LIBRO V

EL DILUVIO

Me siento como aquel

que camina solo

por una sala de banquete vacía

THOMAS MOORE


Capítulo 26

No sospeché cuando el oficial White me condujo en su coche desde el liceo a Glen Eliza. Piensen en eso. Yo entendía mejor que nadie la compleja situación creada. Aunque mi confianza en la capacidad de los oficiales de policía estaba sujeta a no pocas reservas, creí que, con mi colaboración, Duponte podría ser hallado… y él podría entonces encontrar la verdad que la policía de Baltimore no logró esclarecer.

El oficial White entró en la sala de estar de Glen Eliza con su escribiente y varios oficiales más a los que yo no había visto antes. Transmití a White todos los conocimientos que tenía, desde la llegada del barón Dupin a Baltimore hasta el momento de violencia del que acababa de ser testigo. Pero por sus intervenciones, empecé a preguntarme cuánta atención me estaban prestando.

– Dupin se está muriendo -no dejaba de repetir White con diferentes entonaciones-. Dupin se está muriendo.

– Sí, a manos de esos dos sicarios -expliqué una vez masque me persiguieron por toda la ciudad, creyendo que yo me proponía evitar su venganza contra el barón.

– Entonces, ¿vio usted a uno de ellos disparar al barón en el liceo? -preguntó el oficial White, que estaba sentado en el borde de un sillón.

El escribiente de la policía permanecía todo el tiempo de pie, mudo, detrás de mí. Nunca me gustó sentirme observado, y me volví repetidas veces con un indisimulado deseo de que por lo menos se sentara.

– No -respondí al oficial-. No pude ver nada desde el escenario, con las luces que se iban y volvían, y aquel gentío. Unos pocos; rostros… Pero eso es lo más obvio. Debió de ser cosa de ellos.

– ¿Me da los nombres de esos dos bribones de los que ha hecho mención?

– Los ignoro. Uno de ellos casi acaba conmigo ayer. ¡Me pegó un tiro que me atravesó el sombrero! Debía estar herido, sin duda,' como resultado de nuestra lucha, pues acerté a darle un tajo. Pero no sé sus nombres.

– Dígame lo que sepa, señor Clark -me invitó el oficial adoptando un tono distante.

– Eran franceses, eso seguro. El barón Dupin tenía una deuda; muy abultada. Un acreedor parisiense nunca dejó de hostigarlo y› apremiarlo…, llegando incluso hasta Baltimore.

Yo no sabía si era cierto lo de los acreedores parisienses, pero, pensé que en aquellas circunstancias lo mejor era hacer de ello un axioma.

Al oír esto, el oficial White se limitó a menear la cabeza, el gesto que haría uno ante un niño que divaga.

– Usted dijo: Claude Dupin debe ser detenido… en beneficio de Poe.

Me sorprendió este sesgo de la conversación.

– Precisamente -confirmé.

– Usted me dijo que debía ser detenido… «a toda costa».

– Desde luego, oficial. -Dudé y seguí hablando-: Sí, ya ve, lo que yo quise decir…

– Vaya, que lo dejaron tieso de una manera espantosa -comentó el escribiente desde detrás de mi silla-. El tal Dupin… Tieso como un cochinillo a la parrilla.

– ¿Un cochinillo a la parrilla, señor? -pregunté.

– Señor Clark -continuó el oficial White-, usted deseaba reventar ese parlamento en el liceo. Me lo dijo con mucha antelación, cuando acudió en busca de su amigo francés.

– Sí…

– Ese retrato que nos facilitó, firmado por un tal Van Dantker, era del barón. Es clavado. ¿Por qué encargó un retrato suyo?

– ¡No, no era el mismo hombre! ¡Yo no encargué nada!

– Clark, déjese para más tarde toda esa cháchara que tiene en la cabeza, ¡no más fantasías por hoy! ¡Se dice que el barón tenía exactamente la misma sonrisa fantástica en su cara, inmediatamente antes de que le dispararan, que la que aparece en ese retrato! ¡Insólita ion risa!

Aumentó el calor de mi piel, y el cuerpo sintió el peligro antes de que pudiera pensar en lo que estaba sucediendo. Me detuve cuando advertí que mi camisa estaba empapada con la sangre del barón. Entonces me di cuenta de que mis sirvientes estaban yendo y viniendo nerviosamente por los pasillos, lejos de sus puestos. Los tres o cuatro oficiales de policía que habían venido con el oficial White no estaban presentes en la habitación, y los otros agentes desfilaban por la estancia, como si formaran un ejército. Podía oír pasos subiendo por la escalera y moviéndose por los dormitorios de arriba. Glen Eliza estaba siendo registrada mientras yo permanecía allí sentado. Sentí como si las paredes se hundieran a mi alrededor, y acudió a mi mente la imagen de la casa incendiada del doctor Brooks.

– Usted agarró al barón cuando se disponía a dirigirse al auditorio…

– ¡Oficial! ¿Qué insinúa? Estábamos hablando.

– Nadie puede dar razón de su presencia… Y no hay rastro de su «migo, ese «señor Duponte», en ninguna parte.

– Oficial, usted está dando a entender algo… Puede usted llamarme fabulador, si quiere…

– … Poe ha acabado con usted de una vez por todas.

– ¿Qué? ¿Qué quiere decir?

– Sus obsesivos regodeos en los escritos del señor Poe, señor Clark. Usted quería hacer algo para evitar que el barón Dupin hablara de Poe, ¿no es así? Ha admitido que asaltó y «dio un tajo» a otro francés. Usted pretendía ser el único que hablara de Poe y nadie mal. Si efectivamente alguien estuvo complicado en la muerte del señor Poe, me pregunto si esa persona hubiera manifestado signos de preocupación al respecto… Eso me está llevando a interrogarme sobre sus actividades en el momento de la muerte de Edgar Poe.

Como protesté enérgicamente, el escribiente de la policía se acercó y me tomó del brazo, pidiéndome en tono tranquilo que me estuviera quieto y no me resistiera.

Capítulo 27

Al principio me mantuvieron en una celda frente a las dependencias privadas del oficial White, en la comisaría del Distrito Medio. A cada paso que escuchaba, me embargaba una expectación hecha a medias de desesperación. La cárcel, no dejaba de repetirme, no produce un mero sentimiento de soledad. Toda la historia de la soledad de uno retorna pieza a pieza, hasta que la celda se transforma en un castillo de la propia miseria mental. Las evocaciones de soledad anegan todos los demás pensamientos relativos al presente o al futuro. Uno es solamente uno mismo. Ése es el mundo, y ningún poeta del sistema penal podría imaginar algo más cruel.

¿A quién esperaba yo palpitándome el pecho? ¿A Duponte? ¿A Hattie? ¿Quizá la expresión desabrida pero leal de Peter Stuart? ¿Al barón Dupin en persona, escoltado por los médicos, capaz de prestar testimonio sobre el verdadero culpable que lo tiroteó, y así salvarme? Incluso suspiraba por oír la voz de mi tía abuela. Cualquier cosa que me recordara que había otra persona preocupada por mi destino.

Mientras tanto no había noticias de Duponte. Temía que le hubiera sucedido algo peor que a mí. Le había fallado. Había fracasado en mi cometido de protegerlo mientras él ponía a contribución su genio.

El oficial White hacía circular una selección aceptable de periódicos y publicaciones como parte de las libertades del calabozo para los presos que sabían leer. Yo los aceptaba, pero sólo lo simulaba, pues en realidad me entregaba a otra lectura más importante, que había introducido sin que reparasen en ella. Cuando forcejeé con el barón Dupin en el liceo, de forma semiinconsciente le arrebaté de las manos las notas que llevaba para su conferencia. Aunque apenas Comprendía su significado, me las eché al bolsillo del abrigo antes de acompañar al oficial White a la comisaría.

Mientras tuve la luz de una vela en mi celda, las estudié metidas en una revista. Edgar Poe no se ha ido, sino que nos lo han quitado, decía el escrito del barón. No era inelegante del todo, pero de ningún modo podía aspirar al mérito literario. Mientras leía, me lo aprendía lie memoria. Pensé en Duponte leyendo por encima de mi hombro. Sólo mediante la observación podemos sacar la verdad de aquello que está equivocado.

En una ocasión, leyendo esas páginas, fui interrumpido por la proximidad de un visitante. La desgarbada figura de un hombre entró en el vestíbulo escoltada por el escribiente. Era un hombre desconocido para mí, con una cara inexpresiva. Apoyó el paraguas en la pared y se sacudió el agua acumulada sobre sus gigantescas botas, que parecían representar la mitad de su estatura.

– Qué mal huele aquí… -dijo para sí, arrugando la nariz.

Nos llegaba el canto de una borracha desde el corredor de las celdas para mujeres. El visitante se limitó a permanecer de pie en silencio. No hallando ningún rasgo concreto de simpatía en él, hice lo mismo.

Quedé sorprendido cuando se reunió con el extraño una atemorizada joven, que apretaba en torno a sí su capa.

– Oh, querido Quentin, ¡mire adonde ha ido a parar!

Hattie, al borde de las lágrimas, me miraba compasivamente.

– ¡Hattie!

Saqué el brazo y la tomé de la mano. Apenas parecía posible que fuera real, incluso con la cálida piel de sus guantes. Volviendo a fijarme en el desconocido, le solté la mano.

– ¿No está Peter con usted?

– No, no quería ni oír hablar de mi visita. No dirá una palabra de la situación. Cuando fue a la conferencia estaba muy indignado» Quentin. Consideraba que debía hacer algo para tratar de detenerlo. Creo que sigue siendo su amigo.

– ¡Pues debe saber que soy inocente! ¿Cómo pude tener que ver con el tiro que le pegaron al barón? El barón había raptado a mi amigo para evitar que hablara…

– ¿Su amigo? ¿Ese amigo le ha puesto en esta penosa situación, señor Clark? -dijo el hombre que estaba junto a Hattie, volviéndose hacia mí con un fruncimiento parecido al de Peter.

Hattie le pidió paciencia. Y dirigiéndose a mí:

– Es el primo de mi prometido, Quentin. Uno de los mejores abogados de Washington para casos como éste. Puede ayudarnos, estoy segura.

Pese a la desesperación en que ahora me hallaba, me sentí reconfortado por la palabra «ayudarnos».

– ¿Y el barón? -pregunté.

– No hay esperanzas de que se recupere -espetó mi nuevo abogado.

– He escrito a su tía abuela para que venga en seguida; ella ayudará a que todo esto se enderece.

Hattie prosiguió como si no hubiera oído las terribles palabras; si lo que había dicho su primo era verdad, el barón estaba a punto de morir, y a los ojos del mundo yo sería condenado por asesinato.

Pocos días después, me trasladaron desde la comisaría del distrito a la cárcel de la ciudad y condado de Baltimore, a orillas de Jones Falls. Aquella atmósfera redobló mi desesperanza. Las celdas vecinas estaban al límite de su capacidad, con algunos acusados de delitos graves y, junto a ellos, los que con escasas esperanzas aguardaban la celebración de sus procesos o, con perversa ansiedad, su ahorcamiento.

La mañana antes fui acusado oficialmente de intento de asesinato del barón Dupin. Mis declaraciones de que al barón había que detenerlo, combinadas con mi aparición en el escenario del liceo, fueron ampliamente citadas. El primo de Hattie sacudió la barba con un gesto de desaprobación ante el hecho de que un oficial de policía grandemente respetado fuera un testigo contra mí. La policía también había encontrado un arma de fuego al registrar Glen Eliza; el arma de la que eché mano para mi seguridad cuando visité a John Benson, la cual distraídamente dejé a la vista de todos.

Las tempestades empeoraban de día en día. La lluvia no cesaba. Cada vez que aflojaba una era para arreciar con más fuerza aún, como si tan sólo hubiera recobrado aliento. Se dijo que un puente había sido arrastrado en Broadway, cerca de la calle Gay, y que golpeó otro puente, de modo que los dos se fueron río abajo por medio Baltimore, derribando en su recorrido casas enteras de las orillas. En la cárcel, mientras tanto, el aire mismo parecía cambiar, henchido de apremio y desasosiego. Vi a un preso chillar de manera espantosa, apretándose la cabeza con las manos, como si algo estuviera pugnando por salir de ella. «¡Ya viene! -gritaba apocalípticamente-. ¡Ya viene!» También empeoraron los enfrentamientos entre los presos más desesperados y los guardianes, pero no me daba cuenta de si se debía a la atmósfera o a otras causas. A través de los barrotes de mi ventana podía ver la orilla de Jones Falls rendirse gradualmente a la bullente extensión de ligua de lluvia. Sentía que a mí me pasaba lo mismo.

Mi abogado volvía cada vez con peores noticias del exterior. Los periódicos, que yo sólo podía leer con desgana, eran muy veleidosos sobre mi culpabilidad. Ahora escribían que el francés gravemente herido e ingresado en el hospital era el modelo de los cuentos de análisis de Poe, y que lo eliminé por celos, debidos a mi enfermiza preocupación por Poe. Los periódicos whigs consideraban mi acción como la de un asesino en algún sentido heroico. Los demócratas, quizá como reacción contra los whigs, estaban convencidos de que yo era un villano y un cobarde. Pero unos y otros habían decidido sin la menor duda que yo era el criminal. Los diarios considerados neutrales, especialmente el Baltimore Sun y el Transcript, mostraban su preocupación porque el episodio podría dañar significativamente las relaciones de nuestro país con In joven República francesa y con su presidente, Luis Napoleón.

Yo protestaba a voces diciendo que el barón Dupin de ninguna manera era el Dupin real, aunque creo que el primo de Hattie pensaba que la objeción escogida por mí en este asunto era de lo más extraña. Edwin vino a verme varias veces, pero la policía no tardó en acribillarlo a preguntas, por considerar sospechoso que un negro tuviera que ver conmigo, así que le pedí que se abstuviera de visitarme a fin de protegerse de tales interrogatorios. John Benson, mi benevolente fantasma, acudió también a aquel miserable lugar. Le estreché calurosamente la mano, en mi desesperación por contar con un aliado.

Las sombras de los barrotes se proyectaban sobre su rostro macilento. Me contó que se pasaba casi todo el día trabajando en los libros de contabilidad de su tío.

– No se me tolera ni un error. Ni el mismo diablo estuvo nunca tan presionado por el negocio -dijo.

Me miró oblicuamente a través de los barrotes, como si en cualquier momento pudiéramos intercambiar nuestros puestos si no eran cuidadosos en la elección de las palabras.

– Quizá debería usted confesar, señor Clark -me aconsejó.

– Confesar ¿qué?

– Que se ha visto desbordado por Poe. Desbordado, por así decirlo.

Yo esperaba poder obtener de él un apoyo más valioso.

– Benson, debe decirme si descubrió usted algo más sobre cómo murió Poe.

Se sentó en un taburete, alargando las piernas, desalentado y soñoliento, y repitió su sugerencia de que considerase hacer una completa confesión.

– No siga pensando en las dificultades de Poe, señor Clark. La verdad que hay tras su muerte está ahora más allá de lo que puede descubrirse. Ya lo ve.

Hattie me visitaba los días que conseguía zafarse de su tía y de Peter. Me trajo comida y algún regalito. En mi estado de ansiedad y confusión apenas podía hallar palabras para expresarle mi gratitud. Evocaba muchos episodios de nuestra infancia para calmarme los nervios. Mantuvimos francas conversaciones a propósito de todos los temas. Me dijo lo que sintió cuando yo estaba en París.

– Me daba cuenta de que tenía usted grandes sueños, Quentin. -Suspiró-. Sé que no nos aguarda una vida de mutua felicidad, Quentin. Pero sólo quiero decirle que no debe creer que su marcha o el que no me dijera nada más me produjo enfado o melancolía. Si me he mostrado melancólica es porque usted no sentía, usted desde luego no sabía que podía explicármelo todo al detalle y que a cambio recibiría mi amistad sin reservas.

– Peter tenía razón. Fue el egoísmo lo que desencadenó todo esto. Quizá yo no hice lo que hice por lo que los escritos de Poe significaban para el mundo, sino por lo que significaron sólo para mí. ¡Quizá eso sólo exista en mi mente!

– Precisamente por eso es importante -replicó Hattie tomándome de la mano.

– ¿Cómo no pude verlo? -me pregunté, agitada y nerviosamente-. Su muerte ha cobrado para mí la mayor importancia a expensas de su vida. Precisamente lo que me preocupaba que otros hicieran. A expensas también de mi vida.

Las lluvias y las inundaciones dificultaron en exceso el viaje hasta la prisión desde otros barrios de la ciudad. Separado de Hattie, no contaba con otra compañía que la de los desolados presos. Nunca me sentí tan desamparado, atrapado, acabado.

Una vez, una noche en que el sueño me había envuelto piadosamente, oí unos pasos ligeros que se acercaban a mi celda. Hattie. Había vuelto, pese a lo peor de las inundaciones y las lluvias. Se acercó por el corredor con paso apresurado y elegante, resguardada de la inmundicia de las celdas por su brillante capa roja. Resultaba extraño que no hubiera un guardián junto a ella y además-según aprecié cuando recuperé la plena lucidez- aquéllas no eran horas de admisión de visitantes. Emergió de las sombras de las otras celdas, se acercó a mí y me agarró las muñecas con tal fuerza que no pude moverme. Pero no era Hattie.

A la débil luz, la piel dorada de Bonjour mostraba ahora un matiz lívido. Sus ojos se abrían en una mirada que parecía abarcarlo todo simultáneamente.

– ¡Bonjour! ¿Cómo ha conseguido burlar a los guardianes?

Aunque, suponía yo, si alguien podía conseguir entrar y salir libremente de una cárcel, esa persona era Bonjour.

– Necesitaba encontrarlo.

Su presa cedió, y de pronto me consumió el temor. Había venido a matarme para vengar al barón, para llevar personalmente a cabo una ejecución. Podía cortarme el cuello sin vacilar, y cuando me encontraran decapitado, nadie sabría que ella estuvo allí.

– Ya sé que no le disparó al barón -dijo, leyendo correctamente en mis ojos la mirada asustada-. Debemos encontrar al que lo hizo.

– ¿Es que no lo sabe tan bien como yo? Los acreedores…, aquellos matones que seguían al barón allá donde fuera.

– No los envió ningún acreedor. El barón saldó las cuentas con sus acreedores hace semanas, en cuanto pudo, después de recaudar las suscripciones para su conferencia sobre Poe. La cantidad superó lo que esperábamos. Esos asesinos no lo andaban buscando por dinero.

Me sorprendió oír eso.

– Entonces, ¿quiénes eran?

– Necesito averiguarlo. Se lo debo al barón. Y usted lo necesita para la mujer a la que ama.

Bajé la mirada a mis pies descalzos.

– Ya no me ama.

Cuando levanté los ojos pude ver la boca de Bonjour abrirse despacio, formando un círculo que era como una interrogación. Pasó a otro tema.

– ¿Dónde está su amigo? Debe ayudarnos a dar con la respuesta.

– ¿Mi amigo?-pregunté, sorprendido-. ¿Duponte? ¡Cómo he esperado el momento de preguntarle eso a usted! ¡Pensé que había corrido la peor suerte después de que usted y el barón lo raptaran!

Supe que Duponte no había sufrido daño alguno, al menos a manos de Bonjour. Para mi sorpresa, Bonjour dejó libre a Duponte poco después de sacarlo de Glen Eliza. El barón Dupin le había dado instrucciones de liberar a su rival a la hora de empezar su fatal conferencia. El barón no quiso matar a Duponte; más bien quiso matar su espíritu. Imaginaba que Duponte acudiría a toda prisa al liceo, y llegaría a tiempo para ser testigo del triunfo de su rival, de modo que la victoria del barón se vería amplificada por la desmoralización del barón. Pero Duponte eludió esta derrota, pues no apareció, y si lo hizo, nadie lo vio.

– ¿Se resistió Duponte cuando lo secuestraron? ¿Se resistió?

Bonjour guardó silencio, dudando de si la respuesta me decepcionaría.

– No. Fue lo bastante inteligente como para no luchar, pues el barón estaba decidido a llevar adelante su plan. ¿Dónde puede andar ahora Auguste Duponte, monsieur Clark?

– Me han encerrado aquí, Bonjour. ¡No tengo la más remota idea de dónde está!

Sus ojos se fijaron en los míos con una intensidad que me hizo sentir incómodo. No pude dejar de pensar que con Hattie casada con Peter, ¿qué esperanzas de amor me quedaban? ¡Qué no hubiera dado yo en aquel momento a cambio de una muestra de afecto, por la fortaleza que me habría infundido! Quizá mis pensamientos eran tan fáciles de leer que ella empezó a acercárseme. Miré a otra parte para no dar la impresión de una insinuación inapropiada. Pero ella colocó su mano en mi hombro, y como yo bajaba la vista, alzó mi rostro entre los barrotes hacia el suyo, en un largo momento que me hizo estremecer más por la sorpresa que por la calidez de su boca. La cicatriz que había visto en sus labios parecía formar una hendidura en el mismo lugar de mi propio rostro, y algo parecido a una corriente recorrió mi cuerpo helado. Estaba rehecho. Cuando el beso terminó,.sentí que Bonjour también había quedado de algún modo prendida en él.

– Debe pensar en cómo encontrar a Duponte -dijo en voz baja, en un firme tono de mando-. Él puede dar con el asesino.

Después de unos días me esforcé por desentrañar aquel enigma. Y transcurrido un tiempo después de la visita de Bonjour a medianoche, me conquistó de nuevo la soledad triste e inexorable de la prisión.

Una vez, cuando desperté de uno de mis prolongados periodos tic inconsciencia, encontré un libro en la mesita de madera de mi celda. No me hacía a la idea de su procedencia ni de quién lo puso allí. Al verlo, cerré los ojos con fuerza y me volví a un lado, pensando que formaba parte de alguna ensoñación que mi cerebro había construido para empeorar aún más mi suerte.

Se trataba de uno de los volúmenes de Poe editados por Griswold. Era el tercero -el último tomo-, el que apenas podía yo sufrir ponerle la vista encima. Los dos primeros volúmenes contentan una selección, embrollada pero decente, de la prosa y la poesía de Poe, pero para este tercer volumen el chapucero editor, el señor Rufus Griswold, había compuesto un ensayo sumamente difamatorio.

El invierno que siguió a la muerte de Poe vi los anuncios insertados en la prensa por Griswold, solicitando a los corresponsales de Poe que le enviaran copias de sus cartas para incluirlas en aquel ensayo. Pero dado que yo conocía el obituario que dedicó a Poe, con sus insanas mentiras, no me pasó por la cabeza atender aquella demanda. Pero escribí en seguida a Griswold diciéndole que tenía en mi poder cuatro cartas firmadas personalmente por Poe, y detallándole las razones por las que nunca las compartiría con él, a menos que enfocara el asunto de una manera más digna. No tuvo la gallardía de contestarme.

Esperé, sin embargo, que Griswold hubiera acabado por entender cuáles eran sus responsabilidades como cuidadoso albacea literario (¡no verdugo literario!) tras la publicación de los primeros volúmenes. En cuanto a este tercer volumen, que en su momento llegó a mis manos, lo dejé de lado y nunca más volví a mirarlo, tras abrirlo por la página en que Griswold mancillaba la memoria del que en otro tiempo fuera su amigo. De hecho, me había comprometido conmigo mismo a quemar el libro.

Duponte, en cambio, consultó el texto durante su investigación. Y ahora el volumen aparecía en mi celda. La razón que oficialmente me dio un guardián era que los funcionarios estaban preocupados por mi salud y que, viendo que en mi letargo moral no leía ni periódicos ni revistas, recordaron mi afición por el escritor Poe. Este volumen, que llevaba el nombre por impreso en grandes caracteres en la tapa, lo habían sacado de mi biblioteca y traído aquí.

Pero no me cabía duda de que la verdadera razón de que me lo enviaran era una decisión del oficial White. Un intento de atormentarme y obligarme a admitir mi delito, de que me lamentara de mi desdichada situación. En la minúscula celda no había forma de escapar del libro: si apartaba la vista de él durante la noche, mi mano lo tocaría en el paroxismo de un sueño insano. De día lo escondía bajo el camastro para no verlo, pero tropezaba con él cuando me movía para sentarme, pues el obsesivo volumen se hacía presente al resbalar y salir por el otro lado. Lo arrojé a través de los barrotes al corredor, regocijándome por haberme librado de él, pero cuando me despertaba al día siguiente aparecía de nuevo, ostentosamente colocado junto al cántaro de agua o en un extremo del camastro, colocado por un funcionario de prisiones o, según supe, por otro preso que se complacía en atormentarme.

Después de todo esto no pude contenerme y empecé a leer. Saltándome los comentarios irrelevantes de Griswold, me centré en las cartas de Poe que intercalaba en su escrito sobre el autor. Poco después me preguntaba, cuando encontré lo que había allí, si el oficial White tenía algún indicio secreto del abismo en el que iba a precipitarme.

En medio del texto -me siento humillado al recordarlo-, encontré que Poe se refería a mí en una carta, entre varios nombres de personas que podrían apoyar su revista, The Stylus, en la ciudad de Baltimore. Griswold escribió a Poe en contestación a esa carta, piel ¡(índole más detalles. Entonces apareció esto en una de las siguientes misivas de Poe, explayándose sobre mi persona:

«El Clark sobre el que se interesa es un joven ocioso y rico, el cual, aun conociendo mi extremada pobreza, desde hace años me importuna con cartas a franquear en destino.» [6]

Todos los días me proponía dejar de lado por un momento mi plena lucidez para leer de nuevo la página, en un esfuerzo por asegurarme de que no era una simple alucinación, fruto de mi fatiga mental. ¡Cartas a franquear en destino! No podía creerlo. Poe -¡como ustedes ya han visto!- insistió en que yo no franqueara nuestra correspondencia, pues lo consideraría ofensivo para nuestra amistad. ¡Me había pedido que lo ayudara! («¿Podrá usted ayudarme?») ¡Había solicitado directamente que me comprometiera a ello! («¿Me importuna?»)

No podía dejar de repetir las palabras de Poe para mis adentros y, lo que es peor, podía oírlas en la fatigada voz de mi padre. ¡Joven ocioso y rico! La riqueza que él me había legado después de tanta laboriosidad y sensatez.

¡Si sólo hubiera sabido cómo sonaba la voz de Poe, mi mente habría podido ahogar la otra! Pero, por el momento, ni siquiera era capaz de adivinar de qué hubiera podido hablar Poe. Quizá hablaba realmente con la voz de mi padre.

¿Me importuna…? Un joven ocioso y rico.

Ya no encontraba fuerzas suficientes para abandonar mi camastro. Mi postración era evidente, y no podía ni hablar. Después de varios días casi sin dormir, caí en una continua somnolencia y no podía establecer la diferencia entre los estados de sueño y de vigilia. Recuerdo muy poco de ese tiempo, salvo el rumor apagado de la lluvia torrencial y las descargas regulares de los truenos, que se prolongaban con intermitencias días enteros.

Ya no hubo más visitas, no más rostros que se me acercaran, salvo los impersonales de oficiales de policía y guardianes. Una vez, sin embargo, tuve la certeza de ver al otro lado de mi celda a un hombre al que no conocía. El polizón del Humboldt, la escena de la secreta victoria de Duponte, que me hizo sentir como si un don que él poseía me hubiera sido otorgado. Allí, en aquella sucia prisión de Baltimore, creí verlo de nuevo en mis nebulosas ensoñaciones, vigilándome, pero esta vez no había un capitán que le echara mano. Hubo otros momentos extraños, en los que sentí toda mi piel cubierta de bichos y moscas, tal como un periódico informó de que habían encontrado a Poe, y sólo escapé de eso cuando me desperté en mi camastro bañado en sudor frío.

Con la probabilidad de morir en la horca royéndome los huesos, a menudo me representaba mentalmente la historia que el barón me había contado acerca de Catherine Gautier: sólo su rostro, cuando bajaba la vista, pálida y sosegada desde lo alto del patíbulo, en ocasiones se parecía a la dulce Hattie, y otras veces a Bonjour, con la maldad asomándole al rostro. Mientras tanto el alcaide de la prisión se presentó para efectuar una inspección, y tras determinar que mi insensibilidad y mi incapacidad para hablar eran auténticas, ordenó que se me trasladara a un catre del primer piso de la cárcel. Cuando me tocaron, al parecer toda mi respuesta fue un estremecimiento de frío, y ni los empujones ni los gritos junto a mi oído me provocaron reacción alguna.

Me desperté y lo que tenía alrededor era nuevo. Me encontré como único ocupante de una estancia a la que los presos no querían ir, ya que al ser más cómoda que las celdas de arriba, se enviaba a la gente a ellas a morir. Los médicos no descubrieron en mí ninguna dolencia física, y concluyeron que mi sueño intermitente demostraba que mi suerte estaba echada. Al someterme los agentes de policía a algunas preguntas sencillas para comprobar mi grado de conciencia, permanecí en silencio o murmuré palabras ininteligibles. Más tarde me dijeron que al preguntarme por mi cumpleaños, yo repetía 8 de octubre de 1849 una y otra vez: la fecha del entierro de Poe, que además de no coincidir con mi cumpleaños me hubiera envejecido dos años.

Por mi parte, tan sólo era capaz de evocar breves momentos de una miríada de sueños. Cuando me llegaron las noticias de la muerte de mis padres, permanecí sentado varios días en mi cuarto, enfermo, con un escalofrío que iba y venía. En mi estupor, tuve visiones clarísimas de estar hablando con mis padres; manteniendo con ellos conversaciones que nunca se llevaron a cabo, pero tan reales o más que las que tuve en toda mi vida. En ellas, me excusaba repetidamente por haber renunciado a tantas cosas, por no haber seguido SUS consejos durante años, como hizo Peter. Entonces volvía a despertarme. El libro -el volumen de Griswold- no me había seguido desde mi celda a la habitación del hospital, y eso me hacía feliz. Reí pan mí entre dientes, como si eso fuera, en definitiva, mi gran triunfo.

En el hospital penitenciario no había mucha luz, pues las ventanas no se limpiaban y permanecían empañadas. Aunque por la mañana la lluvia por fin había cesado, a las habitaciones del hospital de la prisión sólo llegaba un indicio de luz diurna. Los guardianes habían estado trasladando frenéticamente a los presos de un lado al otro del edificio cuando algunas dependencias se vieron afectadas por una inundación. La parte del hospital había quedado libre de las aguas hasta el momento, pero aquella noche desperté con un estremecimiento a causa de una serie de ruidos.

– ¿Quién anda ahí? -pregunté inconscientemente.

De repente sentí un frío terrible, y cuando puse los pies descalzos en el suelo, un torrente de agua fría se arremolinó sobre mis dedos. Me replegué a mi camastro y tanteé en busca de una vela. Parecía que mis ojos se abrían por vez primera en años.

Las inundaciones habían hecho rebosar el alcantarillado y habían abierto brecha en la pared del hospital. Me senté y vi a través de aquélla la oscuridad del estrecho paso que se abría ante mí. Yo sabía que la alcantarilla discurría por debajo del largo y alto muro que rodeaba la prisión y llegaba hasta Jones Falls. No había el menor obstáculo entre aquí y allá. Como no me había expuesto a la luz durante días, mis ojos inmediatamente estuvieron en condiciones de entender las circunstancias en que me hallaba, incluso en medio de aquella oscuridad.

