Libro III

BALTIMORE 1851

Capítulo 11

Raciocinación -nombre-: Acto de razonamiento deliberado, calculado, a través de la imaginación y del espíritu. íntima observación y pronóstico de las complejidades de la actividad humana, en especial la frecuente sencillez de dicha actividad. No equivale al mero «cálculo» ni a la «lógica».


Al principio, yo vigilaba constantemente en busca de algún error por mi parte que pudiera apartarse del camino de la raciocinación de Auguste Duponte (la definición de más arriba es mía -Webster y otros editores podrían corregir las suyas-, y la redacté mientras observaba a Duponte durante nuestro viaje transatlántico). Quería ayudar pero sin ser un obstáculo. Y dio la casualidad de que cometí mi primer error mucho antes de que hubiéramos empezado.

Estaba yo sentado frente a él en mi biblioteca la tercera mañana después de la llegada a Baltimore. Él permanecía instalado en el sillón más cómodo. Yo veía al analista en la más completa ociosidad. Decir «ociosidad» da una impresión incompleta, puesto que estaba constantemente ocupado. Pero sus esfuerzos eran pausados y tranquilos.

Duponte leía todos los artículos de periódico que yo había reunido sobre la muerte de Poe. También le proporcioné otros materiales relativos a Poe: notas biográficas de publicaciones y revistas, grabados, así como mi correspondencia personal con el autor. Duponte leía los periódicos como el gobernador de un estado hubiera leído las noticias durante el desayuno, con aquella forma de agarrar fuerte la página que sugería dominio sobre ella.

Aquel día, cuando advirtió mi presencia al otro lado de la habitación, hizo el súbito movimiento de cabeza que yo casi esperaba que haría al pronunciar su conclusión acerca de la muerte de Poe.

– Necesitaré el resto -dijo.

– Sí.

Dudé. Creí haber entendido a qué se refería, y su sorprendente error, pero no quise desanimarlo.

Monsieur Duponte, entre las extravagancias de la prensa, es improbable que haya muchos artículos más que se hayan ocupado de la muerte de Poe.

Duponte me alargó mi cuaderno de notas y luego tamborileó sobre el gran cartapacio de los recortes.

Monsieur Clark, yo no necesito precisamente esos artículos, sino los periódicos de los que fueron recortados. Y tal vez los números de esos periódicos de una semana antes y otra después de cada artículo.

– Pero yo examiné los periódicos enteros siempre que me fue posible, en busca de la mínima referencia al poeta en la columna más escondida, incluso la simple mención de su nombre. Le aseguro que ésos fueron los únicos artículos relativos a Poe que se pueden encontrar.

– ¡Será zopenco! -se lamentó, suspirando.

Supongo que es imposible dar cuenta de su actitud sin conocerlo personalmente, pero yo me había ido acostumbrando a las frecuentes exclamaciones de este tipo proferidas por Duponte, las cuales yo ya no interpretaba como insultos.

Duponte prosiguió:

– Los recortes no bastan, monsieur. Tan revelador es lo que rodea la información como la información misma. Pase por alto las columnas que hacen palpitar de emoción el corazón del vulgo, léalo todo además de eso, y aprenderá mucho. Usted ha sacrificado una gran porción de inteligencia en cada artículo al separarlo de la página donde venía.

A decir verdad, era difícil reprimirse de manifestar incomodidad ante el ritmo que llevaba Duponte. Supongo que yo debería haberlo previsto. Poe había reconocido las exigencias de una inteligencia tan compleja. En sus cuentos, C. Auguste Dupin emprende meticulosas revisiones de informaciones de prensa sobre los crímenes de que se trata, antes de aventurarse a resolver los casos.

Pero había una diferencia, en lo que a tiempo se refiere, entre esos relatos literarios y nuestra empresa: nosotros no estábamos solos. Del fondo de mi mente surgía, en toda ocasión, la fantasmal imagen de mi raptor, Dupin. (Comprobando esta frase, advierto que no debería escribir «Dupin» así, porque entonces pienso automáticamente en el C. Auguste Dupin de los cuentos de Poe. Aunque haga más gasto de tinta, pondré «Claude Dupin» o «barón Dupin».) En ocasiones, incluso creí ver su rostro en una ventana abierta, entre la multitud de la calle Baltimore, sonriéndome astutamente. ¿De veras había venido el barón a América, o su anuncio fue un engaño para confundir a sus acreedores de París?

Empecé a reunir todos los periódicos que Duponte había pedido. El imponente edificio del Baltimore Sun había sido la primera estructura de hierro de la ciudad. Aunque algunos consideraban hermosa la construcción de cinco plantas, ese término resultaba inadecuado. Imponente: eso era lo que uno pensaba mientras caminaba a través de los despachos del periódico, con las prensas y las máquinas de vapor silbando abajo, en el sótano, transmitiendo calor a las botas; y al sentir la crepitante maquinaria del telégrafo como una lluvia que cayera del techo del segundo piso. Uno se encontraba en medio de algo poderoso, algo que satisfacía a nuestros ciudadanos.

Visité también los competidores del Baltimore Sun, los periódicos whigs Patriot y American, así como los de tendencia demócrata) como el Clipper y el Daily Argus, y gradualmente aporté a Duponte todo cuanto había solicitado de Baltimore. Luego empecé a buscar en el ateneo más material de otros estados y cualesquiera nuevas noticias acerca de Poe.

No había avisado a Hattie ni a Peter de mi regreso. La prohibición que la tía Blum impuso a Hattie de que me escribiera persistió durante mi estancia en París. En sus últimas y escasas cartas, Peter decía poco de Hattie o de cualquier otro asunto de interés, pero aludió a ciertas cuestiones delicadas de negocios sobre las que necesitaba hablarme. Yo sentía un fuerte deseo de comunicarme con ambos. Pero era como si el mundo ajeno a mi relación con Duponte hubiera quedado en suspenso; como si me hubiera visto atrapado en un universo hecho tan sólo de la mente de Duponte y de sus ideas, y no pudiera recuperar mi lugar habitual en tanto la tarea emprendida no finalizara.

Aunque mi estancia en el extranjero se prolongó tan sólo una temporada, advertí con percepción agudizada todos los cambios ocurridos en Baltimore. La ciudad iba creciendo de día en día, o ésa era la impresión que daba. Por todas partes había cascotes, escaleras de mano, viguetas y útiles de construcción. Almacenes de cinco pisos habían superado en altura las viejas mansiones. Todo eso llevaba el marchamo de la novedad, como el polvo de las obras, que extendía una opaca palidez sobre la ciudad. Pero había algo más que no sé cómo definir. Insatisfacción. Melancólica inquietud. Eso es lo que se percibía yendo por la calle.

En la sala de lectura del ateneo me senté a una mesa, con mi cuaderno de notas, y abrí un periódico. Recorrí las columnas, deteniéndome varias veces para estudiar algún fragmento interesante de noticias que se hubieran producido en mi ausencia. Entonces lo vi. Mi corazón se aceleró a causa de la sorpresa, el alborozo y el temor. No hubiera sido capaz de concretar cuál de esas sensaciones era la dominante. Pasé al siguiente periódico, y luego a otro. No se trataba de una mención suelta en las últimas páginas. No. ¡Había menciones por doquier! ¡Todos los diarios publicaban algún comentario sobre la muerte de Poe! Quedaban muchos detalles por aclarar acerca de las misteriosas circunstancias del fallecimiento del poeta, escribía el Clipper. «El tema predilecto de conversación en los círculos literarios ha sido la muerte de aquel hombre melancólico que fue Edgar A. Poe», decía un semanario de a dólar. El escritor era al mismo tiempo un ser extraño y temeroso.

Los artículos apenas aportaban detalles concretos. En lugar de eso, cada página era como un repartidor de prensa que voceara ad infinitum algún ahorcamiento sensacional, pero sin explicar los antecedentes.

Me apresuré hacia la entrada de la sala, donde se sentaba el anciano empleado. Otro usuario de la sala de lectura se encontraba al otro lado del escritorio, pero como no se dirigía al empleado, lo hice yo.

– ¿Qué es todo eso a propósito de Edgar Poe? ¿Qué ha sucedido? -pregunté.

– Señor Clark -respondió el empleado mirándome con gran interés-, ¡ha estado usted ausente mucho tiempo!

– No hace tantos meses, mi buen señor, apenas se manifestaba interés alguno por la muerte de Edgar Poe. Ahora es un tema que aparece en las columnas de todos los periódicos.

El empleado parecía dispuesto a contestar, cuando fuimos interrumpidos.

– ¡Sí, sí!

Ambos nos volvimos al otro lector, en el que yo me había fijado. Era un hombre corpulento, con cejas como de alambre. Antes de continuar sepultó su enorme nariz en un pañuelo.

– También yo lo he leído -dijo adoptando un tono de familiaridad y propinándome un suave codazo, como si hubiéramos comido en el mismo pesebre.

Lo miré inexpresivamente.

– ¡La muerte de Poe! -continuó-. ¿No es maravilloso?

Estudié al desconocido.

– ¿Maravilloso?

– Desde luego -replicó con suspicacia-. ¿Considera usted a Poe un genio, caballero?

– ¡Y en el más alto grado!

– ¿De veras cree usted que no se ha escrito en el mundo mejor prosa que «El escarabajo de oro»?

– Tan sólo lo supera «Un descenso al Maelstróm» -respondí.

– Bien, pues entonces ¿no es maravilloso que finalmente reciba la atención que merece de los redactores de periódicos? Quiero decir, la tristísima muerte de Poe.

Se llevó la mano al sombrero, saludando al empleado, y luego abandonó la sala de lectura.

– Decía usted… ¿Qué es lo que ha llamado su atención? -me preguntó el empleado.

– ¿Por qué los periódicos…? -Mis pensamientos se perdieron en el recuerdo de lo que el otro hombre acababa de decir. Pregunté señalando la puerta-: ¿Quién era ese caballero que estaba ahí delante y que acaba de despedirse?

El empleado no lo sabía. Me excusé y corrí hasta la esquina de la calle Saratoga, pero no había rastro de él.

Me impresionó tanto esa combinación de fenómenos -los periódicos, el extraño entusiasta de Poe, la inquietud que parecía aquejar a la ciudad-, que al principio no presté mucha atención a una mujer mofletuda y de cabello plateado, sentada en un banco no lejos del ateneo. Estaba leyendo ¡un libro de poemas de Edgar A. Poe! En este punto podría decir que yo disponía de una ventaja única de observación. Habiendo adquirido todos los volúmenes publicados de los escritos de Poe, era capaz de reconocer las ediciones a gran distancia por pequeños detalles de su aspecto, tamaño y grabados, únicos y propios de cada uno. Supongo que mi orgullo no podía ser mucho porque no abundaban las colecciones. A Poe no le gustaban las pocas que había. «Los editores timan -se lamentaba en una de las cartas que me dirigió-. Estar controlado es estar arruinado. Estoy decidido a ser mi propio editor.» Pero eso no llegó a suceder. Su situación financiera era un desastre, y la prensa periódica seguía retribuyéndole miserablemente por sus escritos.

Permanecí de pie vigilando el banco de la mujer y la observé enderezar el dedo para pasar las páginas con las puntas dobladas y manchadas. Ella no advirtió mi presencia, tan ensimismada estaba en las páginas finales del cuento, las del sublime hundimiento de «La caída de la Casa Usher». Antes de que me diera cuenta, había cerrado el libro, con aire de honda satisfacción, y se escabulló como si huyera de las ruinas del desmoronamiento de los Usher.

Decidí indagar en una librería próxima sí el debate sobre Poe había atraído más público. Era uno de los establecimientos con menos probabilidades de Henar sus anaqueles con cajas de cigarros, retratos de indios y cualquier cosa que no fueran libros, lo cual se había convertido en una creciente tendencia de esos comercios desde que cada vez más personas adquirían los libros por suscripción. Me demoraba en el vestíbulo principal cuando vi a otra mujer mientras cometía el más insólito de los delitos.

Estaba subida a una de las escaleras de mano de la tienda, empleadas para examinar el contenido de las estanterías más altas. El delito, si así puede llamarse, no era la sustracción de un libro, lo cual ya hubiera resultado bastante digno de señalar y extraño, sino la colocación en el anaquel de un libro sacado de entre los pliegues de su mantón. Luego subió al siguiente peldaño de la escalera y añadió otro libro a los expuestos, extraído también del mantón. La mujer quedaba oscurecida a mi vista por el resplandor que entraba por la amplia claraboya, pero sí pude ver que llevaba un bonito vestido y un sombrero. No era una de las vistosas mariposas que se encontraba uno paseando por la calle Baltimore. Su nuca hacía presagiar una piel dorada, como también la porción de brazo que dejaba ver su guante. Bajó de la escalera y se dirigió a una hilera de estanterías. Avancé por el pasillo que se extendía paralelamente a aquélla y la encontré aguardando en el extremo.

– Es de mala educación -dijo en francés, con un fruncimiento de sus labios recorridos por una cicatriz- que un hombre se quede mirando fijamente.

– ¡Bonjour! -Mi antigua captora en la fortaleza de París, la compatriota del barón Dupin, se encontraba delante de mí-. Mis excusas. En ocasiones parece que me quedo con la mirada fija, como si estuviera ido, ¿sabe?

Pero aquélla no había sido una de mis miradas ensimismadas. Su belleza letal volvió a mostrarse en cuanto me echó la vista encima, y yo me dediqué a mirar a todas partes para romper su dominio sobre mí. Tras recuperarme, dije en un susurro:

– ¿Qué diablos está usted haciendo?

Sonrió como si aquello fuera lo más evidente.

Subí unos pocos peldaños de la escalera en la que la había visto encaramada, y saqué el libro que ella había colocado en el estante. Era una edición de los cuentos de Poe.

– Es lo contrario de lo que acostumbro: poner cosas valiosas en un lugar.

Se echó a reír con alegría infantil ante esa idea. Cuando sonreía adoptaba el aspecto de una niña, en particular ahora, que se había cortado mucho el cabello.

– ¿Valiosas? ¡Éstas sólo son valiosas para lectores capaces de apreciar a Poe! -dije-. ¿Y por qué pone los libros tan arriba, donde son difíciles de encontrar?

– A la gente le gusta esforzarse para alcanzar algo, monsieur Quentin.

– Usted ha hecho esto por orden del barón Dupin. ¿Dónde está él?

– Ha empezado a trabajar para resolver la muerte de Poe. Y lo logrará.

La cabeza, me daba vueltas.

– ¡Él no tiene nada que ver con esto! ¡No tiene nada que hacer aquí!

– Considere esto una suerte -replicó ella crípticamente.

– Yo no considero una suerte que utilice este asunto tan serio para divertirse y lucrarse.

– Pues ha encontrado una actividad más útil que asesinarlo a usted.

– ¿Asesinarme a mí? -Traté de que mi voz sonara cortés-. ¿Y por qué habría de hacerlo?

– Cuando usted escribió sus cartas al barón Dupin, se refirió por extenso a la necesidad urgente de ayuda para desentrañar la muerte del añorado señor Poe. «El mayor genio conocido, según las publicaciones literarias americanas, y cuya desaparición se lamentará siempre», etcétera.

Aquello era una repetición literal de mi manera de pensar.

– Imagine la sorpresa del barón cuando llegamos aquí, a Baltimore, hace unas semanas. Ninguna dama lamentándose de la desaparición del pobre Poe. Ningún tumulto demandando justicia para el poeta. Fueron pocas las personas que pudimos encontrar que supieran con detalle quién fue Edgar Poe, aparte decir que se trataba de un escritor de fantasías extrañas para el vulgo. La mayoría ignoraba, desde luego, que el tal monsieur Poe había pasado a mejor vida.

– Es cierto -admití en tono de desafío-. Son muchos, mademoiselle, los que mostrarán recelo e indiferencia hacia el genio, y la singularidad de Poe lo convierte en un blanco apropiado para eso. ¿Y qué pasa?

– El barón Dupin ha venido a dar respuesta a la demanda de aclarar la muerte de Poe. ¡Y aquí no se aprecia demanda alguna!

Guardé silencio. Supongo que no podía argumentar en contra de la frustración del barón, pues yo mismo había experimentado idéntico sentimiento.

– Me habrá culpado a mí -murmuré.

– Bueno, no imagine que mi amo se muestra muy indulgente con usted. En realidad, al comprobar que hemos viajado muy lejos y con gran gasto sin ninguna finalidad, el barón no tardó en ponerse furioso.

Creo que debí de mostrar aprensión, porque ella sonrió.

– No tema nada, monsieur Quentin -dijo, pero por alguna razón su sonrisa me hizo sentir menos seguro. Quizá se debía a la cicatriz que le dividía en dos la boca-. No creo que esté usted expuesto a alguna amenaza… de momento. Sin duda ha visto lo que ha ocurrido últimamente con el reconocimiento de Poe en su ciudad.

– ¿Se refiere a los periódicos? -Y empecé a sacar conclusiones-. ¿Tienen ustedes algo que ver con eso?

Se explicó. En primer lugar, el barón insertó anuncios en todos los periódicos de la ciudad, ofreciendo sustanciosas recompensas n cambio de «información vital» sobre la «misteriosa y desdichado muerte» del poeta Poe. Realmente no esperaba recibir en seguida noticias de testigos. Antes bien, los anuncios sirvieron para su verdadero propósito: suscitar preguntas. Los redactores de los periódicos se emocionaron y siguieron su camino. Ahora la gente clamaba por más y más Poe.

– Estamos contribuyendo a avivar la imaginación del público -dijo Bonjour-. Creo que los libros de Poe han conocido ahora Un auge de ventas.

Volví a pensar en la mujer del parque…, en el entusiasta de Poe en la sala de lectura…, y en Bonjour plantando libros para que más personas pudieran encontrarlos.

Se volvió para marcharse, pero la retuve. Si alguien nos estuviera mirando, con mi mano envolviendo la muñeca enguantada de una joven, se suscitaría un pequeño escándalo que se propagaría a la velocidad del telégrafo hasta llegar a oídos de la tía de Hattie Blum. En Baltimore, las frescas brisas del norte se sumaban a la rígida etiqueta del sur, y eso daba lugar al cotilleo.

Fue un impulso doble lo que me hizo tomarla de la mano. En primer lugar, me cautivaba una vez más su descuidada belleza, tan sorprendentemente transformada en Baltimore, tan distinta de la apariencia normal de las jóvenes locales, como salidas de un figurín. En segundo lugar, ella podía saber algo de la muerte de Poe. Tercero -pues supongo que el impulso podría considerarse triple-, yo sabía que en el lugar de donde procedía, París, tocar la mano de una dama era un gesto que pasaba casi inadvertido, y eso me animó. Pero sus ojos me miraron echando fuego, y con un suspiro aparté mi mano.

