Libro I

8 DE OCTUBRE DE 1849

Capítulo 1

Recuerdo el día en que todo empezó porque aguardaba impaciente la llegada de una carta importante. También porque era el día de mi compromiso con Hattie Blum. Y, desde luego, fue el día en que lo vi a él muerto.

Los Blum eran vecinos de mi familia. Hattie era la más joven y amable de de las que se consideraban las cuatro hermanas más guapas de Baltimore. Hattie y yo nos conocíamos desde la primera infancia, como a menudo se nos fue recordando en el transcurso de los años. Y cada vez que se nos decía cuánto tiempo hacía que nos conocíamos, yo interpretaba esas palabras como si dieran a entender significativamente «Así pues, a ver si acabáis conociéndoos aún mejor.»

A pesar de esa presión, que fácilmente pudo habernos separados, ya a los once años me convertí en un pequeño marido de mi compañera de juegos o, más bien, en un rendido pretendiente suyo. Nunca hice profesión explícita de mi amor por Hattie, pero me dediqué a hacerla feliz con pequeñeces mientras ella me entretenía con su conversación. Su voz, que comunicaba algo parecido a una sensación de calma, me sonaba como un arrullo, incluso cuando éramos ya unos jóvenes adultos.

En sociedad, mi carácter es notablemente tranquilo y apacible, hasta el punto de que a menudo, y en cualquier momento, me preguntaban si acababa de despertarme. Pero en una compañía más tranquila tenía el hábito opuesto de volverme irresponsablemente locuaz e incluso prolijo en mi charla. Por esta razón saboreaba las divagaciones de la animada conversación de Hattie. Creo que yo dependía de ellas. No necesitaba atraer la atención hacia mí cuando estaba con ella; me sentía feliz y modesto y, por encima de todo, cómodo.

Ahora debería señalar, aunque me resisto a ello, que yo ignoraba que iba a pedirla en matrimonio la tarde en que empieza esta narración. Iba camino de la oficina de correos, procedente de nuestro bufete de abogados, cuando me crucé con una mujer de la buena sociedad de Baltimore, la señora Blum, tía de Hattie. Se apresuró a señalar que ir en busca del correo debía ser función de uno de mis pasantes de menos categoría y menos ocupados.

– ¡Es usted muy especial, Quentin Clark! -dijo la señora Blum-. ¡Recorre las calles cuando trabaja, y cuando no trabaja pone una cara como si estuviera trabajando!

Era una genuina baltimorense, de las que no toleran a un hombre sin unos adecuados intereses comerciales, como no tolerarían a una muchacha que no fuera hermosa.

Esto era Baltimore, igual con buen tiempo que en un día como aquél, bajo una capa de niebla: un lugar dominado por el ladrillo rojo, donde las idas y venidas de la gente por las bien pavimentadas calles y por las escaleras de mármol eran apresuradas y bulliciosas, pero sin alegría. No abundaba mucho esa última en nuestra emprendedora ciudad, donde las grandes casas se elevaban por encima de un atestado puerto comercial en la bahía. El café y el azúcar llegaban a él desde Sudamérica y las islas de las Indias occidentales en grandes clípers, y los barriles de ostras y de harina para uso doméstico salían por las múltiples vías férreas que se dirigían, gracias al vapor, a Filadelfia y Washington. Por entonces nadie tenía aspecto de pobre en Baltimore, ni siquiera quienes lo eran, y el toldo de cada comercio parecía corresponder a un establecimiento de daguerrotipos dispuesto a captar aquel escenario para la posteridad.

En aquella ocasión, la señora Blum sonrió y me tomó del brazo mientras caminábamos por la calle.

– Bien, al menos todo está perfectamente dispuesto para esta noche.

– Esta noche -repliqué, tratando de recordar a qué se refería.

Peter Stuart, mi socio en el bufete de abogados, había mencionado una cena en casa de una amistad común. Yo había estado pensando tanto en la carta que esperaba y que me disponía a recoger, que me había olvidado por completo de la cita.

– ¡Esta noche, claro, señora Blum! Ya lo había previsto.

– ¿Sabe usted -continuó-, sabe usted, señor Clark, que ayer, sin ir más lejos, oí hablar de nuestra querida señorita Hattie en la calle del Mercado? -Aquella generación de baltimorenses seguía llamando por su antiguo nombre a la actual calle Baltimore-. ¡Sí, hablaban de la más encantadora belleza casadera de todo Baltimore!

– Podría afirmarse que es la más encantadora de todas, casadas o no.

– No es nada sensato, oh, no, de ninguna manera, que un hombre de veintisiete años permanezca soltero y… ¡no me interrumpa ahora, querido Quentin! Un joven como es debido no…

Tuve dificultad para oír lo que dijo luego a causa del creciente estrépito de dos carruajes detrás de nosotros. «Si es un coche de alquiler lo que se acerca -pensé para mí-, la montaré en él y ofreceré al cochero tarifa doble.» Pero cuando los carruajes nos adelantaron pude comprobar que se trataba de otra clase de vehículos: el que iba delante era un elegante y reluciente coche fúnebre. Los caballos iban con las cabezas gachas, como deferencia a su honrosa carga.

Nadie se volvió a mirar.

Dejando atrás a mi compañera de caminata con la promesa de verla en la reunión de aquella noche, me encontré cruzando la siguiente avenida, tomando un camino alejado de la oficina de correos. Una piara de cerdos pasó emitiendo gruñidos hoscos, y mi rodeo me llevó por la calle Greene y por Fayette, donde se encontraban detenidos el coche fúnebre y el carruaje de acompañamiento.

En un tranquilo camposanto, la ceremonia se inició y concluyó con idéntica precipitación. Observé con dificultad a través de la niebla las sombrías figuras de los asistentes. Parecía un sueño: siluetas borrosas y mi vaga sensación, como en una pesadilla, de que yo no debía estar allí. La oración del ministro sonaba amortiguada desde donde yo me encontraba, junto a la cancela. La reducida comitiva, supongo, no reclamaba mucho esfuerzo a su voz.

Se trataba del entierro más triste que había visto.

¿Era cosa del tiempo? No. ¿Los cuatro o cinco hombres asistentes, el mínimo necesario para levantar el féretro de un adulto? Quizá tampoco. La sensación de tristeza derivaba sobre todo de aquella manera brusca y ruda de dar fin a la ceremonia. Ni el entierro del más mísero de los indigentes que yo había presenciado hasta aquel día, ni los sepelios del pobre cementerio judío situado en las proximidades, habían exhibido nunca aquella indiferencia nada cristiana. No hubo ni una flor, ni una lágrima.

Luego desanduve el camino para reanudar mi itinerario original, sólo para encontrar que la oficina de correos había cerrado sus puertas. No pude saber si había una carta esperándome dentro o no, pero regresé a nuestro bufete tranquilizándome a mí mismo. No tardaría en saber más de él.

Aquella noche, en la reunión de sociedad, me encontré paseando y manteniendo una conversación privada con Hattie Blum a lo largo de los planteles de bayas que había junto a la casa, dormidos en aquella estación, pero bajo la sombra de recuerdos veraniegos de champán y fiestas de la fresa. Como siempre, yo podía hablar con comodidad con Hattie acerca de pensamientos que sólo ocasionalmente admitía ante mí mismo.

– Nuestra profesión es sumamente interesante en ocasiones -dije-. Pero creo que debería escoger los casos con otro criterio. En la antigua Roma, un abogado, ¿sabe?, nunca se comprometía a defender una causa a menos que supiera que era justa.

– Puede usted cambiar de oficio, Quentin. Después de todo, en la placa figuran su nombre y su función. Que ella esté más acorde con usted, en lugar de ser usted el que se adecué a ella.

– ¿Así lo cree, señorita Hattie?

Anochecía y Hattie había adoptado un aire discreto, algo que no era propio de ella, y temí que aquello significara que yo me había mostrado insufriblemente hablador. Examiné su expresión, pero no hallé indicios de lo que motivaba su comportamiento distante.

– Usted se ha reído de mí -dijo Hattie en tono ausente, y tan bajo que casi no pude oírla.

– ¿Señorita Hattie?

Levantó la vista, como excusándose.

– Sólo estaba pensando en cuando éramos niños. ¿Sabe que al principio pensé que era tonto?

– Vaya, gracias -comenté, riendo entre dientes.

– Mi padre se llevó a mi madre durante una de sus varias enfermedades, y usted vino a jugar cuando mi tía me estaba cuidando. Usted fue el único que supo hacerme sonreír hasta que mis padres regresaron, ¡porque siempre se estaba riendo de las cosas más extrañas!

Dijo aquello con ternura, mientras se levantaba el borde de la larga falda para evitar el suelo embarrado.

Más tarde, cuando estábamos dentro, quitándonos el frío de la noche, Hattie habló tranquilamente con su tía, cuyo semblante se había vuelto rígido a medida que la noche avanzaba. La tía Blum preguntó qué habría que disponer para el cumpleaños de Hattie.

– Se me echa encima, supongo -dijo Hattie-. Apenas puedo pensar en ello, lo que es muy propio de mí, tía. Pero este año…

Sus últimas palabras sonaron como un susurro triste. Durante la cena apenas tocó la comida.

Aquello no me gustó nada. Me sentí otra vez como un niño de once años, un ansioso protector de una niña que va por la calle. Hattie era una presencia en la que había podido confiar toda mi vida, de modo que cualquier incomodidad por su parte me preocupaba. Tal vez un propósito egoísta me movía a poner remedio a aquella actitud, pero de todos modos yo deseaba de veras que ella fuera feliz.

Otros asistentes a la fiesta, como Peter, mi socio de bufete, se me unieron en el intento de levantar su espíritu, y yo estudié a cada uno de ellos con ojo vigilante por si alguno había sido responsable de la melancolía de Hattie Blum.

Algo estaba reprimiendo mi papel de animador suyo: el entierro que había presenciado. No puedo explicar adecuadamente por qué, pero aquello me había arrebatado por completo la paz. Traté de evocar de nuevo la escena. El acompañamiento consistía en sólo cuatro hombres. Uno, el más alto, permanecía en pie detrás, con la mirada perdida, como si fuera el más ansioso por hallarse en otra parte. Luego, cuando salieron a la calle, me fijé en sus bocas, contraídas pero inexpresivas. Los rostros me resultaban desconocidos, pero no los había olvidado. Sólo uno de aquellos hombres se demoró, avanzando como a disgusto, como si estuviera captando mis pensamientos. Su recuerdo me quemaba y me barrenaba el cerebro; una imagen que parecía dar a entender una terrible pérdida, pero sin honor. En una palabra, aquello era un error.

Bajo esta vaga nube de distracción, mis esfuerzos se agotaron sin rescatar el ánimo de Hattie. Tan sólo pude inclinarme y expresar mis rendidas excusas junto con los demás invitados cuando Hattie y su tía Blum se contaron entre las primeras personas en abandonar la velada con cena. Me sentí complacido cuando Peter me sugirió abandonar también la reunión.

– Y bien, Quentin. ¿Qué te ha pasado? -preguntó Peter con brusquedad.

Compartíamos un carruaje alquilado que nos conducía de regreso a nuestras respectivas casas. Pensé hablarle del triste entierro, pero Peter no hubiera comprendido por qué aquello ocupaba mi mente. Ni yo mismo lo comprendía bien. Luego me di cuenta, por la gravedad de su expresión, de que se refería a algo completamente distinto.

– Peter, ¿qué quieres decir?

– Al final ¿decidiste no proponer en matrimonio a Hattie Blum?-preguntó, emitiendo un ruidoso resoplido.

– ¿Proponerle? ¿Yo?

– Dentro de unas semanas va a cumplir veintitrés años -continuó Peter-. ¡Hoy día, para una chica de Baltimore eso equivale, en la práctica, a ser una solterona! ¿Es que no quieres a ese encanto de chica ni siquiera un poco?

– ¿Quién podría no querer a Hattie Blum, si es un dechado de perfecciones…? Pero espera, Peter. ¿De dónde has sacado que íbamos a comprometernos esta noche? ¿Acaso yo he sugerido que ése era mi propósito?

– ¿Y lo he sugerido yo? ¿No sabes tan bien como yo que hoy es el aniversario del compromiso de tus padres. ¿Es que no se te ha ocurrido ni una sola vez esta noche?

Efectivamente, ni se me había ocurrido, pero me costaba entender la extraña suposición de Peter. Me explicó que la tía Blum estaba convencida de que yo iba a aprovechar la oportunidad de aquella fiesta para hacer mi proposición, y creía que yo había dado indicios aquella misma mañana, por lo que informó a Peter y a Hattie de tal posibilidad. Yo no me había dado por enterado, y ésa era la causa principal de tal misteriosa contrariedad de Hattie durante mi ramplona divagación mental. ¡Me había comportado como un miserable!

– ¿Cuándo se hubiera podido presentar una oportunidad más adecuada que esta noche? -prosiguió Peter-. ¡Un aniversario tan importante para ti! ¿Cuándo? Está más claro que el sol de mediodía.

– No había caído… -balbucí, basculando entre el desafío y la turbación.

– ¿Cómo no supiste ver que te estaba esperando, que era el momento de encarar tu futuro? ¿En qué estabas pensando, Quentin Clark? Bien, ya estás en tu casa. Te deseo que duermas bien. ¡La pobre Hattie es probable que esté llorando ahora mismo sobre su almohada!

– Nunca hubiera querido entristecerla -dije-. Tan sólo hubiera querido saber lo que parecían esperar de mí los demás.

Peter, ceñudo, se manifestó de acuerdo con un gruñido, como si yo finalmente hubiera reconocido el fracaso general de mi vida.

¡Desde luego que le propondría matrimonio y desde luego que nos casaríamos! La presencia de Hattie en mi vida había sido mi fortuna. Yo resplandecía siempre que la veía, y más aún cuando estaba alejado de ella y pensaba en ella. Se habían producido tan pocos cambios desde que la conocía que me parecía necio necesitar ahora una proposición.

«¿En qué estás pensando?», parecía preguntar Peter frunciendo el ceño, mientras yo cerraba la portezuela del carruaje y le daba las buenas noches.

– Esta mañana hubo un entierro -dije, decidido a tratar de redimirme con alguna explicación-. ¿Sabes? Lo vi pasar y supongo que me turbó por alguna razón que no…

Pero no, aún no podía encontrar las palabras adecuadas para a expresar el efecto que aquello me había causado.

– ¡Un entierro! ¡El entierro de un extraño! -exclamó Peter-. Pero ¿qué diablo tiene eso que ver contigo?


Todo, pero eso yo no lo sabía por entonces. A la mañana siguiente me puse el batín y abrí el periódico para distraerme de las ansiedades provocadas por los acontecimientos de la noche anterior. Aunque hubiera estado prevenido, no habría sido capaz de contener mi propia alarma ante lo que vi y que me hizo olvidar todas mis inquietudes. Lo que captó mi atención al instante fue un pequeño titular en una de las páginas interiores. Fallecimiento de Edgar A. Poe.

Aparté el periódico, pero luego volví a tomarlo y lo ojeé para leer algo más. Luego releí una y otra vez aquel titular: Fallecimiento de Edgar A. Poe.

…el distinguido poeta, erudito y critico americano, a los treinta y ocho años de edad.

¡No! Creía que treinta y nueve, pero por su aspecto era como si hubiese centuplicado esa edad… Nacido en esta ciudad. ¡Otra vez no! (Todo aquello era muy discutible, aun antes de que yo supiera más del personaje.)

Entonces me fijé… en estas cuatro palabras.

Falleció en esta ciudad.

¿Esta ciudad? Aquello no era una noticia telegrafiada. Había ocurrido en Baltimore. La muerte en nuestra propia ciudad, y probablemente también el entierro. ¡Alto! Podría ser aquel mismo entierro en Greene y Fayette… ¡No! ¿Aquel ínfimo entierro, aquella ceremonia sin ceremonial, aquella inhumación en el minúsculo cementerio?

Aquel mismo día, más tarde, en el bufete, Peter aún me estaba sermoneando sobre Hattie, pero yo difícilmente podía discutir con él, absorbido como estaba por aquella noticia. Pedí confirmación al guarda del cementerio. «Pobre Poe -dijo-, sí.» Poe había muerto. Cuando corrí hacia la oficina de correos para preguntar si había llegado alguna carta, mi mente daba vueltas en torno a lo que yo, sin saberlo, había presenciado el día anterior.

