El viaje a Khonostrov *

I

La locomotora lanzó un grito estridente. El maquinista comprendió que el freno actuaba con demasiada fuerza y giró la manivela en el buen sentido, al mismo tiempo que un hombre con gorra blanca silbaba a su vez para decir la última palabra. El tren se puso en marcha lentamente. La estación estaba húmeda y oscura y no le apetecía quedarse en ella.

Había seis personas en el departamento, cuatro hombres y dos mujeres. Cinco de entre ellas intercambiaban vocablos, pero la sexta no. Partiendo de la ventana, en el asiento de enfrente y de izquierda a derecha, estaban Jacques, Raymond, Brice y una joven rubia muy bonita, Corinne. Frente a ésta se sentaba un hombre cuyo nombre no conocía nadie, Saturne Lamiel, y, frente a Raymond, otra mujer, morena, no demasiado guapa, pero que enseñaba las piernas. Se llamaba Garamuche.

– El tren vuelve a ponerse en marcha -dijo Jacques.

– Hace frío -dijo Garamuche.

– ¿Jugamos a las cartas? -dijo Raymond.

– ¡Trucos no! -dijo Brice.

– La verdad, no son ustedes muy galantes -dijo Corinne.

– ¿Y si se pusiera usted entre Raymond y yo? -dijo Jacques.

– Eso, sí -dijo Raymond.

– Me parece muy buena idea -dijo Brice, que no era galante.

– Entonces quedará frente a mí -dijo Garamuche.

– Yo me pondré a su lado -dijo Brice.

– No se muevan -dijo Raymond.

– Venga de una vez -dijo Jacques.

– Ya voy -dijo Corinne.

Se levantaron todos a la vez e intercambiaron los asientos, por lo que resulta necesario volver a empezar desde el principio. Sólo Saturne Lamiel no había cambiado de lugar, y seguía sin decir palabra. De manera que, partiendo de la ventana, en el asiento de allá y de izquierda a derecha, estaban Brice, Garamuche, un espacio vacío y Saturne Lamiel. Frente a Saturne Lamiel, un espacio vacío. Y a continuación, Jacques, Corinne y Raymond.

– Estamos mejor así -dijo Raymond.

Lanzó una mirada a Saturne Lamiel, quien la recibió de lleno en los ojos y parpadeó, pero no dijo nada.

– No estamos peor -dijo Brice-, pero casi.

Garamuche volvió a colocarse bien la falda. Empezaban a poder verse los gemelos niquelados de que se servía para sujetar las medias… y se las arregló para que pudiera verse lo mismo desde un lado que desde el otro.

– ¿No le gustan mis piernas? -le dijo a Brice.

– Escuche -dijo Corinne-, se está comportando mal. No se pueden preguntar esas cosas.

– Qué cosas tiene usted -dijo Jacques a Corinne-. Si su cara fuera como la suya, también enseñaría las piernas.

Miró a Saturne Lamiel, pero éste, sin volver a otro lado la cabeza, fijó su atención en algo que parecía bastante lejano.

– ¿Y si jugáramos a las cartas? -dijo Raymond.

– ¡No! -dijo Corinne-, Las cartas no me divierten. Prefiero charlar.

Se produjo un instante de tensión y todos sabían por qué. Brice buscaba pelea.

– Si no hubiera en este departamento personas que se niegan a responder cuando se les habla -dijo-, las cosas irían mejor.

– ¡Vaya! -dijo Garamuche-, ¿Por qué me ha mirado a mí, eh, antes de decir eso? ¿Acaso no le respondo?

– No se estaba refiriendo a usted -dijo Jacques.

Tenía el cabello castaño y los ojos azules, así como una bonita voz de bajo. Iba recién afeitado, pero la piel de sus mejillas resultaba tan azul como el dorso de una caballa cruda.

– Si Brice tiene algo contra mí -dijo Raymond-, tal vez sería mejor que lo dijera claramente.

Miró a Saturno Lamiel por segunda vez. Saturno Lamiel parecía absorto en sus pensamientos.

– En otras épocas -dijo Corinne- se conocían procedimientos para hacer hablar a las personas. Por ejemplo, durante la Inquisición. He leído algo a ese respecto.

El tren marchaba deprisa ahora, pero ello no le impedía hacer con sus ruedas la misma reflexión cada medio segundo. Fuera, la noche estaba fea, y en la arena de la estepa se reflejaban algunas estrellas. De vez en cuando un árbol abofeteaba con sus hojas más adelantadas el vidrio grande y gélido.

– ¿Cuándo llegaremos? -dijo Garamuche.

– No antes de mañana por la mañana -dijo Raymond.

– Nos queda tiempo de aburrirnos -dijo Brice.

– Si por lo menos la gente quisiera contestar… -dijo Jacques.