Me resulta difícil describir la sensación que me invadió al contacto, siquiera momentáneo, con aquella dama. Era la sensación de que en un momento dado podía verme transportado a cualquier lugar del mundo, a la vida de cualquiera, casi como si no hubiera restricción alguna para mi cuerpo; era en cierto modo un sentimiento espiritual, un sentimiento tan ligero como una estrella en el firmamento.

En cuanto la hube soltado, en medio de los anaqueles de libros y para mi sorpresa, sus manos se alzaron hacia mí y me aferraron con mucha más firmeza que la que yo empleé con ella. No pude desprenderme de sus dedos en mis manos, y permanecimos de pie mirándonos cara a cara largo rato.

– ¡Caballero! ¡Aparte la mano, haga el favor! -exclamó en un tono ultrajado y virginal.

Su exclamación atrajo las inquisitivas miradas, como los ojos de Argos, de cuantos se hallaban en la tienda, sentados a cada mesa y en cada banco. Una vez me hubo soltado, traté de parecer que me entretenía mirando distraídamente los libros que tenía más a mano. Para cuando las miradas se apartaron, ella ya se había marchado. Eché a correr a la calle y la localicé, con la parte posterior de la cabeza protegida ahora por una sombrilla de rayas.

– ¡Alto! -grité, apresurándome a colocarme a su lado-. Sé que sus intenciones son buenas. Se preocupó de mi seguridad cuando el tiroteo en las fortificaciones. ¡Me salvó la vida!

– Parecía usted dispuesto a ayudarme cuando creyó que el barón me obligaba a servirlo. Eso fue… -se mordió el labio inferior al pensar en aquello- inusual.

– Debe usted saber que este asunto es demasiado importante como para suscitar emociones baratas a través de los periódicos. Tienen que parar eso ahora mismo.

– ¿Cree que puede apartarnos de nuestra tarea con tanta facilidad? He leído algo de su amigo Poe. Parece que su arte consiste principalmente en decir cosas sencillas de una manera que las hace difíciles de comprender, y cosas triviales de una forma misteriosa que las hace parecer solemnes. -Bonjour se detuvo por un momento para mirarme. También yo me paré-. ¿Está usted enamorado, monsieur Clark?

Yo había dejado de concentrarme en Bonjour. Mi mirada se había posado en las inmediaciones, donde una mujer caminaba a buen paso por la acera. Tendría unos cuarenta años y era bastante atractiva. Mis ojos la siguieron calle abajo.

– ¿Está usted enamorado, monsieur? -repitió suavemente Bonjour, siguiendo el objeto de mi mirada.

– Esa mujer… Se parece mucho a la que vi acompañando a Neilson Poe, un primo de Edgar, ¿sabe?…

No hubiera querido dejar escapar aquellas palabras.

– Ah, ¿sí? -dijo Bonjour.

Su tono, más suave, me impulsó a concluir la frase.

– Se parece mucho a un retrato que vi de Virginia Poe, la difunta esposa de Poe.

Lo cierto era que el hecho de ver a aquella mujer parecía acercarme a la vida de Edgar Poe. Su figura pronto quedó bloqueada por la multitud. Entonces me di cuenta de que Bonjour ya no estaba a mi lado. Mirando en derredor, advertí que se estaba aproximando a la mujer, ¡a aquella copia de Virginia Poe!, y sentí ira contra mí mismo por haber revelado lo que sabía.

– ¡Señorita! -la llamó Bonjour-. ¡Señorita!

La mujer se volvió y se situó frente a Bonjour. Yo permanecí al margen, pues si bien no creía que la mujer me hubiera visto en la comisaría, deseaba mantenerme seguro.

– Oh, lo siento -dijo Bonjour, con un convincente acento sureño que imitaba el de algunas beldades a las que habría oído por la ciudad, y continuó-: Se parecía tanto a una dama a la que yo conocía…, pero me he equivocado. Quizá ha sido solamente por ese encantador gorro…

La mujer le dedicó una amable sonrisa y se dispuso a volver la espalda a Bonjour.

– ¡Pero es que se parece tanto a Virginia! -dijo ahora Bonjour como hablando para sí misma.

La mujer se volvió de nuevo.

– ¿Virginia? -preguntó con curiosidad.

Pude advertir una expresión de gozo extenderse por el rostro de Bonjour, al saber que había logrado su objetivo.

– Virginia Poe -dijo Bonjour adoptando un aire sombrío.

– Ah, ya -replicó la mujer en voz baja.

– Sólo la vi una vez, pero las aguas del Leteo nunca la borrarán de mi memoria -dijo Bonjour de corrido-. ¡Es usted tan hermosa como lo era ella!

La mujer bajó la vista ante el cumplido.

– Soy la esposa del señor Neilson Poe -se presentó-. Josephine. Me temo que nadie igualará nunca en hermosura a mi querida hermana.

– ¿Su hermana, señora?

– Sissy. Quiero decir Virginia Poe. Era mi hermanastra. Era toda coraje y seguridad en sí misma, incluso en su situación de debilidad. ¡Siempre que veo su retrato…!

Se detuvo, incapaz de seguir con el hilo de sus pensamientos. ¡Así que era aquello! Neilson estaba casado con la hermana de la difunta esposa de Edgar Poe. Tras algunas palabras de condolencia, caminaron juntas y Josephine Poe respondió tranquilamente a las preguntas sobre Sissy. Yo las seguí a corta distancia para escuchar.

– Una noche, en la época en que Edgar y Sissy residían felices en Filadelfia, en la calle Coates, Sissy cantaba acompañándose a su querido piano cuando se le rompió un vaso sanguíneo. Se derrumbó en mitad de la canción. Aquello fue como un preludio de su pérdida. Especialmente para Edgar. El invierno de su muerte se hallaban en una situación de pobreza tal que lo único que podía dar calor a Sissy en sus frías habitaciones era el gabán de Edgar, que la envolvía, y un gato color carey tendido sobre su regazo.

– ¿Y qué fue de su marido después?

– ¿Edgar? La oscilación entre la esperanza y la desesperación, durante tantos años, creo que lo condujo a la locura. Necesitaba la devoción de una mujer. Decía que no viviría un año más sin un amor verdadero y tierno. La gente dice que recorrió el país varias veces en busca de una esposa tras la muerte de Sissy, pero creo que su corazón seguía sangrando por ella. Pocas semanas antes de morir se comprometió para casarse de nuevo.

Las mujeres intercambiaron unas pocas palabras más antes de que Josephine se alejara con una graciosa despedida. Bonjour se volvió hacia mí y me dedicó una risita infantil.

– Muy mal le irá si se pone en contra del barón en uno de sus casos, monsieur Clark. Ya ve que no nos ocultamos en las sombras ni nos demoramos en pequeños detalles.

– ¡Por favor, mademoiselle! ¡Aquí, en Baltimore, en América, usted no tiene por qué mantenerse atada al barón y a sus planes! Yo escaparía de él cuanto antes. ¡Aquí no hay ataduras!

Manifestó interés abriendo mucho los ojos.

– ¿Aquí no hay esclavitud?

Era inteligente.

– ¡La hay! -admití-. Pero no existe tal vínculo para una mujer francesa libre. Usted no le debe nada al barón.

– ¿Acaso no tengo ningún deber para con mi marido? Es útil recordarlo.

– ¿El barón es su marido?

– Ya estamos en la buena dirección en este asunto y no vamos a desistir. Yo en su lugar, monsieur Clark, procuraría apartarme de nuestro camino.

En cualquier lugar del mundo adonde uno viaje, tiene la seguridad de encontrar el mismo número limitado de especies de abogados, con idéntica seguridad con que un naturalista encuentra su hierba y su cizaña en todas las tierras. La primera clase comprende los abogados que consideran los recovecos legales como profundos e intocables ídolos dignos de adoración. Para la segunda especie de letrado, la carnívora, lo primero es la presa, y considera las leyes como los principales obstáculos para alcanzar el éxito.

El barón Claude Dupin era un espécimen tan representativo de la segunda categoría que su esqueleto podrían colgarlo en el Gabinete de Anatomía Comparada de las Tullerías. Los códigos legales constituían el armamento que empleaba para presentar batalla; eran sus pistolas y cuchillos, y no valoraba nada por encima de eso. Cuando para su ventaja necesitaba un aplazamiento, se sabía que el barón había concluido una cita o incluso interrumpido un proceso deslizándose por la ventana de una antesala. Cuando esos métodos turbios no eran suficientes, el barón Dupin empleaba pistolas y cuchillos de verdad por mediación de sus redes de maleantes, a fin de obtener la información o la confesión que precisaba. El barón era abogado, sí, pero sólo secundariamente; él era un genuino empresario teatral que trabajaba como abogado. Un cómico en su escenario, un buhonero de la ley.

Duponte me contó un día, durante nuestra travesía transatlántica, la historia de Bonjour, aunque olvidó mencionar su matrimonio. En Francia, explicó Duponte, existe un tipo de criminal conocido como el Bonjourier, cuyo método consiste en lo siguiente: el ladrón o ladrona de guante blanco, vestidos a la moda, entran en una casa y se abren paso entre la servidumbre como si se presentaran para una cita importante, agarran unos cuantos objetos de los que puedan echar mano con rapidez, y se encaminan directamente a la puerta principal. Pero si un criado u otro morador de la casa advierte su presencia entre su entrada y su salida, hacen una inclinación, dicen «Bonjour!» y preguntan por el dueño de la casa de al lado, de cuyo nombre se habrán informado. Por descontado que admiten haber llamado a la puerta equivocada, y son acompañados hasta la salida con todos los objetos valiosos de los que hayan podido apropiarse. La joven que estuvo frente a mí en las fortificaciones era la mejor Bonjouriére de París, y por eso acabó siendo conocida por todos, simplemente, como Bonjour.

Se decía que Bonjour creció en una aldea de Francia. Su madre, una suiza, murió pocos meses antes de que la niña cumpliera el año. Su padre, francés, un panadero muy trabajador, se ocupó de su hija. Pero él se pasaba casi todas las noches gimiendo, y la niña pronto perdió la paciencia ante la inextinguible pena de su progenitor. Esta circunstancia, combinada con la ausencia de una madre que la guiara, hizo que la muchacha fuera tan fieramente independiente como todo francés. El padre no tardó en ser detenido ante los ojos de ella en medio del caos de una de las revoluciones menores del país. Se trasladó a París para vivir por su cuenta, y sobrevivió gracias a su inteligencia y a su fortaleza física. Como joven ladrona fue objeto de muchas agresiones, y de una de ellas resultó la visible cicatriz de su rostro.

– Pero ¿cómo una mujer tan hermosa persiste en actuar como una ladrona común? -pregunté a Duponte una noche, sentados a la larga mesa del comedor del barco.

Duponte enarcó una ceja ante mi pregunta y pareció considerar la posibilidad de marcharse sin responder.

– En realidad no ha seguido siendo una ladrona, y no ha tenido nada de común. Durante muchos años ha sido una asesina de la máxima eficacia. Se cuenta que, debido a su anterior dedicación, en su cometido de asesina tiene la costumbre de decir «Bonjour» antes de degollar a un hombre. Claro que esto son meras suposiciones, porque nadie con vida puede confirmarlo.

– Pero ella se mostró femenina y valiente en mi favor en las fortificaciones -dije-. Creo que la pobreza y el ambiente son los responsables de esas conductas delictivas en las mujeres.

– Entonces ella debió de ser pobrísima -replicó Duponte.

Sucedió que, un invierno, Bonjour, detenida por la policía parisiense después de un robo torpe con el resultado de un caballero muerto en su gabinete, fue amenazada con la ejecución para dar escarmiento a la creciente oleada de robos perpetrados por mujeres. El barón Dupin, en la cúspide de su fama, la defendió con inusitado celo. Demostró hábilmente que la policía de París había errado de plano al acusar a Bonjour, una delicada y angélica criatura cuyo aspecto físico, el de una muchacha hermosa y frágil, y cuyo donaire causaron no poco efecto en los observadores.

Ahora no se sorprenderán ustedes, considerando este ejemplo, de cómo el barón reunía a maleantes fieles. Cuando se aseguraba de su salida de la cárcel, como fue el caso de Bonjour, la lealtad que le tenían se acrecentaba hasta convertirse en una cuestión de honor. Ustedes creerán que esto es una contradicción, pero todo el mundo necesita reglas para vivir, y los delincuentes sólo pueden tener unas pocas, entre las cuales prima la lealtad. El barón estuvo casado con anterioridad, y los motivos que impulsaban a las mujeres a unirse a él iban desde el amor hasta, en un determinado momento de la vida de Dupin, su gran fortuna. Queda por averiguar si a la lealtad de Bonjour la acompañaba el amor, o bien la una reemplazaba al otro, o bien se mezclaban formando alguna desalmada combinación.

Capítulo 12

De regreso en Glen Eliza, cuando Duponte supo todo cuanto me había contado Bonjour, se limitó a murmurar que las tácticas del barón Dupin complicarían el asunto. Por supuesto que yo había llegado a la misma conclusión, y esto me dispuso mejor para continuar rastreando los frutos de la campaña del barón, que yo había empezado a advertir en la ciudad. Ahora yo salía de acá para allá a realizar numerosas gestiones, y Duponte permanecía casi siempre sentado en mi biblioteca. Solía guardar silencio. En ocasiones, inconscientemente, me encontraba imitando su postura o una expresión de su rostro, como para romper la monotonía o en un intento de asegurarme a mi mismo de que él estaba realmente allí.

Un día, Duponte, mientras revisaba algunos periódicos, exclamó:

– ¡Ah, sí!

– ¿Ha encontrado algo, monsieur? -pregunté.

– Hasta ahora no me había acordado de lo que se me estaba ocurriendo ayer, cuando llegó su visita, cuando estaba usted ausente.

– ¿Una visita?

– Oh, sí, su visita supuso una grave interrupción, y sólo ahora recobro mi línea de razonamiento, puede creerme.

Cuando Duponte me dijo algo más sobre el asunto, pregunté a mis criadas. No habían considerado oportuno informarme de la visita porque Duponte se hallaba para recibirla. Estaba claro por sus variadas descripciones que la visita en cuestión era nada menos que la tía Blum, que se presentó con un esclavo sosteniéndole una sombrilla sobre la cabeza. Aunque mis domésticas diferían en algunos detalles, ésta es la narración que pude recrear de la conversación sostenida en mi biblioteca.

TlA Blum: ¿No está el señor Clark?

Auguste Duponte: Exacto.

TB: ¿Exacto? ¿Qué quiere usted decir con «exacto»?

AD: Que está usted en lo cierto. El señor Clark no está.

TB: Pero yo no… ¿Quién es usted?

AD: Soy Auguste Duponte.

TB: Ah, pero…

AD: Mademoiselle…

TB (alarmada por el francés): ¿Mademmois…?

AD (levantando ahora la vista por primera vez): Madame.

TB: ¿Madame?

AD (Duponte dijo algo en francés que, tras mucha reflexión, ninguna criada pudo captar, y que desafortunadamente queda para la imaginación.)

TB (alarmada de nuevo): ¡Sepa usted que está en América, caballero!

AD: He advertido que la gente pone los talones en sillas y alfombras, se echa huevos en los vasos y escupe jugo de tabaco por las ventanas. Ya sé que estoy en América, madame.

TB: Bien, pero ¿quién es usted?

AD: Le he dado mi nombre antes, pero eso no parece haberle sido de ayuda. Aunque estoy muy ocupado y tengo pocos deseos de ponerme a su servicio, madame, lo intentaré por consideración a monsieur Clark. Quizá antes de preguntar quién soy hubiera sido más útil para usted preguntar quién es el señor Clark.

TB: ¡El señor Clark! ¡Pero yo conozco muy bien al señor Clark, caballero! ¡Lo conozco prácticamente desde su infancia! Y resulta que me han llegado noticias de su regreso de Europa y deseo verlo.

AD: Ah.

TB: Muy bien. Seguiré jugando a este juego, aunque es usted un extranjero y un insolente. ¿Dónde está el señor Clark, caballero?

AD: El señor Clark es mi socio en este asunto.

TB: Así pues, ¿es usted abogado?

AD: ¡Cielos!

TB: Entonces ¿a qué asunto se refiere?

AD: ¿Se refiere al asunto del que yo estaba ocupándome tan satisfactoriamente hasta que usted ha entrado?

TB: Sí… sí, pero… ¿Va a encender ese cigarro dentro de la casa, caballero? ¿Estando yo aquí, delante de usted?

AD: Supongo que sí. A menos que no logre encontrar una caja de cerillas; entonces no podré.

TB: ¡El señor Clark se enterará del trato que me está dando! El señor Clark hará…

AD: ¡Aquí! Aquí están por fin las cerillas, madame.

Di aviso a Peter, impulsado en parte por la horrible narración de la visita de la tía Blum, y después de varias veces de no coincidir, mantuvimos un encuentro acordado en su despacho. Se mostró muy fraterno. Una vez sentados paseó la mirada por el despacho, con una súbita angustia.

– Quizá sea éste un sitio inadecuado para tratar del asunto… Bien, Quentin, supongo que debemos hablar abiertamente. -Emitió un ruidoso suspiro-. En primer lugar, si alguna vez me he enfadado contigo era porque tenía la esperanza de ayudarte, actuando como tu padre hubiera querido hacerlo.

– ¡Cínico!

– ¿Qué dices, Quentin?

Peter mostró un gran sobresalto. Me daba cuenta de que se me había pegado la extravagante manera de hablar de Duponte.

– Quiero decir -me apresuré a aclarar- que comprendo perfectamente de qué va la cosa, Peter.

– Bien, pues de eso se trata; de que como estabas fuera de Baltimore y las cosas cambian, Quentin…

Me incliné hacia delante, interesado.

– Aunque no resulte cómodo, debo decirte…

– ¿Qué, Peter?

– He entrado en negociaciones con un colega de Washington para que ocupe tu puesto aquí -consiguió decir torpemente-; es un buen abogado. Me recuerda a ti. Comprende, Quentin, que estoy abrumado de trabajo.

Permanecí sentado en silencio, sorprendido. No de que Peter quisiera emplear a otro abogado, sino de que, después de todo mi empeño por abandonar aquel despacho, la situación me produjera cierta tristeza.

– Es una buena noticia, Peter -dije, tras una pausa.

– El despacho está en peligro… Se han producido algunos tropiezos financieros y tenemos fuertes presiones. Esto es la ruina y todo podría venirse abajo el año que viene si no se pone algún remedio. La firma que tu padre levantó para nosotros.

– Sé que lo resolverás -dije, con un ligero titubeo en la voz, que parecía invitar a Peter a abogar por su causa.

– Debes darte cuenta, Quentin, de que tu posición puede ir a menos. ¡Hoy, en cualquier momento, digamos! Todos estamos muy contentos con tu regreso. En especial Hattie. ¿Sabes? Deberías resolver esa situación cuanto antes. Su tía ha levantado prácticamente una fortaleza en torno a ella para evitar que la veas.

