Tercera parte

DE ENERO DEL 65 A. J.C.

HASTA OUINTILIS DEL 63 A. J.C.


Quinto Lutacio Catulo



Marco Calpurnio Bíbulo



Marco Porcio Catón


Marco Licinio Craso ahora era tan rico que habían optado por llamarle por un segundo cognomen, Dives, que significaba fabulosamente rico. Y cuando junto con Quinto Lutacio Catulo fue elegido censor, no faltaba nada en su carrera excepto una campaña militar grande y gloriosa. Oh, él había derrotado a Espartaco y se había ganado una ovación por ello, pero seis meses en el campo contra un gladiador cuyo ejército estaba lleno de esclavos más bien le quitaron lustre a la victoria. El andaba detrás de algo más bien en la línea de Pompeyo el Grande, el salvador de su país, esa clase de campaña y esa clase de reputación. ¡Duele que a uno lo eclipse un advenedizo!

Tampoco es que Catulo fuera un colega amigable en el cargo de censor, por motivos que se le escapaban al desconcertado Craso.

Ningún Licinio Craso había sido nunca tildado de demagogo ni de ningún otro tipo de político radical, de manera que ¿de qué diantres hablaba Catulo?

– Es tu dinero -le dijo César, a quien Craso le había dirigido esta displicente pregunta-. Catulo forma parte de los boni, no aprueba que los senadores lleven a cabo actividades comerciales. Le encantaría verse a sí mismo formando tándem con otro censor y estar ambos muy atareados investigándote. Pero como tú eres su colega, no puede hacer eso, ¿verdad?

– ¡Perdería el tiempo si lo intentase! -dijo Craso con indignación-. ¡Yo no hago nada que no hagan al menos la mitad de los senadores! Gano dinero porque poseo propiedades, cosa que entra dentro de la competencia de todo Senado y de cualquier senador. Confieso que tengo participaciones en unas cuantas compañías, pero no estoy en ningún consejo de dirección, no tengo voto para decidir cómo ha de llevar sus asuntos una compañía. Simplemente aporto capital. ¡Eso es una conducta intachable!

– Ya me doy cuenta de todo eso -le dijo César con paciencia-, y también se da cuenta nuestro querido Catulo. Deja que te lo repita: es tu dinero. He ahí al viejo Catulo esforzándose sin parar para pagar la reconstrucción del templo de Júpiter Óptimo Máximo, y no consigue incrementar la fortuna de la familia porque cada sestercio que le sobra tiene que invertirlo en Júpiter Optimo Máximo. Y mientras tanto tú no dejas de ganar dinero. Está celoso.

– ¡Entonces que se guarde los celos para los hombres que se lo merecen! -gruñó Craso sin calmarse en absoluto.

Desde que abandonó el consulado que había compartido con Pompeyo el Grande, Craso se había embarcado en una nueva clase de negocio, uno en el que había sido pionero cuarenta años antes Servilio Cepión. A saber, la fabricación de armas y equipamientos para las legiones romanas en una serie de municipios al norte del río Po, en la Galia Cisalpina. Fue su buen amigo Lucio Calpurnio Pisón, que hacía acopio de armamento para Roma durante la guerra italiana, quien había llamado la atención de Craso sobre aquello. Lucio Pisón había reconocido el potencial encerrado en aquella nueva industria, y la había adoptado con tanto entusiasmo que logró hacer una gran cantidad de dinero. Había, desde luego, lazos que le unían a la Galia Cisalpina, pues su madre había sido una Calvencia que procedía de allí. Y cuando Lucio Pisón murió, su hijo, otro Lucio Pisón, continuó dedicándose a aquella actividad y cultivando la cálida amistad de Craso, quien finalmente se había convencido de las ventajas de tener ciudades enteras dedicadas a la fabricación de cota de malla, espadas, jabalinas, cascos y dagas; y además era correcto desde el punto de vista senatorial.

Como censor, Craso ahora se hallaba en posición de ayudar a su amigo Lucio Pisón así como al joven Quinto Servilio Cepión Bruto, el heredero de las fábricas que los Serviliós Cepiones tenían en Feltria, Cardianum y Bellunum. Hacía tanto tiempo que la Galia Cisalpina del otro lado del Po pertenecía a Roma que sus ciudadanos, muchos de ellos galos, pero muchos más de linaje mezclado debido a los matrimonios entre distintos pueblos, habían llegado a albergar un gran resentimiento porque aún se les seguía negando la ciudadanía. Hacía sólo tres años que había habido levantamientos, acallados después de la visita de César a su regreso de Hispania. Y Craso comprendió con toda claridad cuál era su deber una vez que se vio convertido en censor y se hizo cargo de los archivos de ciudadanos romanos: ayudaría a sus amigos Lucio Pisón y Cepión Bruto y se haría con una enorme clientela concediendo plena ciudadanía romana a todo el mundo que habitaba el extremo más lejano del Po, en la Galia Cisalpina. Todos los habitantes al sur del Po tenían plena ciudadanía. ¡No parecía justo denegársela a personas de la misma sangre sólo porque estuvieran al lado equivocado de un río!

Pero cuando anunció su intención de conceder el derecho al voto a toda la Galia Cisalpina, su colega censor, Catulo, pareció volverse loco. ¡No, no, no! ¡Nunca, nunca, nunca! ¡La ciudadanía romana era para los romanos, y los galos no eran romanos! Ya había demasiados galos que se llamaban a sí mismos romanos, como Pompeyo el Grande y sus secuaces picentinos.

– El mismo viejo argumento de siempre -dijo César con repugnancia-. La ciudadanía romana debe ser para los romanos solamente. ¿Por qué no pueden entender esos boni idiotas que todos los pueblos de Italia, estén donde estén, son romanos? ¿Que la propia Roma es en realidad Italia?

– Estoy de acuerdo contigo -dijo Craso-, pero Catulo no.

El otro plan de Craso tampoco cayó en gracia.

Quería anexionar Egipto, aunque ello supusiera ir a la guerra… con él en persona a la cabeza del ejército, naturalmente. En el tema de Egipto, Craso se había convertido en una autoridad tal que resultaba enciclopédico. Y cada uno de los hechos que aprendía sólo servía para confirmar lo que siempre había sospechado: que Egipto era la nación más rica del mundo.

– ¡lmagínatelo! -le dijo a César, con el rostro, por una vez, exento de aquel aspecto bovino e impasible-. ¡El faraón lo posee todo! No existe el feudo franco en Egipto: todo se le arrienda al faraón, que cobra las rentas. ¡Todos los productos de Egipto le pertenecen por entero, desde el grano hasta el oro, pasando por las joyas, las especias y el marfil! Sólo el lino está excluido. Este pertenece a los sacerdotes nativos egipcios, pero aun así el faraón se lleva un tercio. Sus ingresos privados son por lo menos de seis mil talentos al año, y los ingresos procedentes del país otros seis mil talentos. Más los extras procedentes de Chipre.

– He oído decir que los Ptolomeos se han comportado de un modo tan inepto que se han gastado hasta el último dracma que poseía Egipto -apuntó César, sin ningún otro motivo más que acosar al toro Craso.

Y el toro Craso, desde luego, resopló, pero con desprecio más que con enojo.

– ¡Tonterías! ¡Eso sólo son tonterías! Ni el más inepto de los Ptolomeos podría gastarse ni una décima parte de lo que recauda. Los ingresos que reciben procedentes del país sirven para mantener el país; pagan al ejército de burócratas, a los soldados, a los marineros, a la policía, a los sacerdotes, incluso pagan los palacios. No han estado en guerra durante años excepto entre ellos, y en esos casos el dinero siempre es para el vencedor, no sale de Egipto. Los ingresos privados los guarda, y ni siquiera se molesta en convertir los tesoros -el oro, la plata, los rubíes, el marfil, los zafiros, las turquesas y el lapislázuli- en dinero en metálico, se los guarda todos también. Excepto lo que les da a los artesanos y a los artífices para que lo conviertan en muebles o en joyas.

– ¿Y qué me dices del robo del sarcófago dorado de Alejandro el Grande? -preguntó César con provocación-. El primer Ptolomeo, llamado Alejandro, se había arruinado hasta tal punto que lo cogió, lo fundió, lo convirtió en monedas de oro y lo sustituyó por el actual sarcófago de cristal de roca.

– ¡Que te crees tú eso! -dijo Craso con desprecio-. ¡Hay que ver, vaya cuentos! Ptolomeo estuvo en Alejandría unos cinco días en total antes de huir. ¿Y quieres decir que en el espacio de cinco días se llevó un objeto de oro macizo que pesaba por lo menos cuatro mil talentos, lo cortó en pedazos lo suficientemente pequeños para que cupieran en el horno de un orfebre, derritió todos esos pedacitos en tantos hornos como hicieran falta y luego acuñó aquello en lo que habría ascendido a muchos millones de monedas? ¡No hubiera podido hacerlo ni en un año! Y no sólo eso. Pero, ¿dónde está tu sentido común, César? Un sarcófago de cristal de roca del tamaño suficiente para contener un cuerpo humano (¡Sí, sí, soy consciente de que Alejandro el Grande era un tipo muy pequeño!) costaría doce veces lo que costaría un sarcófago de oro macizo. Y llevaría años darle forma una vez que se hubiera encontrado un pedazo de cristal lo suficientemente grande. La lógica dice que alguien encontró ese pedazo lo bastante grande, y por pura coincidencia la sustitución se llevó a cabo mientras Ptolomeo Alejandro se encontraba allí. Los sacerdotes del Sema querían que la gente viera realmente a Alejandro el Grande.

– ¡Bueno! -dijo César.

– No, no, lo conservaron perfectamente. Creo que en la actualidad está tan hermoso como lo fue en vida -dijo Craso completamente arrebatado.

– Dejando a un lado el discutible tema de hasta qué punto está bien conservado Alejandro el Grande, Marco, cuando el río suena agua lleva. Uno está oyendo continuamente cuentos a lo largo de los siglos sobre un Ptolomeo u otro que tiene que salir huyendo sin camisa, sin un par de sestercios que llevarse en el bolsillo. No puede haber en modo alguno tanto dinero y tantos tesoros como tú dices que hay.

– Ajá! -dijo triunfalmente Craso-. Los cuentos se basan en una premisa falsa, César. Lo que la gente no alcanza a comprender es que los tesoros ptolomeicos y la riqueza del país no se guardan en Alejandría. Alejandría es un injerto artificial en el auténtico árbol egipcio. Los sacerdotes de Menfis son los guardianes del tesoro egipcio, que está localizado allí. Y cuando un Ptolomeo -o una Cleopatra- necesita salir huyendo, no se dirigen delta abajo hacia Menfis, se hacen a la mar en el puerto Ciboto de Alejandría y se dirigen a Chipre, a Siria o a Cos. Por eso no pueden poner la mano encima más que a los fondos que haya en Alejandría.

César adoptó una expresión tremendamente solemne, suspiró, se recostó en la silla y puso las manos detrás de la cabeza.

– Mi querido Craso, me has convencido -dijo.

Sólo entonces Craso se calmó lo suficiente para captar el brillo irónico que había en los ojos de César y prorrumpió en carcajadas.

– ¡Malvado! ¡Me has estado tomando el pelo!

– Estoy de acuerdo contigo en lo que se refiere a Egipto en todos los aspectos -dijo César-. El único problema es que tú nunca lograrás convencer a Catulo para que se embarque en esa aventura. Y él tampoco convenció a Catulo, mientras que Catulo sí que convenció al Senado de lo contrario. El resultado fue que al cabo de tres meses en el cargo y mucho antes de que pudieran revisar la lista de la ordo equester, y no digamos ya hacer un censo de la población, el consulado de Catulo y Craso llegó a su fin. Craso dimitió públicamente, y tenía muchas cosas que decir de Catulo, ninguna de ellas halagadora. En realidad, aquél había sido un plazo tan breve que el Senado decidió hacer que se eligieran nuevos censores el año siguiente.

César se portó como debía portarse un buen amigo y habló en la Cámara en favor de las dos propuestas de Craso: la concesión del derecho al voto a los galos del otro lado del Po y la anexión de Egipto. Pero su principal interés aquel año estaba en otra parte: había sido elegido como uno de los dos ediles curules, lo cual significaba que ahora le estaba permitido sentarse en la silla curul de marfil, y andaba por todas partes precedido de dos lictores que portaban las fasces. Ello había ocurrido «en su año», señal de que estaba tan arriba en el cursus honorum de las magistraturas públicas como le correspondía estar. Desgraciadamente su colega -que obtuvo muchos menos votos- era Marco Calpurnio Bíbulo.

Tenían ideas muy diferentes sobre en qué consistía el cargo de edil curul, y eso en todos los aspectos del trabajo. Junto con los dos ediles plebeyos, eran los responsables del mantenimiento general de la ciudad de Roma: el cuidado de las calles, plazas, jardines, mercados y tráfico, de los edificios públicos, de la ley y el orden, del abastecimiento de agua, incluidas las fuentes y los estanques, de los registros públicos de terrenos, de las ordenanzas de los edificios, del alcantarillado y las cloacas, de las estatuas que se hallaban en lugares públicos, y de los templos. Las obligaciones se llevaban a la práctica por los cuatro juntos, o bien se asignaban amigablemente a uno o a más de ellos.

Los pesos y medidas cayeron en el lote de los ediles curules, que tenían su sede en el templo de Cástor y Pólux, de localización muy céntrica en la franja vestal del Foro inferior; el juego de pesos y medidas estándar se guardaba bajo el podio de dicho templo, al que todos se referían siempre como «el de Cástor», y a Pólux se le dejaba completamente de lado. Los ediles plebeyos tenían su sede mucho más lejos, en el bello templo de Ceres, al pie del monte Aventino, y quizás debido a eso parecían prestar menos atención a los deberes referentes al cuidado del centro público y político de Roma.

Un deber que compartían los cuatro era el más oneroso de todos: el abastecimiento de grano en todos sus aspectos, desde el momento en que se descargaba de las barcazas hasta que desaparecía en el saco de un ciudadano autorizado para llevárselo a su casa. También eran responsables de la compra del grano, de pagarlo, de llevar la cuenta a su llegada y de recaudar el dinero necesario para ello. Llevaban el control de los ciudadanos autorizados a comprar el grano estatal a bajo precio, lo cual significaba que tenían una copia del censo de ciudadanos romanos. Emitían los vales desde su puesto en el pórtico de Metelo, en el Campo de Marte, pero el grano de por sí se almacenaba en enormes silos alineados en los precipicios del Aventino, a lo largo del Vicus de la puerta Trigémina del puerto de Roma.

Los dos ediles plebeyos de aquel año no suponían competencia alguna para los ediles curules, y de los dos, era el hermano más joven de Cicerón, Quinto, el edil senior.

– Lo cual significa que no hay que esperar de ellos juegos distinguidos -le dijo César a Bíbulo dejando escapar un suspiro-. Parece que tampoco van a hacer mucho por la ciudad.

Bíbulo miró a su colega con agrio desagrado.

– Tú puedes desengañarte a ti mismo también sobre las grandes pretensiones de los ediles curules, César. Estoy dispuesto a contribuir para que se celebren juegos buenos, pero no grandes juegos. No pienso gastarme más en eso de lo que te gastes tú. Y tampoco tengo intención de emprender ningún estudio de las cloacas, ni de hacer que se inspeccionen los conductos en todas las ramificaciones del abastecimiento de agua, ni pienso darle una nueva capa de pintura al templo de Cástor, ni pasarme la vida recorriendo a toda prisa los mercados para comprobar cada balanza.

– Entonces, ¿qué piensas hacer? -le preguntó César levantando el labio superior.

– Pienso hacer lo que sea necesario, y nada más.

– ¿Y no crees que comprobar las balanzas sea necesario?

– No.

– Bien -dijo César al tiempo que esbozaba una desagradable sonrisa-, a mí me parece muy apropiado que estemos situados en el templo de Cástor. Si tú quieres ser Pólux, adelante. Pero no te olvides del destino que tuvo él: no se le ha recordado y nunca se ha hablado de él.

Aquello no fue un buen comienzo. Sin embargo, César, siempre demasiado ocupado y demasiado bien organizado para molestarse en preocuparse por aquellos que afirmaban no estar dispuestos a cooperar, comenzó a ocuparse de sus deberes como si fuera el único edil de Roma. Tenía la ventaja de poseer una excelente red de gente que le informaba de las transgresiones, porque reclutó como informadores a Lucio Decumio y a sus hermanos del colegio de encrucijada, y cargó contra los mercaderes que engañaban en el peso o se quedaban cortos al medir, contra los constructores que infringían las lindes o empleaban materiales de mala calidad, contra los caseros que habían estafado a las compañías de agua al insertar tuberías de conducción de calibre mayor al que la ley permitía desde los conductos principales hasta sus propiedades. Multaba sin piedad, y lo hacía sustanciosamente. Nadie escapó de él, ni siquiera su amigo Marco Craso.

– Estás empezando a fastidiarme -le dijo Craso de mal humor a principios de febrero-. ¡Hasta ahora me has costado una fortuna! ¡Demasiado poco cemento en la mezcla de algunos edificios… y eso no invade terreno público, digas tú lo que digas! ¿Cincuenta mil sestercios de multa sólo porque instalé desagües hasta las alcantarillas y puse letrinas privadas en mis pisos nuevos de las Carinae? ¡Eso son dos talentos, César!

– Tú viola la ley y yo te cogeré por ello -le contestó César sin la más mínima contrición-. Necesito hasta el último sestercio que pueda meter en el cofre de las multas, y no pienso hacer excepciones con mis amigos.

– Si continúas así, no te quedarán amigos.

– Con eso me estás diciendo, Marco, que sólo eres amigo para lo bueno -dijo César de forma un poco injusta.

– ¡No, no es así! ¡Pero si lo que pretendes es conseguir dinero para financiar unos juegos espectaculares, pídelo prestado, no esperes que todos los negociantes de Roma paguen la factura de tus excentricidades públicas! -le gritó Craso irritado-. Yo te prestaré el dinero y no te cobraré intereses.

– Gracias, pero no -repuso César con firmeza-. Si hiciera eso, sería yo el que se convertiría en un amigo sólo para lo bueno. Si tengo que pedir dinero prestado, actuaré como es debido: acudiré a un prestamista y se lo pediré.

– No puedes, formas parte del Senado.

– Puedo hacerlo, forme o no parte del Senado. Si me expulsan del Senado por pedir dinero prestado a usureros, Craso, de la noche a la mañana les sucederá otro tanto a cincuenta de sus miembros -dijo César. Los ojos le brillaban-. Pero hay algo que puedes hacer por mí.

– ¿Qué?

– Ponme en contacto con algún mercader de perlas discreto que esté dispuesto a conseguir las perlas más hermosas que haya visto nunca por mucho menos de lo que sacará vendiéndolas.

– ¡Oh, oh! ¡No recuerdo que declarases ninguna perla cuando contabilizaste el botín de los piratas!

– No lo hice, y tampoco declaré los quinientos talentos que me quedé. Lo que quiere decir que pongo mi destino en tus manos, Marco. Lo único que tienes que hacer es llevar mi nombre a los tribunales y estoy acabado.

– Yo nunca haré eso, César… si dejas de ponerme multas -dijo hábilmente Craso.

– Entonces será mejor que vayas al praetor urbanus en este mismo momento y le des mi nombre -dijo César riéndose-. ¡Porque de ese modo no vas a comprarme!

– Sólo eso te quedaste, quinientos talentos y unas perlas?

– Eso es todo.

– ¡No te comprendo!

– Eso es cierto, nadie me comprende -dijo César mientras se disponía a marcharse-. Pero tú búscame a ese mercader de perlas, sé un buen muchacho. Lo haría yo mismo… si supiera por dónde empezar. Puedes quedarte con una perla, como comisión.

– ¡Oh, guárdate tus perlas! -le indicó Craso en un tono de disgusto.

César sí se guardó una perla, una que tenía la forma de una enorme fresa y el mismo color de las fresas, aunque por qué lo hizo no lo sabía bien, pues lo más probable habría sido que por ella hubiera obtenido el doble de los quinientos talentos que le dieron por todas las demás. Sólo lo hizo por instinto, y decidió quedársela cuando el ávido comprador ya la había visto.

– Podría conseguir por ella al menos seis o siete millones de sestercios -le dijo el hombre con tristeza.

– No -dijo César mientras tiraba la perla arriba y abajo con la mano-, creo que me la voy a quedar. La fortuna me dice que me conviene.

Aun siendo como era un gastador manirroto, César también era capaz de hacer cuentas, y cuando a finales de febrero las hubo hecho, se le hundió el corazón. El cofre de edil probablemente daría un total de quinientos talentos; Bíbulo había indicado que contribuiría con cien talentos para los primeros juegos, los ludí megalenses de abril, y doscientos talentos para los juegos importantes, los ludí romani de setiembre; y César tenía cerca de mil talentos de su propio dinero, cosa que representaba todo lo que poseía en el mundo aparte de sus preciosas tierras, de las cuales no estaba dispuesto a desprenderse. Eso era lo que le mantenía en el Senado.

De acuerdo con sus cálculos, los ludi megalenses costarían setecientos talentos, y los ludí romani mil talentos. Mil setecientos en total, que era aproximadamente lo que tenía. El problema era que tenía intención de hacer más que celebrar dos lotes de juegos; cada edil curul tenía que organizar los juegos, la distinción que un hombre podía ganarse radicaba en la magnificencia de los mismos. César quería organizar unos juegos funerarios en el Foro en memoria de su padre, y esperaba gastarse en ellos quinientos talentos. Tendría que pedir prestado, y luego ofender a todos los que le habían votado al continuar poniendo multas para llenar sus arcas de edil. ¡Y eso no era prudente! Marco Craso se lo había consentido únicamente porque, a pesar de su tacañería y de su arraigada convicción de que un hombre debe ayudar a sus amigos aun a expensas del Estado, él verdaderamente amaba a César.

– Tú puedes disponer de lo que tengo, Pavo -le dijo Lucio Decumio, que estaba delante mirando cómo César hacía números.

Aunque parecía cansado y un poco desanimado, César esbozó una especial sonrisa, dedicada a aquel extraño anciano que era una parte tan importante de su vida.

– ¡Venga, papá! Con lo que tú tienes no podríamos ni alquilar un par de gladiadores.

– Tengo cerca de doscientos talentos.

César lanzó un silbido.

– ¡Ya veo que me he equivocado de profesión! ¿Eso es lo que has ahorrado durante todos estos años que has dedicado a garantizarles paz y protección a los residentes de la parte exterior de la vía Sacra y del Vicus Fabricii?

– Es una buena suma -dijo Lucio Decumio con cara humilde.

– Consérvalo, papá, no me lo des a mí.

– Entonces, ¿de dónde vas a sacar el resto?

– Lo pediré prestado con el aval de lo que consiga como propretor en una buena provincia. Le he escrito a Balbo, a Gades, y ha accedido a darme cartas de referencias para las personas apropiadas aquí en Roma.

– ¿No puede prestártelo él?

– No, él es mi amigo. No puedo pedirles a mis amigos que me presten dinero, papá.

– ¡Oh, qué raro eres! -dijo Lucio Decumio moviendo a ambos lados la canosa cabeza-. Para eso precisamente es para lo que están los amigos.

– Para mí no, papá. Si ocurre algo y no puedo devolver el dinero, prefiero debérselo a desconocidos. No podría soportar la idea de que mis estupideces dejasen sin dinero a mis amigos.

– Si tú no puedes devolverlo, Pavo, yo diría que Roma está acabada.

Aliviado en parte de sus preocupaciones, César dejó escapar un soplido.

– En eso estoy de acuerdo, papá. Lo devolveré, no temas. De manera que ¿de qué me preocupo? -continuó diciendo animado-. ¡Pediré prestado cuanto haga falta para ser el mayor edil curul que Roma haya conocido!

Y César así lo hizo, aunque a finales del año estaba endeudado en mil talentos en lugar de los quinientos que había calculado. Craso le ayudó dedicándose a susurrar al oído de los serviciales prestamistas que César tenía un gran futuro, así que no debían cargarle con intereses abusivos, y Balbo también colaboró al ponerlo en contacto con hombres que estaban dispuestos a ser discretos y a no mostrarse demasiado usureros. El diez por ciento de interés simple, que era el índice de interés legal. La única dificultad era que tenía que empezar a devolver el préstamo en el plazo de un año, pues de otro modo el interés pasaría de simple a compuesto; y estaría pagando intereses sobre los intereses que debiera al mismo tiempo que sobre el capital que le habían prestado.

Los ludi megalenses eran los primeros juegos del año y los más solemnes desde el punto de vista religioso, quizás porque anunciaban la llegada de la primavera -en aquellos años en que el calendario coincidía con las estaciones-y tenían su origen en la segunda guerra que Roma había librado contra Cartago. Cuando Aníbal recorrió Italia de arriba abajo. Fue entonces cuando el culto de Magna Mater, la gran Madre Tierra asiática, se introdujo en Roma, y se erigió en el Palatino un templo orientado directamente hacia el Vallis Murcia, en el cual se extendía el Circo Máximo. En muchos aspectos era un culto inapropiado para la conservadora Roma; los romanos aborrecían a los eunucos, los ritos flagelatorios, y todo lo que se consideraba un barbarismo religioso. No obstante, el hecho se había llevado a cabo en el momento en que Claudia, la virgen vestal, tiró milagrosamente de la barcaza que transportaba la piedra del ombligo de Magna Mater y consiguió llevarla río Tíber arriba, y ahora Roma tenía que sufrir las consecuencias y contemplar cómo unos sacerdotes castrados que sangraban por las heridas que ellos mismos se habían infligido recorrían, el cuarto día de abril, todo aquel camino sin dejar de gritar y de pregonar su paso por las calles al son de trompetas, mientras remolcaban la efigie de la Gran Madre y suplicaban limosnas a todos aquellos que acudían a mirar aquella presentación de los juegos.

Los juegos propiamente dichos eran más típicamente romanos, y duraban seis días, desde el cuarto hasta el décimo día de abril. El primer día se hacía la procesión, luego se celebraba una ceremonia en el templo de Magna Mater y, finalmente, algunos actos en el Circo Máximo. Los cuatro días siguientes se dedicaban a representaciones teatrales en distintas construcciones provisionales de madera que se instalaban con ese fin, mientras que el último día tenía lugar la procesión de los dioses desde el Capitolio hasta el circo, y muchas horas de carreras de carros en el circo.

Como edil curul senior, era César quien oficiaba en los actos del primer día y quien le ofrecía a la Gran Madre un sacrificio extrañamente incruento, considerando que Kubaba Cibeles era una señora sedienta de sangre; la ofrenda era un plato de hierbas.

Algunos los llamaban los juegos patricios, porque la primera noche las familias patricias se agasajaban unas a otras y en sus listas de invitados figuraban patricios exclusivamente. Siempre se consideraba un buen augurio para el patriciado que el edil curul que hacía el sacrificio fuera patricio, como lo era César. Bíbulo, desde luego, era plebeyo, y el día de la inauguración se sintió completamente ignorado; César había llenado de patricios los asientos especiales en las enormes y anchas gradas del templo, haciendo honor en particular a los Claudios Pulcher, tan íntimamente conectados con la presencia de Magna Mater en Roma.

Aunque aquel primer día los ediles celebrantes y la comitiva oficial no descendían al Circo Máximo, sino que más bien miraban desde los escalones del templo de Magna Mater, César había preferido poner un espectáculo brillante en el circo en lugar de tratar de entretener a la multitud que había seguido la sangrienta procesión de la diosa con la acostumbrada ración de peleas de boxeo y carreras pedestres. El tiempo de que se disponía no hacía imposibles las carreras de carros. César había instalado un sistema de conducción del agua desde el Tíber y había canalizado el agua, que atravesaba el Forum Boarium y creaba así un río dentro del circo, con la spina haciendo el papel de isla del Tíber y separando esta astuta corriente de agua. Mientras la extensa multitud lanzaba exclamaciones de admiración, César representó la proeza de fuerza de la vestal Claudia. Esta llevó a rastras la barcaza desde el extremo del Forum Boarium, donde el últirno día instalarían las puertas de salida para las carreras de carros, dio una vuelta completa a la spina y luego la dejó descansando en el extremo de la puerta de Capena del estadio. La barcaza relucía engalanada con adornos dorados y tenía velas ondeantes bordadas de color púrpura; todos los sacerdotes eunucos iban reunidos en la cubierta alrededor de una bola negra y lustrosa que representaba la piedra ombligo, mientras en lo alto de la popa se alzaba la estatua de Magna Mater en una carroza tirada por un par de leones de apariencia absolutamente realista. César no utilizó un forzudo vestido de vestal para representar a Claudia, sino que usó una esbelta y hermosa mujer del tipo de Claudia, y disimuló la presencia de los hombres que tiraban de la barcaza sumergiéndolos en el agua hasta la cintura, con los hombros agachados y metidos bajo un falso casco de nave dorado que los ocultaba a la vista.

La multitud se fue a sus casas extasiada después de aquel espectáculo de tres horas. César se quedó allí, rodeado de patricios encantados, y aceptó los obsequiosos cumplidos que le dedicaron tanto por el buen gusto que había demostrado como por su imaginación. Bíbulo captó la indirecta y se marchó, muy ofendido porque nadie le había hecho caso.

Nada menos que diez teatros de madera habían sido levantados desde el Campo de Marte hasta la puerta de Capena, el mayor de los cuales tenía capacidad para diez mil personas y el más pequeño para quinientas. Y en lugar de contentarse con que parecieran lo que realmente eran, provisionales, César había insistido en que se pintaran, se decoraran y se dorasen. Farsas y mimos se pusieron en escena en los teatros mayores, Terencio, Plauto y Ennio en los medianos, y Sófocles y Esquilo en el auditorio más pequeño, que tenía un aspecto muy griego; se tuvieron en cuenta todos y cada uno de los gustos teatrales. Desde primera hora de la mañana hasta casi el crepúsculo, los diez teatros dieron representaciones durante los cuatro días, todo un festín. Y fue literalmente un festín, pues César sirvió refrigerios gratis en los entreactos.

El último día la procesión se reunió en el Capitolio y dirigió sus pasos a través del Foro Romano y la vía Triunfal hasta el Circo Máximo; desfilaron estatuas doradas de algunos dioses, como Marte y Apolo… y Cástor y Pólux. Como fue César quien había pagado para que las dorasen, a nadie le extrañó que Pólux fuera de un tamaño mucho menor que su gemelo Cástor. ¡Qué risa!

Aunque se suponía que los juegos eran financiados con dinero público y lo que todos los espectadores preferían eran las carreras de carros, el hecho era que nunca había dinero del Estado para los entretenimientos propiamente dichos. Ello no había detenido a César, quien organizó más carreras de carros el último día de los ludi megalenses de lo que Roma había visto nunca. Era su deber como edil curul senior dar la salida a las carreras, en cada una de las cuales intervenían cuatro carros: uno rojo, otro azul, otro verde y otro blanco. La primera era de cuadrigas, carros tirados por cuatro caballos, pero otras carreras eran de carros tirados por dos caballos, o de dos o tres caballos dispuestos uno detrás de otro; César organizó incluso carreras de caballos desuncidos, que fueron montados sin ensillar por postillones.

La longitud de cada carrera era de cinco millas, distancia que se conseguía dando siete vueltas alrededor de la división central de la spina, un promontorio estrecho y alto adornado con muchas estatuas que exhibía siete delfines en uno de los extremos, y en el otro siete huevos dorados colocados en lo alto de grandes cálices; a medida que acababa cada una de las vueltas se tiraba del morro de un delfín y la cola se alzaba, y se quitaba un huevo dorado de un cáliz. Si las doce horas del día y las doce horas de la noche eran de igual longitud, entonces cada carrera tardaba en su recorrido un cuarto de hora, lo que significaba que el ritmo era veloz y furioso, un galope enloquecido. Cuando se producían vuelcos solían ocurrir al dar la vuelta a las metae, donde cada conductor, con las riendas enrolladas con muchas vueltas a la cintura y una daga metida entre las mismas para poder liberarse si chocaba, luchaba con destreza y valor por mantenerse en el lado interior, de manera que así el recorrido fuera más corto.

La multitud quedó encantada aquel día, pues en lugar de largos descansos después de cada carrera, César las hizo sucederse una detrás de otra sin apenas interrupción; los corredores de apuestas se apresuraban entre los excitados espectadores para recoger las apuestas en un continuo frenesí, pues no daban abasto. Ni un solo sitio en las gradas estaba vacío, y las mujeres se sentaban en las rodillas de sus maridos para ganar espacio. No se permitía la entrada a los niños, a los esclavos ni a los esclavos libertos, pero las mujeres se sentaban con los hombres. En los juegos de César más de doscientos mil romanos libres se apretujaron en el Circo Máximo, mientras que otros cuantos miles más los contemplaron desde puntos estratégicos en lo alto del Palatino y el Aventino.

