguieron inundadas varios días, por lo que una vez más hubo de calzar katiuscas para poder abandonar el hotel. Esto le recordó vivamente las circunstancias en que había conocido a María Clara meses atrás, en tiempo semejante, en una farmacia. Mientras pensaba estas cosas iba siguiendo sin proponérselo el mismo camino que en aquella ocasión había propiciado su encuentro. Esta actitud resultaba tan pueril a sus propios ojos que estaba por deponerla cuando creyó ver fugazmente la silueta de ella en la margen opuesta del canal junto al que transitaba. ¿Será posible que las cosas se produzcan en esta forma melodramática?, pensó.

Gritó para llamar su atención, pero sólo consiguió con aquel grito que levantara el vuelo una bandada de palomas posada en la riba del canal. Aquel revuelo bastó para que la perdiera de vista: cuando las palomas se hubieron posado de nuevo ya no pudo hallarla. Chapoteando retrocedió sobre sus pasos para cruzar el canal que lo separaba de ella por un puente metálico que recordaba haber rebasado momentos antes. Ya en la otra margen, corrió hacia la esquina que según sus conjeturas ella debía de haber doblado y desde allí creyó distinguir a lo lejos su chubasquero de charol. Sin embargo, por más que corría, no conseguía acortar la distancia que mediaba entre ambos, hasta que finalmente perdió su rastro de una vez por todas. O todo ha sido una alucinación, se dijo, o por fuerza ha tenido que meterse en algún portal, pero ¿en cuál de ellos? Frente a una casa vio una mujer vestida de luto, sentada en una silla tosca de madera blanca y anea. Al acercarse a ella para preguntarle si había visto pasar una muchacha cubierta de un chubasquero negro, advirtió que la mujer llevaba unas botas de agua de un color verde subido, casi fosforescente, que le daban un aspecto estrafalario y cómico y gracias a las cuales recordó ser aquélla la misma vieja que les había dado indicaciones prácticas cuando María Clara y él, el día de su primer encuentro, habían intentado visitar una iglesia cercana. ¡Cuántas coincidencias!, pensó. La vieja, ante la cual se había quedado mudo y desconcertado, lo miraba con la boca abierta. Finalmente Fábregas le preguntó si allí cerca no había una iglesia con unos frescos antiguos, a lo que la vieja respondió en sentido afirmativo. Con el dedo señalaba la puerta de un edificio próximo, el cual, visto desde aquel ángulo, no parecía un templo.

– Llame allá y el señor cura párroco le atenderá si puede -dijo la vieja; y luego añadió de improviso-: Se conoce que le gustaron las pinturas la otra vez.

– ¡Cómo!, ¿se acuerda usted de mí? -exclamó.

– Con los años voy perdiendo la memoria -dijo la vieja-, pero jamás olvido una cara. Eso no.

– Pues con tanto turista, cada mes verá usted varios millares de caras nuevas.

– Sí, pero no olvido ninguna, así pasen cincuenta años.

– Entonces, recordará a la señorita que me acompañaba en esa ocasión, cuando usted me vio por primera vez -dijo él.

– La reconocería si la viera, a buen seguro. Pero recordarla es otra cosa. No, no creo que fuera capaz de hacer algo así.

– Entonces, ¿no ha vuelto a verla desde aquel día?

– No le sé decir: ahora no me acuerdo de haberla visto, pero lo que sí sé es esto: que si la hubiera visto, la habría reconocido -dijo la vieja con aplomo.

Esta afirmación contundente, sin embargo, pareció dejar sumida en un mar de confusiones a la vieja de las botas verdes. Fábregas se despidió de ella y se encaminó a la puerta de la iglesia. ¿Será posible que ella, impelida por los recuerdos, haya tenido la idea de venir de nuevo a este lugar precisamente en este día?, se preguntaba; y con un residuo de cordura se respondía: ¡qué va!

Empujó la puerta de la iglesia y vio que ésta no estaba cerrada, como le había parecido en un principio, de modo que, sin anunciar su presencia, se introdujo en un zaguán oscuro donde una docena de personas, agrupadas alrededor de una joven, escuchaba silenciosamente la explicación que ella les daba.

– Ahora -dijo la joven cuando hubo concluido sus explicaciones- yo me quedaré aquí y el señor cura párroco les mostrará los frescos de que les acabo de hablar. Es un hombre de cierta edad, muy piadoso, pero un poco obtuso… -al decir esto se golpeó ligeramente la sien con el dedo índice y al mismo tiempo, como si quisiera ofrecer a sus oyentes un adelanto de la escena hilarante que la estupidez del cura iba a proporcionarles en breve, torció los labios en una mueca horrible y bizqueó; de este modo consiguió conferir a su rostro, hasta entonces vulgar e inexpresivo, un carácter nuevo, no exento de atractivo sexual. Los turistas que la rodeaban acogieron con alborozo aquel alivio inesperado a una visita que prometía ser tediosa. Aquellos turistas consideraban el viaje que estaban realizando un fin en sí, de cuyo disfrute pleno les detraían aquellas visitas contra las cuales, sin embargo, no se podían rebelan Ahora sólo deseaban cumplir cuanto antes con aquella obligación y regresar al hotel para seguir cosechando las anécdotas triviales y jocosas que luego habían de constituir su acervo más preciado-. No es preciso que escuchen lo que él les cuente -siguió diciendo la joven guía después de haber recuperado la serenidad-, pero hagan como que le prestan atención y, por favor, no se rían.

Apenas había acabado ella de hablar, el cura párroco hizo su entrada en el zaguán, la cual fue recibida por una carcajada general y apenas sofocada. Sin parar mientes en ello, el capellán indicó al grupo que le siguiera.

– No se dispersen -les dijo dirigiéndose en particular a Fábregas, que permanecía algo destacado-: la iglesia está un poquito oscura y podrían tropezar con los reclinatorios.

Fábregas recordaba aquellas palabras, que el mismo capellán, en el mismo lugar, había dirigido a María Clara y él en el mismo tono. La noción de que durante todos aquellos meses, que para él habían supuesto una mudanza completa, aquel capellán había estado repitiendo diariamente la misma advertencia escueta le hizo estremecer.

El capellán detuvo el grupo ante las gradas del altar y se adelantó a abrir la puertecita que comunicaba la iglesia con la cámara donde estaban los frescos bizantinos. Luego de pulsar el interruptor y encender la bombilla de la cámara, hizo señas al grupo para que entrase en ésta. Fábregas lo hizo a la zaga de aquél y se encontró de súbito enfrentado a aquellas diez figuras severas ante las cuales ahora creía comparecer. Entonces advirtió que los diez hombres pintados en aquellos muros no sólo se parecían entre sí de un modo notable, como ya había advertido en el curso de la primera visita, sino que los diez se parecían mucho a él mismo. Entonces comprendió que aquellos rostros, que al principio había tomado por representaciones burdas de la fisonomía masculina, representaban en realidad con levísimas variantes el rostro del padecimiento. Entonces recordó la mirada que un año atrás había sorprendido en el espejo del cuarto de baño y cuya significación había interpretado en aquel momento de un modo tan erróneo y presuntuoso. Ahora el ciclo había llegado a su fin: ya no había prisa, pensó. Deseaba vivamente salir de aquel lugar, pero esperó a que el capellán terminara de referir la sobada historia del traslado milagroso de San Marcos a Venecia, a la que no prestaba atención ni simulaba prestarla, a diferencia de los turistas, los cuales, desatendiendo el consejo malintencionado de la joven guía, parecían absortos en la peripecia que les era narrada. Un miembro del grupo, sin embargo, se separó de éste y acudió a situarse sigilosamente junto a Fábregas. Era una mujer entrada en años, extrañamente vestida de hombre, o un viejo petimetre muy afeminado. El colorete con que trataba de infundir lozanía a sus pómulos se había cuarteado transversalmente y ahora formaba una cuadrícula con las arrugas profundas que le recorrían la cara de la frente al mentón.

– Me encuentro mal -susurró a oídos de Fábregas.

Fábregas vio que su interlocutor tenía la lengua color de fresa.

– Yo no puedo hacer nada por usted -replicó secamente-. Haga que le vea un médico.

– He ido a todos los especialistas -dijo su interlocutor.

– Yo no puedo hacer nada por usted -repitió Fábregas en forma imperiosa, pero sin alzar la voz.

– Sí -dijo su interlocutor alejándose de él.

Al salir de la cámara de pinturas, Fábregas volvió a quedarse rezagado. Antes de llegar al zaguán, entregó al capellán una cantidad prudencial de dinero.

– Un donativo -dijo.

El capellán le dio las gracias y le entregó una estampa. Cuando entró en el zaguán, los últimos componentes del grupo ganaban la calle. Allí lanzaban gritos y se gastaban bromas ruidosas mutuamente. Sólo el personaje ambiguo que le había interpelado poco antes se mantenía algo apartado de sus compañeros, con la mirada fija en Fábregas. Para eludir aquella mirada embarazosa, se puso a estudiar con suma atención la estampa que acababa de brindarle el capellán. En la parte anterior de ésta vio la efigie de un negro con sotana y birreta al que flanqueaban un león y una cebra. Era el beato Trulawayo, ordinarioin partibus infidelium de Basutolandia en la segunda mitad del siglo anterior. La conversión a una fe impopular entre su gente y el empeño por combatir las creencias y ritos seculares de los basutos habían forzado su exilio vitalicio en Grenoble, donde una enfermedad penosa, sobrellevada con entereza y resignación, le hizo entregar el alma en el año de gracia de 1930. Posteriormente algunas curaciones milagrosas o, cuando menos, inexplicables, obtenidas por su intercesión, habían llevado a su beatificación en 1976. Fábregas no pudo menos de sonreír al leer esta semblanza nimia. Ah, murmuró guardándose la estampa en el bolsillo, vosotros también sentís la necesidad de renovaros. Pero es inútil, agregó para su fuero interno mientras emprendía cansinamente el camino de regreso al hotel. Todo es inútil.

Sin embargo, no bien hubo alcanzado de nuevo el canal en cuya margen había creído ver a María Clara, oyó una voz que parecía salir del agua y que le llamaba a grandes gritos. Una lancha se detuvo a la altura de la riba en que se encontraba y su tripulante se puso en pie, con lo que consiguió colocar la cabeza a la altura de las rodillas del otro.

– ¡Caramba! -exclamó éste al reconocer al tripulante de la lancha- ¡El doctor Pimpom! ¡Qué cúmulo de casualidades!

– ¿Casualidades? -exclamó a su vez el médico-. Pues ¡cómo!, ¿acaso no está usted yendo al palacio de los Dolabella?

– No -respondió Fábregas-. A decir verdad, hace siglos que no sé nada de esa familia. Pero usted sí se dirige allá, y con grandes prisas. ¿Es que ocurre algo malo?