– Claro, ella se limita a tratar de preservar su bienestar. Y ya que has mencionado el tema, está el asunto de la visita de la tía Blum a mi casa… Pero estoy seguro de que puedo disipar el desagrado que haya podido sentir.

Peter me miró de una manera que sugería desacuerdo.

Yo sabía, desde luego, que mientras estuviera tan inmerso en mi empeño, cualquier intento de reconciliarme con la familia de Hattie, aunque tuviera éxito, se malograría en cuanto no pudiera responder a las preguntas que se me formularían sobre el futuro. Debería aguardar un poco más antes de reanudar aquellas relaciones. Di por terminada mi entrevista con Peter, prometiéndole explicaciones más adelante.

Mientras tanto, seguía frecuentando las salas de lectura del ateneo, donde el mismo caballero locuaz al que ya conocía, el misterioso entusiasta de Poe, continuaba con sus apariciones regulares, leyendo los periódicos y farfullando sobre los torpes artículos que aparecían sobre Edgar Poe.

Una mañana me senté en la escalera de piedra del ateneo y aguardé a que abrieran las puertas. Una vez en el interior, escogí una silla frente al lugar que yo sabía preferido de aquel caballero, de modo que pudiera observarlo de cerca. Pero cuando llegó, como si quisiera llevarme la contraria, se dirigió a otra mesa. No quise que pareciera que lo estaba siguiendo, así que mantuve la distancia. Al día siguiente, me dediqué a revolotear cerca del escritorio del empleado, para ver dónde se situaba el caballero. Y me acomodé en un lugar próximo. Ahora podía observarlo a cada momento.

Era de lo más irritante la alegría que mostraba cuando leía sobre las circunstancias de la muerte de Poe.

– Ah, pero ¿ha visto usted esto? -Se volvió hacia una mujer que ocupaba la mesa vecina, sosteniendo en alto un periódico-. Se preguntan qué pasó con el dinero que reunió dando conferencias en Richmond. Si estaba en poder de Poe, ¿dónde está ahora? Ésa es la cuestión. Qué listos son los redactores de prensa.

En este punto emitió una risa burlona. ¡Había dicho «listos»!

– ¿A qué viene esa risa, caballero? -le pregunté, a sabiendas di que debí haberme contenido-. ¿No cree usted que se trata de un asunto de la mayor seriedad y que merece ser considerado con más decoro?

– Es de la mayor seriedad -convino, enderezando autoritariamente sus híspidas cejas-. Tan serio como un juez. Y de lo más crítico también, porque sabremos con detalle qué le sucedió.

– ¿Y no se toma esas informaciones con un buen pellizco de sal? ¿Cree usted que cada cosa que lee contiene la verdad, como si el que escribe fuera el profeta de un Evangelio?

Le costaba admitir la idea de su credulidad.

– ¿Y por qué cree que iban a gastar tinta en eso, querido señor, si no fuera verdad? Yo ni pienso como los hebreos ni creo que los novísimos testamentos sean los más certeros; por el contrario› hay que perseguir a todos los falsos mesías: «¡Éste por aquí, éste por allá!»

En mi agitación, abandoné el ateneo y no volví en todo el día. Sospechaba que el deseo de aquel pelmazo de soltar torpezas no tardaría en extinguirse, y me sentí aliviado cuando, al cabo de unos días, dejó de aparecer; pero resucitó al otro día. En ocasiones, recordando algún poema de Poe, se levantaba y recitaba espontáneamente versos ante quienes estábamos en la sala. Por ejemplo, una tarde se dejó oír la campana de una iglesia tocando a muerto. Dio un brinco, con las palabras de Poe en los labios:


¡Oh, las campanas, campanas, campanas!

¡Qué relato de terror cuenta ahora su turbulencia,

de Desesperación!


Solía sentarse en la sala de los periódicos, interrumpiéndose sólo para sonarse ferozmente con su pañuelo o con uno que pedía prestado a un desdichado circunstante. Me volví excesivamente amistoso con desconocidos con los que me encontraba en la sala de lectura, basándome sólo en su virtud de no ser aquel hombre de los estornudos y las cejas híspidas.

Manifesté mi desagrado al empleado, mientras paseaba frente a su escritorio.

– ¿Por qué se preocupa tanto por los artículos sobre Poe? -pregunté.

– ¿Quién, señor Clark?

Le guiñé el ojo al amable y anciano empleado.

– ¿Quién? Ese hombre que viene casi todos los días…

– Ah, pensaba que se refería al hombre que me dio aquellos artículos sobre Edgar Poe hace tiempo y que hice que le mandaran a usted -replicó.

Me detuve en seco mientras pensaba en el paquete de recortes que el empleado me envió antes de mi marcha a París; una selección que incluía la primera mención que yo hallé de un Dupin real.

– Yo creí entender que fue usted quien reunió los recortes.

– Pues no, señor Clark.

– Entonces, ¿quién se los dio?

– Ahora debe de hacer unos dos años -dijo pensativamente-. ¿A qué casilla de mi cerebro habrá ido a parar? -añadió riendo.

– Por favor, trate de recordar. Tengo el mayor interés en ello.

El empleado dijo que me lo comunicaría si era capaz de acordarse. Alguien, imaginé, que se preocupaba por Poe antes del sensacionalismo morboso y la curiosidad vulgar despertados por la manipulación del barón. Antes de que hubiera hombres como aquel entusiasta que ahora se colocaba siempre delante de mí en la sala.

Duponte me aconsejó que ignorara al hombre. Después de mi encuentro con Bonjour en la librería, dijo, el barón Dupin habría dispuesto muchos ojos para buscarme -como ya había hecho en París- a fin de determinar la naturaleza de nuestra actividad. Yo debía hacer como si no estuviera, incluso como si no existiera.

– Oh, mire esto. Pronto sabremos más del caso.

Tal fue el comentario del hirsuto personaje una mañana en el ateneo. Traté de rechazarlo con dureza excesiva, pero acabé respondiéndole desde la mesa vecina:

– ¿Qué, caballero? ¿A qué se refiere usted cuando dice que pronto sabremos más?

Me miró de través, como si fuera la primera vez que me veía.

– Pues eso, mi querido señor -dijo, encontrando el punto en la página-. Aquí. Dicen que circulan rumores en los más encumbrados círculos sociales de que el «verdadero Dupin» ha venido a Baltimore y averiguará lo que le sucedió a Poe. ¿Lo ve?

Eché un vistazo al periódico y encontré la información.

– Este redactor ha sabido de primera mano que C. Auguste Dupin fue… -El hombre prosiguió y luego se detuvo a sonarse-. C. A. Dupin fue el genio que resolvió los casos de algunos de los cuentos de Poe, ¿sabe? Resuelve los rompecabezas más liados. Es superior, no se equivoca.

Quise contarle todo esto a Duponte, ante todo para expresarle lo vejado que me sentía, pero aquella noche no lo encontré en su lugar habitual en mi biblioteca.

– ¿Monsieur Duponte?

Mi voz se propagó por las largas estancias de Glen Eliza y por los huecos de las escaleras, en un eco inútil. Pregunté al servicio, pero nadie lo había visto desde primeras horas del día. Un temor de mal augurio se apoderó de mí. Grité con bastante fuerza como para que me oyeran en las casas vecinas. Era probable que Duponte acabara sintiéndose encerrado después de permanecer leyendo tanto tiempo, Aún podría estar cerca de casa.

Pero no encontré rastro del analista en toda la propiedad ni en el valle que se extendía más abajo de mi casa. Salí a la calle y tomé un coche de alquiler.

– Estoy buscando a un amigo, cochero. Demos unas vueltas, y a toda prisa.

Dado que Duponte no se había alejado de Glen Eliza desde nuestra llegada, empecé a sospechar que había dado con algo interesante que investigar.

Recorrimos las avenidas en torno al monumento a Washington, cruzamos el mercado de Lexington y las calles atestadas junto a los muelles, de las que sobresalían los palos de los clípers. El afable cochero trató en varias ocasiones de entablar conversación, y otra vez mientras recorríamos la explanada frente al hospital universitario Washington.

– ¿Sabe usted, caballero -me gritó, volviéndose-, que es aquí donde murió Edgar Poe?

– ¡Detenga el coche! -exclamé.

Lo hizo, feliz por haber atraído mi atención. Me encaramé al pescante.

– ¿Qué acaba de decir sobre este lugar, cochero?

– Le estaba mostrando los puntos de interés. ¿Es usted forastero? En un periquete lo puedo llevar a un buen establecimiento culinario, si lo desea, en lugar de ir dando vueltas, caballero.

– ¿Quién le ha hablado de Poe? ¿Lo ha leído en los periódicos?

– Me estuvo hablando de ello un tipo que subió a mi coche.

– ¿Y qué le dijo?

– Maldita sea, que Poe era el más grande poeta de América. Pero había oído contar que a Poe lo dejaron morir en el sucio suelo de una tabernucha en circunstancias turbias. Dijo haberlo leído todo en los periódicos. Era un hombre sociable… Quiero decir el qué montó en mi coche.

El cochero no consiguió recordar el aspecto de aquel hombre, aunque estaba claro que recordaba con agrado que fue un fácil conversador, comparado con su actual pasajero.

– No hará tres días que lo llevé en mi coche. ¿Sabe? Estornudaba terriblemente.

– ¿Estornudaba?

– Sí, me pidió prestado el pañuelo y lo utilizó de una manera terrible.

Contemplé cómo la tarde se hundía en el crepúsculo, sabiendo que con la puesta del sol perdería toda esperanza de localizar a Duponte.

La iluminación callejera de Baltimore se contaba entre las más pobres de cualquier ciudad, y en ocasiones caminar hasta casa una vez anochecido resultaba difícil incluso para un baltimorense de toda la vida. Llegué a la conclusión de que lo más sensato era regresar y aguardarlo en Glen Eliza.

Ahora los cerdos atestaban la calle. Aunque se habían multiplicado las demandas de que se implantaran carros públicos para la recogida de basura y desechos de las calles, aquellas voraces criaturas seguían siendo el recurso principal, y a aquella hora llenaban el aire con satisfechos gruñidos mientras devoraban cualquier desperdicio que pudieran hallar.

Poco después de dar instrucciones al cochero para que me devolviera a casa, distinguí, a través de la ventanilla del carruaje, a Duponte caminando con su acostumbrado paso moderado. Pagué al cochero y me apeé apresuradamente, como si el francés pudiera disolverse en el aire.

– ¿Adónde va usted, monsieur Duponte?

– Estoy observando el espíritu de la ciudad, monsieur Clark -me dijo Duponte, como si ese hecho fuera algo obvio.

– Pero, monsieur, no puedo entender por qué salió de Glen Eliza por su cuenta… Sin duda yo podría ser su mejor guía en la ciudad.

Con fines de demostración, empecé a describir las nuevas fábricas de gas que podían verse en la distancia, pero alzó la mano para imponerme silencio.

– Respecto de ciertos hechos -dijo-, me apresuraría a dar la bienvenida a sus elaborados conocimientos. Pero considere, monsieur Clark, que usted conoce Baltimore como un vecino más. Edgar Poe vivió aquí un tiempo, pero hace muchos años… Quince, si no estoy equivocado. En sus últimos días, Poe venía aquí como lo haría un visitante, un forastero. Me he parado en algunas tiendas de especial interés y en una amplia variedad de mercados, aprendiendo lo que los extraños deducirían de las señales y de las conductas de los naturales.

Supuse que su argumento era razonable. Pasamos la siguiente hora caminando, avanzando en dirección este, y yo le explicaba lo que encontré en el periódico, en la sala de lectura, y lo que oí de labios del cochero.

Monsieur -pregunté-, ¿no deberíamos hacer algo? El barón Dupin ha publicado anuncios ofreciendo dinero a cambio de información sobre la muerte de Poe. Sin duda debemos neutralizar sus iniciativas antes de que sea demasiado tarde.

Antes de que mi compañero pudiera responder, atrajo nuestra atención una figura que descendía por una escalera para salir a la acera de enfrente. Concentré la vista, pues una lámpara difundía un resplandor tan débil que incluso hacía difícil determinar si había luz o no.

Monsieur -susurré-, aunque me cuesta creerlo, es él; ¡el tipo que todos los días se planta en una silla en la sala de lectura! ¡Ahí, frente a nosotros!

Duponte siguió mi mirada.

– ¡Es el hombre que he conocido en la sala de lectura!

Precisamente entonces pude percibir la mirada oscura de Bonjour. Sus manos estaban ocultas bajo su mantón, y seguía, amenazadora, al hombre, que no sospechaba nada. Pensé en las historias que Duponte me había contado sobre actos despiadados cometidos por aquella mujer. Me turbé al verla, y temblé por el hombre que caminaba delante de ella.

El entusiasta de Poe se volvió de repente y se aproximó al lugar donde estábamos.

Duponte movió la cabeza ante él.

– Dupin -dijo, llevándose una mano al sombrero.

El hombre respondió ruidosamente sonándose la nariz, pero esta vez la bulbosa parte frontal de aquélla se quedó en el pañuelo. Luego el barón Dupin se arrancó sus falsas cejas. Reapareció su encantador acento inglés-francés.

– Barón -dijo el barón Dupin, corrigiendo a mi compañero-. Barón Dupin, si es tan amable, monsieur Duponte.

– ¿Barón? Ah, sí, en efecto. Pero quizá un poco ceremonioso para los americanos -observó Duponte.

– No tanto -replicó el barón mostrando su brillante sonrisa-. A todo el mundo le gusta un barón.

Bonjour se reunió con su amo en el círculo de luz. El barón le dio unas órdenes y ella desapareció de la vista.

Mi impresión ante la verdadera identidad del entusiasta de Poe se vio superada al instante por una segunda evidencia.

– ¿Se conocían usted y el barón Dupin? -pregunté a Duponte.

– Hace muchos años, en París, monsieur Clark -dijo el barón con una sonrisa muy suya, al tiempo que se sacudía la peluca y se la quitaba, junto con el sombrero-. En unas circunstancias mucho menos prometedoras. Espero que su viaje desde París haya sido placentero, señores. Espero que nadie les molestara a bordo del Humboldt.

– ¿Cómo supo usted en qué…? -dije, consternado-. ¡El polizón! ¿Encargó a aquel malandrín calvo que nos siguiera, monsieur? ¿Le pagó para eso?

El barón se encogió de hombros, con gesto travieso. Su largo cabello negro, ligeramente húmedo y como encerado, le caía en rizos.

– ¿Qué malandrín? Me limité a informarme en las listas de pasajeros llegados a puerto. Yo leo los periódicos, como sabe usted mejor que nadie, monsieur Clark.

El barón se despojó del áspero abrigo de paño que había llevado, con lo que la liberación del tosco atuendo completaba la de nariz, peluca y cejas. Me sentí molesto por haber sido engañado por el disfraz.

Pero no me limito a defenderme si añado que había mucho más que eso: se operó una especie de metamorfosis que difícilmente puede impresionar a quien no haya conocido a Claude Dupin. El barón poseía una extraña habilidad para modificar su voz y su porte e incluso, al parecer, la forma y apariencia de su cabeza hasta un grado que hubiera puesto en aprietos al más respetado de los frenó* logos. Y mediante una compleja disposición de mandíbula, labios y músculos del cuello, era capaz de ocultarse a sí mismo mejor que con una máscara. Cada uno de los rostros parecía hecho de acero, con el alma de un centenar de seres humanos aguardando debajo. Su voz era también flexible, de una forma no natural: parecía cambiar por completo según lo que estuviera diciendo, Del mismo modo que Duponte podía controlar lo que observaba en los demás el barón Dupin parecía capaz de controlar la observación de los demás sobre él.

– ¡Me gustaría conocer todas las demás imposturas que ha cometido en este asunto, monsieur! -le pedí, tratando de ocultar una oleada de humillación.

– Cuando, en beneficio de la clase sufriente, acepto el caso de un inculpado oprimido, estoy ocupándome del mundo. Porque la mala suerte del inculpado es la mala suerte del mundo; el destino del uno es el destino del otro. Por eso yo, el barón Dupin, nunca he perdido un caso. Ni un caso del hombre o la mujer más modestos. Cuanto más gritemos clamando justicia, con más persistencia el pueblo aguardará su advenimiento.

»Lo esencial -continuó- es no decirle al público aquello que pueda causarle inquietud, y dar a entender que uno está respondiendo a las inquietudes que a la gente ya le están quemando el pecho. Ahora he hecho eso también por Poe. Los redactores de los periódicos han empezado a investigar más acerca de Poe, como usted ya ha comprobado. Los libreros sienten la necesidad de nuevas ediciones, y algún día Poe estará en todos los anaqueles del país, en la biblioteca de todas las familias, leído por viejos y jóvenes y considerado por estos últimos casi como su Biblia. He caminado por la calle… o, en ocasiones, camino por la calle. -Volvió a colocarse la falsa nariz y, con pasmosa rapidez, se puso a hablar con una voz que imitaba la de un americano-. Y esparzo rumores sobre la muerte de Poe en restaurantes, iglesias, mercados, carruajes de alquiler… -hizo una pausa- y salas de lectura del ateneo… Ahora toda la clase sufriente cree, duda, y en la ciudad y en el campo clamará para que se esclarezca la verdad. ¿Y quién se la revelará?

– Usted sólo quiere montar un espectáculo en su propio beneficio -repliqué-. A usted no le preocupa encontrar la verdad, monsieur barón; ¡sólo ha venido a Baltimore a sacar provecho!

Fingió sentirse herido, pero debería añadir que fingió adoptando una expresión de la mayor sinceridad, capaz de suscitar sentimiento de culpa.

– La verdad es mi única preocupación. Pero… la verdad debe ser extraída y acarreada desde las cabezas de la gente. Usted tiene un sentido quijotesco de la honorabilidad, amigo Quentin, y yo lo admiro. Pero la verdad no existe, mi desorientado amigo, hasta que uno la encuentra. No se manifiesta como un trueno desencadenado por los dioses benevolentes, como algunas personas creen. -En este punto apoyó su brazo en el hombro de Duponte y dirigió una mirada de soslayo a mi compañero-. Dígame, Duponte, ¿dónde ha estado usted todos estos años?

– Esperando -respondió Duponte tranquilamente.

– Supongo que todos hemos hecho lo mismo y ya estábamos cansados -dijo el barón-. Pero es demasiado tarde para que venga aquí a prestar ayuda, monsieur Duponte. -Hizo una pausa-. Como de costumbre.

– Aun así creo que debería quedarme -objetó Duponte con calma-. Si no hay inconveniente.

El barón frunció el ceño con gesto de superioridad, pero al parecer no pudo evitar sentirse halagado por la deferencia.

