Cuarta parte

DESDE EL 1 DE ENERO

HASTA EL 5 DE DICIEMBRE DEL 63 A. J.C.


Marco Tulio Cicerón


Terencia


Fue una desgracia para Cicerón empezar el año como cónsul en medio de una grave depresión económica; y, como la economía no era precisamente su especialidad, se enfrentó a su cargo de aquel año con una disposición de ánimo más bien lúgubre. ¡No era aquélla la clase de consulado que le habría gustado obtener! Quería que la gente dijera de él, cuando hubiera terminado el año, que había dado a Roma la misma clase de prosperidad feliz que comúnmente se atribuía al consulado conjunto de Pompeyo y Craso, que había tenido lugar siete años antes. Con Híbrido como colega junior, era inevitable que todo el mérito fuera para él, lo cual no significaba que necesariamente tuviera que acabar en malas relaciones con Híbrido, como había ocurrido con Pompeyo y Craso.

Los problemas económicos de Roma emanaban del Este, que había estado cerrado para los hombres de negocios de Roma durante más de veinte años. Primero lo había conquistado el rey Mitrídates; luego, cuando Sila se lo arrebató, introdujo allí unas normativas financieras dignas de encomio, y de esta manera evitó que la comunidad de caballeros de Roma volvieran a lo que era normal en los viejos tiempos: ordeñar al Este hasta dejarlo seco. Sumado a esto, el problema de la piratería en alta mar no animaba a nadie a aventurarse y a emprender negocios al este de Macedonia y Grecia. En consecuencia, todos aquellos que arrendaban impuestos, prestaban dinero o comerciaban con mercancías y artículos de consumo como trigo, vino y lana dejaban su capital en casa, en Roma; un fenómeno que se incrementó cuando la guerra de Quinto Sertorio estalló en España y una serie de sequías disminuyeron las cosechas. Ambos extremos del Mare Nostrum se convirtieron en lugares peligrosos o en zonas impracticables para realizar negocios.

Todas estas cosas juntas habían logrado concentrar el capital y las inversiones dentro de Roma y de Italia durante veinte años. A los caballeros de Roma que se dedicaban a los negocios no se les presentaba ninguna oportunidad atrayente en provincias; en consecuencia, tenían poca necesidad de encontrar grandes sumas de dinero. El tipo de interés de los préstamos era bajo, los alquileres eran bajos, la inflación era elevada y los acreedores no tenían prisa por cobrar las deudas.

La desgracia de Cicerón era que estaba completamente postrado a la puerta de Pompeyo. Primero el Gran Hombre había limpiado los mares de piratas, luego había expulsado a los reyes Mitrídates y Tigranes de las zonas que antes formaban parte de la esfera de negocios de Roma. También había abolido las normativas financieras de Sila, aunque Lúculo había persistido en conservarlas; y ésta había sido la única razón por la que los caballeros habían ejercido presión para deponer a Lúculo y concederle el mando a Pompeyo. Y así, justo cuando Cicerón e Híbrido asumieron sus cargos, en el Este estaba comenzando a abrirse una auténtica variedad de oportunidades para los negocios. Donde en otro tiempo habían estado la provincia de Asia y Cilicia ahora había cuatro provincias; Pompeyo había añadido al Imperio las nuevas provincias de Bitinia-Ponto y Siria. Las estableció de la misma manera que las otras dos, dándoles a las grandes compañías de publicani con sede en Roma el derecho a recaudar los impuestos, diezmos y tributos. Los contratos privados establecidos por los censores le ahorraban al Estado la carga de recoger impuestos e impedía la proliferación de funcionarios. ¡Que se llevasen los publicani los dolores de cabeza! Lo único que quería el Tesoro era recibir la parte estipulada de los beneficios.

El capital fluyó fuera de Roma y de Italia obedeciendo al nuevo impulso de obtener el control de aquellas aventuras mercantiles en el Este. En consecuencia, los tipos de interés comenzaron a subir de un modo espectacular, los usureros exigieron de pronto el pago de las deudas, y los créditos resultaban difíciles de conseguir. En las ciudades los alquileres se elevaron exageradamente; en el campo los agricultores se vieron azotados por el pago de hipotecas. Inevitablemente, el precio del grano -incluso de aquel que suministraba el Estado- se incrementó. Enormes cantidades de dinero salían a raudales de Roma, y nadie en el gobierno sabía cómo controlar la situación.

Informado por algunos amigos, como el caballero plutócrata Tito Pomponio Ático -que no tenía intención de hacer partícipe a Cicerón de demasiados secretos comerciales-, de que aquella sangría de dinero se debía a que los extranjeros judíos residentes en Roma mandaban los ingresos a su patria, Cicerón se apresuró a promulgar una ley que prohibía a los judíos enviar más dinero a su país. Por supuesto, aquello surtió poco efecto, pero el cónsul senior no sabía qué otra cosa podía hacer… y Ático tampoco iba a tener una idea luminosa para ayudarle.

El carácter de Cicerón le impedía convertir su año de cónsul en una misión que ahora sabía que sería tan vana como, con toda seguridad, impopular, así que dedicó la atención hacia aquellas cuestiones que consideraba que encajaban bien en el campo en que él sobresalía; la situación económica se resolvería por sí misma con el tiempo, mientras que las leyes requerían un toque personal. Su año significaba que por una vez Roma tenía en el cargo a un cónsul legislador, así que él legislaría.

Primero atacó la ley que el cónsul Cayo Pisón había promulgado cuatro años antes contra los sobornos electorales en las votaciones consulares. Al ser él mismo culpable de sobornos masivos, Pisón se había visto obligado a legislar en contra de ello. Quizá de un modo no del todo carente de lógica, lo que Pisón logró que fuera aprobado presentaba goteras en casi todas las direcciones, pero cuando Cicerón puso algunos parches en los peores agujeros, la ley empezó a parecer bastante presentable.

¿Y después de aquello, qué? ¡Ah, sí, los hombres que habían cometido extorsión durante su período de gobierno en una provincia pretoriana y después intentaban eludir el procesamiento procurando ser elegidos cónsules in absentia! Los pretores enviados a gobernar las provincias eran más dados a la extorsión que los gobernadores cónsules; había ocho, y sólo dos de ellos eran gobernadores cónsules, cosa que significaba que la mayoría sabía que la única oportunidad que tenían de hacer una fortuna al gobernar una provincia era como pretor gobernador. Pero, ¿cómo, después de exprimir una provincia hasta dejarla seca, iba un pretor gobernador a evitar que le procesaran por extorsión? Si era un contendiente fuerte para optar al consulado, entonces la mejor manera era solicitar al Senado que le permitiera presentar su candidatura a las elecciones consulares in absentia. A ningún hombre investido de imperium se le podía procesar. Siempre que un pretor gobernador que regresaba no cruzase el sagrado lindero y entrase en el propio recinto de la ciudad de Roma, conservaba el imperium que Roma le había otorgado para que gobernase su provincia. Así que podía sentarse en el Campo de Marte, justo a las puertas de la ciudad, con su imperium intacto, solicitar al Senado que aceptase su candidatura a cónsul in absentia, dirigir la campaña electoral desde el Campo de Marte y luego, si era lo bastante afortunado como para que le eligieran cónsul, se metía de lleno de nuevo en un imperium recién adquirido. Aquella estratagema significaba que lograba eludir el procesamiento durante dos años más, y para entonces los airados provincianos que originalmente habían pretendido procesarle se habrían dado por vencidos y se habrían ido a sus casas. ¡Pues bien, vociferó Cicerón en el Senado y en los Comicios, esa clase de cosas deben acabar! Por tanto, su colega el cónsul junior, Híbrido, y él propusieron que se prohibiese que cualquier pretor gobernador que regresara se presentase como candidato a cónsul in absentia. ¡Que entre en Roma, que afronte las oportunidades de que disponga en el juicio! Y como tanto al Senado como al pueblo aquello les pareció una excelente idea, la nueva ley se aprobó.

Y ahora, ¿qué más podía hacer? Cicerón pensó en esto y en aquello, todo pequeñas leyes útiles que reforzarían su reputación. Aunque, ay, no le darían una reputación. Más como cónsul que como lumbrera legal. Lo que le hacía falta a Cicerón era una crisis, pero no una crisis económica.

Cuando le tocó en suerte el deber de presidir las elecciones que se celebraban en el mes de quintilis, a Cicerón ni siquiera se le ocurrió que la segunda mitad de su período como cónsul le proporcionaría aquella tan anhelada crisis. Y al principio tampoco captó por entero las derivaciones que habían de surgir del hecho de que su esposa le invadiera la intimidad no mucho antes de aquellas elecciones.

Terencia, con su acostumbrada falta de ceremonia y sin hacer caso de la santidad de los procesos mentales de su marido, entró muy decidida en el despacho de Cicerón.

– ¡Cicerón, deja ahora mismo lo que estés haciendo! -ladró.

Él dejó inmediatamente la pluma; como no era tonto, levantó la mirada sin dejar traslucir la molestia.

– Sí, querida mía. ¿Qué ocurre? -inquirió con cautela.

Terencia se dejó caer en la silla de los clientes con aspecto lúgubre y abatido. Sin embargo, como siempre parecía lúgubre, Cicerón no tenía ni idea de cuál sería el motivo en aquella ocasión en particular; sólo deseó fervorosamente que no se tratase de nada que él hubiera hecho mal.

– Esta mañana he tenido una visita -comenzó a decir Terencia.

Cicerón tuvo en la punta de la lengua preguntarle a su esposa si el hecho de tener una visita había resultado de su agrado, pero mantuvo en silencio aquel ingobernable órgano; si no había nadie capaz de acallarlo por completo, desde luego Terencia sí que tenía ese poder. Así que Cicerón se limitó a asumir cierto aire de interés y aguardó a que ella continuase.

– Una visita -repitió ella. Luego sorbió por la nariz-. ¡Nadie de mi círculo, te lo aseguro, marido! Ha sido Fulvia.

– ¿La esposa de Publio Clodio? -preguntó Cicerón atónito.

– ¡No, no! Fulvia Nobilioris.

Aclaración que no disminuyó la sorpresa de él, pues la Fulvia a la que Terencia se refería era a todas luces sospechosa. De una familia excelente, pero repudiada con deshonra, en la actualidad carecía de ingresos y estaba unida a aquel Quinto Curio que había sido expulsado del Senado en la famosa purga de Publícola y Léntulo Clodiano siete años antes. ¡Una visita de lo más inapropiada para que Terencia la recibiera! Terencia era tan famosa por su rectitud como por su carácter avinagrado.

– ¡Por todos los dioses! ¿Y qué demonios quería ella?

– Pues en realidad me ha caído simpática -dijo Terencia con aire pensativo-. Es nada más y nada menos que una «desgraciada víctima de los hombres».

– ¿Cómo se esperaba que respondiera él a eso? Cicerón se comprometió con un lamento inarticulado-. Ha venido a verme porque ése es el procedimiento correcto que ha de adoptar una mujer cuando desea hablar con un hombre casado de tu importancia.

– Y con un hombre casado contigo, añadió Cicerón con el pensamiento-. Naturalmente, desearás verla por ti mismo, pero voy a darte toda la información que me ha dado a mí -dijo la señora, cuya mirada tenía el poder de dejar a Cicerón de piedra-. Parece ser que su… su… su protector, Curio, ha estado comportándose de un modo muy extraño últimamente. Desde que lo expulsaron del Senado sus actividades financieras se han visto tan afectadas que ni siquiera puede presentarse como candidato a tribuno de la plebe para regresar a la vida pública. Sin embargo, de pronto ha empezado a hablar como un loco de hacerse rico y de alcanzar una alta posición. Esto parece derivar de su convicción de que Catilina y Lucio Casio serán cónsules el año que viene -añadió Terencia con voz sentenciosa.

– Así que ésa es la idea que tiene Catilina, ¿eh? Ser cónsul con ese gordo, apático y estúpido de Lucio Casio -dijo Cicerón.

– Ambos se declararán candidatos mañana, cuando tú inaugures el tribunal electoral.

– Todo eso está muy bien, querida mía, pero no logro ver cómo un consulado conjunto de Catilina y Lucio Casio puede hacer que Curio alcance de repente la riqueza y la eminencia.

– Curio está hablando de una cancelación general de deudas.

Cicerón se quedó boquiabierto.

– ¡No serán tan idiotas!

– ¿Por qué no? -le preguntó Terencia, que contemplaba el asunto con frialdad-. ¡Piensa un poco, Cicerón! Catilina sabe que si no alcanza el consulado este año, se le acaban las oportunidades. Parece que va a haber una buena batalla si todos los hombres que están pensando en presentarse como candidatos lo hacen. Mi querida Servilia me ha contado que Silano está mucho mejor de salud, y es seguro que se presentará. A Murena lo respaldan muchas personas influyentes y, según me ha dicho mi querida Fabia, está utilizando al máximo su relación con las vestales a través de su parentesco con Licinia. Luego está tu amigo Servio Sulpicio Rufo, que goza del favor de las Dieciocho y de los tribuni aerarii, lo cual significa que sacará muchos votos entre la primera clase. ¿Qué pueden ofrecer Catilina y un socio como Lucio Casio contra una gama de personas de tanto mérito como Silano, Murena y ese Sulpicio? Sólo uno de los cónsules puede ser patricio, lo cual significa que el voto para el tal patricio estará dividido entre Catilina y Sulpicio. Si yo tuviera derecho a votar, elegiría a Sulpicio antes que a Catilina.

Con el entrecejo fruncido, Cicerón se olvidó del terror que le tenía a su esposa y le habló como le hubiera hablado a cualquier colega del Foro.

– De manera que la plataforma de Catilina es una cancelación general de deudas, ¿es eso lo que estás diciendo?

– No, eso es lo que dice Fulvia.

– ¡Tengo que verla inmediatamente! -gritó Cicerón al tiempo que se ponía en pie.

– Déjamelo a mí, enviaré a buscarla -dijo Terencia.

Cosa que significaba, desde luego, que no pensaba permitirle que hablase a solas con Fulvia Nobilioris; Terenciá tenía intención de estar presente y de mantenerse pendiente de cada palabra… y de cada mirada.

El problema Fue que Fulvia Nobilioris aportó muy poca información más a lo que Terencia le había contado a Cicerón; la diferencia fue que expresó el relato de un modo emocional y atolondrado. Curio estaba de deudas hasta las orejas, se jugaba fuertes cantidades de dinero, bebía en abundancia; siempre estaba encerrado con Catilina, Lucio Casio y sus amigotes, y solía volver a casa después de alguna de aquellas sesiones prometiéndole a su amante toda clase de prosperidad para el futuro.

– ¿Por qué me lo cuentas a mí, Fulvia? -le preguntó Cicerón, tan desorientado como parecía estarlo ella, pues no acertaba a comprender por qué aquella mujer se mostraba tan aterrorizada. Una cancelación general de deudas era una mala noticia, pero…

– ¡Porque tú eres el cónsul senior! -lloriqueó Fulvia entre sollozos mientras se daba golpes en el pecho-. ¡Tenía que contárselo a alguien!

– El problema es, Fulvia, que no me has proporcionado ni una sola prueba de que Catilina planee llevar a cabo una cancelación general de deudas. ¡Necesito alguna prueba, un testigo fiable! Todo lo que tú me proporcionas es una historia, y yo no puedo ir al Senado sin algo más tangible que lo que me ha contado una mujer.

– Pero está mal, ¿no? -le preguntó ella al tiempo que se limpiaba los ojos.

– Sí, muy mal, y tú has actuado del modo correcto al acudir a mí. Pero necesito pruebas -dijo Cicerón.

– Lo único que puedo ofrecerte son algunos nombres.

– Pues dámelos.

– Hay dos hombres que fueron centuriones bajo las órdenes de Sila: Cayo Manlio y Publio Furio. Poseen tierras en Etruria. Y han estado diciéndole a la gente que tiene planeado venir a Roma para las elecciones que si Catilina y Casio son elegidos cónsules, las deudas dejarán de existir.

– ¿Y, cómo, Fulvia, voy yo a relacionar a dos antiguos centuriones de las legiones de Sila con Catilina y Casio? -No lo sé!

Cicerón dejó escapar un suspiro y se puso en pie.

– Bien, Fulvia, te agradezco sinceramente que hayas venido a verme -dijo-. Signe intentando averiguar qué es lo que ocurre exactamente, y cuando encuentres una evidencia de que el olor de pescado de los mercados se está acercando al Campo de Marte en el momento de las elecciones, dímelo.

– Le sonrió, y confió en que hubiera sido una sonrisa platónica-. Sigue trabajando a través de mi esposa, ella me tendrá informado.

Cuando Terencia acompañó a la visitante fuera de la habitación, Cicerón volvió a sentarse para meditar. Pero durante un buen rato no se pudo permitir aquel lujo: Terencia entró, muy enérgica, unos instantes después.

– ¿Qué te parece? -le preguntó ella.

– Ojalá lo supiera, querida mía.

– Bueno -dijo Terencia al tiempo que se inclinaba ansiosamente hacia adelante, pues no había cosa que más le gustase que darle a su marido consejos sobre política-. ¡Pues te diré lo que me parece a mí! Creo que Catilina está tramando una revolución.

Cicerón abrió la boca.

– ¿Una revolución? -preguntó con un graznido.

– Eso mismo; una revolución.

– ¡Terencia, poco tiene que ver una política electoral basada en una cancelación general de las deudas con una revolución! -protestó Cicerón.

– No, no tiene poco que ver, Cicerón. ¿Cómo pueden unos cónsules legalmente elegidos iniciar una medida tan revolucionaria como es una cancelación general de deudas? Tú sabes bien que es la estratagema de los hombres que derrocan al Estado. Saturnino. Sertorio. Ello significa dictadores y dueños del caballo. ¿Cómo podrían unos cónsules elegidos tener esperanzas de legislar una medida como ésa? Aunque la presentaran ante el pueblo en las tribus, por lo menos uno de los tribunos de la plebe votaría en contra, y no digamos ya en la promulgación oficial. ¿Y crees que los que están a favor de una cancelación general de las deudas no comprenden claramente todo eso? ¡Por supuesto que sí! Cualquiera que esté dispuesto a votar a unos cónsules que abogan por una política así se está pintando a sí mismo de color revolucionario.

– Que es el rojo -dijo Cicerón pausadamente-. El color de la sangre. ¡Oh, Terencia, durante mi consulado no!

– Tú puedes impedir que Catilina se presente a cónsul -le dijo Terencia.

– No puedo hacerlo a menos que tenga pruebas.

– Entonces lo único que tenemos que hacer es encontrar esas pruebas.

– Se levantó y se dirigió a la puerta-. ¿Quién sabe? Quizás Fulvia y yo seamos capaces entre las dos de convencer a Quinto Curio para que testifique.

– Eso serviría de gran ayuda -dijo Cicerón en un tono bastante seco.

La semilla estaba sembrada; Catilina planeaba una revolución, tenía que estar planeando un revolución. Y aunque los acontecimientos que tuvieron lugar en los meses siguientes al parecer lo confirmaban, Cicerón nunca habría de saber a ciencia cierta si el concepto de revolución se le ocurrió a Catilina antes o después de aquellas fatídicas elecciones.

Una vez sembrada la semilla, el cónsul senior se puso a trabajar para sacar a la luz cuanta información pudiera. Envió agentes a Etruria, y también a aquel otro núcleo tradicional de revolución, Apulia Samnita. Y desde luego, cuando regresaron todos informaron de que, en efecto, por todas partes se rumoreaba que si Catilina y Lucio Casio eran elegidos cónsules, llevarían a cabo una cancelación general de deudas. En cuanto a pruebas que pusiesen en evidencia una revolución, como el acopio de armas o el reclutamiento encubierto de fuerzas, no pudo hallarse ninguna. No obstante, se dijo Cicerón a sí mismo, sí tenía suficientes pruebas para procesarlo.

Las elecciones curules para cónsules y pretores habían de celebrarse el décimo día de quintilis; el día noveno Cicerón las aplazó inesperadamente hasta el día undécimo, y convocó una sesión del Senado el día décimo. La asistencia de los senadores a la sesión fue espléndida, por supuesto; espoleados por la curiosidad, todos aquellos que no estaban postrados por la enfermedad o ausentes de Roma acudieron con tiempo suficiente como para ver por sus propios ojos que el muy admirado Catón estaba realmente sentado allí; había un montón de rollos a sus pies y tenía uno de ellos, que leía lenta y cuidadosamente, abierto entre las manos.

– Padres conscriptos -dijo el cónsul senior una vez que hubieron concluido los ritos y el resto de las formalidades-, os he convocado aquí en vez de acudir a las elecciones en los saepta para que me ayudéis a descifrar un misterio. Pido disculpas a aquellos de vosotros a quienes haya causado inconvenientes con esta sesión, y sólo me queda la esperanza de que el resultado de la misma permita que las elecciones se lleven a cabo mañana.

Los senadores estaban ávidos de alguna explicación, eso era fácil de ver, pero por una vez Cicerón no se sentía de humor para juguetear con la audiencia. Lo que quería era airear el asunto, hacerles ver a Catilina y a Lucio Casio que su estratagema se había hecho inútil ahora que era de todos conocida, y cortar de esa manera, cuando aún era sólo un brote, cualquier plan que Catilina estuviera alimentando. Nunca había creído verdaderamente que hubiera más en las sospechas de revolución de Terencia que un poco de charla ociosa alrededor de varias jarras de vino y algunas medidas económicas que solían asociarse más con la revolución que con los cónsules observantes de la ley. Después de Mario, Cinna, Carbón, Sila, Sertorio y Lépido, hasta Catilina tenía que haber aprendido por fuerza que a la República no se la destruía tan fácilmente. Catilina era un mal hombre -eso lo sabían todos-, pero hasta que fuera elegido cónsul no ostentaba ninguna magistratura, por lo que no estaba en posesión de imperium ni disponía de un ejército ya formado, y el número de clientes que tenía en Etruria no era ni parecido al de un Mario o un Lépido. Por lo tanto, lo que Catilina necesitaba era que le dieran un susto para meterlo en cintura.

Nadie, pensó el cónsul senior mientras su mirada vagaba de grada en grada a ambos lados de la Cámara, tenía ni idea de lo que flotaba en el aire. Craso estaba sentado, impasible; Catulo parecía un poco viejo y su cuñado Hortensio algo deteriorado; Catón tenía los pelos de punta como un perro agresivo, César se daba palmaditas en la parte superior de la cabeza para asegurarse de que su definitivamente cada vez más escaso cabello le ocultaba todavía el cuero cabelludo; Murena, era indudable, echaba humo por el retraso, y Silano no estaba tan saludable y activo como los agentes que se encargaban de organizarle la campaña electoral aseguraban. Y finalmente, allí, entre los consulares, estaba sentado el gran Lucio Licinio Lúculo, triumphator. Cicerón, Catulo y Hortensio habían hablado con suficiente elocuencia como para convencer al Senado de que a Lúculo debía concedérsele el triunfo, cosa que significaba que el verdadero conquistador del Este ahora era libre de cruzar el pomerium y ocupar el lugar que le correspondía por derecho en el Senado y en los Comicios.

– Lucio Sergio Catilina -dijo Cicerón desde el estrado curul-, te agradecería que te pusieras en pie.

En un principio Cicerón había pensado acusar también a Lucio Casio, pero después de pensarlo mucho había decidido que lo mejor era concentrarse por entero en Catilina. Éste ahora se encontraba de pie, y era la viva imagen de la preocupación y la perplejidad. ¡Qué hombre tan apuesto! Alto y de hermosa constitución fisica, cada palmo de su cuerpo era el de un gran aristócrata patricio. ¡Cómo odiaba Cicerón a los Catilinas y a los Césares! ¿Qué pasaba con la eminentemente respetable cuna de Cicerón? ¿Por qué lo menospreciaban como si fuera un tumor maligno que se encontrase en el cuerpo romano?

– Ya estoy de pie, Marco Tulio Cicerón -respondió Catilina suavemente.

– Lucio Sergio Catilina, ¿conoces a dos hombres llamados Cayo Manlio y Publio Furio? -Tengo dos clientes que responden a esos nombres.

– ¿Sabes dónde se encuentran en este momento?

– ¡En Roma, supongo! Ahora mismo deberían estar en el Campo de Marte votando por mí. En cambio, supongo que estarán sentados en alguna taberna.

– ¿Dónde han estado últimamente?

Catilina levantó ambas cejas, muy negras.

– ¡Marco Tulio, yo no exijo a mis clientes que me informen de todos sus movimientos! Ya sé que tú eres un cero a la izquierda, pero… ¿de tan pocos clientes dispones que no tienes ni idea del protocolo que rige los lazos entre cliente y patrón?

Cicerón enrojeció.

– ¿Te resultaría extraño enterarte de que a Manlio y a Furio se les ha visto recientemente en Fésulas, Volaterra, Clusium, Saturnia, Larinum y Venusia?

Catilina parpadeó.

– ¿Por qué iba a extrañarme eso, Marco Tulio? Ambos tienen tierras en Etruria, y Furio además posee tierras en Apulia.

– ¿Te sorprendería saber que ambos, Manlio y Furio, han ido diciéndole a cualquiera que sea lo suficientemente importante como para que su voto cuente en las elecciones centuriadas que tu colega Lucio Casio y tú tenéis intención de legislar una cancelación general de las deudas una vez que asumáis el cargo de cónsules?

Aquello provocó una carcajada de asombro. Cuando se recuperó, Catilina miró a Cicerón como si éste de repente se hubiera vuelto loco.

– ¡Pues claro que me sorprende! -dijo.

Tras haberse organizado un buen revuelo en el momento en que Cicerón pronunciara aquella espantosa frase, la cancelación general de las deudas, un murmullo perfectamente audible se alzó ahora por toda la Cámara. Desde luego, entre los presentes se encontraban algunos que necesitaban con desesperación una medida radical como aquélla ahora que los prestamistas presionaban para que se les pagasen las deudas completas -incluido César, el nuevo pontífice máximo-, pero había pocos que no llegasen a comprender las espantosas repercusiones económicas que llevaría consigo una cancelación general de las deudas. A pesar de que sus problemas generaban un flujo constante de dinero en metálico, los miembros del Senado eran de por sí personas conservadoras en lo referente a cambios de cualquier tipo, incluso a los cambios en la forma como estaba estructurado el dinero. Y por cada senador que estuviera en una precaria situación económica, había tres que, caso de que hubiera una cancelación general de deudas, saldrían perdiendo más que ganando; hombres como Craso, Lúculo y el ausente Pompeyo Magnus. Por tanto no tuvo nada de extraño que tanto César como Craso estuvieran ahora inclinados hacia adelante como perros atados.

– He hecho investigaciones en Etruria y en Apulia, Lucio Sergio Catilina -dijo Cicerón-, y me duele decir que creo que estos rumores son ciertos. Creo que tú tienes verdaderamente intención de cancelar las deudas.

La reacción de Catilina fue echarse a reír, sin parar. Las lágrimas le corrían por el rostro; se sujetaba los costados; trató denodadamente de controlar la risa y perdió la batalla varias veces. Sentado no muy lejos de él, Lucio Casio enrojeció a causa de la indignación.

– ¡Tonterías! -gritó Catilina cuando fue capaz, mientras se limpiaba la cara con un pliegue de la toga porque no lograba dominarse lo suficiente como para encontrar el pañuelo-. ¡Tonterías, tonterías, tonterías!

– ¿Serías capaz de jurarlo? -le preguntó Cicerón.

– ¡No, eso no estoy dispuesto a hacerlo! -repuso bruscamente Catilina, logrando componerse finalmente-. ¿Yo, un patricio Sergio, voy a tener que prestar juramento a causa de las quejas infundadas y maliciosas de un inmigrante de Arpinum? Pero, ¿quién te has creído que eres, Cicerón?

– Soy el cónsul senior del Senado y el pueblo de Roma -dijo Cicerón con dolorosa dignidad-. ¡Por si no lo recuerdas, soy el hombre que te derrotó en las elecciones curules del año pasado! Y como cónsul senior, soy la cabeza de este Estado.

Otro ataque de risa. Y luego Catilina añadió:

– ¡Dicen que Roma tiene dos cuerpos, Cicerón! Uno es débil y tiene cabeza de imbécil, el otro es fuerte, aunque no tiene cabeza. ¿En qué crees que te convierte eso a ti, oh cabeza de este Estado?

– ¡En un imbécil no, Catilina, eso seguro! ¡Yo soy el padre de Roma y su guardián este año, y pienso cumplir con mi deber, incluso en situaciones tan extrañas como ésta! ¿Niegas categóricamente que tengas planeado cancelar todas las deudas?

– ¡Por supuesto que lo niego!

– Pero no estás dispuesto a prestar juramento a ese respecto.

– Definitivamente no.

– Catilina tomó aliento-. ¡No, no lo haré! Sin embargo, oh cabeza de este Estado, tu despreciable conducta e infundadas acusaciones de esta mañana tentarían a muchos hombres en mi situación a decir que si el cuerpo fuerte pero descabezado de Roma hubiera de encontrar una cabeza, ¡podría hacer cosas peores que elegir la mía! ¡Por lo menos la mía es romana! ¡Por lo menos la mía tiene antepasados! Tú te propones buscarme la ruina, Cicerón, echar por tierra las oportunidades de lo que ayer era una elección justa e inmaculada. ¡Heme aquí de pie, difamado e impugnado, víctima inocente de un presuntuoso advenedizo de las colinas que no es ni romano ni noble!

A Cicerón le costó un enorme esfuerzo no reaccionar ante aquellos insultos, pero consiguió mantener la calma. De no haberlo hecho, habría perdido la confrontación. Pero se dio cuenta, a partir de aquel momento, de que Fulvia Nobilioris y Terencia estaban en lo cierto. Podía reírse, podía negarlo, pero era seguro que Lucio Sergio Catilina estaba tramando una revolución. Un abogado que había intimidado con la mirada -y también había actuado a favor- a muchos villanos no podía equivocarse en cuanto a la expresión y al lenguaje corporal de un hombre que se defendía con argumentos descarados, adoptando como la mejor defensa posible la agresión, la ironía y el honor herido. Catilina era culpable, Cicerón estaba seguro de ello.

Pero, ¿lo estaba también el resto de la Cámara?

– ¿Puedo oír algunos comentarios, padres conscriptos?

– ¡No, no puedes! -gritó Catilina al tiempo que saltaba del lugar que ocupaba para tomar posición en medio del suelo blanco y negro, donde se plantó y comenzó a agitar el puño ante Cicerón. Luego avanzó con paso majestuoso hacia las grandes puertas de la Cámara, y una vez allí se dio la vuelta y se enfrenté a las filas de senadores embelesados.

– ¡Lucio Sergio Catilina, estás violando el reglamento de este cuerpo! -le gritó Cicerón, que de repente se dio cuenta de que estaba a punto de perder el control de la reunión-. ¡Vuelve a tu asiento inmediatamente!

– ¡No lo haré! ¡Y tampoco permaneceré aquí ni un instante más para escuchar cómo esta insolente seta sin antepasados me acusa de lo que yo interpreto como traición! ¡Y, padres conscriptos, comunico a esta Cámara que mañana al amanecer estaré en los saepta para competir en las elecciones curules a cónsul! ¡Sinceramente, espero que vosotros utilicéis el sentido común y convenzáis a la imbécil cabeza de este Estado para que cumpla con el deber que la suerte le deparó y celebre las elecciones! Porque, os lo advierto, si mañana por la mañana los saepta están vacíos, será mejor que vayas allí con tus lictores, Marco Tulio Cicerón, me detengas y me acuses de perduellio. ¡La maiestas no servirá para uno cuyos ancestros pertenecieron a los cien hombres que aconsejaban al rey Tulo Hostilio!

Catilina se dio la vuelta hacia las puertas, las abrió con violencia y desapareció.