– Oh, no, ¿qué quiere que ocurra? -rezongó el médico torciendo el gesto, como si el poner en tela de juicio la buena salud de sus pacientes comprometiera al mismo tiempo su propia reputación-. Bien se ve -añadió luego sin desarrugar el ceño- que no ha reparado usted en el día que es hoy. Bueno, ¿que más da? Suba a la lancha y vayamos juntos.

Zigzagueando por los canales, llegaron al cabo de un rato ante el embarcadero situado en la fachada posterior del palacio, cuya puerta sombría custodiaban dos colosos de piedra. Ahora había varias embarcaciones atracadas frente al embarcadero diminuto.

– ¡Mecachis! -masculló el doctor Pimpom a la vista de las embarcaciones-. Ya debe de estar aquí todo el mundo. Si algo aborrezco es significarme llegando con retraso a las citas. Y en especial con esta gente…

– Pues ¿de quién se trata, doctor? ¿Qué estamos haciendo aquí? -preguntó Fábregas.

– Vamos, vamos, ¿cree que tenemos tiempo que perder en explicaciones? -le instó el otro saltando de la lancha a los peldaños que conducían al embarcadero y acompañando sus palabras de gestos bruscos de reprobación, como si la única razón de su retraso fuera la pregunta que acababa de hacerle Fábregas, el cual, en vista de ello, se abstuvo de insistir y siguió al médico sumisamente, alcanzándole en el momento en que aquél, sin haberse detenido a golpear el aldabón, empujaba la puerta y se introducía en el lóbrego vestíbulo. De allí y sin aguardar a su acompañante, se adentró en los corredores que, según recordaba Fábregas de su primera y única visita al palacio, conducían a la parte habitada de éste, la cual, no obstante, el doctor Pimpom cruzó decididamente, sin aminorar siquiera la marcha. Fábregas le venía pisando los talones, porque recordaba la ocasión en que se había extraviado en aquel laberinto y la humillación que se había seguido de aquel percance. Finalmente la persecución quedó interrumpida ante una puerta de doble hoja, que el doctor abrió de par en par.

XI

Cruzado el umbral se encontraron en una pieza que Fábregas reconoció al punto: era aquella pieza octogonal en la que meses atrás, a solas con Charlie, había tenido que oír de labios de éste el relato de su vida, y a la que el propio Charlie había denominado entonces pomposamente la sala de recepciones, un título que en aquella ocasión él había juzgado ridículo, pero que ahora parecía confirmar un número considerable de parejas de edad que caminaban por ella pausadamente, cogidas del brazo, describiendo círculos concéntricos, como si en realidad deambularan por unfoyer. ¿Dónde cuernos he caído?, pensó. Un examen más atento de aquella concurrencia inesperada le permitió advertir que lo que había tomado en un principio por un vagar ocioso destinado a colmar un intervalo era en realidad un rito gobernado por un antiguo protocolo y que, por consiguiente, aquellos zascandiles vestidos de gala estaban allí en cumplimiento de algo importante y solemne. Una vez más hubo de rectificar su juicio: ahora el murmullo de aquellas conversaciones comedidas y la luz de los candelabros que se reflejaba en la lúgubre oquedad de los espejos sin azogue para lanzar luego destellos mortecinos en los vestidos opulentos y alhajas de las damas, en las encomiendas y medallas que ostentaban los caballeros en sus chaqués, los entorchados y alamares de los uniformes, los abanicos de nácar y encaje, los penachos de bicornios y morriones, y acabar posándose en el terciopelo polvoriento y gastado de los almohadones y en el damasco astroso de la tapicería, parecían infundir a la sala una vida prestada, avara y fugaz, pero no exenta de dignidad, de una punzante melancolía.

– Caramba, caramba, qué alegría tenerle de nuevo con nosotros -dijo una voz sacándole de la perplejidad en que le había sumido esta constatación.

– Charlie… -murmuró Fábregas al darse la vuelta y ver el rostro risueño de aquél, en cuyos ojos se leía un afecto genuino. Ahora Charlie vestía un traje oscuro y llevaba colgada al cuello una cinta de seda de la que pendía una cruz de oro y esmalte rojo, que Fábregas no supo identificar.

– Se hace usted caro de ver, amigo mío, se hace usted caro de ver… Oh, no -dijo el dueño de la casa atajando con un ademán la excusa que el otro a todas luces se aprestaba a ofrecerle-, no tiene que decirme nada. Me hago perfecto cargo de que sus ocupaciones… ¿no es así? Mi esposa y yo le recordamos con cariño: esto es todo lo que quise decir. Mi esposa estaría encantada de volver a verle, si se encontrase aquí, me consta. Por desgracia, como es habitual en ella, se ha sentido indispuesta de buena mañana. Ya sabe lo delicado de su salud. Me. pidió que hiciese los honores de la casa y que dijera a todos que más tarde, si las fuerzas se lo permitían, haría acto de presencia. A decir verdad, yo creo que lo hará sin tardanza, habiendo llegado ya el doctor Pimpom -agregó Charlie esbozando una mueca sarcástica-. Pero hablemos de usted: ¿Cómo está?, ¿qué tal van sus negocios?

– Todo bien, Charlie, todo bien -respondió el interpelado-, pero, dígame, toda esta gente tan peripuesta ¿quién es y qué está haciendo?

– Ah -exclamó Charlie abriendo mucho los ojos y la boca, pero sin levantar la voz-, veo que desconoce una de las tradiciones más consustanciales a nuestra ciudad… Venga conmigo, yo le pondré en antecedentes y, si lo desea, le presentaré a estas personas, las más distinguidas de la sociedad veneciana, nuestra auténtica aristocracia.

– Yo tenía entendido que Venecia era una república de comerciantes -dijo Fábregas con sorna.

– Sí -respondió Charlie sin inmutarse-, y también de grandes militares, artistas y sabios. ¿Ve usted aquel individuo de barba blanca y gafas de concha, con aspecto magistral? Pues es por derecho propio un príncipe dálmata, habiendo estado Dalmacia durante siglos, como usted bien sabe, agregada a Venecia, al igual que Croacia y buena parte del Imperio Bizantino, a cuyo servicio ganaron muchos venecianos títulos nobiliarios de legítimo fundamento, sin que debamos olvidar los merecidos en las sucesivas cruzadas en que intervinimos. Y mire, mire aquel señor alto, al que acompaña una mujer menuda, vestida de verde, ¿no advierte la insignia que lleva al pecho? Comendador de la orden del Santo Sepulcro, ¿qué le parece? Pues ¿y aquel que se contonea al andar y lleva bisoñé pajizo?, ¿quién diría al verle que desciende por línea directa de San Luis, rey de Francia? ¿Y qué decir de aquella mujer de talle esbelto, cuello de alabastro y escote generoso, por cuyas venas corre aún la sangre de los Paleólogos? ¡Ay, amigo mío, cuánto honor!, ¡cuánto honor!

– No se lo discuto, Charlie, pero ¿qué diablos están haciendo aquí estas antiguallas?

– Mantener viva una costumbre ancestral… -dijo Charlie, y agregó de repente, cambiando el tono-: ¡Ah vaya, ya está aquí mi mujer! ¿Qué le había dicho? Seguro que alguien habrá corrido a decirle que había llegado ese pavero -concluyó señalando con el pulgar al doctor Pimpom, que se hallaba en el mismo salón, algo alejado.

Ocupada en saludar prolijamente a toda la concurrencia, la enferma, que llevaba un vestido de seda y organdí tan aparatoso como anticuado, tardó un rato largo en dirigirse a Fábregas.

– Gracias por haber venido -le dijo entonces estrechándole las dos manos al mismo tiempo.

– ¿Le puedo decir que su aspecto es inmejorable y que este vestido le sienta la mar de bien? -replicó Fábregas.

– ¿Ha visto el salón?, ¿no parece otro? -dijo la enferma aceptando el cumplido de su huésped con un mohín y aludiendo a lo dicho por ella con motivo de la visita de aquél al palacio, meses atrás-. ¡Ay, si hubiera podido verlo hace años, en vida de mi pobre padre, que en gloria esté! En aquella época feliz todo era siempre así, como hoy… Todos los días este mismo esplendor, este bullicio… Recuerdo que aquí, en esta parte, donde estamos ahora, había un piano: un piano de cola que había pertenecido a la familia desde tiempo inmemorial. Mi abuela, de joven, fue retratada junto al piano. Y, sin embargo, de la noche a la mañana desapareció. Yo aún no me explico cómo pudo suceder tal cosa, porque un piano de cola no desaparece tan fácilmente, ni siquiera en un caserón como éste; pero el hecho es que de la noche a la mañana, como le venía diciendo, desapareció, y por más que lo hemos buscado, nunca ha vuelto a aparecer. ¿No es así, Charlie?

– Tal como tú lo cuentas, vida mía -corroboró Charlie con aire distraído, pero con mucha vehemencia en la voz.

– Fue una pérdida irreparable -siguió diciendo la enferma con un ligero temblor en los labios-, no tanto por su valor material, aun siendo alto, como por su valor sentimental… ¡Cuántas manos sensibles no lo habían tocado!, ¡qué de emociones no habían hecho vibrar sus cuerdas!

– Monina -intercaló Charlie aprovechando una pausa en el relato conmovido de la enferma-, ¿no deberíamos ofrecer un pequeño refrigerio a nuestros invitados? Yo no sé a ellos, pero a mí me ruge el mondongo que da miedo oírlo.

– Charlie, ¡qué cosas tienes! ¿Cómo quieres que me ocupe de nada en mi estado? -replicó ella con impaciencia-. La verdad, no sé en qué pensará este hombre. A bueno no hay quien le gane, pero en todo lo demás, un verdadero pedrusco, como me dijo mi padre, con muy buen tino, el primer día que lo traje a casa.

– Yo tenía entendido que cuando usted y Charlie se conocieron, su padre había fallecido ya -dijo Fábregas, que recordaba lo que le había contado el doctor Pimpom al respecto.

