Jacques Thejardin estaba en la cama, enfermo. Había atrapado la peste de los cangrejos tocando su flautín agreste expuesto a una perniciosa corriente de aire. La orquesta de música de cámara de la que formaba parte se avenía, en efecto, puesto que los tiempos eran duros, a prodigarse en un simple pasillo. Pero aunque los músicos conseguían de tal manera sobrevivir a pesar de la mencionada inclemencia de los tiempos, ello no era grave sin riesgo para su salud. Jacques Thejardin no se sentía bien. La cabeza se le había alargado en un solo sentido, sin que el cerebro hubiera seguido esa tendencia. Así, poco a poco, y en el vacío que se había formado, se le fueron introduciendo cuerpos extraños, pensamientos parasitarios y, más fluido e invasor, un dolor en forma de lentejuelas semejante a ácido bórico rallado. De cuando en vez, Jacques Thejardin tosía, y entonces los cuerpos extraños se estrellaban violentamente contra la pared de su cráneo, subiendo a continuación con brusquedad a lo largo de su curvatura, al igual que las olas en una bañera, para volver a caer sobre sí mismos con un crujir de saltamontes despachurrados. Aquí y allá estallaba a veces una burbuja, y menudas proyecciones blanquecinas, pastosas como el mondongo de una araña, constelaban la bóveda ósea, resultando arrastradas casi inmediatamente después por los remolinos. Jacques Thejardin acechaba con angustia, después de cada acceso, el momento en que volvería a toser, y a tales efectos contaba los segundos con ayuda de un reloj de arena graduado que reposaba sobre su mesilla de noche. Le atormentaba también la idea de no poder ejercitarse con su flautín, como de costumbre. Sus labios se iban a reblandecer, y sus dedos a desachatar, por lo que sería preciso empezar de nuevo. El flautín agreste exige, en efecto, de sus adeptos una voluntad aterradora, pues es muy difícil aprender a tocarlo, y se olvida muy deprisa lo poco que se aprende. Mentalmente procuraba repasar la cadencia del decimoctavo movimiento sinfónico en bemol llano que estaba estudiando, y los trinos del quincuagésimo sexto y quincuagésimo séptimo compases contribuyeron a incrementar su malestar. Como sintiese llegar el acceso, se llevó la mano a la boca para intentar contener por lo menos una parte. Pero aquél terminó por subir, se hinchó en su tráquea, y brotó en aparatosos y turbulentos chorros. El rostro de Jacques Thejardin adquirió una tonalidad púrpura, y sus ojos se inyectaron en sangre. Se los enjugó con la punta de un pañuelo que había escogido de color rojo para no mancharlo.
La escalera se puso a resonar. El pasamanos, montado sobre vástagos metálicos, vibraba como un gong. Se trataba seguramente de la casera, que debía traerle tila. La tila congestiona, a la larga, la próstata, pero Jacques Thejardin no la consumía con frecuencia, por lo que conseguiría librarse, sin duda, de la operación. Ella no tenía más que subir un piso. Se trataba de una hermosa y gruesa mujer de treinta y cinco años cuyo marido, prisionero en Alemania durante meses y meses, se había colocado como instalador de alambradas de espino tan pronto estuvo de regreso entre los suyos, pues consideró llegada la hora de ser él quien encerrase a los demás. Y así, se dedicaba a construir cercas para vacas por provincias durante toda la jornada, dando muy rara vez señales de vida. Por su parte, ella abrió la puerta sin molestarse en llamar y dedicó una gran sonrisa a Jacques. Traía un tarro de mayólica azul, así como un tazón que depositó sobre la mesilla de noche. Su entreabierta bata se abrió aún más sobre musgosas nebulosidades cuando se inclinó para retocar los almohadones, y Jacques pudo percibir el violento husmo de su barbado misterio. Tuvo que parpadear, pues el aroma le golpeó de frente, y señaló con el dedo el lugar que incriminaba.
– Perdóneme -dijo-, pero…
Presa de un violento acceso, se interrumpió. La casera, sin comprender, se friccionaba el bajo vientre.
– Se trata… de… su cosa -concluyó él.
Para hacerle reír, se agarró ella con ambas manos el objeto que produce regocijo y lo obligó a imitar el ruido de un pato escarbando en el cieno. Pero, no queriendo que Jacques llegara a toser, volvió a cerrar muy pronto la bata. Una lánguida sonrisa distendió el rostro del muchacho.
– En tiempos normales -explicó éste para disculparse- eso me gusta bastante. Pero tengo la cabeza tan llena ya de ruidos, sonidos y olores…
– ¿Le sirvo tila? -propuso maternal la mujer.
Como hubo de soltarse los faldones para darle de beber, éstos se volvieron a separar. Jacques hizo rabiar a la bestezuela con el extremo de la cucharilla, y, de repente, dicho extremo resultó atrapado de golpe. Rió él con tanta fuerza que el pecho se le desgarró. Doblado en dos, ahogándose, ni siquiera podía sentir las palmaditas delicadas y rápidas que la casera le administraba sobre la espalda para que dejara de toser.