– Bien, Marco Tulio Cicerón, ¿qué piensas hacer ahora? -le preguntó César recostándose al tiempo que bostezaba-. Catilina tiene razón, ya lo sabes. Lo has acusado, con un pretexto no demasiado consistente,

Con la visión borrosa, Cicerón buscó un rostro que indicara que el propietario estaba de su parte, un rostro que pusiera en evidencia que lo creía a él. ¿Catulo? No. ¿Flortensio? No. ¿Catón? No. ¿Craso? No. ¿Lúculo? No. ¿Publícola? No.

Levantó los hombros y se mantuvo erguido.

– Quiero ver una división en esta cámara -dijo con voz dura-. Todos aquellos que crean que las elecciones curules deben celebrarse mañana y que Lucio Sergio Catilina debe ser admitido como candidato al cargo de cónsul que se pongan a mi izquierda. Todos aquellos que crean que han de retrasarse las elecciones curules hasta que se investigue la candidatura de Lucio Sergio Catilina que pasen a mi derecha.

Fue una esperanza vana, con pocas probabilidades de verse realizada a pesar de la astucia de Cicerón de situar a su derecha la moción para obtener el resultado que deseaba; ningún senador se sentía contento de colocarse a la izquierda, cosa que se consideraba poco propicia. Pero por una vez la prudencia pudo más que la superstición. La Cámara entera pasó a la izquierda sin una sola excepción, permitiendo así que las elecciones se celebrasen a la mañana siguiente, y que Lucio Sergio Catilina se presentase para el cargo de cónsul.

Cicerón levantó la sesión con el único deseo de volver a su casa antes de desmoronarse y echarse a llorar.

El orgullo dictaba que Cicerón no debía volverse atrás, así que presidió las elecciones curules con una coraza debajo de la toga después de situar ostensiblemente a varios cientos de hombres jóvenes alrededor de los saepta para impedir que brotase la discordia. Entre éstos se encontraba Publio Clodio, cuyo odio hacia Catilina era mucho más fuerte que la suave irritación que Cicerón provocaba en él. Y donde estaba Clodio, naturalmente, también estaban el joven Publícola, el joven Curión, Décimo Bruto y Marco Antonio, todos ellos miembros del ahora floreciente club de Clodio.

Y, según comprobó Cicerón con enorme alivio, lo que los senadores habían preferido no creer, la ordo equester al completo sí lo creía. Nada podía ser más espantoso para un caballero dedicado a los negocios que el espectro de una cancelación general de deudas, aunque el mismo caballero estuviera endeudado. Una por una las Centurias votaron masivamente por Décimo Junio Silano y Lucio Licinio Murena como cónsules para el próximo año. Catilina quedó muy por detrás de Servio Sulpicio, aunque obtuvo más votos que Lucio Casio.

– ¡Eres un calumniador malicioso! -le indicó con un gruñido uno de los pretores del año en curso, el patricio Léntulo Sura, cuando las Centurias se disolvieron después de un largo día ocupado en elegir a dos cónsules y ocho pretores.

– ¿Qué? -le preguntó Cicerón sin comprender, oprimido por el peso de aquella desgraciada coraza que había decidido llevar puesta y muerto de ganas de liberarse de una vez la cintura, que le había engordado demasiado como para sentirse cómodo metida dentro de aquella armadura.

– ¡Ya me has oído! ¡Es culpa tuya que no hayan ganado Catilina y Casio, malicioso calumniador! ¡Asustaste deliberadamente a los votantes con esos alocados rumores acerca de las deudas para que no los votasen! ¡Oh, muy inteligente por tu parte! ¿Para qué procesarlos y darles así la oportunidad de defenderse? Encontraste el arma perfecta en el arsenal político, ¿no es así? ¡La acusación irrefutable! ¡Calumnia, difamación, ensuciar en el lodo! Catilina tenía razón acerca de ti. ¡Eres una seta descarada sin antepasados! ¡Y ya va siendo hora de que a los campesinos como tú los pongan en su lugar!

Mientras Léntulo Sura se marchaba a grandes zancadas, Cicerón se quedó con la boca abierta; notaba que las lágrimas comenzaban a agolpársele. ¡Tenía razón acerca de Catilina, él tenía razón! Catilina acabaría por destruir a Roma y a la República.

– Si te sirve de consuelo, Cicerón -dijo una plácida voz a su lado-, yo mantendré los ojos abiertos y la nariz bien aguzada durante los próximos meses. Pensándolo bien, creo que, en efecto, podría ser que estuvieras en lo cierto respecto a Catilina y Casio. ¡Hoy no se sienten muy complacidos!

Cicerón se dio la vuelta y se encontró con que Craso estaba allí de pie; acabó por sacar el genio.

– ¡Tú! -le gritó con una voz llena de odio-. ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú eres responsable de que Catilina saliera libre en el último juicio! ¡Compraste al jurado y le diste a entender a él que hay hombres en Roma a quienes les gustaría ver cómo él mismo se concede el título de dictador!

– Yo no compré al jurado -le respondió Craso, al parecer sin sentirse ofendido.

– ¡Ya! -escupió Cicerón; y se marchó violentamente.

– ¿Qué es todo eso? -le preguntó Craso a César.

– Oh, Cicerón cree que tiene una crisis entre manos y no puede comprender por qué no hay nadie en el Senado que esté de acuerdo con él.

– ¡Pero lo que yo le estaba diciendo es que sí estoy de acuerdo con él!

– Déjalo, Marco. Ven conmigo a celebrar mi victoria electoral en la domus publica del pontífice máximo. ¡Qué casa tan bonita! En cuanto a Cicerón, ese pobre tipo se ha estado muriendo de ganas de ser el centro de algo sensacional, y ahora que cree que por fin lo ha encontrado, no puede hallar a nadie que se interese ni siquiera una pizca por el asunto. A él le encantaría salvar la República -dijo César sonriendo.

– ¡Pero no pienso darme por vencido! -le gritó Cicerón a su esposa-. ¡No estoy derrotado! ¡Terencia, mantente en estrecho contacto con Fulvia y no dejes que se escape nada! Aunque esa mujer tenga que escuchar detrás de las puertas, quiero que averigüe todo lo que pueda, a quién ve Curio, adónde va, qué hace. Y si, como tú y yo creemos, se está tramando una revolución, entonces Fulvia debe convencer a Curio de que lo mejor que puede hacer es trabajar conmigo.

– Lo haré, no temas -le dijo ella con el rostro muy animado-. El Senado lamentará el día en que eligió ponerse de parte de Catilina, Marco. He visto a Fulvia, y a ti te conozco muy bien. En muchos aspectos eres idiota, pero no cuando se trata de olfatear a los sinvergüenzas.

– ¿En qué soy idiota? -preguntó Cicerón indignado.

– Pues cuando escribes esas tontas poesías, por ejemplo. Y también cuando intentas ganarte una reputación de entendido en arte. Cuando gastas en exceso, sobre todo en un desfile de villas en las que nunca tendrías tiempo de vivir aunque viajases constantemente, cosa que no haces. Cuando mimas a Tulia de ese modo tan atroz. O cuando les haces la pelota a personas como Pompeyo Magnus.

– ¡Basta!

Terencia desistió y lo miró con aquellos ojos suyos que nunca se iluminaban de amor. Lo cual era una lástima, porque la verdad era que ella lo amaba muchísimo. Pero conocía bien las muchas debilidades de su marido, aunque ella no tuviera ninguna. A pesar de que Terencia no ambicionaba que se la considerase la nueva Cornelia, madre de los Gracos, sí poseía todas las virtudes propias de una matrona romana, cosa que hacía que a un hombre del carácter de Cicerón le resultase extremadamente difícil convivir con ella. Frugal, hacendosa, fría, testaruda, intransigente, sin pelos en la lengua, sin miedo a nadie y consciente de que estaba a la altura de cualquier hombre en cuanto a vigor mental. Ésa era Terencia, que no soportaba con alegría a ningún tonto, ni siquiera a su marido. Ni por asomo intentaba comprender la inseguridad de Cicerón y su complejo de inferioridad, porque su propia cuna era impecable y su ascendencia romana se adentraba en el pasado generaciones y generaciones. Para Terencia lo mejor que podía hacer su marido era relajarse e introducirse en el corazón de la sociedad romana pegado a las faldas de ella; en cambio, él se empeñaba en relegarla a la oscuridad doméstica y volaba en mil direcciones en busca de una aristocracia que no podía reclamar para sí.

– Deberías pedirle a Quinto que viniera -le dijo ella.

Pero Cicerón era tan incompatible con su hermano menor como con Terencia, así que el cónsul senior movió hacia abajo las comisuras de la boca y dijo que no con la cabeza.

– Quinto es tan malo como el resto de ellos, cree que estoy haciendo una montaña de un cubo de arena. Pero mañana veré a Ático, él sí que me ha creído. Pero claro, es un caballero y tiene sentido común.

– Se quedó pensando unos instantes y luego añadió-: Léntulo Sura se ha mostrado muy grosero conmigo en los saepta. No logro entender por qué. Sé que hay muchos en el Senado que me culpan de echar a perder las oportunidades de Catilina, pero había algo muy extraño en Léntulo Sura. Daba la impresión de que hubiera algo que… que le importase demasiado.

– ¡El y su Julia Antonia tienen esos espantosos zoquetes de hijastros! -comentó Terencia con desprecio-. A uno le resultaría difícil encontrar una pandilla más inútil. No sé cuál de ellos me fastidia más, si Léntulo, Julia Antonia o esos horribles hijos que ella tiene.

– A Léntulo Sura le ha ido bastante bien, teniendo en cuenta que los censores lo expulsaron hace siete años -dijo Cicerón, contemporizador-. Volvió a entrar en el Senado a través del cargo de cuestor y ha empezado de nuevo su carrera. Fue cónsul antes de que lo expulsaran, Terencia. Debe de ser una caída muy traumatizante tener que volver a ser pretor en esta época de su vida.

– Lo mismo que su esposa, es un incompetente -dijo Terencia sin mostrar comprensión.

– Sea como sea, lo de hoy ha sido muy extraño.

Terencia resopló.

– En más aspectos, aparte de lo de Léntulo Sura.

– Mañana averiguaré qué sabe Ático, y es probable que sea interesante -dijo Cicerón bostezando hasta que los ojos se le humedecieron-. Estoy cansado, querida mía. ¿Puedo pedirte que me envíes a nuestro querido Tirón? Tengo que dictarle algo.

– ¡Sí que debes de estar cansado! No es propio de ti pedir que alguien que no seas tú te escriba las cosas, ni siquiera Tirón. Te lo enviaré, pero sólo un ratito. Necesitas dormir.

Cuando Terencia se levantó de la silla Cicerón le tendió una mano para ayudarla y sonrió.

– ¡Gracias por todo, Terencia! Qué distinto es tenerte a mi lado.

Terencia cogió la mano que le tendía su marido, la apretó con fuerza y le dirigió a Cicerón una sonrisa más bien tímida, infantil e inmadura.

– No hay de qué, marido -dijo; y luego se apresuró a salir de la habitación antes de que el estado de ánimo pudiera ponerse sentimentaloide.

Si alguien le hubiese preguntado a Cicerón si amaba a su esposa, éste habría contestado al instante de modo afirmativo, y tal respuesta habría sido verdad. Pero ni Terencia ni Quinto Cicerón ocupaban un lugar tan importante en el corazón de Cicerón como algunas otras personas, sólo una de las cuales era pariente de él. Esa persona, desde luego, era su hija Tulia, un cálido y chispeante contraste con su madre. El hijo que tenían era aún demasiado pequeño para haber podido abrirse camino en los fuertes afectos de Cicerón; y quizá el pequeño Marco nunca se abriera camino en el corazón de su padre, pues era de un carácter más parecido al del hermano de Cicerón, Quinto, que era impulsivo, con mucho genio, engreído y no un prodigio precisamente.

Entonces, ¿quiénes eran esas otras personas?

El nombre que primero le hubiera acudido a la mente a Cicerón era el de Tirón. Tirón era su esclavo, pero también formaba parte, literalmente, de la familia, cosa que de hecho ocurría en una sociedad en cuyo seno los esclavos no eran tanto seres inferiores como objeto desafortunado de las leyes de la propiedad y de la posición social. Porque los esclavos domésticos de un romano vivían en cercana -en realidad, casi íntima- proximidad con las personas libres de la casa, eran como miembros de la familia y tenían todas las ventajas y desventajas que ello comportaba. El entretejido de personalidades era muy complejo, las tormentas, grandes y pequeñas, iban y venían, existían focos de poder tanto en la parte servil como en la libre, y sólo el amo estricto podía permanecer insensible a las presiones serviles. En la casa Tulia, la casa de Cicerón, los esclavos tenían que andarse con ojo con Terencia, pero incluso Terencia era incapaz de resistirse a Tirón, que sabía tranquilizar al pequeño Marco con tanta facilidad como sabía convencer a Tulia de que su madre tenía razón.

Había llegado a la casa Tulia de joven; era un griego que se había vendido a sí mismo como esclavo como una alternativa preferible a estancarse en un pobre y oscuro pueblo de Beocia. Que se hubiese ganado el afecto de Cicerón era inevitable, porque era un hombre tierno y tan bueno cuan brillante en su trabajo de secretario; la clase de persona a la que uno no puede evitar querer. Como Tirón era sensato y considerado de un modo soportable, ni siquiera el más desagradable y egoísta de sus compañeros esclavos de la casa Tulia podían acusarle de ir contando comadreos para ganarse el favor del amo o el ama; aquella dulzura suya se hacía extensible también a las relaciones con sus compañeros esclavos y hacía que ellos también lo quisieran.

Sin embargo, el cariño de Cicerón hacia él pesaba más que todos los demás. No sólo eran excelentes el griego y el latín de Tirón, sino también su instinto literario, y cuando Tirón lanzaba una débil mirada de desaprobación ante alguna frase o ante la elección de algún adjetivo, su amo se detenía y reconsideraba de nuevo la elección que a Tirón le molestaba. Tirón escribía una taquigrafía impecable, luego lo transcribía en una caligrafía clara y lúcida, y nunca osaba alterar ni una sola palabra.

En la época del consulado, éste, el más perfecto de todos los sirvientes, llevaba en el seno de la familia cinco años. Desde luego, ya estaba emancipado en el testamento de Cicerón, pero en el transcurso normal de los acontecimientos sus servicios como esclavo continuarían durante diez años más, después de los cuales pasaría a formar parte de la clientela de Cicerón como un próspero esclavo manumitido; su salario ya era elevado, y siempre era el primero en recibir otro aumento de sus estipendios. Así que en la casa Tulia todo se reducía a algo muy sencillo: ¿cómo sería la casa sin Tirón? ¿Cómo podría sobrevivir Cicerón sin Tirón?

El segundo de la lista era Tito Pomponio Ático. Aquélla era una amistad que se remontaba a muchos años atrás. Cicerón y él se habían conocido en el Foro cuando Cicerón era un joven prodigio y Ático aprendía para con el tiempo encargarse de los múltiples negocios de su padre, y después de la muerte del hijo mayor de Sila -que había sido el mejor amigo de Cicerón-, fue Ático quien ocupó el lugar del joven Sila, a pesar de ser cuatro años mayor que Cicerón. El nombre familiar de Pomponio era considerablemente distinguido, porque los Pomponios eran de hecho una rama de los Cecilios Metelos, y eso significaba que pertenecían al verdadero meollo de la alta sociedad romana. También significaba que, si Ático así lo hubiera querido, la carrera en el Senado y quizá el consulado habrían estado a su alcance. Pero el padre de Ático había ansiado las distinciones senatoriales, y por ello había sufrido con las idas y venidas de las facciones que controlaban Roma durante aquellos terribles años. Firmemente colocado entre las filas de las Dieciocho -las dieciocho Centurias de más categoría de la primera clase-, Ático había renunciado tanto al Senado como a los cargos públicos. Sus inclinaciones iban de la mano de sus deseos, que eran hacer tanto dinero como fuera posible y pasar a la historia como uno de los grandes plutócratas de Roma.

En aquellos primeros tiempos, como su padre antes que él, era simplemente Tito Pomponio. No tenía tercer nombre. Luego, durante los turbulentos y escasos años de gobierno de Cinna, Ático y Craso habían formado el proyecto de una compañía para recaudar los impuestos y los bienes en la provincia de Asia, que Sila había vuelto a arrebatarle al rey Mitrídates. Habían ordeñado el capital necesario de una horda de inversores, pero sólo para encontrarse con que Sila prefería regular la administración de la provincia de Asia de un modo que impedía que los publicani romanos se beneficiasen de ello. Tanto Craso como Ático se vieron obligados a huir de los acreedores, aunque Ático logró llevarse consigo su fortuna personal y por tanto tuvo los recursos para poder vivir de una manera extremadamente confortable mientras estuvo en el exilio. Se instaló en Atenas, y le gustó tanto que siempre la llevó en primer lugar en su corazón.

No supuso para él ningún problema crearse una buena reputación con Sila cuando aquel hombre formidable regresó a Roma como dictador, y Ático -llamado ahora así a causa de sus preferencias hacia Atica, la tierra ateniense donde había vivido- quedó libre para vivir en Roma. Cosa que él empezó a hacer a temporadas, pues nunca se desprendió de su casa de Atenas, a la que solía ir con regularidad. También adquirió enormes extensiones de tierras en el Epiro, la parte de Grecia que queda en la costa del mar Adriático, al norte del golfo de Corinto.

La predilección de Ático por los jóvenes amantes masculinos era bien conocida, pero extraordinariamente libre de tacha en un lugar tan homofóbico como era Roma. Eso se debía a que él sólo se lo permitía cuando viajaba a Grecia, donde tales preferencias constituían la norma, incluso aumentaban la reputación de un hombre. Cuando estaba en Roma no dejaba traslucir, ni de palabra ni con la mirada, que practicara el amor griego, y este rígido control de sí mismo permitía que su familia, sus amigos y sus iguales en sociedad fingieran que no había una parte diferente en Tito Pomponio Ático. Cosa que era importante también porque Ático se había hecho enormemente rico y tenía gran influencia en los círculos mercantiles. Entre los publicani -que eran hombres de negocios que pujaban por conseguir contratos públicos-, era el más poderoso y el más influyente. Banquero, magnate de una flota de barcos de transporte, príncipe mercante, Ático tenía una inmensa importancia. Si por sí mismo no tenía poder suficiente para hacer que un hombre fuera nombrado cónsul, ciertamente sí que podía hacer muchísimo por ayudar a ese hombre, como había ayudado a Cicerón en su campaña.

También era el editor de Cicerón, pues había decidido que hacer dinero resultaba un poco aburrido, y la literatura suponía un cambio refrescante. Extremadamente bien educado, tenía una natural afinidad con los hombres de letras, y adivinaba el estilo de Cicerón con las palabras como pocos. Al mismo tiempo le divertía y le satisfacía ser patrón de escritores… lo que además le permitía sacar algún dinero de ellos. La editorial que puso en el Argileto como negocio rival del de los Sosios prosperó. Sus relaciones proveían de un filón de nuevos talentos cada vez más extenso, y sus copistas producían manuscritos de precios elevados.

Alto, delgado y de aspecto austero, habría podido pasar por padre de nada menos que Metelo Escipión, aunque los lazos de sangre no eran cercanos, pues Metelo Escipión sólo era un Cecilio Metelo en virtud de su adopción. Pero no obstante, aquel parecido de hecho significaba que todos los miembros de las Familias Famosas entendían que su linaje era impecable y de gran antigüedad.

Amaba sinceramente a Cicerón, pero era insensible a las debilidades ciceronianas, en lo cual seguía el ejemplo establecido por Terencia, también muy acaudalada y poco dispuesta a sacar de apuros a Cicerón cuando las finanzas de éste así lo requerían. En la única ocasión en que Cicerón había reunido el valor necesario para pedirle a Ático un préstamo insignificante, su amigo se había negado con tanta obstinación que Cicerón nunca más le había vuelto a pedir ninguno. De vez en cuando tenía la esperanza de que Ático se lo ofreciera, pero éste nunca lo hizo. Muy bien dispuesto a procurarle estatuas y otras obras de arte a Cicerón en los extensos viajes que realizaba a Grecia, Ático también insistía en que su amigo se las pagase… y también que le pagase los costes del transporte hasta Italia. Por lo que no le cobraba, suponía Cicerón, era por el tiempo que empleaba en buscarlas. En vista de todo eso, ¿se podía decir que Ático fuese un tacaño incurable? Cicerón no lo creía así, porque Ático, al contrario que Craso, era un anfitrión generoso y les pagaba buenos salarios a sus esclavos y a sus empleados libres. Más que el hecho de que a Ático le importase el dinero, era que lo consideraba un artículo merecedor de enorme respeto y no soportaba otorgarlo gratuitamente a aquellos que no le tenían el mismo respeto. Cicerón era un tipo extravagante, un diletante, un despilfarrador en caliente y en frío; por lo tanto él no podía tener el dinero en la estima que se merecía.

El tercero de la lista era Publio Nigidio Figulo, de una familia tan antigua y venerable como la de Ático. Igual que éste, Nigidio Figulo -el apodo Figulo significa trabajador con arcilla, alfarero, aunque la familia no sabía cómo se había ganado ese nombre el primer Nigidio que lo llevó- había renunciado a la vida pública. En el caso de Ático, la vida pública habría significado renunciar a todas las actividades comerciales que no surgieran de la posesión de tierras, y Ático amaba el comercio más que la política. En el caso de Nigidio Figulo, la vida pública habría erosionado con demasiada voracidad su mayor amor, que era la afición por los aspectos más esotéricos de la religión. Reconocido como el mejor experto en el arte de la adivinación tal como lo practicaban los etruscos, desaparecidos en tiempos remotos, sabía más acerca del hígado de las ovejas que ningún carnicero o veterinario. Entendía el vuelo de los pájaros, los dibujos que formaban los destellos de los relámpagos, los sonidos del trueno, los movimientos de tierra, los números, las bolas de fuego, las estrellas fugaces, los eclipses, los obeliscos, los monolitos, las pirámides, las esferas, los túmulos, la obsidiana, el sílex, la forma y color de las llamas, los pollos sagrados y todas las circunvoluciones que un intestino animal podía producir.

Naturalmente, era uno de los custodios de los libros proféticos de Roma y una mina de información para el Colegio de los Augures, entre cuyos miembros no había ninguno que fuera una autoridad en materia de augurio, pues los augures no eran ni más ni menos que funcionarios religiosos elegidos que estaban legalmente obligados a consultar unas tablas antes de pronunciar los presagios favorables o desfavorables. El deseo más ardiente de Cicerón era ser elegido augur -no era tan tonto como para pensar que tenía oportunidades de ser elegido pontífice-; había prometido que cuando lo fuera él sabría más de augurios que cualquiera de los demás que, ya fueran electos o elegidos por cooptación, se adentraban tranquilamente en el cargo religioso porque sus familias tenían derecho a ello.

Al principio Cicerón cultivó la amistad de Nigidio Figulo a causa de los conocimientos de éste, pero pronto sucumbió al encanto de su carácter, ecuánime y dulce, humilde y sensible. Nada esnob a pesar de su preeminencia social, a Nigidio Figulo le gustaba el ingenio agudo y la compañía animada, y le parecía maravilloso pasar una velada con Cicerón, famoso por su ingenio y cuya compañía siempre resultaba animada. Como Ático, Nigidio Figulo era un soltero empedernido, pero al contrario que aquél él había elegido ese estado por motivos religiosos; creía firmemente que introducir una mujer en su casa destruiría las conexiones místicas que tenía con aquel mundo de fuerzas y poderes invisibles. Las mujeres eran personas terrenales, Nigidio era persona celestial. Y el aire y la tierra nunca se mezclaban, nunca se realzaban el uno al otro más de lo que se consumían entre sí. Además le tenía horror a la sangre, excepto en los lugares sagrados, y las mujeres sangraban. Por eso todos los esclavos que tenía eran hombres, y había puesto a vivir a su madre con su hermana y el marido de ésta.

Cicerón tenía intención de ver a Ático, y sólo a Ático, al día siguiente a las elecciones, pero algunos asuntos familiares se interpusieron. Su hermano Quinto había sido elegido pretor. Naturalmente aquello requería una celebración, especialmente porque Quinto había seguido el ejemplo de su hermano mayor y había conseguido ser elegido in suo anno, exactamente a la edad adecuada -tenía treinta y nueve años-. Este segundo hijo de un humilde terrateniente de Arpinum vivía en la casa de las Carinae que su viejo padre había comprado cuando se trasladó a Roma con la familia para proporcionarle al prodigio de Marco todas las ventajas que el intelecto de éste exigía. Y por este motivo Cicerón y su familia subieron pesadamente desde el Palatino a las Carinae poco antes de la hora de la cena, aunque las obligaciones fraternales no le impedirían a Cicerón tener una conversación con Ático; éste estaría allí, en casa de Quinto, porque Quinto estaba casado con Pomponia, la hermana de Ático.

Había un fuerte parecido entre Cicerón y su hermano, pero Cicerón era, indiscutiblemente, el más atractivo de los dos. Por una parte era físicamente mucho más alto y mejor constituido; Quinto era pequeño y delgado como un palo. Por otra parte, Cicerón había conservado el cabello, mientras que Quinto se había quedado muy calvo por la parte superior de la cabeza. Las orejas de Quinto parecían más prominentes que las de Cicerón, aunque en realidad eso no era más que una ilusión óptica debido al enorme tamaño del cráneo de éste, que hacía que estos apéndices parecieran menores de lo que en realidad eran. Ambos tenían los ojos y el pelo castaños, y una buena piel morena.

En otro aspecto tenían mucho en común: ambos hombres se habían casado con mujeres acaudaladas y mandonas cuyos parientes cercanos habían desesperado de poder darlas en matrimonio. Terencia había adquirido una justa fama de ser imposible de complacer, así como de ser una persona tan difícil que nadie, por muy necesitado que estuviera, podría hacer suficiente acopio de valor como para pedirla en matrimonio, aun cuando ella hubiera estado dispuesta a aceptar. Había sido ella la que había elegido a Cicerón, en lugar de ser al contrario. En cuanto a Pomponia… ¡Bueno, Ático se había llevado las manos a la cabeza, presa de la exasperación, por su causa! Era fea, una auténtica fiera, grosera, rencorosa, truculenta, vengativa e incluso podía llegar a ser cruel. A pesar de tener los pies firmemente plantados en el mundo de los negocios gracias al apoyo de Ático, el primer marido de Pomponia se había divorciado de ella en el momento en que consiguió pasar sin la ayuda de Ático, y la dejó en el umbral de la casa de éste. Aunque el motivo alegado para el divorcio había sido la esterilidad de Pomponia, toda Roma supuso -correctamente – que el auténtico motivo era la falta de deseo de cohabitar. Fue Cicerón quien sugirió que quizás pudieran convencer a su hermano Quinto para que se casase con ella, y entre Ático y él lo habían convencido. La unión había tenido lugar trece años antes, y el novio era considerablemente más joven que la novia. Luego, diez años después de la boda, Pomponia desmintió su esterilidad dando como fruto un hijo, también llamado Quinto.

Se peleaban constantemente, y utilizaban al pobre hijo como munición en su interminable lucha por la supremacía física, tirando y empujando al desventurado niño de un lado a otro, y vuelta a empezar. Ello preocupaba a Ático -cuyo heredero era este hijo de su hermana- y también a Cicerón, pero ninguno de los dos hombres logró convencer a los antagonistas de que el que estaba sufriendo en realidad las consecuencias de la situación era el pequeño Quinto. Si su hermano Quinto hubiera tenido el suficiente sentido común como para conformarse con ser un felpudo, como Cicerón, ceder, quedar relegado para aplacar a su esposa y esforzarse para no atraer hacia sí la atención de ésta, el matrimonio quizás habría funcionado mejor que el de Cicerón y Terencia, porque lo que Pomponia deseaba era, simplemente, ser ella la que dominase, mientras que Terencia lo que quería era utilizar la influencia política. Pero, ay, el hermano Quinto se parecía mucho más a su padre que Cicerón; tenía que ser el amo en su casa por encima de todo.

La guerra iba bien, eso estaba claro cuando Cicerón, Terencia, Tulia y Marco, el hijo de dos años, entraron en la casa. El mayordomo llevó a Tulia y al pequeño Marco a las dependencias de los niños; Pomponia estaba demasiado ocupada dándole gritos a Quinto, y éste estaba igualmente enfrascado en darle voces a ella para ver si conseguía que su esposa se callase.

– ¡Menos mal que justo al lado está el templo de Telo! -bramó Cicerón con el más elevado de los tonos que empleaba en el Foro-. Si no todavía habría más vecinos quejándose.

¿Los detuvo eso? ¡Ni hablar! Continuaron como si los recién llegados no existieran, hasta que llegó también Ático. Su técnica para ponerle fin a la batalla fue tan directa como elemental: se limitó a avanzar a paso majestuoso, agarró a su hermana por los hombros y la sacudió hasta que le castañetearon los dientes.

– ¡Márchate de aquí, Pomponia! -le dijo bruscamente-. ¡Venga, llévate a Terencia a alguna parte y castígale el oído con tus problemas!

– Yo también la sacudo -dijo quejumbroso el hermano Quinto-, pero a mí no me da resultado. Se limita a darme algún rodillazo en ya sabéis dónde.

– Si me diera un rodillazo a mí, la mataría -le dijo Ático con aire funesto.

– Si yo la matase, me veríais juzgado por asesinato.

– Cierto -dijo Ático sonriendo-. ¡Pobre Quinto! Tendré otra charla con ella y veré qué puedo hacer.

Cicerón no participó en aquella conversación, pues se había batido en retirada antes de la llegada de Ático; ahora apareció procedente del despacho con un rollo abierto entre las manos.

– ¿Otra vez escribiendo, hermano? -le preguntó a Quinto al tiempo que levantaba la vista del rollo.

– Una tragedia al estilo de Sófocles.

– Estás mejorando, es bastante buena.

– ¡Espero estar mejorando de verdad! Tú has usurpado la reputación de la familia en cuanto a discursos y poesía se refiere, lo cual a mí sólo me deja para elegir la historia, la comedia y la tragedia. No tengo tiempo para la investigación que exige dedicarse a la historia, y la tragedia se me da mejor que la comedia, dada la clase de ambiente en el que vivo.

– Yo diría que ese ambiente te inspiraría más en el campo de la farsa -dijo Cicerón con cierto recato.

– ¡Oh, cállate!

– Además, siempre quedan la filosofía y las ciencias naturales.

– Mi filosofía es simple y las ciencias naturales son un quebradero de cabeza, así que sólo me queda la historia, la comedia, o la tragedia.

Ático había salido de la habitación paseando y habló ahora desde el fondo del atrio.

– ¿Qué es esto, Quinto? -le preguntó, con un atisbo cómico en la voz.

– ¡Oh, qué lata, lo has encontrado antes de que yo pudiera enseñároslo! -gritó Quinto, que se apresuró a reunirse con él mientras Cicerón le iba a la zaga-. Ahora soy pretor, me está permitido.

– Claro que sí -dijo Ático con solemnidad; pero la guasa se le reflejaba en la mirada.

Cicerón los empujó para abrirse paso entre ellos y se detuvo, con el rostro solemne, a la distancia apropiada para disfrutar por completo de la gloria de aquello. Lo que contemplaba era un busto gigantesco de Quinto, a un tamaño mayor que el real, tan grande que nunca podría exhibirse en un lugar público, porque sólo los dioses podían sobrepasar la estatura normal de un hombre. Quienquiera que lo hubiese hecho había trabajado con la arcilla y luego la había cocido antes de aplicar los colores, lo cual hacía que fuese a la vez bueno y malo. Bueno porque el parecido era elocuente y los colores tenían unos tonos hermosísimos; malo porque el trabajo en arcilla es barato y las probabilidades de que se rompa en pedazos considerables. Nadie sabía mejor que Cicerón y Ático que el bolsillo de Quinto no podía permitirse un busto en mármol o en bronce.

