CAPÍTULO SEGUNDO

I

Finalizadas aquellas lluvias primaverales, el tiempo cambió radicalmente: ahora se sucedían los días soleados y hacía un calor húmedo; pronto las aguas quietas de algunos canales empezaron a desprender efluvios mefíticos. Con la llegada del verano la afluencia de visitantes se multiplicó; ahora era difícil caminar por las calles céntricas y en los lugares más afamados se producían diariamente avalanchas que a menudo resultaban en traumatismos, fracturas y luxaciones. El griterío era ensordecedor en todas partes, incluso en aquellas que por su naturaleza parecían destinadas a la contemplación callada. También era evidente que la categoría social de estos turistas había bajado en proporción directa al incremento de su número: ahora la mayoría de turistas vestían andrajos y apestaban; los más dormían al raso, envueltos en mantas o trapos e incluso en hojas de diario, amontonados los unos sobre los otros. Por no gastar dinero consumían alimentos enlatados, que muchas veces les producían vómitos y diarreas. Algunos restaurantes económicos, por negligencia o por lucro, servían comida en malas condiciones y no pocos vendedores ambulantes despachaban carne, pescado, verdura y fruta en estado de verdadera descomposición: esto también causaba estragos entre la población flotante. Sin embargo, no todos los turistas eran víctimas de la situación: también habían acudido a la ciudad ladrones, estafadores y carteristas; malhechores y rufianes medraban a costa del hacinamiento y la confusión. Un tráfico intenso y lucrativo de estupefacientes, objetos robados y falsificaciones se desarrollaba a plena luz, en la más absoluta impunidad. Si ahora deambular por los sectores concurridos de la ciudad resultaba exasperante, hacerlo por las callejuelas retiradas y desiertas entrañaba peligros diversos: allí salteadores, drogadictos y majaderos caían sobre los paseantes indefensos para despojarlos de sus pertenencias y propinarles palizas vesánicas. Al menor signo de resistencia salían a relucir navajas y punzones y hasta dagas de empuñadura labrada, recamadas de pedrería, que apenas unas horas antes habían figurado en las vitrinas de algún museo. Cadáveres desnudos, con el cuerpo lacerado, el cráneo roto o la cabeza separada del tronco, aparecían luego, flotando en los canales, de los que emergían en el momento más inopinado, sembrando el pánico entre los recién casados o los matrimonios de más edad que habían acudido allí a pasar su luna de miel o a celebrar sus bodas de plata y que veían de pronto cómo una mano exangüe se aferraba rígidamente a la borda de la góndola que los paseaba o cómo unos ojos vidriosos les observaban fijamente desde el fondo del canal a cuyas aguas se habían asomado buscando el reflejo de aquellos palacios serenos y armoniosos. Nadie estaba libre de estas asechanzas y menos aún las mujeres jóvenes a las que se hacía objeto de agresiones y abusos con frecuencia obsesiva. Las que se apartaban de los circuitos más frecuentados llevadas de la curiosidad o en pos de un poco de sosiego o atraídas por los requerimientos de un seductor fingido eran violadas de fijo cuando no cloroformizadas y expedidas a lúgubres prostíbulos de Karachi, Penang o Asunción. Las autoridades se veían desbordadas por las circunstancias y se limitaban a preservar mal que bien la integridad física de la ciudad: un helicóptero la sobrevolaba incesantemente para prevenir a las fuerzas del orden y a los bomberos si se producían incendios o saqueos o si algún brote de violencia degeneraba en batalla campal. Aparte de esta medida, dejaban que imperase la ley de la selva. También los venecianos parecían haber abandonado las calles a los turistas y logreros y haberse refugiado en el interior de sus casas sombrías.

Este estado de cosas, aunque no le pasaba inadvertido, no afectaba a Fábregas, que por puro desinterés salía poco a la calle y aun entonces se limitaba a deambular por las inmediaciones del hotel, sufriendo estoicamente los empellones de la multitud. Consideraba aquel período de su vida un compás de espera y juzgaba inútil cualquier intento de amenizarlo o darle otro sentido. Al principio intentó visitar solo algunos lugares que días antes había visitado en compañía de ella, pero estas visitas le dejaron extrañamente indiferente. No acierto a comprender por qué vinimos aquí entonces ni por qué he vuelto yo ahora, se decía. Estos recorridos nostálgicos no aumentaban ni disminuían la sensación de abandono que le dominaba. Paradójicamente, sólo recibía consuelo de lo que ahondaba y hacía patente su soledad. Podía sentarse en el banco polvoriento de algún museo y pasar una tarde entera inadvertido de todos, contemplando a los niños que aprovechaban las galerías espaciosas para correr y patinar por aquellos suelos de mármol y para dar curso de este modo a la energía constreñida por horas interminables de autocar o de coche y por la estrechez y la formalidad de los hoteles y restaurantes que sus padres les obligaban a frecuentar. También le gustaba visitar algún palacio o local suntuoso abierto al público, en cuyos salones y pasillos, concebidos para ser habitados y recorridos por personas ocupadas en sus quehaceres o para ser teatro de tertulias, amoríos y conspiraciones, hoy desnudos de muebles y adornos y salvados de la ruina con el único objeto de ser sometidos a la contemplación apresurada de los grupos que los recorrían boquiabiertos y extenuados, oyendo resonar en las bóvedas el ruido de sus propios pasos en tropel, sentía una melancolía imprecisa y sosegada que le hacía bien. Pero lo que sucedía en la ciudad no le pasaba por alto. Aquellos sucesos estaban en boca de todos y cada mañana, al entregar la llave de su habitación, el conserje del hotel le ponía al corriente de los más notables de la jornada anterior.

– Anoche apareció un libanes descuartizado en el atrio de San Sátiro -le decía- y esta madrugada se han oído tiros en el palacio Orfei, donde tiene su museo el señor Fortuny, compatriota del señor, si no me equivoco.

Parecía sentir por Fábregas una mezcla de respeto, cariño y conmiseración, y por su ciudad, un orgullo mal entendido que le hacía ufanarse de aquella profusión de excesos y desaguisados. Fábregas escuchaba estas efemérides sin hacer comentarios. En el transcurso de sus paseos no sólo percibía claramente la tensión que había en el ambiente, sino que creía además que no era ajena a ella el extraño trío que había seguido viendo a diario desde su reencuentro al regreso de Ondi y cuya presencia se hacía más conspicua conforme avanzaba el verano. Fábregas tenía por cierto que aquel trío andaba implicado en todo lo malo que sucedía en la ciudad y había llegado incluso a pensar si no debía poner a la policía al corriente de sus sospechas, pero como carecía totalmente de pruebas que las sustentaran y tenía por poco probable que la policía de Venecia ignorase lo que a él le resultaba evidente, había renunciado a hacerlo. Siempre que se cruzaba con ellos fingía no verlos y ellos tampoco daban muestras de reparar en él, pero era evidente que se reconocían.

La mayor parte de las horas, sin embargo, las pasaba en el hotel, sin salir de su habitación. A veces, para no tener que abandonarla, se hacía servir allí las tres comidas. En estas ocasiones exigía que el camarero dejara el carrito de la comida en el pasillo y sólo abría la puerta de la habitación para recogerlo cuando estaba seguro de que aquél se había retirado completamente de su vista. En estas ocasiones su misantropía le llevaba al extremo de hacerse avisar por teléfono momentos antes de que el personal de limpieza se dispusiera a entrar en la habitación para asearla: entonces se encerraba en el armario y permanecía allí hasta que ya no había nadie en la habitación. Estas horas de soledad eran dedicadas a rememorar el pasado, como venía haciendo últimamente, bajo una nueva luz. No hacía esto con método ni a propósito ni con ninguna finalidad: simplemente ocurría que los recuerdos se apoderaban de él con una fuerza inusitada y no podía hacer nada para zafarse de ellos o contrarrestar sus efectos devastadores. Después de habitar un rato largo los recuerdos, éstos adquirían para él una realidad que reemplazaba en su ánimo la realidad actual. Entonces los momentos evocados parecían corpóreos y el presente, en cambio, se convertía en algo imaginario, en una ficción endeble que sólo tenía razón de ser como sustento y motivo del recuerdo. De estas experiencias salía extenuado. Entonces, para reponerse de ellas, se iba a pasear, convencido de que había de hacerle bien mezclarse con la multitud, como si fuese a fundirse en ella y perder de este modo aquella identidad propia que iba descubriendo paulatinamente y que le estaba resultando extraña y agobiante. En estas ocasiones buscaba siempre mezclarse con los grupos más gregarios y papanatas y rehuía por igual a quienes, más cultos y sensibles a la belleza, andaban con el ceño fruncido, procurando eludir la tropa candorosa, y a quienes, no queriendo ser confundidos con el común de los turistas, hacían ver que les traía sin cuidado la ciudad y sus tesoros y fingían un gran desparpajo para dar a entender que estaban allí como en su propia casa. Estos viajeros desenvueltos y resabiados, que miraban a los demás con suficiencia, que se consideraban autorizados a no respetar colas ni preferencias y que no se recataban de silbar o cantar en público, de hurgarse las narices o asearse la entrepierna o el culo, le producían en especial una viva repugnancia. Este desprecio por los doctos y los mañosos y este afecto por los pazguatos no respondían a un afán de originalidad ni eran arbitrarios. Lo que le ocurría era esto: que al rememorar su infancia, sólo acudían a su memoria imágenes prestadas: ilustraciones de libros, fotografías, escenas de películas que le habían impresionado vivamente. Este tipo de recuerdos le desazonaba, porque veía que aquéllas no eran cosas que él hubiera vivido, sino imágenes de vivencias que otras personas habían tenido y manipulado para transmitírselas a él. Entonces creía no haber vivido realmente y envidiaba a los que habían tenido un contacto inmediato con aquellas visiones y aventuras. Pero luego, reflexionando, había acabado por comprender que aquellas personas a las que envidiaba tampoco habían vivido realmente lo que representaban. En realidad, como los turistas que ahora disparaban sus cámaras hacia los monumentos y canales de la ciudad, aquellas personas habían vivido también a través de sus cámaras en un mundo limitado, enmarcado por la técnica de sus profesiones respectivas. Ahora Fábregas pensaba que tal vez la vida fuera así: un continuo trasiego de imágenes. Tal vez, se decía, la realidad no existe salvo en la medida en que alguien la fotografíe y en el fondo sean estos turistas enloquecidos quienes anden en lo cierto. Al llegar a este punto las ideas se le complicaban de tal modo que tenía que buscar algún sistema para dejar de pensar. En estas ocasiones acudía a un gimnasio que le había recomendado el conserje del hotel y del que se había hecho socio: allí practicaba la halterofilia o se entregaba a ejercicios frenéticos. Aquel gimnasio era un lugar de mala muerte, frecuentado por tipos de torva catadura, chulos y descuideros que no vacilaban en limpiar los bolsillos de la ropa dejada en los vestuarios. Fábregas, después de haber sido víctima de estos pequeños hurtos varias veces, se había resignado a ellos. Pero estos breves momentos de esparcimiento no bastaban para compensar el hastío que le embargaba la mayor parte del tiempo.

¿Qué será de mí si ella no vuelve?, se decía.

Una tarde, por distraerse, se le ocurrió dar un paseo en góndola y, sin fijarse en lo que hacía, abstraído como solía ir, saltó dentro de una de las góndolas atracadas en el embarcadero del hotel. Cuando estuvo dentro advirtió que estaba rodeado de flores y que las flores estaban dispuestas de un modo anómalo.

– ¿Qué significa esto? -le preguntó al gondolero-, ¿Qué hacen aquí estas flores?

El gondolero le dijo que alguien le había encargado llevar aquellas flores a un velorio, pero que no lo había hecho antes porque esperaba que subiese a la góndola algún pasajero; de este modo, confesó, aprovechaba el viaje doblemente.

– Al fin y al cabo -agregó-, a los clientes lo mismo les da ir en una dirección que en otra. Lo que quieren es pasear en góndola por los canales, y eso es precisamente lo que vamos a hacer.

Antes de que Fábregas pudiera replicar, le refirió los muchos gastos a que debía hacer frente cada mes un trabajador con familia numerosa como él.

– A mí todo esto me trae sin cuidado -exclamó finalmente Fábregas-. Yo no quiero ir de paseo rodeado de coronas de muerto. Haga usted el favor de devolverme ahora mismo al embarcadero.

Pero el gondolero, sin dejar de lamentar su suerte, seguía remando con creciente celeridad: de sobras se veía que quería cumplir cuanto antes el encargo. En su indignación, Fábregas estuvo tentado de saltar al agua, pero vio que ésta era de color marrón y optó por resignarse a esta nueva humillación. Me está bien empleado por caer en esta estúpida tentación turística, se dijo.

II

Así transcurrían los días hasta que finalmente, por azar, se encontró de nuevo con ella.

– No me imaginaba que estuviese usted todavía en Ve-necia -se apresuró a decir ella antes de que él pudiera hacerle algún reproche. Luego, sin dejarle hablar, se abalanzó sobre él, como si se dispusiera a besarle efusivamente, pero de inmediato dio un respingo y retrocedió con un mohín de repugnancia.

– ¡Uf! -exclamó-, ¿a qué demonios huele usted?

En el gimnasio, del que acababa de salir cuando se produjo el reencuentro, había trabado conversación con un hampón que también lo frecuentaba y con quien había coincidido varias veces previamente en el vestuario. Mientras se peinaban, el hampón le había ofrecido en prueba de cordialidad su colonia, que desprendía un olor a espliego estomagante, y él se había servido de ella sin tasa por no parecer descortés. Ahora aquel perfume nauseabundo lo envolvía.

– No es nada -dijo secamente, decidido a no dar ni pedir explicaciones.

– Pensé llamarle a mi regreso -dijo ella-, pero supuse que sus obligaciones le habrían llevado de nuevo a Barcelona.

– No le habría costado nada verificar esta suposición llamando de todas formas al hotel.

– En efecto, y me disponía a hacerlo así esta misma noche. En realidad, volví de Roma ayer -dijo ella.

– Yo, en cambio, no me he movido de aquí.

– ¿Y sus negocios?

– Los dirijo telefónicamente -mintió. En realidad era Riverola el que ahora, con su asentimiento tácito, dirigía la empresa con prudencia, sin imaginación. De este modo había podido ser evitada una acción judicial por parte de los acreedores, quienes, viendo la empresa en manos juiciosas, se habían avenido a postergar sus demandas. Esto, naturalmente, Fábregas se abstuvo de contárselo. Guardaba un silencio taciturno que no encerraba, sin embargo, sombra de animadversión. En realidad actuaba únicamente con cautela, temeroso de dar rienda suelta a una alegría que ella podía pulverizar fácilmente en cualquier momento con una sola frase. De este modo llegaron a la puerta del hotel. Allí se acrecentó su miedo. En una ocasión había leído un artículo sobre ciertos reptiles antediluvianos que extraían toda su energía de la luz del sol y se mineralizaban al llegar la noche; ahora tenía la sensación de que sólo la presencia de ella le mantenía con vida. Cuando ella se vaya, pensó, me convertiré en una estatua apestosa. Ella le tendió la mano.

– Aún no le he preguntado cómo le fue en Roma -dijo él tontamente.

– No lo haga -dijo ella con una expresión que a él se le antojó desdeñosa.

La vio alejarse caminando a buen paso, como si ya al encontrarle hubiera llevado prisa y el acompañarle hasta la puerta del hotel hubiera supuesto para ella un rodeo y un contratiempo. Ahora, al menos, ya sé a qué atenerme, pensó; quizás haya sido mejor así. Pero mientras pronunciaba estas frases en su fuero interno, la cabeza le daba vueltas y se ahogaba como si el aire hubiera sido succionado a su alrededor o como si sus propios pulmones desacataran su voluntad de respirar. Intentó seguirla, pero ya era tarde: pronto comprendió que nunca la encontraría entre aquel gentío. Incapaz de permanecer en la calle, pero incapaz también de encerrarse a solas con sus pensamientos, decidió pasar un rato en el bar del hotel.

Hasta entonces no había visitado nunca aquel bar. Los bares de los hoteles siempre le habían parecido lugares desangelados y deprimentes. Aquel en el que ahora entraba era ambas cosas, y polvoriento por añadidura. De las escasas mesas con que contaba sólo una de ellas estaba ocupaba entonces por cinco hombres que conversaban en voz baja. Fábregas ocupó una mesa contigua a aquélla y pidió una copa de coñac. En un extremo del bar había un pequeño estrado de madera y sobre él un piano de media cola al que nadie se sentaba por el momento. Sólo rompían el silencio del local el murmullo de la conversación de los cinco hombres y el susurro esporádico de las zapatillas del camarero, un hombre enjuto y corcovado, muy desaliñado en el vestir y sumamente áspero de trato, más parecido en todo a un sacristán que a un camarero. Fábregas no tardó en percatarse de que los cinco hombres de la mesa contigua hablaban en francés, aunque resultaba evidente que ésta no era la lengua materna de ninguno de ellos. Este hecho trivial despertó su curiosidad, la cual, espoleada por los retazos de conversación que conseguía entender y las copas de coñac que iba consumiendo, le indujo a levantarse, acercarse a la mesa que ocupaban los cinco hombres y preguntarles educadamente pero sin ambages quiénes eran y qué asunto se traían entre manos. Los cinco hombres le respondieron con afabilidad que lo que discutían en aquel momento era algo tan complicado y antiguo que la mera mención de lo esencial les llevaría mucho tiempo.

– Tiempo es lo único que me sobra -dijo él.

– No basta. Le serán precisos interés y paciencia también -dijo uno de aquellos hombres.

Entonces se dio cuenta de que los cinco hombres eran muy viejos y de que cada uno de ellos pertenecía a una raza diferente.

– Ante todo -empezó diciendo uno de ellos-, hemos de rogarle que guarde absoluto secreto sobre lo que le vamos a contar, ya que, por muchas razones, que usted mismo apreciará, conviene que nuestra presencia aquí no sea conocida de nadie.

Fábregas hizo repetidas protestas de discreción y el mismo individuo que le había encarecido silencio le reveló ser en realidad el cardenal Vida, enviado especial de Su Santidad el Papa y representante, por ende, de la Iglesia de Roma en aquel encuentro. Los otros cuatro individuos representaban a la iglesia jacobita, a la iglesia armenia, a la iglesia malabar y al catolicado de Echmiadzin respectivamente. No era aquélla la primera vez que se reunían, aclaró el cardenal; en realidad, se habían venido celebrando reuniones como la presente, siempre en el más riguroso incógnito y con carácter preliminar, desde que el concilio Vaticano II había puesto de manifiesto la necesidad de buscar un acercamiento entre las iglesias. A partir de entonces, siguió diciendo el cardenal Vida, él se había estado reuniendo periódicamente con aquellos cuatro miembros de la iglesia monofisita, sin que por el momento sus contactos y negociaciones hubieran dado ningún fruto, explicó el cardenal con un deje de resignación en la voz. Había ocasiones en que los representantes de las distintas facciones creían haber llegado a un principio de entendimiento, ocasiones en que todos ellos creían discernir vagamente la fórmula que, andando el tiempo, había de permitirles limar diferencias y aproximar posiciones; pero luego todo aquello quedaba en nada, añadió con pesadumbre. Siempre se llegaba a un punto en el que se hacía patente el núcleo irreductible de su desavenencia. Entonces, de común acuerdo, postergaban las negociaciones sine die. No pasaban muchos meses, sin embargo, sin que uno de ellos, después de haber reflexionado sobre la cuestión y creyendo haber dado con una nueva fórmula viable, convocara a los otros y la plática suspendida se reanudara allí donde la habían dejado. De este modo llevaban veinte años, mucho tiempo para las esperanzas de concordia que el Sumo Pontífice y la cristiandad entera habían abrigado en su día, pero una minucia en comparación con los quince siglos que llevaba en vigor la controversia, nacida casi por error, sin malicia de nadie, en la primera mitad del siglo quinto. En efecto, dijo el cardenal Vida, habiendo negado Nestorio la unidad personal de Cristo, cayeron quienes impugnaban esta herejía en la contraria, esto es, en la de negar haber en Cristo dos naturalezas realmente distintas: una divina y otra humana. El error encontró pronto un defensor acérrimo en Eutiques, archimandrita de un monasterio próximo a Constantinopla, y aquél, a su vez, en su ahijado, el eunuco Crisafio, que poco antes había accedido al poder por dudosos medios. En el sínodo celebrado en dicha ciudad el año 448, el patriarca Flaviano condenó y depuso a Eutiques, tras lo cual, y con el propósito de hacer extensiva su condena a todo el mundo cristiano, marchó a Roma. Eutiques, sin embargo, se le había adelantado: cuando Flaviano consiguió hacerse oír del Papa León el Magno, Eutiques ya se había granjeado el apoyo del Emperador Teodosio II. A esto siguieron concilios y cartas dogmáticas, pero la semilla de la discordia ya había echado para entonces raíces profundas. La cuestión no hizo más que complicarse cuando tomó cartas en ella el Emperador de Bizancio. Éste, que por una parte experimentaba la repugnancia lógica de todo príncipe cristiano hacia una idea disolvente, no podía dejar de sentirse atraído, al mismo tiempo, por una forma de religión autóctona que a la corta o a la larga había de llevar al Imperio Bizantino a la escisión de Roma, liberándolo del último vínculo que todavía lo unía a la antigua metrópoli: la obediencia al Papa. Pero los Emperadores ignoraban que al aliarse con los herejes estaban introduciendo en su propia casa el espíritu de Satanás. Pronto el monofisismo se convirtió en elemento indisociable de los frecuentes y sangrientos golpes de palacio, cuando no en su única razón de ser. Era común que un Emperador abrazara públicamente la herejía y pusiera todos los medios del Estado al servicio de su difusión y que su inmediato sucesor utilizara aquellos mismos medios para erradicarla y acabar con quienes, alentados por el trono, habían estado ejerciendo una intensa labor de apostolado. Hubo muchas muertes.

– Pero ninguna violación -dijo el patriarca de Alejandría, que se sentaba a la derecha del cardenal Vida.

– Es cierto: ninguna violación -hubo de corroborar éste a fuer de sincero.

El que acababa de intervenir aprovechó la tesitura para proseguir la explicación desde un ángulo menos desfavorable a la facción que él mismo representaba. Sólo en parte vio cumplido su propósito, pues aun siendo el más joven de los cinco, un defecto en el habla o una dentadura postiza de deficiente factura hacían casi ininteligibles sus palabras. Con todo, Fábregas sacó esto en claro: que a un período de prosperidad y expansión monofisitas debido al apoyo decidido de la Emperatriz Eudoxia, viuda de Teodosio II, habían seguido años de persecución, especialmente bajo la férula de Justiniano, de triste memoria. Este Emperador impío, decidido a atajar la reforma de raíz, había concentrado sus ataques en los obispos monofisitas, a fin de que, desaparecidos éstos, no pudieran ser ordenados en el futuro nuevos sacerdotes de su misma tendencia. El plan, sin embargo, no había podido ser llevado a término en su totalidad gracias al valor, habilidad y tesón del obispo Jacobo Baradoeus o Baradai, el cual, huyendo de las asechanzas del Emperador, en el curso de sus continuos y trabajosos viajes, había ido ordenando sacerdotes y consagrando obispos. De este modo, lejos de quedar acéfala y sin pastor, la Iglesia monofisita se había extendido por Siria, Mesopotamia y el Kurdistán, donde perduraba todavía con el nombre de Iglesia Jacobita, en memoria de su propagador.

