4. LONDRES-MADRID

A las doce menos cuarto, cuarenta y cinco minutos antes de que empezara la rueda de prensa, había un pequeño caos en la embajada americana. El avión que traía a Madrid a Herder van Halen y a todo su séquito -ayudantes, publicitarios, periodistas- se había retrasado más de cuatro horas, y ahora se enfrentaban al dilema de retrasar la rueda de prensa o bien traer directamente a los americanos desde el aeropuerto sin hacerles pasar antes por el hotel para que pudieran descansar. Alguien dijo que posponer el encuentro con la prensa no era muy buena idea: los representantes de los medios españoles podrían marcharse para no volver, y los que venían desde Estados Unidos, relajarse demasiado y caer en brazos de Morfeo. Era preferible no dar oportunidades a la mala suerte, así que cumplirían con el horario previsto. Una flotilla de coches recogería a los recién llegados nada más bajar del avión y los trasladaría al edificio de la embajada.

– Qué demonios, ya dormirán cuando se mueran.

La frase, cómo no, era de uno de los colaboradores de Herder, que llevaba dos días en Madrid organizando el acto y, básicamente, volviendo locos a todos con sus ocurrencias.

Habían hecho las cosas a la manera americana: la mesa de los protagonistas estaría en un pequeño escenario, adornado con banderas de barras y estrellas intercaladas con la enseña española. En la mesa, además de Herder van Halen y Margarita Solano, como propietaria de la cinta, estaría el embajador americano y, por supuesto, Victoria. Ésta había sido una pequeña fuente de conflicto, pues la esposa del aspirante no acababa de comprender la necesidad de su presencia en la mesa principal.

– Señora Van Halen, es usted la esposa del candidato. La compra de esta película simboliza el arranque de la campaña para la nominación. ¿De verdad cree que su presencia es prescindible? ¿Qué cree que dirían los votantes del profesor Van Halen si su mujer no estuviese a su lado en el momento más… ehhh… más emotivo de la carrera electoral?

Y Victoria cedió. No tenía ganas de discutir con los asesores de Herder. En realidad, no tenía ganas de discutir con nadie. Todo lo que quería era que la dejasen en paz. Meterse en la cama y dormir mucho tiempo seguido -tal vez cien años, como la princesa del cuento-, y despertarse sin recordar nada de su vida anterior. Oh, sí, eso hubiera sido maravilloso.

Habían regresado de Inglaterra dos días antes y con el tiempo justo para recibir las últimas instrucciones acerca de la dichosa rueda de prensa. Desde entonces había dormido poco y mal -ella, que era un lirón- y ni siquiera tenía apetito. Era la primera vez en su vida que no le apetecía trasegar pasteles en un mal momento, y quiso interpretarlo como una señal. Tal vez había llegado el momento de cambiar muchas cosas. Para eso sirven las crisis, se dijo. Para volver a empezar. No le faltaba tanto para cumplir cincuenta años, y quizá aquélla era la ocasión de encarar la madurez con serenidad, inteligencia y la actitud más correcta ante la vida. La vida después de Jan. Y después, cómo no, de conocer a Douglas Faraday.

Victoria se había prohibido volver a pensar en él nunca más. Aquel inglés que había revolucionado por unos días su ordenada conciencia debía pasar a formar parte de las cosas imposibles, de toda la legión de renuncias a las que nos obliga el sentido común. Pero, a pesar de todo, media docena de veces al día le asaltaba el recuerdo de aquel hombre que tanto se parecía a Jan, y entonces era imposible no preguntarse si las cosas podrían haber sido de otro modo.

«Claro que no, chica. Esto no es una película, ni tú una actriz de cine mudo.»

Por supuesto que no. Era la guapa y respetable esposa de un futuro senador por Nueva York, profesora universitaria y experta en Relaciones Internacionales. Es decir, alguien que no tenía nada en común con un anticuario inglés con edad suficiente como para ser su padre.

Un tipo que, de hecho, era el padre de su mejor amigo.

Y entonces, si había hecho lo correcto, ¿por qué demonios se sentía tan mal? ¿Por qué el recuerdo de Faraday la asaltaba cada dos por tres, antes de dormirse, justo al despertar? ¿Por qué andaba mustia y triste, arrastrando los pies como un alma en pena, sonriendo sin ganas y cediendo dócilmente a las genialidades del equipo de Herder?

«Pero si hasta has dejado que te escojan el vestido.»

Pues sí, allí estaba ella, luciendo un traje sastre de cheviot que le daba un calor espantoso, encaramada en unos zapatos de cocodrilo que no sabía de dónde habían salido.

«Por lo menos son de tu número. Consuélate, chica.»

– Señora Van Halen… su marido llegará en unos minutos… Tal vez sería mejor que usted y la señora Solano ocupasen ya su puesto en la mesa junto al embajador. Así todo el mundo estará colocado cuando el señor Van Halen entre por la puerta lateral. Encenderemos las luces en ese momento…

«Las luces… Ay, Dios…»

Junto a ella, Marga se mordía las uñas sin compasión.

Llevaba un vestido gris bastante bonito, y había ido a la peluquería aquella mañana. Parecía más pequeña y frágil que nunca, y a Victoria le dieron ganas de abrazarla.

– ¿Cómo estás? -le preguntó.

– Muy nerviosa. Afortunadamente, pude convencerles de que no era buena idea que hablase yo.

– Claro que no. -Le frotó un hombro-. Eso déjaselo a Herder. Se le da de miedo. Y no te preocupes. En cuestión de un rato todo habrá acabado.