– ¿Dice eso por mí? -preguntó Corinne.

– ¡Claro que no! -dijo Raymond-. A quien nos estamos refiriendo es a él.

Callaron súbitamente. El dedo extendido de Raymond señalaba a Saturno Lamiel. Este no se movió, pero los otros cuatro parecieron sobresaltarse.

– Tiene razón -dijo Brice-. Nada de escapatorias. Es preciso que hable.

– ¿Va usted también a Khonostrov? -le preguntó Jacques.

– ¿Le resulta agradable el viaje? -le preguntó Garamuche.

Y a continuación ocupó el espacio vacío que había entre ella y Saturne, dejando a Brice solo junto a la ventana. Su gesto contribuyó a descubrir la parte más alta de sus medias y los lacitos rosas de sus sujetadores niquelados. Y también un poco de la piel de los muslos, atezada y lisa a pedir de boca.

– ¿Quiere jugar a las cartas? -le preguntó Raymond.

– ¿Ha oído usted hablar de la Inquisición? -le preguntó Corinne.

Saturne Lamiel no se movió, y juntó los pies por debajo de la manta escocesa verde y azul que llevaba sobre las rodillas. Su rostro resultaba muy joven, y sus rubios cabellos, cuidadosamente divididos por una raya que llevaba en medio, caían formando ondas iguales sobre sus sienes.

– ¡Vaya! -dijo Brice-, ¡Nos está provocando!

Estas palabras no encontraron eco en absoluto, cosa natural si se considera que las paredes de un departamento de ferrocarril se comportan, debido a su constitución, como material insonorizado. Y, por lo demás, ha que recordar también que una cierta longitud de diecisiete metros entra en juego.

El silencio resultaba agobiante.

– ¿Y si jugáramos a las cartas? -dijo entonces Raymond.

– ¡Oh! ¡Usted y sus malditas cartas! -dijo Garamuche.

Evidentemente tenía ganas de conseguir que alguien le hiciera cosas.

– ¡Déjenos en paz! -dijo Jacques.

– En tiempos de la Inquisición -dijo Corinne- les quemaban los pies para hacerles hablar. Con hierros al rojo o con cualquier otra cosa. Les arrancaban también las uñas o les vaciaban los ojos. Les…

– Muy bien -dijo Brice-. Ya tenemos con qué entretenernos.

Se levantaron todos a la vez, excepto Saturne Lamiel. El tren pasó por un túnel, produciendo un gran alarido ronco y un ruido de entrechocar de guijarros.

Cuando volvió a salir del túnel, Corinne y Garamuche estaban junto a la ventana, la una frente a la otra. Al lado de Saturne Lamiel aparecía sentado Raymond. Entre él y Corinne quedaba un espacio vacío. Enfrente de Saturno estaban Jacques, Brice y otro lugar vacío. Más allá, Garamuche.

Sobre las rodillas de Brice podía verse un flamante maletín de cuero amarillo, con anillas niqueladas para sujetar el asa, y marcado con las iniciales de otra persona que también se llamaba Brice, pero cuyo apellido se escribía con dos pes.

– ¿Va usted a Khonostrov? -preguntó Jacques.

Se dirigía rectamente a Saturno Lamiel. Este último tenía los ojos cerrados y respiraba con parsimonia para no despertarse.

Raymond volvió a colocarse bien las gafas. Se trataba de un hombre grande y fuerte, con gafas aparatosas, la raya a un lado y los cabellos un poco en desorden.

– ¿Qué hacemos? -dijo.

– Los dedos de los pies -dijo Brice.

Y abrió su maletín de cuero amarillo.

– Habrá que quitarle los zapatos -sugirió Corinne.

– Preferiría que le aplicáramos el método de los chinos -dijo Garamuche.

Y a continuación calló y enrojeció, pues todos la miraban con aspecto furioso.

– ¡No vuelva a empezar! -dijo Jacques.

– ¡Por los clavos de Cristo! ¡Qué cerda! -dijo Brice.

– Creo que exageran -dijo Corinne.

– ¿En qué consiste el método de los chinos? -preguntó Raymond.

En ese instante sí que se produjo un verdadero silencio de muerte, debido sobre todo a que el tren rodaba, en aquellos momentos, sobre el tramo de vía de caucho que acababan de construir entre Considermetrov y Smogogolets.

La cosa despertó a Saturne Lamiel. Sus preciosos ojos de color avellana se abrieron ambos a la vez, y tiró un poco para arriba de la manta escocesa, que se le deslizaba rodillas abajo. A continuación volvió a cerrar los ojos y pareció dormirse de nuevo.