Mi mente giraba con rapidez, vivazmente. Una renovada energía me resucitó de aquella fúnebre indolencia. Había estado yaciendo en ella. Una idea a medio formar, una certidumbre me impulsó adelante, hacia donde el agua pútrida alcanzaba mis tobillos, el pecho y me llegaba a los hombros. Incluso cuando me vi flotando en las aguas torrenciales me pareció que me desplazaba a la mayor velocidad, hasta que emergí allá donde las sombrías torres de la prisión sólo podían distinguirse en el lejano horizonte.

Ésta era mi idea: Edgar Poe seguía vivo.

Yo no estaba enfermo, como ustedes podrían pensar. No había degradación de mi agudeza mental, pese al prolongado desafío del encarcelamiento que me había llevado a tomar conciencia de esa idea a medio formar. Edgar Poe nunca estuvo muerto.

A medida que mis ojos se habituaban al exterior de la prisión por vez primera en los que me parecían meses o años (hubiera creído lo uno o lo otro si en este punto me lo hubieran dicho), todo el conocimiento relacionado con el caso de la muerte de Poe tomó forma en mi cerebro de una manera nueva y terrible.

Quizá hubiera debido encontrar ayuda, descanso, protección en aquel momento. Quizá nunca hubiera debido abandonar los confines de la prisión donde, resulta extraño decirlo, me encontraba a salvo de lo que me aguardaba fuera. Pero ¿qué hubieran hecho ustedes? ¿Permanecer allí, en el camastro, contemplando la luz de las estrellas? Consideren ahora lo que hubieran hecho de haber sabido con súbita claridad que Edgar Poe se contaba entre los vivos.

(¿No lo había visto Duponte? ¿No lo había considerado en todo su análisis?)

No nos preocupamos de lo que le sucedió a Poe. Hemos imaginado a Poe muerto para nuestros propios fines. En cierto sentido, Poe sigue estando muy vivo.

Recordé que en nuestro primer encuentro, Benson dijo esto o al menos algo muy parecido. Benson parecía saber más de lo que me contaba. ¿Lo sabía? ¿Encontró algo que no pudo revelar en su investigación precursora, y me ofreció una sugerencia, un indicio de la secreta verdad?

Podía ver los rostros de los hombres en el entierro, como daguerrotipos en mi mente; aún podía verlos avanzar hacia mí aquel día con el paso apresurado y cubiertos de barro.

Piensen en eso…, piensen en la prueba. George Spence, el guardián, no había visto a Edgar Poe desde hacía muchos años, e insistió en el aspecto poco familiar que tenía cuando lo llevaron a enterrar. Neilson Poe vio a su primo sólo a través de una cortina en el hospital universitario, ¿y no me dijo en su despacho que el paciente parecía otro hombre completamente distinto?

Mientras tanto, el entierro que yo presencié se llevó a cabo A toda prisa, quizá en tres minutos, con pocos testigos e incluso sin una oración, que se suprimió; fue algo irrelevante, silencioso, como ya se vio. Incluso Snodgrass, el intransigente doctor Snodgrass, manifestaba ansiedad, esquivez, como si se recriminara a sí mismo por algo en relación con el final y el entierro de Poe. Pensé de nuevo en el poema que encontramos en el escritorio de Snodgrass, escrito por él sobre el tema, y que revelaba su idea de la embriaguez de Poe. También recordaba el día del entierro.

¡Pero todavía me obsesiona esa escena funeral! ¡Con frecuencia evoco con vergüenza y tristeza tu sepelio -otro más triste no se ha visto- en aquel descuidado lugar de reposo!

¿Hubo alguien que lo conociera en años recientes y que viera el cuerpo sin vida yaciendo en su ataúd, antes de que descendiera bajo tierra? Y la mayor parte de aquellos testigos -Neilson Poe, Henry Herring, el doctor Snodgrass- no querían decir nada del entierro, como si se tratara de algo que no debía revelarse. ¿Acaso sabían algo más? ¿Que Poe, en realidad, aún respiraba y estaba vivo? ¿Había sido ocultado por agentes extranjeros que escondían algo? ¿O él, Edgar Poe, perpetró el postrer engaño al mundo?

Ya ven que el razonamiento de mi mente, que admito se producía en un estado de gran excitación, no era fruto de un trastorno ni algo insustancial. Demostraría que Poe no ha muerto aún, y todo lo ocurrido daría un vuelco de forma inmediata. Continué a pie después de atravesar la alcantarilla, directamente al viejo cementerio presbiteriano de Westminster. Su situación, próxima al centro de la ciudad, lejos de las grandes extensiones de agua, lo había dejado, así como las calles circundantes, al margen de las peores consecuencias de la inundación, aunque todavía discurrían arroyuelos a través de la hierba del camposanto, y algunas grietas y rincones conservaban agua estancada.

Hablaría con el guarda e insistiría para obtener plenas respuestas. Pero cuando crucé la cancela se me impuso una decisión diferente. Aunque estaba oscuro, mis ojos conservaban el exagerado poder visual resultante de mi prolongada estancia en las celdas sombrías de la prisión. Con el simple relámpago de una tormenta que se estaba formando, localicé con toda precisión la tumba de Poe, que continuaba afrentosamente desprovista de inscripción. ¿Quién reposaba en ella?

Aparté las ramas y otros desechos que la cubrían y empecé a cavar en la hierba con mis manos desnudas. Con cada penacho de hierba que arrancaba del centro, aparecía debajo una corriente de agua. Lo intenté alrededor, pero no tuve mejor suerte. En algunos lugares, el suelo estaba tan endurecido que se me astillaban las uñas, mezclándose la broza y el barro con mi sangre.

Comprendiendo que sólo podría efectuar avances limitados por aquel procedimiento, crucé el camposanto y tuve la suerte de encontrar una pequeña azada. Con este instrumento comencé la tarea de romper la costra de tierra en un círculo en torno a la tumba. Hundía la azada en el suelo con decisión. Me rodeaban montones de desperdicios. El trabajo era agotador y me consumió hasta un grado tal que al principio no presté atención al ruido repentino que se acercaba a mí. Me concentraba en lo que vi debajo.

Se trataba de un ataúd ordinario, de pino. Adelanté la mano y pude tocar la fría superficie de madera reblandecida. Aparté la tierra de la tapa y mis dedos encontraron el lugar donde ajustaba, pero cuando me disponía a levantarla me vi obligado a soltarla.

El perro de raza híbrida del guarda corría hacia mí ferozmente. Se detuvo a escasos metros, y pensé por un momento que había hecho una pausa porque recordaba que habíamos trabado amistad. Pero no era ése el caso. O si lo recordaba, aún estaba más furioso por mi traición a nuestra mutua confianza. Estaba completamente seguro de que yo trataba de robar un cadáver de sus dominios. (¡Todo lo contrario, bravo can! ¡No hay cuerpo que robar!) Entre las tumbas, gruñó y entrechocó las mandíbulas, y en mi estado de intensa excitación creí ver en aquélla las tres mandíbulas de Cerbero. Traté de alejarlo con la azada, pero él se limitó a agacharse, y en cualquier momento no me lanzaría a la garganta.

Ahora apareció el guarda, saliendo de la cripta donde una vez le encontré, sosteniendo una linterna. Con aquel aire tan denso y en [llena oscuridad apenas podía verlo. Parecía como si todo él fuera de un color. Me lo imaginé como el hombre que fue hallado petrificado en aquella misma bóveda.

– ¡No soy un hombre de la resurrección! -grité.

Supongo, sin embargo, que esgrimiendo una azada, con las manos y la ropa cubiertas de suciedad y sangre y con un ataúd medio desenterrado a mis pies, aquella aseveración resultaba poco convincente.

– ¡Mire dentro! ¡Mire dentro!

– ¿Quién es? ¿Quién está ahí? ¡Ve por ellos, Sailor.

No tenía elección. Miré anhelosamente la madera debajo de mí, solté la azada y eché a correr. El hombre y el perro me pisaban los talones.

Aún no estaba derrotado. Después de dejar atrás a mis perseguidores en el cementerio, me resguardé en un callejón estrecho. Pasé casi media hora recuperándome de la fatiga causada por mi fallido intento en el camposanto antes de proponerme un nuevo objetivo. Sin duda el guarda estaría ahora vigilando la tumba de Poe. Pero con irreductible decisión, me dispuse a cruzar la ciudad, recordando a lo largo del camino la dirección del último domicilio de Poe en Baltimore» en la calle Amity entre Lexington y Saratoga, del que había visto una referencia durante mis prolongadas investigaciones sobre la vida del autor.

Podía preguntarle. ¿Por qué? Amigo Poe, ¿por qué escribir aquella carta? ¿Por qué decir que soy un joven ocioso, un inoportuno? ¿Olvidaste que nos comprendimos el uno al otro?

Poe acababa de renunciar a su plaza de cadete en West Point cuando, apartado de Richmond por John Alian, quien se negó a saldar sus deudas, aquel joven de veintidós años vino a esta modesta casa a vivir con su tía, Maria Clemm, la hija de ésta, Virginia, de ocho años por entonces, el hermano mayor de Poe, William Henry, y su abuela enferma. Poe buscó un empleo de maestro en una de las escuelas locales, pero sin éxito. Cada uno de sus compañeros cadetes de West Point le dio un dólar para la publicación de su primera colección de poemas, y con este volumen tenía grandes planes para hacerse un nombre.

Seguro de haber encontrado la dirección correcta en una estrecha casa entre las calles Lexington y Saratoga, sin considerar lo más mínimo un propósito más racional, subí los peldaños de la puerta principal y, hallándome al pie de una angosta escalera, la subí a saltos. ¿Por qué? ¡Oh, Edgar! ¿Por qué escribir todas aquellas cosas? Quizá de haber vivido Poe habría regresado aquí, a su último hogar en Baltimore, y dejado alguna señal para mí sobre su siguiente destino. Apenas presté atención a las dos mujeres, una de pelo blanco y la otra joven y rubia, que se pusieron a chillar al verme entrar en la reducida habitación trasera donde se sentaban junto a una chimenea. (Quizá mi aspecto era horrible, con mi uniforme penitenciario de arpillera ahora andrajoso y chorreando, manchado de tierra y sangre a causa de mis fallidos esfuerzos en el camposanto.) En otro dormitorio, una buhardilla en lo más alto de la casa, un hombre flaco se asomó a la ventana que daba a la calle Amity y empezó a gritar «¡Ladrones! ¡Asesinos!» y a proferir otras exclamaciones. Las dos mujeres corrían ahora por la casa, y las paredes reverberaban con gritos ininteligibles.

Retrocedí ante aquella conmoción y, al comprobar que el hombre estaba a punto de agarrar una palanca, me apresuré escalera abajo, pasando ante la frenética joven, hasta el vestíbulo y de nuevo hasta la puerta. Corría a tal velocidad, que no pude frenarme hasta que estuve en mitad de la calle, donde al vago resplandor de una lejana farola pude ver un caballo y un carruaje gigantescos que venían directamente hacia mí, sin darme tiempo a moverme en ninguna dirección sin que cayera bajo aquella masa de pezuñas y ruedas. No teniendo oportunidad de salvarme de tan espantoso destino, me limité a taparme los ojos con las manos ante la vista de la muerte.

Con un movimiento milagroso, todo mi cuerpo fue empujado hacia el bordillo de la acera, donde el carruaje no podía causarme daño. Alguien aferraba con fuerza mi muñeca. Mi salvador se debilitó para acercarme más a él. Yo había cerrado los ojos en una rendición sin vida, y ahora los abrí de par en par sobre su persona, como para encontrar un fantasma que me rondara desde el más allá en lugar de un ser humano. Miré, y resultó que estaba contemplando el rostro de Edgar A. Poe.

– ¡Clark! -dijo con voz tranquila, agarrándome más fuerte, con la boca contraída hasta reducirse a una pequeña e intensa línea bajo el oscuro bigote-. Tenemos que sacarlo de aquí.

Guardé silencio, volví a mirar, alargué la mano hasta su cara, y en ese instante todas las cosas temblaron y desaparecieron en la negrura.

Cuando recuperé la conciencia por un breve momento, me encontré en un cuarto oscuro y húmedo. Me sentí como si estuviera debajo de algo, y luché contra un extraño presentimiento de peligro mortal. Cuando abrí los ojos lentamente y alargué el cuello cuanto pude, sólo pude ver un objeto con auténtica claridad, pues se hallaba encima, en el horizonte mismo de mi campo visual.

Era una tablilla rectangular con esta inscripción: HIC TÁNDEM FELICIS CONDUNTUR RELIQUAE.

Suspiré al darme cuenta de que era una lápida funeraria, y traduje horrorizado aquel malsano epitafio de mis veintinueve años… Al menos aquí es feliz.

Capítulo 28

La negrura me cubrió de nuevo. Cuando salí del trance, me senté poseído por un súbito frenesí y jadeé a causa de la cruel sed que me quemaba la garganta. Aunque podía sentir mi propio parpadeo, no conseguía ver nada, y mis pensamientos iban desde persuadirme de que había sido cegado, hasta asegurarme de que, simplemente, me hallaba en un espacio o habitación sin luz. Ahora, una lámpara se acercaba a través de la estancia. Oí cerca de mí una vocecita que decía:

– Está despierto.

Pude ver un cuenco de agua y traté de alcanzarlo.

– No -objetó ásperamente otra voz-. Esto es para la mano.

Una de mis manos estaba herida como consecuencia de mis esfuerzos en el cementerio.

– Aquí.

Ahora había un pequeño círculo de luz en torno a una vela y dos niños, niño y niña, cuyos cutis claro me parecían verdes, lo que les asemejaba a unos duendecillos. Estaban junto a mí y llevaban medias, pero sin calzado. Se encendió la luz de gas y vi que la niña sostenía además un vaso de agua, esperando pacientemente y con una expresión de gran dulzura. Bebí febrilmente.

– Dónde… -empecé a decir, ¡Y luego levanté los ojos y vi de nuevo la terrible lápida!

A la luz, pude distinguir que se trataba de un dibujo grande y detallado de una lápida, y logré leer la inscripción completa. Hic tándem FELICIS CONDUNTUR RELIQUAE EDGAR ALLAN POE V, debajo, OBIIT

oct. VII1849.

Me volví hacia la niña, agradecido por su amabilidad. De pronto experimenté un sentimiento de protección hacia los niños.

– ¿Estáis asustados?

– No -dijo la niña-. Sólo preocupados por usted, señor. ¡Tenía un aspecto espantoso cuando padre lo trajo!

Respiré con comodidad por vez primera en meses. Me di cuenta de que me habían puesto ropa limpia y de que me hallaba sentado en una tabla apoyada en dos sillas, una cama improvisada en la que había estado acostado.

– ¡Me temo, señor Clark, que es raro que haya camas disponibles en una casa con seis niños Poe y un nuevo bebé Poe! Aun así esporo que haya podido descansar.

El hombre que hablaba era el que me rescató en la calle… Sólo que no se trataba de Edgar, sino de Neilson Poe. Tenía un aspecto diferente de la última vez que nos vimos, en la comisaría. Estaba más delgado y llevaba un bigote que le hacía parecer una réplica casi perfecta, a primera vista, de los retratos de su primo.

– William. Harriet. -Neilson miró severamente a los niños, que habían permanecido lealmente a mi lado-. A la cama.

Los dos niños dudaron.

– Habéis sido de gran ayuda -dije en tono confidencial, dirigiéndome al niño y a la niña-. Ahora debéis hacer lo que os dice vuestro padre.

Salieron de la habitación sin hacer ruido.

– ¿Por qué estoy aquí? -pregunté a mi anfitrión.

– Quizá usted podría responder mejor a esa pregunta -dijo Neilson con preocupación, y se sentó frente a mí.

Me contó que había recibido aviso de un intento de desenterrar el féretro de Edgar Poe en el cementerio de Westminster y, aunque era tarde, tomó en seguida un coche de alquiler y se dirigió al lugar. Pero las calles resultaban difícilmente transitables a causa de las lluvias, y hubo que abrirse paso por la calle Amity. Allí Neilson Poe percibió una gran agitación que pensó provenía de la antigua casa de su pariente Maria Clemm, y donde quince años antes había vivido también Edgar Poe.

Hallando esta coincidencia de lo más insólita e inquietante» y considerando que se dirigía en aquel momento a la tumba de Edgar, Neilson indicó al cochero que lo condujera allí. Se apeó y comenzó a investigar, pero al recordar que debía continuar hacia el cementerio para enterarse de los extraños acontecimientos, pidió al cochero que volviera en dirección opuesta el carruaje para ahorrar tiempo. En este punto, con el cochero dedicado a su tarea, me vio salir por la puerta de la casa, y situarme en el camino que iba a recorrer el carruaje, el cual me aplastaría. Entonces Neilson me empujó al suelo, donde me desvanecí.

Al advertir la capa de suciedad en mi ropa cuando me subía al coche, Neilson Poe dedujo que el aviso que había recibido del cementerio podía tener alguna relación con mi presencia en la calle Amity.

Permanecí en silencio, inseguro sobre qué decir. Él prosiguió:

– Lo trasladé aquí en seguida, señor Clark, y mi mensajero me ayudó a instalarlo en esa tabla. El chico trajo a un médico que vive en la otra calle, quien lo examinó y hace poco se ha ido. Mi mujer ha subido a rezar para que recupere usted las fuerzas. ¿Estuvo esta noche en el cementerio de Westminster, señor?

– ¿Qué es eso? -pregunté, señalando el dibujo de la lápida.

Se encontraba en una estantería, inofensiva entre otros papeles y libros, pero al ser inicialmente iluminada por una lucecita, resultó ser el único y lúgubre objeto que me llamó la atención durante mi anterior y breve recuperación de la conciencia.

– Es un dibujo hecho por el hombre al que encargamos una lápida adecuada para la tumba de mi primo. Tal vez deberíamos hablar de esto más tarde. Parecía usted extremadamente fatigado.

– Ya no dormiré más.

Sentía que el sueño me había rejuvenecido rápidamente. Pero había algo más. Aunque Neilson Poe abrigaba dudas respecto a mí, y yo respecto a él, me había protegido… Sus hijos me habían protegido. Me encontraba seguro.

– Estoy muy agradecido por la ayuda de su familia esta noche, pero me temo que sé más de lo que usted pueda imaginar. Usted me dijo a mí y le dijo a la policía que Edgar Poe no era sólo su primo, sino su amigo. Pero yo sé cómo lo llamaba su primo.

– ¿A qué se refiere?

– ¡Le consideraba «su peor enemigo en el mundo»!

Neilson frunció el ceño, se acarició el bigote y asintió con tranquilidad, sin rechazo alguno.

– Es verdad. Quiero decir que era sabido que hacía comentarios Como ése, sobre mí y también sobre otros que se preocupaban por él.

– ¿Qué lo empujó a pensar eso de usted, señor Poe?

– Fue cuando acababa de desarrollar su afecto por la joven Virginia. Yo me había casado con mi mujer, Josephine, hermanastra de Virginia, y considerando que mi cuñada, a sus trece años, era demasiado joven para irse con él, me ofrecí a procurarle una educación y ayudarla a entrar en sociedad si permanecía con nosotros en Baltimore. Edgar consideró eso un insulto. Dijo que no estaba dispuesto n vivir una hora más sin ella. Consideró que yo me proponía arruinar su felicidad y que nunca más volvería a ver a su «Sissy». No toleraba vivir sumido en la pesadumbre.

– ¿Qué hay de la sugerencia de su primo, expresada en una carta al doctor Snodgrass, de que usted no lo ayudaría en su carrera literaria?

– Edgar creía que yo estaba celoso, supongo -respondió Neilson con franqueza-. Hice mis pinitos literarios en mi juventud, como ya le dije. De eso él dedujo que yo tenía envidia de la cantidad de referencias literarias que se le dedicaban, tanto positivas como negativas.

– ¿Y no la tenía?

– ¿Envidia? De la forma que creía Edgar, no. Yo no me consideraba su igual. Si alguna vez estuve celoso fue ante el comentario de que su escritura encerraba una cualidad de genio, de naturalidad, de las cuales mi propia escritura carecía por más meticulosamente que me aplicara a conseguirlas.

– No puedo olvidar -le dije en tono firme a mi anfitrión- que usted malogró la oportunidad de que la policía investigara la muerte de su primo, señor Poe.

– ¿Es eso lo que cree? -Mantuvo la calma-. Comprendo que lo crea. Sin embargo, fue el oficial White, antes de que usted llegara a la comisaría, quien se mantuvo inflexible en que no se efectuaría la más mínima investigación. Como usted sabe, la policía de Baltimore presume de que en nuestra ciudad no se cometen delitos, en particular contra los turistas. En mi profesión, a menudo represento a gente acusada de faltas mezquinas, y depende en gran medida de la policía la posibilidad de mostrarse razonables con algunos acusados. Yo apenas tengo más elección que acceder a los deseos del oficial White! al respecto. Me da la impresión de que se trataba, como de costumbre, de dar una lección a quienes intentaban demostrar la existencia de más delitos en Baltimore de los ya conocidos. Así pues, cuando lo vi a usted en la comisaría hice lo que pude para disuadirlo de su propósito. A veces creo que nuestra justicia no es tan distinta de los tiempos de la brujería: los delitos sólo se consideran tales cuando conviene a los acusadores. -Se dirigió a la puerta de la habitación-. Veo que a raíz de nuestros primeros encuentros usted me creía demasiado hostil a mi primo. Sígame, señor Clark.

Nos trasladamos a la biblioteca de Neilson Poe. Había una hilera de libros y revistas con los escritos de Edgar Poe que casi rivalizaban con los míos. Para mi gran sorpresa, examiné el contenido, sacando un volumen en particular o una publicación periódica de la: impresionante colección.

Neilson pudo ver que me desconcertaba su aparente devoción por la obra de Edgar. Sonrió y se explicó:

– En los últimos años estuve enfadado con Edgar, incluso después de su muerte, pues me constaba que él se sabía superior a mí, con mucho. Consideraba mi vida dilapidada en lo que a cualidades artísticas se refiere. En resumen, ¡yo sabía que me había odiado durante años! Pero se da el caso de que yo nunca lo odié a él. Es más, siempre entendí que Edgar era un hombre que se representaba a sí mismo a través de sus producciones literarias; que ahí estaba él, más que en la forma física y en el personaje que exhibía, más que en cualquier carta que pudiera haber escrito en un rapto de ira, o en cualquier comentario que hiciera a un conocido hallándose en estado de excitación. Su arte nunca pretendió ser popular, ni tampoco se propuso atenerse a un principio o a un sentido moral, pero ésa era su verdadera forma de ser.

Mientras hablaba, Neilson se situó en el rincón de su biblioteca y, mientras se volvía en su silla para alcanzar un volumen de los Cuentos grotescos y arabescos, tenía contraída la comisura de la boca de una manera distinta, al parecer, de la que caracterizaba a Edgar Poe. Para disimular mí observación, saqué del anaquel el número de abril de 1841de Graham's, el cual contenía el primer cuento de Dupin, «Los crímenes de la calle Morgue». Lo sostuve reverentemente y pensé en mi propia biblioteca, en mi propia colección, en mi casa, en Glen Eliza, que sin duda había sido revuelta y dañada por la policía en sus diversos registros en busca de pruebas de mi culpabilidad y de mis obsesiones.

– ¿Sabe usted que le pagaron sólo cincuenta y seis dólares por mi primer cuento de Dupin? -dijo Neilson al advertir el objeto de mi interés-. En el tiempo transcurrido desde su muerte he visto a la prensa ensalzarlo y estrellarlo. He visto a ese vergonzoso e injusto biógrafo hacer con Edgar lo que ha querido. Recuerde que es también mi apellido, señor Clark. Poe es el nombre de mi esposa, y mis hijos non Poe, como lo serán los hijos de mis hijos. Yo soy Poe. En los Últimos meses he leído y releído casi todo lo que escribió mi primo, y a cada página que volvía he sentido mayor afinidad con él, una proximidad del orden más elevado, como si las mismas palabras pudieron haber salido de mí y él hubiera conseguido extraerlas de nuestra sangre común. Dígame, señor Clark, ¿lo conoció usted? -preguntó de improviso.

– No.

– ¡Bien! -Al advertir mi sorprendida reacción, continuó-: Sólo quiero decir que es mejor así. Trate de conocerlo a través de las palabras que publicó. Su genio era de una rara cualidad, difícil de hallar apoyo en este mundo de revisteros, y no podía por menos de creer que todos estaban en su contra y que, con el tiempo, incluso los amigos y parientes se convertirían en enemigos. Su percepción temerosa y ansiosa en este punto, era el resultado de un mundo duro para las aspiraciones literarias; una dureza que yo descubrí por mi mismo en mi juventud. Su vida fue una serie de experimentos sobre su propia naturaleza, señor Clark, que lo apartó de los movimientos, de nuestro mundo y lo llevó a un conocimiento que consistía sólo en la perfección de la literatura. No podemos conocer a Edgar Poe como hombre, pero podemos conocerlo bien como el genio que fue. Por eso no podía ser debidamente leído hasta después de su muerte… por mí, por usted y ahora, quizá, por el mundo. -Hizo una pausa-, ¿Se siente mejor ahora, señor Clark?

Me encontré en situación de pensar con más claridad: me habla librado de la oleada de emociones salvajes que con anterioridad me consumía. Tan sólo podía recordar mis últimos actos como cuando f uno piensa en un sueño o en una evocación distante. Me sonrojé un poco, cohibido, al pensar en cómo me había encontrado Neilson!

– Sí, muchas gracias. Me temo que estaba más bien sobreexcitado cuando dio conmigo en la calle Amity.

– Por favor, señor Clark -dijo sorprendido, emitiendo una risita-, difícilmente puede recriminarse por haber sido envenenado.

– ¿Qué quiere decir?

– El médico que lo examinó estaba completamente seguro de que había sido envenenado ligeramente. Encontró restos de un polvo blanco en la parte posterior de su boca; una mezcla experta de varias sustancias químicas. No se preocupe. También estaba seguro de que los efectos habían pasado y que esas dosis no causan ningún daño permanente.

– ¿En la cárcel? Pero ¿quién?…

Me detuve al conocer con súbita claridad la respuesta. Los guardianes de la prisión, quienes, con gran solicitud, constantemente cambiaban los cántaros de agua que había sobre la mesa de mi celda. El oficial White, contrariado por mis continuas negativas en las entrevistas que mantuve con él, probablemente dio la orden: confundir mi mente lo bastante como para extraer de ella algún reconocimiento de responsabilidad, ¡asegurar una confesión de mis yerros! Ahora yo poseía también información de Neilson Poe acerca del deseo de White de evitar la investigación que solicité. Me hubiera envenenado hasta que confesara o muriera o me viese empujado a causarme daño yo mismo. Mi casual escapatoria me salvó la vida.

Mi trastorno mental en las horas posteriores al abandono de la prisión estaba claro para mí y me aguijoneaba la mente. ¡La búsqueda de Poe -cavando en su tumba con la creencia de que estaba vivo- y la intrusión en la que fue su casa tantos años antes! Esa persona se había desprendido de mí y ahora me sentía crecido, contemplando cuanto sucedía con perfecta visión.

Neilson pareció pensativo por un momento y, quizá, ansioso.

– Tal vez necesite más descanso, señor Clark.

– El chico -dije de repente-. El mensajero del que me habló, el que lo ayudó a trasladarme y luego vino con el médico. ¿Dónde está?

Yo no había visto a nadie en la casa excepto a los niños. Neilson dudó. Pude oír un sonido nuevo, inequívoco y creciente. Caballos cuyos cascos ruidosos atravesaban las calles encharcadas, las ruedas de un coche chapoteando detrás.

Neilson levantó la cabeza al percibir el sonido.

– Soy miembro del colegio de abogados, señor Clark -dijo-. Usted es un fugitivo de la justicia, y yo he cumplido con mi deber dundo cuenta a la policía de su presencia. Tengo una responsabilidad. Yo no puedo hacer más, pero creo que usted es la persona con más capacidad para rehabilitar la memoria de mi desdichado pariente y de honrar así mi apellido. Me complacería actuar como su defensor en el tribunal, si lo desea. -Me quedé helado en mi lugar-. Recuerde, señor Clark, que usted también actuaba en estrados. Debe elegir.

Neilson caminó despacio hasta situarse ante la puerta y, en mi débil estado, es probable que me hubiera dominado con facilidad hasta que su mensajero entrara con la policía.

– Los niños -recordó Neilson de pronto-. No me juzgue demasiado estricto, señor Clark, pero debo asegurarme de que están durmiendo.

– Lo comprendo -dije, asintiendo con gratitud.

Cuando él salía al vestíbulo en dirección a la escalera, me escabullí de la habitación y no miré atrás.

– ¡Que Dios lo proteja! -dijo Neilson tras de mí.

Mi misión estaba clara. Debía encontrar a Auguste Duponte. Sólo él podía aportar la prueba definitiva de mi inocencia. Ahora que Bonjour me había revelado que no se le causó ningún daño, el mero pensamiento de que podía estar cerca me comunicaba una sensación de invencibilidad que me hizo avanzar rápidamente por las anegadas calles de Baltimore. Quizá Duponte ya había empezado a investigar el tiro que le dieron al barón. Quizá, incluso, asistió al liceo aquella noche, antes del suceso, lo presenció y escapó en previsión de la con» fusión que sabía iba a producirse como consecuencia de aquél.

Yo consideraba mi objetivo ineludible en el mundo probar mi honorabilidad ante Hattie, pues ella había mantenido su amistad conmigo durante mi estancia en prisión, cuando otros me abandonaron. Parecería un empeño de poca monta, comparado con el hecho de que mi vida podía terminar como la de un criminal, y con que ella se casara con otro, pero mi meta era ahora quedar limpio a los ojos de Hattie.

No supe lo que era estar completamente seco durante días. Mis oídos, pulmones y entrañas seguían nadando mucho después de que; hubiera vadeado y chapoteado a través de las traicioneras calles de; Baltimore. Me pareció que el Atlántico había desbordado sus orillas y que avanzaba para unirse con el Pacífico. Fui capaz de localizar a Edwin, quien se encargó de que me cambiara de ropa y vistiera un modesto traje. Deseaba ayudarme a buscar un lugar menos al alcance de la policía. Trasladó fardos de ropa a un almacén de embalaje vacío, en otro tiempo perteneciente a la empresa de mi padre, donde me refugié tras recordar que había una bisagra suelta en una puerta desde hacía años, y que nunca se reparó.

– Me ha ayudado mucho, Edwin, y no quisiera poner en riesgo su seguridad por más tiempo. Ya he causado bastantes trastornos a muchas personas para toda su vida.

– Usted hizo lo que creía correcto, y ha expuesto su vida por ello. Poe ha muerto. A un hombre le han pegado un tiro. Su amigo ha desaparecido. Y bastantes personas han sufrido daños. Al menos usted debe permanecer a salvo, para que haya alguien seguro de la verdad.

– No deben imputarle un delito por ayudarme -dije.

Ése era un asunto grave. Si un negro libre era condenado por una falta significativa, podía ser castigado de la peor manera imaginable para un hombre libre: ser devuelto por las autoridades a la esclavitud.

– Yo no nací en los bosques para asustarme de una lechuza -replicó Edwin riendo con su risa tranquilizadora-. Además, creo que ni siquiera en Baltimore se castiga todavía a un hombre por proporcionar unos pingos viejos a otro hombre al que se le han desgastado los codos de la chaqueta. Ahora, ¿podrá descansar aquí esta noche?

