GIOCONDA BELLI nació en Managua, Nicaragua. Es poeta y narradora. Publicó los libros de poemas Sobre la guerra y Línea de juego, y las novelas La mujer habitada, Sofía de los presagios, Waslala y El pergamino de la seducción. El fragmento que se reproduce es el “Capítulo 19” de su primera novela: La mujer habitada (1992).
El mes de julio se acercaba a su fin. Lavinia arrancó la hoja del calendario y revisó su agenda de trabajo para el día siguiente. Mercedes había anotado una reunión con Julián y los ingenieros a las once de la mañana y otra con las hermanas Vela a los cuatro de la tarde.
Anotó otras tareas que debía revisar en medio de las reuniones y dando una ojeada final a su escritorio, acomodó lápices y papeles y cerró con llave la gaveta.
Sara la esperaba a las cinco y media y eran ya las cinco.
Apagó las luces y salió de la oficina.
Caminó con paso rápido al estacionamiento y pronto doblaba la esquina para unirse al tráfico de la Avenida Central. Una nutrida fila de automóviles avanzaba despacio deteniéndose en los semáforos rojos.
Iba distraída, un poco cansada, pensando en la reunión con los ingenieros. La casa del general Vela debía estar lista a tiempo y ella debía garantizar el avance del trabajo de los constructores.
A través de la ventana, veía a los conductores de otros vehículos, atentos, pendientes de adelantar o cruzar el semáforo en rojo.
De pronto, en un carro a cierta distancia de ella, vio a Flor. Le costó sólo segundos reconocerla con el pelo corto y teñido de castaño claro, casi rubio. Sintió un golpe de sangre inundarle el corazón. Flor, su amiga, allí, tan cerca de ella. Podía verla gesticulando, sonriendo al conductor del carro, un hombre de facciones imprecisas. Pensó rápidamente qué hacer para llamar su atención; ¿tocar el claxon, adelantarlos? No. No podía hacer nada. Nada más que procurar ponerse al lado del carro, tratar de que Flor la viera. Pero era casi imposible. En los cuatro carriles ascendentes de la avenida, una línea de carros se interponía entre su vehículo y aquél. Para ponerse a la par, debía hacer maniobras ilegales posibles quizás en una carretera, pero azarosas en un tráfico tan nutrido.
El semáforo cambió a verde y el carro donde Flor, sin verla, seguía conversando, se adelantó avanzando más rápido por el carril izquierdo.
Trató de acelerar pero los automóviles delante de ella se movían lentamente. Al llegar al siguiente semáforo, los había perdido. Alcanzó a ver la parte trasera del automóvil rojo dar vuelta en una esquina.
La frustración le sacó un sonido sordo del pecho, un golpe de la mano contra el timón.
Había sido casi una visión: su amiga tan cercana y a la vez tan lejana, inaccesible. Sintió una pesada tristeza, la sensación de pérdida otra vez. Le sucedía con frecuencia. La mayor parte de sus afectos más cercanos se habían ausentado de su vida, tomando distancia. Aunque sólo la pérdida de su tía Inés fuera irremediable, recordar a Flor, su amiga española Natalia, Jerome, le producía una punzante nostalgia.
La ausencia tenía efectos indelebles. Los rostros se desdibujaban en la borrosa sustancia de los recuerdos. A veces se preguntaba si aquellas personas habrían existido realmente. La nostalgia lograba cubrirlos de ropajes míticos y extraños. El tiempo tramposo ocultaba tras su neblina el pasado, lo rendía inexistente, lo asociaba en la mente a la imaginación o los sueños. El espacio que en una época ocupara Flor, se llenaba de otras imágenes, otras vivencias. Dejaban de compartir lo cotidiano, la materia prima de la vida. Era una pérdida, un hueco, un agujero negro tragándose la estrella-Flor, un mecanismo oscuro de la mente buscando proteger el corazón siempre fiel al dolor de la ausencia.
Nada podía evitar que la echara de menos. Palpaba su huella. En el recuerdo que al mismo tiempo la disolvía, existían las conversaciones, la empatía, la complicidad creada entre las dos. La única, especial complicidad de género y propósito; la que no sentía ni existía con Felipe, ni con Sara.
