Quinta parte

DESDE EL 5 DE DICIEMBRE DEL 63 A. J.C.

HASTA MARZO DEL 61 A. J.C.


Pompeya Sila



Aurelia


César se dirigió a grandes zancadas hacia la domus publica sintiendo una rabia muy violenta, y Tito Labieno iba casi a la carrera para mantenerse a su lado. Un perentorio gesto que César le había hecho con la cabeza le había indicado al domesticado tribuno de la plebe de Pompeyo que le acompañase, pero Labieno no sabía cuál era el motivo; iba porque en ausencia de Pompeyo, César era quien lo controlaba.

César le invitó a que se sirviera bebida con un nuevo movimiento de cabeza; Labieno se sirvió vino, tomó asiento y se quedó contemplando cómo César paseaba sin parar por los límites de su despacho.

Finalmente César habló:

– ¡Haré que Cicerón se arrepienta de haber nacido! ¿Cómo se ha atrevido a interpretar la ley romana? ¿Y cómo llegamos a elegir a semejante cónsul senior, tan gandul?

– ¿Cómo? ¿Tú no votaste por él?

– Ni por él ni por Híbrido.

– ¿Votaste por Catilina? -le preguntó Labieno sorprendido.

– Y por Silano. Sinceramente, en realidad no había ninguno al que yo desease votar, pero uno no puede abstenerse de votar, eso es evitar el problema.

Los puntos rojos todavía ardían en las mejillas de César, y los ojos los tenía, pensó Labieno con desacostumbrada imaginación, helados aunque ardiendo.

– ¡Siéntate, hombre, venga! Ya sé que tú no tocas el vino, pero esta noche es una excepción. Una copa te hará bien.

– Una copa nunca hace ningún bien -dijo César con énfasis; pero no obstante se sentó-. Si no estoy en un error, Tito, tu tío Quinto Labieno pereció bajo una teja en la Curia Hostilia hace treinta y siete años.

– Junto con Saturnino, Lucio Equitio y el resto, sí.

– ¿Y qué opinas tú al respecto?

– ¿Qué quieres que opine, sino que fue algo imperdonable e inconstitucional? Eran ciudadanos romanos y no los habían sometido a juicio.

– Cierto. No obstante, no fueron ejecutados oficialmente. Fueron asesinados para evitar conservarlos con vida y que así no pidieran ser sometidos a un proceso judicial del que ni Mario ni Escauro podían estar seguros de que no causaría una violencia mucho peor. Naturalmente, fue Sila quien resolvió el dilema mediante el asesinato. Era la mano derecha de Mario en aquel tiempo: muy rápido, muy inteligente, muy despiadado. Así que quince hombres murieron, no hubo incendiarios juicios por traición, llegó la flota que transportaba el grano y Mario lo distribuyó a un precio regalado. Roma se apaciguó con la barriga llena, y más tarde Escévola se llevó todo el mérito del asesinato de aquellos quince hombres.

Labieno frunció el entrecejo y añadió un poco más de agua al vino.

– Ojalá supiera yo adónde quieres ir a parar.

– Yo lo sé, Labieno, y eso es lo que importa -dijo César mostrando los dientes apretados al sonreír-. Piensa, por favor, en esa oportunidad republicana relativamente reciente, el senatus consultum de re publica defendenda, o, como Cicerón la ha llamado con nuevo y bonito nombre, senatus consultum ultimum, que fue inventado por el Senado cuando nadie quería que se nombrase a un dictador que tomase las decisiones. Y desde luego que sirvió al propósito del Senado en el período que siguió al de Cayo Graco, por no hablar de Saturnino, Lépido y algunos otros.

– Sigo sin saber qué quieres decir -dijo Labieno.

César respiró hondo.

– Ahora aquí está de nuevo el senatus consultum ultimum, Labieno. ¡Pero mira lo que le ha pasado! En la mente de Cicerón ello se ha convertido en algo respetable, inevitable y altamente conveniente. ¡Seduce al Senado para que lo apruebe y luego, amparándose en ello, procede a incumplir tanto la constitución como la mos maiorum! Sin alterarlo ante la ley en modo alguno, Cicerón ha utilizado su senatus consultum ultimum para aplastar las tráqueas romanas y romper los cuellos romanos sin un juicio previo, sin ceremonia, ¡sin la decencia más normal siquiera! ¡Esos hombres fueron a la muerte con más rapidez de la que caen los soldados en el campo de batalla! No de manera no oficial, bajo una lluvia de tejas arrojadas desde el tejado, ¡sino con la completa aprobación del Senado de Roma! ¡El cual, a instancias de Cicerón, ha asumido las funciones de juez y jurado! ¿Qué impresión crees que eso le habrá causado a la muchedumbre congregada esta tarde en el Foro, Labieno? Yo te diré qué efecto les ha producido. Que desde el día de hoy en adelante ningún ciudadano romano podrá estar seguro de que se le concederá su absolutamente inalienable derecho a un juicio antes de cualquier condena. ¡Y ese supuestamente brillante hombre, ese engreído e irreflexivo Cicerón, en realidad cree que ha librado al Senado de una situación dificilísima del mejor y más conveniente modo! Le concedo que para el Senado ése ha sido el camino más fácil. Pero para la inmensa mayoría de ciudadanos romanos de todo tipo, desde los de la primera clase hasta el proletariado, lo que Cicerón ha tramado hoy significa la muerte de un derecho inalienable en el caso de que el Senado tenga que decidir bajo un futuro senatus consultum ultimum que otros hombres romanos deban morir sin previo juicio. ¡Sin el proceso de la ley! ¿Qué va a impedir que ello ocurra de nuevo, Labieno? Dime, ¿qué?

Falto de aliento de repente, Labieno logró dejar la copa sobre el escritorio sin derramar el contenido y luego miró a César fijamente como si nunca lo hubiera visto antes. ¿Por qué veía César tantas ramificaciones cuando nadie más las veía? ¿Por qué él, Tito Labieno, no había entendido mejor lo que Cicerón estaba haciendo en realidad? ¡Oh, dioses, Cicerón no lo había comprendido! Sólo César lo había captado. Aquellos que votaron en contra de la ejecución lo habían hecho porque sus corazones no lo aprobaban, o bien habían buscado a tientas la verdad como ciegos que discuten acerca de cómo es un elefante.

– Cuando yo hablé esta mañana cometí un terrible error-continuó César con enojo-. Opté por ser irónico, no me pareció adecuado enardecer los sentimientos. Decidí ser inteligente y poner de manifiesto la locura de la propuesta de Cicerón hablando todo el tiempo de los reyes y diciendo que Cicerón estaba abrogando la República y arrastrándonos a los tiempos de los reyes. Pero no lo hice de forma lo suficientemente simple. Debería haber descendido al nivel de los niños, deletreando despacio las verdades manifiestas. Pero los consideré hombres adultos, educados y de cierta inteligencia, así que opté por ser irónico, sin darme cuenta de que no seguirían por entero adónde quería ir yo a parar con mi argumento, por qué empleaba aquella táctica. ¡Debería haber hablado con más franqueza de la que ahora te estoy hablando a ti, pero no quise que se les erizara el espinazo porque pensé que la rabia los cegaría! ¡Ellos ya estaban ciegos, yo no habría tenido nada que perder! No cometo errores a menudo, pero esta mañana cometí uno, Labieno. ¡Mira Catón! El único hombre del que yo estaba seguro de que me apoyaría, aunque me tenga poca simpatía. Lo que él dijo no tiene ningún sentido en absoluto. Pero ellos prefirieron seguirle a él como un montón de eunucos detrás de Magna Mater.

– Catón es un perro que da ladridos agudos.

– No, Labieno, sólo es un tonto de la peor clase que existe. Pero cree que no es tonto.

– Eso puede decirse de casi todos nosotros.

César alzó las cejas.

– Yo no soy un tonto, Tito.

El hecho de llamarlo Tito era con intención de suavizar la cosa, desde luego.

– Concedido.

– ¿Por qué sería que cuando uno se hallaba en compañía de un hombre que no bebía vino, el vino perdía su encanto? Labieno se sirvió un poco de agua-. De nada sirve darle vueltas al asunto ahora, César. Yo te creo cuando dices que harás que Cicerón lamente haber nacido, pero… ¿cómo?

– Muy sencillo. Haré que se trague ese senatus consultum ultimun suyo -dijo César con expresión soñadora, pero sin que la sonrisa le asomase a los ojos.

– Pero, ¿cómo? ¿Cómo, cómo, cómo?

– Te quedan cuatro días de tu año como tribuno de la plebe, Labieno, y será suficiente si actuamos con rapidez. Podemos tomarnos el día de mañana para organizarnos y poner en claro nuestro modo de actuación. Pasado mañana llevaremos a cabo la primera fase. Los dos días siguientes son para la última fase. El asunto no habrá terminado para entonces, pero ya habrá llegado lo suficientemente lejos. ¡Y tú, mi querido Tito Labieno, dejarás tu cargo de tribuno envuelto en un absoluto resplandor de gloria! ¡Si no hay otra cosa que ensalce tu nombre para la posteridad, te prometo que los acontecimientos de los próximos cuatro días lo harán!

– ¿Qué tengo que hacer?

– Esta noche nada, excepto quizá… ¿tienes acceso a…? No, no puedes tenerlo. Lo planearé de otro modo. ¿Puedes hacerte con un busto o una estatua de Saturnino? ¿O de tu tío Quinto Labieno?

– Puedo hacer algo mejor que eso -respondió rápidamente Labieno-. Yo sé dónde hay una imago de Saturnino.

– ¿Una ¡mago? ¡Pero si no fue nunca pretor!

– Cierto -dijo Labieno sonriendo-. El problema de ser un gran noble, César, es que no tienes ni idea de cómo trabajan nuestras mentes, las de los ambiciosos y emprendedores picentinos, samnitas, Hombres Nuevos de Arpinum y otros por el estilo. ¡Estamos, sencillamente, impacientes por ver nuestras facciones exquisitamente formadas y coloreadas como si estuvieran vivas en cera de abeja, con pelo auténtico, exactamente del mismo color y con el mismo peinado! Así que en cuanto tenemos dinero en el bolsillo nos vamos en secreto a uno de los artesanos del Velabrum y le encargamos una ¡mago. Yo conozco a hombres que ni siquiera estarán nunca en el Senado que tienen imagines. ¿Cómo, si no, te crees que se ha hecho tan rico Magio, el de Velabrum?

– Bueno, dada la situación me alegro mucho de que vosotros, los Hombres Nuevos y emprendedores de Picenum, también encarguéis imagines -dijo con viveza César-. Consigue el retrato de Saturnino y encuentra a un actor que pueda ponérselo como máscara causando el efecto deseado.

– Mi tío Quinto también tenía una ¡mago, así que contrataré a un actor para que la lleve puesta. También puedo conseguir bustos de ambos hombres.

– En ese caso no tengo ningún otro encargo para ti hasta mañana al amanecer, Labieno. Pero te prometo que a partir de entonces te haré trabajar sin descanso hasta que llegue el momento de dejar tu cargo de tribuno.

– ¿Vamos a hacerlo solos tú y yo?

– No, seremos cuatro -le indicó César al tiempo que se levantaba para acompañar a Labieno hasta la puerta principal-. Para lo que tengo planeado somos necesarios cuatro: tú, yo, Metelo Celer y mi primo Lucio César.

Todo lo cual no sirvió para aclararle las cosas a Tito Labieno, quien se marchó de la domus publica intrigado, perplejo, y preguntándose cómo la curiosidad y la excitación que sentía iban a dejarle dormir.

César había abandonado toda idea de dormir. Volvió a su despacho tan sumido en sus pensamientos que Eutico, el mayordomo, tuvo que aclararse la garganta varias veces en la puerta antes de que César se percatase de su presencia.

– ¡Ah, excelente! -dijo el pontífice máximo-. No estoy en casa para nadie, ni siquiera para mi madre. ¿Comprendido?

– ¡Edepol! -gritó el mayordomo mientras se llevaba las rollizas manos a la cara, también rolliza-. Domine, Julia está muy ansiosa por hablar contigo inmediatamente.

– Dile que ya sé de qué quiere hablarme, y que estaré muy contento de estar con ella todo el tiempo que quiera el primer día del nuevo tribunato de la plebe. Pero ni un momento antes.

– ¡César, para eso faltan cinco días! ¡Verdaderamente, no creo que la pobre niña pueda esperar tanto!

– Si yo digo que debe esperar veinte años, Eutico, entonces tiene que esperar veinte años -fue la respuesta que dio César con frialdad-. Cinco días no son veinte años. Todos los asuntos domésticos y familiares deben esperar cinco días. Julia tiene a su abuela, no depende sólo de mí. ¿Queda bien claro?

– Sí, domine -susurró el mayordomo; y se apresuró a cerrar la puerta con mucho cuidado y a alejarse sigilosamente por el pasillo hasta donde se encontraba Julia de pie, con la cara pálida y las manos cruzadas-. Lo siento, Julia, dice que no verá a nadie hasta que los nuevos tribunos de la plebe asuman el cargo.

– ¡Eso no es cierto, Eutico!

– Sí lo es. Se niega a ver hasta a la señora Aurelia.

La cual apareció en aquel momento procedente del Atrium Vestae con la mirada dura y los labios apretados.

– Ven -le dijo a Julia llevándosela a las habitaciones que pertenecían a la madre del pontífice máximo.

– Has oído algo -dijo Aurelia mientras empujaba a Julia para que se sentase en una silla.

– No sé bien qué he oído -dijo Julia con aire distraído-. ¡He pedido hablar con tata y ha dicho que no!

Aquello le concedió una pausa a Aurelia.

– ¿Eso ha dicho? ¡Qué raro! No es propio de César negarse a enfrentar los hechos o las personas.

– Eutico dice que tata no quiere ver a nadie, ni siquiera a ti, hasta dentro de cinco días, avia. Ha sido muy específico, todos debemos esperar hasta el día en que los nuevos tribunos de la plebe asuman el cargo.

Con el entrecejo fruncido, Aurelia empezó a pasear por la habitación; no dijo nada durante un rato. Con los ojos empañados de lágrimas, pero aguantándolas resueltamente, Julia no dejaba de observar a su abuela. ¡El problema radica, pensó, en que los tres somos desalentadoramente diferentes!

La madre de Julia había muerto cuando ésta apenas tenía siete años, lo que significaba que Aurelia había hecho de madre al mismo tiempo que de abuela durante la mayor parte de los años en que Julia se había formado. No muy asequible, perpetuamente atareada, estricta e incansable, Aurelia, no obstante, le había dado a Julia lo que más necesitan los niños, un inquebrantable sentido de seguridad y de sentirse en el lugar que les corresponde. Aunque reía pocas veces, tenía un ingenio agudo que podía salir a flote en los momentos más inesperados, y no tenía en menos estima a Julia porque a ésta le encantase reír. En la educación de la niña se habían prodigado los cuidados, desde orientarla en temas como vestirse con gusto, hasta un despiadado entrenamiento en buenos modales. Por no hablar del modo nada sentimental y llano en que Aurelia le había enseñado a Julia a aceptar lo que la suerte le deparase, y a aceptarlo con gracia, con orgullo, sin desarrollar ningún sentido de la injuria o el resentimiento.

«De nada sirve desear un mundo diferente o mejor -era la moraleja perpetua de Aurelia-. Por el motivo que sea, este mundo es el único que tenemos, y debemos vivir en él tan feliz y tan agradablemente como podamos. No podemos luchar contra la Fortuna ni contra el Destino, Julia.»

César no se parecía en nada a su madre excepto en la fortaleza de espíritu, y Julia se daba cuenta de las fricciones existentes entre ambos, a veces a la menor provocación. Pero para su hija, César era el principio y el fin de aquel mundo en cuya aceptación Aurelia la había disciplinado: no era un dios, pero decididamente sí un héroe. Para Julia no había nadie tan perfecto como su padre, tan brillante, tan educado, tan ingenioso, tan apuesto, tan ideal, tan romano. Oh, ella estaba muy bien familiarizada con los fallos de su padre -aunque éste nunca se los mostraba-, desde aquel terrible mal genio hasta lo que ella consideraba el pecado dominante en él, que era jugar con las personas como un gato juega con un ratón en todos los sentidos: despiadado y frío, y con una sonrisa de puro placer reflejada en el rostro.

– Existe una poderosa razón para que César se mantenga apartado de nosotras -dijo de pronto Aurelia dejando de pasear-. No es que le de miedo enfrentarse a nosotras, de eso estoy absolutamente segura. Pero me imagino que sus motivos no tienen nada que ver con nosotras dos.

– Y probablemente -dijo Julia animada de pronto-, tampoco tendrán que ver con lo que está atormentando nuestras mentes.

La hermosa sonrisa de Aurelia destelló.

– Desde luego, Julia, cada día eres más perspicaz.

– Entonces, avia, hasta que él disponga de tiempo para vernos tendré que hablar contigo. ¿Es cierto lo que he oído en el Porticus Margaritaria?

– ¿Sobre tu padre y Servilia?

– ¿Es eso? Oh!

– ¿Qué pensabas que era, Julia?

– No pude oírlo todo, porque en cuanto me veían dejaban de hablar. Lo que deduje es que tata anda metido en un gran escándalo con una mujer, y que todo salió a la luz en el Senado hoy.

Aurelia soltó un gruñido.

– Pues así ha sido, ciertamente.

Y sin remilgos le contó a Julia los acontecimientos que habían tenido lugar en el templo de la Concordia.

– Mi padre y la madre de Bruto -dijo Julia lentamente-. ¡Qué lío!

– Luego se echó a reír-. ¡Pero qué reservado es, avia! Todo este tiempo, y ni Bruto ni yo hemos sospechado nunca nada. ¿Qué demonios ve en ella?

– A ti no te ha gustado nunca.

– ¡No, ni hablar!

– Bueno, eso es comprensible. Tú estás de parte de Bruto, de manera que ella nunca podrá serte simpática.

– ¿A ti te cae bien?

– Por lo que es, me cae muy bien.

– Pero tata me explicó que a él no le parecía simpática, y él no miente.

– Con toda seguridad a tu padre no le cae simpática. No tengo ni idea, y, francamente, quiero tenerla, de qué es lo que retiene a tu padre junto a ella, pero el lazo es muy fuerte.

– Imagino que Servilia es excelente en la cama.

– ¡Julia!

– Ya no soy una niña -dijo Julia soltando una risita-. Y tengo orejas.

– Para oír lo que se dice por las tiendas del Porticus Margantaria?

– No, para oír lo que se dice en las habitaciones de mi madrastra. Aurelia se puso peligrosamente rígida.

– ¡Pronto pondré fin a eso!

– ¡No, avia, por favor! -gritó Julia al tiempo que le ponía la mano en el brazo a su abuela-. No puedes culpar a la pobre Pompeya, y de todos modos no es ella, sino sus amigas. Yo sé que todavía no soy adulta, pero siempre me parece que soy mucho mayor y más prudente que Pompeya. Es como un cachorrito, sentado meneando la cola y sonriendo de oreja a oreja mientras la conversación flota muy por encima de su cabeza, terriblemente ansiosa por complacer y no sentirse fuera de lugar. Las Clodias y Fulvia la atormentan de un modo espantoso, y ella nunca se da cuenta de lo crueles que son.

– Julia dejó de hablar con aire pensativo-. Yo quiero a tata hasta la muerte y nunca diré una palabra contra él, pero él también es cruel con ella. ¡Oh, ya sé por qué! Pompeya es demasiado estúpida para él. No debieron casarse nunca, ¿sabes?

– Yo tuve la culpa de ese matrimonio.

– Y por el mejor de los motivos, estoy segura -dijo Julia con cariño. Luego suspiró-. ¡Oh, pero ojalá hubieras elegido a alguien más inteligente que Pompeya Sila!

– La elegí porque me la ofrecieron para esposa de César, y porque me pareció que la única manera de asegurarme de que César no se casase con Servilia era metiéndome yo primero en medio -le confió Aurelia con aire lúgubre.

Después de cambiar impresiones en los días que siguieron, un buen número de miembros del Senado descubrieron que habían preferido no quedarse en el Foro inferior para presenciar la ejecución de Léntulo Sura y los demás.

Uno de ésos fue el cónsul senior electo, Décimo Junio Silano; otro fue el tribuno de la plebe electo, Marco Porcio Catón.

Silano llegó a su casa poco antes que Catón, al que las personas deseosas de felicitarle por su discurso y su postura contra las lisonjas de César le impidieron el avance.

El hecho de que él mismo tuviera que abrir la puerta principal para entrar en su casa advirtió a Silano de lo que encontraría en el interior: un atrio desierto, sin que se viera ni se oyera sirviente alguno. Lo cual significaba que todos los serviles ya sabían lo que había ocurrido durante el debate. Pero, ¿lo sabría Servilía? ¿Lo sabría Bruto? Con el rostro descompuesto porque el dolor que tenía lo corroía y le formaba un nudo en las entrañas, Silano obligó a sus piernas a sostenerle y entró inmediatamente en la sala de estar de su esposa.

Servilia se encontraba allí, repasando meticulosamente unas cuentas de Bruto, y levantó la mirada con una expresión de simple irritación.

– Sí, ¿qué pasa? -gruñó.

– O sea, que no lo sabes -le dijo él.

– ¿Que no sé qué?

– Que el mensaje que le enviaste a César cayó en otras manos que no eran las suyas.

Servilia abrió mucho los ojos.

– ¿Qué quieres decir?

– Ese precioso individuo al que tanto estimas como para que te haga los recados porque te hace la pelota de un modo tan inteligente no es lo bastante hábil -le dijo Silano con más hierro en la voz de lo que Servilia le había notado nunca-. Entró haciendo cabriolas en la Concordia y no tuvo el buen sentido de esperar. Así que le entregó la nota a César en el peor momento, que fue el que tu estimado hermanastro Catón había reservado para acusar a César de ser el cerebro de la conspiración de Catilina. Y cuando, en medio de aquel drama, Catón vio que César estaba ansioso por leer el papel que le habían entregado, tu hermanastro exigió que César se lo leyera en voz alta a toda la Cámara. Suponía que contenía pruebas de la traición de César, ya ves.

– Y César lo leyó en voz alta -dijo Servilia con un tenue hilo de voz.

– Venga, venga, querida mía. ¿Es que no conoces a César después de tanta intimidad con él? -le preguntó Silano apretando los labios-. No es tan poco sutil, ni tiene tan poco dominio de sí mismo. No, si alguien salió del asunto con aire de vencedor, ése fue César. ¡Claro que fue César! Simplemente sonrió a Catón y dijo que le parecía que tu hermanastro preferiría que el contenido de la nota permaneciese en privado. Se levantó y le dio a Catón la nota con tanta cortesía, con un gesto tan agradable… ¡oh, qué bien lo hizo!

– Entonces, ¿cómo es que yo salí a la luz? -preguntó Servilia en un susurro.

– Catón, sencillamente, no creyó lo que veían sus ojos. Tardó siglos en descifrar aquellas pocas palabras, mientras todos esperábamos conteniendo el aliento. Luego arrugó el mensaje, hizo con él una bola y se lo lanzó a César corno una flecha. Pero, claro, la distancia era demasiado grande. Filipo lo cogió del suelo y lo leyó. Luego se lo pasó a los pretores electos hasta que llegó al estrado curul.

– Y se murieron de risa -dijo Servilia entre dientes-. ¡Oh, ya lo creo!

– Pipinna -se burló él.

Otra mujer se habría encogido de miedo, pero no Servilia, que dijo con desprecio:

– ¡Tontos!

– La hilaridad le hizo difícil a Cicerón hacerse oír cuando pidió que diéramos el voto. Incluso en medio de aquel mal trago, su avidez por la política se hizo evidente.

– ¿El voto? ¿Para qué?

– Para decidir el destino de nuestros conspiradores cautivos, pobres almas. La ejecución o el exilio. Yo voté por la ejecución, que es lo que me obligó a hacer tu nota. César había abogado por el exilio, y tenía a la Cámara de su parte hasta que Catón habló a favor de la ejecución. Catón hizo que todo el mundo cambiase de opinión. La votación de la ejecución ganó. Gracias a ti, Servilia. Si tu nota no hubiera hecho callar a Catón, habría seguido parloteando hasta la puesta del sol y no habríamos votado hasta mañana. Mi opinión es que la Cámara habría visto el sentido de los argumentos de César. Si yo fuera César, querida mía, te cortaría en pedazos y te echaría a los lobos.

Aquello la desconcertó, pero el desprecio que sentía por Silano hizo que no tuviera en cuenta aquella opinión.

– ¿Cuándo se llevarán a cabo las ejecuciones?

– Están teniendo lugar en este preciso momento. A mí me pareció más oportuno venir a casa y advertirte antes de que pudiera llegar Catón.

Servilia se puso en pie de un salto.

– ¡Bruto!

Pero Silano, no sin cierta satisfacción, había aguzado el oído en dirección al atrio, y ahora sonreía agriamente.

– Demasiado tarde, querida mía, demasiado tarde. Catón viene a lanzarse sobre nosotros.

Aun así Servilia intentó ir hacia la puerta, pero sólo para detenerse en seco a poca distancia de la misma cuando Catón entró violentamente llevando a Bruto sujeto por una oreja con los dedos índice y pulgar hasta producirle un dolor insoportable.

– ¡Entra aquí y mira a la ramera de tu madre! -bramó Catón soltándole la oreja a Bruto y empujándolo con tanta fuerza por la cintura que el muchacho se tambaleó, y habría caído de no haber sido por Silano, que lo sujetó. Bruto parecía tan aterrado y perplejo que lo más probable era que ni siquiera hubiese empezado a comprender qué pasaba, pensó Silano mientras se alejaba.

«¿Por qué me siento tan extraño? -se preguntó entonces a sí mismo Silano-. ¿Por qué todo esto, en el fondo, me produce tanto deleite, por qué me siento tan vengado? Hoy el mundo al que pertenezco se ha enterado de que soy un cornudo, y sin embargo eso me parece algo de mucha menos trascendencia de la que encuentro en este delicioso desquite, el merecido justo castigo de mi esposa. Apenas encuentro en mí motivos para culpar a César. Fue ella, sé que fue ella. El ni siquiera se toma la molestia con las esposas de hombres que no lo hayan irritado políticamente, y hasta hoy yo nunca lo he irritado en ese terreno. Fue ella, estoy seguro de que fue ella. Ella lo deseaba y fue a buscarlo. ¡Por eso le entregó a Bruto a su hija! Para tener a César en la familia. Pero él no quería casarse con ella, y ella se sintió herida en su orgullo ¡Toda una proeza, tratándose de Servilia! Y ahora Catón, el hombre a quien ella odia más en todo el mundo, está enterado de las dos pasiones de Servilia: Bruto y César. Los días de paz y de autosatisfacción de Servilia han terminado. De ahora en adelante habrá una guerra espantosa, igual que cuando era niña. ¡Oh, sí, ganará! Pero, ¿cuántos vivirán para verla triunfar? Yo, por mi parte, no; de lo cual me alegro profundamente. Sólo pido ser yo el primero en morirme.»

– ¡Mira a la ramera de tu madre! -bramó Catón de nuevo al tiempo que le daba a Bruto una fuerte bofetada en la cabeza.

– Mamá, mamá, ¿qué pasa? -gimoteó Bruto mientras los oídos le zumbaban y los ojos se le llenaban de lágrimas.

– «¡Mamá, mamá!» ¡Qué imbécil eres, Bruto, no eres más que un perro faldero, una birria de hombre! ¡Bruto el bebé, Bruto el bobo! «¡Mamá, mamá!» -repitió golpeando la cabeza de Bruto con fuerza.

Servilia, al atacar, se movió con la velocidad y el estilo de una serpiente; fue directa a por Catón, y tan súbitamente que estaba encima de él antes de que su hermanastro pudiera desviar su atención de Bruto. Se interpuso entre ambos con las dos manos levantadas y los dedos curvados como garras, agarró a Catón con ellos y le clavó las uñas en la carne hasta que se hundieron como anzuelos. De no haber sido porque Catón instintivamente cerró los ojos con fuerza, ella lo habría dejado ciego, pero sus garras lo rasgaron desde la frente hasta la mandíbula, tanto en el lado derecho como en el izquierdo, excavaron hasta el músculo y luego continuaron a lo largo del cuello y por los hombros.

Incluso un guerrero como Catón se batió en retirada; lanzaba débiles aullidos de dolor que se fueron apagando al abrir los ojos y captar una visión de Servilia más aterradora que nada excepto el rostro muerto de Cepión, una Servilia cuyos labios estirados hacia atrás dejaban al descubierto los dientes y cuyos ojos tenían un resplandor asesino. Entonces apartó la dilatada mirada de su hijo, de su marido y de su hermanastro, levantó los dedos que chorreaban sangre y lamió lascivamente la carne de Catón que había en ellos. Silano sintió arcadas y salió corriendo, y Bruto se desmayó, lo cual dejó a Catón mirándola ferozmente entre ríos de sangre.

– Sal de aquí y no vuelvas nunca más -le dijo ella en voz baja y suave.

– ¡Tu hijo acabará siendo mío, no lo dudes!

– Si tan sólo lo intentas, Catón, lo que te he hecho hoy te parecerá el beso de una mariposa.

– ¡Eres un monstruo!

– Sal de aquí, Catón. Y Catón salió, sujetándose los pliegues de la toga contra la cara y el cuello.

– Pero, ¿cómo no se me ha ocurrido decirle que fui yo quien mandó a Cepión a la muerte? -se preguntó Servilia mientras se agachaba junto a la inanimada forma de su hijo-. Da igual -continuó diciendo para sí al tiempo que se limpiaba los dedos antes de empezar a administrar sus cuidados a Bruto-, así me queda esa cosita en reserva para otra ocasión.

El muchacho recobró la conciencia poco a poco, quizá porque en el fondo de su mente moraba ahora un terror absoluto hacia su madre, que era capaz de comerse la carne de Catón con deleite. Pero al final no tuvo más remedio que abrir los ojos y mirarla fijamente.

– Levántate y siéntate en el canapé.

Bruto se levantó y la obedeció.

– ¿Sabes de qué se trataba todo eso?

– No, mamá -repuso él en un susurro.

– ¿Ni siquiera cuando Catón me llamó ramera?

– No, mamá -susurró Bruto.

– No soy una ramera, Bruto.

– No, mamá.

– No obstante -dijo Servilia colocándose en una silla desde la cual podía acercarse rápidamente a Bruto si hacía falta-, desde luego ya eres lo bastante mayor como para comprender las cosas de la vida, así que ya es hora de que te abra los ojos sobre ciertos temas. De lo que se trababa -continuó en tono desenfadado- es del hecho de que desde hace algunos años el padre de Julia ha sido mi amante.

Bruto se inclinó hacia adelante y dejó caer la cabeza entre las manos, incapaz de combinar dos sensaciones distintas: una desventurada tristeza y un dolor perplejo. Primero, todo aquello que había sucedido en el templo de la Concordia mientras él estaba de pie a las puertas, escuchando; luego informó de ello a su madre; más tarde, un delicioso intervalo peleándose con los textos de Fabio Pictor; luego el tío Catón irrumpiendo violentamente en su habitación y agarrándolo por la oreja; a continuación el tío Catón dándole voces a su madre; luego mamá atacando al tío Catón, y… y… el más absoluto horror por lo que su madre había hecho después impresionó a Bruto de nuevo; comenzó a tiritar y se estremeció; estuvo llorando desconsoladamente con el rostro entre las manos.

Y además aquello. Mamá y César eran amantes, hacía años que eran amantes. ¿Cómo se sentía él por aquello? ¿Cómo se suponía que debía sentirse? A Bruto le gustaba que lo guiasen; odiaba la sensación de tener que tomar una decisión sin timón -sobre todo si era una decisión sobre emociones-, sin haber aprendido primero cómo personas como Platón y Aristóteles consideraban aquellos entes ingobernables, ilógicos y desconcertantes. De alguna manera no parecía ser capaz de sentir nada al respecto. ¿Toda aquella pelea de mamá y Catón por una cosa así? Pero, ¿por qué? Mamá siempre obraba por su cuenta; seguramente el tío Catón se daba cuenta de eso. Si mamá tenía un amante, habría una buena razón para ello. Y si César era el amante de mamá, también habría una buena justificación. Mamá no hacía nada sin un buen motivo. ¡Nada!

No había logrado avanzar más en sus pensamientos cuando Servilia, cansada de aquel silencioso llanto, habló de nuevo.

– A Catón le falta un tornillo, Bruto -le dijo-. Siempre ha sido así, incluso cuando era muy pequeño. Marmolyce se apoderó de él. Y con el paso del tiempo no ha mejorado. Es torpe, estrecho de miras, un fanático, y se siente increíblemente satisfecho de sí mismo. No es asunto suyo lo que yo haga con mi vida, como tampoco eres tú asunto suyo.

– Nunca me había dado cuenta de lo mucho que lo odias -dijo Bruto al tiempo que apartaba las manos de la cara para mirar a su madre-. ¡Mamá, lo has dejado marcado con cicatrices para toda la vida!

– ¡Estupendo! -dijo Servilia con cara de auténtica complacencia. Luego asimiló por completo con la mirada la imagen que ofrecía su hijo e hizo una mueca de desagrado. Este, a causa de los granos, no podía afeitarse, tenía que conformarse con recortarse mucho la densa barba negra; entre los enormes granos y los mocos esparcidos por toda la cara, estaba peor que feo. Estaba espantoso. Servilia buscó con la mano por detrás de ella hasta que localizó un trapito suave cerca de las jarras del agua y el vino; se lo arrojó a su hijo-. ¡Límpiate la cara y suénate, Bruto, por favor! No es que yo esté de acuerdo con las críticas que te hace Catón, pero hay ocasiones en que me decepcionas horriblemente.

– Ya lo sé -susurró él-, ya lo sé.

– ¡Oh, bueno, da lo mismo! -dijo Servilia en tono vigoroso; se levantó, se acercó a él hasta situarse de pie detrás de su hijo y le pasó el brazo por encima de los abatidos hombros-. Tú posees cuna, riqueza, educación e influencia. Y todavía no tienes veintiún años. Seguro que con el tiempo mejoras, hijo mío, pero a Catón no le ocurrirá lo mismo. No hay nada, ni siquiera el tiempo, que pueda hacer que Catón mejore.

El brazo de Servilia le cayó a Bruto como un cilindro de plomo caliente, pero no se atrevió a hacer ningún movimiento para quitárselo de encima. Se incorporó un poco.

– ¿Puedo irme, mamá?

– Sí, siempre que entiendas mi posición.

– La entiendo, mamá.

– Lo que yo haga es asunto mío, Bruto. No voy a darte ni una sola excusa para la relación que existe entre César y yo. Silano lo sabe desde hace mucho tiempo. Es lógico que César, Silano y yo hayamos preferido guardarlo en secreto. La luz se hizo en Bruto.

– ¡Tercia! -dijo con un grito ahogado-. ¡Tercia es hija de César, no de Silano! Se parece a Julia.

Servilia contempló a su hijo con cierta admiración.

– Qué perspicaz de tu parte, Bruto. Sí, Tercia es de César.

– ¿Y Silano lo sabe?

– Desde el principio.

– ¡Pobre Silano!

– No malgastes tu compasión en quien no se la merece.

Una diminuta chispa de valor brotó lentamente en el pecho de Bruto.

– ¿Y qué me dices de César? -preguntó-. ¿Lo amas?

– Más que a nadie en este mundo exceptuándote a ti.

– ¡Oh, pobre César! -dijo Bruto; y escapó antes de que su madre pudiera decir otra palabra, con el corazón latiéndole con fuerza por aquella temeridad.

Silano se había ocupado de que aquel único hijo varón tuviera una grande y cómoda suite de habitaciones para él, con una agradable vista al peristilo. Allí huyó Bruto, pero no se quedó mucho tiempo. Después de lavarse la cara, de recortarse la barba todo lo que pudo, de peinarse y de llamar a su criado para que le ayudase a ponerse la toga, abandonó la siniestra casa de Silano. No recorrió las calles de Roma solo, no obstante. Como se había hecho de noche, iba escoltado por dos esclavos que llevaban antorchas.

– ¿Puedo ver a Julia, Eutico? -le preguntó a éste cuando llegó a la puerta de César.

– Es muy tarde, domine, pero averiguaré si está levantada -le dijo el mayordomo con respeto; y lo dejó entrar en la casa.

Naturalmente, ella lo recibiría; Bruto subió la escalera y llamó a la puerta de la habitación de Julia.

Cuando ésta abrió la puerta cogió a Bruto entre los brazos y lo abrazó, con la mejilla pegada al cabello de él. Y los más exquisitos sentimientos de paz completa e infinito afecto brotaron en Bruto desde la piel hasta los huesos; por fin comprendió lo que algunas personas querían decir cuando aseguraban que no había nada tan bueno como llegar al hogar. Su hogar era Julia. Su amor hacia ella no paraba de crecer; las lágrimas le cayeron desde los entornados párpados en medio de una dicha que lo curaba todo; se agarró a Julia e inhaló su olor, delicado como todo en ella. Julia, Julia, Julia…

Sin desearlo conscientemente, deslizó las manos por detrás de la espalda de la muchacha, levantó la cabeza que tenía apoyada en el hombro de ella y le buscó a tientas la boca con la suya, con tanta torpeza e inexperiencia que Julia no comprendió sus intenciones hasta que fue demasiado tarde para retirarse sin herir los sentimientos de Bruto. Así que Julia experimentó el primer beso por lo menos llena de lástima por aquel que se lo daba, y no le pareció ni mucho menos tan desagradable como se había temido. Los labios de Bruto tenían un tacto muy agradable, suaves y secos, y como ella tenía los ojos cerrados no podía verle la cara. Bruto tampoco intentó mayores intimidades. Dos besos más y luego la soltó.

– Oh, Julia, cuánto te quiero!

¿Qué otra cosa podía decir ella más que «yo también te quiero, Bruto»?

Luego lo condujo hasta el interior y lo invitó a sentarse en un canapé, aunque ella, muy adecuadamente, fue a sentarse en una silla a cierta distancia y dejó la puerta un poco entreabierta.

La sala de estar de Julia era grande, por lo menos a los ojos de Bruto, especialmente hermosa. Se veía la mano de Julia allí, y ella no tenía una mano corriente. Los frescos eran de pájaros etéreos y frágiles flores pintados con pálidos colores transparentes, los muebles eran esbeltos y graciosos, y no se veía ni señal de púrpura de Tiro ni ningún adorno dorado.

– Tu madre y mi padre -dijo ella.

– ¿Eso qué significa?

– ¿Para ellos o para nosotros?

– Para nosotros. ¿Cómo vamos a saber nosotros lo que significa para ellos?

– Supongo que a nosotros no puede hacernos ningún daño -dijo Julia lentamente-. No hay ninguna ley que les prohíba a ellos el amor por causa nuestra, aunque supongo que estará mal visto.

– ¡La virtud de mi madre está por encima de todo reproche, y este asunto no cambia eso! -dijo Bruto bruscamente, poniéndose de repente a la defensiva.

– Claro que no cambia eso. Mi padre representa una circunstancia única en la vida de tu madre. Servilia no es como Pala ni como Sempronia Tuditani.

– ¡Oh, Julia, es maravilloso que siempre me comprendas!

– Comprenderlos es fácil, Bruto. Mi padre no puede ponerse en el mismo montón que los demás hombres, lo mismo que tu madre es una persona muy singular entre las demás mujeres.

– Se encogió de hombros-. ¿Quién sabe? Quizás su relación fue inevitable, dado el tipo de personas que son.

– Tú y yo tenemos en común una hermanastra -dijo de pronto Bruto-. Tercia es de tu padre, no de Silano.

Julia se quedó parada y luego soltó una exclamación ahogada; se echó a reír, encantada.

– ¡Oh, tengo una hermana! ¡Qué maravilla!

– ¡No, Julia, por favor! Ninguno de nosotros dos podemos admitir eso nunca, ni siquiera en el seno de nuestras familias. La sonrisa de Julia se debilitó y desapareció.

– Oh. Sí, desde luego tienes razón, Bruto.

– Las lágrimas se le agolparon en los ojos, pero no cayeron-. Nunca debo demostrárselo a ella. Pero de todos modos yo lo sé -dijo más animada.

– Aunque, sin duda, físicamente se parece a ti, en el carácter Tercia se parece mucho más a mi madre.

– ;Oh, tonterías! ¿Cómo puedes saber eso si sólo tiene cuatro años?