Edwin continuó prestándome su ayuda y acudía al almacén de embalaje a intervalos regulares. Aunque estuve tentado, me reprimí de hacer alguna visita a Hattie, preocupado por lo peligrosa que pudiera resultar para ella. Restringía severamente mis salidas, y me guardé de acercarme a los alrededores de Glen Eliza por temor a ser visto. Seguía en mi poder el número de Graham's de 1841 que tenía en la mano cuando huí de la casa de Neilson Poe; el número en el que «pareció por vez primera Dupin en «Los crímenes de la calle Morgue». Me sentí agradecido por ello como si se tratara de un talismán. Releí el cuento y me pregunté qué podría haber descubierto Duponte sobre la muerte del barón. Aquella revista era, por el momento, todo cuanto tenía para leer. Así que leí también las otras páginas, aunque la publicación tenía diez años de antigüedad.

Una vez, Edwin acudió a la hora convenida y me encontró enfrascado en el Graham's.

– ¿Todo va bien, señor Clark?

No podía dejar de leer aquellas páginas una y otra vez. Apenas hablaba. No sé cómo describir el vuelco que me dio el corazón con el descubrimiento que hice aquella noche: me refiero a la verdad sobre Duponte… o Dupin (ya ven ustedes que apenas sé cómo asimilar lodo lo que comprendí, y que apenas sé por dónde empezar); o sea que Duponte nunca fue, en absoluto, el verdadero Dupin.

Una vez que hube leído varias veces en mi celda de la comisarla del Distrito Medio las notas manuscritas para la conferencia del barón Dupin, y me hube asegurado de que cada palabra quedaba grabada en mi memoria, arrojé las páginas al fuego que chisporroteaba en la sala que separaba las celdas de los hombres y de las mujeres. Yo no asesiné al barón, por supuesto, pero me apresuré a matar su trabajo. Después de eso, quedaba abortada la posibilidad de que se difundieran sus invenciones sobre la muerte de Poe.

No se trata de que sus palabras no fueran convincentes en lo relativo a esa muerte. Lo eran, y mucho, pero no eran verdaderas; al contrario que Poe, quien sólo las escribió verdaderas aun cuando muchas no estuvieran en condiciones de ser creídas. Más tarde nos ocuparemos de las teorías del barón acerca de la muerte de Poe. El barón Dupin, en sus notas, también aprovechó la ocasión para defender su condición de verdadero Dupin.


He aquí una muestra: «Ustedes conocen al Dupin de estos cuentos como alguien directo, brillante, valiente. Debo admitir, a decir verdad, que esas cualidades el señor Poe las tomó de mis humildes aventuras… Porque es así como realmente actúa Dupin, ¿no? En un mundo en el que la verdad la ocultan charlatanes y estafadores, nobles y reyes, Dupin la encuentra. Dupin la conoce. Dupin la dice. Pero aquellos a quienes dice la verdad, amigos míos, siempre conocerán el ridículo, la negligencia, la muerte. Ahí es donde hemos encontrado a Edgar… -en este punto imaginé al barón agitando sombríamente la cabeza, quizá con una pesada lágrima cayéndole del rabillo del ojo-; no, es donde hemos perdido a Edgar Poe. Edgar Poe no nos ha dejado, sino que nos lo han quitado…»

Ahora, antes de la llegada de Edwin, mientras permanecía sentado en la pequeña salpicadura de luz en el almacén vacío, tomé ese número de abril del Graham's, aquella revista que contenía la primera aparición del Dupin de Poe. «Qué suerte la del Graham's por contar entonces con Poe -pensé-, pues no sólo colaboró con sus cuentos, sino que fue su editor.» Entonces mi pulgar se detuvo en una página determinada. Me esforcé por leer a la luz. No había una sola página que yo no hubiera visto.

En el mismo número en el que apareció «Los crímenes de la calle Morgue», en ese mismo número de abril del 41, el editor de la publicación -o sea Poe- daba la reseña de un libro titulado Apuntes sobre personajes vivos notorios de Francia. En esta colección de apuntes biográficos se incluye cierto número de personas distinguidas de aquel país. La que atrajo mi atención fue George Sand, la famosa novelista. No sé cómo acudió a mi mente, desde algún distante artículo o biografía que leí sobre ella… Pero de algún modo recordé que su nombre, que cambió por el masculino George Sand para poder publicar sin chocar con los prejuicios, era Amandine-Aurore-Lucie Dupin. Poe, en su reseña de los Apuntes, se recrea en una anécdota relativa a madame Sand Dupin, vestida con una levita de caballero y fumando un cigarro.

Otro nombre que aparecía en la reseña de Poe llamó mi atención: Lamartine. Es difícil que ustedes conozcan este nombre, pues su reputación como poeta y filósofo parisiense dudo que persista en la memoria. Pero miren esto. Retrocedí unas páginas, volviendo a «Los crímenes de la calle Morgue», el primer cuento de raciocinación.

Llegamos al pequeño pasaje llamado Lamartine, que confines experimentales ha sido pavimentado con bloques ensamblados y remachados.

¿Fue una coincidencia que en el mismo número de la revista en la que Poe publicó su primer cuento de Dupin, utilizara el nombre de otro eminente escritor francés tanto en el cuento de Dupin como en la reseña que escribió? No se detengan aquí. Sigan observando «Los crímenes de la calle Morgue» y lean sobre uno de los testigos del bestial acto de violencia, tal como lo explica el narrador:

Paul Dumas, médico, declara que fue llamado al amanecer para examinar los cadáveres…

¿No nos hace pensar este Dumas en Alexandre Dumas, el imaginativo autor de novelas francesas de aventuras? Y también estaba esto:

Isidore Muset, gendarme, declara que fue llamado hacia las tres de la mañana… a la casa…

Sí: un nombre muy parecido al de Alfred de Musset, el poeta francés, compañero íntimo de la propia George Sand.

Probablemente habrán adivinado las conclusiones a las que ahora estaba en condiciones de llegar. De pronto, mi mente se vio arrastrada por un torbellino. «Los crímenes de la calle Morgue» -casi podía oír a Poe emitiendo una risita inteligente ante el verdadero misterio escondido en su cuento- estaba realmente construido como una alegoría de la situación de la literatura francesa moderna. Las referencias a George Sand (conocida también como Dupin), Lamartine, Musset y Dumas eran lo más sobresaliente de la red de discretas e inteligentes alusiones.

Si era así, como al instante tuve la certidumbre, Poe no dibujó & un investigador real para inventarse su héroe, no a Auguste Duponte, no al barón Claude Dupin, sino qué absolutamente todo salió de su cabeza y de sus pensamientos relativos a diversos personajes literarios. Cuando llegué a esa convicción, me armé de valor para dirigirme abiertamente a un puesto de libros y allí saqueé varios volúmenes. Encontré que no sólo era correcta mi conclusión sobre el verdadero nombre de George Sand, que no sólo era su apellido Dupin, sino también que había perdido a un hermano en la infancia llama do -sí, pero ustedes probablemente ya lo habrán adivinado- Auguste Dupin. Auguste Dupin. ¿Conoció Poe este detalle? ¿Cuál era mensaje que nos transmitía Poe? Recreó al hermano difunto de la escritora en forma de genio contra la muerte y la violencia. ¿Pensó Poe en su propio hermano William Henry, que le fue arrebatado cuando el pobre Edgar era todavía un niño?

En una frenética nueva lectura de «Los crímenes de la calle Morgue», encontré otro significado a la descripción del narrador de circunstancias de su vida con C. Auguste Dupin: «No admitíamos visitantes. El lugar de nuestro retiro era un secreto celosamente guardado para mis antiguos amigos; en cuanto a Dupin, hacía muchos años que había dejado de ver gente o de ser conocido en París. Sólo vivíamos para nosotros.» ¿Qué trataba de decirnos Poe? El asombroso «raciocinador» existía sólo en la imaginación del poeta.

Nuestro periódico ha sido informado por una dama amiga de brillante y errático escritor Edgar A. Poe, de que el ingenioso héroe del señor Poe, C. Auguste Dupin, está claramente inspirado en una personalidad real, con la que comparte nombre y proezas, conocido por su capacidad de análisis…, etc.

Pensé en ese recorte de periódico, el que John Benson entregó empleado del ateneo y éste a mí, con visión borrosa y una mezcla desdén. Qué vagas eran esas frases, ese rumor ligero que me cautivado. ¿Quién era esa «dama amiga» de Poe? ¿Cómo podíamos saber si era digna de confianza? ¿Acaso existió realmente? Busqué respuestas en mi mente a estas singulares preguntas, pero mientras apoderaba de mí el realismo en su más amplio sentido, como un espíritu perverso que parecía decirme: «Duponte no era más que fraude. Poe ha muerto y tú también morirás, subirás por la escalera del patíbulo, morirás por desear más de lo que ya tenías.»

Duponte ya no estaba.

– ¿No se encuentra bien, Clark? Tal vez debería traerle un médico.

Edwin trataba de sacudirme de mi ensimismamiento.

– Edwin -dije con un suspiro, y añadí la frase hecha-: Estoy medio muerto.


Debería decir algo más, a manera de interludio, acerca de cómo empezó todo esto: con la muerte de Poe. A lo largo de varios capítulos he mencionado que conocía toda la conferencia del barón sobre el lema, y me incomodaría ocultársela por más tiempo al lector. Como digo, recuerdo cada palabra de las notas del barón. «"¡Reynolds! ¡Reynolds!" Esto resonará en nuestros oídos mientras recordemos a Edgar Poe, pues ésa fue la despedida que nos dirigió. Y pudo haberse limitado a decir: "Así es como morí, Señor. Así es como morí, amigos y compañeros sufrientes de la tierra. Ahora averiguad por qué…"»

Aunque el relato de la muerte de Poe por el barón hubiera estado menos alejado de la verdad, en algún sentido lamento que no pronunciara esas palabras. Puesto que ustedes no pueden contar con una descripción plena de cómo pudo desarrollarse el evento, con el barón paseándose arriba y abajo por el escenario, como si aquello fuera el palacio de justicia en sus mejores tiempos, imaginen al barón, destellándole su inconfundible dentadura reluciente, abriendo completamente los brazos y proclamando que el misterio estaba resuelto.

Capítulo 29

Poe vino a Baltimore en el momento equivocado. No entraba en sus planes visitar Baltimore, pues iba camino de su casa de Nueva York en busca de su pobre suegra para empezar su nueva vida. Pero unos rufianes a bordo del barco de Richmond a Baltimore acosaron al poeta y probablemente le robaron el dinero, de modo que perdió el tren desde Baltimore al norte. Esto viene demostrado por el hecho de que Poe había ganado dinero dando conferencias en Richmond, pero a los pocos días ya no tenía nada. Hallándose, pues, sin recursos en Baltimore, advirtió que los ladrones lo seguían, y se refugió en casa de un amable amigo, el editor doctor N. C. Brooks. Pero el doctor Brooks no estaba en casa, y aquellos cobardes rufianes, ignorándolo y temerosos de que Poe pudiera dar cuenta de sus acciones a alguien de la casa, atolondradamente le prendieron fuego y quemaron casi por completo la vivienda de Brooks. Poe consiguió por poco escapar con vida.

Al poeta le había quedado dinero suficiente para alquilar una pequeña habitación en el hotel United States, pero no para tomar otro tren a Nueva York o a Filadelfia, donde lo aguardaba una lucrativa tarea literaria. Su nueva revista, que iba a llamarse The Stylus, estaba a punto de anunciar una nueva era genial en las letras americanas. Pero los enemigos de Poe deseaban detenerlo antes de que dejara al descubierto la mediocridad de sus escritos. Por eso Poe había empezado a utilizar un nombre falso, E. S. T. Grey. Incluso dio instrucciones a su querida suegra -su estimada protectora- para que le escribiera a ese nombre en Filadelfia «por temor a que no le llegara la carta», pues le preocupaba que sus adversarios trataran de interpretar la correspondencia de apoyo o suscripciones a su audaz empresa. Tampoco deseaba que supieran que se dirigía a Filadelfia seguro de que interferirían en su trabajo y malograrían su intento de fecundar dinero para su revista.

Se encontró atrapado en Baltimore durante una acalorada semana de elecciones. Poe era un hombre de letras y estaba por encima de aquello. Estaba por encima de las mezquinas y crueles acciones de los políticos y del hombre ordinario. Para el bribón apegado ti día a día, el gran genio es mera carnaza.

Poe era una presa fácil. Había viajado bajo su nuevo alias, E. S. T. Grey. La noche antes de las elecciones, en medio del tiempo desapacible que había estado castigando la ciudad, buscó un refugio. Y (uní empieza el asesinato de Poe, quizá uno de los más largos de la historia y ciertamente el más largo y patético en la historia de los hombres de letras. El más triste desde que el poeta Otway fue estrangulado por unos mendrugos de pan, el más inicuo desde que a Marlowe lo apuñalaron en la cabeza, en el órgano mismo de su genio y todo esto convierte a Edgar Poe en el hombre más denigrado desde lord Byron.

Peor todavía, la familia de Edgar Poe -las personas que debieran haberlo protegido- se contaba entre los que lo convirtieron en blanco y víctima. Un tal George Herring, que podría estar sentado hoy entre nosotros, supervisaba a los whigs del Distrito Cuarto, y esos whigs se reunían en el mismo lugar donde fue hallado Poe, el hotel Ryan’s en el Distrito Cuarto. George Herring era pariente de Poe [aquí Ú barón peroraba algo sobre la rama familiar equivocada, pues Henry Herring era primo de Poe por matrimonio, y era Henry, y no Poe, el pariente consanguíneo de George Herring; pero dejémoslo continuar…] y como tal pariente cercano sabía que Poe era vulnerable. No fue una coincidencia, damas y caballeros protectores del buen nombre de los genios, que Henry Herring fuera uno de los primeros hombres 'en acercarse a Poe cuando se anunció que estaba enfermo; ni que el doctor Snodgrass se sorprendiera de encontrar a Henry Herring allí ¡aun antes de que lo mandara avisar!, pero es que los Herring habían escogido a Poe como víctima. Ellos lo conocían, y por tanto para ellos no era «E. S. T. Grey». George Herring sabía por Henry que Edgar Poe era impredecible cuando se veía forzado a ingerir alcohol u otras sustancias embriagantes, y decidió que era una persona vulnerable parí hacerle participar como votante fraudulento. Sabiendo que era probable que Poe sufriera graves efectos colaterales, George envió más tarde a Henry para que acompañara a Poe al hospital, a fin de estar problemas a los whigs del Distrito Cuarto. Como sabemos, Henri Herring aún guardaba rencor a Poe por haber tratado de cortejar a sil hija, Elizabeth Herring, con poemas de amor cuando ambos prime aún eran jóvenes, en la época en que Poe vivía en Baltimore. Aquélla fue la mezquina venganza de Henry Herring por la efusión de aquel afecto, aquella travesura de un corazón puro, de un joven poeta.

Los matones de los whigs del Distrito Cuarto, que tenían si cuartel general en el garito de la compañía de bomberos Vigilant frente al Ryan's, llevaron al indefenso poeta a una bodega junto con otros desdichados: vagabundos, gentes de paso, haraganes y extranjeros. Esto explica por qué Poe, un bien conocido autor, no fue visitado por nadie en el transcurso de aquellos pocos días. Aquellos hombres ruines probablemente drogaron a Poe con diversos opiáceos.

Cuando llegó el día de las elecciones, lo llevaron por varios colegios electorales. Lo obligaron a votar a sus candidatos en cada de ellos y, para que la farsa resultara más convincente, al poeta lo vistieron con ropa diferente en cada ocasión. Esto explica que fuera ataviado con prendas raídas y manchadas que de ningún modo eran de talla. Los matones, sin embargo, le permitieron conservar su hermoso bastón de Malaca, pues se hallaba en tan débil estado que incluso aquellos rufianes reconocieron que el bastón podía ser necesario para apuntalarlo. Ese bastón lo había cambiado adrede por el suyo con un viejo amigo de Richmond, pues el interior escondía un arma -esto que- de lo más peligrosa, y lo hizo pensando en sus muchos enemigos literarios que, en el pasado, lo habían desafiado en duele o lo habían maltratado. Cuando se dio cuenta de que corría peligro aquí, en Baltimore, estaba demasiado débil incluso para desenvaina la hoja…, aunque él tampoco se hubiera permitido usarla. En todo caso, lo encontraron con ese bastón apretado contra el pecho.

El club político no había conseguido acarrear a tantas víctimas como hubiera querido, a causa de la inclemencia del tiempo, que apartaba a la gente de las calles. Incluso engatusó a un hombre que resultó ser un alto funcionario del estado de Pensilvania, capturado de aquel modo en el teatro del hotel Barnum, pero consiguió escabullirse cuando se descubrió que era un pez gordo. De este modo Poe fue utilizado una y otra vez, más de lo habitual. Para cuando sus captores lo llevaron al Distrito Cuarto, establecido en la taberna del Ryan's, para votar otra vez, ya se le había maltratado en exceso. Tras haberle tomado juramento uno de los vocales, un tal Henry Reynolds, Poe no pudo cruzar la estancia y se derrumbó. Pidió que llamaran a su amigo el doctor Snodgrass, quien llegó disgustado. Snodgniss, dirigente de uno de los grupos antialcohólicos locales, estaba Mesuro de que Poe se había permitido la debilidad de beber. Los rufianes políticos abandonaron a su cautivo, y se alegraron de que esa creencia ocultara su deleznable acción. Pero no fue el severo Snodrass el último en incurrir en tan garrafal error: el mundo entero no lardó en creer que la muerte del noble Poe fue el resultado de una debilidad moral.

Pero ahora la Verdad ha vuelto a nosotros.

Poe, muy drogado y privado del sueño, no se hallaba en condiciones de explicar nada; y la parte todavía racional de su mente, sin duda, sirvió al poeta enfermo para quedar anonadado al ver que Snodgrass, su supuesto amigo, lo contemplaba con desaprobación y con algo parecido al desdén. Poe fue trasladado en un coche de alquiler, solo, al hospital. Allí, sometido a los cuidados del doctor J.). Moran y sus enfermeras, cayó alternativamente en la conciencia y la pérdida de ésta. Recordando como una visión distante su intento de ocultar su genio a sus atacantes recurriendo al anodino nombre de E. S. T. Grey, Poe le dijo al buen doctor lo poco que pudo acerca de sí mismo y del propósito de sus viajes. Pero su mente estaba débil. En un momento dado, sin duda recordando el juicio de Snodgrass, Poe dijo a gritos que la mejor cosa que su mejor amigo podía hacer por él era volarme los sesos con una pistola.

Creyendo Poe que el último hombre que podía haberse percatado de su situación y poner coto a las acciones de los criminales era aquel vocal, Reynolds, quien de manera rutinaria tomaba juramento a los votantes, lo llamó desesperadamente, como si todavía pudiera pedirle ayuda. ¡Reynolds! ¡Reynolds! Lo repitió durante horas, pero no era en realidad un grito de auxilio, sino como un toque a muerto.

«¡Oh las campanas, campanas, campanas! ¡Qué relato de terror cuenta… De desesperación!» La vida de Poe llegó a su atormentado final.

Ahora que sólo ustedes han leído un discurso que nunca se pronunció, saben lo que el barón Dupin hubiera dicho aquella noche par electrizar a su auditorio. Era un discurso que, pese a haberme apresurado a reducir sus páginas a cenizas, yo estaría dispuesto a darlo conocer pronto al mundo entero.

Capítulo 30

El tercer día después de mi descubrimiento de la revista Graham de diez años atrás, Edwin pudo apreciar que me encontraba espiritualmente hundido. Me sentía más envenenado que cuando Neilson Poe me encontró frente al 3 de la calle Amity. Ahora se trataba de mi alma, de mi corazón, que había sido más infectado que mi sangre.

Edwin trató de hablarme, de prestarme ayuda para encontrar a Duponte. Pero yo ya no conocía a Duponte. ¿Quién era, qué era? Quizá, pensé, Poe ni siquiera oyó hablar de mi Duponte. Toda la verdad se había trastocado. Quizá era Duponte quien, deliberada y meticulosamente, había copiado en parte al personaje, en la medida en que era capaz, a partir de los cuentos de Poe, y no viceversa. Ahora se ocultaba porque reconocía que no estaba a la altura del papel que había imaginado. Durante todo el tiempo que pasé con Duponte nunca se me ocurrió que lo suyo fuera una reacción enfermiza a la literatura, en lugar de una fuente de inspiración para ella. Supongo que la satisfacción de haber contribuido a sacar a Duponte de su aislamiento en París me indujo a desechar cualquier conato de duda. Eso carecía ahora de relevancia; era como polvo en la balanza. Yo estaba solo.

Las aguas se retiraron de los alrededores del almacén de embalaje, y como había más gente rondando por las calles adyacentes, Edwin me aconsejó que encontrara otro refugio. Se procuró una habitación en una apartada casa de huéspedes en el distrito oriental de la ciudad. Convinimos en una hora para encontrarnos y que él me condujera a mi nuevo escondite en un carro cubierto con pilas de los periódicos que debía repartir. Al final, llegué tarde, tan desorientado estaba por la pérdida de Duponte.

Había pedido a Edwin que me proporcionara más cuentos de Poe, y leí los tres de Dupin una y otra vez, siempre que la luz del almacén de embalaje era suficiente. Si no había ningún Dupin verdadero, ninguna persona cuyo genio hubiera tomado prestado Poe para su personaje, ¿por qué creí en ello con tanto fervor? Al principio me dediqué a copiar frases de Dupin que aparecían en los cuentos, de una manera dispersa; y luego, sin ningún objetivo en concreto, escribí los cuentos completos, palabra por palabra, como si los tradujera a algún lenguaje útil.

Poe no descubrió a Dupin en las informaciones periodísticas de París. Lo descubrió en el alma de la humanidad. No sé cuál es la mejor forma de compartir ahora lo que ocurrió en medio de aquel trastorno mental mío. Volvía a oír una y otra vez lo que dijo Neilson Poe: que el significado de Edgar Poe no estaba en su vida, ni en el mundo exterior, sino en sus palabras, en sus verdades. Dupin, pues, existía. Existió en sus cuentos y, quizá, la verdad de Dupin estaba en todas nuestras aptitudes. Dupin no estaba entre nosotros, sino en nosotros, como otra parte de nosotros, como otro yo de nosotros mismos, más fuerte que cualquier persona que pudiera parecerse aun ligeramente a Dupin por su nombre o sus rasgos. Pensé de nuevo en aquella frase de «Los crímenes de la calle Morgue». Sólo vivíamos para nosotros…

Encontré a Edwin esperándome.

– Está a salvo -dijo, tomándome de la mano-. Estaba a punto de recorrer la ciudad en su busca. Deme ese abrigo y póngase este otro. -Me alargó un viejo abrigo blanco y negro-. Venga, deje ahora el sombrero y el bastón. Me han prestado un carro para llevarlo a la casa de huéspedes. No nos entretengamos.

– Gracias. Pero no puedo, amigo -repliqué, tomándole la mano-. Debo ver a alguien ahora mismo.

Edwin frunció el ceño.

– ¿Dónde?

– En Washington. Hay un hombre llamado Montor, representante de Francia, quien hace tiempo fue el primero en hablarme de Duponte, y me dio instrucciones para mi visita a París.

Empecé a alejarme, cuando Edwin me tocó el brazo.

– ¿Es un hombre en el que puede confiar, señor Clark?

– No.

Henri Montor, el representante francés en Washington, estaba preocupado. En su país, los republicanos rojos y sus seguidores cada vez elevaban más el tono de sus protestas. Vive la République!, se gritaba en las plazas. Los parisienses se mostraban inquietos si transcurrían muchos meses sin luchas políticas, pensó Montor, y por eso ahora estaban volviendo sus mentes contra Luis Napoleón. Los resultados podían ser catastróficos.

No extraigan conclusiones precipitadas. Monsieur Montor no sentía especial afecto por Luis Napoleón -el presidente-príncipe, un producto consentido y arrogante de la fama, que había protagonizado dos intentos fallidos y torpes de hacerse con el poder-, pero a Montor le agradaba su actual posición y no sentía ningún deseo de que se viera alterada. Lo que le gustaba no era Washington, con su comida fría incluso en el comedor de los mejores hoteles (¡incluso los pasteles de maíz estaban calientes sólo a medias!), sino el hecho de ser representante en otro país.

Montor leía todos los periódicos franceses que podían encontrarse en Washington (fue durante esta actividad, recuérdenlo, cuando tiempo atrás, su interés se vio atraído por un baltimorense que leía artículos acerca de un tal Auguste Duponte). Montor observó más tarde que un mayor número de periódicos franceses criticaba al presidente-príncipe. En tono menor, pero no menos evidente. Ahora Napoleón había ordenado al prefecto y a la policía cerrar los periódicos desafectos. ¿Qué les provocaba ansiedad, realmente, a Napoleón y sus consejeros? ¿Qué esperaban que hicieran los revolucionarios? ¿Qué gran plan podían urdir ahora? ¡Francia ya era una república! Podían elegir a alguien que no fuera Luis Napoleón. Pero tal vez se proponían debilitar primero la posición de Napoleón como para que un enemigo del exterior tomara ventaja… No, monsieur Montor no adivinaba más que otros el verdadero plan. Pero constantemente se inquietaba por los acontecimientos en torno a los Campos Elíseos.

También tenía preocupaciones menores; preocupaciones locales. Había un francés al que habían tiroteado en Baltimore. Decían algunos que era aquel infame abogado bribón, el fatuo «barón» Claude Dupin, que había estado viviendo en Londres. Era barón ¿de qué? Daba igual; aquel bobo se había metido, sin duda, en algún asunto turbio. Pero era francés, y el jefe de policía de Baltimore escribió al respecto a monsieur Montor.

El suceso se había producido semanas antes, y ya ni siquiera ocupaba la mente de Montor aquella noche. Sólo pensaba en dormir. Disfrutaba de dos grandes placeres en la vida, y en su favor hay qué decir que ninguno guardaba relación con superficiales inquietudes de riqueza o poder. Eso era lo que lo diferenciaba de hombres como los ministros del príncipe. A Montor le gustaba más conversar y ser admirado por los extranjeros, a lo que ya aludimos, y además le gustaba dormir muchas horas seguidas.

¿Fue en uno de los encuentros de Montor con aquel joven baltimorense en la sala de lectura, estudiando artículos sobre Auguste? Duponte. Montor habló con respeto de Duponte. No podía recordar la última vez que oyó hablar de una de las magníficas hazañas de Duponte, pero no importaba. Aquel joven estaba tan absorbido, que; Montor no quiso apartarle de su estudio. Fue hace algún tiempo, casi seis meses antes, y Montor, que tenía mala memoria, apenas recordaba al joven caballero y sus numerosas conversaciones. Hasta aquella, noche, cuando Montor iba camino de su casa. Le costó un rato llegar a la conclusión de que era extraño que en su chimenea estuviera ya rugiendo el fuego, y otro momento más para advertir que alguien estaba sentado a su mesa.

– ¿Quién…? ¿Qué es…? -Montor no podía creer sus propias palabras-. ¿Quién le ha dado permiso para entrar, señor, y qué pretende?

No hubo respuesta.

– Yo llamaría a esto allanamiento… -advirtió Montor-. Dígame su nombre -le exigió.

– ¿No me conoce? -fue la respuesta en elegante francés.

Montor bizqueó. En su descargo hay que precisar que la luz era débil y el aspecto de su visitante, más bien horrible y macilento.

– Sí, sí -dijo, pero no podía recordar el nombre-. Aquel joven de Baltimore…, pero ¿cómo ha entrado aquí?

– Hablé con su criado en francés y le dije que íbamos a mantener una importante reunión oficial que debía desarrollarse en privado. Le ordené que regresara dentro de dos horas y le pagué por las molestias.

– Usted no tenía derecho…

– ¡Sí! Ahora Montor recordó su rostro-. Lo recuerdo. Lo conocí en la sala de lectura, estudiando los periódicos franceses. Lo ayudé con el francés y lo llevé a algún sitio, Quentin, ¿verdad? Andaba buscando al verdadero Dup…

– Quentin Hobson Clark. Sí, lo recuerda.

– Muy bien, monsieur… Clark. -La maquinaria mental di Montor ahora se ponía en marcha- Debo pedirle que abandone mi casa inmediatamente.

Montor estaba alarmado por tener a un intruso en su vivienda, aunque se tratara de quien previamente fue un conocido suyo y pareciera del todo inofensivo. También se alarmó al oír el nombre, Quentin Clark. Casi no había retenido el nombre en la sala de lectura, pero más tarde ese mismo nombre significó algo más para él. Montor necesitó unos momentos para ser capaz de emitir un sonido, y le salió como un simple aliento:

– ¡Asesino! ¡Asesino!

Monsieur Montor -dije cuando finalmente se hubo calmado-, creo que usted lo sabe todo acerca del barón Dupin.

– Usted… -empezó-. Pero usted…

Finalmente Montor fue capaz de explicar que el nombre de Clark le había sido telegrafiado como el sospechoso del intento de asesinato de un francés.

– Sí. Soy yo. Pero yo no le disparé a nadie. Creo, por otra partí, que usted sabe algo para ayudarme a determinar quién lo hizo.

Ahora Montor pareció menos proclive a las exclamaciones.

– ¿Ayudarlo? ¿Después de que ha invadido mi casa y ha sobornado a mi sirviente? ¿Por qué está haciendo esto?

– Sencillamente, por la verdad. Me he visto obligado a buscarla a pecho descubierto, y la encontraré.

– ¡Me dijeron que estaba usted en la cárcel!

– ¿Eso le dijeron? ¿Le dijeron también que me estaban administrando veneno para manipularme y arrancarme una confesión?

Montor balbució:

– ¡No sé qué quiere usted que diga, monsieur Clark! ¡No tengo nada que ver con ese juego sucio y jamás he conocido a ese… a ese… supuesto barón!

– Los hombres que lo perseguían eran un par de matones franceses. Creo que estaban al mando de alguien…, de una persona de gran inteligencia y capacidad de previsión. -Desde que Bonjour me dijo que no podían haber trabajado para los acreedores del barón, y dado que los propios sicarios hablaron de «órdenes», me di cuenta de que eran algo más que unos simples bribones-. Sin duda usted está al tanto de los franceses que entran y salen de esta zona.

– ¡Yo no me pongo en el puerto a atisbar por los ojos de buey de los barcos, monsieur Clark! Usted sabe que la policía lo estará buscando por esta… esta transgresión dolosa. -Frunció el ceño, recordando que ya me andaban buscando por otra transgresión muchísimo peor-. Parece usted muy distinto de cuando nos conocimos, monsieur.

Me puse en pie y lo miré fríamente.

– Creo que usted sabe dónde se esconderían unos hombres como ellos y quién les daría asilo. Usted conoce a todos los ciudadanos franceses importantes que residen en la región de Baltimore. Quizá algunos personajes peligrosos como esos matones incluso acudirían a usted.

Monsieur Clark, yo trabajo directamente para Luis Napoleón desde que ha alcanzado la presidencia. Si aquí hubiera franceses fuera de la ley y quisieran esconderse de sus autoridades y de las nuestras, no acudirían a mí. Lo entiende, ¿verdad? Piense en ello. -Se dio cuenta de que prestaba mucha atención a este punto, y ahora trató de desviarse a otros temas para ganarse mis simpatías-. ¿Acaso no lo ayudé en su investigación sobre Auguste Duponte, el verdadero monsieur Dupin? Sí; ¿y qué hay de eso? ¿Lo encontró en París?

– Esto no tiene nada que ver con Auguste Duponte -dije.

No hice ningún movimiento amenazador, ningún gesto brusco hacia él. Pero se encogió. El que me considerase un salvaje y un violento casi me impulsó a mostrarle que estaba en lo cierto. Ni siquiera fue necesario pedirle que me contara cuanto sabía.