– Son los mejores juegos que Roma ha visto nunca -le dijo Craso a César al final del sexto día-. Qué proeza de ingeniería hacer eso con el Tíber, y luego quitarlo todo y tener el terreno seco de nuevo para las carreras de carros.

– Estos juegos no han sido nada -repuso César con una sonrisa-, y tampoco ha sido particularmente difícil utilizar un Tíber crecido a causa de las lluvias. Espera hasta que veas los ludi romani de setiembre. Lúculo quedaría desolado si cruzase el pomerium para verlos.

Pero entre los ludi megalenses y los ludi romani hizo otra cosa tan insólita y espectacular que Roma habló de ello durante años. Cuando la ciudad se ahogaba debido a la gran cantidad de ciudadanos rurales que habían acudido de vacaciones a la ciudad para presenciar los grandes juegos a principios de setiembre, César celebró unos juegos funerarios en memoria de su padre, y utilizó todo el Foro Romano para ello. Desde luego hacía calor y el cielo estaba claro, así que cubrió toda la zona con una carpa de lona de color púrpura y, amarrando sus bordes a edificios que sirvieran de soporte, sujetó aquella estructura de tejido macizo con grandes postes y cuerdas. Un ejercicio de ingeniería en el que se deleitó, tanto mientras lo ideaba como mientras lo supervisaba en persona.

Pero cuando empezó toda aquella increíble construcción, se corrió con fuerza el rumor de que César pensaba exhibir mil parejas de gladiadores, e inmediatamente Catulo convocó una sesión del Senado.

– ¿Qué es lo que estás planeando, César? -le exigió Catulo ante toda la Cámara, llena a rebosar-. Siempre he sabido que intentas socavar la República, pero… ¿utilizar mil parejas de gladiadores cuando no hay legiones que defiendan nuestra amada ciudad? ¡Esto no es abrir un túnel en secreto para minar los cimientos de Roma, esto es usar un ariete!

– Bueno -dijo César con voz lenta mientras se ponía en pie en su estrado curul-, es cierto que poseo un poderoso ariete, y también es cierto que he excavado numerosos túneles en secreto, pero siempre lo uno con lo otro.

– Se separó la túnica del pecho, tiró del escote y metió por allí la cabeza para hablar por el hueco así producido; luego gritó-: ¿No es cierto eso, oh, ariete? -Dejó caer la mano, la túnica volvió a quedar plana y César levantó la vista con la más dulce de las sonrisas-. Dice que es verdad.

Craso emitió un sonido intermedio entre un maullido y un aullido, pero antes de que su risa pudiera cobrar fuerza el bramido de regocijo de Cicerón se le adelantó; la Cámara se disolvió en medio de una galerna de carcajadas que dejó a Catulo sin habla y con el rostro de color púrpura.

Después de lo cual César procedió a exhibir el número que siempre había tenido intención de exhibir, trescientas veinte parejas de gladiadores con hermosos atuendos plateados.

Pero antes de que los juegos funerarios propiamente dichos estuvieran en marcha, otra sensación ultrajó a Catulo y a sus colegas… Cuando amaneció, y visto desde las casas situadas al borde del Germalo, el Foro parecía el mar de color vino tinto suavemente ondulado de Homero; aquellos que llegaron los primeros para conseguir los mejores sitios descubrieron que al Foro Romano se le había añadido algo más que una carpa. Durante la noche César había devuelto a sus pedestales o a sus plintos todas las estatuas de Cayo Mario, y había puesto los trofeos de guerra de Cayo Mario otra vez dentro del templo al Honor y la Virtud que él había construido en el Capitolio. Pero, ¿qué podían hacer al respecto los archiconservadores senadores? La respuesta era simple: nada. Roma nunca había olvidado -ni había aprendido a dejar de amar- al magnífico Cayo Mario. De todo lo que César hizo durante el memorable año en que fue edil curul, la restauración de Cayo Maño se consideró el acto más importante.

Naturalmente César no desaprovechó aquella oportunidad para recordar a todos los electores quién y qué era él; en todas las pequeñas pistas de arena donde alguno de los trescientos veinte pares de gladiadores se enfrentaban -al fondo del Foso de los Comicios, en el espacio que quedaba entre los tribunales, cerca del templo de Vesta, delante del pórtico Margaritaria, en la Velia-, hizo que se proclamase el linaje de su padre, recorriendo todo el árbol genealógico hasta llegar a Venus y a Rómulo.

Dos días después de eso, César -y Bíbulo- pusieron en escena los ludi romani, que en esta ocasión duraban doce días. El desfile desde el Capitolio, atravesando el Foro Romano hasta el Circo Máximo, duró tres horas. Los principales magistrados del Senado lo encabezaban, con bandas de jóvenes sobre hermosas monturas detrás de ellos; luego seguían todos los carros qué habían de tomar parte en las carreras y los atletas que iban a competir; varios cientos de bailarines, máscaras y músicos; enanos disfrazados de sátiros y faunos; todas las prostitutas de Roma ataviadas con sus togas color fuego; esclavos que portaban cientos de espléndidas urnas o jarrones de plata u oro; grupos de falsos guerreros que vestían túnicas de color escarlata con cinturones de bronce llevaban en la cabeza cascos con penachos y blandían espadas y lanzas; animales para los sacrificios; y luego, en el último y más honroso lugar, los doce dioses mayores junto con muchos otros dioses y héroes montados en literas abiertas pintadas de oro y púrpura, con dibujos muy realistas, y aviados todos ellos con exquisitas ropas.

César había decorado por completo el Circo Máximo y lo había hecho mejor todavía que en cualquiera del resto de los espectáculos utilizando millones de flores frescas. Como los romanos adoraban las flores, el numerosísimo público quedó embelesado casi hasta el punto de llegar al desvanecimiento, ahogados por el perfume de las rosas, las violetas, las cepas, los alhelíes. Sirvió refrigerios gratis y pensó en toda clase de novedades, desde funámbulos hasta personas que vomitaban fuego, pasando por contorsionistas, unas mujeres ligeras de ropa que parecían capaces casi de volverse del revés.

Cada día se veía en los juegos algo nuevo y diferente, y las carreras de carros eran soberbias.

Le decía Bíbulo a todo aquel que se acordaba de él lo suficiente como para comentar las cosas:

«Me dijo que yo sería Pólux y él Cástor. ¡Y hay que ver cuánta razón tenía! Bien hubiera podido ahorrarme mis preciosos trescientos talentos; sólo han servido para verter comida y vino en doscientas mil gargantas ávidas, mientras él es quien se ha llevado el mérito de todo lo demás.»

Le dijo Cicerón a César:

«En general me desagradan los juegos, pero tengo que confesar que los tuyos han sido realmente espléndidos. Celebrar los juegos más lujosos de la historia es bastante loable en un aspecto, pero lo que a mí de verdad me ha gustado de tus juegos es que no han sido nada vulgares.»

Dijo Tito Pomponio Ático, caballero plutócrata, a Marco Licinio Craso, senador plutócrata:

«Ha sido brillante. Le ha proporcionado beneficios a todo el mundo. ¡Vaya año para los floricultores y para los mayoristas! Votarán a César durante el resto de su carrera política. Por no hablar de los panaderos, de los molineros… ¡oh, realmente muy, muy, inteligente!»

Y el joven Cepión Bruto le dijo a Julia:

«El tío Catón está realmente disgustado. Desde luego, es un gran amigo de Bíbulo. Pero, ¿por qué tiene siempre tu padre que causar tanta sensación?»

Catón aborrecía a César.

Cuando por fin había regresado a Roma, en la época en que César asumió el cargo de edil curul, ejecutó el testamento de su hermano Cepión. Aquello requirió que fuera a ver a Servilia y a Bruto, que con casi dieciocho años de edad estaba ya muy encauzado en su carrera en el Foro, aunque aún no se había ocupado de ningún caso ante los tribunales.

– Me desagrada el hecho de que ahora seas patricio, Quinto Servilio -dijo Catón, muy puntilloso en lo referente a utilizar el nombre correcto-, pero como yo no estaba dispuesto a ser otro que un Porcio Catón, supongo que debo dar mi aprobación.

– Se inclinó hacia adelante bruscamente-. ¿Qué haces en el Foro? Deberías estar en el campo de batalla formando parte del ejército de alguien, como de tu amigo Cayo Casio.

– Bruto ha recibido una exención -dijo Servilia con altivez, poniendo énfasis en el nombre.

– Nadie debería estar exento a menos que sea un lisiado.

– Tiene el pecho débil -dijo Servilia,

– El pecho le mejoraría en seguida si saliera a cumplir con su deber legal, que es servir en las legiones. Y también le mejoraría la piel.

– Bruto irá cuando yo considere que se encuentra lo suficientemente bien de salud.

– ¿Es que él no tiene lengua? -preguntó Catón en tono exigente; no de un modo tan fiero como el que habría empleado antes de partir para el Este, aunque aún seguía siendo agresivo-. ¿No puede hablar por sí mismo? Estás haciendo una persona débil de este muchacho, Servilia, y eso no es romano.

Todo lo cual escuchaba Bruto punto en boca, y sometido a un grave dilema. Por una parte estaba deseando ver cómo su madre perdía aquella -o cualquier otra- batalla, pero por otra parte le horrorizaba el servicio militar. Casio se había ido muy contento mientras Bruto desarrollaba una tos que iba empeorando cada vez más. Le dolía verse disminuido a los ojos de su tío Catón, pero éste no toleraba la debilidad o la fragilidad de ningún tipo; además el tío Catón, ganador de muchas condecoraciones al valor en el campo de batalla, nunca comprendería a la gente que no se emocionase cuando levantaba una espada. Así que ahora empezó a toser con un sonido espeso y seco que le empezaba en la base del pecho y reverberaba durante todo el camino hasta la garganta. Eso, naturalmente, le produjo una copiosa flema, lo cual le permitió mirar enloquecido primero a su madre y luego a su tío, murmurar una excusa y marcharse.

– ¿Ves lo que has hecho? -le recriminó Servilia a Catón enseñando los dientes.

– Le hace falta ejercicio y un poco de vida al aire libre. También sospecho que eres tú quien le estás haciendo de curandera para el problema que tiene en la piel. Presenta un aspecto espantoso.

– ¡Bruto no es responsabilidad tuya!

– Según las condiciones del testamento de Cepión, puedes tener la absoluta certeza de que sí lo es.

– El tío Mamerco ya lo ha hablado todo con él, no te necesita para nada. En realidad, Catón, nadie te necesita. ¿Por qué no vas y te tiras al Tíber?

– Todos me necesitan, eso está claro. Cuando me marché al Este tu chico estaba empezando a ir al Campo de Marte, y durante una temporada dio la impresión de que, en efecto, quizás pudiera aprender a ser un hombre. Y ahora me encuentro con que es un perrito faldero de mamá! Y además, ¿cómo has podido prometerlo en matrimonio con una muchacha sin dote digna de mención, con otra malvada patricia? ¿Qué clase de hijos esmirriados van a tener?

– Lo que espero es que tengan hijos como el padre de Julia e hijas como yo -le dijo Servilia con un tono de voz helado-. Di lo que quieras de los patricios y de la vieja aristocracia, Catón, pero en el padre de Julia puedes ver todo lo que debería ser un romano, desde soldado a orador pasando por político. Bruto quiso ese emparejamiento; en realidad no fue idea mía, pero ojalá se me hubiera ocurrido a mí. ¡La sangre de Julia es tan buena como la de él… y eso es mucho más importante que la dote! Sin embargo te diré, para tu información, que su padre me ha garantizado una dote de cien talentos. Y Bruto no necesita una chica con una gran dote, ahora que es el heredero de Cepión.

– Si está dispuesto a esperar varios años por una esposa, bien podía haber aguardado unos años más y casarse con mi Porcia -dijo Catón-. Yo habría aplaudido esa alianza de todo corazón! El dinero de mi querido Cepión habría ido a parar a los hijos de ambas partes de la familia.

– ¡Oh, ya comprendo! -dijo Servilia con desdén-. La verdad se acaba descubriendo, ¿eh, Catón? No cambiarías tu nombre para conseguir el dinero de Cepión, pero… ¡qué plan tan brillante conseguirlo a través de la parte femenina! ¿Casarse mi hijo con la descendiente de un esclavo? ¡Por encima de mi cadáver!

– Todavía podría ocurrir -le sugirió Catón en un tono complaciente.

– ¡Si eso ocurriera, le daría a la chica brasas candentes para cenar!

– Servilia se puso tensa, pues comprendía que ya no manejaba tan bien a Catón como antes; éste estaba más frío, más despegado, y resultaba más difícil de enredar. Sacó su aguijón más desagradable-. Dejando aparte el hecho de que tú, el descendiente de un esclavo, eres el padre de Porcia, también hay que pensar en su madre. Y puedo asegurarte que yo nunca permitiría que mi hijo se casase con la hija de una mujer que no puede esperar a que su marido regrese a casa!

En los viejos tiempos él la habría atacado violentamente de palabra, habría gritado y la habría acosado. Aquel día se puso rígido y no dijo nada durante un rato.

– Creo que una afirmación como ésa necesita una aclaración -dijo Catón al fin.

– Me alegraré de complacerte. Atilia se ha comportado como una niña muy traviesa.

– ¡Oh, Servilia, tú eres uno de los mejores ejemplos por los que Roma necesita unas cuantas leyes en los libros que obliguen a las personas a sujetar la lengua!

Servilia sonrió dulcemente.

– Pregunta a cualquiera de tus amigos si dudas de mí. Pregúntale a Bíbulo, a Favonio o a Ahenobarbo, ellos han estado aquí para presenciar esos amores ilícitos. No es ningún secreto.

Catón hizo un gesto hacia adentro con la boca, hasta hacer desaparecer los labios.

– ¿Quién ha sido? -preguntó.

– Pues quién va a ser! ¡Ese romano entre los romanos, naturalmente! César. Y no me preguntes a qué César me refiero… ya sabes qué César es el que tiene esa reputación. El futuro suegro de mi querido Bruto.

Catón se puso en pie sin pronunciar una palabra.

Se dirigió inmediatamente a su modesta casa, que se encontraba en una calleja situada en un lugar sin vistas del centro del Palatino, en la cual había instalado a su amigo filósofo, Atenodoro Cordilión, antes incluso de acordarse de saludar a su esposa y a sus hijos en la única habitación para invitados.

La reflexión confirmó la malicia de Servilia. Atilia estaba diferente. Por una parte, de vez en cuando sonreía y se tomaba la libertad de hablar antes de que le hablasen; por otra parte, los pechos se le habían llenado, y de un modo peculiar que a él le revolvía. Aunque habían transcurrido tres días desde que Catón llegara a Roma, éste no había ido al dormitorio de Atilia -él prefería ocupar solo el cubículo de dormir principal- para calmar lo que incluso su venerado bisabuelo Catón el Censor había considerado una necesidad natural, no sólo permisible entre marido y mujer -o esclava y amo-, sino en realidad una necesidad digna de admiración.

Oh, ¿qué querido dios bueno y benevolente se lo había impedido? Mira que si se hubiera introducido en lo que legalmente era propiedad suya sin saber que se había convertido en la propiedad ilegal de otro… Catón se estremeció, tuvo que esforzarse por aplacar el creciente asco que sentía. César. Cayo Julio César, el peor de toda aquella pandilla de podridos y degenerados. ¿Qué demonios habría visto en Atilia, a quien Catón había escogido precisamente porque era el polo absolutamente opuesto a la redonda, morena y adorable Emilia Lépida? Catón reconocía que era un poco lento intelectualmente pues desde la infancia le habían inculcado esa idea a fuerza de repetirle que lo era, pero no tuvo que ir muy lejos a buscar el motivo que había movido a César. Incluso a pesar de ser patricio, aquel hombre iba a ser demagogo, otro Cayo Mario. ¿A cuántas esposas de los tradicionalistas incondicionales habría seducido? Los rumores eran abundantes. Y allí estaba él, Marco Porcio Catón, todavía sin edad suficiente para formar parte del Senado, pero obviamente ya considerado por César como un notable enemigo. ¡Eso era bueno! Pues ello decía que él, Marco Porcio Catón, tenía la energía y la voluntad necesarias para ser una gran fuerza en el Foro y en el Senado. ¡César le había puesto los cuernos a él! Ni por un momento se le ocurrió que Servilia fuera la causa, porque no tenía ni idea de que ella y César mantuvieran una relación íntima.

Bien, quizás Atilia hubiera dejado que César se le metiera en la cama y entre las piernas, pero a Catón no lo había admitido en la cama después de aquello. Lo que la muerte de Cepión había puesto en marcha, la traición de Atilia lo había hecho terminar. ¡No querer a nadie! Nunca, nunca encariñarse con nadie. Encariñarse significaba incesante dolor.

No le hizo preguntas a Atilia. Se limitó a llamar al mayordomo a su despacho y a darle instrucciones para que empaquetara las cosas de ella y la echase de allí inmediatamente, que se la devolviese a su hermano. Unas cuantas palabras garabateadas en un papel y el hecho estaba consumado. Atilia quedaba repudiada y él no tendría que devolver ni un sestercio de la dote de una adúltera. Mientras esperaba en el despacho oyó la voz de ella a lo lejos, un quejido, un sollozo, un grito frenético llamando a sus hijos, y durante todo el tiempo la voz del mayordomo alzándose por encima de la de ella, el nido de los esclavos tropezándose unos con otros al cumplir las órdenes del amo. Finalmente se oyó abrirse la puerta principal, y luego cerrarse. Después de lo cual el mayordomo llamó a la puerta.

– La señora Atilia se ha ido, domine.

– Envíame aquí a mis hijos.

Estos entraron poco después, desconcertados por el alboroto pero sin saber qué había ocurrido. No podía negarse que ambos eran suyos, ni siquiera ahora que la duda lo corroía. Porcia tenía seis años, era alta, delgada y angulosa, con el mismo pelo castaño que él pero en una versión más abundante y rizada, con los mismos ojos grises y separados que tenía él, con el mismo cuello largo, aunque la nariz era algo más pequeña. Catón Junior era dos años menor, un niño flaco que siempre le recordaba cómo había sido él mismo en aquellos días en que aquel marso advenedizo, Silón, lo había sostenido colgado de la ventana y lo había amenazado con dejarlo caer sobre afiladas rocas; sólo que Catón Junior era tímido en vez de valiente y tenía tendencia a llorar con facilidad. Y, ay, ya estaba claro que la lista de los dos era Porcia, la pequeña oradora y filósofa. Dones inútiles en una niña.

– Hijos, me he divorciado de vuestra madre por infidelidad -les dijo Catón en tono normal con su acostumbrada voz ronca carente de toda expresión- Ha sido impura y ha demostrado no ser una adecuada esposa ni madre. He prohibido su entrada en esta casa, y no permitiré que ninguno de vosotros vuelva a verla.

El niñito apenas comprendió aquellas palabras adultas, sólo que algo horrible acababa de suceder, y que su madre era el centro de todo ello. Los grandes ojos se le llenaron de lágrimas; el labio le temblaba. No se puso a dar alaridos simplemente porque su hermana le dio de pronto un apretón en el brazo, que era la señal para decirle que debía controlarse. Y ella, aquella pequeña estoica que habría muerto con tal de complacer a su padre, se mantuvo erguida y con aspecto indómito, sin lágrimas ni temblores de los labios.

– Mamá se ha ido al exilio -dijo.

– Esa es una manera de expresarlo tan buena como cualquier otra.

– ¿Sigue siendo ciudadana? -preguntó Porcia con una voz muy parecida a la de su padre, sin ritmo ni melodía.

– No puedo privarla de eso, Porcia, y tampoco querría hacerlo. De lo que la he privado es de toda participación en nuestras vidas, porque no merece tomar parte en ellas. Tu madre es una mala mujer, una marrana, una puta, una ramera, una adúltera. Ha estado acostándose con un hombre llamado Cayo Julio César, y eso es todo lo que representa ser un patricio: ser corrupto, inmoral, anticuado -¿De verdad no volveremos a ver a mamá? -No mientras viváis bajo mi techo.

El propósito que había detrás de aquellas palabras adultas por fin hizo mella; el pequeño Catón Junior, de cuatro años, empezó a llorar desconsoladamente.

– ¡Yo quiero a mi mamá! ¡Yo quiero a mi mamá! ¡Yo quiero a mi mamá!

– Creía que Zenón no prohibía el amor, solamente las acciones malas -dijo la hija-. ¿No es una buena acción amar a todo lo que es bueno? Tú eres bueno, pater. Yo debo amarte, Zenón dice que eso es una acción buena.

¿Cómo responder a aquello?

– Pues entonces modera tus sentimientos con cierto distanciamiento, y nunca dejes que el amor te gobierne -le indicó Catón-. No debes dejarte gobernar por nada que envilezca la mente, y las emociones lo hacen.

Cuando los niños se fueron, Catón salió de la habitación. En el pórtico, no lejos, se encontraba Atenodoro Cordilión con una jarra de vino, buenos libros y todavía mejor conversación. Desde aquel día en adelante, el vino, los libros y la conversación tendrían que llenar todos los huecos.

¡Ah, pero a Catón le costó caro enfrentarse con el brillante y festejado edil curul mientras éste se ocupaba de sus deberes tan asombrosamente bien, y con tanta aptitud!

– Se porta como si fuera el rey de Roma -le comentó Catón a Bíbulo.

– Pues yo opino que se cree que es el rey de Roma al ir por ahí repartiendo grano y espectáculos circenses. Todo a lo grande, desde esas maneras fáciles que adopta con la gente corriente hasta su arrogancia en el Senado.

– Es mi enemigo reconocido.

– Es el enemigo de todo hombre que quiera la adecuada mos maiorum, que ningún hombre sobresalga un ápice por encima de sus iguales -dijo Bíbulo-. ¡Lucharé contra él hasta que me muera!

– Es otro Cayo Mario -dijo Catón.

Pero Bíbulo pareció despreciativo.

– ¿Mario? ¡No, Catón, no! Cayo Mario sabía que no podría ser nunca rey de Roma, no era más que un hacendado de Arpinum, como su igualmente bucólico primo Cicerón. César no es ningún Mario, créeme. César es otro Sila, y eso es mucho peor.

– Las lágrimas no son una acción correcta cuando se derraman por motivos que no las merecen -le dijo el padre-. Te comportarás como un verdadero estoico y dejarás ese llanto tan poco varonil. No puedes tener a tu madre, y se acabó. Porcia, llévatelo de aquí. La próxima vez que lo vea, confío en ver a un hombre, no a un bebé mocoso y llorón.

– Yo haré que lo comprenda -dijo Porcia mirando a su padre con ciega adoración-. Mientras estemos contigo, pater, todo está bien. Es a ti a quien amamos más, no a mamá.

Catón se quedó petrificado.

– ¡No améis nunca a nadie! -gritó-. ¡Nunca, nunca améis! ¡Un estoico no ama! ¡Un estoico no necesita que le amen! En julio de aquel año Marco Porcio Catón fue elegido cuestor, y le tocó en suerte ser el senior de los tres cuestores urbanos; sus dos colegas eran el gran aristócrata plebeyo Marco Claudio Marcelo y un tal Lolio, un miembro de aquella familia picentina que Pompeyo el Grande estaba introduciendo felizmente en el meollo de la influencia romana del Senado y los Comicios.

Con algunos meses por delante antes de asumir el cargo de hecho, y antes de que le estuviera permitido asistir a las sesiones del Senado, Catón dedicó sus días a estudiar comercio y derecho mercantil; contrató a un tenedor de libros del Tesoro jubilado para que le enseñase cómo los tribuni aerarii que estaban al frente de aquel terreno realizaban la contabilidad, y se estudió laboriosamente todo aquello que no le entraba de un modo natural hasta que supo tanto acerca de las finanzas del Senado como sabía César, sin dar se cuenta de que lo que a él le costaba tanto esfuerzo, su enemigo reconocido lo había comprendido casi al instante.

Los cuestores se tomaban su obligación a la ligera y nunca se molestaban preocupándose demasiado con una vigilancia auténtica de lo que ocurría en el Tesoro; la parte importante del trabajo para el cuestor urbano corriente era la coordinación con el Senado, que debatía y luego delegaba adónde debía destinarse el dinero del Estado. Era práctica aceptada echar una mirada por encima a los libros que los funcionarios del Tesoro les dejaban ver de vez en cuando y aceptar las cifras del Tesoro cuando el Senado estudiaba las finanzas de Roma. Los cuestores también les procuraban favores a sus parientes y amigos, siempre que esas personas estuviesen en deuda con el Estado, haciendo la vista gorda ante el caso concreto u ordenando que los nombres en cuestión se borrasen de los archivos oficiales. En resumen, los cuestores con destino en Roma se limitaban a permitir que el personal fijo del Tesoro se ocupara de sus asuntos e hiciera su trabajo. Y, ciertamente, ni el personal fijo del Tesoro ni Marcelo ni Lolio, los otros dos cuestores urbanos, tenían la más remota idea de que las cosas iban a cambiar radicalmente.

Catón no tenía intención de comportarse con laxitud. Pensaba ser más concienzudo dentro del Tesoro que Pompeyo el Grande en el Mare Nostrum. Al alba del quinto día de diciembre, el día que iba a tomar posesión del cargo, allí estaba Catón llamando a la puerta lateral del sótano del templo de Saturno, nada complacido al enterarse de que el sol tenía que estar bien alto antes de que nadie acudiese allí a trabajar.

– La jornada de trabajo empieza al amanecer -le indicó Catón al jefe del Tesoro, Marco Vibio, cuando este personaje llegó sin aliento después de que un preocupado empleado le había enviado aviso con urgencia.

– No hay ninguna norma a tal efecto -repuso suavemente Marco Vibio-. Nosotros trabajamos dentro de un horario que establecemos nosotros mismos, y es un horario flexible.

– ¡Tonterías! -dijo Catón con desprecio-. Yo soy el guardián electo de estos locales, y pienso encargarme de que el Senado y el pueblo de Roma le saquen jugo hasta el último sestercio del dinero de los impuestos. ¡Esos impuestos sirven para pagarte a ti y al resto de las personas que trabajan aquí, no lo olvides!

No fue un buen comienzo. A partir de entonces las cosas fueron empeorando cada vez más para Marco Vibio. Se le había echado encima un fanático. Cuando en el pasado, en algunas raras ocasiones, se había encontrado maldecido por algún cuestor protestón, Marco Vibio había procedido a poner al tipo en cuestión en su lugar ocultándole todo el conocimiento especializado del trabajo; como no tenían conocimientos del Tesoro, los cuestores sólo podían hacer lo que se les permitía hacer. Desgraciadamente, aquello no detuvo a Catón, quien demostró que conocía tanto acerca del funcionamiento del Tesoro como el propio Marco Vibio. ¡Y posiblemente más!

Catón había llevado consigo varios esclavos y se había ocupado de que se les entrenase en distintos aspectos de las actividades del Tesoro, y cada día se presentaba allí al alba con su pequeño séquito para sacar completamente de sus casillas a Vibio y a sus subalternos. ¿Qué era esto? ¿Qué era aquello? ¿Dónde estaba esto y lo otro? ¿Cuándo habían ocurrido tal cosa y tal otra? ¿Cómo es que ocurría cualquier cosa? Y así sucesivamente. Catón era persistente hasta el punto de resultar insultante, era imposible sacárselo de encima con respuestas convincentes y resultaba insensible a la ironía, al sarcasmo, a los improperios a la adulación, a las excusas y a los síncopes.

«Me siento como si todas las furias me estuvieran acosando más duramente de lo que nunca acosaron a Orestes! -decía jadeante Marco Vibio al cabo de dos meses de sufrir aquello, cuando hizo acopio de valor para buscar solaz y ayuda en su patrón, Catulo-. No me importa lo que tengas que hacer para que Catón se calle y se mande mudar. ¡Sólo quiero que lo hagas! He sido tu cliente leal y devoto durante más de veinte años, soy tribunus aerarius de primera clase, y ahora me encuentro con que tanto mi cordura como mi puesto están en peligro. «Líbrame de Catón!»

El primer intento fracasó de un modo miserable. Catulo le propuso a la Cámara que se le encomendase a Catón una tarea especial, la comprobación de las cuentas del ejército, ya que era tan brillante verificando cuentas. Pero Catón se mantuvo firme en sus trece y recomendó los nombres de cuatro hombres a los que podía emplearse temporalmente en un trabajo que a ningún cuestor electo debería solicitársele que hiciera. Gracias, él seguiría haciendo aquello para lo que estaba allí.

Después Catulo pensó en tácticas más astutas, ninguna de las cuales dio resultado. Mientras tanto, la escoba que barría hasta el último rincón del Tesoro no se cansaba ni se desgastaba nunca. En marzo empezaron a rodar cabezas. Primero uno, luego dos, luego tres, cuatro y cinco funcionarios del Tesoro se encontraron con que Catón había puesto fin a sus ocupaciones y les había vaciado los escritorios. Y en abril dejó caer el hacha; Catón despidió a Marco Vibio y añadió el insulto al daño producido al hacer que lo procesaran por fraude.

Limpiamente atrapado en aquella trampa, a Catulo no le quedó otro remedio que defender en persona a Vibio ante el tribunal. Con sólo un día de airear las pruebas, Catulo tuvo bastante para saber que iba a perder el caso. Era hora de apelar al sentido de la oportunidad de Catón, a los preceptos clásicos del sistema que existía entre cliente y patrón.

– Mi querido Catón, debes detenerte -le dijo Catulo cuando el tribunal levantó la sesión por aquel día-. Ya sé que el pobre Vibio no ha sido tan cuidadoso como quizás debería haberlo sido. ¡Pero es uno de nosotros! Despide a todos los empleados y tenedores de libros que quieras, pero deja al pobre Vibio en su empleo, por favor! Te doy mi solemne palabra como consular y antiguo censor de que de ahora en adelante Vibio tendrá una conducta impecable. ¡Pero detén este horrible procesamiento! ¡Déjale algo a ese hombre!

Todo esto lo había dicho con suavidad, pero Catón sólo tenía un volumen de voz, y era hablar a voz en grito. Voceó la respuesta en aquel acostumbrado tono estentóreo suyo, lo que detuvo cualquier movimiento a su alrededor. Todos los rostros se volvieron; todas las orejas se aguzaron para escuchar.

– ¡Quinto Lutacio, deberías avergonzarte de ti mismo! -chilló Catón-. ¿Cómo podrías ser tan ciego para tu propia dignitas como para tener la frescura de recordarme que eres consular y antiguo censor, y luego intentar engatusarme para que no cumpla con el deber que he jurado? Bien, permite que te diga que me sentiré avergonzado si me veo obligado a llamar a los alguaciles de la corte para que te echen por intentar interferir en el curso de la justicia romana. ¡Porque eso es precisamente lo que estás haciendo, interferir en la justicia romana!

Tras lo cual se marchó con paso majestuoso, dejando a Catulo plantado, desprovisto de habla y tan perplejo que, cuando el caso se reanudó al día siguiente, ni siquiera apareció para ejercer la defensa. En cambio trató de exculparse de su deber de patrón convenciendo al jurado para que emitiera un veredicto de ABSOLVO aunque Catón lograse presentar más pruebas condenatorias de las que presentara en su día Cicerón para hallar culpable a Verres. No recurriría al soborno; hablar era más barato y más ético. Uno de los miembros del jurado era Marco Lolio, el colega de Catón en el cargo de cuestor, quien accedió a votar en favor del perdón. Se encontraba, sin embargo, extremadamente enfermo, de manera que Catulo hizo que lo llevasen al juicio en una litera. Cuando se emitió el veredicto, fue ABSOLVO. El voto de Lolio había empatado al jurado, y un empate en la votación del jurado significaba el perdón.

¿Derrotó aquello a Catón? No, en absoluto. Cuando Vibio apareció en el Tesoro se encontró con que Catón le bloqueaba el paso. Y Catón no consintió en devolverle su empleo. Al final incluso Catulo, a quien habían llamado para que presidiera la desagradable escena pública que se había montado a la puerta del Tesoro, tuvo que darse por vencido. Vibio había perdido su puesto, y así se iba a quedar. Luego Catón se negó a pagarle a Vibio el salario que se le debía.

– ¡Tienes que pagarle! -le gritó Catulo.

– ¡No tengo por qué hacerlo! -gritó a su vez Catón-. Ha estafado al Estado, le debe al Estado mucho más que su sueldo. Deja que eso ayude a compensar a Roma.

– ¿Por qué, por qué, por qué? -le exigió Catulo-. ¡Vibio ha sido absuelto!

– ¡Yo no estoy dispuesto a aceptar el voto de un hombre enfermo! -voceó Catón-. Lolio no se hallaba en sus cabales a causa de la fiebre.

