2. MADRID-LONDRES

Aunque Marga insistió en correr con todos los gastos, fue Victoria quien se ocupó de buscar los billetes de avión y de hacer una reserva de dos habitaciones en un hotel agradable y modesto de Tottenham Court Road, el Court Lodge. No se lo dijo a las otras, pero ella ya había estado allí. Jan la había llevado en un viaje sorpresa tras una de sus primeras rupturas con Santiago. Ninguno de los dos conocía Londres, y lo vieron juntos por primera vez, ella llorosa y triste, Jan galvanizado por el entusiasmo que provoca a los veinte años la conciencia de estar descubriendo el mundo. Aparte de las actividades turísticas obligadas -del cambio de guardia a las burlas a los guardianes inmóviles de Downing Street-, de aquellos cinco días recordaba los sándwiches de atún, que habían constituido su dieta básica, la sorpresa del anciano recepcionista cuando insistieron en ocupar una habitación con dos camas y el afternoon tea del Savoy, pues a pesar de su escaso presupuesto Jan había insistido en gastar treinta libras en la merienda en un hotel de lujo. Victoria había protestado, pero luego, cuando entró en el vestíbulo del Savoy hundiendo los zapatos en las alfombras y fue formalmente conducida a su mesa por un camarero de frac, entendió la insistencia de Jan en aquel dispendio: quería que los dos tuviesen ocasión de asomarse a un universo que no era el suyo, quizá para recordarle a ella cuánto les quedaba por descubrir aunque en ese momento no le importase nada más que su fracaso amoroso y la sensación de que el mundo zozobraba a su paso.

Al entrar en la recepción del Court Lodge, se dio cuenta de que habían cambiado muchas cosas desde su paso por allí veinticinco años antes. El recepcionista ya no estaba -quizá había muerto, pensó Victoria, y notó un pellizco en el estómago- y del vestíbulo había sido retirada una pequeña fuente artificial que derramaba agua aceitosa sobre una ninfa dormida. La moqueta polvorienta había sido sustituida por un suelo de parquet -más fácil de limpiar pero despojado de todo encanto- y los sillones despeluchados de la recepción dejaban sitio a unos sofás de aspecto más bien incómodo. Victoria se reprochó no haber buscado otro alojamiento, pero estaba empeñada en darse un chapuzón de nostalgia. Y había errado el tiro.

Vic iba a dormir con Solange. Llevaba años sin compartir habitación con una mujer, pero no se había atrevido a reservar un cuarto para ella sola, pues, por mucha herencia inesperada y muchos miles de euros que tuviera en el banco, Marga seguiría conservando siempre su conciencia austera, y hubiese encontrado absurdo pagar por un alojamiento individual. Así que se preparó para incluir en su intimidad a una adolescente sobreexcitada por tantas novedades: su madrastra era rica, ella lo sería en un futuro -un futuro muy lejano, pensaba refunfuñando- y estaba en Londres. Ahora se afanaba en colocar su ropa en el armario mientras canturreaba una canción.

– Tía Vic, gracias por dormir conmigo… Será muy divertido, ¿verdad? No puedo creer que estemos aquí. Papá había prometido traerme a Inglaterra al acabar el colegio. Ya sé que no será lo mismo sin él, pero…

– Lo pasaremos muy bien -Victoria se apresuró a atajar cualquier sentimentalismo-. A ver si hay suerte y Marga arregla pronto sus asuntos con ese Faraday…

– Hay que ver lo bien que te portas con ella…

Victoria sonrió.

– No es para tanto. Marga tiene sus cosas, como todo el mundo, pero es una persona estupenda… y, sobre todo, era la mujer de tu padre.

– Pues por eso lo digo. Yo en tu lugar no podría verla ni en pintura.

Pero ¿de qué demonios estaba hablando aquella niña? Para su sorpresa, Solange tomó a Victoria de la mano y la miró con sus enormes ojos grises -aquellos ojos tan parecidos a los ojos de Jan- ladeando la cabeza como un pájaro.

– Tía Vi… Sé que siempre estuviste enamorada de mi padre.

Victoria se echó a reír. Hasta alguien tan inexperto como Solange se daba cuenta de que sus carcajadas no podían ser más sinceras.

– Ay, Solange… ¿De dónde has sacado semejante cosa?

– Chloe me lo dijo.

«Haber empezado por ahí. Chloe. Con su acento francés, su cintura estrecha y su lengua viperina. Chloe Deschamps, capaz de convertir en mierda todo lo que tocaba. Detestable francesa de culo operado. Maldita Chloe…»

– ¿Qué te contó exactamente?

Solange frunció el ceño en un gesto algo teatral, como si tuviese que hacer esfuerzos para recordar.

– A ver… Pues que estabas loca por papá… que ya lo estabas antes de que yo naciera, pero que él pasaba de ti, y que estabas tan colgada de él que cuando yo nací te fuiste a París para convencerle de que volviese a España, y le ayudaste a cuidarme durante mucho tiempo… Y luego apareció Marga y se casó con ella y tú eras tan tonta, eso lo dijo Chloe, ¿eh?, que ni siquiera intentaste quitárselo, y en lugar de eso te largaste a Nueva York para poner tierra de por medio, y allí te casaste con Herder porque tu gran amor ya estaba con otra mujer.

«Chloe, Chloe, Chloe. Deberían encerrarte en algún lugar del que no pudieras volver para hacer daño a la gente… tal vez en una sima profundísima… o en lo alto de una cumbre inaccesible…»

– Sol… tu madre no sabe nada de relaciones humanas. -No añadió que porque era un ser abyecto incapaz de preocuparse por los sentimientos ajenos-. Y aún menos de Jan y de mí. Yo no estaba enamorada de tu padre. Y sí, fui a París a buscarle, pero no porque estuviese colgada de él, como tú dices, sino porque su vida allí era un desastre. En cuanto a lo de Nueva York, me marché porque tenía una buena oferta de trabajo, no porque quisiese alejarme de nadie, y menos de mi mejor amigo.

– Pero… ¿en serio que nunca pensaste en que papá y tú… bueno, podíais estar juntos de verdad y todo eso?

– Solange… ya estábamos juntos. Y de una forma muy especial: sin obligaciones, sin compromisos, sin nada. Supongo que por eso nos fue tan bien. Porque nunca intentamos ser uno, que es lo que acabas deseando cuando te enamoras de alguien. Siento que tu madre te confundiera, y también que no hablases del asunto con Jan o conmigo para aclarar las cosas.

Solange hizo un puchero, suspiró y luego se puso de pie para colocar bien en el perchero una chaqueta que estaba torcida.

– ¿Sabes? Yo llegué a odiar a Marga… la odié de verdad, porque pensé que ella había impedido que tú y papá fueseis pareja.

Victoria iba a contestar que eso era exactamente lo que buscaba Chloe: una eterna hostilidad entre Solange y la mujer de su padre. Pero se mordió la lengua a tiempo. La hija de Jan tenía toda la vida por delante para descubrir quién era su madre, y no había ningún motivo para acelerar el proceso.

– Anda, acaba de arreglar tu ropa. Yo voy a acompañar a Marga en su visita al dichoso señor Faraday. Espero que me caiga bien. Me pongo mala sólo de pensar que va a regalar doscientos mil euros a un rarito que ni siquiera contesta al teléfono.

«Faraday's Things» era exactamente como Victoria había imaginado: un precioso establecimiento del siglo XIX con escaparate de cristal y madera, al que a buen seguro se había asomado alguna vez el propio Charles Dickens. La mercancía no parecía precisamente propia del local de un chamarilero, sino que estaba integrada por delicados objetos de plata antigua, porcelanas ligeras como el aire, piezas de cristal, figuras de bronce y joyas de esmalte exhibidas sobre un fondo de seda de un amarillo tostado. Se demoraron un rato antes de entrar, mientras observaban en silencio aquella exquisita colocación de tesoros.

– Por última vez, Marga -Victoria se dio cuenta de que estaba hablando en susurros-, el dueño de esta tienda no tiene pinta de necesitar un cuarto de millón de dólares. Aún estamos a tiempo. Podemos darnos la vuelta y llevar a Solange de paseo por Hyde Park…

– Déjalo ya, ¿quieres? Está decidido. Vamos adentro. Y… y esta vez hablaré yo.

Increíble. Así que el ratoncito sacaba pecho. Pues venga, adelante. A ver cuánto tiempo tardaba en echarse a llorar. Un bufido del señor Faraday bastaría para poner a Marga en fuga. Una simple mirada, seguramente, sería suficiente para desinflar su arrojo.

No había clientes en la tienda. Una mujer alta y corpulenta -a buen seguro, la gélida señorita Starck- estaba afanada en la limpieza de un candelabro. Victoria se dijo que, si se dirigían a ella, les aseguraría que Faraday no estaba. Y fue entonces cuando, desde la trastienda, entró aquel hombre.

No parecía tener mucho más de sesenta años. Era alto, enjuto, de rasgos aristocráticos ocultos a medias por una finísima barba gris, igual que el cabello espeso e impecablemente peinado. Llevaba una chaqueta de tweed sobre la camisa blanca, y los ojos protegidos tras unas gafas de montura de alambre. Victoria se fijó en que tenía las manos delicadas de un concertista de arpa, quizá la señal de haber pasado toda una vida tratando cosas valiosas. Lo observó de reojo fingiéndose muy interesada en una silla de estilo Chippendale que costaba seis mil libras mientras se preguntaba qué hacer a continuación. Contuvo el aliento cuando la ayudante saludó al recién llegado con un «Buenas tardes, señor Faraday». Marga estaba pálida como la muerte. Se dio cuenta de que había apretado los puños antes de evitar un elegante escritorio estilo Imperio para dirigirse al recién llegado.

– ¿El señor Faraday?

