Luisa Valenzuela
El protector de tempestades

LUISA VALENZUELA nació en Buenos Aires en 1938. Es narradora y periodista. Entre otros, publicó los libros: Hay que sonreír, Los heréticos, El gato eficaz, Como en la guerra, Cola de lagartija, Realidad nacional desde la cama, Novela negra con argentinos y La travesía. Sus relatos están reunidos en el libro Cuentos completos y uno más. “El protector de tempestades” forma parte de su libro de relatos Simetrías (1993).


***

Como buena argentina me encantan las playas uruguayas y ya llevaba una semana en Punta cuando llegó Susi en el vuelo de las seis. Pensé que no iban a poder aterrizar, dada la bruta tormenta que se nos venía encima. Aterrizó, por suerte, y a las siete Susi ya estaba en casa. Ella venía del oeste, la tormenta del este corriendo a gran velocidad apurada por arruinamos la puesta de sol.

Susi dejó el bolso en el living, se caló la campera y dijo Vamos a verla, refiriéndose a la tormenta claro está. La idea no me causó el más mínimo entusiasmo, más bien todo lo contrario. La vemos desde el balcón, le sugerí. No, vamos al parador de Playa Brava, que estas cosas me traen buenos recuerdos.

A mí no, pero no se lo dije, al fin y al cabo por esta vez ella era mi invitada y una tiene, qué sé yo, que estar a la altura de las circunstancias. Yo tengo mi dignidad, y tengo también una campera ad hoc, así que adelante: cacé la campera y zarpamos, apuradas por llegar antes de que se descargara el diluvio universal. Esperando el ascensor Susi se dio cuenta de un olvido y salió corriendo. Yo mantuve la puerta del ascensor abierta hasta que volvió, total pocos veraneantes iban a tener la desaforada idea de salir con un tiempo como éste.

Al parador llegamos con los primeros goterones. Hay una sola mesa ocupada por un grupo muerto de risa que no presta la menor atención al derrumbamiento de los cielos. Tras los vidrios cerrados nos creemos seguras. Ordenamos vino y mejillones que a mi buen saber y entender es lo más glorioso que se puede ingerir en estas costas, y nos disponemos a observar el cielo ya total e irremisiblemente negro, rasgado por los rayos. Y allí no más enfrente, el mar hecho un alboroto. Nosotras, tranqui. Vinito blanco en mano, mejillones al caer. Humeantes los mejillones cuando por fin llegan, a la provenzal, chiquitos, rubios, deliciosos. Los mejores mejillones del mundo, comento usando una valva de cucharita para incorporarle el jugo como quien se toma ese mar ahí enfrente, revuelto y tenebroso. Umm, prefiero las almejas, me contesta Susi.

Igual somos grandes amigas. Ella es la sofisticada, yo soy la aventurera aunque en esta oportunidad los roles parecen cambiados. Susi está totalmente compenetrada con la tormenta, engulle los mejillones sin saborearlos, sorbe el vino blanco a grandes tragos, hasta dejando en la jarra la marca viscosa de sus dedos por no detenerse a enjuagárselos en el bol donde flota la consabida rodaja de limón. Casi no hace comentario alguno sobre la ciudad abandonada horas antes. Sólo menciona el calor, la agobiante calor, dice irónica, como para darle una carga de femenina gordura, ella que es tan esbelta. Y el recuerdo de la muy bochornosa la lleva a bajar el cierre y a abrirse la campera y de golpe contra su remera YSL azul lo veo, colgándole del cuello de un fino cordón de cuero -el mismo cordón, me digo, sin pensar el mismo en referencia a qué otro cordón ni en qué momento.

Me quedo mirándole el colgante: cristal, caracol, retorcida ramita de coral negro, y, lo sé, precisas circunvalaciones de alambre de cobre amarrando el todo.

– El protector de tormentas -comento.

– Sí, fíjate que me lo estaba olvidando en el bolso, por eso te dejé colgada frente al ascensor. Y con esta nochecita más vale tenerlo.

No funciona, digo casi a mi pesar. Claro que sí, retruca Susi, convencida, mientras caen los rayos sobre el mar y parecen tan cerca, y yo le pregunto cómo es que lo tiene y ella pregunta cómo sé de qué se trata y todo eso, y las dos historias empiezan a imbricarse.