Y así hubo que dejarlo. Absolutamente seguros de que Catón perdería, los supervivientes del Tesoro habían estado planeando toda clase de celebraciones. Pero cuando Catulo tuvo que llevarse de allí a Vibio sumido en llanto, los supervivientes del Tesoro captaron finalmente la indirecta. Como por arte de magia todas las cuentas y todos los libros cuadraron perfectamente; a los deudores se les obligó a rectificar años de pagos no efectuados, y a los acreedores de repente se les reembolsaron sumas acumuladas durante años. Marcelo, Lolio, Catulo y el resto del Senado también captaron la indirecta. La gran guerra del Tesoro había terminado, y sólo un hombre quedaba en pie: Marco Porcio Catón, a quien toda Roma alababa, asombrada de que el gobierno de Roma hubiera sacado a la luz por fin a un hombre tan incorruptible que no se le podía comprar. Catón se había hecho famoso.

– ¡Lo que no comprendo es lo que Catón se propone hacer con su vida! -le dijo un conmocionado Catulo a su muy amado cuñado Hortensio-. ¿Cree realmente que puede conseguir votos siendo completamente incorruptible? Eso quizás de resultado en las elecciones tribales, pero si continúa como ha empezado nunca ganará una elección en las Centurias. Nadie de la primera clase lo votará.

Hortensio se inclinó por contemporizar.

– Comprendo que te ha puesto en una situación comprometida, Quinto, pero debo decir que más bienio admiro. Aunque tienes razón. Nunca ganará las elecciones a cónsul en las Centurias. ¡Imagínate la clase de pasión que hace falta para producir la integridad que posee Catón!

no eres más que un diletante caprichoso con más dinero que sentido común! -gruñó Catulo, que había acabado por perder los estribos.

Después de haber ganado la gran guerra del Tesoro, Marco Porcio Catón emprendió la búsqueda de nuevos campos a los que dedicar sus esfuerzos, y los encontró cuando se puso a examinar con detenimiento los archivos financieros que estaban almacenados en el Tabulario de Sila. Quizás fueran antiguos, pero una serie de cuentas, muy bien llevadas, le sugirieron cuál iba a ser el tema de su siguiente guerra. Los archivos especificaban detalladamente a todos aquellos a quienes durante la dictadura de Sila se les había pagado la cantidad de dos talentos por proscribir hombres como traidores al Estado. Por sí mismos no decían nada más de lo que podían expresar las cifras, pero Catón empezó a investigar a cada una de las personas a las cuales se les habían pagado dos talentos -y a veces varios lotes de dos talentos- con vistas a procesar a todos aquellos que resultase que los habían obtenido mediante la violencia. En aquella época era legal matar a un hombre una vez que estaba proscrito, pero los tiempos de Sila habían pasado, y a Catón le gustaban poquísimo las oportunidades legales que aquellos odiados y vilipendiados hombres tendrían ante los tribunales actuales… aun cuando los tribunales actuales fueran retoños de Sila.

Era triste que un pequeño cáncer royera la justa virtud de los motivos de Catón, porque en aquel nuevo proyecto veía una buena ocasión de hacerle la vida difícil a Cayo Julio César. Una vez que había terminado su período anual como edil curul, a César se le había encomendado otro trabajo; se le había nombrado iudex del Tribunal de Asesinatos.

A Catón nunca se le ocurrió que César estaría dispuesto a cooperar con un miembro de los boni para juzgar a aquellos que habían recibido dos talentos tras cometer un asesinato para conseguirlos; y aunque se esperaba la acostumbrada táctica obstructiva que los presidentes de los tribunales utilizaban para quitarse de encima el compromiso de tener que juzgar a personas que estimaban que no habían de ser sometidas a juicio, Catón descubrió, muy a su pesar, que César no sólo estaba de acuerdo, sino que además estaba dispuesto incluso a ayudarle.

«Tú mándamelos, que yo los juzgo», le dijo César a Catón alegremente.

Pese a que toda Roma había sido un hervidero de rumores cuando Catón se divorció de Atilia y la devolvió a la familia de ésta sin dote, citando para ello a César como amante de la mujer, no formaba parte del carácter de César sentirse en desventaja en aquellos tratos con Catón. Y tampoco formaba parte del carácter de César tener escrúpulos de conciencia ni sentir lástima por la mala fortuna de Atilia; ella había corrido el riesgo, siempre habría podido negarse a los requerimientos que él le había hecho. De modo que el presidente del Tribunal de Asesinatos y el incorruptible cuestor hicieron bien el trabajo juntos.

Luego Catón abandonó los peces pequeños, los esclavos, los esclavos libertos y los centuriones que habían empleado aquellos dos talentos como base para hacer fortuna, y decidió acusar a Catilina del asesinato de Marco Mario Gratidiano. Esto había ocurrido después de que Sila ganó la batalla de la puerta de las Colinas de Roma, y en aquella época Mario Gratidiano era cuñado de Catilina. Más tarde Catilina heredó sus propiedades.

– Es un mal hombre y voy a cogerlo -le dijo Catón a César-. Si no lo hago, el año que viene será cónsul.

– ¿Qué crees que haría si llegara a ser cónsul? -le preguntó César lleno de curiosidad-. Estoy de acuerdo en que es un mal hombre, pero…

– Si fuera cónsul se erigiría como otro Sila.

– ¿Como dictador? No podría hacerlo.

Aquellos días los ojos de Catón estaban llenos de dolor, pero miraron con seriedad a las órbitas frías y pálidas de César.

– Es un Sergio; lleva en las venas la sangre más antigua de Roma, incluida la tuya, César. Si Sila no hubiera tenido la sangre adecuada, no habría podido tener éxito. Por eso no confío en ninguno de vosotros, los aristócratas. Descendéis de reyes y todos queréis ser reyes.

– Te equivocas, Catón. Por lo menos en lo que a mí respecta. En cuanto a Catilina… Bueno, las actividades que llevó a cabo bajo el dominio de Sila fueron en verdad aberrantes, así que, ¿por qué no intentarlo? Pero creo que no tendrás éxito.

– ¡Oh, sí que tendré éxito! -le dijo Catón en un tono de voz muy alto-. Tengo docenas de testigos que jurarán que Catilina le cortó la cabeza a Gratidiano.

– Sería mejor que pospusieras el juicio hasta justo antes de las elecciones -le recomendó César con firmeza-. Mi tribunal es rápido, yo no pierdo el tiempo. Si lo procesas ahora, el juicio acabará antes de que se cierre el plazo de las solicitudes para presentarse como candidato a las elecciones curules. Eso significa que Catilina podrá presentarse si sale absuelto. Mientras que si lo procesas más tarde, mi primo Lucio César, que es supervisor, no permitirá nunca que se presente la candidatura de un hombre que se enfrenta a una acusación de asesinato.

– Eso sólo sirve para posponer el día aciago -repuso Catón con testarudez-. Quiero que a Catilina se le destierre de Roma y se le acabe cualquier sueño que tenga de llegar a ser cónsul.

– ¡Muy bien entonces! Pero que la responsabilidad caiga sobre tu cabeza -dijo César.

La verdad era que Catón tenía la cabeza un poco revuelta e hinchada a causa de las victorias que había obtenido hasta la fecha. Sumas de dos talentos iban cayendo a chorros en el Tesoro, pues Catón insistía en hacer cumplir la ley que el cónsul y censor Lentulo Clodiano había decretado unos años antes, la cual requería que ese dinero fuera devuelto aunque se hubiera recaudado pacíficamente. Catón no tenía previsto ningún obstáculo en el caso de Lucio Sergio Catilina. Como cuestor no podía ejercer de acusador él mismo, pero dedicó mucho tiempo en pensar a quién elegiría: a Lucio Luceyo, amigo íntimo de Pompeyo y orador de gran distinción. Aquélla, como bien sabía Catón, era una astuta jugada; proclamaba a los cuatro vientos que el juicio de Catilina no estaba sometido al capricho de los boni, sino que era un asunto que los romanos debían tomarse en serio, ya que uno de los amigos de Pompeyo estaba colaborando con los boni. ¡César también!

Cuando Catilina se enteró de lo que se le avecinaba, apretó los dientes y soltó una maldición. Durante dos elecciones consulares seguidas había visto cómo se le denegaba la oportunidad de presentarse como candidato a causa de un proceso judicial; y de nuevo tenía que someterse a juicio. Ya era hora de ponerle fin a aquello, a aquellas enrevesadas persecuciones que tenían como blanco el corazón del patriciado y que se llevaban a cabo por setas como Catón, aquel descendiente de un esclavo. Durante generaciones los Sergios habían sido excluidos de los cargos más importantes de Roma debido a su pobreza, hecho que había sido igual de cierto con respecto a los Julios Césares hasta que Cayo Mario les permitió ascender de nuevo. Bien, Sila había permitido que los Sergios también ascendieran. ¡Y Lucio Sergio Catilina iba a volver a poner a su clan en la silla de marfil de los cónsules aunque tuviera que echar abajo a toda Roma para conseguirlo! Además tenía como esposa a la bella Aurelia Orestila, mujer muy ambiciosa; la amaba con locura y deseaba complacerla. Y eso significaba convertirse en cónsul.

Cuando comprendió que el juicio se celebraría mucho antes de las elecciones decidió emprender un modo de actuación: esta vez conseguiría que le absolvieran a tiempo de presentarse a cónsul… si es que lograba asegurarse la absolución. Así que fue a ver a Marco Craso e hizo un trato con el plutócrata senatorial. A cambio de que Craso le apoyase durante el juicio, Catilina se comprometía a dar impulso, cuando fuera cónsul, a los dos proyectos para cuya aprobación Craso ansiaba convencer al Senado y a la Asamblea Popular. Los galos del otro lado del Po obtendrían el derecho al voto, y Egipto sería formalmente anexionado al imperio de Roma como feudo particular de Craso.

Aunque su nombre nunca se barajó como uno de los abogados de Roma sobresalientes por su técnica, brillantez o habilidades oratorias, Craso, no obstante, poseía una formidable reputación en los tribunales a causa de su tesón y su inmensa voluntad para defender incluso al más humilde de sus clientes con el máximo empeño. También se le respetaba y consideraba en los círculos de los caballeros porque gran parte del capital de Craso estaba depositado en toda clase de aventuras mercantiles. Y en aquel tiempo todos los jurados eran tripartitos, su composición constaba de un tercio de senadores, un tercio de caballeros pertenecientes a los Dieciocho y un tercio de caballeros pertenecientes a las Centurias de tribuni aerarii de rango inferior. Por ello podía afirmarse con toda seguridad que Craso tenía una tremenda influencia con, por lo men6s, dos tercios de cualquier jurado, y que aquella influencia se extendía además a aquellos senadores que le debían dinero. Todo lo cual significaba que Craso no necesitaba sobornar a un jurado para asegurarse el veredicto que deseaba; el jurado estaba dispuesto a creer que fuera cual fuese el veredicto que Craso quisiera, ése era el veredicto que había que emitir.

La defensa de Catilina era muy simple. Sí, de hecho era cierto que le había cortado la cabeza a su cuñado, Marco Mario Gratidiano; no podía negar tal acción. Pero en aquella época él había sido uno de los delegados de Sila, y había actuado siguiendo órdenes del mismo. Sila había querido la cabeza de Mario Gratidiano para lanzarla al interior de Preneste con la intención de convencer al joven Mario de que no lograría desafiar con éxito a Sila por más tiempo.

César presidió un tribunal que escuchó pacientemente al fiscal Lucio Luceyo y a su equipo de letrados ayudantes, y en seguida comprendió que aquél era un tribunal que no tenía intención alguna de declarar culpable a Catilina. Y así fue. El veredicto fue ABSOLVO por una gran mayoría, e incluso después Catón fue incapaz de encontrar pruebas contundentes de que Craso hubiera necesitado recurrir al soborno.

– Ya te lo dije -le comentó César a Catón.

– ¡Todavía no ha terminado! -ladró Catón; y salió a grandes zancadas.

Había varios candidatos al consulado cuando se cerraron las propuestas, y el asunto estaba interesante. El perdón de Catilina significaba que se había afirmado en su posición, y había que considerarlo prácticamente como el seguro ganador de uno de los dos puestos. Como había dicho Catón, tenía el linaje. Y además era el mismo hombre encantador y persuasivo que había sido en la época en que cortejaba a la virgen vestal Fabia, de manera que tenía muchos seguidores. Aunque era cierto que entre tales seguidores se encontraban algunos hombres que estaban peligrosamente próximos a la ruina, eso no menguaba su poder. Además, ahora era del dominio público que Marco Craso lo apoyaba, y Marco Craso dominaba a muchísimos de los votantes de la primera clase.

Silano, el marido de Servilia, era otro de los candidatos, aunque su salud no era muy buena; de haberse encontrado sano y fuerte, le habría costado poco reunir los votos suficientes para salir elegido. Pero el sino de Quinto Marcio Rex, condenado a ser cónsul único a causa de las muertes de su colega junior y del sustituto de éste, estaba presente en la mente de todos como un obstáculo. Silano no daba la impresión de durar el año completo, y a nadie le parecía prudente permitir que Catilina llevase las riendas de Roma sin un colega, a pesar de Craso.

Otro candidato con probabilidades era el infame Cayo Antonio Híbrido, a quien César había intentado procesar infructuosamente por la tortura, mutilación y asesinato de muchos ciudadanos griegos durante las guerras griegas de Sila. Híbrido había eludido la justicia, pero la opinión pública de Roma le había obligado a exiliarse voluntariamente en la isla de Cefalonia; el descubrimiento de algunos túmulos funerarios le había producido fabulosas riquezas, así que a su regreso a Roma, al ver que había sido expulsado del Senado, lo que hizo Híbrido fue sencillamente empezar de nuevo. Primero se hizo tribuno de la plebe a fin de poder entrar de nuevo en el Senado; luego, al año siguiente, logró abrirse camino mediante sobornos hasta obtener el cargo de pretor, apoyado ardientemente por aquel ambicioso y hábil hombre nuevo que era Cicerón, cuyo agradecimiento se había ganado Híbrido. El pobre Cicerón se encontraba en un grave apuro económico ocasionado por su afición a coleccionar estatuas griegas e instalarlas en una plétora de villas campestres; fue Híbrido quien le prestó el dinero para que saliera del apuro. Desde entonces Cicerón siempre habló a su favor, y en el momento que nos ocupa lo estaba haciendo con tanto empeño que cualquiera bien habría podido deducir que Híbrido y él tenían pensado presentarse al consulado formando equipo; Cicerón era quien prestaba respetabilidad a la campaña e Híbrido quien ponía el dinero.

El hombre que habría podido suponer mayor competencia para Catilina era indudablemente Marco Tulio Cicerón, pero el problema estribaba en que Cicerón no tenía antepasados ilustres; era un horno novus, un hombre nuevo. Brillante, gran orador y con una enorme transparencia legal en su trabajo, había subido con Firmeza en el cursus honoren, pero gran parte de la primera clase de las Centurias lo tenían por un palurdo presuntuoso, y así lo consideraban también los boni. Los cónsules debían ser hombres de probados orígenes romanos procedentes de familias ilustres. Y aunque todos sabían que Cicerón era un hombre honrado dotado de gran capacidad -y sabían también que Catilina era un hombre en extremo sospechoso-, el sentimiento en Roma era que Catilina se merecía el consulado antes que Cicerón.

Cuando absolvieron a Catilina, Catón celebró una conferencia con Bíbulo y Ahenobarbo, quien había sido cuestor dos años antes; los tres estaban ahora en el Senado, lo cual significaba que estaban ya completamente atrincherados dentro del grupo más conservador, los boni.

– ¡No podemos permitir que Catilina sea elegido cónsul! -rebuznó Catón-. Ha seducido al rapaz Marco Craso para que le apoye.

– Estoy de acuerdo -dijo Bíbulo con calma-. Entre ellos dos causarán estragos en la mos maiorum. El Senado se llenará de galos, y Roma tendrá otra provincia por la que preocuparse.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó Ahenobarbo, un joven más famoso por su carácter que por su inteligencia.

– Pediremos una entrevista con Catulo y Hortensio -dijo Bíbulo-, y entre todos encontraremos la manera de quitarle de la cabeza a la primera clase la idea de que Catilina se convierta en cónsul.

– Se aclaró la garganta-. Y además sugiero que nombremos a Catón líder de nuestra delegación.

– ¡Me niego a ser líder de ninguna clase! -gritó Catón.

– Sí, ya lo sé -dijo Bíbulo armado de paciencia-, pero el hecho sigue siendo que desde la gran guerra del Tesoro te has convenido en un símbolo para la mayor parte de Roma. Puede que seas el más joven de todos nosotros, pero también eres el más respetado. Catulo y Hortensio se dan perfectamente cuenta de ello. Por ello tú actuarás como nuestro portavoz.

– Deberías serlo tú -dijo Catón con fastidio.

– Los boni están en contra de los hombres que se creen mejores que sus iguales, y yo pertenezco a los boni, Marco. El portavoz será la persona que resulte más conveniente para cada ocasión. Y hoy esa persona eres tú.

– Lo que no acabo de comprender es por qué somos nosotros los que tenemos que pedir audiencia -intervino Ahenobarbo-. Catulo es nuestro líder, es él quien debería convocamos.

– Catulo ya no es el que era -le explicó Bíbulo-. Desde que César lo humilló en la Cámara con aquello del ariete, ha perdido empuje.

– La mirada fría y plateada se trasladó ahora a Catón-. Y tú, Marco, no tuviste mucho tacto, humillándolo en público mientras Vibio estaba siendo sometido a juicio por fraude. Lo de César se veía venir, pero un hombre se desanima mucho cuando sus propios adictos acaban por censurarlo.

– ¡No debió decir lo que me dijo!

Bíbulo suspiró.

– ¡A veces, Catón, eres más un lastre que una ventaja!

La nota que le enviaron a Catulo para pedirle audiencia llevaba el sello de Catón y la había escrito él mismo. Catulo mandó llamar a su cuñado Hortensio -Catulo estaba casado con la hermana de Hortensio, Hortensia, y Hortensio estaba casado con la hermana de Catulo, Lutacia- con un pequeño resplandor de placer; que Catón le pidiera ayuda era un bálsamo para su orgullo herido.

– Estoy de acuerdo en que no se puede permitir que Catilina sea cónsul -dijo con rigidez-. Su trato con Marco Craso es ahora del dominio público, pues ese hombre no puede resistir la oportunidad de fanfarronear, y a estas alturas está convencido de que no puede perder. He estado pensando mucho en el asunto y he llegado a la conclusión de que deberíamos aprovecharnos del hecho de que Catilina fanfarronee acerca de su alianza con Marco Craso. Hay muchos caballeros que estiman a Craso, pero sólo porque tienen un poder limitado. Me atrevo a predecir que muchísimos caballeros no querrán ver aumentada la influencia de Craso mediante la afluencia de clientes procedentes del otro lado del Po, y tampoco como consecuencia de todo ese dinero egipcio. Sería diferente si creyeran que Craso iba a compartir con ellos Egipto, pero por suerte todos saben que Craso no reparte nunca nada. Aunque técnicamente Egipto pertenecería a Roma, en realidad se convertiría en el reino privado de Marco Licinio Craso, para sus propios intereses.

– El problema es que el resto de los candidatos resulta muy poco atractivo -dijo Quinto Hortensio-. Silano sí que lo sería si fuese un hombre saludable, cosa que evidentemente no es. Apañe de lo cual, rehusó una provincia después de cumplir su período como pretor alegando mala salud, y eso no impresionará a los votantes. Algunos de los candidatos, Minucio Termo, por ejemplo, son realmente casos perdidos.

– Está Antonio Híbrido -comentó Ahenobarbo.

Bíbulo hizo un gesto con los labios.

– Si aceptamos a Híbrido, un hombre malo, pero tan monumentalmente inactivo que no le hará ningún daño al Estado, también tendríamos que aceptar a ese engreído y molesto Cicerón.

Se hizo un lúgubre silencio, que rompió Catulo.

– Entonces lo que hay que decidir es: ¿cuál de esos dos hombres poco gratos nos parece la alternativa preferible? -preguntó lentamente-. ¿Queremos los boni a Catilina con Craso tirando triunfalmente de las cuerdas, o preferirnos a un fanfarrón de clase baja como Cicerón señoreándonos?

– A Cicerón -repuso Hortensio.

– A Cicerón -dijo Bíbulo.

– A Cicerón -indicó Ahenobarbo.

Y, de muy mala gana, Catón respondió:

– A Cicerón.

– Muy bien -dijo Catulo-, pues que sea Cicerón. ¡Oh, dioses! ¡Me resultará difícil aguantar las náuseas en la Cámara el año que viene! Un hombre nuevo arribista corno cónsul de Roma. ¡Puaf!

– Entonces sugiero que el año que viene comamos frugalmente antes de las reuniones del Senado -comentó Hortensio al tiempo que hacía una mueca.

El grupo se dispersó para ir a trabajar, y durante un mes lo estuvieron haciendo con verdadero ahínco. Se hizo evidente, muy a pesar de Catulo, que Catón, de apenas treinta años, era el que más influencia poseía. La gran guerra del Tesoro y todas aquellas recompensas ofrecidas por acusar a proscritos que se habían devuelto y estaban a salvo en los cofres del Estado habían causado una estupenda impresión en la primera clase, que eran los que más habían sufrido bajo las proscripciones de Sila; Catón era un héroe para la ordo equester, y si Catón decía que había que votar a Cicerón y a Híbrido, ¡pues a esos dos era a quienes todo caballero de clase inferior a los Dieciocho tenía que votar!

El resultado fue que los cónsules electos fueron Marco Tulio Cicerón en el puesto senior y Cayo Antonio Híbrido como su colega junior. Cicerón estaba jubiloso, sin llegar a comprender realmente que debía su victoria a circunstancias que nada tenían que ver con los méritos, la integridad ni el empuje que tenía. De no haberse presentado Catilina como candidato, Cicerón nunca habría sido elegido en modo alguno. Pero como nadie se lo explicó, se iba contoneando por el Foro Romano y por el Senado embriagado de una felicidad pródigamente salpicada de engreimiento. ¡Oh, qué año! Cónsul in suo anno, orgulloso padre por fin de un hijo varón y con su hija Tulia, de catorce años, formalmente prometida en matrimonio con el acaudalado y augusto Cayo Calpurnio Pisón Frugi. Incluso Terencia se mostraba agradable con él.

Cuando Lucio Decumio oyó decir que los actuales cónsules, Lucio César y Marcio Fígulo, habían propuesto que se legislase la desaparición de los colegios de encrucijada, se vio sumido en la rabia y el horror, presa del pánico, y corrió inmediatamente a ver a su patrón, César.

– ¡Esto no es justo! – le dijo lleno de ira-. ¿Acaso hemos hecho algo malo alguna vez? ¡Nosotros sólo nos ocupamos de nuestros asuntos!

Declaración que colocó a César ante un dilema, porque, como era natural, conocía las circunstancias que habían llevado a la nueva propuesta de ley.

Todo se remontaba al consulado de Cayo Pisón, tres años antes, cuando era tribuno de la plebe Cayo Manilio, un hombre de Pompeyo. Había sido tarea de Aulo Gabinio asegurar que la erradicación de los piratas recayese en Pompeyo; y después Cayo Manilio se había encargado de que Pompeyo consiguiera que se le encomendase el mando para luchar contra los dos reyes. En un aspecto esto último resultaba una tarea más fácil, gracias a la brillante manera en que Pompeyo había manejado a los piratas, pero en otro aspecto era una tarea más difícil, pues aquellos que se oponían a los mandos especiales podían darse cuenta con absoluta claridad de que Pompeyo era un hombre de enorme capacidad que quizás aprovechase aquella nueva misión para erigirse en dictador cuando regresara victorioso del Este. Y con Cayo Pisón como cónsul único, Manilio se enfrentaba a un testarudo e irascible enemigo en el Senado.

A primera vista el proyecto de ley inicial de Manilio parecía inofensivo e irrelevante para los intereses de Pompeyo: simplemente le pidió a la Asamblea Plebeya que distribuyese esclavos manumitidos por las treinta y cinco tribus, en lugar de tenerlos confinados en dos tribus urbanas, la Suburana y la Esquilina. Pero no engañó a nadie. El proyecto de ley de Manilio afectaba directamente a senadores y caballeros importantes, puesto que ellos eran los principales propietarios de esclavos y los que contaban con gran número de manumitidos entre sus clientelas.

A alguien que no estuviera familiarizado con el modo en que Roma trabajaba podría perdonársele por asumir que la ley de números aseguraría que cualquier medida que alterase la situación de los manumitidos de Roma no supondría en realidad diferencia alguna, porque la definición de pobreza extrema en Roma era la incapacidad de un hombre para poseer un único esclavo… y, desde luego, había pocos que no poseyeran un esclavo. De ahí que, aparentemente, cualquier plebiscito que distribuyera a los esclavos manumitidos por las treinta y cinco tribus debería de tener poco efecto en la cumbre de la sociedad. Pero no era ése el caso.

La inmensa mayoría de los propietarios de esclavos en Roma no tenía más que un esclavo, puede que dos. Pero no eran esclavos varones; eran hembras. Por dos razones: la primera, que el amo podía disfrutar de los favores sexuales de una esclava, y la segunda, que un esclavo era siempre una tentación para la esposa del amo, y la paternidad de los hijos resultaba sospechosa. Al fin y al cabo, ¿qué necesidad tenía un hombre pobre de un esclavo varón? Los trabajos serviles eran domésticos: lavar, acarrear agua, preparar las comidas, ayudar con los hijos, vaciar orinales; y los hombres no los hacían bien. La actitud mental no cambiaba sólo por el hecho de que una persona fuera lo bastante desafortunada como para ser esclava en lugar de libre; a los hombres les gustaba hacer cosas de hombres y despreciaban a las mujeres, a las que les tocaba hacer los trabajos más penosos.

Teóricamente a cada esclavo se le pagaba un peculium además de la manutención; esa pequeña cantidad de dinero se iba guardando para comprar la libertad. Pero en la práctica, la libertad era algo que sólo el amo pudiente podía permitirse otorgar, sobre todo por el hecho de que la manumisión llevaba consigo un impuesto del cinco por ciento. Con el resultado de que a la mayor parte de las esclavas de Roma nunca se las manumitía mientras eran útiles -y, temiendo la destitución más que el trabajo duro y no remunerado, se esforzaban por seguir siendo útiles incluso después de hacerse viejas-. Y tampoco podían permitirse pertenecer a una asociación funeraria que les permitiera pagar un funeral y un entierro decente después de su muerte. Acababan en los fosos de cal y ni siquiera había una señal en la tumba que dijera que alguna vez habían existido.

Sólo aquellos romanos con ingresos relativamente elevados y varias casas que mantener poseían muchos esclavos. Cuanto más elevada era la posición económica y social de un romano, más sirvientes utilizaba… y más probable era que contase con varones entre esos sirvientes esclavos. En estas esferas la manumisión era cosa corriente, y el período de servicio de un esclavo oscilaba entre diez y quince años, después de los cuales él -porque realmente se trataba de varones- se convertía en esclavo liberto y entraba a formar parte de la clientela de su antiguo amo. Llevaba puesto el gorro de la libertad y se convertía en ciudadano romano; si tenía esposa e hijos adultos, a éstos también se les manumitía.

El voto de los esclavos manumitidos era, no obstante, inútil a menos que -como ocurría de vez en cuando- consiguiera una gran cantidad de dinero y pudiera comprarse la calidad de miembro de una de las treinta y una tribus rurales o lograra estar económicamente cualificado para pertenecer a una clase dentro de las Centurias. Pero la gran mayoría permanecía en las tribus urbanas de Suburana y Esquilina, que eran las dos tribus mayores de Roma, aunque sólo podían emitir dos votos en las Asambleas tribales. Eso significaba que el voto de un esclavo liberto no podía afectar al resultado de la votación en una Asamblea tribal.

El proyecto de ley propuesto por Cayo Manilio, por tanto, tenía una enorme importancia. Si a los libertos de Roma se les distribuía entre las treinta y cinco tribus, podían alterar el resultado de las elecciones tribales y también la legislación, y ello a pesar de que no constituyeran mayoría entre los ciudadanos de Roma. El posible peligro radicaba en el hecho de que los esclavos manumitidos vivían dentro de la ciudad; si pertenecieran a tribus rurales, al votar en dichas tribus podrían superar en número a los auténticos miembros de la tribu rural que se encontrasen presentes en Roma en el momento de la votación. Este problema no existía para las elecciones, que se celebraban en verano, cuando muchas personas del campo se encontraban dentro de Roma, pero sí era un grave peligro en lo referente a la legislación. Se legislaba en cualquier época del año, pero particularmente se hacía en diciembre, enero y febrero, ya que durante esos meses se producía la cima legisladora de los nuevos tribunos de la plebe, y coincidía con que los ciudadanos del campo no solían acudir a Roma.

El proyecto de ley de Manilio acabó en una derrota fulminante. Los esclavos manumitidos permanecieron en aquellas dos gigantescas tribus urbanas. Pero el hecho de que supusiera problemas para hombres como Lucio Decumio radicaba en que Manilio había buscado un apoyo contundente para su proyecto de ley en los esclavos manumitidos de Roma. ¿Y dónde se congregaban los esclavos manumitidos de Roma? En los colegios de encrucijada, pues éstos eran lugares de convivencia tan repletos de esclavos y de esclavos manumitidos como de romanos corrientes de clase humilde. Manilio había ido de un colegio de encrucijada a otro, hablando con los hombres a quienes aquella ley podría beneficiar, convenciéndolos para que fueran al Foro y le apoyasen. Conscientes de que se hallaban en posesión de un voto que carecía de valor, muchos esclavos manumitidos le habían complacido. Pero cuando el Senado y los caballeros importantes pertenecientes a las Dieciocho vieron bajar al Foro aquellas masas de esclavos manumitidos, lo único que se les ocurrió fue que allí podía haber peligro. Cualquier lugar donde los manumitidos se reuniesen había de ser declarado ilegal. Los colegios de encrucijada tenían que desaparecer.

Un colegio de encrucijada era un semillero de actividad espiritual, y había que protegerla contra las fuerzas del mal. Era un lugar donde se congregaban los lares, y los lares eran las miríadas de fantasmas que poblaban el Otro Mundo y que hallaban un foco natural para concentrar sus fuerzas en los colegios de encrucijada. Así, cada uno de ellos tenía su propio altar dedicado a los lares, y una vez al año, más o menos a principios de enero, se celebraban unas fiestas llamadas compitales que estaban dedicadas a aplacar a los lares de los colegios de encrucijada. La noche antes de las compitales todo ciudadano libre que residiera en el barrio que iba a dar a un colegio de encrucijada estaba obligado a colgar un muñeco de lana, y cada esclavo una pelota de lana; en Roma los altares estaban tan sobrecargados de muñecos y pelotas que uno de los deberes de los colegios de encrucijada era instalar cuerdas para contenerlos. Los muñecos tenían cabeza, y todas las personas libres tenían cabezas que los censores contaban; las pelotas no tenían cabeza, porque a los esclavos no se les contaba. No obstante, los esclavos eran una parte importante de las festividades. Como en las saturnales, celebraban las fiestas como iguales con los hombres y mujeres libres de Roma, y era deber de los esclavos -despojados de las insignias serviles- realizar la ofrenda de un cerdo bien cebado a los lares. Todo lo cual quedaba bajo la autoridad de los colegios de encrucijadas y del pretor urbano, que era su supervisor.

Así pues, un colegio de encrucijada era una hermandad religiosa. Cada uno tenía un custodio, el vilicus, que se encargaba de que los hombres del barrio se reunieran regularmente en locales gratuitos cercanos a los colegios de encrucijada y al altar de los lares; mantenían limpios el altar y el colegio de encrucijada para que no resultasen atractivos a las fuerzas del mal. Muchas de las intersecciones de las calles de Roma no tenían altar, pues éstos se limitaban únicamente a los cruces más importantes.

Uno de tales colegios de encrucijada estaba situado en la planta baja de la ínsula de Aurelia, y quedaba al cuidado de Lucio Decumio… Hasta que Aurelia lo domesticó después de haberse trasladado ella a vivir en la ínsula, Lucio Decumio había dirigido un negocio paralelo extremadamente provechoso, pues les garantizaba protección a los tenderos y a los propietarios de fábricas del barrio; cuando Aurelia se puso a ejercer aquella formidable fuerza suya y le demostró a Lucio Decumio que a ella no se la contradecía, éste solucionó el problema trasladando su negocio de protección a la parte exterior de la vía Sacra y al Vicus Fabricii, donde los colegios locales carecían de tal empresa. Aunque estaba censado en la cuarta clase y pertenecía a la tribu urbana Suburana, Lucio Decumio tenía decididamente una influencia que había que tener en cuenta.

