Lune y Paton bajaron la escalera de la Escuela de Polis. Salían de clase de Anatomía y se disponían a almorzar antes de reanudar su período de prueba delante del edificio del Partido Conformista, cuyos escaparates acababan de ser destrozados por unos despreciables energúmenos armados con bastones nudosos. Agitaban alegremente sus esclavinas azules sin dejar de silbar una marcha poli, la que se acompasa cada tres tiempos con un buen golpe de porra blanca sobre el muslo del compañero, y que, por tal razón, debe ser ejecutada preferiblemente por un número par de polis. Doblando al llegar al final de la escalera, tomaron el pasillo abovedado del refectorio. Bajo las antiguas piedras la marcha resonaba de manera curiosa, pues la melodía entraba en vibración cada la bemol 4, nota que en el tema completo no se repetía menos de trescientas treinta y seis veces. A la izquierda, en el patio oblongo y plantado de árboles encalados, otros futuros polis realizaban ejercicios de adiestramiento, jugando al corta-furcias-en-rodajas, estudiando la contradanza en su tránsito hacia la sombra y golpeando calabazas que debían rajar de un solo mamporro con sus porras verdes de ejercicio. Lune y Paton no prestaron la menor atención a dicho espectáculo, en el que participaban como actores todos los días excepto los jueves, en que los polis descansan.
Lune empujó el portón del refectorio y entró el primero. Paton esperó un minuto para darse tiempo a terminar la marcha poli, pues silbaba con menos rapidez que Lune. Por otras puertas llegaban los demás alumnos de la Escuela en grupos de dos o de tres, muy animados porque había habido exámenes el día anterior y esa misma mañana.
Lune y Paton se dirigieron hacia la mesa siete, donde encontraron a Arrelent y Poland, dos de los polis más atrasados de la Escuela, cosa que compensaban con un tupé poco común. Se sentaron todos entre un estrépito de sillas aplastadas.
– ¿Qué tal te ha ido? -preguntó Lune a Arrelent.
– ¡De puta pena! -respondió Arrelent-, En el práctico me ha tocado una carroza que tenía por lo menos setenta tacos, y dura como un caballo, la muy zorra.
– Pues yo me he cargado los nueve dientes que le quedaban a la mía de un solo golpe -dijo Poland-. El examinador me ha felicitado.
– No he tenido suerte -insistió Arrelent-. La vieja me las ha hecho pasar tan moradas que me he cargado la posibilidad de ascenso a la esclavina emplomada.
– Yo sé la razón -dijo Paton-. Últimamente no encuentran las suficientes en los distritos pobres, y entonces nos traen otras procedentes de barrios mejor comidos. Estas aguantan más. Y eso que en cuanto a las mujeres, fíjate, la cosa todavía marcha. Esta mañana, por ejemplo, me ha costado un trabajo de mil demonios hundirle la porra en el ojo al tipo que me ha correspondido…
– Sí, ya sé -dijo Arrelent-. Pero yo ya lo había previsto. Por eso preparé un poco mi porra.
Se la enseñó. Con mucha habilidad, le había afilado la punta.
– Como si fuese de mantequilla -continuó-. Me ha costado mucho esfuerzo, pero he recuperado dos puntos más, con lo que me he recobrado de lo de ayer…
– Los chavales también resultan duros de pelar este año -dijo Lune-. Al que me tocó ayer por la mañana no le pude romper más que una muñeca a cada intento. En cuanto a los tobillos, tuve que arreglármelas a pisotones. Da asco.
– Es lo mismo de antes -dijo Arrelent-. De Beneficencia ya no se consiguen. Los que nos traen son del Decomiso, y nunca se puede saber. Te puede tocar uno bueno o uno malo, cuestión de suerte. A los que están bien alimentados resulta difícil desmocharlos con rapidez. Tienen la piel dura.
– A mí se me descosieron los plomos de la esclavina -dijo Poland- y llegaron a no quedarme más que siete de los dieciséis. De tal modo, he tenido que golpear dos veces más deprisa. ¡Qué reventado me sentía, palabra de honor…! Pero al sargento parece que le ha gustado mucho verme así. Se ha limitado a decirme que los cosiera más sólidamente la próxima vez. Y no me ha puesto penalización.
Dejaron de hablar, pues la sopa llegaba. Lune agarró el cazo y lo hundió en la marmita. Se trataba de sopa de macho cabrío con grasa sobrenadando. Se sirvieron abundantes raciones.