Su voz había bajado una octava.

– Sí…

– Soy Margarita Solano. He venido a verle a usted…

Victoria se había quedado un par de pasos atrás, y tuvo la sensación de que algo, al menos fugazmente, había cambiado en la expresión de aquel desconocido al oír el nombre de Marga.

– Muy bien, ¿en qué puedo ayudarle?

– Verá… hace unas semanas vendió usted en eBay una película antigua. Fue mi marido quien la compró, pero cuando llegó el envío él ya había muerto… y ahora resulta que esa cinta que costó cinco euros vale una fortuna.

Los ojos del señor Faraday se abrieron detrás de las gafas bifocales. Sonrió brevemente con una boca de labios muy pálidos que debían de ser más que capaces de componer muecas severas si llegaba la ocasión. Tardó unos segundos en hablar, como si tuviese que elegir bien las palabras.

– Señora Solano, tal vez usted y yo debamos de hablar en un sitio mejor que éste… La invitaría a pasar a mi despacho, pero acaba de llegar un envío y tiene el aspecto de una trinchera. -Su sonrisa, que ahora alcanzaba los ojos, se hizo un poco más cálida-. ¿Conoce usted el restaurante Wolseley, en Picadilly Street? ¿Puedo verla allí en, digamos, veinte minutos?

A aquella hora, el Wolseley estaba lleno de gente. El local, de techos altísimos y hermosos espejos que decoraban las paredes, tenía un cómodo servicio de comidas, y era posible pedir desde un desayuno inglés con huevos y tomates fritos hasta un solomillo a la bearnesa a última hora de la tarde. En aquel momento la mayoría de la parroquia tomaba el té. Victoria y Marga, que habían hecho sin hablar los escasos siete minutos de camino desde la tienda del señor Faraday, ocuparon la única mesa libre que quedaba. A Victoria se le iban los ojos detrás de los bollos cubiertos de crema, las porciones de tarta y las bandejas de pasteles franceses, pero no hubiese sido buena idea esperar al señor Faraday atracándose de golosinas.

Llegó diez minutos después. Se había cambiado la chaqueta de tweed por una americana de algodón oscuro. Debía de ser un habitual, porque los camareros lo saludaron con deferencia. Les dirigió desde la entrada una leve inclinación de cabeza y se acercó hacia la mesa con una sonrisa. Tenía los dientes blancos e iguales bajo aquellos labios tan finos. Al verlo, el que parecía ser el maitre se dirigió a él.

– Señor Faraday, otra vez por aquí… Disculpe una pregunta: ¿Ha tomado usted hoy haricots verts en la guarnición?

– No, James. He tomado patata hervida.

– Pues no sabe cuánto me alegro. Algunos clientes se han quejado. Estamos investigando en la cocina. Disculpe la interrupción, pero tenemos que cerciorarnos de que todo está bien. Dígame qué puedo servirle.

– Tráigame lo mismo que a las señoras. -Esperó a que se marchase el encargado y miró a Victoria-: Y usted es…

– Victoria Suárez. Le llamé el otro día y no quiso hablar conmigo.

El señor Faraday lanzó una carcajada breve y se sentó.

– Me temo que la señorita Starck sufre frecuentes ataques de exceso de celo. Me dijo que pretendía usted venderme un seguro de vida. En fin, es otra cosa lo que les ha traído aquí. La película, ¿no? Greta Garbo en carne juvenil. Un regalo para un cinéfilo, e incluso para cualquier amante de las curiosidades. No, no pongan esa cara. He seguido la historia por los periódicos. Cuando empezaron a hablar de una cinta vendida en un portal de Internet y comprada al azar por alguien que vivía en Madrid, no tardé en darme cuenta de que había hecho el peor negocio de mi vida. Lo que no entiendo, y disculpen, es qué es lo que quieren ustedes de mí. Comprenderán que no tengo información adicional sobre la cinta, o no me hubiese desprendido de ella tan alegremente.

– No es eso… Verá, he conseguido hacer una buena venta.

– No me cabe duda.

– Ya. El caso es que me parece justo compartir con usted lo que me han pagado. La mitad del dinero es para mi hijastra, la hija de Javier, mi marido. Pero había pensado que usted y yo deberíamos repartirnos la otra mitad.

El camarero acababa de traer un nuevo servicio de té, pero el señor Faraday ni siquiera lo había mirado. Estaba demasiado ocupado sorprendiéndose.

– Espere… ¿Tengo que entender que ha venido usted desde Madrid para… para compensarme?

– Más o menos… Sí, supongo…

El señor Faraday miró a Marga con una expresión que sólo podría entender quien lo conociera bien. Victoria se dijo que parecía a punto de echarse a llorar, pero eso no tenía mucho sentido.

– Es usted asombrosa, señora… eh…

– Llámeme Marga.

– De acuerdo. Pues, Marga, esto es lo más increíble que me ha pasado en más de cuarenta años de ejercicio profesional. Soy responsable de una mala venta y el comprador se ofrece a hacer justicia. Es verdaderamente interesante. Si algún día escribo mis memorias, le aseguro que dedicaré un capítulo entero a este extraordinario episodio.

Se sirvió el té y la leche, y disolvió un azucarillo en la taza.

– Pero, y a pesar de lo mucho que me impresiona su oferta, no puedo aceptarla. No, no diga nada. Mire, ya sé que vendí una joya por unas cuantas libras. Mala suerte, querida. Son cosas que pasan constantemente en esta profesión. Hace cinco años compré una buhardilla entera a los herederos de su propietaria, una mujer que vivía sola y casi en la indigencia. ¿Saben qué había entre todos aquellos trastos? Un huevo Fabergé auténtico. ¿Creen que corrí a avisar a los vendedores de lo que había encontrado? Por supuesto que no. Cuando uno se dedica a este negocio, tiene que actuar como una especie de salteador de caminos. Yo siempre espero comprar las cosas por la mitad de lo que valen para luego venderlas al doble de lo que pagué por ellas. A veces me sale bien, a veces no… Y créanme si les digo que es parte del encanto de este juego. En unas ocasiones ganas, y en otras, como en ésta, la suerte se vuelve en tu contra. Yo sólo puedo felicitarla. Lamento… lamento que el hallazgo de la película se haya producido en circunstancias tan poco agradables. Creo haberle entendido que su marido ha muerto…

– Así es… Sufrió un ataque al corazón.

– Lo siento.

– ¿De dónde sacó la cinta? -Victoria, que no había abierto la boca hasta entonces, rompía conscientemente el clima emotivo de la conversación. Marga empezaba a pestañear demasiado rápido, y eso era lo que hacía siempre cuando iba a echarse a llorar.

– Estaba en casa de mis tíos, en un trastero.

– ¿No se le ocurrió verla antes de deshacerse de ella?

El señor Faraday miró a Victoria con cierta severidad, como si le molestase tener que dar tantos detalles.

– No, señora, no se me ocurrió. Mis tíos no eran aficionados al cine, ni tampoco a las antigüedades. Nunca pensé que algo que estuviese en su casa pudiese valer más que unos cuantos peniques.

– ¿Cómo se le ocurrió venderla en la red?

Esta vez, el señor Faraday se echó a reír.

– Oh, bueno, eso sí tiene una explicación curiosa. Verán, uno de mis amigos está empeñado en que el comercio electrónico obligará a cerrar todas las tiendas tradicionales en menos de diez años, incluidos los anticuarios. Yo no soy de esa opinión, así que cruzamos una apuesta. Coloqué en eBay un montón de cacharros sin valor y aposté cien libras a que no sería capaz de deshacerme de ellos -al hablar miraba a Marga, como suponiendo que estaba mejor predispuesta que Victoria a apreciar la anécdota-, pero me equivoqué: lo vendí todo en menos de cuarenta y ocho horas. Bien es verdad que no saqué gran cosa, pero el éxito me ha sorprendido.

– Pues no tiene usted mucha suerte últimamente: en dos días ha perdido cien libras y un millón de dólares.

Marga miró a Vic con el ceño fruncido. ¿A qué venía tanta aspereza? ¿Por qué estaba siendo tan desagradable con aquel hombre, el simpático señor Faraday, todo un caballero inglés que aceptaba su derrota con tanta elegancia? Por fortuna, él no pareció inmutarse.

– Ya se lo dije, el juego es así. -Hizo una seña para llamar al camarero-. Anote esto en mi cuenta, por favor. Ahora, si me disculpan, tengo que volver a la tienda. Ha sido un placer conocerlas. Marga, deseo de corazón que disfrute del dinero. Y gracias por haber provocado esta situación tan agradable. No suelo hacer muchos tratos con personas como usted. Hasta siempre, señoras.

Y se fue. Visto de espaldas, con el paso elástico y su espeso pelo gris, el señor Faraday parecía veinte años más joven. Vic y Marga estuvieron mirándole hasta que salió al tráfico alborotado de Picadilly Street en dirección a su pequeña isla del tesoro. Victoria llamó al camarero.

– Tráigame dos scones con crema… y una porción de pastel de cerezas, por favor. ¿Tú no quieres nada?

– No… Bueno, sí, otra taza de té.

– … y té para dos. Gracias.

Victoria se volvió hacia Marga.

– Bien, pues asunto zanjado. El señor Faraday no quiere tu dinero. Sólo había en el mundo alguien más estúpido que tú, y era el vendedor de la película. Estamos de suerte. Marga, eres doscientos cincuenta mil dólares más rica que hace treinta minutos, y yo voy a celebrarlo con una sobredosis de azúcar. Debería haber pedido dos raciones de tarta, ¿no?

– No lo sé… todavía estoy un poco… Vamos, que no me hago a la idea de lo que ha pasado. Qué hombre más increíble, ¿verdad?