Aliado con sus colegas custodios de otros colegios de encrucijada de Roma, había luchado con éxito contra el intento de Cayo Pisón de cenar estos colegios debido a que Manilio había sacado beneficio de ellos. Cayo Pisón y los boni, por tanto, se habían visto obligados a buscarse una víctima propiciatoria en otra parte, y habían elegido al propio Manilio, que logró sobrevivir a un juicio en el que lo acusaban de extorsión, pero luego fue declarado culpable de traición, por lo que lo exiliaron de por vida y le confiscaron hasta el último sestercio de su fortuna.

Por desgracia, la amenaza a los colegios de encrucijada no desapareció cuando Cayo Pisón dejó el cargo. Al Senado y a los caballeros de las Dieciocho se les había metido en la cabeza que la existencia de los colegios de encrucijada daba lugar a que hubiera locales exentos de alquiler donde los disidentes políticos podían reunirse y confraternizar bajo excusas religiosas. Y ahora Lucio César y Marcio Fígulo iban a prohibirlos.

Lo cual dio lugar a que Lucio Decumio apareciese, lleno de ira, en las habitaciones de César en el Vicus Patricii:

– No es justo! -repitió.

– Ya lo sé, papá -le dijo César suspirando.

– Entonces, ¿qué vas a hacer tú para impedirlo? -le exigió el anciano.

– Intentaré que no se lleve a cabo, papá, eso ni que decir tiene. No obstante, dudo que haya algo que yo pueda hacer. Ya sabía que vendrías a yerme, así que ya he hablado con mi primo Lucio, pero sólo me ha servido para enterarme de que Marcio Fígulo y él están completamente decididos a hacerlo. Con muy pocas excepciones, piensan declarar ilegales todos los colegios, cofradías y asociaciones de Roma.

– ¿Quiénes son la excepción? -ladró Lucio Decumio con la mandíbula apretada.

– Algunas cofradías religiosas, como los judíos, las asociaciones funerarias legítimas, los colegios de funcionarios del Estado, los gremios de comerciantes.

– ¡Pero nosotros somos religiosos!

– Según mi primo Lucio César, no sois lo bastante religiosos. Los judíos no beben y cotillean en las sinagogas, y los salios y los lupercos, los hermanos arvales y otros rara vez se reúnen. Los colegios de encrucijada tienen locales donde todos los hombres son muy bien recibidos, incluidos los esclavos y los manumitidos. Y por ahí se dice que es precisamente eso lo que los hace muy peligrosos en potencia.

– ¿Y quién cuidará de los lares y de sus altares?

– El pretor urbano y los ediles.

– ¡Ellos ya están demasiado ocupados!

– Estoy de acuerdo, papá, estoy de acuerdo de todo corazón -le dijo César-. Incluso intenté decirle eso a mi primo, pero no me hizo caso.

– ¿No puedes ayudarnos, César? ¿Sinceramente?

– Votaré en contra e intentaré persuadir a tantos como pueda para que hagan lo mismo que yo. Aunque parezca extraño, hay bastantes miembros de los boni que también se oponen a esa ley; los colegios de encrucijada son una tradición muy antigua, por lo que abolirlos es una ofensa a la mos maiorum; Catón grita mucho a ese respecto. Sin embargo, se aprobará, papá.

– Tendremos que cerrar nuestras puertas.

– Oh, no necesariamente -le dijo César sonriendo.

– ¡Sabía que no me abandonarías! ¿Qué vamos a hacer?

– Oficialmente perderás el puesto, pero eso sólo te supone una desventaja económica. Te sugiero que instales un bar y llames al lugar taberna, y que trabajes en ella en calidad de propietario.

– No puedo hacer eso, César. El viejo Roscio, que es el vecino de al lado, se quejaría al pretor urbano en un periquete: le hemos comprado el vino a él desde que yo era niño.

– Pues ofrécele a Roscio la concesión del bar. Si cierras el local, papá, a él se le acabará el negocio.

– Podrían hacer eso todos los colegios?

– ¿En toda Roma, quieres decir?

– Sí.

– No veo por qué no. Sin embargo, debido a ciertas actividades que no voy a nombrar, el tuyo es un colegio rico. Los cónsules están convencidos de que los colegios se verán obligados a cerrar sus puertas porque tendrán que pagar alquileres de planta baja. Como tendrás que pagarle tú a mi madre, papá. Ella es una mujer de negocios, insistirá en que pagues. En tu caso quizás consigas un poco de descuento, pero… ¿y los otros? -César se encogió de hombros-. Dudo que la cantidad de vino que se consuma sirva para pagar los gastos.

Lucio Decumio se quedó pensando con el entrecejo fruncido.

– Los cónsules están al corriente de cómo nos ganamos la vida en realidad, César?

– Si yo no se lo he dicho, ¡y no se lo he dicho!, no sé quién iba a hacerlo.

– Entonces no hay problema! -dijo alegremente Lucio Decumio-. La mayor parte de nosotros nos dedicamos al mismo negocio de protección.

– Resopló lleno de satisfacción-. Y además seguiremos ocupándonos de los colegios de encrucijada. No podemos dejar que los lares se alboroten, ¿verdad? Convocaré una reunión de todos los custodios… ¡Todavía les venceremos, Pavo!

– ¡Así se habla, papá!

Y allá se fue Lucio Decumio, radiante de contento.

Aquel año el otoño trajo lluvias torrenciales en los Apeninos, y el Tíber inundó su valle a lo largo de doscientas millas. Hacía varias generaciones que la ciudad de Roma no padecía un desastre como aquél. Sólo las siete colinas sobresalían de las aguas: el Foro Romano, Velabrum, el Circo Máximo, el Foro Boarium y el Holitorium, toda la vía Sacra por fuera de las murallas Servias y las fábricas del Vicus Fabricii estaban inundadas. Las alcantarillas rebosaban; los edificios que carecían de cimientos firmes se derrumbaron; las escasamente pobladas cimas del Quirinal, Viminal y Aventino se convirtieron en extensos campos de refugiados; y las enfermedades respiratorias hacían estragos. El increíblemente antiguo puente de madera sobrevivió milagrosamente, quizás porque estaba situado más abajo en el río, mientras que el puente Fabricio, situado entre la isla del Tíber y el circo Flaminio, se derrumbó. Como cuando esto ocurrió el año ya estaba demasiado avanzado para presentarse a tribuno de la plebe para el año siguiente, Lucio Fabricio, que en la actualidad era el miembro prometedor de su familia, anunció que se presentaría al cargo de tribuno de la plebe al año siguiente. El cuidado de los puentes y carreteras que conducían a Roma recaía en los tribunos de la plebe, ¡y Fabricio no estaba dispuesto a permitir que ningún otro hombre reconstruyera el que era el puente de su familia! Era el puente Fabricio, y puente Fabricio seguiría siendo.

Y César recibió una carta de Cneo Pompeyo Magnus, conquistador del Este:


Bien, César, qué campaña. Los dos reyes han caído y todo parece marchar bien. No comprendo por qué Lúculo tardó tanto tiempo. Fíjate, él no podía controlar a sus tropas, y sin embargo yo tengo a todos los hombres que sirvieron bajo su mando y nunca se quejan de nada. Marco Silio te manda recuerdos; un buen hombre, por cierto. Qué lugar tan extraño es el Ponto. Ahora comprendo por qué el rey Mitrídates siempre tenía que utilizar mercenarios y gente del norte en su ejército. Hay gente en el Ponto tan primitiva que vive en los árboles. También fabrican cierta clase de licor nauseabundo hecho con ramas de todas clases, aunque no sé cómo logran bebérselo y continuar con vida. Algunos de mis hombres iban de marcha por el bosque en el este del Ponto y se encontraron en el suelo grandes recipientes de dicha sustancia. ¡Ya conoces a los soldados! Se lo engulleron todo y se lo pasaron en grande. Hasta que de repente todos cayeron de bruces, muertos. ¡Aquello los mató!

El botín es increíble. He conquistado todas esas fortalezas, de las que se dice que son inexpugnables, que él construyó por toda Armenia Parva y por el este del Ponto, desde luego. No ha resultado muy difícil Oh, quizás no sepas de quién te estoy hablando. Me refiero a Mitrídates. Sí, bueno, los tesoros que había logrado amasar llenaban cada una de esas fortalezas -setenta y tantas en total- a rebosar. Me llevará años transportarlo todo a Roma; tengo un ejército de empleados haciendo inventario. Calculo que con ello doblaré lo que hay actualmente en el Tesoro y luego doblaré los ingresos que Roma obtenga de los tributos de ahora en adelante.

Llevé a Mitrídates a la batalla en un lugar del Ponto al que he puesto el nombre de Nicópolis -antes ya le había puesto Pompeyópolis a otra ciudad- y lo derrotamos de forma contundente. Huyó a Sinoria, donde echó mano a seis mil talentos de oro y salió corriendo Éufrates abajo para ir a reunirse con Ti granes, que tampoco lo estaba pasando muy bien que digamos. Fraates, de los partos, invadió Armenia mientras yo estaba poniendo en orden a Mitrídates, y asedió Artasata. Ti granes le venció, y los partos se volvieron a su casa. Pero eso acabó con Ti granes. ¡No estaba en condiciones de mantenerme a mí a raya, te lo aseguro! Así que solicitó la paz por su cuenta, y no dejó entrar en Armenia a Mitrídates. Entonces éste se fue hacia el norte, en dirección a Cimmeria. Lo que él no sabía era que yo había estado manteniendo correspondencia con el hijo que él había instalado en Cimmeria como sátrapa, que se llamaba Machares.

Así que dejé que Ti granes se quedara con Armenia, pero como región tributaria de Roma, y me apoderé de todo lo que queda al oeste del Éufrates junto con Sophene y Corduene. Le obligué a pagarme los seis mil talentos de oro que Mitrídates se había llevado, y le pedí doscientos cuarenta sestercios para cada uno de mis hombres.

¿ Qué crees, que no me preocupaba Mitrídates? La respuesta es no. Mitrídates tiene bien cumplidos los sesenta años. Bien cumplidos, César. Táctica de Fabio. Dejé que el viejo corriera, ya no me parecía que fuera un peligro para mí Y además yo tenía a Machares. Así que mientras Mitrídates corría, yo marchaba. De lo que le echo la culpa a Varrón, que no tiene en el cuerpo ni un hueso que no sienta curiosidad. Se moría por mojarse los dedos de los pies en el mar Caspio, y yo pensé: «Bueno, ¿por qué no?» Así que allá fuimos, en dirección nordeste.

No hubo mucho botín, pero sí demasiadas serpientes, enormes arañas malignas y escorpiones gigantescos. Resulta curioso ver cómo nuestros hombres son capaces de luchar contra toda clase de enemigos humanos sin inmutarse y luego chillan como mujeres cuando ven bichos que se arrastran por el suelo. Me mandaron una delegación para suplicarme que nos diéramos media vuelta cuando estábamos tan sólo a unas millas del mar Caspio. Y me di la vuelta. No me quedó más remedio que hacerlo. A mí también me hacen chillar los bichos que se arrastran. Y lo mismo le sucede a Varrón, quien por esta vez se quedó muy contento de mantener secos los dedos de los pies.

Probablemente sabrás que Mitrídates está muerto, pero te contaré cómo ocurrió en realidad. Llegó a Panticapaeum, en el Bósforo cimerio, y empezó a reclutar otro ejército. Había tenido la precaución de llevar consigo a muchísimas hijas, y las utilizó como cebo para conseguir la leva de escitas; se las ofreció como esposas a los reyes y a los príncipes escitas.

Tienes que admirar la persistencia del viejo, César. ¿ Sabes lo que pensaba hacer? ¡Reunir un cuarto de millón de hombres y ponerse en marcha para caer sobre Italia y Roma! Iba a rodear la parte de arriba de Euxino y a bajar por las tierras de los roxolanos hasta la desembocadura del Danubio. Luego pensaba marchar Danubio arriba reuniendo a todas las tribus que hay a lo largo del camino e incorporándolas a sus ejércitos: dacios, besos, dardanios, los que quieras. Tengo entendido que Burebistas, de los dacios, se mostró muy entusiasta. ¡Luego iba a cruzar hasta Drave y el río Saya y entrar en Italia por los Alpes Carnicos!

Ah, se me olvidaba decirte que cuando llegó a Panticapaeum obligó a Machares a suicidarse. Son sanguinarios con su propia familia, nunca podré entender eso en los reyes orientales. Mientras él se encontraba muy atareado reuniendo un ejército, Phanagoria -la ciudad que hay al otro lado del Bósforo- se rebeló contra éL El líder de la rebelión era Farnaces, otro de sus hijos. Yo también había estado escribiendo a Farnaces. Mitrídates sofocó la rebelión, desde luego, pero cometió un grave error. Perdonó a Farnaces. Debía de estar quedándose sin hijos. Farnaces le pagó reuniendo un nuevo grupo de revolucionarios y arremetiendo contra la fortaleza de Panticapaeum. Aquello era el fin, y Mitrídates lo sabía. Así que asesinó a cuantas hijas le quedaban, a algunas esposas y concubinas e incluso a unos cuantos hijos que aún eran niños. Y luego se tomó una enorme dosis de veneno. Pero no dio resultado, ya que llevaba tantos años envenenándose a sí mismo de forma deliberada que se había inmunizado. La hazaña la llevó a cabo uno de los galos de su guarda personal. Atravesó al viejo con una espada. Lo enterré yo mismo en Sinope.

Mientras tanto me iba adentrando en Siria con intención de poner orden allí para que Roma pudiera heredar. No más reyes de Siria. Yo, por mi parte, ya estoy cansado de los potentados orientales. Siria se convertirá en una provincia romana, lo cual resulta mucho más seguro. Me gusta la idea de poner buenas tropas romanas contra el Éufrates: eso daría algo que pensar a los partos. También acabé con las luchas entre los griegos y árabes a los que Tigranes había desplazado. Los árabes son bastante mañosos, creo, así que envié a algunos de ellos de vuelta al desierto. Pero los compensé por ello. Abgaro -tengo entendido que le hizo la vida tan difícil en Antioquía al joven Publio Clodio que éste salió huyendo, aunque no he conseguido averiguar qué fue exactamente lo que Abgaro le hizo- es el rey de los esquenitas; luego yo puse a alguien con el tremendo nombre de Sampsiceramus a cargo de otro grupo, y así sucesivamente. Esta clase de cosas es realmente un trabajo con el que uno disfruta, César; proporciona muchas satisfacciones. Por aquí todo el mundo es muy poco práctico, y riñen y se pelean unos con otros incesantemente. Qué tontería. Es un lugar tan rico que uno diría que bien podían aprender a llevarse bien, pero no. Sin embargo, no puedo quejarme. ¡Eso significa que Cneo Pompeyo, de Picenum, tiene reyes entre su clientela! Me he ganado lo de Magnus, te lo aseguro.

La peor parte de todo resultan ser los judíos. Son un grupo verdaderamente raro. Se mostraron muy razonables hasta que Alexandra, la anciana reina, murió hace un par de años. Pero dejó dos hijos que se pusieron a pelear por la sucesión, cosa complicada además por el hecho de que para ellos la religión es tan importante como el estado. Así que uno de los hijos tiene que ser sumo sacerdote, por lo que tengo entendido. El otro hijo quería ser rey de los judíos, pero el que había de ser sumo sacerdote, Hircano, pensó que sería bonito combinar ambos cargos. Tuvieron una pequeña guerra, e Hircano fue derrotado por su hermano Aristóbulo. Luego viene un príncipe idumeo llamado Antípatro, que va y le cuchichea unas cuantas cosas a Hircano al oído y a continuación lo convence para que se alíe con el rey Aretas de los nabateos. El trato era que Hircano le entregaría doce ciudades a Aretas que estaban gobernadas por los judíos. Entonces le pusieron sitio a Aristóbulo en Jerusalén.

Envié a mi cuestor, el joven Escauro, a resolver el embrollo. Pero debí haber sido más sabio. Él decidió que era Aristóbulo quien tenía razón, y le ordenó a Aretas que volviera a Nabatea. Entonces Aristóbulo le tendió una emboscada a su hermano en Papyron o en un lugar parecido, y Aretas perdió. Yo llegué a Antioquía y me encontré con que Aristóbulo era el rey de los judíos, y Escauro no sabía qué hacer. Acto seguido me llegan regalos de ambas partes. Deberías ver el regalo que me mandó Aristóbulo; bueno, ya lo verás cuando haga mi entrada triunfal en Roma. Una cosa mágica, César, una cepa de oro puro, con racimos de uvas doradas por todas partes.

De todos modos he ordenado a ambos afectados que se reúnan conmigo en Damasco la próxima primavera. Creo que Damasco tiene un clima estupendo, así que me parece que pasaré allí el invierno y acabaré de resolveré el embrollo entre Tigranes y el rey de los partos. Al que me interesa conocer es al idumeo, Antípatro. Parece, por lo que me dicen, que es un tipo listo. Probablemente esté circuncidado. Casi todos los semitas lo están. Una práctica peculiar. Yo le tengo apego a mi prepucio, tanto literalmente como metafóricamente. ¡Mira! Eso me salió bastante bien. Será porque aún tengo conmigo a Varrón, así como a Lenaeus y a Teófanes, de Mitilene. Creo que Lúculo anda pavoneándose por ahí porque se llevó consigo a Italia esa fabulosa fruta llamada cereza, pero cuando yo regrese llevaré toda clase de plantas, incluido esa especie de limón dulce y suculento que encontré en Media: una naranja limón, ¿no te parece raro? Creo que en Italia se dará bien, le conviene el verano seco y florece en invierno.

Bueno, basta de charla. Es hora de que vaya al grano y te diga por qué te escribo. Tú eres un tipo muy sutil y listo, César, y no me ha pasado inadvertido que siempre hablas a mi favor en el Senado, y con buen efecto. Nadie más lo hizo en lo referente a los piratas. Creo que pasaré otros dos años en el Este, y supongo que iré a parar a casa por la misma época aproximadamente en que tú estés dejando el cargo de pretor, si es que vas a aprovechar la ley de Sila que permite que los patricios se presenten al cargo dos años antes.

Pero yo sigo con mi política de tener por lo menos un tribuno de la plebe en mi grupo romano hasta que yo regrese a Roma. El próximo es Tito Labieno, y sé que tú lo conoces porque los dos estuvisteis entre el personal privado de Vatia Isáurico en Cilicia hace diez o doce años. Es un hombre muy bueno, procede de Cingulum, justo en el centro de mis tierras. Y listo, además. Me dice que vosotros dos os llevabais bien. Sé que no ostentarás una magistratura, pero quizás puedas echarle una mano de vez en cuando a Tito Labieno. O a lo mejor puede echártela él a ti… considérate con libertad para pedírselo. Ya le he dicho todo esto a él. Al año siguiente, el año que serás pretor, supongo, mi hombre será el hermano más joven de Mucia, Metelo Nepote. Yo debería llegar a casa en cuanto él termine en su cargo, aunque no puedo estar seguro de ello.

Así que lo que me gustaría que hicieras, César, es que estuvieras alerta por mí y por los míos. ¡Tú llegarás lejos, aunque yo no te haya dejado mucho mundo para conquistar! Nunca he olvidado que tú fuiste quien me enseñó a ser cónsul, mientras no se podía molestar al corrupto y viejo Filipo.

Tu amigo de Mitilene, Aulo Gabinio, te manda afectuosos saludos. Bien, será mejor que te lo diga. Haz lo que puedas para ayudarme a conseguir tierras para mis tropas. Es demasiado pronto para que lo intente Labieno, esa tarea pasará a Jepote. Voy a mandarlo a Roma antes de las elecciones del año que viene. Es una lástima que no puedas ser cónsul cuando se libre la lucha por conseguir mis tierras, es un poco pronto para ti. Sin embargo, puede que el problema se arrastre hasta que seas elegido cónsul, y entonces sí que podrás serme de gran ayuda. No va a resultar nada fácil.


César dejó la larga carta y apoyó la barbilla en la mano, pues tenía mucho que pensar. Aunque la encontraba ingenua, le gustaba la prosa escueta de Pompeyo y los informales apartes que hacía; con ello parecía como si Magnus se hallara presente en la habitación de un modo que las pulidas redacciones que Varrón escribía para los despachos senatoriales de Pompeyo nunca conseguían.

La primera vez que vio a Pompeyo aquel día memorable en que éste se había presentado en casa de tía Julia para pedir la mano de Mucia Tercia, César lo había encontrado detestable. Y en ciertos aspectos nunca sentiría afecto por aquel hombre. Sin embargo, los años y el trato habían suavizado de algún modo su disposición hacia Pompeyo, por el que ahora, pensó César, sentía más simpatía que antipatía. Oh, era deplorable todo lo que aquel hombre tenía de místico y de engreído, y también la patente falta de consideración que le inspiraban los procedimientos legales. Sin embargo estaba dotado, y por lo tanto era tremendamente capaz. Hasta entonces no había metido la pata muy a menudo, y cuanto mayor se hacía, con más firmeza pisaba. Craso lo aborrecía, desde luego, lo cual era una dificultad. Eso dejaba a César en medio de los dos.

Tito Labieno era un hombre cruel y bárbaro. Alto, musculoso, de pelo rizado, nariz aguileña y ojos negros y enérgicos. Se sentía tan cómodo montando a caballo como en su casa. Cuáles eran exactamente los orígenes de su linaje era algo que tenía desconcertados a muchos otros romanos aparte de César; hasta a Pompeyo se le había oído decir que creía que Mormolyce le había arrebatado el bebé recién nacido a la madre y lo había sustituido por uno suyo para que fuera educado como heredero de Tito Labieno. Era interesante que Labieno le hubiera informado a Pompeyo de que César y él se llevaban muy bien en los viejos tiempos. Y era cierto. Como los dos eran jinetes innatos, habían compartido muchas galopadas por el campo que rodeaba a Tarsos y habían tenido interminables conversaciones acerca de la táctica de combate de la caballería. Pero César no llegó a sentir simpatía por él, a pesar de que era innegable que se trataba de un hombre brillante. Labieno era alguien a quien se podía utilizar, pero en quien nunca se podía confiar.

César comprendía perfectamente por qué Pompeyo estaba lo suficientemente preocupado por el destino que esperaba a Labieno como tribuno de la plebe como para involucrar a César y pedirle que le prestara apoyo; el nuevo colegio era una mezcla particularmente rara de individuos independientes; lo más probable sería que cada uno de ellos se saliera por la tangente, y seguro que pasarán más tiempo vetándose los unos a los otros que otra cosa. Aunque en un aspecto Pompeyo se había equivocado; si César hubiera estado proyectando una variedad de tribunos de la plebe domesticados, entonces a Labieno lo habría reservado para el año en que Pompeyo empezase a ejercer presión para que se concediesen tierras a los veteranos. Lo que César sabía de Metelo Nepote indicaba que él también era un Cecilio; no tendría el temple necesario. Para aquella clase de trabajo, un fiero picentino sin antepasados y sin ningún lugar adonde ir excepto intentar subir era lo que rendía mejores resultados.

Mucia Tercia, viuda del joven Mario, esposa de Pompeyo el Grande y madre de los hijos de éste, dos chicos y una chica. ¿Por qué nunca había encontrado el momento oportuno para acercarse a ella? Quizás porque todavía sentía hacia aquella mujer lo mismo que hacia Domicia, la esposa de Bíbulo: la perspectiva de ponerle los cuernos a Pompeyo le resultaba tan atrayente a César que no hacía más que posponer la hazaña. Domicia -la prima de Ahenobarbo, el cuñado de Catón- era ya un hecho consumado, aunque Bíbulo todavía no se había enterado. ¡Ya se enteraría! ¡Qué divertido! Pero en realidad… ¿deseaba César fastidiar a Pompeyo de una manera que estuviera seguro de que Pompeyo aborreciera particularmente? Quizás necesitase a Pompeyo, de la misma manera que Pompeyo podía necesitarlo a él. Qué lástima. De todas las mujeres que tenía en la lista, la que más le apetecía a César era Mucia Tercia. Y que a ella le apetecía él era algo que César ya sabía desde hacía años. Pero… ¿valía la pena? Probablemente no. Consciente de un atisbo de remordimiento, César borró mentalmente a Mucia Tercia de la lista.

Cosa que resultó ser perfectamente oportuna. Cuando el año se acercaba a su final, Labieno regresó de sus propiedades en Picenum y se trasladó a la modestísima casa que acababa de comprar en la parte menos habitada y menos de moda del monte Palatino. Y justo al día siguiente se apresuró a ir a visitar a César lo suficientemente tarde como para que ninguna de las personas que quedasen en el apartamento de Aurelia supusiera que él era cliente de César.

– Pero no hablemos aquí, Tito Labieno -le dijo César; y se lo llevó de nuevo hacia la puerta-. Tengo habitaciones un poco más abajo en esta misma calle.

– Esto es muy bonito -le comentó Labieno cuando ya estaba sentado cómodamente en una confortable silla y tenía un vaso de vino mezclado con agua al lado.

– Considerablemente más tranquilo -dijo César, que estaba sentado en otra silla; pero no se había sentado al otro lado del escritorio, pues no deseaba que aquel hombre tuviera la impresión de que los negocios estaban en el orden del día-. Me interesa saber por qué Pompeyo no te ha reservado para dentro de dos años -continuó diciendo al tiempo que daba un sorbo de agua.

– Porque no esperaba quedarse en el Este tanto tiempo -repuso Labieno-. Hasta que decidió que no podía abandonar Siria antes de resolver la cuestión de los judíos, pensaba realmente que estaría en casa la próxima primavera. ¿No te decía eso en la carta?

De manera que Labieno estaba bien informado acerca de la carta. César sonrió.

– Tú lo conoces por lo menos tan bien como yo, Labieno. Desde luego, me ha pedido que te prestase toda la ayuda que pudiera y también me ha hablado de las dificultades con los judíos. Lo que descuidó mencionar fue que había pensado estar de vuelta en casa antes de lo que decía en la carta que iba a estar.

Aquellos ojos negros relampaguearon, pero no de risa; Labieno tenía poco sentido del humor.

– Bien, eso es, ése es el motivo. Así que en lugar de un brillante ejercicio como tribuno de la plebe, sólo voy a legislar que se permita que Magnus lleve todos los atributos triunfales en los juegos.

– ¿Con o sin minim por el rostro?

Aquello sí que provocó una breve carcajada.

– ¡Ya conoces a Magnus, César! No llevaría tninim ni siquiera durante la vuelta triunfal propiamente dicha.

César estaba empezando a comprender la situación un poco mejor.

– ¿Tú eres cliente de Magnus? -le preguntó César.

– Oh, sí. ¿Qué hombre de Picenum no lo es?

– Sin embargo no fuiste al Este con él.

– Ni siquiera utilizó a Afranio y a Petreyo cuando barrió a los piratas, aunque sí consiguió introducirlos detrás de algunos nombres importantes cuando marchó a la guerra contra los reyes. Y a Lolio Palicano y a Aulo Gabinio. Fíjate, yo no estaba en el censo senatorial, por lo cual no pude presentarme a cuestor. El único camino para que un hombre pobre entre en el Senado es convertirse en tribuno de la plebe y confiar en conseguir dinero suficiente antes de que sea nombrado el siguiente grupo de censores que lo cualifiquen a uno para quedarse en el Senado -dijo con dureza Labieno.

– Yo siempre había creído que Magnus era muy generoso. ¿No se ha ofrecido a ayudarte?

– Se guarda su generosidad para aquellos que están en situación de hacer grandes cosas para él. Podría decirse que en sus planes originales, yo era una promesa.

– Y no es una promesa muy importante ahora que lo de las insignias triunfales es lo más importante que tiene programado para ti como tribuno de la plebe.

– Exactamente.

César suspiró y estiró las piernas.

– Deduzco que te gustaría dejar detrás de ti un nombre cuando acabe tu año en el colegio -dijo.

– Pues sí.

– Ha pasado mucho tiempo desde que fuimos juntos tribunos militares bajo las órdenes de Vatia Isáurico, y lamento que en los años transcurridos desde entonces no te haya ido bien. Desgraciadamente mis finanzas no me permiten hacer ni siquiera un pequeño préstamo, y comprendo que no te convengo como patrón. Sin embargo, dentro de cuatro años seré cónsul, lo que significa que dentro de cinco años iré a una provincia. No tengo intención de ser el gobernador dócil de una provincia dócil. Donde quiera que yo vaya, habrá trabajo de sobra para un militar, y necesitaré algunas personas de calidad que trabajen como legados míos, y, en particular, un legado que tenga rango propretoriano en quien yo pueda confiar para que lleve a cabo las campañas, tanto junto a mí como sin mí. Lo que mejor recuerdo de ti es tu sentido militar. Así que haré un pacto contigo aquí y ahora. Primero, que encontraré algo para que hagas mientras seas tribuno de la plebe que hará que se te recuerde. Y segundo, que cuando me vaya como procónsul a mi provincia, me encargaré de que tú vengas conmigo como jefe de mis legados con rango de propretor -dijo César.

Labieno suspiró.

– Lo que yo recuerdo de ti, César, es tu sentido militar. ¡Qué raro! Mucia me dijo que valía la pena observarte. Me pareció que hablaba de ti con más respeto que cuando habla de Magnus.

– ¿Mucia?

La mirada de aquellos ojos negros era muy tranquila.

– Eso es.

– ¡Vaya, vaya! ¿Cuántas personas están al corriente? -quiso saber César.

– Ninguna, espero.

– ¿No la encierra Pompeyo en su fortaleza mientras está ausente? Antes lo hacía.

– Ella ya no es una niña… si es que alguna vez lo fue -dijo Tito Labieno, cuyos ojos centellearon otra vez-. Le sucede lo que a mí, ha tenido una vida dura. Y uno aprende de la vida, cuando es dura. Encontramos la manera de hacerlo.

– La próxima vez que la veas, dile que su secreto está a salvo conmigo -le confió César sonriendo-. Si Magnus lo descubre, no encontrarás ayuda por esa parte. De manera que, ¿te interesa mi proposición?

– Me interesa muchísimo, ya lo creo.

Cuanto Labieno se marchó, César continuó sentado sin moverse. Mucia Tercia tenía un amante, y no había tenido que aventurarse a salir de Picenum para encontrarlo. ¡Qué elección más extraordinaria! No podían ocurrírsele tres hombres más diferentes entre sí que el joven Mario, Pompeyo Magnus y Tito Labieno. Aquélla era una señora realmente curiosa. ¿Le complacería Labieno más que los otros dos, o sería sencillamente una variación a la que se había visto llevada a causa de la soledad y de la falta de un campo más amplio donde elegir?

Lo que era seguro era que Pompeyo lo descubriría. Los amantes podían engañarse a sí mismos creyendo que nadie lo sabía, pero si el asunto se había llevado a cabo en Picenum, era inevitable que se descubriera. La carta de Pompeyo no indicaba que todavía hubiese chismorreos, pero era sólo cuestión de tiempo. Y entonces Tito Labieno seguramente perdería todo lo que Pompeyo hubiera podido proporcionarle, aunque estaba claro que las esperanzas que éste tuviera de conseguir el favor de Pompeyo se habían desvanecido. ¿Acaso sus intrigas con Mucia Tercia eran fruto de la desilusión que se había llevado con Pompeyo? Muy posiblemente.

Todo lo cual importaba poco; lo que ocupaba la mente de César era cómo hacer que el año de Labieno como tribuno de la plebe fuera memorable. Difícil, si es que no imposible, en aquel clima reinante de apatía política y magistrados curules poco inspirados. Casi se podía decir que la única cosa capaz de prenderles fuego debajo del trasero a aquellos perezosos era un proyecto de ley de la tierra terriblemente radical que sugiriese que se concediera a los pobres cada último iugerum del ager publicus de Roma, y eso no iba a complacer nada a Pompeyo: éste necesitaba tierras públicas de Roma como regalo para sus tropas.

Cuando los nuevos tribunos de la plebe asumieron sus cargos el décimo día de diciembre, la diversidad entre sus miembros se hizo claramente patente. Cecilio Rufo incluso tuvo la temeridad de proponer que a Publio Sila y Publio Autronio, los antiguos cónsules electos caídos en desgracia, se les permitiera volver a presentarse al consulado en el futuro; que los otros nueve colegas de Cecilio vetasen aquel proyecto de ley no supuso ninguna sorpresa. Tampoco fue una sorpresa que reaccionasen positivamente ante el proyecto de ley de Labieno que concedía a Pompeyo el derecho a llevar insignias triunfales completas en todos los juegos públicos; el proyecto se aprobó abrumadora y rápidamente.

La sorpresa la dio Publio Servilio Rulo cuando dijo que cada último iugerum del ager publicum, tanto en Italia como en las provincias, se entregara a los indigentes. ¡Sombras de los Gracos! Rulo encendió la hoguera que convirtió a las babosas senatoriales en lobos furiosos.

– Si Rulo tiene éxito, cuando Magnus regrese a casa no quedarán tierras estatales para sus veteranos -le comentó Labieno a César.