Verla, sentirla a escasos metros de ella sin poder gritarle, sin poder siquiera sentir la satisfacción de una sonrisa lejana, una mano alzada en señal de saludo, le hizo brotar la tristeza en un borbollón efervescente desde el fondo de agua de los ojos.
Era duro todo esto. Muy duro, pensó. ¿Quién calculaba estas luchas, estas pequeñas, grandes, renuncias individuales al escribir la historia?
Se contaban los sufrimientos, las torturas, la muerte… ¿pero quién se ocupaba de contabilizar los desencuentros como parte de la batalla?
Aparcó el carro frente a la casa de Sara. Con Sara no era lo mismo. De Sara, su amiga de infancia, se separaba más cada día hasta el punto de pensar que estaban las dos en una torre de Babel invisible donde los idiomas se confundían.
Sara abrió la puerta. Estaba pálida.
– Pasá, pasá, Lavinia -dijo-, te tengo preparado un cafecito con galletas.
– Vos parecés necesitarlo más que yo -dijo Lavinia-. ¿Estás bien? Te veo pálida…
– He estado con muchas náuseas… -lo dijo con una expresión de incomodidad, mezclado contradictoriamente con un gesto de alegría.
Lavinia la miró interrogante.
– ¿No estarás embarazada? ¿Te vino la regla por fin?
– No. No me vino. Ni me va a venir. Esta mañana llevé el examen al laboratorio y, ¡estoy embarazada! -habló in crescendo, acumulando las palabras despacio hasta desembocar en el “estoy embarazada” jubiloso.
– ¡Qué alegre! -dijo Lavinia, genuinamente contenta, abrazándola-. ¡Te felicito!
– Va a nacer en febrero -dijo Sara, devolviéndole el abrazo y llevándola del brazo hacia la mesa donde estaba servido el café.
– ¿Y ya le dijiste a Adrián?
– ¡Ay! -dijo Sara suspirando y sonriendo tristona-. Adrián no tiene sentido alguno del romanticismo. Me ha estado diciendo que estoy embarazada desde hace días: “te falta la regla, estás embarazada. Es casi matemático”, me repite. Lo llamé para avisarle del resultado del examen y lo único que dijo fue que ya lo sabía, que si no recordaba cómo él me lo había estado repitiendo varios días… Es verdad que uno se da cuenta, pero vos sabés, el examen es el gran acontecimiento, ya cuando ves el “positivo” en la hoja de papel… No es lo mismo que intuirlo. Y yo, seguramente de tanto ver películas, me imaginaba una escena romántica, me imaginaba que vendría corriendo a la casa y me daría un abrazo especial, un ramo de flores… ¡qué sé yo! Es una tontería, pero ese “ya lo sabía” me puso triste.
– Tenés razón -dijo Lavinia, haciendo una comparación mental rápida con lo que ella esperaría en una situación así, sorprendiéndose de no tener nada preconcebido. Retomó, sin saber por qué, a la imagen de Flor en el carro. ¿Tendrían ellas hijos alguna vez?
– Bueno, como dice una amiga mía, la verdad es que el embarazo es cosa de mujeres. El hombre no siente la misma emoción -dijo Sara, mientras vertía el café en las tazas blancas- ¿querés azúcar?
– No. No, gracias -contestó-. No sé qué decir sobre lo que sentirán los hombres. Para ellos, es algo misterioso que nos sucede a las mujeres. Ellos son nada más observadores del proceso una vez que se inició, y al mismo tiempo se saben parte de él… Posiblemente experimenten lejanía y cercanía a la vez. Debe ser extraño para ellos. Le deberías preguntar a Adrián.
– Le voy a preguntar, aunque no creo que diga mucho. Me dirá lo normal, que está feliz y todo lo demás son elucubraciones mías.
– Yo me siento rara de pensar que vas a tener un hijo… increíble cómo pasa el tiempo, ¿verdad? Me acuerdo cuando hablábamos de todas estas cosas enclavadas en mi cuarto… -cerró los ojos y echó la cabeza para atrás en el sofá. Vio a las dos niñas ávidas contemplando las láminas de un libro de la tía Inés que se titulaba El milagro de la vida.
– Sí -dijo Sara, en el mismo tono nostálgico- ya crecimos… ya pronto seremos viejas, tendremos nietos y nos parecerá mentira.