Lune estaba de plantón delante del edificio del Partido Conformista. Miraba los libros del escaparate, y sus títulos le producían dolor de cabeza. Jamás leía más que su breviario de poli, con los cuatro mil casos de contradanza a aprender de memoria, desde pipí en la calle hasta hablarle a un poli demasiado cerca. La lectura del breviario conseguía enderezarle impepinablemente tan pronto como llegaba a la página 50, cuya ilustración mostraba a un individuo atravesando una gran avenida por fuera de los tachones. Cada vez que llegaba a ella escupía de asco, en el suelo, y pasaba la página con furor para volver a serenarse a la vista del «buen poli» de refulgente botonadura cuyo retrato adornaba la siguiente. Por una curiosa casualidad, el tal «buen poli» se parecía a su compañero Paton, que en aquel momento estaba dando los paseítos reglamentarios junto a la otra fachada del inmueble.
Desde lejos bajaba por la calle un aparatoso vehículo cargado de viguetas de acero al barbaudium. Un pequeño aprendiz venía encaramado en el extremo de la más larga, que bailaba, por la parte de atrás, en el vacío. El muchacho agitaba sin cesar un gran trapo rojo para asustar a la gente, pero las ranas atraídas, se precipitaban sobre él desde todas partes, y el desdichado chico se debatía sin descanso contra sus viscosas pieles. El camión saltaba sobre sus cuatro neumáticos duros y negros, y el mozo botaba como si estuviera sobre una raqueta. El camión pasó por delante del edificio. Sobrevino un traqueteo más intenso que los demás y, justo en el mismo momento, una hermosa ranita de color verde espinaca se coló, por el cuello de su camisa, hasta la axila del muchacho. Emitiendo un chillido, éste aflojó su presa. Describiendo un arco de lemniscata velada, hizo impacto de lleno en el escaparate de los libros. Sin prestar atención más que a su propio valor, Lune empezó a tocar el silbato con todas sus fuerzas y se precipitó sobre el joven. Le sacó por los pies a través del agujero y empezó a golpearle un poco la cabeza contra la farola de gas más cercana. Un grueso trozo de vidrio clavado en la espalda del niño reflejaba la luz del sol, y la nacha luminosa danzaba sobre la abrasada acera.
– ¡Otro fascista! -dijo Paton, que llegaba en aquel momento.
Un empleado de la librería se acercó a ellos.
– Quizás haya sido un accidente -dijo-. Parece demasiado joven para ser fascista.
– ¡Qué dice! -exclamó Lune-. ¡Lo he visto…! ¡Lo ha hecho a propósito!
– Hummm… -dijo el empleado.
Furioso, Lune soltó al niño.
– ¿Va a enseñarme mi oficio…? Me las veré con usted, si insiste.
– Sí -dijo el empleado.
Recogió del suelo al muchacho y entró en la librería.
– ¡Qué cerdo! -dijo Paton-. ¡Vas a ver lo que le cuesta esto!
– Imagina… -dijo Lune con satisfacción-. Un ascenso en perspectiva… ¡Y quizás hasta podamos recuperar al fascista para la Escuela…!
– Día aburrido el de hoy -dijo Paton.
– Sí -dijo Lune-. ¿Recuerdas la semana pasada?
– Tendremos que hacer algo -dijo Lune-. Si nos ocurriese algo una vez por semana… sería cojonudo…
– Sí -dijo Paton-, ¡Oh…! ¡Mira…!
Había dos muchachas muy atractivas en el cafetín de al lado.
– ¿Qué hora es? -dijo Lune.
– Diez minutos más, y se acabó -dijo Paton.
– ¡Zorritas lindas! -dijo Lune, que seguía mirando a las chicas-, ¿Echamos un trago?
– Sí -dijo Paton.
– ¿Vuelves a verla hoy? -preguntó Paton.
– No -dijo Lune-, Me ha dicho que no podía. ¡Qué día tan asqueroso!
Estaban de guardia ante la puerta del Ministerio de Pérdidas y Ganancias.
– Aquí no entra nadie -dijo Lune-. Es algo…
Se interrumpió porque una anciana le estaba dirigiendo la palabra.
– Perdón, señor. ¿La calle Dezecole?
– ¡Dale! -dijo Lune.
Y Paton descargó un gran golpe con la porra sobre la cabeza de la dama. A continuación la colocaron pegada al muro.
– ¡Vieja marrana! -dijo Lune-, ¿No podía hablarme por el lado izquierdo, como todo el mundo? En fin… por lo menos nos hemos distraído -concluyó.