– Ya sé que no es nada definitivo -dijo Quinto con expresión radiante-, pero cumplirá su cometido hasta que pueda permitirme el lujo de utilizarlo como molde para un bronce, lo que resultará realmente espléndido. Le encargué al hombre que está haciendo mi imago que me lo hiciera; siempre parece que es una lástima que la imagen en cera de uno esté encerrada en un armario sin que nadie la vea.

– Le echó una mirada de reojo a Cicerón, que seguía contemplando aquello, arrebatado-. ¿Qué te parece, Marco? -preguntó.

– Creo que ésta es la primera vez en mi vida que veo que una mitad supere en tamaño al todo -respondió deliberadamente Cicerón.

Aquello fue demasiado para Ático, que estalló en carcajadas de tal manera que hasta tuvo que sentarse en el suelo, donde Cicerón se reunió con él. Lo cual dejó a Quinto con sólo dos opciones para elegir: o agarrarse un monumental enfado o unirse a aquellos guasones en su regocijo. Como no en vano era hermano de Cicerón, decidió elegir la risa.

Después de aquello llegó la hora de la cena, a la cual asistió una ablandada Pomponia acompañada de Terencia y de la pacificadora Tulia, que manejaba mejor que nadie a su tía política.

– Entonces, ¿cuándo es la boda? -preguntó Ático, que hacía tanto tiempo que no veía a Tulia que el aspecto adulto de ésta le había cogido por sorpresa. ¡Qué chica más bonita! Con aquel cabello de color castaño suave, los ojos también castaños, un gran parecido a su padre y una gran dosis del ingenio de éste. Llevaba varios años prometida a Cayo Calpurnio Pisón Frugi, y era un buen emparejamiento en muchos aspectos, además del dinero y la influencia; Pisón Frugi era el miembro más atractivo de un clan mejor conocido por la antipatía que provocaban que por la simpatía, por su aspereza más que por su amabilidad.

– Todavía faltan dos años -dijo Tulia al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

– Una larga espera -le dijo Ático con comprensión.

– Demasiado larga -observó Tulia suspirando de nuevo.

– Bueno, bueno -dijo Cicerón con jovialidad-, ya veremos, Tulia. Quizá podamos adelantarlo un poco.

Respuesta que hizo que las tres señoras volvieran a la sala de estar de Pomponia en un estado de emoción febril, dispuestas a planear ya la boda.

– Nada como las nupcias para tener felices a las mujeres -observó Cicerón.

– Está enamorada, Marco, y eso es bastante raro en las uniones que se basan en un arreglo de la familia. Como colijo que Pisón Frugi siente lo mismo por ella, ¿por qué no permitir que vivan juntos antes de que Tulia cumpla los dieciocho años? -preguntó Ático sonriendo-. ¿Qué edad tiene ahora, dieciséis?

– Casi.

– Pues que se casen al final de este año.

– Yo estoy de acuerdo -dijo el hermano Quinto, malhumorado. Es bonito verlos juntos. Congenian tan bien que son amigos.

Ninguno de los otros dos contertulios dijo nada ante aquel comentario, pero para Cicerón representó la oportunidad perfecta para cambiar de conversación e ir desde el tema de las mujeres y el matrimonio al tema de Catilina, que no sólo era más interesante, sino también más fácil de manejar.

– ¿Tu crees que tiene intención de cancelar las deudas? -le preguntó a Ático con ansiedad.

– No sé si me lo creo del todo, Marco, pero lo que sí puedo decirte con certeza es que no me puedo permitir ignorar el rumor -dijo Ático con franqueza-. La acusación es suficiente para asustar a todos los hombres que se dedican a los negocios, especialmente en este momento en que los créditos son tan difíciles de obtener y los tipos de interés resultan tan elevados. Oh, hay muchísimas personas a quienes les vendría muy bien, pero no son mayoría, y muy escasos entre aquellos que se encuentran en la cúspide del mundo de los negocios. Una cancelación general de deudas resulta muy atractiva sobre todo para los hombres de negocios de poca importancia y para aquellos que no disponen de suficientes haberes líquidos como para mantener un buen flujo de dinero en metálico.

– Lo que estás diciendo es que la primera clase le ha vuelto la espalda a Catilina y a Lucio Casio por prudencia -dijo Cicerón.

– Totalmente.

– Entonces César tenía razón -intervino Quinto-. Prácticamente acusaste a Catilina en la Cámara con un pretexto muy débil. En otras palabras, fuiste tú quien puso en marcha el rumor.

– ¡No, no lo hice! -gritó Cicerón mientras se ponía a aporrear el travesaño que tenía debajo del codo izquierdo-. ¡No lo hice! ¡Yo no sería tan irresponsable! ¿Por qué te muestras tan espeso, Quinto? ¡Ese par estaba planeando derrocar el buen gobierno, ya fuera como cónsules o como revolucionarios! Como dijo Terencia con toda razón, nadie planea una cancelación general de deudas a menos que pretenda ganarse a los hombres de las clases inferiores a la primera. Es la estratagema típica de alguien que quiere implantar una dictadura.

– Sila fue dictador, pero no canceló las deudas -dijo Quinto con testarudez.

– ¡No, lo único que hizo fue cancelar las vidas de dos mil caballeros! -repuso Ático a gritos-. La confiscación de las propiedades llenó el Tesoro, y bastantes advenedizos pudieron engordar con esas ganancias sin necesidad de recurrir a otras medidas económicas.

– A ti no te proscribió -dijo Quinto encolerizado.

– ¡Pues claro que no! Sila era una fiera, pero no tonto.

– ¿Quieres decir que yo sí lo soy?

– Sí, Quinto, eres tonto -dijo Cicerón, ahorrándole así a Ático la molestia de buscar una respuesta discreta-. ¿Por qué tienes que ser siempre tan agresivo? No me extraña nada que Pomponia y tú no os llevéis bien. ¡Sois los dos iguales, como dos guisantes de la misma vaina!

– ¡Uff! -gruñó Quinto, calmándose.

– Bien, Marco, el daño ya está hecho -dijo Ático, pacificador-, y es muy posible que estuvieras acertado al actuar antes de las elecciones. A mí me parece que tu fuente de información resulta sospechosa porque conozco un poco a esa señora; pero, por otra parte, apostaría sin pensarlo dos veces que lo que ella sabe de economía podría escribirse fácilmente en la cabeza de un alfiler. ¿Cómo va a haber sacado de la nada una expresión como cancelación general de deudas? ¡Imposible! No, por lo que a mí respecta, creo que tuviste razones suficientes para actuar.

– Hagáis lo que hagáis -gritó Cicerón, que de pronto cayó en la cuenta de que sus dos compañeros sabían demasiado acerca de Fulvia Nobilioris-, nunca le mencionéis el nombre de ella a nadie. ¡Ni tan siquiera una insinuación de que tengo un espía en el campamento de Catilina! Quiero seguir utilizándola.

Hasta Quinto pudo comprender el sentido de aquella petición y accedió a mantener en secreto el nombre de Fulvia Nobilioris. En cuanto a Ático, aquel hombre eminentemente lógico estaba por completo a favor de una continuada vigilancia de las actividades de aquellos que rodeaban a Catilina.

– Puede que el propio Catilina en persona no esté involucrado -fue el último comentario que hizo Ático-, pero, ciertamente, el círculo en el que se mueve merece nuestra atención. Etruria y Samnio han estado hirviendo constantemente desde la guerra italiana, y la caída de Cayo Mario sólo sirvió para exacerbar la situación. Por no hablar de las medidas de Sila.

Durante el mes de sextilis, Quinto Cicerón acompañó a las señoras de ambas casas junto con los vástagos a la costa, mientras el propio Marco Cicerón permanecía en Roma para no perder de vista los acontecimientos; la casa de Curio no tenía el dinero necesario para irse de vacaciones a Cumae o a Miseno, así que a Fulvia Nobilioris no le quedaba más remedio que sufrir el calor del verano. Lo que también fue una carga para Cicerón, pero era una carga que sospechaba que bien merecía la pena.

Las calendas de setiembre llegaron y se fueron sin nada más que una somera sesión del Senado, que tradicionalmente tenía que reunirse ese día. Después de lo cual la mayoría de los senadores volvieron a la costa, pues el calendario estaba tan por delante de la estación del año que el tiempo más caluroso aún quedaba por llegar. César permaneció en la ciudad; lo mismo hicieron Nigidio Figulo y Varrón, y por idéntica razón: el nuevo pontífice máximo había hecho público el hallazgo de lo que él llamaba los Anales de Piedra y los Comentarios de los Reyes. Después de convocar al Colegio de los Sacerdotes el día último de sextilis para informarles a ellos en primer lugar y darles la oportunidad de que examinasen tanto las tablillas como el manuscrito, se sirvió luego de la reunión del Senado en las calendas de setiembre para exponer allí su descubrimiento. La mayor parte de los allí reunidos se limitaron a bostezar -incluso algunos de los sacerdotes-, pero Cicerón, Varrón y Nigidio Figulo se contaban entre aquellos que lo encontraron emocionante, y pasaron gran parte de la primera mitad de setiembre dedicados a estudiar con detenimiento aquellos documentos antiguos.

Todavía algo atontado por la amplitud y el lujo de su nueva casa, César celebró una cena en los idus de aquel mes para Nigidio Figulo, Varrón, Cicerón y dos de los hombres con los que había compartido el rancho como tribuno militar junior ante las murallas de Mitilene: Filipo Junior y Cayo Octavio. Filipo era dos años mayor que César y también sería pretor al año siguiente, pero la edad de Octavio se encontraba entre la de los otros dos, lo que significaba que la primera oportunidad de convertirse en pretor no tendría lugar hasta el año después; eso debido, naturalmente, a que César, como patricio, podía ocupar un cargo curul dos años antes que cualquier plebeyo.

El viejo Filipo, malicioso y amoral, famoso sobre todo por el número de veces que se había cambiado de bando tras realizar alianzas con una facción u otra, todavía estaba vivo, y de vez en cuando asistía a alguna que otra sesión del Senado; pero sus días y la fuerza de aquel cuerpo hacía mucho que habían quedado atrás. Y su hijo no lo reemplazaría, pensó César, ni en el vicio, ni en el poder. «El joven» Filipo tenía mucho de epicúreo, era demasiado adicto a los placeres exquisitos del canapé de comedor y de las artes más suaves; se mostraba contento de cumplir con sus deberes en el Senado y de ascender en el cursus honorum porque estaba en su derecho, pero nunca de un modo que pudiera originarle enemistades con ninguna facción política. Era capaz de congeniar con Catón con tanta facilidad como congeniaba con César, aunque prefería la compañía de éste a la de Catón. Había estado casado con una Celia, y a la muerte de ella había elegido no volver a casarse para no imponerles una madrastra a su hijo y a su hija.

Entre César y Cayo Octavio había un incentivo más para la amistad: después de la muerte de su primera mujer -una Ancaria de acaudalada familia pretoriana-, Octavio había solicitado la mano de Acia, sobrina de César e hija de la hermana menor de éste. El padre de Acia, Marco Acio Balbo, le había pedido a César su opinión acerca de aquella unión, pues Cayo Octavio no era de familia noble, sino de una muy acaudalada que procedía de Velitras, en las tierras latinas. Recordando la lealtad de Octavio en Mitilene y consciente de que amaba locamente a la bella y deliciosa Acia, César intercedió en favor del matrimonio. Había una hijastra, afortunadamente una bonita niña pequeña sin malicia alguna, pero ningún hijo varón de aquel primer matrimonio que fuera a estropearle la herencia a cualquier hijo que Acia pudiera tener con Octavio. Así que el hecho se consumó y Acia se instaló en una de las casas más bonitas de Roma, a pesar de que se encontraba situada de una manera muy peculiar en el lado malo del Palatino, al final de una calleja llamada las Cabezas de Buey. Y dos años atrás, en octubre, Acia había dado a luz a su primer hijo… ay, una niña.

Naturalmente la conversación giró en torno a los Anales de Piedra y a los Comentarios de los Reyes, aunque por deferencia a Octavio y a Filipo, César se esforzó considerablemente por desviar a sus tres invitados más eruditos de aquella maravilla.

– Desde luego, a ti se te reconoce como una gran autoridad en derecho antiguo -le dijo Cicerón a César, dispuesto a concederle superioridad en un área que consideraba de poca importancia en la Roma moderna.

– Te lo agradezco -repuso César con gravedad.

– Es una lástima que no haya más información acerca de las actividades diarias de la corte del rey -comentó Varrón, que acababa de regresar hacía muy poco de una larga estancia en el Este, donde había trabajado como científico natural residente y biógrafo a tiempo parcial de Pompeyo.

– Sí, pero entre los dos documentos ahora tenemos una imagen absolutamente clara del procedimiento de juicio por perduellio, y eso por sí mismo resulta fascinante, teniendo en cuenta la maiestas -dijo Figulo.

– La maiestas fue una invención de Saturnino -observó César.

– El únicamente inventó la maiestas porque no se podía acusar formalmente de traición a nadie en la antigua forma -se apresuró a decir Cicerón.

– Lástima que Saturnino no conociera entonces la existencia de estos hallazgos tuyos, César -dijo Varrón con aire soñador-. ¡Dos jueces y sin jurado supone una gran diferencia para el resultado de un juicio!

– ¡Tonterías! -gritó Cicerón al tiempo que se incorporaba-. ¡Ni el Senado ni los Comicios permitirían que se celebrara un juicio criminal sin jurado!

– Lo que yo encuentro más interesante es que haya sólo cuatro hombres vivos hoy día que estarían capacitados para ser jueces -dijo Nigidio Figulo-. Tú, César, tu primo Lucio César, Fabio Sanga y Catilina, por raro que resulte. Todas las demás familias patricias no existían en el momento en que a Horacio se le juzgó por el asesinato de su hermana.

Filipo y Octavio parecían un poco perdidos, y también bastante aburridos, así que César hizo un esfuerzo por cambiar de tema.

– ¿Cuándo es el gran día? -le preguntó a Octavio.

– Falta aproximadamente una semana.

– ¿Y es niño o niña?

– Creemos que esta vez es un niño. Una tercera niña entre dos esposas sería un desengaño muy cruel -dijo Cayo Octavio dejando escapar un suspiro.

– Recuerdo que antes de que naciera Tulia yo estaba convencido de que sería un niño -comentó Cicerón sonriendo-. Terencia también estaba segura. Pero tal como fueron las cosas tuvimos que esperar catorce años para que llegara mi hijo.

– ¿Todo ese tiempo tardaste en volver a intentarlo, Cicerón? -le preguntó Filipo.

A lo cual Cicerón no se dignó dar más respuesta que un ligero rubor; como la mayoría de los Hombres Nuevos ambiciosos y que deseaban subir en sociedad, Cicerón se mostraba habitualmente bastante mojigato a menos que algo ingenioso y pasmoso le viniera a la cabeza. Los aristócratas atrincherados podían permitirse tener la lengua picante; Cicerón no.

– La mujer cuyo marido tiene a su cuidado las Antiguas Casas de Reuniones dice que será niño -comentó Octavio-. Ató el anillo de boda de Acia a un hilo y se lo sostuvo a ella por encima del vientre. El anillo giró rápidamente hacia la derecha, lo que, según ella, es una señal segura.

– Bueno, confiemos en que tenga razón -dijo César-. Mi hermana mayor tuvo niños, pero las niñas son las que más abundan en la familia.

– Me pregunto cuántos hombres serían de hecho juzgados por perduellio en tiempos de Tulo Hostilio -quiso saber Varrón.

César ahogó un suspiro; invitar a tres eruditos y sólo a dos epicúreos a una cena era algo que estaba claro que no funcionaba. Por suerte el vino era excelente, y también lo eran los cocineros de la domus publica.

La noticia procedente de Etruria llegó no muchos días después de aquella cena con el pontífice máximo, y la proporcionó Fulvia Nobilioris.

– Catilina ha enviado a Cayo Manlio a Fésulas para que reclute un ejército -le dijo a Cicerón, sentada en el borde de un canapé y enjugándose la frente perlada de sudor-. Y Publio Furio está en Apulia haciendo lo mismo.

– ¿Tienes pruebas? -le preguntó Cicerón con brusquedad; de pronto la frente se le había perlado de sudor.

– No tengo ninguna, Marco Tulio.

– ¿Te lo ha dicho Quinto Curio?

– No, le oí anoche, cuando él hablaba con Lucio Casio después de la cena. Creían que me había acostado ya. Desde las elecciones han estado muy callados, incluso Quinto Curio. Aquello fue una bofetada para Catilina y creo que ha tardado algún tiempo en recuperarse. Anoche fue la primera vez que he oído algo desde entonces.

– ¿Sabes cuándo empezaron sus operaciones Manlio y Furio?

– No.

– Entonces, ¿no tienes ni idea de cómo puede estar de avanzado el reclutamiento? ¿Sería posible, por ejemplo, que yo obtuviera confirmación si enviase a alguien a Fésulas?

– No lo sé, Marco Tulio. ¡Ojalá lo supiera!

– ¿Y Quinto Curio? ¿Es partidario de una revolución total?

– No estoy segura.

– Entonces trata de averiguarlo, Fulvia -le dijo Cicerón poniendo buen cuidado en que no se le notase la exasperación en la voz ni en el semblante-. Si podemos convencerle para que atestigüe ante el Senado, no les quedará más opción que creerme.

– Quédate tranquilo, marido, Fulvia hará todo lo que pueda -le dijo Terencia; y acompañó a la visitante hasta el exterior.

Convencido de que todas las fuerzas insurgentes estarían dispuestas a reclutar esclavos, Cicerón envió a un tipo muy agudo y presentable al Norte, a Fésulas, con instrucciones de alistarse como voluntario. Consciente de que muchos miembros de la Cámara consideraban que era un ingenuo y que estaba ansioso porque hubiera una crisis que hiciera diferente su consulado, Cicerón le pidió prestado aquel esclavo a Ático; así el tipo podría testificar que no estaba obligado con Cicerón personalmente. Pero, ay, cuando regresó el esclavo tenía poco que contar. Desde luego estaba sucediendo algo, y no sólo en Fésulas. El problema era que Etruria no era lugar para los esclavos, eso le habían dicho cuando empezó a indagar para conseguir información; era un lugar de hombres libres con suficientes hombres libres como para que Etruria pudiese satisfacer sus propios intereses. La verdad era que resultaba difícil de decir qué significaba exactamente aquella respuesta, pues desde luego Etruria estaba tan profusamente dotada de esclavos como cualquier otro lugar de dentro o de fuera de Italia. ¡Todo el mundo dependía de los esclavos!

– Desde luego, es un levantamiento, Marco Tulio -concluyó el sirviente de Ático-, pero es un levantamiento limitado a los hombres libres.

– ¿Y ahora qué? -le preguntó Terencia durante la cena.

– Sinceramente, no lo sé, querida mía. La cosa es: ¿convoco al Senado e intento convencerle una vez más, o espero hasta que pueda reunir a algunos agentes libres y presentar pruebas tangibles?

– Tengo el presentimiento de que esa evidencia tangible va a ser muy difícil de encontrar, marido. Nadie en Etruria se fía de los forasteros, sean libres o siervos. Tienen un fuerte sentimiento tribal y son muy reservados.

– Bien -concluyó Cicerón dando un suspiro-, convocaré a la Cámara para que celebremos una reunión pasado mañana. Si eso no sirve para otra cosa, por lo menos le dirá a Catilina que tengo la mirada puesta en él.

Y tal como Cicerón había previsto, la reunión no sirvió para otra cosa. Los senadores que aún no estaban en la costa se mostraron escépticos en el mejor de los casos y manifiestamente insultantes en el peor. Especialmente Catilina, que se hallaba presente e hizo uso de la palabra, aunque se mostró extraordinariamente tranquilo para ser un hombre cuyas esperanzas de obtener el consulado habían sido destrozadas para siempre. Esta vez no intentó hablarle a Cicerón en tono violento ni despotricar contra la adversidad; se limitó a permanecer sentado en su taburete y a responder paciente y tranquilamente. Una buena táctica que impresionó a los incrédulos y permitió a sus partidarios jactarse de ello. No tuvo nada de raro que lo que de otra manera hubiera podido ser un debate acalorado y ruidoso poco a poco fuera reduciéndose a la inercia, estimulado sólo por la súbita irrupción de Cayo Octavio por las puertas, gritando y bailando.

– ¡Tengo un hijo! ¡Tengo un hijo!

Agradecido de tener un pretexto para levantar la sesión, Cicerón despidió a sus empleados y se unió a la multitud que rodeaba a Octavio.

– ¡Es propicio el horóscopo? -le preguntó César-. Fíjate, nunca deja de ser bueno.

– Más que propicio, milagroso, César. Si tengo que creerme lo que dice el astrólogo, mi hijo Cayo Octavio Junior acabará gobernando el mundo.

– El orgulloso padre soltó una risita-. ¡Pero a mí me ha gustado mucho! Le di al astrólogo una buena bonificación, aparte de sus honorarios.

– Mi horóscopo natal sólo tuvo un buen montón de cosas que decir acerca de misteriosas enfermedades del pecho, si he de creer lo que cuenta mi madre -dijo César-. Ella nunca ha querido enseñármelo.

– Y el mío decía que yo nunca haría dinero -apuntó Craso.

– La adivinación de la fortuna les gusta mucho a las mujeres -dijo Filipo.

– ¿Quién piensa venir conmigo a registrar el nacimiento en el templo de Juno Lucina? -preguntó Octavio aún radiante.

– ¿Quién sino el tío César, el pontífice máximo? -le preguntó César mientras le echaba el brazo por los hombros a Octavio-. Y después exijo que se me enseñe a mi nuevo sobrino.

Habían transcurrido dieciocho días de octubre sin que se obtuviera ninguna información importante de Etruria ni de Apulia, ni tampoco una palabra de Fulvia Nobilioris. De vez en cuando alguna carta de los agentes que tanto Cicerón como Ático habían enviado comunicaba pocas esperanzas de hallar pruebas tangibles, aunque cada una de aquellas misivas aseguraba que, sin duda alguna, algo estaba sucediendo. El principal problema residía en el hecho de que no había un auténtico núcleo, sólo revuelos y cierto movimiento en esta aldea, luego en aquella otra, en la granja poco productiva de algún centurión de Sila o en la taberna de mala muerte de algún veterano de Sila. Pero en el momento en que asomaba por allí alguna cara desconocida, todo el mundo se ponía a silbar con aspecto inocente. Dentro de los muros de Fésulas, Aretio, Volaterra, Esernia, Larinum y todos los demás asentamientos urbanos de Etruria y Apulia, nada era visible salvo la depresión económica y la demoledora pobreza. Había por doquier casas y granjas en venta para cubrir deudas desesperadas, pero de sus antiguos dueños, ni rastro.

Y Cicerón estaba muy cansado. Sabía perfectamente que todo se estaba desarrollando delante de sus narices, pero no podía probarlo, y ahora ya estaba empezando a creer que nunca podría hacerlo hasta el día en que se produjera la revuelta. Terencia también se desesperaba, y ese estado de desesperanza hacía, sorprendentemente, que resultara más fácil vivir con ella; aunque sus necesidades carnales nunca fueron fuertes, Cicerón se encontró con que en aquellos días le apetecía retirarse temprano y buscar solaz en el cuerpo de su esposa, cosa que él encontraba tan desconcertante como absurda.

Los dos estaban sumidos en un sueño profundo cuando Tirón llegó, poco después de la medianoche de aquel decimoctavo día de octubre, y los despertó.

– ¡Domine, domine! -llamó en voz baja el amado esclavo desde la puerta, con aquel encantador rostro de duende suyo por encima de la lámpara convertido en una visión del otro mundo-. ¡Domine, tienes visitas!

– ¿Qué hora es? -logró decir Cicerón al tiempo que sacaba las piernas por un lado de la cama mientras Terencia se removía y abría los ojos.

– Muy tarde, domine.

– ¿Visitas, has dicho?

– Sí, domine.

Terencia luchó por incorporarse a su lado, en la cama, pero no hizo ademán de vestirse. ¡Bien sabía que fuera lo que fuese aquello que se estaba tramando no la incluiría a ella, una mujer! Y tampoco podría volver a dormirse. Tendría que contenerse hasta que Cicerón volviera para informarle de cuál era el problema.

– ¿Quiénes, Tirón? -preguntó Cicerón mientras metía la cabeza por una túnica.

– Marco Licinio Craso y otros dos nobles, domine.

– ¡Oh, dioses!

No había tiempo para abluciones ni para calzarse; Cicerón salió apresuradamente al atrio de la casa, que ahora le parecía demasiado pequeño y vulgar para un hombre que a partir del final de aquel año podría llamarse a sí mismo consular.

Desde luego que sí, allí estaba Craso… ¡acompañado nada menos que por Marco Claudio Marcelo y Metelo Escipión! El mayordomo se afanaba en encender las lámparas; Tirón había dispuesto papel de escribir, plumas y tablillas de cera por si acaso, y los ruidos que procedían del exterior indicaban que en breve aparecerían el vino y algún tentempié.

– ¿Qué sucede? -preguntó Cicerón pasando por alto cualquier ceremonia.

– Tenías toda la razón, amigo mío -le dijo Craso; y tendió hacia él ambas manos. En la derecha sostenía una hoja de papel abierta, y en la izquierda llevaba varias canas aún dobladas y selladas. Le entregó a Cicerón la hoja abierta-. Lee esto y verás qué es lo que anda mal.

Era una carta muy breve, pero se hacía evidente que el autor era alguien muy instruido; estaba dirigida a Craso.

Soy un patriota que por mala suerte me he visto metido en una insurrección. El hecho de que te envíe estas cartas a ti en lugar de a Marco Cicerón se debe a la importancia que tienes en Roma. Nadie ha creído a Marco Cicerón. Espero que todos te crean a ti. Las cartas son copias; no he conseguido hacerme con los originales. Y tampoco me atrevo a darte ningún nombre. Lo que sí puedo decirte es que el fuego la revolución se acercan a Roma. Sal de Roma, Marco Craso, y llévate contigo a todos aquellos que no quieras que sean asesinados.

Aunque no podía competir con César cuando se trataba de leer rápidamente y en silencio, Cicerón no le andaba muy a la zaga; en un tiempo menor del que había tardado Craso en leer la nota, Cicerón levantó la mirada.

– ¡Por Júpiter, Marco Craso! ¿Cómo ha llegado esto a tus manos?

Craso se dejó caer pesadamente en una silla, y Metelo Escipión y Marcelo se sentaron juntos en un canapé. Cuando un sirviente le ofreció vino, Craso lo rechazó con la mano.

– Hemos celebrado una cena tardía en mi casa -comenzó a decir-, y me temo que me he extralimitado. Marco Marcelo y Quinto Escipión tenían en mente un plan para incrementar la fortuna de sus familias, pero no querían quebrantar precedentes senatoriales, así que acudieron a mí para pedirme consejo.

– Cierto -dijo Marcelo con cautela; no se fiaba de que Cicerón no se fuera de la lengua en lo referente a aventuras de negocios poco propias de senadores.

Pero lo último que tenía en la mente Cicerón era la tenue línea que separaba las prácticas senatoriales decentes y las ilegales, así que dijo:

– ¡Sí, sí!

– Lo dijo con impaciencia, y luego apremió a Craso-:

¡Continúa!

– Alguien aporreó la puerta de mi casa hace aproximadamente una hora, pero cuando el mayordomo salió a abrir no había nadie afuera. Al principio no se fijó en las cartas que habían dejado sobre el umbral. El ruido que produjo el montón al caer al suelo fue lo que le llamó la atención. La que he abierto venía dirigida a mí personalmente, como tú mismo puedes ver, aunque la abrí más por curiosidad que porque tuviera un presentimiento de alarma; ¿quién elegiría una manera tan extraña de entregar el correo y a semejante hora? -Craso adoptó una expresión lúgubre-. Cuando la leí se la enseñé a Marco y a Quinto, aquí presentes, y decidimos que lo mejor que podíamos hacer era traértelo todo a ti inmediatamente. Tú eres quien has estado armando todo el revuelo.

Cicerón cogió los cinco paquetes que aún no estaban abiertos y se sentó con un codo apoyado en la mesa de madera de limonero moteada de azul verdoso por la que había pagado medio millón de sestercios, sin hacer caso de que perdería valor si la rayaba. Una a una levantó las cartas hacia la luz y examinó los cierres de cera barata.

– Un sello de un lobo en lacre rojo corriente -dijo dejando escapar un suspiro-. Puede comprarse en cualquier tienda. Pasó los dedos por debajo del borde del papel de la última del montón, dio un enérgico tirón y rompió el pequeño emblema de cera roja por la mitad, mientras Craso y los otros dos lo observaban con ansiedad-. Lo leeré en voz alta -dijo entonces Cicerón mientras desdoblaba la única hoja de papel-. Esta no está firmada, pero veo que va dirigida a Cayo Manlio.

Se puso a examinar los garabatos.

Empezarás la revolución cinco días antes de las calendas de noviembre poniendo en formación tus tropas e invadiendo Fésulas. La ciudad se te entregará en masa, al menos eso has asegurado. Te creemos. Hagas lo que hagas, dirígete directamente al arsenal. Al amanecer de ese mismo día tus cuatro colegas se pondrán también en movimiento: Publio Furio contra Volaterra, Minucio contra Aretio, Publicio contra Saturnia y Aulo Fulvio contra Clusium. Esperamos que a la puesta del sol todas esas ciudades estén en nuestro poder, y que nuestro ejército sea mucho mayor; Por no decir mucho mejor equipado a costa de los arsenales.

El cuarto día antes de las calendas, aquellos de nosotros que nos encontramos en Roma daremos el golpe. No es necesario un ejército. Actuar con sigilo nos dará más resultado. Mataremos a los dos cónsules y a los ocho pretores. Lo que les ocurra a los cónsules y pretores electos para el año próximo depende de su buen sentido, pero ciertos poderes de la esfera de los negocios tendrán que morir: Marco Craso, Servilio Cepión Bruto y Tito Ático. Sus fortunas financiarán nuestra empresa con dinero más que suficiente.

Habríamos preferido aguardar más tiempo, aumentar nuestra fuerza y nuestros ejércitos, pero no podemos permitirnos esperar hasta que Pompeyo Magnus esté lo suficientemente cerca como para actuar contra nosotros antes de que nosotros estemos preparados para hacerle frente. Ya le llegará el turno a él, pero lo primero es lo primero. Que los dioses sean contigo.

Cicerón dejó la carta sobre la mesa y miró a Craso con horror.

– ¡Por Júpiter, Marco Craso! -gritó; las manos le temblaban-. ¡Se nos viene encima dentro de nueve días!

Los dos hombres más jóvenes tenían el rostro ceniciento a la parpadeante luz, y paseaban la mirada de Cicerón a Craso y viceversa; sus mentes eran obviamente incapaces de asimilar otra cosa que no fuera la palabra «matar».

– Abre las otras -le indicó Craso.

Pero las otras cartas resultaron ser muy parecidas a la primera; iban dirigidas a cada uno de los otros cuatro hombres mencionados en la de Cayo Manlio.

– Es inteligente -dijo Cicerón moviendo a ambos lados la cabeza-. Nada está expresado en primera persona para que yo no pueda hacer una acusación contra Catilina, y no hay ni una sola palabra sobre quién está implicado dentro de Roma. En realidad, lo único que tengo son los nombres de sus secuaces militares en Etruria, y como ya están comprometidos en la revolución, no tienen mayor importancia. ¡Muy inteligente!

Metelo Escipión se pasó la lengua por los labios y recuperó el habla.

– ¿Quién le escribió la carta a Marco Craso, Cicerón? -le preguntó.

– Yo diría que Quinto Curio.

– ¿Curio? ¿El mismo Curio que fue expulsado del Senado?

– El mismo.

– Entonces, ¿podemos hacer que preste declaración? -quiso saber Marcelo.

Fue Craso quien dijo que no con la cabeza.

– No, no nos atrevemos. Lo único que tendrían que hacer es matarlo y volveríamos a estar donde nos encontramos ahora, sólo que careceríamos por completo de informador.