¿Tendría nietos? pensó Lavinia, ahogada por la nostalgia y la imposibilidad de visualizar su futuro con la seguridad de Sara. Quizás no tendría ni hijos.
Abrió los ojos y miró, como lo hacía tantas veces, la casa, el jardín y su amiga sentada lánguidamente, sorbiendo el café. Siempre le desconcertaba la sensación de pensar que ésa podría haber sido ella, su vida. Era observar la bifurcación de los caminos, las opciones. Había escogido otra; una que cada vez la alejaba más de esas tardes frente a los tiestos de begonias y rosas, la loza blanca y fina de Sara en la mesa junto al verde patio interior, los nietos, la perspectiva de una vejez de trenzas blancas. Pero su opción la alejaba también de la indiferencia, de este tiempo aislado, protegido, irreal. Estaba segura que no habría sido feliz así, aunque le habría gustado pensar en hijos, en un mundo acogedor…
– ¿Y vos todavía no pensás casarte, tener hijos? -preguntó Sara.
– No. Todavía no -respondió.
– Siempre me estoy preocupando por vos. No sé por qué siempre temo que te enredes, que te dejes llevar por esos impulsos tuyos. Aunque siempre me decías “mística”, pienso que de las dos, vos sos la más romántica e idealista. Tenés más dificultades para aceptar el mundo como es.
– El mundo no “es” de ninguna manera, Sara. Ése es el problema. Somos nosotros quienes lo hacemos de un modo u otro.
– No. No acepto eso. Nosotros no somos quienes decidimos. Es otra gente. Nosotros somos solamente montón, gentecita cualquiera… ¿Querés otra galleta? -dijo, extendiéndole el plato con las galletas de coco.
– Ésa es una visión cómoda -dijo Lavinia, tomando la galleta y mirando al patio con expresión ausente. Frecuentemente entraba en discusiones así con Sara. Nunca sabía si valía la pena continuarlas. Generalmente extinguía la conversación, la apagaba a punto de desgano.
– ¿Pero qué se puede hacer? decime; aquí, por ejemplo, ¿qué podemos hacer?
– No sé, no sé -dijo Lavinia-, pero algo se podrá hacer…
– No querés aceptarlo, pero la realidad es que nada se puede hacer. Ya ves vos, con todo y tus ideas, te tienen diseñándole la casa del general ese…
– Sí, pues, y qué sabemos… a lo mejor convenzo al general de que deberían preocuparse más por la miseria de la gente… -y adoptó un tono de broma, de fin de conversación-. Vamos, Sara, hablemos de tu futuro niño. Nunca llegamos a ninguna parte con este tema.
Se quedó un rato más conversando con la amiga. El domingo estaban invitadas a un paseo en la hacienda de unos conocidos. Era el cumpleaños del anfitrión. La hacienda tenía piscina y el paseo prometía ser muy alegre. Se pusieron de acuerdo para irse juntas.
– ¿No vas a llevar a Felipe? -preguntó Sara.
– No. Ya sabés que a Felipe no le gustan las fiestas.
– Nunca he conocido un ser más antisocial que ese novio tuyo -dijo Sara- pero en fin, es mejor, así platicaremos más en confianza.
Al salir se encontró con Adrián de regreso de la oficina. Lo felicitó. Él aceptó las felicitaciones inhibido, con actitud de niño gracioso. Lavinia sonrió para sus adentros, confirmando su tesis de que si bien seguramente estaba feliz, no podía manejar muy bien su participación en el acontecimiento. No haber hecho ningún comentario cínico o socarrón, era la mejor prueba de su emoción. Sin embargo, Sara no podía percibirlo esperando, como esperaba, el abrazo jubiloso de las películas.
Le gustaba hacer el amor con música. Dejarse ir en la marea de besos con música de fondo, música suave como el cuerpo sinuoso que le surgía en la cama. Era extraordinario, pensaba, cómo el cuerpo podía ser tan dúctil y cambiante. En el día, soldadito de plomo caminando marcialmente entre las calles, de oficina en oficina, sentándose erecta en sillas duras e incómodas; por la noche, no bien la música, el tacto y los besos, abandonándose suave, liviana, distendiéndose en la imaginación del placer, sorbiendo el roce de otra piel, ronroneando.