– Debo sugerirle que se mantenga al margen de este asunto y que ate corto a su hermoso animal de compañía americano, pues parece tener la misma lealtad que un mono versátil. Ya he empezado a reunir los auténticos hechos que afectaron a Poe. Ahora escúcheme, Duponte, y permanecerá seguro. Debo admitir que mi querida esposa rebanará el pescuezo de cualquiera que trate de ponerme cortapisas. ¿Acaso eso no es amor? No hable con ninguna de las partes que tengan información sobre el caso.

– ¿Adonde quiere llegar? -exclamé, con el rostro encendido, tal vez desafiando esa exigencia o acaso molesto por haber sido llamado animal de compañía-. ¿Cómo se atreve a hablar así a Auguste Duponte? ¿No sabe que nosotros tenemos más temple que todo eso?

La réplica de Duponte al barón, sin embargo, atacó mis nervios más que la propia amenaza:

– Cumpliré con creces sus deseos. No hablaremos con ninguno de los testigos.

El barón se sintió complacido hasta lo insufrible con su victoria.

– Veo que por fin comprende qué es lo mejor, Duponte. Esto será el mayor tema literario de nuestro tiempo… y mi papel consistirá en ser su juez. Estoy intentando empezar mis memorias. Las titularé Memorias del barón Claude Dupin, el valedor de que se hiciera justicia a Edgar A. Poe, y el auténtico modelo para el personaje de C. Auguste Dupin, el de los asesinatos en la rué Morgue. Como degustador de la literatura, me gustaría saber si el título parece apropiado. ¿Eh, amigo Quentin?

– Es «Los crímenes de la calle Morgue» -le corregí-. Y aquí tiene, delante de usted, a Auguste Duponte, ¡la verdadera fuente del héroe de Poe!

El barón se echó a reír. Ahora había un coche de alquiler esperándolo, y un joven sirviente negro sostenía la portezuela para el barón como si fuera un auténtico personaje regio. El barón deslizó un dedo por la portezuela y por las espirales de su madera tallada.

– Un hermoso carruaje. Las comodidades de su ciudad, amigo Quentin, son difíciles de superar, como en las ciudades más perversas del mundo.

Mientras decía esto, su mano se desplazó para tomar la de Bonjour, que ya estaba cómodamente sentada en el coche.

El barón nos dio la espalda.

– No caigamos en excesivas fricciones. Al menos comportémonos civilizadamente. Demos un paseo a alguna parte en lugar de andar tropezando en la oscuridad. Yo mismo tomaría las riendas, pero desde mis años en Londres no puedo recordar haberme mantenido en el lado derecho del camino. Ya ven, no somos villanos, así que ustedes no necesitan renunciar a su hermandad con nosotros. Suban a bordo.

Duponte preguntó de repente, empleando el tono de una revelación y atrayendo con ello la plena atención del barón:

– ¿Qué hay de duque? Piense en ello: si lo de barón gusta, un duque debería gustar en un grado proporcionalmente superior. «Duque Dupin» tiene cierta aura gloriosa, con ese sonido doble, ¿no le parece?

La expresión del barón se endureció de nuevo antes de cerrar de un portazo.

Permanecí desconcertado unos minutos después de que el carruaje se alejara. Duponte dirigió una mirada abatida en la dirección en la que vimos al barón aproximarse a nosotros.

– Se ha enfadado porque no lo hemos acompañado. ¿Cree usted que se proponía llevarnos a algún lugar para hacernos daño? -pregunté.

Duponte cruzó la calle y estudió el viejo edificio, con una fachada de construcción tosca, de ladrillo visto. Mientras lo hacía, me di cuenta de que estábamos en la misma manzana de la calle Lonibard que el hotel y la taberna Ryan's, donde Poe fue descubierto y desde donde fue trasladado al hospital. Procedentes de aquel edificio, podían oírse los rumores de reuniones nocturnas. Ahora Duponte se plantó frente a Ryan's y yo me reuní con él.

– Quizá el enfado del barón no se debía a que quisiera llevarnos a alguna parte, sino a que su propósito era llevarnos a alguna parte -dijo-. ¿Es de este edificio de donde salieron el barón y la joven llama?

Lo era, pero no pude responder cuando Duponte preguntó sobre la propiedad y el carácter de la casa. ¡Después de haberle ofrecido mis experimentados servicios como guía de Baltimore. Le explique que albergaba el cuartelillo de una de las empresas de bomberos de la ciudad, la Vigilant Fire Company, y dije que tal vez era propiedad suya.

La puerta de la que habían salido el barón y Bonjour se resistió» pero no estaba echada la llave. Se abría a un oscuro pasillo que descendía y terminaba en otra puerta. Un hombre corpulento, quizá uno de los bomberos de la empresa vecina, abrió la puerta desde el otro lado. Procedentes del amplio hueco de la escalera que tenía detrás, llegaban intermitentes gritos de alegría. O de terror; resultaba difícil precisar de qué.

La anchura del cuerpo del portero era un obstáculo impenetrable. Miraba amenazadoramente. Pensé quedarme quieto y tranquilo. Sólo cuando movió la mano pareció necesario acercarse.

– Contraseña -dijo.

Miré ansiosamente a Duponte, quien ahora observaba con atención el suelo.

– Contraseña para subir -insistió el portero en un tono bajo cuyo propósito era amedrentar, y lo lograba.

Duponte había entrado en una especie de trance, dejando que sus ojos se pasearan por el suelo, por las paredes, por la escalera y por el propio portero. ¡Vaya momento para no prestar atención! Mientras tanto, procedente de la garganta del portero podía oírse un gruñido canino, como si ante el más leve movimiento por nuestra parte estuviera dispuesto a golpear.

Con una arremetida explosiva, me agarró por la muñeca.

– Se la pido por última vez, señoritingos, que no estoy para bromas. ¡La contraseña!

Sentí como si el hueso fuera a partirse si trataba de moverme.

– Suelte al joven, mi buen señor -dijo Duponte tranquilamente, levantando la vista-, y le daré la contraseña.

El portero dirigió unas miradas hoscas a Duponte, abrió el puño y yo retiré el brazo a lugar seguro. El hombre le dijo a Duponte, como si nunca hubiera pronunciado antes la palabra, y ciertamente no la pronunciaría otra vez sin matar a alguien:

– Contraseña.

El portero y yo dirigimos una mirada escéptica a mi compañero.

Duponte se plantó ante su antagonista y pronunció dos palabras.

Dios rosado.

Capítulo 13

Aun con mi fe inamovible en el talento analítico de Duponte aún con los asombrosos relatos de sus logros que supe por los periódicos y por boca de los commissionnaires y de los policías de París; aun evocando aquello de lo que fui testigo en los jardines parisienses y cuando el descubrimiento del polizón en el vapor; aun recordando que el propio Poe le había señalado en sus cuentos como un genio diferente a todos; aun con todo eso, no podía creer lo sucedido en el oscuro pasillo de aquel edificio. Al portero le brillaron los ojos, se hizo a un lado y nos franqueó el umbral que había tras él…

La señal que nos había abierto paso -como en un cuento fantástico para niños-, aquel «Dios rosado», la había oído ocasionalmente en la calle como una forma vulgar de designar el vino. ¿Qué extraordinaria clave pudo haber visto en los suelos, las paredes, la escalera, en el semblante o el vestido del portero, que llevara a Duponte a descifrar el código de la entrada -una contraseña que podía cambiar con la estación o incluso a cada hora- a aquel garito reservado y bien custodiado?

– ¿Cómo dio usted con la contraseña, monsieur? -le pregunté, deteniéndome a medio camino por la escalera.

– ¡Apártense! ¡Apártense!

Un hombre que venía dando bandazos desde más arriba de donde estábamos nos empujó para abrirse paso. Duponte se apresuró escalera arriba. Los gritos estridentes que provenían de allí se hicieron más claros.

El segundo piso consistía en una habitación pequeña llena de humo y ruido. Bomberos y matones borrachos se sentaban a unas mesas de juego y pedían más bebidas a unas camareras sumariamente vestidas, hasta el punto de que su atuendo apenas les cubría más que la blancura lechosa del cuello. Un sujeto estaba tumbado cuan largo era sobre un lecho de ásperas valvas de ostras, mientras que uno de sus camaradas le propinaba puntapiés para que le dejara sitio donde ponerse para una partida de billar.

Duponte encontró una mesa pequeña y rota, más o menos en el centro, donde quedáramos bien a la vista. Miradas de odio nos siguieron hasta nuestras desvencijadas sillas. Duponte tomó asiento e hizo una seña a una camarera como si acabara de entrar en la terraza de un respetable café de París.

Monsieur -le susurré, sentándome a mi vez-, debe usted decirme sin falta cómo conocía la contraseña para ser admitidos.

– La explicación es bien simple. No di la contraseña.

– ¡Mi querido Duponte! ¡Si fue como un «ábrete, sésamo»! Si esto hubiera sucedido dos siglos antes, lo hubieran quemado por brujo. ¡No puedo seguir sin que me ilustre sobre ese punto!

Duponte se frotó un ojo, como si se estuviera despertando.

Monsieur Clark, ¿por qué hemos entrado en este edificio? -preguntó.

No me importaba actuar como un estudiante si aquello me procuraba respuestas.

– Para ver si el barón Dupin también había estado aquí, y saber qué andaba buscando esta noche antes de que nos topáramos con él.

– Tiene usted razón, toda la razón. Ahora, si usted fuera el dirigente de una asociación secreta o privada, ¿tendría interés en hablar con un visitante que diera la contraseña correcta, como la que dan todos los bobalicones y borrachos que usted ha visto en esta tasca, o preferiría hablar con una persona concreta que llega al lugar y, de forma temeraria, da una contraseña totalmente incorrecta?

Aquello lo dijo sin bajar la voz, dando lugar a que muchas cabezas se volvieran. Guardé un breve silencio, y luego admití:

– Supongo que lo segundo. ¿Quiere usted decir que inventó la frase, bien consciente de que estaba equivocada, y que por el hecho de estar equivocada hemos sido admitidos con tanta prontitud?

– Exactamente. «Dios rosado» era tan buena como otra. Podíamos haber escogido cualquiera, pues lo que interesaba era nuestro aspecto. Ellos sabían que no formábamos parte de su clientela habitual, pero eran conscientes de que estábamos muy interesados en entrar. Ahora bien; aceptadas esas suposiciones, si se consideraba que nuestro propósito podía ser agresivo, incluso violento, como debieron pensar inicialmente, preferían tenernos aquí dentro, rodeados por sus corpulentos compinches y con las armas de que puedan disponer, antes de que nos quedáramos abajo, donde tal vez imaginaban que nuestros amigos podían estar escondidos junto a la puerta de la calle. ¿No piensa usted igual? Desde luego que no buscamos una confrontación violenta. Estaremos aquí poco rato, y sólo necesitamos unos momentos para empezar a comprender qué interés movía al barón.

– Pero ¿cómo llegaremos hasta el dueño de esto?

– Él se nos acercará, si no me equivoco -respondió Duponte.

Al cabo de unos minutos, un hombre de aspecto paternal, con barba blanca, se plantó ante nosotros. El amenazador portero avanzó pesadamente hasta situarse al otro lado de donde estábamos, cerrándonos el paso. Nos levantamos. El primer hombre, en un tono más áspero del que cabía esperar por su aspecto, se presentó tan sólo como el presidente de los whigs del Distrito Cuarto, y preguntó por qué estábamos allí.

– Tan sólo para ayudarle a usted, señor -dijo Duponte haciendo una inclinación-. Creo que un caballero ha tratado de entrar aquí hace poco, probablemente ofreciendo dinero a su portero a cambio de información.

El propietario se volvió a su portero.

– ¿Es verdad eso, Tindley?

– Me puso delante bastante pasta, señor George -admitió mansamente el portero-. Al muy imbécil lo eché, señor.

– ¿Y qué preguntaba? -indagó Duponte.

Aunque mi compañero carecía de autoridad allí, el portero pareció olvidarlo, y respondió:

– Estaba ansioso por saber si habíamos intervenido en las elecciones de octubre de hace dos años, si nos camelábamos a los votantes y cosas así. Le dije que éramos un club privado whig y que haría bien en darme la contraseña o largarse.

– ¿Aceptaste su dinero? -preguntó el jefe en tono severo.

– ¡Pues claro que no! ¡Aquello no era trigo limpio, señor George!

El señor George dirigió una mirada malhumorada al portero por decir su nombre.

– Y ustedes dos ¿qué tienen que ver con eso? ¿Los han enviado los demócratas?

Pude ver que Duponte estaba satisfecho con lo que con tanta presteza se nos había revelado: qué clase de club era aquél, qué pretendía el barón y el nombre del dirigente de la sociedad. Ahora el rostro de Duponte se iluminó con una nueva idea.

– Yo vivo lejos de América y no podría distinguir a un whig de un demócrata. Hemos venido sólo a hacerles una advertencia amistosa -dijo Duponte, persuasivo-. Ese caballero que les ha visitado esta noche no quedará satisfecho con la respuesta de su portero. Creo que puedo ponerles en la pista de qué pretende ese truhán. Se propone enfrentarse a ustedes a propósito de los principios morales de su club.

– Ah, ¿es eso? -dijo el propietario, considerando la cuestión-. Bien, pues le agradezco de veras su preocupación. Ahora, ustedes dos será mejor que ahuequen el ala antes de que haya más líos aquí.

– A su disposición, señor George. -Y Duponte hizo una inclinación.

Capítulo 14

Al día siguiente, seguí presionando a Duponte para saber por qué se había apresurado a aceptar la petición del barón Dupin de evitar hablar con testigos. Se desataría ahora una carrera para reunir información, y no podríamos ponerle ninguna traba. Estaba ansioso por conocer los planes de Duponte para combatir al barón.

– Creo que usted intenta engañarme. Desde luego que hablará con personas que sepan algo de la última visita de Poe.

– Me mantendré completamente fiel a mi compromiso. No, no entrevistaré a esos testigos.

– ¿Por qué? El barón Dupin no ha hecho nada para merecer su compromiso. Ciertamente no ha hecho nada para buscar a testigos! ¿Cómo comprenderemos lo que le pasó a Poe si no podemos hablar con quienes lo vieron en persona?

– Sería inútil.

– Pero ¿no mantendrían frescos los recuerdos desde la época de la muerte de Poe, que aconteció hace sólo dos años?

– Sus recuerdos, monsieur, apenas los conservan hoy día, y el tan influidos por los relatos del barón. Él ha contaminado los periódicos y los cotilleos de Baltimore con sus sofismas y sus malas artes. Todos los testigos reales quedarán viciados, si no lo están ya, para cuando nos hallemos en condiciones de localizarlos.

– ¿Cree usted que mentirían?

– A propósito, no. Sus verdaderos recuerdos de aquellos sucesos, y los relatos que pueden hacer de ellos, irremediablemente se reconfigurarán según la imagen inducida por el barón. Es como si hubiera reclutado a sus testigos para un juicio y les hubiese pagado para declarar. No, con las aportaciones de esos testigos no podríamos ir mucho más allá de los hechos más básicos, y sospecho que reuniremos esa misma información en el curso natural de los acontecimientos.

Probablemente deducirán ustedes que Duponte era una persona ceremoniosa. Tienen razón y están equivocados. No se atenía a las normas de urbanidad ni prodigaba las afabilidades desprovistas de sentido. Fumaba cigarros dentro de la casa, sin cuidar de quién estaba en la habitación. Tendía a ignorarlo a uno si no había nada que decir, y a contestar con una palabra escueta cuando consideraba que era suficiente. En cierto modo era un amigo siempre a punto, pues se convertía en el compañero de uno sin los acostumbrados rituales y sin demandas de amistad. Sin embargo, se inclinaba y se sentaba siempre en una postura absolutamente correcta (aunque una vez de pie quedaba de manifiesto lo cargado de hombros que era). En sus tareas observaba el mayor rigor y seriedad. De hecho, conseguía que uno se sintiera muy incómodo si lo interrumpía mientras estaba ocupado. Podía tratarse de la acción más anodina imaginable, como remover unas gachas de avena, pero parecía que aquello era infinitamente más importante que cualquier cosa que uno tuviera que decirle y romper así su concentración, aunque la casa estuviera ardiendo a su alrededor.

Y no obstante se entregaba a algunas de las más extrañas frivolidades. Yendo por la calle, un distinguido caballero con una fantástica chalina recogida en voluminosos pliegues exclamó en voz alta que Duponte era el espécimen humano más extravagante que había visto. Duponte no se ofendió e invitó al hombre, que era un pintor de cierto renombre en Baltimore, a compartir una mesa con nosotros en un restaurante cercano.

– Cuénteme su historia, querido señor -dijo el hombre.

– Lo haría encantado, monsieur -replicó Duponte excusándose-, pero entonces, probablemente, correría el peligro de tener que escuchar la suya.

– ¡Fascinante! -dijo el hombre, sin alterarse.

Expresó su disposición a pintar a Duponte, y no tardamos en convenir que acudiría a Glen Eliza para empezar el retrato. Aquello me pareció completamente absurdo, habida cuenta de nuestras otra! ocupaciones, pero no puse objeciones desde el momento en que Duponte se entusiasmó con la idea.

En lugar de ir a mi encuentro en la casa cuando tenía algo que decir, Duponte a menudo me enviaba una nota con un sirviente. Glen Eliza era grande y de disposición irregular, ¡pero no tan descomunal como para necesitar que un mensajero recorriera sus pasillos! Yo no sabía qué pensar la primera vez que un criado me alargó una nota, si ello se debía a su gran pereza o a un exceso de concentración.

Cuando nos aventurábamos fuera de la casa y en establecimientos públicos, Duponte rechazaba ser servido por esclavos sin pagarles alguna pequeña cantidad. Yo ya había presenciado casos similares a lo largo de los años, cuando visitantes de Europa venían a Baltimore» aunque si sus estancias eran prolongadas, la costumbre acababa por prevalecer sobre sus más finas sensibilidades, y el pago cesaba gradualmente. Pero creo que la acción de Duponte no era fruto de impulso sentimental alguno, y tampoco una cuestión de principios, pues había dicho que había más esclavos de los que se creía, y que algunos estaban más esclavizados que los negros de nuestro sur. Más que por razones de sentimiento, Duponte decía hacer aquello porque un servicio sin pago nunca tendría valor para ninguna de las dos partes. Muchos de los esclavos sé mostraban sumamente agradecidos, otros, tímidos, y algunos, extrañamente hostiles a las aportaciones de Duponte.