– Es posible que me confunda de persona -dijo de inmediato la enferma sin acusar la insidia de su huésped-. En aquellos tiempos tuve tantos pretendientes… -añadió con un guiño de picardía-. ¿Le he contado que en la curia vaticana hay más de dos y más de tres que en su día me hicieron la corte… y a alguno de los cuales, debo confesar con rubor, no fui del todo indiferente…? Pero, no -agregó tras una pausa consagrada aparentemente al recuerdo-, esto sería largo de contar. ¿Qué le venía diciendo? Ah, sí, ¡aquellos tiempos! Entonces la casa estaba siempre llena de invitados, con quienes papito aliviaba la soledad. Personajes de renombre. Varias veces tuve que ayudarle a meter en la cama a Ernest Hemingway en estado de embriaguez; Cari Jung y Vasili Kandinsky tuvieron aquí largas disputas, y aún ahora me basta con cerrar los ojos para volver a ver a Artur Rubinstein paseando por esta misma sala, con su batín de tafetán y sus babuchas de tafilete de oro. Yo era muy niña y solía tocar el piano. Huelga decir que mis conocimientos eran muy rudimentarios. Mi padre se había empeñado en que adquiriese cierta formación musical, como correspondía a nuestra posición, y yo no hacía más que cumplir lo dispuesto por él. Entonces Rubinstein, que me oía esbozar una escala o tratar de arrancarle al teclado alguna melodía sencilla, depositaba en una repisa con sumo cuidado la copa de champaña y la boquilla que siempre llevaba en las manos y me decía sonriente:C'est pas comme ça, ma fille, c'est pas comme ça, y colocándome sobre sus rodillas y apartando mi osito de felpa y mi poupée de chiffon, corregía mis movimientos defectuosos o mi postura. ¡Ay, entonces los pulmones se me inundaban de música y la música me corría por las venas, aligerando la sangre! Luego Rubinstein y papá se pelearon por un asunto de faldas, a los que ambos eran proclives, y no volvimos a verle nunca más. Ahora Hemingway, Jung, Kandinsky, Rubinstein y papá nos han dejado, el piano ha desaparecido, incluso este palacio mismo se desmorona inexorablemente y sólo quedo yo, vieja y enferma, para guardar memoria de aquella maravilla. Bien sé que esto que digo son cosas absurdas, propias de una mujer de poco mundo. Por supuesto, la música es un arte pasajero; está en su esencia misma ser volátil. Pero es esta noción misma de creación y olvido constante lo que me aterra: la noción de nuestra propia futilidad. Entonces, cuando caigo en estas reflexiones sombrías, suelo preguntarme…

Lo que la enferma se disponía a decir acto seguido quedó cortado por la llegada de Charlie, que acababa de cruzar el salón trastabillando entre la gente y poniendo en peligro constante el contenido de la bandeja de cartón que llevaba en las manos.

– ¿No quiere probar una tartaleta de queso? ¡Están buenísimas! -dijo mostrando la bandeja con orgullo, como si él mismo hubiese confeccionado aquellas masas grasientas.

– Charlie siempre ha sido un compendio de discreción y tacto -dijo la enferma.

XII

Lentamente las parejas se iban despidiendo de los dueños de la casa con prosopopeya. Los caballeros doblaban la espalda hasta formar ángulo recto con el cuerpo; las mujeres hincaban la rodilla en el suelo marrano del salón; al hacerlo, tintineaban los torces de oro y las cuentas de perlas y los escotes boqueaban revelando mamelones que exhalaban un olor cálido y empalagoso, como de almizcle. Todos tenían para los anfitriones palabras de elogio y agradecimiento.

– Una merienda deliciosa.

– Una disposición de muy buen gusto.

Para no entorpecer estas formalidades con su presencia, Fábregas se había retirado a un rincón, donde se le unió a poco el doctor Pimpom.

– Cada año la misma pompa -le oyó mascullar-, pero cada año las tetas más descolgadas.

Este comentario le hizo caer en la cuenta de que a la recepción, fuera cual fuese su carácter, no había asistido ninguna persona joven. Otra tradición que se extingue, pensó: la eterna cantinela. Toda su vida había estado viendo los últimos estertores de tradiciones que declinaban y se perdían: era evidente que le había tocado vivir una época de transición. Ahora, sin embargo, se preguntaba si esta transición no sería un estado permanente de las cosas y si lo que por inercia todos llamaban tradición no sería algo habitual y anodino que, llegado el término de su utilidad, empezaba a descomponerse de acuerdo con su propia naturaleza, siendo entonces esta descomposición parte de su propia razón de ser, una manifestación más de su propia utilidad. Ahora contemplaba aquellas tarascas reflejadas en los espejos turbios del salón, saludando y alejándose por aquel infinito ficticio y sin azogue y no podía menos que decirse: así ha de ser.

En estas reflexiones perdió la noción del tiempo y sólo la recobró cuando el último de los invitados a la ceremonia se retiraba del salón, en el que ahora reinaba un silencio sólo roto por la respiración sibilante de la enferma.

– Ánimo, pichón, ya acabó todo -musitó Charlie al oído de su esposa.

– Sujétame, Charlie -respondió ésta a su confortación-: me falta el aire, los huesos no me tienen y la vista se me nubla.

– Ya sabía yo que acabaríamos así -rezongó el doctor Pimpom colocándose con ligereza frente a la enferma y abrazándole el talle en el momento en que ella, como si una mano invisible hubiera cortado de repente los cables que la mantenían suspendida de lo alto, se venía al suelo.

– ¡Charlie, no se quede ahí pasmado y ayúdeme! -dijo el médico-. ¿No ve que las fuerzas no me dan? Eso es, cójala de los tobillos. Así no, hombre, con delicadeza. ¿Cuándo dejará de ser uncow-boy?

– Yo no soy uncow-boy -replicó Charlie encolerizado-. Yo no había visto una vaca en mi vida hasta que llegué a Italia. Yo nací en un suburbio industrial y hasta la carne que comíamos venía enlatada.

– Está bien, Charlie -respondió el médico con condescendencia-. Ya hablaremos de esto en otra ocasión. Ahora, si no le parece mal, ayúdeme a llevar a su esposa a la cama. Sí, Charlie, usted delante. Vamos.

Tambaleándose bajo el peso de la enferma, los dos hombres abandonaron el salón y en él a Fábregas, quien, temeroso de agravar la situación si se sumaba al cortejo, optó por permanecer donde estaba, sin ofrecer su ayuda, pero sin hacer de sí un impedimento. Ahora, sin embargo, al verse una vez más a solas en aquella estancia, se arrepentía de su circunspección. Parece que el destino ha resuelto que yo venga a perderme en esta casa, se dijo. Decidido a salir de allí a toda costa, cruzó la puerta que Charlie y el médico habían dejado abierta al salir y de este modo ganó un pasillo oscuro del que arrancaba una escalera, en cuyo extremo superior se veía una claridad azulada, como la que difunde una lámpara cubierta por una pantalla de tul. Se disponía a subir por aquella escalera cuando detuvo sus pasos un sonido procedente del lugar al que se encaminaba. Este sonido se fue haciendo cada vez más nítido, aunque sin aumentar el volumen. Ahora Fábregas, inmovilizado al pie de la escalera, percibía una voz humana, débil y quejumbrosa, que parecía repetir una palabra incomprensible, quizás en un idioma extranjero. Hola, ¿qué es esto?, se preguntó con cierto sobrecogimiento, porque sin saber la razón, tenía constancia de estar asistiendo a un fenómeno sobrenatural o, cuando menos, inexplicable. Así permaneció varios segundos; luego, de repente, enmudeció la voz y en lo alto de la escalera apareció un hombre cubierto de un batín de tafetán, que llevaba en las manos una copa de champaña y una boquilla larga, de metal plateado. Aquella figura era indudablemente una visión: desde donde estaba, Fábregas podía seguir viendo los peldaños de la escalera a través de ella no bien hubo ésta iniciado el descenso. Fue la transparencia de la figura, sin embargo, lo que le tranquilizó. No hay motivo alguno para pensar que se trate de un fantasma, se dijo, antes bien, de una superchería. Los fantasmas no son transparentes; ahora los creemos transparentes porque el cine siempre los ha representado así, pero en realidad sólo es un truco mecánico de superposición de imágenes, un simple efecto especial. No obstante, decidió regresar al salón y, habiéndolo hecho, cerró a sus espaldas la puerta que conducía a la escalera.

Sus razonamientos sólo le habían proporcionado una tranquilidad relativa. Ahora creía ver en el fondo de los espejos del salón unos hombres muy gordos y risueños, vestidos con telas de color escarlata, que le hacían señas, como si le saludaran y luego, convencidos de haber atraído su atención, juntaban las manos, adoptaban una expresión de recogimiento y oraban o simulaban orar. ¿Qué querrán decirme?, se preguntaba; tal vez que me una a sus rezos, pero ¿cómo? Yo nunca he rezado; a lo sumo, de niño, repetía unas letanías aprendidas de memoria, sin tener idea de su significado, pero eso no era rezar… o quizá sí, se dijo. Cerró los ojos y se pasó las manos por la cara. Quizá soy yo, se dijo, quizá algo no anda bien en mi cabeza. Cuando abrió los ojos de nuevo, las apariciones se habían disipado. He de salir de esta casa cuanto antes, se dijo. Ah, ¿cuántas puertas tendrá este maldito salón? ¿Siete?, ¿seis?, ¿nueve? Imposible saberlo. Eran los espejos intercalados lo que le impedía llevar a cabo un recuento satisfactorio. Finalmente decidió abrir una puerta cualquiera. Al hacerlo le asaltó el temor de estar abriendo de nuevo por distracción la que llevaba a las escaleras que el aparecido para entonces sin duda habría terminado de bajar, pero tuvo suerte y no sucedió tal cosa. Ahora se encontraba en una sala contigua al salón y tan desnuda de muebles como éste, salvo por una mesa de altar tapizada de damasco rojo, alumbrada por varios cirios gruesos y coronada por una hornacina recubierta de flores de papel. En la hornacina vio la imagen de una mujer muy joven, de belleza grave y transida, revestida de una túnica blanca y de un manto azul ceñido a la frente por una cinta. Este manto bajaba luego por los costados de la imagen, dejando al descubierto únicamente su rostro, sus manos y la punta de los pies. Un aro de alambre colocado sobre su cabeza sostenía doce estrellas de hojalata en círculo. Ante la imagen Fábregas se sintió invadido del desfallecimiento. Todos los acontecimientos extraños que habían precedido este encuentro no habían logrado prepararle para esta última visión. Clavó los ojos en el rostro de la imagen y ésta respondió a su mirada con una ligera inclinación de cabeza. Luego recobró la inmovilidad.

– ¿Piensa permanecer así eternamente? -dijo Fábregas, que había recuperado el habla después de un largo silencio.

– ¿No queda nadie? -preguntó ella.

– Sólo yo.

– Entonces ayúdeme a bajar de la hornacina. No quisiera echar a perder las flores.

Él le tendió la mano; las de ella estaban frías como el mármol y tenía las mejillas, la frente y el mentón tiznados por el humo de los cirios. Aquellos tizones resaltaban su palidez.

– Al verla la creí… -empezó a decir él.

– No lo diga… -atajó ella.

– Transformada en algo inmaterial, inaccesible a todos nosotros, quise decir -dijo él-. ¿Qué hacía subida a este aparato? ¿Cuánto tiempo lleva aquí, inmóvil, fingiendo ser una estatua? ¿Y por qué esta representación?

– ¡Y yo qué sé! -exclamó ella malhumorada, golpeando el suelo con el pie descalzo-. ¿Cree que todavía tengo ganas de interrogatorios?

Pero al instante, antes de que él pudiera replicar, cambió de tono y continuó diciendo:

– Acompáñeme a dar un paseo, por favor: tengo el cuerpo entumecido y el frío metido en los huesos.

– ¿No debería abrigarse?