– Yo estaba ahí no más, en La Barra, con los chicos, habíamos alquilado una casa sobre la playa, lindísima, mañana te la muestro -larga Susi.

A qué dudarlo. Lo que es yo nada de alquilar y menos casas lindísimas, que mi presupuesto no da para eso, no. Yo en cambio estaba como a siete mil kilómetros de aquí, en Nicaragua, más o menos laburando, captando Nicaragua en un congreso de homenaje a Cortázar en el primer aniversario de su muerte.

– Allá por el ‘85 -digo.

– Allá por el ‘85, si no me equivoco -retoma Susi como si le estuviera hablando de su historia, y yo le voy a dar su espacio, voy a dejar que ella hile en voz alta lo que yo calladita voy tejiendo por dentro. Ella hace largos silencios, los truenos tapan palabras, los de la mesa de al lado se están largando por vertiginosas pistas de ski según puedo captar de su conversación sobre Chapelco, todo se acelera y cada una de nosotras va retomando su trama y en el centro de ambas hay una noche de tormenta sobre el mar, como ésta, mucho peor que ésta.

Yo en Nicaragua en los años de gloria del sandinismo con todos esos maravillosos escritores, uno sobre todo mucho más maravilloso que los otros por motivos extraliterarios. Hombre introvertido, intenso. Nos miramos mucho durante todas las reuniones, nos abrazamos al final de su ponencia y de la mía, nos entendimos a fondo en largas conversaciones del acercamiento humano, supimos tocarnos de maneras no necesariamente táctiles. Largas sobremesas personales, comunicación en serio. Era como para asustarse. Navegante, el hombre, en sus ratos de ocio. Guatemalteco él viviendo en Cartagena por razones de exilio. Buen escritor, buena barba, buenos y prometedores brazos porque entre tanto coloquio, tanta Managua por descifrar -hecha para pasmarse y admirarla dentro de toda su pobre fealdad sufriente-, entre tanto escritor al garete, nulas eran las posibilidades de un encuentro íntimo. Pero flotaba intensísima la promesa.

– Yo estaba en esa casa, sensacional, te digo -va diciendo Susi-. Una casa sobre la playa con terraza y la parte baja que daba directamente a la arena. Jacques aterrizaba sólo los fines de semana, meta vigilar sus negocios en Buenos Aires, y yo iba poco a poco descubriendo la soledad y tomándole el gusto. Los chicos estaban hechos unos salvajes dueños de los médanos y de los bosques, cabalgando las olas en sus tablas de surf pero no tanto porque no los dejaba ir donde había grandes olas, eran chicos, igual hacían vida muy independiente y se pasaban la mitad del tiempo en casa de unos amiguitos, en el bosque, y yo me andaba todo en bicicleta o caminaba horas o me quedaba leyendo frente al mar que es lo que más me gustaba.

– ¿A Adrián Vásquez, lo leíste? -atino a preguntar despuntando el ovillo.

– Jacques me tenía harta con sus comidas cada vez que llegaba. Cada fin de semana había que armar cenas como para veinte, todos los amigos de Punta, todos. Te consta que a mí me gusta cocinar, me sale fácil, pero en esa época yo necesitaba silencio, fue cuando le empecé a dar en serio a la meditación y no terminaba de concentrarme que ya empezaban a saltar los corchos de champán.

En Nicaragua le dábamos al Flor de Caña. Flor de ron, ése. Y llegó el día cuando se terminó el coloquio y casi todos se volvieron a sus pagos y a unos poquitos nos invitaron a pasar el fin de semana en la playa de Pochomil.

– Cierto fin de semana Jacques no pudo venir. Ya no me acuerdo qué problema tuvo en BAires, y los chicos patalearon tanto que me vi obligada a llevarlos a pasar la noche en casa de sus amiguitos y por fin yo me instalé en el dormitorio de abajo, el de huéspedes que daba sobre la arena, dispuesta a leer hasta que las velas no ardan.