– Podríamos ponerle protección incluso antes de que prestase declaración -apuntó Metelo Escipión.

– ¿Y cerrarle la boca? -dijo Cicerón-. La custodia y la protección es probable que le hagan guardar silencio. Lo más importante es empujar a Catilina a declarar él mismo.

Ante lo cual Marcelo, frunciendo el entrecejo dijo:

– ¿Y si el cabecilla no es Catilina?

– Eso es algo en lo que hay que pensar -opinó Metelo Escipión.

– ¿Qué tengo que hacer para meteros en esas duras cabezas que el único hombre que puede ser es Catilina? -gritó Cicerón golpeando con tanta fuerza la preciosa superficie de su mesa que el pedestal de marfil y oro que la sostenía se estremeció-. ¡Es Catilina! ¡Es Catilina!

– Pruebas, Marco -le indicó Craso-. Necesitas pruebas.

– De un modo u otro acabaré por conseguir esas pruebas -dijo Cicerón-. Pero mientras tanto tenemos una revolución en Etruria que hay que sofocar. Convocaré al Senado para una sesión mañana mismo a la cuarta hora.

– Bien -dijo Craso al tiempo que se ponía en pie con dificultad-. Entonces me voy a casa a dormir.

– ¿Y tú? -le preguntó Cicerón cuando ya se dirigían a la puerta-. ¿Tú crees que Catilina es responsable, Marco Craso?

– Es muy probable, pero no estoy seguro -fue la respuesta.

– ¿Y no es eso típico? -preguntó Terencia unos momentos después, sentándose muy erguida-. ¡Ése no se comprometería aliándose ni con el mismísimo Júpiter Óptimo Máximo!

– Ni tampoco muchos otros miembros del Senado, eso te lo puedo asegurar -dijo Cicerón suspirando-. Sin embargo, querida mía, creo que es hora de que vayas a buscar a Fulvia. Hace muchos días que no sabemos nada de ella.

– Se acostó-. Apaga la lámpara, voy a intentar dormir un poco.

Con lo que Cicerón no había contado era con que el grado de duda que flotaba en el Senado respecto a que Catilina fuera el cerebro que había tramado lo que ciertamente parecía ser una insurrección en ciernes era absoluto. Cicerón se esperaba escepticismo, pero no una oposición total, y sin embargo precisamente esto fue lo que encontró cuando leyó en voz alta las cartas. Había creído que si involucraba a Craso en la historia conseguiría un senatus consultum de republica defendenda -el decreto que proclamaba la ley marcial-, pero la Cámara se lo denegó.

– Deberías haber guardado las cartas sin abrir hasta que este cuerpo se reuniera en asamblea -le dijo Catón con dureza. Ahora era tribuno de la plebe electo y tenía derecho a hablar.

– ¡Pero las abrí delante de varios testigos irreprochables!

– No importa -dijo Catulo-. Has usurpado la prerrogativa del Senado.

Mientras todo esto tenía lugar, Catilina había permanecido sentado con una serie de emociones reflejadas en el rostro y en la mirada: indignación, calma, inocencia, suave exasperación, incredulidad.

Puesto a prueba más allá de lo que era capaz de soportar, Cicerón se volvió hacia él.

– Lucio Sergio Catilina, ¿admites que eres tú el principal promotor de estos acontecimientos? -le preguntó con una voz que resonó en el techo.

– No, Marco Tulio Cicerón, no lo admito.

– ¿No hay ningún hombre aquí presente que me apoye? -exigió el cónsul senior mientras la mirada le iba de Craso a César, de Catulo a Catón.

– Sugiero que esta Cámara solicite al cónsul senior que investigue mejor todos los aspectos de este asunto -dijo Craso después de un considerable silencio-. No sería nada sorprendente que Etruria se rebelara, eso te lo concedo, Marco Tulio. Pero cuando incluso tu colega en el consulado dice que todo el asunto es prácticamente una broma y anuncia que él se vuelve a Cumae mañana, ¿cómo quieres que el resto de nosotros nos dejemos dominar por el pánico?

Y así quedó la cosa. Cicerón tenía que encontrar más pruebas.

– Fue Quinto Curio quien le llevó las cartas a Marco Craso -le dijo Fulvia Nobilioris al día siguiente por la mañana temprano-, pero no está dispuesto a declarar ante ti. Tiene demasiado miedo.

– ¿Habéis hablado él y tú?

– Sí.

– Entonces, ¿puedes darme algunos nombres, Fulvia?

– Sólo puedo darte los nombres de los amigos de Quinto Curio.

– ¿Quiénes son?

– Lucio Casio, como ya sabes, Cayo Cornelio y Lucio Vargunteyo, que fueron expulsados del Senado junto con mi Curio.

Las palabras de Fulvia de pronto encajaron con un hecho que estaba enterrado en el fondo de la mente de Cicerón.

– ¿Es amigo suyo el pretor Léntulo Sura? -le preguntó al recordar la manera en que aquel hombre le había insultado el día de las elecciones. ¡Sí, Léntulo Sura había sido uno de los setenta y tantos hombres expulsados por los censores Publícola y Clodiano! A pesar de que él mismo había sido cónsul.

Pero Fulvia no sabía nada acerca de Léntulo Sura.

– Aunque he visto al más joven de los Cetegos, ¿Cayo Cetego?, con Lucio Casio de vez en cuando -dijo ella-. Y también a Lucio Statilio y al Gabinio al que apodan Capitón. Ellos no son amigos íntimos, ojo, así que es difícil decir si están implicados en el complot.

– Y qué sabes del levantamiento en Etruria?

– Sólo sé que Quinto Curio dice que tendrá lugar.

– Quinto Curio dice que tendrá lugar -le repitió Cicerón a Terencia cuando ella regresó de acompañar a Fulvia Nobilioris hasta la salida-. Catilina es demasiado inteligente para Roma, querida mía. ¿Has conocido alguna vez en tu vida a un romano que sea capaz de guardar un secreto? Sin embargo, dondequiera que acudo me obstaculizan el camino. ¡Ojalá viniera yo de una estirpe noble! Si me llamara Licinio, Fabio o Cecilio, Roma estaría ya bajo la ley marcial, y Catilina sería un enemigo público. Pero como me llamo Tulio y procedo de Arpinum, ¡la tierra de Mario, por cierto!, nada de lo que yo diga tiene peso alguno.

– Tienes razón -dijo Terencia.

Lo cual provocó una mirada de tristeza en Cicerón, pero no hizo ningún comentario. Un momento después se dio sendas palmadas en los muslos con las manos y dijo:

– ¡Bueno, pues entonces tendré que seguir intentándolo!

– Has enviado a suficientes hombres a Etruria como para que se dieran cuenta si algo sucediese.

– Eso diría cualquiera. Pero las cartas indican que la rebelión no está concentrada en las ciudades, sino que las ciudades se han de tomar desde bases situadas fuera, en el campo.

– Las cartas también indican que tienen escasez de armamento.

– Cierto. Cuando Pompeyo Magnus fue cónsul e insistió en que debía haber depósitos de armamentos al norte de Roma, a muchos de nosotros no nos gustó en absoluto la idea. Admito que sus arsenales son tan inexpugnables como Nola, pero si las ciudades se rebelan… bueno… pues…

– Las ciudades no se han rebelado hasta ahora. Tienen demasiado miedo.

– Están llenas de etruscos, y los etruscos odian a Roma.

– Esta revuelta es obra de los veteranos de Sila.

– Que no viven en las ciudades.

– Precisamente.

– Entonces, ¿crees que debo intentarlo de nuevo en el Senado?

– Sí, marido. No tienes nada que perder, así que vuelve a intentarlo.

Y Cicerón lo hizo un día después, el vigésimo primer día de octubre. En la reunión hubo escasa asistencia, lo que era una indicación más de lo que los senadores de Roma pensaban del cónsul senior: que era un Hombre Nuevo, ambicioso, empeñado en hacer una montaña de una pequeñez y buscarse un motivo lo bastante serio como para pronunciar varios discursos que le valieran notoriedad para la posteridad. Catón, Craso, Catulo, César y Lúculo estaban presentes, pero gran parte del espacio de las tres gradas situadas a ambos lados se hallaba vacío. Sin embargo, Catilina andaba pavoneándose por allí, sólidamente rodeado de hombres que lo tenían en gran estima y que consideraban que se le estaba persiguiendo. Lucio Casio, Publio Sila, el sobrino del dictador, su amiguete Autronio, Quinto Annio Quilón, ambos hijos del muerto Cetego, los dos hermanos Sila que no pertenecían al clan del dictador, pero que a pesar de todo estaban bien relacionados, el ingenioso tribuno de la plebe electo Lucio Calpurnio Bestia, y Marco Porcio Leca. «Están todos metidos en ello? -se preguntaba Cicerón a sí mismo-. ¿Estoy contemplando el nuevo orden de Roma? Si es así, no me merece una gran opinión. Todos estos hombres no son más que unos sinvergüenzas.»

Respiró profundamente y comenzó…

– Estoy cansado de repetir la frase senatus consultum de re publica defendenda -anunció después de una hora de discurso de bien elegidas palabras-, así que voy a acuñar un nuevo término para el decreto último del Senado, el único decreto que el Senado puede proclamar como obligatorio para todos los Comicios, cuerpos gubernamentales, instituciones y ciudadanos. Voy a llamarlo senatus consultuni ultimuni. Y, padres conscriptos, quiero que decretéis un senatus consultum ultimum.

– ¿Contra mí, Marco Tulio? -le preguntó Catilina sonriendo.

– Contra la revolución, Lucio Sergio.

– Pero tú no has demostrado nada, Marco Tulio. Danos pruebas, no palabras!

Aquello iba a fracasar de nuevo.

– Quizá, Marco Tulio, estaríamos dispuestos a dar crédito a una rebelión en Etruria si tú abandonases este ataque personal contra Lucio Sergio -intervino Catulo-. Tus acusaciones contra él no tienen en absoluto fundamento, y eso, a su vez, arroja grandes sombras de duda sobre cualquier anormal estado de inquietud al noroeste del Tíber. Lo de Etruria es algo archisabido, y está claro que Lucio Sergio es el chivo expiatorio. No, Marco Tulio, no creeremos ni una sola palabra de ello sin que aportes pruebas más concretas que bonitos discursos.

– ¡Tengo las pruebas concretas! -resonó una voz desde la puerta; y entró el ex pretor Quinto Arrio.

Con las rodillas temblorosas, Cicerón se sentó bruscamente en la silla de marfil propia de su cargo y miró boquiabierto a Arrio, que estaba despeinado del viaje y llevaba puesto todavía el atuendo de montar a caballo.

La Cámara estaba murmurando y empezaba a mirar a Catilina, que se encontraba sentado entre sus amigos y parecía estar pasmado a causa del asombro.

– Sube al estrado, Quinto Arrio, y dinos lo que sepas.

– Hay una revolución en Etruria -dijo simplemente Arrio-. Lo he visto con mis propios ojos. Todos los veteranos de Sila han salido de sus granjas y están muy atareados reclutando voluntarios, en su mayoría hombres que han perdido sus casas o sus propiedades en estos tiempos difíciles. He encontrado su campamento a unas cuantas millas de Fésulas.

– ¿Cuántos hombres armados, Arrio? -le preguntó César.

– Unos dos mil.

Aquello provocó un suspiro de alivio, pero los rostros mostraron de nuevo preocupación cuando Arrio continuó explicando que había campamentos parecidos en Aretio, Volaterra y Saturnia, y que había además muchas probabilidades de que Clusium también estuviera implicada.

– Y qué dices de mí, Quinto Arrio? -le preguntó Catilina a voz en grito-. ¿Soy yo su líder, aunque esté aquí sentado en Roma?

– Su líder, según he podido informarme, Lucio Sergio, es un hombre llamado Cayo Manlio, que fue uno de los centuriones de Sila. Nunca oí pronunciar tu nombre, ni tengo ninguna prueba para incriminarte.

Ante lo cual los hombres que rodeaban a Catilina prorrumpieron en vítores, y el resto de la Cámara respiró aliviada. Tragándose su perra, el cónsul senior le dio las gracias a Quinto Arrio y le pidió de nuevo a la Cámara que emitiera un senatus consultum ultimum que le permitiera a él y a su gobierno tomar medidas contra las tropas rebeldes de Etruria.

– Propondré una división -dijo-. Todos aquellos que aprueben la emisión de un senatus consultum ultimum para hacer frente a la rebelión en Etruria que tengan la bondad de ponerse a mi derecha. Los que se opongan que pasen a mi izquierda.

Todos pasaron a la derecha, incluido Catilina y todos sus partidarios. Catilina tenía una expresión que decía: «Ahora hazlo todo lo peor que puedas, so advenedizo de Arpinum!»

– No obstante -dijo el pretor Léntulo Sura cuando todos hubieron vuelto a sus lugares-, las concentraciones de tropas no necesariamente significan que se intente un levantamiento en serio, por lo menos de momento. ¿Has oído alguna fecha, Quinto Arrio, cinco días antes de las calendas de noviembre, por ejemplo, que es la fecha que se menciona en esas famosas cartas enviadas a Marco Craso?

– No he oído ninguna fecha -repuso Arrio.

– Lo pregunto porque el Tesoro en este momento no se encuentra en situación de hallar grandes sumas de dinero para llevar a cabo campañas de reclutamiento masivo -continuó diciendo Léntulo Sura-. ¿Puedo sugerir, Marco Tulio, que de momento ejerzas tu… esto… tu senatus consultum ultimum de un modo comedido?

Los rostros que lo miraban fijamente aprobaban tal sugerencia, eso estaba claro; por lo tanto Cicerón se contentó con una disposición según la cual todo gladiador profesional fuera expulsado de Roma.

– Pero cómo, Marco Tulio? ¿No das directrices para que se entreguen armas a todos los ciudadanos de esta ciudad registrados para poder llevarlas en tiempos de emergencia? -le preguntó dulcemente Catilina.

– ¡No, Lucio Sergio, eso no pienso ordenarlo hasta que haya demostrado que tú y los tuyos sois enemigos públicos! -repuso bruscamente Cicerón-. ¿Por qué habría yo de entregar armas a nadie de quien considere que acabará volviendo esas armas contra todos los ciudadanos leales? -Esta persona es perniciosa! -gritó Catilina con las manos extendidas-. ¡No tiene la menor prueba, pero persiste en perseguirme maliciosamente!

Pero Catulo estaba acordándose de cómo se habían sentido Hortensio y él el año anterior, cuando habían conspirado para quitar a Catilina de la silla en la que prácticamente ellos habían instalado a Cicerón como alternativa preferible. ¿Era posible que Catilina fuera el principal instigador? Cayo Manlio era cliente suyo. También lo era otro de los revolucionarios, Publio Furio. Quizá fuera prudente averiguar si Minucio, Publicio y Aulo Fulvio eran también clientes de Catilina. Al fin y al cabo, ninguno de aquellos que se encontraban sentados alrededor de Catilina era precisamente un pilar de rectitud. Lucio Casio era un tanto gordo, y en cuanto a Publio Sila y Publio Autronio… ¿no habían sido despojados del cargo de cónsules antes de asumir siquiera dicho cargo? ¿Y no había circulado en aquella época el fuerte rumor de que estaban planeando asesinar a Lucio Cotta y a Torcuato, sus sustitutos? Catulo decidió abrir la boca.

– ¡Deja en paz a Marco Tulio, Lucio Sergio! -ordenó con hastío-. Puede que nos veamos obligados a soportar una pequeña guerra privada entre vosotros dos, pero no nos hace ninguna falta aguantar que un privatus intente decirle al cónsul senior legalmente elegido cómo tiene que utilizar su… esto… senatus consultum ultimum. Da la casualidad de que yo estoy de acuerdo con Marco Tulio. De ahora en adelante las concentraciones de tropas en Etruria serán estrechamente vigiladas. Por ello, de momento, nadie en esta ciudad necesita recibir armas.

– Te estás acercando, Cicerón- le dijo César cuando la Cámara se disolvió-. Catulo está pensando dos veces lo de Catilina.

– ¿Y tú?

– Oh, yo creo que realmente es un mal hombre. Por eso le pedí a Quinto Arrio que investigase un poco en Etruria.

– ¿Tú se lo encargaste a Arrio?

– Bueno, a ti no te iba demasiado bien, ¿no es cierto? Elegí a Arrio porque fue soldado con Sila, y los veteranos de Sila lo quieren muchísimo. Hay pocos rostros entre los escalones superiores de Roma capaces de no despertar sospechas entre esos descontentos granjeros veteranos, pero el rostro de Arrio es precisamente uno de ellos -dijo César.

– Entonces estoy en deuda contigo.

– No le des importancia. Como todos los de mi clase, soy reacio a abandonar a un colega patricio, pero no soy tonto, Cicerón. No quiero tener parte en una insurrección, ni puedo permitirme que se me identifique con un colega patricio que sí participa en ella. Mi estrella sigue en ascenso. Es una lástima que la de Catilina ya se haya apagado, pero así es. Por ello Catilina es una fuerza agotada en la política romana.

– César se encogió de hombros-. Y yo no puedo tener relaciones con fuerzas agotadas; y lo mismo podría decirse de muchos de nosotros, desde Craso hasta Catulo. Como puedes ver ahora.

– Tengo hombres apostados en Etruria. Si el levantamiento realmente tiene lugar cinco días antes de las calendas, Roma lo sabrá dentro de un día.

Pero Roma no lo supo en el plazo de un día. Cuando acabó el cuarto día antes de las calendas de noviembre, no había ocurrido nada. Los cónsules y pretores que según las cartas habían de ser asesinados andaban a sus negocios sin que nadie les molestase, y no llegó de Etruria ninguna noticia referente a una rebelión.

Cicerón vivía presa de un frenesí mezcla de duda y ansiedad, y éste estado de ánimo no lo mejoraban precisamente las constantes burlas por parte de Catilina, ni la súbita frialdad que de pronto emanaba de Catulo y de Craso. ¿Qué habría sucedido? ¿Por qué no llegaba ninguna noticia?

Llegaron las calendas de noviembre; seguían sin noticias. No es que Cicerón hubiera estado del todo ocioso durante aquellos espantosos días en que se vio obligado a esperar los acontecimientos. Rodeó la ciudad con destacamentos de tropas procedentes de Capua, apostó una cohorte en Ocriculum, otra en Tibur, una en Ostia, una en Preneste y dos en Veyos; más no podía hacer, porque en ningún sitio había más tropas disponibles lo bastante preparadas para luchar, ni siquiera en Capua.

Luego, pasado el mediodía de las calendas, todo sucedió de golpe. Desde Preneste, que se declaró bajo ataque, llegó un frenético mensaje pidiendo ayuda. Y después por fin llegó otro desde Fésulas, también bajo ataque. En realidad el levantamiento había empezado cinco días antes, exactamente como habían indicado las cartas. Al ponerse el sol llegaron más mensajes que informaban sobre la inquietud existente entre los esclavos en Capua y Apulia. Cicerón convocó el Senado para el día siguiente al amanecer.

¡Era asombroso lo conveniente que podía resultar el proceso del triunfo! Durante cincuenta años la presencia del ejército de un triunfador, en el Campo de Marte durante un período de crisis para Roma había logrado librar a la ciudad de todo peligro. La crisis actual no era diferente. Quinto Marcio Rex y Metelo Pequeña Cabra Crético estaban ambos en el Campo de Marte aguardando sus triunfos. Desde luego, ninguno de los dos hombres tenía más de una legión consigo, pero eran legiones veteranas. Con el completo consentimiento del Senado, Cicerón envió al Campo de Marte órdenes para que Metelo Pequeña Cabra se dirigiera al Sur, hacia Apulia, y que en el camino socorriera Preneste; y que Marcio Rex se dirigiese al Norte, hacia Fésulas.

Cicerón tenía ocho pretores a su disposición, aunque mentalmente había excluido a Léntulo Sura; dio instrucciones a Quinto Pompeyo Rufo para que fuera a Capua y comenzase a reclutar tropas entre los muchos veteranos asentados en las tierras de Campania. Y ahora, ¿quién más? Cayo Pompeyo era un Hombre Militar y además un buen amigo, lo cual significaba que era mejor retenerlo en Roma para otras obligaciones más serias. Cosconio era hijo de un brillante general, pero nada adecuado en el campo de batalla. Roscio Otón era un gran amigo de Cicerón, pero resultaba más efectivo buscando favores que como general o reclutando soldados. Aunque Sulpicio no era patricio, no obstante parecía simpatizar un poco con Catilina, y el patricio Valerio Flaco era otro en quien Cicerón no acababa de confiar. Lo cual dejaba solamente a un praetor urbanus, Metelo Celer. Hombre de Pompeyo, y completamente leal.

– Quinto Cecilio Metelo Celer, te ordeno que vayas a Picenum y comiences a reclutar soldados allí -le dijo Cicerón.

Celer se puso en pie y frunció el entrecejo.

– Naturalmente me alegra hacerlo, Marco Tulio, pero hay un problema. Como pretor urbano no puedo permanecer ausente de Roma más de diez días seguidos.

– Bajo un senatus consultum ultimum puedes hacer cualquier cosa que el Estado te ordene mientras no se quebrante la ley o la tradición.

– Ojalá yo estuviera de acuerdo con tu interpretación -le interrumpió César-, pero no lo estoy, Marco Tulio. El decreto último se extiende sólo a la crisis, no altera las funciones magistrales normales.

– ¡Necesito a Celer para manejar la crisis! -dijo Cicerón con brusquedad.

– Tienes otros cinco pretores que no has utilizado todavía -le dijo César.

– ¡Yo soy el cónsul senior, y enviaré al pretor que más me convenga!

– ¿Aunque actúes de forma ilegal?

– ¡No estoy actuando ilegalmente! ¡El senatus consulturn ultimum está por encima de todas las demás consideraciones, incluidas las «funciones magistrales normales», como tú llamas a los deberes de Celer! -Con el rostro cada vez más enrojecido, Cicerón había empezado a dar voces-. ¿Pondrías en tela de juicio el derecho de un dictador nombrado formalmente para enviar a Celer fuera de la ciudad durante más de diez días seguidos?

– No, no lo haría -repuso César con mucha calma-. Por eso, Marco Tulio, ¿por qué no hacer esto como es debido? Anula ese juguete con el que estás jugando y pídele a este cuerpo que nombre un dictador y alguien que lleve las riendas para ir a hacer la guerra contra Cayo Manlio.

– ¡Qué idea más brillante! -comentó Catilina con voz lenta; se hallaba sentado en el lugar acostumbrado y estaba rodeado de todos los hombres que le apoyaban.

– ¡La última vez que Roma tuvo un dictador, acabó gobernando como si fuera un rey! -gritó Cicerón-. ¡El senatus consultuni ultimum se ha ideado para manejar crisis civiles de tal manera que el control absoluto no caiga sólo en manos de un hombre!

– ¿Cómo es que tú no tienes todo el control, Cicerón? -le preguntó Catilina.

– ¡Yo soy el cónsul senior!

– Y tomas todas las decisiones justo como si fueras dictador -se mofó Catilina.

– ¡Soy el instrumento del senatus consulturn ultimum!

– Tú eres el instrumento del caos magistral -le dijo César-. Dentro de poco más de un mes los nuevos tribunos de la plebe asumen el cargo, y los días anteriores y posteriores a ese acontecimiento requieren que el pretor urbano esté presente en Roma.

– ¡No hay ninguna ley en las tablillas a tal efecto!

– Pero hay una ley que dice que el pretor urbano no puede estar ausente de Roma más de diez días seguidos.

– ¡Muy bien, muy bien! -gritó Cicerón-. ¡Saliste con la tuya! ¡Quinto Cecilio Metelo Celer, te ordeno que vayas a Picenum, pero solicito que vuelvas a Roma cada undécimo día! ¡También regresarás a Roma seis días antes de que los nuevos tribunos de la plebe asuman su cargo, y permanecerás en Roma seis días después de dicho acontecimiento!

En ese momento un escriba le tendió una nota al airado cónsul senior. Cicerón la leyó y luego se echó a reír.

– ¡Bueno, Lucio Sergio! -le dijo a Catilina-, parece que se te está preparando otra pequeña dificultad. Lucio Emilio Paulo piensa acusarte bajo la lex Plautia de vi, eso acaba de anunciar desde la tribuna.

– Cicerón se aclaró la garganta ostentosamente-. ¡Estoy seguro de que sabes quién es Lucio Emilio Paulo! ¡Un colega tuyo patricio y un colega tuyo revolucionario! Regresó a Roma después de algunos años en el exilio, y va muy por detrás de su hermano Lépido en lo que se refiere a la vida pública, pero por lo visto está deseoso de demostrar que ya no alberga ni un solo hueso rebelde en su noble cuerpo. Tú considerabas que sólo nosotros, los arribistas Hombres Nuevos, estábamos en tu contra, pero no podrás llamar a un Emilio arribista. ¿O sí?

– ¡Oh, oh, oh! -dijo lentamente Catilina, levantando una ceja. Sacó una mano hacia adelante y la hizo aletear y temblar-. ¡Mira cómo tiemblo, Marco Tulio! ¿Han de procesarme acusado de incitar a la violencia pública? Pero, ¿cuándo he hecho yo eso? -Permaneció sentado, pero recorrió con la mirada las gradas con expresión terriblemente herida-. Quizá debería ofrecerme a mí mismo a la custodia de algún noble, ¿no, Marco Tulio? ¿Te complacería eso? -Miró fijamente a Mamerco-. Tú, Mamerco Emilio Lépido, príncipe del Senado, ¿me aceptas en tu casa como prisionero?

Cabeza de los Emilios Lépidos, y por lo tanto emparentado de cerca con el Paulo regresado del exilio, Mamerco se limitó a decir que no con la cabeza sonriendo.

– Yo no te quiero en mi casa, Lucio Sergio -repuso.

– ¿Y tú, cónsul senior? -le preguntó Catilina a Cicerón.

– ¿Cómo, admitir en mi casa a un asesino en potencia? ¡No, gracias! -dijo Cicerón.

– ¿Y tú, praetor urbanus?

– No puede ser -respondió Metelo Celer-. Salgo para Ficenum mañana por la mañana.

– ¿Y un plebeyo Claudio, entonces? ¿Te ofreces tú a tenerme en tu casa, Marco Claudio Marcelo? Tú te diste bastante prisa en seguir a tu amo Craso hace unos días!

– Me niego -dijo Marcelo.

– Tengo una idea mejor, Lucio Sergio -apuntó Cicerón-. ¿Por qué no te vas de Roma y te unes abiertamente a tu insurrección?

– No me iré de Roma, y no es mi insurrección -repuso Catilina.

– En ese caso, declaro terminada esta reunión -dijo Cicerón-. Roma está protegida de la mejor manera posible. Lo único que podemos hacer ahora es esperar a ver qué ocurre a continuación. Antes o después, Catilina, te traicionarás a ti mismo.

– Cómo desearía yo, sin embargo, que mi colega, tan amante de los placeres, Híbrido, regresase a Roma! -le dijo más tarde Cicerón a Terencia-. Aquí hay un estado de emergencia declarado oficialmente, y, ¿dónde está Cayo Antonio Híbrido? ¡Todavía recreándose en su playa privada de Cumae!

– No puedes ordenarle que regrese bajo el senatus consultum ultimum? -le preguntó Terencia.

– Supongo que sí.

– ¡Pues hazlo, Cicerón! Puede que lo necesites.

– Dice que padece gota.

– Sí, la gota la tiene en la cabeza -fue el veredicto que dio Terencia.


Aproximadamente cinco horas antes del amanecer del séptimo día de noviembre, Tirón despertó de nuevo a Cicerón y a Terencia de un sueño profundo.

– Tienes una visita, domina -dijo el amado esclavo.

Famosa por su reumatismo, la esposa del cónsul senior no dio ninguna muestra de ello al saltar de la cama -decentemente ataviada con un camisón, desde luego… ¡nada de dormir desnudos en casa de Cicerón!

– Es Fulvia Nobilioris -dijo ella al tiempo que empezaba a zarandear a Cicerón-. ¡Despierta, marido, despierta! ¡oh, qué gozo! ¡Por fin ha estado en una reunión de guerra!

– Me envía Quinto Curio -anunció Fulvia Nobilioris, cuyo rostro se veía viejo y desnudo, pues no había tenido tiempo de aplicarse maquillaje.

– ¿Ha cambiado de idea?

– Sí.

– La visitante cogió la copa de vino sin agua que Terencia le ofreció y dio un sorbo; se estremeció-. Se reunieron a medianoche en casa de Marco Porcio Leca.

– Quiénes se reunieron?

– Catilina, Lucio Casio, mi Quinto Curio, Cayo Cetego, los dos hermanos Sila, Gabinio Capitón, Lucio Statilio, Lucio Vargunteyo y Cayo Cornelio.

– ¿Léntulo Sura no?

– No.

– Entonces parece que yo estaba equivocado acerca de él.

– Cicerón se inclinó un poco hacia adelante-. ¡Sigue, mujer, sigue! ¿Qué ocurrió?

– Se reunieron para planear la caída de Roma y adelantar la rebelión -le dijo Fulvia Nobilioris, cuyo rostro ahora recuperaba un poco de color al surtir efecto el vino-. Cayo Cetego quería tomar Roma de inmediato, pero Catilina quiere esperar hasta que los levantamientos estén ya en marcha en Apulia, Umbría y el Brucio. Sugirió la noche de las Saturnales, y dio como motivo que es la única noche del año en que Roma está patas arriba, los esclavos gobiernan, las personas libres sirven y todos están borrachos. Y cree que eso es lo que tardará la revuelta en crecer.

Cicerón asintió; vio la lógica de todo aquello: las Saturnales se celebraban el decimoséptimo día de diciembre, seis semanas después. Pero para entonces toda Italia podía estar hirviendo.

– ¿Y quién ganó, Fulvia? -preguntó.

– Catilina, aunque Cetego venció en una cosa.

– ¿En cuál? -la animó suavemente el cónsul senior cuando ella se detuvo y empezó a temblar violentamente.

– Acordaron que tú debías ser asesinado de inmediato.

Desde el momento en que viera las cartas, Cicerón había sabido que no tenían intención de dejarlo con vida; pero oírlo de labios de aquella pobre mujer aterrorizada le daba un matiz de horror que Cicerón experimentó por primer vez. ¡Habían de asesinarlo inmediatamente!

– ¿Cómo y cuándo? -le preguntó-. ¡Vamos, Fulvia, dímelo! ¡No voy a llevarte a juicio, tú te has ganado una recompensa, no un castigo! ¡Dímelo!

– Lucio Vargunteyo y Cayo Cornelio se presentarán aquí al alba junto con tus clientes -dijo ella.

– ¡Pero ellos no son clientes míos! -le indicó Cicerón perplejo.

– Ya lo sé. Pero se decidió que vendrían a pedirte que los aceptases como clientes con la esperanza de que apoyases su regreso a la vida pública. Una vez aquí, pedirán una entrevista en privado en tu despacho para exponer su caso. Pero en lugar de eso, te apuñalarán hasta matarte y escaparán antes de que tus clientes se percaten de lo que ha ocurrido -le explicó Fulvia.

– Entonces eso tiene fácil solución -dijo Cicerón suspirando con alivio-. Atrancaré las puertas, pondré vigilancia en el peristilo y me negaré a recibir a mis clientes alegando que estoy enfermo. Y no saldré a la calle en todo el día. Ha llegado el momento de celebrar consejos.

– Se puso en pie para darle palmaditas en la mano a Fulvia Nobilioris-. Te lo agradezco muy sinceramente, y dile a Quinto Curio que con su intervención se ha ganado el perdón completo. Pero dile también que si está dispuesto a testificar y a contarle todo esto a la Cámara pasado mañana, se convertirá en un héroe. Le doy mi palabra de que no permitiré que le ocurra nada.

– Se lo diré.