– Fácilmente -repuso Bruto con aire fúnebre-. Van a prometerla en matrimonio con Cayo Casio porque la madre de él y la mía compararon nuestros horóscopos. La vida de Casio y la mía están estrechamente entrelazadas, al parecer a través de Tercia.

– Y Casio nunca debe saberlo.

Aquello provocó que Bruto dejase escapar un bufido sarcástico.

– ¡Oh, venga ya, Julia! ¿Crees que no habrá alguien que se lo diga? Aunque no creo que a él eso le importe. La sangre de César es mejor que la de Silano.

¡En eso, pensó Julia, era como si hablara la madre de Bruto! La muchacha volvió al tema original.

– Hablemos de nuestros padres -dijo.

– ¿Crees que lo que existe entre ellos puede afectamos a nosotros?

– Oh, seguro que sí. Pero yo creo que lo que tenemos que hacer es ignorarlo.

– Entonces -dijo Bruto al tiempo que se ponía en pie-, eso es lo que haremos. Tengo que irme. Es muy tarde ya.

– A la puerta le cogió la mano a Julia y se la besó-. Dentro de cuatro años nos casaremos. Resulta difícil esperar, pero Platón dice que la espera reforzará nuestra unión.

– ¿Ah, sí? -preguntó Julia, con expresión de asombro-. Debo de haberme saltado ese trozo.

– Bueno, es que yo leo entre líneas.

– Claro. A los hombres se os dan mejor esas cosas, ya me he fijado.


La noche sólo estaba empezando a dar paso al día cuando Tito Labieno, Quinto Cecilio, Metelo Celer y Lucio César llegaron a la domus publica y se encontraron a César muy despierto y al parecer nada desmejorado por la falta de sueño. Agua, vino dulce suave, pan recién hecho, aceite de oliva virgen y una excelente miel procedente del Himeto se habían dispuesto encima de una consola, al fondo de la habitación; César aguardó con paciencia a que sus invitados se sirvieran. El sorbió un poco de líquido humeante de una taza de piedra tallada, aunque no comió nada.

– ¿Qué es eso que estás bebiendo? -le preguntó Metelo Celer con curiosidad.

– Agua caliente con un poco de vinagre.

– ¡Oh, dioses, qué malo!

– Uno se acostumbra -le indicó César tranquilamente.

– ¿Y para qué quiere uno acostumbrarse?

– Por dos motivos. El primero es que creo que es bueno para mi salud, que pienso mantener en vigorosas y excelentes condiciones hasta que sea viejo; y el segundo es que ello me endurece el paladar para soportar toda clase de insultos, desde el aceite rancio hasta el pan agrio.

– Te doy la razón en el primer motivo. Pero, ¿qué virtud tiene el segundo a menos que hayas abrazado el estoicismo? ¿Por qué habrías de conformarte con comida pobre?

– En las campañas de guerra uno a menudo se ve forzado a hacerlo… por lo menos tal como yo hago la guerra. ¿Te permite Pompeyo Magnus darte lujos en campaña? ¿Es así, Celer?

– ¡Pues claro que sí! ¡Y también todos los demás generales bajo cuyas órdenes he servido! ¡Recuérdame que no vaya nunca a la guerra contigo!.

– Bueno, en invierno y en primavera la bebida no es tan mala; sustituyo el vinagre por zumo de limón.

Celer puso los ojos en blanco; Labieno y Lucio César se echaron a reír.

– Bien, ha llegado el momento de ir al grano -dijo César al tiempo que se sentaba detrás del escritorio-. Por favor, perdonadme por esta actitud de patrono, pero me parece más lógico sentarme aquí, donde puedo veros a todos y todos podéis verme a mí.

– Estás perdonado -le dijo Lucio César con solemnidad.

– Tito Labieno estuvo aquí anoche, así que conozco los motivos por los que votó conmigo ayer -dijo César-, y también comprendo por completo por qué votaste conmigo, Lucio. No obstante, no acabo de comprender cuáles fueron tus motivos, Celer. Dímelos ahora.

Al ser desde hacía mucho tiempo el sufrido marido de Clodia, su propia prima hermana, Metelo Celer era además cuñado de Pompeyo el Grande, pues la madre de Celer y de su hermano menor, Metelo Nepote, era también la madre de Mucia Tercia. Celer y Nepote, que se profesaban un gran cariño, eran hombres queridos y estimados, pues eran encantadores y sociables.

Para César, Celer nunca se había mostrado particularmente radical en sus inclinaciones políticas, hasta aquel momento respetablemente conservadoras. La manera en que respondiese era una cuestión crucial para el éxito; César no podía esperar llevar a cabo lo que tenía planeado a menos que Celer estuviera dispuesto a respaldarle incondicionalmente.

Con el atractivo rostro taciturno, Celer se inclinó hacia adelante con los puños apretados.

– Para empezar, César, no apruebo que unas setas como Cicerón dicten normas de conducta política a los auténticos romanos. ¡Y ni por un solo momento condonaré la ejecución de ciudadanos romanos sin un juicio! No se me escapa que el aliado de Cicerón resultó ser otro cuasi romano, Catón, el de los Salonianos. ¿Adónde vamos a llegar si cuando esos que presumen de interpretar nuestras leyes descienden de esclavos o de patanes sin linaje?

Una respuesta que -,¿se habría dado cuenta Celer?- también hacía de menos a Pompeyo el Grande, su pariente de matrimonio. No obstante, ya que ninguno era lo bastante estúpido como para mencionarlo, aquello bien podía ignorarse convenientemente.

– ¿Qué puedes hacer tú, Cayo? -le preguntó Lucio César.

– Mucho. Labieno, me perdonarás que haga una recapitulación de lo que te expliqué anoche. A saber, qué fue exactamente lo que hizo Cicerón. La ejecución de ciudadanos sin juicio previo no es el meollo de la cuestión, sino más bien algo que deriva de ella. El verdadero crimen está en la interpretación que hace Cicerón del senatus consulturn de re publica defendenda. Yo no creo que este decreto último haya tenido nunca intención de ser una protección general que capacite al Senado o a cualquier otro cuerpo de hombres romanos para hacer lo que le plazca. Y ésa precisamente es la interpretación de Cicerón.

«El decreto último se ideó para actuar en caso de un disturbio civil de corta duración, el de Cayo Graco. Lo mismo puede decirse de su uso durante la revolución de Saturnino, aunque sus deficiencias fueron más obvias entonces que cuando se utilizó por primera vez. Fue invocado por Carbón contra Sila cuando éste desembarcó en Italia, y contra Lépido también. En el caso de Lépido se vio reforzada por la constitución de Sila, que dio al Senado plenos y transparentes poderes en todos los asuntos relativos a la guerra, aunque no en lo referente a disturbios civiles. El Senado decidió considerar a Lépido como un enemigo de guerra.

«Eso no es así ahora -continuó diciendo César con seriedad-. El Senado está obligado una vez más por los tres Comicios. Y ninguno de los cinco hombres a los que se ejecutó anoche habían conducido tropas armadas contra Roma. De hecho, ninguno de ellos había levantado siquiera un arma contra ningún romano, a no ser que consideremos como tal cosa la resistencia que ofreció Cepario a lo que quizás él creyó que era un simple asalto en el puente Mulvio en mitad de la noche. No se les declaró enemigos públicos. Y, por muchos argumentos que se den para probar sus intenciones de traición, incluso ahora que están muertos sus intenciones siguen siendo sólo eso: ni más ni menos que intenciones. ¡Intenciones, no acciones concretas! Las cartas simplemente expresaban intenciones, estaban escritas antes de los hechos.

»¿Quién puede ver lo que la llegada de Catilina a las puertas de Roma habría causado en aquellas intenciones? Y con Catilina ausente de la ciudad, ¿qué fue de sus intenciones de matar a los cónsules y a los pretores? Se dice que dos hombres, ¡ninguno de los cuales formaba parte de los cinco que murieron anoche!, intentaron entrar en casa de Cicerón para asesinarlo. ¡Pero nuestros cónsules y nuestros pretores siguen sanos y fuertes hasta el día de hoy! ¡No tienen ni un rasguño! ¿Es que ahora vamos a ser ejecutados sin juicio a causa de nuestras intenciones?

– ¡Oh, ojalá hubieras dicho eso ayer! -suspiró Celer.

– Ojalá. Sin embargo, dudo mucho que ningún argumento hubiera tenido el poder de conmoverlos una vez que Catón se lanzó. Porque a pesar de sus buenas palabras acerca de que hiciéramos discursos cortos, Cicerón ni siquiera intentó detener la palabrería de Catón. Ojalá hubiera continuado hasta la puesta de sol.

– Échale la culpa a Servilia de que no fuera así -dijo Lucio César haciendo mención de lo que no se podía mencionar.

– No te preocupes, ya se la echo -repuso César apretando los labios.

– Bueno, si tienes planeado asesinarla, asegúrate de no decírselo en una carta -intervino Celer con una sonrisa en los labios-. La intención es lo único que hace falta en estos días.

– Ahí quiero ir a parar yo, precisamente. Cicerón ha convertido el senatus consultum ultimum en un monstruo que puede volverse contra cualquiera de nosotros.

– Pues no logro ver qué es lo que podemos hacer nosotros a posteriori.

– Podemos hacer que ese monstruo se vuelva contra Cicerón, quien sin duda en estos momentos está planeando hacer que el Senado ratifique su reclamación del título de pater patriae -dijo César curvando los labios-. Dice que ha salvado a la patria, pero yo mantengo que este país no se encuentra verdaderamente en peligro, a pesar de Catilina y de su ejército. Si alguna vez una revolución ha estado condenada al fracaso, es ahora. Lépido Fue lo bastante catastrófico. Yo diría que Catilina es un auténtico chiste, si no fuera porque algunos buenos soldados romanos tendrán que morir para vencerlo.

– ¿Y qué intenciones tienes? -le preguntó Labieno-. ¿Qué puedes hacer?

– Pienso desprestigiar todo el concepto del senatus consultum ultimum. Ya ves, pienso juzgar por alta traición a alguien que actuó bajo la protección de dicho decreto -dijo César.

Lucio César ahogó una exclamación.

– ¿A Cicerón?

– A Cicerón no, ciertamente… ni a Catón, por lo que a eso se refiere. Es demasiado pronto para intentar tomar represalias contra cualquiera de los hombres implicados en esta última utilización. Si lo intentásemos, nos encontraríamos con el cuello roto. Ya llegará el momento para eso, primo, pero todavía no. No, iremos a por alguien de quien es de todos sabido que actuó de forma criminal amparándose en un senatus consultum ultimum anterior. Cicerón fue lo bastante clarividente como para nombrar a nuestra presa en la Cámara. Cayo Rabirio.

Tres pares de ojos se abrieron mucho, pero ninguno de los tres hombres habló durante un rato.

– Seguramente querrás decir por asesinato -dijo al fin Celer-. Cayo Rabirio fue indiscutiblemente uno de los hombres que se subieron al tejado de la Curia Hostilia, pero eso no fue traición, sino que fue asesinato.

– Eso no es lo que dice la ley, Celer. Piénsalo. El asesinato se convierte en traición cuando se comete para usurpar las prerrogativas legales del Estado. Por lo tanto el asesinato de un ciudadano romano al que se tiene preso en espera de juicio acusado de alta traición es en sí mismo una traición.

– Empiezo a comprender adónde vas a parar -dijo Labieno, cuyos ojos se habían puesto brillantes-, pero nunca conseguirás llevarlo ante un tribunal.

– El perduellio no es un delito que se juzgue en un tribunal, Labieno. Debe ser juzgado en la Asamblea de las Centurias -le recordó César.

– Tampoco llegarás allí, aunque Celer sea el pretor urbano.

– No estoy de acuerdo. Hay una manera de llevar el caso ante las Centurias. Empezamos con un proceso judicial mucho más antiguo que la República, pero que es una ley no menos romana que cualquiera de las leyes de la República. Está todo en los documentos antiguos, amigo mío. Ni siquiera Cicerón será capaz de discutir la legalidad de lo que hagamos. Podrá contrarrestarlo remitiéndolo a las Centurias, pero nada más.

– Ilumíname, César; no soy ningún estudioso de las leyes antiguas -dijo Celer empezando a sonreír.

– Tú tienes renombre de ser un pretor urbano que ha cumplido escrupulosamente sus edictos -le dijo César, que optó por mantener a su audiencia sobre ascuas un poco más de tiempo-. Uno de tus edictos dice que accederás a juzgar a cualquier hombre si su accusator actúa dentro de la ley. Mañana al amanecer, Tito Labieno se presentará ante tu tribunal y exigirá que Cayo Rabirio sea juzgado perduellionis por los asesinatos de Saturnino y Quinto Labieno en la forma que se estableció durante el reinado del rey Tulo Hostilio. Tú estudiarás el caso, y, ¡qué perspicaz por tu parte!, casualmente tendrás debajo del brazo una copia de mi disertación acerca de los procesos antiguos por alta traición. Eso confirmará que la solicitud de Labieno de acusar a Rabirio perduellionis por esos dos asesinatos se atiene a la letra de la ley.

La audiencia estaba fascinada; César apuró lo que le quedaba del agua con vinagre, ya tibia, y continuó.

– El procedimiento, en el único juicio que ha llegado hasta nosotros, durante el reinado de Tulo Hostilio, el de Horacio por el asesinato de su hermana, exige una vista ante dos jueces solamente. Ahora bien, actualmente sólo hay cuatro hombres en Roma que estén cualificados para ser jueces, porque descienden de familias instaladas entre los padres en la época en que el juicio tuvo lugar. Yo soy uno de ellos y tú eres otro, Lucio. El tercero es Catilina, oficialmente declarado enemigo público. Y el cuarto es Fabio Sanga, que en estos momentos está de camino hacia las tierras de los alóbroges en compañía de sus clientes. Por tanto tú, Celer, nos nombrarás a Lucio y a mí jueces, y ordenarás que el juicio se celebre inmediatamente en el Campo de Marte.

– ¿Estás seguro de todo lo que estás diciendo? -le preguntó Celer arrugando la frente-. Hay testimonios de que los Valerios datan de aquella época, y ciertamente los Servilio y los Quintilios vinieron de Alba Longa cuando la ciudad fue destruida, igual que los Julios.

Lucio César optó por responder.

– El juicio de Horacio tuvo lugar mucho antes de que Alba Longa fuera saqueada, Celer, lo cual descalifica a los Servilios y a los Quintilios. Los Julios emigraron a Roma cuando Numa Pompilio estaba todavía en el trono. Fueron desterrados de Alba por Cluilo, que les usurpó la monarquía albana. En cuanto a los Valerios -aquí Lucio César se encogió de hombros-, eran sacerdotes militares de Roma, lo cual también los descalifica.

– ¡Me doy por corregido -dijo Celer al tiempo que dejaba escapar una risita entre dientes, inmensamente divertido-, pero lo único que yo puedo alegar es que, al fin y al cabo, no soy más que un mero Cecilio!

– A veces vale la pena escoger a los antepasados, Quinto -dijo César encajando la pulla-. Es una suerte para César que nadie, desde Cicerón hasta Catón, pueda discutir tu elección de los jueces.

– Provocará furor -dijo Labieno con satisfacción.

– Así será, Tito.

– Y Rabirio seguirá el ejemplo de Horacio y apelará.

– Desde luego. Pero primero daremos un maravilloso espectáculo al exhibir todas las antiguas galas: la cruz hecha de un árbol de mal agüero; la estaca en forma de horquilla para los azotes; tres lictores que transporten las varas y las hachas en representación de las tres tribus de los orígenes de Roma; el velo para la cabeza de Rabirio y las ataduras rituales para las muñecas. ¡Todo un soberbio teatro! Spinther se morirá de envidia.

– Pero no harán más que encontrar excusas para retrasar la apelación de Rabirio en las Centurias hasta que el resentimiento público se apacigüe -dijo Labieno, que ahora se había puesto lúgubre-. Nunca se celebrará la vista de Rabirio mientras alguien recuerde el destino de Léntulo Sura y de los demás.

– No pueden hacer eso -intervino César-. La ley antigua se impone, así que la apelación hay que celebrarla de inmediato, exactamente igual que la apelación de Horacio se celebró en seguida.

– Deduzco que nosotros condenamos a Rabirio -dijo Lucio César-, pero no lo entiendo, primo. ¿Para qué?

– En primer lugar, nuestro juicio es muy diferente de un juicio moderno como lo establece Glaucia. Visto con ojos modernos parecerá una farsa. Los jueces determinan qué pruebas quieren oír y deciden cuando ya han oído bastante. Cosa que decidiremos nosotros una vez que Labieno haya expuesto el caso ante nosotros. Nos negaremos a permitir que el acusado presente prueba alguna en su propia defensa. ¡Es vital que se vea que no se hace justicia! Porque, ¿qué justicia recibieron esos cinco hombres ejecutados ayer?

– ¿Y en segundo lugar? -preguntó Lucio César.

– En segundo lugar, la apelación se hace acto seguido, lo que significa que las Centurias todavía estarán en ebullición. Y Cicerón se verá invadido por el pánico. Si las Centurias condenan a Rabirio, el cuello de Cicerón está en peligro. Y Cicerón no es estúpido, ya sabéis, sólo un poco obtuso cuando su vanidad y su certeza de que tiene razón se llevan la mayor parte de su buen criterio. En el momento en que oiga lo que estamos haciendo, comprenderá exactamente por qué lo hacemos.

– En cuyo caso -dijo Celer-, y si tiene algo de sentido común, irá derecho a la Asamblea Popular y procurará hacer una ley que invalide el procedimiento antiguo.

– Sí, supongo que así es como lo abordará.

– César le echó una mirada a Labieno-. Me fijé en que Ampio y Rulo votaron con nosotros ayer en el templo de la Concordia. ¿Crees que cooperarían con nosotros? Necesito un veto en la Asamblea Popular, pero tú estarás muy atareado en el Campo de Marte con Rabirio. ¿Crees que estarían dispuestos Ampio o Rulo a ejercer su derecho al veto en nuestro beneficio?

– Ampio seguro que sí, porque tiene relación conmigo y ambos la tenemos con Pompeyo Magnus. Y creo que Rulo también cooperaría. Haría cualquier cosa que imagine que hará sufrir a Cicerón y a Catón. Les echa la culpa a ellos del fracaso de su proyecto de ley sobre los terrenos.

– Entonces Rulo, y Ampio le apoyará. Cicerón le pedirá a la Asamblea Popular una lex rogata plus quam perfecta para poder castigarnos legalmente por instituir el procedimiento antiguo. Y tendrá que invocar a su precioso senatus consultum ultimum para que la ley se apruebe apresuradamente y entre en vigor, añado yo; así tendrá que centrar la atención pública en el decreto último cuando precisamente lo que él estará deseando será quemarlo para que se olvide. Después de lo cual Rulo y Ampio interpondrán sus vetos. Y después quiero que Rulo se lleve aparte a Cicerón y le proponga un pacto. Nuestro cónsul senior es un alma tan tímida que se agarrará a cualquier proposición que tenga probabilidades de impedir la violencia en el Foro… siempre que ello le permita salirse con la mitad de lo que se propone.

– Deberías oír lo que cuenta Magnus que hacía Cicerón durante la guerra italiana -dijo Labieno con desprecio-. Nuestro heroico cónsul senior se desmayaba al ver una espada.

– ¿Qué trato ha de proponerle Rulo? -preguntó Lucio César mientras fruncía el entrecejo al mirar a Labieno, a quien consideraba un mal necesario.

– Primero, que la ley que Cicerón se procure no nos haga susceptibles de ser procesados más tarde. Segundo, que la apelación de Rabirio ante las Centurias tenga lugar al día siguiente para que Labieno pueda continuar como acusador mientras siga siendo tribuno de la plebe. Tercero, que la apelación se lleve a cabo según las normas de Glaucia. Cuarto, que la sentencia de muerte sea sustituida por el exilio y una multa.

– César lanzó un suspiro, a sus anchas-. Y quinto, que se me nombre a mí juez de apelación en las Centurias, con Celer como mi custos personal.

Celer prorrumpió en carcajadas.

– ¡Por Júpiter, César! ¡Qué inteligente!

– ¿Y para qué molestarse en cambiar la sentencia? -preguntó Labieno, todavía dispuesto al pesimismo-. Las Centurias no han declarado jamás a ningún hombre culpable de perduellio desde que Rómulo era niño.

– Eres excesivamente pesimista, Tito.

– César juntó las manos sin apretarlas sobre el escritorio-. Lo que tenemos que hacer es atizar los sentimientos que ya están a punto de estallar en el interior de la mayoría de los que vieron cómo el Senado negaba el inalienable derecho a juicio de un romano. Este es un tema en el que la primera y la segunda clases no consentirán seguir el ejemplo del Senado, incluso entre las filas de las Dieciocho. El senatus consultum ultimum concede al Senado excesivo poder, y no hay un caballero ni un hombre moderadamente acaudalado ahí afuera que no comprenda eso. Ha habido guerra entre las clases desde los hermanos Graco. Rabirio no goza de la menor simpatía, es un viejo villano. Por eso lo que le depare a él el destino no le importa nada a los votantes de las Centurias, lo que les importa es ver amenazado el derecho a un juicio. Creo que hay muchas probabilidades de que las Centurias opten por condenar a Cayo Rabirio.

– Y de que lo manden al exilio -dijo Celer con cierta tristeza-. Ya sé que es un viejo granuja, César, pero es viejo. El exilio lo mataría.

– No, si el veredicto no llega a emitirse -dijo César.

– Cómo puede ser que no se emita?

– Eso queda por entero en tus manos, Celer -dijo César sonriendo con malicia-. Como pretor urbano estás encargado del protocolo para las reuniones en el Campo de Marte. Y eso incluye tener vigilada la bandera roja que has de izar en lo alto del Janículo cuando las Centurias estén fuera de las murallas, por si acaso aparecen invasores.

Celer se echó a reír otra vez.

– ¡No, César!

– Mi querido amigo, ¡nos encontramos bajo un senatus consultum ultimum porque Catilina está en Etruria con un ejército! El desgraciado decreto no existiría si Catilina no tuviera un ejército, y hoy cinco hombres estarían vivos. En condiciones normales nadie se molestaría siquiera en mirar hacia el Janículo, y menos que nadie el pretor urbano: él está muy atareado al nivel del suelo, no en un tribunal. Pero con Catilina y un ejército que se espera que caigan sobre Roma cualquier día, en el momento en que la bandera se arríe cundirá el pánico. Las Centurias dejarán de votar y saldrán huyendo a sus casas para armarse contra los invasores, igual que en los tiempos de los etruscos y de los volscos. Yo sugiero -continuó César con recato- que pongas a alguien en el Janículo dispuesto para bajar la bandera roja y establezcas algún sistema de señales: una hoguera quizás, si el sol no está lo bastante lejos en el Oeste, o un espejo que lance destellos si lo está.

– Todo eso está muy bien -dijo Lucio César-. Pero, ¿qué se conseguirá con toda esa tortuosa sucesión de acontecimientos si a Rabirio no se le declara culpable y el senatus consulturn ultimum continúa en vigor hasta que Catilina y su ejército sean derrotados? ¿Qué lección crees que le darás realmente a Cicerón? Catón es una causa perdida, es demasiado duro de mollera como para sacar alguna lección de algo.

– En cuanto a Catón, tienes razón, Lucio. Pero Cicerón es diferente. Como ya he dicho, es un alma tímida. En la actualidad está exaltado por la riada de éxito. Quería una crisis durante su período de cónsul y la ha tenido. Todavía no se le ha pasado por la cabeza que exista alguna posibilidad de desastre personal. Pero si le hacemos ver que las Centurias habrían declarado culpable a Rabirio, él comprenderá el mensaje, creedme.

– Pero, ¿cuál es el mensaje exactamente, César?

– Que ningún hombre que actúe bajo el amparo del senatus consultum ultimum está a salvo de un justo castigo en algún momento del futuro. Que ningún cónsul senior puede engañar a un cuerpo de hombres tan importante como el Senado de Roma para que apruebe la ejecución de ciudadanos romanos sin un juicio, y no digamos sin apelación. Cicerón captará el mensaje, Lucio. Cada hombre de las Centurias que vote por condenar a Rabirio estará diciéndole a Cicerón que el Senado y él no son lo árbitros del destino de Roma. También le estarán diciendo que mediante la ejecución de Léntulo Sura y los demás sin juicio previo, ha perdido la confianza y la admiración que le tenían. Y eso último, para Cicerón, será peor que cualquier otro aspecto de todo este asunto -dijo César.

– ¡Te odiará por esto! -le gritó Celer.

César alzó las rubias cejas; ahora había adoptado una pose altanera.

– ¿Y a mí qué me importa? -preguntó.

El pretor Lucio Roscio Otón había sido tribuno de la plebe al servicio de Catulo y de los boni, y se había ganado la antipatía de casi todos los hombres romanos por devolverles a los caballeros de las Dieciocho las catorce filas de asientos que estaban justo detrás de los asientos senatoriales. Pero le había entregado su afecto a Cicerón el día en que un teatro lleno de gente le había silbado y abucheado a rabiar por reservar esos asientos tan apetecibles según derecho, y Cicerón se había visto obligado a hablar ante aquella airada muchedumbre de seres inferiores para intentar calmarlos y convencerlos.

Ahora pretor responsable de los litigios extranjeros, Otón se encontraba en el Foro inferior cuando vio a Tito Labieno, aquel individuo de aspecto salvaje, que avanzaba a grandes zancadas hacia el tribunal de Metelo Celer y empezaba a hablar con mucha insistencia. Picado por la curiosidad, Otón se acercó despacio a tiempo de oír la última parte de la exigencia de Labieno acerca de que Cayo Rabirio fuera juzgado por alta traición de acuerdo con la ley vigente durante el reinado del rey Tulo Hostilio. Cuando Celer sacó la gruesa disertación de César sobre leyes antiguas y empezó a comprobar la validez de las pretensiones de Labieno, Otón decidió que había llegado el momento de pagarle a Cicerón una parte de su deuda informándole de lo que ocurría.

Casualmente Cicerón había estado durmiendo hasta tarde, porque la noche siguiente a la ejecución de los conspiradores no había podido dormir casi nada; luego, al día siguiente, había recibido la visita de numerosísimas personas que acudían a felicitarlo, lo que le produjo una clase de excitación que lo condujo al sueño mucho más que la del día anterior.

Así que no había salido aún de su cubículo cuando Otón llegó y se puso a aporrear la puerta principal, aunque acudió en seguida al atrio cuando oyó el alboroto… ¡qué casa tan pequeña!

– ¡Otón, querido amigo, lo siento! -gritó Cicerón sonriendo radiante al pretor al tiempo que se pasaba la mano por el desordenado pelo para alisárselo-. Hay que echar la culpa a los acontecimientos de los últimos días; esta noche por fin he descansado realmente bien.

– Su burbujeante sensación de bienestar empezó a desvanecerse un poco cuando captó la expresión perturbada de Otón-. ¿Está ya en camino Catilina? ¿Ha habido una batalla? ¿Han sido derrotados nuestros ejércitos?

– No, no tiene nada que ver con Catilina -dijo Otón al tiempo que movía negativamente la cabeza-. Se trata de Tito Labieno.

– ¿Qué pasa con Tito Labieno?

– En estos momentos se encuentra abajo, en el Foro, ante el tribunal de Metelo Celer; y le está pidiendo a éste que se le permita procesar al viejo Cayo Rabirio perduellionis por los asesinatos de Saturnino y Quinto Labieno.

– ¿Qué estás diciendo?

Otón repitió su declaración.

A Cicerón se le quedó la boca seca; notó que la sangre se le retiraba del rostro y que el corazón se le tropezaba y tartamudeaba mientras el pecho se le quedaba sin aire. Alargó una mano y agarró con fuerza a Otón por un brazo.

– ¡No me lo creo!

– Pues será mejor que te lo creas, porque está ocurriendo; y Metelo Celen tenía cara de estar dispuesto a aprobar el caso. Ojalá pudiera decir que comprendí exactamente qué ocurría, pero no es así. Labieno no hacía más que citar al rey Tulo Hostilio, hablaba de algo relacionado con un antiguo proceso judicial, y Metelo Celen se puso muy afanoso a estudiar con detenimiento un enorme rollo que decía que tenía que ver con las leyes antiguas. No sé bien por qué el pulgar izquierdo empezó a darme pinchazos, pero así fue. ¡Se avecina un problema terrible! Me pareció que lo mejor que podía hacer era venir corriendo a decírtelo de inmediato.

Pero cuando terminó estaba hablándole al vacío; Cicerón había desaparecido al mismo tiempo que llamaba a voces a su ayuda de cámara. Regresó poco después, ataviado con toda la majestad de su toga bordada en color púrpura.

– ¿Has visto a mis lictores a la puerta?

– Están ahí jugando a los dados.

– Entonces, vámonos.

Normalmente a Cicerón le gustaba caminar muy despacio detrás de los lictores; ello permitía que todo el mundo lo viera bien y lo admirase. Pero aquella mañana exhortó a la escolta a avanzar a paso rápido, y no sólo en una ocasión, sino que lo hizo cada vez que aflojaban el paso. La distancia hasta el Foro no era grande, pero a Cicerón le pareció la misma que había de Roma a Capua. Estaba deseando abandonar la majestuosidad y echar a correr, aunque conservó el suficiente buen sentido para no hacerlo. Recordaba perfectamente que había sido él quien había introducido en su discurso el nombre de Cayo Rabirio al iniciar el debate en el templo de la Concordia, para ilustrar la inmunidad de cualquier individuo a partir de las consecuencias de cualquier acto realizado mientras estaba vigente un senatus consultum ultimum. ¡Y ahora allí estaba Tito Labieno -el tribuno de la plebe sumiso de César, no de Pompeyo- solicitando procesar a Cayo Rabirio por los asesinatos de Quinto Labieno y Saturnino! Pero para ello no se basaba en una acusación de asesinato, sino en una antigua acusación de perduellio, el mismo perduellio que César había descrito durante su discurso en el templo de la Concordia.

Cuando el séquito de Cicerón atravesó apresuradamente el espacio que había entre el templo de Cástor y el tribunal del pretor urbano, una pequeña muchedumbre se había congregado alrededor del tribunal para escuchar con avidez. No es que se estuviera tratando de nada importante cuando llegó Cicerón; Labieno y Metelo Celer estaban hablando de mujeres.

– ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? -exigió Cicerón sin aliento.

Celer levantó las cejas con expresión de sorpresa.

– El asunto normal de este tribunal, cónsul senior.

– ¿Cuál es?

– Actuar de árbitro en las disputas civiles y decidir si las acusaciones criminales merecen un juicio -respondió Celer poniendo énfasis en la palabra «juicio».

Cicerón se ruborizó.

– ¡No juegues conmigo! -dijo con tono desagradable-. ¡Quiero saber de qué se trata!

– Mi querido Cicerón -dijo lentamente Celer-, puedo asegurarte que tú eres la última persona en el mundo que yo elegiría para jugar con ella.

– ¿Qué está ocurriendo?

– El tribuno de la plebe, Tito Labieno, aquí presente, ha presentado una acusación de perduellio contra Cayo Rabirio por los asesinatos de su tío Quinto Labieno y de Lucio Apuleyo Saturnino hace treinta y siete años. Desea celebrar el juicio según el procedimiento que estaba vigente durante el reinado del rey Tulo Hostilio, y después de leer con mucho detenimiento los documentos pertinentes, he decidido, de acuerdo con mis propios edictos publicados al comienzo de mi período como pretor urbano, que a Cayo Rabirio se le juzgue de ese modo -dijo Celer sin detenerse a respirar-. En este momento estamos esperando a que Cayo Rabirio se presente ante mí. En cuanto llegue le acusaré y nombraré a los jueces para el juicio, que pondré en marcha inmediatamente.

– ¡Esto es ridículo! ¡No puedes hacerlo!

– Nada en los documentos pertinentes ni en mis propios edictos dice que no pueda hacerlo, Marco Cicerón.

– ¡Esto va dirigido a mí!

El rostro de Celer registró un asombro teatral.

– ¿Cómo, Cicerón? ¿Estuviste tú en el tejado de la Curia Hostilia arrojando tejas hace treinta y siete años?

– ¿Quieres dejar de hacerte deliberadamente el tonto, Celer? ¡Estás actuando como marioneta de César, y yo tenía mejor concepto de ti, nunca pensé que te dejases comprar por aquellos que son como César!

– ¡Cónsul senior, si tuviéramos alguna ley en las tablillas que prohibiera las alegaciones carentes de base y las castigase con la pena de una gran multa, tú ya la estarías pagando ahora mismo! -dijo Celer con fiereza-. ¡Yo soy pretor urbano del Senado y del pueblo de Roma, y haré el trabajo que me corresponde hacer! ¡Que es exactamente lo que estaba intentando hacer hasta que tú te me echaste encima para decirme cómo he de hacer mi trabajo! -Se dio la vuelta hacia uno de los cuatro lictores que le quedaban, que estaban escuchando aquella conversación con sonrisas en el rostro porque estimaban a Celer y les gustaba trabajar para él-. Lictor, te ruego que convoques a Lucio Julio César y a Cayo Julio César para que comparezcan ante este tribunal.

En aquel momento los dos lictores que le faltaban aparecieron procedentes de las Carinae. Entre ellos caminaba arrastrando los pies un hombrecillo que parecía ser diez años mayor de los setenta que admitía tener, arrugado, con un porte poco atractivo y el cuerpo descarnado. De ordinario tenía una expresión de agria y furtiva satisfacción, pero al aproximarse al tribunal de Celer bajo escolta oficial aquel rostro no dejaba traslucir más que una aturdida perplejidad. Cayo Rabirio no era un hombre agradable, pero aun así, en cierto modo era una institución romana.

Poco después comparecieron los dos Césares, con sospechosa prontitud; tenían un aspecto tan magnífico los dos juntos que la creciente multitud comenzó a lanzar exclamaciones de admiración. Ambos eran altos, rubios y muy apuestos; ambos vestían la toga a rayas escarlatas y púrpuras propia de los colegios religiosos de categoría superior; pero mientras que Cayo lucía la túnica a rayas escarlatas y púrpuras de pontífice máximo, Lucio llevaba el lituus de augur: un bastón curvo que estaba coronado por una lujosa voluta. Tenían un aspecto verdaderamente suntuoso. Y mientras Metelo Celer acusaba formalmente al estupefacto Cayo Rabirio de los cargos de asesinato de Quinto Labieno y de Saturnino bajo el perduellio del rey Tulo Hostilio, los dos Césares permanecían de pie a un lado mirando con expresión impasible.

– ¡Sólo hay cuatro hombres que puedan ejercer como jueces en este juicio -gritó Celer con voz sonora-, y los convocaré ante mi presencia por turnos! ¡Lucio Sergio Catilina, da un paso al frente!

– Lucio Sergio Catilina está bajo interdicción -respondió el lictor jefe del pretor urbano.

– ¡Quinto Fabio Máximo Sanga, da un paso al frente!

– Quinto Fabio Máximo Sanga se encuentra fuera del país.

– ¡Lucio Julio César, da un paso al frente!

Lucio César dio un paso al frente.

– ¡Cayo Julio César, da un paso al frente!

César dio un paso al frente.

– Padres -les dijo Celer con solemnidad-, se os encomienda aquí y ahora que juzguéis a Rabirio por los asesinatos de Lucio Apuleyo Saturnino y Quinto Labieno de acuerdo con la lex regia de perduellionis del rey Tulo Hostilio. Además ordeno que el juicio se celebre dentro de dos horas en el Campo de Marte, en los terrenos adyacentes a los saepta.

»Lictor, aquí y ahora te ordeno que convoques a tres colegas de tu colegio para que actúen como representantes de las tres tribus de hombres romanos, uno por los Tities, otro por los Ramnes y otro por los Luceres. Además dispongo que asistan al tribunal en calidad de servidores.

Cicerón volvió a intentarlo con más dulzura.

– Quinto Cecilio -le dijo muy formalmente a Celer-, ¡no puedes hacer esto! ¿Un juicio perduellionis en el día de hoy? ¿Dentro de dos horas? ¡El acusado debe disponer de tiempo para preparar su defensa! Tiene que elegir a sus abogados y buscar testigos que declaren en su favor.

– Bajo la lex regia de perduellionis del rey Tulo Hostilio no están previstas todas esas cosas -repuso Celer-. Yo soy meramente el instrumento de la ley, Marco Tulio, no soy su creador. Lo único que se me permite hacer es seguir el procedimiento, y el procedimiento, en este caso, está claramente definido en los documentos de aquella época.

Sin decir una palabra Cicerón giró sobre sus talones y se alejó del tribunal del pretor urbano, aunque no tenía ni idea de adónde iba a encaminar sus pasos desde allí. ¡Iban en serio! ¡Pensaban juzgar a aquel patético viejo bajo una ley arcaica que Roma, como era habitual, nunca había borrado de las tablillas! Oh, ¿por qué sería que en Roma todo lo arcaico se reverenciaba, nunca se tocaba nada que fuera arcaico? Desde toscas cabañas con el techo de paja hasta las leyes que databan de los primeros reyes, pasando por columnas que obstruían el paso dentro de la basílica Porcia, siempre era igual; lo que siempre había estado allí debía continuar estando.

César estaba detrás de aquello, desde luego. Había sido él quien había descubierto las piezas que faltaban y que daban sentido no sólo al juicio de Horacio -el juicio más antiguo del que se tenía noticia en la historia de Roma-, sino también a su apelación. Y los había citado, tanto al juicio como a la apelación, dos días antes en la Cámara. Pero, ¿qué era lo que esperaba conseguir exactamente? ¿Y por qué un hombre de los boni como Celer le ayudaba y era cómplice? Lo de Tito Labieno y Lucio César era comprensible, pero lo de Metelo Celer resultaba inexplicable.

Sus pies le habían llevado en la dirección del templo de Cástor, así que decidió irse a casa, encerrarse allí y ponerse a pensar sin descanso. Normalmente el órgano que producía el pensamiento de Cicerón no tenía dificultad en el proceso, pero ahora Cicerón opinaba que ojalá supiera dónde se encontraba dicho órgano: ¿en la cabeza, en el pecho, en la barriga? Si lo supiera, quizás fuera capaz de ponerlo en funcionamiento golpeándolo, instigándolo o quizás purgándolo…

En aquellos precisos momentos casi se tropezó con Catulo, Bíbulo, Cayo Pisón y Metelo Escipión, que bajaban a toda prisa del Palatino. ¡Él ni siquiera los había visto acercarse! ¿Qué era lo que le estaba pasando?

Mientras subían la interminable escalera que llevaba a la casa de Catulo, la más cercana, Cicerón les contó a los otros cuatro su versión de los hechos, y cuando finalmente estuvieron instalados en el espacioso despacho de Catulo, Cicerón hizo algo que rara vez hacía: se bebió una copa entera de vino sin agua. Entonces, cuando empezaba a enfocar las cosas con la mirada, se dio cuenta de que faltaba una persona.

– ¿Dónde está Catón?

Los otros cuatro dieron la impresión de estar más bien incómodos, y luego intercambiaron unas miradas resignadas que le indicaron a Cicerón que estaba a punto de ser informado de algo que los demás preferirían con mucho guardarse para sí.

– Supongo que tendrías que clasificarlo como un herido que puede caminar -dijo Bíbulo-. Alguien le arañó la cara y se la dejó hecha tiras.

– ¿A Catón?

– No es lo que crees, Cicerón.

– ¿Pues qué es?

– Tuvo un altercado con Servilia por lo de César, y ella lo atacó como una leona.

– ¡Oh, dioses!

– No vayas diciéndolo por ahí, Cicerón -le recomendó Bíbulo con seriedad-. Ya será bastante duro para el pobre hombre cuando aparezca en público sin que toda Roma sepa quién y por qué.

– ¿Tan malo es?

– Peor.

Catulo golpeó de un manotazo el escritorio con tanta fuerza que todos se sobresaltaron.

– ¡No estamos aquí para hablar de Catón! -dijo con brusquedad-. Nos hemos reunido aquí con la intención de parar a César.

– Eso se está conviniendo en un refrán -intervino Metelo Escipión-. Parar a César en esto, parar a César en aquello… pero nunca lo paramos.

– ¿Qué se propone? -preguntó Cayo Pisón-. Quiero decir, ¿por qué juzgar a un viejo bajo una ley antigua basándose en una acusación inventada que él no tendrá ningún problema en refutar?

– Es el modo que tiene César de llevar a Rabirio ante las Centurias -dijo Cicerón-. César y su primo condenarán a Rabirio, y él apelará ante las Centurias.

– Pues no veo qué utilidad tiene todo eso -comentó Metelo Escipión.