Esta breve exposición, hecha sin el menor asomo de agresividad, fue contestada de inmediato y con una virulencia inesperada por el patriarca de Jerusalén, lo que no dejó de sorprender a Fábregas, advertido lo cual y como quiera que en el calor de la discusión los dos contendientes no tardaron en revertir a la lengua griega, al parecer común a ambos, el cardenal Vida tuvo la amabilidad de aclararle a media voz que, en contra de lo que él pudiera haber supuesto, la Iglesia monofisita no presentaba en cuestiones de fe un frente unido, como hacía la Iglesia católica; antes bien, existían en su seno no pocos bandos y desacuerdos, algunos de los cuales databan de muchos siglos, siendo precisamente uno de los más encarnizados aquel que ahora enfrentaba a los dos teólogos, es decir, el de si el cuerpo de Cristo era corruptible o no. Quienes sostenían haber estado sujeto efectivamente el cuerpo de Cristo a la corrupción en el sepulcro eran llamados corruptícolas, phthartólatras o, por Severo de Antioquía, severianos, y sus oponentes, fantasiastas, aphthartodocetas o julianistas, por haber sido Julián de Halicarnaso su máximo valedor. Estos últimos, no sólo defendían que el cuerpo de Cristo era incorruptible, sino también impasible, como corresponde a la divinidad, lo que, a juicio de los otros, hacía de la Pasión una simulación o pantomima y, en último término, una befa. Por eso ahora discutían tan acaloradamente.

– Pero todas estas cosas -dijo Fábregas-, ¿no resultan un poco trasnochadas hoy en día?

– Oh -respondió el cardenal Vida-, nada de eso. En primer lugar, para aquel que cree en Dios, nada de cuanto le concierne es trivial ni pierde actualidad, por más qué el mundo cambie; en segundo lugar, de estas cuestiones, en apariencia especulativas, se derivan otras de enorme importancia práctica, como pueden ser, por citar sólo un ejemplo, los misterios relativos a la Santísima Virgen; en tercer lugar, y puesto que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, todo cuanto concierne a la naturaleza de Dios concierne a la del hombre, de la que aquélla es punto necesario y único de referencia, de tal modo que ser monofisita, nestoriano o católico implica tener del hombre y del mundo un concepto radicalmente distinto.

III

Al llegar a este punto Fábregas apenas si podía seguir los argumentos que le daba el cardenal. Por efecto del coñac se sentía despierto y ligero de cuerpo, pero incapaz de comprender lo que le decían o de fijar su atención en ninguna cosa: el tiempo y el espacio se le antojaban elásticos. Se daba cuenta de que no podía abandonar a quienes habían tenido la gentileza de admitirle en su círculo y hacerle partícipe de sus asuntos en forma súbita y sin mediar pretexto, pero por más que se devanaba los sesos no lograba dar con ninguno plausible. Finalmente masculló algo, se levantó con gran cuidado para no derribar la mesa ni cuanto había sobre ella y se dirigió al lavabo de caballeros. Allí se echó agua fría al rostro repetidas veces, hasta sentirse más sereno o, a lo sumo, más dispuesto a resolver su situación de un modo airoso. Les diré que estoy muy cansado, que mañana he de madrugar y, por añadidura, que me siento algo indispuesto, se iba diciendo. Sin embargo, al salir del lavabo y regresar al bar se encontró con un cuadro inesperado que trastocaba por completo sus intenciones. Ahora los dos prelados a quienes había dejado enzarzados en violenta discusión parecían haberse reconciliado o, cuando menos, haber abandonado momentáneamente su enfrentamiento para hacer causa común con los otros dos y atacar de consuno al cardenal Vida, cuyo rostro, al aproximarse, Fábregas vio cárdeno por la ira. Aunque abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua, de ella no salía ningún sonido articulado. En aquel punto, y para agravar las cosas, los cuatro prelados monofisitas se pusieron a volar sin dejar de sonreír beatíficamente. Aquello enardeció aún más al cardenal Vida: las venas de la frente y del cuello se le hincharon peligrosamente y el mentón le temblaba como si en realidad tiritase de frío. Fábregas temió que fuese a sufrir un síncope.

– Cálmese- le recomendó.

El prelado pareció calmarse un tanto al oír su voz.

– Siempre la misma sandez -dijo con voz trémula-. Cuando ya no tienen cómo contestar mis argumentos, recurren a este truco de feria para zaherirme. Pero no se deje impresionar: ahora mismo verá cómo arreglo yo el asunto en un santiamén. ¡Camarero -exclamó levantando la voz-, tráigame un sifón!

El camarero, que a todas luces no quería inmiscuirse en aquella disputa secular, dijo que se le habían acabado. El cardenal daba brincos tratando en vano de asir alguno de sus contendientes.

– ¡Dios os castigará, payasos! -les iba gritando. Uno de sus manotazos alcanzó por error a Fábregas en plena cara. Despertó súbitamente al sentirse abofeteado y comprendió al instante que acababa de soñar el vuelo de los monofisitas.

– Vaya, por fin resucita -oyó decir a su lado.

– ¿Es usted la que me ha pegado? -preguntó con voz apenas audible.

– Llevo diez minutos zarandeándole y dándole cachetes inútilmente -dijo ella.

– ¿Dónde estoy? -En su habitación.

Le bastó una ojeada para corroborar estas palabras. Sobre una butaca vio doblada pulcramente la ropa que recordaba haber llevado la víspera.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó.

– Vine a buscarle esta mañana, como acostumbraba a hacer antes -respondió ella-, pero el conserje le estuvo llamando por el teléfono interior durante una hora sin obtener respuesta, hasta qué, sabiendo que no había abandonado usted el hotel y temiendo que le hubiese ocurrido algún percance, decidimos subir a comprobarlo. Él abrió con una llave maestra y yo, al ver en qué estado estaba, lo despaché.

– Pues habría preferido que me hubiera visto él y no usted en estas condiciones.

– ¿Qué le pasó?

– No tengo la menor idea, aunque supongo que debí de beber una copa de más. Ni siquiera sé quién me trajo aquí y me metió en la cama.

– Almas caritativas. ¿Se encuentra mal?, ¿quiere que llame a un médico?

– No, gracias. Me encuentro fatal, pero creo que puedo incorporarme y seguir viviendo sin ayuda. Me daré una ducha: eso me sentará bien. Si quiere, puede esperarme abajo.

– No -dijo ella-, me quedaré aquí para recogerle si se cae y se desnuca.

– No se ensañe con mi desvalimiento -masculló él mientras se dirigía al cuarto de baño envuelto en la sábana encimera. Allí se sumergió primero en un baño de agua tibia; luego se aplicó una ducha fría estoicamente. Por último se arrolló la toalla a la cintura, cruzó la habitación y entró en el vestidor. Ella aguardaba sentada en el brazo de la butaca.

– Yo no le tenía por tan aguerrido -le dijo al pasar.

– Es que he estado haciendo pesas últimamente -dijo él desde el vestidor.

– ¡Hum! -dijo ella.

Bajaron alhall y Fábregas le preguntó al conserje si todavía estaban a tiempo de desayunar, a lo que éste respondió que no: el restaurante estaba cerrado al público en ese momento y ya no abriría sus puertas hasta la hora de comer. En cambio, podían sentarse, si lo deseaban, en la terraza del hotel; allí funcionaba el servicio de bar ininterrumpidamente, les dijo.

Ocuparon una mesa junto a la balaustrada. Una sombrilla les protegía del sol, pero no de su reverberación en el agua del canal. Mirando a lo lejos se veía que la ciudad estaba cubierta de neblina. Fábregas pidió una botella de vino blanco muy frío al camarero que acudió a servirles.

– Tráigame también dos aspirinas -le dijo.

– ¿No debería comer algo sólido? -dijo ella cuando el camarero se hubo ido.

– Más tarde -dijo él-. Ahora no podría.

De vez en cuando pasaba una barca por el canal, rozando la balaustrada; entonces los ocupantes de la barca los observaban al pasar con curiosidad.

– Anoche tuve un encuentro curioso y luego un sueño de lo más raro -dijo él. De esta forma pensaba explicar las causas de su indisposición ante ella, pero advirtió de inmediato que ella no prestaba la menor atención a sus palabras. En el estado de embotamiento en que se encontraba las ideas muy simples se le representaban con mucha claridad. Desde que ha regresado de Roma no es la misma, pensó. Ahora mismo, con los ojos clavados en el vacío, parece lela, se dijo.

– ¿A dónde se proponía llevarme hoy? -preguntó al fin con objeto de sacarla de su abstracción.

– A un palacio veneciano -respondió ella apartando los ojos del aire y dirigiéndole aquella mirada enigmática que le producía tanto desconcierto-. ¿Se considera en condiciones de verlo?

– Si no se mueve, sí.

– No se ha movido en seis siglos.

– ¡Hum! -dijo él.

IV

Una góndola los dejó al pie de una escalera empinada, cubierta de un musgo afelpado que la hacía muy resbaladiza. Del muro lateral colgaba una argolla, roja de orín. Aquel lugar, situado en el recodo de un canal estrecho, siempre a cubierto de la luz del sol, tenía algo de lúgubre. Allí el agua tenía un color plomizo, irisado, y olía a una mezcla de moluscos muertos, pescado y brea. Cuando la góndola los dejó solos en la plataforma del embarcadero, Fábregas sintió un escalofrío recorrerle el espinazo.

– ¿Está segura de que nos abrirán la puerta? -preguntó. En realidad no creía que nadie habitara aquel caserón.

– Claro, ¡qué pregunta! -respondió ella golpeando repetidamente el aldabón.

A cada lado de la puerta había un coloso de piedra que sostenía un balconcito sobre los hombros. Las dos estatuas estaban muy sucias: tiznadas de hollín y pringadas por las palomas. La piedra presentaba porosidades y grietas; en algunas partes parecía que alguien hubiera descargado a corta distancia varios tiros de postas contra los colosos. A uno de ellos además se le había desprendido la nariz y varias esquirlas del mentón. Pese a todo, su aspecto seguía siendo más amenazador que suntuario.

– ¡Vaya tipos! -dijo.

– No me diga que le dan miedo -dijo ella.

– No se lo diré, pero me lo dan.

– ¡Qué absurdo!

– ¿Quién demonios vive en esta casa sombría?

– Yo.

– ¡Atiza! Esta sí que no me la esperaba -dijo Fábregas.

Una mujer rechoncha, de pelo blanco, vestida con una bata de percal que le llegaba a los tobillos, abrió la puerta. Al hacerlo la corriente de aire agitó los rizos de su cabellera.

– Esta mañana se fue usted sin desayunar -dijo apenas vio a María Clara-. Acabo de ver el té y las rosquillas en la mesa de la cocina.

Era una vieja sirvienta cuyo campo visual no rebasaba los límites de la casa y sus cuidados.

– Traigo un visitante -dijo María Clara señalando a Fábregas con la cabeza. La vieja sirvienta lo examinó con extrañeza, como si su presencia se le hubiera hecho patente al conjuro de las palabras de María Clara, pero no antes.

– ¿Lo saben sus padres? -preguntó visiblemente alarmada.

– No les he dicho nada. Avísales; nosotros esperaremos en el zaguán. No tardes.

El zaguán, de paredes desnudas y desconchadas, estaba techado por una claraboya a la que faltaban varios paneles; por aquellas aberturas se veía el cielo. En el ángulo que formaban la claraboya y las vigas dormían varios murciélagos con la cabeza enfundada en las alas. Aprovechando su letargo un ratón cruzó el zaguán a toda velocidad. María Clara parecía no enterarse de la presencia de aquellos animales o, si la percibía, estaba tan habituada a ella, al igual que a la de los dos colosos de la entrada, que no juzgaba dignas de comentario ni la una ni la otra. La sirvienta volvió y les dijo que si querían podían pasar.

– ¿Qué está haciendo papá? -preguntó ella.

– Está en el gabinete, con sus papeles -respondió la vieja sirvienta.

– ¿Vestido?

– Aún no.

– ¿Y mamá?

– Descansando en su habitación. No ha pasado buena noche. La he oído que llamaba al doctor Pimpom.

Se adentraron por una galería recta, larga, baja y estrecha que a trechos regulares era cortada por otras galerías transversales idénticas en apariencia a aquella por la que iban. Aquel sector del palacio parecía una guarida de tejón. En realidad, según le explicó ella, habían entrado en el palacio por la parte trasera y ahora caminaban hacia la parte llamada noble. Aquellas galerías, añadidas al cuerpo principal del edificio en el siglo XVIII, habían sido concebidas en aquella forma enredada e inquietante deliberadamente para disuadir a los extraños de su uso y facilitar a los habitantes del palacio fugas y encuentros, le explicó también. Ahora, sin embargo, aquella entrada tortuosa se había convertido en la práctica en el único acceso al palacio, puesto que la fachada principal amenazaba ruina y el vestíbulo había debido ser apuntalado por una trama de vigas y ristreles que lo hacían intransitable, dijo. Por lo demás, la parte llamada noble del palacio, de estilo gótico flamígero, resultaba fría y húmeda buena parte del año e incómoda en extremo siempre, por lo que la vida familiar transcurría enteramente en la parte nueva, la agregada a él en el siglo XVIII. Ahora el palacio precisaba de nuevo una modernización urgente, acabó diciendo.

Mientras hablaban habían desembocado en una cámara cuadrada, muy alta de techo, alumbrada por la luz cenital proveniente de otra claraboya semejante a la del zaguán, esta vez entera, a diferencia de aquélla, pero tan mugrienta que apenas daba paso a la claridad del día.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Fábregas.

– En lo que se llama el salón de música -dijo ella.

Él buscó en vano algún instrumento musical que justificase aquella denominación, pero sólo vio unos pocos muebles sencillos y desproporcionadamente pequeños para las dimensiones de la cámara, arrimados de cualquier modo contra las paredes y casi invisibles en la oscuridad reinante. Pero ella, sin darle tiempo a pedir una aclaración o a manifestar su asombro, ya había llegado al extremo opuesto de la cámara, donde había golpeado una puerta suavemente con los nudillos y, habiendo oído, al parecer, una respuesta satisfactoria a su llamada, había abierto la puerta y, asomando la cabeza, anunciado de viva voz su presencia y la de un visitante. Luego se volvió a Fábregas, a quien conminó a entrar en lo que resultó ser otra pieza algo más reducida de tamaño que la llamada salón de música y mucho mejor iluminada que ésta por la luz que dejaban pasar unas ventanas rectangulares que se abrían sobre una plaza. De la plaza llegaban ahora voces de niños. Un reloj de péndulo dio la hora. Fábregas vio que el techo de la estancia formaba una bóveda suave y que allí una pintura algo quebrada y deslucida representaba una mujer desnuda recostada sobre un damasco que se desparramaba por el techo y la pared hasta acabar arrollado falsamente en el zócalo. Aquella tela escarlata, sobre la cual la anatomía pálida de la mujer desnuda parecía simbolizar una carnalidad estática y funeraria, no conseguía en ningún momento producir sensación de realidad. Pintados también sobre el fondo azul celeste de aquella bóveda, junto a la mujer desnuda, había dos angelitos o cupidos, uno de los cuales volcaba sobre la mujer una canasta de la que caían pétalos de flor, mientras el otro tañía un instrumento parecido a un laúd. Los dos angelitos fingían en su expresión una picardía madura que resultaba, por contraste, desencantada y procaz. Aquella estancia podía haber sido, tiempo atrás, la alcoba de una cortesana, pensó Fábregas. Ahora, sin embargo, la alcoba había sido transformada al parecer en un gabinete de trabajo: allí había un archivador metálico aparatoso, una máquina de escribir eléctrica montada sobre un carrito metálico y una mesa de despacho cubierta de papeles por completo. Un hombre trajinaba febrilmente papeles de la mesa al archivador y del archivador a la mesa. No parecía conceder, sin embargo, la menor atención a lo que hacía, como si en realidad su trabajo consistiera en realizar reiterativamente aquella operación, sin parar mientes en su contenido. Sólo cuando estuvieron a su lado y María Clara le dirigió la palabra interrumpió la faena para posar en los recién llegados una mirada aturdida.

– Papá, he traído una persona a visitar la casa -dijo ella.

Fábregas le tendió una mano que el otro, antes de estrechar, estudió un rato atónito, como si aquel mínimo ritual le cogiera de nuevas. Luego repentinamente dio muestras de una cordialidad teñida de azoramiento.

– Disculpe que le reciba de este modo -balbuceó-, pero tenía que despachar unos asuntos apremiantes de preciso. Considérese en su casa. j

Fábregas, notando el acento peculiar de su interlocutor, recordó haber oído contar a María Clara que su padre era americano. Ahora este hombre debía de contar escasamente cincuenta años de edad. Era alto, fornido y de facciones toscas, lo que contrastaba a primera vista con su expresión pasmada y sus modales apocados.

– No quisiera interrumpir su trabajo ni ocasionarle ninguna molestia -dijo Fábregas.

– Por favor, no interprete mal mis palabras -dijo el otro precipitadamente-. Su presencia no me incomoda en absoluto. Sólo quería disculpar mi atuendo y el no haber acudido a recibirle en persona cuando me anunciaron su llegada. La verdad es que estoy muy ocupado esta mañana, muy ocupado.

Dicho esto volvió a su tarea: sacaba papeles del archivador y los ponía sobre la mesa; luego hacía lo opuesto con tanta energía y precisión de gestos como falta de discernimiento. A fuerza de verle repetir la operación, Fábregas creyó advertir que alguno de aquellos papeles viajaba varias veces de un mueble al otro sin que esta mudanza pareciera tener ninguna consecuencia. El padre de María Clara vestía un pijama gris, de un material parecido a la felpa, que se volvía elástico en las extremidades de las mangas y perneras a fin de sujetarse firmemente en las muñecas y tobillos. Lavados sucesivos o un error de origen habían hecho muy exiguo para su usuario el pijama, que ahora ponía brutalmente de manifiesto los glúteos y genitales de aquél. En los pies llevaba a modo de chancletas unas sandalias tijereteadas al buen tuntún.

– De modo -dijo sin aminorar el ritmo de su actividad- que está usted interesado en el palacio.

– Es un edificio notable -respondió Fábregas evasivamente.

– En efecto. Supongo que mi hija le habrá puesto en antecedentes.

– La verdad es que no -dijo Fábregas.

– ¡Y para esto le hemos pagado la mejor educación posible! -exclamó el padre de María Clara sin el menor enfado en su tono.

Ella intervino para decir que tal vez al visitante no le interesaran por el momento aquellos detalles, a lo que su padre respondió que a eso y no a otra cosa venían en masa los extranjeros a Venecia.

– ¿Qué opina usted? -preguntó ella dirigiéndose a Fábregas, que no supo muy bien cómo responder a esta pregunta, porque padre e hija habían sostenido toda la conversación en inglés y él, que sólo poseía conocimientos rudimentarios de este idioma, no estaba muy seguro de haber captado cabalmente el sentido de aquel diálogo.

– Por mí todo está bien -dijo; y sin que esta frase trivial ni las circunstancias en que había sido pronunciada lo justificaran, se sintió invadido por una gran paz, como si verdaderamente todo fuese armonioso y conveniente para él. Tal vez lo que me ocurre es que, después del atropello de anoche, estoy sintiendo el efecto de las aspirinas sobre mi organismo, pensó.

– Ofrece al menos algo de beber a nuestro huésped -dijo el padre-. Yo no puedo hacerle los honores de la casa mientras no acabe con este asunto endiablado. Represento -aclaró cambiando de idioma y de oyente, pero sin dejar por un momento el papeleo- a varias empresas multinacionales de perfumería masculina.

Fábregas miró de reojo a María Clara esperando que ella le indicara con un gesto o un guiño si debía tomar en serio o no lo que le decía aquel individuo que irradiaba un verdadero hedor, pero ni el rostro ni la actitud de ella le revelaron nada.

– Por ahora cubro el Véneto y la Lombardía, pero cuando me compre un ordenador personal, podré tocar también Suiza y Yugoslavia. De momento no doy abasto. Antes me ayudaba mi esposa; hasta que empezó a fallarle la salud, quiero decir. Y María Clara también me ayudaba, de cuando en cuando, hasta que decidió independizarse. Yo no se lo reprocho ni debe usted interpretar mis palabras en ese sentido -añadió dirigiendo a su hija una mirada cargada de ternura-. Yo a su edad ya me había ido de casa y me ganaba la vida como podía. Aún recuerdo el primer empleo que conseguí: portero de cine. Tenía que comprobar que las entradas que me daban correspondían a aquel cine, a aquella fecha y a aquella sesión y, al mismo tiempo, vigilar que nadie se colase. Por supuesto, siempre había espabilados que acababan colándose. Con esto tampoco quiero decir que una cosa, porque la haya hecho yo, sólo por esta razón, ya esté bien. No, al contrario: cuando recuerdo aquellos tiempos, mi vida me parece un cúmulo de idioteces: así lo exige la edad. ¿Qué le apetece beber?

– Un refresco cualquiera, si no es molestia -dijo él.

– Ninguna en absoluto. Mi hija se lo irá a buscar de mil amores. Iría yo, pero no puedo: esta mañana estoy muy ocupado. Pero le diré cómo ocuparemos el tiempo hasta que ella vuelva: yo le contaré todo lo concerniente a este palacio y usted lo oirá.

V

– Ha de saber usted -empezó diciendo el padre de María Clara cuando ésta los hubo dejado solos- que en este palacio, aunque no en la parte en que nos encontramos ahora, agregada posteriormente a aquél, muy distinta en estilo e intención y destinada, según colijo de la pintura que adorna este techo y otras similares, a cosas algo turbias o, en todo caso,non sanctas, por así decir, sino en la parte antigua, que le mostraré luego, se alojó en cierta ocasión Santa Marina, cuando una enfermedad la detuvo en Venecia -mientras hablaba había dejado el trasiego de papeles que, según propia confesión, le tenían tan ocupado, había rodeado la mesa y había ido a colocarse distraídamente junto a la ventana-. Esta santa, como usted sabe, había ingresado a consecuencia de un desengaño mundano en un convento de frailes disfrazada de hombre, caso en modo alguno único en aquella época. Mientras vivió, nadie descubrió la impostura, llegando incluso la santa a ser elegida prior del convento, cargo que desempeñó de manera ejemplar durante tres décadas. A su paso por Venecia, en misión propia del cargo que ostentaba, era ya de edad avanzada y gozaba de fama muy extendida de hombre sabio y virtuoso. Con objeto de disimular su condición femenina, llevaba una larga barba de estopa que sujetaba con alambres a las orejas. Al reír, cosa que hacía de continuo, pues era proverbial su buen talante frente a todo tipo de circunstancias, tanto adversas como favorables, la barba postiza se le subía a la frente y allí se quedaba, a modo de visera, revelando de este modo su rostro lampiño, hasta que ella misma la colocaba de nuevo en su lugar tironeando, todo lo cual, a decir verdad, no sorprendía a nadie en aquella época imbuida de fe y hecha a las maravillas y caprichos de sus santos. Posiblemente en relación con esta estancia de la santa en el palacio, a la sazón en posesión de la familia que lo erigió, y de la que le hablaré acto seguido, y del trato deferente que aquí debió de serle dispensado, cuando la santa murió, unos años más tarde, y sus restos fueron divididos, como era costumbre piadosa entonces, Su Santidad el Papa tuvo a bien enviar un hueso a dicha familia, con lo cual él palacio quedó, por así decir, legitimado a los ojos de la ciudad, o lo que es igual, de la Signoria. El palacio, cuando la santa lo honró con su presencia, contaba poco menos de un siglo de existencia. Lo había hecho edificar, casi al final de su azarosa vida, un navegante de origen francés o catalán, llamado en los documentos de su tiempo Ser Alberigo Pastoret, el cual… ¡Ah, qué bien, ya nos traen los refrescos!, -exclamó repentinamente al ver entrar en el gabinete a su hija con una bandeja en las manos. En aquella bandeja tintineaban cuatro copas llenas hasta el borde de un líquido opaco-. ¿Qué nos traes, hija?, ¿qué nos traes? -preguntó abandonando precipitadamente la ventana y corriendo a situarse de nuevo entre la mesa y el archivador-. ¡Ah, vinetto piccolo! Delicioso. Delicioso y verdaderamente apropiado para esta hora del día. Pero, hija, si somos tres, ¿por qué has traído cuatro copas?