Aquel formalismo frío. ¿Aquélla había sido la despedida de Baltimore al salvador literario de nuestra nación, a mi autor favorito, a mí (tal vez) amigo? Apenas pude contener el creciente sentimiento de ira dentro de mí; una ira que bloqueaba todo cuanto pudiera dirigir sensatamente mis pensamientos. Considerando retrospectivamente todo el asunto, sé que nunca quise herir a Hattie con la conmoción que aquella tarde se arrastraba por mi mente. Sí, era mi autor favorito el que había muerto cerca de mí, pero sentí mucho más que eso; algo más grande e inevitable. Quizá no puedo describir adecuadamente en dos palabras por que aquello fue tan devastador para un hombre con juventud y vigor, con perspectivas románticas y profesionales envidiables para cualquiera en Baltimore.

Quizá fue aquel episodio. Aunque inconscientemente, yo fui uno de los últimos en presenciarlo. O entre todos los demás que pasaban por allí a toda prisa, fui el último en percibir la tierra indiferente golpeando su ataúd, como sobre los de tantos cadáveres sin nombre en el mundo.

Tenía por cliente a un hombre muerto y el Día del Juicio como la fecha para la vista de la causa.

Unas semanas después de iniciar mis fatídicas pesquisas, Peter adoptó un tono sardónico. Mi socio de bufete no era lo bastante ingenioso como para mostrarse sardónico más de tres o cuatro veces en su vida, de modo que pueden imaginar la agitación que había tras sus palabras. Peter era unos pocos años mayor que yo, pero suspiraba como un anciano, especialmente ante la mención de Edgard Allan Poe.

Siendo yo adolescente, dos hechos en mi vida quedaron fijados como un destino: mi admiración por las obras literarias de Edgard Allan Poe y, como ya han oído ustedes, mi devota adhesión a la hermosa Hattie Blum.

De muchacho, Peter se refería a Hattie y a mí como si ya estuviéramos casados, y con el criterio que tendría un hombre de negocios. Debido a su talante juicioso, aquel adolescente actuaba como si fuera mayor que sus coetáneos, e incluso que muchos padres. Cuando falleció su propio padre, mis progenitores acudieron en ayuda de la señora Stuart, la viuda, que había quedado casi desamparado a causa de las deudas, y mi padre consideró a Peter como otro hijo. Peter se mostró tan agradecido por haber sido rescatado de su lastimosa situación que adoptó cumplida y sinceramente todas las opiniones de mi padre acerca de los asuntos de este mundo, en mucha mayor medida que yo, al parecer. Desde luego se hubiera dicho que aquel extraño era el verdadero Clark, mientras que yo era un aspirante de segunda fila a llevar el nombre de la familia.

Peter compartía incluso el desagrado de mi padre hacia mis preferencias literarias. Aquel Edgar Poe, como él y mi padre tendían a decir, aquel Poe que ustedes leen con tanto interés, es peculiar más allá del gusto de cada cual. Leerlo como alivio del ennui era sólo un placer poco respetable, no más útil que echar una cabezada a media tarde. La literatura debía fortalecer el corazón, ¡y aquellas fantasías lo debilitaban!

Al principio, yo no estaba en desacuerdo. Acababa de salir de la niñez cuando tuve conocimiento de «William Wilson», un relato de Poe publicado en el Gentlemarís Magazine. Confieso que no saqué mucho provecho de él. No pude encontrar el principio ni el final, y no fui capaz de distinguir qué partes presentan razón y cuáles locura. Era como sostener una página frente a un espejo y tratar de leerla bizqueando. Mi acervo de lecturas por esa época, recuerdo, se limitaba a autores de revistas, apasionados e ingenuos, como Stephens y Embury. En las revistas no se buscaba a los genios, y yo no advertí mucho genio en el señor Poe.

Pero yo no era más que un muchacho. Mi juicio se transformó por un relato peculiar de Poe, titulado «Los crímenes de la calle Morgue». El héroe de otra historia es C. Auguste Dupin, un joven francés que desentraña con ingenio la verdad que hay detrás de los sorprendentes degüellos de dos mujeres. El cadáver de la joven es hallado en una casa de París, metida cabeza abajo en la chimenea. En cuanto a su madre, le han cortado el cuello de tal modo, que cuando la policía trata de levantar el cuerpo, la cabeza se desprende. A primera vista había objetos valiosos en las habitaciones, pero el perturbado intruso los había dejado intactos. La singularidad del crimen sumió en la más completa confusión a la policía de París, a la prensa y a los testigos; en suma, a todo el mundo. A todo el mundo excepto a C. Auguste Dupin.

Dupin comprendió.

Comprendió que la naturaleza sorprendente de las muertes era lo que las hacía fáciles de resolver, pues las diferenciaba en seguida de la confusa turbulencia de los delitos de todos los días. A la policía y a la prensa les parecía que los asesinatos no podía haberlos perpetrado ninguna persona por un motivo racional, porque no hubo tal persona. El razonamiento de Dupin siguió un método que Poe llamó raciocinación: el empleo de la imaginación para llevar a cabo un análisis, y el análisis para alcanzar las alturas de la imaginación. Mediante este método, Dupin mostró cómo un extraño orangután, al que el mal trato había provocado un insólito ataque de rabia, había escapado de su dueño y cometido aquellas horribles atrocidades.

Una persona corriente hubiera considerado los detalles imposibles, desmesurados y desprovistos de sentido. Pero en el preciso momento en que el lector expresa su incredulidad ante el curso de los acontecimientos, cada dificultad queda superada por una inacabable cadena de razonamientos. Poe despertó la curiosidad al forzar lo posible hasta su último extremo, y eso cautivaba el alma, listos. Estos relatos donde se aplicaba la técnica de la raciocinación (con secuelas en posteriores casos de Dupin) se convirtieron en los más populares de Poe entre muchos lectores, pero en mi opinión por razones equivocadas. Estos lectores expectantes disfrutaban viendo resuelto un rompecabezas, pero su importancia radicaba en un nivel más elevado. Mi objetivo último es sólo la verdad, dijo Dupin a su ayudante. Comprendí, a través de Dupin, que la verdad era también el objeto único de Edgar A. Poe, y que precisamente esto era lo que a tantos atemorizaba y confundía a propósito de Poe. El genuino misterio no era el acertijo concreto que la mente se esfuerza por desentrañar: la mente del hombre, ése era el verdadero y perenne misterio del relato.

Y yo encontré algo nuevo para mí como lector: el reconocimiento. Poe era la independencia desafiando el control, y yo no podía dejar de leerlo. De pronto me sentí menos solo en el mundo. Quizá por eso la muerte de Poe, que a otro lector pudiera haberle preocupado un día o dos, habitaba ahora en mis pensamientos de una manera casi imposible de arrancar.

A mi padre le gustaba decir que la verdad residía en los honrados caballeros profesionales del mundo, no en los monstruosos relatos y en las historias engañosas de algún escritor de revistas. Me dijo que la mayoría de los hombres de los ejércitos del mundo, incluido él mismo, eran requeridos para desempeñar las obligaciones que la vida imponía, y aquí Industria y Empresa eran más necesarias que un Genio brillante, el cual se dejaba llevar demasiado por la torpeza de los hombres como para permitirles alcanzar verdadero éxito. Su negocio eran los embalajes, pero él daba por sentado que en ese ramo reinaba la falta de escrúpulos, y que un joven debía ser abogado, un negoció completo en sí mismo, como decía admirativamente. Peter se entusiasmó con el plan, puesto que era una iniciativa precursora, como si nos embarcáramos en el primer barco hacia California ante súbitos rumores de hallazgo de oro.

Tras obtener el título, Peter se colocó de pasante en un bufete de cierto prestigio, y mientras estuvo allí alcanzó notoriedad por su compilación de una concienzuda obra, índice de las leyes de Maryland de 1834 a 1843. Mi padre se apresuró a financiarle su propio bufete, y quedó claro que yo debía estudiar y trabajar a las órdenes de mi amigo. Era un plan demasiado razonable para oponerle objeciones, y ni una sola vez pensé en hacerlo… al menos que ahora recuerde.

Eres afortunado -me escribió Peter cuando todavía estaba yo en la universidad-. Tendrás un buen bufete aquí, conmigo y bajo los auspicios de tu padre, y te casarás con Hattie en cuanto lo desees. Todas las jóvenes hermosas y de buena posición de la calle Baltimore te sonríen al pasar. Si yo estuviera en tu lugar, si tuviera una cara la mitad de atractiva que la tuya, Quentin Clark, ¡sabría muy bien qué hacer con el desahogo y el lujo de esta sociedad!

En el otoño de 1849, en que ustedes trabaron conocimiento conmigo unas páginas más atrás, estaba tan afianzado profesionalmente que ni me daba cuenta de ello. Peter Stuart y yo formábamos una excelente asociación. Mis padres habían muerto para entonces, como consecuencia de un accidente cuando viajaban en un carruaje en Brasil, adonde habían acudido para resolver asuntos del negocio de mi padre. La vida que yo me había organizado en su ausencia transcurría en medio de todo aquello: Hattie, Peter, los escogidos clientes que aparecían a diario en nuestras oficinas y mi mansión familiar a la sombra de viejos álamos, conocida como Glen Eliza, en honor al nombre de mi madre, Elizabeth. Todo eso marchaba satisfactoriamente, como movido por alguna maquinaria automática, silenciosa e ingeniosa. Hasta la muerte de Poe.

Por aquellos días yo tenía la debilidad, propia de un joven, de desear que los demás comprendieran todo cuanto me concernía; era la necesidad de hacer entender a los demás. Pensaba que lo conseguiría. Aún recuerdo la primera vez que le dije a Peter que deberíamos ocuparnos de proteger a Edgard A. Poe, creyendo, irracionalmente, que consideraría que se trataba de un asunto importante. Contando con la buena disposición que yo atribuía a Peter, fui a transmitir buenas noticias al señor Poe.

Mi primera carta a Edgar Poe, el 16 de marzo de 1845, trataba de una pregunta que me hice mientras leía «El cuervo», entonces un poema recién publicado y que dio lugar a algún comentario. Los versos finales dejan al cuervo posado sobre un busto de Palas «encima de la puerta de mi habitación». En estos últimos versos, la traviesa y misteriosa ave continúa obsesionando al joven del poema quizá para toda la eternidad:

Y sus ojos guardan todo el parecido con un demonio con el que sueña, y la luz de la lámpara que alumbra sobre él proyecta su sombra en el suelo; y mi alma, de esa sombra que yace flotando en el suelo, no se levantará ¡nunca jamás!

Si el cuervo se posa encima de la puerta de la habitación, ¿qué luz de qué lámpara podía estar tras él, de tal manera que proyectara su sombra en el suelo? Con la impetuosidad de la juventud, escribí a Poe solicitándole una respuesta, pues yo deseaba captar cada pliegue y cada rincón del poema. Junto con la pregunta, incluí en la misma carta al señor Poe el importe de una suscripción a una nueva revista titulada The Broadway Journal, que por entonces editaba el escritor, a fin de asegurarme de que vería todo cuanto saliera de su pluma.

Después de meses sin recibir respuesta, y sin un solo numero de The Broadway Journal, escribí de nuevo al señor Poe. Como el silencio persistía, dirigí una reclamación a un socio de la revista en Nueva York, e insistí en que se me devolviera el dinero de la suscripción. Un día, recibí mis tres dólares junto con una carta.

Firmada por Edgar A. Poe.

¡Qué sorprendente y edificante que aquel visionario eminente se aviniera a dirigirse personalmente a un simple lector de veintidós años! Incluso explicaba el pequeño misterio relativo a la sombra del cuervo. «Mi idea era el brazo del candelabro lijado a la pared, mucho más arriba de la puerta y del busto, como a menudo puede verse en los palacios ingleses, e incluso en algunas de las mejores casas de Nueva York.»

¡La verdadera naturaleza de las sombras del cuervo reveladas y explicadas para mí! Poe también me agradecía mis opiniones y me animaba a enviarle más. Aclaraba que sus socios financieros en el The Broadway Journal, donde había estado trabajando, habían forzado su interrupción, colocándole a él en el dilema de que asumiera el pleno control, lo que suponía otra derrota en la lucha entre dinero y literatura. Él siempre consideró la revista como un simple complemento temporal de otros proyectos. Un día, decía, podríamos conocernos personalmente, él me confiaría sus planes literarios y solicitaría mi consejo como hombre de leyes. «Soy terriblemente ignorante -afirmaba- en materia legal.»

Entre 1845 y su muerte en octubre de 1849 escribí nueve cartas a Poe. Como contestación recibí cuatro notas corteses y sinceras de su puño y letra.

Sus comentarios más vigorosos los reservaba para sus ambiciones respecto a la revista que se proponía lanzar, The Stylus. Poe había pasado años editando revistas ajenas. Decía que su revista por fin permitiría a los hombres de genio triunfar sobre los hombres de talento; hombres que podían sentir, en lugar de hombres que podían pensar. No alabaría a ningún autor que no lo mereciera y publicaría toda la literatura en la que se unieran claridad y, lo que era más importante, verdad, una verdad no por sí misma, sino por lo novedoso de ser tal verdad. Llevaba muchos años esperando lanzar su propia revista. El verano anterior a su muerte me escribió que si la espera hasta el Día del Juicio incrementaba sus posibilidades de éxito, ¡aguardaría! Pero, añadía, esperaba sacar el primer número el próximo mes de enero.

Poe se refería con emoción a su viaje a Richmond para conseguir financiación y apoyo, y comentaba que si todo salía como esperaba, su éxito final era seguro. Necesitaba obtener fondos y suscripciones. Pero continuaba siendo señalado por los rumores de la llamada prensa profesional, que le atribuía hábitos irregulares e inmorales, insania mental, inadecuadas frivolidades románticas y excesos generalizados. Los enemigos, decía, siempre estaban dispuestos a saltar sobre él por publicar críticas honradas de sus escritos, y por haber tenido el coraje de señalar la absoluta de originalidad de ciertos autores consagrados como Longlellow y Lowell. Temía que la animosidad de unos hombrecillos malograra sus esfuerzos, presentándolo como un beodo, un borracho indigno que no merecía tener ninguna influencia pública.

Eso es lo que me dijo cuando le pregunté. Le pregunte abiertamente, quizá demasiado. ¿Eran ciertas esas acusaciones que yo había estado escuchando durante años? ¿Era él, Edgar A. Poe, un borracho que se había entregado a los excesos?

Su respuesta me hizo sentir que de algún modo yo podía conocer a Poe, conocer su mente y su corazón. Me escribió la respuesta sin el más leve aire ofendido ni conciencia alguna de superioridad. Me aseguraba, a mí, un desconocido y un presuntuoso, que era totalmente abstemio. Muchos lectores podrían cuestionar mi competencia para juzgar su veracidad, pero mi instinto me dictaba de manera inequívoca que las palabras de aquel hombre eran ciertas. En mi siguiente carta, le respondí que confiaba sin reservas en su palabra. Entonces, cuando ya me disponía a sellar mi respuesta, decidí ofrecerle algo mejor que aquello.

Ésta era mi oferta: perseguiría legalmente a cualquier falso acusador que se propusiera malograr sus esfuerzos para lanzar The Stylus. Con anterioridad habíamos representado los intereses de algunas publicaciones locales, lo que me aportó la experiencia adecuada. Haría mi trabajo para evitar que alguien pisoteara al genio, lista sería mi obligación, como la suya era asombrar al mundo de vez, en cuando.

«Gracias por su promesa acerca de The Stylus- escribió Poe en su carta de contestación, que yo leí orgulloso-. Si puede ¿Me ayudará? No puedo ser más explícito. Dependo implícitamente de usted.»

Fue poco antes de que Poe iniciara su gira de conferencias en Richmond. Animado por esa respuesta a mi oferta, volví a escribir vertiendo innumerables preguntas sobre su Stylus y acerca de dónde pensaba sacar el dinero. Esperé que me contestara mientras estaba de gira, y por eso visitaba la oficina de correos. Cuando el trabajo consumía mi tiempo, comprobaba las listas de cartas a la espera de ser recogidas, que regularmente el jefe de correos insertaba en los periódicos.

Había estado leyendo más que nunca la obra de Poe, en particular tras la pérdida de mis padres. Algunos consideraban de mal gusto que me dedicara a leer una literatura que con frecuencia tocaba el tema de la muerte. Pero si bien en Poe la muerte no es un asunto agradable, tampoco está prohibido. Ni constituye una fijación. La muerte es una experiencia a la que puede darse forma con la vida. La teología nos dice que los espíritus viven más allá del cuerpo, y Poe así lo cree.

Peter, desde luego, ya había rechazado explícitamente la idea de que nuestro bufete hiciera suya la causa de The Stylus.

– ¡Antes me dejaría cortar la mano que malgastar tiempo aburriéndome con revistas de maldita narrativa! Antes me tiraría debajo de un ómnibus que…

Ya pueden ustedes hacerse una idea de lo que pretendía decir.