– Sí. Muuuuuy increíble. -Ni siquiera miró al camarero que le puso delante los scones cubiertos por una espesa capa de nata batida y bañados en mermelada. La emprendió con los dulces con la voracidad de un náufrago-. Está riquísimo… ¿De verdad no quieres un poco?

– No tengo hambre… Por cierto, ¿no has estado más bien arisca con Faraday?

Vic dejó los cubiertos en la mesa y ladeó la cabeza como si acabase de hacer un descubrimiento.

– Un poco, a lo mejor. Era un momento muy raro… y, además, los tipos tan estirados como él me ponen un poco nerviosa.

– No es estirado.

– Oh, sí que lo es. No te preocupes, apostaría a que ni se ha dado cuenta. Estaba tan subyugado por tu generosidad que no creo que fuese capaz de reparar en otra cosa.

– Puede ser… Debería llamar a mi madre y a Solange para quedar con ellas. Se van a quedar de piedra cuando les contemos lo que ha pasado.

– Claro. Llama, llama. Y habrá que hacer planes para estos días, ¿eh? Ya que estamos aquí, que Solange lo vea todo. La Torre, la abadía, los parques y hasta ese horrible invento de Madame Tussauds. -Probó el pastel de cereza-. Vaya, hacía siglos que no comía una tarta tan buena. A lo mejor pido otro trozo, si no te importa… o unas lionesas.

– Lo que quieras. No sé cómo puedes comer tanto dulce y no pesar cien kilos.

Pero Victoria no pensaba en la posibilidad de engordar. Necesitaba más y más azúcar mientras notaba cómo el corazón -su pobre corazón, que llevaba tanto tiempo dolorido- amenazaba con escapársele del pecho, como un pájaro asustado.

Solange, Marga y Shirley esperaban a Victoria en la recepción, las tres en zapatillas de deporte, armada la primera con una cámara digital, para iniciar una visita a la ciudad. Victoria, que conocía Londres perfectamente, había elaborado un completo plan de actividades para aquella semana de vacaciones. Verían las casas del Parlamento, la catedral de San Pablo, las momias del Museo Británico y los Van Gogh de la National Gallery. Harían un picnic en Green Park, cruzarían el puente del Millenium y subirían a la noria gigante. Curiosamente, era Shirley la que parecía más excitada en dura competencia con Solange, pues, a pesar de haber crecido en Inglaterra, sólo había estado en Londres un par de veces y nunca había tenido ocasión de hacer las cosas que hacen los turistas.

– ¿Dónde está Victoria? Vamos a llegar tarde.

– Madre, nadie nos espera en ningún sitio. Tenemos siete días por delante, así que tómatelo con calma. Mira, ahí viene.

El rostro de Victoria reflejaba una notable contrariedad.

– ¿Qué pasa?

– Cambio de planes. He llamado a Linda Sommer, una antigua colega que está dando un seminario de verano en la London School of Economics, y se ha empeñado en que nos veamos hoy.

– ¿Y no puedes quedar con ella en otro momento?

– Supongo que sí… pero de esta forma me quito el compromiso de encima y quedo libre el resto de la semana. Os acompañaré en el paseo por Westminster y luego me reuniré con Linda para comer con ella. No sé cuánto me entretendrá, hace siglos que no nos vemos. En marcha, ¿eh? No perdamos el tiempo.

– Pues eso estaba yo diciendo… pero mi hija se toma la vida con tanta calma que…

Victoria se marchó a las once y media. Dijo que se había citado con su compañera en un pequeño restaurante de Pall Mall, pero al llegar allí caminó en dirección a Picadilly Circus y luego siguió subiendo por Picadilly Street hasta llegar al número 160. Allí estaba el Wolseley. Respiró hondo, entró y se sentó a esperar.

Douglas Faraday apareció a las doce y cuarto. Victoria lo vio llegar, con el cabello gris protegido por un gorro impermeable de la lluvia tenaz que había empezado a caer a media mañana. Llevaba una gabardina clara, y unos zapatos de gamuza que comenzaban a estropearse por culpa del agua. Un camarero lo condujo hasta la que debía de ser su mesa habitual, y le entregó el menú, al que apenas echó un vistazo antes de pedir: probablemente se sabía la carta de memoria. Le sirvieron agua y una copa de vino blanco. Victoria lo observó durante algún tiempo. Lo vio colocarse la servilleta sobre las piernas, beber distraídamente un sorbo de vino, probar sin mucho interés la sopa de tomate y cortar pedacitos del pudding de ríñones antes de llevárselo a la boca. Faraday comía despacio y sin mucho apetito. A Victoria le pareció que estaba triste -los ojos, el gesto lejanamente contrito-, pero ni siquiera pensó en compadecerse de él. Estaba demasiado ocupada escrutándolo, observando sus gestos menores, estudiando libremente cada uno de los correctos rasgos de su rostro de lord inglés, la piel blanca respetada por los largos días sin sol, aquella barba tan bien recortada, la nariz definitiva, la frente limpia y surcada por las arrugas algo camufladas por el cabello espeso. Se fijó en sus muñecas estrechas, en el correcto dibujo de sus hombros, en su postura al sentarse a la mesa -el tronco erguido, los antebrazos firmemente apoyados, la cabeza alta-, aplaudidos, a buen seguro, a su paso por un internado caro como el que había servido para educarla a ella. Le vio limpiarse cuidadosamente los labios antes y después de beber, aprobar con un gesto casi inperceptible las idas y venidas del servicio, sonreír a un niño pequeño que tropezó con su silla. En apenas treinta minutos supo de Douglas Faraday todo lo que necesitaba. Esperó a que le sirvieran el postre -una bola de helado de vainilla- para acercarse a su mesa.

– Hola, señor Faraday.

La sorpresa de él, si es que llegó a sentirla, no duró más allá de un par de segundos. Se puso de pie para tenderle la mano.

– Señorita Suárez…

– En realidad, soy la señora Van Halen.

– Claro. ¿Quiere sentarse conmigo?

Faraday la ayudó a acomodarse y luego volvió a su sitio, Hubo unos segundos de silencio en los que sólo se miraron. Victoria supo que era su turno.

– ¿Quién es usted?

– Un anticuario muy despistado que pierde pequeñas fortunas por no hacer bien las cosas.

Ella no supo si aquel hombre estaba jugando o bien intentaba gastar a la desesperada sus últimos cartuchos.

– Ya. Por favor, no me cuente otra vez la aventura del huevo Fabergé. Y en cuanto a lo de esa historia absurda de las ventas online… ¿De verdad piensa que voy a tragármela?

Faraday apartó la copa de helado, que empezaba a derretirse, y tamborileó los dedos sobre el mantel blanco.

– ¿Quién cree que soy, señora Van Halen?

– Dígamelo usted. No es a mí a quien le gustan las apuestas…

El la miró unos segundos. Victoria tuvo que contener el impulso inexplicable de agarrar aquellas manos tan bonitas y apretarlas muy fuerte para comprobar que ya las conocía, que eran apéndices hasta cierto punto familiares, unas manos a las que ya se había aferrado, que le habían acariciado el pelo, que habían servido para secarle las lágrimas tantas y tantas veces.

– Supongo que ya lo imagina. Sí, señora Van Halen. Soy el padre de Jan.

Douglas Faraday pidió dos copas de brandy, incapaz de adivinar que a Victoria le hubiese confortado más una ración de tarta de chocolate o unos profiteroles rellenos de crema. Al camarero le sorprendió la brusca ruptura de la rutina del señor Faraday: siempre comía solo, no bebía más alcohol que una copa de vino y empleaba alrededor de cuarenta minutos en el almuerzo.

– Permítame un momento. -Sacó un teléfono móvil del bolsillo. Aquel artilugio de última generación no casaba mucho con su imagen de anticuario de novela-. Señorita Starck… anule mis citas de esta tarde. Ha surgido algo importante… No, no se preocupe, estoy perfectamente. Gracias por todo… Sí, adiós.

Guardó otra vez el teléfono y dio un sorbo corto a la copa de licor.

– ¿Sabe lo que me dijo Jan? «Si Victoria te ve, se dará cuenta de todo.» Pensé que era una exageración por su parte. Nadie puede ser tan perspicaz… Pero luego, cuando la conocí ayer, entendí la preocupación de mi hijo. Es usted una de esas personas que parecen tener rayos x en los ojos. Consiguió ponerme nervioso, ¿sabe?

Victoria no tocó el coñac. De pronto, el techo abovedado y los espejos que desde las paredes multiplicaban el interior diáfano del restaurante amenazaban con venírsele encima.

«Necesito salir de aquí.»

– Señor Faraday. ¿Podemos… podemos dar un paseo?

– Claro. -Hizo una señal familiar al camarero y se puso de pie-. Vamos. ¿Ha traído paraguas? ¿No? No se preocupe, aquí pueden prestarme uno.

Salieron y se encontraron con el mundo en ebullición. El aire de Londres, pesado y gris. El cielo bajo. El tráfico de Picadilly Street, los autobuses rojos y los taxis negros y brillantes, como enormes insectos. Y gente, mucha gente, arriba y abajo, unos llenos de prisa, otros disfrutando del paseo, parándose frente a los escaparates de las tiendas, entrando y saliendo de las cafeterías, sorbiendo bebidas en vasos de plástico, solos, en grupo, en pareja: la fauna idéntica de todas las grandes urbes del mundo. Pero estaban en Londres. Calle abajo, en el Circus, se adivinaban los neones -muchos sustituidos ya por pantallas de led- y los carteles de los musicales del West End. Un entorno demasiado intenso, demasiado urbano, demasiado caótico. Por suerte, muy cerca se extendían las verdes praderas de Creen Park. A Jan le encantaban los parques de Londres, con sus alfombras de césped jugoso y bien cortado que crujían bajo la escarcha en invierno, y en verano conservaban intacta la frescura artificial, el verde forzado de la campiña urbana.