– ¡Los Bonaparte! -balbució de repente.

– ¿Qué quiere decir? -pregunté, incomodado.

– En Baltimore -continuó-. Monsieur Jéróme Bonaparte.

– Usted me presentó a algunos Bonaparte en aquel baile de disfraces al que me llevó antes de mi salida hacia París. Jéróme1 Bonaparte y su madre. Pero ¿qué tendría que ver alguien como Jéróme Bonaparte con aquellos matones? Son parientes de Napoleón, ¿verdad?

– No. Sí. Quiero decir que no los que Napoleón reconoció. ¿Sabe? Cuando el hermano de Napoleón (o sea el verdadero Napoleón, el emperador)… Cuando su hermano viajaba por América como soldado, a los diecinueve años, cortejó a una joven americana, rica, y se casó con ella: Elizabeth Patterson. Usted la conoció en el baile… La «reina». Tuvieron un hijo, llamado Jéróme como su padre, al que conoció usted con ella, el hombre disfrazado de guardia turco. Cuando sólo era un bebé, el emperador Napoleón ordenó a su hermano que abandonara a Hit pobre mujer y, tras una breve resistencia, el hermano acabó obedeciendo. Elizabeth Patterson, abandonada, regresó con su hijo a Baltimore, y esta familia nunca fue reconocida por el emperador. Desde entonces ha permanecido apartada de su altanero tronco familiar.

– Comprendo -dije-. Haga el favor de continuar, monsieur Montor.

– Esos malhechores no me buscarían a mí, un funcionario del gobierno a cuyo frente está ahora Luis Napoleón, pero sí podrían anclar tras aquellos que fueron privados de llevar el nombre de Napoleón. Sí. -Abrió la boca y le embargó la emoción al comprender que ahora ésa era también su misión-. ¡Podrían, monsieur!

– ¿Tiene usted la guía de Baltimore? -pregunté.

Señaló una estantería en el corredor. Sus ojos se desplazaron desde mi persona hacia la ventana y la puerta. Momentáneamente mis preguntas habían captado su atención, pero pude ver que estaba preparando en su mente un indignado informe para la policía.

No importaba. Detuve mi dedo índice en la página adecuada y la arranqué. Todavía podía llegar a tiempo a la estación del tren antes de que los informes de Montor llegaran a oídos de la policía de Washington.

El revisor del tren no pareció preocuparse lo más mínimo pe mí cuando monté. Como precaución, me senté en el último vagón de pasajeros, y para observar mejor abrí la ventanilla junto a mi asiento lo que provocó miradas de censura cuando se precipitaron al interior ráfagas de aire frío. Un tipo escupió su tabaco junto a mis botas toda intención, pero yo me limité a apartar las piernas.

Buscaba señales de algo inusual, y me impuse no mantener le ojos cerrados más de unos pocos segundos. En un momento dado cuando el tren tomaba una curva, vi a un chico correr a lo largo frente del convoy y agarrarse temerariamente al rastrillo -el dispositivo situado delante y que obligaba a apartarse a los animales como ovejas, vacas y cerdos, que vagaban por las vías- y, encaramándose a él, consiguió colarse en el primer vagón. Me sobresalté pero me dije que se trataba de un simple polizón. Pronto olvidé muchacho, que se bamboleaba en la parte delantera, y eché una cabezada.

Me despertó una sacudida cuando el tren chocó, con un violento estremecimiento, y a continuación empezó a dar sacudidas y a reducir la velocidad, conforme se aproximaba a un puente sobre un barranco. Me puse en pie de un salto, y me disponía a preguntar qué había ocurrido cuando oí que otro hombre preguntaba lo mismo revisor y al ingeniero. El revisor le dirigió una mirada atolondrada como si estuviera asustado incluso de sí mismo.

– El tren se ha echado encima de una calesa con su caballo -dijo fríamente el ingeniero-. Dos señoras han salido despedidas y ha quedado destrozadas. De la calesa sólo quedan pedazos.

El revisor dejó atrás al ingeniero y se deslizó al siguiente vagón.

– ¡Santo Dios! -exclamó otro pasajero, mirándome en busca de una reacción igual.

Di varios pasos atrás y comprobé a través de la puerta que el vagón de carga iba enganchado al final del tren. La puerta estaba cerrada con llave.

Mis ojos se fijaron en el rostro del ingeniero. Traté de pensar sij había oído algún choque, y me maldije por haberme quedado dormido. El ingeniero parecía anormalmente tranquilo, habida cuenta de que acababa de presenciar un terrible accidente, tal vez con dos mujeres muertas.

– De la calesa sólo han quedado pedazos -dijo el ingeniero, y luego pareció aturdido al advertir que eso ya lo había dicho.

Yo observé como de pasada:

– No he oído el choque.

Claro, me había quedado dormido, pero pensé que era un detalle para tenerlo en cuenta. ¿Podrían estar mintiendo? ¿Habían reducido la velocidad para que la policía subiera al tren?

– Tiene gracia, señor -murmuró el molesto pasajero que tenía delante-. Yo tampoco he oído ningún choque, ¡y todo el mundo dice que tengo el oído más fino de Washington!

Esto me decidió. Me lancé a la puerta mientras la máquina continuaba frenando.

– ¡Eh, usted! ¡Alto! ¿Qué está haciendo?

El ingeniero gritó estas palabras mientras me agarraba del brazo, pero yo le di un fuerte empujón y tropezó con un bulto de equipaje. El pasajero que había hablado, en medio de una gran confusión trato de agarrarme, pero se detuvo cuando vio por la expresión de mi rostro que no iba a conseguirlo.

Forcé la puerta, salté a la franja de hierba que discurría a lo largo de la vía, y rodé hasta un lado del talud de forma abruptamente arqueada.

Capítulo 31

Más tarde, aprendí más acerca de los Bonaparte y su tranquila residencia en Baltimore durante décadas. Ahora solamente deseaba encontrarlos. Podía recordar vagamente a mis padres hablar del escándalo desencadenado muchos años antes -mucho antes de mi nacimiento- cuando el hermano de Napoleón Bonaparte se casó con la belleza más rica de Baltimore, Elizabeth Patterson. Ese hermano hacía tiempo que había retornado al lujo de Europa. Yo debía enfrentarme a los descendientes americanos del frívolo hermano de Napoleón -el Jéróme Bonaparte al que conocí disfrazado y a sus familiares y aliados- para averiguar si conocían a aquellos sicarios cuya existencia demostraría mi inocencia.

Pero de momento no me preocupaba particularmente la historia o las ambiciones de la familia Bonaparte. En ese momento la cuestión de mi supervivencia era demasiado real.

Aquellos Bonaparte americanos y su descendencia se habían multiplicado, estaban extendidos por toda la ciudad y mantenían muchas casas en Baltimore gracias a su riqueza, procedente de la familia Patterson y a la pensión que la esposa abandonada recibía de Napoleón. La primera dirección a la que acudí ya no les pertenecía, pero la doméstica que me atendió, una irlandesa metida en carnes, había recibido tantas visitas equivocadas como para saber adonde encaminarme. Aun así, recorrí distintos barrios y conocí a personas de lo más variado, antes de encontrar la residencia más prometedora: una de las casas de los nietos del hermano de Napoleón, sobrinos nietos no reconocidos del legendario Napoleón y, según mis cálculos apresurados, primos del actual presidente francés.

Prosiguiendo con el incidente del tren, estaba convencido de que eludía la policía de Washington, pero continué el viaje despacio y melódicamente, lo que resultaba exasperante en un asunto tan urgente. No era seguro salir a plena luz del día. Tras mi huida del tren, aguardé hasta la noche en una zanja pasando frío, hasta que pude regresar a salvo a Baltimore en un carro, situándome entre la paja, al fondo del vehículo, con unos sirvientes y un buhonero húngaro quien, al parecer por causa de la agitación que le provocaba un sueño, me golpeó repetidamente en el estómago con una bota claveteada. El cochero condujo toda la noche por pedregales y trochas a una velocidad similar a la de un tren.

Aguardé otro día y, sin tomar precauciones, acudí a la siguiente dirección de un Bonaparte. La casa estaba vacía o, más bien, no había servicio y nadie respondió a mi llamada a la puerta. Pero advertí que la puerta de la cochera estaba abierta y, mientras me hallaba fuera, pude distinguir formas humanas a través de una ventana y creí oír a unos hombres hablando en francés.

Cuando se abrió la puerta, pude ver con más claridad a dos de las figuras que había en el interior. Reconocí a una como el sicario que casi me mata en la fábrica de carruajes, y la segunda debía de corresponder a su compañero. El primer individuo llevaba un vendaje en el brazo, donde le había caído encima el carruaje, después de haberlo estoqueado yo.

Otro hombre, el que se hallaba más próximo a la puerta de la Calle, estaba entregando dinero a los dos matones, que asintieron y i, continuación partieron en el coche de la casa. Ese tercer hombre te nía el aspecto de ser el jefe. Esperé a que los otros se alejaran y llamé.

El hombre regresó a la puerta. Era aún más corpulento que los dos matones. No es que los aventajara en tamaño exactamente» pero sí mejor constituido, como para inspirar respeto más que temor› con hombros perfectamente cuadrados. Por un momento permaneció paralizado mientras esperaba que yo dijera una palabra. Volvió a mirarme mientras yo lo miraba a él, con una vaga expresión de reconocimiento.

– Señor Bonaparte -dije finalmente, ahogando un suspiro-. ¿Es usted monsieur Bonaparte?

Negó con la cabeza.

– Mi nombre es Rollin. El joven monsieur Bonaparte está ausente, en West Point. ¿Desea dejarle algún recado?

Me lo imponía más que pedírmelo, pero lo rechacé. Había algo en su tono…

Le prometí volver otro día y me apresuré a retirarme, aterrorizado porque uno de los matones pudiera regresar y verme en la puerta. Pero aún temía más al tercer hombre, el que se presentó como Rollin. Se levantó lentamente el sombrero para darme las buenas noches, y antes de que regresara adentro supe exactamente dónde lo por primera vez. Había sido un encuentro muy breve, mucho tiempo atrás y a medio mundo de distancia.

Recordando la primera visión que tuve de él, fui comprendiendo gradualmente, conforme caminaba por la calle, cómo había ocurrido todo, cómo había estado relacionado con París hasta ahora. Cómo Bonaparte, estaban complicados en el asunto. Que en un intento de asesinato en Baltimore radicaba, sin duda, el futuro de Francia…

A medida que estos pensamientos se iban organizando, caminaba rápidamente, pero hasta cierto punto despreocupado, hacia otra pensión que Edwin me había buscado tras mi regreso de Washington. De repente, sentí que un dolor punzante me recorría la espalda. Caí hacia delante y luego rodé hasta quedar boca arriba. Encima de mí vi destellos de un caballo blanco levantándose hacia el cielo, y a un hombre alto y poderoso montándolo. Desenrolló su látigo y esta vez me agarró el brazo.

– El abogado señor Clark, ¿no es así? Vaya cosa ver a un horrible de buena familia buscado por asesinato.

Era Slatter, el traficante de esclavos, cabalgando un perfecto espécimen del mayor de los caballos de Pensilvania. Traté de ponerme en pie, pero me dio un puntapié con la bota en un lado de la cabeza Me retorcí de dolor en el suelo, tosí y escupí sangre.

Slatter saltó del caballo y me mantuvo tumbado con su bastón de caoba oscura mientras me ponía grilletes en los tobillos y las muñecas.

– ¡Se le ha caído el pelo, amigo mío! Me he sacado dos mil dólares el mes pasado, pero esto lo voy a disfrutar aún más.

– ¡Yo no le disparé a nadie! ¡Y no tengo nada que ver con usted! -exclamé.

– Pero sí tuvo que ver conmigo la otra semana, ¿verdad? Con aquel joven cabeza de lana amigo suyo. No, conmigo no tiene que ver, sino con la ciudad. Siempre es un placer servir a la policía de Baltimore. -Los principales traficantes de esclavos a menudo recibían las listas de hombres y mujeres en busca y captura, pues muchos de éstos eran esclavos fugitivos-. Quizá le gustaría pasar una noche en mi corral, con la remesa que estoy a punto de embarcar, antes de entregarlo a la policía. Estoy seguro de que ellos estarán ansiosos por volverlo a ver… Sabemos que es usted un amante declarado de los de su clase. A lo mejor incluso habla su lengua de nigger.

Las esposas eran inamovibles, y no tuve otra elección que caminar hacia su corral de esclavos, arrastrado por una larga cadena desde su caballo. Slatter parecía regodearse en el paso lento, como si tuviera haciéndome desfilar ante miles de espectadores, por más que de hecho, las calles inundadas y oscuras estaban vacías. Él se volvía a menudo para disfrutar viéndome.

Yo mantenía la mirada baja, desesperado, cuando oí el rumor di unos pasos. Levanté la vista y supongo que él debió encontrarse don mis ojos muy abiertos por la sorpresa. Volviéndose rápidamente vio lo que yo ya había visto: a un hombre que surgía del suelo con un grito y lo golpeaba. La cabeza de Slatter chocó contra el terreno, Levantó brevemente la barbilla y luego sus ojos se cerraron al tiempo que emitía un gruñido. Edwin Hawkins se acercó y rebuscó en el abrigo las llaves de mis grilletes.

– ¡Santo Dios! -exclamé-. ¡Qué alegría verlo, Edwin!

Una vez halladas las llaves, me devolvió la libertad de movimientos.

– Señor Clark -dijo interrumpiendo mis exclamaciones de gratitud-, debo irme.

Se volvió para mirar a Slatter.

– No se preocupe. Está inconsciente. Aún tardará en despertarse.

– Debo abandonar Baltimore. Ahora, señor Clark. Me conoce de joven.

Entonces comprendí. Si Slatter había visto a Edwin y reconocía al atacante como un hombre al que él había vendido años antes, 0 le había vislumbrado lo bastante como para recordar su rostro… Edwin no sólo sería condenado, sino que sería devuelto a la esclavitud.

– ¿Le ha visto?

– No lo sé, señor Clark. Pero no puedo arriesgarme a averiguarlo. Siento no estar en disposición de seguir ayudándole. Sé que encontrará la prueba que necesita.

– Edwin. -Lo tomé del brazo-. ¡Si yo no hubiera puesto cara de sorpresa! Entonces él no se habría vuelto y usted no habría corrido el riesgo de que lo viera. ¡Usted ha hecho esto por Poe!

– No. Esto lo he hecho por usted. -Me tomó la mano, con una cálida sonrisa-. Usted rehabilitará su nombre, y ésa será la recompensa por esto. Por mí tiene que seguir adelante. Con la ayuda del cielo.

Asentí.

– Váyase a toda prisa, amigo mío -dije en un susurro-y guarde silencio por el camino.

Desapareció por las calles. Le puse a Slatter grilletes en las muñecas, pero le dejé los pies libres para que pudiera conseguir ayuda cuando volviera en sí. No parecía tan alto como montado a caballo; en realidad era un viejo decrépito que yacía allí con expresión vacía y aspecto desaliñado. Apenas podía moverme del lugar. Sin Edwin, me sentía inconsolablemente solo, y recordé con nostalgia cómo me reconfortaron las visitas de Hattie a la cárcel, y la aparición allí de Bonjour, y la inyección de moral que recibí de unas y otra.

Un súbito pensamiento me devolvió a la realidad. «Bonjour», murmuré para mí. Oí a Slatter recuperar el sentido con una serie de gruñidos, pero no me detuve para volverme y mirarlo. Monté su caballo y partí en la dirección de la que provenía.

– ¡Mi caballo! -exclamó Slatter-. ¡Usted! ¡Devuélvame mi caballo!

Mis temores se hicieron realidad cuando vi que la puerta de la casa Bonaparte que acababa de abandonar estaba abierta de par en par. Até el caballo del traficante de esclavos a un poste del exterior y atravesé con suspicacia el vestíbulo principal. Todo permanecía en calma salvo por el sonido, que podía oírse con claridad, de una respiración trabajosa. De haberse producido otros ruidos, es improbable que la hubiera percibido. Hubiera quedado arrinconada en lo profundo de mi mente, junte con el aspecto del mobiliario. Yo estaba paralizado.

En la estancia estaba claro que se había sostenido una lucha minutos, quizá segundos antes de mi llegada. Sillas, lámparas, cortinas y papeles aparecían desparramados por el suelo. La araña aún se bamboleaba a causa de la violencia. El vencedor estaba claro. Bonjour permanecía de pie por encima de la figura de Rollin, que sudaba lamentablemente. Del desarreglo de una ventana próxima cabía deducir que él intentó saltar por allí. Aunque Bonjour abultaba quizá la mitad que su adversario, lo mantenía en el suelo, con una daga apoyada en su garganta.

Los ojos de Rollin encontraron los míos y me pregunté: ¿También me ha reconocido él ahora?

Habia abandonado París con Auguste Duponte para iniciar nuestra investigación sobre la muerte de Poe. Al subir a bordo del barco, Duponte me anunció que había un polizón. Recuérdenlo.

«Le pido, monsieur Clark -me dijo-, que el mozo informe al capitán de que a bordo de nuestro barco va un polizón.»

«¡Ustedes querrán saber lo que sé yo!», exclamó aquel polizón, Rollin, cuando fue descubierto y acusado de tratar de robar el correo que transportaba el barco. Había algo en su tono que podía haberme refrescado la memoria cuando el mismo hombre preguntó, con una voz mucho más agresiva: «¿Desea dejarle algún recado?», en la puerta de la mansión Bonaparte. Pero más que eso, fue cuando se levantó el sombrero, revelando su calvicie total, que descubrió involuntariamente aquel día en el mar, después de que lo arrojaran por da. Fue esa visión lo que me hizo recordar dónde lo había visto primera vez.

Para cuando descubrí allí a Bonjour, las implicaciones de la presencia de aquel hombre en el Humboldt quedaron afirmadas en mi imaginación. Pero si he de responderme a mi anterior pregunta» la respuesta es no; no creo que me hubiese reconocido. Aquel día, en el mar, había estado mirando a otra persona.

Ahora me miraba directamente a mí. Los ojos de Rollin ardían de horrorizado interés, y sus piernas aparecían mojadas y con pétalos de flores desparramados, debido a que un florero se había volcado y hecho añicos sobre la alfombra.

Bonjour miró en torno. Sonrió ligeramente, como excusándose, dirigiéndose a mí. Casi pude sentir de nuevo toda la pasión y la presión de su beso mientras la miraba a la cara.

– Lo siento, monsieur Clark.

Lo dijo como si yo fuera el que estaba postrado y rogara por mi vida.

– Usted -dije, enderezando el cuerpo con aquella revelación-. Usted me envenenó. ¡No fueron la policía ni los guardianes de la cárcel! Fue usted. Deslizó el veneno en mi boca cuando nos besamos.

– Una vez que encontré la manera de entrar en la cárcel, vi que las paredes del hospital ya estaban dejando paso a la inundación -dijo-. Pensé que podía escapar a través del alcantarillado, pero necesitaba dar con la forma de que fuera trasladado allí. Puede usted decir que lo ayudé, monsieur.

– No, usted no lo hizo por ayudarme. Usted quería seguirme para que la condujera hasta Duponte, y que él pudiera encontrar a los hombres que dispararon contra el barón, y también a quien dio la orden. Usted creía que Duponte todavía podía ayudar y que yo sabía dónde estaba.

– Yo quería lo mismo que usted, monsieur Clark. Encontrar la verdad.

– Por favor -imploró el hombre que estaba en el suelo.

Bonjour le dio un furioso puntapié en el estómago. Vi cómo el hombre se retorcía de dolor. Di un paso adelante.

– Bonjour, esto no servirá de nada. La policía puede detenerlos ahora.

– Yo no me fío de la policía, monsieur Clark.

El hombre farfullaba otros ruegos y temblaba lamentablemente. Bonjour se agachó, poniendo en posición su daga.

– Váyase -me dijo, señalando la puerta.

– Usted no le debe una venganza al barón, mademoiselle -repliqué-. Ha cumplido con sus obligaciones descubriendo al hombre que ordenó su muerte. Matar a este villano ahora sólo servirá para llevar la desgracia a su vida, para obligarla a huir, como ya le ocurrió antes. Y yo seré el único testigo de este crimen -añadí-. Tendrá que matarme también a mí.

Me sorprendió que Bonjour, después de quedar inmóvil, como en actitud contemplativa, se volviera lentamente hacia mí con una lágrima en el rabillo del ojo. Parecía que en su expresión asomaba un verdadero afecto. Avanzó con precaución como un cervatillo asustado. Parecía estar conteniendo su respiración cuando me echó los brazos al cuello con un leve gemido. Era no tanto un abrazo -algo semejante a cuando nuestros cuerpos se juntaron en las fortificaciones de París- cuanto una necesidad de apoyo, y yo permanecía derecho como un pilar.

– Bonjour, esto se hará como es debido. Nos hemos ayudado mutuamente. Déjeme que la ayude yo.

Me rechazó, como si hubiera sido yo quien la había empujado hacia mí. Casi caí al tropezar con el borde del sofá. Sus ojos reflejaban como una pérdida, y eso me dio a entender que no volvería a verla.

Bonjour dejó caer la daga y, tras una mirada al escenario que había creado, empezó a propinar brutales puntapiés en la cara del hombre, varias veces, en una racha de golpes. Luego salió corriendo de la habitación. Respiré aliviado porque no lo había matado. Pero no fue su monólogo lo que la movió a no hacerlo. Al aproximarme al lugar donde Rollin yacía desplomado como un cadáver, vi lo que Bonjour había visto: uno de los objetos que habían caído al suelo durante su lucha era un periódico de la mañana. En primera plana se informaba de la muerte del misterioso barón francés en el hospital.

El traficante de esclavos no se equivocaba, como yo pensé, cuando dijo que me buscaban por asesinato. Bonjour, por su parte, debió haber considerado que, en algún sentido, su obligación de vengar al barón se había consumido y disipado tras su muerte: quizá para la ladrona que había en ella, la recompensa, el honor del barón, desaparecía una vez pagada la deuda. Quizá para la verdadera mente criminal, el honor no continuaba después de la muerte; nada continuaba después de la muerte; no había cielo ni infierno para las personas que buscaron esos ámbitos aquí. O acaso, en comparación con la pena verdadera, había palidecido todo lo demás. Cualquiera que fuese la razón, ella desistió de su venganza.

Me incliné junto a Rollin y comprobé que estaba sin sentido, perol sólo superficialmente herido. Vendé sus heridas con un jirón de tela del una cortina adornada con flecos. Antes de marcharme, encontré una jofaina y traté de lavarme las manos manchadas con su sangre.

Mi mente daba vueltas y vueltas a lo que había descubierto. Aunque había hecho grandes progresos en la comprensión de lo su*f cedido, seguía sin tener prueba alguna contra los hombres que mataron al barón. No contaba con nada para convencer a la policía cuanto había descubierto. Si aguardaba el regreso de los dos villanos a la casa Bonaparte, no dudarían en eliminarme. Es más: tal vez eso sería lo primero que les ordenaría Rollin en cuanto recobrara el conocimiento. Puesto que la policía lo único que deseaba era detenerme, carecería de protección si la avisaba.

Y yo quedaría para siempre como el hombre que mató al verdadero Dupin. Eso era lo que la gente creería. Yo estaba destruido. Me ahorcarían por culpas ajenas y, de momento, ni siquiera podía descifrar de quién eran esas culpas, si de aquellos hombres o de Duponte. Lo peor de todo era que había permitido que todo aquel embrollo impidiera para siempre la resolución del misterio de la muerte de Poe.

Con tales pensamientos, caminé por las calles de Baltimore, parándome sólo de vez en cuando para descansar. Anduve hasta primeras horas de la madrugada, y la salida del sol me sorprendió andando todavía.

– ¿Clark?

Me volví. Al hacerlo me di cuenta de que no estaba lejos de una de las comisarías de distrito, así que pueden suponer que no estaba del todo preparado para ver lo que vi.

– Oficial White -dije, y a continuación saludé también al agente del registro.

Mientras me agarraban, miré bastante confuso la sangre, cuyas salpicaduras eran como manchas de culpabilidad en las mangas y en los botones de mi raído abrigo.

Capítulo 32

Una semana más tarde, mientras permanecía sentado en el sillón más confortable de mi biblioteca, mi mente se volvió hacia Bonjour, a quien no había visto desde que abandoné la casa de los Bonaparte. Aunque la había movido su deseo de vengar la muerte del barón y no había mostrado el menor deseo de ayudarme en mi tribulación, yo no le guardaba rencor. De hecho, tenía pocas dudas de que nunca volvería a verla, y prefería creer que de veras se había preocupado por mí. No había razón alguna para temer por su seguridad, estuviera donde estuviese. Supongo que si yo había sido capaz de sacar algo en limpio sobre ella en todo el asunto, era su completa autosuficiencia para sobrevivir, aunque ella creyera haber dependido del barón desde de que la exoneró de culpa ante el tribunal de París. En definitiva su personalidad era puramente criminal. Tenía a su disposición todos los medios para devolver amenaza por amenaza, muerte por muerte.

Cuando el oficial White me descubrió tras el incidente en la casa de Bonaparte, hubiera caído a sus pies si el otro policía no me hubiera agarrado. Mi cuerpo estaba debilitado. No recordaba cuánto tiempo llevaba sin un verdadero descanso. Desperté en una de las habitaciones del piso alto de la comisaría del Distrito Medio. Cuando me levanté, apareció el policía del registro, que trajo al oficial White.

– ¿Sigue todavía mal, señor Clark? -preguntó el primero, solícito.

– Me siento más fuerte. -Pero no estoy seguro de que fuera verdad. Aun así, no deseaba parecer desagradecido por la amabilidad de instalarme en sus cómodas dependencias-. ¿Me han vuelto a detener?

– ¡Caballero! -exclamó el oficial White-. Lo hemos estado vigilando varias horas para asegurarnos de su bienestar.

Vi en el suelo una caja con varios objetos procedentes del registro de Glen Eliza.

– ¡Escapé de la cárcel! -exclamé.

– Y estábamos bien decididos a volverlo a mandar allí. Sin embargo, en el ínterin se descubrieron testigos que vieron a los asesinos la noche de la conferencia del francés. Vieron a dos hombres, de ellos uno herido y vendado, por lo que quedó grabado en la memoria del testigo. Ambos sacaron las pistolas cuando se hallaban a los lados del liceo. Esto hizo evidente su inocencia, pero fuimos incapaces de encontrar a esos hombres. Hasta ayer.

El policía del registro explicó que se había denunciado el robo de un caballo perteneciente a un destacado tratante de esclavos. Fue localizado por un oficial de policía en la casa de un baltimorense que se hallaba ausente, y allí estaban también, cosa notable, dos hombres que acababan de regresar de algún recado ¡y que se ajustaban exactamente a la descripción de los testigos del asesinato del barón! Aunque los hombres huyeron, y eran sospechosos de abordar una fragata particular junto con un tercer hombre, su proceder demostraba claramente mi inocencia en el asunto.

Supe, además, que Hope Slatter, cohibido ante el reconocimiento de que un hombre de color lo había derribado, manifestó que el asalto de que fue objeto había sido obra de unos alemanes. Como a la policía la nacionalidad alemana le pareció bastante próxima a la francesa, y dado que el caballo se encontró frente a la casa a la que los matones regresaban, la policía tuvo por cierto que el asalto de que fue víctima Slatter lo perpetraron los mismos sujetos que mataron al barón.

– Así pues, ¿no estoy detenido? -pregunté, tras unos instantes de ensimismamiento.

– ¡Cielos, señor Clark! -replicó el policía del registro-. ¡Está usted completamente libre! ¿Quiere que lo lleven a su casa?

Otros no me habían olvidado durante mi prolongado período de incriminación. Eso quedó claro en los meses siguientes.

Todo cuanto yo poseía pronto estaría en peligro.

Sentía Glen Eliza vacía y consideraba que no merecía la pena sin Hattie Blum. Ella y Peter iban a casarse y ni remotamente se me hubiera ocurrido tratar de impedirlo. Eran, quizá, mejores personas de lo que yo podría ser; habían tratado de mantenerme apartado de la perturbación y les había unido profundamente lo mismo que a mí me había apartado de ellos. Hattie había arriesgado su reputación con sus visitas a mi celda de la cárcel. Ahora que estaba libre, le escribí una breve carta agradeciéndoselo de todo corazón y deseándole felicidad. Al menos les debía tranquilidad y paz.

En cuanto a mí, carecía de ellas. Mi tía abuela vino a visitarme una vez que hube regresado a Glen Eliza, donde me preguntó repetidas veces sobre los «delirios» e ideas «alucinadas» que tuve, como consecuencia de mi gran desesperación tras la muerte de mis padres y que, en última instancia, me llevaron a la cárcel.

– Yo hice lo que creí justo -repliqué, evocando las palabras que me dirigió Edwin Hawkins cuando estaba escondido en el almacén de embalaje.

Permaneció con los brazos cruzados, con su largo vestido negro, en acusado contraste con su cabello blanco como la nieve.

– Quentin, querido muchacho. ¡Te detuvieron por asesinato! ¡Fuiste un presidiario! Tendrás suerte si alguien en Baltimore sigue relacionándose contigo. Una mujer como Hattie Blum necesita un hombre digno como Peter Stuart. Esta casa se ha convertido en el castillo de la molicie.

Me quedé mirando a mi tía abuela. Había tomado este asunto con más pasión de lo que yo creí.

– Lo que más deseaba era casarme con Hattie Blum -dijo lo que resultaba tanto más impropio a sus ojos cuanto que me refería a una mujer a punto de casarse-. Todo cuanto puedas decir para recriminarme se quedará corto. Me alegro por Peter. Es una buena persona.

– ¡Qué diría tu padre! Dios no permita que los errores de los vivos los achaquemos a los muertos, pero tú, querido muchacho, has heredado mucho de la sangre de tu madre -añadió con un apagado murmullo.

Antes de marcharse aquel día, me fulminó con una mirada que, como más tarde comprendí, era una amenaza. Examinó Glen Eliza como si en cualquier momento pudiera derrumbarse a causa de la dilapidación moral que yo había perpetrado.

Poco después fui informado de que mi tía abuela había emprendido acciones judiciales para reclamar la posesión de la mayor parte de lo que yo había heredado de mi padre, de acuerdo con el testamento de éste, incluida Glen Eliza, argumentando irresponsabilidad mental y desequilibrio, puestos de manifiesto con mi conducta a partir de mi irracional renuncia a mi condición de socio del bufete de Peter…, y de mi extrema negligencia en las inversiones y en los intereses mercantiles de la familia Clark, negligencia que se había traducido en graves pérdidas de valor en los últimos dos años…, todo lo cual culminó con mi salvaje y alocada interrupción de la fatal reunión del barón Dupin…, con mi inaudita huida de la cárcel, los rumores de que intenté profanar una tumba y de que allané una vivienda en la calle Amity… Todo esto demostraba mi completa falta de sentido.

Supe después que en todo esto había contado con la ayuda de la tía Blum. Al parecer, había interceptado mi carta de agradecimiento a Hattie. Furiosa al enterarse por esa carta de las visitas de Hattie a la cárcel, la tía Blum se apresuró a llamar a la tía abuela Clark.

La tía abuela me escribió una carta explicándome que estaba luchando por el honor del apellido de mi padre y porque me quería.

Empecé a disponer mi defensa. Trabajé febrilmente, sin apenas abandonar la biblioteca, trayendo a la mente las veces que Duponte se sentaba a la mesa, en ocasiones días enteros sin interrupción.