– Acusan a Rabirio de alta traición porque fue uno de los hombres que mataron a Saturnino y a sus confederados, y se libró de las consecuencias bajo el senatus consultum ultimum de aquella época -dijo Cicerón cargado de paciencia-. En otras palabras, César está intentando demostrar al pueblo que un hombre nunca está seguro ante una acción que se haya llevado a cabo bajo un senatus consultum ultimum ni siquiera treinta y siete años después. Es su modo de decirme que un día me acusará por el asesinato de Léntulo Sura y de los demás.

Aquello dio origen a un silencio que se quedó flotando pesadamente hasta que Catulo lo rompió levantándose de la silla y empezando a pasear.

– Nunca lo logrará.

– En las Centurias, estoy de acuerdo. Pero despertará mucho interés, y en la apelación de Rabirio estará presente una enorme multitud -dijo Cicerón con aire desgraciado-. ¡Oh, ojalá Hortensio estuviera en Roma!

– En realidad ya está de vuelta -dijo Catulo-. Alguien en Miseno ha levantado el rumor de que iba a producirse un levantamiento de esclavos en Campania, así que hizo el equipaje hace dos días. Enviaré un mensajero para que le salga al encuentro en la carretera y le diga que se apresure.

– Entonces estará aquí conmigo para defender a Rabirio cuando apele.

– Sólo tendremos que posponer la apelación -dijo Pisón.

El superior conocimiento de Cicerón de los documentos antiguos provocó que le dirigiera a Pisón una mirada despreciativa.

– ¡No podemos posponer nada! -dijo con un gruñido-. Tiene que celebrarse en cuanto el juicio ante los dos Césares termine.

– Bueno, a mí todo esto me parece una tempestad en un vaso de agua -dijo Metelo Escipión, cuyo linaje era mucho mayor que su intelecto.

– Está muy lejos de ser así -dijo sobriamente Bíbulo-. Ya sé que tú generalmente no ves nada aunque te lo pongamos debajo de tu presumida nariz, Escipión, pero seguramente te habrás fijado en el estado de ánimo que reina entre el pueblo desde que ejecutamos a los conspiradores, ¿no? ¡No les ha gustado! Nosotros somos senadores, estamos en la parte de dentro, comprendemos todos los matices de situaciones como la de Catilina. Pero incluso muchos caballeros de las Dieciocho se quejan de que el Senado haya usurpado poderes que ni los tribunales ni las Asambleas tienen ya. Este juicio que se ha inventado César le da al pueblo la oportunidad de congregarse en un lugar público y demostrar a voces su descontento.

– ¿Condenando a Rabirio en la apelación? -preguntó Lutacio Catulo sin comprender del todo-. ¡Bíbulo, a ellos no les hace falta eso! Los dos Césares pueden, y sin duda lo harán, pronunciar una sentencia de muerte para Rabirio, pero las Centurias se niegan por completo a condenar, siempre ha sido así. Sí, ellos se quejarán, quizás, pero el asunto «morirá» de muerte natural. César no tendrá éxito en las Centurias.

– Estoy de acuerdo en que no debería tenerlo -dijo Cicerón con tristeza-. Pero, ¿por qué me obsesiona el presentimiento de que sí lo tendrá? Seguro que tiene algún otro truco guardado en el seno de su toga, y no puedo adivinar qué es.

– Muera el asunto de muerte natural o no, Quinto Catulo, ¿estás dando a entender que nosotros tenemos que sentarnos sumisamente a un lado del campo de batalla y contemplar cómo César arma todo ese jaleo? -preguntó Metelo Escipión.

– ¡Claro que no! -le contestó Cicerón con enojo. ¡Metelo Escipión era verdaderamente duro de mollera!-. Estoy de acuerdo con Bíbulo en que el pueblo no está contento en estos momentos. Por eso no podemos permitir que la apelación de Rabirio se produzca inmediatamente. El único modo de impedirlo es invalidar la lex regia de perduellionis del rey Tulo Hostilio. Así que esta mañana convocaré una reunión del Senado y pediré un decreto que ordene a la Asamblea Popular que anule dicha ley. No tardaré mucho en conseguir el decreto, ya me encargaré yo de eso. Acto seguido convocaré a la Asamblea Popular.

– Cerró los ojos y se estremeció-. Me temo, no obstante, que tendré que utilizar el senatus consultum ultimum para prescindir de la ley Didia. Sencillamente, no podemos permitimos el lujo de esperar diecisiete días para la ratificación del decreto. Ni podemos permitir contiones.

Bíbulo frunció el entrecejo.

– No pretendo tener tus conocimientos de derecho, Cicerón, pero seguramente el senatus consultum ultimum no alcanza a la Asamblea Popular a menos que ésta se reúna para tratar algo concerniente a Catilina. Lo que quiero decir es que nosotros sabemos que el juicio de Rabirio tiene mucho que ver con Catilina, pero los únicos votantes de la Asamblea Popular que comparten ese conocimiento nuestro son senadores, y no habrá suficientes en los Comicios como para conseguir los votos necesarios.

– El senatus consultum ultimum funciona del mismo modo que lo haría un dictador -dijo Cicerón con firmeza-. Sustituye todas las actividades de los Comicios y del pueblo.

– Los tribunos de la plebe te vetarán -le dijo Bíbulo.

Cicerón asumió un aire de suficiencia.

– Bajo un senatus consultum ultimum, los tribunos de la plebe no pueden ejercer el veto.

– ¿Qué quieres decir, Marco Tulio? ¿Cómo que no puedo interponer el veto? -preguntó Publio Servilio Rulo tres horas más tarde en la Asamblea Popular.

– Mi querido Publio Servilio, Roma se halla bajo un senatus consultum ultimum, lo cual significa que el veto de los tribunos queda suspendido -dijo Cicerón.

La asistencia era mediocre, pues muchos de los asiduos del Foro habían preferido ir a toda prisa al Campo de Marte para ver lo que los Césares le estaban haciendo a Cayo Rabirio. Pero los que se habían quedado dentro del pomerium para ver cómo iba a manejar Cicerón el ataque de César no eran solamente senadores y los clientes de la facción de Catulo. Quizá más de la mitad de los congregados, que eran unos setecientos, pertenecían a la oposición. Y entre ellos, observó Cicerón, había gente de la calaña de Marco Antonio y sus robustos hermanos, el joven Publícola, Décimo Bruto y nada menos que Publio Clodio, quienes estaban muy afanados hablando con cualquiera que estuviera dispuesto a escucharlos. A su paso dejaban inquietud, miradas oscuras y audibles expresiones de descontento.

– Espera un momento, Cicerón -dijo Rulo dejando de lado las formalidades-. ¿Qué es todo esto del senatus consultum ultimum? Hay uno, sí, pero sólo afecta a la revuelta de Etruria y a las actividades de Catilina. ¡No está pensado para obstaculizar el funcionamiento normal de la Asamblea Popular! Estamos aquí para considerar la aprobación de una ley que invalide la lex regia de perduellionis del rey Tulo Hostilio. ¡Un asunto que no tiene nada que ver con la revuelta de Etruria ni con Catilina! Primero nos informas de que piensas invocar tu senatus consultum ultimum para darle la vuelta al procedimiento normal de los Comicios. Quieres prescindir de contiones, quieres saltar por encima de la ley Didia. Y ahora nos informas de que los tribunos de la plebe legalmente elegidos no pueden ejercer la fuerza de su veto!

– Precisamente -dijo Cicerón al tiempo que levantaba el mentón.

Desde el suelo del Foso de los Comicios la tribuna se veía como una estructura imponente que se elevaba unos diez pies por encima del nivel del Foro. Su parte superior era lo bastante grande como para dar cabida a cincuenta hombres de pie, y aquella mañana el espacio estaba ocupado por Cicerón y sus doce lictores, por el pretor urbano Metelo Celer y sus seis lictores, por los pretores Otón y Cosconio y los doce lictores de ambos, y por tres tribunos de la plebe: Rulo, Ampio y un hombre de la facción de Catulo, Lucio Cecilio Rufo.

Soplaba uno de aquellos vientos fríos que eran propios del Foro, lo cual podría explicar quizá el hecho de que Cicerón se viera muy pequeño acurrucado entre los enormes pliegues de su toga bordada de púrpura; aunque se le consideraba el más grande orador que Roma había producido nunca, la tribuna no favorecía su estilo, ni mucho menos, como los otros escenarios más íntimos de la cámara del Senado y los tribunales, y se daba cuenta de ello con tristeza. El estilo florido y exhibicionista de Hortensio le iba mucho mejor a la tribuna, pero Cicerón no se sentía cómodo haciendo su estilo más grandilocuente, como el de Hortensio. Y tampoco era aquél el momento para lanzarse a la oratoria de una manera formal. Sencillamente, tendría que seguir batallando.

– Praetor urbanus -le gritó Rulo a Metelo Celer-, ¿tú estás de acuerdo con la interpretación que el cónsul senior hace del senatus consultum ultimum actualmente en vigencia para afrontar la revuelta de Etruria y la conspiración en Roma?

– No, tribuno, no lo estoy -respondió Celer con una sólida convicción.

– ¿Por qué?

– ¡Porque no puedo estar de acuerdo con nada que impida que un tribuno de la plebe ejerza los derechos que le concede la plebe Romana!

Cuando Celer dijo aquello, los partidarios de César elevaron un clamor de aprobación.

– Entonces, praetor urbanus -continuó diciendo Rulo-, ¿eres de la opinión de que el senatus consultum ultimum que actualmente está en vigencia no puede prohibir el veto de un tribuno en esta Asamblea esta mañana?

– Sí, ésa es mi opinión -gritó Celer.

Al tiempo que la inquietud de la muchedumbre crecía, Otón se acercó a Rulo y a Metelo Celer.

– ¡Es Marco Tulio quien tiene razón! -dijo a gritos-. ¡Marco Cicerón es el abogado más grande de nuestro tiempo!

– ¡Marco Cicerón es un cagajón! -dijo alguien a voz en grito.

– ¡El dictador Cagajón! -gritó otro-. ¡El dictador Cagajón!

– ¡Cicerón es un ca-ga-jo-ón, Cicerón es un ca-ga-jo-ón, dictador Ca-ga-jo-ón!

– ¡Orden! ¡Orden!

– ¡El orden será restaurado cuando a los tribunos de la plebe se les permita ejercer sus derechos sin interferencias por parte del cónsul senior! -chilló Rulo, y se acercó al borde de la tribuna y miró hacia abajo, al foso-. ¡Quirites, propongo aquí y ahora que promulguemos una ley para investigar a naturaleza del senatus consultum ultimum que nuestro cónsul senior ha utilizado con efectos tan enérgicos durante los últimos días! ¡Han muerto varios hombres a causa del mismo! ¡Ahora se nos dice que a los tribunos de la plebe no se nos permite ejercer el veto a causa de ese decreto! ¡Ahora se nos dice que los tribunos de la plebe somos una vez más los ceros a la izquierda que éramos bajo la constitución de Sila! ¿Será la debacle de hoy el preludio de otro Sila en la persona de este charlatán defensor de ese senatus consultum ultimum? ¡Lo esgrime como si fuera una varita mágica! ¡Plaf! ¡Y los inconvenientes se desvanecen en el aire! Impone un senatus consultum ultimum; encadena y amordaza a los hombres a los que no ha dado muerte; acaba con los derechos de los romanos para reunirse con los miembros de su tribu para promulgar leyes o vetarlas. ¡Y prohíbe por entero el proceso judicial! ¡Cinco hombres han muerto sin juicio, a otro hombre se le está juzgando en este momento en el Campo de Marte, y nuestro dictador Cagajón el cónsul senior está utilizando su putrefacto senatus consultum ultimum para trastornar la justicia y convertirnos a todos en esclavos! ¡Nosotros gobernamos el mundo, pero el dictador Cagajón quiere gobernarnos a nosotros! ¡Tengo derecho a ejercer el veto que me fue concedido por un verdadero congreso de hombres romanos, pero el dictador Cagajón dice que no puedo hacerlo!

– De repente se dio la vuelta hacia Cicerón con violencia-. ¿Cuál será tu próxima jugada, dictador Cagajón? ¿Vas a mandarme al Tullianum para que me aplasten el cuello hasta hacérmelo papilla sin un juicio? ¡Sin un juicio, sin un juicio, sin un juicio, SIN UN JUICIO!

Alguien en los Comicios cogió el estribillo y, ante los aterrados ojos de Cicerón, incluso la facción de Catulo se unió al coro:

– Sin un juicio! ¡Sin un juicio! ¡Sin un juicio! -repetían una y otra vez.

Pero no hubo violencia. Como poseían un temperamento volátil, Cayo Pisón y Ahenobarbo en justicia ya debían haber atacado a alguien, pero en lugar de eso estaban allí de pie, pasmados. Quinto Lutacio Catulo los miraba a ellos y a Bíbulo presa de un horror enfermizo, pues al fin comprendía el verdadero alcance de la oposición a la ejecución de los conspiradores. Sin apenas darse cuenta de que lo hacía, levantó la mano derecha hacia Cicerón, que se encontraba sobre la tribuna, y de esta manera le dio una orden muda para que cejase, para que se echase atrás inmediatamente.

Cicerón avanzó hacia adelante con tanta rapidez que estuvo a punto de tropezarse; llevaba las manos extendidas con las palmas hacia afuera para implorar calma y silencio. Cuando el ruido se hubo acallado lo suficiente como para hacerse oír, se humedeció visiblemente los labios con la lengua y tragó saliva.

– ¡Praetor urbanus -gritó-, acepto tu posición superior como intérprete de la ley! ¡Que se adopte tu opinión! ¡El senatus consultum ultimum no alcanza al derecho al veto de los tribunos en un asunto que no tiene que ver con la revuelta de Etruria ni con la conspiración en Roma!

Aunque por mucho que viviera nunca dejaría de pelear, en aquel momento Cicerón sabía que había perdido.

Aturdido y entumecido, aceptó la propuesta de Rulo, al que César había dado instrucciones, para que expusiera lo que tenía que decir, sin ver con claridad por qué le dejaban en paz con tanta ligereza una vez que había cedido. Rulo incluso accedió a prescindir de las discusiones preliminares y del período de diecisiete días de espera estipulado por la lex Caecilia Didia. Pero, ¿es que no veían aquellos idiotas de la multitud que si el senatus consultum ultimum no podía prohibir el veto de los tribunos tampoco podía prescindir de contiones ni del período de espera que exigía la ley Didia? Oh, sí, desde luego la mano de César se veía en todo aquello. ¿Por qué, si no, iba César a ser juez en la apelación de Rabirio? Pero, ¿qué sería exactamente lo que pretendía César?

– No todo el mundo está en tu contra -dijo Ático mientras subían el Alta Semita hacia la magnífica casa de Ático, justo en lo alto de las cumbres del Quirinal.

– Pero hay demasiados que sí lo están -repuso Cicerón con tristeza-. ¡Oh, Tito, teníamos que deshacernos de esos desgraciados conspiradores!

– Ya lo sé.

– Ático se detuvo en un lugar donde una gran extensión de terreno vacío permitía una maravillosa vista del Campo de Marte, la sinuosa curva del Tíber, la llanura Vaticana y la colina que se encontraba detrás-. Si el juicio de Rabirio aún continúa, lo veremos desde aquí.

Pero el espacio cubierto de hierba adyacente a los saepta estaba completamente desierto; cualquiera que fuese el destino de Rabirio, ya estaba decidido.

– ¿A quién mandaste para que oyera a los dos Césares? -le preguntó Ático.

– A Tirón, disfrazado con una toga.

– Algo arriesgado para Tirón.

– Sí, pero puedo fiarme de él para que me haga un informe exacto, y no puedo decir lo mismo de nadie más que de ti y de él. Y a ti te necesitaba en la Asamblea Popular.

– Cicerón emitió un gruñido que tanto podía ser de risa como de pena-. ¡La Asamblea Popular! Vaya parodia.

– Tienes que admitir que César es inteligente.

– ¡Ya lo hago! Pero, ¿por qué lo dices ahora, Tito?

– Por la condición que ha puesto de que el castigo de las Centurias se cambie de la pena de muerte al exilio y a una multa. Ahora que no tienen que ver a Rabirio azotado y decapitado, creo que cuando las Centurias voten lo declararán culpable.

Ahora le tocó a Cicerón el turno de detenerse.

– ¡Eso no lo harán nunca!

– Lo harán. ¡Un juicio, Marco, es un juicio! Los hombres de fuera del Senado no poseen una auténtica visión política de los acontecimientos, consideran la política en cuanto que afecta a sus propios pellejos. Así que no tienen ni idea de lo peligroso que habría sido para Roma mantener vivos a esos hombres y someterlos a un juicio en el Foro a plena luz del día. Lo único que ven es cómo sus propios pellejos están amenazados cuando se ejecuta a los ciudadanos, ¡incluso a los que se confiesan a sí mismos traidores!, sin el beneficio de un juicio y una apelación.

– ¡Mis acciones han salvado a Roma! ¡He salvado a mi patria!

– Y hay muchísimos que están de acuerdo contigo, Marco, créeme. Espera a que los ánimos se calmen y verás. En este momento los sentimientos están atizados por algunos auténticos expertos, desde César hasta Publio Clodio.

– ¿Publio Clodio?

– Oh, sí. Ya lo creo que sí, y mucho. Está haciéndose con muchos seguidores, ¿no lo sabías? Desde luego, se ha especializado en atraerse a los humildes, pero también tiene una considerable influencia entre los negociantes más pequeños. Los recibe en casa y les proporciona muchas ventas; por ejemplo, les compra regalos para los humildes -dijo Ático.

– ¡Pero si ni siquiera está en el Senado todavía!

– Lo estará dentro de doce meses.

– El dinero de Fulvia debe serle de gran ayuda.

– En efecto.

– ¿Cómo sabes tú tanto de Publio Clodio? ¿Por tu amistad con Clodia? ¿Y por qué eres amigo de Clodia?

– Clodia es una de esas mujeres a las que me gusta llamar vírgenes profesionales -dijo Ático deliberadamente-. Jadean, palpitan y les hacen mohínes a todo hombre que se encuentran, pero cuando un hombre intenta atacar su virtud, salen corriendo y chillando, normalmente hacia un marido que está loco por ellas. Así que prefieren relacionarse íntimamente con hombres que no constituyan un peligro para su virtud: con homosexuales como yo.

Cicerón tragó saliva e intentó en vano no ruborizarse, sin saber adónde mirar. Aquélla era la primera vez que le oía a Ático pronunciar esa palabra, y mucho menos aplicada a él mismo.

– No te sientas apurado, Marco -le dijo Ático al tiempo que soltaba una carcajada-. Hoy no es un día corriente, eso es todo. Olvida que lo he dicho. Terencia no se anduvo con remilgos, pero las palabras que empleó fueron todas de una variedad que sólo le estaba permitida a las mujeres de su categoría.

– Tú has salvado a tu patria -dijo con voz dura al acabar de hablar.

– No hasta que Catilina sea derrotado en el campo de batalla.

– ¿Cómo puedes pensar que no será así?

– ¡Bueno, mis ejércitos no dan la impresión de estar haciendo gran cosa de momento! La gota es lo único que Híbrido sigue teniendo en la cabeza, Rex ha encontrado un cómodo alojamiento en Umbría, sólo los dioses saben lo que puede estar haciendo Metelo Crético en Apulia, y Metelo Celer está dedicado con todas sus fuerzas a atizar el fuego de César aquí, en Roma.

– Todo habrá terminado antes de año nuevo, espera y lo verás.

Lo que más deseaba hacer Cicerón era apoyar la cabeza en el muy agradable pecho de su esposa y llorar hasta que le escocieran los ojos, pero eso, a su entender, no le estaba permitido. Así que procuró sujetar el labio que le temblaba y respiró larga y profundamente, incapaz de mirar a Terencia por miedo a que ésta hiciera algún comentario sobre las lágrimas que hacían que a Cicerón le brillasen los ojos.

– ¿Te ha informado Tirón? -le preguntó ella.

– Oh, sí. Los dos Césares han pronunciado una sentencia de muerte sobre Rabirio después de la más lamentable exhibición de fanatismo de toda la historia de Roma. A Labieno se le permitió ponerse agresivo; incluso llevó actores que tenían puestas máscaras de Saturnino y de su tío Quinto, que salieron bien parados después del juicio, como vestales en lugar de como los traidores que fueron. ¡E hizo que los hijos de Quinto, ambos de más de cuarenta años, salieran allí llorando como niños pequeños porque Cayo Rabirio les había dejado sin su tata! El público aullaba de compasión y les arrojaba flores. No resulta nada sorprendente, fue una actuación muy brillante. Los dos Césares se sabían la jerga al dedillo:

«¡Ve, lictor, átale las manos! ¡Ve, lictor, átalo a la estaca y azótalo! ¡Ve, lictor, amárralo a un árbol seco!» ¡Puaf!

– Pero Rabirio apeló, ¿no?

– Desde luego.

– Y mañana se celebrará la apelación en las Centurias. Según Glaucia, he oído, pero se limitará a una vista solamente por falta de testigos y de pruebas.

– Terencia emitió un bufido-. ¡Si eso por sí mismo no consigue decirle al jurado en qué gran montón de tonterías consiste toda la acusación en sí, entonces desespero de la inteligencia romana!

– Yo ya desesperé de eso hace tiempo -dijo Cicerón con ironía. Se puso en pie, se sentía muy viejo-. Si me excusas, querida mía, preferiría no comer. No tengo hambre. Se acerca la puesta del sol, así que será mejor que vaya a ver a Cayo Rabirio. Yo me encargaré de su defensa.

– ¿Con Hortensio?

– Y con Lucio Cotta, espero. Él constituye un útil primer ayudante, y además trabaja especialmente bien en compañía de Hortensio.

– Tú hablarás el último, naturalmente.

– Naturalmente. Una hora y media sería suficiente, si Lucio Cotta y Hortensio acceden a hablar menos de una hora cada uno.

Pero cuando Cicerón vio al hombre condenado en su lujosa residencia, parecida a una fortaleza, situada en las Carinae, descubrió que Cayo Rabirio tenía en la cabeza otras ideas para su defensa.

El día había agotado al viejo; temblaba y parpadeaba, legañoso, mientras instalaba a Cicerón en un cómodo sillón en su enorme y deslumbrante atrio. El cónsul senior miraba a su alrededor como un paleto rústico el primer día de su estancia en Roma, preguntándose si él podría permitirse adoptar aquella clase de decoración en su nueva casa cuando encontrase el dinero suficiente para comprarse una; la habitación pedía a gritos que la copiasen en la residencia de un consular, aunque quizá no con tanta ostentación. El techo estaba cubierto de estrellas doradas tachonadas de brillantes piedras preciosas, las paredes estaban forradas de paneles de oro auténtico, las columnas también estaban cubiertas de paneles de oro, e incluso el alargado y poco profundo impluvium estaba alicatado con baldosas cuadradas de oro.

– Te gusta mi atrio, ¿eh? -le preguntó Cayo Rabirio con cara de lagarto.

– Muchísimo -dijo Cicerón.

– Lástima que yo no reciba huéspedes, ¿eh?

– Una gran lástima. Aunque comprendo por qué vives en una fortaleza.

– Recibir huéspedes es un delpilfarro de dinero. Yo pongo mi fortuna en las paredes, que es más seguro que ponerla en un banco viviendo como vivo en una fortaleza.

– ¿Y no intentan los esclavos pelar las paredes?

– Sólo si les apetece ser crucificados.

– Sí, supongo que eso les hace desistir.

El viejo apretó ambas manos alrededor de la cabeza de león que remataba ambos brazos dorados del sillón dorado que ocupaba.

– Me encanta el oro -dijo-. Tiene un color muy bonito.

– Sí, en efecto.

– Así que quieres dirigir mi defensa, ¿eh?

– Sí.

– ¿Y cuánto vas a cobrarme por eso? Cicerón tuvo en la punta de la lengua decir que una lámina de oro de diez por diez iría divinamente, gracias, pero en lugar de eso sonrió y dijo:

– Considero tu caso tan importante para el futuro de la República, Cayo Rabirio, que te defenderé gratis.

– Pues eso es lo menos que deberías hacer.

Y ésa fue toda la gratitud que mostró por obtener gratis los servicios del mejor abogado de Roma. Cicerón tragó saliva.

– Como todos mis compañeros senadores, Cayo Rabirio, hace años que te conozco, pero no sé gran cosa de ti aparte de…

– se aclaró la garganta-, ejem… de lo que podríamos llamar las habladurías que circulan por ahí. Necesitaré hacerte algunas preguntas ahora con el fin de preparar mi discurso.

– No te darán ninguna respuesta, así que ahórrate la saliva. Invéntatelo.

– ¿Basándome en las habladurías?

– ¿Como esa que dice que yo estuve implicado en las actividades de Opiánico, quieres decir? Tú defendiste a Cluencio.

– Pero nunca te mencioné a ti, Cayo Rabirio.

– Estuvo bien que no lo hicieras. Opiánico murió mucho antes de que se juzgase a Cluencio, ¿cómo iba nadie a conocer la verdadera historia? Tú tejiste un precioso bordado de mentiras, Cicerón, y precisamente por eso no me importa que dirijas mi defensa. ¡No, no, no me importa en absoluto! Lograste dar a entender que Opiánico asesinó a un número mayor de parientes de los que ha asesinado Catilina. ¡Todo sea por el triunfo! Sin embargo, Opiánico no tenía paredes de oro en su casa. Interesante, ¿eh?

– No sabría decirlo -repuso Cicerón con voz débil-. Nunca vi su casa.

– Yo poseo media Apulia y soy un hombre duro, pero no merezco ser enviado al exilio por algo en lo que me metieron Sila y otros cincuenta individuos. Peces mucho más gordos que yo estuvieron en el tejado de la Curia Hostilia. Muchos nombres, como Servilio Cepión y Cecilio Metelo, pertenecían al banco delantero del Senado, o formarían parte de él en el futuro.

– Sí, ya me doy cuenta de eso.

– Tienes que hablar en último lugar, antes de que el jurado emita su votación.

– Siempre lo hago. Había pensado que primero hablase Lucio Cotta, luego Quinto Hortensio y por último yo.

El viejo se espantó, ofendido:

– ¿Sólo tres? -preguntó con una exclamación ahogada-. ¡Oh, no, ni hablar! Quieres quedarte con toda la gloria, ¿eh? Quiero siete abogados defensores. Siete es mi número de la suerte.

– El juez de tu caso será Cayo César, y él dice que según el formato de Glaucia hay una actio solamente: no hay testigos dispuestos a presentarse a declarar, así que de nada sirve que haya dos actiones -le dijo Cicerón, quien le hablaba despacio y con claridad-. César concederá una duración de dos horas para la acusación y tres horas para la defensa. ¡Pero si han de hablar siete abogados, cada uno de nosotros apenas habrá tenido tiempo de coger el hilo y entrar al ataque cuando sea hora de acabar!

– Es más probable que al disponer de menos tiempo nuestra defensa sea más aguda -dijo obstinadamente Cayo Rabirio-. ¡Ese es el problema con todos los tipos que, como vosotros, queréis ser la estrella siempre que podéis! Os encanta oír el sonido de vuestra propia voz. Dos tercios de las palabras que soltáis sería mejor que no se pronunciasen; y eso va también por ti, Marco Cicerón. Paja, y nada más que paja.

«¡Quiero marcharme de aquí! -pensó Cicerón frenético-. ¡Me dan ganas de escupirle en el ojo y decirle que se vaya a contratar a Apolo para que lo defienda! ¿Por qué se me ocurriría meterle la idea en la cabeza a César al utilizar a este horrible viejo mentula como ejemplo?»

– ¡Cayo Rabirio, por favor, reconsidéralo!

– No quiero. ¡De ninguna manera, así que ahí tienes! Me defenderéis Lucio Luceyo y el joven Curión, Emilio Paulo, Publio Clodio, Lucio Cotta, Quinto Hortensio y tú. Lo tomas o lo dejas, Marco Cicerón, pero así es como lo quiero. Siete es mi número de la suerte. Todo el mundo dice que estoy perdido, pero yo sé que no será así si mi equipo de defensores está formado por siete abogados.

– Se puso a bufar de risa-. ¡Y sería mejor aún si cada uno de vosotros sólo hablase durante la séptima parte de una hora! ¡Ji, ji, ji!

Cicerón se levantó y se marchó sin pronunciar palabra.

Pero, desde luego, siete era su número de la suerte. A César le favorecía ser el iudex perfecto, muy escrupuloso en que no hubiera ningún defecto en el cumplimiento de las disposiciones de Glaucio en lo referente a la defensa. Les concedió sus tres horas para hablar; Luceyo y el joven Curión sacrificaron noblemente la parte de tiempo que les correspondía para permitir que Hortensio y Cicerón dispusieran de media hora completa cada uno. Pero el primer día el juicio empezó tarde y acabó temprano, lo cual permitió que Hortensio y Cicerón concluyeran la defensa de Cayo Rabirio el noveno día de aquel horrible diciembre, el último día del cargo de Tito Labieno como tribuno de la plebe.

Las reuniones que se celebraban en las Centurias estaban a merced del tiempo, pues no había ninguna clase de estructura con techo que protegiera a los quirites del sol, de la lluvia o del viento. El sol era con mucho lo más insoportable, pero en diciembre, aunque de hecho la estación fuera aún el verano, un día bueno podía ser bastante tolerable. El aplazamiento quedaba a criterio del magistrado que presidiera; algunos insistían en celebrar las elecciones -los juicios en las Centurias eran muy poco frecuentes- por mucho que lloviera a cántaros, lo cual hubiera podido ser el motivo por el que Sila había trasladado el mes electoral de noviembre, que era más propenso a ser lluvioso, a julio, y con ello al pleno calor del verano, que tradicionalmente era seco.

Los dos días en que se celebró el juicio de Cayo Rabirio resultaron ser perfectos: un cielo claro y soleado y una brisa ligeramente fría. Lo cual debería haber predispuesto al jurado, formado por cuatro mil hombres, a ser caritativo. Especialmente dado que el apelante era un sujeto digno de lástima, allí de pie, acurrucado dentro de la toga en maravillosa imitación de una trémola parálisis, con ambas manos semejantes a garras aferradas con fuerza a un soporte que uno de los lictores había improvisado para él. Pero la disposición de ánimo del jurado fue un mal presagio desde el comienzo, y Tito Labieno estuvo realmente brillante al exponer él solo el caso durante las dos horas que le fueron asignadas, exposición que complementó con actores que llevaban puestas las máscaras de Saturnino y Quinto Labieno, y con sus dos primos sentados a la vista de todo el mundo llorando todo el tiempo de manera ruidosa. También hubo muchas voces que cuchichearon entre la apretada multitud y les recordaron constantemente a la primera y a la segunda clase que el derecho a juicio estaba en peligro, que si declaraban culpable a Rabirio, eso les enseñaría a Cicerón y a Catón a andar con cautela en el futuro, y les servía de ejemplo a los cuerpos colectivos de hombres, como el Senado, a atenerse a los asuntos financieros, a las disputas y a los asuntos extranjeros.

La defensa peleó duramente, pero no tuvo dificultades para ver que el jurado no estaba dispuesto a escuchar, y no digamos a llorar, ante la vista del pobre viejo Cayo Rabirio agarrado a un palo. Cuando el proceso comenzó a la hora exacta al día siguiente, Hortensio y Cicerón sabían que tendrían que dar lo mejor de sí mismos si querían que Rabirio fuera exonerado. Desgraciadamente, ninguno de los dos hombres estaba aquel día en su mejor forma. La gota, que atormentaba a buena parte de aquellos individuos amantes de la vida placentera, adictos a los placeres de la buena mesa y del jarro de vino, se negaba a dejar en paz a Hortensio; además se había visto forzado a terminar el viaje desde Miseno a un paso que no resultó en nada beneficioso para el bienestar de aquel exquisitamente doloroso dedo gordo del pie. Habló durante la media hora que le correspondió sin moverse del mismo lugar y apoyado siempre en el bastón, lo cual no favoreció en absoluto su oratoria. Después de lo cual Cicerón pronunció uno de los discursos menos firmes de toda su carrera, constreñido por el límite de tiempo y porque era consciente de que lo que dijera, por lo menos una buena parte, tendría que estar dedicado a defender su propia reputación más que la de Rabirio de un modo cuidadosamente ingenioso.

Y así, aún quedaba la mayor parte del día cuando César echó a suertes qué Centuria de Juniors de la primera clase tendría la prerrogativa de votar en primer lugar; sólo las treinta y una tribus rurales podían participar en aquel sorteo, y cualquiera que fuera la tribu que saliera agraciada, era a ésta a la que se llamaba a votar antes de que empezase la rutina normal. Toda actividad quedaba entonces suspendida hasta que se contasen los votos de esa Centuria que tenía la praerogativa y se anunciase el resultado a la Asamblea, que permanecía a la espera. La tradición decía que fuera cual fuese el resultado de la votación de los Juniors de la tribu rural elegida reflejaría el resultado de la votación general. O del juicio. Por lo tanto, todo dependía en gran parte de la tribu a la que le tocara en suerte votar en primer lugar y sentar el precedente. Si se trataba de la tribu de Cicerón, la Cornelia, o de la tribu de Catón, la Papiria, habría problemas seguro.

– ¡Clustumina iuniorum¡

Los Juniors de la tribus Clustumina.

La tribu de Pompeyo el Grande, un buen presagio, pensó César al abandonar el tribunal para entrar en los saepta y ocupar su puesto al final del puente que había a mano derecha y que comunicaba a los votantes con los cestos donde eran depositadas las tablillas de madera cubierta de cera.

Apodados el redil por su fuerte parecido con la estructura que los granjeros usaban para reunir las ovejas y marcarlas, los saepta eran un laberinto sin techo de empalizadas y pasillos de madera portátiles que se movían según conviniera a las funciones de una Asamblea concreta. Las Centurias siempre votaban en los saepta, y a veces las tribus celebraban también allí sus elecciones, si al magistrado que presidía le parecía que el Foso de los Comicios era demasiado pequeño para el número de votantes y le desagradaba utilizar el templo de Cástor.

«Y aquí me acerco a mi destino -pensó César con sobriedad mientras se acercaba a la entrada de aquel extraño complejo-. El veredicto irá según el resultado de la votación de los Juniors de Clustumina, lo noto en mis propios huesos. LIBERO para el perdón, DAMNO para declararlo culpable. DAMNO, tiene que ser DAMNO»

En aquel momento crucial se encontró con Craso, que andaba por allí, junto a la entrada, con aspecto menos impasible de lo que era habitual en él. ¡Buena señal! Si aquel asunto no conmovía al inconmovible Craso, entonces seguramente fracasaría en su propósito. Pero estaba afectado, claramente afectado.

– Algún día -dijo Craso cuando César se detuvo-, seguramente algún pastor paleto con una vara para teñir en la mano me estampará una mancha de color vermellón en la toga y me dirá que no puedo votar por segunda vez si lo intento. Ellos marcan las ovejas, ¿por qué no marcar romanos?

– ¿Eso es lo que estabas pensando?

Un diminuto espasmo pasó por el rostro de Craso, una indicación de sorpresa.

– Sí, pero luego decidí que marcarnos no era propio de romanos.

– Tienes toda la razón -le dijo César, que necesitó ejercitar absolutamente toda su voluntad para no echarse a reír-, aunque eso quizá impidiera que las tribus votaran varias veces, sobre todo esos granujas urbanos de la Esquilina y la Suburana.

– ¿Y eso qué más da? -preguntó Craso aburrido-. Ovejas, César, ovejas. Los votantes son ovejas. ¡Beeee!

César entró rápidamente, muerto de ganas de reírse. ¡Aquello le enseñaría a creer que los hombres -incluso sus amigos íntimos, como Craso- apreciaban la solemnidad de la ocasión!

El veredicto de los Juniors de la Clustumina fue DAMNO, y la tradición indicaba que tenían razón cuando, de dos en dos, las Centurias desfilaron por los pasillos que quedaban entre las empalizadas, por encima de los dos puentes, para depositar las tablillas que llevaban escrita la letra. El socio de César en el escrutinio fue su custos, Metelo Celer; cuando ambos hombres estuvieron seguros de que el veredicto final sería DAMNO, Celer le cedió el puente a Cosconio y se marchó.

Siguió una peligrosa larga espera: ¿se le habría olvidado a Celer lo del espejo, se habría ocultado el sol tras una nube, se habría quedado traspuesto el cómplice que había puesto en la colina del Janículo? ¡Vamos, Celer, date prisa!

– ¡A LAS ARMAS! ¡A LAS ARMAS! ¡LOS INVASORES SE NOS VIENEN ENCIMA! ¡A LAS ARMAS! ¡A LAS ARMAS! ¡LOS INVASORES SE NOS VIENEN ENCIMA! ¡A LAS ARMAS! ¡A LAS ARMAS!

Justo a tiempo.

El juicio y la apelación del viejo Cayo Rabirio acabó en una enloquecida estampida de votantes que huían a refugiarse tras las murallas Servias, para allí armarse y dispersarse en Centurias militares hacia los lugares donde el deber los llamaba.

Pero Catilina y su ejército no llegaron nunca.

Si Cicerón regresó caminando al Palatino en lugar de ir corriendo, tenía excusa para hacerlo. Hortensio se había marchado en el momento en que terminó de pronunciar su discurso, lo llevaron quejumbroso hasta su litera; pero el orgullo le prohibía disfrutar de aquel lujo a Cicerón, menos seguro y de muy inferior cuna. Con el rostro muy serio, esperó a que votase su centuria, con la tablilla que tenía en la mano marcada con una firme L de LIBERO. ¡No había demasiados votantes aquel terrible día que llevaran la L! Ni siquiera pudo convencer a los miembros de su propia Centuria para que votasen la absolución. Y se vio obligado, con el rostro muy serio, a presenciar la opinión de los hombres de la primera clase: que hubieran pasado treinta y siete años no era suficiente para impedir una condena.

El sonido del clarín llamando a las armas había estallado como un milagro para él, aunque, como todos los demás, casi tenía la certeza de que Catilina habría conseguido pasar por encima de los ejércitos dispuestos contra él en el campo de batalla y se habría lanzado sobre Roma. A pesar de lo cual anduvo despacio y pesadamente. De pronto la muerte se le antojaba preferible al destino que ahora comprendía que César le tenía reservado. Algún día, cuando César o algún secuaz suyo tribuno de la plebe estimasen que era el momento oportuno, Marco Tulio Cicerón tendría que estar de pie donde aquel día había estado Cayo Rabirio, acusado de traición; lo mejor que podía esperar era que fuera por maiestas, y no por perduellio. Ello suponía el exilio y la confiscación de todos sus bienes, que su nombre fuera borrado de la lista de ciudadanos romanos, y que su hijo y su hija quedaran marcados como miembros de una familia que ha perdido el lustre. El había perdido algo más que una batalla; había perdido la guerra. Él era Carbón, no Escipión.

«Pero no debo admitirlo nunca -se dijo mentalmente cuando por fin subía aquellos interminables escalones que conducían hasta el Palatino-. No debo permitir jamás que César ni ningún otro crean que soy un hombre derrotado. ¡He salvado a mi patria, y eso lo mantendré hasta que muera! La vida continúa. Seguiré comportándome como si nada en absoluto me amenazase, incluso en el interior de mi mente.»

Y así, al día siguiente en el Foro saludó a Catulo con el ánimo alegre: iban a contemplar la primera actuación de los nuevos tribunos de la plebe.

– ¡Doy gracias a los dioses por Celer! -dijo al tiempo que esbozaba una sonrisa.

– Me pregunto si Celer bajaría la bandera roja por iniciativa propia o se lo ordenaría César -dijo Catulo.

– ¿Si se lo ordenaría César? -le preguntó Cicerón sin comprender del todo.

– ¡Vamos, Cicerón, no seas ingenuo! Seguro que César no tenía intención de condenar a Rabirio como culpable, eso le habría echado a perder una dulce victoria.

– Con el rostro chupado y agotado, Catulo parecía muy enfermo y viejo-. ¡Tengo un miedo terrible! El es como Ulises, el hilo de su vida es tan fuerte que desgasta todo aquello que roza. Estoy perdiendo mi auctoritas, y cuando finalmente no me quede nada no tendré otro sitio adonde ir más que a la muerte.

– ¡Tonterías! -exclamó afectuosamente Cicerón.

– Tonterías no, sólo una realidad desagradable. ¿Sabes? ¡Creo que yo podría perdonar a ese hombre si no se mostrara tan seguro de sí mismo, si no fuera tan arrogante, tan insufriblemente confiado! Mi padre fue todo un César, y en éste hay resonancias de él. Pero solamente resonancias.