No concebía que pudiera alguna vez perder la sensación de maravilla y asombro cada vez que los cuerpos desnudos se encontraban.
Siempre había un momento de tensa expectativa, de umbral y dicha, cuando el último vestigio de tela y ropa caía derrotado al lado de la cama y la piel lisa, rosada, transparente surgía entre las sábanas iluminando la noche con luz propia. Era siempre un instante primigenio, simbólico. Quedar desnuda, vulnerable, abiertos poros frente a otro ser humano también piel extendida. Eran entonces las miradas profundas, el deseo y aquellas acciones previsibles y, sin embargo, nuevas en su antigüedad: la aproximación, el contacto, las manos descubriendo continentes, palmos de piel conocidos y vueltos a conocer cada vez. Le gustaba que Felipe entrara en el ritmo lento de un tiempo sin prisa. Había tenido que enseñarle a disfrutar el movimiento en cámara lenta de las caricias, el juego lánguido hasta llegar a la exasperación, hasta provocar el rompimiento de los diques de la paciencia y cambiar el tiempo de la provocación y el coqueteo por la pasión, los desatados jinetes de un apocalipsis de final feliz.
Sus cuerpos se entendían mucho mejor que ellos mismos, pensaba, mientras sentía el peso de Felipe acomodarse sobre sus piernas, agotado.
Desde el principio se descubrieron sibaritas del amor, desinhibidos y púberes en la cama. Les gustaba la exploración, el alpinismo, la pesca submarina, el universo de novas y meteoritos.
Eran Marco Polo de esencias y azafranes; sus cuerpos y todas sus funciones les eran naturales y gozosas.
– No dejas de sorprenderme -le decía él, tirándole cariñosamente del pelo en la mañana-, me has hecho adicto de este negocio, de esos quejiditos tuyos.
– Vos también -respondía ella.
La cama era su Conferencia de Naciones, el salón donde saldaban las disputas, la confluencia de sus separaciones. Para Lavinia era misterioso aquello de poderse comunicar tan profundamente a nivel de la epidermis cuando frecuentemente se confundían en el terreno de las palabras. No le parecía lógico, pero así funcionaba. En ese ámbito habían conquistado la igualdad y la justicia, la vulnerabilidad y la confianza; tenían el mismo poder el uno frente al otro.
“Es que hablar muchas veces enreda” decía Felipe y ella discutía que no. Es más, estaba convencida que no era así, hablando se entendían los seres humanos. Lo de los cuerpos era otra cosa, un impulso primario extremadamente poderoso pero que no saldaba las diferencias, aun cuando permitiera las reconciliaciones tiernas, las caricias de nuevo. Era más bien peligroso, argumentaba ella, pensar que los conflictos se resolvían así. Podían acumularse bajo la piel, irse agazapando entre los dientes, corroer ese territorio aparentemente neutral, agrietar la Conferencia de Naciones.
Era portentoso que aún no hubiese sucedido, teniendo en cuenta los frecuentes encontronazos. Tal vez se debía a que, en el fondo, cuando discutían, Lavinia separaba al Felipe que amaba del otro Felipe, el que ella consideraba no hablaba por sí mismo, sino como encarnación de un antiguo discurso lamentable: su niño malo que ella deseaba redimir, expulsar del otro Felipe que ella amaba.
Flor solía decirle que era demasiado optimista pensando poder liberar a su Felipe del otro Felipe; pero le concedía la esperanza.
La esperanza era quizás el mecanismo que le permitía conservar la música cuando hacían el amor, aunque quizás fuera solamente un mecanismo de defensa inventado por ella contra la desilusión y el pesimismo de pensar en la imposibilidad de un cambio… ¿Cómo creer tan fervientemente en la posibilidad de cambiar la sociedad y negarse a creer en el cambio de los hombres? “Es mucho más complejo” opinaba Flor, pero a ella no le satisfacían esas teorías. No negaba la complejidad del problema, ni era ilusa de pensar en soluciones fáciles. Le parecía que el meollo del asunto era un problema de método. ¿Cómo se provocaba el cambio? ¿Cómo actuaba la mujer frente al hombre, qué hacía para rescatar al “otro”?
Se abrazó a la espalda de Felipe dormido y dejándose invadir por el sueño se evadió de aquellas incertidumbres.