Preparé lo mejor que pude la defensa de mis acciones. El proceso fue agotador. No sólo para dar respuesta a cada acusación que esgrimiría mi tía abuela, como prueba de que yo había disipado mi fortuna y hecho mal uso de ésta y de mi buen nombre en sociedad, sino para enmarcar esas respuestas en el lenguaje jurídico que creía haber abandonado.

Se decía que la tía Blum había aconsejado que en el caso contra mí se insistiera en mi desconsideración hacia el patrimonio familiar. Calculó que la bien educada Baltimore toleraría la injusticia de semejante ofensa pecuniaria. Ésa era la ley del linchamiento de Baltimore.

Mientras tanto, yo pensaba en los numerosos testigos y amigos a los que podía convocar en mi defensa, pero lamentablemente concluí que muchos -como Peter, por supuesto- ya no hablarían en mi favor. Los periódicos, que hacía poco habían terminado con la noticia sensacional de mi detención, fuga y exoneración, contemplaban felices este proceso porque suponía una interesante continuación de mi caso, y siempre escribían sobre éste con un matiz de sospecha que podía demostrar mi culpabilidad en algún otro y más grave delito.

En ocasiones, estaba convencido de que abandonaría en paz aquella maltrecha casa, Glen Eliza, en cuyo interior yo parecía flotar ahora en lugar de habitarla. Recorría a zancadas los pisos superiores y subía un tramo de escalera y bajaba otro, y aquello parecía confirmar esta sensación, expresada en palabras de mi tía abuela, por supuesto, y que me dejó preguntándome: «¿Cuál es mi lugar en la tierra?» La casa, con todas sus divisiones y subdivisiones irregulares» con sus amplios espacios, parecía poder dar cabida tan sólo a una» pocas partículas de mí mismo.

No sé por qué me detuve ante una peculiar silueta enmarcada. Era una de las pocas en las que apenas había reparado antes. Aunque la reprodujera aquí, resultaría irrelevante para el ojo de mi lector: el perfil de un hombre corriente con un tricornio anticuado. Era mi abuelo, quien se puso furioso al enterarse de que mi padre tenía la Intención de casarse con Elizabeth Edes, una judía. Amenazó y se encolerizó y negó a mi padre el dinero de la familia que en derecho le correspondía. No importa, dijo mi padre, pues aquello lo colocaba como un joven de posición no tan distinta de la que ocupaba la familia de mi madre, que se había hecho a sí misma. Con sus almacenes de embalaje -«con mi empresa», como él decía-, mi padre prosperó lo suficiente como para construirse una de las mansiones más exclusivas de Baltimore.

Pero mientras que mi padre hablaba siempre de su Industria y de su Empresa, los rasgos que consideraba opuestos al Genio, me di cuenta, contemplando aquella imagen, que él fue el emprendedor que siempre había manifestado no ser. Pues él y mi madre habían creado aquel mundo de la nada como homenaje a su felicidad… y resultarla difícil precisar cuánta impaciencia e insistencia, cuánto genio implicaba aquello. Mi padre tenía los auténticos afanes del genio contra el que prevenía a los demás. Por eso se esforzó en mantenerme alejado de todo lo que no fueran caminos trillados; no porque los hubiera hecho suyos, sino porque se había desviado y había concluido victorioso pero también herido.

El viejo patriarca de la silueta ni al morir se desdijo de sus objeciones a que la sangre judía de mi madre se ingiriese en el ordenado linaje familiar. Pero aun así mis padres colgaron su silueta en un lugar preferente de Glen Eliza, el lugar erigido para nuestra felicidad, en lugar de esconderla, abandonarla o destruirla. El significado de esto nunca me produjo tanta impresión como en aquel momento. Sentí en un instante que la posesión de aquel lugar y la vinculación a mi familia habían vuelto a mi escritorio y al trabajo que tenía entre manos.

No recibí a ningún visitante hasta la noche en que llegó Peter.

– Según veo no hay ningún criado para abrir la puerta -comentó, y luego frunció el ceño para sí mismo, como si confesara que en ocasiones no podía controlarse la boca-. Glen Eliza sigue magnífica, como cuando éramos niños y jugábamos a los bandidos en las salas. Son algunos de mis momentos más felices.

– Piensa en eso, Peter. ¡Tú, un bandido!

– Quentin, quiero ayudar.

– ¿Qué quieres decir, Peter?

Recuperó su jactancia habitual.

– Tú no naciste para ser tan sólo un abogado; eres demasiado excitable. Y quizá yo no nací para tener otro socio que no fueras tú… Por cierto que en los últimos seis meses he tenido a dos hombres. En cualquier caso, necesitas ayuda.

– ¿Te refieres al pleito que me ha puesto mi tía abuela?

– ¡Te equivocas! -exclamó-. Lo vamos a convertir en tu pleito contra la tía abuela Clark, amigo mío.

Sonrió ampliamente, como un niño. Aquel día di orgullosamente la bienvenida a Peter, quien dedicó al caso cuantas horas pudo todas las noches, una vez concluida su jornada en su despacho. Su ayuda fue de extraordinario valor, y yo empecé a sentirme más optimista sobre mis posibilidades. Además, me parecía que nunca había conocido a nadie tan íntimamente como a mi amigo, y hablábamos como las personas sólo pueden hacerlo ante la luz vacilante de una chimenea.

Pero ambos evitábamos mencionar a Hattie. Hasta que una noche, hallándonos en mangas de camisa trazando nuestra estrategia, Peter dijo:

– En este punto de la defensa llamaremos a la señorita Hattie para que testifique, con el fin de mostrar tu comportamiento honrado y…

Miré a Peter con expresión de alarma, como si acabara de gritar a pleno pulmón.

– No puedo, Peter. Lo que quiero decir… Bueno, ya sabes cómo están las cosas.

Suspiró ansiosamente y bajó la vista hasta su bebida. Estaba tomando el último trago del día de ponche caliente.

– Ella te quiere.

– Sí, como mi tía abuela. Los que me quieren me fallan o yo les fallo a ellos, como en el caso de Hattie.

Peter se levantó de su silla.

– Mi compromiso con Hattie ha terminado, Quentin.

– ¿Qué? ¿Cómo?

– Lo he roto yo.

– Peter, ¿cómo pudiste?

– Pude advertirlo cada vez que miraba en mi dirección, como si quisiera mirarte a ti a través de mí. No es que no me quiera; en cierto sentido, me quiere. Pero tú tienes algo más fuerte, y yo no debo interponerme en vuestro camino.

Apenas pude tartamudear una respuesta.

– Peter, no debes…

– Nada de titubeos por tu parte. Es cosa hecha. Y ella se mostró de acuerdo, después de mucho discutirlo. Siempre he pensado que ella te amaba porque eres apuesto, y eso me proporcionaba un atisbo de extraña alegría por haber vencido después de todo. Pero ella creyó en ti cuando no había nada en qué creer y nadie más creía. -Rió amargamente y luego me golpeó en el hombro con su larga mano-. Entonces comprendí que se te parece mucho.

Me puse a hablar apresuradamente sobre qué debía hacer, y si debía dirigirme de inmediato a casa de Hattie… Con un ademán, me invitó a volver a mi asiento.

– No es tan sencillo, Quentin. Queda su familia, que le tiene prohibido comunicarse contigo, en particular ahora que corres el riesgo de perder todas tus posesiones, incluida la misma Glen Eliza. En primer lugar, debes vencer, y de nuevo Hattie será tuya. Hasta entonces, es mejor que crean que Hattie y yo nos vamos a casar. Incluso si la ves en la calle, toma otro camino… No deben veros juntos.

Me sentía exultante, y me vi empujado a un nuevo frenesí de actividad, más decidido que nunca a vencer los nuevos obstáculos interpuestos por el pleito de mi tía abuela.

Pero Peter pronto se vio desbordado por sus tareas en el despacho, que acortaron en gran medida su tiempo disponible para ayudarme. Además, una vez iniciado el juicio, el asunto se volvería cada vez más intrincado y torvo. La inteligente estrategia de presentar a la tía abuela Clark como hipócrita y taimada, chocó con el gran apoyo de que gozaba entre la buena sociedad de Baltimore, en especial entre los amigos de la familia de Hattie. Por añadidura, había sencillamente demasiados puntos que no pudieron aclararse lo bastante ante la opinión pública.

– Está todo el episodio del espionaje a ese barón que su abogado ha mencionado -dijo Peter una noche, durante el juicio.

– ¡Pero eso puede explicarse! Para llegar a las conclusiones correctas de la muerte de Poe…

– Todo puede explicarse…, pero ¿puede entenderse?. Incluso Hattie, con todo lo que te quiere, se esfuerza por entender eso, y se lamenta de no conseguirlo. Tú hablas de buscar las conclusiones sobre la muerte de Poe, pero ¿cuáles son? Ahí radica la diferencia entre el éxito y la insania. Para ganar el caso, debes adaptar tu argumento a la comprensión del hombre más lerdo de los doce del jurado.

A la larga, conforme el pleito contra mí empeoraba, quedó claro que Peter estaba en lo cierto. Yo no podía vencer. Por más duramente que trabajara, no podría salvar Glen Eliza. No podría ganarme de nuevo a Hattie. No podría conseguir nada sin una solución a la muerte de Poe…, sin mostrar que en todo aquello había encontrado la verdad que durante tanto tiempo anduve buscando.

Sabía lo que debía hacer. Utilizaría la única versión convincente de la muerte de Poe que había resultado de aquel desafío: la del barón Dupin. Era mi última esperanza. La conservaba en mi memorial y ahora la escribí, palabra por palabra, en forma de un alegato ante el tribunal…

Les expongo, señoría y caballeros del jurado, la verdad, nunca contada hasta ahora, acerca de la muerte de este hombre y acerca de mi propia vida…

Inmediatamente pude percatarme de que aquello podía servir. Desde luego, cuanto más leía lo que había garabateado en mi cuaderno, más plausible…, luego probable…, ¡verosímil!, me parecía la historia del barón. Sabía que no era fiable, que había sido manipulada y conformada para el oído y la satisfacción del público; también sabía que ahora sería creída. Todo cuando sigue será la pura verdad, Hablaría de ficciones, de fábulas y más fábulas, probablemente de mentiras. Pero sería creído de nuevo, respetado de nuevo, como mi padre hubiera querido. Y debo puntualizarlo porque soy el más próximo a la verdad. (Duponte, ¡si Duponte estuviera aquí!) O, mejor dicho, el único que… sigue con vida.

Capítulo 33

En diciembre se asistió a algo nuevo y familiar en Francia. Luis Napoleón, presidente de la República, decidió reemplazar a su prefecto de policía, monsieur Delacourt, por Charlemagne de Maupas, el cual le serviría como un aliado más firme. «Necesito algunos hombres que me ayuden a cruzar este foso -cuentan que le dijo Luis Napoleón a De Maupas-. ¿Será usted uno de ellos?»

Fue una señal.

El presidente Luis Napoleón organizó un equipo para llevar a cabo su golpe. El día primero de mes, entregó a cada miembro medio millón de francos. A primera hora de la mañana siguiente, De Maupas, el prefecto, y su policía detuvieron a los ochenta diputados de los que Luis Napoleón temía que se opusieran de manera más efectiva. Fueron enviados a la prisión de Mazas. Nunca más serían diputados, en cualquier caso, pues lo que hizo a continuación Luis Napoleón fue disolver la asamblea, secuestrar mientras tanto las imprentas y enviar su ejército a que matara a los dirigentes de los republicanos rojos en cuanto salieran a la calle. Otros opositores, la mayoría de las viejas familias francesas de alcurnia, fueron inmediatamente enviados al exilio.

Todo sucedió con rapidez.

Luis Napoleón declaró que Francia era un imperio. Se decía que Luis Napoleón, siendo un muchacho, abogó ante su tío, el primer emperador de Francia, por no retirarse de Waterloo, y que el emperador comentó: «Será una buena alma, y quizá la esperanza de mi raza.»

En mi recorrido al palacio de justicia todas las mañanas, leía más noticias sobre los asuntos políticos en Francia. Se decía que Jéróme Bonaparte de Baltimore (llamado «Bo»), primo del nuevo emperador -el hombre al que conocí portando dos alfanjes de utilería; el hombre nunca reconocido por su difunto tío Napoleón Bonaparte debido a su madre americana-, se disponía a viajar a París para reunirse con el emperador Napoleón III y reparar el largo desencuentro.

Los americanos estaban encantados con esas historias de París, quizá porque el golpe parecía tan diferente de cualquier levantamiento que pudiera producirse aquí. Mi interés era ligeramente más concreto o, mejor dicho, más pertinente.

Escribí varias tarjetas a otras tantas casas Bonaparte, esperando averiguar si Jéróme Napoleón Bonaparte aún no había partido hacia París y si hablaría conmigo, aunque imaginaba que no recordar!» nuestro breve encuentro en el baile de disfraces con monsieur Montor. Tenía preguntas que hacerle. Aunque no pudieran reportarme ningún bien en concreto, de todos modos deseaba conocer la respuesta.

Mientras tanto, acudían a las sesiones del tribunal muchos espectadores que deseaban presenciar la continuación de mis anteriores humillaciones. Supongo que les pareció desafortunado que mil previas apariciones en la prensa no hubieran resultado concluyente y que no hubieran alcanzado la tensión apropiada. Por fortuna, muchos espectadores acabaron marchándose a causa del tedio que leí producían las materias técnicas que llenaron la mayor parte de las tensiones iniciales del proceso. Fue por entonces cuando me sorprendió recibir una nota con el sello de los Bonaparte, señalándome una hora de cita en una de sus residencias.

Era una casa mayor que aquella en la que vi a los sicarios. Estaba más apartada, rodeada de árboles y de colinas cubiertas de hierba, unos y otras sin cuidar. Me franqueó la entrada un sirviente muy obsequioso, y en la gran escalera (una larga escalera) se le reunieron al menos otros dos, que compartían el rasgo de su nerviosismo al realizar las distintas tareas. La mansión era grande y de ningún modo contenida o tímida en su grandeza, pues mostraba las arañas y los tapices bordados en oro más maravillosos, que en todo momento atraían la vista.

Me sorprendió encontrar, ocupando una enorme silla con incrustaciones de plata, no a Jéróme Napoleón Bonaparte -el jefe varón de la rama baltimorense de la familia-, sino a su madre, Elizabeth Patterson Bonaparte. De jovencita había cautivado el corazón del hermano de Napoleón, y se casó con él dos años antes de que el emperador, que reclamó del papa la anulación del matrimonio, pusiera fin a la relación. Aunque no iba vestida como una reina, como cuando la conocí, mantenía la actitud regia.

Esa matrona, ahora sexagenaria, exhibía en sus brazos desnudos los brazaletes más rutilantes, demasiados para contarlos, que ascendían a partir de las muñecas. Se tocaba con un gorro de terciopelo negro del que surgían unas plumas color naranja que le conferían un aspecto temible y salvaje. La rodeaban varías mesas con joyas y prendas deslumbrantes. Al otro lado de la habitación, una muchacha que me pareció una criada se mecía en una silla como si estuviera inválida.

– Madame Bonaparte -la saludé inclinándome, sintiendo por un momento que debería hincar la rodilla-. Tal vez recuerde que nos conocimos; fue en un baile en el que usted iba disfrazada de reina y yo no llevaba disfraz.

– Tiene razón, joven. No recuerdo haberle conocido. Pero fui yo quien respondió a su tarjeta.

– ¿Y monsieur Bonaparte, su hijo…?

– Bo ya está de camino para reunirse con el nuevo emperador de Francia -dijo, como si aquélla fuera la razón más prosaica para hacer turismo al extranjero.

– Comprendo. He leído en los periódicos las perspectivas de ese viaje. Desearía que tuvieran la amabilidad de informar a monsieur de que me complacería mantener una entrevista con él a su regreso.

Asintió pero pareció olvidar la petición apenas formulada.

– No quisiera entrar en discusión con un abogado -dijo-, pero me pregunto cómo le queda tiempo para estar aquí cuando está tan ocupado todos los días en el tribunal, señor Clark.

Me sorprendió que lo supiera todo acerca de mi situación, aunque recordé el interés que se había tomado la prensa. Pese a que tanto mi salud mental como la fortuna de mi vida pendían de un hilo, para una mujer cuyo hijo viajaba, según los periódicos, para reunirse con un emperador, mis tribulaciones habían de parecerle un asunto más bien insignificante. Me senté en el sillón que me fue asignado.

Observé el resto de la estancia y descubrí una sombrilla roja brillante, que relucía tanto como las joyas, apoyada contra un gran cofre. Debajo había un charco casi seco de agua, lo que indicaba un uso reciente. Evoqué de nuevo la escena de la sala donde se iba a desarrollar la fatal conferencia del barón, y la borrosa dama bajo una costosa sombrilla roja.

¿Era ella?

Con un súbito escalofrío, me di cuenta de por qué aquella mujer asistió a la conferencia. Como testigo no de las revelaciones del barón sobre la muerte de Poe, sino de la revelación de una nueva muerte.

Creí haber entendido la mayor parte de la secuencia de acontecimientos cuando leí en los periódicos los recientes relatos de poder y muerte en París. Cuando a Luis Napoleón lo informaron de la reaparición de Duponte en París, reaparición que yo habla estimulad©! recordó las leyendas sobre las habilidades del analista. Él y los dirigentes de su plan secreto para dar un golpe debieron creer que Duponte podría malograrlo, podría «raciocinar» y exponer con demasiada antelación sus propósitos golpistas. Napoleón dio orden de que Duponte fuera eliminado cuando nos disponíamos a partir hada Baltimore. Se consideró que sería una tarea fácil para uno de los hombres que la policía empleaba para trabajos sucios, y con los que en ocasiones llegaba a acuerdos mutuamente ventajosos.

Perdieron su oportunidad mientras Duponte seguía en Paris que pronto abandonó para acompañarme. Muchos años más tarde me enteré de que habían asaltado y registrado el piso de Duponte mientras íbamos de camino al puerto. Frenéticos, planearon su eliminación en el mar, sólo para encontrarse con que expulsaron al que iba a asesinarlo, el polizón, uno de cuyos alias era Rollin. Nos perdieron el rastro hacia América.

Pero en Baltimore había miembros de la familia Bonaparte. Por supuesto, Jéróme Napoleón Bonaparte, a quien se habían negado SUS derechos de nacimiento. Bo había estado esperando toda su vida reintegrarse en la rama de su familia en Francia, y pertenecer a la realeza. Ahora tenía la oportunidad de demostrar sus méritos ante el heredero del poder de su antepasado, ante quien pronto iba a ser emperador, Los hombres que siguieron al barón Dupin, los hombres que lo mataron siguiendo las instrucciones del polizón original, no habían ido en absoluto tras él. Rollin se había escondido en Baltimore porque sabía que Duponte sería capaz de reconocerlo tras el incidente a bordo del barco. Yo lo vi desde mi celda, entre las nieblas inducidas por el veneno, porque lo encarcelaron brevemente por cierta complicación con un delincuente local. El polizón Rollin -y sus dos satélites- vinieron aquí para matar a Duponte. Por el futuro de Francia.

Sólo que el barón cometió el error de disfrazarse como su rival. Y lo mataron en su lugar.

Así es como llegué a comprender los acontecimientos a partir del encuentro con el polizón Rollin en casa de los Bonaparte. Pero ahora, al reunirme con esta mujer, debía preguntarme: ¿qué tenía que ver ella en todo esto?

Volví la vista desde la sombrilla hasta su dueña.

– ¿Estaba usted al corriente de la parte de la conjura que su hijo planeaba?

– ¿Bo? -Dejó escapar una risa divertida, como un gorjeo-. Está demasiado ocupado con su jardín y sus libros para meterse en esas cosas. Pertenece al colegio de abogados aunque nunca se consideró apto para ejercer. Es un auténtico hombre de mundo. Cierto que aspira a ocupar el puesto que le corresponde y recobrar nuestras propiedades y nuestros derechos como miembros de la familia Bonaparte, pero carece de la fortaleza de espíritu para ser un líder.

– Entonces, ¿quién? -pregunté-. ¿Quién decidió que irían a la caza de Duponte para ganarse el favor de Napoleón?

– Nunca hubiera esperado esa falta de cortesía en mi propia casa por parte de un caballero tan apuesto como usted. -Pero su reprimenda parecía ligera. Me observaba a placer, recorriendo con la mirada mi cuerpo de arriba abajo, lo que me produjo incomodidad. No había dejado de sonreír, pero ahora su rostro se tornó inexpresivo y serio mientras hablaba de su hijo-. Bo… Me esforcé por inculcar a mi hijo la idea de que por su alto nacimiento no debería casarse con una americana. Pero echó a perder su vida al hacerlo. Yo deseaba, en su juventud, que pidiera la mano de Charlotte Bonaparte, una prima suya, para devolvernos a nuestra posición influyente, pero se negó.

– También usted, cuando era una muchacha, contrarió los deseos de sus padres -observé.

– ¡Lo hice para acogerme bajo las alas de un águila! -replicó apasionadamente-. Sí, el emperador tuvo un comportamiento rudo conmigo, pero hace tiempo que lo perdoné. ¿Qué le dijo de mí al mariscal Bertrand antes de morir? «Aquellos a quienes perjudiqué me han perdonado, y aquellos con los que fui amable me han abandonado.» ¡Ah, Napoleón! ¡No he permitido que mis nietos olviden que su tío abuelo fue el Gran Emperador!

Alzó las manos y ahora pude observar más de cerca un vestido colgado detrás de ella. Era el traje de novia que lució en 1803 en la ceremonia, celebrada en Baltimore, que había llenado de consternación al mundo, y tras la cual se enviaron emisarios de América al Otro lado del océano para tratar de apaciguar la furia del mandatario francés. Yo había leído recientemente algo sobre ese vestido, cuando me estaba informando acerca del desarrollo de esos episodios. Era de muselina de la India y de encaje, y había provocado cierto escándalo, pues debajo llevaba una única prenda interior. «Toda la ropa que vestía la novia cabía en mi bolsillo», informó un francés en una carta a París.

Colgaba de la pared con aspecto perfectamente fosilizado. Si uno no se acercaba lo bastante para ver los estragos del tiempo en el tejido, parecía completamente nuevo, como para acudir con él a la iglesia en cualquier momento.

De pronto se dejó oír el llanto quebrado y frágil de un bebé que fue aumentando de volumen. Sobresaltado, miré en derredor buscando el origen, como si se tratara de un acontecimiento celestial) y descubrí que la joven sirvienta que se mecía en el rincón estaba sosteniendo un niño de no más de ocho meses. Era, según se me explicó, Charles Joseph Napoleón, el hijo menor de Bo y de su esposa Susan. Madame Bonaparte cuidaba de su nuevo nieto mientras Bo y su esposa americana viajaban a París para rogar al emperador que se restauraran sus largamente esperados derechos para los miembros baltimorenses de la familia.

La mujer tomó el bebé de brazos de la niñera y cerró con fuerza sus dedos en torno a él.

– Aquí tiene a una de las esperanzas de nuestra raza. ¿Ha visto usted a mi otro nieto? Estudió en Harvard y ahora lo hace en West Point. Es todo lo que mi marido no fue. Alto, distinguido, pronto será un soldado de primer orden. -Madame Bonaparte arrulló a la criatura y añadió-: Daría un tipo muy presentable como emperador de los franceses.

– Sólo si Luis Napoleón consiente en volver a situar a sus descendientes en la línea de sucesión, madame -puntualicé.

– El nuevo emperador, Luis Napoleón, es un hombre más bien obtuso, del tipo de George Washington. Necesitará contar con un talento más fuerte para que el imperio sobreviva.

– ¿Quiere usted decir que se lo aportaría su familia?

Ahora el bebé había empezado a berrear, y madame Bonaparte se lo devolvió a la niñera.

– Soy demasiado mayor para coquetear, lo cual fue en otra época mi único estímulo. Estoy cansada de matar el tiempo, señor Clark. De llevar una existencia adormilada. Años atrás lo tuve todo menos dinero. Ahora no tengo nada salvo dinero. No permitiré que los hombres de mi sangre se queden en simples colonos americanos, que es en lo que, equivocadamente, se ha convertido mi hijo.

– O sea que usted lo hizo. Usted se avino a eliminar a un hombre, a un genio, porque Luis Napoleón se inquietaba ante la posibilidad de que previera su conspiración para derrocar la República.

Se encogió levemente de hombros.

– Hemos proporcionado dinero y comodidades a unos viajeros procedentes de Francia, por indicación mía, en efecto, si eso es lo que usted quiere decir. Sus órdenes procedían de otra parte, no de mí.

– ¿Y llevaron a cabo lo que se les encomendó?

Hizo salir de la habitación a la niñera y frunció el ceño.

– ¡Mentecatos! Se confundieron de hombre. Según entiendo, la policía de París les dijo que esperaba la presencia de usted en torno a ese Duponte tras el que andaban, y lo vieron rondar por los hoteles de ese otro, de ese falso barón, del falso Duponte. No importa, porque lo que se necesitaba hacer se ha hecho: nadie obstruyó los planes de Luis Napoleón, y ahora ha ascendido.

Me examinó nuevamente de cerca, y pude sentir que se intensificaba el afilado juicio que reflejaban sus ojos.

– Dígame. Por lo que hemos entendido, usted trajo a esos dos hombres de genio con el propósito de encontrar a un poeta al que usted admira. He oído hablar de ese Poe. América ha ignorado su talento.

– No por mucho tiempo.

Se echó a reír.

– Tiene usted fe. Quizá le interese saber que, según me han dicho, hay numerosos jóvenes poetas y escritores en París que están leyendo a su Poe. Parece que era como monsieur Balzac: brillante peto sin suerte, destinado a convertirse en una marioneta del destino. Será asimilado por el espíritu europeo, como las mejores mentes americanas. Pero eso no basta para el culto que usted le profesa a Poe, ¿no es así, señor Clark? Mi hijo no es muy distinto de como debe de ser usted; cree que los libros han sido escritos, ante todo, para que los lea él.

– Madame Bonaparte, mis motivos no importan. No vengo a tratar de mí.

– ¡Qué dice! Piense en ello, querido señor Clark. Usted nos ha ayudado al proporcionarnos una importante tarea que realizar, la cual nos ha permitido demostrar nuestra lealtad a Francia. Así hemos contribuido a la causa de un nuevo emperador, quien creará un imperio en el que mi familia podrá sobrevivir para siempre! He esperado toda una vida para verlo, para que mis hijos tengan su herencia, y ahora daría mi vida por eso. ¿Y qué hay con usted? No en más que una crisálida, y cometió el error de renunciar a lo que su familia puso en sus manos. Dígame: ¿qué es lo que encontró?

Me levanté sin contestar.

– Sólo me queda otra pregunta por hacerle, madame Bonaparte. Si se enteraron de que asesinaron al hombre equivocado en el liceo aquella noche, ¿localizaron después al adecuado? ¿También Duponte ha sido asesinado?

– Ya le he dicho -replicó, hablando despacio- que yo sólo les di acogida. Les proporcioné un lugar para empezar, podríamos decir; un lugar del que nacieran planes nobles. Otros deben decidir el resto por sí mismos.

He escrito y desechado todo un cuaderno de cartas dirigidas a Auguste Duponte. Le detallaba no sólo la cruda realidad: que al parecer Poe no modeló su personaje C. Auguste Dupin a partir de una persona real, sino tan sólo de su imaginación, lo que no deja de ser notable. No me limité a incluir eso, sino que detallé los pasos que, mentalmente, me condujeron a esa conclusión, sabiendo que tendría interés en conocer la línea de razonamiento. Pero si Duponte seguía vivo y había escapado, yo ignoraba adonde dirigir las cartas. No estaría en París, en el Tercer Imperio de Luis Napoleón, donde su genio era considerado un enemigo de las ilimitadas ambiciones del emperador.

Advertí ansiedad en la expresión de madame Bonaparte al término de nuestra entrevista, cuando le pregunté si Rollin y sus sicarios habían localizado a Duponte, y por eso decidí que probablemente él estaba más cerca de lo que yo había creído. Habría estado esperando pacientemente; no a mí en concreto, pero sería a mí a quien quisiera ver.

Un día, cruzando entre el bullicio de mozos y huéspedes del gran hotel Barnum, esos distintos pensamientos se concretaron en una idea. De regreso en Glen Eliza, consideré que me quedaba poco tiempo para actuar. Emprendí el camino de regreso al Barnum, pero no sin antes ir al gabinete y echar mano de la vieja pistola que la policía me había devuelto junto con mis otras pertenencias. Esta vez comprobé, antes de deslizaría en mi bolsillo, que su edad y falta de uso no habían dejado el percutor completamente inmóvil.

– ¿Señor?

Un empleado canoso, con pobladas patillas, me miró con aire de sospecha y aguardó a que dijera algo.

Monsieur -dije con brusquedad y, como esperaba, levantó una ceja con interés al oír la palabra en francés-. Actualmente reside en su hotel un miembro de la nobleza francesa.

Asintió, con plena conciencia de su responsabilidad.

– En efecto, señor. Ha ocupado la misma habitación en la que se alojó el barón que visitó Baltimore este mismo año. Es su hermano. El duque. -Se inclinó para susurrar su última frase en tono confidencial-. El noble linaje es evidentísimo en ambos.

– El duque. -Sonreí-. Sí. Pero ¿cuándo empezó su estancia nuestro duque imperial?

– Oh, en cuanto se fue su hermano, quiero decir el noble barón. Su actual presencia es de lo más discreta, por todo lo que está pasando en Francia, ¿sabe?

Asentí, divertido por la facilidad con que había descubierto su secreto. Como si adivinara mi pensamiento, el empleado decía ahora que no podía darme el número de la habitación del regio huésped.

– No tiene por qué, señor -respondí, e intercambiamos una señal de confidencialidad.

Por supuesto que yo conocía la habitación. Espié al barón cuando se alojó allí. Subí por la escalera con la expectativa bulléndome en la sangre.

Ahora recuerdo a Duponte con un semblante más bien pálido y ojeroso durante nuestro encuentro, como si se hubiera consumido completamente desde que nos conocimos, o al menos se hubiera consumido a medias. Cuando entré, estaba sentado, muy sereno, en la antigua habitación del barón Dupin. No pareció decepcionado porque yo lo hubiera descubierto. Supongo que imaginé que perdería su notable compostura ante mi aparición por sorpresa, que me dirigirla palabras airadas y que me amenazaría si yo me mostraba dispuesto a decirle cuanto sabía ahora de su paradero y sus hazañas. Supo que al barón lo iban a matar en su lugar y no hizo nada para evitarlo.

Me ofreció cortésmente una silla. La verdad es que no habla perdido en nada la compostura. Luego tiró de la campanilla para llamar al mozo del hotel y le mandó que se llevara su baúl.

– Hace tiempo que lo ando buscando -dije.

– Es hora de marcharme -replicó.

– ¿Quiere decir ahora que he venido? -pregunté.

Se me quedó mirando.

– Ya ha leído en los periódicos todo lo que ha ocurrido en París.

Me saqué la pistola del abrigo, la estudié como si nunca la hubiera visto antes, y la coloqué cerca de él, en una mesa.

– Pueden haberme seguido… si es que aún lo andan buscando, quiero decir. No tengo el menor deseo de ponerlo en peligro, monsieur Duponte, pese a que yo sí he corrido peligro por usted. Tenga esto a mano.

– No sé si continúan buscándome, pero si es así no persistirán mucho tiempo.