– Ah, pero Rulo no ha mencionado ese hecho -repuso César sin alterarse-. Como escogió presentar el proyecto de ley en la Cámara antes de llevarlo a los Comicios, realmente debería haber hecho mención de los soldados de Magnus.

– No tenía que mencionarlos. Todo el mundo lo sabe.

– Cierto. Pero si hay algo que todo hombre acaudalado detesta, son los proyectos de ley de tierras. El agerpublicus es sagrado. Demasiadas familias senatoriales de gran influencia lo tienen arrendado y le sacan dinero. Ya es bastante malo proponer que se les de parte de esas tierras a las tropas de un general victorioso, pero, ¿exigir que toda ella se le regale a esa chusma? ¡Maldición! Si Rulo hubiera salido diciendo directamente que lo que Roma ya no posea no podrá dárselo como recompensa a las tropas de Magnus, quizás se habría ganado el apoyo de ciertos sectores muy peculiares. Pero tal como están las cosas, ese proyecto de ley fracasará.

– ¿Tú te opondrás? -le preguntó Labieno.

– No, claro que no! Diré que lo apoyo, pero no será así -dijo César, sonriendo-. Si lo apoyo, un montón de senadores no comprometidos saltarán al ruedo para oponerse, aunque sólo sea porque a ellos no les gusta aquello que me gusta a mí. Cicerón es un ejemplo excelente. ¿Cómo llama él ahora a los hombres como Rulo? Popularis… a favor del pueblo en vez de a favor del Senado. Eso más bien se me puede aplicar a mí. Me esforzaré porque se me ponga la etiqueta de popularis.

– Enojarás a Magnus si hablas a favor de eso.

– No cuando lea la carta que voy a mandarle con una copia de mi discurso. Magnus sabe distinguir una oveja de un camero.

Labieno puso mala cara.

– Todo esto va a llevar mucho tiempo, César, pero nada de ello me concierne a mí. ¿Adónde voy yo?

– Tú has logrado que se apruebe tu proyecto de ley para concederle a Magnus las insignias triunfales en los juegos, así que ahora te pondrás a esperar con los brazos cruzados y te quedarás silbando hasta que el alboroto causado por Rulo amaine. Acuérdate de que lo mejor es ser el último hombre que quede en pie.

– Tú tienes alguna idea en la cabeza.

– No -dijo César.

– ¡Oh, venga!

César sonrió.

– Descansa tranquilo, Labieno. Ya se me ocurrirá algo. Siempre se me ocurre algo.

Cuando llegó a casa, César buscó a su madre. El diminuto despacho de Aurelia era una habitación que Pompeya nunca invadía; si a ésta no le daba miedo ninguna otra cosa en su suegra, desde luego sí que le asustaba la facilidad de Aurelia para hacer ágiles sumas de números. Además, había sido una idea inteligente cederle a Pompeya el despacho de César para su uso personal -César tenía su otro apartamento para trabajar-. La tenencia del despacho y del cubículo de dormir principal, que estaba situado detrás del despacho, permitía que Pompeya quedase fuera de las otras partes, que eran los dominios de Aurelia. Se oía, procedente del despacho, el sonido de risas y charlas femeninas, pero nadie salió de aquella parte para obstaculizar el avance de César.

– ¿Quién está con ella? -preguntó éste al tiempo que se sentaba en la silla situada al otro lado del escritorio de Aurelia.

La habitación era tan pequeña que un hombre más robusto que César no habría podido apretarse en el espacio que ocupaba aquella silla, pero la mano de Aurelia se hacía muy evidente en la economía y en la lógica con las cuales se había organizado: los estantes para rollos y papeles se encontraban a altura suficiente para no darse con la cabeza al levantarse de la silla, las bandejas de madera se escalonaban en aquellas partes del escritorio que no necesitaba para trabajar, y los recipientes de cuero para libros se habían relegado a los rincones más remotos de la habitación.

– ¿Quién está con ella? -repitió César al ver que su madre no le contestaba.

Aurelia dejó la pluma, levantó la mirada de mala gana, flexionó la mano derecha y suspiró.

– Un grupito muy tonto -repuso.

– Eso no hace falta que me lo digas, la tontería atrae a la tontería. Pero, ¿quiénes son?

– Las dos Clodias. Y Fulvia.

– ¡Oh! Espabiladas además de desocupadas. ¿Anda Pompeya metida en amoríos con hombres, madre?

– Desde luego que no. Yo no permito que aquí se entretengan hombres, y cuando ella sale mando a Polixena para que la acompañe. Polixena es una mujer que me pertenece, completamente imposible de sobornar o de camelar. Desde luego, Pompeya también se lleva consigo a su propia chica, que es un poco idiota, pero te aseguro que ellas dos juntas no llegan a igualar a Polixena.

César parecía muy cansado, pensó su madre. El año que había pasado en calidad de presidente del Tribunal de Asesinatos había sido especialmente trabajoso, él lo había desempeñado con toda la meticulosidad y energía por las que ya empezaba a ser famoso. Otros presidentes de tribunales quizás perdieran el tiempo y se tomasen prolongadas vacaciones, pero César no. Naturalmente, Aurelia sabía que su hijo estaba endeudado -y cuánto debía-, pero el tiempo le había enseñado que el dinero era un tema que invariablemente causaba tensiones entre ellos. Así que, a pesar de estar ansiosa por hacerle preguntas sobre cuestiones financieras, se mordió la lengua y consiguió no decir ni una palabra. Era cierto que su hijo no dejaba que la deuda, que ahora iba creciendo rápidamente porque no podía pagar la parte principal, le deprimiese; de forma inexplicable, una parte de él creía realmente que encontraría el dinero en alguna parte; pero Aurelia también sabía que el dinero podía acechar como una sombra gris en el fondo de la más optimista y animada de las mentes. Y de la misma manera estaba segura de que aquella sombra gris yacía en el fondo de la mente de César.

Y éste continuaba involucrado en aquella relación suya con Servilia. Parecía que nada pudiera destruirla. Y además Julia, a la que le faltaba un mes para cumplir trece años, menstruaba regularrnente y cada vez mostraba menos entusiasmo por Bruto. Oh, era cierto que no había nada que provocara que la niña se mostrase grosera, ni siquiera disimuladamente descortés, pero en lugar de enamorarse cada vez más de Bruto ahora que su feminidad era un hecho, resultaba evidente que su amor se estaba enfriando, y el cariño y la lástima que sintiera de niña habían sido sustituidos ahora por… ¿aburrimiento? Sí, aburrimiento. La única emoción a la que ningún matrimonio podía sobrevivir.

Todos aquéllos eran problemas que corroían a Aurelia, aunque había otros que simplemente la inquietaban. Por ejemplo, aquel apartamento se había quedado demasiado pequeño para un hombre de la posición de César. Sus clientes ya no podían reunirse allí todos a la vez, y la calle en que se encontraba no era demasiado buena para un hombre que sería cónsul senior dentro de cinco años. De este último hecho Aurelia no albergaba ninguna duda. Entre el nombre, el linaje, los modales, el aspecto, el encanto, la naturalidad y la capacidad intelectual, cualquier elección a la que César se presentase lo colocaría en los primeros puestos en lo referente al número de votos. Tenía enemigos a porrillo, pero ninguno de ellos capaz de destruir el poder que César tenía entre la primera y la segunda clases, cosa que era vital para el éxito en las Centurias. Por no hablar de que entre las clases que eran demasiado bajas para tener importancia en las Centurias, él sobresalía muy por encima de sus iguales. César se movía por entre el proletariado con la misma disposición que entre los consulares. Sin embargo no era posible abordar el tema de trasladarse a una casa adecuada sin que el dinero saliera a colación. Así que, ¿abordaba ella el problema o no? ¿Debía hacerlo o no?

Aurelia respiró profundamente y juntó las manos una sobre otra encima de la mesa, delante de su hijo.

– César, creo que el año que viene vas a presentarte a las elecciones al cargo de pretor -le comentó-, y preveo una muy seria dificultad.

– La calle en que vivimos -repuso él al instante.

Aurelia esbozó una sonrisa irónica.

– Hay una cosa de la que no me puedo quejar: de tu sagacidad.

– ¿Es esto el preludio de otra discusión acerca de dinero?

– No, no lo es. O quizás fuera mejor decir que confío en que no lo sea. Con los años he logrado ahorrar una bonita cantidad, y podría hipotecar con facilidad esta ínsula. Entre ambas cosas podría darte lo suficiente para adquirir una buena casa en el Palatino o en las Carinae.

César apretó los labios.

– Eso es muy generoso por tu parte, madre, pero no quiero aceptar dinero de ti, como tampoco quiero aceptarlo de mis amigos. ¿Comprendido?

Era asombroso pensar que Aurelia tuviese ya sesenta y dos años. Ni una sola arruga le estropeaba la piel de la cara ni del cuello, quizás porque había engordado una pizca; en el único lugar en el que se le notaba la edad era en los surcos que se le habían formado a ambos lados de los orificios nasales, arrugas que le llegaban hasta las comisuras de los labios.

– Ya sabía que dirías eso -dijo ella sin perder un ápice de compostura. Luego comentó, como si no viniera a cuento-: He oído que Metelo Pío, el pontífice máximo, está achacoso.

Eso sobresaltó a César.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Por una parte, Clodia. Su marido, Celer, dice que toda la familia está desesperadamente preocupada. Y por otra parte, Emilia Lépida. Metelo Escipión está muy abatido por el estado de salud de su padre. No ha estado bien desde que se le murió la esposa.

– Sí, es cierto que el viejo no acude a ninguna reunión últimamente -dijo César.

– Ni lo hará en el futuro. Cuando te digo que está enfermo, lo que quiero decir en realidad es que se está muriendo.

– Y…? -preguntó César, perplejo por una vez.

– Cuando muera, el colegio de los Pontífices tendrá que nombrar por cooptación a otro pontífice máximo.

– Los ojos grandes y brillantes, que eran el rasgo más hermoso de Aurelia, destellaron y se entornaron-. Si te nombrasen a ti pontífice máximo, César, eso resolvería varios de tus problemas más apremiantes. En primer lugar, y es lo más importante de todo, ello les demostraría a tus acreedores que vas a ser cónsul sin lugar a dudas. Y eso significaría que tus acreedores estarían mejor dispuestos a prolongar el pago de tus deudas hasta que termines el año de pretor, si es necesario. Quiero decir que si te toca en suerte Cerdeña o África en el sorteo del destino de los pretores, como gobernador pretor no podrás recuperar tus pérdidas. Si ocurriese así, yo diría que tus acreedores se pondrían verdaderamente nerviosos.

El fantasma de una sonrisa ardió en los ojos de César, pero mantuvo el rostro impasible.

– Admirablemente resumido, madre -dijo.

Aurelia continuó como si él no hubiera hablado.

– En segundo lugar, el cargo de pontífice máximo te proporcionaría una espléndida residencia a expensas del Estado, y es una posición de por vida, la donius publica sería perpetuamente. Está dentro del mismo Foro, es muy grande y resulta muy adecuada. De manera que he empezado a solicitar votos en tu nombre entre las esposas de tus colegas sacerdotes -terminó su madre con voz tan serena y tranquila como siempre.

César suspiró.

– Es un plan admirable, madre, pero tú, igual que me sucede a mí, no puedes llevarlo a cabo. Entre Catulo y Vatia Isáurico, ¡por no hablar de por lo menos la mitad de los demás miembros del colegio!, no tengo la mínima oportunidad. Por una parte, el puesto normalmente recae en alguien que ya haya sido cónsul. Y por otra, todos los elementos más conservadores del Senado adornan este colegio. Yo no soy de su gusto.

– No obstante me pondré a ello -le dijo Aurelia.

Y en ese preciso momento César comprendió cómo podría llevarse a cabo el plan. Echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír con estruendo.

– ¡Sí, madre, ponte a ello, no dejes de hacerlo! -dijo al tiempo que se limpiaba las lágrimas de risa-. Yo sé la solución… ¡oh, que lío se va a originar!

– ¿Y cuál es esa solución?

– Yo había venido a hablarte de Tito Labieno, que es, como seguramente ya sabrás, el tribuno de la plebe domesticado que Pompeyo tiene este año. Sólo para airear mis pensamientos en voz alta. Eres tan inteligente que me resultas una pared utilísima para hacer rebotar las ideas -dijo César.

Una de las finas cejas de su madre se levantó rápidamente; las comisuras de los labios le temblaban.

– ¡Vaya, muchas gracias! ¿Soy mejor pared donde rebotar que Servilia?

De nuevo César lloró de tanta risa. Era raro que Aurelia sucumbiese a las insinuaciones, pero cuando lo hacía era tan ingeniosa como Cicerón.

– En serio -dijo César cuando fue capaz de hablar-, ya sé qué opinión tienes de mi relación con Servilia, pero no te creas que soy estúpido, por favor. Servilia, políticamente, es agua. Además está enamorada de mí. No obstante, no es de mi familia, y ni siquiera me fío por completo de ella. Cuando la uso a ella de pared, me aseguro bien de controlar por completo la pelota.

– Lo que dices me supone un gran alivio -dijo Aurelia-. Así pues, ¿cuál es esa brillante inspiración?

– Cuando Sila anuló la lex Domitia de sacerdotes, fue un paso más de lo que la tradición y la costumbre dictaban al quitar también el cargo de pontífice máximo de la elección tribal hecha por el pueblo. Hasta Sila, el pontífice máximo siempre había sido elegido, nunca había salido por cooptación entre sus colegas sacerdotes. Haré que Labieno legisle que la elección de sacerdotes y augures vuelva al pueblo, a las tribus. Incluido el cargo de pontífice máximo. Al pueblo le encantará la idea.

– Al pueblo le encantará cualquier cosa que sirva para borrar una ley de Sila.

– Precisamente. De manera que lo único que tengo que hacer es conseguir que se me elija pontífice máximo -dijo César al tiempo que se levantaba.

– ¡Haz que Tito Labieno promulgue la ley ahora, César. No lo dejes para más tarde! Nadie puede estar seguro de cuánto vivirá Metelo Pío. Se encuentra muy solo sin su Licinia.

César le cogió la mano a su madre y se la llevó a los labios.

– Te lo agradezco, madre. El asunto se acelerará, porque es una ley que puede beneficiar a Pompeyo Magnus. Se muere de ganas de ser sacerdote o augur, pero sabe que nunca será nombrado por cooptación. Mientras que en unas elecciones triunfará rotundamente.

César advirtió que el volumen de las risas y las charlas procedentes del despacho había subido. Cuando entró en la sala que servía para recibir visitas, había pensado en marcharse inmediatamente; pero, movido por un impulso, decidió visitar a su esposa.

Vaya reunión, pensó mientras se quedaba de pie a la puerta del comedor sin que le vieran. Pompeya había vuelto a decorar por completo la habitación, que antes era austera, y ahora estaba excesivamente llena de canapés acolchados con plumón de ganso, una plétora de cojines y colchas de color púrpura, muchos objetos de valor, aunque vulgares, pinturas y estatuas. Lo que antes había sido un cubículo de dormir igualmente austero, observó César mientras lo contemplaba a través de la puerta abierta, ahora tenía el mismo toque de empalagoso mal gusto.

Pompeya estaba recostada en el mejor canapé, aunque no se encontraba sola; Aurelia podía prohibirle que recibiera a hombres, pero no podía impedir que a Pompeya la visitase Quinto Pompeyo Rufo Junior, su hermano de padre y madre. Ahora que tenía algo más de veinte años se había convertido en un joven apuesto y muy alocado, cuya reputación de indeseable iba creciendo día a día. Sin duda, Pompeya había llegado a conocer a algunas señoras del clan Claudio por medio de él, porque Pompeyo Rufo era el mejor amigo nada menos que de Publio Clodio, tres años mayor que él pero no menos alocado.

La prohibición de Aurelia se extendía al propio Clodio, cuya presencia no se permitía, pero sí la de sus dos hermanas más jóvenes, Clodia y Clodilla. Era una lástima, pensó César fríamente, que el carácter indisciplinado de aquellas dos jóvenes matronas estuviera además avivado por un considerable grado de belleza. Clodia, casada con Metelo Celer -el mayor de los dos hermanastros de Mucia Tercia-, era ligeramente más hermosa que su hermana menor, Clodilla, ahora divorciada de Lúculo en medio de un impresionante escándalo. Como todos los Claudios Pulcher eran muy morenas, con unos ojos negros grandes y luminosos, pestañas negras largas y rizadas, profuso cabello negro ondulado y un cutis levemente aceitunado, aunque perfecto. A pesar de que ninguna de las dos era alta, ambas tenían una excelente figura y buen gusto en el vestir, se movían con gracia y eran bastante cultas, especialmente Clodia, a quien le gustaba la poesía de categoría. Estaban sentadas en un canapé frente a Pompeya y a su hermano; la túnica les caía a ambas desde los radiantes hombros, dejando al descubierto algo más que una insinuación de unos pechos abundantes y deliciosamente bien formados.

Fulvia no era diferente de ellas en el aspecto físico, aunque el color de la tez era más pálido; a César le recordaba el cabello castaño de su madre; los ojos, de un color tirando a púrpura, las cejas y las pestañas oscuras también le recordaban a su madre. Una joven señora dogmática y enérgica, imbuida de un montón de ideas más bien tontas que tenían origen en su apego romántico a los hermanos Graco: su abuelo Cayo y su tío abuelo Tiberio. César sabía que su matrimonio con Publio Clodio no había contado con la aprobación de sus padres, cosa que no había detenido a Fulvia, que estaba decidida a salirse con la suya. Desde la celebración de su matrimonio se había hecho íntima amiga de las hermanas de Clodio, en detrimento de las tres.

No obstante, ninguna de aquellas jóvenes le preocupaba tanto a César como las dos maduras y turbias señoras que ocupaban el tercer canapé: por una parte Sempronia Tuditani, esposa de un Décimo Junio Bruto y madre de otro -extraña elección por parte de Fulvia, ya que los Sempronios Tuditani habían sido enemigos obstinados de ambos Gracos, lo mismo que lo había sido la familia de Décimo Junio Bruto Calaico, abuelo del marido de Sempronia Tuditani-; y por otra Pala, que había sido esposa del censor Filipo y del censor Publícola, y le había dado un hijo varón a cada uno de ellos. Sempronia Tuditani y Pala debían de tener alrededor de cincuenta años, aunque utilizaban todos los artificios conocidos en la industria cosmética para disimular la edad, desde pintarse y empolvarse el cutis hasta utilizar stibium alrededor de los ojos y carmín en las mejillas y en los labios. Y no se contentaban con tener la figura propia de la mediana edad; se mataban de hambre con regularidad para mantenerse delgadas como palos, y vestían vaporosas túnicas transparentes, que a ellas les parecía que les devolvían la juventud mucho tiempo atrás perdida. El resultado de todas aquellas manipulaciones del proceso de envejecimiento, reflexionó César sonriendo para sus adentros, era tan infructuoso como ridículo. Su propia madre, decidió aquel despiadado mirón, era mucho más atractiva, a pesar de que por lo menos era diez años mayor que ellas. Aurelia, no obstante, no frecuentaba la compañía de hombres, mientras que Sempronia Tuditani y Pala eran putas aristocráticas a las que nunca les faltaban atenciones masculinas, ya que eran famosas por proporcionar, con diferencia, las mejores felaciones de Roma, incluidas las que se podían obtener de profesionales de ambos sexos.

César dedujo que la presencia de aquellas mujeres significaba que Décimo Bruto y el joven Publícola también frecuentaban el trato de Pompeya. De Décimo Bruto quizás no había mucho que decir, aparte de que era joven, estaba aburrido y se mostraba siempre alegre, animoso y dispuesto a hacer las habituales travesuras, desde beber mucho vino e ir con demasiadas mujeres, hasta frecuentar las partidas de dados y los juegos de mesa. Pero el joven Publícola había seducido a su madrastra y había intentado asesinar a su padre el censor, por lo que había sido formalmente relegado a la penuria y al olvido. Nunca se le permitiría entrar en el Senado, pero desde el matrimonio de Publio Clodio con Fulvia, y el consiguiente acceso de Clodio a un dinero casi ilimitado, al joven Publícola empezaba a vérsele de nuevo en círculos selectos.

Fue Clodia quien primero se fijó en César. Se sentó mucho más erguida en el canapé, sacó el pecho y le dedicó una encantadora sonrisa.

César, resulta absolutamente divino verte! -ronroneó.

– Te devuelvo el cumplido, por supuesto.

– ¡Vamos, entra! -dijo Clodia dando unas palmaditas en el canapé.

– Me encantaría, pero me disponía a marcharme.

Además aquélla era una habitación llena de problemas, pensó César mientras salía por la puerta principal.

Labieno le llamaba, pero César cayó en la cuenta de que primero tendría que ir a ver a Servilia, que probablemente llevaría ya un buen rato esperándole en el apartamento que él tenía un poco más abajo en la misma calle. ¡Mujeres! Aquél era un día de mujeres, y en su mayoría las mujeres eran un fastidio. Excepto Aurelia, desde luego. ¡Ella sí que era una mujer! Lástima que no hubiera ninguna otra a la misma altura, pensó César mientras subía la escalera hacia su apartamento.

Servilia le estaba esperando, aunque era demasiado sensata como para reprocharle a César la tardanza y demasiado pragmática para esperar que se disculpase. Si el mundo pertenecía a los hombres -y así era-, resultaba indudable que pertenecía a César más que a ningún otro.

Durante un rato no intercambiaron palabra alguna. Primero vinieron algunos besos lujuriosos y lánguidos; luego una escena en la cama entre suspiros, el uno en los brazos del otro, liberados de la ropa y de todo cuidado. Servilia era tan deliciosa, tan inteligente e ilimitada en sus atenciones, tan inventiva. Y él era tan perfecto, tan receptivo, tan certero y tan poderoso en sus caricias. Así, absolutamente satisfechos el uno con el otro y fascinados por el hecho de que la familiaridad no había dado origen al tedio sino a un placer adicional, César y Servilia se olvidaron de sus respectivos mundos hasta que el nivel del agua del cronómetro bajó, lo que significaba que había transcurrido mucho tiempo.

César no quería hablar de Labieno; de Pompeya sí, de manera que mientras continuaban abrazados sobre la cama comentó:

– Mi mujer tiene extrañas compañías.

El recuerdo de aquellos meses malgastados en unos frenéticos celos todavía no se había desvanecido de la mente de Servilia, así que le encantaba oír cualquier palabra de César que indicase insatisfacción. Oh, tan sólo poco tiempo después del nacimiento de Junia Tercia, César y Servilia se reconciliaron, y ella comprendió que el matrimonio de César era una falsedad. Pero aquella mujer era una lagarta deliciosa, y contaba con la ventaja de estar siempre cerca de César; ninguna mujer de la edad de Servilia podía estar descansada y tranquila cuando su rival era casi veinte años más joven.

– ¿Extrañas compañías? -le preguntó mientras le acariciaba suave y voluptuosamente.

– Las Clodias y Fulvia.

– Eso era de esperar, no olvides los círculos en que se mueve el hermano Pompeyo.

– ¡Ah, pero hoy había alguien más en el grupo!

– ¿Quién?

– Sempronia Tuditani y Pala.

– ¡Oh! -Servilia se sentó en la cama, y el deleite de la piel de César se evaporó. Ella frunció el entrecejo, se quedó pensando unos momentos y luego dijo-: En realidad eso no debería haberme sorprendido.

– Ni a mí, sobre todo teniendo en cuenta quiénes son los amigos de Publio Clodio.

– No, no me refería a esa relación, César. Desde luego, ya sabes que mi hermana pequeña, Servililla, ha sido repudiada por Druso Nerón por infidelidad.

– Ya lo había oído.

– Lo que tú no sabes es que va a casarse con Lúculo.

César también se sentó en la cama.

– ¡Eso es cambiar un zoquete por un imbécil! Ese tipo lleva a cabo toda clase de experimentos con sustancias que distorsionan la realidad, hace ya varios años que lo viene haciendo. Creo que uno de sus esclavos manumitidos se encarga de procurarle toda clase de soporíferos y sustancias que producen el éxtasis: jarabe de amapolas, setas, brebajes hechos con hierbas, bayas, raíces…

– Servililla dice que a ella le gusta el efecto del vino, pero que le desagradan intensamente los efectos secundarios. Y al parecer esas otras sustancias no producen los mismos y dolorosos efectos secundarios.

– Servilia se encogió de hombros-. De todos modos, parece que Servililla no se queja. Cree que podrá llegar a disfrutar de todo ese dinero y buen gusto sin un marido que la vigile y le corte las alas.

– Él se divorció de Clodilla por adulterio… e incesto.

– Eso fue obra de Clodio.

– Bueno, le deseo a tu hermana la mejor de las suertes -dijo César-. Lúculo todavía sigue plantado en el Campo de Marte para exigir el triunfo que el Senado continúa negándole, así que no verá muchas cosas de Roma desde el interior de los muros.

– Pronto conseguirá el triunfo -dijo Servilia con confianza-. Mis espías me dicen que Pompeyo Magnus no quiere verse obligado a compartir el Campo de Marte con su antiguo enemigo cuando vuelva del Este cubierto de gloria.

– Soltó un bufido-. ¡Oh, qué farsante! ¡ Cualquiera que tenga un poco de sentido común puede ver que Lúculo fue el que hizo todo el trabajo! Magnus sólo tuvo que cosechar los resultados.

– Estoy de acuerdo, aunque me gusta poco Lúculo.

– César le cogió un pecho con la mano-. No es propio de ti divagar, amor mío. ¿Qué tiene esto que ver con los amigos de Pompeya?

– Lo llaman el club Clodio -dijo Servilia estirándose-. Servililla me lo ha contado. Publio Clodio, desde luego, es el presidente. El principal objetivo, y, desde luego, supongo que el único, del club Clodio es asombrar a nuestro mundo. Así es como se entretienen sus miembros. Todos ellos están aburridos, ociosos, tienen aversión al trabajo y poseen demasiado dinero. Beber, ir de putas y jugar son cosas insípidas. Los sustos y los escándalos son el único propósito del club. De ahí esas mujeres disolutas como Sempronia Tuditani y Pala, las alegaciones de incesto y el cultivo de especímenes tan sin igual como el joven Publícola. Entre los miembros varones del club se incluyen algunos hombres muy jóvenes que deberían ser un poco más cautos, como Curión Junior y tu primo Marco Antonio. He oído que uno de sus pasatiempos favoritos es fingir que son amantes. Ahora le tocó el turno a César de soltar un bufido.

– Me hubiera creído casi cualquier cosa sobre Marco Antonio. ¡Pero eso no! ¿Cuántos años tiene ahora, diecinueve o veinte? Pero tiene ya más hijos bastardos diseminados por todos los estratos de la sociedad romana que nadie a quien yo conozca.

– De acuerdo. Pero sembrar Roma de bastardos no resulta lo bastante chocante. Una aventura homosexual, particularmente entre hijos de esos pilares de la clase conservadora, añade cierto lustre a todo ello.

– ¡De manera que ésa es la institución a la que pertenece mi esposa! -dijo César dejando escapar un suspiro-. Me pregunto cómo voy a hacer que se aparte de ella.

Aquélla no era una idea que le gustase a Servilia, que salió apresuradamente de la cama.

– No veo cómo puedas hacerlo, César, sin provocar exactamente la clase de escándalo que Clodio adora. A no ser que la repudies y te divorcies de ella.

Pero aquella sugerencia ofendió el sentido que César tenía de lo que era jugar limpio; negó con énfasis con la cabeza.

– No, no haré eso sólo porque existe la posibilidad de que las amistades ociosas que tiene puedan convertirlo en otra cosa peor; mi madre la vigila muy bien. La pobre muchacha me da pena. No tiene ni un pequeño asomo de inteligencia o de sentido común.

El baño lo llamaba -César había cedido y había instalado una pequeña estufa que proporcionaba agua caliente-; Servilia decidió que era mejor callarse en el tema de Pompeya.

Tito Labieno tuvo que esperar hasta la mañana siguiente, y entonces fue a ver a César a su apartamento.

– Dos cosas -le dijo César mientras se recostaba en la silla. Labieno se puso alerta-. La primera seguro que te proporcionará la aprobación en los círculos de los caballeros, y tendrá buena acogida por parte de Magnus.

– ¿Y es?

– Legislar que vuelvan a ser las tribus de los Comicios quienes hagan la elección de sacerdotes y augures.

– Incluyendo, sin duda -añadió Labieno con cautela-, la elección del pontífice máximo.

– ¡Por Pólux, sí que eres rápido!

– He oído que es muy probable que Metelo Pío esté en condiciones de recibir un funeral de Estado en cualquier momento.

– Así es. Y es cierto también que tengo capricho por convertirme en pontífice máximo. Sin embargo, no creo que a mis colegas sacerdotes les guste yerme a la cabeza del colegio. Los electores, por el contrario, puede que no estén de acuerdo con ellos. Por tanto, ¿por qué no darles a los electores la oportunidad de decidir quién será el próximo pontífice máximo?

– Pues sí, ¿por qué no?

Labieno miró atentamente a César. Aquel hombre tenía muchas cosas que le resultaban atractivas. Sin embargo, aquella vena de frivolidad que podía aflorar a la superficie a la menor provocación era, en opinión de Labieno, un fallo. Nunca se sabía en realidad hasta qué punto César hablaba en serio. Aunque en aquellos momentos el rostro de César parecía bastante serio. Y Labieno también sabía, como la mayoría, que las deudas de César eran apabullantes. Ser elegido pontífice máximo le permitiría reforzar su crédito con los usureros. Labieno dijo:

– Imagino que quieres que se apruebe lo antes posible una lex Labiena de sacerdotiis.

– Sí. Si Metelo Pío llegase a morir antes de que se cambie la ley, el pueblo quizás decidiera no cambiarla. Tenemos que ser muy rápidos, Labieno.

– Ampio se alegrará de poder sernos de ayuda. Y también el resto del colegio tribunicio, te lo puedo decir de antemano. Es una ley que está absolutamente de acuerdo con la mos maiorum, y eso es una gran ventaja.

– Los oscuros ojos de Labieno se pusieron a lanzar destellos-. ¿Qué otra cosa tienes en mente?

César frunció el entrecejo.

– Nada que haga temblar la tierra, desgraciadamente. Si Magnus volviera a casa todo sería más fácil. La única cosa que se me ocurre para crear revuelo en el Senado es proponer un proyecto de ley que restaure los derechos de los hijos y nietos de los proscritos de Sila. No conseguirás que se apruebe, pero los debates serán ruidosos y habrá una gran asistencia.

Aquella idea, evidentemente, resultaba atractiva; Labieno sonreía ampliamente cuando se puso en pie.

– Me gusta, César. ¡Es una oportunidad para tirarle a Cicerón de esa cola que menea con tanto garbo!

– No es la cola lo que importa en la anatomía de Cicerón -comentó César-. La lengua es el apéndice que hace falta amputarle. Te lo advierto, te convertirá en carne picada. Pero si presentas los dos proyectos de ley a la vez, con ellos desviarás la atención del que realmente quieres que se apruebe, y si te preparas con mucho cuidado quizás hasta puedas conseguir cierto capital político gracias a la lengua de Cicerón. El Cochinillo estaba muerto. El pontífice máximo Quinto Cecilio Metelo Pío, hijo leal de Metelo el Meneítos y amigo leal del dictador Sila, murió apaciblemente mientras dormía a causa de un padecimiento que fue debilitándole y desafió todo diagnóstico. Lucio Tucio, el médico de Sila, un reconocido lumbrera de la medicina romana, le pidió permiso al hijo adoptivo del Cochinillo para hacer la autopsia.

Pero el hijo adoptivo del Cochinillo no era ni tan inteligente ni tan razonable como su padre; Metelo Escipión, hijo biológico de Escipión Nasica y de la mayor de las dos Licinias de Craso el Orador -la más joven de ellas era su madre adoptiva, esposa del Cochinillo-, era famoso sobre todo, por su altivez y sentido de su aristocrática idoneidad.

– ¡Nadie va a manipular el cadáver de mi padre! -repuso entre lágrimas sin dejar de apretarle convulsivamente la mano a su esposa-. ¡Irá a las llamas sin mutilar!

El funeral, naturalmente, se llevó a cabo a expensas del Estado, y fue tan distinguido como el difunto objeto del mismo. El elogio corrió a cargo de Quinto Hortensio, quien lo pronunció desde la tribuna una vez que Mamerco, padre de Emilia Lépida, esposa de Metelo Escipión, hubo declinado tal honor. Todo el mundo se hallaba presente, desde Catulo hasta César, desde Cepión Bruto hasta Catón; no fue, sin embargo, un funeral que atrajera a las masas.

Y al día siguiente a aquel en que el Cochinillo fuera entregado a las llamas, Metelo Escipión celebró una reunión con Catulo, Hortensio, Vatia Isáurico, Catón, Cepión Bruto y el cónsul senior, Cicerón.