En Glen Eliza teníamos dificultades con los sirvientes que yo había contratado a nuestro regreso de París. Sin duda, nuestra peculiar práctica de mandarnos cartas desde el gabinete a la biblioteca representaba un trabajo extra para ellos, aunque no era ésa la fuente del descontento. Muchos de mis criados se rebelaron en seguida contra Duponte. Una muchacha de color, en particular, una negra libre llamada Daphne, ocasionalmente se negaba a servirlo. Cuando le pregunté la razón, me dijo que consideraba al huésped muy cruel. ¿Alguna vez la había maltratado? ¿Acaso la había reprendido por algún error? No. Apenas le había dirigido la palabra, y cuando lo hacía se mostraba muy educado. Pero aun así, dijo, había algo raro en él. «Es cruel, puedo verlo.»

En medio de mis obligaciones domésticas, fui más de una vez a casa de Hattie sin éxito. Las observaciones pesimistas de Peter sobre el cambio de aquella situación me habían producido gran ansiedad. La madre de Hattie, que siempre tuvo una salud delicada y debía guardar cama cuando no estaba en el campo o en un balneario recuperándose, se había debilitado más al final del verano. Después de una estancia en la costa, ahora permanecía gran parte del tiempo sin salir, lo que significaba más obligaciones para Hattie. También otorgó a la tía Blum más atribuciones en el gobierno de la casa. Cada vez que yo acudía, un sirviente me informaba de que la señorita Hattie y la tía Blum estaban ausentes. Finalmente, un día pude hablar con Hattie cuando se disponía a montar en un carruaje a la puerta de su casa.

– Querida Hattie, ¿es que no ha recibido mis notas?

Hattie dirigió una mirada en derredor y habló furtivamente, apartándome de la puerta principal.

– No debiera estar aquí, Quentin. Las cosas han cambiado mucho, ahora que mi madre ha empeorado. Mis hermanas y mi tía me necesitan.

– Lo comprendo -dije, temiendo que mi insistencia sólo hubiera servido para aumentar la carga que había recaído sobre los hombros de la pobre Hattie-. Nuestros planes… Necesito un poco más de tiempo…

Me impuso silencio con un movimiento de cabeza.

– Las cosas han cambiado -repitió-. Ahora no podemos hablar de eso, pero hablaremos. Me reuniré con usted en cuanto pueda, querido Quentin; se lo prometo. No hable con mi tía. Aguarde a que yo vaya a su encuentro.

Llegaron ruidos de la casa. Hattie me indicó que tomara por la calle y me apresurara a alejarme. Así lo hice. Aún pude oír a la tía Blum (y casi pude oír también el roce de las grandes plumas que imaginaba adornaban su sombrero) preguntarle con su recia voz:

– ¿Quién estaba ahí, querida niña?

Les di la espalda y apreté el paso, con la sensación de que si me volvía a mirar atrás, la buena señora que ocupaba el carruaje podría mandar al cochero a que me sacudiera.

En Glen Eliza, el retratista, Van Dantker, se sentaba ante Duponte con su repertorio de lienzos y pinceles extendidos sobre una mesa. Duponte se mostraba inquieto ante la perspectiva de aquella creación artística. Van Dantker, hombre cálidamente temperamental, advertía con severidad a Duponte que estuviera quieto, y el analista sólo movía la boca mientras conversaban. Cuando comenté que aquélla no ora una manera muy cortés de mantener una conversación, Duponte manifestó que ponía la mayor atención y que deseaba comprobar si podía dividir su mente en compartimientos de concentración. A veces era como hablar con un retrato viviente.

– ¿Cuál diría usted que es la verdad para el barón, monsieur Clark? -me preguntó una noche Duponte en tono sarcástico.

– ¿A qué se refiere?

– Usted le preguntó si busca la verdad. Sin duda la verdad no es la misma para todo el mundo, pues la mayor parte de la gente cree poseerla, o desea poseerla, y sin embargo sigue habiendo guerras, y hay profesores que todos los días se rebaten hipótesis mutuamente. Así pues, ¿qué es la verdad para nuestro amigo el barón?

Lo estuve pensando.

– Es abogado. Supongo que a efectos legales la verdad es un asunto práctico, así que la abogacía se ejerce de una forma u otra según el lado del que uno esté.

– De acuerdo. Si Jesucristo hubiera tenido un abogado junto a él, Poncio Pilato habría admitido que su juicio podía ser nulo por defecto de forma. Así que hubiera dictado una sentencia más ligera, y la redención del género humano se habría visto malograda. Muy bien. Así pues, si el barón Dupin se expresa en términos legales, la verdad no es aquello que probablemente ha sucedido, sino aquello de lo que puede presentar una prueba de que probablemente ha sucedido. Una cosa y la otra no son lo mismo. En realidad apenas guardan relación, y la una nunca podría acoplarse a la otra.

– ¿Y cómo sabremos si el barón se inventa la prueba en relación con la muerte de Poe?

– Podría tratar de amañarla, sin duda, pero es probable que cuente con alguna pequeña base real. Si intenta publicar un relato popular acerca de su intervención en el caso de la muerte de Poe, como sugirió, y se propone obtener beneficio dando conferencias sobre el tema, no podrá arriesgarse a caer con tanta facilidad en el descrédito propalando mentiras abultadas, monsieur Clark. Después de todo, leímos en los periódicos parisienses que trataba de que sus acreedores conocieran su intención de regresar con suficientes recursos financieros para liberarse de su acoso. Se apoya en esto para protegerse de las conspiraciones contra él. Necesitará hechos, aunque ello signifique que deba inventárselos en parte.

Duponte continuó confinado en Glen Eliza la mayor parte del tiempo, a menudo enredado en disputas con Van Dantker sobre si permanecía lo bastante quieto. Duponte desplegaba para el artista la media sonrisa más extraña, con puntos afilados como cuchillos tallados en las comisuras de la boca.

A veces me excusaba, salía de casa y daba una vuelta sin rumbo fijo. Esas excursiones eran, más que nada, sacrificios ofrendados a mis nervios. A principios de aquel año, Correos había empezado a repartir a domicilio las cartas a cambio de un suplemento de dos centavos, de modo que yo no tenía que desplazarme a la oficina. Le expliqué a Duponte el funcionamiento de nuestros servicios postales, y por unos momentos pareció sumamente interesado en el tema, antes de recuperar con rapidez su aire distraído. Yo siempre miraba el primero el correo, por si había en él algo inesperado: quizá, incluso, una última carta dirigida a mí por Poe, tal vez remitida equivocadamente o perdida y ahora recuperada. Duponte no recibía cartas.

Pero una buena mañana, cuando me disponía a salir, un mensajero entregó un baúl. Tenía la misma forma y color que uno de los que Duponte había traído de París. Aquello me sorprendió, pues creía que todo el equipaje de Duponte estaba en casa. Pero él parecía esperar la llegada del bulto y me hizo gestos de que lo aceptara.

Todas las mañanas yo repasaba los periódicos antes de añadirlos a la colección de Duponte. Pese a la súbita atención prestada a la muerte de Poe, no había nada realmente interesante en la prensa; tan sólo rumores y anécdotas. En uno de los diarios se recogía una nueva explicación acerca de la ropa que vestía Poe al ser descubierto, de talla superior a la suya y raída.

– El periódico dice que se le ha sugerido al redactor (no me cabe duda de que esto es cosa del barón Dupin) que la ropa de Poe, que no le pertenecía, era ¡algún tipo de disfraz!

– Desde luego, monsieur -asintió Duponte, utilizando su lupa pero sin leer apenas el artículo.

Me sobresalté.

– ¿Ya lo había leído?

– No.

– Entonces, ¿por qué me responde «desde luego»?

– Quiero decir «desde luego que el periódico está totalmente equivocado».

– Pero ¿cómo lo sabe?

– Los periódicos casi siempre están equivocados acerca de todo. Si encontrara usted alguno de los principios de su religión impresos en una página, sería hora de considerar su forma de dar culto a Dios.

– Pero, monsieur, ¡usted se pasa la mayor parte del día leyendo los periódicos en la mesa de mi biblioteca! ¿Por qué malgastar todo ese tiempo?

– Debe uno enterarse de sus errores, monsieur Clark, a fin de avanzar hacia la verdad.

Me lo quedé mirando hasta que continuó. Arqueó las cejas de una manera muy francesa.

– Una demostración. Tome este asunto de la ropa de monsieur Poe que menciona su periódico. El Observer de Richmond escribió hace poco que unos días antes de su llegada a Baltimore, Poe habla cambiado inadvertidamente su bastón de paseo, de madera de Malaca, con un amigo de Richmond, cierto doctor John Cárter. En el mismo periódico leemos (en un error chusco, pero en algún sentido distinto de la igualmente errónea frivolidad del disfraz) que la ropa de Poe fue sustraída y reemplazada, en el curso de un robo, durante SU estancia en Baltimore. Atribuir a la ropa una importancia capital, porque resultaba visible a quienes encontraron a Poe, es supeditar la razón a la fantasía.

– ¿Cómo sabe usted, sin disponer de más información, que la ropa no fue robada de esa manera?

– ¿Ha sabido usted de algún ladrón que le robe a uno la ropa (lo que ya es bastante raro) y que luego sustituya el traje de la víctima por otro? Es una idea que sólo se le podría ocurrir a quien no sea ladrón. Los redactores se han limitado a recurrir a la situación más común para un visitante, un robo, y la han alterado para hacer coincidir los resultados finales sin tomar en cuenta la verosimilitud. En todo caso, y por sí sola, la especial calidad del bastón nos confirma que aún es más improbable.

En el artículo del periódico al que se refería Duponte, el Observer informaba de que Poe había visitado al doctor Cárter y de que, después de jugar con el nuevo bastón de madera de Malaca del segundo, se lo llevó por distracción. Cárter dice también que Poe se dejó en el despacho un volumen de 1819 de las Melodías de Thomas Moore.

– Pero no se ofrece ningún detalle más sobre el bastón, salvo que es de «madera de Malaca». ¿Cómo, a partir de ahí, usted determina que tiene una especial calidad?

Duponte había pasado ya a otro asunto:

– ¿Querría usted traerme el baúl que ha llegado esta misma mañana?

Me quedé perplejo y una pizca irritado porque esta petición interrumpiera nuestro diálogo, en particular porque yo había depositado el baúl en la habitación de Duponte. Subí y luego trasladé en una carretilla el baúl desde allí hasta la biblioteca, donde nos sentábamos. Duponte me dio instrucciones para abrir la tapa. Así lo hice. Lo que vi me hizo abrir mucho los ojos.

Me incliné y metí la mano dentro. Contenía un objeto que reposaba en el fondo.

– ¿Esto es…?

– El bastón de Poe, sí.

Lo cogí con cautela, con ambas manos, y con renovada sorpresa ante mi huésped dije:

– Duponte, ¿cómo diablos…? ¡¿Cómo el bastón de Poe ha venido a parar a su baúl?!

Duponte se explicó.

– No es el auténtico que llevaba Poe en el momento de su muerte, sino otro de la misma clase, puede usted estar seguro. Que el bastón que Poe se llevó equivocadamente se identificara como «Malaca», según usted acaba de leer, revelaba algo más que su madera. Adiviné que en América se había vendido un número limitado de bastones de esa palmera en concreto, la cual crece en las costas de la península Malaya, fuera de las rutas habituales. Durante mi paseo del otro día, recordará que dije que me había detenido en algunas tiendas. De mis conversaciones con los vendedores de bastones de paseo deduje que mis cábalas eran correctas: no había en Baltimore más que cuatro 0 cinco clases de bastones hechos de madera de Malaca, y probablemente otras tantas en Richmond. Compré uno de cada. Luego vacié uno de mis baúles y envié los bastones, con un mensajero, al hospital universitario Washington, donde murió Poe, acompañados de una nota dirigida al doctor Moran, el médico que le atendió. Le explicaba que en un envío a Richmond se había mezclado su bastón con otros» y le rogaba que identificara el bastón que llevaba Poe y lo enviara aquí.

– Pero ¿cómo supo usted que el doctor Moran había hecho ese envío a Cárter?

– Oh, yo no supuse que lo hubiera hecho; pero no por eso él consideró extravagante mi petición. Lo más probable es que el doctor Moran enviara todos los efectos de Poe a algún miembro de la familia, posiblemente a su conocido Neilson. Éste, a su vez, habría tratado de devolver los objetos a sus respectivos dueños. Como agradecimiento por el favor, mi nota al doctor Moran especificaba que lo» otros tres bastones de Malaca que le envié eran un regalo. Como yo esperaba, Moran me ha devuelto uno. ¿Encuentra algo especial en este bastón, monsieur Clark?

– Si a Poe lo atracaron -dije, dándome cuenta de lo que €10 significaba-, ¡los ladrones seguramente habrían cogido un bastón tan bonito como éste!

– Usted se ha aproximado a la verdad averiguando lo que es falso -dijo Duponte asintiendo con gesto de aprobación-. Y ahora este bastón es para usted.

Mi siguiente gestión en la ciudad -ahora no puedo recordar dónde- fue también una buena excusa para hacer uso de mi nuevo bastón de paseo. Era sumamente decorativo. Incluso me hizo pensar en dedicar más atención a mi indumentaria, y empleé la ponderación de un estadista en elegir un sombrero y un chaleco que estuvieran a la altura del nuevo accesorio. Varias representantes del bello sexo, tanto las damas más jóvenes como las encargadas de vigilarlas, me miraron con visible aprobación mientras caminaba por la Ciudad Vieja.

Oh, sí, la gestión. Fui a ver a dos zánganos que me habían citado en relación con varias inversiones heredadas de mi padre. Debido a un aplazamiento de la prolongación del ferrocarril de Baltimore y Ohio hasta este último río, se vieron afectados varios de mis intereses, y enviaron un grueso portafolios con documentos que requerían una revisión por mi parte. Como es natural, tuve poco tiempo, con todo lo que estaba ocurriendo, para examinar muy meticulosamente aquellos papeles.

Aquella tarde me encontré de nuevo en las cercanías de donde fue descubierto Poe el 3 de octubre de 1849. Decidí dirigirme al establecimiento, el hotel Ryan's, donde Poe se había presentado en deplorables condiciones. Pensé en lo que yo hubiera podido hacer o decir en aquel momento para salvar a Poe o, al menos, para tranquilizarle en aquellos cruciales momentos, ahora hacía dos años.

Mi melancólica ensoñación se vio interrumpida por un grito a la vuelta de la esquina. No era algo que tuviera gran importancia en medio del ruido alocado de las calles de una ciudad como Baltimore, donde se oía el golpear de cascos de los coches de bomberos, y el continuo griterío no cesaba ni por las noches hasta que, en ocasiones, estallaba en disturbios entre compañías de bomberos rivales o contra grupos de extranjeros. Pero aquel grito solitario, crepitante como un aria de muerte en una ópera, me provocó auténticos escalofríos.

– ¡Reynolds…!

¡Reynolds…!

Fue la palabra que gritó Poe en el hospital cuando se estaba muriendo.

Recuerden ahora dónde escuché ese grito. Me hallaba ante el lugar desde el que Poe fue trasladado a su lecho de muerte en el hospital. Imaginen mi desorientación al pensar que, de repente, me veía involucrado en la vida de otro…, la muerte de otro.

Me deslicé hacia delante. ¡Y lo oí de nuevo!

Torcí para tomar la calle siguiente y me interné en las sombras de un estrecho pasaje entre dos edificios, acercándome al lugar de donde procedían los sonidos. Un hombre bajo, con gafas y levita, avanzaba directamente hacia mí, obligándome a retroceder de un salto. Ahora reconocí la voz del hombre que iba en su persecución.

– ¡Por qué, señor Reynolds! -tronó el perseguidor.

– Déjeme, haga el favor -replicó el hombre; bueno, ahora estamos en condiciones de decir replicó Reynolds.

– Buen señor -protestó el barón Dupin-, debo recordarle que yo soy un agente especial.

– ¿Agente especial? -repitió Reynolds en tono de duda.

– Para la mismísima corona británica -puntualizó patrióticamente el barón.

– ¡La corona británica! -exclamó Reynolds-. ¿Y por qué querría hostigarme? ¡Pues al infierno con la corona!

– La honda preocupación ¿es una especie de hostigamiento? Una cosa es completamente opuesta a la otra. Yo sólo quiero conocer toda la historia, para su protección.

El barón Dupin sonrió. Hablaba con su fogosidad habitual, y esta vez no llevaba su peludo disfraz.

– ¡Pero yo no tengo ninguna historia que contar!

– Usted no se da cuenta, pero sí la tiene. Mi querido Reynolds, hay círculos muy interesados en conocer el desarrollo de los acontecimientos ese día, como últimamente ya ha visto usted en los periódicos. Su reputación, su trabajo como carpintero, el buen nombre de su familia podrían peligrar si la verdad no se aclara cuanto antes. Usted estaba ese día en el Ryan's. Usted vio…

– Yo no vi nada -dijo Reynolds-. Nada fuera de lo ordinario. Era día de elecciones. ¡Había jolgorio, claro! El año anterior hubo un gran alboroto a propósito de la elección de sheriff: ambos bandos, con sus partidarios. Los días de elecciones son más bien salvajes en Baltimore, señor barón.

– «Barón» a secas, querido amigo. Poe llamó ansiosamente a «Reynolds» en su lecho de muerte, en su habitación del hospital. -Así pues, el barón también había descubierto aquello-. ¿No cree usted que eso se sale de lo ordinario? ¿Podríamos considerarlo extraordinario! ¿Había alguna razón para que él le recordara en sus últimas horas?

– No recuerdo haber conocido a ningún Poe allí. Puede usted preguntar a los otros vocales. Insisto en que me dispense.

Pegado a la pared, me asomé lo suficiente para ver la cara del barón después de que Reynolds se alejara. Permaneció de pie en el mismo lugar. Su sonrisa estaba contraída, como si hubiera probado algo agrio o acabara de robarle la cartera a Reynolds. (¿Y hubiera sido sorprendente que lo hiciera?) En todas sus actividades, el barón parecía saborear la victoria. Aunque era un abogado envilecido que huía de sus acreedores -y aunque ahora Reynolds no quisiera trato alguno con él-, el barón por lo general confiaba en sus expectativas.

Solo, plantado en la calle, el barón se pasó la lengua por el labio inferior varias veces, como si se dispusiera a desplegar su futura elocuencia. Su rostro y su porte parecían apagados cuando no estaba ladrando o arrullando a alguien. Sus engranajes y sus bombas debían moverse constantemente. La claridad de su intelecto brilló mientras murmuraba una palabra para sí mismo. Esa palabra fue:

– ¡Dupin!

Masculló la palabra «Dupin» como si fuera una maldición. Sin duda parece extraño que un hombre pronuncie su propio nombre como una injuria, como si descargara un puñetazo en su propia barbilla. Resulta menos extraño, quizá, si piensan en ello no como su nombre, sino como su herencia y legado, de los que abominaba! El barón, sin embargo, era el tipo que se consideraba a sí mismo una culminación, más que un retoño de todo cuanto le había precedido. Cuando le preguntaban quiénes fueron sus antepasados, podía responder lo mismo que el emperador Napoleón a los reyes: «Yo soy un antepasado.»