La pomposamente llamada casa de protocolo del gobierno sandinista era a duras penas una casita de playa sobre la arena, simpática, rodeada de plantas tropicales, casita tropical toda ella con mucho alero y mucha reja y poco vidrio. Poco vidrio a causa del bruto calor, mucha reja debido a los peligros que acechaban fuera. Un país en guerra, Nicaragua, entonces, con los contrarrevolucionarios al acecho.

A Susi no le cuento todo esto, sólo largo por ahí una palabra o dos, de guía, como para indicarle que estoy siguiendo su historia. Al mismo tiempo voy hilvanando en silencio y de a pedacitos la mía, como quien arma una colcha de retazos.

– Esa casa era un sueño, te digo. Tenía un living enorme con chimenea que alguna vez encendimos y un dormitorio principal estupendo todo decorado en azul Mediterráneo, con decirte que el del depto de Libertador no parecía gran cosa al lado de ése, igual a mí me gustaba el cuarto de huéspedes, abajo, porque la casa estaba construida sobre un médano, el cuarto quedaba abajo y tenía un enorme ventanal que daba directamente sobre la playa.

– Idéntica ubicación física -convine, sin que ella me preste atención alguna entre el ruido de la tormenta que ya se había desencadenado, los truenos que reventaban como bombas y esos vecinos de la mesa de atrás que atronaban con sus voces y sus risas por encima del estrépito del viento. Idéntica ubicación física, dentro de lo que cabe, salvando las distancias.

– A mí me encantaba esa pieza de huéspedes que tenía una cucheta bajo el ventanal. Ahí me tiré a leer, esa tardecita, cuando ya se estaba poniendo el sol.

Nosotros, en cambio, llegamos a la tardecita, nos llevaron a comer a un puesto de pescado sobre la playa y después quedamos solos, los cuatro huéspedes: Claribel Alegría y Bud Flakol, su marido, mi escritor favorito y yo. Y yo, relamiéndome de antemano.

– Yo me relamía -creo que musité en medio del soliloquio de Susi.

Ella estaba en otra:

– Yo leía mientras se iban marchitando los rosados de la puesta del sol y veía acercarse la tormenta, unos nubarrones negros que venían hacia mí, espectaculares.

Amenaza de tormenta teníamos nosotros también, en Pochomil, además de la amenaza de la contra, y ahí estábamos los cuatro en esa playa perdida de la mano de Dios. Claribel y Bud son los mejores compañeros, los más brillantes que uno pueda desear, y además estaba él y yo me hacía todo tipo de ilusiones, por eso el peligro era una posibilidad más de acercamiento. De golpe se hizo de noche. Cosas del trópico. Y se presentó un hombre armado que dijo ser un guardia y meticulosamente nos encerró a los cuatro tras las rejas, llevándose las llaves del candado principal, por seguridad, dijo, porque por allí andaban peleando.

Ni que me hubiera leído el pensamiento, Susi, porque de golpe dijo:

– La Barra es un lugar muy tranquilo, pero esa noche parecía prometer inquietudes interesantes.

Y después se quedó mirando el mar, o mejor dicho el horizonte negro, con nubes como las otras que ya no eran promesas y estaban descargándose con saña.

El guardia parecía inquieto. Cualquier cosa, me llaman si necesitan algo, estoy a pocos metros de acá, dijo, montamos vigilancia toda la noche así que no tienen de qué preocuparse, compañeros, y allí está el teléfono si es que funciona, no les puedo decir porque hace mucho que no tenemos huéspedes por acá, nos aclaró, bastante inútilmente porque se notaba, todo parecía tan polvoriento y abandonado que yo ya había tomado la firme decisión de sacudir bien las sábanas y separar la cama de la pared, más asustada de las alimañas que de los contras. Con un poco de suerte, él me ayudaría en ese sano menester. Algo comenté al respecto, él se ofreció con gusto, nos servimos el café de un termo que había traído el guardia, y los cuatro nos instalamos en las mecedoras de paja para una sabrosa charla de sobremesa cuando empezaron los sapos.

– Te digo que todo estaba quieto quieto esa noche mientras yo miraba acercarse la tormenta, unos nubarrones como de fin del mundo que me parecían sublimes, como lava apagada, qué sé yo, como oscuras emanaciones volcánicas que se iban acercando pero yo estaba ahí protegida detrás de los vidrios sobre esa cucheta en esa casa tan bella y solitaria.