– ¿Qué es lo que tiene planeado exactamente Catilina para las Saturnales?

– Tienen un gran acopio de armas en alguna parte, pero Quinto Curio no conoce el lugar; éstas se distribuirán entre todos los partidarios. Se provocarán doce incendios separados en toda la ciudad, incluido uno en el Capitolio, dos en el Palatino, dos en las Carinae y uno a cada lado del Foro. Algunos hombres han de ir a las casas de todos los magistrados y matarlos.

– Excepto a mí, que ya estaré muerto.

– Sí.

– Será mejor que te vayas, Fulvia -le dijo Cicerón al tiempo que le hacía una seña con la cabeza a su esposa-. Puede que Vargunteyo y Cornelio lleguen un poco temprano y no creo que sea bueno que te vean por aquí. ¿Has traído escolta?

– No -repuso ella en un susurro; la cara se le había puesto blanca otra vez.

– Entonces enviaré contigo a Tirón y a otros cuatro para que te acompañen.

– ¡Vaya, bonito complot! -ladró Terencia al entrar con energía en el despacho de Cicerón en cuanto se hubo organizado la marcha de Fulvia -Nobilioris.

– Querida mía, sin ti yo ya habría muerto.

– Me doy perfecta cuenta de ello -dijo Terencia sentándose-.

He dado órdenes a los criados para que echen todos los cerrojos y las trancas en cuanto hayan regresado Tirón y los demás. Ahora escribe un aviso que diga que estás enfermo y no quieres recibir a nadie para que yo lo ponga en la puerta principal.

Cicerón, obediente, escribió el aviso, se lo entregó a su esposa y dejó que ésta se encargase de la logística. ¡Qué buen general de tropas habría sido Terencia! No se le olvidó nada, todo quedó bien cerrado.

– Necesitas ver a Catulo, a Craso, a Hortensio, si es que ha regresado de la costa, a Mamerco y a César -le dijo ella una vez que hubieron terminado los preparativos.

– No hasta esta tarde -dijo Cicerón débilmente-. Asegurémonos primero de que estoy fuera de peligro.

Tirón estaba apostado en el piso de arriba, asomado a una ventana desde la que se veía perfectamente la puerta principal; una hora después del amanecer informó de que Vargunteyo y Cornelio se habían marchado por fin, aunque no lo hicieron hasta después de intentar forzar varias veces la cerradura de la robusta puerta principal de Cicerón.

– Oh, esto es repugnante! -gritó el cónsul senior-. ¿Yo, el cónsul senior, tengo que estar encerrado en mi propia casa? ¡Tirón, manda a llamar a todos los consulares de Roma! Mañana le daré su merecido a Catilina.

Quince consulares acudieron a la cita: Mamerco, Publícola, Catulo, Torcuato, Craso, Lucio Cotta, Vatia Isáurico, Curio, Lúculo, Varrón Lúculo, Volcacio Tulo, Cayo Marcio Figulo, Glabrio, Lucio César y Cayo Pisón. Ni a los cónsules electos ni al pretor urbano electo, César, se les invitó; Cicerón había decidido que el consejo de guerra fuera solamente consultivo.

– Por desgracia no puedo convencer a Quinto Curio para que testifique, y eso significa que no tengo un caso sólido -dijo pesadamente cuando todos estos hombres se hubieron instalado en un atrio que resultaba demasiado pequeño como para que pudieran estar cómodos. ¡Tendría que conseguir dinero en alguna parte para comprar una casa mayor!-. Y tampoco hará ninguna declaración Fulvia Nobilioris, ni siquiera en el supuesto de que el Senado accediera a oír la declaración de una mujer.

– Por si te sirve de consuelo, Cicerón, yo ahora sí te creo -le dijo Catulo-. Pienso que no puedes haberte sacado de la imaginación todos esos nombres.

– ¡Vaya, gracias, Quinto Lutacio! -dijo Cicerón con los ojos relampagueantes-. ¡Tu aprobación me llega al corazón, pero no me ayuda a decidir qué he de decir en el Senado mañana!

– Concéntrate en Catilina y olvídate de los demás -le aconsejó Craso-. Saca de tu caja mágica uno de esos estupendos discursos y dirígelo sólo contra Catilina. Lo que tienes que hacer es empujarlo a que se marche de Roma. El resto de la banda puede quedarse… pero nos encargaremos de tenerlos bien vigilados. Cortemos la cabeza que Catilina quería injertar en el cuello del cuerpo de la Roma fuerte pero sin cabeza.

– No se marchará si no lo ha hecho todavía -dijo Cicerón con aire lúgubre.

– Quizás sí -dijo Lucio Cotta-, si logramos convencer a ciertas personas de que eviten acercarse a él en la Cámara. Puedo encargarme de ir a ver a Publio Sila, y Craso puede ir a ver a Autronio, él lo conoce bien. Son con mucho los dos peces más gordos del estanque de Catilina, y yo apostaría ahora mismo a que si ellos evitan acercarse a él cuando entren en la Cámara, incluso aquellos cuyos nombres hemos oído hoy lo abandonarán. El instinto de conservación tiende a socavar la lealtad.

– Se levantó y sonrió-. ¡Moved el culo, colegas consulares! Dejemos que Cicerón escriba el discurso más importante de su vida.

Que Cicerón había trabajado con denuedo se hizo evidente a la mañana siguiente, cuando reunió al Senado en el templo de Júpiter Stator, situado en la esquina de la Velia, un lugar difícil de atacar y fácil de defender. Había centinelas ostentosamente apostados en el exterior, y eso, naturalmente, atrajo un numeroso y curioso público de asiduos profesionales del Foro. Catilina llegó temprano, como Lucio Cotta había predicho, así que la táctica de dejarlo aislado se llevó a cabo de forma descarada. Sólo Lucio Casio, Cayo Cetego, el tribuno de la plebe electo Bestia y Marco Porcio Leca se sentaron junto a él, que miraba furioso a Publio Sila y a Autronio.

Luego se produjo un visible cambio en Catilina. Primero se volvió hacia Lucio Casio y le susurró algo al oído, luego hizo lo mismo con los demás. Los cuatro dijeron que no con lentos movimientos de cabeza, pero Catilina ganó la batalla. En silencio, se levantaron y se alejaron de él.

Después de lo cual Cicerón comenzó su discurso diciendo que había habido una reunión nocturna para planear la caída de Roma, y lo completó con todos los nombres de los hombres presentes y el nombre de aquél en cuya casa había tenido lugar la reunión. Cicerón exigía una y otra vez a lo largo del discurso que Lucio Sergio Catilina abandonase Roma, que librase a la ciudad de su maligna presencia.

Sólo una vez le interrumpió Catilina.

– ¿Quieres que me vaya al exilio voluntariamente, Cicerón? -le preguntó en voz muy alta, porque las puertas estaban abiertas y la multitud se agolpaba fuera y se esforzaba por oír todas las palabras-. ¡Adelante, Cicerón, pregúntale a la Cámara si cree que yo debo irme al exilio voluntariamente! ¡Si la Cámara dice que debo hacerlo, lo haré!

A lo cual Cicerón no respondió, sólo siguió su apabullante discurso: Vete, márchate, Catilina, abandona Roma, ése era el tema del mismo.

Y después de tanta incertidumbre, resultó ser bastante fácil. Cuando Cicerón terminó, Catilina se puso en pie y adoptó un aire majestuoso.

– ¡Me voy, Cicerón! ¡Abandono Roma! Ni siquiera quiero permanecer aquí mientras Roma esté gobernada por un huésped procedente de Arpinum, un residente forastero que ni es romano ni latino! ¡No eres más que un patán samnita, Cicerón, un tosco campesino de las colinas sin antepasados ni influencia! ¿Crees que eres tú quien me ha obligado a marcharme? ¡Bueno, pues no! ¡Han sido Catulo, Mamerco, Cotta, Torcuato! ¡Me voy porque ellos me han abandonado, no por nada de lo que tú digas! Cuando los iguales de un hombre lo abandonan, ese hombre está verdaderamente acabado. Por eso me voy.

Se produjo un rumor de sonidos confusos en el exterior cuando Catilina se abrió paso airadamente entre los asiduos del Foro. Luego se hizo el silencio.

Ahora los senadores se levantaban para cambiarse de sitio y alejarse de aquellos a quienes Cicerón había nombrado en su discurso, incluso hubo quien se alejó de su propio hermano: Publio Cetego había decidido claramente apartarse de Cayo y mantenerse alejado de la conspiración.

– Espero que estés contento, Marco Tulio -le dijo César.

Fue una victoria, claro que fue una victoria, pero sin embargo pareció evaporarse, incluso después de que Cicerón, al día siguiente, se dirigió a la multitud del Foro desde la tribuna. Al parecer dolido por los comentarios concluyentes de Catilina, Catulo se levantó cuando la Cámara se reunió dos días después y leyó en voz alta una carta de Catilina en la que se declaraba inocente y consignaba a su esposa, Aurelia Orestilla, al cuidado y la custodia del propio Catulo. Empezaron a circular rumores de que Catuina ya se había ido al exilio voluntario, y de que se había dirigido por la vía Aurelia fuera de Roma -la dirección correcta- con sólo tres compañeros que no eran de renombre, incluido su amigo de la infancia Tongilio. Esto hizo que hubiera una reacción; ahora algunos hombres empezaban a cambiar de opinión, y en vez de considerar a Catilina culpable pensaban que era una víctima.

La vida podía habérsele hecho cada vez más insoportable a Cicerón de no haber sido porque unos cuantos días después llegaron noticias de Etruria. Catilina no había continuado hacia el exilio en Masilia; en cambio se había puesto la toga praetexta y la insignia de cónsul, había ataviado a doce hombres con túnicas de color escarlata y les había dado las fasces junto con las hachas. Se le había visto en Aretio con un simpatizante, Cayo Flaminio, de una familia patricia venida a menos, y ahora ostentaba un águila de plata que él aseguraba que era la auténtica que Cayo Mario le había dado a sus legiones. Puesto que había sido siempre la principal fuente de fuerza de Mario, Etruria se había adherido a aquella águila.

Eso, desde luego, determinó la desaprobación de consulares como Catulo y Mamerco. (Por lo visto Hortensio había decidido que era preferible sufrir de gota en Miseno que de jaqueca en Roma, pero la gota de Antonio Híbrido en Cumae se estaba conviniendo rápidamente en una excusa inverosímil para quedarse fuera de Roma y de sus deberes como cónsul junior.)

Sin embargo, algunos de los pececillos senatoriales de menos importancia seguían siendo de la opinión de que todos los acontecimientos habían sido causados por Cicerón, que era en realidad la incansable persecución a que Cicerón había sometido a Catilina lo que había acabado por sacar de quicio a éste. Entre éstos se encontraba el hermano menor de Celer, Metelo Nepote, que pronto había de asumir el cargo de tribuno de la plebe. Catón, que también sería tribuno de la plebe, elogió a Cicerón, lo cual tuvo como consecuencia básicamente que Nepote se pusiese a chillar todavía más fuerte, porque odiaba a Catón.

– Oh, ¿desde cuándo una insurrección es un asunto tan conflictivo y tan tenue? -le gritó Cicerón a Terencia-. ¡Por lo menos Lépido se pronunció! ¡Patricios, patricios! ¡Ellos no pueden hacer nada mal! ¡Y aquí estoy yo con un hatajo de criminales en las manos a los que si ni siquiera puedo acusar de que estropean los conductos del agua, no digamos ya de traición!

– Anímate, marido -le dijo Terencia, que aparentemente disfrutaba viendo a Cicerón más malhumorado de lo que ella solía estar-. Ha empezado a suceder, y continuará sucediendo; tú espera y verás. Pronto todos los que tienen dudas, desde Metelo Nepote hasta César, tendrán que admitir que tienes razón.

– César podría haberme ayudado más de lo que lo ha hecho -dijo Cicerón muy disgustado.

– Fue él quien envió a Quinto Arrio -le recordó Terencia, quien aquella temporada sentía muchas simpatías por César porque su hermanastra, la vestal Fabia, se deshacía en alabanzas hacia el pontífice máximo.

– Pero no me respalda en la Cámara, no hace más que criticarme por el modo como interpreto el senatus consultum ultimum. Me parece que todavía cree que Catilina ha sido perjudicado.

– Catulo también piensa así, aunque César y él no se amen precisamente -dijo Terencia. Dos días después llegó a Roma la noticia de que Catilina y Manho por fin habían aunado sus fuerzas y tenían dos legiones enteras de soldados con mucha experiencia, además de varios miles más que aún se estaban entrenando. Fésulas no se había desmoronado, lo cual significaba que su arsenal continuaba intacto, y tampoco ninguna de las otras ciudades importantes de Etruria se había mostrado de acuerdo en donar el contenido de sus arsenales a la causa de Catilina. Aquello era indicativo de que una gran parte de Etruria no tenía fe en Catilina.

La Asamblea Popular ratificó el decreto senatorial y declaró a Catilina y a Manlio enemigos públicos; eso significaba que se les despojaba de la ciudadanía y de los derechos que ello entrañaba, y que si se les aprehendía se les sometería a juicio por traición. Como por fin Cayo Antonio Híbrido había regresado a Roma -con gota en el dedo y todo-, Cicerón se aprestó a darle instrucciones para que se pusiera al frente de las tropas reclutadas en Capua y Picenum -formadas todas ellas por veteranos de guerras anteriores- y se dirigiera a las puertas de Fésulas para hacer frente a Catilina y a Manlio. Sólo por si el dedo gotoso seguía siendo un impedimento, el cónsul senior tuvo la precaución de proporcionarle a Híbrido un excelente segundo en el mando, el vir militaris Marco Petreyo. El propio Cicerón asumió la responsabilidad de organizar la defensa de la ciudad de Roma, y ahora sí empezó a repartir el armamento: pero no entre personas que él, Ático, Craso o Catulo -que ahora se habían inclinado por completo del lado de Cicerón- considerasen sospechosas. Nadie sabía lo que Catilina podría estar tramando ahora, aunque Manlio le envió una carta al triunfador Rex, que seguía en el campo de batalla en Umbría; fue una sorpresa que Manlio escribiera así, pero aquello no podía cambiar nada.

En tal punto, con Roma dispuesta a repeler un ataque desde el Norte, Pompeyo Rufo en Capua y Metelo Pequeña Cabra en Apulia dispuestos a encargarse de cualquier incidente que pudiera surgir en el Sur, desde una fuerza formada por gladiadores a un levantamiento de esclavos, a Catón se le antojó dar al traste con las estratagemas de Cicerón y poner en peligro la capacidad de la ciudad para afrontar los hechos después del relevo de cónsules que se avecinaba. Noviembre tocaba a su fin cuando Catón se levantó en la Cámara y anunció que iba a empezar un proceso contra Lucio Licinio Muena, el cónsul junior electo, por haber obtenido el cargo mediante sobornos. Como tribuno de la plebe electo, vociferó, le parecía que no tenía tiempo que perder dirigiendo él en persona el juicio criminal, así que el derrotado candidato Servio Sulpicio Rufo actuaría como acusador, con su hijo -apenas hombre- como segundo acusador y el patricio Cayo Postumio como tercero. El juicio tendría lugar en el Tribunal de Sobornos, pues los fiscales eran todos patricios y por ello no podían utilizar a Catón ni a la Asamblea Plebeya.

– ¡Marco Porcio Catón, no puedes hacer eso! -le gritó Cicerón, horrorizado, mientras se ponía en pie de un salto-. ¡La culpabilidad o inocencia de Lucio Murena ahora está fuera de lugar! La rebelión pende sobre nuestras cabezas! ¡Eso significa que no podemos empezar el año nuevo sin uno de los cónsules! Si tenías intención de hacerlo, ¿por qué precisamente ahora? ¿Por qué no lo has hecho eh otro momento del año, con anterioridad?

– El deber es el deber -dijo Catón sin inmutarse-. Las pruebas acaban de salir a la luz, y yo hice la promesa hace meses en esta Cámara de que si llegaba a mi conocimiento que un candidato consular había recurrido al soborno, me encargaría personalmente de que se le acusase y se le procesase. ¡A mí me da lo mismo en qué situación quede Roma para el año nuevo! El soborno es el soborno. Hay que erradicarlo a toda costa.

– ¡Pues el precio será probablemente la caída de Roma! ¡Retrasa el proceso!

– ¡Nunca! -gritó Catón-. ¡Yo no soy marioneta tuya ni la de ningún otro! ¡Yo veo cuál es mi deber y lo cumplo!

– ¡Sin duda estarás cumpliendo con tu deber de juzgar a algún pobre desgraciado mientras Roma se hunda bajo el mar Toscano!

– ¡De momento el mar Toscano me ahoga a mí!

– ¡Que los dioses nos libren de más gente como tú, Catón!

– ¡Roma sería un lugar mejor si hubiera más como yo!

– ¡Si hubiera más como tú, Roma no funcionaría! -voceó Cicerón levantando los brazos y abarcando el aire con las manos-. Cuando las ruedas están tan limpias que chirrían, Marco Porcio Catón, también suelen engancharse! ¡Las cosas ruedan mucho mejor con un poco de grasa sucia!

– Vaya si es verdad eso -dijo César sonriendo.

– Retrásalo, Catón -le pidió Craso con cansancio.

– El asunto ahora está ya enteramente fuera de mis manos -dijo Catón con aire engreído-. Servio Sulpicio está determinado a hacerlo.

– Y pensar que en otro tiempo yo tenía buen concepto de Servio Sulpicio! -le dijo Cicerón a Terencia aquella noche.

– Oh, Catón se lo ha metido en la cabeza, marido, de eso puedes estar seguro.

– ¿Qué es lo que quiere Catón? ¿Ver caer a Roma sólo porque cree que debe hacerse justicia sin dilación? ¿Es que no es capaz de darse cuenta del peligro que supone que sólo un cónsul asuma el cargo el día de año nuevo? ¿Y para colmo, un cónsul solo y tan enfermo como Silano? -Cicerón golpeó una mano contra la otra lleno de angustia-. ¡Estoy empezando a pensar que cien Catilinas no representan tanta amenaza para Roma como un solo Catón!

– Bueno, entonces tendrás que encargarte de que ese Sulpicio no consiga que declaren culpable a Murena -le dijo Terencia, siempre práctica-. Defiende a Murena tú mismo, Cicerón, y consigue que Hortensio y Craso te respalden.

– Los cónsules en el cargo normalmente no defienden a los cónsules electos.

– Entonces sienta un precedente. A ti se te da muy bien eso. Y también te trae suerte, ya lo he observado en otras ocasiones con anterioridad.

– Hortensio sigue en Miseno con el dedo gordo del pie vendado.

– Pues haz que vuelva, aunque tengas que secuestrarlo.

– Acabemos de una vez para siempre con ese caso. Tienes toda la razón, Terencia. Valerio Flaco es iudex en el Tribunal de Sobornos… un patricio, así que sólo cabe esperar que tenga el sentido común de comprender mi interés y no el de Servio Sulpicio.

– Un esperanzado pero astuto brillo apareció en la mirada de Cicerón-. Me pregunto si Murena me estaría tan agradecido cuando consiga que lo declaren inocente como para regalarme una espléndida casa nueva, ¿eh?

– ¡Ni siquiera se te ocurra pensar en eso, Cicerón! Eres tú quien necesita a Murena, no al revés. Espera a toparte con alguien considerablemente más desesperado antes de exigir unos honorarios de esa importancia.

Así que Cicerón se contuvo y no le insinuó a Murena que necesitaba una casa nueva, y defendió al cónsul electo sin mayor recompensa que una bonita pintura realizada por un pintor menor griego de hacía doscientos años. A Hortensio, que no dejó de gruñir y de quejarse, le hicieron regresar a la fuerza de Miseno, y Craso tomó parte en la refriega con toda su meticulosidad y paciencia. Era un triunvirato de abogados defensores demasiado formidable para el apesadumbrado Servio Sulpicio Rufo, y lograron el perdón para Murena sin necesidad de sobornar al jurado, cosa que nunca se les había pasado por la cabeza teniendo en cuenta que allí estaba Catón vigilando hasta el menor movimiento.

¿Qué más podía ocurrir después de aquello?, se preguntaba Cicerón mientras trotaba hacia su casa desde el Foro para ver si Murena le había enviado ya el cuadro. ¡Qué buen discurso había pronunciado! El último discurso, desde luego, antes de que el jurado emitiera el veredicto. Uno de los mayores valores de Cicerón era su habilidad para cambiar el curso de sus argumentos después de haber calibrado la disposición del jurado, hombres que él en su mayoría conocía bien, naturalmente. Por fortuna, el jurado de Murena estaba formado por individuos a quienes les encantaba el ingenio y les gustaba reírse. Por ello había basado su discurso en el tono humorístico, y había causado gran diversión mofándose de la adhesión de Catón a la-generalmente impopular- filosofía estoica fundada por Zenón, aquel horrible y aburrido griego antiguo. El jurado lo escuchó absolutamente lleno de interés, adoró cada una de las palabras que Cicerón pronunció, cada uno de los matices… y especialmente su brillante imitación de Catón, desde la postura hasta la voz, pasando por remedar con un gesto de la mano la gigantesca nariz de Catón. Y cuando se removió para desembarazarse de la túnica, todo el jurado se revolcó por el suelo de la risa.

– ¡Vaya cómico que tenemos como cónsul senior! -dijo a voces Catón después de que el veredicto resultó ser ABSOLVO. Lo cual sólo sirvió para que el jurado se riera aún más, y considerase a Catón un mal perdedor.

– Me recuerda lo que oí acerca de Catón cuando estaba en Siria después de morir su hermano Cepión -dijo Ático durante la cena aquella noche.

– ¿Qué se contaba? -le preguntó Cicerón por compromiso; en realidad no le interesaba lo más mínimo oír nada sobre Catón, pero tenía a motivos suficientes para estarle agradecido a Ático, presidente del jurado.

– Pues por lo visto iba andando por la carretera como un mendigo, con tres esclavos y en compañía de Munacio Rufo y Atenodoro Cordilión, cuando las puertas de Antioquía aparecieron, imponentemente altas, a lo lejos, y fuera de la ciudad vio una enorme multitud que se acercaba lanzando vítores. «¿Veis cómo mi fama me precede? -les preguntó Catón a Munacio Rufo y a Atenodoro Cordilión-. Toda Antioquía ha salido a rendirme homenaje porque soy un ejemplo perfecto de lo que debería ser todo romano:

humilde, frugal… ¡un ejemplo de mos maiorum!» Munacio Rufo, que fue quien me lo contó cuando nos tropezamos en Atenas, me dijo que él dudaba que aquello fuera así, pero el viejo Atenodoro Cordilión se creyó hasta la última palabra, de manera que empezó a hacerle reverencias y a cepillar a Catón. Luego llegó la multitud con guirnaldas en las manos, y las doncellas arrojaban pétalos de rosa. El ethnarc habló: «Cuál de vosotros es el gran Demetrio, el esclavo manumitido del glorioso Cneo Pompeyo Magnus?», preguntó. Al oír lo cual Munacio Rufo y los tres esclavos cayeron al suelo de la risa, e incluso Atenodoro Cordilión encontró tan graciosa la cara que puso Catón que se unió a ellos en la risa. ¡Pero Catón estaba lívido! No le veía el lado gracioso al asunto. ¡Sobre todo porque el manumitido de Magnus, Demetrio, era un chulo perfumado!

Aquélla fue una buena anécdota y Cicerón se estuvo riendo de buena gana.

– He oído que Hortensio se ha vuelto cojeando a Miseno a toda prisa.

– Es su hogar espiritual… con todos esos peces ineptos.

– Y ninguno ha sucumbido a la tentación de aprovecharse de la amnistía del Senado, Marco. ¿Qué va a pasar ahora?

– ¡Ojalá lo supiera, Tito, ojalá lo supiera!

Nadie habría imaginado que el desarrollo posterior de los acontecimientos derivaría de la presencia en Roma de una delegación de alóbroges, hombres de una tribu gala situada mucho más arriba del Ródano, en la Galia Transalpina. Guiados por uno de los ancianos de la tribu, conocido como Brogo, habían llegado a Roma para protestar por el modo como habían sido tratados por una serie de gobernadores, como Cayo Calpurnio Pisón, y por ciertos prestamistas que se hacían pasar por banqueros. Desconocedores de la lex Gabinia, que ahora confinaba al mes de febrero la visita de tales delegaciones, no habían logrado conseguir una dispensa que acelerase su petición. De manera que, o bien regresaban a la Galia Transalpina, o permanecían en Roma durante dos meses más, gastándose una fortuna en pagarse la posada y sobornar a senadores necesitados. Por tanto habían decidido marcharse a su tierra y regresar a principios de febrero. Y no estaban de muy buen humor, desde el más insignificante de los esclavos galos hasta el propio Brogo, pasando por toda la jerarquía intermedia. Como le dijo Brogo a su mejor amigo entre los romanos, el banquero manumitado Publio Umbreno:

– Parece una causa perdida, Umbreno, pero regresaremos si puedo convencer a las tribus de que tengan paciencia. Entre nosotros hay algunos que hablan de ir a la guerra.

– Bueno, Brogo, hay una larga tradición alóbroge de guerras contra Roma -le dijo Umbreno, al que se le acababa de ocurrir una brillante idea-. Mira cómo hiciste saltar a Pompeyo Magnus cuando fue a Hispania a luchar contra Sertorio.

– La guerra con Roma es inútil, creo yo -sentenció Brogo apesadumbrado- Las legiones son como la piedra de molino, y muelen sin descanso. Los matas en una batalla y piensas que los has derrotado, pero allí están a la temporada siguiente, dispuestos a volver a empezar.

– ¿Y si contaseis con el respaldo de Roma en una guerra? -le preguntó suavemente Umbreno.

Brogo ahogó una exclamación.

– ¡No te comprendo!

– Roma no es un todo unido, Brogo, está dividida en muchas facciones. Precisamente en este momento, como tú sabes, hay una facción poderosa guiada por algunos hombres muy inteligentes que han decidido disputarle el gobierno al Senado y al pueblo de Roma tal como son ahora.

– ¿Catilina?

– Catilina. ¿Y si yo consiguiera que Catilina os garantizase que, una vez que sea dictador en Roma, los alóbroges recibirán como recompensa la plena posesión de todo el valle del Ródano, digamos, por ejemplo, al norte de Valentia?

Brogo se quedó pensativo.

– Una oferta muy tentadora, Umbreno.

– Una auténtica oferta, te lo aseguro.

Brogo suspiró y sonrió.

– El único problema es que no tenemos manera de saber a qué altura te encuentras tú en la estima de un hombre como el gran aristócrata Catilina.

En otras circunstancias Umbreno quizá se hubiera ofendido ante aquella valoración de su propia influencia, pero ahora no, no mientras aquella brillante idea continuase creciendo. Así que dijo:

– Sí, ya sé a qué te refieres, Brogo. ¡Claro que sé a qué te refieres! ¿Aliviaría tus temores el que yo pudiese organizarte una reunión con un pretor que es un patricio Cornelio, cuyo rostro conoces bien?

– Eso aliviaría mis temores -dijo Brogo.

– La casa de Sempronia Tuditani sería ideal: está cerca y su marido se halla ausente. Pero no tengo tiempo de guiarte hasta allí, así que será mejor que lo hagamos detrás del templo de Salus, en la Alta Semita, dentro de dos horas -le dijo Umbreno; y se marchó corriendo de la habitación.

Más tarde Publio Umbreno no podía recordar cómo se las arregló para organizarlo todo en aquellas dos horas, pero organizarlo, desde luego, lo organizó. Tuvo que ir a ver al pretor Publio Cornelio Léntulo Sura, a los senadores Lucio Casio y Cayo Cetego, y a los caballeros Publio Gabinio Capitón y Marco Cepario. Al acabar la segunda hora, Umbreno llegó al callejón de la parte trasera del templo de Salus -un lugar desierto- en compañía de Léntulo Sura y Gabinio Capitón.

Léntulo Sura sólo permaneció allí el tiempo suficiente para saludar a Brogo con ciertos aires de superioridad; estaba claro que no se sentía cómodo y que deseaba marcharse cuanto antes. Por tanto quedó en manos de Umbreno y de Gabinio Capitón entenderse con Brogo, actuando Capitón como portavoz de los conspiradores. Los cinco alóbroges escuchaban atentamente, pero cuando por fin Capitón acabó de hablar, los galos se mostraron tímidos y cautos, y no quisieron comprometerse.

– Bueno, no sé…

– comenzó a decir Brogo.

– Qué hace falta para convencerte de que estamos hablando en serio? -le preguntó Umbreno.

– No estoy seguro -dijo Brogo con aire confundido-. Déjanos que lo pensemos esta noche, Umbreno. ¿Podríamos encontrarnos aquí mañana al amanecer? Y así lo acordaron.

Los alóbroges volvieron a la posada, en el límite del Foro, curiosa coincidencia, porque un poco más arriba en la falda de la colina, en la vía Sacra, estaba el arco triunfal erigido por Quinto Fabio Máximo Alobrógico, quien había conquistado -temporalmente- la tribu de galos del mismo nombre hacía muchas décadas, y había añadido el nombre de la tribu al suyo propio. Por lo tanto Brogo y sus compañeros alóbroges se quedaron contemplando aquella estructura que les recordaba que ellos estaban entre la clientela de los descendientes de Alobrógico. Su actual patrono era Quinto Fabio Sanga, el bisnieto.

– Desde luego, la oferta parece verdaderamente atractiva -les comentó Brogo a sus compañeros mientras miraba fijamente el arco-. Sin embargo, también podría significar el desastre para nosotros. Si alguno de los impetuosos se entera de la proposición que nos han hecho, no se detendrán a considerarlo, sino que irán a la guerra de inmediato. Y mis huesos me dicen que es mejor que no.

Como en aquella delegación no había impetuosos, los alóbroges decidieron ir a ver a su patrono, Quinto Fabio Sanga.

Sabia decisión, tal como resultaron luego las cosas. Fabio Sanga fue derecho a ver a Cicerón.

– ¡Por fin los tenemos, Quinto Fabio! -gritó Cicerón.

– ¿Cómo? -quiso saber Sanga, que no tenía suficientes luces para aspirar a un cargo más elevado y al que, en consecuencia, había que explicárselo todo.

– Vuelve con los alóbroges y diles que deben pedirle cartas firmadas a Léntulo Sura, ¡lo sabía, lo sabía!, y también a otros conspiradores de alto rango. Deben insistir en que los lleven a Etruria a ver a Catilina en persona: una petición lógica teniendo en cuenta lo que les han pedido que hagan. Y ello también significa un viaje fuera de Roma, y la presencia de un guía de entre los conspiradores.

– ¿Y qué importancia tiene el guía? -le preguntó Sanga parpadeando.

– Sólo que el hecho de tener con ellos a uno de los conspiradores hará que resulte más prudente que la expedición salga en secreto en mitad de la noche -dijo Cicerón con paciencia.

– ¿Es necesario que salgan de Roma de noche?

– ¡Muy necesario, Quinto Fabio, créeme! Apostaré hombres a ambos extremos del puente Mulvio, cosa que resulta más fácil si es de noche. Cuando los alóbroges y su guía conspirador estén en el puente, mis hombres saltarán sobre ellos. Por fin tendremos pruebas tangibles: las cartas.

– ¿No pensarás hacer daño a los alóbroges? -le preguntó Sanga, muy alarmado ante la idea de que alguien saltase sobre alguien.

– ¡Claro que no! Ellos forman parte del plan, pero tú asegúrate bien de que no opongan resistencia. También podrías decirle a Brogo que insista en guardar él mismo las cartas y que se rodee de los hombres de su tribu, por si algún conspirador que fuera con ellos intentase destruir las pruebas tangibles.

– Cicerón miró con seriedad a Fabio Sanga-. ¿Está todo claro, Quinto Fabio? ¿Te acordarás de todo sin hacerte un lío?

– Vuelve a repetírmelo -dijo Sanga.