Probablemente ustedes habrán adivinado que la verdadera razón de que Peter me pusiera tales objeciones se debía a que yo no podía responder a sus preguntas acerca de una minuta. En los periódicos se informaba regularmente de que Poe no tenía un centavo y era un muerto de hambre. ¿Por qué hacernos cargo nosotros de lo que otros no querrían?, argumentaba Peter sensatamente. Yo señalé que la fuente de nuestros cobros era obvia: la nueva revista. ¡Tenía el éxito garantizado!

Lo que yo quería decirle también a Peter era: «¿No has sentido alguna vez que estás convirtiéndote en un ser vulgar por efecto de la rutina forense? Olvida las minutas. ¿No te gustaría proteger algo que sabes que es grande y que los demás tratan de profanar? ¿No te gustaría contribuir a cambiar algo, aunque eso significara cambiar tú mismo?» Esta argumentación no hubiera surtido el menor efecto en Peter. Y cuando Poe murió, Peter se sintió satisfecho de que el asunto hubiera terminado.

Pero yo no lo estaba; en el fondo, no. Cuando leía en los periódicos el panegírico de Poe con las mismas voces acerbas que lo ofendieron, mi deseo de proteger su nombre no hizo sino aumentar. Algo tenía que hacerse, y más aún que antes. Cuando vivía, al menos podía hablar para defenderse. Lo que más hondamente me indignaba era que aquellos quisquillosos gusanos de estiércol que no sólo embellecían los hechos negativos concernientes a la vida de Poe, sino que se arremolinaban en torno al escenario de su muerte como mosquitas hambrientas. Ésa era la prueba última, el símbolo máximo según su lógica- de una existencia dominada por una moral frágil, el final de Poe, por miserable y degradado, servía para confirmar la oscuridad de su vida y las imperfecciones de su producción literaria, proclive a lo morboso. Querían una lección y una advertencia, y ahora las habían encontrado. Pensad en el miserable fin de Poe, graznaba un periódico.

¡Pensad en su miserable fin!

¿No pensáis en su genio sin precedentes? ¿En su maestría literaria? ¿En cómo, en ocasiones, prendió una chispa de vida en sus lectores cuando éstos no sentían ninguna? ¡Pensad ahora en arrojar de un puntapié un cuerpo sin vida a una fosa, y en golpear la frente fría de un cadáver.

Id a visitar esa tumba en Baltimore (aconsejaba el mismo periódico) y percibid en el aire en torno a ella la pavorosa advertencia que nos transmite la vida de este hombre.

El día que leí eso, manifesté que era preciso hacer algo. Peter se echó a reír.

– No puedes entablar un proceso; ¡el hombre está ahora bajo tierra! -dijo Peter-. ¡No tendrás cliente! Déjalo descansar y descansemos nosotros.

Peter se puso a silbar. Siempre que se sentía desdichado, tenía la costumbre de silbar una tonada popular, incluso en medio de una conversación.

– Estoy cansado de que me contraten por poco dinero para decir o hacer algo distinto de lo que creo, Peter. Yo me comprometí a representar sus intereses. Una promesa, querido amigo, y no me digas que eso debería terminar cuando alguien muere…

– Probablemente hubiera aceptado tu ayuda sólo para evitar que lo siguieras fastidiando con el asunto. -Peter advirtió que sus palabras me molestaban, e insistió sobre el tema en un tono más afable pero más afilado-, ¿Es eso posible, amigo mío?

Pensé en algo que Poe había dicho en una de sus cartas en relación con The Slyhis: Es el magno proyecto de mi vida, escribió. A menos que muera, lo llevaré a cabo. Poe insistía en la misma carta en que yo dejara de pagar el franqueo de respuesta en nuestra correspondencia. Firmaba así la carta: «Su amigo.»

Y por eso yo le escribí a él las mismas palabras: las dos mismas sencillas palabras, puestas con tinta y firmadas con mi nombre debajo, como si formulara un juramento. ¿Quién hubiera podido decir que yo no iba a cumplirlo?

– No -dije, respondiendo a la pregunta de Peter-. Él sabía que yo lo habría defendido.

Capítulo 2

La amenaza llegó un lunes por la tarde. No hubo armas de duelo, ni dagas, ni espadas, ni conatos de estrangulamiento (ni yo hubiera creído que iban dirigidos a mí). La enorme sorpresa de aquel día demostró ser más fuerte.

Mis visitas a las salas de lectura del ateneo de Baltimore se habían vuelto habituales. Cierto proceso a un prominente deudor, que comenzó por esa época, nos obligó a reunir diversos recortes de prensa para apoyar los argumentos de su defensa. En momentos de trabajo abrumador, Peter hubiera sido feliz instalando una yasija en nuestro despacho, sin permitir que entrara un rayo de luz, así que me encomendaba a mí la tarea de cubrir la escasa distancia hasta la sala de lectura para llevar a cabo las investigaciones. Allí también leí más acerca de Edgar Poe y de su muerte.

Un típico relato biográfico, que se había engrosado a medida que se extendían las noticias de la muerte, podía llevar el título de algunos de sus poemas («El cuervo» y, quizá, «Ulalume»); dónde había sido visto (en el hotel y taberna Ryan's, que aquel día de elecciones era también colegio electoral, en las calles High y Lombard), cuándo murió (7 de octubre, domingo, en una cama de hospital), etcétera. Entonces empezaron a aparecer más artículos relacionados con Poe en los más importantes medios de Nueva York, Richmond y Filadelfia, algo más dados al sensacionalismo. Yo encontré algunas de esas menciones en la sala de lectura. ¡Menciones! ¡Y vaya menciones!

Su vida fue un lamentable fracaso. Una mente dotada que dilapidó todo su potencial. Cuyos fantásticos y afectados poemas y narraciones extrañas estaban con frecuencia viciados por su fatal y miserable trayectoria vital. Vivió como un borracho. Murió como un borracho, como una deshonra, como un canalla que calculaba en sus escritos cómo la injuria podía pasar por ejemplo moral. Muchos no deberían olvidarlo (decía una publicación de Nueva York). No merecía ser recordado. He aquí una muestra:

Edgar Allan Poe ha muerto. No hemos conocido las circunstancias de su fallecimiento. Fue repentino y, dado que ocurrió en Baltimore, cabe suponer que se disponía a regresar a Nueva York. Esta noticia habrá consternado a muchos, pero pocos se afligirán por ella.

Yo no podía asistir indiferente a cómo pisoteaban el cadáver de un hombre que brindó a nuestro mundo una visión más amplia de la que nosotros podíamos captar. Quise apartar la mirada, pero al mismo tiempo me acometió la sed de saber qué habían escrito, aunque fuera injusto (o, dadas las peculiaridades de la mente humana, cuanto más necesitaba yo verlo, y cuanto más innoble era lo que veía, ¡más parecía que iba dirigido contra mí!).

Entonces llegó aquella tarde fría, lloviznosa, cuando el cielo de mediodía era igual al de las seis de la mañana o al de las seis de la tarde. Niebla por doquier. Golpeaba como dedos en la cara y punzaba en los ojos y hasta lo profundo de la garganta.

Iba de camino, de nuevo, hacia las salas de lectura del ateneo, cuando un hombre chocó conmigo. Era más o menos de mi estatura, y probablemente de la edad que por entonces hubiera tenido mi padre. La colisión con el desconocido no habría parecido deliberada y sí desprovista de importancia, dadas las malas condiciones de visibilidad, pero el hombre hubo de retorcer el brazo de una manera poco natural para adelantar el codo y darme con él en el brazo. No fue un golpe, sino un encontronazo leve, de pasada, realmente suave en su forma de producirse. Aparté los ojos con indiferencia y esperé escuchar alguna excusa.

En lugar de eso, me llegó una advertencia.

– No es prudente entrometerse en ciertos asuntos e ir propagando ruines mentiras, señor Clark.

Me fulminó con una mirada que perforó la densa atmósfera y, antes de que yo pudiera pensar, ya había desaparecido en la niebla. Me volví a mirar atrás, como si él se hubiera dirigido a algún otro.

No, dijo «Clark». Y yo era Quentin Hobson Clark, de veintisiete años, abogado que se ocupaba principalmente de casos de hipotecas y deudas; yo era ése, y acababa de ser amenazado.

No supe qué pensar, qué hacer. En mi confusión, se me había caído el cuaderno de notas, que permanecía abierto y desordenado en el suelo. En ese momento, mientras lo recuperaba antes de que fuera pisado por un tacón cubierto de barro, me di cuenta de hasta qué punto había estado investigando sobre Poe. El nombre de Poe estaba escrito prácticamente en cada página, en cada línea a la que se dirigiera la vista. Comprendí con súbita claridad lo que había querido decir el desconocido. Se refería a Poe.

Confieso que mi respuesta me asombró. Me quedé tranquilo y dueño de mí mismo, tan calmado que Peter me hubiera estrechado la mano, orgulloso; quiero decir si aquello hubiera estado relacionado con otro asunto. Yo nunca podría ser un abogado como Peter, un hombre que sentía pasión por la declaración jurada o la causa más aburrida, especialmente por la más aburrida de todas. Aunque yo tenía una mente rápida, el talento nunca podría sobrepasar la pasión ni malograr la diversión, por mucho que hubiera memorizado las leyes de Blackstone y Coke. Pero en aquel momento yo tenía un cliente y una causa que no quería abandonar. Me sentía como el mejor abogado conocido.

Recuperé mis sentidos lo suficiente, me sumergí entre la multitud de paraguas y no tardé en identificar la espalda del hombre. Su paso se había vuelto más lento hasta convertirse en un paseo, ¡casi como si se diera una vuelta en verano! Pero quedé decepcionado, pues no era el mismo hombre. Al acortar la distancia, me di cuenta de que en medio de las nubes de niebla todo el mundo parecía aproximadamente igual al sujeto que yo buscaba, incluso las damas más lindas y los esclavos más oscuros. La bruma que se arrastraba nos ocultaba y mezclaba a todos y perturbaba el orden establecido en las calles. Creo que cada persona se esforzaba por mantener la cabeza y el paso en una imitación perfecta e indiferente de aquel hombre, de aquel fantasma.

En la esquina, un reguero de luz de gas hendía la atmosfera espesa desde la ventana medio escondida de un sótano. Provenía de las lámparas exteriores de una taberna, y pensando que aquello podía ser una antorcha para atraer alguna complicidad, corrí hasta allá abajo y me precipité en el interior. Me abrí paso entre los hombres arracimados en torno a sus bebidas, y al final de una larga hilera vi a uno desplomado sobre una mesa. Su abrigo, magnífico en otro tiempo, era exactamente el que, según vi, vestía el fantasma.

Le toqué el brazo. Levantó débilmente la cabeza y se sobresaltó al ver mi semblante preocupado.

– Una equivocación. Señor. ¡Señor! ¡Una grave equivocación por mi parte, señor! -exclamó.

Sus palabras terminaron en una confusión de borracho. Tampoco aquél era el hombre.

– El señor Watchman -me aclaró otro beodo próximo, con un simpático y sonoro susurro-. Es John Watchman. ¡Bebo a su salud, pobre tipo! Y bebo a la salud de usted, si lo desea.

– John Watchman -repetí, aunque en aquel momento ese nombre no significaba nada para mí (si lo hubiera visto en las columnas del periódico, sólo le habría prestado una atención de pasada).

Dejé unas monedas de cobre para que el hombre continuara con sus debilidades, y me apresuré a regresar arriba, a la calle, para continuar con mi pesquisa.

El verdadero culpable se me revelaba allá donde la niebla aclaraba. En un momento dado, me pareció, en mi zozobra, que todos los transeúntes estaban dándole caza, poniendo su empeño en capturarlo.

¿Ya he dicho que nuestro Fantasma tenía más o menos mi estatura? Sí, y es verdad. Pero no pretendo sugerir que se me pareciera en nada. Es más, quizá yo era el único en las calles que no presentaba una estricta semejanza con mi sujeto. Yo tenía un pelo de color indeterminado, parecido a la corteza de un árbol, que mantenía bien cuidado, y unas facciones pequeñas, regulares y rasuradas que con demasiada frecuencia los demás consideraban aniñadas. Él -este Fantasma- tenía un cuerpo de complexión diferente. Sus piernas casi doblaban las mías en longitud (aunque las mías de ningún modo tenían un tamaño reducido), de modo que por más que yo apretaba el paso, no podía acortar la distancie) entre nosotros. Mientras corría a través de los alfilerazos de la lluvia y la niebla, me poseían pensamientos frenéticos y excitables sin otro vínculo en tres ellos que la emoción que me causaban, más allá de toda lógica. Choqué con un hombro, con otro, y una vez casi con todo el cuerpo de un hombre corpulento que pudo haberme aplastado contra el pavimento de ladrillo rojo de la acera. Resbalé en un rastro de suciedad y me manché el costado izquierdo de barro. Después de esto me encontré de repente solo: nadie a la vista.

Yo permanecía perfectamente tranquilo.

Habiendo perdido mi presa -o habiendo perdido él la suya, mis ojos se fijaron ahora en un punto, como si me hubiera calado unas gafas. Allí estaba yo, a menos de veinte yardas del sitio: del reducido camposanto presbiteriano, donde las delgadas lápidas de piedra que sobresalían del suelo apenas eran más oscuras que el aire que las rodeaba. Traté de pensar si en realidad el desconocido me había encaminado hasta allí a través de medio Baltimore mientras escapaba a mi persecución. ¿O ya se había esfumado cuando emprendí su búsqueda, antes de que me aproximara a aquel lugar? El lugar donde ahora reposaba Edgar Poe, aunque no podía reposar.

Muchos años antes, mediada mi adolescencia, se produjo un incidente en un ferrocarril, que tal vez debería explicar. Yo viajaba con mis padres. Aunque se permitía el acceso al vagón de las señoras a los miembros de sus familias, aquél iba ya completamente lleno y sólo pudo encontrar sitio mi madre. Yo me senté con mi padre unos pocos vagones más allá, y recorríamos el tren a intervalos regúlales para visitar a mi madre en aquel compartimiento en el que no había lugar para los escupitajos y los juramentos. Después de una de esas excursiones, regresaba yo a nuestros asientos delante de mi padre -tino aborrecía apartarse de mi madre si podía evitarlo- y resultó que tíos caballeros ocupaban los asientos que momentos antes eran los nuestros. Les expliqué cortésmente su equivocación. Uno de ellos se puso muy furioso, y me advirtió que «tendría que pasar por encima de su cadáver» para recuperar nuestras plazas.

– Es lo que pienso hacer si no se aparta inmediatamente -repliqué.

– ¿Qué acabas de decir, muchacho?

Y repetí la misma afirmación absurda con idéntico tono tranquilo.

Imagínenme como un chico más bien delgado, de quince años, de complexión podría decirse que fibrosa. En circunstancias normales yo hubiera pedido excusas al ocupante y me habría apresurado a buscar otros asientos. Pero ustedes se preguntarán por el segundo intruso de este episodio, el otro individuo que se apoderó de nuestros asientos. Por la semejanza de la parte del rostro en torno a los ojos, era el hermano del primero, y por el movimiento de la cabeza y por su mirada deduje que era un retrasado mental.

Puede que se extrañen ustedes de mi reacción. Hasta poco antes me había visto respaldado por la presencia de mi padre. Él siempre era el soberano allá donde se encontraba. ¿Saben? En aquel momento era para mí perfectamente natural asumir que también yo podía adecuar el mundo a mi forma de entender las cosas. Y por ahí me llegó, como reptando, la decepción.

Aquel villano no paró de descargar fuertes golpes en mi cara y en mi cabeza, hasta que regresó mi padre. Menos de un minuto después, mi padre y un revisor me zafaron de él y expulsaron a los dos hombres a otro vagón que se desengancharía en la siguiente estación.

– Y ahora, ¿en qué te has metido, chico? -me preguntó luego mi padre, mientras yo permanecía atravesado en nuestros asientos, con la mente confusa.

– ¡Tenía que hacerlo, padre! ¡Tú no estabas allí!

– Lo has provocado. Te podían haber matado. ¿Qué te proponías demostrar, Quentin Hobson Clark?

Al evocar la borrosa imagen del hombre que me daba una lección, de pie, sobrepasándome en estatura y tranquilizándome con su serenidad, fui consciente de la diferencia que existía entre nosotros.

Ahora pensaba en la advertencia que acababa de recibir. No es prudente entrometerse… La imagen del Fantasma se había incrustado en mi mente como el demonio del tren en mí adolescencia. ¡Cómo ardía en deseos de hablar de ello! Por entonces, mi tía abuela pasaba unos días conmigo para supervisar la administración doméstica. ¿Podía hablarle a la tía Clark acerca de la amenaza?