– Primero haré un poco de ejercicio para restablecer la circulación sanguínea y luego me daré un baño, si hay agua caliente en este caserón dejado de la mano de Dios -dijo; luego, como avergonzada de sus palabras, añadió-: No sé por qué digo estas cosas. A mi edad ya debería haber encontrado la forma de mejorar la situación de mi familia o, si eso no, al menos la de independizarme de ella. Pero aquí sigo, ni rebelde ni dócil, sólo inútil y quejumbrosa.

– No empiece a atormentarse y cuénteme lo que hacía en la hornacina -atajó él.

– Nada, lo de siempre: mantener viva una vieja tradición que agoniza -dijo ella colgándose de su brazo y obligándole a concertar sus pasos. Luego, mientras caminaban por el salón, al que habían accedido, empezó a referirle la siguiente historia-: Desde hace muchísimos siglos era costumbre en Venecia celebrar la fiesta de la Inmaculada con una procesión. Por supuesto, el dogma de la Inmaculada Concepción no fue proclamado hasta mediados del siglo pasado, pero la creencia siempre fue consustancial al cristianismo. El asunto, en realidad, siempre fue honrar a la Virgen, para lo cual, al inicio de la primavera, pues la festividad todavía no había sido trasladada al 8 de diciembre, una joven virtuosa y bella era revestida de túnica y manto, coronada de estrellas y paseada a hombros por las calles en una andas adornadas de lirios, ramas de olivo y gavillas de trigo, que simbolizaban respectivamente la pureza, la sabiduría y la fecundidad. Iba descalza y en los pies llevaba dos rosas. Más tarde, sin embargo, y con el pretexto falaz de que las mujeres no podían intervenir en ningún tipo de ceremonia religiosa, el clero prohibió que una doncella personificara a la Madre de Dios e hizo que fuera reemplazada por un sacerdote joven o un diácono. No hace falta que le cuente en qué acabó la cosa. Para entonces Venecia se había convertido en una república de tiranos obsesionada únicamente por su propia seguridad; la policía secreta y las denuncias continuas habían creado un estado de opresión insoportable. Por esta causa, cualquier circunstancia que permitiera un alivio pasajero a tanta tensión y tanta disciplina era aprovechada no ya con alacridad, sino con desafuero. La procesión degeneró pronto en un espectáculo del peor gusto. Los hombres se vestían de mujeres, se cubrían el rostro de afeites y deambulaban por la ciudad profiriendo obscenidades, adoptando los modos más soeces y fingiendo con mucha convicción los dolores y avatares del parto. Las mujeres se vestían de hombre, ostentaban barbas y bigotes postizos, bebían aguardiente sin tasa, juraban y blasfemaban con voz bronca, fingían actitudes achuladas, al menor pretexto echaban mano a la espada, y agredían de palabra y de obra a las mujeres honestas que no se habían sumado al aquelarre. Clérigos viejos disfrazados de paloma bailaban fandango con novicios a quienes habían obligado a vestirse de querubines. En las plazas se corrían y mataban toros, cerdos y perros del modo más salvaje y sanguinario. Naturalmente, no toda la población participaba en estas algaradas. Los más se retiraron a sus casas y allí, agrupadas varias familias por razón de parentesco o clase, continuaron honrando a la Inmaculada a la manera antigua. Luego, cuando la Iglesia y el Estado de consuno intervinieron para poner coto por la violencia a los desmanes del populacho, la tradición continuó inalterable tras los muros de los palacios. Luego la festividad fue movida a la fecha de hoy y se convirtió en el inicio tácito de la temporada navideña. Por riguroso turno, incumbe a una familia del viejo círculo aristocrático, progresivamente venido a menos, organizar la velada a la que usted acaba de asistir. Es costumbre ineludible que una joven de la familia organizadora se vista como ahora me ve, salvo en la eventualidad, muy rara, de que no haya persona de la edad o el sexo adecuado o de que, habiéndola, ésta no reúna las condiciones necesarias para desempeñar el papel, bien por su aspecto físico, bien por otros motivos, en cuyo caso se admitiría que ocupara su lugar algún miembro del servicio doméstico o incluso una persona contratada para la ocasión. También es costumbre que los convidados, aparentando entregar un donativo a la imagen de la Virgen, aporten sumas modestas de dinero que, acumuladas, ayuden a la familia de turno a salir de apuros ese año. No es costumbre, en cambio, que la familia de turno obsequie a sus convidados con unas tartaletas tan baratas y rancias como las que mi padre andaba ofreciendo hace un rato. Venga; ya he caminado bastante y el estar tantas horas de pie me ha fatigado: sentémonos.

– No quisiera que pillara un resfrío -dijo él.

– No hay miedo: estas prendas son de mucho abrigo -dijo ella sentándose en uno de los sofás del salón, encogiendo las piernas y cubriéndose los pies con el ruedo del manto que ahora, tras el paseo, aparecía cubierto de cazcarrias. Luego, sin cambiar el tono coloquial con que había pronunciado estas palabras, prosiguió diciendo-: También es posible que lo que acabo de contarle sea pura leyenda, que la costumbre del visiteo y el disfraz la impusieran a mediados del siglo pasado los austríacos, muy devotos de la Santísima Virgen, y que calara fácilmente entre la aristocracia, mucho más dispuesta que el pueblo llano a colaborar con las fuerzas imperiales de ocupación. Como quiera que sea, hoy perdura como un mero nexo de unión de una sociedad que se desintegra sin remedio y cuya única justificación, a sus propios ojos y a los de nadie más, consiste en marcar las diferencias que las separan de unas masas supuestamente groseras e incontroladas. En el fondo, todo es fraude y cambalache.

Suspiró y añadió después de un silencio que Fábregas, intuyendo que era el prólogo a una confidencia, se guardó de romper:

– Sé que mis padres, a quienes no falta tupé, le refirieron la historia apócrifa de nuestra antepasada, la celebrada meretriz. Ignoro si la dio por cierta o no, pero es evidente que extrajo de ella algunas conclusiones poco halagüeñas con respecto a mí. No voy a impugnarlas: es usted muy libre de pensar lo que quiera y yo lo soy también de justificar o no mi conducta, según se me antoje. Una cosa solamente le quiero contar: hace poco más de un año, en Roma, a donde había ido a mi regreso de Londres con la vana intención de encontrar trabajo, conocí a un hombre cuya influencia ha sido y sigue siendo decisiva en mi vida todavía. Le conocí cuando él acababa de llegar a Roma para tomar posesión de un cargo de gran responsabilidad al que había sido electo y cuya naturaleza no revelaré para no poner de manifiesto innecesariamente su identidad. Como la residencia que le correspondía en virtud de su cargo había sido ocupada hasta pocos días antes de su llegada por su predecesor, el cual había fallecido allí tras una enfermedad larga y aparatosa, hubo de alojarse en un hotel mientras aquélla era habilitada para acoger en la forma debida al nuevo ocupante. En aquel hotel le visité en repetidas ocasiones, siempre con el riesgo de atraer la atención de un periodista o de tener un tropiezo con el personal encargado de velar por su seguridad. Por suerte, su misma presencia había convertido el hotel en un hervidero de personas cuyos asuntos no admitían demora. De este modo pude apañármelas para burlar toda sospecha. La importancia de sus funciones, el volumen de papeleo que engendraban y el flujo continuo de visitas que acudían a verle le obligaron a ocupar unasuite del hotel a la que, al cabo de muy poco, hubo que ir agregando las habitaciones contiguas. En este habitáculo improvisado estaba a sus anchas: había llevado siempre una vida trashumante y desarrollado una habilidad especial para hacer su casa allí donde las circunstancias lo pusieran. Apenas aposentado colgó de las paredes de la suite los trofeos de caza que había acumulado durante dos largas estancias en África, en la última de las cuales había contraído unas fiebres que no ponían en peligro su vida, pero que le causaban molestias recurrentes. De resultas de estas fiebres había encanecido prematuramente y perdido todo el vello corporal. Cuando la fiebre experimentaba una recidiva, la temperatura podía subirle en pocos segundos a cuarenta y uno o cuarenta y dos grados. En estas ocasiones sus ojos brillaban en la oscuridad, como un fuego fatuo, y deliraba. Fuera de estos trances pasajeros y aunque hacía años que había dejado atrás la juventud, era hombre de energía extraordinaria. Después de una jornada de trabajo de quince horas ininterrumpidas, durante las cuales había tenido que solventar los problemas más graves y asumir responsabilidades abrumadoras, aún tenía ánimos para invitar a cenar a un grupo numeroso y variado dé personas y para enzarzarse en la discusión más acalorada o de animar él solo la sobremesa hasta el alba. Sólo entonces, cuando se quedaba solo y los primeros rayos del sol acariciaban los tejados de Roma, me llamaba a su presencia. Rara vez acudía por mi propio pie a esta llamada: las largas horas de espera en una de las habitaciones contiguas a la suite, donde permanecía oculta, habían consumido mis fuerzas y me había quedado dormida entre pilas de cartapacios y legajos llegados de todos los puntos del globo. Entonces venía él a buscarme, me despertaba con dulzura y me llevaba a la suite en volandas.