Cicerón dejó escapar un suspiro y después se lo explicó de nuevo. Y al final del día siguiente Cicerón se enteró por Sanga que Brogo y sus alóbroges tenían en su poder tres cartas, una de Léntulo Sura, otra de Cayo Cetego y otra de Lucio Statilio. Cuando le pidieron que escribiera, Lucio Casio se había negado y había dado la impresión de estar intranquilo. ¿Le parecía a Cicerón que bastaría con aquellas tres cartas?

¡Sí, sí! Cicerón se apresuró a volver junto a su criado más veloz.

Y así, en el segundo cuarto de la noche, una pequeña cabalgata salía de Roma por la vía Lata, que iba a dar a la gran carretera del norte, la vía Flaminia, después d cruzar el Campo de Marte de camino hacia el puente Mulvio. Con Brogo y sus alóbroges viajaba su guía, Tito Volturcio de Crotón, así como un Lucio Tarquinio y el caballero Marco Cepario.

Todo fue bien hasta que el grupo llegó al puente Mulvio unas cuatro horas antes del alba; iban apresurados por el pavimento de piedra. Cuando el último caballo entró al trote en el propio puente, el pretor Flaco, que estaba situado en el extremo sur, le hizo señales con la lámpara al pretor Pontino, que estaba en el extremo norte; ambos pretores, cada uno respaldado por una centuria de buena milicia ciudadana voluntaria, avanzaron velozmente para bloquear el puente. Marco Cepario desenvainó la espada e intentó luchar, Volturcio se rindió y Tarquinio, que era un fuerte nadador, saltó del puente hacia las oscuras aguas del Tíber. Los alóbroges, obedientes, se detuvieron en apretado grupo y tiraron de las riendas de sus caballos con tanta firmeza como Brogo sujetaba las cartas que llevaba en una bolsa atada a la cintura.

Cicerón estaba esperando cuando Pontino, Valerio Flaco, los alóbroges, Volturcio y Cepario llegaron a su casa justo antes del amanecer. También estaba esperando Fabio Sanga, un hombre no muy brillante, quizás, pero exquisitamente consciente de su deber de patrono.

– ¿Tienes las cartas, Brogo? -le preguntó Fabio Sanga.

– Tengo cuatro -repuso Brogo mientras abría la bolsa y sacaba tres rollos delgados más una sola hoja de papel doblada y sellada.

– ¿Cuatro? -preguntó ansioso Cicerón-. ¿Cambió de opinión Lucio Casio? -No, Marco Tulio. La que está doblada es una comunicación privada del pretor Sura a Catilina, al menos eso me han dicho.

– Pontino -dijo Cicerón, erguido y alto-, ve a las casas de Publio Cornelio Léntulo Sura, Cayo Cornelio Cetego, Publio Gabinio Capitón y Lucio Statilio. Ordénales que vengan aquí, a mi casa, de inmediato, pero no les des ninguna idea del porqué, ¿comprendido? Y llévate contigo a tu milicia.

Pontino asintió solemnemente; los acontecimientos de aquella noche parecían como un sueño, casi, pues él aún no había comprendido lo que había ocurrido en realidad cuando aprehendió a los alóbroges en el puente Mulvio.

– Flaco, te necesito como testigo -le dijo Cicerón a su otro pretor-, pero envía a tu milicia para que tomen posiciones alrededor del templo de la Concordia. Tengo intención de convocar al Senado a sesión allí en cuanto haya hecho unas cuantas cosas aquí.

Todos los ojos lo miraban, incluidos, notó Cicerón con ironía, los de Terencia, desde un rincón oscuro. Bueno, ¿por qué no? Ella había estado a su lado durante todo aquello; se había ganado su asiento de atrás en la representación. Después de pensarlo un poco, envió a los alóbroges al comedor -salvo a Brogo- a que comieran algo y bebieran un poco de vino, y se sentó en compañía de Brogo, Sanga y Valerio Flaco a esperar a Pontino y a los hombres a los que habían ordenado a este último que fuera a buscar. Volturcio no suponía peligro -estaba acurrucado en el rincón opuesto a aquél en que se encontraba Terencia y lloraba-, pero a Cepario todavía parecía quedarle dentro cierto ánimo de lucha. Cicerón acabó encerrándolo en un armario y deseó haberlo enviado fuera de su casa bajo vigilancia… ¡si es que Roma hubiera dispuesto de un lugar seguro donde ponerlo, claro está!

– La verdad es que tu prisión improvisada es indudablemente más segura que las Lautumiae -dijo Lucio Valerio Flaco haciendo oscilar la llave del armario.

Cayo Cetego llegó el primero, con aspecto receloso y desafiante; poco después entraron juntos Statilio y Gabinio Capitón, con Pontino justo detrás de ellos. La espera por Léntulo Sura fue mucho más larga, pero al final éste también pasó por la puerta, sin que dejara traslucir otra cosa en el rostro y en el cuerpo más que fastidio.

– ¡Realmente, Cicerón, esto es demasiado! -gritó antes de poner los ojos encima de los demás. El sobresalto que experimentó al verlos fue casi inapreciable, pero Cicerón lo vio.

– Reúnete con tus amigo, Léntulo -dijo Cicerón.

Alguien empezó a aporrear la puerta de la calle. Ataviados con armadura a causa de la misión nocturna que habían llevado a cabo, Pontino y Valerio Flaco desenvainaron las espadas.

– ¡Abre la puerta, Tirón! -dijo Cicerón. Pero no había ni peligro ni asesinos en la calle; entraron Catulo, Craso, Curio, Mamerco y Servilio Vatia.

– Al ver que habíamos sido convocados al templo de la Concordia por orden expresa del cónsul senior -dijo Catulo-, decidimos que era mejor buscar al cónsul senior antes.

– Sois bienvenidos, desde luego -les dijo Cicerón lleno de gratitud.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Craso mirando a los conspiradores.

Mientras Cicerón se lo explicaba, volvieron a llamar a la puerta; más senadores entraron en tropel, rebosando curiosidad.

– ¿Cómo corre la voz con tanta rapidez? -quiso saber Cicerón, incapaz de contener el júbilo.

Pero por fin, con la habitación abarrotada, el cónsul senior pudo ir al grano, contar la historia de los alóbroges y la captura que habían hecho en el puente Mulvio; también aprovechó la ocasión para mostrar las cartas.

– Así pues -dijo Cicerón en un tono muy formal-, Publio Cornelio Léntulo Sura, Cayo Cornelio Cetego, Publio Gabinio Capitón y Lucio Statilio, os pongo bajo arresto mientras se lleve a cabo una investigación completa y se averigüe hasta qué punto habéis formado parte en la conspiración de Lucio Sergio Catilina.

– Se volvió hacia Mamerco-. Príncipe del Senado, pongo bajo tu custodia estos tres rollos y solicito que no rompas los sellos hasta que todo el Senado se encuentre reunido en el templo de la Concordia. Entonces será tu obligación como príncipe del Senado leerlos en voz alta.

– Sostuvo en alto la hoja de papel doblada para que todos la vieran-. Esta carta la abriré aquí y ahora, ante los ojos de todos vosotros. Si compromete a su autor, el pretor Léntulo Sura, entonces no habrá nada que nos impida seguir adelante con nuestra investigación. Si es inocente, entonces debemos decidir qué hacemos con los tres rollos antes de que el Senado se reúna.

– Adelante, Marco Tulio Cicerón -dijo Mamerco, atrapado en aquel momento de pesadilla y apenas capaz de creer que Léntulo Sura, una vez cónsul, dos veces pretor, pudiera estar realmente implicado.

¡Oh, qué bueno era ser el centro de todas las miradas en un drama tan enorme y portentoso como aquél!, pensó Cicerón mientras, como consumado actor que era, rompía con un chasquido fuerte y sonoro el sello de cera que todos habían identificado como de Léntulo Sura. Pareció tardar una eternidad en desdoblar la hoja de papel, echarle un vistazo a la carta y asimilar su contenido antes de leerla en voz alta.

Lucio Sergio, te ruego que cambies de idea. Ya sé que no deseas manchar nuestra empresa con un ejército de esclavos, pero créeme cuando te digo que si aceptas admitir esclavos entre las filas de tus soldados, tendrás un número aplastante de hombres y conseguirás la victoria en cuestión de días. Lo único que Roma puede enviar contra ti son cuatro legiones, una de Marcio Rex y otra de Metelo Crético, y otras dos bajo el mando de ese zángano de Híbrido.

Está en las profecías que tres miembros de la gens Cornelia gobernarán Roma, y yo sé que soy el tercero de esos tres hombres llamados Cornelio. Comprendo que tu nombre, Sergio, es mucho más antiguo que el nombre de Cornelio, pero tú ya has indicado que preferías gobernar en Etruria antes que en Roma. En cuyo caso, reconsidera tu postura en lo referente a los esclavos. Yo lo condono. Por favor, consiente en ello.

Acabó de leer la carta en medio de un silencio tan profundo que parecía que ni siquiera la respiración turbase el aire de aquella habitación abarrotada.

Entonces Catulo habló de manera dura y enojada:

– ¡Léntulo Sura, estás acabado! -le dijo bruscamente-. ¡Me meo en ti!

– Yo creo que deberías abrir ahora los rollos, Marco Tulio -dijo Mamerco pesadamente.

– ¿Cómo, y que Catón luego me acuse de manipular las pruebas del Estado? -preguntó Cicerón abriendo mucho los ojos y luego poniéndose bizco-. No, Mamerco, sellados se quedan. ¡No me gustaría incomodar a nuestro querido Catón, por muy correcto que fuera el hecho de abrirlos ahora!

El pretor Cayo Sulpicio estaba allí, observó Cicerón. ¡Bien! A él también iba a encomendarle una tarea, de manera que no pareciese que él tenía favoritismos y que Catón no pudiera encontrar absolutamente ningún fallo.

– Cayo Sulpicio, ¿querrías ir a las casas de Léntulo Sura, de Cetego, de Gabinio y de Statilio y ver si se encuentran armas en ellas? Llévate contigo a la milicia de Pontino, y haz que luego registren la residencia de Porcio Leca; y también las de Cepario, Lucio Casio, este Volturcio aquí presente y un tal Lucio Tarquinio. Te ordeno que dejes que tus hombres continúen con los registros después de que tú inspecciones en persona los domicilios de los conspiradores senatoriales, porque te necesitaré en el Senado en cuanto sea posible. Una vez allí, puedes informarme acerca de tus hallazgos.

A nadie le apetecía comer ni beber; Cicerón dejó salir a Cepario del armario y llamó a los alóbroges que estaban en el comedor. Las ganas de pelea que hubiera podido tener Cepario antes de que lo encerrasen le habían abandonado por completo; el armario de Cicerón había resultado ser casi hermético y Cepario salió de allí como desvariando.

¡Un pretor en el cargo que era un traidor! Y que además había sido cónsul antes. ¿Cómo manejar aquello de un modo que hiciera honor a aquel Hombre Nuevo, a aquel huésped, a aquel residente forastero procedente de Arpinum? Al final Cicerón atravesó la habitación hacia donde se encontraba Léntulo Sura, cogió la lacia mano derecha de aquel hombre y se la apretó con fuerza.

– Vamos, Publio Cornelio -le dijo con gran cortesía-, es hora de ir al templo de la Concordia.

– ¡Qué raro! -dijo Lucio Cotta cuando la doble fila de hombres cruzó el Foro inferior desde las escaleras Vestales hasta el templo de la Concordia, separado de la cámara de ejecución Tuliana por las escaleras Gemonias.

– ¿Raro? ¿Qué hay de raro? -preguntó Cicerón, que todavía llevaba de la mano al flojo Léntulo Sura.

– Justo en este momento los contratistas están poniendo la nueva estatua de Júpiter Optimo Máximo sobre la peana en el interior del templo. ¡Ya era hora de que se hiciera! Hace casi tres años que Torcuato y yo lo prometimos.

– Lucio Cotta se estremeció-. ¡Cuántos presagios!

– Hubo muchos en tu año -le dijo Cicerón-. Sentí ver a la vieja loba etrusca perder al bebé que mamaba de ella a causa de aquel rayo. ¡Me gustaba ver aquella expresión tan de perrita que tenía la loba en el rostro! Le daba su leche a Rómulo, pero sin preocuparse de él lo más mínimo.

– Nunca comprendí por qué no estaba amamantando a dos bebés -dijo Cotta; luego se encogió de hombros-. Oh, bueno, quizás entre los etruscos la leyenda dijera que sólo había un niño. Pero lo que es seguro es que la estatua es anterior a Rómulo y Remo, y todavía nos queda la loba.

– Tienes razón -convino Cicerón mientras ayudaba a Léntulo Sura a subir los tres escalones que conducían hasta el porche del templo, que era bastante bajo-, es un presagio. ¡Confío en que orientar al Gran Dios hacia el Este signifique que se van a producir cosas buenas!

– Se detuvo bruscamente al llegar a la puerta-. ¡Edepol, vaya apreturas!

La voz se había corrido rápidamente. El templo de la Concordia estaba hasta los topes para dar cabida a todos los senadores que se hallaban presentes en Roma, porque los que estaban enfermos también acudieron. La elección de aquel local no obedecía únicamente al capricho, aunque Cicerón tenía un tic acerca de la concordia entre las distintas categorías de hombres romanos; se suponía que no había de celebrarse ninguna reunión en la Curia Hostilia para tratar de las consecuencias de una traición, y como aquella traición recorría toda la gama de categorías de hombres romanos, el templo de la Concordia era un lugar lógico para reunirse. Desgraciadamente, las gradas de madera que se instalaban dentro de templos como el de Júpiter Stator cuando el Senado se reunía allí no cabían dentro del de la Concordia. Todo el mundo tenía que quedarse de pie donde podía, y todos deseaban una mejor ventilación.

Por fin Cicerón logró establecer cierto tipo de orden entre aquel gentío e hizo que los consulares y magistrados se sentasen en taburetes delante de los senadores de pedarius o de rango inferior. Envió a los magistrados curules hasta la parte de atrás, justo en el centro, y luego, entre las dos filas de taburetes situadas una de frente a la otra, situó a los alóbroges, así como a Volturcio, a Cepario, a Léntulo Sura, a Cetego, a Statilio, a Gabinio Capitón y a Fabio Sanga.

– ¡Las armas estaban almacenadas en la casa de Cayo Cetego!

– dijo el pretor Sulpicio, que entró casi sin aliento-. Había cientos y cientos de espadas y dagas, unos cuantos escudos y ninguna coraza.

– Soy un ardiente coleccionista de armas -aseguró Cetego, aburrido.

Cicerón frunció el entrecejo y se puso a meditar sobre otro problema logístico que aquel reducido espacio había generado.

– Cayo Cosconio -le dijo a aquel pretor-, he oído que eres un brillante taquígrafo. Sinceramente, no veo que quede espacio aquí para media docena de escribas, así que dispenso de la presencia de profesionales. Elige a tres pedarii que sean también capaces de tomar nota de la causa que aquí se instruya palabra por palabra. Eso divide la tarea entre cuatro de vosotros, y tendrá que ser suficiente con cuatro. Dudo que ésta sea una reunión larga, así que creo que tendréis tiempo después de comparar las notas que hayáis tomado y redactarlas todas juntas.

– ¿Lo ves y lo escuchas? -le cuchicheó Silano a César; extraña elección para hacer confidencias, dada la relación que existía entre ambos, pero probablemente, decidió César, no había nadie más apretujado contra Silano que éste considerase digno de hablar con él, incluido Murena-. ¡Por fin se ve en la gloria!

– Silano hizo un sonido que César interpretó como asco-. ¡Bueno, yo por mi parte encuentro este asunto indeciblemente sórdido!

– Hasta los hacendados de Arpinum deben tener su gran día -dijo César-. Cayo Mario empezó esa tradición.

Por fin, y de forma muy puntillosa, Cicerón abrió la sesión con las oraciones y las ofrendas, los auspicios y las salutaciones. Pero la valoración previa que había hecho era acertada; no fue aquél un asunto prolongado. El guía Tito Volturcio escuchó a Fabio Sanga y a Brogo cuando éstos prestaron declaración, luego se echó a llorar y exigió que se le permitiera contarlo todo. Y así lo hizo; respondió a todas las preguntas e incriminó a Léntulo Sura y a los otros cuatro de forma cada vez más grave. Lucio Casio, explicó, había partido muy de repente hacia la Galia Transalpina, él suponía que se dirigía a Masilia en exilio voluntario. Otros también habían huido, incluidos los senadores Quinto Annio Quilón, los hermanos Sila, y Publio Autronio. Fueron saliendo a trompicones un nombre tras otro, caballeros y banqueros, secuaces, sanguijuelas. Cuando Volturcio llegó al final de aquella letanía, había implicados unos veintisiete hombres romanos importantes, desde Catilina hacia abajo hasta llegar al propio Volturcio (y el sobrino del dictador, Publio Sila -que no había sido nombrado- sudaba profusamente).

Después de lo cual, Mamerco, príncipe del Senado, rompió los sellos de las cartas y comenzó a leerlas en voz alta. Casi fue una decepción.

Deseando con ansia hacer el papel de gran abogado en persecución de la verdad, Cicerón interrogó primero a Cayo Cetego. Pero, ay, Cetego se vino abajo y confesó inmediatamente.

A continuación le tocó el turno a Statilio, con parecidos resultados.

Seguidamente le llegó la vez a Léntulo Sura, y ni siquiera esperó a que le interrogasen antes de confesar.

Gabinio Capitón luchó un poco, pero confesó justo cuando Cicerón empezaba a cogerle el tranquillo a la cosa.

Y finalmente vino Marco Cepario, quien prorrumpió en frenético llanto y confesó entre ataques de sollozos.

Aunque resultó bastante difícil para Catulo, cuando el asunto hubo terminado propuso una moción de agradecimiento al brillante y vigilante cónsul senior de Roma; se le atascaron un poco las palabras al hablar, pero salieron de su boca con tanta claridad como la confesión de Cepario.

– ¡Te aclamo como pater patriae… padre de nuestra patria! -fue la contribución de Catón.

– ¿Lo dice en serio o no es más que un sarcasmo? -le preguntó Silano a César.

– Con Catón, ¿quién sabe?

Luego concedieron autoridad a Cicerón para emitir órdenes de arresto contra los conspiradores que no estaban presentes, después de lo cual llegó la hora de poner a los cinco conspiradores presentes bajo custodia senatorial.

– Me haré cargo de Léntulo Sura -dijo Lucio César con tristeza-. Es mi cuñado. Por parentesco debería ir a cargo de otro Léntulo, quizás, pero por derecho me corresponde a mí.

– Yo me encargaré de Gabinio Capitón -dijo Craso.

– Y yo de Statilio -dijo César.

– Dadme a mí al joven Cetego -pidió Quinto Cornificio.

– Yo me quedaré con Cepario -dijo el viejo Cneo Terencio.

– ¿Y qué hacemos con un pretor que está en el cargo y es un traidor? -preguntó Silano, a quien la cara se le había puesto muy gris en aquel ambiente sin ventilación.

– Ordenamos que se quite su insignia del cargo y despida a los lictores -dijo Cicerón.

– No creo que eso sea legal -intervino César con cierto tono de cansancio- Nadie tiene poder para poner fin al cargo de un magistrado curul antes del último día de su año. Estrictamente, no podéis arrestarlo.

– ¡Podemos bajo un senatus consultum ultimum! -dijo con brusquedad Cicerón. ¿Por qué César estaba siempre poniendo faltas?-. ¡Si lo prefieres no lo llames ponerle fin! ¡Considera que sólo se le despoja de sus galas curules!

Tras lo cual Craso, harto de aquellas apreturas y muerto de ganas de salir del templo de la Concordia, interrumpió aquella conversación cáustica para proponer que se celebrase un acto público de acción de gracias por el descubrimiento de aquel complot sin que se hubiera producido derramamiento de sangre dentro de los muros de la ciudad. Pero no nombró a Cicerón.

– Mientras lo organizas, Craso, ¿por qué no votas a nuestro querido Marco Tulio Cicerón para que le sea concedida la corona cívica? -dijo gruñendo Publícola.

– Eso es un comentario definitivamente irónico -le dijo Silano a César.

– Oh, gracias sean dadas a los dioses, por fin se dispone a levantar la sesión -fue la respuesta de César-. ¿No podría haber encontrado un motivo para que nos hubiéramos reunido en Júpiter Stator o en Bellona?

– ¡Mañana aquí a la segunda hora del día! -gritó Cicerón ante un coro de quejas; luego salió apresuradamente del templo para subir a la tribuna y dirigir un discurso tranquilizador a la enorme y expectante multitud.

– No sé por qué tiene tanta prisa -le dijo Craso a César mientras los dos, de pie, flexionaban los músculos y respiraban profundamente el dulce aire del exterior-. Esta noche no puede ir a su casa, su mujer es la anfitriona de la Bona Dea.

– Sí, desde luego -repuso César dejando escapar un suspiro-. Mi esposa y mi madre van allí, por no hablar de todas mis vestales. Y Julia también, supongo. Está haciéndose mayor.

– Ojalá también se hiciera mayor Cicerón.

– ¡Oh, venga, Craso, por fin se encuentra en su elemento! Déjale que disfrute esta pequeña victoria. En realidad no se trata de una conspiración muy importante, y tenía tantas posibilidades de triunfar como Pan al competir con Apolo. Una tempestad en un vaso de agua, nada más.

– ¿Pan contra Apolo? Pues ganó, ¿no?

– Sólo porque Midas era el juez, Marco. Por lo cual siempre llevó orejas de burro después de aquello.

– Midas siempre está sentado en el tribunal, César.

– El poder del oro.

– Exactamente.

Empezaron a avanzar por el Foro, sin sentirse en lo más mínimo tentados a detenerse para oír el discurso que Cicerón le dedicaba al pueblo.

– Pues, sin duda, hay parientes tuyos implicados -dijo Craso cuando César ignoró la vía Sacra y se encaminó también hacia el Palatino.

– Claro que sí. Una prima muy tonta y esos tres robustos gamberros que tiene por hijos.

– ¿Tú crees que ella estará también en casa de Lucio César?

– Definitivamente, no. Lucio César es demasiado puntilloso. Tiene en custodia al marido de su hermana. Así, que con mi madre en casa de Cicerón celebrando la Bona Dea, creo que iré a ver a Lucio para decirle que pienso ir derecho a ver a Julia Antonia.

– No te envidio -dijo Craso sonriendo.

– ¡Créeme, yo tampoco me envidio a mí mismo!

Pudo oír a Julia Antonia antes de llamar a la puerta de la casa de Léntulo Sura, muy bonita, e irguió los hombros. ¿Por qué tenía que ser Bona Dea aquella noche? Todo el círculo de amigas de Julia Antonia estaba en casa de Cicerón, y Bona Dea no era la clase de deidad que una ignoraba en favor de una amiga disgustada.

Los tres hijos de Antonio Crético estaban cuidando a su madre con un grado de paciencia y bondad que a César le pareció sorprendente; lo cual no impidió que ella se pusiera en pie de un salto y se arrojase al pecho de César.

– ¡Oh, primo! -gimió-. ¿Qué voy a hacer? ¿Adónde iré? ¡Van a confiscar todas las propiedades de Sura! ¡Ni siquiera tendré un techo sobre la cabeza!

– Deja en paz a ese hombre, mamá -dijo Marco Antonio, el mayor de los hijos de Julia Antonia; le apartó los dedos que se agarraban con fuerza a César y la acompañó de nuevo hasta la silla-. Ahora siéntate y guárdate para ti tu desgracia; llorar no va a ayudamos a salir de este apuro.

Quizás porque ya estaba agotada, Julia Antonia obedeció; su hijo menor, Lucio, un individuo más bien gordo y torpón, se sentó en una silla al lado de ella, le cogió las manos y empezó a hacer sonidos para tranquilizarla.

– Ahora le toca a él -explicó escuetamente Antonio; y se llevó a su primo al peristilo, donde el hijo mediano, Cayo, se reunió con ellos.

– Es una pena que los Cornelios Léntulos constituyan la mayoría de los Cornelios que hay en el Senado en estos momentos -comentó César.

– Y ninguno de ellos se sentirá nada contento de proclamar que hay un traidor en el seno de su familia -dijo Marco Antonio con aire lúgubre-. ¿Es un traidor?

– Sin que quepa la menor sombra de duda, Antonio.

– ¿Estás seguro?

– ¡Acabo de decírtelo! ¿Qué sucede? ¿Te inquieta que salga a colación que tú también estás implicado? -le preguntó César, preocupado de pronto.

Antonio se ruborizó intensamente, pero no dijo nada; fue Cayo quien respondió al tiempo que pateaba el suelo con un pie.

– ¡Nosotros no estamos implicados! ¿Por qué será que todo el mundo, ¡incluso tú!, siempre piensa lo peor de nosotros?

– Eso se llama ganarse una reputación -le dijo César con paciencia-. Los tres tenéis una asombrosa mala fama: juego, vino, putas.

– Miró con ironía a Marco Antonio-. Incluso un amiguito de vez en cuando.

– Lo que se rumorea acerca de Curión y de mí no es cierto -dijo Antonio, incómodo-. Sólo fingimos que somos amantes para fastidiar al padre de Curión.

– Pero todo sirve para ganarse una reputación, Antonio, como tus hermanos y tú estáis a punto de descubrir, Cada sabueso del Senado va a andar olisqueándoos el culo, así que sugiero que si estáis implicados en ese asunto, aunque sea remotamente, me lo digáis ahora mismo.

Hacía mucho tiempo que los tres hijos de Crético habían llegado a la conclusión de que aquel César en particular tenía los ojos más desconcertantes que ninguno que ellos conocieran: penetrantes, fríos, omniscientes. Eso quería decir que no les era simpático porque aquellos ojos los ponían a la defensiva, hacían que se sintieran inferiores a lo que ellos en secreto creían ser. Y César nunca se molestó en condenarlos por lo que ellos consideraban fallos de menor cuantía; sólo iba a hablar con ellos cuando las cosas eran realmente graves, como ahora. Por eso las apariciones de César eran una especie de recordatorio de un presagio de fatalidad, que tenía la tendencia a despojarlos de la capacidad de defenderse, de luchar contra él.

Así que Marco Antonio respondió de mala gana:

– No estamos ni remotamente implicados. Clodio decía que Catilina era un perdedor.

– Y lo que dice Clodio es cierto, ¿no?

– Suele serlo.

– Estoy de acuerdo -dijo César inesperadamente-. Es bastante astuto.

– ¿Qué va a pasar? -preguntó Cayo Antonio bruscamente.

– A vuestro padrastro lo juzgarán por traición, lo hallarán culpable y lo condenarán -respondió César-. Ha confesado, no le ha quedado más remedio que hacerlo. Los pretores de Cicerón cogieron a los alóbroges con dos cartas suyas incriminatorias, y no se trata de falsificaciones, os lo puedo asegurar.

– Mamá tiene razón, entonces. Lo perderá todo.

– Intentaré ocuparme de que no sea así, y habrá una buena cantidad de hombres que estarán de acuerdo conmigo. Ya es hora de que Roma deje de castigar a la familia de un hombre por los crímenes que ese hombre ha cometido. Cuando yo sea cónsul intentaré poner en las tablillas una ley a tal efecto.

– Empezó a volver sobre sus pasos, hacia el atrio-. Personalmente no puedo hacer nada por vuestra madre, Antonio. Ella necesita compañía femenina. En cuanto mi madre vuelva a casa, ahora está en la Bona Dea, la enviaré aquí.

– Una vez en el atrio echó una mirada a su alrededor-. Lástima que Sura no coleccionase obras de arte; habrías podido tener unas cuantas cosas que guardar para el futuro antes de que el Senado llegue y empiece a confiscar. Aunque era en serio lo que he dicho, haré todo lo que pueda para asegurarme de que lo poco que tiene Sura no sea confiscado. Supongo que para eso se unió a la conspiración, para incrementar su fortuna.

– Oh, indudablemente -dijo Antonio mientras acompañaba a César hasta la puerta-. Siempre se estaba quejando de que la expulsión del Senado lo había arruinado gravemente; decía que él no había hecho nada que justificara esa expulsión. Siempre ha mantenido que el censor Léntulo Clodiano se la tenía jurada. Parte de las disputas familiares se remontan al tiempo en que Clodiano fue adoptado en el seno de los Léntulos.

– ¿A ti te cae bien? -preguntó César al tiempo que traspasaba el umbral.

– ¡Oh, sí! ¡Sura es un tipo realmente espléndido, el mejor de los hombres!

Y aquello era interesante, pensó César mientras regresaba al Foro y a la domus publica. ¡No todos los padrastros habrían logrado hacerse querer por aquel trío de jóvenes! Eran unos Antonios de los más típicos: descuidados, apasionados, impulsivos, propensos a dar gusto a las lujurias, fueran del tipo que fuesen. ¡Nada de cabezas políticas sobre aquellos anchos hombros! Unos brutos robustos, los tres, y feos de un modo que las mujeres parecían hallar enormemente atractivo. ¿Qué demonios le harían ellos al Senado cuando tuvieran edad suficiente para presentarse a cuestores? Siempre que, claro está, tuvieran dinero para presentarse. Crético se había suicidado tras caer en desgracia, aunque nadie se había movido para acusarle póstumamente por crímenes contra el Estado; le había faltado sentido común y un poco de juicio, no lealtad a Roma. Sin embargo, su hacienda estaba ya bastante mermada cuando Julia Antonia se casó con Léntulo Sura, un hombre sin hijos propios y que tampoco disponía de una gran fortuna. Lucio César tenía un hijo y una hija; los Antonios tampoco podían esperar nada por aquella parte. Lo cual significaba que dependería de él, César, intentar mejorar la fortuna de los Antonios. De cómo iba a hacerlo no tenía ni la menor idea, pero lo haría. El dinero siempre aparecía cuando se le necesitaba desesperadamente.

Al fugitivo Lucio Tarquinio, que había saltado desde el puente Mulvio al Tíber, se le apresó en la carretera que llevaba a Fésulas y se le condujo hasta Cicerón antes de que el Senado se reuniera en el templo de la Concordia el día después de la Bona Dea. Como su casa estaba cerrada para él, había pasado la noche con Nigidio Figulo, que con muy buen sentido había invitado a Ático y a Quinto a cenar. Habían pasado una agradable velada que se había hecho aún más agradable cuando Terencia envió un mensaje diciendo que después de apagarse el fuego en el altar a la Bona Dea, una enorme llamarada se había elevado súbitamente, lo cual habían interpretado las vestales como señal de que había salvado a la patria.

¡Oué idea más deliciosa era aquélla! Padre de la patria. Salvador de la patria. El, el huésped procedente de Arpinum.

Sin embargo, no se encontraba enteramente a gusto. A pesar del tranquilizador discurso que había dirigido al pueblo desde la tribuna, los clientes de aquella mañana que habían logrado seguirle hasta la casa de Nigidio Figulo se mostraban nerviosos, ansiosos, incluso asustados. ¿Cuánta gente corriente de la ciudad de Roma estaba a favor de un nuevo orden… y de una cancelación general de deudas? Mucha, al parecer; Catilina bien podría haber sido capaz de tomar la ciudad desde dentro la noche de las Saturnales. Todas aquellas esperanzas de los pechos angustiados desde el punto de vista financiero se habían visto permanentemente defraudadas como cosa del pasado, y aquellos que habían albergado esperanzas se daban cuenta ahora de que no habría ninguna tregua. Roma parecía pacífica; pero los clientes de Cicerón insistían en que había ciertas corrientes subterráneas de violencia. Y Ático también. ¡Y aquí estoy yo, pensaba Cicerón, consciente de un diminuto asomo de pánico, responsable de haber detenido a cinco hombres! Hombres con influencia y clientes, en especial Léntulo Sura. Pero Statilio era de Apulia, y Gabinio Capitón del sur de Picenum: dos lugares con una historia de revueltas o de devoción a una causa italiana más que a una causa romana. En cuanto a Cayo Cetego… ¡a su padre se le había conocido como el rey de los diputados! Enorme riqueza e influencia por esa parte. Y él, Cicerón, el cónsul senior, era el único responsable del arresto y detención de todos ellos; de haber sacado a la luz las pruebas tangibles que habían hecho que todos se desmoronasen y confesasen. Por ello sería también responsable cuando fueran condenados en juicio, y aquél iba a ser un proceso largo durante el cual las violentas corrientes subterráneas podían hervir hasta salir a la superficie. Ninguno de los pretores de aquel año querría aceptar el deber de ser presidente de un Tribunal de Traición formado especialmente; los juicios por traición habían sido tan escasos últimamente que ningún pretor había sido asignado para ello desde hacía dos años. Por ello los prisioneros de Cicerón continuarían viviendo bajo custodia en Roma hasta que estuviera bien avanzado el año nuevo, lo cual también significaba que nuevos tribunos de la plebe como Catón estarían revoloteando para saltar al menor resbalón legal.