«A ti tenían que haberte cogido de pequeño y haberle educado con esmero» o algo parecido, una tía abuela paterna, y aplicaba la severidad de los principios de mi padre en materia de negocios a promover, de modo más general, la sobriedad en el comportamiento. La tía Clark había escogido a mi padre como objeto de su amor por encima de todos los miembros de nuestra familia, por sus «recios pensamientos sajones». Su afecto por mi padre pareció haberse desplazado hacia mi persona, en parte acrecentándose, y velaba por mí con genuino interés.

No, no se lo dije a mi tía abuela Clark, y ella se fue de Glen Eliza poco después. (¿Podía habérselo dicho a mi padre, de haber vivido?)

Quise decírselo a Hattie Blum. Pero ¿qué hubiera pensado? A ella siempre le gustó saber de mis iniciativas personales. Solo ella fue capaz de hablarme, tras la muerte de mis padres, en un tono y con una confianza como si comprendiera que, si bien aquéllos habían la fallecido, no se correspondían en mi mente con los cuerpos que enterramos. Pero no nos habíamos visto desde el día en que se suponía íbamos a prometernos, y yo no era capaz de precisar hasta qué punto entendería mi interés por el asunto que me absorbía.

En cierto modo, las palabras del Fantasma me intrigaron tanto como me sobresaltaron. No es prudente entrometerse en ciertos asuntos e ir propalando ruines mentiras. Aunque me estaba advirtiendo de que desistiera, las crípticas palabras equivalían a un reconocimiento de que era posible entrometerse en los asuntos de Poe; en otras palabras, que tales asuntos aún podía modificarlos yo. En ese sentido» aquella advertencia me dio ánimos.

Había momentos en los que mis pensamientos se centraban en algún informe legal o en alguna otra cuestión rutinaria, pero siempre resurgía el recuerdo de aquella amenaza. Yo experimentaba unas emociones que sólo me resultaban remotamente familiares y, a decir verdad, sólo indeseadas a medias.

A mitad de una larga tarde en el despacho, me hallaba sentado contemplando la calle desde mi escritorio. Peter se encontraba cerca de mí. Estaba en plena reprimenda a un escribiente a propósito de la calidad de cierta declaración jurada, cuando dirigió la mirada hacia mí. Regresó a su perorata y luego se volvió bruscamente a mirarme de nuevo.

– ¿Todo va bien, Quentin?


Yo tenía la costumbre de caer ocasionalmente en una especie de encantamiento, con la mirada fija, como encandilada, perdida en el aire sin observar nada en particular. Eso me sucedía, sobre todo, cuando era presa de la ansiedad. Aquellos estados de ensoñación le llamaron mucho la atención a Peter y le preocupaban. Agitó ruidosamente la bolsa de bolas de jengibre que yo había estado comiendo.

– ¿Todo va bien, Quentin?

– Todo va bien -le aseguré.

Se dio cuenta de que yo no iba a decir más, volvió junto al escribiente y reanudó la reprimenda con la palabra exacta en que la había interrumpido.

Yo no podía permanecer callado por más tiempo.

– De acuerdo. ¡Sí! ¡Todo va bien salvo que me han amenazado! -exclamé de repente-. ¡O sea que todo va mal!

Peter se apresuró a hacer salir al escribiente, que se escabulló de la habitación. Cuando estuvimos solos, mi lengua se desató y le di cuenta hasta del último detalle del incidente durante mi trayecto al ateneo. Peter se sentó en el borde de su silla, escuchando con un sorprendente grado de interés. Al principio, incluso compartió la inquietud que despertaba tan increíble incidente, pero no tardó en volver a ser el de siempre y a desechar por completo el asunto. Manifestó que el Fantasma no era más que un lunático.

De algún modo sentí la necesidad de defender, incluso con insistencia, la tesis de la amenaza.

– ¡No, Peter; no era en absoluto un lunático! En sus ojos había algún propósito racional…, una rara inteligencia.

– ¡Vaya lance de capa y espada! ¿Y por qué…? ¿Por qué tendrías que preocuparte de ese sujeto…? ¿Se trata de uno de nuestros casos de hipotecas?

Respondí con una bronca carcajada que pareció ofender a Peter, como si negar el potencial interés de un supuesto lunático por nuestras disputas en materia de hipotecas devaluase toda la profesión legal. Pero lamenté el tono, y con más calma expliqué que con seguridad el asunto guardaba alguna relación con Edgar Poe. También le conté que había estado estudiando recortes de prensa sobre Poe y que aprecié importantes inconsistencias.

Por ejemplo, en todas partes aparece la insinuación, la sugerencia de que Poe murió por causa de su «fatal debilidad», como decían, dando a entender que se trató de la bebida. Pero ¿Quién era el testigo de ello? ¿Acaso no informaron algunos de esos mismos periódicos, sólo unas semanas antes, de que Poe se había afiliado a los Hijos de la Templanza, en Richmond, y que había mantenido con exilo su juramento?

– ¡Un completo bribón y poeta ese Edgar Poe! -dijo Peter-. Leerlo es como entrar en un osario y respirar su aire.

– ¡Tú nunca lo has leído, Peter!

– ¡Así es, y precisamente por eso! Me sorprendería que cada vez hubiera más gente que lo leyera. Incluso los títulos de sus narraciones son de pesadilla. Sólo el hecho de que tú te preocupes por él, Quentin Clark, ¿debería significar que alguien más se preocupa? ¡Nada de eso tiene que ver con Poe, eres tú quien se empeña en que tenga que ver con él! Esa advertencia que crees haber oído, seguro que no guarda relación con él, ¡salvo en las desordenadas lucubraciones de tu mente! -concluyó, levantando las manos.

Quizá Peter tenía razón y el Fantasma no había dicho nada específicamente acerca de Poe. Pero ¿podía estar yo tan seguro? Pues lo estaba. Alguien quería que detuviera mi investigación sobre la muerte de Poe. Me constaba que alguien conocía la verdad de lo sucedido con Poe aquí, en Baltimore, y eso es lo que otros temían. Yo debía dar con esa verdad y averiguar el porqué de todo aquello.

Un día, comprobando algunas de las copias que el escribiente había hecho de un importante contrato, un oficinista asomó la cabeza a mi despacho.

– Señor Clark, de parte del señor Poe.

Sobresaltado, le pedí confirmación.

– ¿Poe?

– Del señor Poe -repitió, haciendo ondear una hoja de papel ante su rostro.

– ¡Oh!

Le hice un gesto para que me entregara la carta. Era de un tal Neilson Poe.

El nombre me resultaba familiar por los periódicos: se trataba de un abogado que representaba ante los tribunales a muchos autores de desfalcos, ladrones y delincuentes de poca monta. Durante un tiempo fue director de la comisión del Ferrocarril de Baltimore y Ohio. Unos días antes yo había dirigido una nota a Neilson preguntándole si era pariente del poeta Edgar Poe, y le solicitaba una entrevista.

En su respuesta, Neilson me agradecía el interés por su parentesco, pero me comunicaba que los deberes de nuestra ardua profesión hacían imposible una cita en las semanas siguientes. ¡Semanas! Contrariado, recordé una noticia sobre Neilson Poe leída en las últimas columnas de la crónica de tribunales de los periódicos, y me apresuré a ponerme el abrigo.

Neilson, según los avisos del día en el palacio de justicia publicados en el periódico, en aquel momento estaba defendiendo a un hombre, Cavender, procesado por agresión y tentativa de violación de una joven. El caso Cavender se había aplazado para el día en que acudí al palacio de justicia, de modo que me dirigí a los calabozos situados en el sótano. Me identifiqué ante el oficial de policía, presentándole mis credenciales de abogado, y fui conducido a la celda del señor Cavender. En el interior, oscuro y reducido, un hombre vestido de preso estaba sentado, sumido en íntima conversación con otro ataviado con un magnífico traje y con una expresión de imperturbable calma: sin duda alguna, su abogado. Permanecían intactas una jarra de cerámica con café y una bandeja con pan blanco.

– ¿Un día duro en la sala? -le pregunté en el tono propio de un colega, fijando la vista en el sombrío aspecto del preso.

El hombre del traje se levantó del banco que había en la celda.

– ¿Quién es usted, caballero? -inquirió.

Le tendí la mano a través de los barrotes a aquel hombre, al que había visto por vez primera en el entierro en Greene y Fayette.

– Señor Poe, soy Quentin Clark.

Neilson Poe era bajo, iba rasurado y tenía una frente que revelaba inteligencia; casi tan despejada como la de Edgar en sus retratos, pero con facciones más acusadas, que recordaban las de un hurón, con ojos inquietos y oscuros. Imaginé los ojos de litigar Poe con más brillo, pero opacos en los momentos ele creación y emoción. Aun así, aquel hombre, a primera vista y en aquel lugar en penumbra, casi podía haber pasado por el doble del gran poeta.

Neilson dijo a su cliente que salía un momento, un preso, que había permanecido un instante antes con la cabeza entre las manos, se puso en pie con súbito vigor y contempló aterrorizado cómo salía su defensor.

– Si no me equivoco -me dijo Neilson mientras el guardia cerraba la puerta de la celda-, le puse en mi nota que estaba desbordado de trabajo, señor Clark.

– Pero esto es importante, mi querido señor Poe. Atañe a su primo.

Neilson hojeó torpemente algunos documentos judiciales como para recordarme que tenía otros casos entre manos.

– Sin duda se trata de un asunto de gran interés personal para usted -aventuré.

Sacudió la cabeza, impaciente.

– El asunto de la muerte de Edgar Poe -precisé, tratando de explicarme mejor.

– Mi primo Edgar vagaba de un lado para otro sin descanso, en busca de una vida de auténtica tranquilidad, una vida como la que usted o yo por fortuna disfrutamos, señor Clark -dijo Neilson, paseando una larga mirada por las celdas de los presos. Pero hace mucho tiempo que se le escapó esa posibilidad.

– ¿Qué hay, por ejemplo, de sus planes de fundar una revista de primer orden?

– Sí… planes.

– Los hubiera llevado a cabo, señor Poe. Tan sólo le preocupaba que sus enemigos se adelantaran…

– ¡Enemigos! -me cortó. Neilson hizo una pausa, mientras me contemplaba con los ojos muy abiertos. Con un tono nuevo, precavido, inquirió-: Dígame, caballero, cuál es el interés personal que le ha traído hasta aquí abajo para encontrarse conmigo.

– Soy… era su abogado, señor -respondí más calmado. Me ofrecí a defender su nueva revista de los previsibles ataques, y él aceptó cordialmente. Si tenía enemigos, señor, me gustaría mucho saber quiénes eran.

Un cliente que está muerto… ¡Qué curioso!

– ¡Un nuevo proceso, Poe!

Pareció que Neilson sopesaba mis palabras, cuando su cliente se precipitó contra la puerta de la celda.

– ¡Solicite un nuevo juicio, señor Poe! ¡Sería una buena campanada! ¡Yo soy inocente de todos los cargos, Poe! -exclamó-. ¡Esa chica es una redomada embustera!

Al cabo de un momento, Neilson logró calmar a su desanimado cliente y le prometió regresar más tarde.

– Es necesario que alguien defienda a Edgar -dije.

– Debo atender otro asunto ahora, señor Clark. -Echó a andar apresuradamente por el lóbrego sótano. Se detuvo, se volvió hacia mí y añadió de mala gana-: Acompáñeme a mi despacho si quiere que sigamos hablando. Allí tengo algo que acaso le gustaría ver.

Caminamos juntos por la calle St. Paul. Cuando penetramos en las modestas y atestadas habitaciones donde ejercía, Neilson comentó que al recibir mi carta de presentación quedó sorprendido por el parecido de mi caligrafía y la de su difunto primo.

– Por un momento pensé que estaba leyendo una carta de nuestro querido Edgar -comentó despreocupadamente-. Un caso intrigante para un grafólogo.

Fue quizá la última palabra amable que dedicó a su primo. Me ofreció una silla.

– Edgar era temerario, incluso de niño, señor Clark -empezó-. Tomó por esposa a nuestra hermosa prima Virginia cuando ella tenía trece años, apenas salida de la niñez. Pobre Sissy, así es como la llamábamos: él se la llevó de Baltimore, donde siempre había estado segura. La casa de su madre, en la calle Amity, era pequeña pero, al menos, ella estaba rodeada de una familia entregada a su cuidado. Él pensó que si esperaba tal vez perdería el afecto que ella le profesaba.

– Pero sin duda Edgar la cuidó con más cariño que nadie -repliqué.

– Señor Clark, aquí está lo que yo quería que viera. Acaso esto lo ayude a comprender a Edgar.

Neilson sacó de un cajón un retrato que dijo haberle enviado Maria Clemm, la madre de Sissy (tía y suegra de Edgar). Mostraba a Sissy, una joven de unos veintiún o veintidós años, de cutis perlado, cabello lustroso, negro como un cuervo, los ojos cerrados y la cabeza ladeada, en una postura a un tiempo apacible e inexpresablemente triste. Comenté la impresión de vida que desprendía el retrato.

– No, señor Clark -replicó, palideciendo-. La impresión de muerte. Es su retrato de cuerpo presente. Tras su fallecimiento, Edgar se dio cuenta de que no tenía otro retrato suyo y mando hacer éste. No me gusta enseñarlo, porque capta pobremente el espíritu que la animaba en vida…, con ese aspecto pálido y mortal… Pero para él tenía valor. Mi primo, ¿sabe usted?, no podía abandonarla ni muerta.

Con el retrato había algunos versos escritos por Virginia. Edgar el año antes de su muerte, en los que se refería a vivir en un chalé maravilloso del que «las lenguas chismosas» estarían muy alejadas. “Sólo el amor nos guiará cuando estemos allí -podía leerse en el tierno poema-, y el amor curará mis debilitados pulmones.”

Neilson apartó el retrato pero lo dejó donde aún pudiera verlo. Explicó que en sus últimos años Virginia necesitó la más tu cuidadosa atención médica.

– Tal vez él la amase. Pero ¿podía Edgar aportarle los cuidados precisos? Edgar hubiera hecho mejor encontrando a una mujer rica. -Neilson hizo una pausa al pensar en eso y pareció cambiar de tema-. Hasta que yo tuve la edad de usted, ¿sabe?, publique periódicos y revistas y escribí columnas. Conocí la vida literaria dijo con una pizca de orgullo distante-. Sé de su atractivo para el espíritu inmaduro, señor Clark. Pero nunca he dejado de enfrentarme también a la realidad, y sé hacer algo mejor que continuar apegado a una cosa, una vez ha quedado demostrado que es perder el tiempo, como fue el caso de los escritos de Edgar durante muchos años. John Allan, el hombre que se hizo cargo de Edgar tras la muerte de sus padres, también quería escribir, por lo que yo sé, pero lo conocí como un hombre que tenía que alimentar a su familia dedicándose a los negocios. Edgar hubiera debido dejar de escribir. Sólo eso pudo haber salvado a Sissy, pudo haber salvado al propio Edgar.

Por lo que se refiere a los últimos meses de Poe, y a su intento final de conseguir éxito económico, Neilson me habló del propósito de su primo de reunir dinero y suscripciones para la proyectada revista The Stylus, pronunciando conferencias y visitando a la buena sociedad de Norfolk y Richmond. En esta última ciudad reanudó una relación con una mujer rica, como la describió aprobatoriamente Neilson.

– Su nombre era Elmira Shelton, una mujer de Richmond a la que Edgar había amado mucho antes.

En su juventud, Edgar y Elmira se habían prometido antes de que él partiera para estudiar en la Universidad de Virginia; pero el padre de Elmira se oponía a la relación, e interceptó las continuas cartas de Poe para que su hija no las viera. Interrumpí a Nielson para preguntarle la razón.

– Quizá porque Edgar y Elmira eran jóvenes… y Edgar era poeta… Y no olvide que el padre de Elmira conocía al señor Allan. Hablaría con él y se enteraría de que no era probable que Edgar heredase algo de la fortuna de Alian.

Cuando Edgar Poe se vio obligado a regresar de la universidad porque John Allan se negó a pagar sus deudas, asistió a una fiesta en casa de la familia de Elmira, donde supo, para su decepción, que ella estaba prometida a otro.

En el verano de 1849, cuando volvieron a encontrarse, el marido de Elmira había muerto, como también Virginia Poe. La muchacha despreocupada de tantos años antes era ahora una viuda rica. Edgar le leyó poemas y evocó con humor su pasado. Se afilió al capítulo local de Richmond de la Sociedad de la Templanza, y juró a Elmira que mantendría su compromiso. Decía que un amor que duda no era un amor para él, y le regaló un anillo. Ahora compartirían una nueva vida.

Tan sólo unas semanas más tarde, Edgar Poe fue hallado en Ryan's, aquí, en Baltimore, y conducido a toda prisa al hospital, donde murió.