– Se estremeció-. Este tiene una mente mucho más clara, y no tiene frenos de ningún tipo. Tengo miedo.

– Es una lástima que Catón no se encuentre aquí hoy -dijo Cicerón para cambiar de tema-. Metelo Nepote no tendrá competidor en la tribuna. Es extraño que esos hermanos hayan adoptado de pronto ideas popularistas.

– La culpa la tiene Pompeyo Magnus -le confió Catulo con desprecio.

Como siempre había tenido un punto débil por Pompeyo desde que sirvieron juntos a las órdenes de Pompeyo Estrabón durante la guerra italiana, Cicerón habría podido salir en defensa del conquistador ausente; pero en cambio, se limitó a soltar una horrorizada y ahogada exclamación.

– ¡Mira!

Catulo se dio la vuelta y vio a Marcio Porcio Catón, que marchaba decidido por el espacio abierto que quedaba entre el Estanque de Curtio y el Foso de los Comicios; llevaba puesta una túnica debajo de la toga. Todos los que se habían percatado de su presencia lo miraban boquiabiertos, y no por causa de la túnica. Desde lo alto de la frente hasta donde le nacía el cuello, y después por dentro de los hombros, a derecha e izquierda le corrían unas rayas irregulares de color carmesí, que, arrugadas, rezumaban.

– ¡Por Júpiter! -graznó Cicerón.

– ¡Oh, cómo lo amo! -gritó Catulo, que echó a correr al encuentro de Catón y le cogió la mano derecha-. Catón, Catón, ¿por qué has venido?

– Porque soy tribuno de la plebe y hoy es el primer día del período que dura mi cargo -dijo Catón en sus acostumbrados tonos estentóreos.

– Pero, ¡tal como tienes la cara! -protestó Cicerón.

– Las caras tienen arreglo, las malas acciones no. Si no estuviera yo en la tribuna para contender con Nepote, éste abusaría de la situación.

Y mientras sonaban los aplausos subió a la tribuna para ocupar su lugar con los otros nueve hombres que estaban a punto de asumir el cargo. Catón no hizo caso de la aclamación; estaba demasiado ocupado en mirar lleno de furia a Metelo Nepote, el hombre de Pompeyo. ¡Escoria!

Como no era todo el pueblo -patricios y plebeyos- el que elegía a los tribunos de la plebe, y como éstos sólo servían a los intereses de la parte plebeya, las reuniones de la Asamblea Plebeya no eran «oficiales» del mismo modo que las reuniones de la Asamblea Popular o la de las Centurias. Por ello empezaban y acababan con poca ceremonia; no se interpretaban los auspicios ni se decían las oraciones de ritual. Estas omisiones contribuían considerablemente a la popularidad de la Asamblea Plebeya. Las cosas se reducían a un entusiasta principio, sin tener que aguantar aburridas letanías ni augures cluecos.

La convocatoria de aquel día de la Asamblea Plebeya gozaba de una extraordinaria asistencia, entre el dolor amargo de las ejecuciones sin juicio y el bálsamo de saber que iban a saltar chispas. Los viejos tribunos de la plebe hicieron su salida del cargo con cierto estilo, y Labieno y Rulo se llevaron todas las aclamaciones. Después de lo cual empezó la reunión propiamente dicha.

Metelo Nepote fue el primero en hablar, lo cual no sorprendió a nadie; Catón era más hábil en contestar que en iniciar un debate. El tema de Nepote fue jugoso -la ejecución de ciudadanos sin juicio-, y la presentación que hizo del mismo fue espléndida, tanto por el uso de la ironía como de metáforas o de hipérboles.

– ¡Por lo tanto propongo un plebiscito tan suave, tan misericordioso, tan poco obstructivo que ninguno de los hombres aquí presentes pueda hacer otra cosa más que acceder a votarlo y convertirlo en ley! -dijo Nepote al final de un largo discurso que había causado en la audiencia ahora el llanto, ahora la risa, ahora los pensamientos profundos-. ¡Ninguna sentencia de muerte, ningún exilio, ninguna multa! Compañeros miembros de la plebe, lo único que propongo es que a cualquier hombre que haya ejecutado a ciudadanos romanos sin un juicio previo se le prohíba volver a hablar en público nunca más. ¿No es eso una dulce justicia? ¡Una voz acallada para siempre, el poder de mover a las masas convertido en impotencia! ¿Estáis conmigo? ¿Les pondríais un bozal a los megalómanos y a los monstruos?

Fue Marco Antonio el que lideró los vítores, que cayeron sobre Cicerón y Catulo como una avalancha. Solamente la voz de Catón hubiera podido superponerse a aquel clamor; y solamente la voz de Catón lo hizo.

– ¡Yo interpongo mi veto! -aulló.

– ¡Para proteger tu propio cuello! -le dijo Nepote con desprecio cuando el clamor amainó lo suficiente como para que todos pudieran oír lo que venía a continuación. Miró a Catón de arriba abajo con ostentosa sorpresa-. ¡Y no es que quede mucho de tu cuello, Catón! ¿Qué te ha pasado? ¿Se te olvidó pagarle a la puta antes de irte, o tuviste necesidad de que ella te hiciera eso antes de que ocurriera algo por debajo de tu ombligo?

– ¿Cómo puedes llamarte a ti mismo noble, Cecilio Metelo? -le preguntó Catón-. ¡Vete a casa, Nepote, vete a casa y lávate la mierda de la boca! ¿Por qué hemos de escuchar esa podrida insinuación tuya en una sagrada asamblea de hombres romanos?

– ¿Y por qué tenemos nosotros que vernos obligados a estar bajo un endeble decreto senatorial que proporciona a los hombres que ostentan el poder el derecho de ejecutar a hombres mucho más romanos de lo que ellos son? ¡Yo nunca he oído que Léntulo Sura tuviera a un esclavo por bisabuelo, ni que el padre de Cayo Cetego tuviera todavía mierda de cerdo detrás de las orejas!

– ¡Me niego a tomar parte en una discusión violenta, Nepote, y no se hable más! ¡Puedes despotricar y desvariar desde ahora hasta diciembre del año que viene, que ello no supondrá ninguna diferencia! -bramó Catón, cuyos arañazos de la cara llamaban la atención como cuerdas de color rojo oscuro-. ¡Interpongo mi veto y no puedes decir nada más después de eso!

– ¡Ya lo creo que interpones tu veto! ¡Si no lo haces, Catón, nunca volverás a hablar en público! ¡Fuiste tú y no otro quien indujo al Senado de Roma a cambiar de la clemencia a la barbarie! Lo cual no es demasiado sorprendente, en realidad. Tu bisabuelo fue un buen pedazo de bárbaro, según dicen. ¡Con mucho gusto para ser un viejo tonto de Túsculo que debería haberse quedado allí haciéndoles cosquillas a los cerdos en vez de venir a Roma a hacerle cosquillas al coño de una bárbara!

¡Y si eso no conseguía provocar una pelea, pensó Nepote, nada en este mundo lo conseguiría! Si yo fuera él insistiría en usar dagas en combate cuerpo a cuerpo. La plebe lame los insultos como los perros recogen con la lengua el vómito, y eso significa que yo estoy ganando. ¡Pégame Catón, dame un puñetazo en el ojo!

Catón no hizo nada por el estilo. Con un esfuerzo heroicamente estoico que sólo él supo lo que le costó, dio media vuelta y se retiró al fondo de la tribuna. Durante unos instantes la multitud estuvo tentada de abuchear ese acto de cobardía, pero Ahenobarbo se interpuso delante de Marco Antonio y empezó a vitorear como un loco ante aquella magnífica exhibición de desprecio y control de sí mismo.

Lucio Calpurnio Bestia salvó el día y la victoria para Nepote cuando empezó a atacar a Cicerón y a su senatus consultum ultimum del modo más salvajemente ingenioso. La plebe suspiraba, extasiada, y la reunión prosiguió con muchísimo empuje y vigor.

Cuando a Nepote le pareció que la audiencia ya tenía bastante de ejecución de ciudadanos, cambió de táctica.

– Hablando de cierto Lucio Sergio Catilina -dijo en tono desenfadado-, no me ha pasado por alto que no está ocurriendo absolutamente nada en el frente de guerra. Allí están esparcidos por Etruria, Apulia y Picenum, separados por muchas millas que hacen que Catilina y sus presuntos seguidores se encuentren deliciosamente libres de peligro. ¿A quiénes tenemos, pues? -preguntó; y levantó la mano derecha con los dedos muy separados-. Pues está Híbrido con su dedo del pie palpitante.

– Dobló uno de los dedos-. Está el segundo Hombre de Tiza, Metelo, de la rama de las cabras.

– Dobló otro dedo-. Y también hay allí un rey, Rex, el valiente enemigo de… ¿de quién? ¿De quién? ¡Oh, petunias, parece que no consigo recordarlo!

– Los únicos dedos que quedaban ahora levantados eran el pulgar y el meñique. En ese punto abandonó la cuenta y utilizó la mano para golpearse la frente con fuerza-. ¡Oh! ¡Oh! ¿Cómo he podido olvidarme de mi propio hermano mayor? ¡Se supone que él está allí, pero vino a Roma para participar en una buena acción! Me atrevo a decir que tendré que perdonar a ese tipo tan travieso.

Aquella broma hizo que Quinto Minucio Termo se adelantase para intervenir.

– ¿Adónde quieres ir a parar ahora, Nepote? -le preguntó-. ¿Qué travesura has tramado esta vez?

– ¿Travesura? ¿Yo? -Nepote retrocedió de forma teatral-. ¡Termo, Termo, no permitas que el fuego que arde bajo ese gran culo tuyo te haga hervir, por favor! ¡Con un nombre como el tuyo, lo tibio te va muy bien a ti, querido mío! -dijo con voz de flauta mientras movía los párpados ofensivamente en dirección a Termo y la plebe aullaba de risa-. No, cariño, yo sólo intentaba recordarles a nuestros excelentes compañeros plebeyos aquí presentes que sí que tenemos a algunos ejércitos en el campo para luchar contra Catilina… cuando lo encuentren, claro está. El norte de nuestra península es un lugar grande, y es fácil perderse por allí. Especialmente si tenemos en cuenta la niebla matinal que se posa sobre el padre Tíber. ¡Esa niebla hace que les sea difícil encontrar un lugar hasta para vaciar sus orinales pórfidos!

– ¿Tienes alguna sugerencia? -le preguntó Termo, que decidió arriesgarse. Se esforzaba con mucha valentía por seguir el ejemplo de Catón, pero ahora Nepote le estaba tirando besos, por lo que la multitud se había puesto histérica.

– ¡Bueno, cerditos, pues en realidad sí que la tengo! -dijo Nepote con brillantez-. Yo estaba ahí de pie mirando los dibujos que lleva Catón en la cara, ¡pipinna, pipinna, pipinna!, cuando otro rostro apareció ante mis ojos. ¡No, querido, no era el tuyo! ¿Ves eso que hay allí? Ese hombre con aire militar que está en la cuarta peana a partir del final, entre los bustos de los cónsules? ¡Una cara preciosa, pienso siempre que la veo! ¡Tan rubio, y con esos preciosos ojos azules! No tan hermosos como los tuyos, desde luego, pero tampoco están nada mal.

– Nepote se puso las manos alrededor de la boca y empezó a vocear-: ¡Eh, ese de ahí, quiris… sí, tú, el que está al fondo, cerca de los bustos de los cónsules! ¿Puedes leer el nombre que hay en ese busto? ¡Sí, eso es, el que tiene el pelo dorado y unos enormes ojos azules! ¿Quién es, Pompeyo? ¿Has dicho Manus? ¿Magus, dices? ¡oh, Magnus! ¡Gracias, quiris, gracias! ¡El nombre es Pompeyo Magnus!

Termo apretó los puños.

– ¡No te atrevas! -dijo gruñendo.

– ¿Que no me atreva a qué? -le preguntó Nepote con aire inocente-. Aunque admito que Pompeyo Magnus se atreve a cualquier cosa. ¿Acaso tiene igual en el campo de batalla? Yo creo que no. Y ahora está en Siria y se dispone ya a volver a casa, una vez que ha terminado todas sus batallas. El Este está conquistado, y Cneo Pompeyo Magnus ha llevado a cabo la conquista. ¡Lo cual es más de lo que podéis decir acerca del caprino Metelo y el regio Rex! ¡Ojalá hubiera ido yo a la guerra con cualquiera de ellos dos en lugar de haber ido con Pompeyo Magnus! ¡Qué enemigos más insignificantes deben de haber encontrado para haber conseguido esos triunfos! ¡Yo habría podido ser un auténtico héroe si hubiera ido a la guerra con ellos, habría podido ser como Cayo César y, como él, habría podido ocultar mi cada vez más escaso cabello debajo de una corona de hojas de roble!

– Nepote se detuvo para saludar militarmente a César, que se encontraba de pie en los escalones de la Curia Hostilia con la corona de hojas de roble-. Sugiero, quirites, que promulguemos un pequeño plebiscito que haga volver a casa a Pompeyo Magnus y que le otorguemos un mando especial para que aplaste el motivo por el cual estamos aguantando todavía un interminable senatus consultum ultimum. Lo que digo es que traigamos a casa a Pompeyo Magnus para acabar con lo que el caprino no es capaz ni de empezar: ¡con Catilina!

Y los vítores empezaron a oírse de nuevo hasta que Catón, Termo, Fabricio y Lucio Mario interpusieron el veto.

El presidente del colegio, y por ello convocante de la reunión, Metelo Nepote, decidió que ya se había conseguido bastante. Levantó la sesión muy satisfecho con lo que había logrado y se marchó del brazo de su hermano Celer, agradeciendo alegremente los aplausos de la regocijada plebe.

– ¿Qué tal te sentaría a ti quedarte calvo cuando tu cognomen significa cabeza con una estupenda y espesa mata de cabello? -le dijo César al reunirse con ellos.

– Tu tata no debió casarse con una Aurelia Cotta -le dijo Nepote con impertinencia-. Nunca he conocido a un Aurelio Cotta cuya parte superior de la cabeza no pareciera un huevo antes de los cuarenta años.

– ¿Sabes, Nepote? Hasta hoy nunca me había dado cuenta de que tuvieras tanto talento para la demagogia. Ahí arriba, en la tribuna, se te veía cierto estilo. Han estado comiendo de tu mano. Y a mí me ha gustado tanto tu actuación que incluso te perdono por meterte con mi pelo.

– Yo me he divertido muchísimo, tengo que confesarlo. Sin embargo, nunca lograré nada con Catón ahí voceando a cada momento que interpone el veto.

– Estoy de acuerdo. Te espera un año completamente frustrante. Pero por lo menos cuando te llegue el momento de presentarte a un cargo más elevado, los electores te recordarán con gran cariño. Incluso puede que yo te de mi voto.

Los hermanos Metelo se dirigían al Palatino, pero fueron paseando la corta distancia que los separaba de la domus publica por la vía Sacra para acompañar a César.

– ¿Debo suponer que vas a volver al frente en Etruria? -le preguntó César a Celer.

– Salgo para allá mañana mismo, al romper el día. Me gustaría pensar que tendré ocasión de pelear contra Catilina, pero nuestro comandante en jefe, Híbrido, quiere que yo mantenga una acción de contención en las fronteras de Picenum. Eso está demasiado lejos como para que Catilina avance hasta allí sin tropezarse antes con algún otro.

– Celer le apretó a su hermano la muñeca en un gesto cariñoso-. Ese trozo de la niebla matinal sobre el padre Tíber fue maravilloso, Nepote.

– ¿Dices en serio lo de hacer volver a Pompeyo a casa? -le preguntó César.

– En cuanto a la parte práctica no tiene demasiado sentido hacerlo -dijo Nepote hablando en serio-, y estoy dispuesto a confesarte que lo he dicho sobre todo para ver cómo reaccionaba el núcleo irreductible de conservadores. No obstante, si él dejase atrás su ejército y volviera solo a casa podría hacer el viaje en un mes o dos, según lo rápida que le llegase la llamada.

– Para dentro de dos meses incluso Híbrido habrá hecho entrar a Catilina en combate -dijo César.

– Tienes razón, desde luego. Pero después de escuchar hoy a Catón, no estoy seguro de querer pasar un año entero en Roma viendo cómo vetan todo lo que propongo. Tú lo has resumido muy bien al decir que tendré una temporada completamente frustrante.

– Nepote suspiró-. ¡No se puede razonar con Catón! Es imposible convencerlo para que adopte otro punto de vista que no sea el suyo por muy sensato que sea, y nadie es capaz de intimidarle tampoco.

– Dicen que incluso está bien entrenado para el día en que sus colegas tribunos de la plebe se encolericen tanto con él que lo sostengan en el aire sobre el borde del monte Tarpeyo -intervino Celer-. Cuando Catón tenía dos años, Silón, el líder de los marsios, solía sostenerlo en el aire por encima de un montón de rocas afiladas y lo amenazaba con dejarlo caer, pero el pequeño monstruo se limitaba a desafiarlo mientras estaba allí colgado.

– Sí, así es Catón -dijo César sonriendo-. Es una historia cierta, según asegura Servilia. Y ahora, volviendo a tu cargo de tribuno, Nepote. ¿Te interpreto bien? ¿Estás pensando en dimitir? -Más bien en crear un jaleo formidable que obligue al Senado a invocar el senatus consultum ultimum en mi contra.

– Machacando con lo de hacer volver a Pompeyo a casa.

– ¡Oh, no creo yo que eso saque de sus casillas al núcleo de carcas de Catulo, César!

– Exacto.

– No obstante -dijo con aire tímido Nepote-, si yo le propusiera a todo el pueblo un proyecto de ley para quitarse de encima a Híbrido por incompetente y que al mismo tiempo sirviera para traer a casa a nuestro Magnus con el mismo imperium y disposiciones que ha tenido en el Este, eso empezaría a hacer temblar los cimientos de esa facción. Y luego, si consiguiera añadir un poco más al proyecto de ley, por ejemplo, que se le permitiera a Magnus conservar su imperium y sus ejércitos en Etruria y presentarse para cónsul el año que viene in absentia, ¿crees que eso bastaría para causar un revuelo de primera magnitud?

César se echó a reír.

– ¡Yo diría que toda Italia se cubriría de nubes!

– Tú tienes fama de abogado meticuloso, pontífice máximo. ¿Estarías dispuesto a ayudarme a elaborar los detalles?

– Quizás.

– Pues tengámoslo en mente sólo por si enero va pasando y nos encontramos con que Híbrido sigue sin poder acabar con el asunto de Catilina. ¡Me gustaría finalizar mi etapa de tribuno de la plebe bajo interdicción!

– Apestarás más que el interior del casco de un legionario, Nepote, pero sólo lo notarán las personas como Catulo y Metelo Escipión.

– Ten en cuenta también, César, que tendrá que ser el pueblo en pleno, lo que significa que yo no puedo convocar la asamblea. Necesitaré por lo menos un pretor para que lo haga.

– Me pregunto en qué pretor estará pensando tu hermano -le preguntó César a Celer.

– Ni idea -dijo Celer con solemnidad.

– Y cuando te veas obligado a huir bajo interdicción, Nepote, te irás al Este a reunirte con Pompeyo Magnus.

– Efectivamente -convino Nepote-. Así no tendrán el valor de hacer valer la interdicción cuando yo vuelva a casa con el mismísimo Pompeyo Magnus.

Los hermanos Metelo se despidieron cariñosamente de César y siguieron su camino, mientras éste los seguía fijamente con la mirada. ¡Excelentes aliados! El problema era, pensó dando un suspiro al tiempo que entraba por la puerta principal, que uno nunca sabía cuándo podían cambiar las cosas. Los aliados de este mes podían resultar ser los enemigos del mes siguiente. Nunca se sabía.

Julia estaba tranquila. Cuando César la mandó llamar, se abalanzó hacia él y lo abrazó.

– Tata, lo comprendo todo, incluso el motivo por el que no has podido verme durante cinco días. ¡Qué inteligente eres! Has puesto a Cicerón en su sitio de una vez para siempre.

– ¿Tú crees? Me parece que la mayoría de las personas no saben lo suficientemente bien cuál es su sitio como para encontrarlo cuando alguien como yo los pone en él.

– Oh -dijo Julia dubitativa.

– ¿Y lo de Servilia?

La muchacha se le sentó en las rodillas y empezó a darle besos en las arrugas blancas en forma de abanico.

– ¿Qué hay que decir de eso, tata? Hablando del sitio de cada cual, yo no soy quién para juzgarte a ti, aunque por lo menos sé cuál es mi sitio. Bruto opina igual que yo. Pensamos continuar como si nada hubiera ocurrido.

– Julia se encogió de hombros-. En realidad, no ha ocurrido nada.

– ¡Qué pajarito tan prudente tengo en mi nido!

– César apretó los brazos; la abrazó con tanta fuerza que la muchacha se vio obligada a jadear para poder respirar-. ¡Julia, ningún padre podría haber pedido nunca una hija como tú! ¡Eres una bendición para mí! No te cambiaría ni por Minerva y Venus juntas.

En toda su vida ella no había sido nunca tan feliz como lo era en aquel momento, pero era un pajarito lo bastante prudente como para no llorar. A los hombres les desagradaban las mujeres que lloraban; preferían las mujeres que reían y les hacían reír a ellos. Ser hombre era dificilísimo: toda esa lucha pública, obligados a pelear con uñas y dientes por todo, con enemigos acechando por todas partes. Una mujer que les diera a los hombres de su vida más gozo que angustia nunca carecería de amor, y Julia era consciente de que a ella nunca le faltaría el amor. No en vano era hija de César; había algunas cosas que Aurelia no podía enseñarle, pero Julia las había aprendido por sí misma.

– Entonces, ¿debo entender que nuestro Bruto no me dará un puñetazo en el ojo cuando me vuelva a ver? -preguntó César con la mejilla apoyada en el cabello de su hija.

– ¡Claro que no! Si Bruto tuviera peor concepto de ti por ello, también debería tenerlo de su madre.

– Muy cierto.

– ¿Has visto a Servilia durante estos últimos cinco días, tata?

– No.

Se hizo un pequeño silencio; Julia se removió e hizo acopio de valor para hablar.

– Junia Tercia es hija tuya.

– Eso creo.

– ¡Ojalá yo pudiera conocerla!

– No es posible, Julia. Ni siquiera yo la conozco.

– Bruto dice que ha sacado el carácter de su madre.

– Si eso es verdad -dijo César al tiempo que bajaba a Julia de las rodillas y se ponía en pie-, será mejor que no la conozcas.

– ¿Cómo puedes estar con alguien que te desagrada?

– ¿Con Servilia?

– Sí.

César le dedicó a Julia aquella maravillosa sonrisa suya; los ojos se le arrugaron en los extremos exteriores y borraron aquellos abanicos blancos.

– Si supiera eso, pajarito, sería tan buen padre como buena hija eres tú. ¿Quién sabe? Yo no lo sé. A veces creo que ni los dioses lo comprenden. Puede ser que todos nosotros busquemos alguna clase de realización emocional en otra persona, aunque yo creo que nunca la encontramos. Y nuestros cuerpos tienen exigencias que se contradicen con nuestras mentes, sólo para complicar las cosas. En cuanto a Servilia -César se encogió de hombros con ironía-, ella es mi mal.

Y se fue. Julia se quedó de pie muy quieta durante unos instantes, con el corazón rebosante de felicidad. Aquel día ella había cruzado un puente, el puente que existe entre la niña y la mujer adulta. César le había tendido la mano y la había ayudado a cruzarlo hasta el lado en el que se encontraba él. Le había enseñado a ella lo más profundo de su ser, y de algún modo Julia sabía que su padre no lo había hecho con nadie antes; ni siquiera con la madre de Julia. Cuando por fin se movió, se puso a bailar, y todavía continuaba bailando cuando llegó al vestíbulo que había delante de los aposentos de Aurelia.

– ¡Julia! ¡Bailar es una vulgaridad!

Así era avia, pensó Julia. De repente su abuela le inspiró tanta lástima que Julia le rodeó el cuello con ambos brazos y la besó sonoramente en ambas mejillas. Aurelia se puso muy rígida. ¡Pobre avia! ¡Cuánto se había perdido en la vida! No era de extrañar que ella y tata se peleasen con tanta regularidad.

– Sería más conveniente para mí que vinieras tú a mi casa en el futuro -le dijo Servilia a César mientras entraba decidida en las habitaciones que él tenía en el Vicus Patricii inferior.

– ¡No es tu casa, Servilia, es la casa de Silano, y ese pobre infeliz tiene ya bastantes problemas encima, de manera que no voy a obligarle a mirar cómo le invado la casa para copular con su esposa! -respondió César con brusquedad-. Me gustó hacerle eso a Catón, pero no estoy dispuesto a hacérselo a Silano. ¡Para ser una gran dama patricia, Servilia, a veces tienes la misma ética que un mocoso callejero de Subura!

– Como gustes -dijo Servilia al tiempo que tomaba asiento.

Para César aquella reacción fue significativa; puede que le desagradase Servilia, pero después de tanto tiempo ahora ya la conocía bien, y el hecho de que ella optase por sentarse completamente vestida en lugar de quedarse de pie para desnudarse le dijo a César que aquella mujer no estaba tan segura del terreno que pisaba como aparentaba, como su actitud sugería. Así que él también se sentó en una silla desde la que podía observarla y en la cual ella podía verlo desde la cabeza hasta los pies. César adoptó una pose grácil y curul, con el pie izquierdo hacia atrás y el derecho extendido, el brazo izquierdo colgando a lo largo del respaldo de la silla, la mano derecha reposando en el regazo, el rostro sereno, pero con el mentón levantado.

– En justicia, debería estrangularte -le dijo César tras una pausa.

– Silano creía que me cortarías en pedazos y me echarías a los lobos.

– ¿Ah, sí? Eso es interesante.

– Oh, se puso por completo de tu parte! ¡Hay que ver cómo hacéis piña los hombres unos con otros! ¡En realidad incluso tuvo la temeridad de enfadarse conmigo porque, aunque no comprendo bien por qué, la carta que te escribí le obligó a votar favorablemente sobre la ejecución de los conspiradores! Una tontería como no había oído nunca otra!

– Tú te consideras una experta política, querida, pero la verdad es que eres una ignorante. No puedes observar nunca la política senatorial en acción, y hay una inmensa diferencia entre la política senatorial y la política de los comicios. Supongo que los hombres recorren su vida pública conscientes de que antes o después llevarán puestos un par de cuernos, pero ningún hombre espera lucir los cuernos en el Senado durante un debate crucial -le dijo César con dureza-. ¡Pues claro que le obligaste a votar la ejecución! De haber votado conmigo, toda la Cámara habría dado por supuesto que él era mi alcahuete. Silano no es un hombre que goce de buena salud, pero es orgulloso. ¿Por qué crees que guardó silencio cuando le informaste de lo que había entre nosotros? ¿Una nota leída por medio Senado, y precisamente por la mitad más importante? Desde luego se la frotaste por la nariz, ¿no?

– Veo que tú estás tan de su parte como lo está él de la tuya.

César lanzó un explosivo suspiro y volvió los ojos hacia el techo.

– De la única parte de la que yo estoy, Servilia, es de la mía.

– ¡Ya lo creo!

Se hizo el silencio; César lo rompió.

– Nuestros hijos nos aventajan en madurez. Se lo han tomado muy bien y con mucha sensatez.

– ¿Ah, sí? -comentó Servilia con indiferencia.

– ¿No has hablado de ello con Bruto?

– No desde el día en que ocurrió todo y Catón llegó para informar a Bruto de que su madre era una marrana. «Ramera» es la palabra que utilizó, en realidad.

– Sonrió pensando en lo ocurrido-. Le hice la cara picadillo, al muy idiota.

– ¡Ah, ésa es la respuesta! La próxima vez que vea a Catón debo decirle que le acompaño en el sentimiento. Yo también he probado tus garras.

– Pero sólo en lugares que no se exhiben en público.

– Ya comprendo que debo estar agradecido por esas pequeñas mercedes.

Servilia se inclinó hacia adelante con avidez.

– ¿Estaba horrible Catón? ¿Lo he señalado gravemente?

– De una forma espantosa. Parecía que le hubiera atacado una arpía.

– César esbozó una sonrisa-. Pensándolo bien, «arpía» es una palabra que te va mejor que «marrana» o «ramera». No obstante, no te felicites a ti misma demasiado. Catón tiene buena piel, así que con el tiempo las marcas desaparecerán.

– A ti tampoco te quedan cicatrices con facilidad.

– Porque Catón y yo tenemos el mismo tipo de piel. La experiencia de la guerra le enseña a un hombre qué es lo que permanecerá y qué es lo que desaparecerá.

– Dejó escapar otro suspiro-. ¿Qué voy a hacer contigo, Servilia?

– Quizás hacer esa pregunta sea como ponerte el zapato izquierdo en el pie derecho, César. Puede que la iniciativa me corresponda tomarla a mí, y no a ti.

Aquello provocó que César soltara una risita entre dientes.

– Eso es una tontería -dijo con suavidad.

Servilia se puso pálida.

– Lo que quieres decir es que yo te amo a ti más de lo que tú me amas a mí.

– Yo no te amo en absoluto.

– Entonces, ¿por qué estamos juntos?

– Porque me gustas en la cama, cosa bastante rara en las mujeres de tu clase. Me gusta la combinación. Y tienes más cerebro entre las orejas que la mayor parte de las mujeres, a pesar de que seas una arpía.

– ¿Es ahí donde tú crees que está? -le preguntó ella, desesperada por alejar a César de sus fallos.

– ¿El qué?

– Nuestro aparato pensante.

– Pregúntaselo a cualquier cirujano del ejército o a cualquier soldado, y te lo dirán. Son las heridas en la cabeza las que dañan nuestro aparato pensante. Cerebrum, el cerebro. Sobre lo que todos los filósofos discuten no es sobre el cerebrum, es sobre el animus. El espíritu animado, el alma. La parte de nosotros que puede concebir ideas no guarda relación con nuestros sentidos, desde la música hasta la geometría. Es la parte que se eleva por encima de todo. Ésa está en un lugar que desconocemos. La cabeza, el pecho, el vientre…

– Sonrió-. Incluso podría estar en el dedo gordo de nuestro pie. Lo cual es lógico cuando uno piensa hasta qué punto la gota es capaz de destruir a Hortensio.

– Creo que ya has contestado a mi pregunta. Ahora sé por qué estamos juntos.

– ¿Por qué?

– Por eso. Yo soy tu piedra de afilar. Tú afilas en mi tu ingenio, César.

Servilia se levantó del asiento y empezó a quitarse la ropa. De pronto César la deseó con locura, pero no para acunarla entre sus brazos ni tratarla con ternura, uno no domaba a una arpía como aquélla a base de bondad. Una arpía era algo grotesco que uno poseía tendida en el suelo, clavándole los dientes en el cuello y sujetándole las garras detrás de su propia espalda, y luego la poseía una y otra vez.

La brutalidad siempre acababa por dejar suave a Servilia; se volvió blanda y un poco gatuna cuando él la trasladó del suelo a la cama.

– ¿Alguna vez has amado a alguna mujer? -le preguntó ella entonces.

– A Cinnilla -repuso César bruscamente; y cerró los ojos, que se le llenaron de lágrimas.

– ¿Por qué? -quiso saber la arpía-. No había nada especial en ella, no era ingeniosa ni inteligente. Aunque era patricia.

A modo de respuesta, César se volvió de lado, le dio la espalda y fingió dormitar. ¿Hablar con Servilia de Cinnilla? ¡Nunca!

¿Por qué la amé tanto, si es que era amor lo que yo sentía? Cinnilla fue mía desde el momento en que la cogí de la mano y me la llevé a casa desde la casa de Cayo Mario en los días en que éste se había convertido en una sombra demente de sí mismo. ¿Cuántos años tenía yo, trece? Y ella a lo sumo siete. Era una niñita tan adorable. Tan morena, gordita y dulce… Cómo se le doblaba el labio superior cuando sonreía, y sonreía muy a menudo. Era la dulzura personificada. No tenía una causa propia, a menos que fuera yo la razón de su vida. ¿Acaso la amé tanto porque primero fuimos niños juntos? ¿O fue que al hacerme sacerdote y casarme con una niña a la que él no conocía, el viejo Cayo Mario me hizo un regalo tan precioso que nunca encontraré otro igual?

Se sentó convulsivamente y le dio un azote tan fuerte a Servilia en el trasero que ella llevó la marca el resto del día.

– Ya es hora de que te vayas -le dijo-. ¡Venga, Servilia, vete! ¡Vete ya!

Servilia se marchó sin decir palabra, y se dio mucha prisa en hacerlo, pues algo en el rostro de César la llenó del mismo tipo de terror que ella le inspiraba a Bruto. En cuanto se hubo marchado, César enterró el rostro en la almohada y se echó a llorar como no había llorado desde que muriera Cinnilla.

El Senado no volvió a reunirse más aquel año. No es que fuera un estado de cosas poco habitual, pues no existía un programa formal de reuniones establecido; las convocaba un magistrado, que solía ser el cónsul que tenía las fasces durante el mes en curso. Como era diciembre, se suponía que Antonio Híbrido ocupaba la presidencia, pero Cicerón estaba sustituyéndolo, y Cicerón ya había tenido bastante. Tampoco se había recibido noticia alguna procedente de Etruria que mereciera andar a la caza de los senadores para sacarlos de sus madrigueras. ¡Aquel hatajo de cobardes! Además, el cónsul senior no estaba seguro de qué otra cosa podía hacer César a la más mínima oportunidad que le diera. Cada día que se reunían los Comicios Metelo Nepote insistía en intentar echar a Híbrido, y Catón insistía en vetar a Nepote. Los demás caballeros de las Dieciocho que eran partidarios de Cicerón y de Ático estaban trabajando duro para convencer a la gente de que se pusiera de parte del Senado, pero todavía había muchas expresiones oscuras en los rostros, y miradas aún más oscuras por todas partes.

El único factor con el que Cicerón no había contado era con los hombres jóvenes; privados de su amado padrastro, los Antonios habían reclutado a los miembros del club de Clodio. En circunstancias normales nadie de la posición y de la edad de Cicerón los habría tenido en cuenta, pero la conspiración de Catilina y el resultado de la misma los había empujado a salir de las sombras a que su juventud los limitaba. ¡Y qué enorme influencia tenían! Oh, no entre los de la primera clase, por supuesto, pero ciertamente sí en todos los niveles inferiores.

El joven Curión era un caso que había que tener en cuenta. Exaltado al máximo, incluso había sido encerrado en su habitación por el anciano Curión, que se volvía loco por tener que vérselas con las consecuencias de la afición a la bebida del joven Curión, de su vicio por el juego y de sus proezas sexuales. Aquello no había servido de nada. Marco Antonio lo había liberado y a los dos se les había visto en una taberna de mala muerte perdiendo dinero a los dados, bebiendo y besándose apasionadamente. Ahora el joven Curión tenía una causa por la que luchar, y de repente había manifestado una parte de su carácter que no tenía nada que ver con el vicio ocioso. El joven Curión era mucho más inteligente que su padre, y también un brillante orador. Cada día estaba en el Foro causando revuelo. Luego estaba Décimo Junio Bruto Albino, hijo y heredero de una familia dispuesta por tradición a oponerse a toda causa popularista; Décimo Bruto Galaico había sido uno de los más inflexibles enemigos de los hermanos Graco, aliados con la rama no perteneciente a los Gracos del clan Sempronio, de cognomen Tuditano. La amicitia persistía de una generación a la siguiente, lo cual significaba que el joven Décimo Bruto debería haber estado apoyando a hombres como Catulo, no a agitadores destructivos como Cayo César. En cambio, allí estaba Décimo Bruto en el Foro animando a Metelo Nepote, vitoreando a César cuando aparecía por allí y mostrándose absolutamente encantador con toda clase de personas, desde esclavos manumitidos hasta la cuarta clase. Otro joven inteligente y capaz en extremo que aparentemente era un caso perdido según los principios que ostentaban los boni… ¡y que iba en malas compañías!

Y en cuanto a Publio Clodio… bueno… desde el juicio de las vestales, hacía ya diez años cumplidos, todo el mundo sabía que Clodio era el enemigo más ruidoso de Catilina. Pero allí estaba, sin embargo, en compañía de hordas y más hordas de clientes -¿cómo era que había llegado a tener más clientes que su hermano mayor, Apio Claudio?-, ¡causándoles problemas a los enemigos de Catilina! ¡Y solía acompañar del brazo a su despreciable esposa, lo cual en sí mismo era una afrenta colosal! Las mujeres no frecuentaban el Foro; las mujeres no escuchaban las reuniones de los Comicios desde un lugar prominente; las mujeres no levantaban la voz para dar ánimo a gritos e insultar soezmente. Y Fulvia hacía todo eso; y a la muchedumbre parecía que le encantaba, aunque sólo fuera porque ella era nieta de Cayo Graco, quien no había dejado descendientes varones.

Hasta la ejecución de su padrastro nadie se había tomado en serio a los Antonios. ¿O era que los hombres no miraban más que los escándalos que dejaban a su paso? Ninguno de los tres poseía la habilidad ni la brillantez del joven Curión, de Décimo Bruto o de un Clodio, pero tenían algo en su estilo que a la multitud le resultaba muy atractivo, la misma fascinación que ejercían los gladiadores sobresalientes o los conductores de carros: pura fuerza física, un dominio que surgía de la fuerza bruta. Marco Antonio tenía la costumbre de aparecer ataviado sólo con una túnica, prenda esta que permitía que la gente le viera las enormes pantorrillas y los enormes bíceps, la anchura de los hombros, el vientre plano, la bóveda del pecho, los antebrazos como de roble; además se ponía la túnica muy ajustada por delante, de manera que exhibía la silueta del pene tan claramente que el mundo entero sabía que no estaban mirando un relleno. Las mujeres suspiraban y se desmayaban; los hombres tragaban saliva con tristeza y deseaban estar muertos. Era muy feo de cara, con una nariz corva que se esforzaba por ir al encuentro de un agresivo y enorme mentón cruzando por encima de la boca pequeña, pero de labios gruesos; tenía los ojos demasiado juntos y las mejillas carnosas. Pero el cabello de color castaño rojizo era espeso, crespo y rizado, y las mujeres bromeaban con que era enormemente divertido buscarle la boca para besarle sin quedar aprisionadas entre la nariz y el mentón. En resumen, Marco Antonio -y sus hermanos, aunque en menor medida- no necesitaba ser un gran orador ni un astuto abogado de los tribunales; simplemente andaba por ahí como el terrible y pavoroso monstruo que era.

Por todos estos motivos Cicerón había optado por no reunir al Senado durante el resto de su año como cónsul… si es que el propio César no hubiera sido causa suficiente como para que Cicerón intentara pasar inadvertido.

Sin embargo, el último día de diciembre a la hora en que el sol estaba próximo a ocultarse, el cónsul senior fue a encontrarse con el pueblo en la Asamblea Popular y a entregar su insignia del cargo. Había trabajado larga y duramente en su despedida con intención de dejar la etapa consular con un discurso como nunca Roma hubiera oído otro igual. Su honor y su propia estima así lo exigían. Aunque Antonio Híbrido hubiera estado en Roma, no habría significado competencia alguna para Cicerón, pero tal como estaban las cosas, con Híbrido ausente, Cicerón tenía todo el escenario para él solo. ¡Qué bonito!

– Quirites -empezó a decir con su voz meliflua-, éste ha sido un año trascendental para Roma…

– ¡Veto, veto! -dijo a voces Metelo Nepote desde el Foso de los Comicios-. ¡Veto cualquier discurso, Cicerón! A ningún hombre que haya ejecutado a ciudadanos romanos sin un juicio se le puede conceder la oportunidad de justificar lo que hizo. ¡Cierra la boca, Cicerón! ¡Presta juramento y bájate de la tribuna!

Durante unos prolongados instantes se hizo el silencio más absoluto. Desde luego, el cónsul senior se esperaba que la concurrencia fuera lo suficientemente numerosa como para ordenar trasladar el lugar de la reunión desde el Foso de los Comicios a la tribuna del templo de Cástor, pero no fue así. Ático había trabajado para conseguir ciertos resultados; todos aquellos caballeros que apoyaban a Cicerón se hallaban presentes y parecían superar en número a la oposición. Pero que Metelo Nepote fuese a vetar algo tan tradicional como el derecho a hablar del cónsul saliente, ni siquiera se le había pasado por la cabeza a Cicerón. Y no había nada que hacer al respecto, fuera cual fuese el número de asistentes. Por segunda vez en un breve período de tiempo, Cicerón deseó con todo su corazón que la ley de Sila que prohibía el veto de los tribunos siguiera en vigor. Pero no era así. ¿Cómo, pues, podía él decir algo? ¿Algo? ¡Nada! Al final empezó a pronunciar el juramento de acuerdo con la antigua fórmula, y luego, al concluir, añadió:

– También juro que por mis propios esfuerzos yo solo he salvado a mi patria; que yo, Marco Tulio Cicerón, cónsul del Senado y del pueblo de Roma, he asegurado el mantenimiento del gobierno legal y he preservado a Roma de sus enemigos!