– He oído el rumor de que César piensa proponerse a sí mismo como candidato a pontífice máximo -dijo el afligido hijo con los ojos enrojecidos, pero ya sin lágrimas.

– Bueno, en realidad eso no es ninguna sorpresa -intervino Cicerón-. Todos sabemos quién tira de los hilos de Labieno en ausencia de Magnus, aunque en este momento no estoy seguro siquiera de que a Magnus le interese quién sea el que tire de los hilos de Labieno. La elección popular para escoger a los sacerdotes y a los augures no puede beneficiar a Magnus, mientras que a César le da la oportunidad que nunca hubiera tenido cuando el Colegio de los Pontífices elegía a su propio pontífice máximo.

– En realidad nunca eligió a su propio pontífice máximo -le dijo Catón a Metelo Pío-. El único pontífice máximo de la historia que no fue elegido, tu padre, fue nombrado personalmente por Sila, no por el colegio.

Catulo tenía otra objeción que hacer en contra de lo que había dicho Cicerón.

– ¡Qué ciego puedes estar acerca de nuestro querido y heroico amigo Pompeyo Magnus! -espetó a Cicerón-. ¿ Crees que eso no es una ventaja para Magnus? ¡Venga ya! Magnus suspira por ser sacerdote o augur. Podría conseguir lo que anhela por medio de una elección popular, pero nunca mediante cooptación interna de ninguno de los dos colegios.

– Mi cuñado tiene razón, Cicerón -dijo Hortensio-. La lex Labiena de sacerdotiis le conviene muchísimo a Pompeyo Magnus.

– ¡Que se pudra la lex Labiena! -gritó Metelo Escipión.

– No malgastes tus emociones, Quinto Escipión -le dijo Catón con voz ronca y átona-. Estamos aquí para decidir cómo impedir que César presente su candidatura.

Bruto estaba sentado; la mirada le iba de una a otra de aquellas caras enojadas, perplejo al no saber por qué le habían invitado a él a semejante reunión de personas mayores y de categoría. Se imaginaba que ello formaba parte de la guerra sin cuartel que el tío Catón libraba contra Servilia para controlarlo a él, Bruto, una guerra que, a medida que él se iba haciendo mayor, le asustaba y le atraía cada vez más. Desde luego, se le pasó por la cabeza la idea de que quizás, y gracias a su compromiso con la hija de César, aquellos hombres lo hubieran llamado con intención de hacerle preguntas acerca de César; pero a medida que avanzaba la conversación y nadie recurría a él para pedirle información, se vio obligado finalmente a llegar a la conclusión de que su presencia allí se debía única y exclusivamente a que ello servía para fastidiar a Servilia.

– Podemos asegurar tu elección en el colegio como pontífice ordinario fácilmente -le dijo Catulo a Metelo Escipión-, y convencer a cualquiera que se sienta inclinado a levantarse contra ti de que no lo haga.

– Bueno, supongo que eso ya es algo -dijo Metelo Escipión.

– ¿Quién piensa presentarse en oposición a César? -preguntó Cicerón, otro miembro de aquel grupo que no sabía bien por qué lo habían invitado. Suponía que se debía a Hortensio, y que su función quizás fuera la de hallar alguna artimaña que pudiese impedir la candidatura de César. El problema era que él sabía muy bien que no cabía artimaña alguna. La lex Labiena de sacerdotiis no había sido redactada por Labieno, de eso estaba seguro. Su redacción llevaba el sello propio de la habilidad. Era hermética.

– Yo me presentaré en oposición a César -dijo Catulo.

– Yo también -afirmó Vatia Isáurico, que había estado callado hasta aquel momento.

– Entonces, como sólo diecisiete de las treinta y cinco tribus votan en las elecciones religiosas -intervino Cicerón-, tendremos que amañar los sorteos para asegurarnos de que vuestras dos tribus salgan elegidas, pero que no sea elegida la de César. Eso aumentará vuestras posibilidades.

– A mí no me parecen bien los sobornos -dijo Catón-, pero creo que por esta vez no nos queda más remedio que hacerlo así.

– Se dio la vuelta hacia su sobrino-. Quinto Servilio, tú eres con mucho el hombre más rico de todos los que nos encontramos aquí. ¿Estarías dispuesto a poner dinero para una causa tan buena?

A Bruto le brotó de pronto un sudor frío. ¡Así que aquél era el motivo! Se humedeció los labios; le dio la impresión de que estaban dándole caza.

– Tío, me encantaría ayudarte -repuso con voz temblorosa-. ¡Pero no me atrevo! Mi madre controla mi dinero, no yo.

La espléndida nariz de Catón se hizo más estrecha, los orificios nasales se convirtieron en dos ranuras.

– ¿A los veinte años de edad, Quinto Servilio? -le preguntó a gritos.

Todas las miradas se posaron en él, asombradas; Bruto se encogió en la silla.

– ¡Tío, por favor, intenta comprenderlo! -lloriqueó.

– Oh, ya lo comprendo -dijo Catón lleno de desprecio; y deliberadamente le volvió la espalda-. Parece, pues -añadió dirigiéndose al resto de los presentes-, que tendremos que sacar el dinero para los sobornos de nuestras propias bolsas.

– Se encogió de hombros-. Como sabéis, la mía no es muy gruesa. Sin embargo, daré veinte talentos.

– Yo, en realidad, no puedo permitirme aportar nada -dijo Catulo con aire desgraciado-, porque Júpiter Optimo Máximo se me lleva hasta el último sestercio que me sobra. Pero de alguna parte sacaré cincuenta talentos.

– Yo otros cincuenta -ofreció secamente Vatia Isáurico.

– Yo, también cincuenta-dijo Metelo Escipión.

– Y yo, otros cincuenta -añadió Hortensio.

Ahora Cicerón comprendió perfectamente por qué estaba allí, y dijo con voz muy bellamente modulada:

– El estado de penuria de mis finanzas es lo suficientemente bien conocido como para que yo crea que esperáis de mí otra cosa que no sea un violento ataque de discursos contra los electores. Servicio que con muchísimo gusto prestaré.

– Entonces sólo queda decidir cuál de vosotros dos se presentará como oponente de César -concluyó Hortensio con voz tan melodiosa como la de Cicerón.

Pero al llegar a este punto la reunión se atascó; ni Catulo ni Vatia Isáurico estaban dispuestos a ceder en favor del otro, porque cada uno de ellos creía ciegamente que debía ser él el próximo pontífice máximo.

– ¡Qué estupidez! -ladró Catón furioso-. Acabaréis por dividir los votos, y eso aumentará las posibilidades de César. Si uno de vosotros se presenta, es una batalla directa. Si sois dos se convierte en una batalla a tres bandas.

– Yo me presentaré -dijo Catulo con terquedad.

– Y yo también -insistió Vatia Isáurico beligerante.

Al llegar a este punto la reunión se disolvió. Magullado y humillado, Bruto dirigió sus pasos desde la suntuosa morada de Metelo Escipión hacia el apartamento, exento de toda pretensión, de su prometida en Subura. Realmente no había ningún otro sitio adonde quisiera ir, pues tío Catón se había marchado apresuradamente como si su sobrino no existiera, y la idea de irse a casa con su madre y con el pobre Silano no le atraía lo más mínimo. Servilia le sacaría a la fuerza todos los detalles referentes a dónde había estado, qué había hecho, quién estaba allí y qué se proponía el tío Catón; y su padrastro simplemente se quedaría allí sentado como un muñeco de trapo al que le faltase la mitad del relleno.

Su amor por Julia crecía con el paso de los años. No dejaba de maravillarse ante la belleza de la muchacha, su tierna consideración hacia los sentimientos de él, su bondad, su viveza. Y su comprensión. ¡Oh, qué agradecido se sentía por esto último!

Así que fue a Julia a quien le soltó la historia de la reunión en casa de Metelo Escipión, y ella, persona queridísima y muy dulce, le escuchó con lágrimas en los ojos.

– Incluso Metelo Escipión tuvo que sufrir cierto grado de supervisión paterna -le dijo ella cuando Bruto terminó de contárselo-, y los demás son ya demasiado viejos para recordar cómo eran las cosas cuando vivían en casa con el paterfamilias.

– Silano no me preocupa -dijo Bruto, malhumorado, mientras luchaba contra las lágrimas-. ¡Pero le tengo un miedo tan terrible a mi madre! El tío Catón no le teme a nadie, y ése es el problema.

Ninguno de los dos tenía la menor idea de la relación existente entre el padre de Julia y la madre de él, como tampoco tenía ni idea, por supuesto, el tío Catón. Así que Julia no tuvo reparos en comunicarle a Bruto su desagrado por Servilia, y dijo:

– Lo comprendo muy bien, querido Bruto.

– Se estremeció y se puso pálida-. Servilia no tiene compasión alguna, ni es consciente de su fuerza y de su poder para dominar. Creo que es lo bastante fuerte como para mellar las tijeras de Átropos.

– Estoy de acuerdo contigo -convino Bruto dejando escapar un suspiro.

Era hora de animarlo, de hacer que se sintiera mejor consigo mismo. Mientras sonreía y alargaba una mano para acariciarle los rizos negros que le llegaban hasta los hombros, Julia dijo:

– Opino que tú la manejas de una forma fantástica, Bruto. Te quitas de su camino y no haces nada que la moleste. Si el tío Catón tuviera que vivir con ella, comprendería mejor tu situación.

– El tío Catón ya vivió con ella -le indicó Bruto con aire lúgubre.

– Sí, pero cuando tu madre era una niña -dijo Julia sin dejar de acariciarle.

El contacto de la muchacha despertó en Bruto el impulso de besarla, pero no lo hizo; se contentó con acariciarle el dorso de la mano cuando Julia se la retiró del cabello. No hacía mucho que Julia había cumplido trece años, y aunque su feminidad se ponía de manifiesto ahora por dos exquisitos y puntiagudos bultos dentro del seno del vestido, Bruto sabía que ella aún no estaba preparada para los besos. Además él estaba imbuido de un sentido del honor que procedía de sus lecturas de escritores latinos conservadores, como Catón el Censor, y era de la opinión de que estaba mal estimular una reacción física en la muchacha, reacción que acabaría por hacerles incómoda la vida a ambos. Aurelia confiaba en ellos y nunca supervisaba sus encuentros, por lo tanto él no podía aprovecharse de aquella confianza.

Desde luego habría sido mejor para ambos si lo hubiera hecho, porque entonces la creciente aversión sexual de Julia hacia él habría salido a la superficie a una edad lo suficientemente temprana como para que la rotura del compromiso fuera un asunto más fácil. Pero como Bruto no la tocaba ni la besaba, Julia no encontraba ninguna excusa razonable para acudir a su padre y suplicarle que la liberase de lo que ya sabía que iba a ser un matrimonio espantoso, por mucho que se esforzase en ser una esposa obediente.

¡El problema era que Bruto tenía tantísimo dinero! Ya era bastante feo ese asunto cuando se firmó el compromiso, pero era cien veces peor ahora que él había heredado también la fortuna de la familia de su madre. Como todo el mundo en Roma, Julia conocía la historia del Oro de Tolosa, y lo que habían adquirido con ello los Servilios Cepiones. El dinero de Bruto sería de gran ayuda para su padre, César, de eso no cabía duda. Avia decía que era su deber como hija única hacer que la vida de su padre en el Foro fuera más prestigiosa, hacer que aumentase su dignitas. Y sólo había un modo de que una muchacha pudiera hacer eso: tenía que casarse con alguien que tuviese tanto dinero e influencia como fuera posible. Puede que Bruto no fuera la idea que las chicas tenían de la dicha marital, pero en lo referente al dinero y a la influencia no tenía rival. Por eso ella estaba dispuesta a cumplir con su deber y a casarse con un hombre que ella, sencillamente, no deseaba que le hiciera el amor. Tata era más importante.

Y así, cuando César fue de visita más tarde aquel mismo día, Julia se comportó como si Bruto fuera el prometido de sus sueños.

– Estás creciendo -observó César, cuya presencia en el hogar era lo bastante poco frecuente como para darse cuenta de la evolución cada vez que la veía.

– Sólo faltan cinco años -le dijo Julia en tono solemne.

– ¿Nada más?

– Sí -afirmó la muchacha dejando escapar un suspiro-, nada más, tata.

César la rodeó con el brazo y la besó en la parte superior de la cabeza, sin ser consciente de que Julia pertenecía a ese tipo de niñas que no pueden soñar con un marido más maravilloso que uno que sea exactamente igual a su padre: maduro, famoso, guapo, alguien que sea el centro de los acontecimientos.

– ¿Alguna noticia? -le preguntó él.

– Ha venido Bruto.

César se echó a reír.

– ¡Eso no es ninguna noticia, Julia!

– Quizás lo sea -dijo ella con aire solemne; y le relató lo que le había contado Bruto acerca de la reunión en casa de Metelo Escipián.

– ¡Qué descaro el de Catón! -exclamó César cuando ella hubo terminado-. ¡Exigir grandes cantidades de dinero a un muchacho de veinte años!

– Pero, gracias a la madre de Bruto, no consiguieron nada.

– A ti no te cae bien Servilia, ¿verdad?

– Me pongo en el lugar de Bruto, tata. Esa mujer me aterroriza.

– ¿Por qué, exactamente?

Aclararle aquello a un hombre famoso por su amor a los hechos evidentes se le hacía difícil a Julia.

– Sólo es una especie de sentimiento. Siempre que la veo, pienso en una malvada serpiente negra.

La risa hizo temblar a César.

– ¿Has visto tú alguna vez a una malvada serpiente negra, Julia?

– No, pero he visto pinturas de ellas. Y de Medusa.

– Cerró los ojos y ocultó el rostro en el hombro de su padre-. ¿A ti te cae bien esa mujer, tata?

A eso César podía responder sinceramente.

– No.

– Pues entonces, ahí lo tienes -dijo su hija.

– Tienes toda la razón -convino César-. Ahí lo tengo, ya lo creo que sí. Naturalmente, Aurelia quedó fascinada cuando César, poco después, le contó la conversación que había tenido con Julia.

– ¿No es bonito pensar que ni siquiera la antipatía que existe entre vosotros pueda destruir la ambición de Catulo ni la de Vatia Isáurico? -le preguntó ella sonriendo ligeramente.

– Catón tiene razón, si se presentan los dos sólo conseguirán dividir los votos. Y si algo he aprendido, es que ahora estoy seguro de que amañarán los sorteos. ¡No habrá votantes Fabios en esta elección en concreto!

– Pero las dos tribus de ellos sí votarán.

– Con eso puedo enfrentarme siempre que se presenten ambos. Algunos de sus partidarios naturales verán la fuerza de mis argumentos al afirmar que deberían conservar la imparcialidad no votando a ninguno de los dos.

– ¡Oh, qué inteligente!

– La astucia electoral no consiste únicamente en el soborno, aunque ninguno de esos tontos aferrados a la tradición se den cuenta de ello -dijo César pensativo-. El soborno no es un instrumento que yo ose emplear, ni siquiera en el supuesto de que tenga deseos de hacerlo o el dinero necesario para ello. Si soy candidato para una elección, seguro que habrá medio centenar de lobos senatoriales aullando por mi sangre: ningún voto, ni ningún acta ni ningún funcionario quedará sin investigar. Pero hay otras muchas posibilidades distintas al soborno.

– Es una lástima que las diecisiete tribus que voten no sean elegidas hasta justo un momento antes -le dijo Aurelia-. Si se escogieran con unos cuantos días de antelación, podrían traer algunos votantes rurales. El nombre Julio César significa muchísimo más para cualquier votante rural que el de Lutacio Catulo o Servilio Vatia.

– No obstante, madre, algo sí se puede hacer en esa línea. Seguro que tiene que haber por lo menos una tribu urbana; y ahí Lucio Decumio será de incalculable valor. Craso conseguirá el apoyo de su tribu si ésta sale elegida. Y Magnus también. Y tengo influencia en otras tribus, no sólo en la Fabia.

Se hizo un breve silencio durante el cual el rostro de César se puso lúgubre; aunque Aurelia se hubiera sentido tentada de hablar, la visión de aquel cambio en la expresión de su hijo la habría hecho desistir. Ello significaba que César estaba debatiendo para sus adentros si abordar un tema menos apetitoso, y las probabilidades de que eso ocurriera eran mayores si ella lograba pasar lo más inadvertida posible. ¿Y qué tema menos apetitoso podía haber que el del dinero? Así que Aurelia guardó silencio.

– Craso vino a verme esta mañana -dijo César finalmente. Su madre continuó sin decir nada-. Mis acreedores están un poco inquietos.

– Ni una palabra por parte de Aurelia-. Las facturas de mis días como edil curul continúan llegando. Lo que significa que no he logrado devolver nada de lo que tomé prestado.

– Los ojos de Aurelia se posaron en la superficie del escritorio-. Es decir, que tengo que pagar intereses de los intereses. Han hablado entre ellos de acusarme ante los censores, y a pesar de que uno de ellos es tío mío, los censores se verían obligados a hacer cumplir lo que dice la ley. Yo acabaría perdiendo mi asiento en el Senado y se venderían todos mis bienes, incluidas mis tierras.

– ¿Tiene Craso alguna sugerencia? -se aventuró a preguntar Aurelia.

– Que consiga que me elijan pontífice máximo.

– ¿No estaría dispuesto él a prestarte dinero?

– En lo que a mí concierne -dijo César-, ése sería el último recurso. Craso es un gran amigo, pero no en vano tiene heno en los cuernos. Presta sin interés, pero espera que se le pague en el momento en que reclame un préstamo. Pompeyo Magnus regresará antes de que yo sea cónsul, y necesito conservar a Magnus de mi parte. Pero Craso detesta a Magnus, así ha sido siempre desde que ambos fueron cónsules juntos. Tengo que pisar sobre una línea que se extiende entre ellos dos. Lo que significa que no me atrevo a deberles dinero a ninguno de los dos.

– Lo comprendo. ¿Y ser pontífice máximo te sacaría del apuro?

– Por lo visto sí, con unos oponentes tan prestigiosos como Catulo y Vatia Isáurico. La victoria les diría a mis acreedores que me elegirán pretor, y que seré cónsul senior. Y que cuando me marche de procónsul a mi provincia me repondré de mis pérdidas, si es que ello no ocurre antes. Si no les pago al principio, les pagaré al final. Aunque el interés compuesto es algo espantoso y debería ser ilegal, tiene una ventaja: los acreedores que cobran interés compuesto consiguen grandes ganancias cuando se les paga una deuda, aunque sólo sea en parte.

– Entonces será mejor que salgas elegido pontífice máximo.

– Eso creo yo.

La elección de un nuevo pontífice máximo y una cara nueva para el Colegio de los Pontífices se fijó en un plazo de veinte días. Quién sería el nuevo rostro no era ningún misterio; el único candidato era Metelo Escipión. Catulo y Vatia Isáurico declararon que se presentarían a la elección de pontífice máximo.

César se lanzó a hacer campaña con tanto deleite como energía. Como en el caso de Catilina, el nombre y el linaje eran de enorme ayuda a pesar del hecho de que ninguno de los otros dos candidatos era un hombre nuevo, ni siquiera uno de los moderadamente prominentes boni. El puesto normalmente recaía en un hombre que ya hubiera sido cónsul, pero esta ventaja, de la que tanto Catulo como Vatia Isáurico disfrutaban, se veía invalidada hasta cierto punto por la edad que tenían: Catulo contaba sesenta y un años y Vatia Isáurico sesenta y ocho. En Roma se consideraba que la cima de la capacidad, de las habilidades y de las facultades de un hombre se encontraba alrededor de los cuarenta y tres años, edad a la que cualquiera debería convertirse en cónsul. Después de esa edad, inevitablemente todo hombre pasaba a ser en cierto modo alguien del pasado, por enormes que fueran su auctoritas o su dignitas. Después se podía ser princeps senatus, incluso cónsul por segunda vez durante un período de diez años más, pero una vez que se alcanzaban los sesenta años se consideraba que, indiscutiblemente, ya habían pasado los mejores años de la vida. Aunque César aún no había sido pretor, llevaba ya muchos años en el Senado, hacía más de una década que era pontífice, había demostrado ser un edil curul magnífico, llevaba la corona cívica en los actos públicos y entre los votantes se le conocía no sólo como uno de los más altos aristócratas de Roma, sino también como un hombre de enorme capacidad y potencial. Su trabajo en el Tribunal de Asesinatos y su labor de abogado no habían pasado inadvertidos; como tampoco había pasado inadvertido el escrupuloso interés que se tomaba por sus clientes. En resumen, César era el futuro, mientras que Catulo y Vatia Isáurico eran definitivamente el pasado… y ambos estaban mancillados con el odio que producía haber disfrutado del favor de Sila. La mayoría de los votantes que se presentarían eran caballeros, y Sila había perseguido sin piedad a la ordo equester. Para contrarrestar el hecho innegable de que César era sobrino político de Sila, a Lucio Decumio se le encomendó ir por ahí sacando a relucir las viejas historias de cuando César desafió a Sila y se negó a repudiar a la hija de Cinna, o de cuando estuvo a punto de morirse de enfermedad mientras se ocultaba de los agentes de Sila.

Tres días antes de la elección, Catón convocó a Catulo, a Vatia Isáurico y a Hortensio a una reunión en su casa. Esta vez no había figurones como Cicerón ni jóvenes como Cepión Bruto presentes en la reunión. Hasta Metelo Escipión habría resultado un estorbo.

– Ya os dije que era un error que os presentaseis ambos -comenzó Catón con su acostumbrada falta de tacto-. Ahora os pido que uno de los dos se retire y respalde al otro.

– No -dijo Catulo.

– No -dijo Vatia Isáurico.

– ¿Es que no podéis comprender que al presentaros los dos hacéis que los votos se dividan? -gritó Catón aporreando con el puño la mesa, poco elegante, que le servía de escritorio.

Tenía un aspecto chupado y enfermizo, pues la noche antes había tenido una intensa sesión con la jarra de vino; desde la muerte de Cepión, Catón se había dado al vino para consolarse, si es que aquello podía llamarse consuelo. El sueño le servía de evasión, la sombra de Cepión le obsesionaba, la esclava que utilizaba de vez en cuando para aliviar sus necesidades sexuales le daba náuseas, e incluso hablar con Atenodoro Cordilión, Munacio Rufo y Marco Favonio sólo lograba tenerle ocupada la mente un breve espacio de tiempo. Leía sin parar, pero aun así la soledad y la tristeza se interponían entre las palabras de Platón, de Aristóteles e incluso de su propio bisabuelo, Catón el Censor, y él. De ahí el jarro de vino y de ahí su mal genio mientras miraba furioso a aquellos dos nobles de edad avanzada que no querían dar el brazo a torcer y se negaban a reconocer que estaban cometiendo un error.

– Catón tiene razón -intervino Hortensio malhumorado. El tampoco era ya muy joven, pero como era augur no podía presentarse a la elección de pontífice máximo. De modo que la ambición no le obnubilaba la capacidad de raciocinio, aunque la buena vida que se daba sí que empezaba a hacerlo-. Uno de vosotros quizás venciera a César, pero entre los dos lo que hacéis es dividir por la mitad los votos que podría conseguir uno de los dos solo.

– Entonces ya ha llegado el momento de los sobornos -observó Catulo.

– ¿Sobornos? -dijo a gritos Catón mientras aporreaba la mesa hasta hacerla crujir-. ¡No servirá de nada empezar a sobornar! ¡Doscientos veinte talentos no pueden comprar los votos suficientes para derrotar a César!

– Entonces -dijo Catulo-, ¿por qué no sobornamos a César?

– Los demás clavaron en él las miradas-. César está lleno de deudas, deudas que se acercan ya a los dos mil talentos, y la deuda aumenta cada día porque no puede permitirse pagar ni un sestercio.

– les informó Catulo-. Podéis tener la seguridad de que las cifras que os digo son las correctas.

– Entonces lo que yo sugiero es que informemos de su situación a los censores y exijamos que actúen de inmediato y expulsen a César del Senado -dijo Catón-. ¡De ese modo nos veríamos libres de él para siempre!

Aquella sugerencia se recibió con ahogados gritos de horror.

– ¡Mi querido Catón, no podemos hacer eso! -baló Hortensio-. ¡Puede que sea como la peste, pero es uno de nosotros!

– ¡No, no, no! ¡No es uno de nosotros! ¡Si no se le detiene, nos hará pedazos a todos, eso os lo aseguro! -rugió Catón al tiempo que volvía a emprenderla a golpes de puño contra la pobre e indefensa mesa-. ¡Entregadlo! ¡Entregádselo a los censores!

– Decididamente, no -dijo Catulo.

– Decididamente, no -repitió Vatia Isáurico.

– Decididamente, no -dijo Hortensio.

– Entonces -concluyó Catón con cara astuta-, convenced a alguien que esté fuera del Senado para que lo entregue: a uno de sus acreedores.

Hortensio cerró los ojos. No existía otro pilar de los boni más firme que Catón, pero había ocasiones en que su ascendencia de campesino tusculano y esclavo celtíbero lograban vencer al pensamiento verdaderamente romano. César era de la misma casta que todos ellos, incluso que Catón, por muy remoto que fuera el lazo de sangre; aunque en Catulo era muy próximo, pensándolo bien.

– Olvídate de una cosa así, Catón -le dijo Hortensio abriendo los ojos con cansancio-. Eso no es romano. No hay más que decir…

– Nos encargaremos de César al estilo romano -dijo Catulo-. Si estáis dispuestos a desviar el dinero con el que habíais de contribuir para sobornar al electorado y utilizarlo para sobornar a César, entonces yo mismo iré a verlo y se lo ofreceré. Doscientos veinte talentos serán un buen pago para sus acreedores. confío en que Metelo Escipián acceda.

– ¡Oh, yo también confío en ello! -gruñó Catón entre dientes-. ¡Sin embargo, hatajo de tontos sin carácter, no contéis conmigo! ¡Yo no contribuiría a engordar la bolsa de César ni con una falsificación de plomo!

Así que Quinto Lutacio Catulo solicitó una entrevista con Cayo Julio César en las habitaciones que éste tenía en el Vicus Patricii, entre los talleres de tinte de Fabricio y los baños suburanos. La entrevista tuvo lugar el día antes de las elecciones, por la mañana temprano. El sutil esplendor del despacho de César cogió por sorpresa a Catulo; no sabía que su sobrino segundo tuviera buena vista para los muebles y un gusto excelente, ni siquiera se había imaginado que César tuviera una faceta así. ¿No había nada para lo que aquel hombre no estuviera dotado?, se preguntó mientras se sentaba en un canapé antes de que César le pudiera indicar que ocupase la silla de cliente. Pero al hacer tal suposición le hizo a César una injusticia; César nunca habría relegado a alguien de la categoría de Catulo a la silla de cliente.

– Bueno, mañana es el gran día -comentó César sonriendo al tiempo que le entregaba a su invitado una copa de cristal de roca llena de vino.

– Por eso he venido a verte -le dijo Catulo; dio un sorbo de lo que resultó ser un excelente vino de cosecha-. Buen vino, pero no lo conozco -observó desviándose así del asunto principal.

– En realidad lo cosecho yo mismo -dijo César.

– ¡Cerca de Bovillae?

– No, en un pequeño viñedo que poseo en Campania.

– Eso lo explica.

– ¿De qué deseabas hablar conmigo, tío? -le preguntó César, que no estaba dispuesto a dejarse desviar hacia la enología.

Catulo respira hondo.

– Me ha llamado la atención, César, que tus asuntos financieros se encuentren en una situación de verdadero apuro. Estoy aquí para pedirte que no te presentes a la elección de pontífice máximo. A cambio de que me hagas ese favor, me comprometeré a darte doscientos talentos de plata.

Se metió la mano en el seno de la toga y sacó un pequeño rollo de papel que le tendió a César.

Este no se digna echarle una ojeada; tampoco hizo ademán de cogerlo. En cambio lanzó un suspiro.

– Habrías hecho mejor empleando ese dinero en sobornar a los electores -le indicó-. Doscientos talentos te habrían servido de ayuda.

– Esto me pareció más eficaz.

– Pues es una pérdida de tiempo, tío. No quiero tu dinero.

– No puedes permitirte no aceptarlo.

– Eso es cierto. Pero de todos modos me niego a aceptarlo.

El pequeño rollo seguía en la mano de Catulo, que estaba extendida.

– Por favor, vuelve a considerarlo -dijo; dos puntos carmesíes empezaron a asomarle a las mejillas.

– Guarda ese dinero, Quinto Lutacio. Cuando mañana se celebre la elección estaré allí con mi toga multicolor para pedir a los votantes que me elijan pontífice máximo. Pase lo que pase.

– ¡Te lo suplico una vez más, Cayo Julio. Acepta el dinero!

– Te lo suplico una vez más, Quinto Lutacio. ¡Desiste!

Tras lo cual Catulo arrojó al suelo la copa de cristal de roca y salió de la estancia.

César permaneció sentado unos momentos sin dejar de contemplar el charco rosa en forma de estrella que se extendía por el diminuto tablero de damas que formaba el mosaico del suelo; luego se puso en pie, se dirigió a la habitación de servicio en busca de un trapo y se puso a limpiar el estropicio. La copa se desmoronó en pequeños pedazos en cuanto le puso la mano encima, así que con mucho cuidado fue colocando todos los fragmentos dentro del trapo, hizo un paquete con todo ello y lo tiró al recipiente de los desperdicios que había en la habitación de servicio. Provisto de otro trapo, completó entonces la limpieza.

– Me alegré de que tirase la copa con tanta fuerza -le dijo César a su madre a la mañana siguiente al amanecer cuando fue a que le diera la bendición.

– Oh, César, ¿cómo puedes alegrarte? Sé bien de qué copa se trata… y sé cuánto pagaste por ella.

– La compré como si fuera perfecta, pero resultó que tenía una tara.

– Pídele que te la pague.

Esto provocó una exclamación de fastidio.

– Mater, mater, ¿cuándo aprenderás? ¡El quid de la cuestión no tiene nada que ver con comprar o no la desdichada copa! Estaba defectuosa. No quiero nada que tenga algún defecto entre mis pertenencias.

Como sencillamente no acababa de comprenderlo, Aurelia dejó correr aquel tema.

– Que tengas éxito, queridísimo hijo -le dijo besándole en la frente-. Yo no acudiré al Foro. Te esperaré aquí.

– Si pierdo, mater -dijo César esbozando la más hermosa de sus sonrisas- tendrás que esperar mucho tiempo, porque no seré capaz de volver a casa. Y se marchó, ataviado con su toga de sacerdote a rayas de colores escarlata y púrpura, con cientos de clientes y todos los hombres de Subura afluyendo como un torrente tras él por el Vicus Patricii; de cada ventana asomaba una cabeza para desearle buena suerte.

Aurelia oía débilmente como él les decía a las que le deseaban buena suerte desde las ventanas:

– ¡Algún día la buena suerte de César será proverbial!

Después de lo cual Aurelia se sentó ante el escritorio y comenzó a sumar interminables columnas de cifras en su ábaco de marfil, aunque no apuntó ninguna respuesta ni recordaba después que hubiera trabajado tan diligentemente sin dejar constancia de ello por escrito.

En realidad no dio la impresión de que César estuviera ausente mucho tiempo; luego se enteró de que habían sido nada menos que seis primaverales horas. Y cuando oyó la jubilosa voz de su hijo procedente de la sala de recepción, Aurelia no tuvo fuerzas para levantarse; César tuvo que ir a buscarla.

– ¡Estás delante del nuevo pontífice máximo! -le gritó desde la puerta al tiempo que levantaba las manos entrelazadas por encima de la cabeza.

– ¡Oh, César! -exclamó ella; y se echó a llorar.

Ninguna otra cosa hubiera podido acobardar más a César, porque en toda su vida no recordaba haberla visto nunca derramar una lágrima. Tragó saliva, el rostro se le descompuso, entró a trompicones en la habitación y la ayudó a ponerse de pie rodeándola con sus brazos, y ella a él con los suyos; ambos lloraban.

– Ni siquiera lloraste por Cinnilla -le dijo César cuando fue capaz de hablar.

– Lloré, pero no delante de ti.

César usó el pañuelo para enjugarse el rostro, y luego le hizo lo mismo a ella.

– ¡Hemos ganado, mater, hemos ganado! Todavía estoy en la arena con una espada en la mano.

La sonrisa de Aurelia era temblorosa, pero era una sonrisa.

– ¿Cuántas personas hay ahí fuera, en la sala de recepción? -le preguntó ella.

– Lo único que sé es que hay un montón de gente.

– ¿Has ganado por mucho?

– En las diecisiete tribus.

– ¿Incluso en la de Catulo? ¿Y en la de Vatia?

– Saqué más votos en sus dos tribus que ellos dos juntos. ¿Te lo imaginas?

