Ana María Shua
Las chicas electrónicas

ANA MARÍA SHUA nació en Buenos Aires en 1951. Como escritora, publicó más de cuarenta libros, entre los que se cuentan: Soy paciente (Premio Losada 1980), Los amores de Laurita, El libro de los recuerdos, La muerte como efecto secundario, La sueñera, Casa de geishas, Botánica del caos e Historias verdaderas. “Las chicas electrónicas” forma parte de su libro Historias verdaderas (2004).


***

– ¿Te acordás, hermana? Nos íbamos a bailar a las dos, tres de la mañana, de golpe los jóvenes copábamos la calle, como si todos al mismo tiempo saliéramos de nuestras madrigueras. Nos juntábamos en los kioscos, en los bares, en las esquinas…

– Me acuerdo. Usabas brillantina en la cara y en el escote. Y esas zapatillas de plataforma que te gustaban tanto pero te hacían torcer el tobillo.

– Una vez me hice un esguince y de algún modo me las arreglé para seguir bailando. Lo que es ser joven. Al día siguiente me tuvieron que enyesar. Y vos tenías el aro en el ombligo.

– Estaba muy orgullosa de mi aro: me había costado varias infecciones y todavía lo tenía allí. Vos te ponías gel en el pelo. Y usabas tops con una sola manga para lucir el tatuaje en el hombro. ¿Lo tenés todavía?

– No, me lo saqué con láser hace unos años. Los rollingas sacaban a relucir sus zapatillas blancas, el flequillo y los pañuelitos al cuello.

– No les gustaba que les dijeran rollingas. Ellos a sí mismos se llamaban stones.

– Tenías ese amigo alternativo, ¿te acordás? que se pasaba la mitad de la vida levantándose los pantalones. Y usaba la cadena colgando atrás para sostener la billetera. Pero sin billetera, porque ya se la habían robado una vez con cadena y todo.

– ¡Cómo se asustó mamá cuando me hice esa lastimadura con las uñas!

– Ah, claro, con la onda de la escarificación. Nuestros padres no apreciaban mucho las cicatrices.

– Enseguida corrieron a consultar a su terapeuta, como hacían siempre. Por suerte la mina estaba en el mundo real y les dijo que se quedaran tranquis, que era nomás una moda.

– Vos usabas el pelo violeta, te lo habías decolorado para que te tomara bien y estaba todo arruinado, como paja. Me acuerdo de que la abuela te pagó la peluquería como regalo de cumpleaños y cuando vio la obra terminada se quería cortar las venas con una vainilla.

– Siempre te envidié el mameluco anaranjado brillante. Yo no tenía una ropa tan electrónica. Todos te miraban. Nuestro gran sueño era participar alguna vez en la súper rave internacional, el Love Parade de Berlín.

– Mamá se sorprendía de ver a nuestros amigos varones con los ojos pintados. Y cuando le contábamos que bailaban entre ellos…

– Pretendía que le explicáramos las diferencias entre el house y el trance o entre el drum-and-bass y el jungle. ¡Si lo último que había escuchado ella eran los Beatles!…

En el año 2030, así recordarán mis hijas esas madrugadas electrónicas de Buenos Aires. Y mientras charlan, escucharán música, pero no precisamente tecno: escucharán tango, algún viejo clásico como Adiós Nonino. Que no es música de pibes. Porque para disfrutar del tango hay que haber tenido y haber perdido, hay que ser capitán de la nostalgia, enamorado del recuerdo.

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