Lo comprendí. Los Bonaparte de Baltimore viajaron a París con la esperanza de ser recompensados por su lealtad al nuevo emperador. Si tenían éxito, carecerían ya de motivos para continuar con la búsqueda de Duponte, pese a que madame Bonaparte y sus sicarios sabían ahora que habían fracasado en su intento de asesinar al sujeto adecuado.

– El barón ha muerto. Usted supo que iban a matarlo en su lugar y lo permitió. El asesino ha sido usted, monsieur.

El estruendoso batir de un gong recorrió el hotel.

– ¿Almorzamos? -propuso Duponte-. Llevo encerrado en mis habitaciones demasiado tiempo. Por una buena comida bien puedo correr el riesgo de ser visto en público.

El amplio comedor albergaba aproximadamente a quinientas personas sentadas ante sus platos de sábalo de la bahía de Chesapeake. Un mayordomo de color le daba a un gong con cada servicio, y los camareros, colocados ante cada mesa, levantaban simultáneamente las tapaderas de los platos siguientes.

Miré en torno en busca de un asesino al acecho o quizá de una persona que hubiera conocido al barón Dupin y creyera que estaba viendo a un espectro. Pero el cansado semblante de mi compañero presentaba tan escaso parecido con la vivida imitación de Duponte por el barón como con el antiguo Duponte mismo.

– No, no soy el asesino. -Duponte respondía ahora tranquilamente a mi anterior comentario-. No lo soy, pero quizá usted sí, usted y el barón, si lo prefiere. El barón quiso disfrazarse como si fuera yo. ¿Podía yo controlar eso? Yo traté de evitarlo. Me hubiera quedado en mi piso de París. Pero usted necesitaba a «Dupin» para sus propios fines, monsieur Clark. El barón necesitaba a «Dupin» para él. Luis Napoleón necesitaba un «Dupin» al que temer. Su llegada a París y su insistencia me llevaron a aceptar que, si bien yo había permanecido fuera de circulación mucho tiempo, la idea de «Dupin», no. Como usted dijo, era algo así como inmortal.

«¡Ah, pero usted no es Dupin! ¡Nunca lo fue!»

Lo tuve en la punta de la lengua. Estaba dispuesto a dominar la conversación y llevarla a mi terreno. Pero mis pensamientos aún estaban bullendo con preguntas.

– ¿Cuándo lo supo? ¿Cuándo supo que venían por usted? Que aquellos hombres, apoyados por los Bonaparte, se proponían matarlo.

Duponte negó con la cabeza como si ignorara la respuesta.

– Pero en el Humboldt supo que había un polizón a bordo, ese villano de Rollin. Entonces empezó. ¡Yo fui testigo de todo, monsieur!

– No, yo no sabía que había un polizón. En lugar de eso, sabía que si lo había era que iban por mí.

– ¡Yo suponía que lo adivinó! -exclamé.

Duponte insinuó una sonrisa y asintió.

Creo que aquel día sentí el dolor interior de Duponte, que lo había convertido en el que descubrí en París, llevando una vida indolente; solo, apático. Todos creyeron que poseía extraordinarios poderes tras haber desentrañado el caso de envenenamiento Lafarge. El joven Duponte era un hombre insólitamente seguro, y él mismo empezó a creer que sus dotes eran casi sobrenaturales, tal como otros escribían en los periódicos. Las historias sobre él ponderaban su genio, quizá incluso lo consideraron como tal al principio. Pero no podría precisar si el genio fue creado por la fe del mundo exterior. Los lectores sienten a menudo que el Dupin de los cuentos de Poe encuentra la verdad porque es un genio. Léanlos otra vez. Eso sólo es una parte. Él encuentra la verdad porque alguien tiene fe ft toda prueba en él… Sin su amigo, no habría C. Auguste Dupin.

– Cada vez que veía a Luis Napoleón pasar revista a sus tropas -dijo Duponte-, podía ver no el futuro, como los bobos supersticiosos podrían creer de mí, sino el presente: él no estaba satisfecho con ser elegido presidente. Supongo que el prefecto Delacourt le avisó sobre mí después de que sus espías me vieran por París con usted.

– El barón me contó lo sucedido con Catherine Gautier. ¿Advirtió el prefecto Delacourt a Luis Napoleón de que usted estaba en contra de él en aquel caso? ¿Piensa usted vengarse después de haber escapado de él?

– Las acciones del prefecto estaban motivadas porque él me había perjudicado, no porque yo lo hubiera perjudicado. Nuestra perversidad en el pasado, no la de otros, nos coloca en contra de alguien para toda la vida. El prefecto Delacourt fue cesado a favor del nuevo prefecto por muchas razones, estoy seguro; y una de ellas puede haber sido su fracaso al no encontrarme antes de que usted y yo abandonáramos París. De Maupas no es tan astuto como Delacourt, pero es mucho más competente, pues no hay nexo que una esos dos rasgos… Y, como para divertirse, De Maupas es absolutamente implacable.

– ¿Cree que se han enterado de que mataron al barón en lugar de usted?

Duponte cortaba un trozo de jamón de Maryland, el segundo plato servido por el camarero.

– Tal vez. ¡Ciertamente usted proclamó en voz bastante alta ante la policía cuál era la identidad del barón, monsieur Clark! Nunca estuvo clara para el público y es probable que siga sin estarlo para los interesados de París. Hay posibilidades de que los sicarios que mataron al barón se enteren aquí de la verdad. Por su propio interés, es probable que mantengan el hecho en secreto ante sus superiores de París. En cambio su jefe (aquel polizón enviado aquí para encargarse de la misión) se ha dedicado con tranquilidad a cazarme. Sin embargo, yo sabía que éste sería el único lugar de Baltimore en el que no me buscarían: en las últimas habitaciones que ocupó el barón en esta ciudad. Me instalé durante la conferencia del barón y sólo me he dejado ver en la calle de vez en cuando y de noche. He venido para el duelo de mi «hermano», el noble barón, que en paz descanse, que me ha dejado solo. Ahora que Luis Napoleón ha sorprendido a París convirtiéndolo en imperio, y ha sido respaldado por una no menos exitosa votación, seguro que el polizón está empezando a creer que su error respecto a mí y al barón ha dejado de tener importancia. Si el hijo americano de Bonaparte triunfa en su misión, el polizón puede recibir de Francia la recompensa que se le debe, antes de que se produzcan más cambios políticos. Él y los Bonaparte americanos no dirán nada de sus errores, puede usted estar seguro. Para París yo estaré irremediablemente muerto.

Pensé en las sencillas habitaciones de su hotel, en el piso alto, e imaginé cómo habría sido la vida de Duponte en los meses posteriores al asesinato del barón, escondiéndose a plena vista. Tenía libros; de hecho, el lugar estaba atestado de volúmenes, como si una biblioteca se hubiera hundido y desparramado su contenido. Todos los títulos parecían guardar relación con sedimentos, minerales y características generales de las rocas. En la oscuridad y la claridad de esas semanas, se había dedicado a las obras de geología. Aquella tumba de libros y piedras me chocó como algo terriblemente innoble e inútil, y yo me mostraba irritable, ahora que él me hacía una implícita demanda de compasión.

– ¿Sabe usted los aprietos en que se ha visto metida mi vida desde que empezamos nuestra aventura, monsieur Duponte? Fui el presunto culpable de matar al barón Dupin hasta que la policía recuperó la sensatez. Ahora debo luchar para no perder mis propiedad, incluida Glen Eliza, y todo cuanto poseo.

Le conté, durante el postre de sandía, lo que me había ocurrido en la cárcel, mi huida y mi descubrimiento de Bonjour y de los sicarios. Una vez concluido nuestro largo almuerzo, subimos por la escalera de regreso a sus habitaciones.

– Debo relatar toda la historia de la muerte de Poe ante el tribunal -le dije-, en un último intento de demostrar que en todo este asunto actué con arreglo a la razón y no guiándome por quimeras.

Duponte se me quedó mirando con interés.

– ¿Qué quiere usted decir, monsieur?

– Usted nunca intentó resolver la muerte de Poe, ¿verdad? -pregunté tristemente-. Usted la utilizó como una maniobra de distracción, sabiendo que pronto atraería suficientes miradas del mundo para que lo mataran aquí. Se le ocurrió, cuando leyó el anuncio del barón en el periódico de París, que él mismo se colocaría su propia trampa, que lo apartaría a usted de los planes de los otros. Por eso a usted le encantó la idea de que a aquel Van Dantker lo hubiera mandado a Glen Eliza el barón; de este modo su imitación podría perfeccionarse. Usted sólo salía de casa de noche para asegurarse de que la charada del barón tendría éxito. Simplemente deseaba matar la idea» de una vez por todas, de que usted era el verdadero «Dupin».

Duponte asintió a esta última afirmación, pero no me miró directamente.

– Cuando lo conocí, monsieur Clark, me producía enfado su insistencia en verme a esa luz, como «Dupin». Me di cuenta entonces de que sólo estudiando los cuentos de Poe y estudiándolo a usted comprendería qué andaban buscando continuamente usted y tantos otros en ese personaje. Ya no hay un verdadero Dupin y nunca lo habrá.

Había una extraña mezcla de alivio y horror en su tono. Alivio por no seguir llevando la carga de ser el maestro «raciocinador», o de ser el verdadero Dupin. Horror por tener que ser alguien más.

Hubiera querido decirle la cruda verdad: «¡Usted no es Dupin! Nunca lo fue. Nunca ha existido ese hombre como ser vivo; Dupin fue una invención.» Después de todo, quizá por esa razón anduve buscándolo con tanto empeño para reencontrarme con él. Para hacerle sentir conmigo la comezón de lo perdido. Para arrebatarle algo y luego dejarlo más solo.

Pero no lo dije.

Pensé acerca de lo que Benson me dijo sobre los peligros que la imaginación susceptible corría con la lectura de Poe. Creer que uno estaba en los escritos de Poe. Quizá, en esa misma línea, Duponte creyó vivir en un mundo mental creado por Poe; pensó que estaba en los cuentos de Dupin. Pero estaba más presente en un mundo como el imaginado por Poe que la mayoría de nosotros, ¿y quién diría que no encarnaba realmente el personaje al que conocí en una página de la revista Graham ¿Importaba si él era la causa o el efecto?

– ¿Adónde? -pregunté a Duponte-. ¿Adónde va a ir?

En lugar de responder, dijo pensativo:

– Hay mucho que admirar en usted, monsieur.

No sé por qué, pero aquella afirmación me dejó atónito y levantó mi espíritu. Le pedí que se explicara mejor.

– Usted sabe que muchas personas no pueden dejar de ser lo que son. No podrían pasar inadvertidas aunque se lo propusieran. Yo no lo he conseguido hasta ahora, ni aquí ni en París, y monsieur Poe tampoco, hasta que murió. Usted no hubiera tenido que pasar por todo esto, y sin embargo pasó. -Guardó silencio-. ¿Qué dirá en el juicio?

– Les daré las respuestas. Les contaré la historia del barón Dupin sobre la muerte de Poe. La gente la creerá.

– Sí, lo creerá. ¿Ganará el caso si actúa así? -preguntó Duponte.

– Ganaré. Para ellos ésa será la verdad y ninguna otra. Es el único camino.

– ¿Y en lo que respecta a Poe?

– Quizá éste sea un final tan bueno como cualquier otro -dije tranquilamente.

– Muy propio del abogado que es usted, después de todo -replicó Duponte con una sonrisa distraída.

Al cabo de un rato se presentó el mozo para cargar con las pertenencias del duque. Duponte le dio varias instrucciones. Fui en busca de mi sombrero y le deseé buenas noches. Mis pasos se hicieron un poco más lentos al salir al vestíbulo, pero deseando tener una Última visión de Duponte para el recuerdo, sólo lo vi pugnando por colocar algunos pesados instrumentos geológicos para su transporte. Deseé que se volviera y me recordara que no estaba viendo a un hombre corriente. Se dejó oír un insulto, quizá «¡mentecato!». O «¡zoquete!».

Le tuve en gran estima, duque, murmuré para mí, y le dediqué una inclinación.

Capítulo 34

Pronto llegó el día de comparecer en el estrado de los testigos y explicar toda la «verdad» sobre la muerte de Poe. La finalidad era aportar pruebas convincentes de que las acciones alegadas como ilusorias y fantásticas fueron, en realidad, fructíferas, racionales y eminentemente normales por mi parte. Peter trabajó incansablemente para ayudarme a lo largo del proceso, en particular en lo tocante a aquellos puntos, y al final estuvimos de acuerdo incluso con nuestros adversarios legales en que prevalecería el juicio del pueblo. El abogado de la parte contraria tenía una voz leonina que rugía al jurado como para someterlo. Peter dijo que mi presentación de la muerte de Poe sería necesaria para conseguir la victoria.

Hattie, su tía y miembros adicionales de la familia Blum llegaban todos los días a la sala. Estaban perplejos ante la insistencia de Peter en trabajar en mi defensa («¡y eso después del comportamiento del joven Clark!»), pero apoyaron respetuosamente al hombre que esperaban se casara con su Hattie. Yo pensaba que acudían también para contemplar mi deshonra y mi hundimiento financiero. Hattie y yo pudimos intercambiar unas palabras en privado a intervalos, pero nunca por mucho rato. Cada vez, el ojo de su tía nos encontraba, y cada vez ella ideaba nuevas técnicas para impedir toda relación.

El testimonio de aquella mañana despertó gran expectativa entre nuestra sociedad. La sala de audiencia estaba mucho más concurrida que de costumbre. En concreto, yo iba a demostrar que todo aquello fue un intento de buscar respuestas a un misterio relativo a la muerte de Poe, mostrando la realidad de esta pretensión: responder a los propios misterios. Algunas noches soñaba con ello. En los sueños, pensaba que podía ver la figura literaria de C. Auguste Dupin -que presentaba un parecido muy preciso, aunque no de manera uniforme, con Auguste Duponte- y podía oírle dictar cada detalle. Pero cuando desperté no conseguí llegar a conclusión alguna, no logré recrear ninguna raciocinación, y tan sólo pude hallar fragmentos contradictorios de ideas y frases, y me sentí inerme y frustrado. Entonces el barón reaparecía en mi mente, y yo le daba las gracias porque disponía de sus firmes respuestas, sus respuestas fiables y dramáticas, respuestas que satisfarían toda demanda del público.

Meras palabras que salvarían todas mis posesiones.

Estaban las miradas fijas de los espectadores, la misma especie de miradas que saludaron al barón en el escenario del liceo. Miradas voraces, signos de un pacto entre quien habla y quienes escuchan para llegar a lo más bajo de las almas de uno y de otros. Muchos de los espectadores que habían suspirado por oír al barón a propósito de Poe estaban allí. Yo iba a revelar cómo murió Poe, se decía por toda la ciudad. Pude ver a Neilson Poe y a John Benson entrar en la sala, dos hombres que, de distintas maneras, habían necesitado esas respuestas, cualesquiera respuestas. Vi a Hattie, por quien iba a salvar una vida que podríamos compartir, conservando para nosotros un hogar en Glen Eliza, precisamente lamiéndome los labios con la miel de la persuasión del barón. Tan sólo por contar una historia.

El juez me llamó por mi nombre y yo bajé la mirada hacia las líneas que había escrito. Tomé aire.

– Les expongo, señoría y caballeros del jurado, la verdad, nunca contada hasta ahora, acerca de la muerte de este hombre y acerca de mi propia vida. Por más cosas que me hayan sido arrebatada8, me queda una última posesión: esta historia.

¿Podría insistir, como el barón lo hizo, en que lo que parecía ver» dad debía ser verdad? Sí, sí, ¿por qué no? ¿Acaso no era yo abogado? ¿No era ése mi papel, mi trabajo?

– En nuestra ciudad algunos siguen tratando de evitar que trascienda. Otros, aquí sentados entre ustedes, continúan considerando» me un delincuente, un embustero, un paria, un asesino astuto y vil. A mí, Quentin Hobson Clark, señoría, ciudadano de Baltimore, miembro del colegio de abogados y apasionado de la lectura.

»Pero esta historia no versa sobre mí… -En este punto miré mis notas y seguí adelante, leyendo casi para mí mismo-. La historia trataba de algo más grande que yo, más grande que todos nosotros; de un hombre gracias al cual la posteridad guardará memoria de nosotros aunque ustedes ya lo hubieran olvidado antes de que lo enterraran. Alguien tenía que recordarlo. No podíamos permanecer indiferentes. Yo no podía…

Abrí la boca para seguir hablando, pero no pude. Había otra elección aquí, según me di cuenta. Yo podía contar la historia de lo que había fracasado. De encontrar a Duponte, de traerlo aquí, de los hombres de los Bonaparte dándole caza, del asesinato por error del barón. Mis palabras sobre este tema llegarían a la prensa, los Bonaparte se verían envueltos en un escándalo, de nuevo se seguiría la pista de Duponte hasta el lugar del mundo al que hubiese escapado, quizá esta vez su existencia acabara de verdad. Podía terminar completamente aquello que había empezado y dejárselo todo a la historia.

Agarré mi bastón de Malaca con ambas manos y casi sentí que estaba a punto de abrirse de nuevo. Entonces sonó un disparo.

Pareció tan próximo como para haberse hecho dentro de la sala, y la conmoción se desató al instante. Hubo inmediatamente sugerencias y rumores de que el palacio de justicia estaba sitiado por un loco. El juez ordenó al secretario que investigara, y dispuso que todos los presentes abandonaran la sala hasta que se recobrara la calma. Nos dijo que regresáramos al cabo de cuarenta minutos. Para entonces había cundido el griterío y un par de oficiales de policía empezó a organizar la salida.

Al cabo de unos momentos, yo era el único que permanecía en la sala… o eso creí. Entonces descubrí a mi tía abuela. Se colocaba sobre el cabello su gorro oscuro y alisaba la parte alta. Era la primera vez desde el comienzo del juicio que nos quedábamos solos.

– Tía abuela -le rogué-, tal vez aún me quieras, pues sabes que soy el hijo de mi padre. Por favor, reconsidera esto. No impugnes el testamento ni pongas en duda mi capacidad.

Su rostro parecía rígido, seco a causa del desagrado.

– Has perdido a tu Hattie Blum, has perdido Glen Eliza, lo has perdido todo, Quentin, por la idea de que eras alguna clase de poeta en lugar de abogado. Es la vieja historia, ya sabes. Tú pensarás que has hecho algo valiente, pero era una necedad. Pobre Quentin. Puedes ir a quejarte todos los días a las hermanas de la caridad, a su asilo, después de esto, y ya no estarás nunca más en condiciones de afligir a los demás con tribulaciones e inquietudes.

No repliqué, y ella continuó:

– Puedes creer que obro por despecho, pero te aseguro que no actúo por lástima hacia ti y por la memoria de tus padres. Todo Baltimore comprenderá que a mi avanzada edad éste es el último acto di compasión que puedo llevar a cabo, para evitar que te conviertas en el más peligroso de los monstruos: el haragán que no sabe estañe quieto. Ojalá que la locura del pasado te sirva de penitencia para el futuro.

Permanecí en el estrado de los testigos y me sentí de algún modo aliviado y entristecido cuando la sala quedó en absoluto silencio. Aun así, me comunicó una peculiar sensación, pues una sala de audiencia era uno de esos lugares, como una sala de banquetes, que nunca 86 notaba vacía aunque lo estuviera. Me repantigué en la silla.

Incluso cuando oí abrirse de nuevo la puerta y oí a mi tía abuela murmurar «perdón», en cierto tono ofendido, cuando se iba, al encontrarse con alguien que entraba, me encontraba demasiado ensimismado para pasear la vista alrededor. Si el loco que había hecho los disparos en el exterior había entrado, podía tenerme a su merced. Sólo cuando oí cerrar la puerta desde dentro volví en mí.

Auguste Duponte, vestido con una de sus capas más elegantes dio unos pasos por la sala.

– ¡Monsieur Duponte! -exclamé-. ¿Es que no ha oído que hay un loco suelto en el palacio de justicia?

– Qué va; era yo, monsieur -dijo Duponte. Y haciendo un gesto hacia el exterior-: Yo lo que quería era que esa muchedumbre no estuviera aquí. Pagué a un vagabundo para que pegara unos inofensivos tiros al aire con la pistola que usted me trajo, para que la gente tuviera algún sitio adonde mirar.

– ¿Lo hizo usted? ¿Y utilizó un cómplice, un ayudante? -pregunté, asombrado.

– Sí.

– ¿Y por qué no abandonó Baltimore el otro día, tal como tenía planeado? No puede permanecer aquí mientras ellos pueden estar buscándolo. Tal vez se propongan atacarlo.

– Tenía razón, monsieur Clark, en algo que dijo en mi hotel, Viajé a América sin la menor intención de resolver su misterio, que parecía tan probable que tuviera solución como que no la tuviera. Vine aquí para hacer una comprobación, para acabar con la convicción de que yo podía hacer tales cosas; la convicción que por tanto tiempo me impidió vivir de una manera normal. La convicción que atemorizaba a la gente, incluso al presidente de una república, de que yo era capaz de conocer lo que ellos deseaban que permaneciera desconocido. Pero la gente creía enteramente en esa idea, la gente lo deseaba y lo temía, pese a que yo ya no volví a salir de mi piso. Supongo que no recuerdo si creía en todo eso antes que ellos lo creyeran o si alguien fue el primero en creerlo.

– Usted deseaba mantenerme ocupado mientras maquinaba una escapatoria de sus perseguidores, y planeaba una serie de hechos que dejaran atrás su identidad como el verdadero Dupin. Ésa era la naturaleza de su investigación para usted: una maniobra de distracción.

– Sí -admitió con toda franqueza-. Al principio supongo que sí. Creo que estaba cansado: cansado de no vivir pero de haber vivido. Pero usted insistía. Usted estaba seguro de que nos encontrábamos aquí para resolver algo; no sólo que podíamos, sino que debíamos. ¿Les ha referido la versión del barón? A esa masa de ahí, la que está fuera del palacio de justicia, quiero decir.

– Estaba a punto de hacerlo -respondí con una carcajada desprovista de humor, mirando hacia mi cuaderno, donde había transcrito la conferencia entera del barón, tal como la memoricé.

Duponte me pidió verlo. Yo lo observaba mientras examinaba las páginas.

– Voy a destruir eso -dije, cuando volvió a dejar el cuaderno en la mesa-. Lo he decidido. No mentiré acerca de la muerte de un hombre que iba con la verdad por delante. Esto nunca se repetirá.

– Se repetirá, monsieur Clark -dijo Duponte en tono triste-. Probablemente muchas veces.

– ¡No le he contado a nadie la versión del barón! -insistí-. No creo que él pudiera contársela a Bonjour o alguien más antes de morir. Se proponía alcanzar la gloria hablando frente a la multitud. El documento original está destruido, monsieur; le aseguro que este cuaderno es lo único que hay.

– Da igual que él informara o no a alguien de sus conclusiones. Ya ve usted que el barón se diferencia de la mayoría sólo en sus Cualidades de diligencia y en su falta de delicadeza, así como en cierta tenacidad de perro de presa no distinta de la de usted. Pero sus ideas no tienen nada de originales. Eso nos lleva al error que usted comete. Tanto si su discurso se quema en la estufa de la prisión como en el gran, incendio de Roma, sus ideas se convertirán en lugar común en el pensamiento de otros que investiguen la muerte de Poe.

– Pero no hay ninguna investigación…

– La habrá. Desde luego que la habrá. Otros investigadores, pistas, cientos de ellas. Pueden pasar muchos años, pero las conclusiones del barón retornarán, y también otras no menos terrible en sus yerros pero igualmente atractivas por su humanidad. No parirán mientras se recuerde a Poe.

– Bien, entonces empezaré por eliminar ésta -dije, y arranqué la primera página en la que había escrito el texto del barón.

– Déjelo -dijo, adelantando la mano.

– ¿Monsieur?

– A ellos no hay que detenerlos. ¿Recuerda lo que dije sobre el barón?

– Debemos ver cuáles son sus errores -dije, con una grande y súbita esperanza renaciendo en mí- para averiguar la verdad.

– Sí. Un ejemplo. Veo en su cuaderno que el barón creía equivocadamente que Poe llegó a Baltimore después de haber sido acosado cuando se dirigía a Nueva York. El barón llegó a esa conclusión tan sólo porque en los periódicos se dijo que Poe se dirigía a Nueva York para arreglarle las cosas a Muddy, madre de su difunta esposa, a fin de que se trasladara a vivir a Virginia con él y su nueva prometida, Elmira Shelton, de Richmond. El barón creyó aquello porque Poe no tomó el tren hacia Nueva York inmediatamente, o sea que había surgido un problema. El barón demuestra la habitual confusión entre un plan que se ha echado a perder y uno que se ha reconsiderado. Prosigamos.

– ¿Proseguir?

Mi corazón batía más aprisa que las palabras de Duponte.

Duponte adoptó una expresión grave.

– Porque usted me encontró, monsieur Clark.

– ¿Qué?

– Usted pregunta por qué me he arriesgado viniendo hoy en lugar de ponerme a salvo. Porque usted me encontró. Estaban buscándome, pero usted me encontró. ¡Buen hombre, hágame el favor!

A esta llamada, entró un mozo con el uniforme del Barnum empujando uno de los baúles para viajes transatlánticos de Duponte, con tan gran esfuerzo que podía haber contenido un cadáver. Era el mismo baúl del que, muy aturdido, saqué el bastón de Malaca. Duponte depositó unas monedas en la mano de aquel hombre por su trabajo y lo despidió, cerrando la puerta de la sala tras él.

– Ahora, por lo que se refiere al barón… ¿Seguimos?

Monsieur Duponte, quiere usted decir… ¡Hace un momento confesaba que en realidad no vino aquí para resolver los detalles de la muerte de Poe!

– ¡Ingenuo! Las intenciones son irrelevantes para los resultados. Yo nunca dije que no lo hubiéramos resuelto, ¿verdad, monsieur Clark? ¿Listo?

– Listo.

– El barón imagina que los rufianes del puerto persiguieron a Poe hasta que el poeta escapó hacia la casa del doctor N. C. Brooks, donde los mismos villanos provocaron un incendio que casi consumió el edificio. La natural cadena de errores del barón empieza suponiendo que la parada de Poe en Baltimore, como no estaba prevista, no era voluntaria, o sea que no obedecía a un propósito… y así, tan sólo una acción violenta podía explicar la prolongación de su estancia. En realidad, de la prueba del primer destino de Poe, la casa de Brooks, podemos extraer una conclusión enteramente distinta.

Duponte ya había tratado conmigo anteriormente sobre esto.

– Brooks es un conocido redactor y editor -añadí-. Poe buscaba apoyo para su revista, The Stylus, que elevaría el nivel de todas las publicaciones periódicas que siguieran.

– Está usted en lo cierto, aunque se muestra un tanto iluso acerca de sus potenciales efectos. De todos modos, si Poe estaba realmente en peligro en este punto, y lo bastante consciente de ello como para huir, tal como el barón quiso hacernos creer, podía habérselo dicho a un miembro de su familia, por más detestable que le resultara, o incluso a la policía. En lugar de eso, ¡Poe va en busca de un influyente editor de revistas! Ahora podemos borrar a esos rufianes imaginarios de nuestro cuadro y, en lugar de eso, acompañar a Poe a casa del doctor Brooks, a la que acude por propia voluntad. Vamos. Volví a tomar asiento a la mesa de los testigos.

Capítulo 35

– Ha observado usted que el barón estaba decidido a interpretar los últimos días de Poe como el resultado de una secuencia de acontecimientos de violencia creciente. Aquí el barón estaba mirándose a un espejo. Así es como el barón deseaba que la gente viera sus propios problemas. Deseaba exonerar a Poe de toda responsabilidad por su propia muerte, situando la causa de sus desdichas tan sólo en factores externos.

– ¿Está usted diciendo que el incendio de la casa de Brooks no tuvo nada que ver con la búsqueda de refugio por parte de Poe? ¿Fue una coincidencia?

– No tanto, aunque debemos volver del revés la relación que usted establece. La fallida búsqueda de refugio de Poe tiene todo que ver con el incendio de la casa de Brooks, Puesto que sospechamos que Poe se dirigió inmediatamente a esa casa desde el puerto, con su baúl, está clarísimo que contaba con hallar no sólo ayuda literaria sino también una cama.

– Y en lugar de eso descubre que la casa se ha quemado o que aún se está quemando el mismo día y hora de la llegada de Poe, que son datos que desconocemos.

– Sí, y en cualquier caso si el incendio se declaró en el mismo instante de la llegada o dos días antes, eso es salirse del asunto. Y aquí está la dificultad. El doctor John J. Moran, que trató a Poe días después en el hospital, recuerda que Poe no sabía qué estaba haciendo en Baltimore o qué le había ocurrido allí. Las publicaciones antialcohólicas, en su búsqueda de una persuasiva lección que inculcar al público, se sirven de esa circunstancia para sugerir que Poe había empezado a beber, que se había abandonado a una francachela o una borrachera, y esto, según su lógica, explica por qué perdió la noción de lo sucedido en aquellos días.

– ¿Usted no cree que fue así?

– Es un argumento de lo más débil, no precisamente defectuoso pero convertido obsesivamente en defectuoso. Es como si un día usted me ve por la calle y me vuelve a ver una semana más tarad yo le pregunto por unas señas y usted deduce que he estado perdido durante una semana entera. Recordará que ya tratamos de que a Poe le habían ofrecido viajar a Filadelfia para editar un libro de poemas de la señora St. León Loud, por el que le pagarían cien dólares. Uní oferta que sabemos aceptó. Poe escribió a Muddy: «El señor Loud, el marido de la señora St. León Loud, la poetisa de Filadelfia, me visitó el otro día y me ofreció cien dólares para editar los poemas de su esposa. Por supuesto, acepté la oferta. Todo el trabajo no me ocupará más de tres días.» Éstas son las palabras de Poe a principios de a verano, como sabemos por las cartas que luego se publicaron.

»Pero como ya hemos establecido de forma definitiva, Poe estaba en el proceso de reunir más capital para su revista. Y si, como adicionalmente supusimos, Poe añadió una estancia en Baltimore a SU itinerario en el último momento, en busca de aumentar ese capital, y si los fondos de que hubiera podido disponer disminuyeron, no por robo sino por la necesidad de tomar una habitación en un hotel, entonces es muy probable que, con esta oferta de edición todavía en pie en la cercana Filadelfia y su esperada entrevista con el doctor Brooks malograda por el inoportuno incendio, Poe se apresurase a partir hacia Filadelfia para llevar a cabo su trabajo para la vehemente y pudiente poetisa. Más que varios días «perdidos», como les hubiera gustado a los editores antialcohólicos, no cabe duda de que Poe pasó al menos una noche, posiblemente varias, en un hotel de Baltimore antes de poder tomar un tren para Filadelfia. De este modo, cuando Poe le dice al médico del hospital, en su lecho de muerte, que no sabe cómo llegó a Baltimore ni por qué está aquí, se está refiriendo no a SU llegada desde Richmond, un viaje cuyo propósito hubiera conocido fácilmente, sino a una segunda llegada a Baltimore. Un viaje de retorno en un tiempo indefinido, pero tan reciente como el derrumbamiento de Poe la noche antes en el hotel Ryan's o tan tarde como unas horas antes de ese derrumbamiento; un viaje realizado en cierta oscuridad interior, y que resultaba de un viaje a Filadelfia.

– Pero usted ha demostrado, monsieur -le recordé-, examinando el libro de poesía de la señora Loud y el poema sobre su muerte, que Poe no editó los poemas de esa señora, y que al llamarlo «extraño», ella no le había visto en Filadelfia en ningún momento en los días anteriores a su muerte. Usted me hizo observar que ése era sólo el primer documento de dos que lo demostraban. Pero ahora habla del viaje de Poe a Filadelfia. ¿Ha cambiado usted de opinión?