En Pochomil los sapos mugían como toros salvajes, guturales y densos. Algo nunca escuchado, y detrás el coro de ranas, todo un griterío enloquecido de batracios cuando de golpe se desencadenó la tormenta casi sin previo aviso.

– Ésa sí que fue una bruta tormenta -dije en voz alta.

– ¿Cuál, che? Disculpame, por ahí estabas tratando de contarme algo, pero yo me embalé tanto en mi historia… ¿Pedimos más vino? Mirá cómo llueve, qué lindo.

– Allá se largó una lluvia que agujereaba la tierra. Así sonaba, al menos. No podíamos salir.

– Yo tampoco. Me dormí un ratito, y cuando me desperté el mar casi casi llegaba al ventanal.

– Era bastante aterrador, te diré. Empezaron los rayos y los truenos, todo tan encimado…

– Acá también.

– ¿Ahora? No tanto.

– Ahora no tanto. Entonces, te digo, entonces era feroz.

En Pochomil era tan pero tan fuerte la tormenta eléctrica que nos dio miedo. La casa temblaba con cada rayo que caía, y enseguida explotaba el trueno. De espanto. Bud dijo que había que contar despacito entre el destello y el trueno, y cada segundo era una milla más que nos separaba del lugar donde caía el rayo. Claribel empezó a contar a toda velocidad, y nunca logró llegar a más de cinco. Los rayos caían casi sobre nuestras cabezas.

– Al principio me dio un miedo espantoso, con decirte que hasta lo extrañé a Jacques, no había nadie en la casa, hasta con los chicos me hubiera sentido más segura.

– Allá se oían las olas romper casi dentro de la casa.

– Como en La Barra, en La Barra.

Y yo me dejo bogar más allá de la historia de Susi para sumergirme silenciosamente en la mía, acompañada por esa inquietante música de fondo, la tormenta del aquí y el ahora.

En la tormenta del allá y el entonces él acercó su mecedora a la mía y me susurró No te preocupes, aunque el mar entre a la casa, yo soy un excelente navegante pero además y sobre todo estamos a salvo: acá tengo el protector de tempestades, me lo hizo un viejo santero cubano, ya muerto hace tiempo, y me lo hizo especialmente para mí, porque me encantaba navegar en medio de las tormentas, y por eso me puso, ¿ves tú?, este caracol tan particular, y este cuerno de coral negro tallado por él con la figura mítica de mi Orixa, y lo ató todo con alambre de cobre en determinadas vueltas sabias y precisas como metáfora del pararrayos.

Como si hubiera sido ayer lo recuerdo. Las palabras de él, y el amuleto que quedé mirando largo rato mientras él me hablaba. Lo miraba hasta con devoción, o respeto. Él me tomó la mano y con su mano apoyada sobre la mía me lo hizo tocar, y yo sentí el calor de su pecho y hasta algún latido. En eso se cortó la luz.

– ¿Sí o no? -está preguntando Susi, impaciente.

– Sí, sí. ¿Sí qué?

– ¿Querés más vino? Ahí viene el mozo, no me estás escuchando.

El mozo aceptó traer más vino pero dijo que iban a cerrar casi enseguida, que los de la otra mesa ya se habían retirado, que convenía que nos fuésemos nosotras también si no no íbamos a poder volver a casa. Déjenos un ratito más le pedí hasta que termine de contarme lo que me está contando. Miren que tormentas como ésta sólo creen en finales trágicos, amenazó el mozo y se alejó para buscar el vinito mientras un rayo más tajeaba el cielo, iluminando el mar.

Cuando se cortó la luz nos soltamos las manos como con susto, con miedo supersticioso, casi. Claribel y Bud no dijeron palabra. Todos callados, a ver si volvía la luz para disolver esa puta negrura que hacía más atroz los fulminantes destellos ahí, tan cerca. Quedamos paralizados, los cuatro, mudos ante el espantoso rugido de bestias de esos sapos. No teníamos ni un encendedor, ni fósforos. Al rato Bud logró llegar hasta el teléfono, que estaba muerto como era de suponer, y a medida que pasaba el tiempo se nos esfumaba la esperanza de que el guardia volviera con su sonrisa y su metralleta. Podría traernos una lámpara de querosén, una linterna, velas, lo que fuera para aclarar un poco esa noche llena de tormenta y alimañas. Mi romance se me estaba diluyendo con esa lluvia feroz, no iba a ser yo la primera en decir que me iba a la cama, porque le tenía miedo a esa cama sin sacudir. Y si no era la primera, ¿cómo iba él a poder seguirme?