«Disponíamos de muy pocas horas. Algún día salíamos a la calle subrepticiamente por una de las puertas de servicio del hotel. Para no ser reconocido él llevaba una peluca, gafas de sol y un traje que yo me había encargado de procurarle a mis expensas. Entonces paseábamos por las calles y plazas casi desiertas, aspirando el aire limpio de la mañana y contemplando el perezoso despertar de la ciudad, un espectáculo que a mí me dejaba indiferente, pero que a él, separado del resto de los mortales y de las minucias de la vida cotidiana por causa de su cargo, le emocionaba hasta las lágrimas. «¡Ah!», exclamaba a la vista de un campesino que disponía sobre los carretones de un mercadillo ambulante los productos de la tierra para su venta, «de modo que esto es lo que come la gente», o, deteniéndose ante el escaparate de unaboutique, cuyas puertas aún no habían abierto, «¡Hola, con que esto es lo que se llevará este año!» Disfrutaba como un niño. Si algo se le antojaba hasta el punto de desearlo con verdadero frenesí, era yo quien debía adquirirlo, porque él no disponía de dinero en efectivo ni podía pedirlo sin justificar el destino que pensaba darle. Como no podía mentir a este respecto y todas sus pertenencias estaban minuciosamente inventariadas, nunca me pudo hacer ningún regalo. «De todos los hombres de la tierra, yo estoy obligado a ser el más mezquino», me decía a menudo. Pero estas excursiones callejeras eran la excepción. La mayor parte de los días nos quedábamos en la suite: él hablando y yo escuchando. Al principio me sorprendía que a un hombre que se pasaba tantas horas despachando asuntos de viva voz todavía le quedaran ganas de hablar, hasta que comprendí que de lo que hablaba conmigo no podía hablar con nadie más. Siempre me hablaba de caza. Ésta era su gran pasión y, sin que pudiera decirse que fuese hombre modesto en ningún terreno, lo cierto es que de nada se sentía tan ufano como de sus hazañas cinegéticas. Ya le he dicho que de las paredes de la suite colgaban numerosos trofeos. Algunas piezas estaban disecadas, pero habiendo sido realizada esta operación, por razones obvias de distancia y clima, prácticamente in situ, en lugares donde la técnica de la taxidermia era todavía muy tosca y quienes la practicaban, inexpertos, los animales disecados presentaban un aspecto acartonado, irreal y casi grotesco, por lo que, en vista de estos primeros fracasos, él había optado luego por preservar únicamente las calaveras de las presas que se iba cobrando, para lo cual bastaba, según me explicó, con dejar las cabezas a la intemperie y esperar a que las hienas, los buitres y las hormigas dejasen la osamenta monda y lironda. Ahora colgaban de aquí las fauces de un león, de allí las mandíbulas de un cocodrilo, de más allá la testuz de un búfalo. Todas estas fieras imponentes habían sido abatidas por él desde el suelo, esperando a pie firme la embestida o el salto y sabiendo que errar el tiro era garantía de dentellada, cornada o zarpazo. El recuerdo de aquellos momentos de tensa expectativa, en los que la supervivencia dependía de la entereza y el acierto de un instante, le enardecía de tal forma que en ocasiones perdía literalmente el mundo de vista y, olvidando quién era, sacaba de un armario un viejo rifle, ahora herrumbroso y descargado, y me obligaba a correr a cuatro patas por la suite, a ocultarme detrás de los muebles y a tratar de saltar sobre él de improviso; él, plantado en medio de la pieza, escudriñaba a su alrededor y, cuando creía haber descubierto mi escondite, se echaba el arma a la cara y gritaba a pleno pulmón: ¡paboum!, ¡paboum! No me interprete mal: este juego pueril no me divertía en lo más mínimo. Siempre supe que estaba en presencia de un hombre sumamente necio y vacuo; nunca me hice ilusiones respecto de él y mucho menos respecto de lo que pudiera depararme el futuro a su lado. Simplemente me atraía de un modo irremisible. Si él me miraba yo olvidaba mi vida; se lo habría dado todo sin pedirle nada. Por lo demás, lo nuestro estaba condenado de buen principio al fracaso, porque no ignoraba que una vez concluidas las obras de su residencia oficial e instalado él allí, nuestra relación había de volverse por fuerza dificilísima, si no imposible, como en efecto sucedió. Regresé a Venecia profundamente abatida, pero decidida a echar en olvido aquella aventura insensata. Reanudé viejas amistades y trabé amistades nuevas: éstos fueron los días en que nos conocimos usted y yo. Poco después descubrí haber quedado encinta en Roma. Ponderé la posibilidad de interrumpir la gestación, pero no me atreví a dar un paso así sin el consentimiento de él, sabiendo como sabía lo firme de su posición en la materia. Tenía que verle y poner en su conocimiento lo sucedido. Fui a Roma. No le abrumaré contándole por qué medios intrincados le hice saber de mi presencia en Roma ni de qué insólitos mediadores se valió él para indicarme la hora y el lugar de la entrevista que yo le había pedido y a la que él accedía con evidente renuencia. Por fin, después de varias semanas de maquinación y de mil peripecias, nos vimos a solas por última vez una noche, en el jardín de su residencia. De aquella entrevista recuerdo con viveza el brillo de la luna entre los cipreses, la brisa perfumada por los rosales en flor y el croar de las ranas en un estanque cercano. Él no parecía reparar en estos detalles. El desempeño formal de su cargo, del que ahora, según me dijo, se sentía por fin plenamente investido, le había cambiado. En contra de mis predicciones, lo que había ido a decirle no le produjo inquietud ni sorpresa; antes bien, pareció dejarle indiferente, como si el asunto no fuera con él. Me recordó que, pese al boato en que vivía inmerso, no disponía de medios económicos. Yo le tranquilicé al respecto: siempre había sabido que no podía esperar nada de él, le dije. Mi aparente abnegación despertó sus sospechas y adoptó un aire impaciente y glacial que sin duda debía haberme irritado. Pero mi ánimo estaba tranquilo; nunca había experimentado antes una serenidad como aquélla. Comprendí que había llegado el momento de la separación definitiva. Entre nosotros se hizo un silencio embarazoso. A lo lejos oímos resonar los taconazos y susurros que acompañaban el relevo de la guardia en la caserna situada al fondo del jardín. «Adiós», dijo él tendiéndome la mano a modo de despedida. Yo retuve su mano entre las mías. «Hay algo que necesito saber», le dije. Me miró a los ojos y yo advertí en los suyos la fosforescencia de las tercianas. Aquel acceso súbito de fiebre hizo desaparecer por un instante la frialdad de su porte y comprendí que ahora sus ojos leían mis pensamientos. Si él hubiera hecho el más mínimo gesto yo habría caído de nuevo para siempre en sus brazos, habría aceptado el arreglo que me hubiera propuesto; por él habría soportado cualquier humillación. Él sin brusquedad, pero con firmeza, desprendió su mano de las mías y señaló al cielo. «Sólo tres cosas debes saber ahora y siempre», me dijo: «Que Jesucristo nació en el portal de Belén, que murió por nuestros pecados y que al tercer día resucitó.» «¿Eso es todo?», pregunté yo. «Sí, eso es todo», respondió. «Lo demás sólo sirve para confundir las ideas y extraviar las almas», dijo acto seguido. Regresé a Venecia abrumada por la incertidumbre. Por supuesto, debía dejar a mis padres ignorantes de la situación. Pensé en confiarme a usted, a quien me sorprendió gratamente reencontrar en la ciudad, de la que le hacía ausente, pero también usted había sufrido una transformación inexplicable. Mi estado requería atenciones médicas y me puse en manos del doctor Pimpom, que se mostró más competente que comprensivo. Como amigo de la familia y hombre de honor quería tomar cartas en el asunto a toda costa e insistía en saber la identidad del autor de mi embarazo. Ante mi negativa a revelársela decidió investigar por su cuenta. No le sorprenderá saber que la tarde en que usted y yo vinimos juntos a esta casa él extrajese de las apariencias una conclusión errónea. Viéndole convencido de que usted era la persona a quien buscaba, supuse que intentaría sonsacarle a mis espaldas e intenté ponerle sobre aviso para evitar que se produjera una lamentable confusión, pero esa tarde usted no regresó al hotel, como yo pensé que haría, sino que permaneció aquí, retenido por mi madre, que también debía de abrigar alguna sospecha acerca de mi estado y sin duda pensó inocentemente que usted podía ser, a la corta o a la larga, la solución de muchos problemas. Por eso trató de atraerlo hacia la familia con halagos y mentiras, un método que ella siempre ha juzgado infalible y que es, por no decir otra cosa, contraproducente. Ya ve que estoy poniendo las cartas sobre el tapete. Pero no es esto lo que quería contarle en realidad.

»Mi estado evolucionaba conforme a las leyes naturales, aunque no tanto que pudiera llamar la atención hasta poco antes de cumplirse el tiempo del alumbramiento. Entonces vi que debía dejar Venecia. El doctor Pimpom escribió a varios médicos de Roma a quienes conocía y a quienes rogaba me atendieran. También me proporcionó algún dinero, aunque no tanto que me permitiera sufragar los gastos del parto y mi manutención en las semanas previas y posteriores a aquél. Por esta razón recurrí a usted de nuevo. Fui a verle a su habitación dispuesta a revelarle los móviles de mi conducta; se lo habría contado todo si usted hubiera estado dispuesto a escucharme y en condiciones de hacerlo, pero no era éste el caso. De todos modos, me dio el dinero que yo necesitaba y por este motivo le estaré eternamente reconocida. Con él me fui a Roma y allí acudí a todas las direcciones a las que había escrito el doctor Pimpom. El resultado de estas visitas fue siempre idéntico: unos, amparándose en la proverbial ineficacia del servicio de correos, aseguraban no haber recibido ninguna carta; otros admitían haberla recibido, pero decían desconocer al remitente; otros, por último, se limitaban a decir que no podían hacer nada por mí. Alguno, apiadado de mi condición, hizo amago de ofrecerme un dinero que rehusé; los más se limitaron a regalarme muestras gratuitas de medicamentos que les habían enviado los laboratorios farmacéuticos. De resultas de todo esto me encontré en una situación de desamparo absoluto, a la que se sumaban las molestias propias de mi estado. Caí en un gran torpor; dormía la mayor parte del tiempo y lloraba el resto. No sabía qué hacer.

»Por estirar al máximo el dinero de que disponía, me había alojado en una pensión modesta, en un barrio poco céntrico. En aquella pensión se hospedaba también una muchacha menuda y jovial, de aspecto avispado, no mayor de veinte o veintidós años ni exenta de atractivos, de quien los demás huéspedes solían murmurar. Ella no hacía nada que diera pábulo a las murmuraciones, pero tampoco salía al paso de éstas con su conducta: en la pensión se comportaba siempre con el máximo comedimiento, pero sus horarios eran por demás irregulares y, aunque vestía de un modo discreto y recatado, todos sabíamos que usaba ropa interior de fantasía, pues la lavaba en su cuarto y la oreaba en su ventana. De todo lo cual deduje que aquella muchacha no desempeñaba una profesión deshonesta, pero que probablemente se valía de medios deshonestos para desempeñar una profesión honesta en forma exitosa. Esto, como es de suponer, me traía sin cuidado, y si he traído este personaje a colación ha sido porque fue, desde mi llegada a Roma, el único ser humano que me prodigó algunas atenciones y me dio muestras de afecto.

»Cuando comprendí que el embarazo tocaba a su fin, tuve miedo. Por inconsciencia o cobardía, nunca me había puesto a calibrar las consecuencias de todo aquello: ni los riesgos físicos que llevaba aparejado el parto ni los problemas que había de acarrearme la criatura que yo estaba a punto de traer al mundo. Quizá por esta razón el miedo inconcreto que ahora sentía era más asfixiante. Dormida me asaltaban pesadillas y despierta era presa de un nerviosismo rayano en la histeria. Ningún médico se ocupaba de mí y solventaba todos los desarreglos anímicos y corporales con la ayuda de un farmacéutico que me recetaba remedios y medicinas. No sé cómo logré sobrevivir. Finalmente decidí incumplir lo que me había prometido a mí misma, prescindir del orgullo y pedir ayuda a la persona que me había puesto en semejante situación. Por supuesto, no podía ir a verle con aquella facha, así que hube de confiar en alguien. Elegí hacerlo en la muchacha de la pensión de que le hablé hace un momento. A la primera ocasión propicia la llevé aparte y le referí el caso. Ella escuchó el relato en silencio y concluido aquél se limitó a mascullar: «Todos son iguales.» Le hice jurar que me ayudaría y ella trató de hacerlo, pero los días pasaban y sus gestiones no daban ningún fruto. «Hoy no he podido ir», me contestaba cuando yo, al verla entrar en la pensión, la asediaba con mis preguntas. O bien: «Hoy he ido, pero había mucha cola y no me he podido quedar.» Y así sucesivamente. Hasta que una tarde, tres semanas antes de lo que el doctor Pimpom y yo habíamos calculado, tuve los primeros avisos de que el momento decisivo estaba próximo. Alertados por mí los dueños de la pensión, y después de un breve conciliábulo, alguien llamó al hospital más próximo y pidió que enviaran una ambulancia sin demora a recogerme. Le respondieron que el personal hospitalario estaba en huelga y los servicios, interrumpidossine die; que el retén que atendía los casos más graves no daba abasto a todos ellos; que dejáramos nuestro nombre y dirección y que tuviéramos la bondad de aguardar un día o dos. En vista de esto, la dueña de la pensión se mostró partidaria de llamar a la policía. «Si pasa algo, tendremos lío», dijo en tono agorero; a lo que replicó su marido diciendo que él nunca había tenido tratos con la policía ni los pensaba tener; y se echó a la calle en busca de su madre, una mujer octogenaria que en su juventud había ejercido ocasionalmente de comadrona.