Paton limpiaba su porra con un pañuelo a cuadros.
– ¿A qué se dedica tu chica? -preguntó.
– No lo sé -dijo Lune-. Pero es muy simpática, ¿sabes…?
– ¿O sea que… bien? -preguntó Paton.
Lune se sonrojó.
– Eres asqueroso. No comprendes los sentimientos en absoluto.
– El caso es que no la ves esta tarde, ¿no? -dijo Paton.
– No -dijo Lune-. ¿Qué podría hacer para entretener la velada?
– Si quieres podemos ir a los Almacenes Generales -dijo Paton-, Siempre hay gente que acude a birlar comestibles.
– No estamos de servicio -dijo Lune.
– No importa, bastará con que vayamos -dijo Paton-, Resulta divertido, y siempre tendremos oportunidad de detener a alguien. Claro que, si lo prefieres, podemos ir al…
– Paton -dijo Lune-, no creí que fueras tan cerdo. ¿Es que acaso no te das cuenta? No podría hacer eso en estos momentos.
– Estás sonado -dijo Paton-. Bueno, no quiero ponerme pesado. Iremos a los Almacenes Generales. Pero llévate el iguala-cristianos, tal vez hasta consigamos hacer algún blanco.
– ¡Cómo que alguno! -dijo Lune, muy excitado-. Por lo menos nos cargamos a dos docenas…
– Me parece que te has enamorado en serio -dijo Paton.
Paton entró en primer lugar. Lune le seguía de cerca. Recorrieron el muro de ladrillo machacado y llegaron a la brecha cuidadosamente mantenida por el vigilante para evitar que los ladrones degradasen el muro al escalarlo. Pasaron por ella. La brecha daba a un estrecho sendero provisto, a una y otra parte, de alambradas de púas que sólo dejaban a los ladrones la posibilidad de adentrarse por el camino marcado. En el suelo, aquí y allá, se habían acondicionado agujeros para permitir a los polis agazaparse y apuntar con cuidado. Lune y Paton escogieron uno de dos plazas. Se instalaron cómodamente en él, y todavía no habían transcurrido dos minutos cuando llegó a sus oídos el ruido del motor del autobús que traía a los ladrones a pie de obra. Oyeron, en efecto, el tintineo de la campanilla, y los primeros ratas aparecieron en la brecha. Lune y Paton se cubrieron los ojos para no verlos. Resultaba más divertido cargárselos al regreso. Pasaron. Iban todos descalzos, a causa del ruido y también porque los zapatos son caros. Habían pasado ya.
– Confiesa que te gustaría más estar con ella -dijo Paton.
– Sí -dijo Lune-. No sé lo que me pasa. Debo estar enamorado.
– Ya te lo he dicho -confirmó Paton-. Además, le haces regalos.
– Sí -dijo Lune-, Le he regalado un brazalete de abeto azul. Se puso muy contenta.
– Se contenta con poco -dijo Paton-. Ya no se llevan.
– ¿Quién te lo ha dicho? -preguntó Lune.
– Eso no te incumbe -dijo Paton-. ¿Le metes mano cuando estás con ella?
– Cállate -dijo Lune-. No se debe bromear con eso.
– Siempre has tenido debilidad por las rubias -dijo Paton-, Pero se te pasará, como con las otras. Es muy flaca.
– Habla de otra cosa -dijo Lune-. Tampoco me gusta que digas eso.
– Me aburres -dijo Paton-. Acabarás perdiendo puestos en la Escuela si no piensas más que en ella.
– No -dijo Lune-. ¡Atención, ahí vuelven…!
Dejaron pasar al primero, un señor calvo que se llevaba un saco de ratones en almíbar. A continuación, Paton disparó. Uno muy flaco cayó haciendo «¡cuic…!», y sus paquetes rodaron por el suelo. Paton acabó de darle su merecido, y Lune disparó a su vez. Consiguió alcanzar a dos, pero volvieron a levantarse y lograron llegar a la brecha. Lune echaba pestes como un verdadero demonio, y la pistola de Paton se encasquilló. Otros tres se escabulleron delante de sus narices. Una mujer venía en último lugar, y Lune, furioso, vació su cargador sobre ella, mientras que Paton salía del agujero para completar el trabajo. Pero ya estaba muerta del todo. Una rubia muy linda. En sus desnudos pies, la sangre barnizaba las uñas de rojo y lucía un flamante brazalete de abeto azul en la muñeca izquierda. Era muy flaca. Debía de haber muerto en ayunas, lo que resulta mejor para la salud.