– Qué angustia -me sale en voz alta, sin querer-. Qué angustia en esta tormenta de hoy, y quizá también en aquella tan cargada.

– ¿Te parece? -pregunta Susi-. No, no era para tanto. Era inquietante pero me hacía bien, aquella tormenta, no sé cómo explicártelo pero me sentía bien. Después de dormitar un poco me desperté refrescada, interiormente en paz.

Susi intenta explicarme lo de la paz, yo vuelvo al lado de él. Claribel está diciendo que se había fijado y nuestra casa no tenía pararrayos, y Bud, tratando de calmarnos, agrega: pero sí antena de televisión, que está desconectada, completa el dueño del protector de tempestades quizá para hacerme sentir segura tan sólo a su lado.

– Me sentía tan a gusto que me quedé ahí, no más, absorta en la tormenta, tratando de ver cada uno de los rayos que caían sobre el mar, sin ganas de subir a mi dormitorio y meterme en la cama. Era como una meditación, como estar dentro de esa naturaleza desencadenada, estar dentro de la tormenta y sentir tanta calma, era estupendo. Ni ganas de ir al baño me daban.

– En eso él se levantó para ir al baño -intercalo yo sin pretender que Susi me preste ni la menor atención, más bien como pie para seguir reviviendo mi callada historia. Susi habla y yo me siento como una serpiente de mar asomando arqueados lomos de palabras para después hundirme de nuevo en la memoria. No por eso dejo de escucharla, al mismo tiempo enhebrando mi recuerdo como si las palabras de la superficie y las de la profundidad tuvieran una misma resonancia.

Él se metió en el baño, es cierto. Lo oímos en medio de la negrura tropezar contra algún mueble y al próximo destello, cuando de nuevo tembló toda la casa, ya no estaba a mi lado y pude ver cómo se terminaba de cerrar la puerta. Después, en la oscuridad y el silencio, oímos el cerrojo. Retumbaba la tormenta y no nos sentíamos para nada tranquilos. Y él allí, en el baño, encerrado por horas, por milenios en medio de esa tormenta que tenía algo de desencadenamiento geológico. Estábamos como a la deriva en alta mar y él que era nuestro navegante nos había dejado para buscar refugio.

– Ahora sí tengo que ir al baño -dice Susi, y se levanta decidida al tiempo que el mozo viene de nuevo a la carga. Vamos a cerrar, insiste mientras las olas golpean contra la pared de la terraza y los vidrios del parador se sacuden con el viento. No nos van a dejar así tiradas en medio del temporal, le pedimos, al menos esperen que amaine un poco, no tenemos ninguna protección, protestamos, pero las dos pensamos en lo mismo.

Y él seguía metido en el baño, encerrado, resguardado, y nosotros tres esperándolo, esperándolo y esperándolo -yo- mientras el mundo se desmoronaba y los sapos rugían con un rugir nada de sapo, más bien apocalíptico. ¿No le pasará algo?, pregunté con tono inquieto, pero era un reclamo. Estará descompuesto, estará asustado, en fin, vos entendés lo que quiero decir, dijo la voz sensata de Bud desde la negrura. Y nos quedamos allí callados por los siglos de los siglos y uno de los tres sembró la alarma porque allá, al fondo de la densidad negra, bogaba una lucecita, hacia arriba y hacia abajo, la lucecita de un mástil, apareciendo y desapareciendo a ritmo de las grandes olas, con respiración jadeante.