– Ha venido el doctor Pimpom -dijo ella.

– Ah, vaya -dijo el padre enrojeciendo visiblemente. Luego tomó una de las copas y olió su contenido con notable satisfacción-. Bien -añadió-, no hace ninguna falta que esperemos por él, ¿no le parece? Ya se unirá a nosotros cuando se lo permitan sus ocupaciones. Bebamos -dijo predicando con el ejemplo y exhalando un largo suspiro después de haber bebido-. ¡Ajajá! Qué bueno, ¿verdad?

– Delicioso, en efecto -respondió Fábregas, a quien iba dirigida la pregunta, aunque en su fuero interno encontraba aquella bebida bastante insípida-. Pero me estaba usted contando…

– ¡Atiza! Es verdad, ¡qué memoria! -dijo el padre de María Clara-. A media conversación se me va el santo al cielo… Antes no me ocurría eso, créame. Es ahora, al irme haciendo mayor. Nunca debí venir a Venecia.

– Papá, por favor… -le interrumpió su hija en este punto.

– Hija -dijo después de una pausa que destinó a sacar varios papeles del archivador y apilarlos sobre la mesa-, quizá convendría que fueras a ver si tu madre o el doctor necesitan algo…

María Clara salió del gabinete sin decir nada, dejando en una esquina de la mesa su copa intacta. En cuanto se hubo ido, el padre corrió a colocarse nuevamente junto a la ventana.

– Como le venía diciendo -agregó en un tono más pausado, mirando fijamente los niños que jugaban en la plaza a esa hora del día-, Ser Alberigo Pastoret, también llamado, en otros documentos, Alberigo Cacaforte, fue un navegante de origen oscuro al servicio de la Serenísima. El año 1314 se hizo a la mar en una galera de dos palos y nueve remos por banda, armada de una bombarda y dos falconetes. Durante varios lustros navegó por el Golfo Pérsico, el Mar Rojo y el infame Cuerno de África, comprando y vendiendo y abriendo rutas comerciales al imperio. De sus peripecias y descubrimientos fue dando cuenta en unas relaciones escuetas, no exentas, a veces, de exageración: en una ocasión afirma haber visto con sus propios ojos el pájaro Roe; en otra, haber encontrado en un mercado de Somalia alfombras voladoras por cuya adquisición pujó en balde. Otros relatos, en cambio, resultan verosímiles y hasta prosaicos, como éste que le voy a referir.

»En la primavera del año 1320 o 1321, Pastoret arribó con su galera a una isla del índico habitada entonces por cortadores de cabezas. Iniciados los contactos, no sin riesgo, los nativos le ofrecieron uno de aquellos feroces trofeos, que él adquirió, venciendo su natural repugnancia y tras regatear, como era costumbre hacer en la región, para demostrar a aquellas gentes que todo lo que fuera objeto de comercio era también objeto de su interés. Finalmente el reyezuelo local, habiendo oído hablar de él en términos elogiosos, se avino a recibirle. «Me han dicho que ha comprado usted una cabeza», le dijo cuando estuvieron frente a frente. «Así es, majestad», respondió Pastoret. «Permítame verla», dijo el reyezuelo. Cuando Pastoret se la mostró, el reyezuelo se rió de buen gana. «Le han estafado», dijo. «¿Cómo es eso?», preguntó Pastoret. «Esta cabeza no tiene ningún valor», le explicó el reyezuelo. «Sólo tienen valor las cabezas de personas que previamente han sido estranguladas, porque una buena cabeza ha de tener colgando la lengua tumefacta; venga y le enseñaré mi colección.» De este modo se granjeó su confianza y pudo adquirir clavo, canela y otras especias a un precio irrisorio; se hizo rico y, ya de avanzada edad, pudo retirarse a vivir en Venecia, donde se construyó este palacio. En el curso de sus viajes había visto tantas porquerías que procuró que en su palacio todo fuera noble, bello y lujoso. En los cimientos del palacio hizo enterrar la cabeza y otras muchas cosas truculentas que había ido adquiriendo igualmente para que los nativos vieran que era buen comprador y creyeran que podían estafarle con facilidad.

«Sin embargo, también había traído consigo de sus viajes inadvertidamente una enfermedad larvada que acabó con él no bien estuvo concluido el palacio de sus sueños y que hizo que las autoridades pusieran el palacio y sus habitantes en cuarentena. Esto y el haber sido Pastoret un advenedizo relegaron familia y palacio al ostracismo hasta que, como antes le referí, la reliquia de Santa Marina vino a conferirle el reconocimiento…

»Ejem, ejem… -exclamó a ver entrar en el gabinete de nuevo a su hija, acompañada esta vez de un individuo que debía de ser, según dedujo Fábregas, el doctor Pimpom.

Nada en el aspecto del recién llegado justificaba el pavor que su mera presencia parecía infundir en el padre y la hija. Un leve balanceo al andar y un bastón oscuro, en el que se apoyaba ligeramente de cuando en cuando, daban elegancia y autoridad a su figura, por los demás corrientísima: el doctor era hombre cincuentón, diminuto y algo rechoncho, de facciones pequeñas y joviales, muy atildado en su indumentaria. Fábregas tuvo la sensación fugaz de haber visto antes aquel hombre. Ahora su aparición le irritaba, sin que pudiera explicarse el porqué. Se sentía cansado de aquel visiteo, deseaba salir de allí de inmediato y sólo la compañía de ella le impedía hacerlo sin miramientos. En los ojos que el doctor fijó en él al ser presentados, creyó leer una mezcla de perspicacia y petulancia. Es posible que él pueda intuir lo que estoy pensando en este mismo instante, pensó, pero también es posible que se trate sólo de una actitud profesional estudiada, encaminada a cimentar la confianza de sus pacientes; como si con esta mirada quisiera decir: está en mis manos devolverle a usted la salud, ¡bah, qué fantochadas! El doctor apuraba la copa degraspia que le había sido reservada. Luego tendió un papel a María Clara.

– Le ha cambiado la medicación -dijo ella.

– Es cosa de ir probando -dijo el médico-. Eventualmente…

El padre de María Clara volvió a enrojecer hasta que la cabeza y el cuello se le pusieron de color morado y el doctor inició una explicación pormenorizada y repetitiva acerca de la forma en que las medicinas habían de serle administradas a la enferma: su frecuencia y dosificación. Fábregas dejó vagar aburridamente la mirada por el gabinete.

Al mirar el techo advirtió que los ángeles malévolos pintados en la bóveda guardaban un parecido innegable con el doctor. Las mismas facciones aniñadas y perversas, pensó, y el mismo aire de suficiencia intolerable.

– Debo irme -dijo de pronto, casi contra su voluntad, pero incapaz de seguir allí.

Ella lo miró con enojo.

– No sabía que tuviera un compromiso -dijo-. Si me lo hubiera dicho, no le habría traído tan lejos.

– No -aclaró él-, es que acabo de acordarme de que tengo que hacer una llamada sin falta.

– Puede hacerla desde aquí.

– Sería abusar de su hospitalidad… Además -añadió para reforzar aquella excusa endeble-, he de consultar el número en mi directorio, que por distracción he dejado en el hotel…

– Está bien, no queremos retenerle contra su voluntad -dijo ella-. Si se espera un segundo a que acabe de despachar con el doctor, le acompañaré a la puerta.

– Deja, yo mismo le acompañaré, para que no pierda más tiempo del que ya le hemos robado -dijo inopinadamente su padre abandonando una vez más sus presuntas ocupaciones.

Fábregas inició una protesta que el otro fingió no oír: de sobra se notaba que estaba aprovechando aquel pretexto de mil amores para dejar la compañía del doctor, que le ocasionaba una turbación patente. Fábregas se encontró cazado en su propia trampa: ahora se veía obligado a separarse de ella sin haber concertado una nueva cita.

– ¿La podré ver luego? -le preguntó haciendo caso omiso de la presencia de testigos.

Ella, que disimulaba su enfado leyendo las recetas del doctor, enrojeció a su vez, enderezó la cabeza y le dirigió una mirada despectiva.

– No veo cómo -replicó secamente.

– Puedo esperarla… donde usted me indique.

Con el rabillo del ojo advirtió que el doctor contemplaba aquel coloquio con expresión cínica, como si su perspicacia le permitiera discernir en aquel enfrenta-miento una estrategia general, cuya complejidad la hacía incomprensible a los propios contendientes. Sólo el padre, que rebuscaba en los cajones de su mesa, parecía ajeno por completo a lo que sucedía en el gabinete.

– Ah -exclamó de pronto mostrando a los presentes una linterna de aluminio-, ya la he encontrado.

– Tal vez antes de salir debería telefonear al hotel, para que me enviasen un taxi -dijo Fábregas, que se resistía a partir sin arrancar de ella un compromiso formal.

– No hace falta -dijo el padre con animación-. Saldremos a la plaza; desde allí puede ir a pie, si su hotel no está lejos, o tomar el vaporeto. Todo está muy bien indicado; no tiene más que seguir las flechas sin desviarse.

– Entonces -dijo él-, ¿la veré de nuevo?

– Es posible -dijo ella entre dientes, como si estuviese librando en aquel momento una batalla en su interior-; pero ahora debo atender al doctor. Discúlpeme.

El doctor le tendió la mano con una cordialidad a la que respondió con frialdad deliberada. No hay duda de que me ha ganado esta primera escaramuza, pensó Fábre-gas, porque es evidente que entre nosotros hay una guerra abierta, por más que yo ignore todavía la razón y lo que anda en juego. Pero no debo darme por vencido tan fácilmente. Si es ella el motivo de nuestra rivalidad, cosa que dudo, yo tengo ahora muchas bazas en mi mano; ahora sé dónde vive y puedo volver aquí por ella cada día, a todas horas, si es preciso. Con estas lucubraciones en el ánimo iba siguiendo los pasos del padre, que se había adentrado en un corredor cuyo final parecía ser un tabique sin aberturas.

VI

Un viento húmedo atravesaba las estancias que iban cruzando: antecámaras vacías y salones enormes en los que naufragaban unos muebles de ocasión. A lo lejos oyeron pitar un tren. Fábregas preguntó si aquélla era la parte antigua del palacio, a lo que su acompañante respondió que no.

– La parte antigua es un puro escombro, ya verá -dijo-. Ésta, en cambio, aunque bastante deteriorada, todavía está presentable. A ver si funcionan las luces y puedo mostrarle el salón de recepciones… Quédese ahí, no vaya a tropezar y hacerse daño… ¿Dónde estará el interruptor? ¡Esto está más negro que los cojones de un grillo!

Desde que ambos habían salido del gabinete, se había vuelto locuaz y hasta alegre. Se sabía débil de carácter e incapaz por consiguiente de afrontar y resolver su vida de un modo global, pero como no era propenso a la desesperación ni al drama, aprovechaba cualquier circunstancia propicia para divertirse fugazmente; aquellos minutos de esparcimiento sustraídos a una existencia sembrada de fracasos, humillaciones y contrariedades tenían para él el gusto embriagador de la libertad, que apreciaba más sabiéndola casual e improrrogable.

– Ahora que nadie nos oye -siguió diciendo mientras pulsaba inútilmente un interruptor, que chascaba sin producir efectos visibles-, le confesaré que por mi gusto no viviría ni un solo día en esta porquera. No hay nada más incómodo que los palacios: grandes, desangelados y sin razón de ser -se había adentrado en las tinieblas, desde donde llegaba su voz con un tono algo metálico, como si hablara desde otra dimensión-. Por aquí tendría que haber otro interruptor -dijo; y añadió-: Yo no soy europeo, como mi hija quizá le haya contado, aunque mi familia… ¡epa!, ¡atención a ese desnivel!… mi familia era de origen polaco y, más remotamente, veneciano. Sin embargo, hace varias generaciones que nos afincamos en los Estados Unidos, donde siempre vivimos bien, con cierto desahogo económico. El apellido familiar, eso sí lo sabrá usted, es Dolabella, como el pintor homónimo, nuestro antepasado, según dicen; pero allí siempre fuimos conocidos por el apellido más sencillo de Dolly. Hasta que vine aquí, a los veinticuatro años, todo el mundo me llamó Charlie Dolly. Dolabella o Dolly es en realidad el apellido de mi madre, por el que opté al llegar a la mayoría de edad. Mis padres se separaron cuando yo tenía cinco años…

Había conseguido prender una luz. Ahora estaban en mitad de un salón de proporciones tan vastas que la bombilla exigua que colgaba del techo no alcanzaba a iluminar las cuatro paredes. Desde allí parecía que la oscuridad se extendiera hasta el infinito.

– ¿Qué le empujó a venir a Venecia, Charlie? -preguntó Fábregas.

– ¡Quién sabe! -respondió el otro-. Mire, le contaré algo que no le he contado nunca a nadie…

– Bien, pero, ¿es preciso que me lo cuente en este sitio tan inhóspito?

– Sí, sí, ha de ser aquí -dijo con énfasis-. Escuche: mis padres se separaron cuando yo tenía cinco años. Como eran católicos no pudieron divorciarse y por consiguiente no se pudieron volver a casar. Mi padre desapareció pronto de nuestra vida. Pronto dejó de enviarnos dinero y entonces el juez le privó del derecho a visitar a sus hijos: de este modo zanjó dos compromisos engorrosos de una sola vez. Mi madre tenía entonces treinta años y aunque tenía unos ojos risueños, una piel luminosa y un perfil de cierta distinción no era una belleza llamativa. Con todo, no tardó en trabar relación con un hombre de posibles llamado Luna. Él tenía un negocio pequeño pero próspero de compraventa de automóviles usados, y estaba casado. Mi madre debió de hacerle creer inicialmente que vivirían juntos un romance corto y fogoso; en realidad consiguió retenerlo a su lado muchos años, durante los cuales vivimos a su costa. Él nunca pensó en abandonar a su mujer y a sus hijos; supongo que no llegó a enamorarse de mi madre ni siquiera pasajeramente: nos seguía visitando por inercia y a desgana, como quien cumple una obligación familiar ineludible y onerosa. En estas ocasiones mi madre siempre acababa pidiéndole dinero; le pedía cantidades pequeñas, cuidadosamente calculadas para que no pudiera negárselas sin parecer mezquino. Debo decir en su descargo que siempre dio lo que se le pedía sin chistar, hasta que un día, al cabo de seis o siete años, se le ocurrió calcular someramente lo que le había supuesto aquella sangría durante un período tan largo. Entonces se puso furioso y juró no volver a poner los pies en aquella casa. Estuvimos sin verlo casi un mes. Luego volvió sin decir por qué y las cosas continuaron como antes. Era un hombre de buen corazón, aunque colérico y autoritario. A veces se empeñaba en inculcarnos disciplina, de la que nos creía faltos, a mi hermana y a mí. En realidad su sola compañía ya era un ejercicio de disciplina muy fatigoso, porque teníamos que poner toda nuestra atención en no cometer ninguna falta que pudiera servirle de pretexto para no volver más. Nunca le cobramos el menor cariño ni él hizo nada por congraciarse; aquéllos fueron años de disimulo y acomodo. Mi madre sufría además sabiendo que vivía en una situación incompatible con sus creencias religiosas. Seguía asistiendo a misa, pero permanecía alejada de los sacramentos. Al final, entre una cosa y la otra, perdió el juicio. Ahora mi hermana y yo aborrecíamos al señor Luna, pero esperábamos su presencia con verdadera ilusión, porque mamá sólo recobraba la cordura en su presencia. El resto del tiempo creía ser Santa María Egipciaca. Ya no se cortaba, lavaba ni peinaba el cabello, que le llegaba a las rodillas, y en varias ocasiones tuvimos que impedir que saliera de casa en cueros vivos, provista de un cayado, con intención de dirigirse a pie a Tierra Santa. Más tarde le entró la manía, por lo demás muy común, de que algunas emisoras de televisión utilizaban su imagen con fines innobles. Entonces enviaba cartas amenazadoras a los estudios diciendo que tal día a tal o cual hora habían emitido un programa de variedades en el que salía ella practicando el coito con algún animal, cosa que ella nunca había hecho ni se proponía hacer, con la salvedad de las cosas que debía hacer de cuando en cuando con el señor Luna por mor de la supervivencia; de esto último, añadía, bien sabía que debía rendir cuentas a Dios, pero no veía razón alguna para rendírselas también a los televidentes; por ello, concluía diciendo, esperaba recibir de la emisora correspondiente una disculpa escrita y una indemnización que podía ascender, según su estado de ánimo, a cientos de miles de dólares. Estas cartas, huelga decirlo, jamás tuvieron respuesta ni consecuencia, siendo habitual una correspondencia abundante de este tipo en todos los estudios de televisión del mundo, lo que no impedía que a nosotros nos produjeran una desazón constante, de la que, por supuesto, no podíamos hacer partícipe al señor Luna. Éste, por lo demás, había acabado adaptándose a la rutina de aquella familia suplementaria hasta tal punto que, llevado de su desinterés, no advertía que ahora mamá andaba arrastrando las greñas por la alfombra, que a menudo no llevaba otra prenda que una piel sin curtir o un pedazo de arpillera arrollado a las caderas y que, desde hacía meses, le llamaba Zósimo y le daba tratamiento de obispo.

«Cuando aquella situación empezó a hacerse insostenible, mi hermana, que era algo mayor que yo, consiguió atrapar a un incauto adinerado. No sé de dónde lo sacó, porque el círculo social en el que nos movíamos era ínfimo, ni cómo lo hizo, porque mi hermana nunca fue guapa ni particularmente simpática. Por supuesto, él también estaba casado, pero mi hermana debió de sorberle el seso, porque se divorció para casarse con ella. Mamá se resintió mucho de este desenlace: creía habernos inculcado una formación católica sólida y ahora veía casarse su hija con un protestante divorciado. Aquella boda agravó su mal. Por este motivo y otros varios, mi hermana y su marido, apenas casados, decidieron, con muy buen criterio, cambiar de aires y él, que tenía un cargo de cierta importancia en una empresa multinacional, consiguió que lo destinaran a Inglaterra. La despedida fue dolorosa. La noche anterior a su partida, mi hermana vino a casa. Cuando estuvimos a solas ella y yo, me echó los brazos al cuello y se puso a llorar: era obvio que se había casado con aquel pendejo para huir de casa y que ahora, ante los hechos consumados, se arrependía de haber dado un paso tan trascendental. «Ven con nosotros, Charlie», me rogó.

Yo le dije que no sin dar ninguna explicación a mi negativa. Si le hubiese dicho que consideraba mi deber permanecer allí, al lado de mamá, ella lo habría interpretado como un reproche, y no lo era. Además, por lo que a mí respecta, decir eso habría sido mentir: yo también esperaba la oportunidad de huir de casa. Si no me valí de aquélla fue porque no me gustaba, sencillamente.

«Vivíamos en un barrio suburbial -continuó diciendo Charlie-, en una casita humilde, de dos plantas y un pequeño jardín del que nadie se había ocupado jamás y que, por consiguiente, había ido convirtiéndose en una mezcla de selva y vertedero. Transcurridos dos meses de la marcha de mi hermana, mamá se fue a vivir al jardín. Con cuatro trastos se construyó allí una cabaña y se pertrechó de un crucifijo de palo, una calavera adquirida Dios sabe dónde y un devocionario. Se alimentaba de raíces e insectos y hacía penitencia. El señor Luna y yo no sabíamos qué hacer; le llevábamos comida y ropa y las rechazaba con tanta suavidad como firmeza; tendimos un cable eléctrico desde la casa hasta la cabaña para que pudiera enchufar una estufa, un hornillo o un televisor, pero no quiso saber nada de todo aquello. Muy espaciadamente se avenía a hablar con el señor Luna o conmigo. Así pasaron casi dos años. Los inviernos eran rigurosísimos y muchas mañanas acudía a verla con el temor de encontrarla muerta de frío o de inanición, pero la verdad es que parecía gozar de una salud excelente; había adelgazado hasta quedar escuálida, pero nunca enfermó ni la oí quejarse. Tampoco parecía aburrirse. Un día me contó que estaba tratando de hacer un milagro, no por presunción, pues no aspiraba a que nadie se enterase de ello, sino como prueba de que Dios había perdonado sus faltas y le había otorgado Sus favores. Había clasificado los milagros, según me dijo, en cuatro grandes categorías o grados ascendentes. Ahora se proponía recorrer toda la escala, empezando por lo más elemental. La clasificación, que todavía recuerdo, era como sigue: 1) Desplazamiento o elevación de objetos pequeños y curación de dolencias simples, como esguinces, uñeros u orzuelos; 2) desplazamiento o elevación de objetos medianos, curación de enfermedades víricas leves, transmutación de sustancias análogas, como agua en vino o pan en queso, o de animales de la misma especie, como moscas en abejas, y breve levitación; 3) desplazamiento o elevación de objetos grandes, transmutación de sustancias disímiles o de animales de distinta especie, curación de enfermedades graves y levitación prolongada; 4) traslación incorpórea en el tiempo o en el espacio, desplazamiento o elevación de inmuebles, don de lenguas, transmutación de seres humanos en animales o viceversa, alteración de accidentes geográficos, como mares, ríos o montañas, curación de enfermedades terminales o congénitas y aureola visible.

«Transcurridos aquellos dos años, recibimos una carta de mi hermana, de la que no habíamos tenido noticias desde que se había casado y se había ido a vivir a Inglaterra. Había enviudado de un modo insólito: como no deseaba tener hijos, por lo menos de su marido, por el que sólo sentía rencor y desprecio, había convencido a éste de que se sometiera a una operación de vasectomía, a lo que él había accedido, tras hacerse de rogar, y de resultas de la cual, por negligencia de los cirujanos que le intervinieron, había muerto en la mesa del quirófano, bajo los efectos de la anestesia, sin experimentar dolor ni angustia. Ahora mi hermana se encontraba libre de nuevo, con una pensión respetable y con la suma con que los tribunales habían obligado a los cirujanos a indemnizarle. A la carta adjuntaba un cheque a mi nombre. No especificaba el destino que debía dar a aquél dinero, pero recordé nuestra despedida y entendí que aquel cheque no era el inicio de unas remesas periódicas, sino la oportunidad única que yo había estado aguardando. Tenía entonces veinte años. Le dije al señor Luna que me iba, le confié el cuidado de mamá y cogí el primer autobús, camino de Nueva York. ¿Conoce usted Nueva York?

– Sí -dijo Fábregas.

– Yo viví allá cuatro años -dijo Charlie-. Entonces Nueva York era una ciudad dura, exigente, pero generosa. No sé si habrá cambiado. Tuve que luchar, trabajar y tolerar mucho, pero sobreviví sin pasar nunca hambre, aunque sí estrecheces. Desempeñé varios oficios ocasionales, como el de portero de cine, que ya he dicho, y sobre todo el de taxista, al que recurría cuando no había otros menos arduos y peligrosos a mi alcance. Llevaba una vida desordenada y disoluta, que entonces juzgaba reprobable y hoy añoro. Finalmente me entró la manía de cambiar de vida: pensaba que, de seguir como estaba, había de acabar mal.