Tras lo cual Ático empezó a vitorear, y sus seguidores se le unieron a voz en grito. Y los jóvenes no estaban presentes para ladrar y abuchear; era el día de nochevieja, y por lo visto tenían mejores cosas que hacer que mirar cómo Cicerón dejaba el cargo. En cierto modo una victoria, pensó Marco Tulio Cicerón mientras descendía por los escalones de la tribuna y le tendía los brazos a Ático. A continuación alguien le puso una corona de laurel en la cabeza, y la multitud lo fue aclamando todo el camino por la escalera de los Fabricantes de Anillos. Lástima que César no estuviera allí para presenciarlo. Pero, igual que todos los magistrados entrantes, César no podía asistir. El día siguiente era su día, cuando a él y a los nuevos magistrados se les tomaría juramento en el templo de Júpiter Optimo Máximo y empezaría lo que -en el caso de César, de todos modos- Cicerón se temía que sería un año de calamidades para los boni.

La mañana siguiente confirmó aquel presentimiento. No bien hubo concluido la ceremonia formal del juramento y se hubo ajustado al calendario, cuando el nuevo praetor urbanus, Cayo Julio César, abandonó aquella primera reunión del Senado para marcharse apresuradamente al Foso de los Comicios y convocar a la Asamblea Popular a sesión. Resultaba obvio que aquello había sido organizado de antemano; sólo aquellos hombres de tendencias popularistas estaban esperándole, desde los más jóvenes hasta sus partidarios senatoriales, así como el inevitable enjambre de hombres poco mejores que el proletariado, reliquia de todos aquellos años que César había vivido en Subura: judíos, con sus solideos puestos, que poseían la ciudadanía romana, los cuales, en connivencia de César, habían logrado entrar en las listas de alguna tribu rural; esclavos manumitidos, una multitud de pequeños comerciantes y negociantes, también insertados en tribus rurales, y en los extremos las esposas, las hermanas, las hijas y las tías.

La voz por naturaleza profunda se desvaneció; César adoptó aquel claro y agudo tono de tenor que se hacía oír tan bien a medida que la muchedumbre aumentaba.

– ¡Pueblo de Roma, os he convocado hoy aquí para que seáis testigos de mi protesta contra un insulto conferido a Roma de tal magnitud que los dioses están llorando! Hace más de veinte años el templo de Júpiter Óptimo Máximo quedó destruido en un incendio. En mi juventud fui flamen Dialis, el sacerdote especial de Júpiter Óptimo Máximo, y ahora, en mi madurez, soy pontífice máximo, dedicado una vez más al servicio del Gran Dios. Hoy he tenido que jurar mi cargo dentro de las nuevas instalaciones que Lucio Cornelio Sila Félix le encargó construir a Quinto Lutacio Catulo hace dieciocho años. ¡Y, pueblo de Roma, me ha dado vergüenza! Me he humillado delante del Gran Dios, he llorado bajo el amparo de mi toga praetexta, no he podido mirar al rostro de la exquisita nueva estatua del Gran Dios, encargada y pagada por mi tío Lucio Aurelio Cotta y su colega en el consulado, Lucio Manlio Torcuato. ¡Sí, hasta hace escasos días el templo de Júpiter Optimo Máximo incluso carecía de la efigie del Gran Dios!

Nunca insignificante, ni siquiera en medio de la más impresionante y apretada congregación de personas, ahora que César era pretor urbano parecía incluso haber crecido, tanto en estatura como en magnificencia; la pura fuerza que había dentro de él se derramaba al exterior y se apoderaba de todo el que lo escuchaba, lo dominaba, lo embelesaba.

– ¿Cómo puede ser? -le preguntó a la multitud-. ¿Por que está tan descuidado el espíritu que guía a Roma? ¿Por qué es tan insultado, tan denigrado? ¿Por qué las paredes del templo están desprovistas del mejor arte que nuestro tiempo pueda ofrecer? ¿Por qué no hay esplendorosos regalos de reyes y príncipes extranjeros? ¿Por qué Minerva y Juno existen como aire, como numiria, como nada? ¡No hay una estatua de ninguna de las dos, ni siquiera de arcilla barata cocida! ¿Dónde están los adornos de oro? ¿Dónde están los carros dorados? ¿Dónde están las gloriosas molduras, los suelos fabulosos? -Hizo una pausa, tomó aliento y adoptó una expresión de trueno-. ¡Yo puedo decíroslo, quirites! ¡El dinero destinado a todas esas cosas se encuentra en la bolsa de Catulo! ¡Todos los millones de sestercios que el Tesoro de Roma le ha proporcionado a Quinto Lutacio Catulo nunca han salido de su cuenta bancaria personal! ¡Yo he estado en el Tesoro, he pedido los expedientes y no hay ninguno! ¡Es decir, ninguno que describa el destino de las muchas cantidades pagadas a Catulo al cabo de los años! ¡Sacrilegio! ¡A eso es a lo que se remonta todo! ¡El hombre a quien se le confió la recreación de la casa de Júpiter Optimo Máximo con mayor belleza y gloria de la que nunca antes tuviera se ha escabullido con los fondos!

La diatriba continuó mientras la audiencia se mostraba cada vez más indignada; lo que César decía era cierto. ¿No lo habían visto todos por sí mismos?

Quinto Lutacio Catulo, Catón, Bíbulo y el resto de los boni llegaron corriendo del Capitolio.

– ¡Ahí lo tenéis! -dijo César apuntándolo-. ¡Miradlo! ¡Oh, qué descaro! ¡Qué temeridad la de este hombre! Sin embargo, quirites, tenéis que concederle que tiene valor, ¿no? ¡Mirad cómo corre ese estafador descarado! ¿Cómo puede moverse tan de prisa con todo el peso del dinero del Estado tirando de él hacia abajo? ¡Quinto Lutacio Peculato el malversador! ¡Malversador!

– ¿Qué significa todo esto, praetor urbanus? -exigió Catulo, sin aliento-. ¡Hoy es feriae, no puedes convocar una asamblea!

– ¡Como pontífice máximo gozo de plena libertad para reunir al pueblo y tratar de un tema religioso a cualquier hora de cualquier día! Y éste, desde luego, es un tema religioso. Estoy explicándole al pueblo por qué Júpiter Óptimo Máximo carece de un hogar adecuado, Catulo.

Catulo había oído con claridad aquel despreciativo «¡malversador!», y no necesitaba más información para llegar a las conclusiones correctas.

– ¡César, te haré pagar con el pellejo por esto! -gritó al tiempo que movía un puño en el aire.

– ¡Oh!

– César ahogó un grito y se encogió hacia atrás lleno de burlona alarma-. ¿Le oís, quirites? ¡Lo pongo en evidencia como un sacrílego devorador de los fondos públicos de Roma, y él amenaza con despellejarme! Venga, Catulo, ¿por qué no admites lo que toda Roma sabe ya que es una realidad? La prueba está ahí, a la vista de todos: ¡una prueba mucho mayor de la que presentaste tú cuando me acusaste de traición en la Cámara! ¡Lo único que cualquier hombre tiene que hacer es mirar las paredes, los suelos, los plintos vacíos y la ausencia de dones para ver qué humillación has infligido a Júpiter Óptimo Máximo!

Catulo se quedó de pie sin saber qué decir, porque en verdad no tenía idea de cómo expresar en aquella enojada reunión pública cuál era su posición. ¡La posición en la cual lo había puesto Sila! La gente no tenía un concepto real del horroroso gasto que implicaba la construcción de un edificio tan enorme y eterno como el templo de Júpiter Óptimo Máximo. Cualquier cosa que intentase decir en su propia defensa daría la impresión de ser un tejido de débiles e irrisorias mentiras.

– Pueblo de Roma -continuó diciendo César a las enojadas caras de la multitud-, hago una moción para que tomemos en contio la consideración de dos leyes, una para acusar a Quinto Lutacio Catulo por la malversación de los fondos del Estado, ¡y otra para juzgarle por sacrilegio!

– ¡Y yo veto cualquier debate sobre cualquiera de esos dos temas! -rugió Catón.

Ante lo cual César se encogió de hombros, extendió las manos en un gesto con el que claramente se preguntaba qué podía hacer cualquier hombre una vez que Catón comenzaba a interponer el veto, y gritó con voz muy fuerte:

– ¡Levanto la sesión! Id a casa, quirites, y ofreced sacrificios al Gran Dios. ¡Rogad porque permita que Roma continúe en pie mientras haya hombres que roban los fondos públicos e incumplen los contratos sagrados!

Bajó alegremente de la tribuna, les dedicó una feliz sonrisa a los boni y se alejó vía Sacra arriba rodeado de cientos de personas indignadas, que a todas luces irían rogándole que no diera todavía por cerrado el asunto, que siguiera adelante con él y procesase a Catulo.

Bíbulo se percató de que Catulo respiraba entrecortadamente, en medio de grandes jadeos, y se acercó para sujetarlo.

– ¡De prisa! -les dijo bruscamente a Catón y a Ahenobarbo al tiempo que se quitaba la toga.

Los tres hombres hicieron unas parihuelas con la toga, obligaron a Catulo, a pesar de sus protestas, a tumbarse encima y, con Metelo Escipión sujetando la cuarta esquina, llevaron a Catulo a su casa. Tenía la cara más gris que azul, y aquello quizás fuera una buena señal, pero sintieron alivio cuando llegaron a casa del líder de los boni y lo metieron en su cama, mientras su mujer, Hortensia, revoloteaba por allí distraídamente. Se pondría bien… por esta vez.

– Pero, ¿cuánto podrá aguantar el pobre Catulo? -preguntó Bíbulo cuando salían al Clivus Victoriae.

– ¡Sea como sea tenemos que hacer callar a ese irrumator de César de una vez para siempre! -masculló Ahenobarbo entre dientes-. ¡Si no hay otra manera, que sea con el asesinato!

– ¿No querrás decir fellator? -le preguntó Cayo Pisón, tan asustado por la expresión del rostro de Ahenobarbo que buscaba algo que aligerase el ambiente. Como normalmente no era hombre prudente, ahora presentía el desastre, y tenía una idea para su propio destino.

– ¿César haciendo el papel del que da? -preguntó Bíbulo con desprecio-. ¡No, ni hablar, él no! ¡Los reyes no coronados no dan, toman!

– Y aquí estamos otra vez -intervino suspirando Metelo Escipión-. Paremos a César en esto, paremos a César en aquello. Pero nunca lo hacemos.

– Podemos y lo haremos -dijo el diminuto y plateado Bíbulo-. Un pajarito me ha dicho que muy pronto Metelo Nepote va a proponer que hagamos volver a Pompeyo del Este para que se encargue de Catilina… y que debería concedérsele para ello imperium maius. ¡Imaginaos eso! ¡Un general dentro de Italia en posesión de un grado de imperium nunca antes concedido a nadie excepto a un dictador!

– ¿De qué nos sirve eso en lo que se refiere a César? -preguntó Metelo Escipión.

– Nepote no puede presentar un proyecto de ley así ante la plebe, tendrá que ir ante el pueblo. ¿Creéis por un momento que Silano o Murena consentirían en convocar una reunión destinada a concederle a Pompeyo un imperium maius? No, la convocará César.

– ¿Y qué?

– Pues que entonces nosotros nos aseguraremos de que la reunión sea violenta. Luego, como César será responsable ante la ley por esa violencia, le acusaremos bajo la lex Plautia de vi. ¡Por si se te ha olvidado, Escipión, yo soy el pretor al cargo del Tribunal de Violencia! Y no sólo estoy dispuesto a pervertir la justicia con tal de hacer caer a César, sino que incluso iría a ver a Cancerbero y le daría una palmadita en cada una de sus cabezas.

– Bíbulo, ésa es una brillante idea! -dijo Cayo Pisón.

– Y por una vez no habrá protestas por mi parte de que no se ha hecho justicia -apuntó Catón-. ¡Si a César se le declara culpable, se habrá hecho justicia!

– Catulo se está muriendo -dijo Cicerón bruscamente.

Se había quedado cerca, alrededor del grupo, consciente de que ninguno de ellos lo consideraba lo suficientemente importante como para incluirlo en sus maquinaciones. El, el huésped procedente de Arpinum. El salvador de la patria, pero un hombre del que se habían olvidado al día siguiente de haber dejado el cargo.

El resto del grupo lo miró sobresaltado.

– ¡Tonterías! -ladró Catón-. Se pondrá bien.

– Yo diría que sí, esta vez. Pero se está muriendo -mantuvo Cicerón obstinadamente-. No hace mucho me dijo que César le estaba desgastando el hilo de la vida como la cuerda tosca desgasta un hilo de gasa.

– ¡Entonces tenemos que librarnos de César! -gritó Ahenobarbo-. Cuanto más alto sube, más insoportable resulta.

– Cuanto más alto suba, más grande será la caída -dijo Catón-. Porque mientras él y yo vivamos, estaré empujando mi palanca para provocar esa caída, y así lo juro solemnemente por todos nuestros dioses.

Ignorante de toda aquella mala voluntad que los boni dirigían contra su persona, César se fue a casa, donde se celebraba una cena. Licinia había renunciado a sus votos, por lo que Fabia era ahora la vestal jefe. El relevo había sido señalado con ceremonias y un banquete oficial para todos los colegios sacerdotales, pero aquel día de año nuevo el pontífice máximo celebraba una cena mucho más pequeña: sólo las cinco vestales; y Aurelia, Julia y Terencia, la hermanastra de Fabia y esposa de Cicerón. A éste también se le había invitado, pero había declinado la invitación. Pompeya Sila también había rehusado asistir; como Cicerón, alegó un compromiso previo. El club de Clodio estaba de fiesta. Sin embargo, César tenía una buena razón para saber que ella no podría poner en peligro su buen nombre. Polixena y Cardixa estaban más pegadas a ella que los erizos a un buey…

Mi pequeño harén, pensó César algo divertido, aunque se le acobardó la mente al posar los ojos en la taciturna y lúgubre Terencia. ¡Resultaba imposible imaginarse a Terencia en aquel contexto, fuera una extravagancia o no!

Había transcurrido tiempo suficiente para que las vestales hubieran perdido la timidez. Eso era especialmente cierto en las dos niñas, Quintilia y Junia, quienes evidentemente lo veneraban. El les tomaba el pelo, reía y bromeaba con ellas, nunca les mostraba toda su dignidad y parecía comprender todo lo que a ellas se les pasaba por la cabeza. Incluso las dos vestales más austeras, Popilia y Arruntia, tenían ahora un buen motivo para saber que, con Cayo César en la otra mitad de la domas publica, no habría pleitos que las acusasen de impureza.

Era asombroso, pensó Terencia mientras la comida transcurría alegremente, que un hombre con la reputación de mariposón que tenía César pudiera manejar con tanta destreza a aquel grupo de mujeres vulnerables en extremo. Por una parte se mostraba accesible, incluso afectuoso; por otra parte, no les daba absolutamente ninguna esperanza. Sin duda todas pasarían el resto de sus vidas enamoradas de él, pero no en un sentido torturado. César no les daba ninguna esperanza en absoluto. Y era interesante que ni siquiera Bíbulo hubiera sacado a la luz algún bulo sobre César y su racimo de mujeres vestales. Nunca, en más de un siglo, había habido un pontífice máximo tan puntilloso, tan dedicado a su trabajo; había gozado de la posición de pontífice máximo menos de un año hasta el momento, pero su reputación era ya irreprochable. Incluida su reputación en lo concerniente a la posesión más preciada de Roma, sus vírgenes consagradas.

Naturalmente la principal lealtad de Terencia era hacia Cicerón, y nadie había sufrido más por él durante todo el asunto referente a Catilina que ella, su esposa. Desde la noche del cinco de diciembre se despertaba para oír cómo su marido murmuraba víctima de las pesadillas, le había oído repetir el nombre de César una y otra vez, y nunca sin ira o dolor. Era César y no otro el que le había echado a perder el triunfo a Cicerón; era César el que había atizado el rescoldo del rencor del pueblo. Metelo Nepote era un mosquito que había criado colmillos por culpa de César. Y, sin embargo, su hermana Fabia le hablaba bien de César, y Terencia era una mujer lo bastante objetiva como para apreciar que la versión de Fabia le hacía realmente justicia a César, era auténtica. Cicerón era un hombre mucho más agradable, un hombre mucho más digno. Ardiente y sincero, ponía entusiasmo y energía sin límites en todo lo que hacía, y nadie podía poner en duda su honradez. Sin embargo, decidió Terencia al tiempo que dejaba escapar un suspiro, ni siquiera una mente tan enorme como la de Cicerón podía aventajar a una mente como la de César. ¿Por qué sería que estas familias increíblemente antiguas podían todavía producir hombres de la talla de Sila o de César? Tendrían que haberse extinguido hacía siglos.

Terencia salió de su ensimismamiento cuando César ordenó a las dos niñas que se fueran a acostar.

– Hay que levantarse con los gorriones por la mañana, se acabó la fiesta.

– Le hizo una indicación con la cabeza a Eutico, que revoloteaba por allí-. Ocúpate de que las señoritas lleguen sanas y salvas, y asegúrate de que las criadas estén despiertas para encargarse de ellas a la puerta del Atrium Vestae.

Y se fueron, la ágil Junia varios pies por delante de Quintilia, que caminaba como un ánade. Aurelia las contempló mientras se marchaban y suspiró mentalmente. ¡A aquella niña deberían ponerla a dieta! Pero cuando ella se había decidido a dar instrucciones a ese respecto unos meses antes, César se había enfadado y lo había prohibido.

– Déjala estar, mater. Si la pobre cachorrita es feliz comiendo, pues que coma. ¡Porque es feliz! No hay maridos esperándola entre bastidores, y a mí me haría feliz que a Quintilia continuase gustándole ser una vestal.

– ¡Se morirá por comer en exceso!

– Pues que así sea. Sólo daré mi aprobación cuando la propia Quintilia elija morirse de hambre.

¿Qué podía una hacer con un hombre así? Aurelia había apretado los dientes y había desistido.

– Sin duda vas a escoger a Minucia entre las candidatas para ocupar el lugar de Licinia -dijo ahora con un matiz de acidez en la voz.

César alzó las rubias cejas.

– ¿Qué te hace llegar a esa conclusión?

– Pareces tener debilidad por las niñas gordas.

Lo cual no surtió el efecto deseado; César se echó a reír.

– Tengo debilidad por las niñas, mater. Altas, bajas, delgadas, gordas… eso poco me importa. Sin embargo, ya que has sacado el tema, me complace decir que la crisis vestal ha terminado. De momento he tenido cinco ofertas de niñas muy apropiadas, todas ellas de buena cuna y todas provistas de excelentes dotes.

– ¿Cinco? -Aurelia parpadeó-. Yo creía que eran tres.

– ¿Se nos permite conocer sus nombres? -preguntó Fabia.

– No veo por qué no. La elección me corresponde a mí, pero yo no me muevo en un mundo femenino, y no pretendo ciertamente conocer todo acerca de las situaciones domésticas dentro de las familias. Dos de ellas, no obstante, no importan, no las estoy considerando en serio. Y una de ellas resulta que casualmente es Minucia -dijo César mirando a su madre con malicia.

– Entonces, ¿quiénes son las que estás considerando?

– A una Octavia de la rama que usa Cneo como praenomen.

– Esa será la nieta del cónsul que murió en la fortaleza del Janiculum cuando Mario y Cinna asediaron Roma.

– Sí. ¿Tiene alguien alguna información que ofrecerme?

Nadie lo hizo. César pronunció entonces el segundo nombre, una Postumia.

Aurelia frunció el entrecejo; lo mismo hicieron Fabia y Terencia.

– ¡Ah! ¿Qué tiene de malo Postumia?

– Es una familia patricia -dijo Terencia-, pero… ¿estoy en lo cierto al suponer que la niña es de la rama de Albino, el último cónsul de la familia hace más de cuarenta años? -Sí.

– ¿Y ha cumplido los ocho años? -Sí.

– Pues no la aceptes. Es una familia muy adicta al jarro de vino, y a todos los niños, ¡que son muchísimos, no comprendo en qué estaría pensando la madre!, les permiten dar lametazos de vino sin agua desde que los destetan. Esta niña ya ha bebido hasta quedarse sin sentido en varias ocasiones.

– ¡Oh, dioses!

– Entonces, ¿quién queda, tata? -preguntó Julia sonriendo.

– Cornelia Merula, la bisnieta del flamen Dialis Lucio Cornelio Merula -dijo César solemnemente.

Todos los ojos lo miraron acusadoramente, pero fue Julia quien respondió.

– ¡Nos has estado tomando el pelo! -dijo con una risita-. ¡Ya me parecía a mí!

– ¿Ah, sí? -preguntó César contrayendo los labios.

– ¿Para qué ibas a seguir buscando, tata?

– ¡Excelente, excelente! -dijo Aurelia radiante-. La bisabuela todavía gobierna esa familia, y todas las generaciones han sido educadas de una forma muy religiosa. Cornelia Merula vendrá de buen grado, y será una honra para el colegio.

– Eso creo yo, mater -dijo César.

Tras lo cual Julia se levantó.

– Agradezco tu hospitalidad, pontífice máximo -dijo con aire serio-, pero solicito tu permiso para marcharme.

– ¿Va a venir Bruto?

La muchacha se ruborizó.

– ¡A estas horas no, tata!

– Julia cumplirá catorce años dentro de cinco días -comentó Aurelia cuando ella se hubo marchado.

– Perlas -respondió prontamente César-. A los catorce puede llevar perlas, mater, ¿no es así?

– Siempre que sean pequeñas. César pareció irónico.

– Perlas pequeñas es lo único que puedo comprarle.

– Suspiró y se puso en pie-. Señoras, os doy las gracias por vuestra compañía. No hay necesidad de que os vayáis, pero yo debo marcharme ya. Tengo trabajo.

– ¡Bien! ¡Una Cornelia Merula para el colegio! -estaba diciendo Terencia cuando César cerró la puerta.

Fuera, en el pasillo, César se apoyó en la pared y durante unos momentos se estuvo riendo en silencio. ¡En qué mundo tan pequeño vivían ellas! ¿Sería eso bueno o malo? Por lo menos eran un grupo agradable, aunque mater se estuviera volviendo un poco maniática con la edad; Terencia siempre lo había sido. ¡Pero, gracias a los dioses, él no tenía que hacer aquello a menudo! Era muchísimo más divertido idear la jugada para hacer que desterrasen a Metelo Nepote que estar hablando de aquellas trivialidades con mujeres.

Pero cuando César convocó la Asamblea Popular por la mañana temprano del cuarto día de enero, no tenía ni idea de que Bíbulo y Catón tuvieran intención de servirse de la reunión para causar una caída en desgracia mucho peor que la de Metelo Nepote: la del propio César.

Cuando sus lictores y él llegaron al Foro inferior muy temprano, era evidente que el Foso de los Comicios no sería suficiente para acomodar a toda la multitud; César se volvió inmediatamente en dirección al templo de Cástor y Pólux y dio órdenes al pequeño grupo de esclavos públicos que esperaban allí cerca por si se les necesitaba.

Muchos consideraban que el de Cástor era el templo más imponente del Foro, pues había sido reconstruido hacía menos de sesenta años por Metelo Dalmático, el pontífice máximo, y lo habían construido en un estilo realmente grandioso. Por dentro era lo suficientemente grande como para que el Senado completo celebrase las reuniones cómodamente, el suelo de su única cámara se alzaba veinticinco pies sobre el nivel del terreno, y dentro de su podio había un laberinto de salas. Un tribunal de piedra se había alzado en otro tiempo delante del templo original, pero cuando Metelo Dalmático lo echó abajo y empezó de nuevo, incorporó dicha estructura al conjunto, creando así una plataforma casi tan grande como la tribuna de los Comicios a unos diez pies sobre el suelo. En lugar de llevar el maravilloso tramo de escalones de mármol, de poca altura, todo el trayecto desde la entrada del templo hasta el nivel del Foro, había detenido los escalones en la plataforma. El acceso desde el Foro hasta la plataforma se hacía por medio de dos estrechos grupos de escalones, uno a cada lado. Esto permitía que la plataforma sirviera de tribuna, y que el templo de Cástor se pudiera utilizar como lugar de votaciones; el pueblo o la plebe reunidos en asamblea se ponían de pie debajo, en el foso, y miraban hacia arriba.

El templo en sí estaba rodeado por completo de columnas de piedra en forma de flauta pintadas de rojo, cada una de ellas rematada por un capitel jónico pintado en distintos tonos de azul intenso con bordes dorados en las volutas. Y Metelo Dalmático no había encerrado la cámara poniendo muros entre las columnas, sino que se podía mirar a través del templo de Cástor al otro lado; el templo se alzaba ventilado y libre como los dos jóvenes dioses a quienes estaba dedicado.

Mientras César se quedaba de pie contemplando cómo los esclavos públicos depositaban el enorme y pesado banco tribunicio sobre la plataforma, alguien le tocó en el brazo.

– A buen entendedor…

– dijo Publio Clodio, cuyos oscuros ojos estaban muy brillantes-. Va a haber follón.

Los ojos del propio César ya habían advertido el hecho de que había muchas personas entre la multitud cuyas caras no eran conocidas salvo en un aspecto: pertenecían a la multitud de matones de Roma, a aquellos ex gladiadores que, después de quedar libres, venían a la deriva desde lugares como Capua para buscar empleo sórdido en Roma como gorilas, alguaciles o guardaespaldas.

– No son mis hombres -dijo Clodio.

– ¿De quién son, entonces?

– No estoy seguro, porque son demasiado reservados para decirlo. Pero todos tienen bultos sospechosos debajo de la toga: lo más probable es que lleven porras. Yo que tú, César, haría que alguien llamase a la milicia a toda prisa. No celebres la reunión hasta que haya protección.

– Muchas gracias, Publio Clodio -le dijo César; y se dio media vuelta para hablar con el jefe de sus lictores.

No mucho tiempo después aparecieron los nuevos cónsules. Los lictores de Silano llevaban las fasces, mientras que la docena de lictores de Murena caminaban con el hombro izquierdo libre de toda carga. Ninguno de los dos hombres estaba contento, porque aquella reunión, la segunda del año, era también la segunda que convocaba un mero pretor; César se había adelantado a los cónsules, lo que se consideraba un gran insulto, y Silano no había tenido ocasión todavía de dirigirse al pueblo en su contio laudatorio. ¡Incluso a Cicerón le había ido mejor! Así pues, ambos se pusieron a esperar con el rostro pétreo lo más lejos de César que les fue posible, mientras sus sirvientes colocaban las esbeltas sillas de marfil a un lado del centro de la plataforma, ocupado por la silla curul perteneciente a César y -¡siniestra presencia!- el banco tribunicio.

Uno a uno fueron desfilando los demás magistrados, y todos ellos hallaron un lugar donde sentarse. Cuando llegó Metelo Nepote se encaramó en el mismísimo extremo del banco tribunicio, junto al sillón de César; le guiñó un ojo a éste y blandió en el aire un rollo que contenía su proyecto de ley para hacer que Pompeyo volviera a casa. Mirando a todas partes, el pretor urbano le contó lo de los grupos que formaban coágulos entre la multitud, ahora de tres o cuatro mil personas. Aunque la zona delantera estaba reservada para los senadores, los que quedaban justo detrás y a ambos lados eran ex gladiadores. En otros lugares había grupos que César creía que pertenecían a Clodio, incluidos los tres Antonios y el resto de jóvenes balas perdidas que pertenecían al club de Clodio. También se encontraba allí Fulvia.

El jefe de los lictores se aproximó y se inclinó junto a la silla de César.

– La milicia está empezando a llegar, César. Los he colocado detrás del templo, como has ordenado.

– Bien. Usa tu propia iniciativa. No esperes mis órdenes.

– ¡No pasa nada, César! -dijo alegremente Metelo Nepote-. Ya me habían dicho que la multitud estaba llena de caras toscas y desconocidas, así que he puesto ahí fuera unas cuantas caras toscas de mi propiedad.

– No creo, Nepote, que ésa sea una idea muy inteligente -dijo César soltando un suspiro-. Lo último que quiero es otra guerra en el Foro.

– ¿No va siendo ya hora? -le dijo Nepote sin dejarse impresionar-. No hemos tenido una buena reyerta desde antes de que yo dejara los pañales.

– Estás totalmente decidido a salir de tu cargo en medio de un buen alboroto.

– ¡Y que lo digas! ¡Aunque me gustaría apalear a Catón antes de marcharme!

Los últimos en llegar, Catón y Termo, subieron los escalones del lado en el que Pólux estaba sentado sobre un caballo de mármol pintado, avanzaron entre los pretores dirigiéndole una sonrisa a Bíbulo y llegaron al banco. Antes de que Metelo Nepote supiera qué ocurría, los dos recién llegados lo habían levantado cada uno por debajo de un codo y lo habían depositado en medio del banco. Luego se sentaron ellos entre Nepote y César, Catón al lado de César y Termo al lado de Nepote. Cuando Bestia intentó sentarse al otro lado de Nepote, Lucio Mario se interpuso entre ellos. Así que Metelo Nepote quedó sentado en medio de sus enemigos, igual que César cuando Bíbulo de pronto trasladó su silla de marfil desde donde se encontraba el sobresaltado Filipo hasta el lado de César.

La alarma iba cundiendo; los dos cónsules parecían estar incómodos, y los pretores que no estaban implicados deseaban a todas luces que la plataforma estuviera el triple de lejos del suelo de lo que estaba.

Pero la reunión dio comienzo por fin con las oraciones y los augurios. Todo parecía estar en orden. César habló brevemente para anunciar que el tribuno de la plebe Quinto Cecilio Metelo Nepote deseaba presentar un proyecto de ley para someterlo a discusión en el pueblo.

Metelo Nepote se puso en pie y separó los dos extremos de su rollo.

– ¡Quirites, es el cuarto día de enero del año del consulado de Décimo Junio Silano y Lucio Licinio Murena! Al norte de Roma se extiende el gran distrito de Etruria, donde el proscrito Catilina se pavonea con un ejército de rebeldes. En el campo contra él está Cayo Antonio Híbrido, comandante en jefe de una fuerza al menos el doble de grande que la que tiene Catilina. ¡Pero no sucede nada! ¡Hace casi dos meses ya desde que Híbrido se marchó de Roma para encargarse de esa patética colección de soldados veteranos, tan viejos que les crujen las rodillas, pero no ha ocurrido nada! ¡Roma continúa bajo un senatus consultum ultimum mientras el ex cónsul que está al frente de sus legiones se venda el dedo gordo del pie!

Leyó el contenido del rollo, pero con seriedad; Nepote no era tan tonto como para creer que aquella muchedumbre allí reunida fuera a apreciar a un payaso. Se aclaró la garganta y pasó inmediatamente a los detalles.

– Por la presente propongo que el pueblo de Roma releve a Cayo Antonio Híbrido de su imperium y de su mando! ¡Por la presente solicito al pueblo de Roma que instale en su lugar a Cneo Pompeyo Magnus como comandante en jefe de los ejércitos! ¡Por la presente solicito al pueblo de Roma que otorgue a Cneo Pompeyo Magnus un imperium maius que tenga efecto en toda Italia excepto en la propia ciudad de Roma! ¡Además dispongo que se le conceda a Cneo Pompeyo todo el dinero, tropas, equipo y legados que requiera y que su mando especial, junto con su imperium maius, no termine hasta que él considere que ha llegado el momento de dejarlos!

Catón y Termo estaban de pie cuando la última palabra salió de la boca de Nepote.

– ¡Veto! ¡Veto! ¡Interpongo mi veto! -gritaron ambos hombres al unísono.

Una lluvia de piedras salió de la nada, zumbando peligrosamente alrededor de los magistrados allí reunidos, y los matones comenzaron a avanzar a la carga pasando entre las filas de los senadores en dirección a los dos tramos de escalones. Las sillas curules se volcaron cuando cónsules, pretores y ediles salieron huyendo por las anchas escaleras de mármol hacia arriba y entraron en el templo, con todos los tribunos de la plebe, excepto Catón y Metelo Nepote, detrás de ellos. Bastones y porras salieron a la luz; César se envolvió la toga alrededor del brazo derecho y se retiró entre sus lictores, arrastrando a Nepote consigo. Pero Catón se quedó rezagado más tiempo, al parecer milagrosamente intacto, y siguió gritando que él interponía su veto, repitiéndolo a cada escalón que subía, hasta que Murena salió precipitadamente de entre las columnas y lo metió dentro tirando de él a la fuerza. La milicia se metió vadeando entre la refriega rodeados de escudos y empujando con los bastones, y poco a poco aquellos gamberros que habían llegado a la plataforma fueron obligados a bajar de nuevo. Ahora los senadores correteaban por los dos tramos de escalones hacia arriba, en busca del refugio del templo. Y abajo, en el Foro, estalló un disturbio a gran escala cuando un vociferante Marco Antonio y su inseparable compañero Curión cayeron juntos sobre unos veinte oponentes, con todos sus amigos formando un montón detrás de ellos.

– ¡Bien, éste es un buen comienzo de año! -dijo César mientras caminaba hacia el centro del templo lleno de luz, al tiempo que se arreglaba cuidadosamente los pliegues de la toga.

– ¡Es un desgraciado comienzo de año! -dijo bruscamente Silano, cuya sangre le corría tan velozmente por las venas que le hacía desaparecer el dolor del vientre-. ¡Lictor, te ordeno que sofoques los suburbios!

– ¡Oh, bobadas! -dijo César con hastío-. Ya tengo aquí la milicia, los mandé formar cuando vi algunas de esas caras entre la multitud. El problema no adquirirá grandes dimensiones ahora que nosotros ya no estamos en la tribuna.

– ¡Esto es obra tuya, César! -gruñó Bíbulo.

– Oírte hablar, Pulga, siempre es obra mía.

– ¿Queréis mantener el orden, por favor? -voceó Silano-. ¡He convocado al Senado a sesión y quiero orden!

– ¿Y no crees que sería mejor que invocases el senatus consultum ultimum? -le preguntó Nepote mirando hacia abajo y viendo que todavía tenía el rollo en la mano-. Mejor aún, en cuanto amaine el alboroto ahí afuera, déjame terminar mi asunto ante el pueblo.

– ¡Silencio! -dijo Silano intentando atronar con la voz; pero más que un rugido le salió un balido-. ¡El senatus consultum ultimum me concede poder, como cónsul que ostenta las fasces, para tomar todas las medidas que estime necesarias para proteger a la Res Publica de Roma!

– Tragó saliva, y de pronto sintió que necesitaba sentarse. Pero la silla estaba tirada en la plataforma allí abajo, y tuvo que enviar a un sirviente a buscarla. Cuando alguien la desplegó y la puso en el suelo para que se sentase, se derrumbó en ella, gris y sudoroso-. ¡Padres conscriptos, yo le pondré fin a este espantoso asunto de inmediato! -luego añadió-: Marco Calpurnio Bíbulo, tienes la palabra. Ten la amabilidad de explicar ese comentario que le has hecho a Cayo Julio César.

– No tengo que explicar nada, Décimo Silano, es algo que resulta evidente -le dijo Bíbulo señalando una hinchazón que se le iba poniendo oscura en la mejilla izquierda-. ¡Acuso a Cayo César y a Quinto Metelo Nepote de violencia pública! ¿Quién más tiene algo que ganar si se producen disturbios en el Foro? ¿Quién más querría ver cómo se produce el caos? ¿A los fines de quién sirve todo esto más que a los fines de ellos?

– ¡Bíbulo tiene razón! -gritó Catón, tan eufórico por aquella breve crisis que por una vez se olvidó del protocolo de los nombres-. ¿Quién más tendría algo que ganar? ¿Quién más necesita que corra la sangre en el Foro? ¡Se trata de volver a los viejos y buenos tiempos de Cayo Graco, de Livio Druso, de ese asqueroso demagogo de Saturnino! ¡Los dos sois secuaces de Pompeyo!

Gruñidos y ruidos se oyeron por todas partes, porque no había nadie entre los ciento y pico senadores que se hallaban dentro del templo que hubiera votado con César durante aquel fatídico del quinto día de diciembre, cuando cinco hombres fueron condenados a muerte sin un juicio.

– Ni el tribuno de la plebe Nepote ni yo como pretor urbano tenemos nada que ganar con la violencia -dijo César-, y tampoco tenían nada que ganar aquellos de entre los que tiraron las piedras que nosotros conozcamos.

– Miró con desprecio a Marco Bíbulo-. De haber transcurrido la asamblea pacíficamente, Pulga, el resultado habría sido una resonante victoria para Nepote. ¿Crees sinceramente que los votantes serios que han venido hoy aquí querrían a un imbécil como Híbrido a cargo de las legiones si se les ofreciera poner en su lugar a Pompeyo Magnus? La violencia empezó cuando Catón y Termo interpusieron el veto, no antes. ¡Utilizar el poder del veto tribunicio para impedir que el pueblo debata leyes en contio o para impedirle que emita su voto es una absoluta violación de todo aquello que Roma representa! ¡Yo no le echo la culpa al pueblo por empezar a apedrearnos! ¡Hace meses que no se le reconocen sus derechos en absoluto!

– ¡Hablando de derechos, todo tribuno de la plebe tiene derecho a ejercer su veto según su criterio! -bramó Catón.

– ¡Vaya tonto estás hecho, Catón! -le gritó César-. ¿Por qué crees que Sila les quitó el veto a los que son como tú? ¡Porque el veto nunca estuvo pensado para servir a los intereses de unos cuantos hombres que controlan el Senado! ¡Cada vez que tú ladras un veto, insultas la inteligencia de todos esos miles de personas que están ahí afuera, en el Foro, a quienes tú intentas hacerles trampa impidiéndoles que escuchen, con toda tranquilidad, aquellas leyes que se les presentan, con toda tranquilidad, y luego que voten, con toda tranquilidad, en un sentido o en otro!

– ¿Tranquilidad? ¡No fue mi veto lo que alteró la tranquilidad, César, fueron tus matones!

– ¡Yo nunca me ensuciaría las manos con semejante chusma!

– ¡No tenías necesidad de hacerlo! Lo único que tuviste que hacer fue dar las órdenes.

– Catón, el pueblo es el soberano -le dijo César haciendo un gran esfuerzo por seguir mostrándose paciente-, no el núcleo irreductible del Senado y unos cuantos tribunos que actúan como portavoces suyos. Tú no sirves a los intereses del pueblo, tú sirves a los intereses de un puñado de senadores que creen que son los amos y que gobiernan un imperio de millones. ¡Tú despojas al pueblo de sus derechos y a esta ciudad de su dignitas! ¡Tú me avergüenzas, Catón! ¡Tú avergüenzas a Roma! ¡Tú avergüenzas al pueblo! Incluso avergüenzas a tus amos los boni, que se valen de tu ingenuidad y se mofan de tu linaje a tus espaldas! ¿Y tú me llamas a mí secuaz de Pompeyo Magnus? ¡Pues no lo soy! ¡Pero tú, Catón, no eres ni más ni menos que un secuaz de los boni!

– ¡César tú eres un cáncer en el colectivo de hombres romanos!

– dijo Catón mientras avanzaba a grandes zancadas para detenerse con la cara tan sólo a unas pulgadas de la de César-. ¡Tú eres todo lo que detesto!

– Se dio la vuelta hacia el atónito grupo de senadores y les tendió las manos, mientras los arañazos del rostro le conferían, a aquella luz filtrada, el salvajismo de un gato feroz-. ¡Padres conscriptos, este César nos arruinará a todos! ¡Destruirá la República, lo noto en mis huesos! ¡No le escuchéis cuando parlotea acerca del pueblo y de los derechos del pueblo! ¡Escuchadme a mí en su lugar! ¡Sacadlos a él y a su efebo Nepote fuera de Roma, prohibid que se les de el fuego y el agua dentro de los límites de Italia! ¡Yo haré que a César y a Nepote se les acuse del crimen de violencia, haré que sean declarados fuera de la ley!

– ¡Escucharte, Catón -dijo Metelo Nepote-, sólo me recuerda que cualquier violencia en el Foro es mejor que permitir que corras a tus anchas y vetes toda reunión, toda propuesta, incluso cualquier palabra!