– Esta es una victoria muy dulce -dijo Aurelia en un susurro-. Pero, ¿por qué?

– Habría tenido que retirarse uno de los dos. Al presentarse los dos sólo han conseguido dividir los votos -dijo César empezando a pensar que podría enfrentarse a una sala atestada de gente-.

– Además, yo fui sacerdote de Júpiter Óptimo Máximo cuando era joven, y Sila me despojó del cargo. El pontífice máximo también le pertenece al Gran Dios. Mis clientes hablaron mucho en el Foso de los Comicios antes de que se recogieran los votos, y siguieron haciéndolo hasta que votó la última tribu.

– Sonrió-. Ya te dije, mater, que en las maniobras electorales no todo se reduce al mero soborno. Apenas había ningún hombre de los que votaron que no estuviera convencido de que yo le traería suerte a Roma porque ya le había pertenecido a Júpiter Óptimo Máximo.

– Pero eso también habría podido volverse contra ti. Habrían podido sacar la conclusión de que un hombre que había sido flamen Dialis le traería mala suerte a Roma.

– ¡No! Los hombres siempre esperan que alguien les diga cómo tienen que sentirse acerca de los dioses. Sólo me aseguré de introducirme antes de que a la oposición se le ocurriera la táctica. No hay que decir que ni siquiera se les ocurrió.

Metelo Escipión no había vivido en la domus publica del pontífice máximo desde su matrimonio con Emilia Lépida varios años antes, y la estéril Licinia, esposa del Cochinillo, había muerto antes que él. La residencia oficial del pontífice máximo estaba desocupada.

Naturalmente, a ninguno de los asistentes al funeral del Cochinillo le había parecido de buen gusto comentar el hecho de que aquel único pontífice máximo no electo se lo había impuesto Sila a Roma como una broma pesada, porque Metelo Pío tartamudeaba de forma horrible siempre que se hallaba sometido a tensión. Aquella tendencia al tartamudeo había tenido como resultado que cualquier ceremonia estuviese cargada de una tensión adicional al preguntarse todos si el pontífice máximo pronunciaría como es debido todas las palabras. Porque toda ceremonia había de ser perfecta, tanto en las palabras como en la ejecución; de no salir todo perfecto, había que empezar otra vez por el principio.

No era probable que el nuevo pontífice máximo se equivocase en una sola palabra, y más cuando todo el mundo sabía que no bebía vino. Lo cual fue otra de las pequeñas estratagemas electorales de César, hacer que aquella información se barajase durante las elecciones pontificias. Y también hacer que se comentase que los hombres de edad avanzada, como Vatia Isáurico y Catulo, empezaban a chochear. Después de casi veinte años de tener que preocuparse por los tartamudeos, Roma estaba encantada de ver en el cargo a un pontífice máximo que no daría más que representaciones intachables.

Numerosos grupos de clientes y de partidarios entusiastas vinieron a ofrecerle ayuda a César para trasladarse él y su familia a la domus publica en el Foro Romano, aunque todo el barrio de Subura estaba desconsolado ante la perspectiva de perder a uno de sus más prestigiosos vecinos. En especial el viejo Lucio Decumio, que había trabajado infatigablemente por lograr todo aquello, aunque sabía que su vida nunca sería la misma cuando César se hubiera ido.

– Tú siempre serás bienvenido, Lucio Decumio -le dijo Aurelia.

– No será lo mismo -repuso el viejo con gran pesadumbre-. Siempre sabía que estabais aquí, en la puerta de al lado. Pero, ¿allí en el Foro, entre los templos y las vestales? ¡Uf!

– Anímate, querido amigo -le dijo la sesentona señora de la que Lucio Decumio se había enamorado cuando ella tenía diecinueve años-. César no piensa alquilar este apartamento ni abandonar sus habitaciones del Vicus Patricii. Dice que sigue necesitando su refugio.

¡Aquélla era la mejor noticia que Lucio Decumio oía desde hacía días!

Y allá se fue, saltando como un crío, a decirles a sus hermanos del colegio de encrucijada que César seguiría formando parte de Subura.

A César no le preocupaba lo más mínimo estar ahora firme y legalmente a la cabeza de una institución llena en su mayor parte de hombres que lo detestaban. Concluida la ceremonia de su investidura en el templo de Júpiter Optimo Máximo, convocó a los sacerdotes del colegio a una reunión que celebró allí y en aquel mismo momento. La presidió con tal eficiencia y objetividad que sacerdotes como Sexto Sulpicio Galba y Publio Mucio Escévola soltaron suspiros de encantado alivio y se preguntaron si quizás la religión del Estado se beneficiaría de la elevación de César a pontífice máximo, con todo y ser odioso políticamente. El tío Mamerco, que se estaba haciendo viejo y difícil, se limitó a sonreír; nadie sabía mejor que él lo bueno que era César para lograr que se hicieran las cosas.

Se suponía que cada dos años había que insertar veinte días extras en el calendario para mantenerlo al ritmo de las estaciones, pero una serie de pontífices máximos, como Ahenobarbo y Metelo Pío, habían descuidado esa obligación dentro del ámbito del colegio. César anunció con firmeza que en el futuro esos veinte días extras se intercalarían sin fallar. No se tolerarían excusas ni evasivas religiosas. Luego continuó diciendo que promulgaría una ley en los Comicios para intercalar cien días extras con intención de que al final el calendario y las estaciones fueran al unísono. En aquel momento estaba comenzando la estación estival, y el calendario decía que el otoño no había hecho más que terminar. Aquellos planes provocaron algunos ultrajados murmullos, pero no una oposición violenta; todos los presentes -incluido César- sabían que éste tendría que esperar hasta ser cónsul para tener alguna oportunidad de hacer que aquella ley se aprobase.

Durante una tregua en los procedimientos, César se quedó contemplando el interior del templo de Júpiter Optimo Máximo y frunció el entrecejo. Catulo seguía esforzándose por completar la reconstrucción, y las obras se habían retrasado mucho, según lo previsto una vez que se hubo levantado el revestimiento exterior. El templo era habitable, aunque nada inspirador, y carecía por completo del esplendor del antiguo edificio. Muchas de las paredes estaban enlucidas y pintadas, pero no adornadas con frescos ni con molduras apropiadas, y estaba claro que Catulo no tenía el propósito -o quizás la disposición de ánimo- de acosar a estados y príncipes extranjeros para que donasen objetos maravillosos de arte a Júpiter Óptimo Máximo como parte de su homenaje a Roma. No había estatuas macizas, ni siquiera recubiertas de oro, ni gloriosas Victorias que llevaran cuadrigas, ni pinturas de Zeuxis; ni siquiera estaba todavía la imagen del Gran Dios que sustituyese a la antigua y gigantesca figura de terracota esculpida por Vulca antes de que Roma fuera más que un niño que gateaba para subirse al escenario del mundo. Pero de momento César guardó silencio. El trabajo de pontífice máximo era vitalicio, y él aún no había cumplido treinta y siete años.

César concluyó la reunión con el anuncio de que la fiesta inaugural en el templo de la domus publica se celebraría al cabo de ocho días, y después emprendió a pie la breve bajada que llevaba desde el templo de Júpiter Optimo Máximo hasta la domus publica. Acostumbrado a la inevitable multitud de clientes que lo habían acompañado a todas partes durante tanto tiempo, y por lo tanto acostumbrado a aislarse de los parloteos, César avanzó con mayor lentitud de lo que era habitual en él sumido en sus pensamientos. Que él en verdad pertenecía al Gran Dios era indiscutible, lo que significaba que había ganado aquella elección por orden del Gran Dios. Sí, tendría que darle una pública patada en el culo a Catulo, y ocupar la mente en el urgente problema de cómo llenar el templo de Júpiter Óptimo Máximo de belleza y tesoros en unos tiempos en los que lo mejor de todo iba a parar a las casas privadas y a los jardines peristilos en lugar de a los templos de Roma, y en los que los mejores artistas y artesanos obtenían ingresos mucho mayores trabajando para particulares que para el Estado, que sólo estaba dispuesto a pagarles una miseria por ocuparse de los edificios públicos.

Había dejado la entrevista más importante para el final, pues estimaba que era mejor establecer su autoridad dentro del Colegio de los Pontífices antes de ir a ver a las vírgenes vestales. Todos los colegios sacerdotales y augurales formaban parte de su responsabilidad como titular y cabeza de la religión romana, pero el Colegio de las Vírgenes vestales disfrutaba de una relación única con el pontífice máximo. No sólo era su paterfamilias, sino que además compartía una casa con ellas.

La domus publica era extremadamente vieja y nunca había sufrido ningún incendio. Generaciones de acaudalados pontífices máximos habían invertido en ella dinero y cuidados a raudales, aun a sabiendas de que todo bien mueble que dieran, desde mesas preciosas hasta canapés egipcios, no podría sacarse de allí luego para beneficio de sus familias o herederos.

Como todos los edificios del Foro de la primera época de la República, la domus publica se alzaba formando un extraño ángulo con el eje vertical del propio Foro, porque en la época en que éste se había construido todos los edificios sagrados o públicos tenían que estar orientados entre norte y sur; el Foro, un declive natural, estaba orientado de nordeste a sudoeste. Edificios posteriores se erigieron en la línea del Foro, lo cual hacía que el paisaje fuera más ordenado y atractivo. Como uno de los edificios mayores del Foro, la domus publica también llamaba la atención, aunque no alegraba la vista. En parte oculta por la Regia y por las oficinas del pontífice máximo, la alta fachada de la planta baja estaba construida a base de bloques de toba sin enlucir y dotada con ventanas rectangulares; el piso alto, añadido por aquel estrafalario pontífice máximo que había sido Ahenobarbo, era una opus incertum de ladrillo con ventanas de arco. Una desgraciada combinación que sería ampliamente mejorada -por lo menos desde el aspecto frontal desde la vía Sacra- por medio de la adición de un apropiado e imponente pórtico y un frontón de templo. O eso creía César, que decidió en aquel momento cuál iba a ser su aportación a la domus publica. Era un templo inaugurado, por lo tanto no había ninguna ley que le impidiera hacer lo que se le había ocurrido.

En cuanto a la forma, el edificio era más o menos cuadrado, aunque tenía a cada lado un saliente que lo hacía más ancho. Detrás del edificio había un pequeño precipicio de treinta pies de altura que formaba las gradas inferiores del Palatino. En lo alto de aquel precipicio estaba la vía Nova, una calle muy frecuentada llena de tabernas, tiendas e ínsulas; un callejón recorría la parte trasera de la domus publica y daba acceso a la infraestructura de edificios de la vía Nova. Todas estas instalaciones se alzaban muy por encima del nivel del precipicio, de manera que las ventanas traseras de las casas de la vía Nova tenían una maravillosa vista de lo que ocurría en los patios de la domus publica. Y además bloqueaban por completo el sol por las tardes en la residencia del pontífice máximo y de las vestales.

Las vírgenes habían aceptado, lo cual significaba que la domus publica, que ya tenía el inconveniente de su bajo emplazamiento, con toda seguridad sería un lugar frío para vivir. El pórtico Margaritaria, una galería comercial rectangular de gran tamaño situada más arriba en la falda de la colina y orientada hacia el eje del Foro, lindaba de hecho con la parte trasera, a la que le rebanaba una esquina.

No obstante, ningún romano -ni siquiera uno tan lógico como César- encontraba nada raro en aquellos edificios de peculiar forma, a los que les faltaba una esquina aquí, o les sobresalía una protuberancia allá; lo que podía construirse en línea recta se construía en línea recta, y lo que tenía que rodear los edificios adyacentes que ya estaban allí, o desviarse a causa de linderos tan antiguos que los sacerdotes que los habían establecido se habían guiado probablemente por el camino trazado por un pájaro saltarín, se construía dando un rodeo. Si uno consideraba la domus publica desde ese punto de vista, en realidad no era muy irregular. Sólo enorme, fea, fría y húmeda.

Su escolta de clientes se detuvo con pavoroso respeto cuando César se acercó a largos pasos a las puertas principales, construidas con bronce fundido que recubría unos paneles esculpidos en los que se contaba la historia de Cloelia. En circunstancias normales estas puertas no se utilizaban, pues ambos laterales del edificio tenían sus propias entradas. Pero aquél no era un día cualquiera. Aquel día el nuevo pontífice máximo tomaba posesión de sus dominios, y aquél era un acto revestido de gran formalidad. César golpeó con fuerza tres veces con la palma de la mano derecha en la hoja derecha de la puerta, la cual se abrió inmediatamente. La superiora de las vestales le franqueó la entrada y le hizo una profunda reverencia; luego cerró la puerta y dejó fuera a la horda de clientes que suspiraban y tenían los ojos llorosos, los cuales ahora se preparaban para una larga espera en el exterior, y empezaban a pensar en comida y cotilleos.

Perpenia y Fonteya llevaban ya algunos años retiradas; la mujer que era ahora la jefa de las vestales era Licinia, prima camal de Murena y prima lejana de Craso.

– Pero tengo intención de retirarme en cuanto me sea posible -le explicó ésta a César mientras lo conducía por la curva rampa central del vestíbulo hasta otro juego de hermosas puertas de bronce que había al final de la misma-. Mi primo Murena se presenta para el cargo de cónsul este año, y me ha rogado que me quede como vestal jefe el tiempo suficiente para ayudarle en su campaña de solicitud de votos.

Licinia era una mujer llana y agradable, aunque no lo suficientemente fuerte como para cumplir con el cargo de forma adecuada, César lo sabía. Como pontífice había tenido trato con las vestales adultas durante años, y como pontífice había deplorado el destino que les tocó desde el día en que Metelo Pío el Cochinillo se había convenido en su paterfamilias. Primero Metelo Pío se había pasado diez años luchando contra Sertorio en Hispania, después había regresado mucho más envejecido de lo que le correspondía de acuerdo con su edad y no estaba de humor para preocuparse de seis mujeres a las que se suponía que había de proteger, supervisar, instruir y aconsejar. Y tampoco había servido de mucha ayuda su esposa, una mujer triste y pesimista. Y, tal como suelen ocurrir las cosas, ninguna de las tres mujeres que sucesivamente habían sido jefa de las vestales pudieron arreglárselas sin una firme guía. En consecuencia, el Colegio de las Vírgenes estaba en decadencia. Oh sí, el fuego sagrado se atendía rigurosamente, y las distintas festividades y ceremonias se habían llevado a cabo como era debido. Pero el escándalo de las acusaciones de impureza que les había hecho Publio Clodio todavía flotaba como un manto sobre las seis mujeres a las que se consideraba que habían de ser la personificación de la buena suerte de Roma, y a pesar de no ser ninguna de ellas lo bastante mayor como para estar en el colegio cuando aquello había ocurrido, no habían logrado salir del trance sin terribles cicatrices.

Licinia golpeó tres veces la puerta derecha con la palma de la mano derecha, y Fabia les franqueó la entrada al templo con una profunda reverencia. Allí, dentro de aquellas puertas sagradas e imponentes, las vírgenes vestales se habían reunido para saludar a su nuevo paterfamilias en el único terreno dentro de la domus publica que era común para los dos grupos de inquilinos.

Así que, ¿qué fue lo que hizo el nuevo paterfamilias? ¡Pues les dedicó una alegre sonrisa, muy poco religiosa, y se puso a caminar en medio de ellas en dirección a un tercer juego de puertas dobles que estaba situado en el extremo del fondo del escasamente iluminado salón!

– ¡Fuera, chicas! -les dijo por encima del hombro.

En el helado recinto del jardín peristilo César halló un lugar resguardado donde tres bancos de piedra se alineaban uno al lado de otro en la columnata; luego -al parecer sin esfuerzo- levantó uno de los bancos y lo colocó mirando de frente a los otros dos. Se sentó en aquel banco con su hermosa toga a rayas escarlatas y púrpura, bajo la cual llevaba ahora la túnica de pontífice máximo, también a rayas de colores escarlata y púrpura, y con un desenfadado movimiento de la mano les indicó a las vestales que se sentasen. Se hizo un aterrorizado silencio durante el cual César repasó con la mirada a sus nuevas mujeres.

Objeto de las amorosas intenciones tanto de Catilina como de Clodio, Fabia era considerada la virgen vestal más linda desde hacía generaciones. Como era la segunda en veteranía, sucedería a Licinia cuando esa señora se retirase, lo que sucedería a no tardar. No tenía una perspectiva muy satisfactoria como superiora de las vestales; de haber estado el colegio inundado de candidatas cuando ingresó en él, no la habrían admitido de ninguna manera. Pero Escévola, que era el pontífice máximo en aquella época, no tuvo otra opción que reprimir su opinión de que se admitiera a una niña fea, y no le quedó más remedio que aceptar a aquella encantadora vástaga -aunque ahora enteramente adoptiva- de una de las más antiguas Familias Famosas de Roma, los Fabios. Extraño. Ella y Terencia, la esposa de Cicerón, eran hijas de la misma madre. Pero Terencia no poseía nada de la belleza ni de la dulzura de carácter de Fabia; aunque era con mucho la más inteligente de las dos. En el momento presente Fabia tenía veintiocho años, lo cual significaba que el colegio la conservaría durante ocho o diez años más.

Luego había dos de la misma edad, Popilia y Arruntia, ambas acusadas de impureza por Clodio, mencionando a Catilina. ¡Eran mucho más feas que Fabia, gracias a los dioses! Cuando las sometieron a juicio el jurado no tuvo dificultad para encontrarlas completamente inocentes, aunque entonces no tenían más que diecisiete años. ¡Una preocupación! Tres de aquellas seis vestales actuales se retirarían con un espacio de tiempo de dos años entre una y otra, lo cual dejaba al nuevo pontífice máximo la tarea de buscar tres nuevas pequeñas vestales que las sustituyesen. Sin embargo, para eso faltaban diez años. Popilia, desde luego, era prima cercana de César, mientras que Arruntia, de familia menos augusta, casi no tenía ningún lazo de sangre con él. Ninguna de las dos se había recuperado nunca del estigma de la supuesta impureza, lo cual hizo que estuvieran muy unidas y llevasen una vida muy retirada.

Las dos sustitutas de Perpenia y Fonteya eran aún niñas de edad muy parecida, once años.

Una de ellas era una Junia, hermana de Décimo Bruto e hija de Sempronia Tuditani. El motivo por el que había sido ofrecida al colegio a la edad de seis años no era ningún misterio. Sempronia Tuditani no podía soportar una rival en potencia, y Décimo Bruto estaba saliendo ruinosamente caro. La mayoría de las niñas llegaban bien provistas económicamente por parte de sus familias, pero Junia no tenía dote. Sin embargo, no fue un problema insuperable, pues el Estado siempre estaba bien dispuesto a contribuir con la dote de aquellas niñas cuyas familias no proporcionaran una. Sería muy atractiva cuando los dolores de la pubertad se le pasasen; ¿cómo podrían arreglárselas aquellas pobres criaturas en un entorno tan restringido y faltas de una madre?

La otra niña era una patricia procedente de una antigua familia, aunque algo venida a menos, una Quintilia que estaba muy gorda. Tampoco tenía dote. Aquello era indicio, pensó César con pesar, de la reputación que actualmente tenía el colegio: nadie que pudiera dotar a una niña lo suficientemente bien como para encontrarle un marido razonable estaba dispuesto a entregarla a las vestales. Y eso resultaba caro para el Estado, y también traía mala suerte. Desde luego les habían ofrecido a una Pompeya, a una Luceya, incluso a una Afrarúa, a una Lolia y a una Petreya; Pompeyo el Grande estaba desesperado por atrincherarse, sus partidarios picentinos y él dentro de las más reverenciadas instituciones romanas. ¡Pero incluso enfermo y viejo como había estado, el Cochinillo no había querido aceptar a ninguna de aquella calaña! Era preferible con mucho hacer que el Estado les proporcionase una dote a niñas con antepasados adecuados; o por lo menos con un padre que se hubiera ganado la corona de hierba, como Fonteya.

Las vestales adultas conocían a César casi tan bien como él las conocía a ellas, conocimiento adquirido en su mayor parte por la asistencia a banquetes oficiales y a actos celebrados dentro de los colegios sacerdotales; no se trataba, por lo tanto, de un conocimiento amistoso ni profundo. Algunas de las fiestas privadas que se celebraban en Roma podían degenerar en asuntos de demasiado vino y demasiadas confidencias personales, pero eso nunca sucedía con las fiestas religiosas. Los seis rostros que se hallaban vueltos hacia César contenían… ¿qué? Eso llevaría tiempo averiguarlo. Pero el carácter jovial y alegre de César había hecho que ellas perdieran un poco el equilibrio. Aquello era deliberado por parte de él; no quería que lo dejasen fuera de sus vidas ni que le ocultasen cosas, y ninguna de aquellas vestales había nacido siquiera cuando había habido por última vez un pontífice máximo joven en la persona del famoso Ahenobarbo. Era, pues, esencial hacerles creer que el nuevo pontífice máximo sería un paterfamilias a quien podían recurrir con toda confianza. Nunca habría una mirada salaz por parte de él, nunca la excesiva familiaridad ni el riesgo de que él fuera a tocarlas, nunca una insinuación por parte de él. Pero, por otra parte, tampoco habría, ni falta de comprensión, ni una excesiva actitud de guardar las distancias, ni ningún apuro.

Licinia tosió con nerviosismo, se humedeció los labios y se aventuró a hablar:

– ¿Cuándo vendrás a vivir aquí, domine?

Desde luego, César era realmente el señor de las vestales, y ya tenía decidido que era conveniente que ellas se dirigieran siempre a él como tal. Él podía llamarlas chicas, pero ellas nunca tendrían ninguna excusa para considerarlo a él su hombre.

– Quizás pasado mañana -dijo César con una sonrisa al tiempo que estiraba las piernas y suspiraba.

– Querrás que te enseñemos todo el edificio.

– Sí, y mañana otra vez, cuando traiga a mi madre.

Ellas no habían olvidado que César tenía una madre altamente respetada, y no ignoraban todos los aspectos de la estructura de su familia, desde el compromiso de su hija con Cepión Bruto hasta las dudosas personas con quienes su casquivana esposa se relacionaba. La respuesta de él les indicó claramente cuál sería la jerarquía: su madre primero. ¡Eso era un alivio!

– Y tu esposa? -le preguntó Fabia, que privadamente consideraba a Pompeya muy hermosa y encantadora.

– Mi esposa no importa -repuso César con frialdad-. Dudo que la veáis nunca, pues lleva una ajetreada vida social. Pero lo que sí es seguro es que a mi madre le interesará todo.

– Dijo esto último con otra de aquellas maravillosas sonrisas; se quedó pensando unos instantes y luego añadió-: Mater es una perla que no tiene precio. No le tengáis miedo, y no temáis hablar con ella. Aunque yo sea vuestro paterfamilias, hay rincones en vuestras vidas que preferiréis comentar con una mujer. Para eso hasta ahora habéis tenido, o bien que ir fuera de esta casa, o confinar tales conversaciones a hablar entre vosotras. Mater es una fuente de experiencia y una mina de sentido común. Bañaos en la una y ahondad en la otra. Ella nunca chismorrea, ni siquiera conmigo.

– Esperamos ansiosas su llegada -dijo formalmente Licinia.

– En cuanto a vosotras dos -dijo César dirigiéndose a las niñas-, mi hija no es mucho mayor que vosotras, y es otra perla que no tiene precio. Tendréis una amiga con quien jugar.

Lo cual produjo tímidas sonrisas, pero ningún intento de conversación. El y su familia, comprendió César dejando escapar un suspiro, tendrían que recorrer un largo camino antes que aquellas desventuradas víctimas de la mos maiorum lograran asentarse y aceptar la nueva situación.

Durante un rato más César persistió; parecía estar completamente a gusto. Luego se levantó.

– Muy bien, chicas, basta por hoy. Licinia, por favor, enséñame la domus publica.


Domus publica


***


Domus publica, piso superior


César comenzó por dirigirse al centro del jardín peristilo, donde no entraba el sol, y echó un vistazo a su alrededor.

– Esto, desde luego, es el patio público -dijo Licinia-. Tú ya lo conoces, pues has asistido aquí a distintos actos.

– En ninguno de los cuales he tenido el tiempo ni el aislamiento necesarios para examinarlo como es debido -dijo César-. Cuando algo le pertenece a uno, lo mira con ojos diferentes.

En ninguna parte se hacía más aparente la altura de la domus publica que desde el centro de aquel peristilo principal; estaba rodeado de muros por los cuatro lados hasta la cima de los tejados. Una columnata cubierta de pilares dóricos de color rojo intenso lo circundaba; las ventanas en Forma de arco provistas de contraventanas del piso superior se alzaban por encima de las paredes traseras, perfectamente pintadas en tonos rojos, y mostraban sobre aquel rico fondo a algunas de las vestales famosas y sus hazañas, vestales cuyos rostros estaban fielmente reproducidos porque las jefas vestales tenían derecho a poseer imágenes, máscaras de cera tintadas con tal de conseguir un realismo vivo y rematadas por pelucas muy exactas en cuanto al color y al peinado se refiere.

– Las estatuas de mármol son todas obra de Leucipo, y las de bronce son de Estrongilio -dijo Licinia-. Fueron un regalo de uno de mis antepasados, Craso, el pontífice máximo.

– ¿Y el estanque? Es muy bonito.

– Lo donó Escévola, el pontífice máximo, domine.

Era evidente que alguien cuidaba el jardín, pero César sabía quién iba a ser el nuevo faro guía: Cayo Matio. En aquel momento se giró para observar la pared trasera, y vio lo que parecían cientos de ventanas que curioseaban desde la vía Nova, la mayoría de las cuales estaban llenas de rostros; todos sabían que aquel día el nuevo pontífice máximo inauguraba su cargo, y estaban seguros de que iría a ver su residencia y las personas que tendría a su cargo, las vestales.

– No tenéis ninguna intimidad en absoluto -dijo César señalando hacia las ventanas.

– Ninguna, domine, desde el peristilo principal. Nuestro propio peristilo fue añadido por Ahenobarbo, el pontífice máximo, y se encargó de construir los muros tan altos que resultamos invisibles.

– Suspiró-. Pero, ay, no tenemos sol.

Luego se trasladaron al único salón público, la cella, situado entre las dos partes del edificio que era el templo. Aunque no contenía ninguna estatua, también había allí frescos y estaba profusamente cubierto de adornos dorados; la luz, desgraciadamente, era demasiado tenue para poder apreciar la calidad de la obra como ésta exigía. A ambos lados, cada una de ellas en un pedestal precioso, se veía una fila de templos en miniatura, las vitrinas en las cuales vivían las imagines de las jefas vestales desde que se había fundado la orden en los brumosos días de los primeros reyes de Roma. Inútil abrir uno de ellos para asomarse a mirar el color de la piel de Claudia o cuál era el peinado que había llevado; la luz era demasiado escasa.

– Tendremos que mirar a ver qué se puede hacer para remediar esto -dijo César volviendo a salir al vestíbulo, la primera habitación en la que había entrado.

Allí, entonces se percató de ello, era donde mejor se percibía la antigüedad del lugar, porque era tan antiguo que Licinia no supo decirle exactamente por qué era como era, o qué propósito habían podido tener aquellas características suyas. El suelo se elevaba diez pies desde las puertas que daban al exterior hasta las puertas del templo en tres rampas separadas y embaldosadas con un mosaico verdaderamente fabuloso, de lo que César supuso que debía de ser vidrio o cerámica de Faenza, que formaba dibujos complicados y abstractos. Separando las rampas entre sí y confiriéndoles aquel perfil curvado había dos amygdalae, pozos con forma de almendra pavimentados con bloques de toba ennegrecidos por el tiempo, cada uno de los cuales contenía en su centro ritual un pedestal de piedra negra pulida sobre los que se alzaban las mitades de una roca esférica y hueca forradas de cristales de color granate, que brillaban como gotas de sangre. A cada lado de las puertas exteriores había otro pozo pavimentado de toba cuyo borde interior era curvo. Las paredes y el techo eran mucho más recientes, una compleja mezcla de flores de yeso y celosías, pintadas todas ellas en tonos verdes y salpicadas de dorado, lo que hacía que resaltaran.

– El carro sagrado sobre el que trasladamos a nuestros muertos pasa con facilidad por cada una de las rampas laterales; las vestales utilizan una, el pontífice máximo la otra, pero no sabemos quién usaba la rampa central, ni para qué. Quizás fuera para el carro fúnebre del rey, pero no lo sé con seguridad. Es un misterio -dijo Licinia.

– La respuesta debe de estar en alguna parte -dijo César fascinado. Observó a la vestal jefe y levantó las cejas-. Y ahora, ¿adónde vamos?

– A donde quiera que prefieras ver primero, domine.

– En ese caso, que sea la parte que ocupáis vosotras.

La mitad de la domus publica que albergaba a las vestales también era la sede de una industria, cosa que fue fácil de ver cuando Licinia guió a César a una habitación en forma de L de cincuenta pies de longitud. Lo que habría sido el atrio o sala de recepción de una domus corriente era allí el lugar de trabajo de las vestales que eran las guardianas oficiales de los testamentos romanos. Se había transformado de un modo inteligente para servir a aquel propósito, y tenía estanterías hasta el alto techo para poner en ellas recipientes de libros o rollos no protegidos; había también escritorios y sillas, escaleras de mano, taburetes y varios percheros de los cuales colgaban grandes pliegos de pergamino formados por rectángulos más pequeños cuidadosa y minuciosamente cosidos unos a otros.

– Por aquí aceptamos la custodia de los testamentos -dijo la vestal jefe señalando hacia la zona más cercana a las puertas exteriores, por las que entraban aquellas personas que deseaban depositar sus testamentos dentro del Atrium Vestae-. Como puedes ver, está separado de la parte principal de la habitación. ¿Te gustaría echar una mirada, domine?

– Gracias, conozco bien el lugar -dijo César, que había sido albacea de muchos testamentos.

– Hoy, naturalmente, al ser día feriae, las puertas están cerradas y no hay nadie de servicio. Pero mañana estaremos ocupadas.

– Y esta parte de la habitación es donde se guardan los testamentos.

– ¡Oh, no! -exclamó Licinia horrorizada-, Ésta es sólo nuestra sala de archivos, domine.

– ¿Sala de archivos?

– Sí. Llevamos un registro de todos los testamentos que nos depositan a nosotras para su custodia, así como el testamento en sí: nombre, tribu, dirección, edad en el momento en que fue depositado, y así sucesivamente. Cuando se ejecuta el testamento, deja de estar a nuestro cuidado. Pero los registros nunca salen de aquí. Y nosotras nunca los tiramos.

– De modo que todos estos recipientes de libros y casilleros que están llenos de expedientes, nada más son los registros?

– Sí.

– ¿Y éstos? -preguntó César acercándose a uno de los percheros para contar el número de pliegos de pergamino que había colgados en él.

– Estos son nuestros planos maestros, una especie de manual de instrucciones para poder encontrarlo todo, desde qué nombres pertenecen a qué tribus, hasta listas de municipia, ciudades de todo el mundo, mapas de nuestro sistema de almacenamiento. Algunos de ellos contienen la lista completa de ciudadanos romanos.

El perchero contenía seis pliegos de pergamino de dos pies de ancho por cinco pies de largo, cada uno de ellos escritos por las dos caras con letra clara y buena, delicadamente trazada, a la altura de la caligrafía de cualquier experto escriba griego que César hubiera conocido. Sus ojos recorrieron la habitación y contaron treinta percheros en total.

– Incluyen más en sus listas de lo que me has dicho.

– Sí, domine. Archivamos todo lo que podemos, nos interesa hacerlo así. La primera Emilia de la historia que fue vestal fue lo suficientemente prudente como para saber que las tareas diarias, atender el fuego sagrado y acarrear el agua del pozo, que en aquellos tiempos era la fuente de Egeria, mucho más distante que la Juturna, según se admite, no eran suficientes para mantener nuestras mentes ocupadas y nuestras intenciones y votos puros. Ya habíamos sido guardianas de testamentos cuando todas las vestales eran hijas del rey, pero bajo el mandato de Emilia ampliamos el trabajo que hacíamos y comenzamos a archivar.

– De modo que lo que aquí veo es una casa que contiene un tesoro de información.

– Sí, domine.

– ¿Cuántos testamentos tenéis a vuestro cuidado?

– Aproximadamente un millón.

– Todos ellos apuntados en listados aquí -dijo César abarcando con un gesto de la mano las altas paredes llenas de documentos.

– Sí y no. Los testamentos actuales se guardan en casillas; nos resulta más fácil consultar un rollo desnudo que andar todo el tiempo sacándolos y metiéndolos en recipientes de libros. Lo tenemos todo bien limpio de polvo. Los recipientes contienen los expedientes de los testamentos que ya han salido de nuestra custodia.

– ¿Hasta qué época se remontan vuestros archivos, Licinia?