¡Ojalá, pensaba Cicerón mientras conducía a su prisionero Tarquinio al templo de la Concordia, aquellos hombres desgraciados no tuvieran que ser sometidos a juicio! Eran culpables; todos lo habían oído de los propios labios de los acusados. Serían condenados; no podrían ser absueltos ni por el más indulgente o corrupto de los jurados. Y al final serían… ¿ejecutados? ¡Pero los tribunales no podían ejecutar! Lo más que los tribunales podían hacer era declarar el exilio permanente y confiscar todas las propiedades. Y tampoco un juicio en la Asamblea Popular podía dictar una sentencia de muerte. Para obtener tal cosa haría falta un juicio en las Centurias bajo la acusación de perduellio, y, ¿quién iba a decir qué podía acarrear tal veredicto, con frases como «una cancelación general de deudas» todavía circulando de boca en boca? A veces, pensaba el Campeón de los Tribunales mientras avanzaba con paso cansado, los juicios eran un desgraciado fastidio.

Lucio Tarquinio tenía pocos datos nuevos que aportar cuando empezó el interrogatorio en el templo de la Concordia. Cicerón se reservó el privilegio de hacer las preguntas él mismo, y llevó a Tarquinio por todos los pasos que condujeron a la captura en el puente Mulvio. Después de lo cual, el cónsul senior abrió el turno de preguntas en la Cámara, pues opinaba que quizá fuera prudente permitir que alguien más se cubriera de un poco de gloria.

Lo que no se esperaba fue la respuesta que Tarquinio dio a la primera de tales preguntas, que le fue formulada por Marco Porcio Catón.

– Para empezar, ¿por qué estabas tú con los alóbroges? -le preguntó Catón con aquella voz fuerte y ronca.

– ¿Eh? -dijo Tarquinio, un tipo descarado con escaso respeto por sus superiores senatoriales.

– Tito Volturcio era el guía de los alóbroges, Marco Cepario dijo que él se hallaba presente para informar del resultado de la reunión de los alóbroges con Lucio Sergio Catilina a los conspiradores a su regreso a Roma. ¿Y tú qué hacías con ellos, Tarquinio?

– ¡Oh, en realidad yo no tenía mucho que ver con los alóbroges, Catón! -respondió Tarquinio alegremente-. Sólo viajaba con el grupo porque era más seguro y más entretenido que ir al Norte yo solo. No, yo tenía otro asunto que tratar con Catilina.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué asunto era ése? -quiso saber Catón.

– Le llevaba a Catilina un mensaje de Marco Craso.

El pequeño y abarrotado templo quedó sumido en el más absoluto silencio.

– Repite eso, Tarquinio.

– Le llevaba un mensaje de Marco Craso a Catilina.

Se alzó un zumbido de voces, que fue subiendo de volumen hasta que tuvo que hacer que el jefe de sus lictores aporrease el suelo con las fasces.

– ¡Silencio! -rugió.

– Tú le llevabas un mensaje de Marco Craso a Catilina -repitió Catón-. ¿Y dónde está, Tarquinio?

– ¡Oh, no estaba escrito! -gorjeó Tarquinio, que parecía muy contento-. Lo llevaba dentro de la cabeza.

– ¿Sigues teniéndolo dentro de la cabeza? -le preguntó Catón al tiempo que miraba a Craso, que estaba sentado en su taburete con aspecto atónito.

– Sí. ¿Quieres oírlo?

– Gracias.

Tarquinio se puso de puntillas y comenzó a dar saltitos.

– Marco Craso dice que te alegres, Lucio Catilina. Roma no está completamente unida en contra tuya, cada vez hay más gente importante que se une a ti -entonó Tarquinio.

– ¡Es tan astuto como una rata de cloaca! -rugió Craso-. ¡Me acusa, y eso significa que para limpiar mi nombre tendré que gastar gran parte de mi fortuna consiguiendo que hombres como él sean absueltos!

– ¡Muy bien! -gritó César.

– ¡Pues no lo haré, Tarquinio! -continuó Craso-. Tómala con otro que sea más vulnerable. Marco Cicerón sabe muy bien que yo fui la primera persona de todo este cuerpo de hombres en acudir a él con pruebas específicas. Y acompañado de dos testigos irreprochables, Marco Marcelo y Quinto Metelo Escipión.

– Eso es absolutamente cierto -dijo Cicerón.

– Así es -dijo Marcelo.

– Así es -repitió Metelo Escipión.

– Entonces, Catón, ¿quieres llevar más lejos este tema? -preguntó Craso, que detestaba a Catón.

– No, Marco Craso, no. Está claro que es una invención.

– ¿Está de acuerdo la Cámara? -exigió Craso.

Los miembros de la Cámara levantaron la mano para poner de manifiesto que estaban de acuerdo.

– Lo cual significa que nuestro querido Marco Craso es un pez lo bastante grande como para escupir el anzuelo sin que le desgarre la boca siquiera -dijo Catulo-. ¡Pero yo tengo que hacer la misma acusación a un pez mucho más pequeño! ¡Yo acuso a Cayo Julio César de tomar parte en la conspiración de Catilina!

– ¡Y yo me uno a Quinto Lutacio Catulo en esa acusación! -rugió Cayo Calpurnio Pisón.

– ¿Alguna prueba? -preguntó César sin molestarse siquiera en ponerse en pie.

– Las pruebas vendrán más tarde -sentenció Catulo con cierto aire de engreimiento.

– ¿En qué consisten? ¿Cartas? ¿Mensajes verbales? ¿Pura imaginación?

– ¡Cartas! -dijo Cayo Pisón.

– ¿Y dónde están esas cartas? -preguntó César sin alterarse-. ¿A quién van dirigidas, si es que se supone que las he escrito yo? ¿O tienes problemas falsificando mi letra, Catulo?

– ¡Se trata de correspondencia entre Catilina y tú! -le dijo a gritos Catulo.

– Me parece que sí que le escribí una vez -dijo César tras pensarlo un poco-. Debió de ser cuando él era propretor en la provincia de África. Pero, por supuesto, no le he vuelto a escribir desde entonces.

– ¡Lo has hecho! ¡Lo has hecho! -dijo Pisón sonriendo-. ¡Te tenemos, César! ¡Escabúllete como quieras! ¡Te tenemos!

– En realidad -dijo César- no es así, Pisón. Pregúntale a Marco qué ayuda presté yo en su caso contra Catilina.

– No te molestes, Pisón -dijo Quinto Arrio-. Con mucho gusto te diré lo que Marco Cicerón puede confirmar. César me pidió que fuera a Etruria y hablase con los veteranos de Sila que se encontraban en los alrededores de Fésulas. El sabía que ningún otro que tuviese una posición importante le inspiraría confianza a esos veteranos, y por eso me lo pidió a mí. Le complací de buen grado, aunque me di patadas en mi propio culo por no habérseme ocurrido a mí la idea. Pero no se me ocurrió. Hace falta ser un hombre como César para ver con claridad los acontecimientos. Si César hubiera formado parte de la conspiración, nunca habría fingido.

– Quinto Arrio dice la verdad -intervino Cicerón.

– ¡Así que vosotros dos sentaos y cerrad la boca! -dijo bruscamente César- ¡Si un hombre mejor que tú te derrota en la elección a pontífice máximo, Catulo, pues acéptalo! ¡Y tú, Pisón, te habrás gastado una fortuna en sobornos para salir absuelto en mi tribunal! Pero, ¿por qué teñiros de deshonra movidos tan sólo por el despecho? ¡Esta Cámara os conoce, esta Cámara sabe de lo que sois capaces!

Quizás hubiera habido más que decir sobre aquel tema, pero llegó un mensajero a toda carrera para informar a Cicerón de que un grupo de esclavos manumitidos pertenecientes a Cetego y a Léntulo Sura estaban reclutando por toda la ciudad con cierto éxito, y que cuando tuvieran hombres suficientes pensaban atacar las casas de Lucio César y de Cornificio, rescatar a Léntulo Sura y a Cetego, instaurarlos como cónsules y luego rescatar a los demás prisioneros y apoderarse de la ciudad.

– ¡Este tipo de cosas van a estar sucediendo hasta que terminen los juicios! -dijo Cicerón-. ¡Lo tendremos durante meses, padres conscriptos, durante meses! ¡Empezad a pensar cómo podemos reducir ese tiempo, os lo ruego!

Disolvió la reunión e hizo que sus pretores llamasen a la milicia de la ciudad; se enviaron destacamentos a todas las casas de los custodios, se pusieron guarniciones en todos los lugares públicos, y un grupo de caballeros de las Dieciocho, incluido Ático, se dirigió al Capitolio para defender el templo de Júpiter Óptimo Máximo.

– ¡Oh, Terencia, no quiero que mi año como cónsul acabe en la incertidumbre y el posible fracaso, no después de un triunfo tan grande! -le gritó a su esposa cuando llegó a casa.

– Porque mientras esos hombres estén dentro de Roma y Catilina se halle en Etruria con un ejército, todo este asunto está pendiente de un hilo -le dijo ella.

– Exactamente, querida mía.

– Y tú acabarás como Lúculo: harás todo el trabajo y verás cómo Silano y Murena se llevan el mérito, porque ellos serán cónsules cuando todo esto acabe.

En realidad eso ya se le había ocurrido a Cicerón, pero al oírselo decir a su esposa tan sucintamente, se estremeció. ¡Sí, así era exactamente como resultarían las cosas! Engañado por el tiempo y la tradición.

– Bueno -dijo Cicerón, irguiendo los hombros-, si haces el favor de excusar mi ausencia del comedor, creo que me retiraré al despacho y me encerraré allí hasta que pueda dar con una solución.

– Tú ya conoces la solución, marido. Sin embargo, te comprendo. Lo que necesitas es afirmar tu valor. Mientras lo intentas, ten presente en la mente que la Bona Dea está de tu parte.

– ¡Que se pudran, digo yo! -le dijo Craso a César con mucha violencia para ser un hombre tan plácido-. ¡Por lo menos la mitad de esos fellatores están ahí sentados esperando que Tarquinio haga valer sus acusaciones! ¡Fue una suerte para mí que Quinto Curio eligiera mi puerta para dejar su montoncito de cartas! De otro modo, hoy me habría visto en un serio problema.

– Mi defensa fue más tenue -dijo César-, pero, felizmente, también lo fueron las acusaciones. ¡Estúpido! Catulo y Pisón sólo tuvieron la idea de acusarme a mí cuando Tarquinio te acusó a ti.

Si se les hubiera ocurrido anoche, habrían podido falsificar algunas cartas. O no habrían debido decir nada hasta que hubieran podido falsificar las cartas. ¡Una de las cosas que siempre me animan, Marco, es lo espesos que son mis enemigos! ¡Creo que es un gran consuelo saber que nunca encontraré un adversario tan inteligente como yo!

Aunque estaba acostumbrado a que César hiciera declaraciones de ese tipo, no obstante Craso se encontró mirando con fascinación a aquel hombre más joven que él. ¿Es que nunca dudaba de sí mismo? Si lo hacía, Craso nunca había visto ni señal de ello. Menos mal que César era un hombre frío. De otro modo Roma podría encontrarse deseando tener un millar de Catilinas.

– Mañana no asistiré a la reunión del Senado -dijo Craso poco después.

– ¡Ojalá asistieras! Promete ser interesante.

– ¡Me da igual que sea más fascinante que dos gladiadores perfectamente igualados! Que Cicerón se quede con su gloria. ¡Pater patriae! ¡Bah! -gruñó.

– ¡Oh, Catón lo dijo como un sarcasmo, Marco!

– ¡Eso ya lo sé, César! Lo que me fastidia es que Cicerón se lo tome al pie de la letra.

– Pobre hombre. Debe de ser horrible tener que estar siempre asomándose al interior desde fuera.

– ¿Te encuentras bien, César? ¿Sientes lástima por él? ¿Tú?

– Oh, es que de vez en cuando me sale la vena compasiva. Que Cicerón me la despierte no es ningún misterio. Resulta un blanco tan vulnerable.

A pesar de tener que organizar la milicia y pensar en cómo dilucidar el problema que suponía para sí mismo el tiempo de que disponía, también había dedicado tiempo a pensar en convertir el templo de la Concordia en un local más aceptable para que el Senado lo ocupase. Así, cuando los senadores se presentaron al amanecer del día siguiente, cinco de diciembre, se encontraron con que los carpinteros se habían afanado con cierta eficacia. Había tres gradas a cada lado, más altas aunque más estrechas, y un estrado al fondo para los magistrados curules, con un banco delante del mismo para los tribunos de la plebe.

– No podréis sentaros en vuestros taburetes, las gradas son demasiado estrechas, pero podréis usar las propias gradas como asientos -dijo el cónsul senior. Apuntó hacia lo alto de las paredes laterales y de la del fondo-. También he instalado abundantes respiraderos.

Quizás habían acudido unos trescientos hombres, algunos menos que en los primeros días; después de un breve intervalo para instalarse como gallinas en un gallinero, el Senado dio muestras de estar dispuesto para comenzar con los asuntos del día.

– Padres conscriptos -comenzó a decir Cicerón en tono solemne-, he reunido a este cuerpo una vez más para hablar de algo que no nos atrevemos a posponer, ni a volverle la espalda. A saber, qué hacer con nuestros cinco prisioneros. En muchos aspectos esta situación se parece a la que existió hace treinta y siete años, después de que Saturnino y sus rebeldes confederados se rindieron tras haber ocupado el Capitolio. ¡Nadie sabía qué hacer con ellos! Nadie estaba dispuesto a aceptar la custodia de unos individuos tan desesperados cuando la ciudad de Roma, de todos era sabido, albergaba tantos simpatizantes: la casa de un hombre que accediera a aceptar la custodia de alguno de ellos podía ser incendiada hasta acabar destruida por completo; él mismo podía morir, su prisionero podía ser liberado. Así que al final el traidor Saturnino y sus catorce secuaces principales fueron encerrados en nuestra amada Cámara del Senado, la Curia Hostilia. Sin ventanas, con sólidas puertas de bronce. Impenetrable. Entonces un grupo de esclavos, conducidos por un tal Sceva, se subió al tejado, arrancaron las tejas y las utilizaron para matar a los hombres que estaban en el interior. Un hecho deplorable… ¡pero también un gran alivio! Una vez que Saturnino estuvo muerto, Roma se calmó y el problema desapareció por completo. Admito que la presencia de Catilina en Etruria es una complicación añadida, ¡pero lo primero y más importante es que tranquilicemos a la ciudad de Roma!

Cicerón hizo una pausa, pues sabía perfectamente que algunos de los hombres que le escuchaban habían formado parte del grupo al que Sila había instado a subirse al tejado de la Curia Hostilia, y que no había habido en aquel grupo ningún esclavo. El dueño del esclavo Sceva había estado presente, Quinto… ¿Crotón? Y cuando el tumulto había remitido lo suficiente como para considerar que todo había terminado verdaderamente, Crotón había liberado a Sceva con abundantes elogios públicos por su hazaña… y por lo tanto libre de toda culpa. Una historia que Sila nunca desmintió, muy especialmente después de convertirse en dictador. ¡Los esclavos eran tan útiles!

– ¡Padres conscriptos -continuó diciendo Cicerón con gravedad-, estamos sentados sobre un volcán! Hay cinco hombres bajo arresto en distintas casas, cinco hombres que delante de vosotros y dentro de esta Cámara se desmoronaron y confesaron libremente todos sus crímenes. ¡Confesaron alta traición! ¡Sí, se declararon culpables por boca propia después de ver pruebas tan concretas que la mera existencia de las mismas los condenaba! Y al confesar ellos, condenaron también a otros hombres, que ahora están bajo orden de captura cuando y donde quiera que se les encuentre. Considerad entonces qué ocurrirá cuando se les encuentre. Tendremos algo así como veinte hombres bajo custodia en casas corrientes de Roma hasta que se les someta a todo el atrozmente lento proceso judicial.

«Ayer vimos uno de los males que surgen de esta horrible situación. Un grupo de hombres se agruparon y consiguieron reclutar hombres para que nuestros traidores, que se han confesado a sí mismos como tales, pudieran ser liberados de la custodia a que están sometidos, para que los cónsules fueran asesinados, y luego instalarlos a ellos como cónsules. En otras palabras, la revolución va a continuar mientras esos traidores confesos permanezcan dentro de Roma y el ejército de Catilina permanezca dentro de Italia. Mediante una rápida actuación, conseguí desviar el intento de ayer. Pero seguiré siendo cónsul durante poco tiempo más, menos de un mes. Sí, padres conscriptos, el relevo anual se nos está echando encima, y no estamos en condiciones saludables para afrontar un cambio de magistrados.

«Mi mayor ambición es dejar el cargo dejando bien atado el extremo que supone esta catástrofe y con ello hacerle llegar a Catilina el mensaje de que no tiene aliados dentro de Roma con suficiente poder para ayudarle. Y hay un modo de hacerlo…

El cónsul senior hizo una pausa para que sus palabras fueran asimiladas, deseando que su antiguo enemigo y amigo Hortensio estuviera en la Cámara. Hortensio vería la belleza de aquel argumento, mientras que los demás sólo verían la conveniencia. En cuanto a César, bueno… ni siquiera estaba seguro de que le importase la aprobación de César, ni como abogado ni como hombre. Craso no se había molestado en acudir, pero afortunadamente era la última persona a la que Cicerón quería impresionar con aquel razonamiento legal.

– Hasta que Catilina y Manlio sean derrotados o se rindan, Roma continúa existiendo bajo la ley marcial de un senatus consultum ultimum. Exactamente igual que Roma estuvo bajo un senatus consultum ultimum cuando Saturnino y sus secuaces perecieron en la Curia Hostilia. Ello significó que no se le pudo pedir cuentas a nadie de llevar los asuntos a aquel inevitable extremo y ejecutar a los rebeldes. El senatus consultum ultimum extendió la impunidad a todos aquellos que participaron en el lanzamiento de las tejas, por muy esclavos que fueran, porque el amo de un esclavo ha de responder ante la ley de los actos de sus propios esclavos; por ello todos los hombres que eran propietarios de aquellos esclavos podrían haberse visto metidos en un proceso por asesinato, de no haber sido por el senatus consultum ultimum, el decreto general que en una situación de emergencia el Senado está autorizado a dictar para conservar el bienestar del Estado, no importa qué se necesite para mantenerlo.

«Pensad en los traidores confesos que tenemos aquí en Roma, además de los otros traidores que estamos buscando porque huyeron antes de que pudiéramos prenderlos. Todos culpables por boca de los cinco hombres que tenemos bajo custodia, por no mencionar el testimonio qué habéis oído de Quinto Curión, Tito Volturcio, Lucio Tarquinio y Erogo, de los alóbroges. Bajo las condiciones de un senatus consultum ultimum en vigor, estos traidores confesos no tienen que ser juzgados. Puesto que en el momento presente nos hallamos en medio de una horrible emergencia, este augusto cuerpo de hombres, el Senado de Roma, está revestido de poder para hacer cualquier cosa que sea necesaria para preservar el bienestar de Roma. ¡Conservar a estos hombres bajo custodia en espera de un proceso judicial y después tener que airearlos en el Foro público durante el juicio equivale a promover una nueva rebelión! Sobre todo si Catilina y Manlio, a los que se ha declarado formalmente enemigos públicos, siguen en libertad en Italia con un ejército. ¡Ese ejército incluso podría caer sobre nuestra ciudad en un intento por liberar a los traidores durante los juicios!

¿Los había convencido? Sí, decidió Cicerón. Hasta que miró a César, que estaba sentado muy erguido en el escalón de abajo, con los labios apretados y dos puntos de color escarlata ardiéndole en las blancas mejillas. Encontraría oposición en César, un gran orador. Pretor urbano electo, cosa que significaba que le correspondía hacer uso de la palabra muy pronto a menos que el orden cambiase.

¡Tenía que conseguir que sus argumentos calasen en los demás antes de que César hablase! Pero, ¿cómo? Los ojos de Cicerón se pasearon por las gradas situadas detrás de César hasta que se le iluminaron al caer sobre Cayo Rabirio, que llevaba en el Senado cuarenta años y no se había presentado ni una sola vez como candidato a una magistratura, lo cual significaba que seguía siendo un pedarius. La quintaesencia de los que se sientan en los bancos de atrás. ¡No es que Rabirio fuera precisamente un dechado de virtudes viriles! Gracias a muchos turbios tratos e inmoralidades, Rabirio gozaba de poco afecto entre la mayor parte de los habitantes de Roma. También era uno de aquel grupo de nobles que se había subido a escondidas al tejado de la Curia Hostilia, había arrancado las tejas, había bombardeado a Saturnino…

– Si este cuerpo hubiera de decidir el destino de los cinco hombres que se encuentran bajo custodia y de los hombres que han huido, sus miembros estarían, desde el punto de vista legal, tan libres de culpa como… como… ¡pues algo así como si intentásemos acusar y juzgar al querido Cayo Rabirio del cargo de que él asesinó a Saturnino! A todas luces ridículo, padres conscriptos. El senatus consultum ultimum lo abarca todo, y además lo permite todo. Voy a abogar porque en el debate de hoy esta Cámara llegue a tomar una decisión sobre el destino de nuestros cinco prisioneros confesos, que se han declarado culpables ellos mismos. Mantenerlos encerrados para llevarlos a juicio sería, en mi opinión, poner en peligro a Roma. ¡Debatamos hoy aquí este asunto y decidamos qué hacer con ellos bajo la protección general existente del senatus consultum ultimum! A la luz de ese decreto podemos ordenar que se les ejecute, que se les destierre para siempre, o que se les confisquen las propiedades o que se les prohíba el fuego y el agua dentro de Italia para el resto de sus vidas.

Tomó aliento y se preguntó cómo reaccionaría Catón, pues estaba seguro de que también se opondría. Sí, Catón se hallaba sentado y estaba muy rígido y con una mirada furiosa. Pero como tribuno de la plebe electo, su turno para hablar quedaba al final en el orden jerárquico de oradores.

– Padres conscriptos, no es cosa mía tomar una decisión sobre este asunto. He cumplido con mi deber haciéndoos un resumen de los aspectos legales de la situación e informándoos de lo que podéis hacer bajo un senatus consultutn ultimum. Personalmente estoy a favor de tomar una decisión hoy aquí, no de esperar a hacerles un proceso judicial. Pero me niego a indicar con exactitud lo que debería hacer este cuerpo con los culpables. Eso es algo que le corresponde mejor a algún otro hombre que no sea yo.

– Una pausa, una desafiante mirada a César, otra a Catón-. Dispongo que el turno de palabras no responda a las magistraturas elegidas, sino a la edad, la sabiduría y la experiencia. Por lo tanto le pediré al cónsul senior electo que hable en primer lugar, luego el cónsul junior electo, y después pediré la opinión de cada uno de los consulares que se hallan presentes hoy aquí. Catorce en total, según mis cálculos. Seguidamente hablarán los pretores electos, empezando por Cayo Julio César, el pretor urbano electo. A continuación de los pretores electos hablarán los pretores, luego los ediles electos y los ediles, los plebeyos antes que los curules. Después les llegará el turno a los tribunos de la plebe electos, y finalmente a los actuales tribunos de la plebe. Dejo pendiente una decisión acerca de los ex pretores, pues ya he enumerado a sesenta oradores, aunque tres de los actuales pretores están en el campo de batalla contra Catilina y Manlio, por ello suman cincuenta y siete sin llamar a los ex pretores.

– Cincuenta y ocho, Marco Tulio.

¿Cómo se le podía haber pasado por alto a Metelo Celer, pretor urbano?

– ¿No deberías estar en Picenum con un ejército?

– Si lo recuerdas, Marco Tulio, tú mismo me delegaste para que fuera a Picenum con la condición de que regresase a Roma cada undécimo día, y que permaneciera en Roma durante doce días para cuando llegase el momento del cambio de tribunos.

– Así es. Cincuenta y ocho oradores, entonces. Eso significa que ninguno dispone de tiempo para labrarse una reputación de orador deslumbrante, ¿comprendido? ¡Este debate debe terminar hoy! Quiero que toméis una decisión antes de que se ponga el sol. Por ello os aviso sin engaño, padres conscriptos, de que os cortará en seco si empezáis con oratorias.

Cicerón miró a Silano, cónsul senior electo.

– Décimo Junio, empieza el debate.

– Teniendo en cuenta tu advertencia acerca del tiempo de que disponemos, Marco Tulio, seré breve -dijo Silano, que por el tono de voz parecía un poco desvalido; el hombre que hablaba en primer lugar se suponía que había de establecer el curso del debate y llevar por aquel camino a todos los sucesivos oradores. Cicerón sabía hacerlo, siempre lo hacía. Pero Silano no sabía si podría, especialmente porque no tenía ni idea de qué camino tomaría la Cámara acerca de aquel tema.

Cicerón había dejado todo lo claro que se había atrevido que él abogaba por la pena de muerte… pero, ¿qué querrían todos los demás? Así que al final Silano se comprometió y se mostró a favor de «la pena última», lo cual todo el mundo dio por sentado que significaba la pena de muerte. Se las arregló para no mencionar en modo alguno un proceso judicial, cosa que todo el mundo interpretó como que no debía haber proceso judicial.

Luego llegó el turno de Murena; él también se mostró a favor de«la pena última».

Cicerón, naturalmente, no habló, y Cayo Antonio Híbrido estaba en el campo de batalla. Así que el siguiente de la orden era el líder de la Cámara, Mamerco, el príncipe del Senado, el consular de mayor categoría. A pesar de sentirse incómodo optó por «la pena última». Luego los consulares que habían sido censores -Gelio Publícola, Catulo, Vatia Isáurico, un preocupado Lucio Cotta- se pronunciaron por «la pena última». Después de los cuales venían los consulares que no habían sido censores, por orden de edad: Curión, los dos Lúculos, Pisón, Glabrio, Volcacio Tulo, Torcuato, Marcio Figulo. Todos dijeron que «la pena última». Actuando de forma muy correcta, Lucio César se abstuvo.

Hasta el momento todo iba bien. Ahora le tocaba el turno a César, y como pocos conocían sus puntos de vista tan bien como los conocía Cicerón, lo que tenía que decir fue una sorpresa para muchos. Incluso, eso se vio claramente, para Catón, que no había buscado un aliado tan desconcertante e indeseado.

– El Senado y el pueblo de Roma, que juntos constituyen la República de Roma, no hacen concesiones para el castigo de ciudadanos de pleno derecho sin un juicio -dijo César con aquella voz alta, clara y atractiva-. Quince personas acaban de abogar por la pena de muerte, pero ninguna de ellas ha mencionado un proceso judicial. Está claro que los miembros de este cuerpo han decidido revocar la República para retroceder en la historia de Roma en busca de un veredicto sobre el destino de veintiún ciudadanos de la República, incluido un hombre que ha sido cónsul en una ocasión y pretor en dos, y que en este momento sigue siendo pretor legalmente elegido. Por ello, no malgastaré el tiempo de esta Cámara alabando a la República ni a los procesos judiciales y de apelación a los que todo ciudadano de la República tiene derecho antes de que sus iguales puedan aplicarle una sentencia de ninguna clase. En cambio, puesto que mis antepasados los Julios fueron padres durante el reinado de Tulo Hostilio, limitaré mis comentarios a la situación tal como era durante el reinado de los monarcas.

– Los miembros de la Cámara se habían puesto ahora en una posición más erguida. César continuó hablando-: Con confesión o sin ella, una sentencia de muerte no es el estilo romano. No fue el estilo romano bajo el gobierno de los reyes, aunque éstos dieron muerte a muchos hombres igual que nosotros hacemos hoy: mediante el asesinato durante actos de violencia pública. El rey Tulo Hostilio, a pesar de ser un guerrero como era, dudó en aprobar una sentencia formal de muerte. No parecía bien, eso pudo comprenderlo con tanta claridad que fue él quien le aconsejó a Horacio que apelase cuando el duumviri lo condenó por el asesinato de su hermana Horacia. Los cien padres, los antepasados de nuestro Senado republicano, no eran propensos a la misericordia, pero cogieron la indirecta del rey y desde entonces establecieron el precedente de que el Senado de Roma no tenía derecho a condenar a los romanos a muerte. Cuando los romanos son condenados a muerte por hombres que están en el gobierno, ¿quién no recuerda a Mario y a Sila?, ello significa que el buen gobierno ha perecido, que el Estado ha degenerado.

»Padres conscriptos, dispongo de poco tiempo, así que sólo diré esto: ¡No volvamos a la época de los reyes si eso significa ejecución! La ejecución no es un castigo adecuado. La ejecución es muerte, y la muerte no es más que el sueño eterno. Cualquier hombre sufrirá más si se le condena a vivir en el exilio que si muere! Cada día ha de pensar en que se ha visto reducido a la no ciudadanía, a la pobreza, al desprecio, a la oscuridad. Se derriban sus estatuas públicas; su imago no puede llevarse en ninguna procesión funeral de la familia, ni exhibirse en ninguna parte. Es un paria, un desgraciado y vil. Sus hijos y nietos deben bajar siempre la cabeza con vergüenza, su esposa y sus hijas lloran. Y todo esto él lo sabe porque continúa vivo, sigue siendo un hombre, con todos los sentimientos, las debilidades y las energías de un hombre, que en estos casos no le sirven más que para atormentarse. La muerte en vida es infinitamente peor que la muerte auténtica. Yo no le temo a la muerte con tal de que sea súbita. A lo que yo le temo es a alguna situación política que pudiera tener como resultado el exilio permanente, la pérdida de mi dignitas. Y si no soy otra cosa, soy romano hasta el más minúsculo de los huesos, hasta la más diminuta tira de tejido. Venus me hizo, y Venus hizo a Roma.

Silano parecía confuso, Cicerón enojado, todos los demás muy pensativos, incluso Catón.

– Aprecio lo que el instruido cónsul senior ha dicho acerca de lo que insiste en llamar el senatus consultum ultimum: que bajo su amparo todas las leyes y procedimientos quedan en suspenso. Comprendo que la principal preocupación del instruido cónsul senior sea el presente bienestar de Roma, y que considere que la estancia continuada de esos traidores confesos dentro de los muros de nuestra ciudad sea un peligro. Quiere acabar con el asunto tan rápidamente como sea posible. ¡Bueno, yo también! Pero no con una sentencia de muerte, si para ello debemos volver a los tiempos de los reyes. No me preocupa nuestro instruido cónsul, ni ninguno de los catorce brillantes hombres que se encuentran sentados aquí y ya han sido cónsules. No me preocupan los cónsules del año que viene, ni los pretores de este año, ni los pretores del año que viene, ni todos aquellos hombres que están aquí sentados y que ya han sido pretores y quizás esperen ser cónsules algún día.