– Y por segunda vez en un mes alguien cogió a Catón con la guardia baja para hacerle cosas en la cara. Metelo Nepote simplemente se acercó a él, puso en su mano hasta la última onza de su persona y abofeteó a Catón con tanta fuerza que los arañazos de Servilia se abrieron y volvieron a sangrar-. ¡No me importa lo que me hagas con ese precioso senatus consultum ultimum tuyo de poca monta! -le gritó Nepote a Silano-. ¡Vale la pena morir en el Tullianum sabiendo que le he pegado a Catón!

– ¡Vete de Roma, vete con tu amo Pompeyo! -jadeó Silano, impotente para controlar la reunión, para controlar sus propios sentimientos, y para controlar el dolor.

– ¡Oh, así pienso hacerlo! -dijo Nepote con desprecio; giró sobre sus talones y salió-. ¡Volveréis a verme! -dijo a voces mientras bajaba ruidosamente la escalera-. ¡Volveré con mi cuñado Pompeyo a mi lado! ¿Quién sabe? ¡Puede que para entonces Catilina esté gobernando Roma y hayáis muerto todos, que es lo que os merecéis, ovejas con el culo lleno de mierda!

Incluso Catón guardó silencio, otra de las togas de su escaso guardarropa estaba empapándose de sangre y echándose a perder sin remedio.

– ¿Me necesitas para algo más, cónsul senior -le preguntó César a Silano en tono desenfadado-. Parece que los ruidos de la trifulca se están apagando ahí fuera, y aquí no hay nada más que decir, ¿verdad? -Sonrió con frialdad-. Ya se ha dicho demasiado.

– Estás bajo sospecha de incitar a la violencia pública, César -le dijo Silano con voz muy baja-. Mientras el senatus consultum ultimum siga en vigencia, se te prohíbe ejercer en todas las reuniones y en todos los asuntos propios de magistrado.

– Miró a Bíbulo-. Te sugiero, Marco Bíbulo, que empieces a preparar el caso para procesar a este hombre de vi hoy mismo.

Lo cual provocó la risa de César.

– ¡Silano, Silano, a ver si haces bien las cosas! ¿Cómo va a procesarme esta pulga en su propio tribunal? Tendrá que buscarse a Catón para que le haga el trabajo sucio. ¿Y sabes una cosa, Catón? -le preguntó César suavemente mirando aquellos furiosos ojos grises que le miraban enojadísimos entre los pliegues de la toga-. No tienes la menor oportunidad de ganar el caso. ¡Yo tengo más inteligencia en mi ariete que tú en tu ciudadela!

– Se separó la túnica del pecho y agachó la cabeza para hablar por el hueco que había quedado-. ¿No es cierto, ariete? -Dirigió una dulce sonrisa a los refugiados allí reunidos, y luego añadió-: Dice que sí, padres conscriptos. Que tengáis un buen día.

– ¡Ésa ha sido una actuación asombrosa, César! -dijo Publio Clodio, que había estado escuchando a escondidas justo fuera del templo-. No tenía ni idea de que pudieras enfadarte tanto.

– Espera hasta que entres en el Senado el año que viene, Clodio, y verás muchas más cosas. Entre Catón y Bíbulo puede que yo nunca vuelva a ser capaz de dominar el genio en la vida.

– Se detuvo en la plataforma, en medio de los escombros de las sillas de marfil rotas, y se quedó contemplando el Foro, casi desierto-. Veo que todos los sinvergüenzas se han ido a casa.

– Una vez que la milicia entró en escena perdieron la mayor parte del entusiasmo.

– Clodio bajó delante de César por los escalones laterales que quedaban debajo de la estatua ecuestre de Cástor-. Sí que he averiguado una cosa, César. Los había contratado Bíbulo. Ése actúa también como un aficionado del montón incluso para cosas como ésa.

– La noticia no me sorprende.

– Tenía planeado comprometeros a Nepote y a ti. Tendrás que comparecer ante el tribunal de Bíbulo por incitar a la violencia pública, ya lo verás -le dijo Clodio mientras saludaba con la mano a Marco Antonio y a Fulvia, que estaban sentados juntos en la grada de más abajo del plinto de Cayo Mario, Fulvia estaba muy ocupada enjugándole los nudillos de la mano derecha a Marco Antonio con el pañuelo.

– ¡Oh! ¿No ha sido estupendo? -preguntó Antonio con un ojo tan hinchado que no veía por él.

– ¡No, Antonio, no ha sido estupendo! -le contestó César en tono agrio.

– Bíbulo piensa hacer procesar a César bajo la lex Plautia de vi: su propio tribunal, nada menos -dijo Clodio-. César y Nepote cargaron con la culpa.

– Sonrió -. No es ninguna sorpresa, en realidad, siendo Silano el cónsul que tiene las fasces. Me imagino que no eres muy popular en ese barrio, si tenemos en cuenta que…

– Y se puso a tararear una conocida cancioncilla acerca de un marido ofendido y con el corazón destrozado.

– ¡Oh, venid a casa conmigo, todo el grupo! -dijo César riendo entre dientes al tiempo que le daba un cachete en los nudillos a Antonio y otro en la mano a Fulvia-. No podéis estar aquí sentados como ladrones barriobajeros hasta que la milicia os detenga, y en cualquier momento esos héroes que siguen deambulando por el interior del templo de Cástor van a asomar la nariz para olfatear el aire. Ya me han acusado de confraternizar con rufianes, pero si me ven con vosotros me mandarán hacer el equipaje para el destierro inmediatamente. Y como no soy cuñado de Pompeyo, tendré que ir a unirme a Catilina.

Y, desde luego, durante el breve trayecto hasta la residencia del pontífice máximo -sólo cuestión de momentos- el equilibrio de César se recuperó. Cuando hubo acompañado a sus disolutos invitados a una parte de la domus publica que Fulvia no conocía ni mucho menos tan bien como conocía las habitaciones de Pompeya, ya estaba listo para enfrentarse al desastre y para echarle por tierra todos los planes a Bíbulo.

Al día siguiente al amanecer el nuevo praetor urbanus se instaló en su tribunal, con sus seis lictores -que ya lo consideraban como el mejor y el más generoso de los magistrados- de pie a un lado con las fasces plantadas en el suelo como lanzas, la mesa y la silla curul de César dispuestas a su gusto, y un pequeño grupo de escribas y mensajeros esperando órdenes. Puesto que el pretor urbano se ocupaba de los preliminares de todo litigio civil, y también de solicitudes de procesamientos por acusaciones criminales, varios litigantes potenciales y abogados se habían apiñado ya en torno al tribunal; en el momento en que César indicó que abría la jornada, una docena de personas arremetieron hacia adelante para pelearse por ser los primeros en ser atendidos, pues Roma no era un lugar donde la gente hiciera cola de un modo ordenado y se contentasen con aguardar su turno. Y César tampoco intentó poner orden en aquel insistente clamor. Eligió la voz que más gritaba, le hizo señas para que se acercase y se preparó para escuchar.

Antes de que pudieran pronunciarse más que unas cuantas palabras, los lictores consulares aparecieron con las fasces, pero sin el cónsul.

– Cayo Julio César -dijo el jefe de los lictores de Silano mientras sus once compañeros empujaban a la pequeña multitud para que se alejasen del tribunal-, se te ha prohibido ejercer bajo el senatus consultum ultimum que sigue vigente. Por favor, desiste en este momento de todos los asuntos pretorianos.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó el abogado que había estado a punto de exponer su caso ante César: no era un abogado prominente, sino simplemente uno de los cientos que pululaban por el Foro en busca de asuntos-. ¡Yo necesito al pretor urbano!

– El cónsul senior ha designado a Quinto Tulio Cicerón para que asuma los deberes de pretor urbano -dijo el lictor, al que no le había gustado aquella interrupción.

– ¡Pero yo no quiero a Quinto Cicerón, quiero a Cayo César! El es el pretor urbano, y no pierde el tiempo ni vacila sin saber cómo actuar, como suelen hacer la mayoría de los pretores de Roma! ¡Quiero que mi caso se resuelva esta mañana, no el mes que viene o el año que viene!

El apiñamiento en torno al tribunal iba creciendo ahora a pasos agigantados, pues a los asiduos del Foro les había atraído la súbita presencia de tantos lictores y de aquel enojado individuo que protestaba.

Sin decir palabra, César se levantó de la silla, le hizo señas a su criado personal para que la plegase y la cogiera del suelo, y se volvió hacia sus seis lictores. Sonriendo, se acercó a cada uno de ellos y les dejó caer un puñado de denarios en la palma de la mano derecha.

– Coged vuestras fasces, amigos míos, y llevadlas al templo de Venus Libitina. Depositadlas donde deben estar cuando el hombre que debería ser precedido por ellas se ve privado de su cargo por la muerte o por la prohibición del ejercicio. Siento que el tiempo que hemos pasado juntos haya sido tan breve, y os agradezco muy sinceramente vuestras amables atenciones.

De los lictores pasó a los escribas y a los mensajeros, dando a cada uno de ellos una cantidad de dinero y una palabra de agradecimiento.

Después de lo cual se desprendió los pliegues de la toga praetexta bordada de púrpura del brazo y el hombro izquierdos, y enrolló la amplia prenda en una bola floja cuando se despojó de ella; ni una esquina de la misma tocó el suelo, tanta fue la destreza con que se la quitó. El criado que sostenía la silla recibió el bulto; César le indicó con la cabeza que se marchase.

– Perdonadme -dijo luego dirigiéndose al gentío que iba en aumento-, pero por lo visto no se me va a permitir llevar a cabo los deberes para los que me elegisteis.

– Y luego clavó el cuchillo-: Deberéis contentaros con medio pretor: Quinto Cicerón.

Quinto Cicerón, que acechaba a cierta distancia con sus propios lictores, ahogó un grito, ofendido.

– ¿Qué significa esto? -preguntó a gritos Publio Clodio desde la parte de atrás de la multitud mientras se abría paso a empujones hacia la parte delantera al tiempo que César se disponía a abandonar el tribunal.

– Me han separado del cargo, Publio Clodio.

– ¿Por qué?

– Porque estoy bajo sospecha de incitar a la violencia durante una reunión del pueblo que yo mismo había convocado.

– ¡No pueden hacer eso! -gritó teatralmente Clodio-. ¡Primero han de juzgarte, y luego has de ser declarado culpable!

– Hay en vigencia un senatus consultum ultimum.

– ¿Qué tiene eso que ver con la reunión de ayer?

– Resultó bastante práctico -dijo César mientras abandonaba el tribunal.

Y cuando caminaba vestido sólo con la túnica en dirección a la domus publica, toda la multitud congregada fue tras él para darle escolta. Quinto Cicerón ocupó su puesto en el tribunal de pretor urbano y se encontró con que no tenía parroquia; ni la tuvo en todo el día.

Pero durante todo el día la multitud fue creciendo en el Foro, y a medida que crecía el ambiente se iba poniendo más feo. Esta vez no había a la vista ex gladiadores, sólo muchos habitantes respetables de la ciudad entremezclados con hombres como Clodio, los Antonios, Curión, Décimo Bruto… y Lucio Decumio y sus hermanos del colegio de encrucijada, pertenecientes a todas las esferas, desde la segunda clase hasta el proletariado. Dos pretores que estaban empezando juicios criminales miraron hacia aquel mar de rostros y decidieron que los auspicios no eran favorables; Quinto Cicerón recogió sus cosas y se fue temprano a casa.

Lo más desconcertante de todo fue que nadie abandonó el Foro durante la noche, el cual estuvo iluminado por numerosas y pequeñas hogueras que habían encendido para combatir el frío; desde las casas del Germalus, cerca del Palatino, el efecto tenía un misterioso parecido con un ejército acampado, y por primera vez desde que las masas con el estómago vacío habían ocupado el Foro durante los días que llevaron a la rebelión de Saturnino, aquellos que ostentaban el poder comprendieron cuánta gente corriente había en Roma… y qué pocos eran, en comparación, los poderosos.

Al alba, Silano, Murena, Cicerón, Bíbulo y Lucio Ahenobarbo se reunieron en lo alto de las escaleras Vestales y contemplaron los que parecían unas quince mil personas. Entonces alguien de allí abajo que se encontraba entre aquella horrorosa congregación los vio, gritó y los señaló; todo aquel océano de gente se dio la vuelta como si diera comienzo la primera gran espiral de un torbellino, lo que hizo que el pequeño grupo de hombres retrocediera instintivamente al comprender que lo que veían era una potencial danza de la muerte. Luego, mientras todos aquellos rostros los miraban fijamente, los brazos derechos se levantaron, y todo el mundo se puso a agitar el puño contra ellos, como algas que oscilasen en medio del oleaje.

– ¿Todo eso por César? -preguntó en un susurro Silano, estremeciéndose.

– No -dijo el pretor Filipo, que se había unido a ellos-. Todo eso es por el senatus consultum ultimum y la ejecución de ciudadanos sin juicio. César sólo ha sido la gota que ha colmado el vaso.

– Le dirigió a Bíbulo una furibunda y abrasadora mirada-. ¡Qué tontos sois! ¿No sabéis quién es César? ¡Yo soy su amigo, yo si lo sé! ¡César es la única persona en Roma que no os atrevéis a destruir públicamente! Os habéis pasado toda vuestra vida aquí, en las alturas, mirando a Roma desde arriba como dioses que contemplan una hirviente pestilencia, pero él se ha pasado toda su vida entre ellos y ha sido considerado como ellos. Apenas hay una persona en esta enorme ciudad que ese hombre no conozca… o quizá sería mejor decir que todos en esta enorme ciudad piensan que César los conoce. Es una sonrisa, un gesto con la mano y un alegre saludo donde quiera que va… y eso se lo hace a todo el mundo, no solamente a los votantes valiosos. ¡Ellos lo aman! César no es un demagogo… ¡no necesita ser un demagogo! En Libia atan a los hombres y dejan que los maten las hormigas. ¡Pero vosotros sois lo bastante estúpidos como para conseguir que las hormigas de Roma se alboroten! Y podéis estar tranquilos: ¡no es a César a quien matarán las hormigas!

– Ordenaré que salga a la calle la milicia -dijo Silano.

– ¡Oh, bobadas, Silano! ¡La milicia está ahí abajo junto con los carpinteros y los albañiles!

– Entonces, ¿qué hacemos? ¿Hacer que el ejército vuelva a casa desde Etruria?

– ¡Desde luego, si lo que quieres es que Catilina se lance detrás en una persecución sin tregua!

– ¿Qué podemos hacer?

– Id a casa y atrancad bien las puertas, padres conscriptos -dijo Filipo mientras se daba la vuelta-. Por lo menos eso es lo que yo pienso hacer.

Pero antes de que nadie pudiera encontrar fuerzas para seguir aquel consejo, se elevó un enorme clamor; las caras y los puños dirigidos contra la parte superior de las escaleras Vestales cambiaron de dirección.

– ¡Mirad! -graznó Murena-. ¡Es César!

La multitud estaba comprimiéndose como podía para formar un corredor que empezaba en la domus publica y se abría ante César mientras éste caminaba vestido con una sencilla toga blanca en dirección a la tribuna. No dio señales de agradecimiento ante la ensordecedora ovación, ni miró a ninguno de los dos lados, y cuando llegó a lo alto de la plataforma de los oradores no hizo movimiento alguno con el cuerpo ni gesto con la mano que los que observaban desde el Palatino pudieran calificar como de ánimo para las masas que ahora se habían vuelto hacia él.

Cuando empezó a hablar el ruido cesó por completo, aunque lo que dijo fue inaudible para Silano y el resto del grupo, que ahora estaban de pie acompañados de veinte magistrados y por lo menos cien senadores. César estuvo hablando quizá durante una hora, y a medida que hablaba la multitud parecía cada vez más calmada. Luego los despidió con un gesto de la mano y una sonrisa tan amplia que los dientes lanzaron destellos. Flojos a causa del alivio y de la perplejidad, el grupo de hombres que se hallaba en lo alto de las escaleras Vestales contemplaron cómo la enorme multitud comenzaba a dispersarse, para ir desfilando en torrentes que se adentraban en el Argileto y en la zona de alrededor de los mercados y subía por la vía Sacra hacia la Velia y hacia las partes de Roma que había más allá. Todos ellos evidentemente comentando el discurso de César, pero en ningún modo enfadados.

– Como príncipe del Senado -dijo Mamerco muy rígido-, convoco aquí y ahora al Senado en sesión en el templo de Júpiter Stator, un local apropiado, porque lo que ha hecho César ha sido detener una evidente revuelta. ¡Inmediatamente! -concluyó bruscamente mientras se volvía hacia un encogido Silano-. Cónsul senior, envía a tus lictores a buscar a Cayo César, ya que tú los enviaste a despojarlo de su cargo.

Cuando César entró en el templo de Júpiter Stator, Cayo Octavio y Lucio César empezaron a aplaudir; uno a uno se les fueron uniendo otros hasta que incluso Bíbulo y Ahenobarbo tuvieron, por lo menos, que fingir que aplaudían. De Catón no había ni señal.

Silano se levantó del asiento.

– Cayo Julio César, en nombre de esta Cámara deseo darte las gracias por haber puesto fin a una peligrosísima situación. Has actuado con perfecta corrección y mereces por ello toda clase de alabanzas.

– ¡Qué pelma eres, Silano! -gritó Cayo Octavio-. ¡Pregúntale a ese hombre cómo lo hizo o todos nos moriremos de curiosidad!

– La Cámara desea saber qué dijiste, Cayo César.

Todavía vestido con su simple toga blanca, César se encogió de hombros.

– Les dije, sencillamente, que se fueran a sus casas y se dedicasen a sus asuntos. ¿Querían que los considerasen desleales? ¿Incontrolables? ¿Quiénes se habían creído que eran para congregarse en semejante número sólo porque un simple pretor había sido disciplinado? Les dije que Roma está bien gobernada, y que todo resultaría a entera satisfacción de los ciudadanos si tenían un poco de paciencia.

– ¡La amenaza está debajo de las palabras hermosas! -le cuchicheó Bíbulo a Ahenobarbo.

– Cayo Julio César -dijo Silano con mucha solemnidad-, toma tu toga praetexta y regresa a tu tribunal como praetor urbanus. Esta Cámara tiene claro que has actuado en todos los aspectos como debías, y que así lo hiciste en la reunión del pueblo de anteayer al percatarte de los revoltosos que había entre la asamblea y tener la milicia lista para actuar. No habrá juicio bajo la lex Plautia de vi por los sucesos de ese día.

Ni una sola voz se alzó en el templo de Júpiter Stator para protestar.

– ¿Qué te había dicho? -le dijo Metelo Escipión a Bíbulo cuando salían de la sesión senatorial-. ¡Ha vuelto a vencernos! ¡Lo único que hemos hecho ha sido gastar un montón de dinero contratando ex gladiadores!

Catón subía corriendo, sin aliento y con un aspecto realmente malo.

– ¿Qué hay? ¿Qué ha pasado? -preguntó.

– ¿Qué te ha pasado a ti? -quiso saber Metelo Escipión.

– Estaba enfermo -dijo Catón escuetamente, cosa que Bíbulo y Metelo Escipión interpretaron correctamente como una larga noche con Atenodoro Cordilión y el jarro de vino.

– César nos ha vencido, como siempre -dijo Metelo Escipión-. Envió a la multitud a sus casas y Silano lo ha rehabilitado. No habrá juicio en el tribunal de Bíbulo.

Catón chilló, literalmente, con tanta potencia que hasta el último de los senadores se sobresaltó a causa del susto; luego se volvió hacia uno de los pilares que había en la fachada del templo de Júpiter Stator y se puso a aporrearlo con el puño hasta que los otros lograron sujetarle el brazo y apartarlo de allí.

– No descansaré, no descansaré, no descansaré -seguía repitiendo mientras se lo llevaban Clivus Palatinus arriba y pasaban por la Porta Mugonia, llena de bigotes de líquenes-. ¡Aunque me cueste la muerte lo arruinaré!

– César es como el fénix -dijo Ahenobarbo con aire lúgubre-. Se levanta de las cenizas de todas las piras funerarias en las que lo ponemos.

– Algún día no volverá a levantarse. Yo estoy con Catón, no descansará hasta verlo arruinado -prometió Bíbulo.

– ¿Sabes? -dijo pensativamente Metelo Escipión mirando la mano hinchada y la cara de Catón, que se le había abierto de nuevo-. A estas alturas debes de llevar en tu cuerpo más heridas debido a César que a Espartaco.

– ¡Y tú, Escipión, estás pidiendo una paliza! -le dijo Cayo Pisón en un tono salvaje.

Enero casi había terminado cuando por fin llegaron noticias del Norte. Desde primeros de diciembre Catilina se había ido adentrando firmemente en los Apeninos, sólo para descubrir que Metelo Celer y Marcio Rex se interponían entre él y la costa adriática. No había escape posible de Italia: tendría que aguantar y pelear… o rendirse. Y rendirse era algo inconcebible, así que lo apostó todo a una única batalla dentro de un estrecho valle situado cerca de la ciudad de Pistoria. Pero Cayo Antonio Híbrido no salió de campaña contra él; ese honor se reservó para el hombre militar, Marco Petreyo. ¡Oh, aquel dolor que tenía en el dedo gordo del pie! Híbrido no abandonó nunca la seguridad de su acogedora tienda de mando. Los soldados de Catilina lucharon desesperadamente, y más de tres mil eligieron morir en sus puestos. Lo mismo que Catilina, que resultó muerto mientras sostenía el águila de plata que en otro tiempo había pertenecido a Cayo Mario. Los hombres decían que cuando se le encontró entre los cadáveres lucía la misma brillante sonrisa que les había dirigido a todos, desde Catulo a Cicerón.

No más excusas: el senatus consultum ultimum fue por fin derogado. Ni siquiera Cicerón pudo hacer acopio del coraje necesario para abogar porque se mantuviera vigente hasta que el resto de los conspiradores hubieran caído. A algunos pretores se les envió a apagar ciertas bolsas de resistencia, incluso Bíbulo fue a las tierras de los pelignos, en el montañoso Samnio, y Quinto Cicerón al igualmente escarpado Brucio.

Luego, en febrero, comenzaron los juicios. Esta vez no habría ejecuciones, ni ningún hombre sería condenado al exilio sin más; el Senado decidió instituir un tribunal especial.

Un ex edil, Lucio Novio Níger, fue nombrado presidente del mismo porque no pudo hallarse a ningún otro que estuviera dispuesto a aceptar el trabajo; los pretores que quedaban en Roma, desde César a Filipo, alegaron enormes cargas de trabajo en sus propios tribunales. El hecho de que Novio Níger estuviera dispuesto a hacerlo se debía a su carácter y a sus circunstancias, porque era una de esas irritantes criaturas que poseían más ambición que talento, y veía aquel trabajo como un camino seguro para llegar al consulado. Cuando publicó sus edictos, fueron de los más imponentes: nadie quedaría sin inspeccionar, a nadie se le mimaría, nadie compraría favores mediante el soborno, la lista del jurado olería mejor que un campo de violetas en Campania. Su último edicto no gozó del favor de la gente. Anunció que pagaría una recompensa de dos talentos a cambio de cualquier información que condujera a la condena de los culpables; recompensa que sería pagada a costa de las multas y de la confiscación de propiedades, naturalmente. ¡Sin ningún gasto para el Tesoro! Pero, en la opinión de la mayoría de la gente, aquello se acercaba demasiado y de manera incómoda a las técnicas de las proscripciones de Sila. Así que cuando el presidente del tribunal especial lo inauguró, los asiduos profesionales del Foro tendían a tener una opinión bastante pobre de él.

Cinco hombres fueron a juicio en primer lugar, y todos ellos seguramente serían condenados: los hermanos Sila, Marco Porcio Leca y los dos que habían intentado asesinar a Cicerón, Cayo Cornelio y Lucio Vargunteyo. Para ayudar al tribunal, el Senado entró en sesión con Quinto Curio, el agente secreto de Cicerón, estableciendo la hora del interrogatorio de Curio de modo que coincidiera con el comienzo de las vistas de Novio Níger. Naturalmente, Novio Níger atrajo una congregación de público mucho mayor, pues se había instalado en la zona mayor del espacio que quedaba vacío en el Foro.

Un tal Lucio Vetio fue el primer informador… y el último. Siendo un caballero que apenas alcanzaba la posición de tribunus aerarius, acudió a Novio Níger y anunció que tenía información más que suficiente para ganar aquellos considerables cincuenta mil sestercios de recompensa. Al declarar ante el tribunal, confesó que en los primeros momentos de la conspiración había considerado la idea de unirse a ella. Pero…

– Yo sabía dónde debía poner mi lealtad -dijo suspirando-. Soy romano, no podía hacerle daño a Roma. Roma significa demasiado para mí.

Después de darle muchas vueltas a lo mismo, dictó una lista de hombres que juró que habían estado involucrados sin la menor sombra de duda.

Novio Níger suspiró también.

– ¡Lucio Vetio, ninguno de estos nombres dice gran cosa! Me parece que las oportunidades de este tribunal de asegurarse pruebas suficientes para empezar con los procesamientos son muy escasas. ¿No hay nadie contra quien puedas presentar pruebas verdaderamente concretas? ¿Como una carta, o un testigo respetable aparte de ti mismo? -Pues.

– dijo lentamente Vetio; luego, de pronto, se estremeció y dijo que no con la cabeza con mucho énfasis-. ¡No, nada! -aseguró en voz muy alta.

– Vamos, hombre, ahora estás bajo la completa protección de mi tribunal -le dijo Novio Níger, que empezaba a olerse algo-. Nada puede ocurrirte, Lucio Vetio. ¡Te doy mi palabra! Si realmente conoces alguna prueba concreta, ¡debes decírmelo!

– Un pez muy gordo -masculló Lucio Vetio.

– No hay pez demasiado gordo para mí y mi tribunal.

– Pues…

– ¡Lucio Vetio, escúpelo de una vez!

– Sí que tengo una carta.

– ¿De quién?

– De Cayo César.

El jurado se irguió en sus asientos, y los mirones empezaron a rumorear.

– De Cayo César. Pero, ¿a quién va dirigida?

– A Catilina. Está escrita por César, de su puño y letra.

Al oír aquello un pequeño grupo de clientes de Catulo que había entre el público empezó a vitorear, pero su júbilo fue ahogado por abucheos, mofas e invectivas. Pasó algún tiempo antes de que los lictores del tribunal pudieran establecer el orden y permitir que Novio Níger continuase con su interrogatorio.

– ¿Por qué no nos has dicho antes ni una palabra de todo esto, Lucio Vetio?

– ¡Porque tengo miedo, por eso! -dijo bruscamente el informador-. No me gusta la idea de ser responsable de que se incrimine a un pez gordo como César.

– En este tribunal, Lucio Vetio, yo soy el pez gordo, no Cayo César -le aseguró Novio Níger-; y tú has incriminado a Cayo César. No estás en peligro. Por favor, continúa.

– ¿Con qué? -inquirió Vetio-. Ya he dicho que tengo una carta.

– Entonces debes presentarla en este tribunal.

– César dirá que es una falsificación.

– Sólo el tribunal puede decidir eso. Presenta la carta.

– Bueno…

En aquel momento todo el que se encontraba en el Foro inferior estaba alrededor del tribunal de Novio Níger o iba corriendo hacia allí; se estaba corriendo la voz de que, como siempre, César estaba en apuros.

– ¡Lucio Vetio, te ordeno que presentes la carta! -le dijo Novio Níger con voz irritada; luego continuó diciendo algo extremadamente tonto-: ¿Tú crees que los hombres como Cayo César están por encima del poder de este tribunal por el simple hecho de tener un linaje de mil años de antigüedad y multitudes de clientes? ¡Bueno, pues no! Si Cayo César le escribió una carta a Catilina de su puño y letra, yo lo juzgaré en este tribunal y lo declararé culpable!

– Entonces iré a mi casa a buscarla -le contestó Lucio Vetio convencido.

Mientras Vetio iba a hacer su recado, Novio Níger hizo un descanso. Todo aquel que no estaba hablando excitadamente -mirar a César se estaba convirtiendo en el mejor entretenimiento desde hacía años- corrió a comprar algo de comer o de beber; al jurado, que estaba cómodamente sentado, le sirvieron criados del tribunal, y Novio Níger se acercó paseando a charlar con el presidente del jurado, tremendamente complacido con aquella idea suya de pagar a cambio de información.

Publio Clodio estaba más ocupado. Atravesó el Foro y se dirigió hacia la Curia Flostilia, donde estaba reunido el Senado, y convenció a quien fuera para que lo dejasen entrar. No fue un asunto difícil para alguien que el año siguiente pasaría por aquellas puertas con pleno derecho.

Nada más entrar se detuvo, pues descubrió que el contralto de Vetio en el tribunal estaba en perfecta armonía con el barítono de Curio en el Senado.

– ¡Te aseguro que lo oí de los propios labios de Catilina! -estaba diciéndole Curio a Catón-. ¡Cayo César era la figura central de toda la conspiración, desde el mismísimo principio al fin!

Sentado en el estrado curul -a un lado del cónsul que presidía, Silano, y un poco detrás de él-, César se puso en pie.

– Estás mintiendo, Curio -dijo con mucha calma-. Todos sabemos qué hombres de este reverenciado cuerpo son los que no se detendrían ante nada con tal de verme expulsado para siempre del mismo. ¡Pero, padres conscriptos, me permito deciros que yo nunca formé y nunca habría formado parte de un asunto tan espantosamente chapucero y furtivo! ¡Cualquiera que de crédito a la historia que cuenta este loco patético está más loco que él! ¿Yo, Cayo Julio César, consintiendo en asociarme con un montón de borrachos y cotillas? ¿Yo, tan escrupuloso en el cumplimiento del deber y en la atención a mi propia dignitas, rebajarme a maquinar un complot con hombres de la calaña de Curio, aquí presente? ¿Yo, el pontífice máximo, confabular para entregarle Roma a Catilina? ¿Yo, un Julio, descendiente de los fundadores de Roma, consentir en que Roma sea gobernada por gusanos como Curio y furcias como Fulvia Nobilioris?

Las palabras salían como el estallido de un látigo, y nadie trató de interrumpirle.

– Estoy muy acostumbrado al vilipendio de la política -continuó diciendo, todavía con aquella voz tranquila pero castigadora-, pero no me voy a quedar de brazos cruzados mirando cómo alguien le paga a gente de la calaña de Curio para que ponga mi nombre en boca de todos en relación con un asunto en el que yo no tomaría parte ni muerto! ¡Porque hay alguien que le está pagando! ¡Y cuando yo averigüe quién es, senadores, serán ellos los que me las paguen a mí! ¡Aquí estáis todos sentados, tan brillantes y maravillosos como una colección de gallinas en un gallinero, escuchando los sórdidos detalles de una presunta conspiración, pero aquí hay también algunas gallinas que conspiran con más malicia para destruirme a mí y a mi buen nombre! ¡Para destruir mi dignitas!

– Tomó aliento-. Sin mi dignidad, yo no soy nada. Y os advierto solemnemente a todos y cada uno de vosotros: ¡no juguéis con mi dignitas! ¡Con tal de defenderla, yo sería capaz de echar abajo esta venerable Cámara alrededor de vuestros oídos! ¡Sería capaz de poner la montaña de Pelión encima de la de Ossa y le robaría el trueno a Zeus para golpearos con él a todos vosotros y daros así muerte! ¡No pongáis a prueba mi paciencia, padres conscriptos, porque os digo ahora que yo no soy Catilina! ¡Si yo conspirase para sacaros de vuestras sillas, seguro que iríais al suelo!

– Se dio la vuelta y miró hacia Cicerón-. Marco Tulio Cicerón, ésta es la última vez que voy a hacerte esta pregunta: ¿te proporcioné o no te proporcioné yo ayuda para llegar a descubrir esta conspiración?

Cicerón tragó saliva; la Cámara estaba en absoluto silencio. Nadie había visto ni oído nada semejante a aquel discurso, y nadie quería llamar la atención. Ni siquiera Catón.

– Sí, Cayo Julio, sí que me ayudaste -reconoció Cicerón.

– En ese caso -dijo César con la voz menos acerada ahora-, exijo que esta Cámara se niegue a pagarle a Quinto Curio ni un solo sestercio del dinero que se le había prometido como recompensa. Quinto Curio ha mentido, por lo tanto no se merece ninguna consideración.

Y tal era el miedo que había dentro de cada senador que la Cámara acordó por unanimidad no pagarle a Quinto Curio ni un sestercio de la recompensa prometida.

Clodio se adelantó.

– Nobles padres -dijo en voz alta-, suplico vuestro perdón por ser un intruso, pero debo pedirle al noble Cayo Julio que me acompañe al tribunal de Lucio Novio Níger en cuanto pueda hacerlo.

César estaba a punto de sentarse y, en lugar de hacerlo, miró a Silano, que estaba mudo de asombro.

– Cónsul senior, por lo visto me necesitan en otra parte, y sospecho que por un asunto parecido. En cuyo caso, recordad lo que he dicho. ¡Recordad hasta la última palabra! Y ahora os ruego que me excuséis.

– Estás excusado -susurró Silano-, y todos los demás también.

Así que cuando César se marchó de la Curia Hostilia con Clodio trotando a su lado, toda la compañía de senadores fue en pos de ellos en tropel.

– Ése ha sido absolutamente el mejor rapapolvo que he oído en mi vida! -dijo Clodio, que jadeaba sin parar-. Debe de haber mierda por todo el suelo de la Cámara del Senado.

– No digas tonterías, Clodio, y cuéntame lo que está pasando en el tribunal de Níger -le conminó César, cortante.

Clodio le complació. César se detuvo.

– ¡Lictor Fabio! -dijo llamando al jefe de sus lictores, que les metía prisa a sus cinco compañeros para que se mantuviesen por delante de César en formación.

Los tres pares de hombres se detuvieron y recibieron las órdenes oportunas.

Luego César descendió hacia el tribunal de Novio Níger, haciendo que los mirones se dispersasen en todas direcciones al pasar directamente entre las filas del jurado hasta donde Lucio Vetio se encontraba de pie con una carta en la mano.

– ¡Lictores, detened a este hombre!

Con carta y todo, Lucio Vetio fue puesto bajo custodia y lo sacaron a paso de marcha del tribunal de Novio Níger en dirección al tribunal del pretor urbano.

Novio Níger se puso en pie con tanta rapidez que su muy apreciada silla de marfil se volcó.

– ¿Qué significa esto? -preguntó con voz chillona.

– ¿QUIEN TE CREES QUE ERES? -rugió César. Todo el mundo se echó hacia atrás; el jurado se removió, incómodo, y sintió un estremecimiento-. ¿Quién te crees que eres? -repitió César con más suavidad, pero con una voz que podía oírse desde el medio del Foro-. ¿Cómo te atreves tú, un magistrado con mero rango de edil, a aceptar pruebas en tu tribunal que conciernen a alguien superior a ti en jerarquía? ¿Pruebas, además, de boca de un informador pagado? ¿Quién te crees que eres? Si tú no lo sabes, Novio, te lo diré yo. Tú eres un ignorante de las leyes que no tiene más derecho a presidir un tribunal romano que la puta más sucia que pregona su entrepierna a la puerta del templo de Venus Erucina. ¿No comprendes que no se ha oído nunca que un magistrado de rango inferior actúe de un modo que pudiera tener como resultado el juicio de su superior? ¡Lo que le has dicho, estúpido, a ese pedazo de basura de alcantarilla llamado Vetio se merece un proceso de incapacitación contra ti! ¿Que tú, un mero magistrado edilicio, intentarías que se me declarase culpable a mí, el pretor urbano, en tu tribunal? Valientes palabras, Novio, pero imposibles de cumplir. Si tienes un motivo para creer que un magistrado de rango superior a ti está implicado criminalmente en un proceso que se lleva a cabo en tu tribunal, entonces estás obligado a suspender tu tribunal inmediatamente y a llevar todo el asunto ante los iguales de ese magistrado superior. Y puesto que yo soy el praetor urbanus, tú vas al cónsul que tiene las fasces. Este mes, Lucio Licinio Murena; pero hoy Décimo Junio Silano. La ávida muchedumbre no se perdía palabra mientras Novio Níger permanecía en pie, con el rostro ceniciento, viendo cómo sus esperanzas de llegar a ser cónsul en el futuro se desmoronaban alrededor de sus incrédulos oídos.

– ¡Tú vas a llevar todo el asunto ante los iguales de tu superior, Novio -continuó diciendo César-, no te atreverás a continuar con el caso en tu tribunal! ¡No te atreverás a continuar admitiendo pruebas sobre tu superior, sonriendo de oreja a oreja! ¡Tú me has puesto en evidencia ante este colectivo de hombres como si tuvieras derecho a hacerlo! Y no lo tienes. ¿Me oyes? ¡No lo tienes! ¡Qué glorioso precedente sientas! ¿Es esto lo que han de esperar los magistrados superiores de sus inferiores en el futuro?

Novio extendió una mano, suplicante, se humedeció los labios e intentó hablar.

– ¡Tace, inepte! -le gritó César-. Lucio Novio Níger, con el fin de recordarte a ti y a todos los demás magistrados de categoría inferior cuál es vuestro lugar en el esquema. de los deberes públicos de Roma, yo, Cayo Julio César, praetor urbanus, te sentencio aquí a un período de ocho días en las celdas de las Lautumiae. Ese tiempo debería ser suficiente para que pienses cuál es el lugar que te corresponde, y para pensar en cómo lograrás convencer al Senado de Roma de que debería permitir que continuases siendo íudex en este tribunal especial. No abandonarás tu celda ni por un momento. No se te permitirá llevar comida de tu casa, ni recibir visitas de tu familia. No se te permitirá tener material de lectura ni de escritura. Y como soy consciente de que ninguna celda en las Lautumiae tiene puerta de ninguna clase, y mucho menos puerta con cerradura, harás lo que te digo. Cuando los lictores no te estén vigilando, media Roma lo estará haciendo.

– Les hizo una brusca indicación con la cabeza a los lictores del tribunal-. Llevad a vuestro amo a las Lautumiae, y ponedlo en la celda más incómoda que podáis encontrar. Os quedaréis de guardia hasta que yo envíe lictores a relevaros. Pan y agua, nada más, y nada de luz después de oscurecer.

Luego, sin volver la vista atrás, cruzó hasta el tribunal que correspondía al pretor urbano, donde Lucio Vetio esperaba en lo alto de la plataforma con un lictor a cada lado. César y los cuatro lictores que permanecían con él para asistirle subieron los escalones, seguidos ahora ávidamente por todos los miembros del tribunal de Novio Níger, desde el jurado a los escribas pasando por los acusados. ¡Oh, qué divertido! ¿Qué podía hacer César con Lucio Vetio salvo ponerlo en la celda contigua a la de Novio Níger?

– Lictor -le dijo a Fabio-, desata tus varas.

– Y a Vetio, que aún apretaba la carta en la mano-: Lucio Vetio, tú has conspirado contra mí. ¿De quién eres cliente?

La multitud se agitaba y se removía emocionada; estaba asombrada y atemorizada, sin saber si mirar a César mientras se encargaba de Vetio, o a Fabio el lictor, agachado para desmembrar el atijo de varas de abedul atadas con correas de cuero rojo que formaban un dibujo ritual en zigzag. Delgadas y ligeramente flexibles, las treinta, por las treinta Curias, estaban atadas en el pulcro haz circular, porque habían sido recortadas y torneadas hasta que cada una estuvo tan redonda como el cilindro que formaban todas juntas atadas llamado fasces.

A Vetio se le habían agrandado los ojos; parecía no poder apartarlos de Fabio y las varas.

– ¿De quién eres cliente, Vetio? -repitió César cortante.

Vetio respondió atemorizado.

– De Cayo Calpurnio Pisón.

– Gracias, es todo lo que necesito saber.

– César se volvió para ponerse de cara a los hombres reunidos debajo de él; las filas delanteras estaban llenas de senadores y de caballeros-. Compañeros romanos -dijo elevando el timbre de su voz-, este hombre que está en mi tribunal ha presentado falso testimonio contra mí en el tribunal de un juez que no tenía derecho a admitir sus pruebas. Vetio es tribunus aerarius, él conoce la ley. Sabe que no ha debido hacerlo, pero estaba hambriento por poner la suma de dos talentos en su cuenta bancaria… más lo que su patrono Cayo Pisón le hubiera prometido además, desde luego. No veo aquí a Cayo Pisón para responder, lo cual es mejor para él. Si estuviera aquí, iría a reunirse con Lucio Novio en las Lautumiae. Tengo derecho como praetor urbanus a ejercer el poder de coercitio sobre este ciudadano romano llamado Lucio Vetio. Y así lo hago. No se le puede azotar con un látigo, pero se le puede pegar con una vara. Lictor, ¿estás dispuesto?