En el último año había conseguido acumular algunos ahorros, con los que viajé a Europa, donde en aquella época quien dispusiera de dólares aún podía pasar por persona acaudalada y vivir bien. Antes de enloquecer mamá solía contarnos que descendíamos de un célebre pintor veneciano, cuyas obras todavía adornaban, según nos decía ella, los salones del Palacio ducal. Este relato había inflamado mi imaginación, por lo que vine aquí antes que a ningún otro sitio. Conocí a poco de llegar a la que hoy es mi esposa y todavía sigo aquí, como usted ve. Ahora recuerdo a veces con nostalgia los Estados Unidos, a donde no he vuelto desde entonces. Incluso de aquellos años terribles de mi niñez conservo algún recuerdo grato… ¡Hola!, ¿se puede saber qué demonios pasa hoy en esta casa embrujada?

VII

La exclamación que antecede venía motivada por un apagón, que acababa de dejarlos en la tiniebla más absoluta.

– Ea, no se mueva usted, que yo trataré de abrir los postigos para dejar pasar la luz del día -dijo Charlie.

Fábregas oyó sus pasos vacilantes, algún que otro traspiés y mucho mascullar improperios contra aquel palacio y sus inconvenientes. Finalmente los postigos fueron separados con gran violencia de sus marcos, donde los había encajado firmemente el desuso, y la estancia quedó bañada por la claridad proveniente del exterior que filtraban los cristales. Las campanas de una iglesia vecina anunciaban la hora del avemaría en aquel mismo momento. La luz crepuscular apenas traía fuerzas para vencer la suciedad que esmerilaba los cristales. Luego, una vez en la sala, aquella luz mortecina parecía dejarse llevar por el polvo que flotaba en el aire. Por esta causa allí todo parecía decrépito y espectral.

– Siempre ocurre este fenómeno desagradable cuando ponen a funcionar la lavadora y la plancha al mismo tiempo -explicó Charlie mientras se arreglaba precipitadamente el pantalón del pijama, por cuya abertura frontal, de resultas del esfuerzo que había realizado al tironear de los postigos, se le había salido la titola-… ¡y eso que se lo tengo dicho mil veces! Pero ¿se cree usted que aquí alguien me hace caso?

Fábregas aprovechaba la ocasión para examinar el lugar en el que se encontraban. Aquella pieza, que Charlie había llamado sala de recepciones, parecía tener forma circular a simple vista: en realidad su planta era un octógono en el que se alternaban lienzos de pared estrechos, cubiertos de espejos desde el zócalo hasta el plafón de una cornisa situada a media altura, con otros más anchos, en los que se abrían puerta y ventanas o estaban tapizados de damasco oscuro y a lo largo de los cuales corría un sofá de madera dorada y terciopelo verde. A partir de la cornisa, los ocho lienzos perdían sus vértices y se confundían en una bóveda de madera artesonada. Por supuesto, la madera de la bóveda se había desprendido en varios puntos, formando abultamientos, o se había abierto por efecto del calor o de la humedad y ahora presentaba horribles heridas erizadas de astillas; la tapicería de las paredes ya no era más que unos amasijos de harapos e hilachas, que recordaban los sudarios de algunas momias, y a través de los cuales se veían fragmentos irregulares de pared desconchada y enmohecida; el sofá había perdido más de la mitad de las patas y brazos y por las tajadas que el tiempo y la desidia habían hecho en el terciopelo asomaban muelles oxidados y manojos de la borra y la paja que rellenaban los cojines; los espejos estaban desportillados y sin azogue; allí donde existía un ángulo las arañas habían acumulado telas de un diámetro y espesor increíbles; donde antes había habido lámparas y candelabros ahora había únicamente ganchos y clavos, cables cortados y trozos de bronce o hierro rotos y torcidos, como si antes de entrar en decadencia aquel salón hubiera sido objeto de saqueo. En todas partes reinaba un olor penetrante a gato y a meados antiguos.

– Vea usted -dijo de pronto Charlie, que había guardado un rato de silencio para que su huésped pudiera examinar el lugar a su antojo-, vea usted lo que le andaba diciendo ahora mismo: ¡qué cochambre! Pero, ¡chitón! -agregó llevándose el dedo índice a los labios-; alguien se acerca. Si fuera mi mujer -susurró al oído de Fábregas, a cuyo lado se había colocado en dos zancadas-, no le diga que he estado despotricando del palacio: ella no debe saber lo que yo pienso.

Ambos habían clavado la vista en la puerta, a la que se aproximaban unos pasos leves, una luz vacilante y una tos intermitente que alternaba con aspiraciones sibilantes. ¿Qué farsa es ésta?, se dijo Fábregas; cuando estoy con ella, que es lo único que me importa en el mundo, me emperró en irme, y ahora, ¿qué hago aquí? Ante este majadero y esta enferma, ¿qué actitud debo adoptar?, se preguntaba, ¿qué pensarán ellos de mí?, ¿qué les habrá dicho su hija?, ¿cómo me habrán conceptuado? Ah, ¡si al menos estuviera en un terreno conocido y no en esta ratonera de la que no puedo salir por mis propios medios! Finalmente la figura de la enferma apareció en el vano de la puerta, donde se detuvo.

– Mujer, ¿qué estás haciendo en esta parte de la casa? -le dijo Charlie precipitadamente, como si fuera importante para él haber tomado la iniciativa en aquel encuentro-. ¿No te tiene dicho el doctor que hagas reposo?

– En eso estaba -respondió ella con una voz musical, pero apenas audible-, cuando oí un estrépito que me alarmó: temí que hubieran entrado ladrones.

– Y si efectivamente hubieran entrado, ¿qué?, ¿los habrías puesto en fuga con tu sola presencia? -replicó Charlie en tono de fingida regañina, como si, dirigiéndose a una persona de poco raciocinio, hubiese adoptado él mismo una actitud infantil.

Ella no aparentaba siquiera escucharlo: estudiaba atentamente a Fábregas con una mezcla de interés e ironía que incomodó a éste hasta que llegó a la conclusión de que en realidad él era el objeto del interés y de que la ironía iba dirigida exclusivamente a Charlie, así como el pretexto inverosímil con que ella acababa de justificar su presencia allí. Sin embargo, antes de que pudiera confirmar esta hipótesis, aquella expresión había desaparecido de la fisonomía de la enferma. Ahora ninguna expresión turbaba su semblante. Llevaba un salto de cama color de horchata, cuyo ruedo había ido dejando una huella irregular en el polvo del entarimado. Ahora solamente la ondulación que la corriente de aire imprimía a los pliegues de aquella prenda, los cuales, sin embargo, contagiados de la languidez de la enferma, parecían moverse con extrema lentitud y pesadumbre, y las sombras que abanicaban sus facciones conforme oscilaba la llama de la vela que sostenía a la altura del pecho alteraban su inmovilidad. Esta quietud repentina, sin embargo, no parecía producto únicamente de la debilidad o el cansancio, sino de una actitud innata o premeditada de antiguo, fruto de un ánimo frágil, pero muy firme, que ya había creído detectar en su hija, pensó Fábregas. En realidad sólo buscaba ansiosamente en ella un reflejo de su hija o una clave que, pudiendo ser descifrada en aquélla, le permitiera luego interpretar correctamente algunos aspectos desconcertantes de ésta. Sin embargo, no tardó en abandonar esta intención inicial, porque siempre se había considerado ciego a lo que pudiera tener de revelador o de sintomático la apariencia externa de las personas. De no ser así, otro gallo me habría cantado en los negocios y en el amor, pensaba a menudo. Ahora ya no intentaba traspasar la barrera de las apariencias, que tomaba en su significado más elemental: así disponía, cuando menos, de un dato cierto. De lo demás se prevenía desconfiadamente: por nada del mundo se comprometía sin disponer antes de una garantía objetiva y fehaciente.

Aquella situación estática, en la que cada uno parecía aguardar la iniciativa del otro, se habría podido prolongar de modo indefinido si Charlie no hubiera intervenido diplomáticamente.

– Le estaba enseñando el palacio a nuestro visitante -dijo en tono cohibido, como de disculpa.

Al oír estas palabras, que le abrían un campo ilimitado de posibilidades, la enferma pareció cobrar vida.

– Charlie ya le habrá dicho sin duda que éste era el salón de recepciones -dijo con volubilidad, abandonando el umbral y avanzando hasta el centro de la estancia con el mismo comedimiento con que lo habría hecho si en aquel momento se hubiese estado celebrando allí efectivamente una de aquellas recepciones a las que el salón iba destinado. Este desplazamiento majestuoso produjo a Fábregas la viva impresión de una pintura que, desprendiéndose de repente del lienzo, echase a caminar imaginariamente por el espacio de los vivos. El simulacro, sin embargo, no fue suficiente para conjurar otros fantasmas; por el contrario, la presencia de la enferma allí hacía todavía más patente la vacuidad y el estado catastrófico de la estancia.

– No vea usted la de saraos que se habrán celebrado aquí -dijo la efigie en un tono mundano, pero sin perder la suavidad de la voz y los modos- ni la de cosas que podrían contarnos estos espejos si supieran hablar. El siglo XVIII… ¡menudo siglo!

– Ya le he explicado -intervino Charlie, siendo al punto fulminado por los ojos tranquilos de la enferma- que ahora tenemos esta parte del palacio un poco abandonada.

– Todo palacio requiere una restauración constante y unos cuidados que nosotros, por desgracia, no podemos sufragar como deberíamos -dijo ella-. Sólo muy de cuando en cuando…

– Para mí todo esto tiene un gran interés -dijo Fábregas.

– Venga, entonces; aprovechemos la poca luz que nos queda todavía -dijo ella. Y, dirigiéndose a su marido-: Charlie, cariño, sé un ángel: adelántate y ve abriendo los postigos para que veamos.

Apagó la vela de un soplo y se la dio a su marido. Cuando éste se hubo hecho cargo de la vela, la enferma ofreció su brazo a Fábregas e inició una marcha lenta hacia la oscuridad. Charlie les precedía abriendo y cerrando postigos y levantando a su paso nubes de polvo que luego permanecía suspendido en el aire, como embebido de la luz acaramelada del atardecer. Así fueron recorriendo, sin detenerse en ninguna de ellas, estancias tan desmanteladas y tristes como la que acababan de dejar atrás. En todas ellas encontraron arañas, cucarachas y carcoma. Nada de todo aquello parecía afectar a la enferma, que debía de haberse acostumbrado a ver su casa de aquel modo o que había sido testigo de un deterioro gradual y no se había percatado del estado a que habían llegado las cosas poco a poco. Hecha ella misma un andrajo circulaba ahora por aquella desolación como si el palacio acabara de ser desalojado por quienes habían vivido en él sus años de esplendor. Allí donde no había sino mugre y soledad ella veía un comedor, un salón, un tocador, un baño y, en suma, todos los aposentos de una gran mansión como la que aquella misma sin duda tiempo atrás debía de haber sido.

– Esta parte del palacio -le iba diciendo-, como seguramente le habrá contado mi marido, fue edificada en el siglo XVIII. El primer palacio, que ahora no le podemos enseñar, por estar momentáneamente en obras, fue construido en el siglo XIV por un rico comerciante…

– Ya le he contado esta historia, mujer -dijo Charlie uniéndose a ellos en aquel punto e interrumpiendo el relato de su esposa-. Es -añadió para refrescar la memoria de Fábregas- aquel navegante que le dije, el que compraba cabezas a los salvajes.

– ¿De qué cabezas hablas, Charlie? -exclamó la enferma con un mohín de disgusto-. Aquí nadie ha comprado nunca una cabeza ni nada por el estilo. ¿Cómo se te ocurren estos disparates?

– Vamos, vamos, no hay por qué avergonzarse de ello -replicó Charlie guiñando al mismo tiempo un ojo a Fábregas-. Todas las fortunas tienen orígenes parecidos y nadie les hace ascos.

Platicando de este modo llegaron nuevamente al gabinete de donde un rato antes habían salido dejando a María Clara en compañía del doctor. Ahora, sin embargo, no había rastro de ellos allí. Los últimos rayos del sol entraban horizontalmente por las ventanas. La enferma se dejó caer en una butaca y rogó por señas a Fábregas que ocupara el asiento contiguo a ésta. Cuando él se hubo sentado, Charlie hizo lo propio, cruzó las piernas, apoyó el codo en la rodilla y la barbilla en la palma de la mano y adoptó una actitud atenta, como si supiera que les iba a ser referida una historia cargada de interés. La enferma entornó los párpados, exhaló dos suspiros hondos, preñados de pena, e inició el siguiente relato.

VIII

– Como le contaba -empezó diciendo la enferma-, este palacio fue construido originalmente por un viajero en el siglo XIV. Luego, en el siglo XVI, arruinada la familia Pastoret al perder Venecia el monopolio comercial entre Oriente y Occidente, el palacio fue adquirido por los Roca, una familia antigua, pero sin nobleza de sangre, que se había enriquecido sirviendo al gobierno de la Serenísima en cargos de mucha responsabilidad.

»A mediados del siglo XVIII, Giuseppe Roca, que durante muchos años había desempeñado el papel de embajador de Venecia en Constantinopla, inició las obras de ampliación del palacio, que quedaron suspendidas a su muerte, ocurrida el año 1763, tras una larga enfermedad. Giuseppe Roca no dejó otra descendencia que una hija, a la sazón de 15 años, llamada Cecilia, de extraordinaria belleza. Desde muy pequeña Cecilia había mostrado una inclinación inequívoca a la vida piadosa y al recogimiento espiritual, por lo que nadie dudaba de que, muerto su padre, a cuyo cuidado había dedicado los últimos años de aquél con una abnegación ejemplar, entraría en religión, y por ello todas las órdenes de Venecia, creyéndola heredera de una fortuna considerable, se disputaban su devoción y su dote. Pero ella dejaba sin respuesta los requerimientos que se le hacían de continuo en este sentido. Siempre había sido tan callada que muchos pensaban que había hecho voto de silencio. Sólo se la veía salir de casa al despuntar el alba, cuando acudía a misa a San Pietro acompañada de su vieja nodriza y cubierta de la cabeza a los pies por una saya oscura, áspera y maloliente. En la iglesia la gente se agolpaba junto al altar, porque sólo allí, cuando ella se levantaba un instante el velo para recibir la Sagrada Forma, era posible contemplar fugazmente sus facciones celestiales. Fuera de estos momentos, nadie sabía en qué ocupaba sus horas.

«Una noche de invierno, cuando Cecilia estaba en su alcoba rezando las letanías de la Virgen, sonaron cinco aldabonazos en la puerta del palacio. La nodriza acudió a la llamada: en el quicio había un hombre embozado. «Decid quién sois y qué deseáis», le conminó. «Quiero hablar con la dueña de la casa», respondió el embozado, «id y decidle que mi nombre es Fiasco: ella me espera». No sin recelo la nodriza hizo entrar al embozado; luego avisó de su presencia a Cecilia, la cual, suspendiendo al punto sus devociones, lo recibió con grandes muestras de cortesía. «Aquí podéis quitaros el embozo», le dijo, «nadie nos ve». Luego ordenó a la nodriza que los dejara a solas. Una hora más tarde el misterioso embozado abandonaba alcoba y palacio. Temblorosa y acongojada corrió la fiel nodriza a la alcoba de Cecilia, a la que encontró presa de la desesperación: con los puños se azotaba los costados y con la frente golpeaba ruidosamente el travesaño del reclinatorio; el velo que le cubría el rostro estaba empapado de las lágrimas que brotaban a raudales de sus ojos preciosos. «Hija de mi alma, por el amor del cielo, ¿qué ocurre?», exclamó la nodriza prorrumpiendo a su vez en llanto; «di, ¿quién era ese hombre en cuya presencia he creído oler a azufre?». «¡Ay, Lisetta, qué va a ser de nosotras!», decía la doncella abrazando a la nodriza. Por fin, a instancias de ésta, se serenó aquélla y le refirió en pocas palabras la causa de su aflicción.

«Contrariamente a lo que todos suponían, micer Roca no le había legado al morir sino deudas, habiendo invertido en la reforma y ampliación del palacio el capital acumulado a lo largo de su carrera y habiéndose visto forzado más tarde a acudir a un prestamista para subvenir a los gastos ocasionados por el tratamiento de su penosísima enfermedad. Inexorablemente había vencido ahora el plazo fijado para la devolución de aquellos préstamos cuantiosos y Cecilia no sabía cómo hacer frente al cumplimiento cabal de sus obligaciones. Ya había vendido secretamente los pocos objetos de valor que poseía e incluso, al socaire de su ascetismo, toda su ropa, con excepción de las sayas asquerosas que en esos momentos la cubrían, para costear un entierro adecuado a la categoría de su difunto padre. No le quedaba nada por vender ni parientes a quienes acudir ni amigos a quienes apelar, pues la vida retraída que había elegido piadosamente le había privado de hacer amistad con nadie; estaba sola en el mundo, a merced de un usurero sin entrañas. Con súplicas y plañidos había conseguido enternecer un poco su corazón de piedra y arrancarle una prórroga brevísima, transcurrida la cual, de no mediar un milagro, aguardaba la deshonra.

«Después de oír este relato, la fiel nodriza meditó unos instantes y luego dijo: «¿Y no podríamos vender el palacio, pagar las deudas con el producto de la venta y tomar después los hábitos?» «¡Eso jamás!», exclamó Cecilia restañándose las lágrimas con la bocamanga. Al ver aquel cambio brusco y advertir la firmeza con que su sugerencia había sido recusada, la anciana Lisetta volvió a temblar. «Hija, ¿qué te propones?», preguntó. «El nuevo plazo vence dentro de una semana», dijo Cecilia; «rezaré y me mortificaré y Dios me ayudará». «¿Y si Dios, en Su Divina Sabiduría, te niega Su ayuda?», preguntó la nodriza. «Entonces recabaré Su perdón por lo que habré de hacer para reunir la suma que se me exige», dijo la doncella.

Un acceso de tos interrumpió aquí el relato de la enferma. Cuando hubo remitido, se llevó un pañuelo a los labios, miró a Fábregas tiernamente y le dirigió una sonrisa exculpatoria. ¡Qué comedianta!, pensó él. La enferma agitó el pañuelo en dirección a su marido.

– Charlie, amor, ¿por qué no enciendes alguna lámpara? Con esta oscuridad ya no veo la cara de nuestro invitado -dijo.

Sin hacerse de rogar, Charlie corrió a prender una luz de muy poca potencia y regresó luego a su silla, donde adoptó nuevamente la actitud embelesada con que había seguido la primera parte del relato que ahora la enferma se disponía a proseguir.

– Por aquellas fechas -siguió diciendo-, se celebraba en Venecia el legendario carnaval, que, como usted sabrá sin duda, empezaba en la festividad de San Esteban y se prolongaba hasta el primer día de la Cuaresma. Durante esos meses toda actividad productiva quedaba postergada; las calles y plazas eran guarnecidas de adornos; las embarcaciones eran pintadas y ornamentadas para convertirlas en alegorías pobladas de sirenas, tritones y monstruos marinos; todos los días había desfiles, bailes y mascaradas, y por doquier reinaban la confusión y el desenfreno. Como es lógico, mientras duraban estos festejos impíos, las personas decentes no osaban salir de sus casas ni dejarse ver.

«Aquel año habían caído sobre la ciudad fuertes nevadas y el frío era intenso. Por esta razón la comparsa había optado atinadamente por disfraces cálidos, como el de oso, gallina, arcángel, borrego o espantajo, y dejando para más entrado el año los atavíos bíblicos y mitológicos, más vistosos, pero más expuestos por su naturaleza y representación a los agentes atmosféricos. De ahí que aquel día la multitud que se agolpaba al paso de las carrozas quedara atónita al ver en una de ellas el cuerpo escultural que una mujer, pues un leve cendal que ondeaba al viento no ocultaba a las miradas ninguno de sus atributos, exhibía con doble atrevimiento. Ni siquiera en esta ciudad de vicio y liviandad, obsesionada por el culto enfermizo a la belleza habían sido vistas unas formas tan perfectas como las que ahora les era dado contemplar. Un silencio sepulcral rodeaba el paso de aquella diosa cuya blancura sin mácula sólo alteraba el lustre dorado de su vello primerizo y el pálido rosetón que coronaba sus senos. Por más que todos se hacían cábalas, nadie, ni siquiera el tristemente célebreseigneur de Seingalt, el corrupto y despiadado Giacomo Casanova, presente en Venecia, de quien se decía que podía reconocer cualquier hembra de Europa con sólo serle mostrado un fragmento o extremidad de ella, acertaba a barruntar la identidad de aquella diosa, cuya cabeza envolvía una caperuza de terciopelo negro sujeta por una gargantilla de perlas al cuello de alabastro. Pero más aún que el secreto de su persona conturbaba en aquellos momentos el ánimo de los venecianos, pese a estar habituados a que año tras año acudieran al carnaval meretrices y sarasas de todo el mundo, la insolencia con que la diosa pregonaba sus intenciones por medio de un letrero colgado de la parte posterior de la carroza, cuya leyenda, pintada en letra grande y clara, decía así: «Estoy en venta. Quien quiera saber más, acuda al anochecer a la taberna de San Cosme.» Poco podía sospechar aquel público salaz y malpensado que oculta por la tela tupida y asfixiante de la bolsa que velaba el rostro a su curiosidad la diosa seguía desgranando las letanías que la noche anterior había interrumpido el usurero con su llegada y que, como las imágenes sacras de las procesiones, sobre cuya serena majestad ahora trataba ella de modelar su porte, se sentía protegida de las miradas lascivas, que notaba en la piel como aguijones, por el manto invisible de la virtud.