Jan. Con él había descubierto Londres -y tantas otras cosas- hacía veinticinco años. Pero Jan había muerto, y de pronto se encontraba paseando junto a un hombre que decía ser su padre.

Un hombre que se parecía dolorosamente a él.

Echaron a andar bajo un enorme paraguas negro. Victoria pudo sentir que el señor Faraday olía a una mezcla de loción de afeitado y tabaco de pipa. Pensó que le gustaría agarrarse de su brazo, pero no se atrevió. Caminaron un rato sin hablar. Green Park estaba lleno de turistas que desafiaban el mal tiempo. Después de todo, estaban en Londres… ¿Quién iba a esperar una radiante tarde de agosto?

– Gracias -murmuró-. No sé qué me ha pasado ahí dentro… Era como si me faltase el aire, creí que iba a desmayarme delante de todo el mundo. Habría sido una escena lamentable… No hubiese podido usted volver por el Wolseley en mucho tiempo.

– Bueno, tal vez ha llegado la hora de cambiar de restaurante. Llevo cinco años almorzando en el mismo sitio. ¿Se encuentra mejor, señora Van Halen?

– ¡Oh, por favor! -De pronto le irritaba tanto autodominio, tanta templanza-. Vamos a dejarnos de cortesías. Es usted el padre de mi mejor amigo… Llámeme Victoria, ¿quiere?

– Douglas.

– De acuerdo, Douglas. Y ahora, por favor, cuéntemelo todo o… o volveré al restaurante y armaré un escándalo, y entonces no tendrá más remedio que buscarse otro sitio para comer.

El chaparrón dio una tregua y Faraday cerró el paraguas. «Ahora tendremos sol», dijo. A Victoria le maravillaba la habilidad con que los ingleses aprendían la disciplina de la lluvia, y cómo eran capaces de adivinar la duración de cada aguacero. Posiblemente, Faraday sólo estaba ganando tiempo, pero sacudió suavemente el mango de asta y las últimas gotas se desprendieron de la tela impermeable. Luego se volvió hacia ella.

– Supongo que nunca oyó hablar del padre de su amigo Jan. Pues deje que le diga que yo tampoco sabía que tenía un hijo… Verá, hace un mes y medio, alguien me llamó desde España. Dijo ser un amigo de Mischa Laurentin. -Aseguró el paraguas con el corchete y volvió a ponerle la funda-. Mischa… Hacía cuarenta y siete años que no oía ese nombre. La conocí en París. Yo acababa de cumplir dieciocho años. Mis padres me habían enviado allí a perfeccionar el francés durante un curso antes de empezar mi carrera en Oxford. Obviamente, apenas iba a clase. Me dedicaba a vagar por las calles, pasaba las mañanas en los museos, las tardes en los cafés, las noches donde podía. Fueron los meses más felices de toda mi vida. Imagínese el París de los años sesenta, y a un joven con dinero en el bolsillo, ninguna responsabilidad y todo el tiempo del mundo. Una ciudad preciosa y la vida por delante. El paraíso, ¿no? Fue entonces cuando conocí a Mischa. Ella trabajaba en una obra que estaban representando en una sala de aficionados cerca del mercado de Montorgueil. Entonces el teatro no me interesaba mucho, pero recuerdo perfectamente que programaban El malentendido, de Camus. Un amigo mío bebía los vientos por una actriz muy guapa que actuaba en la obra, así que me convenció para que le acompañase a una función. Mischa hacía el papel de la Madre. ¿Conoce el texto? La mujer cruel que urde un plan para asesinar a un hombre que resulta ser su hijo. Un personaje terrible. No es que me impresionara la actuación, pero tampoco era un experto. Al acabar, invitamos a cenar a aquella joven que tanto gustaba a mi compañero, y para despejar sus recelos le dijimos que se trajese a una amiga. Y lo hizo. Vino con Mischa. Cuando la vi, sin el maquillaje exagerado que llevaba en escena, con el pelo tan bonito y sus grandes ojos grises, y aquella forma de andar, como si flotase…

A Victoria no le costó mucho imaginar el cuadro: el inglesito inexperto deslumbrado por una madura desconocida que caminaba igual que una bailarina de ballet. Se le escapó una sonrisa que Faraday interpretó mal.

– Pensará usted que, para aquel joven, la conquista de una mujer que le doblaba la edad constituía el colmo de la sofisticación, el mejor fin de fiesta para una temporada en París, el golpe de gracia de un amour fou. Tiene razón, fue así. Pero sólo al principio. Porque me enamoré de Mischa. Usted la conoció, ¿verdad? Pues intente imaginarla con muchos años menos. Era la persona más fascinante del mundo. Y yo era joven… y muy impresionable. Me volví loco por ella. Llegué a decir a mis padres que quería quedarme en París, que no volvería a Londres, que podían hacer lo que quisiesen con sus planes para mí y su maldita tienda de antigüedades en Mayfair. Sólo pensaba en mi vida con Mischa, en mi futuro con Mischa. Les dije que nada me impediría quedarme en París. Pero un día Mischa desapareció. Fui a recogerla al teatro y me dijeron que se había marchado. Nadie sabía a dónde, ni si pensaba volver. La patrona de la pensión en la que se alojaba aseguró que había recogido todas sus cosas y pagado la cuenta. La busqué durante días. Pregunté en los hospitales, a la policía… Un gendarme se apiadó de mí: «Vayase a casa, muchacho. Su novia volverá cuando le dé la gana… o no volverá nunca. Ya aprenderá que así hacen las cosas las mujeres.» Pensé en viajar a España y buscarla, pero para entonces mi padre ya había organizado todo para que volviera a Londres, y del modo más expeditivo: dejó de enviarme dinero. Así que regresé a casa. Pasé unos meses muy duros. Cuando se tienen dieciocho años, no hay enfermedad peor que el mal de amores. Luego… ya sabe, el tiempo hace bien las cosas. Fui a la universidad, me hice cargo de la tienda de mi familia, me enamoré de otras muchachas y me casé con una de ellas. Ya sé que esta historia sería mucho más romántica si le dijese que pasé toda mi vida intentando encontrar a la mujer a la que había amado en París, pero Mischa se convirtió en otro buen recuerdo de aquella época. La olvidé. O eso pensaba yo hasta que recibí la llamada de alguien que decía conocerla.

– ¿Era… era Jan?

– Efectivamente. Ya le he dicho que se presentó como un amigo de Mischa. Dijo que no esperaba que me acordase de ella después de tanto tiempo, pero en cuanto oí su nombre, aquellos días en París me vinieron a la cabeza sin ninguna dificultad. Su amigo me contó que tenía que venir a Londres por negocios y propuso que nos viéramos.

Como Faraday había predicho, el sol empezaba a abrirse camino entre las nubes. Victoria sacó del bolso unas gafas negras.

– Victoria, usted no me conoce, pero no soy la clase de persona a la que le gustan las adivinanzas. En condiciones normales me hubiese negado a fijar una cita con un desconocido cuya carta de presentación era una mujer que había pasado por mi vida hacía casi medio siglo. Pero había algo en aquella voz… o tal vez fue un sexto sentido, no lo sé. El caso es que le dije a Jan que estaría encantado de que nos viésemos si pasaba por Londres. Dos días más tarde, su amigo tomaba un vuelo en Madrid a las nueve de la mañana, y a las doce y media estaba en mi tienda. ¿Sabe qué? Nunca había estado tan próximo a sufrir un colapso como cuando vi a Jan. Porque aquel hombre era exactamente igual que yo cuando tenía cuarenta años… Pero de eso usted ya se ha dado cuenta.

– ¿Qué quiere que le diga, Douglas? El parecido es evidente. El corte de la cara, la expresión de los ojos, la nariz… e incluso el pelo, aunque Jan aún lo tenía castaño. Y la forma de mover las manos. Cuando hace un rato le vi colocarse la servilleta en el restaurante, estuve a punto de gritar.

Faraday sonrió abiertamente por primera vez en toda la tarde, y Victoria sintió que se le empañaban las gafas negras. Las arrugas en las comisuras de la boca, el labio superior levemente levantado… y la expresión de los ojos, avivada de pronto por aquella sonrisa. «Qué cosa tan rara es la genética.»

– Jan me contó que poco antes de morir Mischa le había dado un sobre… Le dijo que dentro estaba el nombre de su padre y los datos necesarios para encontrarlo. Jan lo conservó sin abrir durante cinco años.

– ¿Y por qué hizo eso?

Faraday meneó la cabeza.

– No lo sé. Era usted quien conocía a Jan…

«Sí, señor Faraday, conocía a su hijo. Pero me estoy dando cuenta de que no tan bien como yo pensaba.»

– En aquel sobre entregado por Mischa estaba mi nombre completo, unas cuantas fotografías y algunas cartas que yo le había enviado durante los meses que estuvimos juntos. Jan me las dio, pero no quise volver a leerlas. Las cartas de amor resisten muy mal el paso del tiempo, y uno siempre acaba encontrándolas ridiculas. También había algunos datos sobre mí: la edad que debía de tener, y el nombre de la tienda de antigüedades de mi padre, que antes había sido de mi abuelo. Jan no tuvo ninguna dificultad para encontrarme. Esas páginas web del diablo han acabado con toda esperanza de anonimato.

Pasaron junto a un ruidoso grupo de estudiantes que se sacaban fotos con los móviles. Sin saber por qué, Victoria sintió nostalgia de esa época: los dieciocho, los veinte años, cuando uno se obsesiona por inmortalizar todos los buenos momentos, como si eso fuese a servir para hacerlos durar para siempre.

– Jan me dijo que había querido localizarme porque sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida.