– Sí, praetor urbanus -dijo Fabio, a quien en toda su larga carrera como uno de los diez prefectos del Colegio de los Lictores nunca antes se le había ordenado que desatase las fasces.

– Elige la vara.

Como los hambrientos parásitos roían las varas por muy cuidadas que estuvieran -y dichas varas se encontraban entre los objetos más reverenciados que Roma poseía-, las fasces se retiraban cada cierto tiempo en medio de gran ceremonia para quemarlas ritualmente, y eran sustituidas por haces nuevas. Por eso Fabio no tuvo dificultad en desatar sus varas, ni necesitó elegir entre ellas para encontrar una más fuerte que las demás. Simplemente cogió la que estaba más próxima a su temblorosa mano y se puso en pie lentamente.

– Sujetadlo y quitadle la toga -les dijo César a otros dos lictores.

– ¿Dónde? ¿Cuántos? -dijo Fabio en voz baja y con cierto nerviosismo.

César no le hizo caso.

– Como este hombre es ciudadano romano, no rebajaré su posición despojándole de la túnica ni desnudándole la espalda. Lictor, seis golpes en la pantorrilla izquierda y seis golpes en la pantorrilla derecha.

– Bajó la voz para imitar el mismo susurro de Fabio- ¡Y dale fuerte o después te tocará a ti recibir, Fabio!

Le arrancó la carta a Vetio, que ahora la sujetaba sin fuerza, y miró brevemente el contenido de la misma; luego se acercó al borde del tribunal y se la enseñó a Silano, que aquel día estaba sustituyendo a Murena -y deseando haber tenido el suficiente sentido común como para haberse quedado él también en cama con un cegador dolor de cabeza.

– Cónsul senior, te entrego esta prueba a ti para que la sometas a cuidadoso examen. La letra no es mía.

– César adoptó una expresión de desprecio-. Ni está escrita en mi estilo: ¡es inmensamente inferior! ¡Me recuerda al de Cayo Pisón, que nunca ha sido capaz de hilar cuatro palabras seguidas!

Los azotes se administraron con gritos y brincos por parte de Vetio; el jefe de los lictores, Fabio, le había tenido una enorme simpatía a César desde los días en que le había servido cuando César era edil curul y luego cuando fue juez en el Tribunal de Asesinatos. Creía conocer a César. Pero lo de aquel día había sido una revelación, así que Fabio golpeó con fuerza.

Mientras se llevaba a cabo la paliza, César bajó con paso lento del tribunal y se adentró en la parte de atrás de la multitud, donde estaban, embelesadas, las personas de origen humilde. A todo aquel que llevaba una toga gastada o tejida en casa, hasta llegar a un total de veinte individuos, César le dio un golpecito en el hombro derecho, y luego se llevó consigo al grupo y les mandó esperar junto a la plataforma.

El castigo había terminado; Vetio bailaba y resoplaba a causa de dos clases de dolor, uno el de las magulladuras en las pantorrillas y el otro el de las magulladuras en su propia estima. Un abundante número de los que habían presenciado aquella humillación lo conocían, y habían estado animando a Fabio con delirio.

– ¡Tengo entendido que Lucio Vetio es una especie de aficionado a los muebles! -dijo César a continuación-. Ser apaleado con una vara no deja el recuerdo duradero de haber obrado mal, y Lucio Vetio tiene que recordar el día de hoy durante mucho tiempo. Por lo tanto, ordeno que parte de sus propiedades sean confiscadas. Esos veinte quirites que he tocado en el hombro están autorizados a acompañar a Lucio Vetio de regreso a su casa y a elegir cada uno de ellos un mueble. No se puede tocar ninguna otra cosa: ni esclavos, ni vajilla, ni oro, ni estatuas. Lictores, escoltad a este hombre hasta su casa y encargaos de que mis órdenes se cumplan.

Y allá se fue el quejumbroso y renqueante Vetio bajo vigilancia, seguido de veinte beneficiarios encantados de la vida, que ya iban riéndose alegremente entre ellos y repartiéndose los despojos. ¿A quién le hacía falta una cama, a quién un canapé, a quién una mesa, a quién una silla, quién tenía sitio para poner en su casa un escritorio?

Uno de los veinte hombres volvió hacia atrás cuando César bajaba de su tribunal.

– ¿Podemos coger también los colchones de las camas? -le preguntó a gritos.

– ¡Una cama de nada sirve sin colchón, eso nadie lo sabe mejor que yo, quirites! -repuso César riéndose-. Los colchones van con las camas y los almohadones van con los canapés, pero no la ropa que los cubre. ¿Entendido?

César se marchó a casa, pero sólo para ocuparse de su persona; había sido un día azaroso, el tiempo había pasado volando y él tenía una cita con Servilia.

Una Servilia en éxtasis era una experiencia agotadora. Lamía y besaba con frenesí, se abría y trataba de abrirlo a él, lo agotaba y luego exigía más.

Aquélla era la mejor y única manera de eliminar la torrencial tensión que le provocaban los días como aquél, pensó César tendido de espaldas mientras la mente se le enfriaba y se sumía en el sueño.

Pero aunque estaba saciada de momento, Servilia no tenía intención de dejar dormir a César. Era un fastidio que él no tuviera vello púbico del cual tirarle; como alternativa, le pellizcó la piel floja del escroto.

– Eso te ha despertado, ¿eh?

– Eres una bárbara, Servilia.

– Quiero hablar.

– Yo quiero dormir.

– ¡Luego, luego!

Suspirando, César se volvió de lado y le echó una pierna por encima a ella para mantener la columna vertebral derecha.

– Habla.

– Creo que los has vencido -le dijo Servilia; y después de una pausa, añadió-: Por lo menos de momento.

– De momento ya está bien. Ellos nunca se darán por vencidos.

– Lo harían si no los humillases, si les dejases sitio a ellos también para su dignitas.

– ¿Y por qué habría de hacer eso? Ellos no conocen el significado de la palabra dignitas. Si quieren conservar su propia dignitas, que dejen la mía en paz.

– Hizo un ruido que era a la vez de desprecio y de exasperación-. Es una cosa detrás de otra, y cuanto más viejos se hacen, más de prisa tengo que correr yo. El genio se me crispa con demasiada facilidad.

– Eso creo. ¿No puedes arreglarlo?

– Ni siquiera sé si quiero hacerlo. Mi madre solía decir que eso y mi falta de paciencia eran mis dos peores defectos. Mi madre era un crítico despiadado, y muy estricta en cuanto a la disciplina. Cuando me fui al Este creí haber vencido ambos defectos. Pero entonces aún no había conocido a Bíbulo y a Catón, aunque sí que me encontré con Bíbulo poco después. Con él sólo no me las arreglaba mal. Pero aliado con Catón, resulta mil veces más intolerable.

– Catón está pidiendo que lo maten.

– ¿Y dejarme a mí sin esos formidables enemigos? ¡Mi querida Servilia, yo no les deseo la muerte ni a Catón ni a Bíbulo! Cuanta más oposición tiene un hombre, mejor le trabaja la mente. A mí me gusta la oposición. No, lo que me preocupa está dentro de mí mismo. Es el mal genio.

– Yo creo que tú tienes una clase de mal genio muy peculiar, César -dijo Servilia acariciándole la pierna-. A la mayoría de los hombres los ciega la rabia, mientras que tú en ese estado parece que pienses con más lucidez. Es una de las razones por las que te amo. Yo soy igual.

– ¡Tonterías! -dijo César riéndose-. Tú tienes la sangre fría, Servilia, pero tus emociones son fuertes. Crees que estás haciendo planes con lucidez cuando se provoca tu mal genio, pero esas emociones se interponen en tus proyectos. Un día tramarás, planearás y programarás algo para conseguir un fin u otro y te encontrarás con que, después de haberlo logrado, las consecuencias son desastrosas. El truco está en llegar exactamente hasta donde sea necesario, y ni una fracción ni una pulgada más. Haz que el mundo entero tiemble del miedo que siente por ti, y luego muestra clemencia y justicia. Eso es algo duro de entender para los enemigos de uno.

– Ojalá hubieras sido tú el padre de Bruto.

– Si hubiera sido yo su padre, él no sería Bruto.

– A eso me refiero.

– Déjalo en paz, Servilia. Suéltalo un poco más. Cuando tú apareces, él palpita como un conejo, pero no es del todo un muchacho débil, para que lo sepas. Oh, tampoco es ningún león, pero creo que tiene algo de lobo y algo de zorro. ¿Por qué verlo como un conejo porque en tu presencia se comporte como un conejo?

– Julia ya tiene catorce años -dijo Servilia saliéndose por la tangente.

– Cierto. Debo enviarle una nota a Bruto agradeciéndole el regalo que le ha hecho. A ella le ha encantado, ¿sabes?

Servilia se sentó en la cama atónita.

– ¿Un manuscrito de Platón?

– ¿Cómo, a ti te parece un regalo inapropiado? -César sonrió y la pellizcó con tanta fuerza como Servilia lo había pellizcado a él antes-. Yo le he regalado unas perlas, y le han gustado mucho. Pero no tanto como el manuscrito de Platón de Bruto.

– ¿Celoso?

Eso hizo reír a César con ganas.

– Los celos son una verdadera maldición -dijo de pronto poniéndose serio-. Comen, corroen. No, Servilia, yo soy muchas cosas, pero no soy celoso. Estuve encantado de que a ella le gustase el regalo de Bruto, y a él le estoy muy agradecido. La próxima vez le regalaré yo algo de un filósofo.

– Los ojos de César, llenos de malicia, escudriñaron a Servilia-. Además sale mucho más barato que las perlas.

– Bruto fomenta a la vez que cuida de su fortuna.

– Algo excelente en el joven más acaudalado de Roma -concedió César con solemnidad.

Marco Craso regresó a Roma, tras una larga ausencia para supervisar sus diversas empresas de negocios, justo después de aquel memorable día en el Foro; vio a César con nuevos ojos llenos de respeto.

– Aunque no puedo decir que yo lamente haber encontrado una buena excusa para ausentarme cuando Tarquinio me acusó en la Cámara -dijo-. Estoy de acuerdo en que ha sido un interludio interesante el que me he perdido, pero mi táctica es muy diferente de la tuya, César. Tú te tiras al cuello. Yo prefiero marcharme despacito y arar mis surcos como el buey al que siempre han dicho que me parezco.

– Con el heno bien atado en su sitio.

– Naturalmente.

– Bueno, como técnica ciertamente funciona. El que quiera hacerte caer a ti es un tonto, Marco.

– Y también es un buen tonto el que intente hacerte caer a ti, Cayo.

– Craso carraspeó-. ¿A cuánto ascienden tus deudas?

César frunció el entrecejo.

– Si hay alguien que lo sepa, aparte de mi madre, ése eres tú. Pero si insistes en oír la cifra en voz alta, aproximadamente dos mil talentos. Es decir, cincuenta millones de sestercios.

– Ya sé que tú sabes que yo sé cuántos sestercios hay en dos mil talentos -dijo Craso con una sonrisa.

– ¿Adónde quieres ir a parar, Marco?

– A que vas a necesitar una provincia realmente lucrativa el año que viene, a eso voy. No te permitirán amañar el sorteo, eres un hombre demasiado conflictivo. Por no mencionar que Catón andará revoloteando como un buitre por encima de tu cadáver.

– Craso arrugó la frente-. Con toda franqueza, Cayo, no sé cómo te las vas a arreglar por mucho que la suerte te sea favorable en el sorteo de las provincias. ¡Todo está muy pacífico ahora! Magnus ha acobardado al Este, África ya no constituye peligro desde… oh, desde Yugurta. Las dos Hispanias están aún sufriendo a causa de Sertorio.

Y los galos tampoco tienen mucho que ofrecer.

– Y Sicilia, Cerdeña y Córcega ni siquiera vale la pena mencionarlas -dijo César haciendo bailar los ojos.

– Por supuesto.

– ¿Has oído decir que piensan apremiarme legalmente para que pague mis deudas?

– No. Lo que sí he oído decir es que Catulo, que se encuentra mucho mejor, según dicen, y en breve volverá a dar la lata en el Senado y en los Comicios, está organizando una campaña para prorrogar en sus puestos a todos los gobernadores actuales durante el año próximo, lo que significa que dejará a los pretores de este año sin provincia alguna.

– ¡Oh, comprendo!

– César parecía pensativo-. Sí, yo debí haber tenido en cuenta una jugada así.

– Y podría conseguir que se aprobase.

– Desde luego, aunque lo dudo. Entre mis colegas hay unos cuantos pretores a los que no les sentaría nada bien que les privasen de gobernar una provincia, en particular Filipo, que puede que sea un epicúreo indolente, pero sabe muy bien lo que vale. Por no hablar de mí mismo.

– Estás advertido, eso es todo.

– Lo estoy, y te lo agradezco.

– Lo cual no te libra de tus dificultades, César. No acierto a ver cómo vas a poder empezar a pagar tus deudas porque estés en una provincia.

– Pues yo sí. Mi suerte proveerá, Marco -dijo César tranquilamente-. Yo quiero la Hispania Ulterior porque fui cuestor allí y la conozco bien. ¡Los lusitanos y los galaicos es lo único que necesito! Décimo Bruto Galaico, ¡con qué facilidad otorgan esos títulos vanos! apenas si tocó los límites del noroeste de Iberia. Y del noroeste de Iberia, por si lo has olvidado aunque no deberías, pues tú has estado en Hispania es de donde procede todo el oro. Salamantica ha sido despojada, pero quedan lugares, como Brigantium, que todavía no han visto un romano. ¡Pero a este romano lo verán, eso te lo prometo!

– Así que te lo juegas todo en el sorteo de las provincias.

– Craso movió la cabeza de un lado a otro-. ¡Qué tipo tan raro eres, César! Yo no creo en la suerte. En toda mi vida no le he ofrecido ni un don a la diosa Fortuna. Cada hombre forja su propia suerte.

– Estoy de acuerdo de forma incondicional. Pero también creo que la diosa Fortuna tiene a sus favoritos entre los hombres romanos. Ella amaba a Sila. Y me ama a mí. Algunos hombres, Marco, tienen la suerte que les concede la diosa, aparte de lo que hagan por sí mismos. Pero nadie tiene la suerte de César.

– ¿Incluye tu suerte a Servilia?

– ¿Te ha caído por sorpresa, ¿eh?

– Tú ya lo insinuaste una vez. Pero eso es jugar con una tea ardiendo.

– ¡Ah, Craso, es maravillosa en la cama!

– ¡Bah! -gruñó Craso. Apoyó los pies en una silla cercana y miró con mala cara a César-. Supongo que no cabe esperar otra cosa de un hombre que habla en público con su ariete. Incluso así, tendrás campo para ejercitar tu ariete en los meses venideros. Te pronostico que personas como Bíbulo, Catón, Cayo Pisón y Catulo se estarán lamiendo las heridas durante mucho tiempo.

– Eso es lo que dice Servilia -convino César con ojos centelleantes.

Publio Vatinio era un marso de Alba Fucentia. Su abuelo había sido un hombre humilde que había tomado la muy sabia decisión de emigrar de las tierras de los marsos mucho antes de que estallase la guerra italiana. Lo cual tuvo como consecuencia que su hijo, que entonces era un hombre joven, no fuese llamado a empuñar las armas contra Roma y, consecuentemente, al concluir las hostilidades pudo solicitar al praetor peregrinus la ciudadanía romana. El abuelo murió y su hijo volvió a Alba Fucentia en posesión de una ciudadanía tan poco importante que apenas valía lo que el papel en el que estaba escrita. Más tarde, cuando Sila se convirtió en dictador, distribuyó a todos esos nuevos ciudadanos entre las treinta y cinco tribus, y Vatinio Senior fue admitido en la tribu Sergia, una de las más antiguas de todas. La fortuna familiar prosperó rápidamente. Lo que había sido un pequeño negocio de comercio se convirtió en un gran latifundio, porque la región marsa alrededor del lago Fucino era rica y productiva, y Roma estaba lo bastante cerca, yendo por la vía Valeria, como para proporcionar un buen mercado para las frutas, verduras y gordos corderos que la propiedad de Vatinio producía. Después de lo cual Vatinio Senior se metió en la producción de uva, y fue lo bastante astuto como para pagar una enorme cantidad por unas cepas que daban un soberbio vino blanco. Cuando Publio Vatinio cumplió los veinte años, las tierras de su padre valían muchos millones de sestercios y no producían otra cosa más que el famoso néctar fucentino.

Publio Vatinio era hijo único, y la Fortuna no parecía favorecerle. De muchacho había sucumbido a la llamada «enfermedad estival», y salió de ella con todos los músculos por debajo de las rodillas de ambas piernas tan deteriorados que el único modo en que podía caminar era apretando con fuerza los muslos y echando la parte inferior de las piernas a cada lado; es decir, caminando recordaba a un pato. Luego le salieron unos hinchados bultos en el cuello que a veces se convertían en abscesos, se reventaban y le dejaban terribles cicatrices. Por ello no ofrecía un aspecto agradable. Sin embargo, lo que le había sido negado en el aspecto físico, le había sido concedido en cambio a su carácter y a su mente. Tenía un carácter verdaderamente delicioso, porque era ingenioso, alegre, y resultaba muy difícil conseguir que se alterase. Tenía una mente tan aguda que ya a muy temprana edad se había percatado de que su mejor defensa era llamar la atención hacia sus repugnantes enfermedades, así que hacía bromas de sí mismo y permitía que los demás las hicieran también.

Como Vatinio Senior era relativamente joven para tener un hijo tan mayor, a Publio Vatinio en realidad no se le necesitaba en casa, y además tampoco podía recorrer las propiedades a grandes zancadas, como hacía su padre. De manera que Vatinio Senior se concentró en preparar a parientes más lejanos para que se ocupasen del negocio y envió a su hijo a Roma para que se convirtiera en un caballero.

Las amplias convulsiones y trastornos que vinieron a continuación como consecuencia de la guerra italiana habían creado una situación de «antes de y después de» que dejó a aquellas familias de nuevos ricos -y eran muy numerosas- sin patrono. Todo senador emprendedor y todo caballero de las Dieciocho estaba buscando clientes, pero los abundantes clientes que podía haber en perspectiva pasaban inadvertidos. Como había ocurrido con la familia de los Vatinios. Pero no fue así una vez que Publio Vatinio, que estaba un poco viejo a los veinticinco años, llegase por fin a Roma. Después de adaptarse y de instalarse en unas habitaciones del Palatino, miró a su alrededor en busca de patrono. Que su elección recayera en César decía mucho acerca de sus inclinaciones y de su inteligencia. Lucio César era de hecho el miembro de más categoría de la rama familiar, pero Publio Vatinio acudió a Cayo porque su infalible olfato le dijo que Cayo iba a ser quien en el futuro tendría auténtica influencia.

Por supuesto, a César le había caído bien al instante, y lo había admitido como cliente de gran valía, lo cual significó que la carrera de Vatinio en el Foro comenzó de la manera más satisfactoria. El siguiente paso era encontrarle esposa a Publio Vatinio, ya que, como decía el mismo Vatinio: «Las piernas no me funcionan demasiado bien, pero a lo que cuelga entre ellas no le pasa nada malo.»

La elección de César recayó en la hija mayor de su prima Julia Antonia, la única hija hembra, Antonia Crética. Dote no poseía ninguna, pero por su cuna podía garantizarle a su marido prominencia pública y la admisión entre las filas de las Familias Famosas. Por desgracia ella no era una fémina muy atractiva y tampoco era brillante ni inteligente. Su madre siempre se olvidaba de que la chica existía, tan dedicada estaba a sus tres hijos varones, y quizá también el tamaño y el tipo de Antonia Crética provocaban la vergüenza de su madre. Con seis pies de estatura, Antonia Crética tenía unos hombros casi tan anchos como los de sus hermanos más jóvenes, y aunque la naturaleza le dio un tonel a modo de pecho, se le olvidó añadirle los senos. La nariz y el mentón luchaban por encontrarse por encima de la boca, y tenía el cuello tan robusto como el de un gladiador.

¿Acaso le preocupó algo de todo eso al lisiado y diminuto Publio Vatinio? ¡En absoluto! Desposó a Antonia Crética con entusiasmo el año en que César fue edil curul, y a continuación engendró en ella un hijo y una hija. Además amaba a su enorme y fea esposa, y llevaba con perpetuo buen humor las oportunidades que tan estrafalaria unión ofrecía a los chistosos del Foro.

«Estáis todos verdes de envidia -solía decir él riéndose-. ¿Cuántos de vosotros os subís a la cama sabiendo que vais a conquistar la montaña más alta de Italia? ¡Yo os digo que cuando llego a la cima, estoy tan lleno de triunfo como lo está ella conmigo!»

Durante el año del consulado de Cicerón fue elegido cuestor y entró en el Senado. De los veinte candidatos que ganaron él había quedado el último en número de votos, lo cual no resultaba sorprendente dado que carecía de antepasados, y en el sorteo le correspondió el deber de supervisar todos los puertos de Italia excepto Ostia y Brundisium, que tenían sus propios cuestores. Se le envió a Puzol para impedir la exportación ilegal de oro y plata, y había desempeñado su cometido de forma muy respetable. Así, cuando al ex pretor Cayo Cosconio le fue concedida la Hispania Ulterior para que la gobernase, había solicitado personalmente como legado a Publio Vatinio.

Estaba todavía Publio Vatinio en Roma esperando a que Cosconio partiera para su provincia, cuando Antonia Crética resultó muerta en un espantoso accidente en la vía Valeria. Había llevado a los niños a ver a sus abuelos a Alba Fucentia, y regresaba a Roma cuando el carruaje en el que viajaba se salió de la carretera. Mulas y vehículo rodaron y dieron vueltas de campana por una empinada pendiente rompiéndolo todo.

– Trata de ver el lado bueno, Vatinio -le dijo César, que se sentía impotente ante tan genuino dolor-. Los niños iban en otro carruaje, todavía los tienes a ellos.

– ¡Pero no la tengo a ella!

– Vatinio lloraba desconsoladamente-. Oh, César, ¿cómo voy a poder vivir?

– Marchándote a Hispania y manteniéndote ocupado -le dijo su patrono-. Es el destino, Vatinio. Yo también me marché a Hispania después de perder a mi amada esposa, y eso fue mi salvación.

– Le dio al pobre Vatinio otra copa de vino-. ¿Qué quieres que se haga con los niños? ¿Preferirías que se fueran con sus abuelos a Alba Fucentia, o que se quedasen aquí en Roma?

– Yo preferiría que se quedasen en Roma -dijo Vatinio enjugándose las lágrimas-, pero necesitan un pariente que los cuide, y yo no tengo parientes en Roma.

– Está Julia Antonia, que también es su abuela. No ha sido una buena madre, quizá, pero es muy adecuada para poner a su cuidado a unas criaturas tan pequeñas. Y eso le proporcionaría a ella algo que hacer.

– Lo que tú me aconsejes, entonces.

– Yo creo que es lo mejor… al menos de momento, mientras tú estés en la Hispania Ulterior. Cuando vuelvas a casa, creo que sería conveniente que te casaras otra vez. No, no estoy ofendiendo tu dolor, Vatinio. Nunca reemplazarás a esta esposa, no funciona así. Pero tus hijos necesitan una madre, y sería mejor que forjases otra unión con una nueva esposa y engendrases más hijos. Afortunadamente, tú puedes permitirte tener familia numerosa.

– Tú no has engendrado más hijos con tu segunda esposa.

– Cierto. Sin embargo, yo no estoy enamorado, mientras que tú sí eres dado a ser un marido enamorado. He observado que te gusta la vida hogareña. También tienes la afortunada habilidad de llevarte bien con una mujer que no está a tu altura mentalmente. La mayoría de los hombres son así por naturaleza. Yo no, supongo.

– César le dio unas palmaditas en el hombro a Vatinio-. Vete a Hispania de inmediato, y quédate allí por lo menos hasta el invierno que viene. Pelea en alguna guerrita si puedes… Cosconio no está por la labor, ése es el motivo por el que se lleva un legado. Y averigua cuanto puedas acerca de cómo está la situación en el noroeste.

– Como desees -dijo Vatinio mientras se ponía en pie con un esfuerzo-. Y, desde luego, tienes razón. Debo casarme de nuevo. ¿Me buscarás tú a alguien?

– Puedes estar seguro de que lo haré.

Llegó una carta de Pompeyo, escrita después de que Metelo Nepote hubiera llegado al redil de Pompeyo.

¡Sigo teniendo problemas con los judíos, César! La última vez que te escribí estaba planeando reunirme con los dos hijos de la reina en Damasco, cosa que hice la primavera pasada. Hircano me impresionó y me pareció más apropiado que Aristóbulo, pero no quise que supieran a cuál de los dos prefería yo hasta que me hubiera ocupado de ese viejo granuja, el rey Aretas de Nabatea. Así que envié a los hermanos de vuelta a Judea bajo órdenes estrictas de mantener la paz hasta que supieran cuál era mi decisión: no quería que el hermano perdedor empezase a intrigar a mis espaldas mientras yo marchaba sobre Petra.

Pero Aristóbulo supuso cuál era la respuesta correcta, que yo pensaba entregarle el lote a Hircano, así que decidió prepararse para la guerra. No es muy listo, pero claro, supongo que todavía no me tenía tomadas las medidas. Pospuse la expedición contra Petra y marché hacia Jerusalén. Monté el campamento para rodear por completo la ciudad, que está muy bien fortificada y naturalmente bien situada para la defensa: valles rodeados de precipicios alrededor de la ciudad y otros accidentes del terreno por el estilo.

No bien hubo visto Aristóbulo aquel magnífico ejército de romanos acampado en las colinas que rodean la ciudad, vino corriendo a ofrecerme la rendición. Junto con varios asnos cargados hasta los topes con bolsas llenas de monedas de oro. Muy amable por su parte el ofrecérmelas, le dije, pero, ¿no comprendía que había echado a perder mis planes de campaña y le había costado a Roma una cantidad de dinero mucho mayor que la que contenían sus bolsas? Le expliqué que se lo perdonaría todo si él accedía a pagarme los gastos que supone trasladar tantas legiones hasta Jerusalén. Eso, le dije, haría que yo no tuviera que saquear el lugar para encontrar dinero con que sufragar dichos gastos. Me complació de muy buen grado.

Envié a Aulo Gabinio a recoger el dinero y a ordenar que abrieran las puertas de la ciudad, pero los seguidores de Aristóbulo optaron por resistirse. No quisieron abrirle las puertas a Gabinio e hicieron algunas cosas muy groseras encima de las murallas, un modo como cualquier otro de decir que iban a desafiarme. Yo retuve a Aristóbulo e hice avanzar al ejército. Aquello hizo que la ciudad se rindiera, pero no una parte de ella, donde se alza ese imponente templo, aunque más bien habría que llamarlo fortaleza. Unos cuantos miles de intransigentes se hicieron fuertes allí y se negaron a salir. Es un lugar difícil de tomar, y a mí nunca me ha entusiasmado el asedio. Sin embargo había que darles una lección, y se la di. Resistieron durante tres meses, luego me aburrí y tomé el lugar. Fausto Sila fue el primero en pasar por encima de las murallas; muy bonito en un hijo de Sila, ¿verdad? Buen chico. Pienso casarlo con mi hija cuando volvamos a casa, ella ya tendrá edad suficiente para cuando llegue ese momento. ¡Qué capricho tener al hijo de Sila como yerno! He subido en el mundo de lo lindo.

El templo era un lugar interesante, nada parecido a los nuestros. Ni estatuas ni nada de eso, y parece que te gruña cuando estás dentro. ¡Te digo que me puso los pelos de punta! Lenco y Teófanes -echo de menos terriblemente a Varrón- querían ir detrás de esa cortina y entrar en lo que ellos llaman el Sancta Sanctorum. También querían entrar Gabinio y algunos otros. Seguro que está lleno de oro, decían. Bueno, lo estuve pensando, César, pero al final dije que no. Nunca puse los pies allí dentro, ni dejé que los pusiera nadie. Pero para entonces ya les había tomado las medidas yo a ellos. Un pueblo realmente muy extraño. Como para nosotros, la religión forma parte del Estado también para ellos, pero son muy diferentes de nosotros en ese aspecto. Yo diría que son fanáticos religiosos, en realidad. Así que di órdenes para que nadie los ofendiera en cuestión de religión, desde los soldados rasos hasta mis legados de más categoría. ¿Por qué remover un avispero cuando lo que yo quiero de una punta a la otra de Siria es paz, orden y reyes clientes obedientes a Roma, sin trastocar las costumbres locales ni las tradiciones? Cada lugar tiene su mos maiorum.

Instauré a Hircano como rey y sumo sacerdote a la vez, e hice prisionero a Aristóbulo. Eso es porque conocí a Antípatro, el príncipe idumeo, en Damasco. Un tipo muy interesante. Hircano no resulta impresionante, pero confío en Antípatro para que lo maneje… en la dirección conveniente para Roma, desde luego. Ah, si, no se me olvidó informarle a Hircano de que él no está ahí por la gracia de su dios, sino por la gracia de Roma; que él no es más la marioneta de Roma y que estará siempre debajo del pulgar del gobernador de Siria. Antípatro me sugirió que le endulzase esa taza de vinagre diciéndole a Hircano que debería canalizar la mayor parte de sus energías en el sumo sacerdocio… ¡Muy inteligente, ese Antípatro! Y me pregunto, ¿sabrá él que yo estoy al corriente de cuanto poder civil ha usurpado sin levantar siquiera un dedo para guerrear?

No dejé Judea exactamente tan grande como era antes de que esos dos hermanos tan tontos atrajesen mi atención hacia ese lugar insignificante. A todos los lugares en los cuales los judíos eran minoría los obligué a formar parte oficialmente de la provincia romana de Siria: Samaria, las ciudades costeras, desde Jope a Gaza, y las ciudades griegas de la Decápolis, todas ellas consiguieron la autonomía y se convirtieron en sirias.

Todavía sigo poniendo orden, pero parece que por fin esto toca a su fin. Espero estar de regreso en casa a finales de este año. Lo cual me lleva al tema de los deplorables acontecimientos del año pasado y principios de éste. En Roma, me refiero. César, no puedo agradecerte bastante la ayuda que le has prestado a Nepote. Tú lo intentaste, pero… ¿por qué tuvimos que permitirle a ese pelma mojigato de Catón que ocupase su cargo? Lo ha echado todo a perder. Y, como sabes, no me queda ni un solo tribuno de la plebe que valga la pena ni para mear encima de éL ¡Ni siquiera puedo encontrar uno para el año que viene!

Me llevo conmigo a casa verdaderas montañas de botín, el Tesoro no tiene sitio ni para empezar a dar cabida a la parte de ese botín que le corresponde a Roma. A las tropas, sólo en primas, les han correspondido dieciséis mil talentos. Por ello me niego rotundamente a hacer lo que siempre he hecho en el pasado, conceder a mis soldados la ocupación de tierras de mi propiedad. Esta vez Roma puede darles las tierras. Ellos se lo merecen, y Roma se lo debe. Así que aunque muera en el intento, me encargaré de que reciban tierras del Estado. Confío en que tú hagas lo que puedas al respecto, y si por casualidad tienes a algún tribuno de la plebe que se incline a pensar como tú, con gusto compartiría lo que costase contratarle. Nepote dice que va a haber una gran pelea a causa de las tierras, y no es que yo no me lo esperase. Hay demasiados hombres poderosos que tienen alquiladas tierras públicas para sus latifundia. Algo que demuestra muy poca vista por parte del Senado.

Por cierto, he oído un rumor y me pregunto si tú también lo habrás oído. Que Mucia está siendo una niña mala. Le pregunté a Nepote, y se subió tanto por las ramas que me pregunté si volvería a bajar alguna vez. Bueno, los hermanos y las hermanas tienden a hacer bando juntos, así que es natural que a él no le gustase mi pregunta. De todos modos, estoy haciendo investigaciones. Si hay algo de verdad en ello, adiós a Mucia. Ha sido una buena esposa y madre, pero no puedo decir que la haya echado mucho de menos desde que me marché.


– Oh, Pompeyo -dijo César dejando la carta-. ¡Estás completamente solo en esta liga!

Frunció el entrecejo, pensando en primer lugar en la última parte de la misiva de Pompeyo. Tito Labieno se había marchado de Roma para regresar a Picenum poco después de dejar el cargo, y era de suponer que habría reanudado su asunto amoroso con Mucia Tercia. Una lástima. ¿Debería quizás escribir a Labieno para advertirle de lo que se le avecinaba? No. Las cartas eran propensas a ser abiertas por quienes no debían, y había algunos maestros consumados en el arte de volver a sellarlas. Si Mucia Tercia y Labieno estaban en peligro, tendrían que arreglárselas solos. Pompeyo el Grande era más importante; César empezaba a ver toda clase de atractivas posibilidades cuando el Gran Hombre regresase a casa con aquellas montañas de botín. No iba a haber tierras disponibles para sus hombres; los soldados se quedarían sin recompensa. Pero en menos de tres años, Cayo Julio César sería cónsul senior, y Publio Vatinio sería su tribuno de la plebe. ¡Qué manera tan excelente de poner al Gran Hombre en deuda con un hombre mucho más grande!

Tanto Servilia como Marco Craso habían estado en lo cierto; después de aquel asombroso día en el Foro, el año de César como pretor urbano se hizo muy pacífico. Uno a uno el resto de los adictos a Catilina fueron juzgados y declarados culpables, aunque Lucio Novio Níger no volvió a ser juez del tribunal especial. Después de un debate el Senado decidió trasladar los juicios al tribunal de Bíbulo, una vez que los cinco primeros hubieron sido sentenciados al exilio y a la confiscación de sus bienes.

Y, como César supo a través de Craso, Cicerón Consiguió una casa nueva. El pez más gordo de todos los catilinarios, que nunca había sido nombrado por ninguno de los informadores, era Publio Sila. No obstante la mayoría de la gente sabía que si Autronio había estado implicado, Publio Sila también. Sobrino del dictador y marido de la hermana de Pompeyo, Publio Sila había heredado enormes riquezas, pero no la perspicacia política de su tío y, desde luego, tampoco su sentido de la supervivencia. Al contrario que los demás, Publio Sila no había entrado en la conspiración para incrementar su fortuna, sino para complacer a sus amigos y aliviar su perpetuo aburrimiento.

– Le ha pedido a Cicerón que le defienda -le dijo Craso al tiempo que soltaba una risita-, y eso coloca a Cicerón en un espantoso aprieto.

– Sólo si tiene intención de consentir en ello, desde luego -le indicó César.

– Oh, ya ha consentido, Cayo.

– ¿Cómo sabes todo eso?

– Porque el amante de la buena vida de nuestro ex cónsul acaba de venir a verme. De repente tiene dinero para comprarme la casa… o espera tenerlo.

– Ah! ¿Y cuánto pides?

– Cinco millones.

César se recostó en la silla y movió lúgubremente la cabeza a ambos lados.

– ¿Sabes, Marco? Siempre me recuerdas a un constructor. Cada vez que construyes una casa para tu esposa y tus hijos juras por todos los dioses que no la venderás. Pero luego se presenta alguien con más dinero que sentido común, te ofrece unas sabrosas ganancias y ¡bang!, esposa e hijos se quedan sin hogar hasta que esté construida la próxima casa.

– Pagué un alto precio por ella -dijo Craso a la defensiva.

– ¡Ni mucho menos cinco millones!

– Pues, sí -dijo Craso, que empezó a animarse-. En realidad Tertula le ha cogido manía a esa casa, así que no se le ha roto el corazón ante la idea de tener que mudarse. Esta vez voy a construírmela en el lado del Circus Maximus que da al Germalus, junto a ese palacio que Hortensio mantiene para albergar sus estanques de peces.

– ¿Por qué le ha cogido manía Tertula después de todos estos años? -le preguntó César con escepticismo.

– Pues porque perteneció a Marco Livio Druso.

– Eso ya lo sé. También sé que lo mataron en aquel atrio.

– ¡Allí hay algo! -dijo Craso en un susurro.

– Y te parece que lo que sea será bienvenido para que atormente a Cicerón y a Terencia, ¿eh? -César se echó a reír-. Ya te dije yo en su momento que era un error poner mármol negro en el interior, quedaban demasiados rincones oscuros. Y sabiendo lo poco que les pagas a tus sirvientes, Marco, apostaría a que alguno de ellos se lo pasa de primera gimiendo y suspirando entre las sombras. También estaría dispuesto a apostar que cuando os mudéis, vuestras presencias malignas os acompañarán… a menos que tú decidas desembolsar sólidos aumentos de sueldos, claro está.

Craso volvió al tema de Cicerón y Publio Sila.

– Parece ser que Publio Sila está dispuesto a «prestarle» a Cicerón la cantidad entera si lo defiende -dijo.

– Y consigue sacarlo libre -añadió César con suavidad.

– ¡Oh, lo hará!

– Esta vez fue Craso quien se echó a reír, cosa rara en extremo-. ¡Deberías haberle oído! Está ocupado escribiendo la historia de su consulado, nada menos. ¿Te acuerdas de todas aquellas reuniones de setiembre, octubre y noviembre? ¿Cuando Publio Sila se sentaba junto a Catilina para apoyarlo a grandes voces? Pues según Cicerón no era Publio Sila el que estaba allí sentado, ¡era Spinther que llevaba puesta la imago de Publio Sila!

– Espero que estés de broma, Marco.

– Sí y no. ¡Cicerón ahora insiste en que Publio Sila empleó la mayor parte de todos esos nundinae en el cuidado de sus intereses en Pompeya! Y que apenas estuvo aquí, en Roma, ¿sabías tú eso?

– Tienes razón, seguro que era Spinther, que llevaba puesta su imago.

– De todos modos, Cicerón convencerá de eso al jurado.

En ese momento Aurelia asomó la cabeza por la puerta.

– Cuando tengas tiempo, César, me gustaría hablar contigo -le dijo.

Craso se levantó.

– Me voy ya, tengo que ver a algunas personas. Y hablando de casas -dijo mientras César y él se dirigían a la puerta principal-, tengo que decir que la domus publica es el mejor lugar para vivir de toda Roma. Coge de camino para ir y volver de todas partes. Es agradable dejarse caer por aquí sabiendo que hay una cara amiga y un buen trago de vino.

– ¡Tú podrías permitirte comprar todos los tragos de vino que quisieras, viejo tacaño!

– Me estoy haciendo viejo, ¿sabes? -le dijo Craso sin hacer caso del sustantivo «tacaño»-. ¿Cuántos años tienes tú, César? ¿Treinta y siete?

– Este año cumplo treinta y ocho.

– ¡Brrr! Yo cumpliré cincuenta y cuatro.

– Suspiró con melancolía-. ¿Sabes? ¡Yo quería de verdad una campaña antes de jubilarme! Algo para rivalizar con Pompeyo Magnus.

– Según él, ya no quedan mundos por conquistar.

– ¿Y los partos?

– ¿Y Dacia? ¿Y Boiohaemum? ¿Y todas las tierras del Danubio?

– Es ahí donde tú vas a ir, ¿verdad, César?

– Lo he estado pensando, sí.

– Los partos -le recomendó Craso con mucha seguridad al cruzar la puerta-. Hay más oro en esa dirección que en el Norte.

– Todas las razas estiman el oro más que nada -dijo César-, así que de todas ellas se consigue oro.

– Lo necesitarás para pagar tus deudas.

– Sí, así es. Pero el oro no es el principal atractivo, al menos para mí. En ese aspecto Pompeyo Magnus tiene razón. El oro viene, sencillamente, por añadidura. Lo que es más importante es la longitud del alcance de Roma.

La respuesta de Craso fue un gesto de despedida con la mano; se encaminó al Palatino y desapareció.

Nunca servía de nada intentar evitar a Aurelia cuando quería tener una conversación, así que César se fue directamente desde la puerta principal hasta los aposentos de su madre, donde ahora se notaba por todas partes la huella de su mano: nada del atractivo decorado quedaba ya a la vista, pues estaba cubierto de casilleros, rollos, papeles, recipientes para libros y, en un rincón, un telar. Las cuentas del Subura ya no le interesaban; ahora estaba ayudando a las vestales en sus tareas de llevar los archivos.

– ¿Qué hay, mater? -le preguntó César, de pie a la puerta.

– Se trata de nuestra nueva virgen -dijo ella al tiempo que le indicaba una silla.