– César hizo una pausa con un aspecto en extremo solemne-. Lo que me preocupa es algún cónsul del futuro, alguno dentro de diez o veinte años. ¿Qué clase de precedente verá ese cónsul en lo que nosotros hagamos hoy aquí? Verdaderamente, ¿a qué clase de precedente está acudiendo nuestro instruido cónsul senior cuando cita a Saturnino? El día en que todos nosotros realmente sepamos quién ejecutó ilegalmente a ciudadanos romanos sin celebrar un juicio, esos ejecutores nombrados a sí mismos habrán profanado un templo inaugurado debidamente. ¡Porque eso es lo que es la Curia Hostilia! La propia Roma fue profanada. ¡Menudo ejemplo! ¡Pero no es nuestro instruido cónsul quien me preocupa! Es algún otro cónsul, menos escrupuloso y menos instruido, del futuro.

»Conservemos la cabeza fría y miremos este asunto con los ojos bien abiertos y nuestra capacidad de pensar de modo objetivo. Hay otros castigos aparte de la muerte y de un exilio en un lujoso lugar como Atenas o Masilia. ¿Qué os parece Corfinium, o Sulmona, o alguna otra formidable ciudad fortificada en alguna montaña italiana? Ahí es donde hemos colocado durante siglos a nuestros reyes y príncipes capturados. Así que, ¿por qué no hacer lo mismo con enemigos romanos del Estado? Confiscarles sus propiedades para pagar bien a esas ciudades por la molestia, y a la vez asegurarnos de que no escapen. ¡Hacerles sufrir, sí! ¡Pero no matarlos!

Cuando César se sentó nadie habló, ni siquiera Cicerón. Luego el cónsul senior electo, Silano, se puso en pie con cierto aspecto sumiso.

– Cayo Julio, creo que has interpretado mal lo que yo quería decir con «la pena última», y creo que todos los demás han cometido el mismo error. ¡Yo no me refería a la muerte! La pena de muerte no es propia del estilo romano. No, en realidad lo que yo quería decir era en gran parte lo que tú has dicho. Encarcelarlos de por vida en alguna casa de una inexpugnable ciudad de montaña en Italia, a la que se le pague con lo que se obtenga de la confiscación de bienes.

Y a partir de ese momento, todos abogaron por el confinamiento costeado con la confiscación de bienes.

Cuando todos los pretores hubieron acabado, Cicerón levantó la mano.

– Hay demasiados ex pretores para permitir que cada uno de ellos hable, y yo no los había contado en el total de cincuenta y ocho hombres. Aquellos que no deseen añadir nada nuevo al debate, por favor, que levanten la mano en respuesta a las dos preguntas que ahora voy a haceros: ¿quiénes están a favor de una condena a muerte? -Nadie; Cicerón se ruborizó-. ¿Quiénes están a favor de una estricta custodia en una ciudad italiana y la completa confiscación de bienes?

Todos, excepto uno, fue la respuesta.

– Tiberio Claudio Nerón, ¿qué tienes tú que decir?

– Sólo que la ausencia de la palabra «juicio» en todos estos discursos me desazona enormemente. Todo hombre romano, se confiese a sí mismo traidor o no, tiene derecho a un juicio, y estos hombres deben ser juzgados antes de que Catilina, o bien sea denotado, o bien se rinda. Que el autor principal de los hechos sea sometido a juicio el primero de todos.

– ¡Catilina ya no es ciudadano romano! -dijo suavemente Cicerón-. Catilina no tiene derecho a ser juzgado bajo ninguna ley de la República.

– El también debería ser juzgado -dijo obstinadamente Claudio Nerón; y se sentó.

Metelo Nepote, presidente del nuevo colegio de los tribunos de la plebe que entraría en posesión de su cargo al cabo de cinco días, habló en primer lugar. Estaba cansado y hambriento; habían transcurrido ocho horas, lo cual, en realidad, no estaba mal considerando la importancia del tema y el número de hombres que ya habían hablado. Pero lo que temía era a Catón, cuyo turno iba después del suyo; ¿cuándo no era Catón interminable, prolijo, difícil y completamente aburrido? Así que soltó un discurso apoyando a César, y se sentó dirigiéndole a Catón una mirada furibunda.

A Metelo Nepote nunca se le ocurrió que la única razón por la que Catón estaba de pie en la Cámara aquel día como tribuno de la plebe electo se debía por entero a él, a Metelo Nepote. Cuando Nepote había regresado del Este después de una placentera campaña como uno de los legados seniors de Pompeyo el Grande, naturalmente, viajó con cierto estilo. El era uno de los más importantes Cecilios Metelos, era rico en extremo y había logrado enriquecerse aún más desde su marcha al Este, y además, por si era poco, era cuñado de Pompeyo. Así que había viajado por la vía Apia a sus anchas, mucho antes de las elecciones y mucho antes de los calores del verano. Los hombres que tenían prisa viajaban a caballo o en carro, pero Nepote ya estaba harto de ir con prisas; de manera que el medio de transporte que eligió fue una enorme litera que acarreaban nada menos que doce hombres. De este modo Nepote iba cómodamente tumbado en un colchón de plumón cubierto de púrpura de Tiro, y en uno de los rincones llevaba a un criado en cuclillas para que le sirviese comida y bebida, le acercase el orinal y le proporcionase material de lectura.

Como nunca asomaba la cabeza por las cortinas y no veía el exterior, jamás se fijó en las personas que caminaban a pie con las que su comitiva se cruzaba con frecuencia, así que, desde luego, no vio a un grupo de seis peatones, humildes en extremo, que iban en dirección opuesta. Tres de los seis eran esclavos. Los otros tres eran Munacio Rufo, Atenodoro Cordilión y Marco Porcio Catón, que se dirigían a la propiedad que Catón poseía en Lucania para pasar un verano de estudio, libres de la presencia de los niños.

Durante largo rato Catón había permanecido detenido a uno de los lados de la carretera contemplando aquel desfile que pasaba lentamente; estuvo contando el número de personas, contó también el número de vehículos. Esclavos, bailarinas, concubinas, guardas, botín, carromatos, cocina, bibliotecas sobre ruedas y bodegas de vino sobre ruedas.

– Eh, soldados, ¿quién viaja como el potentado Sampsiceramus? -le gritó Catón a uno de los guardias cuando todo aquel desfile casi había terminado de pasar.

– ¡Quinto Cecilio Metelo Nepote, cuñado de Magnus! -le respondió a voces el soldado.

– Pues tiene una prisa terrible -dijo Catón con sarcasmo.

Pero el soldado se tomó el comentario en serio.

– ¡Sí, así es, peregrino! ¡Se presenta candidato a tribuno de la plebe en Roma!

Catón siguió caminando un breve trecho en dirección sur, pero antes de que el sol estuviera a medio camino en su bajada por el cielo en el Oeste, dio media vuelta.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó Munacio Rufo.

– Tengo que volver a Roma y presentarme como candidato a tribuno de la plebe -dijo Catón con los dientes apretados-. Tiene que haber alguien en el colegio de ese payaso que le haga la vida difícil a él y a su todopoderoso amo, Pompeyo Magnus!

No le había ido mal a Catón en las elecciones; había quedado en segundo lugar después de Metelo Nepote. Lo cual significaba que cuando Metelo Nepote se sentó, Catón se levantó.

– ¡La muerte es el único castigo posible! -vociferó. La sala se quedó paralizada, todos los ojos se volvieron hacia Catón con extrañeza. Era tan estricto y tan denodado defensor de la mos maiorum que a nadie se le había ocurrido que su discurso no siguiera la línea de César o la de Tiberio Claudio Nerón-. ¡La muerte es el único castigo apropiado, os digo yo! ¿Qué son todas estas tonterías de la ley y la República? ¿Cuándo ha amparado la República bajo sus faldas a alguien de la misma calaña que estos traidores confesos? Nunca se ha hecho la ley para aquellos que se confiesan a sí mismos traidores. Las leyes se hacen para los seres inferiores. Las leyes se hacen para los hombres que quizá puedan transgredirlas, pero que lo hacen sin intención de dañar a su patria, el lugar que los ha criado y los ha hecho como son.

»¡Mirad a Décimo Junio Silano, un tonto vacilante y débil! ¡Cuando cree que Marco Tulio quiere una sentencia de muerte, sugiere «la pena última»! ¡Luego, cuando habla César, cambia de idea: lo que él había querido decir era lo que decía César! ¿Cómo podría él ofender a su querido César? ¿Y qué decir de este César, este petimetre afeminado y de casta superior que alardea de que es descendiente de dioses y a continuación se caga en los que no somos más que meros hombres? ¡César, padres conscriptos, es el auténtico promotor de este asunto! ¿Catilina? ¿Léntulo Sura? ¿Marco Craso? ¡No, no, no! ¡César! ¡Es el complot de César! ¿No fue César quien intentó asesinar a su tío Lucio Cotta y al colega de éste, Lucio Torcuato, el primer día que estaban en su cargo como cónsules hace tres años? ¡Sí, César prefería a Publio Sila y a Autronio antes que a su tío carnal! ¡César, César, siempre y por siempre César! ¡Miradle, senadores! ¡Es mejor que todos nosotros juntos! Descendiente de dioses, nacido para gobernar, ansioso por manipular los acontecimientos, feliz de empujar a otros hombres a la hoguera mientras él acecha en la sombra! ¡César! Yo te escupo, César! ¡Te escupo!

Y trató de escupir de hecho. Aquella diatriba llena de odio era tan asombrosa que la mayoría de los senadores estaban sentados con la boca abierta. Todos sabían que Catón y César se tenían antipatía mutua; la mayoría sabía que César le había puesto los cuernos a Catón. Pero, ¿todo aquel virulento torrente de insultos exagerados? ¿Aquella implicación de traición? ¿Qué diablos le había dado a Catón?

– Tenemos bajo nuestra custodia a cinco hombres culpables que han confesado sus crímenes y los crímenes de otros dieciséis hombres que no se encuentran bajo nuestra custodia. ¿Qué necesidad hay de un juicio? ¡Un juicio es una pérdida de tiempo y un despilfarro del dinero del Estado! Y, padres conscriptos, dondequiera que haya un juicio, también existe la posibilidad de un soborno. ¡Otros jurados en casos igual de graves que éste han absuelto al acusado a pesar de su manifiesta culpabilidad! ¡Otros jurados han alargado manos avariciosas para coger grandes fortunas de hombres parecidos a Marco Craso, amigo de César y patrocinador financiero! ¿Ha de gobernar Catilina en Roma? ¡No! ¡El que ha de gobernar es César, con Catilina llevando las riendas y Craso libre de hacer lo que le de la gana en el Tesoro!

– Espero que tengas pruebas de todo lo que estás diciendo -le dijo César con suavidad; era bien consciente de que la calma sacaba de quicio a Catón.

– ¡Conseguiré pruebas, no lo dudes! -voceó Catón-. ¡Donde hay malas acciones siempre se acaba por encontrar pruebas! ¡Mira las pruebas que descubrieron a esos cinco hombres traidores! Ellos las vieron, las oyeron y todos ellos confesaron. ¡Esa es la prueba! ¡Y yo encontraré indicios de que César está implicado en esta conspiración y en la de hace tres años! ¡Nada de un juicio para los cinco culpables, afirmo! ¡Nada de un juicio para ninguno de ellos! ¡No deberían escapar a la muerte! César argumenta en petición de clemencia sobre bases filosóficas. La muerte, dice, no es más que el sueño eterno. Pero, ¿lo sabemos con certeza? ¡No, no lo sabemos! ¡Nadie ha regresado de la muerte para contarnos qué sucede una vez que hemos muerto! La muerte es definitiva y, sin duda, más barata y ¡que mueran hoy los cinco!

César volvió a hablar, todavía con suavidad.

– A menos que la traición sea perduellio, Catón, la muerte no es un castigo legal. Y si no tienes intención de juzgar a estos hombres, ¿cómo puedes decidir si han cometido perduellio o maiestas? Parece que argumentas perduellio, pero, ¿es realmente así?

– ¡Este no es momento ni lugar para palabrería legal, aunque tú no tengas otra razón para tu petición de clemencia, César! -dijo con furia Catón-. ¡Deben morir hoy!

Y así continuó, sin tener en cuenta el paso del tiempo. Catón estaba lanzado, la arenga continuaría hasta que viera, satisfecho, que su pura monotonía repetitiva había dejado a todos agotados. La Cámara se encontraba acobardada, estaba a punto de llorar, Catón iba a seguir lanzando improperios hasta que el sol se pusiera y no podrían votar aquel día.

Hizo falta que una hora antes de la puesta del sol un sirviente entrase con sigilo en la Cámara y le entregase discretamente una nota doblada a César.

Catón dio un brinco.

– ¡Ah! ¡El traidor se descubre! -rugió-. Está ahí sentado recibiendo notas traicioneras ante nuestros propios ojos. ¡Hasta ahí llega su arrogancia, el desprecio que siente por esta Cámara! ¡Yo afirmo que eres un traidor, César! ¡Afirmo que esa nota contiene las pruebas!

Mientras Catón atronaba con la voz, César leía la nota. Cuando levantó el rostro tenía en él una expresión muy peculiar: ¿una leve angustia? ¿O diversión?

– Léela en voz alta, César, lee en voz alta! -le pidió a voces Catón. Pero César dijo que no con la cabeza. Dobló la nota, se levantó de su asiento, cruzó la sala hacia la grada del medio, donde se hallaba sentado Catón, y le entregó la nota esbozando una sonrisa.

– Creo que a lo mejor prefieres guardar para ti solo el contenido -dijo.

Catón no leía muy bien. Tardó mucho rato en descifrar los interminables garabatos que no estaban separados más que por columnas -y a veces una palabra continuaba en la línea de más abajo, lo cual venía a aumentar la confusión-. Y mientras murmuraba y se hacía un lío, los senadores permanecieron sentados, agradecidos en cierto modo por aquel relativo silencio y temerosos de que Catón continuase -y temerosos también de que, en efecto, aquella nota revelase una traición.

Un chillido brotó de la garganta de Catón; todo el mundo se sobresaltó. Luego arrugó la nota y se la arrojó a César.

– ¡Guárdatela, asqueroso mujeriego!

Pero la nota no llegó hasta donde se encontraba César, sino que cayó a bastante distancia de donde César se hallaba sentado, Filipo la cogió apresuradamente del suelo… y la abrió en seguida. Mejor lector que Catón, al cabo de unos momentos estaba riéndose a carcajadas; en cuanto hubo terminado la pasó por toda la fila de pretores electos en dirección a Silano y el estrado curul.

Catón se dio cuenta de que había perdido a su audiencia, que estaba muy afanada riendo, leyendo o muriéndose de curiosidad.

– ¡Es típico de este cuerpo que algo tan despreciable y mezquino resulte más fascinante que el destino de los traidores! -dijo a gritos-. Cónsul senior, exijo que la Cámara te de poder bajo las condiciones del existente senatus consultum ultimum para ejecutar inmediatamente a los cinco hombres que se encuentran bajo nuestra custodia, y que apruebe una sentencia de muerte contra otros cuatro hombres: Lucio Casio Longino, Quinto Annio Quilón, Publio Umbreno y Publio Furio, qué se hará efectiva en el mismo momento en que cualquiera de ellos sea capturado.

Desde luego Cicerón, al igual que todos los hombres allí presentes, estaba ansioso por leer la nota de César, pero vio su oportunidad y la aprovechó.

– Gracias, Marco Porcio Catón. Votaremos tu moción de que los cinco hombres que se hallan bajo nuestra custodia sean ejecutados de inmediato, y que los otros cuatro hombres mencionados sean ejecutados en cuanto se les capture. Todos aquellos que estén a favor de una sentencia de muerte, que pasen a mi derecha. Los que no estén a favor, que se sitúen a mi izquierda.

El cónsul senior electo, Décimo Junio Silano, marido de Servilia, recibió la nota justo antes de que hiciera la petición de voto, La nota decía:

Bruto acaba de entrar en casa corriendo para decirme que mi hermanastro barriobajero Catón te ha acusado de traición en la Cámara, ¡a pesar de admitir que no tiene ninguna prueba en absoluto! No hagas caso, mi apreciadísimo y más querido de los hombres. Es despecho porque le robaste a Atilia y le pusiste cuernos en la frente… por no mencionar que yo sé que ella le dijo que él era pipinna comparado contigo. Hecho que yo estoy bien capacitada para afirmar por mí misma. El resto de Roma es pipinna comparado contigo.

Recuerda que Catón no vale siquiera lo que la tierra que hay bajo el pie de un patricio, que no es más que el descendiente de una esclava y de un viejo campesino malhumorado que les dio suficiente coba a los patricios como para lograr que le hicieran censor, y que a partir de ese puesto deliberadamente arruinó a tantos patricios como pudo. A este Catón también le encantaría hacer lo mismo. Odia a todos los patricios, pero a ti en particular. Y si supiera lo que hay entre nosotros, César, aún te odiaría más.

Conserva el ánimo elevado, no hagas caso de las malas hierbas y de todos sus secuaces. Roma está mejor servida por un sólo César que por medio centenar de Catones y Bíbulos. ¡Como todas sus esposas podrían atestiguar!

Silano, con el rostro apagado pero no exento de dignidad, le dirigió una mirada a César. Este tenía una expresión triste, pero no contrita. Luego Silano se levantó y se situó a la derecha de Cicerón; él no pensaba votar la moción de César.

Y muchos otros tampoco votaron por César, aunque no todos pasaron a la derecha. Metelo Celer, Metelo Nepote, Lucio César, varios de los tribunos de la plebe entre los que se encontraban Labieno, Filipo, Cayo Octavio, los dos Lúculos, Tiberio Claudio Nerón, Lucio Cotta y Torcuato se pusieron a la izquierda de Cicerón, junto con unos treinta de los pedarii de los bancos de atrás. Y también Mamerco, príncipe del Senado.

– Hago notar que Publio Cetego se encuentra entre los que han decidido votar por la ejecución de su hermano -observó Cicerón-, y que Cayo Casio se encuentra entre los que votan por la ejecución de su primo. El resultado de esta votación se acerca bastante a la unanimidad.

– ¡Ese hijo de puta! ¡Siempre exagera! -gruñó Labieno.

– ¿Por qué no? -preguntó César encogiéndose de hombros-. La memoria es frágil y las actas que se toman al pie de la letra suelen reproducir frases como ésa, ya que Cayo Cosconio y sus escribas probablemente no querrán registrar nombres.

– ¿Dónde está la nota? -preguntó Labieno, que estaba deseando verla.

– Ahora la tiene Cicerón.

– ¡Pues no será por mucho tiempo! -afirmó Labieno; se dio la vuelta, se acercó al cónsul senior con aspecto beligerante y le arrebató la nota-.

– Toma, te pertenece a ti -dijo al tiempo que se la tendía a César.

– ¡Oh, léela primero, Labieno! -le contestó César riéndose-. No veo por qué no habrías de enterarte tú de lo que todo el mundo sabe, incluido el marido de la señora.

Los hombres volvían a sus asientos, pero César permaneció en pie indicando así su deseo de hablar hasta que lo reconoció oficialmente.

– Padres conscriptos, habéis indicado que nueve hombres deben morir -dijo César sin manifestar emoción-. Ese es, según el argumento expuesto por Marco Porcio Catón, el peor castigo, con diferencia, que el Estado puede decretar. En cuyo caso debería ser suficiente. Me gustaría presentar una moción en el sentido de que no se haga nada más, es decir, que no se confisque ninguna propiedad. Las esposas y los hijos de los hombres condenados nunca volverán a verlos. Por lo tanto, ése es también suficiente castigo por tener un traidor en el seno de sus familias. Por lo menos deberían seguir teniendo el dinero que les hace falta para vivir.

– ¡Bien, todos sabemos por qué estás pidiendo compasión! -aulló Catón-. ¡No quieres tener que mantener a toda esa porquería de alcantarilla que son los tres Antonios y la puta de su madre!

Lucio César, hermano de la puta y tío de la porquería de alcantarilla, se lanzó sobre Catón desde un lado, y Mamerco, príncipe del Senado, desde el otro. Lo cual hizo que Bíbulo, Catulo, Cayo Pisón y Ahenobarbo acudieran en defensa de Catón a puñetazos. Metelo Celer y Metelo Nepote se unieron a la refriega, mientras César permanecía de pie sonriendo.

– ¡Me parece -le dijo a Labieno- que yo debería pedir protección tribunicia!

– Como patricio, César, no tienes derecho a protección tribunicia -le dijo con solemnidad Labieno.

Viendo que no podía acabar con aquella pelea, Cicerón, en lugar de eso, decidió disolver la reunión del Senado; agarró a César por el brazo y comenzó a tirar de él hacia el exterior del templo de la Concordia.

– ¡Por Júpiter, César, vete a casa! -le rogó-. ¡Qué problema puedes llegar a ser!

– Eso tiene doble sentido -le respondió César con una mirada despreciativa; e hizo ademán de volver atrás y entrar de nuevo en el templo.

– ¡Vete a casa, por favor!

– No hasta que me des tu palabra de que no habrá confiscación de propiedades.

– ¡Te doy mi palabra con mucho gusto! ¡Pero vete!

– Me voy. Pero no creas que no te haré cumplir tu palabra. Cicerón había ganado, pero aquel discurso de César le daba vueltas incesantemente en la cabeza como un torbellino mientras se dirigía con lentitud en compañía de sus lictores y de un buen grupo de milicia hacia la casa de Lucio César, donde seguía alojado Léntulo Sura. Había enviado a cuatro de sus pretores a buscar a Cayo Cetego, a Statilio, a Gabinio Capitón y a Cepario, pero le parecía que era él quien había de ir a buscar a Léntulo Sura; aquel hombre había sido cónsul.

¿Era el precio demasiado alto? ¡No! En el momento en que aquellos traidores estuvieran muertos, Roma se tranquilizaría como por arte de magia; cualquier idea de insurrección se desvanecería de la imaginación de todos los hombres. Nada disuadía tanto como una ejecución. Si Roma ejecutase más a menudo, los crímenes disminuirían. En cuanto al proceso judicial, Catón tenía razón por partida doble. Eran culpables porque lo habían confesado por su propia boca, así que juzgarlos era un desperdicio de dinero para el Estado. Y el problema del proceso judicial era que podía manipularse con mucha facilidad y destreza, siempre que alguien estuviera dispuesto a poner suficiente dinero contante y sonante para pagar el precio que el jurado pusiera. Tarquinio había acusado a Craso, y aunque la lógica le decía que Craso en modo alguno podía estar implicado, pues al fin y al cabo había sido él quien le había proporcionado a Cicerón las primeras pruebas, la semilla había quedado plantada en la mente de Cicerón. ¿Y si Craso hubiera estado involucrado, luego lo hubiese pensado mejor y, de forma muy mañosa, hubiese tramado lo de aquellas cartas?

Catulo y Cayo Pisón habían acusado a César. Y Catón también. Ninguno de ellos tenía ni un asomo de evidencia, y todos ellos eran enemigos implacables de César. Pero la semilla estaba sembrada. ¿Y aquel tema que había sacado Catón a colación de que César había conspirado para asesinar a Lucio Cotta y a Torcuato casi tres años antes? Se había corrido el rumor de que había un complot para asesinar en aquellos días, aunque entonces se dijo que el culpable era Catilina. Luego Lucio Cotta y Torcuato habían demostrado que no se creían aquel rumor al defender a Catilina en un juicio por extorsión. En aquel tiempo no hubo la menor insinuación del nombre de César. Y Lucio Cotta era tío de César. Pero… otros patricios romanos habían conspirado para matar a parientes cercanos, incluido Catilina, que había asesinado a su propio hijo. Sí, los patricios eran diferentes. Los patricios no obedecían a otras leyes más que a las que ellos respetaban. Y si no mira a Sila, el primer dictador auténtico de Roma… y era patricio. Mejor que los demás. Desde luego, mejor que un Cicerón, un huésped venido de Arpinum, un nuevo residente forastero, un despreciado Hombre Nuevo. Tendría que vigilar a Craso, decidió Cicerón. Pero tendría que vigilar todavía más de cerca a César. Mira las deudas que tenía César; ¿quién tenía más que ganar que César si había una cancelación general de deudas? ¿No era ése motivo suficiente para respaldar a Catilina? ¿De qué otro modo podía esperar salir de lo que era la ruina inevitable? Necesitaría conquistar grandes extensiones de terreno que no fueran dominadas todavía por Roma, y Cicerón, por su parte, consideraba que aquello era imposible. César no era Pompeyo; nunca había estado al mando de ningún ejército. ¡Y Roma no se vería tentada de investirle a él de mando para llevar a cabo misiones especiales! En realidad cuanto más pensaba en César, más se convencía de que éste había tenido parte en la conspiración de Catilina, aunque sólo fuera porque la victoria de Catilina significaría que el peso de las deudas desaparecería por fin.

Entonces, cuando regresaba al Foro con Léntulo Sura -a quien volvía a llevar de la mano como a un niño-, otro César le salió al paso. Lucio César, a pesar de todo, seguía siendo un hombre formidable: cónsul el año anterior y augur, probablemente sería elegido censor en algún momento futuro. Cayo y él eran primos cercanos y se tenían afecto.

Pero Lucio César se había detenido con la incredulidad escrita en el rostro cuando sus ojos vieron a Cicerón, que llevaba de la mano a Léntulo Sura.

– ¿Ahora? -le preguntó a Cicerón.

– Ahora -repuso éste con firmeza.

– ¿Sin preparativos? ¿Sin clemencia? ¿Sin un baño, ropa limpia, un estado mental adecuado? ¿Acaso somos bárbaros?

– Tiene que ser ahora -insistió Cicerón con cierto aire de tristeza-, antes de que se ponga el sol. No intentes ponerme obstáculos, por favor.

Lucio César se apartó ostensiblemente del camino.

– ¡Oh, que los dioses me libren de ponerle obstáculos a la justicia romana! -dijo con ironía-. ¿Le has dado ya la noticia a mi hermana de que su marido tiene que morir sin tomar antes un baño, sin ropa limpia?

– ¡No tengo tiempo! -gritó Cicerón por decir algo. ¡Oh, aquello era horrible! ¡El sólo estaba cumpliendo con su deber! Pero no podía decirle eso a Lucio César. ¿Podía? ¿Qué podía decir?

– ¡Entonces será mejor que vaya yo a su casa mientras ésta permanezca todavía a nombre de Sura! -dijo Lucio César con brusquedad-. Sin duda pensarás reunir al Senado mañana para disponer de todas las propiedades.

– ¡No, no! -le indicó Cicerón casi llorando-. Le he dado a tu primo Cayo mi solemne palabra de que no habrá confiscación de propiedades.

– Muy generoso por tu parte -dijo Lucio César. Miró a su cuñado Léntulo Sura, con los labios separados como si fuera a decir algo; luego cerró la boca con firmeza, movió a ambos lados la cabeza y dio media vuelta. No podía ayudar en nada, y tampoco creía que Léntulo Sura estuviera en condiciones de escucharle. El susto lo había sacado de sus cabales.

Temblando a causa de aquel encuentro, Cicerón siguió por las escaleras Vestales hacia el Foro inferior, que estaba rebosante de gente… y no precisamente asiduos del Foro profesionales todos ellos. Mientras sus lictores le abrían camino entre aquella masa de gente, a Cicerón le pareció vislumbrar algunas caras conocidas. ¿Era aquél el joven Décimo Bruto Albino? ¡Desde luego, aquél no era Publio Clodio! ¿El hijo, marginado por la sociedad, de Gelio Publícola? ¿Por qué cualquiera de ellos iba a estar mezclado codo con codo con toda aquella gente vulgar y corriente de los peores callejones traseros de Roma?

En el aire se notaba cierta sensación, y la naturaleza de la misma asustó al ya turbado Cicerón. La gente gruñía, tenían la mirada turbia, los rostros malhumorados; aquellos cuerpos se resistían a apartarse al paso del cónsul senior de Roma y de la víctima que llevaba de la mano. Un escalofrío de terror invadió a Cicerón, le recorrió la columna vertebral y casi le hizo darse media vuelta y echar a correr. Pero no podía hacerlo. Aquello era obra suya. Tenía que acabarlo en aquel momento. El era el padre de la patria; él había salvado a Roma de un nido de patricios sin ayuda de nadie.

En el extremo del fondo de las escaleras Gemonias, que conducían hacia arriba, al Arx del Capitolio, se extendía la destartalada, ruinosa -y única- prisión, las Lautumiae; su primer y más antiguo edificio era el Tullianum, una reliquia pequeña y de tres lados de los tiempos de los reyes. En la pared que daba al Clivus Argentarius y la basílica Porcia se encontraba su única puerta, un horror de madera que siempre estaba cerrada y con la llave echada.

Pero aquel atardecer estaba abierta de par en par, y el hueco de la entrada tapado por hombres medio desnudos, seis en total. Los verdugos públicos de Roma. Eran esclavos, desde luego, y vivían en cuarteles en la vía Recta, en el exterior del pomerium, junto con otros esclavos públicos de Roma. Este grupo se distinguía de los otros ocupantes de aquellos cuarteles en el hecho de que los verdugos públicos de Roma no cruzaban el pomerium para entrar en la ciudad excepto para cumplir con su deber. Un deber que normalmente se reducía a poner sus manos grandes y musculosas en torno al cuello de extranjeros solamente, y rompérselo; un deber que generalmente se producía una o dos veces al año, durante un desfile triunfal. Hacía mucho tiempo desde que los cuellos que rompían pertenecían a ciudadanos romanos. Sila había matado a muchos romanos, pero nunca oficialmente dentro de Tullianum. Mario había matado a muchos romanos, pero nunca oficialmente dentro del Tullianum. Por suerte la situación fisica de la cámara de ejecución no permitía que toda aquella multitud presenciase lo que ocurría, y cuando hubo reunido a sus cinco condenados y hubo colocado un sólido muro de lictores y de miembros de la milicia entre ellos y las masas, había verdaderamente poco que ver.

Cuando Cicerón subió los pocos escalones para ponerse de pie en la parte exterior de la puerta, el olor le dio de lleno. Feroz, fétido, un abrumador hedor de putrefacción, porque nadie limpiaba jamás la cámara de ejecuciones. Entró un hombre, se aproximó a un agujero que había en el suelo, en medio, y descendió a las profundidades.

Allí, unos pies más abajo, los verdugos esperaban para romperle el cuello. Después de lo cual el cuerpo quedaba en el suelo y se pudría… La próxima vez que se necesitaba la cámara, los verdugos apartaban los restos podridos hacia un conducto abierto que iba a dar a las cloacas.

Sintiendo un asco creciente, Cicerón permaneció de pie con el rostro ceniciento mientras los cinco hombres desfilaban hacia el interior, el primero Léntulo Sura, el último Cepario. Ninguno de ellos le dedicó ni una sola mirada, por lo cual él estuvo muy agradecido.

La inercia del susto les hacía andar rápido.

Sólo duró unos instantes. Uno de los verdugos salió por la puerta y le hizo a Cicerón un gesto con la cabeza. Ahora puedo marcharme, pensó Cicerón, y se dirigió, detrás de sus lictores, hacia la tribuna.

Desde lo alto de la tribuna contempló a la multitud, que se extendía hasta donde a Cicerón le alcanzaba la vista; se humedeció los labios. El estaba dentro del pomerium, los límites sagrados de Roma, y eso significaba que no podía emplear la palabra «muerto» como parte de la pronunciación oficial.

¿Qué podía decir en lugar de «muerto»? Al cabo de unos instantes extendió los brazos y gritó:

– ¡Vivere! Han vivido!

Pretérito perfecto, pasado y acabado.

Nadie vitoreó. Nadie abucheó. Cicerón bajó de la tribuna y echó a andar en dirección al Palatino mientras la multitud se dispersaba en su mayor parte hacia el Esquilmo, Subura, el Viminal. Cuando llegó a la pequeña y redonda Casa de Vesta apareció un gran grupo de caballeros de las Dieciocho guiados por Ático, con antorchas encendidas porque se iba haciendo de noche, que le aclamaron como salvador de la patria, como pater patriae, como un héroe salido de la mitología. ¡Un bálsamo para su animus! La conspiración de Lucio Sergio Catilina ya no existía, y la había sacado a la luz él solo, había acabado con ella él solo.

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