«Así que le contaste lo de tu enfermedad a un tipo al que, en el fondo, no conocías de nada, a un hombre que podía ser un imbécil o… o un hijo de puta. Compartiste tu drama con un extraño y no me dijiste nada a mí… Maldito seas mil veces, Jan. Si te tuviese delante ahora mismo te… te…»

– Fue como si se me hundiese la tierra debajo de los pies. Acababa de enterarme de que tenía un hijo y lo primero que sabía de él es que estaba a punto de morir. Parecía una broma. De muy mal gusto, sí, pero una broma…

– ¿Tiene usted más hijos?

– No. Mi primera mujer murió muy pronto, y mi segunda esposa tenía cuatro chicos de un matrimonio anterior, así que no quiso saber nada de aumentar la familia. No, no tuve hijos. Y ni siquiera había pensado en lo que debe de significar ser padre hasta que apareció Jan. Pasamos juntos el día entero. Incluso le acompañé a tomar el avión de regreso a Madrid. Fueron las ocho horas más extrañas de toda mi vida.

– ¿Por qué cree que le buscó después de tanto tiempo?

«Que yo tenga que estar haciendo estas preguntas… que tenga que especular sobre el comportamiento de alguien a quien presumía de conocer como la palma de mi mano… Ésta no te la perdono, Jan, así me lo pidas de rodillas. No te la perdono en la vida…»

– Necesitaba ayuda. Ayuda económica. Fue muy sincero al respecto. Me explicó su situación: el trabajo eventual, las deudas del negocio de su esposa, la educación de la chiquilla… Solange, ¿no?

Por primera vez en mucho tiempo, Victoria caminaba con la cabeza gacha. Tenía la sensación de que algo muy pesado había encontrado acomodo sobre sus hombros.

– Naturalmente, me ofrecí a ayudarle. Ante todo, Jan me pidió discreción. No quería hablar de mí a su familia después de tanto tiempo. Sospechaba que su mujer no iba a aceptar la ayuda de alguien a quien, en el fondo, sólo le unía, ¿cómo decirlo?, una casualidad biológica.

– Y se les ocurrió lo de la película.

– Exactamente. -Dibujó una sonrisa breve-. Un anticuario siempre tiene algún cachivache del que deshacerse cuando necesita dinero.

– Pero… ¿y si Marga no hubiese descubierto que la compra de Jan era algo valioso? ¿Sabe que quería cortar la cinta en trocitos para colgarla del techo de su librería?

Faraday palideció y abrió mucho los ojos. Y aquél era también un gesto típico de Jan.

– Dios nos asista -dijo, entre dientes-. No sé, Victoria. Quizá todo se precipitó… Quizá Jan creyó que iba a vivir lo suficiente como para ocuparse él mismo de la venta de la película…

Volvieron a caminar en silencio.

– ¿Cómo fue? Su muerte, quiero decir. Perdone que le pregunte, pero…

– Se desplomó en la calle. -Victoria notó cómo le temblaba la voz-. Los médicos dicen que ni siquiera se enteró.

– Mejor.

– No lo sé, Douglas… Yo también me repito que lo prefiero así, un infarto fulminante y se acabó. Pero a veces me gustaría que… que Jan hubiese esperado un poco para morirse, que hubiese estado unas cuantas horas conectado a una máquina y tener así tiempo de despedirme. De darle un abrazo, de acariciarle la cara, de haber hablado con él un par de minutos… Pero se murió de golpe, y lo único que pude hacer fue subir a un avión para ir a su maldito entierro. Jan iba a morirse, y yo estaba a seis mil kilómetros… A mi mejor amigo le quedaban semanas en el mundo y no me dio la oportunidad de pasar con él algo de ese tiempo que se le escapaba. ¿Sabe lo que no me quito de la cabeza? Pensar que mi vida seguía siendo la de siempre mientras a Jan se le escapaba la suya… Él se moría y yo daba clase, iba de compras, paseaba por el parque, comía con mis amigas… desperdiciaba miserablemente un tiempo que hubiese podido pasar con él de haber sabido lo que iba a ocurrir… Y me pregunto si Jan pudo ocultarme su estado porque no tenía la necesidad de verme por última vez. No soporto pensar en eso, Douglas… No soporto pensar que a lo mejor su hijo no me quería tanto como yo creía.

Por fin lo había dicho en voz alta. Por fin se había atrevido a poner sobre el tapete algo que le daba miedo reconocer ante sí misma: por primera vez en más de veinticinco años, tenía motivos para dudar del afecto de Jan. Victoria se sentó en un banco y se echó a llorar. La madera estaba mojada por el chaparrón, y pudo sentir cómo se le calaba el ligero pantalón de lino oscuro que llevaba puesto. Se tapó la cara y se rindió al llanto sin importarle los turistas, ni los paseantes, ni los policías a caballo, ni, por supuesto, el atribulado señor Faraday, que debía de estar deseando poner pies en polvorosa para escapar de aquella desconocida que lloraba como si fuese una niña abandonada. Pero, para sorpresa de Victoria, Douglas Faraday no tenía la menor intención de huir. En lugar de marcharse, se sentó a su lado en el banco húmedo. Victoria seguía ocultando el rostro, pero podía distinguir entre los sollozos el olor a lavanda y a tabaco fresco. Faraday no dijo una palabra. La dejó llorar. Eso mismo hubiera hecho Jan, pensó ella mientras apartaba las manos de los ojos para mirar a aquel hombre a través de las lágrimas.

– Tenga. -Le ofreció un pañuelo de tela, blanco y bien planchado.

«¿Qué era lo que te habías creído, chica? ¿Qué usaba kleenex?»

Victoria… Su amigo y yo no tuvimos mucho tiempo, apenas un día. Ocho horas para intentar conocernos. Lo curioso es que fue suficiente para darme cuenta de que Jan era exactamente la persona en la que hubiese querido que se convirtiera un hijo mío.

– Ya. Pues mire, en este momento no tengo muchas ganas de darle la razón. Su hijo y yo éramos uña y carne, pero no le dio la gana de compartir conmigo dos pequeñeces: que sabía el nombre de su padre y que estaba a punto de morirse. Eso sí, me dejó una carta postuma para pedirme que me ocupase de su familia. Así que no ponga usted a Jan por las nubes. Ahora mismo no soy precisamente la presidenta de su club de fans.

Faraday no dijo nada. «Más le vale. Como se le ocurra salir en defensa de su hijo soy capaz de…»

– Jan me habló de usted.

– Qué detalle…

– ¿Quiere saber qué me dijo?

– Me lo va a contar de todos modos, ¿no?

– Aseguró que era usted la única persona en la que confiaba de verdad. Que le tranquilizaba pensar que, cuando él faltase, su amiga Victoria tomaría el mando. Que, en su ausencia, sabría llevar las cosas por el camino correcto y que no permitiría que todo lo que había construido saltase por los aires. No se enfade con Jan, Victoria. Él la quería mucho… y los hombres tendemos a abusar de todo aquello a lo que amamos. Creemos, quizá, que el cariño que ponemos en determinadas personas nos da derecho a esperar todo de ellas. Las mujeres son distintas, claro, por eso les resulta tan difícil entender algunos comportamientos nuestros.

Lo que faltaba. Faraday recurriendo a la guerra de sexos para echar tierra sobre su disgusto… Jan hubiese podido hacer algo parecido. Sonrió sin quererlo.

– Y ahora, Victoria, soy yo quien va a pedirle algo.

– Dispare. Estoy acostumbrada. Debe de ser cosa de su familia.

Faraday se rió. Al echar la cabeza hacia atrás, Victoria volvió a ver a Jan: él también reía así cuando algo le divertía de verdad.

– Necesito saber algunas cosas de mi hijo. Cosas que no puedo preguntar a nadie. -Buscó otra vez la mirada de Victoria-. ¿Va a quedarse muchos días en Londres?

– Una semana…

– Concédame un poco de su tiempo para hablar de Jan. Cuando quiera, donde quiera y a la hora que le venga mejor.

Victoria tardó unos segundos en contestar. Se quedó mirando a Faraday, que aguantó bien la contundencia de sus ojos verdosos, y volvió a hacerse evidente el milagroso parecido de Jan con aquel inglés estirado. En ese momento decidió hacerse un regalo cruel: imaginó que Jan no había muerto, sino que habían pasado veinte años y estaban los dos en Londres, sentados en un banco de Green Park, hablando como siempre, compartiendo las cosas que forman los verdaderos andamios de la vida. Sintió un dolor extraño. Un dolor inexplicable, difícil de localizar, y que sin embargo la hizo sentirse extraordinariamente viva.

– Está bien. Deme un teléfono donde pueda llamarle. Y espero que no conteste la señorita Starck.

Aquella noche cenaron las cuatro en un ruidoso restaurante de Chinatown que olía sospechosamente a grasa frita. Cuando vio frente a ella un montón de trozos de pollo nadando en una extraña crema líquida y un bol de arroz pegoteado, Victoria pensó melancólicamente en el pato y la salsa de ostras que servían en el chino que Herder y ella frecuentaban en Nueva York. Por suerte, antes de reunirse con las demás había parado en un café para darse un homenaje de tarta de frambuesas y merengue, intentando disolver en azúcar las sorpresas de aquel día.