Pero no. Su imprecación, «Dupin», no iba dirigida ni a sí mismo ni a su familia. El barón no se proponía denostar a nadie sino a la figura de C. Auguste Dupin. El personaje cuya paternidad y autoridad trataba de demostrar. ¿Por qué murmuraba de aquella forma sobre el Dupin literario? Este engaño en el que se había apoyado desde mi primer encuentro con él en París, a saber, que él podía ser el Dupin real, era ahora un espectro demasiado poderoso para él…, y esto sólo podía admitirlo, si es que lo hacía, cuando se hallaba completamente solo, como él creía estarlo ahora en la calle. No podía disputar, ni argumentar, ni ponerse la máscara del Dupin real, como solía hacer en la vida y en el foro. O lo era o no lo era. Había desesperación en aquella escena; algo vulgar, en definitiva. Pensé que quizá estaba admitiendo algo, disponiéndose a hundirse. Estaba equivocado.

Me asomé, protegido ahora tras un poste que sostenía el toldo de un establecimiento de daguerrotipos. No tardó en avanzar por la calle un carruaje que reconocí. Era el mismo coche de alquiler que estuvo esperando al barón y a Bonjour la otra noche. Imaginaba que de algún modo el barón había engatusado o amenazado al cochero original para conseguir el uso privado del carruaje. Bonjour se apeó, y el mismo negro enjuto y de piel clara ocupaba el pescante. Más tarde supe que el barón se había asegurado el servicio de aquel esclavo delgado y todavía adolescente, cuyo nombre era Newman, para que fuera su cochero y su mensajero. Le había dicho a Newman que si hada bien su trabajo compraría su libertad a su dueño.

Bonjour informó en tono sosegado al barón, en francés, de que al caer la noche «nos reuniremos con él en el cementerio de Baltimore». Es todo cuando pude oír.

Regresé a Glen Eliza y saqué del anaquel la guía de la ciudad. El barón Dupin había revelado que el «Reynolds» que estaba en la calle con él era carpintero. En la guía, la entrada del apellido que tanto me había intrigado, correspondiente a aquella ocupación y con una dirección próxima a donde vi a los dos hombres, decía así:


REYNOLDS, HENRY, CARPINTERO, ESQUINA DE FRONT Y LOW


¿Qué relación con Poe podía tener aquel modesto carpintero al.que yo había visto en la calle? Después de todo, la única clase de persona que nunca emplea a un carpintero es alguien que viaja) corno era el caso de Poe en Baltimore. Eso podía yo saberlo sin la ayuda de la raciocinación. Y aquel señor Reynolds en concreto había negado haber visto al poeta.

Seguí pensando en los comentarios del barón Dupin en la calle. Él daba por supuesto que Henry Reynolds estuvo con Poe en Ryan's y que había presenciado algo. Me senté, entregándome a hondas cavilaciones sobre la razón de que aquel Reynolds hubiera acompañado a Poe en sus peores horas, y sobre cómo el barón pudo saber…

Se mencionaron las elecciones. «Los días de elecciones son más bien salvajes en Baltimore, señor barón.» Y «los otros vocales». Reynolds quizá estuvo en Ryan's por algo relacionado con las elecciones, puesto que Ryan's fue utilizado ese día como colegio electoral del Distrito Cuarto. Me sumergí en la colección de periódicos y me detuve cuando encontré el Baltimore Sun del 3 de octubre de 1849. Ése fue el día en que Poe fue descubierto en Baltimore, en Ryan's, en «estado de choque», como había dicho uno de los periódicos.

Allí, en la sección política del periódico, figuraba el nombre de «Henry Reynolds» en una página con una larga lista de vocales de las elecciones de Baltimore, hombres que tomaban juramento a los votantes y supervisaban las votaciones. Reynolds era uno de los vocales del colegio electoral del Distrito Cuarto, el hotel Ryan's. Era el que le correspondía por empadronamiento. Esto explicaba por qué el barón buscaba su rastro en las inmediaciones de Ryan's: el carpintero vivía muy cerca de allí.

Yo ardía en deseos de contar mi descubrimiento, pero si se lo decía a Duponte, seguro que me hubiera valido una reprensión. Hubiera repetido, filosóficamente, sus previas declaraciones de no hablar con testigos. «Podemos averiguar todo cuanto necesitemos de forma indirecta», habría dicho. Además, el barón Dupin ya había hablado con Reynolds, habría razonado. El barón le habría influido, por no mencionar a otras personas de Baltimore.

Repetí para mis adentros que Duponte era el analista más eminente del mundo, y que mi colaboración no se proponía otra cosa que atender a sus necesidades. Pero ahora no podía dejar de pensar en quién sería él: a saber, el hombre con el que el barón y Bonjour iban a reunirse en el peligroso entorno del cementerio de Baltimore aquella noche, según yo había oído. Tampoco podía dejar de maravillarme por aquello, ni dejar de preguntarme si la cita guardaba relación con el asunto de Reynolds. Cuando anocheció, me excusé diciendo que iba a tomar el aire.

Tomé un coche y recorrí las calles hasta un barrio situado al noreste de la ciudad, donde uno hubiera preferido estar con luz del día. Al acercarse al cementerio de Baltimore, mi carruaje se detuvo bruscamente. Los caballos dieron sacudidas y se agitaron.

– Cochero, ¿es que no controla usted los caballos? -pregunté.

– No, señor, creo que no.

– ¡Deténgase aquí! Haré a pie el resto del recorrido.

¿Aquí, señor? ¿Qué va usted a ir a pie por aquí?

Yo mismo me hubiera formulado la pregunta de no haberme guiado la necesidad de saber más acerca del barón. Traspuse con paso inseguro la cancela del camposanto y me mantuve en el límite del recinto, tan cerca como me era posible de la luz más próxima, situada en Fayette con Broadway.

Descubrí el carruaje del barón más adelante y mantuve una distancia suficiente para quedar oculto y a salvo entre las sombras de la noche. Podía ver que se estaba trasladando un pesado bulto al interior del vehículo, y que luego otra figura desaparecía en la oscuridad del cementerio. Aunque puse cuidado en no ser descubierto, me invadió d pánico cuando el carruaje emprendió la marcha para salir del cementerio. No tenía el menor deseo de quedarme solo en aquel reino de los muertos una vez anochecido (ningún baltimorense lo hubiera querido), y me escurrí del lugar con la diligencia de un roedor.

Apresurándome ahora hacia la derecha del camposanto, seguí el sonido del carruaje, que se dirigía al hospital universitario Washington, el establecimiento adonde Edgar Poe había sido llevado desde el hotel Ryan's, y donde murió. Aquel gran edificio de ladrillo, con sus dos severas torres cerniéndose sobre él, apenas era menos lúgubre que el cercano cementerio. No mucho después de la muerte de Poe la junta de facultad decidió que su situación en el centro de Baltimore resultaba inadecuada, y ahora el edificio sólo se utilizaba esporádicamente como hospital. Habiendo apurado sus recursos financieros con las nuevas adquisiciones, la facultad intentaba ahora vender el innecesario edificio y sus terrenos.

El carruaje del barón estaba estacionado en las inmediaciones. Encontré la cancela del hospital cerrada.

– ¡No más cadáveres! -gritó una voz dirigiéndose a mí, desde una ventana de la fachada principal del edificio.

Ignoré la extraña advertencia y traté de nuevo de abrir la cancela, cuando el vigilante reapareció en estado de agitación.

– ¡Que no necesitamos más cadáveres! ¡Acabamos de recibir uno!

Los cuerpos de los recién fallecidos los utilizaban los médicos para instruir a sus estudiantes en la práctica de la cirugía. Los hombres de la resurrección se colaban furtivamente en los cementerios y utilizaban una barra de hierro provista de un gancho en un extremo para abrir un agujero en el ataúd. Estos pescadores de cuerpos ensartaban el cadáver por la barbilla y tiraban hacia fuera, en ocasiones unas pocas horas después de haber tenido un respetable sepelio. La proximidad de este cementerio al hospital universitario lo convertía en un blanco especial para los ladrones de cuerpos. Pocas personas, incluso las más audaces, se aventuraban por las cercanías del cementerio de Baltimore y del hospital universitario Washington por la noche, pues se decía que a veces, cuando no habían encontrado un muerto reciente, los caminantes eran raptados y destinados a aquel fin, lo que reportaba a los raptores la acostumbrada gratificación de los médicos: diez dólares.

– ¿Me ha oído ahora? No más cadáveres.

El rostro bizqueó desde su lugar en la ventana.

– Mis excusas, señor -dije.

Se retiró al interior. Caminé junto a la tapia hasta que encontré un tramo caído sobre el barro y pasé por encima. La puerta del hospital seguía sin cerrar, debido a la reciente entrada del barón Dupin y de Bonjour.

Aquella parte del hospital parecía vacía. Hacía mucho más frío allí que en el exterior, como si el viejo edificio congelara el aire. Yo daba un salto cada vez que se producía un ruido, creyendo que el vigilante me había oído llegar y se proponía atraparme, pero no tardé en advertir que el viento golpeaba ventanas y puertas arriba y abajo de la gigantesca estructura.

Subí por la escalera cautelosamente. Parecía como si el barón y Bonjour estuvieran hablando con alguien en un aula del cuarto piso. No obstante, la escalera describía una curva al pasar ante aquella dependencia, y como la puerta del aula permanecía abierta, no pude seguir subiendo sin ser visto. Mientras tanto, sólo alcancé a oír su conversación vagamente.

Se lo advertí, dijo una voz que no me resultaba familiar.

Examiné mi entorno. Si no podía situarme más arriba salvo ascendiendo por la escalera, no lograría mi propósito. No parecía haber otra escalera en la parte posterior. Pero sí había un cuarto lleno de barriles. Destapé uno en busca de alguna herramienta útil, y me quedé sin aliento al encontrarlo lleno de huesos humanos.

Cada vez más desalentado por haber llegado tan lejos sin provecho alguno, no tardé en encontrar una abertura en la pared que daba a un pozo, el cual parecía el hueco de un rnontaplatos, pero de grandes dimensiones. Aunque el hueco estaba negro como el carbón, salvo por la luz que se filtraba en cada piso, me introduje y, afortunadamente, pude advertir que había un montacargas y una polea. Provenía de abajo y continuaba hasta el aula. Parecía un golpe de suerte.

Resultó que mi cuerpo cabía con sorprendente facilidad en el hueco. Dejé el sombrero en el suelo y enrosqué las piernas, lo mal fuertemente posible, en torno a la polea, y me di impulso hacia arriba tirando del extremo opuesto de la polea. El aire era apestoso y viciado. Hice lo posible por no mirar los tres pisos que tenía por debajo, a medida que me aproximaba al cuarto. La conversación se hada más clara con cada pequeño avance hacia arriba, en dirección al aula.

El hombre que estaba con ellos tenía una voz potente, casi tan teatral como la del barón.

– Y ahora los periodistas han estado importunándome sobre el asunto. No entiendo por qué tenemos que seguir hablando de eso.

– Los detalles -dijo Bonjour en tono tranquilo-. Necesitamos todos los detalles.

– ¿Sabe? -terció el barón, completando la idea de Bonjour-. Estamos a punto de saber qué le ocurrió exactamente a Poe aquel día concreto que se lo trajeron a usted. Usted, amigo Moran, será el héroe de un relato de injusticia.

Se produjo una pausa, llena de intriga, en la conversación. Mientras tanto, miré a mi alrededor, en el estrecho y oscuro túnel en el que estaba encerrado. Cuando tenté la pared para equilibrarme mejor, la encontré viscosa y fría. Entonces, en una grieta a lo largo de ella apareció un par de ojos rojos, y una rata, alarmada por la intrusión de mi mano en su escondrijo, avanzó hacia mí. «Chist, chist», rogué al roedor. Su horrorosa mirada rojo sangre casi me hizo deslizarme abajo, pero mi decisión de oír más me impulsó a trepar más cerca de donde llegaban las voces.

La mención de su condición de héroe pareció ampliar la voz de Moran cuando continuó:

– A Edgar Poe lo trajeron un miércoles por la tarde, hacia las cinco, en un coche de alquiler. El cochero me ayudó a sacarlo y le pagué de mi bolsillo.

– ¿No iba nadie más en el coche, aparte de Poe y el cochero? -preguntó el barón.

– No. Tan sólo había una tarjeta del doctor Snodgrass, el editor de la revista, informándome de que el hombre que iba dentro era Edgar Poe y necesitaba asistencia. Lo llevamos a una habitación muy cómoda, en la torre del segundo piso, con una ventana al patio. No tenía conciencia de quién le había traído ni de con quién había estado reunido.

– ¿Qué dijo el señor Poe? ¿Mencionó el nombre de E. S. T. Grey?

– ¿Grey? No. Hablaba, pero sostenía una conversación sin sentido con objetos imaginarios en las paredes. Recuerdo que estaba pálido y bañado en sudor. Tratamos de tranquilizarlo. Naturalmente, procuré obtener de él más información. Fue capaz de mencionar que tenía una esposa en Richmond. Luego he llegado a saber que aún no estaban casados. Sin duda padecía confusión mental. Ignoraba cuándo había venido a Baltimore o qué le había traído aquí. Entonces yo le dije que pronto estaría lo bastante bien como para gozar de la compañía de sus amigos.

Mientras Moran hablaba, trepé hasta casi el nivel del aula. Mi mano extendida tanteó en la oscuridad y se posó en una materia sólida. Parecía lona. Me esforcé por ver mejor. Debía ser la bolsa que se cargó en el carruaje del barón en el cementerio. Su parte inferior estaba ahora a la altura de mi cabeza. Palpándola, me estremecí al percatarme de que estaba agarrando un pie humano sin vida. De pronto, comprendí lo que el barón había traído del cementerio y supe que aquello no era un montaplatos. El montacargas por el que yo había trepado se usaba para subir los cadáveres a las salas de disección de los diferentes pisos.

El cuerpo había sido trasladado desde la polea de la que yo colgaba a un gancho en la pared del hueco, y mirando hacia el aula pude ver por qué aún no había sido introducido en ella. Allí había ya un cadáver de un hombre, o parte de él, cubierto de sal y con un paño blanco, yaciendo en una mesa de disección en mitad de la estancia. Unos delantales, tanto limpios como ensangrentados, colgaban al lado. No podían dedicarse al cuerpo recién llegado en tanto no terminaran con aquel otro.

Sentí un escalofrío a la vista de aquello y a causa de mi proximidad al cadáver nuevo. Aceleré la respiración para tratar de calmarme, pero eso me permitió percibir un horrible hedor del que no me habla dado cuenta antes. Mi agarre a la polea flojeó.

Me deslicé con rapidez hacia abajo casi un piso entero. Apoyando las piernas en las paredes del hueco, traté de recuperar el equilibrio para no desplomarme cuatro pisos y acabar sumido, con toda certeza, en la negrura eterna que me aguardaba abajo.

– ¿Qué ha sido eso? -oí preguntar a Bonjour-. Ese ruido. Sale de la pared, del montacargas.

– Quizá nuestro regalito se ha despertado, doctor Moran -dijo el barón riéndose como quizá ningún hombre lo hiciera en la inmediata vecindad de dos cuerpos muertos.

El barón se asomó a la abertura y miró por el hueco. Yo me encontraba en la parte oscura y, milagrosamente, oculto a la mirada del barón por el saco con el cadáver. Su cabeza volvió a la estancia.

– No se preocupen -comentó Moran-. En este edificio aseguramos ventanas y puertas con cuerdas, pero al parecer este lugar hace más ruido del que nunca hicieron los pacientes.

Vi entonces a Bonjour ocupar el lugar del barón en la abertura del hueco, y mi ansiedad aumentó. Se asomó sin temor al horrible pozo.

– ¡Tenga cuidado, señorita! =-advirtió Moran.

Ahora Bonjour se lanzó por completo al hueco, y por un momento tuve la certeza de que me caería encima. En lugar de eso, se sujetó a la polea con una mano y con las rodillas. Sin duda Moran protestaba arriba, pues pude oír al barón tratando de calmarlo. Me aferré para mantener mi posición y recé para que se obrara un milagro. Casi podía sentir los ojos de Bonjour escrutar la oscuridad directamente sobre mi cabeza descubierta.

Descendió hacia mí pulgada a pulgada, elevando con ello la polea de mi lado, de modo que, involuntariamente, me aproximaba a ella.

Cerré con fuerza los ojos, ignorando las gotas de sudor frío, y aguardé a ser descubierto. Un chillido terrible e inhumano quebró mi concentración: en un instante, un ejército de voraces ratas negras avanzó corriendo por las paredes del hueco. Se precipitaban en masa sobre Bonjour, quien involuntariamente las había atraído. Varias de ellas tomaron impulso en mis hombros y en mi espalda, con sus garras de alambre prendidas en mi abrigo, sin que yo me atreviera a gritar.

– Sólo son ratas -murmuró Bonjour al cabo de un momento, y a continuación repartió unos puntapiés que derribaron de la pared a algunas de aquellas criaturas, que se precipitaron abajo.

El barón extendió una mano y la ayudó a entrar en el aula.

– ¡Santo Dios! -susurré, agradecido a los animales, sacudiéndome un par de ellos que se habían posado en mi espalda.

Desde donde me hallaba podía oír la mayor parte de la conversación. Decidí entonces impulsarme de nuevo hacia arriba, sólo unas pulgadas, y situarme en una posición más segura.

– Siga usted con los detalles, doctor-dijo el barón-. Contaba que sus amigos se reunirían con Poe.

Moran, dubitativo, guardó un breve silencio.

– Tal vez debiera consultar con la familia y los amigos del señor Poe antes de seguir hablando con ustedes. Había varios primos, cuando estábamos tratándolo… Si no recuerdo mal, un tal señor Neilson Poe y un amigo, un abogado, el señor Z. Collins Lee…

El barón suspiró ruidosamente.

– Veamos lo que hay en la mesa del doctor-dijo Bonjour en tono ligero.

Pude oír el roce de la sábana blanca que cubría el cadáver desnudo.

– ¡Qué es esto! -exclamó Moran con evidente turbación-. ¿Qué está usted haciendo?

– Ya he visto hombres antes-replicó Bonjour, divertida.

– ¡No escandalices al joven doctor, querida! -advirtió el barón levantando la voz.

– Quizá deberíamos llevarnos a este caballero fallecido a casa para estudiarlo nosotros -dijo Bonjour, empujando la mesa. El doctor Moran protestó vigorosamente. Bonjour continuó-: Vamos, doctor, nada de hacer las cosas a medías: cuando uno encuentra algo, suyo es. Además, me pregunto, barón, si la familia de esta joven que hemos subido en el montacargas estaría interesada en saber que el cuerpo ha desaparecido de la tumba y se encuentra aquí, esperando a que este doctor dandi lo trocee.