Raymond adquirió una tonalidad escarlata, acompasada por un tremendo ruido de frenos, y no insistió en su pregunta. Garamuche refunfuñaba en su rincón mientras comprobaba si llevaba consigo su lápiz de labios, que de manera descuidada hizo salir y entrar dos o tres veces con rapidez de su funda, para que Raymond comprendiese. El se puso más rojo todavía.

Brice y Jacques se habían inclinado sobre el maletín, y Corinne miraba a Garamuche con desprecio.

– Los pies -dijo Jacques.

– Quítele los zapatos -sugirió a continuación a Raymond.

Este, feliz al saberse útil, se arrodilló junto a Saturne Lamiel, e intentó deshacer los nudos de los cordones de los zapatos, cordones que comenzaron a silbar y a retorcerse al verle aproximarse. Al no conseguir su propósito, él les escupió como un gato encolerizado.

– Venga -dijo Brice-, Nos está haciendo perder tiempo.

– Hago cuanto puedo -dijo Raymond-. Pero no consigo desatarlos.

– Tome -dijo Brice.

Y alargó a Raymond unas pequeñas tenazas afiladas y muy brillantes. Raymond cortó con ellas el cuero de los zapatos alrededor de los cordones, evitando estropear estos últimos, que procedió a arrollarse en los dedos una vez terminada la operación.

– Así está bien -dijo Brice-, Sólo falta quitarle los zapatos.

Jacques se encargó de ello. Saturne Lamiel seguía durmiendo. Jacques los depositó en la red.

– ¿Y si le dejáramos los calcetines? -propuso Corinne-. Conservan el calor y ensucian la herida. Después, hay más posibilidades de que se infecte.

– ¡Buena idea! -dijo Jacques.

– ¡De acuerdo! -dijo Brice.

Raymond se había vuelto a sentar al lado de Saturne y jugueteaba con los cordones.

Brice sacó del maletín amarillo un lindo soplete en miniatura con su correspondiente depósito de combustible, e introdujo gasolina por el agujero. Jacques encendió una cerilla e inflamó la gasolina. Una hermosa llama amarilla, azul y humosa surgió de repente chamuscando las pestañas de Brice, quien se puso a jurar.

Saturne Lamiel abrió los ojos en aquel preciso momento, pero volvió a cerrarlos al instante. Sus aparentes, cuidadas y largas manos descansaban sobre la manta escocesa, y entrecruzadas de una manera tan complicada que a Raymond le dolía la cabeza desde que, cinco minutos antes, había decidido intentar comprenderlo.

Corinne abrió su bolso y sacó un peine. Se peinó mirándose al cristal, pues el fondo negro de la noche le permitía verse en él. Fuera, el viento silbaba intensamente, y los lobos galopaban para entrar en calor. El tren adelantó a un viajante que pedaleaba por la arena con todas sus energías. Briskipotolsk no quedaba lejos. La estepa continuaba sin grandes cambios hasta Cornoputchick, situada a dos verstas y media de Branchocharnovnia. Por regla general, nadie era capaz de pronunciar dos nombres de dichas ciudades, por lo que se había adoptado la costumbre de sustituirlos por Urville, Mâcon, Le Puy y Sainte-Machine.

El soplete empezó a funcionar con un chisporroteo brutal y Brice dispuso el regulador hasta obtener una corta llama azul. A continuación pasó el instrumento a Raymond y depositó el maletín amarillo en el suelo.

– ¿Hacemos un último intento? -propuso Raymond.

– Sí -dijo Jacques.

Y se inclinó sobre Saturne.

– ¿Va usted a Khonostrov?

Saturne abrió un ojo y volvió a cerrarlo.

– ¡Qué cerdo! -dijo Brice con rabia.

Arrodillándose a su vez delante de Saturne, levantó uno de sus pies, sin fijarse bien en cuál.

– Si le queman primero las uñas -explicó Corinne-, la cosa duele más y tarda más tiempo en cicatrizar.

– Dame el soplete -le dijo Brice a Raymond.

Raymond le alargó el soplete, y Brice paseó la llama por la puerta del departamento para ver si calentaba. El barniz empezó a fundirse despidiendo un desagradable olor.

Los calcetines de Saturne olieron todavía peor cuando empezaron a arder a su vez, señal por la que Garamuche reconoció que eran de pura lana. Corinne no miraba, sino que había abierto un libro. Raymond y Jacques esperaban. Del pie de Saturne brotaba humo, así como un intenso chisporroteo y un olor a cuerno quemado, y goterones negros empezaron a caer en el suelo. El pie de Saturne se contraía en la sudorosa mano de Brice, quien tenía dificultades para retenerlo. Corinne dejó un instante su libro y bajó un poco el cristal para que saliese el olor.

– Un momento -dijo Jacques-, Intentémoslo otra vez.