– Durante los últimos años no vi a Edgar. Como imaginará usted, señor Clark, recibí una desagradable impresión cuando me dijeron que lo habían encontrado en un colegio electoral de la ciudad antigua, en mal estado, y que lo habían trasladado al hospital universitario. Un conocido mío, cierto señor Henry Herring, fue llamado al lugar de los hechos, en el Ryan's. Soy incapaz de precisar cuándo llegó Edgar a Baltimore, dónde se alojó el tiempo que estuvo aquí y en qué circunstancias.

– ¿De veras? -pregunté sorprendido, ¿Quiere usted decir que buscó esa información sobre la muerte de su primo, pero que no pudo hallarla?

– Consideré que era mi deber tratar de informarme, recurrir a mis relaciones, etcétera. Éramos primos, sí, pero también amigos, Edgar y yo teníamos la misma edad, y él no era lo bastante mayor como para considerar el fin de su vida. Espero que mi propia muerte sea pacífica y a la vista de todos, en algún lugar rodeado por mi familia.

– ¿Ha averiguado usted algo más?

– Me temo que fuera lo que fuese lo que le sucedió a Edgar, el secreto lo ha acompañado a la tumba. En ocasiones, señor Clark, la clase de vida que ha llevado un hombre ¿no hace que la muerte lo engulla sin dejar traza de él? ¿Sin dejar una sombra, ni siquiera la sombra de una sombra?

– Ése no es el caso en absoluto, señor Poe -dije en tono apremiante-. Su primo será recordado. Sus obras poseen una inmensa fuerza.

– Se desprende de ellas cierto poder, pero predomina el poder de la enfermedad. Dígame, señor Clark, ¿sabe usted algo más de la muerte de Edgar?

No le hablé del hombre que me advirtió que desistiera de indagar en la muerte de Poe. Algo me detuvo. Quizá esta duda fue el verdadero comienzo de una investigación. Quizá ya sospechaba yo que en el asunto había más, mucho más relacionado con Neilson Poe de lo que yo aún era capaz de ver.

Él no podía decir mucho sobre la situación de Edgar Poe después de que lo llevaran a toda prisa desde Ryan's al centro sanitario. Cuando Neilson llegó al hospital, los médicos le aconsejaron que no entrara en la habitación de Edgar, aduciendo que el paciente era demasiado excitable. Neilson sólo vio a Edgar a través de una cortina, y desde ese punto aventajado contempló a un hombre completamente distinto del que había conocido. O a un espectro. Neilson no tuvo ocasión de volver a ver el cuerpo antes de que fuera encerrado en su ataúd.

– Me temo que no puedo decir más sobre el final. -Suspiró y después lo dijo. Pronunció un panegírico que nunca he podido olvidar-: Edgar era un huérfano desde todos los puntos de vista; incluso su voz sonaba triste. Había presenciado mucho sufrimiento, señor Clark, y tenía poquísimas razones para estar satisfecho de la vida, hasta el extremo de que puede afirmarse que el cambio, la muerte, apenas fue para él una desgracia.

Mi frustración ante la condescendencia de Neilson Poe me indujo a visitar la redacción de algunos periódicos, con la vaga esperanza de convencer a su personal de que, al menos, rindiera mejor tributo al genio de Poe. Describí el mezquino sepelio que había presenciado y señalé los muchos datos erróneos que aparecieron en las breves biografías publicadas hasta el momento en los diarios, con la esperanza de que los subsanaran. Pero aquellas visitas no produjeron efecto alguno. En el despacho de un periódico whig [1], el Patriot, algunos reporteros me oyeron distraídamente y, recordando que Poe escribió para la prensa, sugirieron solemnemente que abrirían una cuenta para pagar una inscripción en la tumba de Poe que lo honrara como colega desaparecido. ¡Como si Poe hubiera sido, sencillamente, otro escribidor de relatos para periódicos! Observen también que yo no he cometido el error de llamarlo Edgar Allan Poe, como la prensa periódica había tomado por costumbre hacer. No. Ese nombre era una contradicción, una quimera y un monstruo maldito. John Allan adoptó al poeta cuando era niño, en 1810, pero no tardó en abandonarlo mezquinamente a los caprichos del mundo.

Camino de casa una tarde a última hora, pasé frente al viejo camposanto presbiteriano y decidí ver de nuevo el lugar de reposo del poeta. El viejo cementerio era una angosta parcela de tumbas en la esquina de las calles Fayette y Greene. La sepultura estaba situada cerca de la hermosa lápida del general David Poe, héroe de la guerra de la independencia y abuelo de Edgar. Pero había algo desconcertante.

La tumba de Poe seguía sin inscripción y parecía como si nadie hubiera rezado junto a ella.

¡Invisible Pena! No pude dejar de pensar en los estragos del «Vencedor Gusano», como llamó Poe al último adversario de nuestro cuerpo bajo tierra.

Y sus fauces destilan sangre humana, / y los ángeles lloran. [2]

Con súbita decisión me interné en el camposanto en busca del guarda. Observando en derredor descubrí unos peldaños que conducían a una de las antiguas criptas, consideradas el lugar de enterramiento más distinguido. Tras descender por aquellos peldaños, encontré al guarda, el señor Spence, sentado, leyendo un libro bajo una arcada baja de granito, situada muy por debajo de la superficie. Había una mesa, un escritorio, un lavabo y un espejo de tamaño mediano. Aunque se construyó una iglesia en el cementerio pocos años después, se decía que George Spence seguía prefiriendo aquellas criptas. Pero aun así me sorprendió.

– Usted no vive aquí, ¿verdad, señor Spence? -pregunté. Se mostró incómodo por mi tono de escepticismo.

– Cuando hace demasiado frío aquí abajo me voy arriba, Pero me gusta más estar aquí. Es más tranquilo e independiente. Por lo demás, esta cripta fue vaciada hace algunos años.

Varias décadas antes, la familia poseedora de aquella tumba particular quiso trasladar los cuerpos de sus antepasados a un lugar más espacioso. Pero cuando el guarda anterior, el padre de Spence, abrió la tumba, se descubrió que en uno de los cadáveres se había producido un extraño caso de petrificación humana. El cuerpo, situado en lo más hondo, era completamente de piedra. Las supersticiones se extendieron con rapidez. Desde entonces ningún miembro de la iglesia accedió a sepultar a sus muertos en aquella cripta.

– Ver a un hombre de piedra, cuando no eres más que un niño, produce un terror diabólico -dijo el guarda, pero se dio cuenta de que yo estaba allí para hablar de algo distinto de la extraña historia de la cripta.

Encontró una silla para mí.

– Gracias, señor Spence. Hay algo raro. La tumba de Edgard Allan Poe, enterrado el mes pasado, ¡sigue sin inscripción! No tiene nada que la señale.

Se encogió de hombros filosóficamente.

– No es decisión mía, sino de quienes se hicieron cargo del sepelio: Neilson Poe y Henry Herring, los primos de Poe.

– Pasé por aquí el día del entierro y pude ver que la asistencia fue muy escasa. ¿Acudieron otros parientes de Poe? -pregunté.

– Vino otro. William Clemm, de la iglesia metodista de la calle Caroline, quien ofició la ceremonia, y me parece que era un pariente lejano de la familia. El reverendo Clemm había preparado un discurso largo, pero eran tan pocos los asistentes al entierro, que decidió no leerlo. Además de Neilson Poe y el señor Herring hubo otros dos acompañantes. Uno era Z. Collins Lee, compañero de estudios de Poe. ¡Descansen en paz sus cenizas!

– Señor Spence…

– El ministro dijo algo junto a la tumba de Poe. Descansen en paz sus cenizas. Al principio me sorprendió enterarme de la muerte del señor Poe. Yo lo recordaba como un joven, no mucho mayor que usted.

– ¿Lo conoció usted, señor Spence?

– Cuando vivía en Baltimore, en la casita de Maria Clemm -explicó el guarda, pensativo-. Fue hace años. Usted sería poco más que un niño. Baltimore era por entonces una ciudad más tranquila; uno podía seguir el rastro de nombres y personas. Ahora creo que está edificando sobre sí misma. Edgar Poe solía pasear de vez en cuando por este cementerio.

Dijo que Poe permanecía ante las tumbas de su abuelo y de su hermano mayor, William Henry Poe, de los que se había separado en la infancia tras la muerte de su madre. En ocasiones, contó el guarda, Edgar A. Poe examinaba nombres y fechas de tumbas y preguntaba en voz baja qué parentesco unía a uno con otro. Cuando Spence se encontraba con Poe por la calle, el poeta unas veces le decía «buenos días» o «buenas noches» y otras veces, nada.

– Y pensar que un caballero tan apuesto acabó teniendo al final aquel aspecto… -comentó Spence moviendo la cabeza.

– ¿Qué quiere usted decir, señor Spence? -pregunté, impaciente.

– Recuerdo que siempre fue muy cuidadoso en el vestir. Pero ¡qué traje llevaba cuando lo encontraron! -dijo como si lo conociera perfectamente. Lo animé a continuar, y así lo hizo-. Bien, era de tela delgada y raída, y no le iba en absoluto. Imposible que fuera suyo. ¡Era apropiado para un cuerpo al menos dos tallas mayor! Y un sombrero barato de hoja de palma que uno no se hubiera molestado en recoger del suelo. Alguien del hospital aportó un traje negro, mejor, para amortajarlo.

– Pero ¿cómo explicar que Poe acabara vistiendo una ropa que no era de su talla?

– No puedo responderle a eso.

– ¿Y no lo considera muy extraño?

– Será que no me he detenido a pensar en ello, señor Clark.

Aquellas ropas se suponían que no eran apropiadas para Poe. A Poe no le estaba destinada la muerte que tuvo, pensé de modo irracional y súbito. Le di las gracias al guarda por su tiempo, y empecé a subir rápidamente por la larga escalera que arrancaba de la cripta, como si al llegar a lo alto tuviera que emprender alguna acción in mediata. De pronto, tuve un presentimiento, por lo que me detuve en mitad de la escalera y me agarré al pasamano. El viento había arre ciado afuera, y cuando alcancé el último peldaño, de regreso en el mundo exterior, apenas logré mantenerme en equilibrio.

Cuando por fin emergí, mis ojos se dirigieron a la tumba sin inscripción de Poe. Lo que vi casi me hizo dar un salto. Parpadeé pura asegurarme de que aquello era real.

Había una flor, una flor fragante y lozana depositada incongruentemente sobre la hierba y la suciedad de la parcela de Edgard A. Poe. Una flor que no estaba allí sólo unos minutos antes.

Jadeando, llamé al señor Spence, como si hubiera que hacer algo, o como si él pudiera haber visto algo que a mí se me había escapado mientras ambos permanecíamos sentados bajo tierra, en aquella tumba. Allá, en el espeso silencio de la cripta, el guarda no podía oír mi llamada. Me arrodillé para examinar la flor, pensando acaso que había florecido en otra tumba. Pero no. No sólo la flor estaba efectivamente allí, allí, sino que también su tallo sobresalía firmemente en la suciedad.

De repente se dejó oír un ruido de cascos de caballos y un lento rumor de ruedas. Miré en derredor y conseguí distinguir un carruaje tic tamaño medio, envuelto en la niebla. Me di prisa en alcanzar la cancela para comprobar quién ocupaba el vehículo, pero quedé bloqueado al instante. De un salto, se me plantó un perro delante. El perro ladraba impaciente pegado a mis tobillos. Traté de apartarme, pero el animal me siguió, gruñendo y rezongando desde detrás de las lápidas.

Estaba claro que el perro había sido entrenado para evitar que los «hombres de la resurrección» de Baltimore intentaran robarnos a nuestros difuntos, y al advertir mis pasos rápidos, me identificó con uno de esos desalmados. Encontré algunas bolas de jengibre en mi abrigo y se las ofrecí, con lo que el animal no tardó en mostrarse amistoso. Pero para entonces el rumor del carruaje se había desvanecido en la distancia.

Capítulo 3

A la mañana siguiente sólo conseguí despertarme con los ruidos amortiguados de los sirvientes, abajo. Me aseé y me vestí rápidamente, pero a aquella hora no se hallaban carruajes de alquiler en mi calle. Por suerte, di con un ómnibus que resultó accesible.

Hacía tiempo que no tomaba un transporte público, y me sorprendió el gran número de gente de fuera de Baltimore que lo utilizaba. Eso lo deduje por su manera de vestir y de hablar y por el recelo con que miraban a las personas en torno suyo. Esto me llevó a preguntarme… Resultó que yo llevaba entre mis papeles un retrato de Poe que figuraba en un artículo biográfico publicado pocos años atrás. En la siguiente parada me dirigí a la parte trasera del ómnibus. Cuando el cobrador hubo terminado de vender los billetes a los que acababan de montar, le pregunté si el hombre retratado en la revista había sido su pasajero en las últimas semanas de septiembre. Era la época -según estimé a partir de los relatos más fiables de los periódicos- en que Poe llegó a Baltimore. El cobrador me indicó que regresara a mi asiento tras comentar «No me acuerdo» o algo parecido.

Un comentario sin importancia, evidentemente. Nada que emocionara, ¿verdad? Pero sentí como en un relámpago que había acertado, ¡En un instante, y no precisamente por el rechazo del cobrador, tuve la certidumbre de que Poe no había viajado en aquel ómnibus en concreto durante el turno de aquel empleado! Había solicitado una pequeña muestra de la verdad sobre los últimos pasos de Poe en Baltimore, y aquello me dejó satisfecho.

Puesto que de todos modos yo debía desplazarme por la ciudad, podía tomar el ómnibus con más frecuencia y, cuando lo hiciera, formularía preguntas como aquélla.

Sin duda ustedes habrán observado que la estancia de Poe en Baltimore no parecía premeditada. Después de haberse comprometido con Elmira Shelton en Richmond, anunció su intención de trasladarse a Nueva York para dar cima a sus planes. Pero ¿cuál fue el paradero y cuáles los propósitos del poeta aquí, en Baltimore? Baltimore no solía mostrarse tan indiferente ante la pérdida de un hombre, aunque fuera en sus más sórdidos barrios portuarios; al fin y al cabo no era Filadelfia. ¿Por qué no viajó directamente a Nueva York después de haber llegado hasta aquí desde Richmond? ¿Qué ocurrió en el transcurso de los cinco días comprendidos desde que salió de Richmond hasta que fue descubierto en Baltimore? ¿Qué lo condujo a un estado en el que acabó vistiendo las ropas de otro?

Desde mi visita al cementerio, no había dejado de poner en juego todos los recursos de mi inteligencia para contestar a esas preguntas, recursos que, humildemente, sería capaz de medir con los de cualquier hombre, al menos con cualquiera de los que yo había conocido hasta el momento (aunque eso iba a cambiar).

Una tarde, y de la manera más inesperada, el destino quiso aportarme una de esas pruebas. Peter se había entretenido en el palacio de justicia, y a nuestro despacho no había llegado más trabajo. Caminaba yo por el mercado de Hanover y me dirigía a la calle Camden, estorbado el paso por un montón de fardos.

– ¿Poe, el poeta?

Al principio lo ignoré. Luego me detuve y me volví despacio, preguntándome si el viento me había hecho tener una ilusión acústica. Así pude haberlo creído de no haber pronunciado aquella voz con toda claridad las palabras «Poe, el poeta». Las dijo exactamente así.

Era el pescadero, el señor Wilson, con quien acababa de tener tratos en el mercado. Era cliente nuestro, en relación, últimamente, con ciertas hipotecas. Aunque él hubiera podido acudir a nuestro despacho, con frecuencia yo prefería reunirme con él aquí, y de paso escoger el mejor pescado para mi cena en Glen Eliza. El cangrejo y las ostras rumbo de Wilson eran los mejores a este lado de Nueva Orleans.

El pescadero me hizo una seña de que lo siguiera de regreso al gran mercado. Había olvidado mi cuaderno de notas en su mostrador. Se secó las manos en su delantal de rayas y me lo tendió. Estaba envuelto en los inequívocos olores de su puesto, como si se hubiera perdido en el mar y luego recuperado.

– No querrá usted olvidar su trabajo. Veo que ha escrito el nombre de Edgar Poe, señor Clark. Aquí, ¿lo ve? -dijo el pescadero señalando una página abierta.

Devolví el cuaderno a mi cartera.

– Sí, gracias, señor Wilson.

– Ah, señor Clark, aquí hay algo. -Desenvolvió con impaciencia un paquete y apareció un pescado horrorosamente feo, amontonado sobre otros congéneres idénticos-. Lo encargaron especialmente del distrito Oeste para una cena. Algunos lo llaman pez perro, ¡pero también se lo conoce como «abogado del lago» por su aspecto feroz y sus hábitos voraces! -Rió entre dientes aunque sonoramente, y vio que yo no le imitaba-. No como usted, por descontado, señor Clark.