En eso pensaba mientras daba cuenta del pastel blanco y rojo. Jan tenía un padre. Un padre que se parecía furiosamente a él. Un padre al que no sólo había tardado cinco años en localizar, sino que había buscado con el único propósito de pedirle dinero para dejar bien situada a su prole. Jan, a quien molestaba solicitar un crédito a un banco, que había recelado de aceptar un triste préstamo de su mejor amiga, tomando un avión para asaltar a mano armada a un buen hombre que no había tenido noticias de su existencia en cuarenta y tantos años. Victoria no daba crédito a la desvergüenza de Jan… Claro que, posiblemente, la inminencia de la muerte vuelve ridículo el pudor o cualquier otra forma de prudencia. Jan estaba enfermo y lo único que quería era dejar las cosas arregladas. Por eso visitó al señor Faraday y aceptó que le regalase algo que valía un millón de dólares, por eso le dejó a ella la carta de marras haciéndola responsable de la paz familiar…

Pero ¿por qué demonios no había compartido con Victoria la existencia de un padre? ¿Cuántas veces había ayudado a Jan a especular sobre la identidad paterna? Aquellas elucubraciones llegaron a convertirse en un juego, y el padre imaginario podía ser un banquero suizo, un ladrón de guante blanco, un mafioso calabrés o un pobre clochard alcoholizado que vagaba por los puentes del Sena. Hubo una época en que les dio por construir una rocambolesca historia en la que el padre misterioso era un célebre director de cine. Atando cabos y reconstruyendo fechas, adjudicaron el título sucesivamente a Jean-Luc Godard, Roberto Rossellini y Vittorio De Sica. En los sesenta, Mischa era hermosa y París, una fiesta. ¿Por qué no podía haber tenido una aventura con cualquiera de aquellos hombres? La férrea resistencia de la madre de Jan a desvelar la verdad los obligaba a ellos a ejercitar la imaginación, a construir un castillo de naipes, aunque fuese con el único propósito de pasar un buen rato. Y resulta que, casi en su lecho de muerte, Mischa había decidido hablar… No obstante, Jan prefirió seguir ignorando lo que durante años había intentado saber. «Oh, Jan, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué no me llamaste enseguida para hablarme de ese sobre que te había dado tu madre? ¿Por qué no lo abrimos juntos, por qué no me permitiste ir contigo en busca de tu padre? ¿Por qué no quisiste que participase de algo así?» Y, como había hecho varias veces en los últimos días, Victoria volvió a enfadarse con su amigo, y tuvo que aplacar su cólera con una copa de mousse de chocolate. «Te odio, Jan. Por tu culpa acabaré siendo una de esas cuarentonas gordas en las que juré no convertirme.»

Jan… y su padre desconocido, el aristocrático Douglas Faraday, anticuario de profesión y perfecto caballero inglés, que usaba pañuelos de tela y no se alteraba por nada. Todo un cliché, el señor Faraday. Hubiese podido trabajar como extra en cualquier película de James Ivory. Claro que Jan también. El parecido entre los dos era alarmante. Sin embargo, Victoria no comprendía cómo Faraday había dado por buena la noticia de su paternidad sin exigir pruebas fehacientes. Y de inmediato recordó que Jan había hecho exactamente lo mismo cuando Chloe le comunicó que estaba embarazada. Ya sabía a quién había salido el biempensante, el incauto Jan. De tal palo, tal astilla. Digno heredero el uno del otro. Jan asumió casi a ciegas la tutela de una criatura que bien podía ser de otro, y Faraday acababa de desprenderse de un objeto que valía un millón de dólares para asegurar el futuro de una descendencia que aceptaba como suya sin otro indicio que la buena voluntad.

Vaya par de filántropos, cada uno a su manera. No había duda, también en eso eran iguales. Faraday hubiese tenido derecho a exigir certezas absolutas antes de hacer regalos carísimos. Dieciséis años atrás también habría sido justo que Jan dudase… y, sin embargo, no lo hizo y se llevó a Solange con la misma ligereza con la que Faraday había renunciado a una fortuna.

Un tipo singular, el señor Faraday. Y lleno de buena voluntad. Victoria se sintió turbada al recordar que se había desmoronado delante de él. ¿Cómo había podido permitirse semejante desliz? Ella era una persona contenida, llena de sobriedad emocional. Alguien capaz de controlar sus propias reacciones, de apretar los dientes y aguantar el chaparrón, tragándose las lágrimas o la bilis, según el caso. Jamás perdía las formas, mucho menos los nervios. Ni siquiera Herder la había visto nunca fuera de sí. Sólo Jan lo había hecho. Y ahora, Douglas Faraday, el hombre a quien dos días antes ni siquiera conocía, acababa de unirse al selecto y restringido club de espectadores del Hundimiento de Victoria Suárez de Castro. «Ahora pensará que soy una de esas blandengues que van por ahí buscando un hombro en el que llorar. Alguien como Marga. Como Shirley. Incluso como Chloe, a la que le encanta montar el número.»

Claro que, después de todo, ¿qué le importaba a ella lo que pudiese creer un hombre que vivía a ocho horas de avión de Nueva York, que estaba fuera de su lista de amistades, de sus conocidos, fuera de su mundo? Había accedido a citarse con Faraday al día siguiente, pero después… después entonaría aquello de «si te he visto no me acuerdo». Daría cerrojazo al asunto de la película en cuanto se formalizase la venta (aquella transacción carnavalesca organizada por Herder y en la cual prefería no pensar), y olvidaría para siempre al padre de Jan y las extraordinarias circunstancias en las que le había conocido. Olvidaría, incluso, que había llorado delante de él y -Dios mío- que hasta le había hecho confidencias. ¿De verdad le había contado que la atormentaba el hecho de no haber podido despedirse de Jan? ¿Que hubiese querido verlo por última vez, incluso agonizando? ¿Que empezaba a dudar de su afecto? Si ella misma se avergonzaba de aquellos pensamientos, ¿cómo se había atrevido a exhibirlos delante de una persona de la que no sabía nada? Y sin embargo, aquella confesión le había resultado… liberadora. Sí, ésa era la palabra. Compartir con Faraday una verdad dolorosa había sido como soltar un poco de lastre. Posiblemente, Jan se sintió igual cuando le dijo que estaba a punto de morir…

– ¿No quieres tallarines, Victoria?

Marga le tendía un bol de pasta de un dudoso color amarillo.

– No… no tengo mucha hambre.

– Comes como un pajarito -aseveró Shirley. Victoria sólo pudo sonreír. Debería haberla visto media hora antes, hinchándose de pastel de frutos rojos.

– ¿Qué tal tu compañera?

– Ah… bien… -«¿Qué dices, idiota? ¿Quieres cargarte tu coartada?»-. Bueno, bien, bien no… regular.

– ¿Y eso?

– Pues… -«Piensa en algo bueno, ya que no lo has hecho antes, mientras te forrabas a tarta y espuma de chocolate»-. Tiene problemas con las clases. Está preparando unos seminarios y la ha pillado el toro.

Bien. No era fácil que Shirley, Marga o Solange quisiesen más detalles sobre las actividades de la London School of Economics.

– Por eso he tardado un poco más. Estuve echándole una mano para organizar la documentación… Y es posible que mañana me necesite otra vez. Solange, por favor, pásame las gambas. Tienen muy buena pinta…

Las gambas tenían un aspecto más bien miserable, pero era una forma como otra cualquiera de cambiar de tercio.

– ¡Tía Vi! Has venido a Londres para estar con nosotras y ahora te vas a pasar todo el tiempo con una amiga…

El gesto contrito. El mohín de la boca y los ojos implorantes. La voz quejumbrosa. Solange estaba desplegando toda la artillería de pobre niña abandonada.

– Solange, haz el favor. -Sorpresa, sorpresa: Marga se había adelantado a cualquier reacción-. Victoria ya ha estado demasiado disponible para ti y para mí en los últimos días. Si quiere citarse con una amiga, no creo que tenga que pedirnos permiso.

¿De verdad era Marga quien había hablado así? ¿Era suyo ese tono cortante, esa mirada definitiva que puso en su sitio a la adolescente caprichosa sin necesidad de levantar la voz? ¿Qué había pasado? ¿Era el aire de Londres, o es que -después de once años- Marga estaba aprendiendo por fin a tratar a su hijastra?

– ¿Alguien quiere más rollitos? Porque yo voy a pedir otro.

E incluso Victoria, que seguía notando en el estómago el peso del merengue con frambuesas, se apuntó a otra ronda de pringosas especialidades chinas.

El Garrick estaba situado en el corazón del West End. Era uno de esos clubes de caballeros que habían servido de inspiración a Julio Verne para retratar el hábitat de Phileas Fogg. Que Faraday fuese socio de uno de aquellos reductos de otra época parecía una forma de apuntalar su imagen: un rico y elegante anticuario que sale de casa por las noches para ir al club. Aquel hombre hubiese encajado a la perfección en una novela de Elizabeth Gaskell, y en eso pensaba Victoria mientras un portero la acompañaba al salón.

Douglas Faraday la estaba esperando y se puso en pie al verla entrar. Llevaba un traje de lana marrón oscuro, y una corbata discreta sobre la camisa blanca. A Victoria le pareció algo más joven que la otra tarde, y automáticamente calculó su edad: si contaba dieciocho, tal vez diecinueve, al nacer Jan, ahora debía de rondar los sesenta y dos años. No tenía mal aspecto, considerando que estaba al borde de la jubilación. Un camarero le ofreció una bebida. Victoria pidió lo mismo que estaba tomando su anfitrión: una tónica con ginebra.

– Me alegro de que haya venido. ¿Qué tal les ha ido el día?

– Bien. Haciendo turismo desde las nueve de la mañana.

Habían pasado la jornada explorando la City, desde la catedral de San Pablo hasta el centro Barbican. Habían visto el Museo de la Ciudad y cruzado a la otra orilla por el puente, y llegado a pie hasta la Torre, donde hicieron el consabido tour del tesoro y la obligada visita a las jaulas de los cuervos.

– Estará cansada…

– No se preocupe. Hemos vuelto pronto y he podido echarme.

– Me alegro. Londres puede resultar agotador cuando se pretende ver todo en pocos días.