– ¿Quiere jugar a las cartas? -propuso Raymond con amabilidad, volviéndose hacia Saturne.

Saturne se acurrucó en su rincón del departamento. Tenía la boca un poco torcida y la frente algo crispada. Consiguió sonreír, no obstante, y cerró los ojos con más fuerza.

– Inútil -dijo Jacques-. Se niega a hablar.

– ¡Pedazo de cerdo! -dijo Brice.

– Es un individuo mal educado -dijo Raymond-. Cuando se encuentran seis personas en un departamento de ferrocarril, lo correcto es hablar.

– O hacer algo divertido -dijo Garamuche.

– ¡Cierre el pico de una vez! -dijo Brice-. Ya sabemos lo que le apetece.

– Podría intentarlo con las tenazas -observó Corinne en aquel momento.

Y al levantar su linda cara, sus párpados aletearon como élitros de mariposa.

– En el hueco de las manos podrá encontrar interesantes elementos a los que dedicarse.

– ¿Dejamos entonces el soplete? -dijo Brice.

– No, no; continúen los dos -dijo Corinne-. ¿Qué prisa tienen? Khonostrov queda lejos todavía.

– Verán cómo termina por hablar -dijo Jacques.

– ¡Seguro! -dijo Garamuche-. Pero en cualquier caso, es un grosero.

Sobre el rostro oval de Saturne Lamiel se dibujó una fugitiva sonrisa. Brice volvió a empuñar el soplete y se concentró en el otro pie, justo en medio de la planta, en tanto que Raymond revolvía en el contenido del maletín.

La azulina llama del soplete consiguió atravesar el pie de Saturne en el preciso momento en que Raymond daba con el nervio. Jacques le animaba.

– Prueben a continuación debajo de la rodilla -sugirió Corinne.

Extendieron el cuerpo de Saturne sobre uno de los dos asientos para trabajar con más comodidad.

El rostro de Saturne estaba blanco por completo, y sus ojos habían cesado de moverse debajo de sus párpados. En el departamento se dejaba notar una violenta corriente de aire, pues el olor a carne achicharrada había aumentado hasta hacerse insoportable, y a Corinne eso no le agradaba.

Brice apagó el soplete. De los pies de Saturne se desprendía un negruzco humor sobre el manchado asiento.

– ¿Y si descansamos un minuto? -dijo Jacques.

Y se secó la cara con el dorso de una mano. Raymond se llevó una de las suyas a la boca, pues sentía deseos de cantar.

La mano derecha de Saturne, por su parte, parecía un higo reventado. De lo que había sido pendían trozos de carne y de tendones.

– Es un tío duro -dijo Raymond.

Y se sobresaltó al ver el resto de la mano de Saturne cayendo a plomo sobre el asiento.

No podían sentarse los cinco en el otro, y entonces Raymond salió al pasillo, después de haber sacado una hoja de papel de lija y una lima del maletín amarillo para pulirse las manos. De tal modo, desde la ventana a la puerta se podía reconocer a Corinne, Garamuche, Jacques y Brice.

– ¡Pedazo de grosero! -dijo Jacques.

– No quiere hablar -dijo Garamuche.

– ¡Eso lo vamos a ver! -dijo Brice.

– Voy a proponerles otra cosa -dijo Corinne.

II

El tren seguía rodando por la blanca estepa, y se cruzaba con filas de mendigos que regresaban del mercado subterráneo de Goldzine.

Era pleno día ahora, y Corinne contemplaba el paisaje, que se dio cuenta y se escondió modestamente en una conejera.

A Saturne Lamiel no le quedaba más que un pie y brazo y medio, pero, como se había dormido, razonablemente no cabía esperar que hablara.

Goldzine quedó atrás. En seguida Khonostrov. Apenas seis verstas.

Brice, Jacques y Raymond se sentían agotados, pero su moral se mantenía alta gracias a tres cordones verdes, uno para cada uno.

La campanilla teologal resonó en el pasillo, y Saturne tuvo un sobresalto. Brice soltó la aguja y Jacques estuvo a punto de quemarse con la plancha eléctrica que tenía en la mano. Raymond continuó buscando con dedicación el emplazamiento exacto del hígado, pero el tirachinas de Brice carecía de precisión.

Saturne abrió los párpados. Se sentó con grandes esfuerzos, pues la falta de la nalga izquierda parecía desequilibrarle, y se subió la manta escocesa a lo largo de su pierna hecha jirones. Los zapatos de los demás chapoteaban en el suelo, y había sangre en todos los rincones.

Fue entonces, sacudiendo su pelo rubio, cuando Saturne les dedicó una agradable sonrisa.

– No soy muy dicharachero, ¿verdad? -dijo.

Justo en aquel momento el tren entraba en la estación de Khonostrov. En ella se apeaban todos.

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