– ¡Creo qué muy interesada, querida! -confirmó el barón.

– ¿Qué? ¡Pero nosotros hacemos esto para salvar vidas! ¡Ustedes mismos han traído el otro cadáver!

– Porque usted nos lo encargó, doctor -le recordó Bonjour-, y usted lo ha aceptado a cambio de la información que mi jefe le pide.

El barón se inclinó junto a Moran y dijo sotto voce:

– Como puede ver, ha cometido un error, doctor.

El heroísmo que se traslucía en la voz del médico se deshinchó.

– Ahora entiendo de qué va la cosa. Muy bien. Volvamos pues a Poe. Le dije, tratando de reconfortarlo, que pronto gozaría de la compañía de sus amigos. Me interrumpió con mucha energía y dijo, lo recuerdo, Lo mejor que podría hacer mi mejor amigo sería volarme los sesos con una pistola. Cuando comprendió lo que le había ocurrido, quería que se lo tragara la tierra, etcétera, que es lo que uno dice cuando tiene el espíritu deprimido. Luego se sumió en un violento delirio hasta el sábado por la noche, cuando empezó a llamar a «Reynolds» una y otra vez, durante seis o siete horas, hasta la mañana, tal como les dije el otro día. Debilitado por el esfuerzo, dijo: «Señor, ayuda a mi pobre alma», y expiró. Eso es todo.

– Lo que nos preguntamos ahora -comentó el barón- es si Poe fue inducido a tomar algún tipo de estímulo artificial, una droga (opio, quizá) que lo llevara a esa situación.

,-No lo sé. La verdad, señor, es que la situación de Poe era muy triste y rara, pero su persona no despedía ningún olor especial a alcohol, por lo que yo recuerdo.

Durante esta conversación, alterné la cuidadosa atención a sus palabras con los desesperados intentos por calmar mi corazón desbocado y mi respiración agitada después de haber estado a punto de ser descubierto por Bonjour. Cuando dieron por terminada la entrevista, que dejó satisfecho al barón, y me convencí, por sus pasos, de que habían abandonado el cuarto piso, ascendí dejando atrás el cadáver y me colé por la abertura de la pared. Comprobé que no había nadie, y penetré en el aula. Pegado al suelo, expulsé todo el aire que había respirado con la pestilencia de la muerte, y respiré ahora alentado de forma rápida y gratificante.

Quizá ustedes me juzguen con dureza por no haber relatado en seguida mis aventuras a Duponte, pero ya habrán comprobado la frecuente inflexibilidad de sus posturas filosóficas. Y yo no tengo un temperamento particularmente filosófico. Duponte nació para analista y razonador; yo, para observador. Aunque pueda ocupar tan sólo un peldaño inferior en la escala de la sabiduría, la observación requiere práctica. Quizá Duponte, y en general nuestras investigaciones, necesitaban un ligero empujón hacia lo pragmático.

Hubiera debido explicar más atrás, cuando andaba buscando datos sobre Henry Reynolds, cómo tuve acceso a los periódicos que guardábamos en la biblioteca sin que Duponte se diera cuenta. Desde el primer día que desembarcamos en Baltimore, Duponte se instaló en la biblioteca y examinó todo el contenido del que ahora era su sanctum. Pero cuando leía otras cosas se trasladaba de la biblioteca, cada vez más atestada, a diferentes habitaciones y dormitorios de Glen Eliza cuya existencia yo había olvidado. Elegía el libro extraño que yo tenía en mi anaquel; o uno de los atlas de mi padre de alguna oscura provincia del mundo; o un folleto en francés que mi madre trajo del extranjero. Duponte también leía a Poe, una costumbre que no escapaba a mi interés.

A veces la concentración con la que leía a Poe me recordaba a mí mismo, puesto que durante años me había alimentado de aquellos cuentos. Pero por lo general su propósito no era tan erudito. Duponte leía mecánicamente, como un crítico literario. El crítico nunca permite que la lectura se sobreponga a él; nunca sitúa las páginas golosamente cerca de su rostro ni desea ser arrastrado a través de las grietas de la mente del autor, pues semejante viaje implicaría renunciar al control. Así, con frecuencia, alguien leerá la reseña de un crítico en una revista a propósito de un libro que él ya ha leído, deseoso de comparar perspectivas, y pensará: «¡Éste no puede ser el libro que yo leí! Ha de ser otra versión en la que todo está cambiado, ¡y también he de encontrarlo!»

Yo consideraba que encajaba bien con eso el desapasionado examen que Duponte hacia de las obras de Poe. Creía que de este modo Duponte penetraba en el carácter esencial de Poe y en las misteriosas circunstancias que habíamos empezado a estudiar.

– ¡Si pudiera saberse en qué barco llegó Poe a Baltimore! -dije una tarde.

Duponte se animó al instante.

– Los periódicos locales se refieren a ese detalle como uno de los que siguen ignorándose a propósito de su llegada. Que ellos no lo sepan, monsieur, ciertamente no equivale a que tales detalles se sitúen más allá de los límites de lo desconocido. La respuesta se da claramente en los artículos de la prensa de Richmond, publicada en los últimos meses de la vida de Poe.

– Cuando Poe daba conferencias sobre varios temas de poesía y literatura.

– Exactamente. Lo hacía para reunir dinero destinado a su proyectada revista The Stylus, tal como decía en las cartas que le dirigió a usted, monsieur Clark. No podemos saber en qué barco hizo Poe la travesía de Richmond a Baltimore, pero eso no importa, y no modifica el hecho de que el propósito de ese viaje siga siendo desconocido. Sin embargo, la razón que lo trajo a Baltimore es del todo comprensible para cualquier persona que se ponga a pensarlo. De los rumores recogidos en los periódicos de los dos años previos a su muerte resulta que Poe se había visto envuelto en varias uniones románticas tras la muerte de su esposa. En este último período, acababa de comprometerse con una mujer rica de Richmond, con lo que su viaje a Baltimore es probable que tuviera como finalidad un interludio romántico. En vista de que los redactores de todos los periódicos sabían que su futura, una tal señora Shelton, era rica, cosa que, naturalmente, sabía todo el mundo (pues los periodistas raras veces saben algo que el vulgo no sepa antes), y en vista, pues, de que la existencia de esa fortuna era ampliamente conocida, Poe pudo sentir la necesidad de desmentir la opinión del público de que iba a casarse porque esa señora era un buen partido.

– ¡Seguro que nunca se casaría con alguien por su dinero!

– Fuera o no así, y la indignación de usted al respecto es del todo irrelevante, el resultado es exactamente el mismo. Lo cual facilita nuestra investigación. Si Poe se hubiera propuesto casarse con esa señora por el dinero, tendría aún más razones para desmentir la opinión de que era así, con el fin de evitar que el compromiso se deshiciera en caso de que la señora entrara en sospechas. Si los motivos de Poe eran desinteresados, como cree usted, su finalidad seguiría siendo la misma: conseguir dinero, esta vez para atender a sus propios gastos, en lugar de depender de manera improcedente de su prometida. Tanto en un caso como en el otro, no consiguió lo que esperaba en Richmond, por lo que acudiría a Baltimore a fin de procurarse apoyo profesional y suscriptores para The Stylus, y así atender a sus planes en materia económica, independientemente de la señora Shelton.

– Lo cual explica por qué fue a ver primero a Nathan Brooks, pues el doctor Brooks es un bien conocido editor de revistas. Sólo que, como vi con mis propios ojos -añadí sombríamente-, la casa del doctor Brooks había sido destruida por un incendio.

– Poe vino aquí con unos planes, monsieur Clark, para rehacer su vida. Creo que descubriremos que murió en estado de esperanza, no en medio de la desesperación.

Pero yo recordaba la declaración del doctor Moran a propósito de Poe: ignoraba cuándo vino a Baltimore y cómo. ¿De qué manera encajaba esto con los demás detalles que ahora conocíamos?

La conversación con Duponte que acabo de transcribir se desarrolló pocos días después de mi visita secreta al hospital. Mientras tanto, en mis sesiones en las salas de lectura y en mis diversas gestiones en la ciudad, sentí un número creciente de ojos fijos en mí. Pensé que quizá era un producto inconsciente de mi sentimiento de culpa por ocultar mis anteriores descubrimientos a Duponte, o el recurso para apartar de mi pensamiento el recuerdo de la aflicción de Hattie durante nuestro último encuentro a la puerta de su casa.

Había un hombre en concreto, un negro libre de unos cuarenta años, a quien observé cerca de mí en más de una ocasión en medio de la multitud, en la calle, o desde la ventanilla del coche en el que viajaba. Tenía facciones acusadamente angulosas y notable corpulencia. Solía resultar fácil diferenciarlo entre los negros libres o esclavos por su forma de vestir, superior a la de ellos y completamente a la moda, pese a que a ciertos esclavos de la ciudad -esclavos dandis, como se les conocía- sus amos los vestían de manera exquisita y a la última.

Pensé en el Fantasma que en otro tiempo me siguió, mucho antes de haber soñado con encontrar a un hombre como Duponte o con haberme ocultado de otro como el barón Dupin. Pensé también en la mirada muerta de Hartwick, el hombre del barón, mientras me seguía por los salones de Versalles, dispuesto a capturarme. Una vez vi al extraño de pie al otro lado de la calle Baltimore, por donde yo caminaba. No me sorprendió descubrir al que yo suponía liberto hablando tranquilamente con el barón Dupin. Éste lo tomó entusiasmado del brazo.

Aquella misma noche, Duponte leía el cuento «Ligeia», de Poe, en un sofá de la sala de estar. Van Dantker se había ido con sus pinceles unas horas antes, en estado de gran irritación. Duponte anunció que ya no deseaba ver más el rostro de Van Dantker contemplándole fijamente cada vez que levantaba la mirada, y que había informado al artista de que se sentaría detrás de él. Naturalmente, Van Dantker protestó aduciendo que no podía pintar la espalda de Duponte, y éste se negó a seguir discutiendo. Pero no tardaron en idear un sistema que consistía en un espejo situado frente a Duponte, y así Van Dantker se sentaba tras el analista. Situó otro gran espejo junto a su caballete, mirando al primer espejo, a fin de devolver la reflexión original a su orientación correcta. Yo pensé que los dos hombres estaban completamente locos. Pero Van Dantker, tomando pellizcos del olycoke, un extraño pastel fritó en manteca de cerdo- que siempre traía consigo, continuó con su proyecto.

Yo me ocupaba leyendo un ejemplar de las Melodías irlandesas de Thomas Moore, que había adquirido en un puesto de libros, el doctor Carter. El amigo de Poe en Richmond, declaró al periódico que Poe había estado leyendo los poemas de Moore cuando lo visitó en su despacho. Se decía también que durante su estancia en Richmond Poe citó este verso de Moore a una joven dama a la que ofrecía amistad: «Me siento como aquel/ que camina solo/ por una isla de banquete vacía.»

Mis pensamientos flotaron hacia el perturbador asunto de Hattie.

– Me pregunto… -dije, interrumpiendo la lectura de Duponte.

– ¿Qué?

– Bueno, me pregunto si una mujer que dice que las cosas «han cambiado» se refiere a sus emociones, o sea a que sus afectos han cambiado, o si más bien se refiere a otras cuestiones menos profundas.

Duponte apartó el libro y me preguntó:

– ¿Está usted solicitando mi opinión sobre ese asunto, monsieur?

Dudé, esperando que no creyera que me proponía desviar sus dotes de raciocinación a una mera inquietud personal, aunque eso era precisamente lo que estaba haciendo.

Siguió sin obtener una respuesta por mi parte.

– ¿Cree usted, monsieur Clark, que las palabras de ella se referían a la mayor o a la menor de sus preocupaciones?

Me paré a considerarlo.

– Bueno, ¿y cuál es la mayor y cuál la menor de las preocupaciones? -pregunté.

– Ésa es la cuestión, monsieur. Para las personas a quienes no van dirigidos los afectos de esa señorita, el estado emocional de ella sería la preocupación menor; en cambio, constituiría el motivo principal y fundamental el estado del tejado de su casa, o un préstamo que le hubiera concedido el banco, y más si tales inquietudes implicaran un cambio respecto a un estado de cosas previo. Sin embargo, para la persona que busca o ha buscado los afectos de la señorita, la naturaleza de esas emociones sería, con mucho, la pregunta más significativa que desearía formular, y el hecho de que su tejado se estuviese hundiendo supondría escasa diferencia para ese pretendiente. Pero la respuesta que da usted es que el sentido de las palabras que ella pronunciara variaría en gran medida según a quien las dirigiese.

La frialdad del consejo de Duponte en materia de amores, si es que lo era, me dejó completamente asombrado, de modo que no continué con el tema.

Al cabo de un rato, sonó la campanilla de la puerta. El servicio libraba aquel día, y yo estaba en el piso bajo. A los pocos momentos, Duponte cerró de golpe el libro, se levantó de su asiento con un suspiro y descendió hasta la puerta principal. Al otro lado de ésta había un hombre bajo, con gafas, mirando al interior, expectante.

– ¿Qué desea de mí, caballero? -preguntó el hombre cortésmente.

– ¿No es usted quien ha venido hasta esta puerta? -replicó Duponte-. Creo que yo le hubiera hecho esa misma pregunta, de haber tenido interés por la respuesta.

– ¿Por qué…? -dijo el visitante, aturdido-. Bueno, yo soy Reynolds. Henry Reynolds. ¿Puedo pasar?

Observé la escena desde el pasillo de la cocina. El señor Reynolds encontró un sitio para dejar el sombrero y mostró a Duponte la tarjeta que yo le había enviado a primera hora de aquel día.

Mi plan era dar lugar a que Duponte pudiera tomar mayor interés por la persona de Reynolds si se encontraba en el trance inesperado de saludarlo. Así haría suyo el descubrimiento y, hallando irresistible la oportunidad, recabaría toda la información que pudiera extraer del visitante.

Pero eso no iba a suceder. Sosteniendo en la mano su libro de los cuentos de Poe, dedicó unas corteses buenas tardes al huésped y pasó junto a mí en dirección a la escalera. Corrí tras él.

– Pero ¿adónde va?

Monsieur, tiene usted una visita, un tal monsieur Reynolds, creo -me respondió Duponte-. Supongo que ustedes dos querrán hablar.

– Pero…

Me quedé quieto.

– ¿Alguien me ha mandado llamar? -preguntó Reynolds en voz alta y tono impaciente desde el arranque de la escalera-. Tengo otras citas. ¿Uno de ustedes es Clark?

Alcancé a Duponte y le dije como quitando importancia a la cosa:

– Ya sé que debí advertirle de que di recado a Reynolds para que viniera. Vi al barón Dupin hablar con ese sujeto, y resulta que fue vocal durante las elecciones, destinado en el colegio electoral donde encontraron a Poe. Pero este hombre no dio al barón información alguna. ¡Concédale un momento! Venga al salón. Pensé que al principio usted podría negarse, y por eso he hecho esto en secreto. Creo que es de la mayor importancia que nos entrevistemos con él.

Duponte permaneció impasible.

– ¿Qué quiere que haga yo?

– Siéntese en la sala. No necesita decir una sola palabra.

Desde luego, yo esperaba que Duponte, movido por cualquier conocimiento que tuviera el carpintero, no sólo diría una palabra; yo esperaba que interviniera con extensos interrogatorios una vez que yo iniciara el diálogo. El analista accedió a acompañarme a la sala de estar.

– Bueno, ¿qué tal nos va hoy? -El carpintero forzó una sonrisa amistosa mientras miraba en derredor, a la gigantesca habitación, y arriba, a la impresionante cúpula que alcanzaba la altura del tercer piso-. ¿Está usted planeando mejorar la estructura de su hogar, señor Clark? Su belleza está un poco decadente, si se me permite decirlo. Con mis mejoras, este año he contribuido a revalorizar unas cuantas mansiones.

– ¿Qué? -pregunté, desorientado, habiendo olvidado por un momento su profesión.

Duponte se sentó en el sillón de la esquina, junto a la chimenea. Apoyó la cabeza en la mano, con los dedos abiertos formando como una red sobre un lado de la cara. Se pasaba la lengua por los labios, lo que era una costumbre en él.

En lugar de sentirse empujado por la situación a hablar, Duponte dirigía la mirada más allá de Reynolds y de mí, a un punto indefinido del horizonte de la habitación, y luego lo traicionó un aire de diversión distanciada por la forma en que discurrió la conversación.

– No necesito trabajos de carpintería -dije.

– ¿No los necesita? Entonces ¿por qué me han pedido que les visite, caballeros?

Reynolds frunció el ceño y luego tomó tabaco de mascar, como para dar a entender que si no había trabajo de carpintería, al menos podía haber tabaco.

– Bien, señor Reynolds, si puedo…

Se me secó la boca, y las palabras me salieron inseguras.

– Si he hecho esta visita para que los caballeros se entretengan… -dijo indignado.

– Necesitamos cierta información -expliqué.

Aquello me pareció un buen comienzo. La boca de Duponte seguía contraída, y aunque yo esperaba que hablase, él se limitó a bostezar. Cambió de postura y cruzó las piernas. Reynolds estaba dirigiéndose a mí:

– Bien, no me gustaría creer que he perdido el tiempo. Soy una figura clave de la futura dignificación de Baltimore. He contribuido a levantar el ateneo, he aportado mi trabajo para construir el instituto Maryland, y he dirigido las obras del primer edificio de hierro de la ciudad, para el Baltimore Sun.

Traté de llevarlo al tema principal.

– Usted actuó como vocal en el colegio electoral del Distrito Cuarto, establecido en el hotel Ryan's, en 1849, ¿no es cierto?

Duponte tenía ahora la mirada más fija que nunca en la nada. En ocasiones, un gato se enrosca y adopta esa postura descuidada y cómoda como para caer profundamente dormido, pero olvida cerrar los ojos. Ése era el aspecto de Duponte en aquel momento.

– Como le decía -seguí balbuciendo-, la información que busco sobre aquella noche de votación, en el Distrito Cuarto, concierne a un hombre llamado Poe…

– A ver, a ver -me interrumpió Reynolds-. ¿Tiene usted alguna relación con ese tipo, con el barón no-sé-cuántos que ha estado incordiándome, mandándome cartas y notas? ¿Eh?

– Por favor, señor Reynolds…

– ¡Hablar de Poe, Poe, Poe! Pero ¿qué es todo eso sobre Poe?

– Es verdad -dijo Duponte filosóficamente, dirigiéndose a mí-» como da a entender el señor Reynolds, que en el fallecimiento de una persona que despierta algún interés público se considerará más la persona en sí que la muerte, y de ello resultará que se agrandarán los agujeros del error y de la mala interpretación. Muy bien, Reynolds.