Duponte levantó un dedo.

– Cuidado. Yo no dije que Poe llegara a Filadelfia.

– Usted está en lo cierto: en el pasado aludí a una segunda demostración de que Poe no llegó a Filadelfia, si es que se necesita alguna prueba aparte la que se desprende de las producciones líricas de madame St. León. Recordará ahora que Poe dio instrucciones a Muddy de que le escribiera a Filadelfia como «E. S. T. Grey». ¿Quiere sacar de su cartera esas aparentemente oscuras instrucciones de monsieur Poe?

Así lo hice.

– «Contéstame inmediatamente a Filadelfia. Por temor a que no me llegue la carta, no la firmes ni pongas mi nombre y dirígela a E. S. T. Grey.» -Hice una pausa y dejé la copia-. Monsieur, ¡dígame que tiene una respuesta para este extraño e indescifrable código!

– ¡Código! ¡Extraño! La única cosa cifrada está en los ojos que miran y no comprenden, y así creen que pueden resolver algún rompecabezas.

Duponte levantó la tapa del baúl que le había llevado el mozo. Estaba lleno de periódicos hasta el tope.

– Antes de venir a encontrarme con usted, me he detenido en Glen Eliza. Su criada, Daphne, una doméstica de carácter excelente e ingenio agudo, me permitió muy amablemente trasladar una parte considerable de nuestra colección de periódicos, que había permanecido intacta en su biblioteca los últimos meses. Insinuó que debía aconsejarle a usted que se deshiciera de esos periódicos, pues han hecho imposible la limpieza de aquella habitación. Ahora -dijo volviéndose de nuevo hacia mí-, descríbame, por favor, dónde reside en concreto el misterio de las instrucciones de Poe a su querida Muddy.

Volví a leer en silencio. Por temor a que no me llegue la carta…

– En primer lugar, parece estar poseído por un miedo insólito a no recibir la carta.

– Cierto.

– Y, por añadidura, discurre un elaborado método con el que imagina que podrá evitarlo. ¡Recurriendo, claro está, a este nombre falso, E. S. T. Grey!

– Algunos podrían decir que es nuestro mejor indicio de que Poe, al final, enloqueció y se engañó.

– Entonces, ¿usted no está de acuerdo con eso?

– ¡La afirmación se quedaba corta del todo! Aquello que se escoge, mi buen monsieur Clark, es menos racional y mucho menos predecible de lo que parece, y esto es lo que lo hace tan predecible para el hombre que piensa. Monsieur Poe, deberíamos recordarlo no es un espécimen ordinario; sus decisiones que parecen tan irracionales lo parecen porque, en realidad, son sumamente racionales. Puede sernos de provecho que se nos recuerde adonde se dirige Poe, cuando escribe estas palabras en el otoño de 1849, y dónde recibe SU Suegra sus cartas.

– Eso es bastante fácil. Poe, al escribir, se propone emprender viaje a Filadelfia antes de continuar hacia su casa en Fordham, Nueva York, para recoger a Muddy y llevarla de vuelta a Richmond, donde se casará con Elmira Shelton. Muddy recibe la carta en su casita de campo de Nueva York. Pero, como digo, eso parece bastante fácil.

– Entonces ésa es su respuesta a las insólitas instrucciones de Poe. Usted ha hablado antes de las muchas ciudades donde Poe vivió en su época adulta.

– Después de Baltimore, se mudó con Sissy y Muddy a Richmond, Virginia, donde permaneció varios años. Luego a Filadelfia durante unos seis años. Y, finalmente, en la última etapa de su vida vivía en Nueva York con Muddy.

– ¡Sí! Así pues, como ve, Muddy debía escribir a «E. S. T. Grey».

Miré incrédulo a mi compañero.

– ¡No veo nada en absoluto!

– ¿Por qué, monsieur Clark, rechaza sin más la sencillez del asunto cuando ha quedado descubierto ante nosotros? He tenido la suerte de que en varias ocasiones durante mi estancia usted describió con algunos detalles precisos y exactos los procedimientos de sus oficinas de correos. En el año en cuestión, 1849, si le entendí a usted, en su país las cartas nunca se entregaban en las residencias particulares, sino que quedaban en la oficina de correos de la ciudad, adonde uno podía ir a buscar la correspondencia. Si una carta llega en 1849 a Nueva York para Edgar A. Poe, éste va y la recibe. Si una carta llegaba en 1849 a la oficina de correos de Filadelfia dirigida a «Edgar A. Poe», considere lo que inevitablemente sucedería. El jefe de la oficina, consultando su lista de nombres de los antiguos residentes en la ciudad, y hallando que un nombre figura en esa lista, remitiría la carta a la localidad de residencia actual de esa persona. Lo que es tanto como decir que una carta enviada por Muddy desde Nueva York a Filadelfia dirigida a Edgar A. Poe, al llegar a la oficina de correos de Filadelfia se consideraría una equivocación, y se devolvería instantáneamente a Nueva York.

– ¡Desde luego! -exclamé.

Él prosiguió:

– Dado que Muddy era también una antigua residente en Filadelfia, lo comprendería, y no encontraría extraño en las instrucciones de Poe eso que nos parece tan peculiar a nosotros. El aparentemente estrafalario temor de Poe a no recibir la carta enviada por Muddy a Filadelfia es, en realidad, del todo razonable. Si Edgar Poe se presentaba con su propio nombre en la oficina de correos de Filadelfia, seguro que no habría nada esperándolo, pues esa carta a su nombre ya habría sido devuelta. En cambio, si daba un nombre ficticio, acordado de antemano con su corresponsal, y la carta se remitía a ese nombre, habría de recibirla en su momento.

– Pero ¿qué hay de sus instrucciones a Muddy de que no firmara la carta?

– Poe estaba ansioso. Muddy era su último vínculo familiar. Contéstame inmediatamente, dice. Recibir esa carta es esencial, y aquí manifiesta algún exceso de celo, una vez más no de falta de lógica, sino de excesiva racionalidad. Sabe que, en el proceso de doblar y sellar una carta, la firma y la dirección pueden confundirse. Si tal confusión se producía, y el jefe de correos de Filadelfia creía, equivocadamente, que la carta iba dirigida a Maria Clemm, en lugar de estar firmada por ella, esa carta tomaría de nuevo el camino directamente a Nueva York. Usted pudo darse cuenta de que monsieur Poe se mostraba por lo general ansioso respecto al correo, en la correspondencia que usted mantuvo ocasionalmente con él, cuando en varios puntos expresa preocupación porque una carta se pierda o vaya a una dirección equivocada. «En una de cada diez ocasiones la carta se ha perdido, por eso soy muy cuidadoso en esos asuntos», escribe una vez (si no recuerdo mal), refiriéndose a alguien que no había respondido a una de sus cartas. También sabemos, por la biografía de Poe, que su primer e infame desengaño amoroso se produjo porque sus cartas de joven, nunca llegaron a su amor, Elmira; y que otro noviazgo primerizo, el que mantuvo con su prima Elizabeth Herring, se rompió cuando Henry Herring leyó las cartas, que contenían poesías suyas. Así pues, la confusión sobre el destino de la carta, la ansiedad de quién la tiene y la asombrosa variedad de vericuetos por los que el destinatario de una carta puede ser confundido, dan tema para uno de los mejores cuentos de monsieur Poe de raciocinación y análisis, con el que me consta que está usted bien familiarizado.

»Queda todavía la cuestión del seudónimo que elige Poe, ese E. S. T. Grey. La verdad es que no importa qué nombre escoge en tanto no es Edgar Poe, ni tampoco el corriente George Smith o Thomas Jones, que podría suponer el riesgo de que coincidiera con el de otra persona en el montón de correspondencia. Así, monsieur Poe desea que Muddy utilice un nombre no con una sino con dos iniciales de apellido para que sea mucho más probable que le llegue a él.

»Supongo que usted desea dar más significado al nombre. Muy bien. En algunos de los últimos números de la fracasada revista The Broadway Journal, de la que Poe era editor, inserta por dos veces un anuncio solicitando capital para asegurar el (sentenciado) futuro de la publicación. En esos avisos indica que la correspondencia con ese fin debe dirigirse a "E. S. T. G.", en la redacción de la revista. Quizá deseaba mostrarse discreto en la recaudación de dinero. En cualquier caso, cuando escribe a Muddy esa carta cuatro años más tarde, está empeñado de nuevo en un esperanzado intento de controlar su propia revista -esta vez The Stylus- y se le ocurre quizá maquinalmente el mismo nom de plume de E. S, T. Grey, por la semejanza de la situación, y por revivir aquellas mismas esperanzas de un éxito siempre postergado. Las letras del nombre -E. S. T. G.- no precisan de más significado, de ningún código más que la relación que tienen para él con dos épocas de su vida. Códigos y simetrías son para quienes piensan demasiado. El misterio de las instrucciones de Poe a su suegra lo hemos desentrañado completamente.

Duponte, con un gesto de satisfacción, devolvió al baúl los periódicos relacionados con el tema.

– Salvo… -empecé a decir.

Al ver un destello en los ojos de Duponte, me detuve.

– ¿Salvo?

– ¿No dijo una vez, monsieur Duponte, que este punto constituiría una segunda prueba, y más segura, de que Poe no llegó a Filadelfia?

– Lo dije. ¿Recordará que una de las necrológicas que usted reunió tras la muerte de Poe procedía del Public Ledger de Filadelfia? Creo que la encontrará también en la selección que he traído de Glen Eliza.

La necrológica aparecía en el número del Public Ledger del 9 de octubre de 1849, dos días después de la muerte de Poe en Baltimore. Localicé el periódico y se lo alargué a Duponte. Me lo devolvió.

– ¿Qué es esto?

– ¡Pues el periódico que me ha pedido, monsieur Duponte!

– ¡Yo no le he pedido tal cosa! Me he limitado a decirle que estaría en el baúl. Devuélvalo allí. Esta necrológica de monsieur Poe es en sí misma tan inconsistente como la mayoría de las otras. Pero usted no dejará de recordar que le encargué, poco después de nuestra llegada a Baltimore, que buscara todos los números de los periódicos de una semana antes y una semana después de cada artículo.

– No puedo dejar de recordarlo -admití.

– Debería dirigir su atención a la serie de números previa a esa necrológica. Cuando la encuentre, recuerde que ya ha leído la petición de Poe a su Muddy: «Contéstame inmediatamente», refiriéndose a su carta. En la misma nota, concluye insistiendo, como si ella, pudiera olvidarse: «No olvides escribir inmediatamente a Filadelfia para que tu carta esté allí cuando yo llegue.» Sin duda ella no podía ignorar los urgentes ruegos de Poe de leer una palabra amable de ella durante su viaje.

Cogí todos los números del Public Ledger de Filadelfia que pude encontrar en el baúl. Duponte me dio instrucciones de abrir el periódico del 3 de octubre de 1849, la fecha misma en que Poe fue descubierto en el hotel Ryan's de Baltimore. Me dijo que consultara la columna de correos de la última página; la sección del periódico donde el jefe de correos consignaba los nombres de personas con cartas por recoger. Lista de cartas depositadas en la Oficina de Correos de FU., decía. Allí, en la letra pequeña de la larga lista con nombres de caballeros, encontré la siguiente entrada:

Grey, E. S. F.

Pasando rápidamente a la fecha siguiente, que contenía un anuncio de cartas por recoger en la oficina de correos, encontré de nuevo el mismo nombre.

– ¡Debe ser él! -dije.

– Desde luego que lo es. Aquí vemos E. S. F. en lugar de E. S. T. La letra F, podemos estar seguros, puede ser fácilmente confundida con la «T» en la caligrafía de quienes escriben precipitadamente, como se ve en las cartas que Poe le escribió a usted, monsieur Clark. Muddy confundió la «T» de Poe con una «F», o bien la oficina de correos de Filadelfia cambió la «T» de ella por una «F», o acaso el Public Ledger tomó la «T» del jefe de correos por una «F». El cambio de nombre de Poe fue modificado de nuevo, de eso no hay duda. Ésta es la auténtica carta de Muddy a Poe, que llegó a Filadelfia puntualmente, si se calcula la rapidez del correo, en el momento esperado! después de que Muddy recibiera la carta de Poe del 18 de septiembre y se apresurara a escribir y depositar su respuesta dirigida a monsieur Grey en la oficina de correos de Nueva York.

– Y el Public Ledger la incluye en su lista dos días distintos.

– Significativo, monsieur Clark, si entendemos las normas de SU oficina de correos tal como usted las ha explicado.

– Es verdad. La primera vez una carta debe ser anunciada, la gravan con dos centavos en concepto de franqueo adicional. Si tiene que ser anunciada una segunda y última vez, al destinatario se le exigen dos centavos más. Poco después, se convierte en una «carta muerta» y el jefe de correos la desecha.

– El 3 de octubre, cuando la carta apareció por primera vez en la lista del Public Ledger de Filadelfia, fue el último día que iba a ver Poe fuera de una habitación del hospital -murmuró Duponte en tono ausente-. Ese día, podíamos haber entrado tranquilamente por la puerta de la oficina de correos de Filadelfia y anunciarnos como E. S. T. (o E, si usted gusta) Grey, pues usted no es menos Grey que lo era Poe, y recibir esa carta.

– Probablemente es la última carta dirigida a Edgar Poe -dije tristemente, volviendo a mirar el nombre del destinatario, y pensando que aún era más triste que esta última carta, nunca abierta, y ahora por tanto tiempo abandonada, ni siquiera llevara su nombre y, presumiblemente, estuviera sin firmar con el nombre de aquella mujer que lo quería.

– Probablemente -admitió Duponte asintiendo.

– Me hubiera gustado verla.

– Pero no lo necesita. Quiero decir para nuestros fines. Esta lista en el periódico demuestra que, en el período que recogen los anuncios del jefe de correos, Edgar Poe no estaba en Filadelfia. Pues recuerde cuánto insistió en que Muddy escribiera inmediatamente, a fin de que la carta estuviera aquí en el momento de su llegada; si tal llegada se hubiera producido, no cabe duda de que hubiera acudido a correos con el corazón impaciente.

– Sin embargo, tenemos otra razón para asegurar con fundamento que Poe no llegó a Filadelfia -continuó Duponte-.Pero tenemos muchas razones, como ya he enumerado, para creer que trató de llegar, y podemos creer que estuvo a punto.

– Pero si trató de hacerlo y no lo consiguió, ¿qué sucedió?

– Recuerde lo que hemos dicho de los hábitos de Poe en materia de bebida.

– Sí. Que Poe no era un bebedor sino que por su constitución no toleraba la bebida hasta un grado desconocido para la mayoría. El hecho de que la entera naturaleza de Poe pudiera verse trastornada por un solo vaso de vino, como atestiguaron numerosas personas que lo conocieron bien, no indicaba que Poe se embriagara habitualmente, sino todo lo contrario: que Poe poseía una rara sensibilidad. Demasiadas personas, en lugares y momentos distintos, han atestiguado este hecho para que uno crea que es una simple excusa cortés de sus amigos. Un vaso, hemos sabido, bastaba para producirle un terrible ataque de insensibilidad que podía llevarlo a observar una conducta impredecible e incontrolada. ¿Pudo haber ocurrido eso antes de su llegada a Filadelfia? -pregunté.

– Considerémoslo un momento. Ahora hemos conjeturado, utilizando la información disponible, que con toda probabilidad Poe intentó viajar a Filadelfia y que, pese a tener ese propósito, no llegó a hacerlo. Sigue planteada la pregunta de cómo regresa Poe a Baltimore. El barón, si su razonamiento llegó hasta este punto, planteó una suposición, sin duda: a saber, que una vez Poe hubo montado en el tren hacia Filadelfia, un matón lo acosó y lo obligó, por algún motivo inconcebible y perverso, a regresar en otro tren a Baltimore, donde Poe acabó siendo encontrado. El barón se muestra romántico de la misma manera que los autores de cuentos de amor y los dibujantes. No tendría ningún sentido para un asaltante de cualquier tipo meter a Poe en un tren hacia Baltimore.

»Pero esto no significa que alguien más, alguien carente de motivaciones perversas, no lo hiciera. De hecho, es una actividad que lleva a cabo regularmente un revisor de ferrocarril, por diversas razones, cuando se encuentra con personas revoltosas, inconscientes enfermas, con polizones y demás. Mucho más probable que se encontrara con un transgresor como ése en el tren alguien que, como Poe, había vivido previamente tanto en el punto de origen, Baltimore, como en el de destino, Filadelfia, era encontrarse con un conocido que viajara por la misma ruta.

»No es mucho más que una suposición, dirá usted, pero a veces eso es todo lo que hay, monsieur Clark, para dar sentido a los acontecimientos. Consideramos esa palabra como algo inferior a las prácticas ensayadas del razonamiento, pero, de hecho, suponer es uno de los más elevados e indestructibles poderes de la mente humana un arte mucho más interesante que el razonamiento o la demostración, porque nos llega directamente de la imaginación.

»Ahora imaginaremos que Poe se encuentra con un conocido, antes que con un enemigo; y que ese conocido, naturalmente alguien que conoce a Poe pero no de manera íntima, lo invita a beber en el tren o en una estación intermedia. Podemos imaginar a Poe, esperando quizá obtener más apoyo financiero para su revista, aceptando la invitación, por la insistencia de este potencial benefactor, de un vaso. Sin duda la proposición provenía de alguien no lo bastante familiarizado con el Poe adulto para ignorar sus problemas con la ingestión de alcohol. Tal vez un amigo de la infancia o, supongamos, un condiscípulo de West Point puesto que, más que los miembros de ninguna otra institución, los antiguos militares es probable que estén repartidos por los diferentes estados. O acaso un condiscípulo anterior, de los tiempos de Poe en la universidad. Quizá hayamos sabido ya el nombre de uno de esos compañeros de clase por los datos que hemos reunido.

– ¡Z. Collins Lee! -dije-. Era compañero de universidad de Poe, y ahora es fiscal del distrito. Fue el cuarto hombre que asistió al entierro.

Monsieur Lee es una posibilidad interesante, un asistente al entierro del que hemos examinado a los otros tres, cuya identidad hemos averiguado con más rapidez. Considere esto. Además del guardián, el señor Spence, el empresario de pompas fúnebres, el sepulturero y el ministro, exactamente cuatro hombres integraban el acompañamiento de la breve ceremonia fúnebre de Poe.

– Sí. El doctor Snodgrass, Neilson Poe, Henry Herring y el señor Z. Collins Lee. Ésos fueron todos los que asistieron.

– Piense qué tienen en común los primeros tres acompañantes, monsieur Clark: que conocían a Poe, por supuesto. Pero eso podría aplicarse a mucha gente en Baltimore; ciertamente a más de cuatro individuos, pues Poe vivió en esta ciudad varios años. Antiguos maestros, amantes, amigos y otros parientes. No. El hecho más notable en común era que cada uno de los tres intervino de algún modo en los días finales de Poe. Monsieur Herring se hallaba en el hotel Ryan's, donde Poe fue descubierto y adonde, después, Snodgrass fue llamado para auxiliarlo. Y Neilson Poe estuvo presente en el hospital después de habérsele notificado la situación de su primo. El funeral no fue anunciado con antelación en los periódicos ni por otros medios y, sin duda, esos tres caballeros habrían podido reunir a más personas en el sepelio si hubieran querido.

»¿No debemos pensar, pues, como algo muy probable, sabiendo lo que tienen en común los otros tres asistentes, que nuestro Z. Collins Lee también hubiera visto a Poe en algún momento en sus últimos días antes de su muerte? Lee es un hombre rico, y por supuesto tan buen candidato como cualquiera para haber estado en el tren y, recordando los días de universidad, que siempre son más bien de relajación, tomara un solo vaso con Poe. Éste, por su parte, sabía que monsieur Lee era una persona influyente en el mundo del Derecho, y pudo tratar de mostrarse sociable con él para solicitarle el necesario apoyo para la campaña de su revista. Si es así, ello explicaría instantáneamente dos hechos: no sólo el incidente del tren, sino la presencia de monsieur Lee en el entierro del que tan pocas personas tenían noticia. Continúo. Tras su encuentro, Poe sufre un ataque de lo que usted denomina insensibilidad, a causa de ese único momento de debilidad. Esto es lo que nuestro otro grupo antialcohólico, los Hijos de la Templanza de Richmond, a los que su monsieur Benson pertenecía, se negó a aceptar en tanto no completara su investigación. Deseaban que Poe no bebiera una gota tanto como otros agentes de la templanza deseaban que se bebiera un barril. Por eso le pareció a usted que monsieur Benson ocultaba algo. Sin duda había descubierto, tras su llegada a Baltimore inmediatamente después de la muerte de Poe, ese pequeño incidente.

– Pero ¡qué dice! Volvamos al vaso del tren. Ese amigo -dije indignado-, ya fuera el señor Collins Lee o alguno desconocido para nosotros, ¿cuida de Poe cuando se siente enfermo?

– Si, como podríamos considerar, ese amigo no sabe nada de la especial circunstancia de Poe en relación con la bebida, y si Poe, cohibido por ello, intenta en lo posible imponerse a su degradación mental y racional en aras de su dignidad personal, entonces el amigo puede marcharse sin percibir indicios, o percibirlos en grado mínimo, de que deja tras de sí a una persona en apuros. Aunque Poe pudiera sentirse abandonado a raíz de ese incidente, eso difícilmente podría saberlo el inocente conocido. Un hombre como Z. Collins Lee, un ocupadísimo abogado, tan sólo podría descubrir que algo no fue bien días más tarde, al encontrarse con su colega Neilson Poe, ante el que mencionó que había visto a su primo. Recuerde por un momento, si puede, cómo responde el poeta cuando el doctor Moran, en el hospital de Baltimore, creyendo calmar a su desdichado paciente, le promete encontrar a sus amigos.

¡Lo mejor que podría hacer mi mejor amigo sería volarme los sesos con una pistola!

– ¡Sí! En sus últimos momentos, a Poe le parece que un amigo sólo puede herirlo, monsieur Clark. ¿No podemos decir por qué? ¿No podemos encontrar el origen de esos sentimientos en los postreros pasos del poeta? Él se arriesga a encontrar al doctor Brooks, y en su lugar se encuentra con que no hay casa. Se encuentra con un viejo amigo en el tren, sólo para verse obligado a compartir una peligrosa tentación. Menciona a su amigo el doctor Snodgrass una vez está en el Ryan's, sólo para verse enfrentado con las miradas de desaprobación de Snodgrass y con la obvia aunque silenciosa acusación de que Poe es un borracho empedernido. Su propio pariente, Henry Herring, está junto a él en el Ryan's, pero en lugar de llevárselo a su casa lo envía solo a un hospital en decadencia.

»¿Cree usted, y podríamos consultar a mayor abundamiento la prensa antialcohólica, que Poe hubiera convocado al doctor Snodgrass, entre todas las personas de la tierra, si estuviera en medio de esta supuesta borrachera? No negaremos que monsieur Poe confesó haber bebido en exceso durante unos períodos de su vida, y también estaríamos dispuestos a admitir que estableció una pauta para reformarse, alternándola con algún retorno al exceso. Pero precisamente por eso, como bebedor y como sobrio experimentado, podemos interpretar de manera inteligente su concreta mención de Snodgrass hecha a monsieur Walker en el Ryan's. Podemos interpretar esa mención desde el adecuado punto de vista. Si Poe hubiera estado en plena borrachera, y por tanto hubiera quebrantado su voto, la última persona a la que habría nombrado habría sido a un destacado dirigente del movimiento antialcohólico local como Snodgrass. Por añadidura, Poe pudo haber escuchado en una conversación en Ryan's, mientras estaba allí, que monsieur Walker trabajaba como tipógrafo en el Baltimore Sun, de modo que Walker hubiera sido un testigo directo de su situación. Por añadidura de nuevo, si Poe hubiera leído algún número de los periódicos recientes, habría visto que Snodgrass sólo un día antes había obligado a destituir al candidato de su organización, John Watchman, por beber, y que andaría buscando una compensación a ese episodio, como lo haría cualquier político. No, Poe dijo el nombre de Snodgrass a Walker como un mensaje, como si, utilizando más palabras, señalara: "Yo no he bebido; en realidad he sido tan moderado, si no completamente abstemio, que el único nombre que puedo pronunciar para que acuda en mi ayuda será el de un ávido y estricto antialcohólico, y se lo diré a un tipo que trabaja para la prensa."

Duponte continuó:

– Volvamos a nuestro tren. Poe se ha separado de su amigo, quien, supongamos, se apea del tren primero o, simplemente, regresa a un vagón distinto. Afligido por sus convulsiones, Poe es observado por un solícito revisor, quien decide que Poe ha enfermado: ¡cómo podía desconocerlo el revisor! Por la razón que sea, supone que es probable que Poe cuente con personas que cuiden de él en Baltimore, o el mismo Poe tal vez murmura algo que el revisor interpreta de este modo. Viendo en ello una oportunidad de mostrarse benevolente, el revisor traslada a Poe a un tren que parte en sentido contrario al llegar al siguiente depot (que según me consta es como los americanos llaman a las estaciones), quizá en Havre de Grace.

»Siguiendo con el razonamiento, podemos pensar con más seguridad en lo sucedido en el hospital. Poe responde a las preguntas del médico que no sabe cómo ha llegado a Baltimore o por qué: él no puede explicar estos hechos. No se debe a días enteros de francachela. Tampoco le han administrado opiáceos unos diablos político como afirma el barón. Por eso Poe se refiere a su segunda llegada a Baltimore, después de haber partido de esta ciudad, y ha estado inmerso en una nube de confusión sobre cómo acabó en un tren de regreso. Así hemos impugnado las pretensiones de la prensa antialcohólica acerca de Poe, y también el argumento del barón de que P0€ fue raptado por un club político.

Yo podía ver cómo habíamos demostrado que las proclamas de la prensa antialcohólica eran falsas, pero no relacionamos eso con el argumento del barón. Planteé la cuestión a Duponte.

– ¿Recuerda la conclusión del barón en este punto, monsieur Clark, tal como la escribió en su cuaderno?

La recordaba.

Los matones políticos de los whigs del Distrito Cuarto, que tenían su cuartel general en el garito de la compañía de bomberos Vigilant, frente al Ryan's, llevaron al indefenso poeta a una bodega junto con otros desdichados: vagabundos, gentes de paso, haraganes y extranjeros. Esto explica por qué Poe, un bien conocido autor, no fuera visto por nadie en el transcurso de aquellos pocos días.

– ¿Ve usted que en el asunto del reconocimiento el barón tergiversó la lógica? Como resultado de las iniciativas del propio barón respecto de la prensa de Baltimore y de otros lugares, y debido a los numerosos volúmenes biográficos y artículos que siguieron a la muerte de Poe, el retrato de éste ha sido ampliamente difundido entre las masas, y su rostro se ha vuelto conocido, pero sólo tras su muerte. Antes de ésta, cuando Poe vivía, sólo hubiera sido reconocido, en general, entre las gentes de letras y los ávidos lectores, a quienes en última instancia hubiera sido muy improbable encontrar en la calle, pues pasarían las horas diurnas encerrados en oficinas, bibliotecas y salas de lectura. Así pues, que no se tuviese noticias de que Poe fuera visto en el transcurso de esos días resulta muy poco sorprendente y en absoluto notable. Por añadidura, como visitaba Baltimore y no había anunciado su estancia, nadie hubiera esperado ver a Poe por la ciudad, ni siquiera sus parientes. Esto, si pensamos en cómo funcionan la mente y el ojo humanos, reduce grandemente el reconocimiento. ¿Ha tenido ocasión de darse cuenta de cómo, cuando inesperadamente se encontraba con un amigo íntimo en un local donde no contaba con encontrarlo, necesita algo más de tiempo de lo usual para captar la identidad de esa persona en su cerebro, o sea más tiempo del que ha precisado para ver a alguien con quien lo une mucha menos intimidad? Este último caso se aproxima más al extraño en la calle, que resulta más fácil de identificar.

»Es un fallo generalizado en el que incurren también los periódicos, monsieur Clark. Examine el extracto del Herald de Nueva York y verá.

Abrí mi libreta, donde había escrito el testimonio que había pensado prestar ante el tribunal aquel día. La parte relevante acerca de la muerte de Poe, escrita por su corresponsal en Baltimore, rezaba así:

El pasado miércoles, día de elecciones, fue hallado cerca del colegio electoral del Distrito Cuarto, víctima de un ataque de manta a potu, y en situación de choque profundo. Reconocido por algunos de nuestros ciudadanos, fue colocado en un carruaje y enviado al hospital Washington, donde ha sido objeto de todas las atenciones.

– ¿Advierte el fallo, monsieur Clark? El corresponsal en Baltimore se empeña en mantener los hechos en su verdadera forma. Por ejemplo, es muy riguroso y concreto en que Poe fue colocado en un carruaje por otros que no lo acompañaron, de lo que en breve tendremos testimonio. Pero por otra parte sabemos que Poe no fue reconocido por unos ciudadanos. Eso lo ha escrito para nosotros un testigo de primera mano.

– ¿Se refiere usted a la nota de Walker al doctor Snodgrass, que encontramos entre los papeles del propio Snodgrass?

– Así es. Walker escribe: «Hay un caballero extremadamente fatigado en Ryan's, colegio electoral del Distrito Cuarto, que dice llamarse Edgar A. Poe, el cual parece hallarse en una situación de grave apuro», etcétera. Para Walker, Poe es «un caballero». Sólo porque Poe le comunica su nombre, Walker puede decirle a Snodgrass quién está en situación de apuro. El lenguaje empleado por Walker («que dice llamarse Edgar A. Poe») sugiere que abriga alguna sospecha de que el hombre ¡se llame de otra manera! Como si aquél fuera un alias. ¿Por qué no escribió en lugar de eso «El caballero Edgar A. Poe se halla en situación de grave apuro»?

Por indicación de Duponte continué recitándole el relato del barón sobre los últimos días de Poe.

– «Aquellos hombres ruines probablemente drogaron a Poe con diversos opiáceos. Cuando llegó el día de las elecciones, lo llevaron por la ciudad a varios colegios electorales. Lo obligaron a votar a SUS candidatos en cada uno de ellos y, para que la farsa resultara más convincente, al poeta lo vistieron con ropa diferente en cada ocasión, Esto explica que fuera hallado con prendas raídas y manchadas que de ningún modo eran de su talla. Los matones, sin embargo, le permitieron conservar su hermoso bastón de Malaca, pues se hallaba en tan débil estado, que incluso aquellos rufianes reconocieron que el bastón podía ser necesario para apuntalarlo… En todo caso lo encontraron con ese bastón apretado contra el pecho…»

Al oír esto, Duponte señaló con cierta satisfacción que el argumento del barón, aunque inteligente, trataba de encontrar una razón de la presencia de Poe en un colegio electoral y de su atuendo, en lugar de utilizar la razón para hallar la verdad detrás de ese lugar y de ese aspecto.