»¿Hará falta decir que a la hora indicada en el reclamo más de cien crápulas bizarramente disfrazados dilucidaban en la taberna de San Cosme a estocadas y pistoletazos quién de entre ellos había de merecer para sí el galardón que aquél prometía? Malas consecuencias habría tenido para la ciudad el suceso si finalmente no hubiera comparecido en la taberna una anciana de aspecto bondadoso, aunque no exento de astucia, la cual, ateniéndose, según explicó a la concurrencia, a instrucciones muy precisas de su dueña, seleccionó al ganador de aquella puja. «El precio es alto», le advirtió. El elegido arrojó sobre el mostrador de la taberna un talego repleto de monedas con una mueca jactanciosa que ocultó la careta de raposa con que celaba sus rasgos. «Hay otra condición», dijo la vieja después de haber sopesado el talego. «Veamos de qué se trata», dijo el gentilhombre agraciado en la elección. «No habéis de hacer preguntas», dijo la vieja. «Eso es de rigor», dijo él. «También tenéis que venir a donde yo os lleve», dijo ella. «A la boca del averno, si es preciso», dijo él. «Con los ojos vendados», añadió la alcahueta. «Eso es mucho pedir», respondió el terne acariciando su daga, «pero confío en vos». Una góndola los depositó ante una portezuela que se abrió sigilosamente a su paso. Introducido en palacio, el gentilhombre fue conducido por cámaras, pasillos y vericuetos a una estancia caldeada. Un perfume denso le aturdía. Oyó una voz femenina, tan dulce como el perfume, que le decía: «Podéis mirar». El gentilhombre se arrancó la venda: recostada sobre cojines de seda bordada en oro, que su padre había traído como recuerdo de su estancia en Constantinopla, estaba la diosa, desnuda como él la había visto aquel mismo día en el desfile, con la cabeza todavía envuelta en aquella tela negra que ahora, frente a frente y a solas, le infundía espanto. «¿Quién sois?», preguntó olvidando la promesa que le había arrancado la vieja en la taberna. «Habéis pagado por gozar, no por saber», le respondió la diosa; «todo lo que tenéis a la vista es vuestro; lo que no veis, sólo me pertenece a mí. Si el trato no os satisface, os será devuelto el dinero y podréis marcharos». «El trato es justo», dijo el gentilhombre tras un instante de titubeo, obnubilado por lo que contemplaban sus ojos y lo que prefiguraba su imaginación. «Permitidme a cambio que conserve mi careta», dijo. Ella indicó su aquiescencia con un gesto y él empezó a desnudarse, pero a media operación se sintió de nuevo amedrentado por el misterio que rodeaba la aventara y se detuvo. «¿Y si en realidad esta funda ocultara un rostro monstruoso, horripilante?», dijo de pronto, incapaz de silenciar la razón de su zozobra. «Eso», dijo la diosa, «no lo sabréis jamás: así me habéis deseado y así me tendréis; en cuanto a mi cara, será hermosa o fea según sea de generosa o mezquina vuestra fantasía». «Veo que tenéis una respuesta discreta a cada cuestión», dijo el gentilhombre en un tono desabrido que hizo ver a la doncella la conveniencia de no mostrarse sensata ni aguda en demasía en semejantes circunstancias. Calló, pues, la réplica que habría podido dar al gentilhombre y, recurriendo de nuevo a la imaginería piadosa, a cuya contemplación había dedicado tantas horas, adoptó la actitud callada y sumisa aprendida en los retablos de la Anunciación. Al verla así, voluptuosa y a su merced, se disiparon los últimos vestigios de recelo del gentilhombre, que acabó de desnudarse a toda prisa. A través de unos agujeros practicados en la caperuza, la doncella miraba y no daba crédito a sus ojos: nunca hasta aquel momento el azar le había despejado el enigma de la anatomía masculina ni su pudor le había permitido hacer siquiera conjeturas al respecto. Ahora, viendo a una distancia tan escasa el formidable mostrenco que le iba destinado, no pudo reprimir un gemido y un estremecimiento que no pasaron desapercibidos a la atención del gentilhombre. «¿Tembláis?», preguntó. «De anhelo», mintió ella. El gentilhombre se abalanzó sobre la diosa. Al instante ésta creyó fenecer, pero el recuerdo de la lanzada en el costado del Señor y de los siete puñales de la Dolorosa le ayudaron a no desvanecerse ni gritar. Cuando unos segundos más tarde el gentilhombre se desplomó a su lado, ella gateó hasta un pebetero situado a propósito en el rincón más oscuro de la estancia y allí, mientras fingía reavivar las brasas, enjugó con un paño la sangre que le resbalaba por los muslos. Luego regresó junto al gentilhombre que, tendido boca arriba en los cojines, recobraba al mismo tiempo el resuello y el brío. «¿Se puede saber qué estáis haciendo?», exclamó la doncella sorprendida. «¡Deteneos de inmediato! ¿No oís? Ya canta el gallo: vestíos y partid». «¡Cómo! ¿partir ahora?», gimió el gentilhombre; «pues, ¿seréis capaz de dejarme así: por dos motivos sobre ascuas?». «¿Tanto os ha gustado?», preguntó ella con verdadera curiosidad. El gentilhombre malentendió la pregunta. «¡Ah», exclamó incorporándose a medias en el lecho de cojines, «sois a la vez tierna y cortesana; vuestro cuerpo enloquece y apacigua, vuestra piel enciende y acaricia como los rayos del sol en primavera y exhaláis el perfume de las flores que encierran en su cáliz el más delicioso néctar. ¿Gustarme, decís? ¡Por mi vida que todas las culifrescas de Venecia juntas no valen ni la mitad que vos!… Pero todo esto de sobra lo sabéis». La doncella lanzó un suspiro de alivio. «No, no lo sabía; la verdad es que ésta ha sido la primera vez», dijo, «pero guardadme el secreto y siempre seréis bien recibido en esta casa. Y ahora, por cortesía, vestíos y dejad que os anude de nuevo la venda de los ojos: estoy terriblemente cansada». Cuando el gentilhombre hubo partido, la nodriza ayudó a la doncella a despojarse de la caperuza. «¿Cómo te encuentras, pobre hija mía?», le preguntó. La doncella se restregó los ojos y bostezó. «¿Sabes una cosa, Lisetta?», le dijo, «me parece que no lo hemos hecho nada mal. ¿Has contado las monedas que había en el talego?». «Con cinco como éste se saldaría la deuda», respondió la vieja. «Se saldará, Lisetta, se saldará», dijo la diosa en voz baja, como si en realidad hablara únicamente para sí. Luego, reteniendo por la manga a la nodriza, que se disponía a abandonar la estancia, «¿Lo viste sin careta en la taberna?», preguntó con la voz alterada, «¿lo identificaste por su porte o su vestuario?, ¿dijo algo revelador mientras veníais?, ¿serías capaz de reconocerlo si lo volvieras a ver?, ¿te fijaste en la expresión de sus ojos? ¡Di!». La nodriza miró con perplejidad a la doncella, la cual, recobrando su habitual talante, añadió sin transición: «¡Bah!, no hablemos ahora de estas cosas. Ve y prepárame la tinaja: necesito bañarme y si no nos apresuramos, llegaremos tarde a misa.»

IX

– Ay, disculpe usted -exclamó la enferma en aquel punto haciendo un alto en el relato-, me cansa hablar tanto rato seguido. No tengo la costumbre, ¿sabe?; apenas recibimos y yo nunca salgo de casa, por mi mala salud… Todo me cansa al cabo de un rato: hablar, leer, ver la tele; también estar de pie, estar sentada, estar echada: cualquier postura que adopto se acaba convirtiendo en un verdadero tormento… Charlie, cielito, ¿qué hora es? -añadió dirigiéndose a su marido.

– Las siete treinta, querida -respondió éste.

– Ay, Charlie, ¡las siete treinta! ¿No podrías decir las siete y media, como se ha dicho siempre? Las siete treinta sólo lo dicen las personas ordinarias, que llevan relojes digitales. Las siete treinta, las veintiuna cincuenta y dos… ¡qué horror!

– Pues no veo yo qué tienen de malo los relojes digitales -replicó Charlie con firmeza, pero sin acritud-. A mí me gusta saber la hora exacta. Y odio los relojes antiguos, que siempre atrasan, cuando no se paran. Esta casa está llena de relojes antiguos y nunca hay modo de saber qué hora es. No sé si serán más elegantes que los otros, pero si yo no me ocupara de darles cuerda y de andar subiendo y bajando las pesas, como si ordeñara una vaca, ¿sabes para qué servirían? Para acumular polvo y para nada más. Odio los relojes antiguos y odio las cosas antiguas en general.

– Ay, Charlie, ¡eres tan tonto! -dijo la enferma con voz desmayada. Y luego, con la misma entonación, dirigiéndose a Fábregas, agregó-: Por supuesto, se quedará usted a cenar.

– ¡Cómo! ¿A cenar? -dijo él. Hacía dos horas que estaba saliendo de aquella casa.

– Ya sé que la hora le parecerá absurda, sobre todo siendo usted español -dijo la enferma-. Nunca he estado en España, pero sé que allí tienen por costumbre cenar alrededor de la medianoche. Y según me cuentan, esta costumbre se va extendiendo por todas partes; pero nosotros seguimos aferrados al horario tradicional europeo. Si no le importa, por una vez, adaptarse a nuestras costumbres…

– Por Dios, no es eso, créame -se apresuró a decir.

– En tal caso, no hay más que hablar: se queda usted -dijo la enferma en un tono afectadamente triunfal.

Fábregas asintió y luego se deshizo en disculpas por las molestias que estaba causando y en muestras de gratitud.

– Ah, no espere usted grandes maravillas de nuestra mesa. Somos personas de gustos sencillos y desgraciadamente no sabíamos que íbamos a contar con el placer de su presencia -dijo la enferma.

– No se preocupe usted por ello en lo más mínimo. Estoy seguro de que me encantará lo que me den. En cambio, tiene que prometerme que acabará de contarme la historia que ha dejado en suspenso hace un momento.

– ¡Pillín! -dijo la enferma.

Mientras hablaban, Charlie había estado repicando con una campanilla de metal muy deslucido, de resultas de lo cual y casi inmediatamente, como si hubiera estado todo el tiempo junto a la puerta esperando ser llamada, compareció la misma sirvienta que aquella tarde había abierto la puerta del palacio a Fábregas a su llegada. Con ella penetró también en el gabinete el vaho que desprenden las patatas en ebullición. La enferma le preguntó si estaba lista la cena y, habiendo recibido esta pregunta una respuesta afirmativa, aunque no del todo exenta de reserva, dispuso que fuera añadido un plato a la mesa.

– El señor se quedará a cenar -dijo señalando a Fábregas.

La sirvienta volvió a mirarlo con curiosidad, como había hecho antes, al verlo por primera vez. Fábregas advirtió que la sirvienta sólo se fijaba en él cuando alguien le señalaba su presencia. A cualquier cosa le llaman cena, parecía decir ahora la sirvienta con su mirada.

– Espero que haya comida suficiente para uno más -dijo la señora.

– Sí habrá -dijo la sirvienta-, porque la señorita María Clara no viene a cenar.

Esta respuesta dejó atónito a Fábregas, que no había aceptado aquella invitación tan embarazosa y poco atractiva por otra razón que la de volver a verla con certeza.

– Tendrá usted que disculparla -dijo la enferma cuando la sirvienta se hubo retirado-. María Clara es muy independiente, como lo son hoy en día todas las chicas de su edad, ya sabe… En fin, espero que no le importe cenar a solas con nosotros…

– De ningún modo -dijo.

– En definitiva -dijo la enferma-, esta circunstancia nos permitirá seguir adelante con la historia de nuestra antepasada. Hay cosas que prefiero no contar delante de María Clara. En esto también somos chapados a la antigua, Charlie y yo. Es posible que hoy por hoy la vida no guarde ya secretos para una mujer joven y soltera, como sucedía antes…; seguramente la televisión y el cine les han ido revelando espontáneamente aquellos misterios que tanto nos atormentaban en mis tiempos y que sólo la vida, dolorosamente y con cuentagotas…, no lo sé. Sólo sé que en mi propia casa prefiero mantener el carácter reservado de algunas cosas. Yo misma no tuve un conocimiento cabal de esta historia hasta que me hube casado con Charlie. Antes de eso había oído hablar de ella, por supuesto. En aquellos años, cuando aún vivía mi padre, recibíamos con mucha frecuencia y era inevitable que yo, que entonces tenía una curiosidad muy viva y gustaba de pulular entre los invitados, fuera sacando conclusiones de comentarios y fragmentos de conversación cazados al vuelo, aquí y allá, en el transcurso de aquellas veladas a las que concurría toda Venecia…

Un nuevo ataque de tos obligó a la enferma a interrumpir otra vez su perorata. Fábregas pensó, como en ocasiones anteriores, que se trataba de una pausa artificiosa introducida para acrecentar el interés del relato o para subrayar algún punto de éste, pero esta vez el acceso de tos era tan prolongado y visiblemente tan doloroso para la enferma que dudó de que se tratara de un golpe de efecto, como él creía. Charlie y la sirvienta habían salido y él se encontraba ahora sentado a solas frente a una enferma que parecía a pique de sufrir un colapso sin saber qué cosa debía hacer desde el punto de vida médico y social. Por no fijar su vista sin descanso en los estertores de la enferma, miró distraídamente a su alrededor. Sus ojos se detuvieron en la pintura de la mujer desnuda y los ángeles que decoraba la bóveda del gabinete. Ahora esta pintura, que anteriormente había enjuiciado con espíritu crítico, revestía para él un significado nuevo. Ahora pensaba que aquel tema y aquella imagen, por más que respondieran a los usos y cánones de su época, no eran casuales: sin duda la cortesana que entonces habitaba el palacio y cuya historia le había estado siendo referida unos momentos antes había tenido que ver con la elección del tema y probablemente posado para el pintor encargado de ejecutar la obra. De ser así, la pintura no debía de haber sido realizada al inicio de sus proezas galantes, sino más tarde, cuando ya los años, el fastidio y la fatiga de su arte habían dejado las huellas de su paso en aquellas carnes mórbidas y cenicientas y en aquella mirada introvertida y fría. La sangre que había corrido por sus venas era la misma que ahora corría por las venas de la enferma, pensó Fábregas: una sangre gastada y macilenta. Ahora él se preguntaba si la infusión de sangre americana habría bastado para rescatar a María Clara de aquella decadencia. De esta reflexión le sacó la voz de la enferma, débil y confusa, acompañada de aquel silbido angustioso que parecía escapar por las fisuras de la tráquea.

– Perdóneme…

– Por favor, señora, no se disculpe usted. ¿Hay algo que yo pueda hacer? -dijo él.

– No, no… ya ha pasado… no es grave… no se inquiete. ¿De qué hablábamos?

– De la historia de…

– Los papeles escandalosos de nuestra antepasada, en efecto… Siempre supe, como le decía, que en algún lugar de la casa estaban guardados bajo llave, protegidos por el compromiso tácito de no darlos a conocer mientras siguieran en manos de la familia. Por supuesto, no había un secreto absoluto al respecto; era imposible que se mantuviera entonces algo en secreto aquí, en Venecia… Por eso yo había oído hablar… Pero no me fue permitido leerlos hasta que me hube casado con Charlie… Charlie, ratoncito, ¿te acuerdas?

Charlie, que acababa de entrar en el gabinete por una puerta distinta de aquella por donde había salido poco antes, dirigió a su mujer una sonrisa estúpida y solícita.

– Sí, cariño… ¿de qué tengo que acordarme? -dijo. Llevaba al brazo una chaqueta de punto desvaída, de la que colgaban no pocas hilachas-. Te he oído toser y te he traído una rebequita, no vayas a quedarte fría con esta humedad.

Le ayudó a ponerse aquella piltrafa y luego dejó la mano derecha en el hombro de la enferma, que apoyó un instante allí la mejilla. Verdaderamente, pensó Fábregas al confrontar la piel de la mano del hombre con el cutis de la enferma, ¡qué pálida está!

– Le contaba a nuestro amigo -siguió diciendo ella- de cuando leímos por primera vez las memorias de nuestra antepasada, te acuerdas, ¿verdad Charlie?… Hacía poco que nos habíamos casado… Una noche, después de cenar, mi padre nos hizo entrega del legajo con mucha prosopopeya. A ti te dirigió un guiño de complicidad y a mí me dijo: ahora ya no te sorprenderán estas diabluras. Yo ya te había puesto al corriente de lo que era aquello, pero tú te debías de haber olvidado, porque pusiste una cara muy rara y querías abrir allí mismo el legajo y empezar a leerlo en aquel momento preciso, ¿te acuerdas?, pero papá hizo un gesto y tú te quedaste paralizado, con la boca abierta, más rojo que un pimiento, mirando a papá. Estas cosas hay que leerlas en el dormitorio, dijo papá y yo cogí el legajo con una mano y con la otra cogí la tuya y te arrastré al dormitorio. Tú te resistías, porque aún no habías entendido nada; todavía eras muy americano para captar la elegancia y la desenvoltura de la vieja Europa, ¿verdad, Charlie?

– ¡Cómo!, ¿otra vez albondiguillas? -exclamó Charlie en aquel instante, viendo entrar en el gabinete a la sirvienta con un puchero humeante cuyo contenido mostró a la enferma desde cierta distancia, como si temiera que ésta pudiera lanzar un zarpazo al condumio, pero en realidad para evitar que la vaharada espesa y pestilente que salía del puchero y se esparcía por el aire de la estancia, sin elevarse al techo, hiriera su olfato delicado.

– Se han pegado -musitó la sirvienta con aire resignado, como si aquel percance fuera en realidad cosa de todos los días y especialmente como si no esperase recibir de palabra ni de hecho solución al problema, como en efecto no recibió.

Con los párpados entrecerrados la enferma le hizo señas de que se fuera; como quien aventa una mosca común con la mano, sin parar mientes en ella, y cuando la sirvienta hubo salido y cerrado la puerta a sus espaldas, reanudó sus remembranzas ajena por completo a la interrupción de que éstas habían sido objeto.

– Aquella noche nos quedamos leyendo hasta rayar el alba, Charlie, ¿te acuerdas? Sólo entonces apagamos la luz. Tú te levantaste a correr las cortinas que habíamos dejado abiertas para ver el reflejo de la luna en el agua del canal; cerraste el paso a los primeros rayos del sol y volviste a tientas a la cama. Ese día no bajamos a desayunar…

La enferma escondió la cara entre las manos, como si se sintiera abrumada de pronto por la vergüenza de haber hecho público un suceso tan íntimo, y permaneció un rato con la cara cubierta, emitiendo un sonido gutural entrecortado y sacudiendo los hombros a intervalos cortos, sin que su marido ni Fábregas pudieran inferir de ambas cosas si la enferma sollozaba o si era acometida nuevamente por la tos.

X

En unos platos desportillados, puestos sobre un mantel cubierto por completo de manchas y salpicaduras y tan grasiento que se adherían a él los platos y los vasos y todos los objetos que lo tocaban, campaban las albóndigas que la sirvienta había conseguido salvar sin demasiado escrúpulo del desastre. Una salsa marrón, espesa como la brea, las cubría disimulando la socarrina. La servilleta que Fábregas se llevó a los labios olía a leche cuajada.

– No haga cumplidos y ataque sin ceremonial -le animó Charlie al advertir sus vacilaciones, que atribuyó a un exceso de urbanidad-. Mire que no sobran y que el que se distraiga se queda sin repetir.

Fábregas empezó a subdividir las unidades que componían su ración con unos cubiertos mellados y pringosos. No había comido nada desde la noche anterior y la sola visión de aquella bazofia le producía arcadas. Por fortuna, como descubrió en seguida, nadie le prestaba la menor atención: Charlie sólo tenía ojos para la comida y la enferma sólo los tenía para aquél.

– Charlie, mono, por lo que más quieras, ¿has de comerte las albóndigas dentro del pan? -le decía al ver cómo su marido vaciaba media barra de pan introduciendo la mano entera por un extremo de la barra y sacándola por el otro extremo con la miga apretada en el puño.

– Mujer, si a mí me gustan así, ¿qué más te da?

– A mí no se me da nada, Charlie, pero es una ordinariez. No sé cómo tengo que decírtelo.

– Así las comíamos en mi casa.

– Pues razón de más.

Mientras ellos mantenían este diálogo, Charlie no cesaba de dirigir a Fábregas miradas de inteligencia; a veces se llevaba a la sien un dedo untado en salsa, como dando a entender a su huésped que no todos los presentes estaban bien por igual de la cabeza. Como no hacía el menor esfuerzo por ocultar esta pantomima a los ojos de la persona objeto de ella, ésta se vio en la obligación de defenderse de las insinuaciones de su marido.

– La primera vez que traje a Charlie a cenar a casa, papá se llevó una impresión tan desfavorable de él, que en su propia presencia trató de disuadirme de que me casara con semejante bruto -dijo.

– Pero aquí estoy -dijo Charlie mientras introducía con ayuda del tenedor y los dedos una albóndiga tras otra en el canuto de pan que acababa de confeccionar con este fin.

– Papá era un caballero… en la mesa, en el vestir, en los modales… Nunca oí de sus labios una palabra grosera, ni una frase pronunciada en mal tono o de una manera estridente… o con retintín.

– Mire -dijo Charlie mostrándole un frasquito de cristal opaco-, le voy a ofrecer lo más preciado que hay en esta casa:Barbecue devil sauce.

– El nombre no me dice nada.

– Pruébela y ya no podrá decirlo nunca más. Le prevengo de que es fuerte. Si toma mucha podrá encender puros a eructo limpio. Ea, bromas aparte, en esta casa siempre se ha comido de maravilla. Hoy, la verdad sea dicha, la cena deja algo que desear, porque ha habido un pequeño accidente. La sirvienta, ya la ha visto usted, es una mujer entrada en años. Pierde facultades de día en día. Naturalmente, no la podemos despedir por esta razón. Lleva aquí desde tiempo inmemorial. Dicen que cuando edificaron el palacio, ella ya estaba aquí; que lo fueron construyendo a su alrededor. Con esto quieren decir que es muy vieja y que lleva mucho tiempo en esta casa… Bueno, no hablemos más. ¡A comer se ha dicho! -concluyó diciendo, y a continuación propinó un mordisco al canuto de pan con tanto brío que una albóndiga salió disparada por el extremo opuesto y aterrizó en el mantel- ¡Diantre! -exclamó Charlie sorprendido por este fenómeno en plena masticación.

Fábregas fingía comer poniendo buen cuidado en no introducir por error en la boca ni un átomo de aquella vianda espantosa. Con mucha parsimonia iba desmenuzando la parte sólida, esparciéndola por todo el plato y cubriéndola de salsa. Por este método llegó a formar una masa uniforme que la sirvienta retiró junto con los demás platos sin dar muestras de extrañeza.

– Tomaremos el café en el gabinete -le dijo a aquélla la enferma, dando a entender así que la cena había concluido.

– No, no, nada de café -atajó Charlie antes de que la sirvienta saliera a cumplir la orden que acababa de serle dada-. A ti no te conviene el café. Ya sabes lo que te tiene dicho el médico: el café, ni olerlo. Si quieres, una infusión. Yo también tomaré una infusión. Temo haber abusado de la salsa picante. La verdad es que estaba todo tan bueno que no habría sido humano resistirse a la tentación, ¿no le parece?

– Una cena exquisita -dijo Fábregas.

– Y eso no es nada. Espere a que mi mujer se ponga buena y esté otra vez en condiciones de cocinar. Le hará un hígado a la veneciana que no tiene parangón. ¡Un hígado de rechupete!

– Lo creo -dijo Fábregas.

En el gabinete estuvieron esperando en silencio a que la sirvienta trajera las infusiones. Había oscurecido por completo y de la plaza ya no llegaba ningún sonido. Fábregas se asomó a la ventana: no se veía un alma. En una ventana, al otro extremo de la plaza, parpadeaba el resplandor de un televisor. En aquel momento echó de menos los ruidos y las luces de la circulación rodada. Suspiró y se alejó de la ventana. La enferma le indicó que se sentara a su lado. Charlie se había desplomado en un sillón y parecía dormir con los ojos muy abiertos, fijos en el techo.

– Este gabinete, donde estamos ahora, fue en su día la alcoba de mi célebre antepasada… la del manuscrito, ya sabe cuál digo.

– Sí -dijo Fábregas sintiendo de pronto sobre sí el peso entero de aquella jornada interminable.

– Aquí -prosiguió diciendo la enferma en voz muy baja- recibía a sus visitantes… En el manuscrito aparecen todos consignados, sin citar sus nombres ni sus cargos, por supuesto, pero con muchos detalles particulares. Por aquí pasó todo el que entonces era alguien en Europa: príncipes, prelados, políticos, generales, artistas y banqueros. Los hombres más ricos de su tiempo, o los más atrevidos. Pero ¿sabe qué es lo más curioso?

– Sí -repitió Fábregas, que no prestaba atención a lo que oía. Ahora aquel relato, que en sus inicios le había suscitado cierta curiosidad, se le antojaba abyecto y grosero; experimentaba la sensación casi física de envilecerse al escucharlo y le habría puesto fin sin dilación de haber sabido cómo hacerlo razonablemente.