– Quizá ése es el problema, amigo mío.

– Sí -dijo en tono de duda, y carraspeó. Ahora se dedicaba a descabezar un pescado tras otro sin mirarse las manos ni tampoco reparar en las cabezas que aquéllas iban desprendiendo-. De todas formas, ese Poe debió de ser un pobre desgraciado. Oí que había muerto en el viejo y decrépito hospital Washington hace unas semanas. El marido de mi hermana conoce a una enfermera allí, que dice que, según otra enfermera que habló con un médico… (ya sabe, señor Clark, que esas mujeres son unas endemoniadas chismosas), dijo que Poe fue hasta el final un auténtico chiflado…, que mientras yacía allí pronunciaba un nombre una y otra vez… Bueno, hasta que… -su voz cambió para convertirse en un susurro, como para denotar gran sensibilidad-, hasta que graznó. Que Dios se apiade de los débiles.

– ¿Dice usted que pronunciaba un nombre, señor Wilson?

El pescadero rebuscó la palabra adecuada. Se sentó en su taburete y empezó a sacar ostras no vendidas de un barril, abriéndolas cuidadosamente una por una y fisgando en busca de perlas, antes de desecharlas con filosófica contrariedad.

La ostra representaba al típico nativo de Baltimore, no sólo porque daba lugar a una actividad empresarial y podía ser objeto de comercio, sino porque había la posibilidad de que ocultara en su interior un tesoro más valioso. De pronto el pescadero chasqueó la lengua, exultante.

– ¡Reynolds, eso es! ¡Eso mismo, «Reynolds»! Lo sé porque ella me lo dijo durante la cena, y eran los últimos cangrejos de caparazón blando de la temporada.

Le pedí que lo pensara bien hasta estar seguro.

– ¡Reynolds, Reynolds, Reynolds! -repitió algo ofendido ante mi duda-. Eso es lo que estuvo diciendo toda la noche. Según la enfermera, ella misma no se lo pudo quitar de la cabeza después de haberlo escuchado. Decrépito, viejo hospital… Yo digo que habría que prenderle fuego. Conocí a un Reynolds en mi juventud, que cada vez que veía a un soldado de infantería le tiraba piedras… Tenía un carácter endemoniado, ya lo creo, señor Clark.

– Pero ¿había mencionado Poe antes, alguna vez, a un Reynolds? -me pregunté en voz alta-. Un miembro de la familia o…

Pareció que el pescadero dejaba de disfrutar de la situación, y me dirigió una mirada excesivamente amable.

– ¿Es que ese señor Poe era amigo suyo?

– Un amigo mío -respondí- y un amigo de todos cuantos lo leen.

Di unas apresuradas buenas tardes a mi cliente y le agradecí vivamente el notable servicio que me había prestado. Se me había permitido enterarme de las últimas palabras de Poe en esta tierra (o, en cualquier caso, casi las últimas), y con ellas alguna respuesta, alguna revelación, algún remedio a las críticas e invectivas de la prensa, a la espera de una rehabilitación del personaje. Aquélla era la única palabra a partir de la cual podría encontrarse algo, algún aspecto de la vida de Poe por descubrir.

¡Reynolds!

Pasé incontables horas buscando en las cartas que Poe me había dirigido y en todos sus relatos y versos, para dar con alguna pista de Reynolds. Las entradas para exposiciones y conciertos quedaron sin utilizar. Si Jenny Lind, el Ruiseñor Sueco, hubiera cantado en la ciudad, yo habría continuado igualmente entre mis libros. Casi podía oír a mi padre ordenándome que dejara de lado aquella literatura y volviera a prestar atención a mis textos legales. Habría dicho (así lo imaginaba yo): «Los jóvenes como tú deberían observar que la Industria y la Empresa pueden hacer despacio todo cuanto el Genio hace con impaciencia… y muchas cosas que el Genio no puede hacer. El Genio necesita la Industria tanto como la Industria necesita al Genio.» De repente, cada vez que abría un nuevo documento de Poe, sentí como si mantuviera una disputa con mi padre, el cual trataba de arrebatarme los libros de las manos a medida que yo los tomaba del anaquel. No era un sentimiento plenamente negativo; de hecho, creo que en realidad me impulsaba en la misión que me había impuesto. Además, en mi condición de hombre de negocios, había prometido a Poe, un posible cliente, defenderlo. Quizá mi padre me hubiera alabado por ello.

Mientras tanto, Hattie Blum acudía con frecuencia a Glen Eliza, con su tía. Cualquier desaprobación por su parte, desarrollada a partir de mi reciente falta, quedaba atrás o, al menos, pospuesta. Hattie se mostraba atenta y generosa en nuestras conversaciones, como siempre. Su tía, quizá, estaba más vigilante de lo habitual, y parecía haber adoptado la mirada sombría de un agente secreto. Desde luego que mis intensas preocupaciones, junto con mi general tendencia a permanecer callado mientras los demás hablaban, ocasionaba que las mujeres reunidas en mi salón se dirigieran la una a la otra más que a mí.

– No sé cómo lo soporta -dijo Hattie mirando el alto leí lio abovedado-. Yo no podría sufrir en soledad una casa tan enorme como Glen Eliza, Quentin. Hay que tener coraje para disponer de tanto espacio para usted solo. ¿No lo crees así, tía?

La tía Blum rió dando un resoplido.

– La querida Hattie se siente terriblemente sola en cuanto la dejo una hora, sin más compañía que los sirvientes, que pueden resultar temibles.

Uno de mis domésticos trajo más té para las señoras.

– ¡No es así, tía! Pero mis hermanas se fueron -dijo Hattie, deteniéndose y sonrojándose ligeramente, lo que no era propio de ella.

– Porque todas se casaron -replicó su tía en tono tranquilo.

– Claro -dije yo, dándole la razón, Iras una prolongada pausa de la que ambas Blum esperaban un comentario por mi parte.

– Sólo que con mis tres hermanas fuera, bien, en ocasiones la casa puede parecerme terriblemente desolada, como si yo tuviera que defenderme de algo, aunque no creo saber de qué. ¿Ha tenido usted alguna vez esa sensación?

– En contrapartida, querida señorita Hattie, se encuentra cierta paz, lejos del alboroto de las calles y de las inquietudes de la demás gente.

– ¡Oh, tía! -exclamó, volviéndose jovialmente hacia la otra mujer-. Quizá es que a mí me gusta demasiado el alboroto. ¿Crees que la sangre de nuestra familia es, después de todo, demasiado ardiente para Baltimore, tía?

Una palabra acerca de la mujer a la que se dirigían esas palabras. La tía Blum estaba sentada frente a la chimenea, en un sillón como en un trono, majestuosa, envuelta en un chal como si fuera el manto de un monarca. Sí, una palabra más sobre ella, puesto que su influencia no menguará a medida que nuestra historia se vaya complicando. Pertenecía a esa especie de damas resueltas que parecían fuera de lugar, con sus muy escogidos tocados y vestidos para exhibirse en sociedad, pero que poseían la capacidad de acorralar a su interlocutor y ponerle el dedo en la llaga con el mismo tono despreocupado con el que criticaba la mesa de una anfitriona rival. Por ejemplo, durante la misma visita a mi salón, encontró la ocasión de comentar, como de pasada:

– Quentin, ¿no ha tenido suerte Peter Stuart al encontrar un socio como usted?

– Señora…

– ¡Con ese talento para los negocios! Es un hombre con los pies en el suelo, y de eso depende. Usted es el hermano pequeño de la pareja, en sentido figurado, quiero decir, y no tardará en enorgullecerse de ser como él a todos los efectos.

Traté de devolverle la sonrisa.

– Es el mismo caso que nuestra Hattie respecto a sus hermanas. Algún día tendrá tanto éxito en sociedad como ellas… Quiero decir si se casa a su debido tiempo, desde luego -dijo la tía Blum, y tomó un largo trago de aquel té que abrasaba.

Puse la mano en la silla de Hattie, cerca de su mano.

– Cuando llegue ese momento, sus hermanas aprenderán ele mujer cómo ser verdaderas esposas y madres, se lo aseguro, señora Blum. ¿Más te?

No quería mencionar nada relacionado con Edgar Poe ante ellas, a fin de que la tía Blum no hallara alguna excusa para informar a Peter, o para escribir una preocupada misiva sobre la vida que yo llevaba a mi tía abuela, con la que había sido uña y carne durante años. Así pues, me sentía aliviado cada vez que una entrevista con aquella mujer concluía sin haberle dicho una palabra sobre mis investigaciones. No obstante, esa limitación me inducía a reanudar ansiosamente mi búsqueda en cuanto las Blum se marchaban.

Una de esas veces, cuando montaba en un ómnibus, el cobrador se dirigió a mí como si acabara de escupir jugo de tabaco en el suelo.

– ¡Usted!

Había olvidado adquirir mi billete. Un comienzo desafortunado. Una vez subsanado, el cobrador estudió detenidamente el retrato que yo sujetaba ante él, y decidió que aquella cara no le resultaba familiar.

Ese retrato de Poe, publicado tras su muerte, no era el de mejor calidad. Aun así, yo creía que captaba lo esencial. Su mostacho oscuro, más recto y netamente delineado que su cabello rizado. Los ojos, claros y almendrados; ojos con una inquietud casi magnética. La frente despejada y prominente por encima de las sienes, de tal modo que, según desde donde se le mirase, debía de parecer que no tenía pelo. Un hombre que podía ser todo frente.

Cuando las puertas se cerraron y me vi empujado a un asiento por la continua hilera de pasajeros recién llegados, un sujeto bajo y ancho me golpeó el brazo con el extremo de su paraguas.

– ¡Usted perdone! -exclamé.

– Oiga, al hombre de esa ilustración creo haberlo visto no hace mucho. En algún momento en septiembre, tal como usted le dijo al cobrador.

– ¿De veras, caballero?

Me contó que tomaba el mismo ómnibus casi todos los días, y recordaba a alguien que se parecía al del retrato. Sucedió cuando ambos se apeaban.

– Lo tengo presente porque me pidió ayuda… Quería saber dónde vivía un tal doctor Brooks, si mal no recuerdo. Pero yo soy reparador de paraguas, no una guía de la ciudad.

Me apresuré a darle la razón, aunque no supe si el comentario iba dirigido a mí o a Poe. El nombre de N. C. Brooks me resultaba bastante familiar… y ciertamente lo fue para Edgar Poe. El doctor Brooks era un editor que publicó algunos de los más hermosos relatos y poemas de Poe, y que contribuyó a dar a conocer su obra al público de Baltimore. ¡Por fin una prueba efectiva de que, después de todo, Poe no se había desvanecido enteramente en el aire de Baltimore!

El retumbar de los cascos de los caballos se hizo más lento, y yo salté de mi asiento cuando el vehículo se aproximó a la siguiente parada.

Me apresuré a acudir al despacho, del cual me hallaba más cerca que de Glen Eliza, para consultar la guía de la ciudad en busca de la dirección del doctor. Eran las seis de la tarde, y di por supuesto que Peter ya se habría retirado una vez concluidas sus comparecencias en el palacio de justicia. Pero me equivocaba.

– Mi querido amigo -bramó por encima de mi hombro-. ¡Pareces sobresaltado, como fuera de ti!

– Peter -me detuve, comprendiendo que no sólo estaba sobresaltado, sino sin aliento-. Es sólo… Bueno, creo que vuelvo a ser el de siempre.

– Tengo una sorpresa -dijo, sonriendo y levantando su bastón de paseo como si fuera un cetro.

Me cerró el paso hacia la puerta y me apoyó la mano en el hombro.

– Esta noche, en mi casa, va a haber una fiesta por todo lo alto, con muchos amigos tuyos y míos, Quentin. Se ha planeado muy a última hora, pero es el cumpleaños de alguien que es de lo más…

– Pero precisamente ahora yo… -le interrumpí impaciente, pero me abstuve de darle explicaciones cuando advertí una oscura sombra de sospecha en los ojos de mi socio.

– ¿Qué pasa, Quentin? -Peter miró lentamente en derredor, con una fingida expresión confusa-. No hay nada más que hacer esta noche. ¿Acaso debes acudir sin falta a algún lugar? ¿Adónde?

– No -respondí, sintiendo que me sonrojaba ligeramente-, supongo que no es nada.

– Bueno, pues entonces ¡vamos para allá!

En torno a la mesa de Peter abundaban los rostros familiares para celebrar el vigesimotercer cumpleaños de Hattie Blum. ¿Cómo no lo había recordado? Tuve un terrible remordimiento por mi aparente falta de sensibilidad. Yo había tenido en cuenta todos y cada uno de sus cumpleaños anteriores. ¿Me había desviado hasta tal punto de mi camino habitual como para descuidar incluso los asuntos más placenteros de la sociedad y de las amistades íntimas? Bien, creía que con una visita a Brooks mis preocupaciones se disiparían felizmente.

En aquella velada se congregaron las damas y los caballeros más selectos de Baltimore. Salvo en la cámara de los asesinos del museo de madame Tussaud, hubiera preferido estar en cualquier parte antes que verme obligado a mantener corteses y aburridas conversaciones, cuando me estaba tentando una tarea tan trascendental.

– ¿Cómo ha sido usted capaz?

La pregunta me la formuló una mujer ancha y de tez rosada que se sentaba frente a mí, cuando ocupamos nuestros lugares ante una refinada cena.

– ¿Cómo dice?

– Oh, querido -dijo en un tono jocosamente doliente y abatido-, mirarme a mí, ¡una vieja!, cuando tiene tan cerca a semejante belleza -comentó señalando a Hattie con un gesto.

Desde luego que yo no había estado mirando a la mujer de rostro sonrosado, o si acaso no lo hice intencionadamente. Me di cuenta de que había caído en otro de mis ensimismamientos.

– En efecto, estoy rodeado de auténticas bellezas.

Hattie no se ruborizó al oír el comentario. Me gustaba porque raramente se ruborizaba. Me susurró en tono confidencial:

– No quita usted la vista del reloj y no ha hecho caso de nuestro huésped más fascinante, el pato braseado con apio, Quentin. ¿Ese demonio del señor Stuart no lo va a dejar ni una noche libre de trabajo?

Sonreí.

– Esta vez no es culpa de Peter. Supongo que sólo estoy picando. Tengo poco apetito estos días.

– Puede usted sincerarse conmigo, Quentin -dijo Hattie, y en aquel momento me pareció más dulce que cualquier mujer a la que yo hubiera conocido-. ¿En qué está pensando ahora, con esa expresión preocupada?

– Estoy pensando, señorita Hattie -dudé, y al cabo dije-: en unos versos.

Lo cual era cierto, pues acababa de leerlos aquella mañana.

– Recítemelos, ¿quiere, Quentin?

En mi excesiva distracción, había tomado dos vasos de vino durante la cena sin haber comido adecuadamente para compensar los efectos del alcohol. Así que apenas me hice rogar, y me encontré accediendo a recitar. Mi voz casi no me sonaba familiar a mí mismo; era rotunda, resuelta e incluso resonante. Para estar a tono con el estilo de la presentación, el lector debería situarse en un lugar cualquiera entre los presentes, y aventurarse a pronunciar en tono solemne y áspero algo de lo que sigue. También debe imaginar el lector una mesa alegre en la que se produce esa especie de silencios abruptos y ásperos que acompañan las obligadas interrupciones.


Y de rubíes y de perlas

era la puerta del palacio,

de donde como un río fluían,

fluían centelleando, los Ecos,

de gentil tarea: la de cantar con altas voces

el genio y el ingenio de su rey soberano.

Más criaturas malignas invadieron,

vestidas de tristeza, aquel dominio.

(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más

nacerá otra alborada!)

Y en torno del palacio, la hermosura

que antaño florecía entre rubores,

es sólo una olvidada historia sepulta en viejos tiempos.


Cuando finalizó el poema, llegó a mis oídos un aplauso levemente discontinuo, ahogado por unas pocas toses débiles, Peter me dirigió una mirada ceñuda, al tiempo que dedicaba otra de compasión a Hattie. Sólo unos pocos invitados que no habían estado estuchando, pero quedaban complacidos por cualquier distracción, parecieron apreciar la intervención. Hattie siguió aplaudiendo después de que los otros dejaran de hacerlo.

– Es la pieza más hermosa jamás recitada en el cumpleaños de una chica.

Poco después, una de las hermanas de Hattie accedió a interpretar una canción acompañada al piano. Mientras tanto, bebí más vino. El ceño de Peter, fruncido durante la recitación, permaneció inmutable cuando, después de que las señoras se excusaran y pasaran a otra habitación y los hombres empezaran a fumar, me llevó a un rincón discreto, donde la enorme chimenea nos aisló.