¿A qué venían tantos rodeos, tanto interés por su estado? «¿Lo han pasado bien? ¿Qué les ha parecido la catedral? ¿Le duelen los pies después de tanto andar?» Victoria se preguntó si acaso el ambiente del club servía para envarar aún más a Faraday y lo obligaba a desplegar un cúmulo de cortesías innecesarias. Sintió un descenso en su estado de ánimo, y se arrepintió de haber aceptado aquella invitación a cenar. Le había parecido muy buena idea reunirse con Faraday a última hora de la tarde, para así poder aprovechar el día junto a Solange y las demás, pero ahora encontraba absurda aquella cita, y le angustiaba un poco la perspectiva de pasar dos horas junto a un desconocido. Miró a su alrededor, como para interrumpir el intercambio de formalidades.

– Es bonito… el club, quiero decir.

– Soy socio desde hace siglos. Mi padre y mi abuelo ya lo eran. El Garrick se fundó en 1831. Un grupo de aficionados al teatro decidieron crear un lugar donde reunirse antes y después de las representaciones. Casi todos los hombres de letras de la época se hicieron miembros. Dickens, Thackeray… y, por supuesto, muchos actores.

– Así que por eso lo eligió para vernos… para cerrar el círculo…

El rostro de Faraday expresaba una sincera perplejidad.

– No entiendo…

– Mischa… Era actriz cuando la conoció…

Sonrió. Otra vez -¡Dios mío!- la sonrisa de Jan.

– Siento decepcionarla, Victoria. Soy un hombre sin imaginación. Propuse el Garrick porque es un lugar agradable, y porque pensé que estaríamos cómodos. A las siete no queda casi nadie en los salones: los socios y sus invitados cenan pronto para poder ir al teatro, así que estaremos solos en el comedor. Debo reconocer que al elegir el club no tuve en cuenta a Mischa.

Lo dijo como pidiendo perdón. Como si se sintiese culpable de no haber tenido presente a una mujer que había desaparecido de su vida hacía casi medio siglo. De pronto Faraday se le antojó un hombre indefenso, vulnerable. Torpe incluso. Y muy solo…

– Bueno, digamos entonces que ha sido una casualidad agradable. ¿Sabe que Mischa acabó convirtiéndose en autora teatral?

– Jan me lo dijo.

– Ya ve, de haber vivido en Londres, probablemente se hubiese hecho socia de este club. ¿Le habría gustado volver a verla?

Victoria se arrepintió de la pregunta nada más formularla. No era asunto suyo. Y, además, estaban allí para hablar de Jan. Pero a Faraday no pareció molestarle la inquisición. Se quedó pensando, con el ceño levemente fruncido.

No lo sé… Mischa tiene un lugar muy concreto en el pasado… tan concreto que no sabría cómo hacerle un sitio en otro momento de mi vida. Mischa fue París, el fin de la adolescencia, la despreocupación, los descubrimientos, así que… ¿encontrarla veinte, treinta años después, cuando ya ni ella ni yo éramos ni remotamente jóvenes, cuando los dos teníamos otras vidas? No, Victoria, creo que no. Cada cosa en su momento. Es como releer a los cuarenta años un libro que nos fascinó a los quince. La mayor parte de las veces lo encontramos insulso, y somos incapaces de entender por qué nos gustó tanto la primera vez. Es mejor dejar los recuerdos donde están. Especialmente los buenos.

Un camarero les interrumpió: la mesa del señor Faraday estaba lista. Pasaron a un salón contiguo donde, como él había pronosticado, no había nadie más. Pidieron una cena ligera: consomé y rosbif frío con ensalada verde. Victoria no tenía apetito. Buena señal, pensó, eso quería decir que empezaba a encontrarse a gusto en presencia de Faraday.

– ¿Cómo conoció a Jan?

Así que la función había comenzado por fin. Victoria habló de la aventura del trabajo olvidado, de la corriente de mutua simpatía que se generó entre ella y Jan, de cómo, sin darse cuenta, empezaron a compartirlo todo: sus preocupaciones, sus anhelos, sus secretos. Cómo, un buen día, se dieron cuenta de que eran capaces de leer el uno en el otro.

– Suena a tópico, pero muchas veces Jan sabía lo que yo iba a contestar cuando alguien me hacía una pregunta. Y a mí me pasaba igual con él. Con sólo echar un vistazo a su cara podía adivinar lo que pensaba, incluso lo que sentía. Es difícil de explicar. Hubo una época, creo que fue en tercero de carrera, en que nos dio por contar a la gente una historia disparatada diciendo que éramos hermanos gemelos separados al nacer… Claro, todo el mundo miraba a su hijo y me miraba a mí y no daban crédito… Supongo que pensaban que yo debería demandar a nuestros misteriosos padres en protesta por el desigual reparto de dones. En aquella época, señor Faraday, su hijo era el tipo más guapo de la facultad, y yo una de las chicas menos atractivas. Luego, cuando mejoré un poco, la historia dejó de ser tan graciosa y ya no la contamos más.

Douglas Faraday había pedido una botella de Burdeos. Victoria le dijo que a Jan le gustaba el vino tinto.

– Yo prefiero el blanco -contestó él-, pero supuse que usted no. ¿Qué más cosas le gustaban a mi hijo? Él me contó lo más elemental: me habló de su madre, de su hija, de su mujer. Me habló de usted, de su carrera, de su trabajo. Pero todos los detalles se nos quedaron en el camino por falta de tiempo… Sé que es una tontería, pero son cosas que me gustaría saber.

No, no era una tontería. Los pequeños caprichos, las simpatías cotidianas, las manías, las debilidades, forman también parte del mapa vital de una persona. Y nadie como ella para trazar el de Jan. Victoria entornó los ojos, como si eso fuese de ayuda para recordar mejor, y desgranó ante Douglas Faraday toda la relación de datos menores que podían ayudarle a saber quién era el hijo al que tuvo que renunciar ocho horas después de verlo por primera vez. Fue un placer hablar así de Jan, de forma desordenada y arbitraria, sin organizar la información, sin establecer un criterio de prioridades. Ante Douglas Faraday, todo se había vuelto esencial, y cada pequeña anécdota tenía el peso que cobra aquello que hemos perdido para siempre.

A Jan le encantaba viajar en tren. Decía que la mañana era el mejor momento del día, aunque solía trabajar de noche. Fumaba. Bebía un poco más de lo aconsejable. Comía de todo, pero le encantaba la carne y los guisos pesados. Era mujeriego y apasionado, y poco tenaz en sus romances, hasta que llegó Marga y lo cambió todo. Nunca tomaba postre. Y le daba miedo el mar, aunque no quería reconocerlo. Sabía tocar un poco la guitarra. Entendía de música y de arte moderno. Le apasionaba la arquitectura. Tenía una letra horrenda que con la edad había ido haciéndose más y más ininteligible. Odiaba ponerse corbata, aunque Victoria nunca había conocido a ningún hombre a quien sentase tan bien un traje. Hablaba inglés correctamente, pero no tenía facilidad para los idiomas, y compensaba sus carencias con una dosis extra de cara dura («Tendría que haberlo escuchado cuando fuimos a Florencia, y se manejaba hablando en español pero con acento italiano. Hace falta tener rostro…»). Era una nulidad haciendo bricolaje. Jugaba a las cartas como un tahúr del Misisipi, pero se negaba a apostar dinero («Decía que era demasiado difícil ganarlo como para arriesgarse a perderlo por una mala mano»). Era generoso, y que otros no lo fueran le molestaba de una manera casi infantil. Se entendía bien con los niños pequeños, y le encantaban los animales, pero se negaba tozudamente a tener una mascota («Ni siquiera su hija fue capaz de convencerlo para comprar un perrito. Y eso que Solange hacía de él lo que quería»). Sabía construir cometas («Qué raro, ¿verdad? No conozco a nadie más que lo haga»), y hubo una época en que le dio por jugar al tenis, pero se hizo daño en la rodilla y lo dejó («No sabe el partido que le sacó a aquella lesión… Con las mujeres, quiero decir. Si le hubiesen herido en la guerra, no le habría echado más cuento»). Le encantaba vestir bien, pero fingía que la ropa no le importaba («Hasta a mí quería hacerme creer que aquellos jerséis tan bonitos y las americanas que llevaba le habían caído encima por pura casualidad»). Era presumido a su manera. Solía llevar una barba de tres días, pero cualquiera que se fijase un poco podía ver que estaba perfectamente cortada. Madrugar le costaba un triunfo, pero por la noche tenía una vitalidad desbordante («Era el último en irse de todas las fiestas. Como si le diesen cuerda a partir de las doce»). Le salían ojeras si dormía mal, y sus resacas eran espantosas. Cuando se enfadaba lo hacía siempre por cosas insignificantes, aunque luego era capaz de pasar por alto otras mucho más graves («Tenía una asombrosa capacidad para olvidar las ofensas. No sabía lo que era el rencor»). Se portaba con altivez delante de sus jefes, pero sus subordinados le adoraban. Aunque intentaba disimularlo, le impacientaba la gente torpe («Se le daba mal trabajar en equipo: él iba a su ritmo, y era incapaz de ajustarlo al de los demás»). Podía resultar impertinente si se lo proponía. Era tierno a ratos, colérico en muy contadas ocasiones, impulsivo a veces, casi siempre optimista hasta la insensatez. Era inconstante en algunas cosas, pero no había habido nadie más fiel a los verdaderos afectos.

– Era una buena persona, Douglas. Su hijo era la mejor persona del mundo…

Faraday, que había escuchado a Victoria sin interrumpir, bebió un sorbo de agua y luego sonrió de una forma muy rara, como si acabase de despertar de un sueño feliz o de algo parecido a un hechizo. Por fortuna, los camareros del Garrick habían tenido el buen sentido de no acercarse a la mesa ni siquiera para servir más vino, y Faraday se dijo que aquella noche se habían ganado una propina más generosa que de costumbre. Apenas habían tocado el rosbif, y ambos comieron en silencio un par de bocados. Victoria encontró la carne un poco seca. De todos modos, seguía sin tener hambre.