– Hasta las dos hijas más jóvenes del rey Anco Marcio, aunque no con tanto detalle como los que instituyó Emilia.

– Empiezo a comprender por qué ese tipo tan poco ortodoxo, Ahenobarbo, el pontífice máximo, os instaló tuberías y redujo la ceremonia de la traída de agua desde el pozo de Juturna a un ritual diario que se limita a llenar los cántaros. Tenéis trabajo más importante que hacer, aunque en la época en que Ahenobarbo lo instituyó levantó un enorme revuelo.

– Nunca dejaremos de estarle agradecidas al pontífice máximo Ahenobarbo -dijo Licinia mientras conducía a César hacia un tramo de escaleras-. El añadió el segundo piso no sólo para hacer nuestras vidas más saludables y más cómodas, sino también para proporcionarnos espacio donde guardar los testamentos propiamente dichos. Antes se guardaban en el sótano, pues no teníamos otro sitio. Y a pesar de todo el almacenamiento vuelve a ser un problema. En los primeros tiempos los testamentos se reducían a los de ciudadanos romanos, y sobre todo a los de ciudadanos que vivían dentro de la propia Roma. Hoy en día aceptamos testamentos de ciudadanos y de no ciudadanos que viven en todo el mundo.

Licinia tosió e hizo un poco de ruido por la nariz al llegar a lo alto de la escalera; abrió una puerta que daba a una extensa caverna iluminada por ventanas situadas en uno de los lados solamente, que daban a la casa de Vesta.

César comprendió al instante aquel súbito ataque de malestar respiratorio; el lugar emitía un miasma de partículas de papel y polvo reseco.

– Aquí almacenamos los testamentos de ciudadanos romanos, que quizás alcancen tres cuartos de millón -dijo Licinia-. Aquí está Roma. Aquí Italia. Las diversas provincias de Roma, ahí, ahí y ahí. Otros países, por allá. Y aquí tenemos una nueva sección para la Galia Cisalpina. Se hizo necesario después de la guerra italiana, cuando a todas las comunidades situadas al sur del río Po se les concedió el derecho al voto. También tuvimos que ampliar nuestra sección para Italia.

Estaban colocados en casillas, anaquel tras anaquel de estantes de madera, cada uno de ellos rotulados y etiquetados; quizás hubiera cincuenta en cada compartimento. César retiró un ejemplar de la Galia Cisalpina, luego otro, y otro más. Todos de diferente tamaño, grosor y clase de papel, todos sellados con cera y con el sello de alguien. Este muy abultado… ¡muchas propiedades! Aquel delgado y humilde… quizás sólo una diminuta casa de campo y un cerdo para dejar en herencia.

– ¿Y dónde se almacenan los testamentos de los no ciudadanos? -le preguntó César a Licinia mientras ésta descendía por las escaleras delante de él.

– En el sótano, domine, junto con los archivos de todos los testamentos del ejército y de las muertes durante el servicio militar. Nosotras, por supuesto, no tenemos la custodia de los testamentos de los propios soldados; éstos quedan al cuidado de los empleados de las legiones, y cuando un hombre acaba el servicio destruyen su testamento. Entonces él hace uno nuevo y lo deposita en nuestra custodia.

– Licinia suspiró con pena-. Todavía hay espacio aquí abajo, pero me temo que no pasará mucho tiempo antes de que tengamos que trasladar algunos de los testamentos de ciudadanos de las provincias al sótano, que también tiene que albergar una gran cantidad de material sagrado que tú y nosotras necesitamos para las ceremonias. De manera que, ¿adónde iremos cuando todo el sótano esté tan lleno como lo estuvo para Ahenobarbo? -inquirió lastimeramente.

– Afortunadamente, Licinia, tú no tendrás que preocuparte por eso -le dijo César-, aunque indudablemente yo sí tendré que hacerlo. ¡Qué extraordinario resulta pensar que la eficiencia romana femenina y la atención a los detalles ha producido un depósito como el mundo nunca ha conocido otro igual! Todo el mundo quiere que su testamento esté a salvo de miradas curiosas y de plumas manipuladoras. Y eso no se consigue en otro lugar que no sea el Atrium Vestae.

La importancia de aquella observación le pasó inadvertida a Licinia, pues estaba demasiado atareada asustándose a sí misma al descubrir que había cometido una omisión.

– ¡Domine, olvidaba enseñarte la sección de los testamentos de mujeres!

– Sí, es verdad que las mujeres hacen testamentos – dijo César sin perder la gravedad-. Es un gran consuelo darse cuenta de que segregáis los sexos, incluso después de la muerte.

– Cuando vio que aquella observación quedaba fuera del alcance de ella, a César se le ocurrió otra cosa-. Me asombra que tantas personas depositen el testamento aquí, en Roma, a pesar de que puede que habiten en lugares que se hallan a una distancia de incluso varios meses de viaje de aquí. Yo diría que todas las posesiones muebles y el dinero en moneda ya habrán desaparecido para cuando llegue el momento en que pueda ejecutarse el propio testamento.

– Yo no lo sé, domine, porque nunca averiguamos cosas así. Pero si la gente lo hace, seguramente será porque les parece seguro hacerlo. Imagino que todo el mundo teme a Roma y al justo castigo de Roma.

– concluyó Licinia con simpleza-. ¡Mira el testamento del rey Ptolomeo Ajejandro! El actual rey de Egipto le tiene terror a Roma porque sabe que Egipto en realidad pertenece a Roma a partir de aquel testamento.

– Cierto -dijo César solemnemente.

Desde aquel lugar de trabajo -donde, se fijó César, incluso las dos niñas vestales estaban ahora ocupadas en alguna tarea, a pesar de ser feriae-, Licinia lo condujo a los aposentos donde hacían la vida. Éstos eran, decidió César, una muy adecuada compensación por la existencia conventual. Sin embargo, el comedor era de estilo campestre, sólo sillas alrededor de una mesa.

– ¿No traéis hombres a cenar? -preguntó César.

Licinia puso cara de horror.

– ¡Nunca en nuestros aposentos, domine! Tú eres el único hombre que entrará aquí en la vida.

– ¿Y los médicos y carpinteros?

– Hay buenas mujeres médicos, y también mujeres artesanas de todas clases. Roma no tiene prejuicios para que las mujeres ejerzan diversos oficios.

– Hasta ahí no llegan mis conocimientos, a pesar de que he sido pontífice durante más de diez años -dijo César moviendo a ambos lados la cabeza.

– Bueno, no estabas en Roma cuando nos sometieron a juicio -dijo Licinia con voz temblorosa-. Nuestro entretenimiento privado y nuestros hábitos de vida fueron entonces aireados en público. Pero en circunstancias normales sólo el pontífice máximo, entre todos los sacerdotes, se ocupa de cómo vivimos. Y nuestros parientes y amigos, naturalmente.

– Cierto. La última Julia que hubo en el colegio fue Julia Estrabón, y ella murió antes de tiempo. ¿Morís prematuramente muchas de vosotras, Licinia?

– Últimamente muy pocas, aunque tengo entendido que la muerte aquí era muy frecuente antes de que nos instalaran las tuberías y tuviéramos agua. ¿Te gustaría ver los baños y las letrinas? Ahenobarbo creía en la higiene para todos, así que también les proporcionó baños y letrinas a los sirvientes.

– Un hombre extraordinario -dijo César-. ¡Y cómo lo vilipendiaron por cambiar la ley… y por conseguir ser elegido pontífice máximo al mismo tiempo! Recuerdo que Cayo Mario me dijo que hubo una epidemia de chistes de letrinas de mármol cuando Ahenobarbo acabó la reforma de la domus publica.

Aunque César se mostró reacio, Licinia insistió en que viera las instalaciones donde dormían las vestales.

– A Metelo Pío, pontífice máximo, se le ocurrió a su regreso de Hispania. ¿Ves? -le preguntó ella mientras lo conducía a través de una serie de arcos con cortinas que salían del propio dormitorio de ella-. La única salida que hay pasa por mi habitación. Antes todas teníamos puertas que daban al pasillo, pero Metelo Pío, el pontífice máximo, las tapió con ladrillos. Dijo que debíamos estar protegidas de cualquier acusación.

César apretó los labios y no dijo nada; volvieron sobre sus pasos hasta el lugar de trabajo de las vestales. Allí él volvió al tema de los testamentos, que le fascinaba.

– Tus cifras me dejan asombrado -dijo-, pero comprendo que no debería ser así. Toda mi vida ha transcurrido en Subura, y cuántas veces he visto por mí mismo que un hombre del proletariado que poseía un solo esclavo desfilaba solemnemente hacia el Atrium Vestae para depositar su testamento. Y, a pesar de que no tenía más que un broche, unas sillas y una mesa, un apreciado horno y su esclavo o esclava para dejar en herencia, iba ataviado con la toga de ciudadano y portando el vale de grano como prueba de su condición romana, tan orgulloso como Tarquinio el Soberbio. No puede votar en las Centurias y su tribu urbana hace que su voto en los Comicios no tenga valor, pero puede servir en nuestras legiones y depositar aquí su testamento.

– Olvidaste decir, domine, cuántas veces un hombre así llega aquí contigo al lado como su patrón -dijo Licinia-. A nosotras no se nos pasa por alto cuáles son los patrones que encuentran tiempo para hacer eso, y cuáles, sencillamente, mandan a hacer el recado a uno de sus esclavos manumitido.

– ¿Quién viene en persona? -preguntó Cesar con curiosidad.

– Marco Craso y tú, siempre. Catón también, y los Domicios Ahenobarbos. Del resto, casi nadie.

– ¡No me sorprende en esos hombres!

– Era hora de cambiar de tema, pues si hablaba en voz alta todas aquellas figuras laboriosas ataviadas de blanco podían oírle-. Trabajáis mucho -dijo-. Yo he depositado bastantes testamentos y he exigido suficientes para su verificación oficial, pero nunca se me había ocurrido qué enorme tarea supone estar al cuidado de los testamentos de Roma. Sois dignas de elogio por ello.

Así pues, fue una vestal jefe muy complacida y feliz la que le acompañó de nuevo al vestíbulo y le entregó las llaves de sus dominios. ¡Maravilloso!

La sala de recepción en forma de ele era como la imagen en un espejo del lugar de trabajo, de cincuenta pies de largo en el lado más largo. No se había escatimado lujos ni gastos, desde los gloriosos frescos hasta el dorado de los muebles, y los objetos de arte diseminados profusamente por doquier. El suelo de mosaico, un techo fabuloso de rosas de escayola y paneles de oro, pilastras de mármol coloreado engranando las paredes y fundas de mármol coloreado en la única columna independiente.

Un despacho y el cubículo de dormir para el pontífice máximo, y una habitación más pequeña para su esposa. Un comedor que contenía seis grandes canapés. Un jardín peristilo a un lado, contiguo al pórtico Margaritaria y completamente a la vista desde las ventanas de las ínsulas de la vía Nova. La cocina tenía capacidad para alimentar a treinta comensales; aunque estaba dentro del edificio principal, faltaba la mayor parte de la pared exterior, y los peligrosos fogones se encontraban en el patio. Al igual que una cisterna que era lo bastante grande para lavar la ropa y servir como reserva para caso de incendio.

– Ahenobarbo, el pontífice máximo, hizo una conexión con la cloaca Máxima, cosa que también lo hizo muy popular en la vía Nova -dijo Licinia, que sonreía al hablar de su ídolo-. Cuando puso el alcantarillado en nuestro callejón trasero, permitió que las ínsulas lo utilizasen igualmente, y también el pórtico Margaritaria.

– ¿Y el agua? -preguntó César.

– El Foro Romano en esta parte tiene abundancia de manantiales, domine. Uno de ellos alimenta nuestra cisterna, otro la cisterna de tu patio.

Había habitaciones para los sirvientes en el piso de arriba y en el piso de abajo, incluidas unas habitaciones que albergarían a Burgundo, a Cardixa y a sus hijos varones solteros. ¡Y qué extasiado quedaría Eutico al ver que tenía su propio nidito!

No obstante, era la sección delantera de la planta superior la que daba el toque definitivo de gratitud a César por ser agraciado con la domus publica. La escalera delantera ascendía entre la sala de recepción y su despacho, y dividía convenientemente la zona en dos partes. El pensaba cederle todas las habitaciones anteriores a la escalera a Pompeya. ¡Lo que significaba que no necesitaría verla ni oírla más que de semana en semana! Julia podría disponer para su uso la espaciosa habitación situada detrás de la escalera delantera, pues había dos habitaciones para invitados a las que se llegaba por la escalera de atrás.

Entonces ¿a quién pensaba instalar César en la habitación del piso de abajo destinada a la esposa? Pues a su madre, naturalmente. ¿A quién si no?

– ¿Qué te parece? -le preguntó César a su madre mientras subían por el Clivus Orbius después de la inspección del día siguiente.

– Es soberbio, César.

– Aurelia frunció el entrecejo-. Sólo hay un aspecto que me preocupa: Pompeya. ¡Resulta demasiado fácil para la gente subir al piso de arriba! El lugar es muy extenso, nadie verá quién entra y sale.

– ¡Oh, mater, no me sentencies a tenerla en el piso de abajo justo a mi lado! -gritó él.

– No, hijo mío, no haré eso. Sin embargo, tenemos que encontrar un modo de vigilar las idas y venidas de Pompeya. En el apartamento era muy fácil aseguramos de que Polixena la acompañaba en el momento en que ella salía por la puerta, y, desde luego, era imposible que pudiera meter hombres a escondidas. Mientras que aquí nunca lo sabríamos.

– Bien -dijo César dejando escapar un suspiro-, mi nueva posición lleva consigo un buen número de esclavos públicos. En general son perezosos e irresponsables porque nadie los supervisa ni piensa en alabarles si hacen bien su trabajo. Eso va a cambiar definitivamente. Eutico se está haciendo viejo, pero todavía es un mayordomo maravilloso. Burgundo y Cardixa pueden regresar de Bovillae con sus cuatro hijos más jóvenes. Que se encarguen los cuatro mayores de cuidar Bovillae. Será cosa tuya organizar un nuevo régimen y un mejor estado de ánimo entre los sirvientes, tanto en los que nos traemos con nosotros como en los que ya se encuentren aquí. Yo no dispondré de tiempo, así que debo delegarlo en ti.

– Eso lo comprendo -dijo Aurelia-, pero no soluciona nuestro problema con Pompeya.

– A lo que eso se reduce, mater, es a una vigilancia adecuada. Tú y yo sabemos que no puedes simplemente poner un sirviente de guardia a la puerta, ni ningún otro tipo de vigilancia. El sirviente se queda dormido, de aburrimiento o de cansancio. Por lo tanto, pondremos dos que estén de guardia permanente al pie de la escalera delantera. Y les encomendaremos alguna clase de tarea: doblar ropa blanca sin que quede una sola arruga, sacar brillo a los cuchillos y cucharas, lavar platos, remendar ropa… tú sabes las tareas que hay que hacer mejor que yo. Un poco de cada una de esas tareas debe realizarse en cada turno. Por suerte hay una alcoba de buen tamaño entre el principio de la escalera y la pared del fondo. Instalaré una puerta que chirríe fuertemente para que la habitación quede cerrada a la vista desde el salón de recepción, y ello significa que cualquiera que utilice la escalera tendrá que abrirla. Si nuestros centinelas se quedasen adormilados, eso por lo menos los alertará. Cuando aparezca Pompeya al pie de la escalera para salir a la calle, uno de ellos se lo notificará a Polixena inmediatamente. ¡Por suerte para nosotros, Pompeya no tiene seso suficiente para salir corriendo antes de que acuda Polixena! Si su amiga Clodia intenta hacer que sea así, ello sólo ocurrirá una vez, puedo asegurártelo. Porque informaré a Pompeya de que una conducta de esa clase es una buena manera de ser repudiada. También le daré instrucciones a Eutico para que ponga de centinelas sirvientes que no vayan a confabularse entre sí para aceptar sobornos.

– ¡Oh, César, todo eso no me gusta nada! -gritó Aurelia golpeándose las manos-. ¿Acaso somos legionarios que guardamos el campamento contra un ataque?

– Sí, mater, más bien me parece que sí lo somos. Es culpa suya, por tonta. Se relaciona con círculos inapropiados y se niega a abandonarlos.

– Y por eso nosotros nos vemos obligados a encarcelarla.

– En realidad, no. ¡Sé justa! Yo no le he prohibido el acceso a sus amigas, ni aquí ni en ningún otro sitio. Ella y las demás pueden ir y venir cuando les plazca, incluidas las bellezas como Sempronia Tuditani y Pala. Y el espantoso Pompeyo Rufo. Pero Pompeya es ahora la esposa de César, pontífice máximo, una subida en la escala social nada desdeñable. Incluso para la nieta de Sila. No puedo confiar en su buen sentido, porque no tiene ninguno. Todos conocemos la historia de Metela Dalmática y cómo consiguió, a pesar de Escauro, príncipe del Senado, convertir en una desgracia la vida de Sila cuando éste intentaba que le eligieran pretor. Sila entonces la rechazó, lo cual fue prueba del instinto de conservación de él, si no de otra cosa. Pero, ¿puedes imaginarte a Clodio, a Décimo Bruto o al joven Publícola comportándose con la circunspección de Sila? ¡Ah! Se aprovecharían de Pompeya en un santiamén.

– Entonces -dijo Aurelia con decisión-, cuando veas a Pompeya y le informes de las nuevas reglas, te sugiero que tengas delante también a su madre. Cornelia Sila es una espléndida persona. Y sabe muy bien lo tonta que es Pompeya. Refuerza tu autoridad con la que posee su madre. De nada sirve inmiscuirme a mí en ello, Pompeya me detesta por haberla encadenado a Polixena.

Dicho y hecho. Aunque el traslado a la domus publica tuvo lugar al día siguiente, Pompeya había sido puesta completamente al corriente de las nuevas reglas antes de que ella y sus sirvientes personales pudieran ver la palatina suite que ella ocuparía en el piso de arriba. Había llorado, desde luego, y había protestado alegando la inocencia de sus intenciones, pero en vano. Cornelia Sila se mostró más seria que César y muy obstinada en que, en el supuesto de una caída en desgracia, su hija no sería bienvenida de regreso a casa del tío Mamerco tras ser repudiada por adulterio. Afortunadamente, Pompeya no era de las que se recrean en el rencor, así que a la hora en que se llevó a cabo la mudanza ya se encontraba por completo inmersa en el traslado de sus múltiples chucherías, caras aunque de mal gusto, mientras planeaba ir de compras para sobrecargar aquellas zonas que consideraba desnudas.

César se había preguntado cómo se arreglaría Aurelia con el cambio que suponía pasar de ser señora de una próspera ínsula a ser la decana de lo más parecido a un palacio que Roma poseía. ¿Insistiría en seguir llevando los libros de contabilidad? ¿Rompería los lazos establecidos en más de cuarenta años en Subura? Pero cuando llegó la tarde de la fiesta inaugural, él supo que ya no había necesidad de preocuparse por aquella verdaderamente extraordinaria señora. Aunque ella en persona se encargaría de revisar las cuentas de la ínsula, dijo, la contabilidad la llevaría ahora un hombre que había buscado Lucio Decumio y por el que él respondería. Y resultó ser que la mayor parte del trabajo que ella había llevado a cabo no había sido en beneficio de sus propiedades; para ocupar sus días había ejercido como agente de más de una docena de propietarios de ínsulas. ¡Qué horrorizado habría quedado su marido si hubiera sabido eso! César se limitó a reírse entre dientes.

De hecho, el ascenso de César a pontífice máximo le había proporcionado a Aurelia nuevas inquietudes en la vida. Estaba absolutamente en todo en ambas partes del edificio, había establecido dominio sobre Licinia sin esfuerzo y sin traumas, se había hecho agradable a las seis vestales y pronto estaría absorta, pensó su hijo con silencioso regodeo, en mejorar la eficiencia no sólo de la domus pública, sino también de su industria testamentaria.

– César, deberíamos cobrar honorarios por este servicio -le dijo con determinación-. ¡Todo ese trabajo y esfuerzo! Las finanzas de Roma deberían recibir algo en compensación.

Pero César se negó a aprobar tal cosa.

– Estoy de acuerdo en que el cobro de honorarios aumentaría los beneficios del Tesoro, mater, pero también privaría a los humildes de uno de sus mayores placeres. No. En conjunto, Roma no tiene problemas con sus proletarii. Si se mantienen llenas sus barrigas y se les proporcionan los juegos, ya están contentos. Si empezamos a cobrarles por los derechos que les otorga su ciudadanía, convertiremos al proletariado en un monstruo que nos devorará.

Como Craso había pronosticado, la elección de César como pontífice máximo acalló a los acreedores como por arte de magia. El cargo, además, le proporcionaba unos ingresos considerables por parte del Estado, cosa que se podía decir igualmente de los tres flamines principales, dialis, martialis y quirinalis. Sus tres residencias estatales se alzaban en la vía Sacra frente a la domus publica, aunque desde luego no había ningún flamen Dialis, no lo había habido desde que Sila dejara que César se quitase el casco y la capa de sacerdote especial de Júpiter Óptimo Máximo; ése ha sido el trato, ningún nuevo flamen Dialis hasta después de la muerte de César. Sin duda su casa estatal se había dejado deteriorar y arruinar desde que perdiera a Merula como inquilino veinticinco años antes. Como ahora la casa estaba en su jurisdicción, César tendría que verla, decidir qué había que hacerse en ella y destinar los fondos para las reparaciones sacándoselos del salario no utilizado que César habría cobrado de haber vivido en ella y ejercido como flamen. Después de eso, se la alquilaría por una fortuna a algún caballero con aspiraciones que se muriera por tener su domicilio en el Foro Romano. Roma se vería compensada. Pero primero tendría que ocuparse de la Regia y de las oficinas del pontífice máximo.

La Regia era el edificio más antiguo del Foro, porque se decía que había sido la casa de Numa Pompilio, segundo rey de Roma. A ningún sacerdote, excepto al pontífice máximo y al rex sacrorum, se le permitía entrar en él, aunque las vestales servían de ayudantes del pontífice máximo cuando éste hacía ofrendas a la diosa Ops, y también empleaba a los acostumbrados sacerdotes subalternos para que le ayudasen y limpiasen después.

La experiencia fue tan pavorosa que cuando César entró se le puso la carne de gallina y los pelos de punta. A causa de los terremotos había sido necesario reconstruirlo al menos en dos ocasiones durante la República, pero siempre sobre los mismos cimientos, y siempre con los mismos bloques de toba sin adornos. No, pensó César mirando a su alrededor, la Regia nunca había sido una casa. Era demasiado pequeña y no tenía ventanas. La forma, decidió, debía de ser deliberada, pues era demasiado extraña para haber obedecido a otros motivos que el hecho de formar parte de algún misterioso ritual. Era un cuadrilátero de la clase que los griegos denominaban trapecio, y no tenía ningún lado que fuera paralelo a otro. ¿Qué sentido religioso habría tenido para aquellas personas que habían existido hacía tanto tiempo? Ni siquiera estaba orientado en ninguna dirección en particular, si ello significaba considerar que algunas de sus paredes eran una fachada. Y quizás ése fuera el motivo. No apuntes a ningún punto de la brújula y así no ofenderás a ningún dios. Sí, había sido un templo desde sus comienzos, César estaba seguro. Allí era donde el rey Numa Pompilio había celebrado los ritos de Roma en sus orígenes.

Había un altar contra la pared más corta; sin duda estaba dedicado a Ops, un numen sin rostro, sin sustancia y sin sexo -por comodidad, se hablaba de Ops en femenino- que dirigía las fuerzas que hacían que el Tesoro de Roma se mantuviera repleto y el pueblo romano tuviera lleno el estómago. En el tejado, en el lado más alejado, había un agujero debajo del cual, en un diminuto patio, crecían los árboles de laurel, muy delgados y sin ramas hasta que se asomaban fuera del agujero para beber un poco de sol. Aquel patio no estaba rodeado de muros hasta el techo, pues el constructor se había dado por satisfecho con una cerca de toba que lo rodeaba hasta la altura de la cintura de una persona. Y entre la cerca y la pared del fondo yacían dispuestos en cuatro filas los veinticuatro escudos y las veinticuatro lanzas de Marte, que estaban colocadas en estantes en el rincón del lado de la vía Sacra.

¡Qué adecuado que por fin fuera César quien entrase en aquel lugar como su sirviente! El, un Julio descendiente del dios Marte. Con una invocación al dios de la guerra apartó con mucho cuidado las cubiertas de suave piel que protegían una de las filas de escudos, y se quedó contemplándolos conteniendo el aliento, lleno de pavor y respeto. Veintitrés de ellos eran réplicas; uno era el auténtico escudo que había caído del cielo por orden de Júpiter para proteger al rey Numa Pompilio de sus enemigos. Pero las réplicas databan de la misma época, y nadie, excepto el rey Numa Pompilio, sabría nunca cuál era el escudo auténtico. Lo había hecho a propósito, según decía la leyenda, para confundir a posibles ladrones; porque sólo el escudo auténtico tenía poderes mágicos. Los únicos que había iguales estaban en pinturas murales en Creta y en el Peloponeso de Grecia; tenían casi la estatura de un hombre y su forma era la de dos lágrimas juntas que formaban una zona más estrecha en la cintura, construida con estructuras de madera dura bellamente torneadas sobre las cuales se habían extendido pieles de ganado blanco y negro. El hecho de que todavía se hallasen en un razonable buen estado se debía con toda probabilidad al hecho de que se sacaban a orear todos los meses de marzo y octubre, cuando los sacerdotes patricios llamados Salios realizaban su danza de guerra por las calles para marcar el inicio y el final de la vieja temporada de campaña. Y allí estaban los escudos y las lanzas de César. Nunca había tenido oportunidad de verlos de cerca antes, porque cuando tenía la edad para haber podido convertirse en uno de los Salios, en lugar de es había sido flamen Dialis.

El recinto estaba sucio y ruinoso. ¡César tendría que hablar con Lucio Claudio, el rex sacrorum, para que adecentase a su bandada de sacerdotes subalternos! Un hedor de sangre rancia se percibía por todas partes, a pesar del agujero del techo, y el suelo estaba resbaladizo a causa de los excrementos de ratas. Que los escudos sagrados no se hubieran deteriorado era ciertamente un milagro. Por lógica las ratas deberían haberse comido hasta la última tira de piel de los escudos hacía siglos. Una desordenada colección de recipientes de libros apilados contra la pared más larga no había tenido tanta suerte, pero una docena de tablillas de piedra alineadas junto a ellos habría derrotado hasta a los incisivos más afilados. ¡Bien, éste era el mejor momento para empezar a repasar los estragos del tiempo y los roedores!

– Supongo que no puedo introducir un afanado perrito ni un par de gatas hambrientas en la Regia, podría ir en contra de las leyes religiosas -le dijo a Aurelia aquella tarde durante la cena-. Así que, ¿cómo puedo eliminar las ratas?

– Yo diría que la presencia de ratas en la Regia va contra las leyes religiosas tanto como cualquier perro o gato -repuso Aurelia-. Sin embargo, comprendo lo que dices. No es una gran dificultad, César. Las dos viejas que se cuidan de las letrinas públicas que hay enfrente de nuestra casa en Subura Minor pueden decirme quién les hace a ellas las trampas para ratas. ¡Muy inteligente! Una especie de cajitas alargadas con una puerta en un extremo. La puerta se encuentra en una balanza, está unida a una cuerda, la cual a su vez está unida a un pedazo de queso clavado en un extremo ganchudo al fondo de la caja. Cuando la rata intenta sacar el queso, la puerta cae. El truco está en asegurarte de que el tipo al que le encargues que saque las ratas de la caja y las mate no les tenga miedo. Si les tiene miedo, se le escapan.

– ¡Madre, tú lo sabes todo! ¿Puedo dejar en tus manos la adquisición de unas cuantas trampas para ratas?

– Desde luego -dijo ella, muy complacida consigo misma.

– Nunca ha habido ratas en tu ínsula.

– ¡Espero que no! Tú sabes perfectamente que el querido Lucio Decumio nunca está sin un perro.

– Y a todos les pone de nombre Fido.

– Y cada uno de ellos es un excelente cazador de ratas.

– Me he fijado en que nuestras vestales prefieren tener gatos.

– Unos animales muy útiles siempre que sean hembras.

– Aurelia puso cara de mala-. Desde luego, una puede comprender por qué ellas no tienen gatos machos, pero además ya sabes que son las hembras las que cazan. Al contrario que los perros, en ese aspecto. Sus partos son un fastidio, según me ha dicho Licinia, pero ella se muestra muy firme, incluso aunque se lo supliquen las niñas. Los gatitos son ahogados al nacer.

– Y Junia y Quintilia se ahogan en lágrimas.

– Todos nosotros debemos acostumbrarnos a la muerte. Y a no conseguir lo que desean nuestros corazones -dijo Aurelia.

Como aquello era indiscutible, César cambió de tema.

– He podido rescatar unos veinte recipientes para libros y su contenido; están un poco estropeados, pero razonablemente intactos. Yo diría que sus predecesores pensaron en poner el contenido en recipientes nuevos cada vez que los viejos empezaran a desintegrarse a causa de las ratas, pero seguramente habría sido más sensato haber eliminado las ratas. De momento guardaré los documentos aquí, en mi despacho; quiero leerlos y catalogarlos.

– ¿Archivos, César?

– Sí, pero no de la República. Datan de la época de algunos de los primeros reyes.

– ¡Ah! Comprendo por qué te interesan tanto. Tú siempre has tenido pasión por las leyes y los archivos antiguos. Pero, ¿sabrás leerlos? Seguramente serán indescifrables.

– No, están en buen latín formal del tipo que se escribía hace unos trescientos años, y están en pergamino. Imagino que uno de los pontífices máximos de aquella era descifró los originales e hizo estas copias.

– Se recostó en el diván-. También he encontrado tablillas de piedra, inscritas en la misma escritura que la que hay en las estelas funerarias del pozo del Lapis Niger. Es tan arcaica que apenas puede reconocerse como latín. Un precursor de esta lengua, supongo, como la canción de los Salios. ¡Pero yo los descifraré, no temas!

Su madre lo miró con cariño, aunque también con cierta actitud de seriedad.

– Espero, César, que en medio de toda esta exploración histórica y religiosa encuentres tiempo para recordar que este año te presentas como candidato a pretor. Debes prestar la debida atención a los deberes de pontífice máximo, pero no puedes descuidar tu carrera en el Foro.

César no lo había olvidado, y el vigor y el ritmo de su campaña electoral no se vio afectado por el hecho de que las lámparas de su despacho ardieran hasta muy tarde cada noche mientras él se abría camino entre lo que había decidido llamar los Comentarios de los Reyes. ¡Y les agradeció a todos los dioses que aquel desconocido pontífice máximo los descifrara y copiara en pergamino! César ignoraba dónde estaban o cuáles eran los originales. Ciertamente no se encontraban en la Regia, ni eran parecidos a las tablillas de piedra que había encontrado. Aquéllas, decidió desde los primeros momentos de su trabajo, eran crónicas que databan de la época de Numa Pompilio. ¿O de Rómulo? ¡Qué idea! Escalofriante. Sin embargo no había nada en pergamino ni en piedra que fuera una historia de aquellos tiempos. Ambas clases de documentos se referían a leyes, normas, ritos religiosos, preceptos, funciones y funcionarios. En algún momento a no tardar habrían de publicarse; toda Roma debía saber lo que se guardaba en la Regia. Varrón quedaría extasiado, y Cicerón fascinado. César organizaría una cena.

Como para coronar lo que había sido un año extraordinario de subidas y bajadas para César, cuando se celebraron las elecciones a principios del mes quintilis obtuvo el mayor número de todos los pretores. Ni una sola Centuria dejó de nombrarlo, lo cual significaba que podía descansar tranquilo mucho antes de que el último hombre fuera elegido al terminar el escrutinio. Filipo, su amigo de la época de Mitilene, sería uno de sus colegas; y también lo sería el irascible hermano menor de Cicerón, el pequeño Quinto Cicerón. Pero, ay, Bíbulo también era pretor.

Cuando se echó a suertes para decidir a qué hombre le correspondía cada trabajo, la victoria de César fue completa. Su nombre fue el que estaba en la primera bola que salió por la abertura; sería pretor urbano, el hombre de más categoría entre los ocho pretores. Eso significaba que Bíbulo no podría fastidiarle -a él le había tocado el Tribunal de Violencia-… ¡pero él, ciertamente, sí podía fastidiar a Bíbulo!

Había llegado el momento de romperle el corazón a Domicia y abandonarla. Ella había resultado ser discreta, así que de momento Bíbulo no tenía ni idea de la relación que ella mantenía con César. Pero se enteraría en el momento en que empezase a llorar y a sollozar. Todas lo hacían. Excepto Servilia. Quizás fuera por eso por lo que era la única que había durado con él.

Загрузка...