– Para que lo sepas, Quentin, Hattie estuvo a punto de negarse a celebrar su cumpleaños esta noche, y sólo en el último momento accedió a venir a cenar gracias a mi insistencia.

– ¿Y eso por mi causa?

– ¿Cómo es posible que alguien convencido de que el mundo depende de él no advierta lo que depende de él? Es el momento de acabar con esto, Quentin. Recuerda las palabras de Salomón: «Por la pereza se cae la techumbre, y por flojedad de manos se llueve la casa.»

– No sé adónde quieres llegar -dije en tono irritado.

Me miró fijamente.

– ¡Sabes muy bien a qué me estoy refiriendo! Este comportamiento extravagante. En primer lugar, tu extraña preocupación por el entierro de un desconocido. Y tomar ómnibus de acá para allá sin destino concreto…

– Pero ¿quién te ha dicho tal cosa?

Había más, dijo. Me vieron la semana anterior corriendo por las calles, con el traje que se me salía del cuerpo, persiguiendo a alguien, como si fuera un oficial de policía a punto de efectuar una detención. Había continuado derrochando desordenadas cantidades de tiempo en el ateneo.

– Y luego está la idea de unos extraños, fruto de tu imaginación, que le amenazan por las calles por los poemas que lees. ¿Crees que tus lecturas son tan importantes que la gente va a hacerte daño por eso? ¡Y rondas por el cementerio presbiteriano talmente como un «hombre de la resurrección» en busca de cadáveres que robar o como quien camina embrujado!

– Un momento -lo interrumpí, recuperando la compostura-. ¿Cómo sabes eso, Peter? ¿Que yo estuve el otro día en el viejo cementerio? Estoy seguro de que no lo mencioné. -Pensé entonces en el carruaje que se alejaba a toda prisa del camposanto-. ¡Tú! ¡Por qué, Peter! ¡Me seguiste!

Al principio asintió y luego se encogió de hombros.

– Sí, te seguí y te encontré en el cementerio, y confieso abiertamente que he estado muy preocupado por ti. Quería asegurarme de que no andabas metido en algún lío de juego o de que no te habías unido a alguno de esos desquiciados movimientos milleristas [3] cuyos seguidores aguardan por ahí, vestidos con túnicas blancas, a que el Salvador descienda de los cielos dentro de dos martes. El dinero de tu padre no durará siempre. Ser rico e inútil es ser pobre. Si adoptas costumbres extrañas, me temo que vas a encontrar maneras de malgastar tu patrimonio, o que alguna mujer, alguien del bello sexo y de clase inferior a la señorita Blum, hallándote en semejante estado, te eche a perder. ¡Incluso un hombre de la fortaleza de Ulises, recuérdalo, tuvo que atarse al mástil cuando se enfrentó a unas mujeres arteras!

– ¿Por qué dejaste aquella flor en su tumba? -le pregunté-. ¿Para burlarte de mí?

– ¿Una flor? ¿De qué estás hablando? Cuando te encontré estabas arrodillado ante la tumba, como si le rezaras a algún ídolo. Eso es lo que vi y me bastó. ¡Una flor! ¿Crees acaso que tengo tiempo para esas cosas?

En este punto no pude dejar de creerle, tan sincera sonaba su voz cuando dijo no saber nada de una «flor».

– ¿Y fuiste tú quien me mandó a aquel hombre? El de la advertencia de que no me entrometiera, a fin de disuadirme de asuntos ajenos al despacho. ¡Dímelo sin falta!

– ¡Eso es absurdo! ¡Quentin, repara en tu falta de sensatez antes de que te coloquen la camisa de fuerza! Todo el mundo comprendió que necesitabas tiempo después de lo sucedido. Tu decaimiento de espíritu era… -Se me quedó mirando un momento-. Pero han pasado seis meses. -En realidad habían transcurrido cinco meses y dos semanas desde que enterramos a mis padres-. Debes pensar en lodo eso a partir de ahora o… -No terminó la frase y se limitó a asentir con decisión para dar fuerza a sus palabras-. Tienes que luchar contra ese otro mundo.

– ¿Qué «otro mundo», Peter?

– Tú crees que no estoy de acuerdo contigo, pero he tratado de comprenderte todo lo posible, Quentin. He buscado un libro de relatos de ese Poe. He leído la mitad de uno de ellos…, pero no pude continuar. Parecía… -En este punto bajó la voz hasta convertirla en el susurro propio de una confesión-. Parecía como si estuviera le yendo que Dios había muerto para mí, Quentin. Sí, es ese otro mundo el que me preocupa en relación contigo, ese mundo de libros y hombres de libros que invaden las mentes de quienes los leen, Ese mundo imaginario. Pues no; es a éste al que tú perteneces, En él están las gentes serias y sobrias, las de tu clase. Tu sociedad, Pero, aun así, un hombre debe merecer su propio lugar en ella y crearse u turo con una influencia femenina tan perfecta y virtuosa como Hattie Blum. Tu padre decía que el hombre despreocupado y el melancólico vagarán juntos para siempre en un desierto moral.

– ¡Ya sé lo que diría mi padre! -protesté-. ¡Era mi padre, Peter! ¿No crees que conservo de él un recuerdo tan vivido como el tuyo?

Peter desvió la mirada. Pareció cohibido por la pregunta, como si yo estuviera desafiando su propia existencia, aunque sinceramente hubiera querido conocer la respuesta.

– Tú has sido como un hermano para mí -dijo-. Yo sólo pretendo verte satisfecho.

Un caballero nos interrumpió sin proponérselo. Rechacé un ofrecimiento de tabaco, pero di cuenta de un vaso de ponche caliente do manzana. Peter tenía razón. Era indiscutible.

Mis padres me habían legado un lugar en sociedad, pero ahora me tocaba a mí ganarme lo que aquél implicaba de lujos y excelencias. ¡Qué peligrosa inquietud había estado alimentando! Lo que debía hacer era disfrutar de las comodidades y satisfacciones de los círculos selectos a los que tenía acceso por mi ejercicio de la abogacía. Disfrutar de la compañía de una dama como Hattie, que nunca me había defraudado como amiga ni como influencia estabilizadora. Cerré los ojos y escuché los sonidos, los sonidos amistosos de satisfacción, aquella cordialidad que me rodeaba por todas partes y sofocaba mis desordenados pensamientos. Aquí las personas se comprendían unas a otras, no dudaban ni por un momento que entendían a quienes tenían alrededor, y que éstos a su vez las entendían a ellas perfectamente. Ése era el legado que me había sido transmitido.

Cuando Hattie regresó al salón, le hice una seña. Para su sorpresa, y sin más preámbulos, le tomé la mano y se la besé, y luego le besé en la mejilla delante de todo el mundo. Uno tras otro, los invitados guardaron silencio.

Usted lo sabe todo sobre mí -le susurré.

– ¡Quentin! ¿Se encuentra mal? Tiene las manos ardiendo.

– Hattie, usted conoce los sentimientos que me inspira, con independencia de los chismes venenosos que hayan vertido sobre mí, ¿no es así? ¿Acaso no me ha conocido siempre, aunque ellos bostecen y sonrían forzadamente? Usted sabe que soy honorable, que la he querido, que la quería ayer lo mismo que hoy.

Me tomó la mano entre las suyas y me recorrió un estremecimiento al verla tan feliz sólo por escuchar unas pocas palabras sinceras de mis labios.

– Usted me quería ayer y me quiere hoy, sí, ya lo sé. Pero ¿y mañana, Quentin?

A las once de aquella noche de su vigesimotercer cumpleaños, Hattie aceptó mi proposición de matrimonio con un sencillo gesto de asentimiento. Estábamos prometidos. El noviazgo fue declarado apropiado por todos los presentes. La sonrisa de Peter era tan ancha como la de todo el mundo, olvidadas por entero las rudas palabras que me había dirigido, y más de una vez se atribuyó luego la iniciativa de aquel compromiso.

Al final de la velada, apenas había vuelto a ver a Hattie, tan abrumados estuvimos ella y yo por los asistentes. Mi cabeza permanecía tan nublada por la bebida, el cansancio y un terrible sentimiento de satisfacción porcino había hecho algo perfectamente adecuado y razonable que Peter tuvo la precaución do meterme en un carruaje y dar al cochero la dirección de Glen Eliza. Pese a mi estado de atontamiento, despedí al cochero, un negro flaco, antes de llegar a casa.

– ¿Puede usted venir a recogerme a primera hora de la mañana? -le pregunté.

Le deslicé un águila de plata extra a fin de asegurarme que acudiría.

Al día siguiente, el cochero se encontraba de nuevo allí, en el acceso a mi casa. Estuve a punto de despedirlo porque yo no era el misino hombre que el día anterior. La noche había impreso en mi ánimo aquello que era real en esta vida. Me casaría. Y desde esa perspectiva me parecía obvio que me había interesado mucho más allá de lo razonable por las horas finales de un hombre al que su propio primo no dedicaba la menor atención. En cuanto al Fantasma, no me parecía menos obvio ahora que Peter tenía toda la razón acerca de él. El hombre debía de ser algún lunático inestable que habría oído mi nombre con anterioridad en una sala de audiencia o en alguna plaza pública, y se limitó a dirigirme aquel parloteo. ¡Nada que ver con Poe! ¡Con mis lecturas particulares! ¿Por qué permití que aquéllas (y Poe) me arrebataran la paz hasta tal punto? Apenas podía pensar en ello ahora. Decidí despedir el coche. Creo que si el honrado cochero no me hubiera mirado como desviviéndose por complacerme, así lo habría hecho, y no habría ido. En ocasiones me pregunto que sería diferente ahora.

Pero fui. Le di la dirección del doctor Brooks, decidido a efectuar mi última incursión en aquel «otro mundo». Y mientras nos dirigíamos a nuestro destino, yo pensaba en los relatos de Poe, en la decisión que toma el héroe, cuando ya no dispone de buenas opciones, para hallar cierta frontera imposible que la mayoría no osaría franquear. Ése fue el caso del pescador perdido en «Un descenso al Maelström», cuando se precipitó en el remolino de la eternidad. No es la simplicidad de una narración como Robinson Crusoe, que ante todo debe sobrevivir, que es lo que todos nosotros trataríamos de conseguir; pero vivir, sobrevivir, es sólo un comienzo para una mente como la de Poe. Incluso mi personaje favorito, el gran analista Dupin, busca voluntaria y caballerosamente penetrar sin ser invitado en un ámbito que provoca inquietud. Lo milagroso no es sólo el despliegue de su mente, de su razonamiento, sino que él está allí con todas las consecuencias. Una vez Poe escribió un cuento acerca del conflicto entre la sensatez y la sombra que hay en nuestro interior. La sensatez, lo que sabemos que deberíamos ser; la sombra, el peligroso y reidor Duende de lo Perverso, el conocimiento oscuro de lo que debemos hacer, haremos o, secretamente, quisiéramos hacer. La sombra prevalece siempre.

Atravesamos las sombrías avenidas, entre algunas de las residencias más elegantes, en dirección a la casa del doctor Brooks, hasta que fui impulsado hacia delante en mi asiento.

– ¿Por qué nos hemos parado? -pregunté.

– Es aquí, señor.

Rodeó el coche para abrirme la portezuela.

– Esto no puede ser, cochero.

– ¿Qué, señor?

– Que no. Debe de ser mucho más atrás, cochero.

– Fayette, dos-siete-cero, tal como usted dijo. Es aquí mismo.

Tenía razón. Me asomé a la ventanilla, mirando el lugar, y luego me tranquilicé.

Capítulo 4

Esto era lo que yo había imaginado: conversación con Brooks, tal vez un té. Él me hablaría de la visita de Poe a Baltimore y me detallaría los propósitos y los planes del poeta. Me revelaría el interés de Poe por encontrar a un tal señor Reynolds para alguna finalidad urgente. Quizá, incluso, Poe me habría mencionado a mí, el abogado que accedió a proteger la nueva revista. Brooks me ofrecería lodos los detalles del fallecimiento de Poe que yo, ingenuamente, había sabido que Neilson Poe iba a proporcionarle. Yo comunicaría el relato de Brooks a los periódicos, cuyos reporteros corregirían a regañadientes la displicente información publicada tras su muerte…

Aquél era el encuentro para el que me había preparado desde que por primera vez oí el nombre de Brooks.

En lugar de todo eso, en el número 270 de Fayette la única persona a la vista era un negro libre, solitario y decidido, desmontando una pieza carbonizada y rota de la armadura de madera de la casa…

Me detuve ante la dirección del doctor Brooks y quise de nuevo que aquél fuera el número equivocado. Debí haber llevado conmigo la guía de la ciudad para asegurarme de que se trataba del lugar adecuado, aunque había escrito la dirección en dos trocitos de papel ahora en bolsillos distintos del chaleco. Busqué en un bolsillo…

Dr. Nathan C. Brooks. Calle Fayette, 270.

Luego saqué del bolsillo el otro:

Dr. N. C. Brooks, Fayette, 270.

Aquélla había sido la casa. Sin duda.

El persistente olor de la madera quemada y húmeda me provocó un acceso de tos. El suelo del interior parecía enteramente cubierto de fragmentos de vajilla y de jirones chamuscados de tapicerías. Era como si se hubiera abierto una sima y hubiera engullido toda vida que se encontrara allí.

– ¿Qué ha pasado aquí? -pregunté, cuando recuperé el aliento.

– ¡Hay que ver! -repetía para sí el carpintero, que me dijo luego-: Gracias a Dios, los bomberos evitaron que fuera a más. Si el señor Brooks no hubiera contratado a un hombre incompetente y sin el chaparrón que cayó, la reconstrucción estaría concluida hace tiempo, y espléndidamente.

El operario me contó que el incendio se había producido unas tres semanas antes. Me apresuré a comparar mentalmente las fechas y me di cuenta, con sorpresa, de lo que significaba aquello. El fuego se había declarado precisamente alrededor de los días… de los mismos días en que Edgar Poe llegó a Baltimore y buscó la casa del doctor Brooks.

– ¿De qué quiere usted informar?

– Ya le he preguntado si podría usted llamar al oficial. A él le daré todos los detalles.

Me encontraba de pie, en la comisaría de policía del Distrito Medio.

Tras diversos intercambios de palabras similares a ése, el policía del registro volvió de la estancia contigua con un oficial de mirada sagaz. Toda mi urgencia de que se hiciera algo había renacido con fuerza, pero en un sentido por completo diferente. Mientras permanecía frente al oficial de policía y narraba los acontecimientos de las últimas semanas, sentí una oleada de alivio. Después de lo que había visto en casa de Brooks, después de respirar los últimos vestigios de la destrucción, contemplar las ventanas ahora vacías y sin vida, y los troncos chamuscados de alrededor, supe que aquello me había superado.

El oficial examinaba con expresión ambivalente los recortes de periódico que le alargué, mientras le explicaba los datos que la prensa había confundido o malinterpretado.

– Señor Clark, no sé qué puede hacerse. Si hubiera alguna razón para creer que en relación con esto se ha cometido algún acto punible…

Presioné el hombro del oficial como si acabara de encontrar a un amigo perdido.

– ¿Así lo cree?

Echó otro breve vistazo.

– Si se cometió un acto punible -dije, repitiendo sus palabras- precisamente la pregunta para la que usted debería hallar una respuesta, mi buen oficial. ¡Precisamente eso! Escúcheme. Lo encontraron vistiendo ropas que no le iban. Gritaba llamando a un tal Reynolds. No sé de quién podría tratarse. La casa a la que se dirigía cuando llegó quedó destruida por un incendio, quizá a la misma hora de su llegada. Y creo que un hombre, al que nunca había visto antes, trató de asustarme para que desistiera de investigar estos asuntos. ¡Oficial, este misterio no debe quedar un minuto más sin resolverse!

– Este artículo -dijo, volviendo al recorte de periódico- dice que Poe era escritor.

¡Aquello era un principio!

– Es mi autor favorito. De hecho, si es usted lector de revistas, apostaría a que conoce su obra literaria.

Enumeré algunas de las colaboraciones más conocidas de Poe en revistas: «Los crímenes de la calle Morgue», «El misterio de Marie Rogét», «La carta robada», «Tú eres el hombre», «El escarabajo de oro»… Pensé que el argumento de estos relatos de misterio, que tratan de delitos y asesinatos, podría tener especial interés para un oficial de policía.

– ¿Ése era su nombre? -El policía del registro que me habla saludado al entrar me interrumpió mientras yo recitaba mi lista-. ¿Poe?

Poe -confirmé, probablemente con excesiva aspereza.