– No me ha entendido. Yo le preguntaba si sabía qué era lo más curioso de toda aquella lista de visitantes -dijo la enferma.

– Perdón. No; no sé lo que era curioso.

– Que ninguno de aquellos hombres volvió jamás -dijo ella. Y agregó tras una pausa-: ¿A qué lo atribuye usted?

– ¿Cómo quiere que lo sepa?

– Pensé que siendo un hombre podría darme una respuesta satisfactoria -dijo ella.

– ¿Qué respuesta le dio Charlie?

La enferma miró con perplejidad a Charlie, que roncaba con la boca y los párpados abiertos de par en par, bizqueando horrorosamente.

– Charlie es muy inocente -dijo.

– ¿Lo dice con cariño o con un resentimiento? -preguntó Fábregas.

– A veces lo veo dormir y pienso: ¿quién será este hombre? -dijo ella como si no hubiera oído lo que él le preguntaba-. Por supuesto, cuando me casé con él no le amaba. Ninguna mujer ama al hombre con el que se casa. Pero, ¿sabe lo que me ocurrió? Que caí en una trampa idéntica en todo a la trampa del amor. Pensé: lo que ahora siento por él lo sentiré siempre: la ternura, el interés, la atracción… Por supuesto, me equivocaba… La atracción física desaparece sin que sepamos cómo. Un día la pasión nos arrebata y al día siguiente ya no es así. Las cosas no suceden paulatinamente: de repente vemos que han pasado semanas y hasta meses sin… sin efecto… ¿Qué ha ocurrido?, nos preguntamos, ¿a dónde ha ido a parar aquella fantasía, aquella fogosidad? Y no hay respuesta… Usted está casado, por supuesto.

– Lo estuve -dijo él.

De repente se sintió presa de un furor vesánico, no tanto por haberse visto forzado a poner de manifiesto su situación personal, de la que, por lo demás, no hacía misterio, sino por la certeza de haber sido manipulado por aquella mujer con fines que él ignoraba. Ahora todo lo hablado con él o incluso con terceros en su presencia le parecía un embuste encaminado a sonsacarle. De repente se puso de pie.

– ¡Bueno, ya está bien! -dijo sin dirigirse a nadie en particular-. Llevo demasiado tiempo en esta casa. Me voy de una vez.

– Hum -exclamó Charlie, que salía en aquel momento de su letargo-, definitivamente la cena me ha producido un desarreglo.

– ¿Se puede? -dijo una voz desde la puerta.

– ¡Vaya, qué sorpresa! -dijo la enferma recuperando súbitamente aquella voz cantarina que Fábregas había advertido en ella en un primer momento, pero que luego se había ido convirtiendo en una cantinela monótona y destemplada-. Yo le hacía en otro sitio. No me diga que ha estado en la casa todo este tiempo.

– Oh, no, qué va -respondió el doctor Pimpom lanzando miradas de soslayo a Fábregas. Ahora sus facciones rechonchas reflejaban el cansancio de la jornada-. He salido a evacuar unos asuntos y ahora, antes de retirarme definitivamente a mis soledades, se me ha ocurrido dejarme caer para ver cómo seguía usted -levantó a la altura de la cara el maletín que llevaba en la mano, como si la posesión de este utensilio bastara para demostrar la veracidad de su afirmación o como si la condición de médico que simbolizaba el maletín pusiera todos sus actos a cubierto de sospecha-. Y también, ¿por qué no decirlo todo?, para ver si me invitaban a una taza de café, aunque veo que no soy oportuno.

– Si lo dice por mí, me estaba yendo -dijo Fábregas secamente.

Iba efectivamente hacia la puerta cuando vio en ésta a María Clara, que al punto reculó, como si buscase escondite en la penumbra de la sala contigua. El gesto, sin embargo, había sido realizado tardíamente y ella, al percibirlo, desistió de su primera intención y optó por plantarle cara.

– Así que usted también estaba aquí todo este tiempo -dijo ella.

– Yo también estaba a punto de retirarme -anunció Charlie desperezándose de su sillón.

– Parece que la casa ha estado muy concurrida todo este tiempo -dijo Fábregas con ironía mal disimulada.

El doctor Pimpom se había sentado en la silla que aquél acababa de dejar vacante y ahora colocaba a la enferma un brazalete inflable para verificar su tensión arterial.

– ¿Ya te quieres acostar, Charlie? -preguntó la enferma mirando a su esposo con desamparo, como si estuviese a punto de serle practicada una intervención quirúrgica de gran envergadura.

– Casualmente su hija y yo nos hemos encontrado en la puerta -dijo el médico sin que nadie le hubiese pedido justificación de aquella coincidencia-. Ella me ha abierto la puerta; por esto no me han oído tocar -añadió riéndose como si le pareciera muy cómico este hecho trivial o como si le dieran risa los datos que en aquel momento le iba proporcionando su instrumental.

– Todavía no, mi vida -dijo Charlie-. Es que me ha venido caca de repente.

– Y qué, ¿qué tal hemos cenado hoy? -dijo el médico dirigiéndose a la enferma, pero sin apartar los ojos de la esfera de su reloj: tomaba el pulso a la enferma y mientras hablaba seguía con un balanceo leve de cabeza el avance sincopado de la segundera.

– Sin ganas, doctor, como siempre -respondió la enferma.

Fábregas, que acababa de ver con sus propios ojos que todo lo que ella decía respecto a su inapetencia era falso, se preguntaba si la desfachatez con que ahora mentía era inconsciente o si también tenía la finalidad de transmitirle algún mensaje.

– Hay que hacer un esfuerzo, mujer -le dijo el médico.

– Ya lo hago, doctor, pero créame que cada bocado me cuesta un verdadero calvario.

– Aprenda de su marido, que no le hace ascos a nada.

– Calle, calle, doctor -intervino Charlie-, que de un tiempo a esta parte, no vea usted las flatulencias que me marco.

– Vete si te tienes que ir, Charlie -dijo su mujer-; por el doctor ya sabes que no tienes que hacer cumplidos… pero despídete de nuestro huésped.

Charlie, que ya estaba a punto de salir del gabinete, volvió sobre sus pasos y se dirigió a la puerta que Fábregas llevaba rato queriendo cruzar, pero que María Clara se obstinaba en no franquearle, obstruyéndola con su cuerpo sin que aquella actitud pasiva pareciera conducir a nada.

– He tenido mucho gusto en conocerle -dijo Charlie tendiéndole la mano-. Siempre que quiera, ya sabe.

– El gusto ha sido mío -respondió él estrechándosela-, y permítanme que la próxima vez sea yo quien les invite a cenar en mi hotel. No puedo garantizarles una cena tan opípara, pero no tengo otro medio de corresponder a su hospitalidad -dijo Fábregas sin apartar los ojos de María Clara, a quien iba dirigida la sorna con que había sido pronunciada aquella fórmula de cortesía.

Ella enrojeció de súbito.

– Lamento que se haya visto forzado a pasar una velada con mis padres -susurró de modo que sólo el pudiera oírle.

– Créame que no tenía otra cosa mejor que hacer -replicó él en voz alta.

– ¿Qué le ocurre? -dijo ella-, ¿se puede saber qué le hecho yo?

Fábregas cerró los ojos para no verla. No hay duda de que el doctor la ha hecho su amante, pensó; incluso es probable que el muy canalla tenga acceso por igual a la madre y a la hija; de no ser así, ¿a qué tanta farsa? La sensación de ridículo le hizo enrojecer. No hay duda de que en este mismo edificio, separada de nosotros por un simple tabique y mientras sus padres me inflingían aquella cena atroz, ella estaba emulando las hazañas de su tatarabuela, pensó.

– Créame que siento por usted un profundo desprecio -masculló como si hablara sólo para sí mientras asiéndole del brazo la hacía a un lado y ganaba la pieza cuya entrada ella le había venido obstaculizando hasta entonces. Una vez fuera del gabinete echó a correr.

– ¡Estirpe de furcias! -gritó alejándose. El ruido de sus pasos precipitados en el mármol cubrió sus palabras. En realidad había bastado el contacto de su mano en el brazo de ella para que se disipara de golpe toda su ira. Ahora sentía cómo el arrebatamiento que le poseía huía de él, dejándolo sumido en el cansancio. Quiera Dios que no haya oído lo que le acabo de decir, iba pensando mientras corría dando traspiés, como un beodo. A medida que se adentraba en aquel laberinto de estancias vacías, la oscuridad se iba haciendo más densa. Finalmente llegó a un punto en el que ya no le era posible seguir adelante sin grave riesgo. Al retroceder chocó con la arista de un mueble y se hizo tanto daño que hubo de sentarse en el suelo y permanecer allí un rato, frotándose la parte magullada y recobrando fuerzas. Ahora ya no le quedaba resto de enfado, salvo el que sentía contra sí.

XI

Iba arrastrándose a lo largo de las paredes, buscando a tientas una abertura por la que salir de aquella estancia y pensando: ¡Hay que ver lo que cuesta salir de esta casa! De cuando en cuando trataba de ponerse de pie, pero de inmediato volvía a caerse: unas veces le flaqueaba la pierna que acababa de magullarse y otras veces, la pierna indemne. Finalmente consiguió abandonar aquel lugar, pero sólo para encontrarse en otro de idénticas características. Quizá la muerte sea así, pensó. Vagaba a ciegas, procurando no derribar a su paso algún candelabro u otro objeto inestable. En una ocasión oyó una voz que parecía provenir de una pieza cercana. Reconoció la voz de Charlie que canturreaba:There'll be no teardrops tonight; luego el ruido del agua acumulada en la cisterna inundando la letrina tapó su voz. Si gritara ¡auxilio! tal vez él me oyera, pensó; pero no, no puedo ser visto de nuevo por esta familia, a la que acabo de ofender irreparablemente. La vergüenza le abrumaba y prefería morir allí de inanición a pedir auxilio. Luego, sin embargo, cuando se hubo restablecido de nuevo el silencio, se arrepintió de no haberlo hecho cuando aún estaba a tiempo. Ahora le parecía que toda su vida había transcurrido de este modo, entre la indefensión y el orgullo. En realidad no entendía cómo había logrado mantener las apariencias hasta entonces. Nunca se había sentido seguro, frente a ninguna eventualidad. En el trabajo, especialmente desde que se había hecho cargo de la empresa, siempre había pensado que sus decisiones eran arbitrarias, sin ningún tipo de fundamento que las hiciera preferibles a otras opuestas o simplemente distintas. No sabía por qué hacía las cosas. Luego, una vez hechas, esperaba los resultados con un nerviosismo que era mezcla de temor y curiosidad. Estos resultados, que podían ser catastróficos o casualmente afortunados, resultaban siempre decepcionantes, porque no eran ni una cosa ni la otra. A menudo tenía la sensación de que alguien en la sombra gestionaba sus asuntos y de que sus actos eran una mera figuración. Todo lo que yo haga es indiferente, pensaba entonces, tanto da que exponga el balance consolidado de la empresa ante el consejo de administración como que devore mis propios calzoncillos en su presencia. Convencido de que realmente no había nadie en la sombra que velara por él, había llegado a la conclusión de que el mundo caminaba solo y de que los planes y programas de los hombres eran tan inútiles como sus sueños. Tres cuartos de lo mismo ocurría en el amor: ni de sus fracasos ni de sus éxitos sentimentales se sentía autor; tampoco achacaba a sus sucesivas parejas la responsabilidad de los unos ni de los otros. Las cosas habían sucedido simplemente de aquel modo, como podían haber sucedido de otro. Entonces, ¿qué?, se preguntaba. Pocos meses antes parecía que su ausencia inexplicable iba a causar la bancarrota de su empresa; ahora, sin embargo, la empresa, por causa de una coyuntura propicia, continuaba funcionando bien que mal, como movida por una inercia contra la cual ni los aciertos ni los errores podían nada. Al final, pensó, la empresa seguirá a flote y yo me habré muerto aquí, en este laberinto, cubierto de polvo, telarañas y vergüenza.

Pensando estas cosas y recibiendo coscorrones de ménsulas traicioneras que por carecer de patas no permitían que fuera detectada su presencia por la mano previamente, seguía recorriendo estancias sin saber si esta trayectoria mortificante le conducía a la salida o si estaba recorriendo repetidamente los mismos lugares sin darse cuenta. La oscuridad era absoluta y tan opresiva a sus ojos, que se afanaban en vano por taladrarla, que a veces creía ver ante sí de repente un resplandor vivísimo, como si a pocos pasos de donde él se encontraba en aquel momento se hubiera materializado un ser luminoso, aparecido portentosamente allí no para alumbrar su camino, sino para amedrentarlo o para hacerle partícipe de una gran revelación. Estos fogonazos, que eran solamente ilusiones ópticas, fenómenos que tenían lugar solamente en el nervio óptico, se desvanecían con tanta rapidez como se habían manifestado, de tal modo que, una vez pasados, no sabía si los había presenciado realmente o si sólo estaba reconstruyendo, a partir de una falsa impresión en la retina, otra impresión externa inexistente. Esta confusión, lejos de distraerle de sus penalidades verdaderas, se agregaba a ellas y le infundía un miedo irracional y nuevo. Nunca había tenido miedo a la oscuridad, ni siquiera de niño. Había temido, lógicamente, los peligros que hubieran podido acecharle ocultos en la oscuridad, pero no la oscuridad en sí: le bastaba asegurarse de que tales peligros no existían para que sus temores se disiparan de inmediato. Entonces podía permanecer a oscuras por tiempo indefinido, sin que su escasa fantasía poblara aquella oscuridad de fantasmas o alimañas amenazantes. Ahora, en cambio, aquella ecuanimidad parecía haberle abandonado; se sentía invadido por un miedo cerval que en vano trataba de desechar tachándolo de patarata. Ahora creía sentir a cada instante un tacto frío y viscoso en la piel o un aliento cálido y cargado de miasmas en el cogote. En cierta ocasión, cuando él contaba cinco o seis años de edad, sus padres le habían llevado de excursión al campo. Otras personas habían participado también en la excursión, pero él nunca había sabido quiénes eran o, si lo había sabido entonces, lo había olvidado luego. En cambio recordaba vivamente la presencia de su padre, que en aquella época participaba muy poco de la vida familiar, al parecer alejado de ella por otros asuntos, y a quien sólo veía ocasional y fugazmente, de un modo precipitado y tangencial, como él mismo había de hacer más tarde con su propio hijo. Ahora sin embargo no era la compañía excepcional de su padre lo que evocaba, sino un suceso terrible ocurrido durante aquella excursión. Una mujer, que a él entonces se le había antojado muy mayor, pero que probablemente fuera todavía joven, había dejado caer un objeto en un arbusto e inmediatamente y sin parar mientes en lo que hacía había metido la mano en el arbusto con intención de recuperarlo. Al instante había proferido un grito y había retirado la mano, en cuyos dedos aparecía ahora enroscada una serpiente pequeña, de color pardo. Ante el estupor de todos los presentes, que no acertaban a socorrerla de ningún modo, la mujer había tratado de sacudirse primero la serpiente agitando el brazo y luego, como ésta continuara allí, había tratado de expulsarla forcejeando con la otra mano. Finalmente la serpiente, que probablemente deseaba también verse libre de aquel asidero al que se había encaramado por error, se había dejado caer de nuevo en el arbusto de donde había salido y la mujer, que hasta ese momento había mostrado tanta entereza, había sufrido un desmayo. Mientras las mujeres la atendían, los hombres empezaron a perseguir la serpiente con mucha cautela, propinando grandes golpes al arbusto con sus bastones y hundiendo en él las puntas metálicas de éstos, sin duda con la esperanza de sacarlos con la serpiente ensartada en ellos. Pero el animal debía de haberse puesto a salvo bajo una piedra o había huido de allí sin ser visto, porque la cacería no dio fruto. Nadie sabía si la serpiente era venenosa, en cuyo caso la vida de la mujer corría grave peligro, o si se trataba de un ejemplar inofensivo. Trasladada al pueblo de donde había partido la excursión, la mujer fue atendida por un médico local, que se abstuvo de pronunciarse en un sentido o en otro. La mujer no parecía presentar signos de mordedura reciente, dijo, pero no podía descartarse la posibilidad de una mordedura muy superficial, invisible, pero igualmente mortífera. Aquellas serpientes, dijo, tenían a veces unos dientes afiladísimos y mordían a sus víctimas con tanta rapidez y limpieza que éstas no se percataban de lo ocurrido hasta que empezaban a notar los primeros efectos del veneno. Sólo cabía esperar y confiar en la suerte. Aquel doctor era un hombre bajo, grueso, de cuello corto y pelo cano, cortado al cepillo; vestía una bata blanca muy limpia, pero arrugada y zurcida, como si nadie se ocupase de él o como si alguien lo hiciera con eficacia, pero sin cariño. Tenía aspecto de viudo y hablaba en el tono monótono de quien no está acostumbrado a dialogar. Al hablar usaba palabras altisonantes; parecía que quería impresionar a los presentes más de los que éstos ya estaban. Al final la historia había terminado de un modo feliz, pero deslucido: con el paso de las horas y los días el estado de la víctima, recuperada del desmayo y del susto, no había experimentado cambio alguno. Finalmente el hecho había quedado reducido a la categoría de anécdota trivial y hasta jocosa. Ahora, sin embargo, este incidente tan remoto, que durante muchos años creía haber relegado al olvido, se le representaba con toda viveza, como si en ese mismo instante sus protagonistas de entonces, muertos ya la mayoría de ellos, lo estuvieran rein-terpretando con toda exactitud en su beneficio. ¿Qué haría yo si en este momento sintiera que al amparo de esta oscuridad se me enrosca una serpiente en la mano?, se preguntaba con un escalofrío. Al mismo tiempo no lograba disociar este temor de la imagen de aquella mujer en el acto de caer al suelo desmayada, con revuelo de faldas y los cinco dedos de la mano muy abiertos a la altura de los ojos.

XII

No sabía a ciencia cierta cuánto tiempo llevaba allí y ya daba por perdida toda esperanza de abandonar aquel encierro, cuando oyó el tableteo de un motor no lejos del punto en que se hallaba. Este tableteo, sin duda producido por una embarcación, le reveló encontrarse relativamente cerca del canal y por consiguiente de la salida. Un último esfuerzo le permitió localizar la puerta de entrada al palacio, abrirla y salir al embarcadero dominado por los dos colosos de piedra percudida: allí había llegado con ella varias horas antes con un propósito incierto, que tal vez se había cumplido o tal vez no. Una vez allí suspiró aliviado; ahora, fuera del laberinto, todo le parecía bello: las losas resbaladizas del embarcadero, el agua muerta del canal, incluso la compañía tenebrosa de aquellos dos colosos severos, inmóviles y erosionados. Pronto comprendió, sin embargo, que su situación sólo había mejorado en apariencia. Por aquel canal estrecho y sombrío no transitaba ninguna embarcación y aunque a corta distancia podía ver otro canal más ancho, en el que todavía se apreciaba un tráfico regular, ni sus gritos ni sus aspavientos llegaban a oídos de quien pudiera acudir a recogerle o, si llegaban, eran tomados por los desafueros de un orate. Al final, convencido de que nadie iba a acudir en su busca y habiendo desechado de nuevo la idea de llamar a la puerta en petición de ayuda, se sentó en el suelo, apoyó la espalda en la pantorrilla de uno de los colosos y se dispuso a permanecer allí, como un náufrago, hasta que el azar dispusiera de su suerte. El cielo estaba estrellado y se entretuvo un rato contemplando aquel espectáculo raro. Una vez, de pequeño, alguien había intentado iniciarle en los rudimentos de la astronomía, pero él, advirtiendo en seguida que lo que de antemano prometía ser un periplo fascinante en realidad era una ciencia árida y sin sorpresas, se había desinteresado pronto del tema. Ahora, desprovisto de toda referencia científica, el firmamento se le presentaba como algo familiar y tranquilizante, del todo extraño a las magnitudes disparatadas que se le atribuían para desconcierto del profano. Por suerte la noche era tibia. Después de todo, pensó, no se está tan mal aquí. Le dolían las articulaciones y se sentía débil, pero ninguna d ambas sensaciones le resultaba molesta. Perdido su pensamiento en la contemplación del cielo, no experimentaba ni sueño ni cansancio, sino una mezcla de laxitud corporal y agudeza perceptiva que le sorprendía grandemente. Esta perceptividad exacerbada no se concretaba en nada-no era una herramienta que le permitiera analizar las cosas con provecho ni un vehículo mediante el cual llegar a conclusiones radicales; en realidad era un estado de gracia, una especie de pasmo beatífico y, en definitiva, un despilfarro de sus facultades.

– ¡Córcholis! -exclamó una voz a sus espaldas, sacándole bruscamente de su arrobamiento.

Se volvió sobresaltado hacia la puerta del palacio, d donde procedía aquella exclamación, e involuntariament ofendido de que alguien osara perturbar así su exaltad sosiego. En aquel instante debía de parecer un demente o un perro furioso, porque el doctor Pimpom retrocedió unos pasos prudentemente. Entonces se le hizo patente lo absurdo de su actitud y lo grotesco de su situación, enrojeció y recobró su talante habitual.

– Buenas noches, doctor Pimpom -dijo con suave urbanidad-. La verdad es que no esperaba verle de nuevo tan pronto.

– Ni yo, a fuer de sincero -respondió el médico-. Pero, dígame, ¿qué está haciendo en este lugar a estas horas?

– Estaba esperando que pasara alguna embarcación para pedirle que me llevara al hotel -dijo él después de buscar en vano alguna justificación menos bochornosa a su desvalimiento.

– Pero, hombre, ¿no sabe que por aquí no pasa nadie nunca? -dijo el médico-. Si quería que vinieran a buscarle, ¿por qué no pidió por teléfono que le enviaran un taxi?

– Porque soy forastero y porque nadie tuvo la amabilidad de indicarme lo que había que hacer.

– Ah, vaya -dijo el médico-. La verdad es que, al verle salir con tanta decisión, pensé que disponía de medios propios de locomoción. De todos modos, acabo de llamar un taxi; con mucho gusto le depositaré donde más le convenga.

– Es usted muy amable, pero no quisiera desviarle de su ruta.

– No tengo ruta -dijo el médico-. Én realidad, voy de retirada. Hoy he tenido una jornada larga y tediosa. Pero, dígame, ¿verdaderamente ha estado aquí todo este tiempo?, ¿de veras? Y, ¿qué hacía? ¿Miraba las estrellas? -preguntó coligiendo la verdad de la mirada que su interlocutor dirigió al cielo-. ¡Qué cosa extraordinaria! Le confesaré que a mí me produce vértigo todo lo referente al cosmos. Antes no era así, pero ahora, con estos programas de divulgación científica que echan a veces en la televisión… ya no sé. ¿Sabía que algunas de estas estrellas que ahora mismo están ahí, en realidad se extinguieron hace miles de años, pero que, debido a su lejanía, continuamos percibiendo su luz y admirando, por consiguiente, lo que ya no existe? Esto demuestra hasta qué punto son engañosos los sentidos y hasta qué punto nos es fácil engañar y ser engañados. Y, sin embargo, ¡cuánta importancia damos a la verdad!, ¿no le parece?

La llegada de una lancha motora interrumpió en este punto la plática del médico sin dar tiempo a que Fábregas decidiese para sus adentros si en aquellas frases convencionales había una intención específica o si en realidad no tenían más objeto que amenizar un intervalo forzoso en compañía de un desconocido. Cháchara de médico, se dijo mientras éste saltaba a bordo de la lancha motora con una agilidad notable, aunque no insólita en un habitante de aquella ciudad acuática. A instancias del médico, Fábregas hizo lo propio con gran dificultad.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó el médico, a cuyo ojo experto no había escapado la torpeza del otro-. ¿Cojea usted? ¡Qué raro! Hace un rato no cojeaba. ¿Reúma, tal vez?