– Esta tormenta es brava, casi tan feroz como… -está diciendo Susi al retomar su sitio, y yo con la lucecita a lo lejos que parecía estar acercándose y él encerrado en el baño y todos nosotros, los cuatro, encerrados en esa casa en medio de la más arrolladora de las tempestades viendo quizá cómo se acercaba un barco de los contrarrevolucionarios que naturalmente desembarcarían en nuestra playa. Casa de protocolo del gobierno sandinista: trampa mortal. Y la lucecita subía y después se borraba, y volvía a aflorar y parecía más cerca. Él no soñaba con salir del baño ni enterarse de la nueva amenaza. Yo me harté de tanta especulación, de tanta espera dividida entre el deseo y el miedo. Igual que la lucecita del mástil subía el deseo y yo esperaba que él emergiera de la profundidad del baño, dispuesta a decir algo o a hacer algún ademán en el instante mismísimo de un rayo; igual que la lucecita desaparecía el deseo y me hundía yo en la tiniebla del miedo. Ganaron por fin el término medio, la sensatez, el agotamiento, el aburrimiento, la impaciencia, quizá. Dije Buenas noches, me voy a dormir, y a tientas encontré mi dormitorio olvidándome de tanta especulación y de tanta espera, borrando hasta las necesidades más primarias y las ganas de lavarme los dientes. Traté de sacudir las sábanas y de no pensar más en alimañas. No pensar más en el amor o en el miedo a los contras. Así me quedé dormida en esa cargada noche.

– …y esa luz que avanzaba entre las olas parecía estar llegando, ya se la veía muy cerca, y el mar estaba casi en mi ventana y no me dieron tiempo de asustarme de veras porque de golpe oí que me llamaban. Susi, Susi, oí, y pensé que era el viento o mi imaginación. Pero no. Susi, gritaban, y en eso aparecieron dos figuras arrastrando un bote inflable con motor fuera de borda, un dingui, sabés, con un palo alto y una lucecita arriba. Yo estaba tras la ventana iluminada y uno de ellos se acercó. Ahí lo reconocí a Gonzalo Echegaray, ¿te acordás de él? Lalalo, alguna vez lo habrás visto en casa. Venía con otro tipo y estaban hechos una calamidad. Corrí a abrirles y Gonzalo me dijo que el otro lo había salvado, que estaba a la deriva con el velero totalmente escorado y las velas todas enredadas por el viento feroz y su falta de cancha cuando apareció el otro en el dingui y lo rescató. El otro no tenía pinta de gran salvador, por suerte. Era un dulce, un tipo parco, callado como a mí me gustan. Gonzalo dijo que se había tirado a La Barra sabiendo que yo estaría allí, y que se hubieran ido al demonio de no ver la luz de mi ventana que podía haber sido cualquier ventana pero qué. Por suerte era la mía, el salvador era un pimpollo y apenas sonreía mientras Gonzalo contaba las peripecias y después, cuando Gonzalo se fue a dormir más muerto que vivo, me mostró su amuleto. Dijo que en realidad los había salvado el amuleto, que era el verdadero y único protector de tormentas, se lo había hecho especialmente para él un viejo cubano, qué sé yo.

Insensible, el mozo interrumpe, vuelve al ataque: que no se van a seguir arriesgando por nosotras, que por favor saldemos la cuenta y ya van a cerrar, que por ahí se vuela el parador y todo y más vale no estar cerca.

Mientras esperamos el vuelto Susi insiste en completar su prolija narración de los hechos:

– Gonzalo se quedó como una semana en casa, para reponerse, pero el otro no, sólo esa noche y sin embargo, ¡qué nochecita, doña! Memorable, una noche absolutamente tórrida y deliciosa me hizo pasar el otro en medio de la tormenta.

– ¿Deliciosa como los mejillones?

– Como las almejas. No, más, muchísimo más. Fue la gloria. Lástima que cuando desperté, tarde como te imaginarás, él ya no estaba. Se había ido en su dingui y nunca más supimos nada de él. Pero me dejó sobre la almohada su protector de tempestades que ahora nos va a dar una buena mano para salir de ésta.

Buena mano un carajo, quiero acotar mientras nos disponemos a enfrentar los elementos. Pero con pasmosa templanza me sale lo otro:

– Mirá vos, che. Y pensar que al día siguiente a mí me dijo que se había quedado en el baño meditando, y que había tirado el amuleto al mar desde la ventana, para aplacar la tormenta…

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