– ¿A qué se dedica, Victoria? Creo que Jan no me lo dijo.

Así que de nuevo era el turno de las preguntas de cortesía. Victoria, a quien no le gustaba nada hablar de sí misma, hubiese querido seguir conversando de cualquier otra cosa.

– Soy profesora. De Relaciones Internacionales. Doy clase en la Universidad de Grace, en Nueva York. Probablemente no le sonará, no es un centro importante. Mi marido es profesor en Columbia -sonrió-, y ahora es cuando usted dice «ah, sí, Columbia, una gran universidad». Llevo oyendo esa frase desde que me casé. ¿Y… y usted? ¿Siempre se dedicó a las antigüedades?

– No me quedó más remedio. Como le dije, Faraday's Things es un negocio familiar. Lo fundó mi abuelo, más tarde mi padre tomó el mando, y siendo yo hijo único no tenía muchas más alternativas.

– ¿Le gusta el trabajo?

– Supongo que sí. Claro que para estar seguro hubiese tenido que hacer otras cosas. Pero no pudo ser. Toda mi vida estuve preparándome para heredar la tienda. A veces creo que mis padres no tuvieron un hijo, sino un anticuario en miniatura. Incluso la estancia en París estaba relacionada con el negocio: parte de nuestros proveedores y algunos de nuestros mejores clientes vivían en Francia, y mi familia pensó que sería bueno para la empresa que alguien pudiese hablarles en su lengua. Luego me enviaron a Oxford, y allí estudié Historia del Arte. Al licenciarme hice prácticas en Christie's y me familiaricé con el mecanismo de las subastas. Y en cuanto mi padre decidió que estaba listo, imprimieron unas tarjetas con mi nombre y me pusieron detrás del mostrador. No, Victoria, no tuve alternativa. Creo que es la primera vez que a alguien le interesa si me gusta o no lo que hago. Ni siquiera yo me lo había preguntado. -Se quedó pensando unos segundos, como si quisiese llegar a una conclusión-. Nunca fui una persona muy feliz, sino más bien alguien resignado a su suerte.

– Bueno, no todo el mundo está en disposición de escoger. Mi caso es el contrario. A nadie le importaba lo que yo hiciera… así que actué siempre como me vino en gana. No crea que eso es necesariamente una ventaja. No sabe cuántas veces deseé que alguien eligiese por mí. Pero, ya que estaba sola, capeé el temporal como buenamente pude.

A su hijo le hacía mucha gracia comprobar que al final acababa saliendo adelante. «Ya te las apañarás», me decía. Y me las apañaba. Tenía una gran ventaja: no había presiones. Todo lo que hacía lo hacía por mí, sin miedo a decepcionar a otros ni a que me pidieran cuentas.

– ¿No tenía usted familia?

Victoria se dijo que no le apetecía contar la historia de la pobre huerfanita y la malvada madrastra.

– Algo así…

Un camarero alto y de piel sorprendentemente blanca se acercó y propuso servirles el café en el salón. A Victoria le llamaron la atención sus ojos, que eran verdes como los de un duende. Se levantaron de la mesa y entraron en una sala contigua, de paredes enteladas y sillones demasiado bajos para resultar cómodos. Les sirvieron café en un juego de porcelana.

– Así que usted y Jan eran amigos desde hace…

– Veintisiete años. Toda una vida.

Douglas Faraday pareció calibrar aquel lapso de tiempo mientras miraba fijamente a Victoria.

– Ha debido de ser duro para usted.

Victoria sintió cómo se le tensaban los huesos de la espalda. Sin darse cuenta cerró los puños sobre las palmas, y se clavó levemente las uñas en el pulpejo de la mano. Era la primera vez en casi tres semanas que alguien se acordaba de sentir por ella una compasión sincera. Estaban todos tan pendientes de Solange y de Marga que nadie se había acordado del dolor de Victoria, que era único, personal y tenía su propia intensidad. Cuando Faraday lo mencionó, Victoria estuvo a punto de contestar con una frase hecha y pasar página sobre el asunto, pero de pronto se dijo que quizá había llegado su turno. Que ella también tenía derecho a reclamar su parte.

– Muy duro, sí. Más de lo que nadie se imagina. Cuando muere una persona todo el mundo tiene presente a su familia: a su viuda, a sus hijos, a sus padres si los conserva, a sus hermanos… Pero nadie piensa en los amigos. Al contrario. Se supone que son ellos quienes deben ocuparse de quienes lo están pasando mal. Es como si un amigo no tuviese su cuota de pena. Perder a Jan ha sido lo peor que me ha pasado en la vida. Ya le dije que no tengo familia… y, sin embargo, la primera vez que me he sentido verdaderamente sola fue tras morir su hijo. No es que nos viésemos demasiado… Sobre todo últimamente. Vivo en Nueva York y él estaba en Madrid. Pero, pese a eso, nos sentíamos cerca el uno del otro. No pasaba una semana sin que hablásemos por teléfono… Teníamos muchas conversaciones, ¿sabe? Casi todas intrascendentes. Una noche Jan me llamó a las doce y media porque no era capaz de recordar el nombre de un color: «Escucha, Victoria, cómo se dice cuando el azul es oscuro, pero intenso, no ese azul casi negro, sino un poco brillante, como el petróleo pero bastante más claro». Y yo, que estaba medio dormida, le contesté sin abrir los ojos: «Cian». «Claro, menos mal… me estaba volviendo loco.» Me dio las gracias y colgó. Eso era, Douglas. Siempre estábamos ahí, al otro lado del mundo, a vuelta de correo electrónico, en la otra línea. Y no para cosas importantes, sino para preguntar una estupidez en mitad de la noche. Eso es lo que echo de menos. Que nadie más va a despertarme porque ha olvidado el nombre de un color.

Faraday había bajado los ojos y se servía otra cucharada de azúcar. Fingió concentrarse en la operación, pero sólo buscaba algo que contestar.

– Lo único que puedo decirle, Victoria, es que mi hijo tuvo mucha suerte en la vida. Y él lo sabía. El día que nos vimos me dijo algo que me impresionó profundamente: «Voy a morir demasiado pronto, y sin embargo sigo pensando que he sido un hombre muy afortunado.»

Victoria suspiró e intentó acomodarse en la butaca.

– Jan estuvo siempre rodeado de afecto. Mischa lo adoraba. Su mujer… en fin… Ya vio usted a Marga. Es buena con todo el mundo. Imagine cómo sería con su marido, estando enamorada de él hasta la misma médula. Yo hice lo que pude: quererle tanto como él me quiso a mí. En cuanto a Solange… Esa cría es irresistible. Jan estaba loco con su niña.

– Me enseñó una foto. Es muy guapa…

– Una mezcla curiosa de la familia paterna y de su madre, Chloe… una auténtica belleza francesa.

– Jan no me contó nada de ella.

Victoria se echó a reír.

– Bueno, cuanto menos sepa de Chloe, mejor. Es alguien a quien mantener a raya, créame. Por fortuna, Solange va a vivir con Marga. No sé qué hubiese sido de ella de haber caído en las redes de Chloe. Oiga, Douglas… ¿no le gustaría conocerla? Quiero decir, a Solange. Después de todo, es su nieta…

El señor Faraday describió un gesto de resignación.

– Claro. Pero di a Jan mi palabra de que no lo haría. Luego me arrepentí. Es humano que quiera conocer a alguien que lleva mi sangre… Lo malo es que uno no puede pasar por alto ciertos compromisos, sobre todo si los adquiere con un hombre que sabe que va a morir. Mi hijo fue muy claro: «Mi mujer y mi hija no deben saber nunca quién eres. Prométeme que nunca les dirás que eres mi padre.» Eso fue lo que me pidió. Y le dije que sí… Además, reconozco que en aquel momento tampoco me seducía mucho la idea de enfrentarme a una familia que ni siquiera sabía que tenía. Es ahora cuando empiezo a pensar de otra forma. Entonces creí que había hecho lo suficiente asegurando su futuro con la película.

– ¿De dónde la sacó?

– Es una historia muy larga…

– Oh, vamos, Douglas, no se haga de rogar. Arderé en el infierno por todas las mentiras que tendré que contar el resto de mi vida para encubrirles a usted y a su hijo… Concédame un capricho al menos.

Faraday se echó a reír. Tenía una risa curiosa, solemne y ronca, una risa breve que seguro que no prodigaba demasiado.

– Jan acertó al prevenirme contra usted…

– ¿Hizo eso?

– Más o menos… Me dijo que era demasiado lista, y que no resultaba fácil engañarla. -Se limpió la boca con la servilleta y tocó el timbre para llamar al camarero-. Se ha hecho tarde, y el club cierra en diez minutos. Le propongo algo: veámonos mañana. ¿Tiene tiempo a mediodía?

A mediodía… Por la mañana había planeado ir con Solange al mercado de Spitalfields para que pudiese hacer unas compras… Pero ¿por qué no iba a poder citarse después con Faraday? No iba a tener otra oportunidad de conocer el misterio que rodeaba aquella cinta. Un inédito de Greta Garbo. Habría que ser una estúpida para perder una ocasión así. En su lugar, Jan no lo hubiese dudado.

– Puedo verle a partir de la una y media… ¿Le viene bien?

– Perfecto. La esperaré en Faraday's Things, y le enseñaré la tienda. Cerramos de dos a cuatro, así que podrá curiosear todo lo que quiera. Hay algunas piezas que merecen la pena, aunque creo que la historia que voy a contarle es mucho más interesante que cualquier cosa que tenga allí.

A Victoria se le escapó una sonrisa… Douglas Faraday podía ser muy misterioso cuando quería.

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