– ¿Cómo estás tú?

Victoria le dirigió una sonrisa más bien poco entusiasta.

– Ahí vamos. Pero, como te he dicho, esto está a punto de acabar también para mí. Volvemos a Nueva York esta misma noche.

Marga miró nerviosamente hacia los lados.

– Nunca se sabe, Victoria… Yo ya he aprendido a no hacer planes… siempre puede haber sorpresas…

– ¿Qué quieres decir…?

– Mira, ya sé que no soy Jan… pero también soy tu amiga, ¿de acuerdo? Y… no soy tan tonta como puedo parecer- te… A veces la solución a los problemas es mucho más sencilla de lo que nos creemos… Basta con llamar a las cosas por su nombre… ser transparente, vamos…

«Pero ¿de qué diantres está hablando Marga? ¿Y qué quiere decir con eso de llamar a las cosas por su nombre?»

– Marga… ¿Se puede saber…?

– Señoras, por favor. -Un tipo con un pinganillo se les acercaba-. Entren en la sala. El señor Van Halen está llegando al edificio. Tenemos un minuto…

Se sentaron junto al embajador, que las saludó a las dos y habló brevemente con Victoria sobre el «formidable muchacho» que era Herder van Halen. El candidato a senador entró en ese momento, y alguien inició un aplauso que otros -¿quiénes?- correspondieron, con lo cual la banda sonora fue la más adecuada para la puesta en escena. Los fotógrafos empezaron a hacer su trabajo mientras Herder saludaba al embajador y a Marga, y abrazaba efusivamente a su esposa antes de besarla en los labios. Los flashes arreciaron. Victoria hubiese querido salir corriendo.

«Demasiado tarde, chica.»

El embajador dio la bienvenida a todo el mundo y cedió la palabra a Herder.

– Gracias por haber venido. Gracias, sobre todo, a quienes se han desplazado desde Estados Unidos. Gracias a la embajada americana y a mi buen amigo Gordon Bridgewater por habernos brindado su hospitalidad. Gracias a Margarita Solano, que ha hecho posible este momento, y gracias sobre todo a mi esposa, Victoria, por estar siempre a mi lado. -Se volvió hacia ella y le apretó la mano. Victoria se dijo que para Herder debió de ser como espachurrar un pez muerto-. Dejen que les cuente una historia: desde mi juventud, he sentido una indomable fascinación por Greta Garbo…

Mientras Herder desgranaba los detalles de su loco amor por la divina, una música comenzó a sonar, y una pantalla de cine estratégicamente colocada empezó a regalar imágenes de películas de la señorita Garbo. Allí estaba la reina Cristina de Suecia, y estaba Mata Hari, y Ninotchka… estaban los personajes del cine mudo, y los primeros mitos del sonoro, pero, mientras miraba la pantalla -que era una forma de no tener que mirar a Herder-, Victoria se dijo que para ella Greta Garbo ya no sería la diva intocable convertida en leyenda, sino una chiquilla de quince años que sólo buscaba divertirse junto a su mejor amigo. Junto a Arvid Soderman, que había pasado por el mundo ignorando las reglas, incluso aquellas que le marcó el destino. Para él no habían existido fronteras ni normas: se las había saltado todas en su camino hacia una particular forma de felicidad. Eso es el valor, pensó Victoria. El mismo valor que a ella le había faltado para aprovechar la gran ocasión de su vida. Se sintió pequeña y triste, y el corazón se le agarrotó en dos deseos imposibles: abrazar a Jan y entrar en el túnel del tiempo para regresar al instante en que desperdició su oportunidad junto al hombre al que podía haber querido más que a cualquier otra cosa en el mundo.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que alguien más acababa de entrar en la sala. Alguien que no miraba a la pantalla, sino que la miraba a ella. Victoria se tapó la boca con la mano para no gritar, porque allí, en aquella sala llena de gente que nada sabía de ella, ni de Jan, ni de Arvid Soderman, ni de todos los hilos que había tenido que mover la suerte para cambiarle la vida, estaba Douglas Faraday.

Él sonreía. Los ojos de Victoria se llenaron de unas lágrimas en las que estaba el recuerdo de Jan, pero también todas las esperanzas depositadas en la vida después de aquel momento. Se miraron durante unos segundos y Victoria tuvo la sensación de que todo su destino estaba contenido en ese instante. La música arreció y en la pantalla aparecieron, como punto final, las escenas rodadas por Arvid Soderman, que provocaron una nueva oleada de aplausos. Victoria prefirió pensar que aquellas palmas acompasadas no sonaban sólo en honor a Greta Garbo, sino que eran un tributo secreto a todo el valor que Douglas Faraday había tenido que reunir para estar allí, mirándola, con aquella sonrisa tan parecida a la sonrisa de Jan. Le recordó a él, por supuesto, y deseó más que nunca que estuviese vivo. Recordó Londres, y Oxford, y recordó a Arvid Soderman, que había pasado por el mundo reivindicando la obligación de ser feliz en cualquier circunstancia. Tomó aire y se volvió hacia Herder van Halen para susurrarle al oído.

– Querido… hay algo que tengo que decirte… no voy a volver a Nueva York.

Mezclada entre el público, frunciendo el ceño, Solange hablaba en susurros por su móvil.

– Shirley… oye… No sé qué está pasando aquí, pero Herder está poniendo una cara muy rara… y la tía Vi no quita ojo a un viejales muy guapo… un tipo que acaba de entrar… y que, por cierto, se parece bastante a papá…

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