Eso no ayudó en nada, y contribuyó a confundir la línea de pensamiento de nuestro huésped. Reynolds agitó el dedo en mi dirección y luego en la de Duponte, como si el analista fuera igualmente culpable de aquel intento de entrevista.

– Miren ustedes. -Con el veneno de aquel discurso, voló por la habitación el negro jugo de tabaco-. ¡Esto es el colmo! A mí me da igual si el otro tipo es un barón o si ustedes son nobles y reyes. No tengo nada que decirle a él ¡y estoy muy ocupado! ¡A ustedes dos no voy a decirles una palabra! ¿Estamos? Bien, pues, mis buenos príncipes, hagan el favor de no volverme a llamar nunca o avisaré a la policía.

Cuando bajé a desayunar, había una nota de Duponte en la que me pedía que me reuniera con él en la biblioteca a mediodía. No me había advertido de nada antes de retirarnos la noche anterior. Para mi sorpresa, estaba más interesado en el hecho de que yo hubiera visto al barón Dupin que en haber convocado subrepticiamente a Reynolds.

– Así pues -dijo cuando fui a su encuentro en la biblioteca-, se ha dedicado a seguir al barón Dupin.

Le conté lo sucedido entre el barón y Reynolds y lo que vi en el cementerio y en el hospital. Defendí mi iniciativa de dejarle la tarjeta a Reynolds.

– Compréndalo, monsieur. Poe llamaba a «Reynolds» una y otra vez cuando se estaba muriendo. Que Henry Reynolds fuera uno de los vocales a cargo de las votaciones del Distrito Cuarto, las cuales se desarrollaron en el Ryan's… donde fue hallado Poe… ¿No cree que hay una relación demasiado notable? -Y yo respondí por él-: ¡Demasiado notable para ignorarla!

– Como mucho es una incidencia, y como poco y forzando las cosas, una coincidencia.

¡Incidencia! ¡Coincidencia! Poe llamando a Reynolds en su hora suprema, y hay un Henry Reynolds en el mismo lugar en que estuvo Poe unos días antes. Pero, ¿saben?, Duponte tenía una personalidad persuasiva, incluso cuando decía poco. Si hubiera dicho que las catedrales de Baltimore eran algo incidental para sus fíeles católicos, uno se hubiera sentido inclinado a encontrar una razón para estar de acuerdo.

Se mostró conforme cuando le sugerí dar un paseo. Yo esperaba que eso contribuyera a que tomase en consideración mis últimas suposiciones. Me sentía bastante preocupado por el curso de nuestra investigación, y no sólo por la negativa de Duponte a conceder al señor Reynolds el interés que mostrara el barón por él. Me parecía que estábamos dejando pasar muchas cosas, tan aislados… Por ejemplo, la probabilidad de un viaje de Poe de Baltimore a Filadelfia, es decir, que hubiera estado en esta ciudad antes de su muerte. Me referí a este punto mientras paseábamos.

– No estuvo.

– ¿Quiere decir que no estuvo en Filadelfia la semana en que fue hallado? -pregunté, sorprendido por su seguridad-. Los periódicos han tratado el asunto y se hacen esa pregunta.

– Esas mentes frenéticas de los periodistas tienden fácilmente a creer las cosas que tienen ante sus ojos; que son, incluso, demasiado accesibles, y nunca pierden la confianza en su capacidad para encontrar algún detalle cierto. Pero la realidad es que siempre están lejos de lo que buscan. Todo los sorprende, cuando no deberían sorprenderse de nada. Si se menciona un hecho una vez, podemos prestarle atención, pero si el hecho aparece en cuatro sitios, mejor será ignorarlo, porque a lo largo de su trayectoria la repetición ha paralizado todo pensamiento.

– Pero ¿cómo podríamos saber con seguridad que no estuvo en Filadelfia? Después de su intento de visitar al doctor Brooks, no contamos con un solo dato sobre la estancia de Poe en Baltimore hasta que fue visto casi cinco días después en Ryan's. ¿Cómo sabemos que» entre esas fechas, Poe no tomó el tren a Filadelfia? Y si lo hizo, ¿podemos descartar la posibilidad de que allí, en esa otra ciudad, radique la clave principal para comprender cabalmente los acontecimientos que siguieron?

– Centrémonos en las preocupaciones que lo embargan a usted en este punto. Supongo que se resumen en qué impulsó a monsieur Poe a planear una visita a Filadelfia -dijo Duponte.

Así era, y le repetí a Duponte cuáles eran aquellas razones. A Poe se le había encargado la edición de los poemas de la señora Marguerite St. León Loud, por lo cual su rico marido le pagaría la suma de cien dólares. Los periódicos informaron de que Poe aceptó este lucrativo acuerdo en sus últimas semanas, cuando el señor Loud, fabricante de pianos, visitó Richmond. Poe había dado instrucciones & Muddy Clemm de que le escribiera allí, a Filadelfia, bajo el extraño seudónimo de E. S. T. Grey, añadiendo: «Espero que nuestras tribulaciones acaben pronto.»

– Cien dólares significaría una enorme diferencia para Poe» pues tenía una gran precisión de dinero para sí mismo y para su revista -dije-. Cien dólares por encargarse de la edición de un librito de poemas era para Poe una tarea que podía hacer dormido. Él había dirigido unas cinco revistas, por lo cual apenas obtuvo retribución suficiente para alimentar a su familia. No tenemos ninguna prueba en contra de que Poe visitara Filadelfia, pero ¿cómo podríamos saber cuándo efectuó ese viaje?

– A través de la señora Loud, naturalmente.

Fruncí el ceño.

– Me temo que eso no ha sido de ninguna ayuda. He escrito cinco cartas a esa mujer, pero no he recibido contestación.

– Usted no ha interpretado bien mis palabras. No me propongo escribir a la señora Loud. Dadas sus circunstancias personales de aspirante a poetisa y esposa de un marido pudiente, es probable que esta temporada la pase en el campo o en la costa, de modo que la correspondencia resultaría ineficaz. No necesitamos molestar a esa pobre mujer para escucharla.

Duponte sacó del bolsillo de su abrigo un volumen delgado, bellamente impreso. Flores al borde del camino. Colección de poemas por la Sra. M. St. León Loud, publicada por Ticknor, Reed y Fields.

– ¿Qué es eso? -pregunté.

– Éste es, ni más ni menos, el libro de poemas que, podemos suponer, Poe se comprometió a editar, y que ha sido publicado recientemente con escasa repercusión… a Dios gracias.

Abrí el libro por el índice. Tengo mis dudas antes de reproducir una muestra. «Te requerí de amores», «A un amigo con motivo del nacimiento de un hijo», «La muerte del bisonte», «Invitación a una reunión de plegaria», «Soy yo, no temas», «Despedida a un amigo», «Contemplación de un monumento», «El primer día de verano» y, por supuesto, «El último día de verano». El índice sólo continuaba varias páginas. Duponte explicó que había encargado el volumen a una librería local.

– Sabemos que monsieur Poe nunca llegó a Filadelfia para editar los poemas de madame Loud -dijo Duponte.

– ¿Cómo, monsieur?

– Porque está muy claro que nadie ha cuidado de la edición de esos poemas, a juzgar por el terrorífico número de ellos que se han incluido. Si alguien ha hecho ese trabajo, el cielo lo perdone, no ha sido un poeta con la experiencia y los sólidos principios relativos a la brevedad y unidad del verso que caracterizaban a monsieur Poe, como sabemos.

Aquello parecía un hecho cierto. Ahora comprendí los beneficios prácticos que Duponte había obtenido de sus horas en el salón leyendo la poesía de Poe.

Sin embargo, me quedaba una duda a propósito de sus conclusiones.

– Pero, monsieur Duponte, ¿y si Poe fue a Filadelfia y empezó a ocuparse en la edición de los poemas, y sencillamente tuvo un desacuerdo con la poetisa, o desistió ante la calidad de su trabajo y regresó a Baltimore?

– Una pregunta inteligente, aunque también fruto de la falta de observación. Pudo suceder que Poe llegara a la residencia de los Loud para cumplir con su compromiso, y no pudiera alcanzar un acuerdo sobre algún aspecto último de la retribución o sobre otro tema delicado. En todo caso, debemos considerar esta posibilidad, aunque sea brevemente, antes de descartarla.

– No entiendo por qué, monsieur.

– Busque otra vez en el contenido del libro. Confío en que esta vez sabrá dónde detenerse.

Al llegar a este punto nos habíamos sentado a la mesa de un restaurante. Duponte se inclinó y miró el título que señalaba mi dedo.

– Muy bien, monsieur. Ahora lea los versos de estas páginas, hágame el favor.

El poema se titulaba «La muerte del desconocido». Empezaba así:


Estaban reunidos en torno a su lecho de muerte.

Su ojo desfallecido era vidrioso y apagado;

pero entre los muchos que lo contemplaban

ninguno lloraba o cuidaba de él.

¡Oh, qué cosa triste y temible

morir sin nadie, salvo extraños, cerca;

no ver en la habitación en penumbra

un rostro, una forma que evoquen algo querido!


– ¡Suena como la escena, según la conocemos, del hospital universitario donde Poe se estaba muriendo!

– Sí, tal como la imagina nuestra fantaseadora. Continúe, por favor. Me gusta bastante su forma de recitar. Tiene alma.

– Gracias, monsieur.

Los versos siguientes trataban de la muerte solitaria del hombre, sin «la presión de una mano, sin un beso de despedida». Continuaba así con la escena de la muerte:


¡Así pues, murió lejos de todos

los que hubieran podido llorar su temprana desaparición!

Manos extrañas cerraron sus párpados caídos

y lo condujeron a su tumba sin nombre.


Lo depositaron donde los altos árboles del bosque

arrojan oscuras sombras sobre su lecho,

y a toda prisa, en silencio, amontonaron

la hierba salvaje sobre su cabeza.

Nadie rezó, nadie lloró cuando todo acabó,

ni se demoró en el sitio sagrado;

sino que todos retornaron al mundo

y pronto olvidaron hasta su nombre.


Su tumba sin nombre… La hierba salvaje de la tumba que debería ser sagrada… El entierro precipitado, en el cual nadie se demoró… ¡Sin duda éste es el entierro de Poe en el cementerio de Westminster! ¡Describe bien lo que vi!

– Ya hemos deducido que madame Loud viaja con cierta frecuencia, una probabilidad que corroboran los temas de varios de sus poemas, y así ahora, por los detalles, aceptamos que visitó Baltimore en algún momento de los dos últimos años, tras la muerte de Poe. Tomándose un interés natural por la muerte de un hombre al que iba a conocer en los días previos a su fallecimiento, reunió el material para esta descripción del entierro (tan próximo a los recuerdos que usted tiene) visitando el cementerio y preguntando al guarda o al que cavó la fosa, y quizá también a personas del hospital.

– Brillante -dije.

– Podemos leer cuidadosamente y llegar a varias conclusiones. Podemos decir que ella comparte su misma perspectiva, monsieur Clark, culpando a quienes dejaron de honrarlo. El poema no entra en detalles de la procedencia ni del aspecto de Poe previos a su muerte. Sabemos, entonces, que madame Loud siguió las noticias sobre la muerte de Poe desde lejos, no como alguien que acababa de separarse de Poe con el privilegio de haber oído de él alguno de sus planea. Por añadidura, su desaparición es la de un extraño, como se declara en el título del poema, no la de alguien a quien ella hubiera conocido. Eso nos da la mayor certeza de que no conoció a madame Loud, como había esperado, en Filadelfia. Ésta será tan sólo nuestra primera prueba documental de que Poe no consiguió llegar a esa ciudad.

– ¿La primera, monsieur Duponte?

– Sí.

– Pero ¿por qué dio Poe instrucciones a su suegra para que le escribiera con un nombre falso, E. S. T. Grey?

– Quizá ésa sea nuestra segunda prueba -dijo Duponte, aunque por el momento pareció satisfecho con dar por terminado el tema en este punto.

Ahora Duponte salía con más frecuencia. Quedó liberado de permanecer en Glen Eliza cuando, tras muchas disputas y muchas réplicas altisonantes de Van Dantker a las demandas extravagantes de Duponte, el artista decidió que podría terminar la pintura sin más posados. No deseando que aquel hombre le causara más distracciones, mandé recado de que pasara a cobrar por su trabajo, pero él replicó que se le pagaría con otro encuentro aquella tarde. Como aquello carecía de sentido, acudí a casa de Van Dantker, sólo para ser testigo de cómo el barón Dupin salía de ella. El barón se llevó la mano al sombrero y sonrió.

Presa de la excitación, informé de ello a Duponte, que se limitó a sonreír ante la idea de que Van Dantker fuera un espía.

Monsieur Duponte, ¡puede haber escuchado cada palabra que pronunciamos, aunque se quedara sentado haciendo ver que sólo se preocupaba de su pintura!

– ¿Ese bobo de Van Dantker? ¡Escuchar algo! ¡Ja!

Eso es cuanto pude conseguir que Duponte dijera sobre el asunto.

Al convertirse en observador del «espíritu de la ciudad», Duponte caminaba a pasos tan lentos como en París. Yo solía acompañarlo en aquellos paseos, cuidando de no distanciarme de él, como antes había ocurrido. A menudo esas excursiones se llevaban a cabo de noche. Casi podría decir, como el narrador de «Los crímenes de la calle Morgue» decía de C. Auguste Dupin, que buscábamos nuestra tranquila observación «entre las luces y las sombras de la populosa ciudad». Sólo que no había luces. Ustedes ya han comprobado que en Baltimore, a diferencia de París, se ve muy mal una vez anochecido.

Pero en cierta ocasión, recuerdo, en medio de la pobre iluminación choqué de cabeza, con un desconocido. «Mil perdones», dije levantando la mirada hacia él. El hombre iba envuelto en un abrigo negro, pasado de moda. Su respuesta permaneció en mi mente el resto de la noche: bajó la mirada y se alejó sin decir palabra.

A Duponte no le preocupaba el deficiente alumbrado de Baltimore.

– Con la luz del día veo -dijo-, pero de noche entreveo.

Era un búho humano. Sus excursiones mentales eran cacerías nocturnas.

En dos ocasiones durante esas caminatas sin rumbo, incluida aquella en la que choqué con el desconocido, nos encontramos con el barón Claude Dupin y con Bonjour. Baltimore era una ciudad grande y en crecimiento, de más de ciento cincuenta mil habitantes, por lo que las posibilidades de que dos partes cruzaran sus caminos al mismo tiempo debían ser matemáticamente modestas. Supongo que el hecho de que nos encontráramos tenía algo que ver con el magnetismo. O acaso el barón se apartaba de su camino para mofarse de nosotros. El aspecto del barón había empezado a cambiar en torno al rostro y algo en los ojos. Yo me preguntaba si había ganado peso. ¿O quizá lo había perdido?

Al barón le gustaba demostrar el «enorme» caudal de conocimientos que había acumulado sobre la muerte de Poe.

– Precioso bastón de paseo -me dijo una vez el barón-. ¿Es lo que se lleva ahora?

– Es de Malaca -respondí orgulloso.

– ¿De Malaca? Como el de Poe cuando lo encontraron. Oh, sí, todo lo que ustedes han descubierto nosotros ya lo sabíamos, mis queridos amigos. Como, por ejemplo, por qué usó el nombre de E. S. T. Grey. ¿Y qué hay de la ropa que no le iba? ¿Han leído en los periódicos que se trataba de un disfraz? Es verdad, pero no por voluntad de Poe…

En tales ocasiones el barón dejaba las frases sin terminar, enigmáticamente, o compartía una carcajada con Bonjour. Ella se nos quedaba mirando a Duponte y a mí, sin observar la falsa cortesía debida a su marido. Aquel día el barón dijo:

– ¡Qué enormes descubrimientos están al alcance de la mano» amigos míos! ¡Con esto vamos a sacar el pasaporte para la gloria!

Siempre le gustaba hacerlo todo a lo grande.

– Mi buen amigo Duponte -dijo otro día el barón saludando a mi compañero durante un paseo después del desayuno, estrechándole la mano vigorosamente-. Es magnífico encontrarlo con tan buena salud. Tendrá usted un tranquilo viaje de regreso a París, puedo asegurárselo. Hemos dado pasos enormes y estamos a punto de completar el trabajo que nos ha traído aquí.

Duponte se mostró educado.

– Así pues, yo habré hecho una estupenda visita a Baltimore.

– ¡Desde luego! -dijo el barón en un susurro inteligible, con un teatral giro de cabeza-. Creo que en ningún otro sitio he visto a tantas mujeres hermosas de una sola ojeada como en Baltimore.

Di un respingo por el tono de su comentario. Bonjour no le acompañaba en aquella ocasión, pero me hubiera gustado que estuviera.

Cuando nos separamos del barón, Duponte se volvió hacia mí, apoyó una pesada mano en mi hombro y permaneció un rato sin decir una palabra. Me recorrió un escalofrío.

– ¿Para qué está usted preparado, monsieur Clark? -preguntó en tono tranquilo.

– ¿Qué quiere decir?

– Cada vez está más cerca del meollo de la investigación, cada vez más cerca, de día en día.

Monsieur, mi deseo es ayudar en cuanto pueda.

La verdad era que yo no sentía estar cerca de nada que tuviera que ver con las tareas o planes de Duponte; de hecho, ni siquiera a sus proximidades, y desde luego yo no creía haber pasado de la periferia en lo tocante a desentrañar la verdad sobre la muerte de Poe.

Duponte movió la cabeza con gesto fatalista, como si descartara la posibilidad de que yo pudiera comprender.

– Quiero que siga investigando en los asuntos del barón, si lo tiene a bien.

Cogido completamente por sorpresa, manifesté mi asentimiento.

– Nos ayudaría averiguar la táctica que emplea el barón -dijo Duponte-. De la misma forma que descubrió usted a monsieur Reynolds.

– ¡Pero usted desaprobó contundentemente mi contacto con Reynolds!

– Tiene razón, monsieur. Su descubrimiento de Reynolds careció por completo de sentido. Pero como he dicho antes, uno necesita saber todo lo que carece de sentido para averiguar qué, de cuanto hemos encontrado, sí lo tiene.

Yo no sabía exactamente qué imaginaba Duponte cuando me preguntó para qué estaba preparado. No lo sabía y sí lo sabía. Era obvio que si seguía al barón me exponía más directamente a la posibilidad de recibir algún daño.

Pero no creo que eso fuera todo. Con su pregunta quiso saber si, una vez concluido aquello, me proponía reanudar la vida que había llevado antes. Si yo supiera lo que estaba a punto de ocurrir, ¿lo mandaría a él de vuelta a París en el primer vapor, y optaría por replegarme al tranquilo santuario de Glen Eliza?

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