El fenómeno siempre me había molestado. Muchos de los relatos y poemas de Poe alcanzaron gran fama, pero consiguieron privar al escritor de celebridad personal, oscureciéndolo a él. ¿A cuántas personas había conocido yo que podían recitar orgullosamente «El cuervo» entero, más algunos de los versos populares que lo parodiaban («El pavo», por ejemplo), pero eran incapaces de nombrar al autor? Poe atraía lectores que disfrutaban de él pero se negaban a admirarlo; era como si sus obras lo hubieran engullido por completo.

El policía del registro repetía la palabra «Poe», riendo como si el mismo nombre encerrara un gran chiste subido de tono.

– Usted ha leído algo de eso, oficial White. Aquella historia -dijo, dirigiéndose en tono de camaradería a su superior- en la que los cadáveres se encuentran ensangrentados y mutilados en una habitación cerrada, la torpe policía de París no puede sacar nada en claro y, ¡lo que menos se imagina, la cosa acaba con que el autor es un maldito mono que se le ha escapado a un marino! ¡Imagínese!

Como si fuera parte de la propia narración, el policía del registro adoptaba ahora la postura de un simio, con los brazos colgantes.

El oficial White frunció el ceño.

– Hay un tipo gracioso, un francés -continuó el otro policía-, que considera las cosas con toda la racionalidad de su magín, y que averigua en seguida toda la verdad.

– ¡Sí, monsieur Dupin! -precisé.

– Ahora recuerdo la historia -dijo White-. Le diré una cosa, señor Clark. Usted no puede basarse en el lenguaje confuso de esas historias ni para atrapar al más vulgar de los ladrones de Baltimore.

El oficial White remató su comentario con una risotada vulgar. El policía del registro, al principio indeciso, imitó el ejemplo de su jefe en un tono más elevado, de modo que había allí dos hombres riéndose ante mí, que permanecía en pie y era el instigador de todo aquello, sombrío como un sepulturero en plena guerra.

Yo abrigaba escasas dudas de que había un número infinito de iniciativas que aquellos policías podían haber aprendido, o tratado de aprender, de los cuentos de Poe. Por supuesto, el prefecto de policía a quien Dupin deja en evidencia en los relatos tenía más aptitudes que mis ocasionales compañeros para comprender aquello que se clasifica como misterioso, inexplicable e inconfesable.

– ¿Coinciden con usted los periódicos en que hay algo más que averiguar?

– Todavía no. He presionado a los redactores y continuaré utilizando mi influencia en ese sentido -prometí.

El oficial White me formuló más preguntas sobre cómo se me había hecho la advertencia. Sus ojos vagaron escépticamente mientras yo entraba en más detalles. Pero él seguía rumiando sobre nuestra conversación y, para mi sorpresa, convino en que era un asunto que la policía debía investigar. Me aconsejó que, mientras tanto, yo lo olvidara y no hablara de ello con nadie más.

Después de este episodio, durante varios días no ocurrió nada de particular. Peter y yo prosperamos gracias a algunos clientes importantes que recientemente habían recurrido a nuestros servicios. Vi a Hattie en una cena o en la calle Baltimore, dando un paseo del brazo de su tía, intercambiamos noticias y yo me sentí beatíficamente perdido en su serena voz. Un buen día recibí un mensaje del oficial White, pidiéndome que fuera a verlo cuando me viniera bien. De inmediato volvió a invadirme la inquietud. Me apresuré a la comisaría a decirle siquiera a Peter que me ausentaba.

El oficial White me saludó en seguida. De su mueca crispada deduje que parecía ansioso por decirme algo. Le pregunté si habla hecho progresos.

– Oh, sí, muchos. ¡Sí, yo diría que «progresos»!

Buscó en un cajón y me alargó los recortes de periódico que yo l§ había dejado.

– Pero, oficial, usted podría necesitar ese material para su investigación.

– No habrá tal investigación, señor Clark -dijo en tono concluyente, mientras se acomodaba en su silla, echando fuego por los OJOS.

Sólo entonces me di cuenta de que otro hombre se hallaba de pie a poca distancia, recogiendo su sombrero y su bastón de una mesa. Me daba la espalda, pero luego se volvió.

– Señor Clark -me saludó el hombre tranquilamente, tras un lento parpadeo, como si hiciera un esfuerzo por recordar mi nombre.

– He llamado al primo del señor Poe en relación con este asunto -dijo el oficial White, dirigiendo un gesto obsequioso a su invitado-. Le conocemos a través de la policía judicial y lo tenemos por uno de nuestros ciudadanos mejor considerados. Era primo del difunto. Ustedes, caballeros, parece que ya se conocían. El señor Poe ha tenido la amabilidad de tratar conmigo de sus preocupaciones, señor Clark. -Cuando el oficial White continuó, yo ya sabía qué iba a venir después-. El señor Poe cree innecesaria una investigación. Se muestra completamente conforme con lo que se sabe acerca de la prematura muerte de su primo.

– ¡Pero, señor Poe -repliqué-, usted mismo dijo que no era capaz de averiguar qué le había ocurrido a Edgar Poe en sus últimos días! ¡Reconozca que eso encierra un gran misterio!

Neilson Poe estaba ocupado cubriéndose con una capa. Mientras lo miraba, pensé con gran claridad en todo aquello de lo que yo f había sido testigo en relación con él, en su comportamiento y en su trato con su primo. «Me temo que no puedo decir nada más sobre el final», me dijo en su despacho. Pero ahora, consideraba yo, ¿daba a entender que no sabía nada más o que no me diría nada más?

Me incliné para acercarme a donde se sentaba el oficial White, para confiarme a él.

– Oficial, usted no puede… ¡Neilson cree que Edgar Poe está mejor muerto que vivo!

Pero el oficial White me cortó en seco.

– Y el señor Herring también está de acuerdo con el señor Poe. Quizá usted lo conozca…, el comerciante de maderas de construcción. Es otro de los primos del señor Poe, y fue el primer pariente que se presentó en el colegio electoral del Distrito Cuarto, instalado en el hotel Ryan's, el día en que el señor Poe fue encontrado allí en estado de delirio.

Henry Herring se hallaba en la puerta de la comisaría, aguardando a Neilson Poe. A la mención de su temprana presencia cuando Edgar Poe fue descubierto, Herring respondió bajando la mirada. Herring era de complexión más robusta y de estatura más aventajada que Neilson, y ofrecía una expresión severa. Me estrechó la mano con gesto ceremonioso, pero sin el más mínimo interés por mí. Lo reconocí en seguida como otro de los cuatro asistentes al mínimamente concurrido entierro de Poe.

– Dejemos reposar a los muertos -me dijo Neilson Poe-. Su interés me sorprende, lo encuentro… algo peculiar, señor Clark, y también morboso. Quizá usted se parezca a mi primo en algo más que en la caligrafía.

Neilson Poe nos dirigió unas tranquilas buenas tardes y salió con paso vivo.

– Paz para sus cenizas -dijo Henry Herring en tono solemne, y luego se reunió con Neilson frente al edificio.

– En todo caso ya tenemos bastantes problemas que nos preocupan, señor Clark -empezó a decir el oficial White una vez se hubieron marchado los parientes de Poe-. Están los vagabundos, los noctámbulos y los extranjeros que merodean, corrompen, roban nuestros Almacenes y desmoralizan a los buenos chicos cada vez más a medida que la ciudad crece. No tenemos tiempo para asuntos menores.

El discurso del oficial continuó, y mientras hablaba interminablemente, dirigí una mirada nerviosa por la ventana. Mis ojos siguieron a Neilson Poe y a Henry Herring hasta un carruaje. Cuando se Abrió la portezuela, vi a una mujer pequeña pero proporcionada «guardando en el interior. Neilson Poe montó y se colocó al lado de pila. Sólo necesité un momento para advertir que su aspecto me resultaba misteriosamente familiar. En otro momento, recordé, con un escalofrío que me llegó a los huesos, dónde la había visto o, más bien, dónde había visto a una mujer parecida a ella. Era casi una doble, una gemela del joven amor fenecido de Edgar Poe, Virginia. Por lo que a mí respecta, ella era Virginia, ¡la querida Sissy de Poe!

Recordando el semblante de Sissy Poe, captado a las pocas horas días su muerte, se grabaron en mi mente algunos versos del propio Edgar Poe.


Hila, la bella y bien plantada, que ahora yace profundamente,

con la vida en la dorada cabellera, pero no en los ojos.

La vida todavía allí, en la cabellera; la muerte en los ojos.


Pero ¡alto! No puedo creerlo. En la descripción de la hermosa muchacha llamada Lenore en su lecho de muerte -«que ahora yace profundamente»-, Poe emplea las mismas dos palabras finales de advertencia del fantasma. No es prudente entrometerse en ciertos asuntos e ir propalando ruines mentiras. ¡Después de todo, la advertencia había tenido que ver con Poe! ¡Ruines mentiras! [4]

Me asomé a la ventana y observé cómo el carruaje desaparecía sin más.

El oficial White suspiró.

– Admita usted, señor Clark, que aquí no hay nada más que hacer. ¡Le ruego que olvide esas preocupaciones! Al parecer se siente usted inclinado a atribuir algo especial a sucesos de lo más corriente. ¿Está usted casado, señor Clark?

Ante esta pregunta mi atención volvió a centrarse en el oficial. Dudé.

– Me casaré pronto.

Rompió a reír, como quien sabe de qué va el asunto.

– Bueno. Tendrá mucho de qué ocuparse sin necesidad de pensar en este desdichado caso; de lo contrario, su enamorada acabará rompiendo el compromiso.

Si la página en blanco que tenía ante mí reflejara cabalmente mis sentimientos, describiría el desaliento que se apoderó de mí tras aquel episodio. Permanecía sentado ante la ventana empañada por la niebla, observando el ordenado éxodo del personal que salía de las oficinas situadas alrededor de la nuestra. Continué allí cuando Peter ya se había ido. Debía haberme sentido a gusto. Hice cuanto pude. Incluso hablar con la policía. No me quedaba más por intentar. Un manto de rutina parecía extenderse ante mí.

Los días transcurrían así. Caí en un estado de ennui, extremo hasta la desesperación que ninguna de las amenidades sociales era capaz de aliviar. Entonces llamaron a la puerta y me entregaron una carta. Se trataba de un mensajero enviado por el ateneo, donde el empleado de la sala de lectura, al no verme durante algún tiempo, decidió mandarme unos recortes de periódicos que habían llegado a sus manos. Recortes de varios años antes, entre los que destacaban algunos que aludían a Poe, y el empleado, recordando sin duda mis indagaciones, pensó remitírmelos acompañados de una carta.

Uno de los recortes reclamó toda mi atención.

Piensen en ello.

Había estado allí todo el tiempo.

Capítulo 5

16 de septiembre de 1844

Nuestro periódico ha sido informado por una dama amiga del brillante y errático escritor Edgar A. Poe, de que el ingenioso héroe del señor Poe, C. Auguste Dupin, está claramente inspirado en una personalidad real, con la que comparte nombre y proezas, conocida por su gran capacidad de análisis. Ese respetado caballero es ampliamente conocido en París, cuya policía con frecuencia requiere su colaboración en casos aún más confusos que los descritos por el señor Poe en sus extraños relatos protagonizados por el señor Dupin, De ellos, «La carta robada» constituye la tercera entrega (aunque los editores esperan que a ella sigan otras). Nos preguntamos cuántos miles de casos apremiantes planteados en los últimos años en nuestro propio país hubiera podido resolver, sin esfuerzo, este auténtico genio parisiense. Y cuántos resolvería de los que van a surgir.

Capítulo 6

Mientras sostenía en las manos el recorte, experimenté un inexpresable dilema en mi interior y en relación a cuanto me rodeaba. Me sentía embargado por la emoción.

Pocos minutos después de que el mensajero del ateneo saliera de mi despacho, Peter irrumpió con un montón de documentos.

– ¿Cómo es que se te ve tan nervioso, Quentin? -preguntó.

Creo que se trató de una mera pregunta retórica, pero yo estaba tan entusiasmado que le respondí:

– ¡Compruébalo por ti mismo, Peter! El empleado del ateneo me lo ha enviado junto con otros artículos.

No sé por qué no me contuve. Quizá porque las consecuencias ya no me importaban.

Peter leyó el recorte despacio, y su rostro se ensombreció.

– ¿Qué es esto? -inquirió, apretando los dientes.

No puedo dejar de comprender la reacción que siguió. Al fin y al cabo teníamos una vista en el palacio de justicia a la mañana siguiente. Peter había estado moviéndose por el despacho, preparando el caso frenéticamente, hasta el preciso momento en que entró. Imaginen cómo encontró a su socio. ¿Estudiando documentos para el juicio de nuestro cliente? ¿Comprobando por última vez si había errores? No.

– Hay un Dupin real en París… Quiero decir el personaje de Poe, un genio de la investigación -expliqué-. Muy famoso en la región de París. ¿Lo ves? Es un milagro.

Arrojó el recorte sobre mi mesa.

– ¿Poe? ¿Es eso lo que has estado haciendo todo el día?

– Peter, debo averiguar quién es esa persona a la que se refiere ti artículo y traerla aquí. Tenías razón cuando dijiste que yo no podía hacer el trabajo solo. Él puede hacerlo.

En mi anaquel había una edición de los Cuentos, de Poe. Peter Agarró el libro y lo agitó ante mi rostro.

– ¡Yo pensaba que habías terminado con esa locura de Poe, Quentin!

– Peter, si este hombre existe, si un hombre con una mente tan extraordinaria como C. Auguste Dupin realmente está allí, entonces podré cumplir mi promesa a Poe. ¡Poe me ha estado diciendo todo este tiempo cómo hacerlo, a través de las páginas de sus propios relatos! El nombre de Poe debe ser rehabilitado. Rescatado de una eternidad de injusticia.

Peter se dispuso a tomar de nuevo el recorte de periódico, pero yo se lo quité de la mano, lo doblé y me lo guardé en el bolsillo.

Pareció angustiado por eso. Una de las enormes manos de Peter avanzó como para agarrar algo, como si necesitara ahogar algo, siquiera el aire. Con la otra mano, arrojó directamente el libro de Poe a la chimenea, cuyas llamas habían sido avivadas por uno de los escribientes apenas media hora antes, hasta convertirse en un agradable luego.

– ¡Ahí! -dijo.

La chimenea chisporroteó con su sacrificio. Creo que Peter lamentó al instante su precipitada acción, pues la fiereza de su semblante derivó hacia la tristeza en cuanto las llamas alcanzaron las páginas del libro. Menos mal que no era uno de los volúmenes que yo apreciaba por su encuadernación o por algún apego sentimental concreto. No era el ejemplar que me había dedicado a leer en los diarios tranquilos que siguieron al telegrama que me comunicaba la muerte de mis padres.

Pero, sin pensarlo, con la rapidez de movimientos que siempre manifesté, alcancé el libro y lo saqué. Permanecí de pie en mitad de la habitación, con el libro en llamas en la mano. La manga se convirtió también en un anillo ardiendo a la altura del puño. Pero me mantuve resueltamente en el mismo lugar mientras Peter pestañeaba, con una mirada de indefensión en sus ojos muy abiertos, que brillaban al fuego. Por fin se hizo cargo de lo que estaba viendo: a su socio agarrando un libro en llamas, mientras éstas empezaban a rodear su brazo. Resultaba extraño que cuanto más desvarío reflejaba su expresión, más tranquilo me mostraba yo. No podía recordar haberme sentido alguna vez tan fuerte, tan decidido en mi propósito como en aquel preciso momento. Ahora sabía lo que necesitaba hacer.

Hattie había entrado en la habitación en mi busca. Se quedó mirándome a mí y el objeto que se quemaba, y que yo seguía sujetando, no exactamente con sorpresa, sino con un raro destello de ira.

Arrojó una alfombra del salón sobre mi brazo y apagó las llamas dando golpes con la palma de la mano. Peter se recuperó lo bastante para suspirar por el incidente, y luego comprobó los desperfectos en la alfombra antes de ponerse a hablar con Hattie. Hubo comentarios y preguntas por parte de ambos y exclamaciones de dos escribientes que corrieron a ver qué pasaba, y se me quedaron mirando como si yo fuera una bestia salvaje.

– ¡Fuera! ¡Fuera de este despacho, Quentin! -gritó Peter, señalándome con mano temblorosa.

– ¡No, Peter, por favor! -exclamó Hattie.

– Muy bien -dije.

Me dirigí a la puerta de mi despacho. Hattie me pedía que regresara, pero yo no me volví. Yo sólo tenía la mente ocupada en cosas lejanas, como si se desplegaran delante de mí, a la manera de prolongaciones de aquellas salas, los largos paseos, el bullicio de los cafés llenos de vida, los acordes de músicas desenfadadas y soñadoras de bailes y fiestas. La solución aguardaba en una distante metrópoli.

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