»Así dieron comienzo aquellas horas terribles, interminables. Aunque estaba avanzado el otoño, la temperatura era alta y, como mi habitación carecía de ventana, pronto el calor se hizo agobiante y la atmósfera, irrespirable. Me llevaron a otra habitación que disponía de una ventana alta y estrecha por la que ahora entraba la luz del atardecer. El cielo estaba dorado y melancólico y de la calle llegaba el murmullo de la circulación rodada y el trajín de los platos en un restaurante próximo. Tampoco el farmacéutico pudo ser localizado: al término de la jornada había cerrado la farmacia y se había ido a su casa, cuya dirección nadie conocía. Para calmar el dolor de las contracciones, cada vez más intenso, me dieron lo que tenían: aspirinas ygrappa. Con esta mezcla quedé medio atontada. Los dolores iban y venían y perdí la noción del tiempo. En un momento dado vi la luna enmarcada en la ventana; en otro, la cara apergaminada de la comadrona, que llevaba rato atendiéndome sin que yo me hubiera percatado de ello. Tenía mucha sed y me dieron agua. La muchacha en quien había confiado entró a verme. Venía de la calle y exhalaba un perfume cálido que me revolvió las tripas. Pedí que nos dejaran a solas un instante y, cuando lo hubieron hecho, le dije: «Es posible que no salga de ésta.» Ella me interrumpió diciendo que no dijera tonterías. Lo que me pasaba era una cosa molesta, pero sencilla. «Constantemente están naciendo miles y miles de niños, sobre todo en Asia», agregó. Yo le interrumpí a mi vez para decirle: «Escucha: la criatura que va a nacer sólo me tiene a mí, y si a mí me pasara algo, se quedaría sola en el mundo. Tienes que ir a verle, intentarlo una vez más y esta vez abrirte paso hasta él como sea; dile que venga; explícale las cosas como son. Anda, ve.» Ella me respondió que haría lo que yo le pedía, pero en sus ojos leí la indecisión y la duda. Salió la muchacha de la habitación y yo debí de perder el conocimiento. Me despertó un gemido lastimero; tardé un rato en darme cuenta de que yo misma lo había proferido. La luna ya no estaba en la ventana: ahora era noche cerrada, sin nubes y sin estrellas. Poco a poco fui recobrando la cordura y haciéndome cargo de dónde estaba y qué ocurría. Recordé los dolores inhumanos que había estado padeciendo y pensé que no sería capaz de soportarlos nuevamente, pero transcurrieron varios minutos y los dolores no volvieron. Al verme despierta acudió la vieja comadrona. «Nena, ¿cómo estás?», oí que me preguntaba. «Bien», le respondí esperanzada. «¿Ya pasó todo?» «Falta muy poco», dijo ella. «¿Te duele algo?» «No, pero tengo mucha sed; déme agua, por favor.» «No debes beber nada», respondió la vieja comadrona; «ningún líquido». «¿Quién lo ha dicho?», quise saber, y ella miró de reojo hacia el otro extremo de la habitación. Seguí su mirada y vi dos hombres muy altos que parecían hermanos. Uno iba vestido enteramente de blanco y el otro, enteramente de negro. Miraban lo que había en una mesita sobre la que una lámpara cubierta por una pantalla grande, hecha de trozos de cartón doblado, proyectaba una luz intensa, mientras dejaba en penumbra el resto de la habitación. Miraban lo que había en aquella mesita y cuchicheaban animadamente. Al advertir que me había despertado, acudieron a la cabecera del lecho. La vieja comadrona se retiró y ellos se situaron a ambos lados de aquél. «¿Cómo se encuentra, señora?», me preguntaron los dos a la vez. Les dije que me encontraba bien, que los dolores habían cesado. El hombre de blanco hablaba con acento francés y el de negro, con acento alemán. Cuando hablaban entre sí, el que tenía acento francés se dirigía al otro en alemán, y el que tenía acento alemán le respondía en francés. Esto me hizo pensar absurdamente que debían de ser suizos: dos hermanos suizos que había adoptado aquella solución equitativa a los problemas prácticos de su bilingüismo. Estas cosas las pensaba porque la cabeza no me regía bien. Mientras el hombre de negro me tomaba el pulso y me auscultaba, el hombre de blanco fue a la mesita iluminada y regresó con una jeringa. Me hicieron ladear el cuerpo y sentí un pinchazo en la espalda. El hombre de negro volvió a auscultarme, murmuró: «Todavía no», y anotó algo en su cuaderno. Los dos hombres volvieron a situarse junto a la mesita y a hablar entre sí con gran animación. Lo que me habían inyectado me sumió en un estado de gran bienestar físico. Ahora todo estaba bien, todo era como debía ser; en fin de cuentas, él tenía razón: sólo la entrega puede salvarnos del caos; la felicidad es un estado de gracia que sólo se confiere al que sabe renunciar y aceptar, me dije. Pensando estas cosas no me enteraba de lo que ocurría a mi alrededor. En cambio, registraba con nitidez todos los sonidos que llegaban de la calle. Cuando abrí de nuevo los ojos, la ventana estaba cerrada y por los cristales entraba la luz del día. Delante de mí estaban la comadrona y el hombre vestido de blanco; ambos me miraban fijamente a los ojos con el ceño fruncido y el semblante grave, como si estuvieran recabando mi atención para reprenderme. Sin apartar su mirada de la mía, el hombre vestido de blanco hizo una seña y acudió el hombre vestido de negro. Vi que llevaba las manos cubiertas por unos guantes de goma y comprendí que había llegado el momento decisivo. De mi ánimo desapareció toda la paz de que había estado gozando y me invadió un terror irreprimible. En aquel momento pensé que aquellos dos hombres habían sido enviados allí para impedir que el suceso que estaba a punto de producirse trascendiera las paredes de aquella miserable habitación. Imaginé haber sido vigilada continuamente desde que puse el pie en Roma e interpreté bajo un nuevo prisma la actitud arisca de los médicos a quienes había acudido en un principio y las tentativas supuestamente infructuosas de mi amiga de llegar hasta él. Ahora todos aquellos hechos formaban parte en mi imaginación de una conjura destinada a eliminarme a mí y a hacer desaparecer a la criatura que en aquel instante pugnaba por salir al mundo. Quise saltar de la cama, pero me lo impidieron. «Valor, ya casi está», oí murmurar a la comadrona. El hombre de negro, con su peculiar acento, me gritó: «Poussez, madame, poussez!», y yo comprendí que quería vivir por encima de cualquier otra consideración. En aquel momento resonó en la pensión un grito terrible, como si acabara de irrumpir en ella un animal ávido y feroz, y sentí pánico, pero no por mí, sino por mi hijo; entonces comprendí que no estaba dispuesta a consentir que nadie me lo arrebatara. Al grito siguió un breve silencio, durante el cual comprendí que había sido yo quien lo había proferido. Luego oí un llanto tenue y extrañamente próximo y me pregunté cuál de los dos hombres estaría llorando y por qué. La comadrona se inclinó sobre la cama para decirme algo, pero yo no podía oír sus palabras, porque sólo tenía oídos para aquel llanto, ni podía distinguir la expresión de sus facciones, porque tenía los ojos inundados de lágrimas. Finalmente entendí que sólo quería decirme lo que yo ya sabía: que todo había ido bien. «Es un niño muy hermoso», añadió. Y yo le dije: «No deje que nadie se lo lleve.»

XIII

«Efectivamente, he vivido mi vida como un imbécil», escribió, «pero ahora comprendo que no me fue dada otra alternativa y que, puesto que tampoco me será dada otra oportunidad, tanto la queja como el arrepentimiento resultan superfluos. Este pensamiento, sin embargo, no me reconcilia conmigo mismo ni con la vida: deploro el daño que he causado y el que sigo causando y me sulfura la impotencia mía y la de todos ante el sufrimiento de los inocentes. La realidad no se aviene a tapujos; de continuo vemos cometerse crímenes horribles que nos hielan la sangre». Cerró la pluma estilográfica, la dejó suavemente sobre la mesa y se levantó a echar una espuerta de leña a la chubesqui. Antes de volver a la mesa remoloneó al calor del fuego, frotándose la manos y reflexionando. Aunque en la ventana se veía un recuadro del cielo azul, en el interior de la pieza reinaba la penumbra. Una lámpara de pantalla metálica arrojaba un cono de luz sobre las cuartillas que llevaba emborronando desde el mediodía. Ahora, bajo el foco que lo individualizaba en la penumbra, aquel mensaje adquiría la relevancia de una prueba irrecusable. Se sentó, suspiró, destapó la pluma estilográfica y continuó escribiendo. «Para combatir esta desazón, algunos se entregan a una actividad sin tregua; otros, por la misma causa, persiguen el dinero, el éxito, el poder u otros fines igualmente superfluos.» Había usado la palabra superfluos unos renglones más arriba, pero la interrupción para avivar el fuego le impedía advertir esta reiteración. «Otros, por último», prosiguió, «se encierran en sí mismos, como si sólo una vida interior llevada a los límites de la demencia pudiera dulcificar la aridez de toda existencia». De todos, éstos son los peores, pensó; pero no consignó esta idea por escrito: no quería influir en la opinión de la persona a quien iba dirigida aquella carta. «El frío y el mal tiempo no han cesado», añadió en cambio. «Tampoco han ido a más, pero nuestra resistencia está ya muy menguada. A mi alrededor todos presentan síntomas de emaciación; la moral es baja y reinan la dejadez y el mal humor, pero también la resignación y la tolerancia: en el fondo, todos sabemos que se trata de un estado pasajero, que cambiará con la primavera, que ya se anuncia en la ventana.» Se llevó la pluma a los labios y se quedó pensativo. Como si lo hubiera conjurado con sus palabras, el abatimiento que acababa de describir vino a alojarse en su ánimo. Tenía más cosas que decir, pero no encontraba la energía necesaria para hacerlo: la mera escritura se le antojaba ahora un esfuerzo superior a sus posibilidades. Concluyó la carta con una fórmula común a la que agregó, sin mucha convicción, la promesa de escribir de nuevo en unos días, firmó la carta, dobló el papel, lo introdujo en el sobre y escribió en él el nombre de su hijo y las señas de su antiguo domicilio conyugal.