– No soy más que una necia -dijo, recriminándose por haberle hecho reír-. He debido imaginar que no tiene el ánimo para juegos.
Le devolvió a continuación la cuchara, y le sostuvo el tazón mientras bebía a pequeños sorbos la tila con sabor a fiera que al mismo tiempo revolvía para que se disolviese bien el azúcar. A continuación le administró dos tabletas de aspirina.
– Gracias -dijo el enfermo-. Ahora, voy a intentar dormir.
– Luego le subiré otra tila -dijo la casera, doblando en tres pliegues el tazón y el tarro de mayólica para llevárselos con más comodidad.
Se despertó sobresaltado. La aspirina le había hecho transpirar. Como, en virtud del principio de Arquímedes, había perdido un peso igual al del volumen del sudor desalojado, su cuerpo se había levantado por encima del colchón, arrastrando consigo sábanas y mantas, con lo que la corriente de aire producida de tal modo rizaba la superficie del charco de sudor en el que estaba flotando. Algunas olitas venían a estrellarse contra sus caderas. Tiró entonces del tapón de su colchón, y el sudor se derramó sobre el somier. Su cuerpo fue bajando lentamente y volvió a descansar sobre la sábana, que humeaba como un caballo de vapor. El sudor dejaba un sedimento viscoso, sobre el cual resbalaba en sus esfuerzos por incorporarse y mantenerse erguido en la cama con ayuda del esponjoso almohadón. La cabeza le volvía a vibrar en sordina y se le formaron como piedras de amolar detrás del cerebro, que comenzaron a triturar las sustancias que seguían agitándose en el vacío de su cráneo. Levantó las manos lentamente y se tocó la cabeza con precaución. Notaba la deformación. Sus dedos se deslizaron desde el occipucio a los hinchados parietales, palparon la frente, siguieron el abrupto borde de las órbitas llegándose hasta las sienes, y después regresaron hasta los huesos malares, que cedieron ligeramente bajo la presión. A Jacques Thejardin le hubiera gustado mucho conocer con exactitud la forma de su cráneo. Algunos resultan tan bonitos de perfil, tan bien equilibrados, tan rotundos. Durante su enfermedad del año anterior se había mandado hacer una radiografía, y todas las mujeres a las que se la había enseñado se convirtieron fácilmente en amantes suyas. Pero ahora el alargamiento que detectaba por detrás y la hinchazón de los parietales le inquietaban mucho. El flautín agreste, tal vez… Sus manos regresaron al occipucio y se entretuvieron en la coyuntura del cuello, cuya articulación giraba sin ruido, pero con cierta dificultad. Con un suspiro de impotencia, dejó que los brazos le volvieran a caer a lo largo del cuerpo y, agitando rápidamente las nalgas de derecha a izquierda, se hizo un confortable huequecito en la costra aún tierna, pero que ya empezaba a endurecerse. No se atrevía a moverse demasiado, pues el sudor, en el somier, se trasvasaba de golpe de izquierda a derecha cuando le daba por apoyarse sobre el brazo derecho, desequilibrando la cama y obligándole a anudarse alrededor de los riñones la amplia cincha de tela oscura que apenas si bastaba para retenerle. Y cuando le daba por apoyarse sobre el otro brazo, la cama se daba la vuelta por completo, y el vecino de abajo golpeaba el techo con el hueso de un jamón, cuyo olor se filtraba a través de las grietas del piso y le revolvía las tripas a Thejardin. Además, no tenía ninguna intención de vaciar el somier sobre el suelo. El panadero de la esquina le pagaría un buen precio por todo aquel sudor. Después lo introduciría en botellas etiquetadas «Sudor de Frente», y las gentes lo comprarían para ayudarse a comer el pan, florecido en un 99 por ciento, del Avituallamiento.
«Toso menos», pensó.
Su pecho se dejaba ensanchar regularmente y el ruido de sus pulmones se había hecho casi imperceptible. Extendiendo con precaución el brazo izquierdo, agarró el flautín, colocado sobre una silla al lado de la cama. Lo acostó junto a sí, y después sus manos volvieron a subir hacia su cabeza, se deslizaron desde el occipucio a los hinchados parietales, palparon la frente y siguieron el abrupto borde de las órbitas.
– Once litros en total -dijo el panadero.
– He perdido algunos -se excusó Thejardin-. El somier no es del todo impermeable.
– Y además no es puro -añadió el panadero-. Será más justo si consideramos que son diez litros.
– Usted venderá los once en cualquier caso -dijo Jacques.
– Naturalmente -dijo el panadero-. Pero me quedará mala conciencia, y eso debe contar.
– Tengo necesidad de dinero -dijo Jacques-. No toco desde hace tres días.
– Yo tampoco tengo mucho -dijo el panadero-. Un coche de veintinueve caballos sale caro de mantener, y los criados me arruinan.
– ¿Cuánto podría darme? -preguntó Jacques.
– ¡Dios mío! -dijo el panadero-. Le ofrezco tres francos por litro, y los once contarán como diez.
– Haga un esfuerzo, por favor -dijo Jacques-. Eso no es nada.