– Sin casa, en un lugar donde su familia vivió en otro tiempo, donde sigue viviendo parte de su familia, el efecto que sobre los sentidos de Poe tuvo encontrarse de regreso en Baltimore, donde antaño se sintió más en su hogar, todo eso combinado con los efectos de la única debilidad que se permitió en compañía de Z. Collins Lee o de otro amigo, le hace sentir ahora en la más absoluta soledad. Sin techo, no tiene otra elección salvo ir en su busca bajo la terrible lluvia, empapándose la ropa y exponiéndose a contraer numerosas enfermedades adicionales. Creo que usted ya ha comprobado de primera mano que la mayoría de la gente ni siquiera toma en consideración la especial calidad de la ropa. Cuando nos mojamos, decimos de nuestra ropa: «La camisa ya no me sirve, está echada a perder.» A diferencia de cualquier otro artículo «echado a perder», su deterioro es, digamos, temporal. Usted ha visto que esas cualidades especiales permiten a Poe cambiar su ropa por otra seca, la cual, por supuesto, no le cae como es habitual en un atuendo hecho a la medida. Probablemente esto ocurrió cerca del Ryan's. Podemos señalar que de todas las descripciones detalladas de la ropa que llevaba Poe al ser descubierto, por los adjetivos escogidos para designar su mal estado, ninguna dice que sus vestidos estuvieran mojados, aunque ésa hubiera sido la primera palabra empleada si se hubiera dado el caso. Del peculiar bastón, con su costoso estoque, sabemos que Poe no lo vendió ni cambió, pues aun en su estado mental recordaba que no le pertenecía. Debía cuidar de devolvérselo a su dueño, el doctor Cárter, de Richmond. Fue su dignidad, no su temor a sufrir violencia, lo que le llevó a mantener el bastón de su amigo apretado contra el pecho.

»Considerando la presencia de Poe en el hotel Ryan's, llegamos ahora a las sospechas de que el barón hace objeto a la familia Herring, George y Henry. No deberían confundirse, como hace el barón, los hechos colaterales con el objeto de nuestra investigación. Como observó usted en el informe que me dirigió tras escuchar el relato del doctor Snodgrass, cuando éste se percató de la situación de Poe, subió a reservar una habitación para Poe antes de enviar en busca de sus parientes, que él sabía vivían en la vecindad. Pero cuando Snodgrass tomó esa iniciativa, Henry Herring estaba al pie de la escalera, antes de que Snodgrass lo hubiera llamado. El doctor, sumido en sus preocupaciones personales e inquieto por la salud de Poe, no pareció dar mucha importancia a este hecho sorprendente cuando le hizo a usted el relato. Pero nosotros sabemos más.

»George Herring, tío de Henry, fue identificado como presidente de los whigs del Distrito Cuarto, el grupo que utilizó el hotel Ryan's en varias ocasiones en las semanas anteriores a las elecciones pan reunirse, incluida una vez dos días antes de los comicios. El barón da por hecho que después de eso George Herring también estuvo en el Ryan's, aquel bastión whig, el mismo día de las elecciones, o sea el día en que Poe fue hallado. En esto su razonamiento es acertado. Sin embargo, el barón afirma luego que Henry y George Herring, sabiendo que Edgar Poe sufría los efectos de cualquier sustancia embriagante conspiraron para que fuera uno de sus votantes y llevarlo por toda la ciudad.

– Pero sigue siendo una coincidencia notable, me atrevería a decir que sospechosa, monsieur Duponte, que George y Henry Herring estuvieran presentes en el Ryan's antes de que el doctor Snodgrass llamara a los parientes de Poe.

– Es una coincidencia, monsieur Clark, una mera coincidencia que convierte el otro hecho en algo completamente natural. La coincidencia a la que me refiero es la presencia de George Herring en el mismo lugar en que fue descubierto Poe. George Herring está allí porque es el presidente de los whigs del Distrito Cuarto, y el Ryan's ese día el colegio electoral del Distrito Cuarto. Su presencia resulta de lo más natural. Por qué se encuentra allí Poe lo aclararemos dentro de un momento. Henry Herring es primo de Poe por su matrimonio con una mujer que murió hace algunos años. Muy poco después de ese fallecimiento contrajo otro matrimonio, lo que contribuyó, podemos imaginar, a que Poe caracterizara a monsieur Henry, en una carta, como un «personaje sin principios». Hablando en términos generales, Poe termina en un lugar bullicioso por partida triple (como hotel, taberna y colegio electoral), con un hombre que es el tío de una prima desaparecida. Me temo que en esto no hay tanta coincidencia como le hubiera gustado al barón.

»Sea como fuere, el barón propone que George Herring seleccione a Poe como votante fraudulento, porque monsieur George sabe, por su familia, de la vulnerabilidad de Poe cuando está bajo la influencia de sustancias embriagantes, incluso las normales. ¡Curiosa idea! Puesto que monsieur George es probable que sepa que Poe es impredecible bajo los efectos de sustancias embriagantes, ésa sería una razón concreta para no elegirlo como votante fraudulento, ¡papel que sólo pueden desempeñar hombres que toleren bien el alcohol!

»Pero dejando atrás los cuentos del barón sobre los votantes fraudulentos, retornemos a nuestras supuestas coincidencias. Dado que George Herring tendría algún conocimiento sobre Poe y tal vez una relación con él a través de Henry Herring, al advertir la situación apurada de Poe, casi con toda seguridad mandó llamar a monsieur Henry Herring. Nuestra mera coincidencia, a saber, la presencia de George Herring y Edgar Poe en el mismo edificio dedicado a tres actividades, da lugar de forma muy natural a nuestro segundo incidente, la insólita presencia de Henry Herring antes de que lo llamara Snodgrass.

»¿Y qué significan los subsiguientes acontecimientos que condujeron a que Poe fuera enviado al hospital? Snodgrass ofreció alquilar una habitación en el piso alto, en la parte del edificio dedicada a hotel. George Herring no quería que Poe permaneciera en el Ryan's en su penosa situación, pues como presidente whig deseaba evitar precisamente las acusaciones de fraude o de recurso a votantes comprados que el barón hizo más tarde. Henry Herring no era precisamente un compañero predilecto de Poe, como el barón señala con razón, y no invitaría a Poe a su casa, donde monsieur Henry aún recuerda con disgusto que Poe pretendió a su hija Elizabeth años antes. Snodgrass no podía recordar si había uno o dos parientes de Poe en el Ryan's, lo cual no es del todo cierto porque tanto Henry como George Herring estaban delante de él. Poe es enviado, pues, al hospital, cuyos responsables dan entonces aviso a Neilson Poe.

– Si no hubo nada insidioso, si los Herring no hicieron nada, monsieur Duponte, ¿por qué Henry Herring y Neilson Poe, primo tanto de Henry Herring como de Edgar Poe, se mostraron tan remisos a hablar del asunto o no instaron a la policía a realizar investigaciones?

– Al formular la pregunta, usted mismo la ha contestado, monsieur Clark. Porque no hicieron nada (o sea poquísimo), no deseaban llamar la atención sobre el caso. Piense en eso. George y luego Henry Herring estaban presentes aun antes que el doctor Snodgrass, y no hicieron nada. Cuando se hizo algo, se lo envió al hospital solo, tumbado, atravesado en los asientos del carruaje. Incluso se olvidaron de pagar al cochero, como usted supo por el doctor Moran. También sellaron el destino de Poe dando por supuesto que sencillamente estaba como una cuba, hasta arriba de licor, y no dudaron en transmitir esta idea a los médicos en una nota que acompañó a Poe al hospital. Con ello, los cuidados prestados al paciente, en lugar de combatir SU compleja enfermedad y, tal vez, la multitud de enfermedades que había contraído por cansancio y exposición a la intemperie, se quedó en el tratamiento superficial que se aplicaba a los que llegaban muy bebidos. Neilson Poe llegó al hospital, pero ni siquiera pudo ver al paciente.

»Este relato de los hechos no es como para que la familia se sienta orgullosa, en particular para un hombre ambicioso como monsieur Neilson, que no quería empañar el apellido Poe. Esto explica también la renuncia de la familia a celebrar un entierro más concurrido. No deseaban atraer la atención hacia sus papeles en los días finales del escritor, ni tampoco recordar a nadie que el propio Edgar Poe había vertido palabras cáusticas sobre Henry Herring y sobre Neilson Poe. Hay algo de "vergüenza" en eso, que es la palabra que Snodgrass escribe en su poema sobre el tema. Los métodos que a menudo son necesarios para comprender los motivos de alguien no SC deben a lo que ese alguien ha hecho, sino a lo que sencillamente ha omitido hacer y ha descuidado considerar.

– Pero -continuó Duponte- el barón no erró del todo al considerar el hecho del descubrimiento de la indisposición de Poe un día de elecciones como algo más que casualidad. El barón desea encontrar causa y efecto; nosotros, por nuestra parte, buscaremos causa y causa. ¿Cómo, monsieur, describiría usted la ciudad de Baltimore en día de elecciones?

– Un tanto impredecible -admití-, en ocasiones salvaje. Peligrosa en ciertos barrios. Pero ¿significa esto que Poe fue secuestrado?

– Desde luego que no. El error de hombres como el barón, que aplican sus pensamientos atolondrados a crear violencia, es imaginar que la máxima violencia contiene sentido y razón, cuando, por su misma naturaleza, eso es justamente lo que le falta. Pero no debemos olvidar los efectos secundarios que pueden provenir de intervenciones externas. Piense en monsieur Poe. Expuesto a un tiempo deplorable, habiendo fracasado en conseguir el dinero fácil de Filadelfia, su constitución se debilitó y su mente se alteró por un único vaso de alcohol. Poe fue vulnerable a los grandes enemigos de nuestro bienestar: en primer lugar el miedo y en segundo lugar el horror.

»Ahora ¿quiere poner encima de la mesa esos periódicos locales que usted fue recogiendo poco después de nuestra llegada de París?

El primer recorte que seleccionó Duponte era del Baltimore Sun, del 4 de octubre, el día después de las elecciones. Muy poca emoción, decía, refiriéndose a las vicisitudes de los comicios. No tenemos noticia de perturbaciones en los colegios electorales ni en parte alguna.

Otro recorte rezaba así:

Ayer por la tarde, un individuo que al parecer había ingerido más alcohol del tolerable, se situó frente al mercado de Lexington, y durante una hora atacó y asaltó a todos los hombres que pasaban por el lugar, los cuales, afortunadamente para el pobre beodo, consideraron que éste mostraba un talante bondadoso; de lo contrario se lo hubieran hecho pasar mal. Golpeó a varios de ellos en la cara, pero ellos se abstuvieron de responderle dado su estado de ebriedad. Luego se dirigió a una taberna, y a continuación a las dependencias judiciales, que estaban cerradas (era hora de cenar), quizá en busca de justicia.

Y finalmente éste, que databa de la misma tarde.

Asalto. Hacia el atardecer del miércoles, cuando un carruaje en el que viajaban cuatro personas, entre ellas el señor Martin Rudolph, ingeniero del vapor Columbia, circulaba por la esquina de las calles Lombard y Light, un atroz desalmado arrojó una gran piedra que golpeó al señor Rudolph en la cabeza, sin causarle, afortunadamente, más que una grave contusión.

– El primer artículo -dijo Duponte- insiste en que no hubo perturbaciones en ningún lugar de la ciudad. Pero aquí, por separado, encontramos algunas muestras de lo que podríamos llamar perturbaciones habituales. Mire, en un periódico, en especial en los mejores, una mano difícilmente se da cuenta de la otra, y así, sólo leyendo todo el periódico (nunca un solo artículo) podemos afirmar que hemos efectuado una lectura completa. Es probable que algún policía les dijera que no se habían producido perturbaciones. En Europa, la policía quiere que todos los delincuentes sepan que está ahí; en América, la policía quiere que la gente crea que no hay delincuentes.

»Examinemos estas dos perturbaciones por separado. En primer lugar, tenemos a un tipo recio y tosco, del que se dice que ha golpeado en la cara a varios hombres que pasaban por allí, y que se fue sin que sus conciudadanos lo acosaran. Mientras que el redactor, desde la cómoda posición en su escritorio, prefirió creer que el público no se dio por ofendido por el hecho de que el beodo tenía un "talante bondadoso", yo preguntaría cuántos tipos de talante bondadoso han sido clasificados como tales después de haber dado de puñetazos a unos hombres en la cara. Más bien podemos sospechar con seguridad que la naturaleza de la perturbación era notablemente común ese día como para no atraer la atención ni de las autoridades ni de la gente corriente. O sea que hubo muchas como ésa que no dieron lugar a reacciones. Lo cual puede darnos más idea de los sucesos el día de las elecciones en el resto de la ciudad que lo que los redactores imaginan.

«Tornando ahora el segundo recorte, describe una escena a no mucha distancia, creo, del colegio electoral donde Poe fue descubierto, en Lombard esquina a High. Lea de nuevo el recorte, que describe a un ingeniero y a sus compañeros de carruaje golpeados por una gran piedra arrojada por algún desalmado. También podemos imaginar a Poe teniendo que esquivar una tempestad de piedras salvajes por esas calles o, quizá, ahora enfermo por haber bebido, por la terrible exposición a muchas horas a la intemperie y por la completa falta de sueño. Poe pudo haberse sentido lo bastante desorientado para andar arrojando piedras a villanos, malhechores y bribones, imaginados o reales, que llenaban las calles ese día. Apenas hay diferencia si pensamos en Poe como blanco o buscando blancos, o envuelto en este incidente o no. Lo que sí sabemos es que Poe padecía probablemente un miedo maniático en este punto, como reacción a los actos salvajes y desordenados que pudo presenciar por las calles a lo largo del día. El colegio electoral, más que como una oscura mazmorra de crueldad (como su barón considera necesario presentarlo), puede muy bien haberlo visto Poe como un santuario, un lugar donde acaso había algo parecido al orden. Poe entró en busca de ayuda, pero por desgracia era demasiado tarde para hallarla. De este modo, hemos seguido completamente a Poe desde su desembarco hasta su fútil rescate por Snodgrass.

– Pero ¿y las palabras de Poe en el hospital? -dije-. Sus gritos llamando a «Reynolds» ¿no podrían ser un indicio de alguna responsabilidad o conocimiento por parte de Henry Reynolds, aquel carpintero que sirvió de vocal en las elecciones en el lugar donde fue encontrado Poe?

En el rostro de Duponte se reflejó la auténtica diversión.

– ¿No lo cree? -pregunté.

– No tengo ninguna razón para no creerlo como una posibilidad, si es eso lo que quiere decir, monsieur Clark. Otros creerán que pueden adivinar lo que es insólito en la mente de Poe, una imposibilidad para cualquiera, pero mucho menos tratándose de un genio. Para conseguirlo, lea sus cuentos, lea sus poemas y encontrará todo lo que es extraordinario y singular, o sea lo que no se repite en las mentes ajenas a Poe. Pero para entender los pasos que llevan a esa muerte, usted debe aceptar lo que es ordinario en él, en cualquiera, y en todo cuando lo rodea y que choca con su genio. Ésas serán las respuestas.

»Que Poe pronunciara esa palabra, "Reynolds», durante muchas horas la noche de su muerte en el hospital es algo a lo que no deberíamos prestar atención… si nuestro propósito es comprender cómo murió. Poe carecía de claridad mental debido a un conjunto de circunstancias dispares que ya hemos enumerado. Que el barón) que otros observadores pudieran fijarse en eso demuestra la común falta de comprensión sobre cómo y por qué las personas piensan y actúan como lo hacen. Aun sin una profunda consideración del asunto, podemos recordar que Poe se halla en un estado en el que se siente completamente solo. La verdad es que pudo haber llamado a cualquiera. Pudo haber sido el último nombre que oyó, que quizá correspondía al mismo carpintero que nos visitó en su salón, o pudo haber sido el nombre de alguien que tuvo parte en un asunto de muerte, ocurrido varios años antes, y que sigue siendo demasiado peligroso para nosotros hablar de él. [7]Pero es más probable que tenga que ver con algo tan distante de su muerte que nunca lo conoceremos; por eso Poe pensó en ello, como un hombre atrapado en un pozo pensaría en escapar, no en el pozo. No sobre la muerte, que está tan cercana a él, sino sobre la vida que deja atrás.

» Ahora lo comprende. Todo esto, todo lo que hizo en esos días, desde que bajó del barco de Richmond, fue escapar de Baltimore, de su falta de una casa. La ciudad había sido antaño su hogar, la tierra de su padre y de su abuelo, el lugar de nacimiento de su esposa y de su adorada suegra, a la que llamaba Muddy, Madre, pero ahora no tenía ya casa allí.

He llegado a mi casa, nunca más mi casa, porque cuantos la constituían han desaparecido.

Aquí Duponte pareció dispuesto, completamente inconsciente de mi presencia, a recitar más versos de Poe, pero se detuvo.

– No, no tenía casa aquí. No en este Baltimore donde no se fiaba de los parientes que le quedaban de apellido Poe, ni siquiera para informarlos de su presencia, y por supuesto ellos se sintieron después avergonzados de cómo se comportaron ante su fallecimiento, y optaron por hablar lo menos posible del asunto con el fin de no parecer sospechosos. Tampoco era su hogar Nueva York, donde su esposa, Virginia, había muerto y estaba enterrada, y de donde se disponía a marcharse para siempre. Tampoco la ciudad de Richmond, donde el matrimonio con un amor de niñez no pasó de un proyecto, si bien atractivo, y donde persistía con fuerza el recuerdo de la pérdida de un hogar allí en otro tiempo y de la desaparición de su madre y de sus padres adoptivos. Y tampoco Filadelfia, donde residió y escribió, donde se vio obligado a utilizar otro nombre para no arriesgarse a perder la última carta amorosa de alguien de su familia entregado a él, y adonde, por alguna razón, resultaba que en ese instante no podía ni llegar en tren.

»Ahora ve con claridad el mapa de los movimientos que intentó Poe en la última época de su vida: desde Richmond trató de ir a Nueva York, desde Baltimore trató de ir a Filadelfia. No es un hecho baladí que en esas cuatro ciudades hubiera vivido alguna vez y que anduviera incesantemente de una a otra. Si en torno a su habitación del hospital había veinte hombres llamados Reynolds, el Reynolds de Poe, hombre o idea, seguiría estando muy lejos de allí (no de la enfermedad, no de la muerte). En algún lugar donde permanecerá mucho tiempo. Ese nombre, monsieur, no nos revela nada de las circunstancias de la muerte de Poe, y siempre permanecerá como posesión de Poe tan sólo. En este sentido, es el más esencial y el más secreto de todos los detalles.

Cuarenta minutos después de que la sala hubiera sido evacuada, cuando se encontró que las puertas estaban cerradas por dentro, se produjo otra conmoción. Más tarde se declaró que yo estaba más loco que una cabra por ese comportamiento hacia el juez, que naturalmente estaba airado.

Pero aún no había terminado con Duponte cuando las puertas empezaron a ser violentamente sacudidas. Después de que el analista concluyera por completo su demostración, que presentó con unos pocos detalles más de los fielmente transcritos más arriba, Duponte miró la puerta y me volvió la espalda.

– Puede usted contarle todo eso al tribunal -dijo-. Quiero decir, todo lo que hemos hablado. No perderá su fortuna ni entregará Glen Eliza. Todos los puntos concretos no serán comprendidos por algunos de sus colegas más simples, claro está, pero la cosa funcionará.

– No soy un comediante y no proclamaré esas ideas como mías, y no soy un charlatán como para atribuírselas al barón. Hablaré de usted, monsieur, debo revelar su genio, si les cuento esto. Y si por azar revelara algo que pusiera de nuevo a esos hombres tras la pista de usted… Si lo cazan…

– Puede decirlo todo -me interrumpió Duponte.

Asintió lentamente, para demostrarme que comprendía el riesgo para él, y fue sincero al otorgarme su permiso.

Monsieur Duponte… -empecé a decir, lleno de gratitud.

Miré los fragmentos de rostros y de bocas vociferantes a través de los cristales de las puertas de la sala. La muchedumbre demandaba que fueran abiertas. Supongo que esa visión me hipnotizó. Cuando finalmente las puertas fueron desatrancadas, perdí de vista a Duponte en medio del torrente de gente. Peter corrió hacia mí y me hizo a un lado.

– ¿Quién era ése…, quién era ese hombre que estaba contigo?

No respondí.

– Era él. Auguste Duponte, ¿no es así?

Lo negué, pero sin mucha convicción.

– ¡Lo era, Quentin! -dijo Peter con irrefrenable alegría-. Entonces ¡te lo ha dicho! ¿Te ha contado todo lo que necesitas saber para descubrir el misterio de la muerte de Poe? ¡Y para sacarte de todos tus problemas! ¡Un milagro!

Asentí. Peter no dejó de sonreír mientras yo regresaba al estrado de los testigos. El juez, excusándose por la interrupción, reprendiéndome por haber cerrado las puertas y asegurándonos que el vagabundo que estaba fuera del edificio había sido desarmado, me pidió que prestara mi testimonio.

– No -susurré.

– ¿Qué, señor Clark? -dijo el juez-. Debemos oír su testimonio. ¡Hable, por favor!

Me levanté. La piel en torno a los ojos del juez se arrugó a causa de la irritación. Los espectadores cuchichearon entre ellos. La sonrisa de Peter se borró de su rostro. Cerró los ojos ante lo que comprendía que iba a ocurrir, y apoyó la cabeza en la mano.

Miré a mi tía abuela a través de la muchedumbre. Peter empezó a gesticular desaforadamente indicándome que me sentara. La señalé con mi bastón.

– La memoria de mis padres me pertenece, y Glen Eliza y todo cuanto hay en ella pertenece al nombre que llevo. Lucharé por todo eso, tía abuela, aunque probablemente no venceré. Viviré felizmente si puedo y moriré pobre si debo. No me obligaréis a desistir ni tú, ni la tía Blum ni todo el arsenal del fuerte McHenry. Un hombre llamado Edgar Allan Poe murió una vez en Baltimore, y quizá sucedió porque era un hombre con unos sueños mejores que los nuestros y lo utilizamos para eso, lo utilizamos hasta que no quedó nada de él. Vigilaré para que nadie vuelva a utilizarlo. -Creí que podía añadir también esto, apuntando con mi bastón en todas direcciones hacia el auditorio-: Y me casaré con la señorita Hattie Blum mañana en el valle situado al pie de Glen Eliza, al atardecer, invito a todo Baltimore, ¡y todo saldrá bien!

Creo que oí a una de las hermanas de Hattie caer desmayada al suelo. Hattie, que permanecía rígida a pesar de estar arropada por los brazos de su tía, como tornillos de carpintero, se liberó y corrió hacia mí. Se requirió a Peter para que contuviera a la familia Blum con explicaciones y seguridades.

– ¿Qué ha hecho? -me dijo Hattie con un susurro nervioso.

El hervidero humano había subido el tono, y el juez estaba ahora imponiendo silencio.

– He probado que tal vez mi tía abuela tenía razón -dije-. Su familia no nos dará nada, y yo ya tengo deudas. ¡Puedo haber despilfarrado cuanto tengo, Hattie!

– No. Usted me ha demostrado que tiene razón. Su padre se sentiría orgulloso hoy porque usted está hecho de la vieja madera, Quentin.

Hattie me besó rápidamente en la mejilla, escapando a mi abrazo y corriendo a tratar de calmar a su familia.

Peter me agarró del brazo.

– ¿Qué es esto?

– ¿Dónde está? -pregunté-. ¿Has visto adonde ha ido Duponte?

– ¡Quentin! ¿Por qué no te has limitado a repetir todo lo que te dijo ese francés? ¿Por qué no le has dicho al tribunal la verdad de lo que tú y él descubristeis?

– ¿Y con qué fin, Peter? -pregunté-. Para salvarme. No, eso es lo que ellos esperan que haga, y así podrían pensar que me conocen, y que soy inferior porque soy diferente. No, no pienso hacerlo. Que la opinión pública se vaya al diablo hoy: esta historia quedará por contar en lo sucesivo. Hay una persona a quien hoy se la contaré, Peter. Quiero que ella me comprenda siempre, como lo hizo antes, y ella debe oír la historia por sí misma.

– ¡Quentin, Quentin! ¡Piensa en lo que haces!

Capítulo 36

No compartí el relato de la muerte de Poe con aquella sala de audiencia, ni aquel día ni ningún otro. En lugar de eso, trabajé junto a Peter y me convertí, como a él le gustaba decir más tarde, en un abogado irrecuperable, encontrando cada punto de inconsistencia y cada suposición infundada en el caso contra mí. Al final, ganamos. Recibí el reconocimiento oficial de mi salud mental y actué hábilmente, según la opinión de la mayoría de quienes siguieron el completo desarrollo del proceso. Aunque fueron pocos los que creyeron plenamente en mi salud mental, admitieron que el juicio apuntaba en aquella dirección.

Se extendió mi reputación por haber dado un sesgo original a la sutileza legal. Volví a asociarme con Peter en igualdad de condiciones y nos convertimos en uno de los bufetes de más éxito de Baltimore en materia de hipotecas, deudas e impugnación de testamentos.

Al despacho se sumó un tercer letrado, un joven de Virginia de gran laboriosidad, y Peter pronto se casó con la no menos laboriosa hermana de ese caballero.

Aunque la policía no buscó a Edwin Hawkins en relación con la desdichada agresión a Hope Slatter, se dijo que el traficante de esclavos había declarado en privado que conocería al hombre si se lo encontraba. Pero sólo unos pocos meses después del incidente, Slatter decidió que Baltimore había empezado a no ser segura para su negocio y trasladó su empresa de trata a Alabama, lo que permitió el regreso seguro de Edwin Hawkins a Baltimore. Mientras tanto, Edwin, habiendo perdido su empleo en los periódicos, empezó a leer libros de Derecho, y se convirtió en un escribiente de primera categoría en nuestro despacho en expansión, y más tarde, cuando ya contaba sesenta años, se hizo abogado.

Nueve años después de mi última visita, regresé a París con Hattie, y nos llevamos a la hija pequeña de Peter Stuart, Annie. No quedaba nada de la vigilancia generalizada ni del espionaje que experimenté entonces. En algunos aspectos, París era un lugar más cómodo al convertirse en un imperio bajo Luis Napoleón que cuando era una república bajo el mismo hombre. Como hijo de una nación que era república, recibí la indeseada influencia de un hombre que planeaba derrocar aquella forma de gobierno. Como emperador, Luis Napoleón tenía el poder que deseó, y no tardó en pensar ejercerlo plenamente día tras día.

La rama baltimorense de la familia Bonaparte, tras la conferencia de Jéróme Napoleón Bonaparte con el nuevo emperador, recibió por decreto el derecho a ostentar el apellido Bonaparte para todos los descendientes de madame Elizabeth Bonaparte. Pero el emperador no otorgó derechos de sucesión ni propiedad imperial alguna a madame Bonaparte, pese a las instrucciones que al respecto dio a su hijo. Cuando años más tarde murió Luis Napoleón, ninguno de los nietos de madame Bonaparte, ambos tan apuestos y tan altos como cabía esperar, se convirtió en emperador de los franceses. Ella vivió muchos años en Baltimore, y se la podía ver a menudo por las calles, con su gorro negro y su sombrilla roja. Sobrevivió a su hijo Bo.

Mientras tanto, Bonjour se había convertido en un miembro popular del reducido círculo francés de Washington, y era muy admirada y requerida por su independencia e ingenio. Descubrió que gozaba de una perfecta libertad en América como viuda. Otra que también se atribuía la condición de viuda (aunque su marido, el viejo Jéróme Bonaparte, aún vivía en Europa), madame Bonaparte, durante muchos años encontró placer en instruir y estimular a mademoiselle Bonjour en diversos ardides y romances, aunque ésta no solía seguir su consejo. Bonjour se negó a volverse a casar, incluso cuando tuvo serios problemas financieros. A través de ciertos amigos, había conocido a monsieur Montor, y pronto se dedicó al teatro. Se convirtió en una sensación menor como actriz, actuando en varias ciudades aquí y en Inglaterra, antes de optar por escribir novelas populares.

Aquel día en la sala de audiencia fue la última vez que vi a Auguste Duponte. Tan sólo intercambiamos unas pocas palabras más de las que he mencionado. Creo que tuve un presentimiento en la sala, un presagio de que aquél era nuestro último encuentro. Una vez que el público hubo ocupado sus asientos, me apresuré fuera y localicé a Duponte abandonando el palacio de justicia. Traté de pensar qué podía decir.

– Poe -dije-. Es Poe…

En mi mente había un discurso coherente e importante para pronunciarlo antes de separarnos, pero, frente a él, no logré recordar cómo era. Pensé en la carta de Poe, de su época de Richmond, que esperé tanto tiempo y que pudo haber revelado que se proponía reunirse conmigo en Baltimore. Pero la carta no llegó y nunca llegaría, aunque aquella mañana experimenté una sensación casi equivalente, como si la tuviera, si eso puede ser debidamente comprendido.

Duponte miraba desde lo alto de la escalinata del palacio de justicia, contemplando, más allá de Monument Square, a un hombre y una mujer que reían juntos y a un viejo esclavo que llevaba un caballo joven, sabiendo que podrían andar por allí los que le habían visto en la calle y lo reconocieron. Peter y otros abogados me estaban llamando para que volviera dentro. Recuerdo lo que vi con la misma vivida limpidez que si fuera hoy. La mandíbula de Duponte pareció aflojarse, se humedeció los labios, y aquella extraña sonrisa que había reflejado el retrato del artista, aquella auténtica cara de picardía, de logro y de genio volvieron por un momento, extravagantemente, antes de que desapareciera con él al otro lado de la calle.

Siempre buscaba menciones de él -bajo algún nombre inventado, por supuesto- en las columnas de los periódicos relativas a lugares lejanos.

A veces estaba seguro de encontrar una referencia a mi viejo amigo, aunque nunca se revelaba directamente y, por lo que sé, nunca regresó a Estados Unidos. Había veces que tenía un vago presentimiento de que aparecería inesperadamente cuando más lo echaba de menos; por ejemplo, en un período en que Hattie cayó desconcertantemente enferma, o en aquellos meses en que a Peter no pudo localizársele en su época de general, que dio mucho que hablar, durante la guerra.

A lo largo de muchos años sentí que, en cierto sentido, estaba esperando. Esperaba contar mi historia, la historia de Edgar Poe, esperaba que llegara un tiempo en que la mente de Poe fuera desvelada, esperaba que un día otros necesitaran lo que yo había encontrado en Edgar Poe. Escribí esta historia con cuidadosa caligrafía en unos cuadernos: necesité más de uno, pues siempre estaba añadiendo impresiones. Y aún espero escribir más.

A veces saco el bastón de Malaca de su lugar para sentir su peso en las manos, y cuando estoy solo y desenvaino el reluciente estoque, me río con un sobresalto y pienso en Poe, elegantemente vestido a su llegada a Baltimore, con el bastón de Malaca dando confiada seguridad a sus pasos.

Hattie quería saber más acerca de Duponte. Incluso expresaba envidia por su tía, que había tenido unos breves encuentros con él, aunque de ese tema estaba prohibido hablar con la tía Blum, incluso en su vejez. Hattie a menudo me pedía mi opinión final sobre él y su carácter. No podía dársela. No podía expresar nada que se aproximara. Conservaba el retrato que fue pintado tantos años antes, pero lo que me había parecido una réplica exacta, ahora se me antojaba que no tenía nada que ver con Duponte ni, en su caso, con el barón. O más bien no se parecía ni lejanamente a Duponte en comparación con las imágenes que de él conservaba en mi mente.

Pero permanecía en la biblioteca de Glen Eliza, donde él estuvo sentado. Cuando hablaba de él, los invitados a cenar llegaban a maravillarse de que existiera un hombre tan raro. Aquí disminuía el interés de Hattie por el tema de Duponte. «También lo hiciste tú, querido Quentin», solía decir Hattie. Y entonces, al percibir mi mirada sombría ante su afirmación, me amonestaba en broma: «Sí, lo hiciste, lo hiciste.»

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