Al salir a la calle para ir a la estafeta, donde se proponía hacerse sellar y certificar la carta, advirtió haber sido víctima de un engaño: el azul que había visto en la ventana de la pieza era sólo un mínimo fragmento del cielo, que se presentaba en general encapotado. La primavera que había augurado inminente en la carta, todavía tardaría semanas, si no meses, en llegar. La nieve, en la cual el invierno no había sido parco, se había convertido en charcos pútridos allí donde el sol la había logrado disolver; donde los rayos del sol no llegaban, todavía se veían unos ridículos promontorios ennegrecidos por la suciedad del aire. Sólo en un canal solitario, sobre una góndola cubierta de lona asfáltica, la nieve conservaba inexplicablemente su blancura original. El balanceo ocasional de la góndola hacía que se desprendiesen diminutas agujas de hielo del cable que la sujetaba a una bita de amarre. Entonces las agujas, alargadas y transparentes como lágrimas de una lámpara antigua, caían al agua silenciosamente. Fábregas sabía, por haberlo oído contar, que en la riba de aquel canal cierto caballero había sido muerto a traición por dos sicarios de un rival expeditivo, los cuales, hallándolo allí solo y desprevenido, lo pasaron de parte a parte con sus estoques. Esto había ocurrido dos siglos atrás, pero ahora, al pasar por aquel lugar apartado, al que la blancura de la nieve acumulada sobre la funda de la góndola confería por contraste cierta tenebrosidad, creía distinguir sombras de fuga y oír los gemidos de dolor y las súplicas tardías del caballero, a quien sus ejecutores, cumplida su misión, habían abandonado allí moribundo.

En la estafeta tuvo que hacer varias colas y cuando salió la tarde ya declinaba. El cielo, sin embargo, se había despejado de nubes. Después de todo, aquel fragmento de azul no había sido tan engañoso, pensó. Ahora estaba seguro de que la primavera no tardaría en llegar. Animado por esta convicción, desvió la ruta que llevaba y dirigió sus pasos a la plaza de San Marcos. La plaza estaba muy poco concurrida cuando desembocó en ella. Algunos turistas cabizbajos se apresuraban por los soportales. Al ver que se le acercaba una pareja de policías uniformados, un vagabundo que orinaba en un rincón se alejó andando de lado, sin dejar de orinar. Aunque no era hora de visita ni de culto, las puertas de la basílica estaban abiertas de par en par para permitir que un batallón de mujeres baldeara el suelo embarrado. Aprovechando esta ocasión rara, Fábregas entró en la basílica sin que ninguna de aquellas mujeres le diera el alto. Dentro había más equipos de limpieza. El color vivo de los cubos de plástico resultaba chocante en aquel lugar. Procurando no pisar los trozos recién fregados, Fábregas deambuló a sus anchas por la basílica vacía. Si alguien le hubiera hecho una observación, se habría ido sin rechistar, pero nadie parecía reparar en él. Durante casi una hora fue contemplando los mosaicos, las estatuas, las pinturas, los tesoros fabulosos, las flores marchitas, las vasijas selladas que contenían las reliquias de los santos de mayor renombre: visceras humanas obtenidas por medios que no excluían la extorsión y la violencia, traídas de todos los confines del mundo como botín de guerra. Y no sin razón, pensó. Los siglos habían ido dejando a su paso recuerdos funestos y estos residuos extravagantes, que los hombres habían querido identificar con lo bueno, lo glorioso y lo esperanzador. Y no sin razón, pensó nuevamente. De aquella historia aciaga de guerras, matanzas, asesinatos, torturas, hambre, epidemias, desastres naturales, odios y temores, había surgido aquella caterva enloquecida de fanáticos y demiurgos que ahora parecían mirarle desde las paredes, los techos, las hornacinas y los altares con expresión idiotizada. He de hacer llegar a mi hijo sin falta esta gran verdad, pensó mientras se dirigía a la calle.

Una vez en la plaza advirtió que ya era noche cerrada. Esto le sorprendió: no creía haber estado tanto tiempo en el interior de la basílica. Luego advirtió que en realidad no era tan tarde, sino que el cielo había vuelto a nublarse inopinadamente. Estos nubarrones, sin embargo, eran distintos de los que había visto disiparse un rato antes. Éstos eran nubarrones de tormenta: traerían lluvias torrenciales, pero también una subida de las temperaturas. A lo lejos resonó un trueno prolongado. Fábregas emprendió el camino de regreso a paso vivo. Apenas un mes antes un chaparrón como el que ahora se avecinaba había inundado dos habitaciones y les había llevado un esfuerzo enorme y dos jornadas enteras achicar el agua. Ahora quería asegurarse de que no iba a suceder una cosa parecida o, cuando menos, de que habían sido tomadas ciertas precauciones para ello. Cuando llegó ante la puerta caían los primeros goterones.

Ya dentro oyó un lloriqueo intermitente y se dirigió a la habitación de donde procedía aquél con la esperanza de encontrarla allí, pero junto a la cuna sólo estaba Charlie, que trataba en vano de tranquilizar al niño.

– Los truenos han debido de despertarle -dijo Charlie.

Llevaba un pantalón de franela muy raído y una camiseta gris en cuya parte delantera se leía: UNIVERSITY OF BALTIMORE, Baltimore, Md. La habitación, caldeada por un convector y apenas ventilada, olía intensamente a leche agria y a agua de colonia. Fábregas rozó con la palma de la mano la frente del niño, y habiéndose cerciorado de que no estaba caliente, meció un poco la cuna y le dijo a Charlie que se fuera a descansar.

– No estoy cansado -respondió aquél-. Vete tú; yo me quedaré aquí todavía un ratito.

Los acontecimientos de los últimos meses habían cambiado a Charlie: ahora una actitud responsable y directa había sustituido a su antigua solicitud empalagosa e improductiva. Fábregas salió de la habitación sin decir nada. Por contraste con la habitación que acababa de abandonar, el corredor y los salones del palacio le parecieron aún más fríos. Las reparaciones efectuadas habían impedido un deterioro irreparable del edificio, pero habría hecho falta un desembolso muy superior para hacerlo mínimamente confortable y Fábregas no disponía de tanto. En realidad, ya no disponía de nada. Había llegado a un acuerdo con los dueños de su antigua empresa, en virtud del cual renunciaba a los emolumentos mensuales que le habían sido asignados en su día a cambio de un tanto alzado que saldaba en forma definitiva su relación con la empresa familiar. No le había costado nada llegar a este acuerdo con los nuevos dueños de ésta que así, mediante una suma relativamente modesta, se veían libres de un gasto pequeño pero recurrente que afeaba los balances y exigía explicaciones engorrosas. Con aquel dinero había adecentado un poco el palacio de los Dolabella y, consciente de que a partir de entonces tanto éstos como él mismo habrían de ganarse la vida de algún modo, había destinado una parte sustancial de la inversión a convertir las estancias del palacio que daban a la plaza en una tienda abierta al público. Al principio este proyecto había chocado con la oposición de la familia Dolabella, que lo consideraba indigno de su nombre y aun vejatorio, pero él había porfiado hasta vencer una resistencia con la que, por lo demás, ya contaba y contra la que iba equipado de argumentos incontestables. El capital de que disponían, les había dicho, no permitía iniciar otro tipo de negocio y no parecía factible que ninguno de ellos obtuviera un trabajo decorosamente remunerado en poco tiempo. Por otra parte, aunque reconocía haber vivido en un estado de obnubilación perpetua desde que había llegado a Venecia hasta entonces, su instinto comercial de catalán no había estado enteramente inactivo en todo aquel tiempo y ahora, serenado su ánimo, se hacía cargo de las posibilidades infinitas que ofrecía una ciudad tan concurrida como aquélla, había añadido. Naturalmente, no ignoraba la competencia numerosísima a que habrían de hacer frente, había dicho acto seguido adelantándose a las objeciones que sus interlocutores se disponían a hacerle, pero estaba persuadido de que con imaginación, tesón y flexibilidad podrían salir adelante. La idea había entusiasmado pronto a Charlie, que ya se veía a sí mismo detrás de un mostrador, departiendo con una clientela distinguida, pero no así a su mujer, la cual, sin embargo, ofreció una resistencia meramente formal: en el fondo sabía que su futuro y el de los suyos dependían de Fábregas. Después de hacer algunos aspavientos y de murmurar como para sí que los huesos de sus antepasados se revolverían en sus tumbas, acabó dando su conformidad al proyecto y previniendo a todos de que su mala salud no le permitiría en ningún caso aportar su colaboración a él. En aquella ocasión Fábregas le había replicado, medio en serio, medio en broma, que apenas se viera al frente de un negocio pujante de seguro le volverían los bríos y las ganas de vivir y que estaba dispuesto a apostar con ella cualquier cosa a que así sería, a lo que ella había respondido, moviendo la cabeza tristemente, que mucho temía no llegar siquiera al día en que, finalizadas las obras, la tienda abriera sus puertas. Por supuesto, nadie había hecho el menor caso de esta profecía que, sin embargo, resultó cierta: a finales de enero, con gran extrañeza de todos, y muy en especial del doctor Pimpom, la enfermedad que ella siempre había pretendido tener se agravó de un modo alarmante. Trasladada de inmediato al hospital, los médicos que la reconocieron coincidieron en calificar su mal de irreversible. Entonces comprendieron que el fingimiento de todos aquellos años había sido un intento descabellado pero eficaz de ocultar a los ojos de los demás y de negarse a sí misma la existencia de una enfermedad acerca de la cual ella nunca había abrigado dudas en su fuero interno. En el hospital, enfrentada a lo que habían de ser sus últimas horas, depuso la actitud plañidera de siempre y adquirió una serenidad inimaginable para quienes habían estado padeciendo su monserga durante tanto tiempo. Ya con las fuerzas muy menguadas, había pedido que le llevaran a su nieto, al que hasta entonces se había negado a ver y al que siempre se había referido con el calificativo de bastardo. En esta ocasión, Fábregas, dejando a Charlie a la cabecera de la enferma y aunque nevaba copiosamente, había acudido al palacio en busca de María Clara, que permanecía allí al cuidado del bebé. Entre los dos lo habían abrigado con todas las prendas de invierno que componían su escasísimo ajuar, lo habían envuelto en dos mantas y lo habían llevado al hospital en una góndola que avanzaba con lentitud exasperante bajo la nieve. Una vez en el hospital, la enferma había examinado a su nieto detenidamente y luego, como el pequeño hubiera roto a llorar, había pedido a los presentes que la dejaran sola y había vuelto la cara hacia la pared para que nadie viera las lágrimas correr por sus mejillas. Esa misma noche murió. Unos individuos la vistieron con un hábito de monja y la colocaron en un ataúd acolchado, con la cabeza reclinada en un almohadón de encaje; en las manos le anudaron un rosario de cuentas de plata. Luego le pintaron las uñas, la peinaron y le empolvaron la cara. El funeral y el entierro se efectuaron dos días más tarde. Había cesado de nevar y brillaba el sol en un cielo limpio, de un azul pálido y frío. Para evitar que a las exequias acudiera la gente en cumplimiento de una obligación social tan molesta como inexcusable, Charlie, María Clara y Fábregas, de común acuerdo, optaron por no difundir la noticia de su celebración. Al cementerio sólo habían ido ellos y el doctor Pimpom, con mucho el más afectado por el suceso; viéndole se habría dicho que le habían caído de golpe veinte años encima. Sobre las causas del fallecimiento, ningún médico se quiso pronunciar abiertamente. Varias posibilidades fueron invocadas, pero, descartada la autopsia por voluntad de la familia, quedó para siempre sin determinar la naturaleza exacta de aquella enfermedad larga e inverosímil. En los quince días siguientes al entierro el palacio se vio invadido a todas horas por las visitas de pésame. Era patente que todos se esforzaban por decir algo bueno de la difunta, pero que los elogios no acudían con facilidad a los labios de nadie. Por el contrario, la desaparición de la enferma alivió la atmósfera de pesadumbre que había estado ensombreciendo el palacio a todas horas. Donde antes sólo se oían lamentos y reconvenciones, resonaban ahora el llanto de un recién nacido y las voces, juramentos y canciones de los albañiles, fontaneros, carpinteros, yeseros, estucadores y pintores que, ajenos al drama que acababa de producirse en el edificio, proseguían sus trabajos de rehabilitación. La presencia absorbente del niño hizo que tanto Charlie como María Clara pudieran dedicar muy poco tiempo al duelo. Ahora habían pasado ya dos meses de aquellos hechos luctuosos y las obras estaban terminadas, al menos en su fase inicial. Más adelante, si el negocio que estaban a punto de emprender resultaba próspero, instalarían un buen sistema de calefacción y restaurarían alguno de los salones, pensaba Fábregas. Ahora, sin embargo, la tienda acaparaba toda su atención. Para abrirla al público sólo faltaba que llegaran algunas mercancías cuya entrega se retrasaba sin causa aparente. Aquella misma tarde María Clara había acudido a las oficinas de la empresa transportista para protestar una vez más por aquel retraso injustificado que les ocasionaba a ellos una pérdida cierta. Quiera Dios que no le haya pillado el aguacero en plena calle, se dijo Fábregas oyendo repicar la lluvia en los cristales. Pensaba, no sin razón, que el nacimiento del niño, la crianza de éste, la muerte de su madre, el trastorno de las obras y la incertidumbre con que ahora se enfrentaban juntos al futuro por fuerza debían de haber mermado mucho sus defensas y hecho de ella presa fácil de cualquier enfermedad. Este pensamiento le hizo estremecer. Oyó el ruido de la puerta de entrada y sintió una corriente de aire húmedo recorrer los pasillos. En dos zancadas ganó el vestíbulo: allí la encontró, frágil, pálida y ojerosa, pero sana y salva.