– ¡Está bien! -dijo el panadero-. Llegaré a los treinta y tres francos, pero que conste que es una estafa.
– Trato hecho -dijo Jacques.
El panadero sacó de su cartera seis billetes de siete francos.
– Devuélvame nueve -dijo.
– No tengo más que diez -dijo Jacques.
– Me conformo con ellos -dijo el panadero.
Se embolsó el dinero, agarró el cubo y se dirigió hacia la puerta.
– Trate de hacer más -dijo.
– No podré -dijo Jacques-, Ya no tengo fiebre.
– Tanto peor -dijo el panadero, y salió.
Las manos de Jacques volvieron a subir a su cabeza, y comenzó a acariciar de nuevo sus deformados huesos. Trató de sopesar su cráneo. Hubiera deseado conocer su peso exacto, pero debía esperar a estar curado por completo, y además el cuello se lo impedía.
Penosamente, se quitó de encima las mantas. Sus delgadas piernas, sinuosas por cinco días de reposo, se alargaban ante sus ojos. Las consideró sin entusiasmo, intentó alisarlas con la palma de la mano, y a continuación, renunciando a hacerlo, se sentó en el borde de la cama y se levantó con esfuerzo. A causa de sus piernas precisamente había menguado unos buenos cinco centímetros. Abombó el torso y las costillas le crujieron. La peste de los cangrejos dejaba huellas. La bata le caía formando largos pliegues fláccidos por encima de sus hundidas nalgas. Sus labios reblandecidos y sus hinchados dedos no le permitían tocar el flautín agreste, cosa que pudo constatar en seguida.
Abatido, se dejó caer en una silla con la cabeza entre las manos. Sus dedos palparon maquinalmente las sienes y la cargada frente.
El director de la orquesta en la que tocaba Jacques subió la escalera. Se detuvo un instante delante de la puerta, leyó la tarjeta y entró.
– Hola -dijo-. Entonces, ¿estás mejor?
– Acabo de levantarme -dijo Jacques-. Me siento débil.
– Huele muy raro en la escalera -dijo el director.
– Es la casera -dijo Jacques-, Nunca se cierra la bata.
– No es un olor desagradable -dijo el director-. Huele a conejar.
– Sí -dijo Jacques.
– ¿Cuándo vas a volver a tocar con nosotros? -preguntó el director.
– ¿Hay trabajo? -preguntó Jacques-. No me gustaría volver a tocar en pasillos. Después de todo, la música de cámara es la música de cámara…
– No insinuarás que es culpa mía que hayas cogido la peste de los cangrejos -dijo el director-. Considera que todos tocamos juntos en aquel pasillo…
– Lo sé -dijo Jacques-, Pero era yo quien estaba delante de la corriente de aire. Por eso a los demás no les pasó nada.
– Menuda historia -dijo el director-. Por otra parte, siempre has tenido un carácter insoportable.
– No -dijo Jacques-, Pero no me gusta estar enfermo. Creo que tengo derecho.
– Debería sustituirte -dijo el director-. No se puede tocar con un individuo que se enfada por todo.
– ¡Oiga! -dijo Jacques-, ¡He estado a punto de cascarla…!
– Me aburres -dijo el director-. No tengo nada que ver con eso. ¿Cuándo podrás volver a tocar?
– No lo sé -dijo Jacques-. Me siento débil.
– Estás empezando a exagerar -dijo el director-, No es de esa manera como se trabaja. Voy a pedirle a Albert que te sustituya.
– Antes págueme los dos salarios que me debe -dijo Jacques-. Tengo que darle dinero a la casera.
– No he traído nada conmigo -dijo el director-, Adiós. Voy a buscar a Albert. Tienes demasiado mal carácter.
– ¿Cuándo me pagará? -dijo Jacques.
– ¡Oh…! Ya te pagaré -dijo el director-. Ahora me voy.
Los dedos de Jacques erraban sobre su frente, y sus ojos estaban medio cerrados… ¿Cuatro kilos, quizá…?
El pequeño hornillo de alcohol zumbaba animosamente e, irritada por el ruido, el agua comenzaba a temblar de cólera en la marmita de aluminio. Era mucha agua para un hornillo tan pequeño, pero, aun así, éste conseguiría ponerla a cien.
Jacques esperaba en una silla. Para entretenerse, practicaba un poco con el flautín. Una y otra vez le fallaba el si bemol por dos centímetros, pero finalmente consiguió atraparlo, y lo aplastó entre dos dedos, contento de su triunfo. Se recuperaba.
Se detuvo de repente, pues el dolor recuperaba también el dominio sobre su cabeza. Y el agua empezaba a hervir.
– Tal vez más de cuatro kilos -se dijo-. Vamos a verlo…
Cogió entonces un gran cuchillo y se cortó la cabeza. La metió en el agua hirviendo, y añadió un poco de bicarbonato sódico para que se limpiase y la pesada no resultara falsa. A continuación se murió antes de haber terminado, pues esto ocurría en 1945, y la medicina todavía no estaba tan perfeccionada como ahora. Subió al cielo en una grande y rolliza nube. No tenía ninguna razón para ir a otro lado.