– Acabo de darme un buen trastazo -admitió Fábregas.

– ¡Atiza!, ¿quiere que le eche una ojeada?

– No es preciso: no me he roto ningún hueso.

– A la plaza de San Marcos, por favor -dijo el médico dirigiéndose al taxista-. Mañana tendrá un moretón.

– Eso de fijo -dijo él.

Al llegar a su destino Fábregas insistió en abonar la carrera del taxista, pero el médico no se lo consintió. Luego anduvieron un rato en silencio por la plaza. A aquella hora tardía todavía quedaban algunos grupos de turistas que deambulaban cansinamente. De los bares y cafés salía un humo aceitoso y ruido de platos.

– Venga -dijo de repente el médico cogiendo a su acompañante por el brazo-. Le invito a un helado, salvo que tenga algún compromiso.

– No lo tengo, pero no quiero abusar más de usted.

– Le dejaré pagar -dijo el médico.

Fábregas asintió por puro agotamiento y se dejó guiar por el otro, que se le colgó familiarmente del brazo y pareció recobrar su campechanía habitual, como si acabara de reponerse repentinamente de su cansancio.

– Salgamos de esta zona cursi, infestada de cafés artificiales -le dijo-. Son trampas para desplumar incautos y verdaderas engañifas arquitectónicas. Cuando yo era niño, poco después de acabada la guerra, estos cafés estaban más o menos como están ahora. Entonces, en vista de que escaseaba la clientela, fueron transformados en cafeterías modernas, al estilo americano:self service y rock and roll, usted ya me entiende. Luego empezó a llegar esta masa de pazguatos en busca de antiguallas y hubo que reproducir lo que había antes a toda prisa. Naturalmente, los materiales originales se habían perdido irremisiblemente: quien más, quien menos, todos habíamos usado la madera de los artesonados para caldear las casas; de modo que hubo que improvisar, como siempre. A puntapiés avejentamos cuatro tablones, desportillamos unos mármoles y el resultado, a la vista está. Ésta es una ciudad de tramoya y sablazo. No crea nada de lo que ve ni escuche nada de lo que le cuenten. Mire, entremos aquí: éste es un buen sitio; un auténtico bar veneciano.

Entraron en un local largo, estrecho y desolado. La luz de los fluorescentes que colgaban del techo, reflejada en la superficie de las mesas de aluminio, daba un tinte cadavérico a los escasos parroquianos que las ocupaban. En el local flotaba un olor acre y penetrante, mezcla de cerveza, vinagre y pis. El espejo que cubría enteramente una de las paredes laterales aparecía tachonado de moscas. Escrita en tiza sobre el espejo podía leerse la lista de los números premiados en el sorteo de alguna lotería provincial. Fábregas y el doctor Pimpom ocuparon una mesa, lejos de la entrada y cerca de las puertas batientes que conducían al retrete, en la cual había un paraguas abandonado. El médico examinó el paraguas detenidamente, dándole muchas vueltas y flexionando las varillas y acercándose a las gafas la empuñadura primero y la tela después y olfateando finalmente la contera, como si buscase allí huellas digitales u otros indicios de los que deducir los avatares que habían conducido el paraguas hasta aquella mesa. Acabada la investigación, lo dejó apoyado contra la pared sin hacer ningún comentario.

– ¿Hace mucho que conoce a la familia Dolabella? -preguntó de sopetón.

– No, mucho no -dijo Fábregas. La vaguedad de la pregunta del doctor Pimpom permitía una respuesta igualmente cautelosa. Éste, sin embargo, no pareció quedar insatisfecho. Quizás en el fondo aquella pregunta no era un cebo, sino una sonda, pensó Fábregas. Y como el otro guardaba silencio, agregó-: De hecho hoy he visitado su palacio por primera vez, según demuestra mi ignorancia respecto del taxi.

– No me refería a eso -dijo el médico sin mirarle los ojos.

– Pues ¿a qué? -preguntó Fábregas.

El médico no respondió. Parecía buscar afanosamente un camarero y, viendo que ninguno de los que había en el local se ponía al alcance de su voz, hizo señas al que atendía la barra, el cual acogió esta seña con un encogimiento de hombros cargado de desdén.

– Hoy por hoy el servicio en esta ciudad deja mucho que desear -masculló el médico.

– Doctor Pimpom, le he preguntado algo -insistió Fábregas.

– Ah, sí -se apresuró a decir el médico advirtiendo un deje de impaciencia en la voz de su interlocutor-. Ella es una buena chica.

– ¿Ella? ¿Quién es ella?

– María Clara, ¿quién va a ser? -dijo el médico. Y repitió balanceando la cabeza de atrás a delante, como si estuviera emitiendo un dictamen largo tiempo meditado-: Es una buena chica.

– ¿Quién lo pone en duda? -preguntó Fábregas.

– Usted -dijo el doctor Pimpom-. Ahora bien, sus padres son otra cosa: eso no se lo discuto. Harina de otro costal, podríamos decir. ¿En qué sentido? En varios sentidos… ¡Bueno, albricias, por fin se nos hace caso aquí! -exclamó señalando con el pulgar a un individuo malcarado y ceñudo que por la suciedad de su delantal más parecía un matarife que un camarero y que se había colocado junto a la mesa sin proferir palabra.

Fábregas pidió un botellín de agua mineral sin gas y el doctor Pimpom, una bola de helado de vainilla.

– Tendrán que ser dos bolas -dijo el camarero.

– No veo razón -replicó el médico.

– Pues la ración son dos bolas.

– Pues yo quiero una sola bola y no tengo por qué comerme lo que no quiero, ni tirarlo, ni mucho menos pagarlo, especialmente si de antemano le advierto de que no! lo quiero. Por lo demás, me consta que las bolas de helado no vienen pegadas de dos en dos, por lo que mi petición no les causa ningún perjuicio y es, por consiguiente, del todo razonable. De forma que haga el favor de traerme exactamente lo que le he pedido y no se insolente conmigo, mozalbete.

El camarero se alejó refunfuñando y el médico esbozó una sonrisa de triunfo.

– Abusan de los clientes, porque saben que nadie se atreve a plantarles cara -dijo-. Hoy por hoy todo el mundo vive amilanado por los terroristas, por los delincuentes y por los sindicatos. Todo el mundo intenta pasar desapercibido, evitar todo lo que pueda ser tomado por una provocación. Piensan así: chitón, no vayan a descerrajarme cuatro tiros en la cara por decir que hay una mosca en la sopa; y se toman la sopa y se comen la mosca y aún cazan al vuelo tres o cuatro moscas más, que ingieren con delectación, como si éste fuera su manjar favorito. En esto nos han convertido el comunismo y sus secuelas.

– Hablábamos de los Dolabella -dijo Fábregas.

– Su padre era un mangante -dijo el médico recobrando el hilo de su discurso-. Me refiero al padre de la madre, al abuelo de María Clara, el último de los Roca: un hombre guapo y simpático como pocos, pero un verdadero tarambana. Mujeriego, jugador, holgazán y petardista. Nunca ganó una lira y dilapidó en un abrir y cerrar de ojos los flecos de una fortuna familiar ya muy menguada. Fue él quien inventó y puso en circulación todas las leyendas que aún se oyen acerca del palacio: la del navegante que lo construyó y la del santo o la santa cuyas reliquias todavía permanecen escondidas en algún recoveco del edificio, en un relicario de oro y piedras preciosas, esperando que alguien las encuentre. Era un embustero profesional y hacía correr estos bulos en los años de prosperidad en que por fin las familias pudientes de Venecia pudieron deshacerse de sus palacios decrépitos e instalarse en apartamentos confortables, de techo verdaderamente bajo, con armarios empotrados y un buen sistema de calefacción. Roca inventaba aquellas leyendas para que algún mentecato podrido de dólares se encaprichara de la ruina que habían ido creando sucesivas generaciones de parásitos y gandules.

El camarero dejó sobre la mesa lo que le habían pedido y se fue.

– ¿Ve usted lo que le decía? Una sola bola de helado. Basta con demostrar que uno tiene agallas. Plantarse y decir: de aquí no me muevo. Nadie lo hace, por supuesto: la gente tiene prisa, piensa que no vale la pena, que es una pérdida de tiempo, que, por unas pocas liras no se justifica el escándalo… y así vamos claudicando de nuestra dignidad. ¿Qué le estaba contando?

– Las trolas del abuelo Roca.

– Eso es -dijo el médico comiéndose el helado con fruición-. Luego, cuando su hija hubo crecido un poco -añadió limpiándose los labios con un triángulo de papel que hacía las veces de servilleta-, hizo correr el bulo de que había sido encontrado un manuscrito en el que una antepasada imaginaria relataba sus devaneos con toda minuciosidad. Una patraña soez que en su momento llegó a gozar de cierta popularidad. Pronto empezaron a circular por la ciudad varios ejemplares del presunto manuscrito… yo mismo recuerdo haber tenido uno en mis manos. En realidad era un triste refrito de la literatura pornográfica al uso. El planteamiento era el habitual en estos casos: una mujer joven, bella y de conducta intachable se ve forzada a obtener dinero a cambio de sus encantos. A esto sigue una serie tediosa de encuentros donde se llevan a cabo todas las piruetas y desvaríos a que dé lugar la fantasía de un degenerado o un imbécil. Aparecen hombres y mujeres dotados de verdaderas curiosidades anatómicas y todos están dispuestos a hacer o dejarse hacer cualquier majadería. Recuerdo que abandoné la lectura del manuscrito al llegar a un episodio particularmente desapacible en el cual a alguien le cosían una rata al culo o algo por el estilo. ¡Caray, qué bueno estaba este helado! ¡Camarero, tráigame otra bola de vainilla, tenga la bondad!

– Doctor Pimpom, no se vaya por las ramas -dijo Fábregas-. Usted acaba dé decir que ese tal Roca inventó las memorias de una cortesana cuando hubo crecido su hija. ¿Qué relación había entre una cosa y la otra?

XIII

– No tome lo que le digo necesariamente al pie de la letra ni se precipite en sus juicios -continuó diciendo el doctor Pimpom mientras atacaba con bravura la segunda porción de helado, que el camarero había dejado sobre 1a mesa con brusquedad y desabrimiento, pero sin protestas audibles-. Los venecianos siempre hemos sido comerciantes. Tampoco he querido decir que las cosas pasaran a mayores, ni lo ha dicho nadie. Vea usted: por aquellas fechas, y al amparo de lo que los periódicos llamaban el plan Marshall, Italia trataba, no sin cierto éxito, de insuflar nueva vida a una industria cinematográfica que se había desarrollado mucho en las décadas anteriores a la guerra gracias a la protección de nuestro Mussolini, hombre aficionado al cine, como el Hitler de los alemanes y como su propio Franco de ustedes, pero que la guerra había malbaratado, como tantas otras cosas. Con este fin, y para competir con la gran industria cinematográfica norteamericana, se nos ocurrió comercializar lo único que teníamos: unas actrices aparatosas, hembras de culo y teta, como las que producen las razas verdaderamente hambrientas… Había una en particular, que usted con toda certeza no recordará, pero que alcanzó bastante fama en su día. Se llamaba, si la memoria no me es infiel, Sofía Lo-ren: una mujer verdaderamente garrida… Es posible que ya haya muerto, aunque espero que no sea así; deseo que viva muchos años y que sea feliz… Por supuesto, había otras actrices de características muy similares, pero sus nombres en este momento no me vienen a la memoria… En definitiva, éste era uno de los medios de subsistencia de que nos valíamos y no el peor de ellos. La guerra había trastocado todas las cosas y nos teníamos que adaptar una vez más a los nuevos tiempos: ahora nos tocaba la democracia y el liberalismo y ¡ay de aquel que no supiera jugar a ese juego! Claro, muchos pensaban, y siguen pensando todavía hoy, que la democracia consistía en trabajar menos y ganar más. Eran los comunistas los que al socaire de las libertades civiles le metían estas ideas locas en la cabeza a la clase obrera, con los resultados que a la vista están: huelgas todos los días, sabotaje y salvajismo, cuando no atentados y otros hechos de sangre… Pero lo que a usted le interesa saber es si la chica se ganaba el pan en cama ajena y yo a eso le responderé: puede que sí, puede que no. De todos modos, le diga lo que le diga, ¿por qué me iba a creer? En estos asuntos es donde más inciertos son los hechos: unos saben y callan, otros no saben y hablan por los codos; en definitiva, los que más podrían decir son los primeros en guardar silencio y los que más meten el palo en candela a menudo lo hacen por envidia o por malicia. Así que de fijo no puedo decirle nada. Desde luego, fama de remilgada no tenía la chica, pero la lama, ¿qué es?

«Finalmente, y para no alargar la historia, el padre Roca murió de repente y en forma imprevisible: inadvertidamente comió un producto enlatado en mal estado y eso lo mató. Ya tenía el hígado muy trabajado; había malgastado la salud en francachelas y cuando la necesitó, ya no le quedaba bastante, de modo que se fue al otro mundo. Tenía cuarenta y seis o cuarenta y siete años cuando ocurrió lo que le estoy contando.

»-Con esto la chica se encontró sola y su situación cambió de la noche a la mañana: mientras su padre vivía, ella podía pasar por una hija rebelde y algo casquivana, pero ahora, sola en el mundo, la menor prueba de liviandad habría sido suficiente para convertirla en una profesional de la cosa a los ojos de la opinión. Así que tuvo que buscarse un marido a la carrera, aprovechando la apariencia de honorabilidad que le daban el luto, la orfandad y el desamparo. Y en ese momento preciso el pobre Charlie Dolabella tuvo a bien hacer su entrada en escena. De aquel encuentro sólo podía salir lo que usted mismo ha podido comprobar: una serie interminable de desacierto y calamidades.

– Y María Clara -dijo Fábregas.

– Tal vez -dijo el otro con un asomo de sonrisa en la comisuras de los labios.

– Hum -dijo Fábregas advirtiendo el gesto.

– Dejemos eso por ahora -continuó diciendo el médico- y vayamos a las cosas tal como sabemos que sucedieron. Charlie llegó a Venecia buscando un pasado que sólo había existido en la imaginación atormentada de s~ pobre madre, una loca que vegetaba y que quizás aún si vegetando en la celda acolchada de algún hospital público. Yo no digo que no pueda haber algún nexo de parentesco entre él y el Dolabella que pintó unos cuadros e Venecia y luego emigró a Cracovia, pero, aunque así fuera, ¿qué demonios esperaba encontrar aquí? Hay que ser ingenuo como un americano para pensar que el pasado un objeto encontrable.

– Sin embargo -dijo Fábregas- no puede negar qu algo encontró.

– Lo que se merecía: un saco de mentiras -replicó médico con desprecio. La interrupción o el propio reía que iba desgranando parecían haberle contrariado. D un puñetazo en la mesa que hizo tintinear la copa de h

lado, el plato y la cucharilla. Luego resopló, como para dar salida a los vapores de su ira, y prosiguió diciendo-: En el fondo el engaño fue impremeditado, mutuo y completo. Ella pensó haber encontrado un multimillonario, un verdadero rey del petróleo; él, una aristócrata de película. Ambos creyeron ver materializados en su oponente sus sueños de clase media. En realidad, ella era un golfa y él, un taxista. Y lo peor era que ninguno de los dos sabía disimular su propia condición. Carentes de interés humano, arruinados y sin ínfulas, pronto se quedaron solos, y cuando esto sucedió, ni el diablo se apiadó de ellos.

– A lo mejor en el fondo se amaban -apuntó Fábregas.

El doctor Pimpom lo miró fijamente. Ahora sus ojos parecían más vidriosos que las propias lentes de sus anteojos, en cuyas superficies titilaba ocasionalmente el resplandor violáceo de los tubos fluorescentes.

– Ella nunca debió pertenecerle -sentenció al fin en voz muy baja. Luego se paso la mano por la boca. Al retirarla sus labios habían recobrado la sonrisa irónica que hasta entonces había venido enmarcando sus palabras-. Además, permítame discrepar, como hombre de ciencia, de eso que usted llama amor.

– Dicen que hay quien se muere de eso -apuntó Fábregas.

– Más bien hay quien se aferra a esa quimera cuando se siente morir de otras causas más crudas -replicó el médico-; pero dejemos eso también: es algo abstracto, un asunto académico que podría conducirnos a una discusión eterna y sin objeto. Yo le cuento lo que hubo y luego usted lo adereza como mejor le plazca, ¿qué?

– No sé si me interesan tanto los hechos -apuntó Fábregas.

– No hay otra cosa -replicó el médico-. Yo le cuento lo que hubo. Charlie y ella se casaron. Ella presentaba ya un estado de gestación avanzado que hizo de la ceremonia un verdadero escarnio por el que muchas sensibilidades fueron heridas. Con aquel acto absurdo se desvaneció toda ilusión y toda esperanza: ambos se convirtieron de la noche a la mañana, en un santiamén, por así decir, en aquello que estaban destinados a ser fatalmente. Charlie se volvió un muñeco fofo y peludo y ella, una enferma imaginaria.

– A la que usted, sin embargo, trata como si verdaderamente lo fuera -dijo Fábregas.

– Como si fuera qué cosa… ¿Una enferma? -dijo el médico- ¡Y quién dice que no lo es!

– Usted mismo acaba de decir que se trata de una enfermedad imaginaria -exclamó Fábregas-. Yo no invento sus palabras. ¿Por qué se empeña en contradecirme todo el tiempo, doctor Pimpom?

– Y usted, ¿por qué se empeña en llamarme de esta forma ridícula? -exclamó a su vez el otro-. ¡Yo no m llamo doctor Pimpom! ¿De dónde ha sacado este nombre grotesco e incluso degradante? Mi verdadero nombre es Scamarlán, doctor Scamarlán. Pero dejemos eso. Voy contarle un caso horripilante al que hube de enfrentarme apenas iniciada mi carrera de médico. Escuche.

En aquel momento los clientes del bar empezaron a pagar sus consumiciones respectivas y abandonar aquel como movidos unánimemente por una llamada tácita, verlos de pie Fábregas advirtió que muchos de ellos vestían uniformes distintivos de su oficio o del lugar donde trabajaban: eran los cocineros, camareros y empleados d los restaurantes, los cafés y los hoteles del vecindario, que concurrían a aquel bar en sus horas libres, antes de recogerse por el día. Ahora algunos de ellos, viendo en él u turista, le dirigían miradas de displicencia o de fastidio; otros, por el contrario, reconocían al doctor Pimpom, que saludaban con respeto, y hacían partícipe de aquel respeto a su acompañante, por deferencia hacia él.

– Estaba un día en mi consulta, que acababa de abrir, pues, como le venía diciendo, me había iniciado hacía poco en el ejercicio de la medicina, cuando vino a verme un hombre joven, de aspecto saludable e inteligente, que dijo precisar de mis servicios, ya que, de un tiempo aquella parte, no se encontraba nada bien -continuó diciendo el doctor Pimpom una vez hubo saludado al último parroquiano que abandonaba el bar-. Yo, como debe hacerse en estos casos, le pedí que me describiese los síntomas de su dolencia con la máxima exactitud, pero sólo supo dar a mi ruego respuestas imprecisas: fatiga, inapetencia, desánimo y un malestar general que no concentraba en ningún dolor determinado ni quedaba 1ocalizado en ninguna parte de su organismo. Lo sometí un reconocimiento detenido, del que no pude sacar ninguna conclusión, le pregunté si había sufrido recientemente algún disgusto grave que hubiera podido influir en su estado físico, si tenía problemas en su trabajo, si su vida personal le resultaba satisfactoria, etcétera, y él me contestó que nada le había perturbado de un modo anómalo en los últimos tiempos, que estaba contento con su trabajo, en el que todos le auguraban un futuro brillante, y que hacía poco menos de un año se había casado felizmente con una mujer a la que amaba y por la que creía de fijo ser amado. En vista de ello, me limité a recomendarle sin demasiada severidad que dejara de fumar, que comiera y bebiera con moderación y que hiciera algo de ejercicio, y le dije que, de no mejorar su estado, volviera a visitarme al cabo de quince días. Con esto le dejé ir; una semana más tarde había muerto. Aunque en rigor no podía considerarlo como uno de mis pacientes, tan pronto como la noticia de su muerte llegó a mis oídos me sentí en la obligación de acudir a la casa mortuoria, donde encontré a su mujer en tal estado de alteración nerviosa que al punto hube de administrarle un sedante. El cadáver del marido, al que velaban familiares, amigos, compañeros y vecinos, no presentaba síntomas de emaciación. En la partida de defunción que firmé, a instancias de la familia, consigné como causa probable del fallecimiento un paro cardíaco. No obstante mis temores, ningún allegado del difunto parecía dispuesto a atribuir aquel infortunio a mi impericia o a mi negligencia. En las exequias se me instó a que ocupase un lugar de honor, al lado de la viuda, que tuvo que apoyarse en mi brazo en varias ocasiones para no caer exánime.

»Un mes más tarde, obsesionado todavía por este caso, al que mis conocimientos no lograban dar explicación satisfactoria, lo expuse prolijamente ante un grupo de colegas con quienes tenía entonces tertulia esporádica en elgrill del antiguo hotel Ambassador. Después de oír mi relato, uno de los contertulios, médico forense, se echó a reír a grandes carcajadas, como suelen hacer los médicos de esta especialidad, quizá para combatir así en cierto modo el ambiente algo tétrico en que se mueven. Yo le pregunté la causa de su hilaridad y él me respondió diciendo que el caso que acababa de referir no ofrecía a su juicio la menor dificultad y que, por si me interesaba saberlo, mi pobre paciente había muerto sin duda alguna envenenado.

Al principio creí que trataba de gastarme una broma, pero él aseguró hablar muy en serio. «Os quedaríais de piedra si supierais la cantidad de hombres que mueren a diario envenenados por sus mujeres, especialmente en el primer año de matrimonio», nos dijo sin dejar de reír a mandíbula batiente, pese a ser él mismo hombre casado.

«Posteriormente datos sueltos, recogidos de aquí y de allá, vinieron a corroborar la afirmación de mi colega y contertulio. En efecto, pocas semanas después del entierro, la viuda de mi paciente, habiendo percibido el monto correspondiente al seguro de vida de su difunto esposo, abandonó Venecia inesperadamente. Alguien dijo haberla visto luego en Suiza, casada con un pariente del difunto cuya esposa había fallecido casualmente un año antes que aquél, y en circunstancias muy similares. Por supuesto, es tos hechos no demostraban nada ni era cosa de ponerlo en conocimiento de la policía: una exhumación tan tardía de los dos cadáveres difícilmente habría podido arrojar y ninguna pista y, por otra parte, los culpables, si verdaderamente lo eran, habían tenido buen cuidado en ponerse fuera del alcance de la justicia.

»¿Por qué le cuento este caso? Le cuento este caso para demostrarle que la práctica de la medicina, a diferencia de la de cualquier otra ciencia, no puede limitarse únicamente a aquello que constituye su objeto, es decir, a lo trastornos del organismo, y que el buen médico no es el que acierta en sus diagnósticos, sino aquel que, por cualquier método, consigue prolongar al máximo la vida d sus pacientes. Las enfermedades, incluso las más grave sólo son uno de los muchos enemigos de la vida. Así, por ejemplo, una persona que lograse evitar un accidente d aviación o un naufragio sería mejor médico que otra que hubiera dedicado su vida entera al estudio y la práctica d la medicina convencional. ¿Sigue usted mi razonamiento

– Sí -dijo Fábregas-, y no estoy de acuerdo con é aunque en este mismo momento no sabría razonar ad cuadamente esta discrepancia.