– ¿Te has mojado?, ¿has pasado frío?, ¿estás bien? -le preguntó abrazándola y palpando su cabello, misteriosamente seco.

La inquietud exagerada que traslucían sus gestos y sus palabras hicieron aflorar una sonrisa en los labios de ella.

– Siempre me estás diciendo que sea precavida y, ya ves, previ la lluvia y salí de casa bien provista -dijo señalando con un gesto el chubasquero de charol negro que goteaba colgado de un gancho de la pared.

– El niño está bien -dijo Fábregas-. Ha pasado buena tarde, sin fiebre y sin moquitos. Los truenos lo han despertado, pero hace rato que no lo oigo; se habrá vuelto a dormir. Tu padre está con él.

– Ah -contestó ella con una mezcla de indiferencia y fastidio en la voz, como si juzgase aquella información que no había solicitado algo inútil, excesivo y oficioso. Él no se ofendió. Sabía que esta actitud era fingida: una frialdad pretendida que encubría las tribulaciones de la maternidad y la inseguridad de su propia situación. A diferencia de Charlie, que dedicaba todas las horas del día y de la noche a su nieto, en quien ahora cifraba sin disimulo su orgullo y su razón de ser, María Clara había preferido poner su entusiasmo al servicio del negocio en ciernes. Sólo parecían importarle los asuntos que concernían de algún modo a la tienda y a sus proveedores.

– ¿Qué te han dicho en la agencia? -le preguntó Fábregas.

– Lo de siempre: que la culpa no es suya. ¡Menudos mangantes! Tendrías que oír lo que les he dicho -respondió ella con las mejillas arreboladas por la indignación.

Y empezó a referirle de manera pormenorizada la escaramuza que acababa de mantener en la agencia. Fábregas la escuchaba sólo a medias. Sabía de sobras que luego, a altas horas de la noche, cuando lo creyera dormido, ella se levantaría con sigilo de la cama, se echaría la bata de él sobre los hombros, buscaría a tientas las zapatillas y saldría de la alcoba sin encender la luz. Él fingiría no enterarse de esta incursión clandestina a la cuna. ¡Cuánto la amo!, pensaba en estas ocasiones. Y recordaba con rubor la pasión enfebrecida que ella le había suscitado en el mismo instante en que el azar los había puesto frente a frente. Ahora comprendía que aquélla había sido una pasión estúpida y egoísta, para librarse de la cual había sido preciso un año entero de suplicio, obstinación y tropiezos. De esta prueba había salido triunfante, aunque no ileso. Ahora se sentía feliz sin reservas y en su fuero interno no lamentaba aquellos meses de transición. Ella también había bebido, como él, el agua amarga de la prueba y se había granjeado el derecho a vivir con sus dudas y temores sin injerencia de nadie. Por este motivo ahora, cuando ella acudiera en aquellas horas de angustia que preceden al alba y que él conocía mejor que nadie a cerciorarse de que a su hijo no le había sucedido nada malo, él callaría y fingiría dormir: para no revelarle que también él pasaba buen parte de la noche en vela.

Le despertó un chillido lastimero y sólo cuando estuvo en pie acertó a descifrar su procedencia. Había estado soñando y el graznido de una gaviota se había venido a mezclar con las angustias del sueño. A tientas se puso la bata y las zapatillas y salió del dormitorio. Después de verificar que el niño respiraba pausadamente fue al gabinete donde Charlie había tenido en otro tiempo sus archivadores, se asomó a la ventana y dejó vagar la mirada por la plaza iluminada por la luna, que ahora brillaba en un cielo nítido y sereno. Eran solamente las dos y media, pero sabía que ya no volvería a conciliar el sueño hasta el amanecer. Con todo, ahora tenía cosas en que pensar y la perspectiva de pasar aquellas horas a solas consigo mismo no le producía el menor desasosiego. También tenía para sí el paisaje de aquella isla inaudita, finalmente conquistada. Contempló las torres y las cúpulas, linternas y chapiteles iluminados por la luz de la luna. Mañana será otro día, pensó. En la plaza había un individuo que caminaba con pasos cortos y metódicos, como si fuera a sus cosas sin importarle lo intempestivo de la hora. En las manos llevaba lo que de lejos parecía una radio de transistores. En el otro extremo de la plaza hizo su aparición un grupo reducido que Fábregas reconoció de inmediato; eran los tres maleantes que mucho tiempo atrás la habían tomado con él: el joven atildado, el gigante y la chica tontiloca a la que éste seguía llevando sujeta por un ronzal. Ahora toda aquella gente, el caminante desconocido y el trío intranquilizador, pertenecían a sus ojos a un mundo antiguo y distante; su presencia en la plaza se le antojaba irreal. El caminante seguía andando sin aminorar el ritmo de sus pasos. Al cruzarse con el trío, sus integrantes se le interpusieron. El caminante se detuvo y entre el joven atildado y él mediaron palabras. En un momento dado el joven atildado señaló a la chica sujeta por el ronzal y el desconocido ladeó la cabeza e hizo ademanes vehementes. El joven atildado se hizo a un lado, como para dejar pasar al desconocido, que reemprendió la marcha. Antes de que estuviera fuera de su alcance, el joven atildado tocó en la espalda al caminante y éste, pese a que el gesto había tenido en apariencia más de amistoso que de hostil, dobló las rodillas, dejó caer la radio de transistores y apoyó las palmas de las manos en el suelo para no dar de bruces en él. El joven atildado levantó el brazo. Ahora la hoja de un arma blanca centelleaba a la luz de la luna. El desconocido huía a cuatro patas, de un modo grotesco. No tardó en caer de nuevo y el joven atildado se puso a su lado en dos zancadas. Cuando intentaba incorporarse le clavó el puñal en el cuello. Dejándolo tendido en el suelo, el trío prosiguió su camino. No había nada de feroz o sanguinario en aquella escena breve; todo había sido hecho de un modo escueto y deliberado, sin arbitrariedad ni ensañamiento. Probablemente un ajuste de cuentas, pensó Fábregas, cosa de todos los días. Descolgó el teléfono con ánimo de dar parte de lo sucedido a la policía, pero el teléfono, de resultas de las obras efectuadas en el palacio, no funcionaba. Colgó el auricular y volvió a la ventana. En la plaza seguía el cuerpo exánime del desconocido, al que ahora se aproximaban con cautela unas palomas. Bien poco se podía hacer por él, pensó. Por lo demás, si acudo junto al cadáver, ¿quién me garantiza que los asesinos no estén apostados y no caigan sobre mí?, se dijo. Mañana me presentarémotu propio a la policía, se dijo, aunque de bien poco ha de valer el testimonio de un extranjero sin oficio ni beneficio que a su vez ha sido detenido por perturbar el orden público con sus gansadas. En el fondo,

¿qué se me da a mí lo que ocurre de puertas afuera?, pensó. La lejanía parecía exculparle de toda obligación.

No obstante la bata de lana que llevaba, sintió el frío calarle los huesos. Si sigo aquí un minuto más, mañana estaré de fijo a cuarenta de fiebre, se dijo. No le seducía la perspectiva de meterse en la cama y permanecer allí varias horas despierto, a oscuras e inmóvil para no alterar el descanso de ella, pero ahora no podía permitirse el lujo de caer enfermo ni la destemplanza que reinaba en el palacio ofrecía otra posibilidad que aquélla, de modo que reemprendió parsimoniosamente el regreso al dormitorio, aunque no por el camino más corto. En la sala de recepciones se detuvo: los espejos sin azogue le mostraron desde todos los ángulos su propia figura. Perdido en medio de aquel espacio desolado e iluminado por la luz fría de la luna parecía un personaje de sus propias fantasías. Quizá lo que me ocurre en realidad es esto: que toda mi vida he sido un soñador, pensó.

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