Una sonrisa condescendiente bañó el rostro del doctor Pimpom.

– Es natural que lo que le vengo diciendo le pille de nuevas -dijo con suavidad-. Usted seguramente piensa que la vida consiste en el correcto funcionamiento de 1os órganos corporales; ¿no es así?

– Pues… sí -admitió Fábregas tras reflexionar un instante-; eso pienso.

– Es natural -repitió el otro-. Pero piense también esto: que desde los tiempos más remotos el ser humano ha creído que la vida era algo distinto del cuerpo: un soplo, un hálito exterior, algo dado y eterno. ¿No será esto más cierto y en todo caso más científico que atribuir el secreto de la vida al funcionamiento mecánico de una docena de vísceras? ¡Por lo que más quiera! Hay que ignorarlo casi todo para pronunciar juicios tan taxativos. ¿Ha asistido alguna vez a una autopsia?

– No -dijo Fábregas-, ni ganas.

– Eso salta a la vista -dijo el doctor Pimpom-: nadie que haya tenido en la mano un hígado, un corazón o un bazo puede seguir pensando que la vida gira en torno a unas cosas tan ordinarias y elementales. Por supuesto, los que no saben nada de estas cosas pretenden que la medicina ha de limitarse a velar por el funcionamiento correcto de semejantes porquerías. ¡Pamplinas!

– No se enoje de nuevo -atajó Fábregas-. Efectivamente, no sé nada de este asunto ni creo que éste sea el momento adecuado para iniciarme en él. Estábamos hablando de otras cosas: le ruego que vuelva a ellas.

El doctor Pimpom miró de hito en hito a su oponente, pero como una luz que se aleja, el brillo colérico de sus ojos se fue atenuando hasta ser reemplazado por una mirada serena, cansada y algo perpleja.

– Pues qué, ¿ya no puede uno esgrimir sus argumentos con vehemencia? -dijo en el tono compungido de quien considera un infortunio inmerecido el verse inopinadamente cogido en falta-; después de todo, ha sido usted el que me ha reprochado hace un rato el incumplimiento de mis deberes profesionales…

– Yo sólo he dicho…

– Y en un tono que deploro.

– No era ésa mi intención; tal vez me expresé mal…

– Todos nos dejamos llevar a veces por la impaciencia -dijo conciliador el doctor Pimpom-. Usted quería que yo siguiera hablando de los Dolabella, aunque el tema que yo he sacado a colación es mucho más interesante…, o quizá no. Mire, le resumiré la cosa en dos palabras: ella, que creía haber cazado al pobre Charlie, resultó ser en definitiva la víctima de una estafa. En el fondo, ¿quién es más digno de compasión? En cuanto a las enfermedades de ella, ¿qué quiere que le diga? Desde luego, reales no son, pero, ¿qué sucedería si no se les diera tratamiento? ¿Quién nos asegura que ella no renunciaría a seguir vi-) viendo en ese caso? ¿Qué es lo que nos mantiene con vida, después de todo? Esto le preguntaba yo a usted hace un momento, pero usted ni siquiera ha querido escuchar la pregunta.

– Doctor, a usted le consta lo que a mí me interesa -dijo Fábregas.

– Han cerrado hace rato -dijo el doctor Pimpom levantándose-. Habíamos quedado en que invitaba usted, de modo que vaya pagando mientras yo visito los servicios.

El local en efecto estaba vacío y el único empleado que aún permanecía allí, después de haber apilado las sillas en dos columnas inestables, esperaba cruzado de brazos junto a la puerta metálica a medio bajar. Fábregas le hizo señas. Era el mismo camarero que les había atendido; ahora se había despojado del delantal e incluso de la camisa, que había reemplazado por una camiseta azul sin mangas. También llevaba una boina pequeña, que le hacía parecer orejudo. Fábregas pagó las consumiciones y agregó una propina generosa.

– Disculpe las molestias -dijo.

– Cada noche la misma historia -dijo el camarero señalando la puerta del retrete-; primero arma una trifulca y al final acaba comiéndose las dos bolas de helado.

– Y eso ¿qué tiene de malo? -preguntó él.

– Y él ¿por qué diantre tiene que salirse siempre con la suya? -respondió el camarero.

XIV

Al quedarse de nuevo a solas con sus pensamientos, tuvo la impresión de que las palabras casuales del camarero habían sido dichas de un modo providencial. Ahora, en ausencia del doctor Pimpom, se arrepentía de haber aceptado la compañía de éste. Al hambre y al cansancio se unía ahora la sensación incómoda de haber estado cediendo terreno en contra de su voluntad. Esperando obtener de su interlocutor una información que éste a todas luces no estaba dispuesto a suministrarle, había acabado por sincerarse con alguien de quien sólo podía esperar deslealtad si ella, como todos los indicios y en especial la actitud, las propias palabras y evasivas del doctor Pim-pom parecían confirmar, era en efecto su amante. Ahora estaba seguro de haber sido un juguete en manos de aquel avispado micifuz, al que imaginaba en aquel preciso instante haciendo balance de la situación, felicitándose por el éxito de sus argucias y carcajeándose en la soledad del retrete, agarrado con ambas manos al borde de la taza y echando las piernas al aire en señal de júbilo. Con todo, Fábregas no podía dejar de preguntarse qué objetivo perseguía realmente el médico y a dónde pretendía llevarle, qué mensaje encerraban en sí aquellas digresiones aparentemente absurdas y qué había querido insinuar con sus pretendidas confidencias y chismorreos. ¿Acaso venía a decirle con sus historias escabrosas que todos los miembros de la familia Dolabella estaban en venta? ¿Actuaba el médico de mediador en una transacción iniciada bajo buenos auspicios meses antes, pero todavía inconclusa por la confusión introducida en el asunto por unos sentimientos extemporáneos?

– Emprendamos la retirada -dijo el médico sobresaltando con su llegada a Fábregas, que, perdido en sus cábalas, había olvidado por un momento el lugar en que se encontraba y el motivo de su presencia allí-. Yo he tenido un día bastante movido y a estas alturas usted tampoco parece muy lozano. Venga, le acompañaré a su hotel.

– No se moleste.

– Me servirá de paseo -dijo el doctor Pimpom.

El odio súbito que Fábregas sentía hacia aquél le producía un frenesí que sólo la debilidad extrema de su estado le prevenía de exteriorizar violentamente. Luego, sin embargo, a ratos, aquella inquina se volatilizaba repentinamente y sin motivo; entonces miraba a aquel hombre ridículo y petulante con una ternura inexplicable. En estas ocasiones la convicción de que el doctor Pimpom obtenía de ella inmerecidamente aquellas cosas a las que él en justicia se creía acreedor por la magnitud de su amor, en lugar de constituir una causa de odio, acrecentaba su estima por él. Entonces sentía un deseo irreprimible de abrazarle, de colmarle de obsequios y de desvivirse por él. Al mismo tiempo, esta actitud impremeditada, que tenía tanto de magnánimo como de estúpido, no podía meno de irritarle. Así, en un abrir y cerrar de ojos, renacía todo su encono con más virulencia. Este vaivén de las pasiones, que su porte exterior no traslucía, le producía una ansiedad descomedida: el corazón le latía entonces con tanta fuerza que podía percibir claramente en el cerebro el eco de cada latido. Las piernas le flaqueaban y por un instante, al salir a la calle, creyó que la vista se le nublaba. En realidad esto último no tenía nada de patológico: mientras se encontraban en el bar, la ciudad había sido cubierta por una niebla tan baja que parecía provenir del subsuelo. Los escasos transeúntes que todavía circulaban a esa hora lo hacían con la mitad inferior del cuerpo sumergida enteramente en la niebla, invisible a los demás e incluso a sí mismos. Más arriba, la niebla se desleía formando un bosque tupido de columnas sinuosas e imprecisas que se fundían con la oscuridad a medida que ganaban altura. Fábregas avanzaba temerosamente a través de esta masa insustancial, cuyos girones parecían sugerir a sus ojos formas extrañas y amenazantes, esbozos de esqueletos y seres de ultratumba que acechaban al viandante y le hacían señas y cuchufletas desde las esquinas y los soportales. Como si fuera un ciego, había colocado la mano sobre el hombro del doctor Pimpom, que le guiaba tanteando el pavimento con su bastón. Las farolas alineadas a lo largo de las ribas producían una fosforescencia opaca y como de ámbar, que no penetraba la niebla ni la oscuridad. En un momento dado sintió en los pies el peso leve y fugaz de lo que podía haber sido un gato o una rata. De este modo llegaron ante la puerta del hotel. Allí el doctor Pimpom le tendió la mano y cuando Fábregas se la estrechó, retuvo la de éste en la suya con fuerza mientras le miraba fijamente a los ojos, como si allí pudiera leer la clave de un secreto.

– No sé si este encuentro habrá servido para algo -dijo al cabo de un rato.

– Quizás hemos estado hablando de cosas distintas -dijo él.

– Quizás -repitió el médico soltándole la mano.

– Buenas noches, doctor; y muchas gracias por haberme acompañado -dijo él subiendo con esfuerzo los tres peldaños que conducían a la puerta giratoria. Hacía rato que el portero nocturno del hotel, advertido de la presencia de un huésped, hacía girar la puerta a la espera de que éste se decidiese a entrar. En cada giro un retazo de niebla quedaba atrapado entre las hojas de la puerta y era trasvasado por este conducto al hall del hotel, en cuya penumbra se quedaba flotando unos instantes, como un espíritu de poco rango.

– ¡Espere! -dijo de pronto el doctor Pimpom-. Si hemos de separarnos ahora quizá definitivamente, satisfaga antes al menos mi curiosidad. Con respecto a María Clara…

– Sí, ¿qué pasa con respecto a ella? -preguntó él deteniéndose tan cerca de la puerta giratoria que el canto de goma de una de las hojas pasó rozándole la cara.

– Nada -respondió el médico amedrentado por el rencor y la furia que pudo advertir en la voz del otro-. Dígame solamente por qué esta tarde la ha ofendido usted de un modo tan arbitrario.

Fábregas bajó de nuevo los peldaños dispuesto a golpear a su interlocutor de permitírselo sus fuerzas, ya completamente consumidas. Hundido en la niebla hasta la cintura, la figura diminuta del doctor Pimpom habría podido resultar grotesca si aquella misma niebla, impregnada extrañamente de la luz remota de las farolas, no hubiera envuelto su cabeza en una especie de nimbo, imprimiendo a su fisonomía un resplandor que parecía provenir de su ánimo ecuánime e intrépido. Esta inesperada imagen de bravura impresionó a Fábregas, que se detuvo frente a él de un modo abrupto, pero sosegado.

– ¿Usted qué cree? -preguntó secamente.

– Bueno -respondió el médico con inseguridad-, yo tengo formada una idea…, pero no sé si usted quiere oírla o si yo debo realmente revelársela.

– No se ande con rodeos -dijo Fábregas-. ¿Qué idea es ésa?

– Que usted se comporta así porque está enfermo.

– ¡Cómo! -exclamó Fábregas-. ¿Enfermo yo? ¡Qué disparate!

– Ya le dije que era sólo una suposición.

– Vamos, doctor Pimpom, no escurra el bulto: ¿A qué tipo de enfermedad se refiere?

– Ah -respondió el médico-, eso es usted quien debe decírmelo.

– ¿Yo? Pero ¿no es usted el médico?

– Y eso, ¿qué tiene que ver? -dijo el doctor Pimpom con un deje de impaciencia en la voz-. ¿Piensa usted que los médicos lo sabemos todo? ¡No sea pueril! Los médicos vamos a tientas y sólo ocasionalmente acertamos en algo… No, no, es usted quien tiene que saber dónde le aprieta el zapato.

– No sé si debo fiarme de su honradez -dijo Fábregas.

– Bien; ya veo que ahora es a mí a quien pretende insultar -respondió el médico con una calma impropia de su carácter-. Haga usted lo que le venga en gana. Yo ya le he dicho lo que le tenía que decir. Si quiere hacerme caso, cuídese o, mejor aún, sométase a un reconocimiento cabal cuanto antes. Buenas noches.

Sin aguardar respuesta, el doctor Pimpom giró sobre sus talones, dio unos pasos en dirección opuesta al hotel y fue tragado por la niebla antes de que Fábregas acertase a reaccionar. Arrepentido de la injuria que acababa de cometer y que sabía motivada por razones ajenas a la ética profesional del médico, de cuya rectitud no tenía fundamento alguno para dudar, pensó primero en darle alcance y pedirle disculpas, pero pronto comprendió que tal cosa ya no era posible en las circunstancias atmosféricas imperantes. Avergonzado de su impetuosidad, volvió a subir los peldaños del hotel, empujó la puerta giratoria, que el portero nocturno había abandonado discretamente para no verse involucrado en el altercado que presintió fraguarse ante sus ojos, y entró en elhall. Allí el portero nocturno, que le aguardaba detrás del mostrador, le tendió con una mano la llave de su habitación y con la otra un papel doblado.

– Una señorita ha venido esta tarde o, para ser exactos, vino en la tarde del día de ayer, y dejó este mensaje para el señor -dijo.

Era un hombre joven, afectado de gestos y muy redicho; una obesidad incipiente restaba todo atractivo a sus facciones correctísimas, y una expresión de necedad ufana, a sus ojos.

– ¿Una señorita? -preguntó Fábregas desconcertado.

– La de costumbre -dijo el portero; y enrojeciendo añadió para corregir lo que consideró una falta de respeto-; quiero decir la que el señor usa habitualmente.

– No es posible -replicó Fábregas-. ¿A qué hora estuvo aquí?

– No puedo informar al señor de preciso, por no haber estado yo de servicio durante esas horas -respondió el portero nocturno-, pero al relevar a mi compañero del turno anterior, éste me dijo, por si el señor lo preguntaba, que la señorita había venido varias veces en el curso de la tarde a preguntar por el señor, hasta que finalmente hubo de desistir de sus propósitos de verle y que fue entonces cuando dejó este mensaje.

– Ah -exclamó Fábregas tomando la llave y el mensaje de manos del portero nocturno y encaminándose hacia el ascensor sin despedirse siquiera de aquél-, entonces…

Al entrar en su habitación se echó vestido en la cama y se quedó mirando el techo estupefacto, sin fuerzas físicas ni morales para leer el contenido del papel que le acababa de entregar el portero nocturno.

– Entonces era cierto -iba repitiendo a media voz, como si tratara de desenmarañar para un presunto oyente la madeja de acontecimientos fortuitos y malentendidos que habían configurado su situación actual-. Realmente ella no pasó la tarde con el doctor Pimpom, al que en efecto encontró en la puerta del palacio cuando ambos regresaban a él de sus respectivos menesteres; antes bien, suponiendo que mi visita al palacio sería breve, habiéndole yo dicho que deseaba verla una vez concluida aquélla y no habiendo concretado lugar ni hora de la cita, vino a buscarme al hotel, a donde pensó que yo habría vuelto. Y yo, dándomelas de avispado, la herí de una forma repulsiva. ¡Qué bochorno! Yo la amo con locura y ella evidentemente no siente lo mismo por mí; sin embargo, desde que nos conocemos, sólo he recibido de ella muestras de afecto y constancia, mientras que yo, en cambio, no he dejado de maltratarla un solo instante. ¡Malditas sean mi arrogancia y mi ruindad!

XV

Para no caer en la desesperación a la que se veía predestinado en breve, decidió emplear el resto de la noche a pasar revista a los sucesos del día, en la confianza de que éstos ofrecieran a sus ojos una brecha por la que introducir, al menos, un conato de explicación y disculpa; pero esta revisión minuciosa y repetitiva no trajo a su ánimo ninguna esperanza. Finalmente decidió dar el asunto por perdido. Después de todo, se dijo, las cosas estaban sentenciadas a este final. El pensar así le produjo una sensación transitoria de alivio, animado por la cual encendió todas las luces de la habitación, abrió de par en par los armarios y cajones y se puso a hacer el equipaje con tal entusiasmo que los huéspedes de las habitaciones contiguas, despertados bruscamente por la jarana, se pusieron a golpear los tabiques que las separaban de la suya y a dar voces de protesta. Esta llamada al orden le hizo ver de pronto lo absurdo de sus actividades, en las cuales cesó al punto. Luego, sin molestarse en recoger las prendas y artículos que había esparcido por los muebles y el suelo ni en cerrar los armarios y cajones, apagó las luces, se tendió de nuevo en la cama y permaneció allí un rato hasta que le subió del pecho a la garganta un sollozo tan grande que por unos instantes creyó que iba a ser asfixiado por la pena. Luego se fue recuperando poco a poco hasta alcanzar un estado de insensibilidad completa; ni siquiera notaba el contacto de la colcha con su cuerpo. Parece que esté flotando, pensó entonces, ingrávido como aquellos astronautas que antiguamente aparecían en los reportajes cinematográficos. Ahora le enternecía el recuerdo de aquellas escenas rodadas sabe Dios por quién en el interior de unas naves angostas y abarrotadas de tubos, volantes y manivelas y en las cuales solía verse un individuo en mallas hacer volatines lentamente en el aire mientras otro vestido de igual modo leía sentado con apacibilidad y soltura en el techo y un tercero, con la boca desmesuradamente abierta y gestos de cómica perplejidad, trataba en vano de comerse un flan que aparentemente dotado de voluntad propia, autonomía motriz y malicia, huía hacia arriba, como si todo aquello constituyera el objetivo principal de los viajes espaciales o, al menos, como si aquellos individuos, sin duda osados, poseedores de unos conocimientos científicos fuera de lo ordinario y serios a carta cabal, pero herederos de una época en la cual los inventos habían de tener siempre una faceta recreativa, no desdeñaran de vez en cuando hacer de payasos y malabaristas. Era su madre quien habitualmente le acompañaba los días de asueto a aquellas sesiones cinematográficas de las que nunca salía defraudado ni insatisfecho, como si hubieran sido concebidas con el fin exclusivo de colmar exactamente sus deseos y expectativas. Ahora, al recordar aquellos reportajes de actualidad que precedían la película y que él saboreaba doblemente, convencido de que, aun siendo interesantísimos, eran sólo el preámbulo de una película que lo sería todavía más, se preguntaba si esta felicidad o el recuerdo de ella no venía motivado en realidad por el recuerdo de su madre. Ahora, al menos, era así, no prodigándole muestras de cariño, sino quieta, silenciosa y con la mirada puesta en otra parte, pero a su lado, como habría deseado disponer de ella. Quizá por esta causa no había habido entonces para él nada comparable al cine ni lugar más maravilloso que una sala cinematográfica. Ahora ya no era así: ahora dejaba pasar meses e incluso más de un año sin entrar en una de ellas, y cuando lo hacía no era llevado por ningún interés específico, sino por matar confortablemente un par de horas; en tales ocasiones encontraba las salas desvencijadas, vacías, casi tétricas. Estas sesiones erráticas le dejaban luego una sensación amarga, como si hubiese estado haciéndose a sí mismo una estafa o una traición.

Divagaba alrededor de estas cosas cuando una idea súbita, como enviada por un agente externo, le retrajo al presente. ¡Cáspita!, se dijo. La confusión, la vergüenza y el descorazonamiento le habían hecho olvidar hasta entonces el mensaje que ella había entregado al recepcionista la tarde precedente y que ahora obraba en su poder por mediación del portero nocturno. Hasta ese momento había dado por supuesto que el mensaje había de limitarse a dejar constancia de sus intentos repetidos e infructuosos por encontrarle, pero nada le garantizaba que en efecto contuviera tal cosa y nada más. Incorporándose en la cama buscó a tientas el interruptor de la lámpara de sobremesa y, como el nerviosismo no le permitía encontrarlo en la oscuridad, acabó sacando del bolsillo interior de la chaqueta un cajita de cerillas y prendiendo una, a cuya luz endeble, habiendo encontrado y desdoblado el papel, leyó su contenido con tal ansia que al pronto no pudo extraer ninguna significación de sus palabras. Finalmente hubo de apagar la cerilla y encender otra, y serenado por esta operación mecánica, leyó lo siguiente:

«¿Dónde se ha metido? Llevo buscándole la tarde entera. ¿Me viene huyendo? Por favor, no haga tal cosa: le necesito urgentemente.»

Recobraba la cordura y con ayuda de una tercera cerilla, localizó el interruptor de la lámpara de sobremesa, la encendió y pudo leer varias veces el mensaje sin apremio, hasta que, considerando haber comprendido su alcance sin error ni incertidumbre, apagó la lámpara, se levantó y fue a la ventana, cuyas persianas abrió de par en par, con objeto de aspirar el aire de la noche. La bruma se había levantado y la luz de las farolas se reflejaba en el empedrado húmedo y en el agua quieta del canal. Ahora una capa neblinosa muy tenue cubría la ciudad como un toldo, a través del cual podía verse, muy apagado y lejano, el brillo de algunas estrellas. Mañana sin falta iré a buscarla, pensó; si me necesita, tal como dice, no hará falta ninguna excusa, pero yo se la daré igualmente. En aquel momento cruzó el cielo una estrella fugaz y su luz, mínima y breve, al penetrar en la niebla, fue retenida y agigantada por ésta de tal modo que durante un rato creyó estar viendo un cometa anónimo, cuyo resplandor se desparramaba por el cielo hasta el horizonte y hacía aparecer ante sus ojos la ciudad entera. Luego aquella luz se fue extinguiendo lentamente y la ciudad quedó bañada en plata hasta que cada edificio fue echando su sombra sobre el edificio contiguo y la oscuridad lo cubrió de nuevo todo. Aunque nunca había sido supersticioso, Fábregas creía que ciertas coincidencias o sucesos fortuitos brindaban a la imaginación un trasunto simple y claro del estado de ánimo de la persona que los contemplaba, de modo que ésta podía decir: ah, así es como me siento realmente en estos momentos. Reconfortado por esta interpretación del espectáculo que acababa de presenciar, cerró las persianas, volvió a la cama y se durmió.

Al despertar recordó aquel fenómeno insólito y se preguntó si no se habría producido únicamente en sus sueños. Acudió de nuevo a la ventana y abrió las persianas: aún no había amanecido. Contempló un instante entre dos luces la ciudad que unas horas antes había sido revelada a sus ojos por aquel resplandor venido especialmente para la ocasión del infinito. Ahora todo era igual, pero más sereno y sin misterio. La brisa del alba, que entraba por la ventana reemplazando el aire viciado de la habitación, hizo volar el mensaje desde la mesilla de noche a la alfombra. Fábregas lo recogió y lo leyó una vez más, temeroso de haber soñado también su contenido. Luego, tranquilizado a este respecto, se duchó, se vistió a toda prisa y bajó alhall, donde el portero nocturno se disponía a partir. Sin la casaca cubierta de pasamanería, que era distintivo del hotel, su aspecto era más ordinario que la noche anterior. Sus facciones acusaban también el cansancio de tantas horas pasadas entre vigilias, cabezadas y sobresaltos. Fábregas le preguntó si había visto aquella noche un cometa y el portero nocturno le contestó secamente que no. Después de la impresión producida en éste por el incidente ocurrido ante las escaleras del hotel, que Fábregas no había tenido el tacto de disipar con unas frases amables y una propina, el portero nocturno no parecía muy dispuesto a entablar conversación con él fuera de horas de servicio. Fábregas lo comprendió así y lo dejó marchar. Luego él mismo salió a la calle.

Загрузка...