César se sentó dispuesto ahora a escuchar.

– ¿Cornelia Merula?

– La misma.

– Sólo tiene siete años, mater. ¿Qué problemas puede causar a esa edad? A menos que sea salvaje, y no me dio esa impresión.

– Hemos puesto a un Catón entre nosotros -le dijo su madre.

– ¡Oh!

– Fabia no puede con ella, ni tampoco ninguna de las otras vestales. Junia y Quintilia la odian, y están empezando a pellizcarla y a arañarla.

– Trae a Fabia y a Cornelia Merula a mi despacho ahora mismo, por favor.

No muchos momentos después Aurelia acompañó a la jefa de las vestales y a la nueva pequeña vestal al despacho de César, un escenario inmaculado e imponente que resplandecía en apagados tonos de carmesí y púrpura.

Había algo que recordaba a Catón en Cornelia Merula, algo que hizo que a César le viniese a la memoria la primera vez que había visto a Catón, mirando desde la casa de Marco Livio Druso hacia la casa de Ahenobarbo, donde se había alojado Sila. Un niño flacucho y solitario a quien él había saludado con la mano con afecto. Esta niña también era alta y delgada; tenía el mismo colorido que Catón: pelo castaño y ojos grises. Y estaba de pie en la misma postura que adoptaba Catón: las piernas separadas, la barbilla erguida y los puños apretados.

– Mater, Fabia, podéis sentaros -dijo el pontífice máximo de manera muy formal. Luego le hizo un gesto con la mano a la niña-. Tú puedes quedarte aquí de pie -le indicó al tiempo que le señalaba un lugar concreto delante del escritorio-. Y ahora, ¿cuál es el problema, vestal jefe? -preguntó.

– ¡Muchísimos, al parecer! -respondió Fabia con aspereza-. Vivimos con demasiado lujo; disponemos de demasiado tiempo libre; nos interesan más los testamentos que Vesta; no tenemos derecho a beber agua que no se haya traído del pozo de Juturna; no preparamos la mola salsa como se hacía durante los reinados de los reyes; no picamos las partes del caballo de octubre como es debido. ¡Y muchas otras cosas además!

– ¿Y cómo sabes tú qué ocurre con las partes del caballo de octubre, pequeño mirlo? -le preguntó amablemente César a la niña, a la que prefirió llamar así y no Merula, que significaba mirlo-. Tú no llevas en el Atrium Vestae suficiente tiempo para haber visto alguna ceremonia de las partes del caballo de octubre.

¡Oh, qué difícil le resultaba no echarse a reír! Las partes del caballo de octubre, que se llevaban a toda prisa primero a las Regia para dejar que algo de sangre gotease sobre el altar y luego al sagrado hogar de Vesta para hacer lo mismo, eran los genitales, la cola y el esfínter anal. Después de la ceremonia todas aquellas partes se troceaban, se picaban, se mezclaban con lo que quedaba de sangre y luego se quemaban; las cenizas se utilizaban durante una fiesta Vestal celebrada en abril, la Parilia.

– Me lo ha dicho mi bisabuela -dijo Cornelia Merula con una voz que prometía ser algún día tan potente como la de Catón.

– ¿Y cómo lo sabe ella, si no es una vestal?

– Tú estás en esta casa porque eres un impostor. Eso significa que no tengo que contestarte -dijo el pequeño mirlo.

– ¿Quieres que te devuelva a tu bisabuela?

– No puedes hacer eso, ya soy una vestal.

– Puedo hacerlo, y lo haré si no respondes a mis preguntas.

La niña no parecía acobardada lo más mínimo; en cambio, pensó lo que decía con mucho cuidado.

– Sólo puedo ser expulsada de la orden si se me procesa ante un tribunal y se me encuentra culpable.

– ¡Vaya un pequeño abogado que tenemos aquí! Pero estás equivocada, Cornelia. La ley es sensata, así que siempre lo tiene todo previsto, por si de vez en cuando resulta enjaulado un mirlo con pavas reales blancas como la nieve. Puedo enviarte a tu casa.

– César se inclinó hacia adelante con una expresión helada en los ojos-. ¡Por favor, no pongas a prueba mi paciencia, Cornelia! Sólo créeme. A tu bisabuela no le haría gracia que se te declarase no apta y se te devolviera a casa con deshonor.

– No te creo -dijo Cornelia con testarudez.

César se puso en pie.

– ¡Me creerás cuando yo te lleve a tu casa, cosa que va a suceder en este mismo momento!

– Se volvió hacia Fabia, que escuchaba fascinada-. Fabia, recoge sus cosas y luego mándamelas aquí.

Esa era la diferencia entre los siete y los veintisiete años; Cornelia Merula cedió.

– Contestaré tus preguntas, pontífice máximo -dijo ella en actitud heroica y con los ojos brillantes a causa de las lágrimas, pero sin permitir que cayera ninguna.

César estaba deseando apretujarla con besos y abrazos, pero claro, no se podía hacer una cosa así aunque hubiese sido una buena niña y hubiese aprendido a comportarse. Tuviese siete o veintisiete años, era una virgen vestal, y él no podía apretujarla ni darle besos y abrazos.

– Has dicho que estoy aquí porque soy un impostor, Cornelia. ¿Qué has querido decir con eso?

– Mi bisabuela lo dice.

– ¿Y todo lo que dice tu bisabuela es verdad?

Los ojos grises se abrieron mucho, horrorizados.

– ¡Sí, naturalmente!

– ¿Te dijo tu bisabuela por qué soy un impostor, o fue simplemente una afirmación sin hechos en los que apoyarla? -le preguntó César con el semblante serio.

– Sólo lo dijo.

– Yo no soy ningún impostor, soy el pontífice máximo legalmente elegido.

– Tú eres el flamen Dialis -murmuró Cornelia.

– Fui el flamen Dialis, pero eso fue hace mucho tiempo. Me nombraron para ocupar el lugar de tu bisabuelo. Pero luego se observaron algunas irregularidades en la ceremonia de inauguración, y todos los sacerdotes y augures decidieron que yo no podía continuar sirviendo en calidad de flamen Dialis.

– ¡Tú sigues siendo el flamen Dialis!

– Domine -la corrigió César con suavidad-. Yo soy tu señor, pequeño mirlo, lo que significa que tú debes comportarte con cortesía y llamarme domine.

– Bueno, pues domine.

– Yo ya no soy el flamen Dialis.

– ¡Sí que lo eres! Domine.

– ¿Por qué? -¡Porque no hay otro flamen Dialis! -dijo Cornelia Merua con aire triunfal.

– Esa fue otra decisión de los Colegios Sacerdotal y Augural, pequeño mirlo. Yo no soy el flamen Dialis, pero se decidió no nombrar a otro hombre para ese puesto hasta después de mi muerte. Sólo para que todo en nuestro contrato con el Gran Dios fuera absolutamente legal.

– Oh.

– Ven aquí, Cornelia.

La niña dio la vuelta al escritorio de mala gana y se quedó de pie justo en el lugar donde César apuntaba con el dedo, a dos pies de la silla de éste.

– Extiende las manos.

Cornelia se encogió y palideció; César comprendió mucho mejor a la bisabuela cuando Cornelia Merula tendió las manos como lo hace un niño para recibir castigo.

César tendió también las manos hacia adelante y cogió las de la niña con firmeza.

– Me parece que ya es hora de que te olvides de que tu bisabuela es la autoridad de tu vida, pequeño mirlo. Tú has desposado la orden de vírgenes vestales de Roma. Has pasado de las manos de tu bisabuela a las mías. Siente su contacto, Cornelia. Siente mis manos.

Ella así lo hizo, con vergüenza y mucha timidez. Qué triste, pensó César; está claro que hasta ahora que ha cumplido los siete años nunca ha sido abrazada ni besada por el paterfamilias, y ahora yo, su nuevo paterfamilias, estoy sujeto por leyes solemnes y sagradas que me impiden besarla o abrazarla, aunque sea una niña. A veces Roma es un ama cruel.

– Son fuertes mis manos, ¿verdad?

– Sí -dijo la niña en un susurro.

– Y mucho más grandes que las tuyas.

– Sí.

– ¿Sientes que tiemblen o suden? -No, domine.

– Entonces no hay nada más que decir. Tú y tu destino estáis en mis manos, yo soy tu padre ahora. Me ocuparé de ti como un padre, el Gran Dios y Vesta así lo requieren. Pero sobre todo yo te cuidaré porque tú eres una niña. No se te abofeteará ni se te darán zurras, no se te encerrará en armarios oscuros ni se te enviará a la cama sin cenar. Eso no quiere decir que el Atrium Vestae sea un lugar donde no haya castigos, sólo que los castigos se pensarán cuidadosamente y siempre se ajustarán a la falta cometida. Si rompes algo, tendrás que arreglarlo. Si ensucias algo, tendrás que limpiarlo. Pero la única falta para la cual no hay otro castigo más que enviarte a casa como no apta es que te erijas en juez de tus superiores. No te corresponde a ti decir lo que la orden debe beber, ni de donde se obtiene la bebida, ni por qué lado de la taza hay que beber. No te corresponde a ti determinar cuál es exactamente la tradición Vestal ni las costumbres. La mos maiorum no es una cosa estática, no permanece siempre como era durante los reinados de los reyes. Como todo lo demás en este mundo, cambia para adaptarse a los tiempos. Así que nada de críticas, nada de erigirte en juez. ¿Lo has comprendido?

– Sí, domine.

César le soltó las manos, sin haber llegado a acercarse a ella más de aquellos dos pies.

– Puedes irte, Cornelia, pero espera fuera. Quiero hablar con Fabia.

– Gracias, pontífice máximo -dijo Fabia radiante.

– No me des las gracias, vestal jefe, sólo aprende a enfrentarte a estos altos y bajos con sensatez -le recomendó César-. Creo que en el futuro quizás sea más prudente que yo tome parte más activa en la educación de las tres niñas. Clases una vez cada ocho días desde una hora después del amanecer hasta el mediodía. Pongamos el tercer día después del nundinus.

La entrevista había llegado a su fin, estaba claro; Fabia se levantó, hizo una reverencia y se marchó.

– Lo has llevado extraordinariamente bien, César -le indicó Aurelia.

– ¡Pobrecita! -Demasiadas zurras.

– Qué horror de vieja debe de ser la bisabuela.

– Algunas personas viven hasta que son demasiado viejas, César. Espero que yo no.

– Lo importante es, ¿habré conseguido desterrar al Catón que hay en ella?

– Oh, creo que sí. Especialmente si le das clases. Ésa es una idea excelente. Ni Fabia, ni Arruntia, ni Popilia tienen un grano de sentido común, y yo no puedo intervenir demasiado. Yo soy una mujer, no el paterfamilias.

– ¡Qué raro, mater! ¡En toda mi vida no he sido nunca paterfamílias para ningún varón!

Aurelia se puso en pie sonriendo.

– De lo cual me alegro mucho, hijo mío. Mira al joven Mario, pobre tipo. Las mujeres que tú tienes a tu cargo te están agradecidas por tu fuerza y autoridad. Si tuvieras un hijo, tendría que vivir bajo tu sombra. Porque la grandeza no se salta sólo una generación, sino usualmente muchas en todas las familias, César. Tú querrías que fuera como tú, y él se desesperaría.

El club de Clodio estaba reunido en la casa, grande y hermosa, que el dinero de Fulvia había comprado para Clodio justo al lado de la costosa ínsula de lujosos apartamentos que representaba la inversión más lucrativa que había hecho él. Todo aquel que era realmente importante estaba presente: las dos Clodias, Fulvia, Pompeya Sila, Sempronia Tuditani, Pala, Décimo Bruto -hijo de Sempronia Tuditani-, Curión, el joven Publícola -hijo de Pala-, Clodio y un afligido Marco Antonio.

– Ojalá fuera yo Cicerón -estaba diciendo con tono lúgubre-, así no tendría necesidad de casarme.

– Eso suena como una incongruencia, Antonio -le dijo Curión sonriendo-. Cicerón está casado, y además con una mujer verdaderamente astuta.

– Sí, pero tiene tanta fama de que es capaz de sacar a la gente absuelta en un juicio que incluso hay quien está dispuesto a «prestarle» cinco millones -insistió Antonio-. Si yo pudiera hacer que la gente saliera absuelta en los juicios, tendría mis cinco millones sin necesidad de casarme.

– ¡Oh! -dijo Clodio mientras se erguía en su asiento-. ¿Y quién es la afortunada novia, Antonio?

– Mi tío Lucio, que ahora es nuestro paterfamilias porque mi tío Híbrido no quiere tener nada que ver con nosotros, se niega a pagar mis deudas. Las propiedades de mi padrastro pasan, al parecer, por dificultades económicas, y ya no queda nada de lo que tenía mi padre. Así que tendré que casarme con cierta chica horrible, pero que huele a negocio.

– ¿Quién? -preguntó Clodio.

– Se llama Fadia.

– ¿Fadia? Nunca he oído hablar de ninguna Fadia -dijo Clodilla, una muy satisfecha divorciada en aquellos días-. ¡Cuéntanos más, Antonio, venga!

Antonio encogió aquellos enormes hombros suyos.

– No hay más que decir, en realidad. Nadie ha oído nunca hablar de ella.

– Sacarte a ti información, Antonio, es como exprimir a una piedra para que de sangre -intervino Clodia, la esposa de Celer-. ¿Quién es Fadia?

– Su padre es un mercader asquerosamente rico de Placentia.

– ¿Quieres decir que es gala? -preguntó Clodio ahogando una exclamación.

Otro hombre quizá hubiera picado y se hubiese puesto a la defensiva; Marco Antonio se limitó a sonreír.

– Mi tío Lucio jura que no. Dice que es una mujer impecablemente romana. Y supongo que lo dice de verdad. Los Césares son expertos en linajes.

– ¡Bueno, sigue! -le animó Curión.

– No hay mucho más que contar. El viejo Tito Fadio tiene un hijo y una hija. Quiere que el hijo entre en el Senado, y ha decidido que la mejor manera para hacerlo es encontrarle a la hija un marido noble. Al parecer el hijo es un tipo espantoso, no hay quien lo aguante. Así que me ha tocado a mí.

– Antonio le dedicó una sonrisa a Curión y mostró unos dientes sorprendentemente pequeños, pero muy iguales-. Estuvo a punto de tocarte a ti, pero tu padre dijo que antes preferiría prostituir a su hija que dar su consentimiento para que tú te casaras con Fadia.

Curión se desplomó al tiempo que lanzaba un chillido.

– ¡Qué ocurrencia! Escribonia es tan fea que sólo le interesaría a Apio Claudio el Ciego.

– ¡Oh, cierra la boca de una vez, Curión! -le dijo Pompeya-. Todos conocemos a Escribonia, pero ninguno conoce a Fadia. ¿Es bonita, Marco?

– Su dote es muy bonita.

– ¿Cuánto? -preguntó Décimo Bruto.

– ¡Trescientos talentos es el precio de salida para el nieto de Antonio el Orador!

Curión lanzó un silbido.

– ¡Si Fadio se lo pidiese a mi tata otra vez, yo con mucho gusto dormiría con los ojos vendados! ¡Eso es una mitad más de los cinco millones de Cicerón! ¡Incluso te quedará un poco después de haber pagado todas tus deudas!

– ¡Yo no soy mi primo Cayo, Curión! -le advirtió Antonio con una risita-. Yo no debo más que medio millón.

– Luego se puso serio-. De todos modos, nadie me va a dejar poner las manos sobre el dinero contante y sonante. Mi tío Lucio y Tito Fadio están acordando los términos del matrimonio de tal manera que Fadia conserve el control de su fortuna.

– ¡Oh, Marco, eso es espantoso! -gritó Clodia.

– Sí, eso es lo que dije yo después de negarme a casarme con ella en esas condiciones -dijo con aire satisfecho Antonio.

– ¿Te has negado? -preguntó Pala, cuyas mejillas fláccidas se movían como las de una ardilla cuando mordisquea nueces.

– Sí.

– ¿Y qué sucedió luego?

– Acabaron por ceder.

– ¿Del todo? -No del todo, pero bastante. Tito Fadio accedió finalmente a pagar todas mis deudas y me concedió además una liquidación de un millón en metálico. Así que me caso dentro de diez días, aunque ninguno de vosotros haya sido invitado a la boda. Mi tío Lucio quiere hacerme parecer puro.

– ¡Ningún carota, ningún galo!

Todos se echaron a reír. La reunión prosiguió alegremente durante un rato, aunque no se dijo nada importante. Las únicas criadas que había en la habitación, que pertenecían a Pompeya, estaban muy compuestas detrás del canapé en el que se encontraba tumbada Pompeya junto con Pala. La más joven era su propia doncella, Doris, y la mayor era el valioso perro guardián de Aurelia, Polixena. Todos los miembros del club de Clodio eran conscientes de que Polixena informaría fielmente a Aurelia de todo lo que oyera cuando Pompeya regresara a la domus publica. Esto suponía un fastidio de grandísimas proporciones. De hecho, celebraban muchas reuniones sin Pompeya, bien porque la maldad que tramaban no era para que se la contaran a la madre del pontífice máximo, bien porque alguien iba a proponer una vez más que expulsasen del club a Pompeya. No obstante había un buen motivo por el que se permitía que Pompeya continuase formando parte del club: había ocasiones en que resultaba muy útil saber que un rígido y viejo pilar de la sociedad, que tenía una gran influencia en dicha sociedad, recibía información.

Aquel día Publio Clodio ya no pudo aguantar más.

– ¡Pompeya -dijo con voz dura-, esa vieja espía que está detrás de ti es algo abominable! ¡No hay nada que se hable aquí de lo que no acabe enterándose toda Roma, no tenemos nada que ocultar, pero yo me opongo a los espías, y eso significa que tengo que oponerme a ti! ¡Vete a casa y llévate a esa miserable espía contigo!

Aquellos luminosos y asombrosamente verdes ojos se llenaron de lágrimas; a Pompeya le comenzaron a temblar los labios.

– ¡Oh, por favor, Publio Clodio! ¡Por favor!

Clodio le volvió la espalda.

– Vete a casa -repitió.

Se hizo un embarazoso silencio mientras Pompeya se bajaba del canapé, se ponía los zapatos y salía de la habitación; Polixena iba detrás con su acostumbrada expresión de madera, y Doris gimoteaba y sorbía por la nariz.

– Eso ha sido una falta de amabilidad, Publio -dijo Clodia cuando se habían ido.

– ¡La amabilidad no es una virtud que yo estime! -repuso Dodio con brusquedad.

– ¡Es la nieta de Sila!

– ¡Me da igual, como si es la nieta de Júpiter! ¡Estoy asqueado de tener que aguantar a Polixena!

– Mi primo Cayo no es tonto -intervino Antonio-. No tendrás acceso alguno a su esposa sin que haya alguien como Polixena presente, Clodio.

– ¡Eso ya lo sé, Antonio!

– Él mismo tiene bastante experiencia -explicó Antonio esbozando una sonrisa-. Dudo que haya algún truco que él no conozca en lo que se refiere a ponerles los cuernos a los maridos.

– Suspiró, contento-. ¡El es el viento del norte, pero adorna nuestra remilgada familia! Ha hecho más conquistas que Apolo.

– ¡Yo no quiero ponerle los cuernos a César, sólo quiero librarme de Polixena! -gruñó Clodio.

De repente Clodia se echó a reír con una risita tonta.

– Bueno, ahora que los Ojos y los Oídos de Roma se han marchado de una vez, puedo contaros lo que sucedió en la fiesta de Ático la otra noche.

– Eso debe de haber sido emocionante para ti, Clodia querida -dijo el joven Publícola-. ¡Con tanto protocolo!

– Oh, desde luego, sobre todo con Terencia presente.

– Entonces, ¿qué es lo que lo hace digno de mención? -preguntó Clodio malhumorado, todavía enfadado por lo de Polixena.

Clodia bajó la voz, que se le puso tensa y cargada de trascendencia.

– ¡Yo estaba sentada enfrente de Cicerón! -anunció.

– ¿Cómo pudiste soportar semejante éxtasis? -le preguntó Sempronia Tuditani.

– ¡Querrás decir cómo pudo él soportar semejante éxtasis!

Todas las cabezas se volvieron hacia ella.

– ¡No me digas, Clodia! -gritó Fulvia.

– Pues sí -dijo Clodia muy presumida-. Cayó enamorado de mí con tanta fuerza como cae una ínsula en un terremoto.

– ¿Delante de Terencia?

– Bueno, ella estaba en otro lugar de la mesa, de cara al lectus imus, así que se encontraba de espaldas a nosotros. Sí, gracias a mi amigo Ático, Cicerón se soltó de la correa.

– ¿Qué pasó? -preguntó Curión sin poder contener la risa.

– Coqueteé con él desde el principio al fin de la cena, eso es lo que pasó. Coqueteé de modo escandaloso, ¡Y a él le encantó! Yo también disfruté. Me dijo que no sabía que hubiera una mujer tan instruida en Roma. Eso fue cuando cité textualmente algunos fragmentos de Catulo, ese nuevo poeta.

– Se volvió hacia Curión-. ¿Lo has leído? ¡Es glorioso!

Curión se limpió las lágrimas consecuencia de la risa.

– No he oído hablar de él.

– Nuevecito del todo… y lo publica Ático, naturalmente. Procede de la Galia Cisalpina, más allá del Po. Ático dice que está a punto de venir a Roma… ¡Estoy impaciente por conocerle!

– Volviendo a Cicerón -dijo Clodio, que veía posibilidades para el Foro-. ¿Cómo es en cuestiones amorosas? No creí que tuviera esas inclinaciones, francamente.

– Oh, muy tonto y picaruelo -dijo Clodia con voz aburrida. Se volvió de espaldas y dio patadas al aire-. Todo en él cambia. De pater patriae se convierte en rufián de Plauto. Por eso me resultó tan divertido. Yo no hacía más que pincharle para que cada vez se fuera poniendo más tonto.

– ¡Eres una mujer malvada! -le dijo Décimo Bruto.

– Eso es lo que pensó Terencia también.

– ¡Ah! ¿Así que ella se dio cuenta?

– Al cabo de un rato se dieron cuenta todos los presentes.

– Clodia arrugó la nariz hacia arriba y puso una cara adorable-. Cuando más rendido caía por mí, más vocinglero y tonto se ponía. Ático estaba casi paralizado de la risa.

– Se estremeció de una forma muy teatral-. Terencia estaba casi paralizada por la rabia. ¡Pobre viejo Cicerón! Por cierto, ¿por qué consideramos que es viejo? Pero repito: ¡pobre viejo Cicerón! No creo que estuvieran a más de un pie de distancia de la puerta de Ático cuando Terencia ya debía de estar royéndole el cuello.

– No iba a roerle otra cosa -apuntó con un ronroneo Sempronia Tuditani.

El aullido de regocijo que se alzó hizo que los sirvientes que estaban en la cocina de Fulvia, en el otro extremo del jardín, sonrieran. ¡Qué casa tan feliz!

De repente la alegría de Clodia cambió de tono; se sentó muy erguida y miró con júbilo a su hermano.

– Publio Clodio, ¿te atreves con una maldad deliciosa que se me ha ocurrido?

– ¿Es romano César?

A la mañana siguiente Clodia se presentó ante la puerta principal del pontífice máximo acompañada por varios miembros femeninos del club de Clodio.

– ¿Está Pompeya? -le preguntó a Eutico.

– Sí está, domina -dijo el mayordomo haciendo una inclinación de cabeza al franquearles la entrada.

Y el grupo se fue escaleras arriba, mientras Eutico se apresuraba a seguir a sus tareas. No había necesidad de llamar a Polixena; el joven Quinto Pompeyo Rufo estaba ausente de Roma, así que no habría hombres presentes.

Era evidente que Pompeya se había pasado la noche llorando; tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y el porte desconsolado. Cuando vio que Clodia y las demás entraban bulliciosas, se puso en pie de un salto.

– ¡Oh, Clodia, estaba segura de que no volvería a verte! -le gritó.

– ¡Querida, yo no te haría eso nunca! Pero en realidad no puedes culpar a mi hermano, ¿no es cierto? Polixena se lo cuenta todo a Aurelia.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé! Y lo siento muchísimo, pero… ¿qué puedo hacer? -Nada, querida, nada.

– Clodia tomó asiento como un hermoso pájaro que se posara en una rama y luego sonrió al resto del grupo que había traído consigo: Fulvia, Clodilla, Sempronia Tuditani, Pala y otra mujer a la que Pompeya no reconoció-. Esta es mi prima Claudia, que ha venido del campo de vacaciones -la presentó Clodia, muy solemne.

– Ave, Claudia -dijo Pompeya Sila sonriendo con aquel habitual aspecto distraído suyo mientras pensaba que si Claudia era una palurda, se adaptaba mucho al molde de Pala y Sempronia Tuditani; fuera de donde fuera que procediese allí debían de considerarla verdaderamente espabilada, con todo aquel maquillaje y el pelo decolorado y exuberante. Pompeya trató de mostrarse-. Ya veo el parecido de familia.

– Eso espero -dijo la prima Claudia quitándose aquella fantástica mata de pelo dorado vivo.

Durante un momento dio la impresión de que Pompeya fuera a desmayarse: se quedó boquiabierta y jadeó en busca de aire.

Todo lo cual fue demasiado para Clodia y los demás. Chillaron de tanta la risa.

– ¡Sssssh! -las conminó Publio Clodio al tiempo que avanzaba a grandes zancadas y de un modo muy poco femenino hasta la puerta que daba al exterior; al llegar allí echó el pestillo por dentro. Luego volvió hasta el asiento que ocupaba, frunció la boca e hizo aletear las pestañas-. ¡Querida mía, qué apartamento tan divino! -dijo con voz aflautada.

– ¡Oh, oh, oh! -chilló Pompeya-. ¡No puedes!

– Puedo, porque aquí estoy -dijo Clodio con su voz normal-. Y tienes razón, Clodia. No está Polixena.

– ¡Por favor, por favor, no te quedes aquí! -le dijo Pompeya en un susurro; la cara se le había puesto blanca y tenía las manos encogidas-. ¡Mi suegra!

– ¿Qué, también te espía aquí?

– Normalmente no, pero la Bona Dea se celebra pronto, y va a ser aquí. Se supone que yo la estoy organizando.

– Querrás decir que la está organizando Aurelia, claro -dijo Clodio en un tono de mofa.

– ¡Pues sí, claro, lo está haciendo ella! Pero es muy meticulosa en fingir que me consulta a mí, porque yo soy oficialmente la anfitriona, la esposa del pretor en cuya casa se celebra la Bona Dea. ¡Oh, Clodio, por favor, vete! Aurelia ahora entra y sale todo el tiempo, y si encuentra mi puerta cerrada con pestillo irá a quejarse a César.

– ¡Mi pobre niñita! _canturreó Clodio envolviendo a Pompeya en un abrazo-. Me iré, te lo prometo.

Se acercó a un espejo de plata magníficamente pulida que había colgado en la pared, y con ayuda de Fulvia se colocó la peluca en su sitio.

– No puedo decir que estés guapo, Publio -le dijo su esposa mientras daba los últimos toques a la peluca-, pero pasas por una mujer muy aceptable -añadió con una risita tonta-. ¡Aunque de dudosa profesión!

– Venga, vámonos de aquí -dijo Clodio dirigiéndose a las demás-. Yo sólo quería demostrarle a Clodia que podía hacerse, ¡y puede hacerse!

Soltaron el pestillo de la puerta; las mujeres salieron agrupadas con Clodio en el centro.

Justo a tiempo. Aurelia apareció poco después; tenía las cejas levantadas.

– ¿Quiénes eran esas que salían con tanta prisa y alboroto?

– Clodia, Clodilla y unas cuantas amigas más -repuso Pompeya con vaguedad.

– Será mejor que sepas qué clase de leche vamos a servir.

– ¿Leche? -preguntó Pompeya atónita.

– ¡Oh, Pompeya, sinceramente!

– Aurelia se quedó de pie mirando a su nuera-. ¿Es que no hay nada más en esa cabeza que chucherías y ropa?

Y al oír esto Pompeya estalló en llanto. Aurelia -aunque con voz apagada- soltó una de sus infrecuentes palabrotas, todas muy suaves, y se marchó de allí a toda prisa para no darle unos cachetes a Pompeya.

Fuera, en la vía Sacra, los cinco artículos auténticos, más Clodio, corrieron calle arriba en lugar de dirigirse calle abajo hacia el Foro inferior; eso era más seguro si no querían encontrarse con cierto varón al que conocían muy bien. Clodio estaba encantado consigo mismo, e iba haciendo cabriolas para llamar la atención de las señoras acomodadas que hacían las compras habitualmente en la zona del pórtico Margaritaria y en el Foro superior. Fue por eso por lo que las mujeres sintieron gran alivio cuando consiguieron llevarlo a casa sin que nadie descubriera su disfraz.

– ¡Van a estar días preguntándome quién era esa extraña criatura que iba conmigo esta mañana! -dijo Clodia con ira una vez que le quitaron los arreos y un ya lavado y respetable Publio Clodio se hubo instalado en un canapé.

– ¡Fue todo idea tuya! -protestó él.

– ¡Sí, pero no tenías por qué hacer de ti mismo un espectáculo público! ¡El trato era que tú irías y volverías bien camuflado, no que irías sonriendo y contorneándote para que todo el mundo se fijase en ti!

– ¡Cállate, Clodia, estoy pensando!

– ¿En qué?

– En una pequeña cuestión de venganza.

Fulvia se le arrimó amorosamente, notando el cambio de ánimo de su marido. Nadie sabía mejor que su esposa que Clodio llevaba una lista de víctimas dentro de la cabeza, y nadie estaba más dispuesto a ayudarle que su esposa. Últimamente la lista había menguado; Catilina ya no existía y los árabes probablemente habían sido borrados del mapa definitivamente. Así que, ¿de quién se trataría?

– ¿Quién es? -le preguntó Fulvia al tiempo que le chupaba el lóbulo de la oreja.

– Aurelia -repuso él entre dientes-. Ya va siendo hora de que alguien la ponga en su sitio.

– ¿Y cómo piensas hacer eso? -le preguntó Pala.

– De paso fastidiaré un poco a Fabia -dijo Clodio pensativo-; ella también necesita una lección.

– ¿Qué te propones, Clodio? -le preguntó Clodilla, que parecía un poco recelosa.

– ¡Una maldad! -canturreó él alegremente; agarró a Fulvia y empezó a hacerle cosquillas sin compasión.

Bona Dea era la Diosa Buena, tan antigua como la propia Roma, y por ello no poseía ni rostro ni forma; era numen. Sí que tenía nombre, pero nunca se pronunciaba, pues era demasiado sagrado. Lo que ella significaba para las mujeres romanas ningún hombre podía entenderlo, y tampoco por qué la llamaban buena. Su culto quedaba completamente fuera de la religión oficial del Estado, y aunque el Tesoro sí le concedía un poco de dinero, ella no le respondía a ningún hombre ni a ningún grupo de hombres. Las vírgenes vestales se cuidaban de ella, pues no tenía sacerdotisas propias; las vestales contrataban a las mujeres que cuidaban su jardín medicinal sagrado, y tenían la custodia de las medicinas de la Bona Dea, que eran sólo para las mujeres romanas.

Como no tenía parte alguna en la Roma masculina, el enorme recinto donde se encontraba su templo quedaba fuera del pomerium, en la falda del monte Aventino, justo debajo de un saliente rocoso, el Saxum Sacrum o piedra sagrada, y cerca del depósito de agua del Aventino. Ningún hombre osaba acercarse, ni ningún arbusto de arrayán. Una estatua se alzaba en el interior del santuario, pero no era una efigie de la Bona Dea, sólo algo que se había puesto allí para engañar a las fuerzas del mal generadas por los hombres haciéndoles creer que era ella. Nada era lo que a primera vista parecía en el mundo de Bona Dea, quien amaba a las mujeres y a las serpientes. En su recinto abundaban las serpientes. Los hombres, se decía, eran serpientes. Y poseyendo tantas serpientes como poseía, ¿qué necesidad tenía la Bona Dea de hombres?

Las medicinas por las cuales la Bona Dea era famosa procedían de un jardín que rodeaba por completo el propio templo; allí había arriates de hierbas variadas, y por todas partes se extendía un mar de centeno enfermo que se plantaba cada primero de mayo y se cosechaba bajo la supervisión de las vestales, quienes cogían sus atizonadas espigas y hacían con ellas el elixir de Bona Dea… mientras miles de serpientes dormitaban o se deslizaban entre los tallos, ignoradas e ignorantes.

El primero de mayo las mujeres de Roma despertaban a su Diosa Buena del sueño invernal de seis meses en medio de flores y festejos que se celebraban dentro y alrededor del templo. Las ciudadanas romanas de toda condición social acudían en bandadas para asistir a los misterios, que empezaban al alba y acababan al crepúsculo. La exquisitamente equilibrada dualidad de la Diosa Buena se manifestaba en el nacimiento y en la muerte del centeno en mayo, en el vino y en la leche. Porque el vino era tabú, pero había que consumirlo en grandes cantidades. Se le llamaba leche y se guardaba en preciosas vasijas de plata llamadas mieleras, otra estratagema más para confundir a los varones. Mujeres cansadas dirigían sus pasos hacia sus casas repletas de leche servida de las mieleras, todavía estremeciéndose a causa del voluptuoso y seco deslizarse de las serpientes y recordando el poderoso oleaje de músculos de las mismas, el beso de una lengua bífida, la tierra abierta para recibir la semilla, una corona de hojas de cepa, el eterno ciclo femenino de nacimiento y muerte. Pero ningún hombre sabía ni quería saber qué ocurría en aquellas celebraciones de la Bona Dea en el primero de mayo.

Luego, a principios de diciembre, Bona Dea volvía a dormir, pero no públicamente, no mientras hubiera sol en el cielo o una mujer romana corriente estuviera ausente de casa. Porque lo que ella soñaba en invierno era su secreto, los ritos estaban abiertos sólo a las mujeres romanas de más alta cuna. Todas las hijas de la diosa podían presenciar su resurrección, pero sólo las hijas de reyes podían contemplar su muerte. La muerte era sagrada. La muerte era santa. La muerte era íntima.

Que aquel año la Bona Dea fuera puesta a descansar en la casa del pontífice máximo era algo inevitable; la elección del lugar para dicha celebración les correspondía a las vestales, que estaban obligadas por el hecho de que dicho lugar había de ser la casa de un cónsul o de un pretor titular. Desde la época de Ahenobarbo, el pontífice máximo, no había habido ocasión de celebrar los ritos en la propia domus publica. Aquel año sí se presentaba esa ocasión. Se eligió la casa del pretor urbano César, y su esposa, Pompeya Sila, sería la anfitriona oficial. La fecha señalada sería la tercera noche de diciembre, y en dicha noche ningún hombre ni niño varón podía permanecer en la domus publica, incluidos los esclavos.

Naturalmente, César estaba encantado con que su casa hubiera sido la elegida, y contento de poder dormir en sus habitaciones del Vicus Patricii; quizás hubiera preferido utilizar el antiguo apartamento de la ínsula de Aurelia, sólo que ahora estaba ocupado por el príncipe Masintha de Numidia, cliente suyo y perdedor en un juicio a principios de año. ¡Desde luego, aquel mal genio suyo cada vez estallaba con más facilidad en los últimos tiempos! En un momento dado se había irritado tanto por las mentiras que el príncipe Juba estaba contando muy afanado, que Masintha había alargado la mano y había obligado a Juba a ponerse en pie agarrándolo por la barba. Como no era ciudadano romano, Masintha se enfrentaba a los azotes y al estrangulamiento, pero César consiguió sacarlo de allí y lo puso bajo los cuidados de Lucio Decumio; y todavía lo mantenía escondido. Quizás, pensó el pontífice máximo mientras subía paseando colina arriba hacia Subura, precisamente aquélla noche podría probar una de aquellas deliciosamente terrenales mujeres de Subura que el tiempo y la elevación de su posición habían arrebatado del disfrute de César. ¡Sí, qué idea más buena! Primero una cena con Lucio Decumio y luego le enviaría un mensaje a Gavia, a Apronia o a Scaptia…

Era ya noche cerrada, pero por una vez aquella parte de la vía Sacra que serpenteaba por entre el Foro Romano estaba iluminada por antorchas; lo que parecía un interminable desfile de literas y lacayos convergía en las puertas principales de la domus publica procedentes de todas direcciones, y el humeante manto de luz desprendía destellos de las túnicas de maravillosos colores, chispas de las fabulosas joyas, vislumbres de rostros emocionados. Gritos de saludo, risitas, pequeños retazos de conversación flotaban en el aire a medida que las mujeres se apeaban y pasaban al vestíbulo de la domus publica, sacudiéndose las prendas que les arrastraban por el suelo de tan largas como eran, colocándose el pelo, ajustándose un pendiente o un broche. Muchos dolores de cabeza y muchas rabietas habían tenido lugar mientras se decidía qué ponerse, porque aquélla era la mejor ocasión del año para enseñar a las iguales con cuánto gusto y a la moda sabía una vestirse, y cuán caros eran los tesoros que había en el joyero. ¡Los hombres nunca se fijaban! Las mujeres, siempre.

La lista de invitadas era más larga de lo acostumbrado porque el local era muy espacioso; César había entoldado el jardín peristilo principal para ocultarlo de las miradas curiosas de la vía Nova, lo cual significaba que las mujeres podían congregarse allí, así como en el atrio, en el amplísimo comedor del pontífice máximo, en su sala de recepciones. Las lámparas brillaban con luz trémula por todas partes, las mesas estaban cargadas de los más suntuosos y exquisitos manjares, las mieleras de leche parecían no tener fondo y la leche en sí misma era de soberbia cosecha. Grupos de mujeres músicos estaban sentadas o paseaban tocando caramillos, flautas y liras, pequeños tambores, castañuelas, panderetas, cascabeles plateados; las criadas pasaban constantemente de un grupo a otro de invitadas con bandejas de exquisitos manjares y más leche. Antes de que empezasen los solemnes misterios, el estado de ánimo debía ser el correcto, lo cual significaba que la fiesta tenía que haber sobrepasado la etapa de la comida, la leche y la conversación. Nadie tenía prisa; había que ponerse al día en muchas cosas, pues se reconocían y se saludaban caras que hacía mucho tiempo que no se veían, y las amigas íntimas se apiñaban para intercambiar los últimos cotilleos.

Las serpientes no tomaban parte en los actos de poner a dormir a la Bona Dea; el soporífero que usaba en invierno era el látigo parecido a una serpiente, un objeto maligno que terminaba en un racimo de correas parecido a la Medusa, que se enrollaban alrededor de la carne de una mujer tan amorosamente como cualquier reptil. Pero la flagelación vendría más tarde, cuando el altar de invierno de la Bona Dea se iluminase y se hubiera bebido suficiente leche como para aliviar el dolor, y lo elevase en cambio a una especial clase de éxtasis. Bona Dea era un ama dura.

Aurelia había insistido en que Pompeya se pusiera junto a Fabia a la puerta para cumplir con su obligación de dar la bienvenida a las invitadas, y se alegró profundamente de que las señoras del club de Clodio estuvieran entre las últimas en llegar. ¡Pero bueno, cómo no iban a ser de las últimas! A unas furcias de mediana edad como Sempronia Tuditani y Pala debía de haberles llevado horas ponerse todas aquellas capas de pintura en la cara… ¡aunque habrían tardado sólo unos instantes en introducir aquellos fibrosos cuerpos suyos en tan poca ropa! Las Clodias, Aurelia tenía que admitirlo, estaban exquisitas: unos vestidos preciosos, exactamente las joyas adecuadas -y no demasiadas-, sólo unos ligeros toques de stibium y carmín. Fulvia, como siempre, iba un poco a su aire, desde la túnica de color fuego hasta varias vueltas de perlas negruzcas; tenía un hijo que contaba ya casi dos años, pero la figura de Fulvia no había sufrido, desde luego.

– ¡Sí, sí, ahora puedes irte! -le dijo su suegra a Pompeya cuando Fulvia soltó un chorro de efusivos saludos; y sonrió agriamente para sus adentros cuando la frívola esposa de César se escabulló del brazo de su amiga, charlando feliz.

No mucho después Aurelia decidió que todas habían llegado ya y abandonó el vestíbulo. Su ansiedad por asegurarse de que todo iba bien no la dejaría descansar, así que se movía constantemente de un lugar a otro y de habitación en habitación, con los ojos moviéndose como dardos de acá para allá, contando a las criadas, comprobando el volumen de los alimentos, catalogando a las invitadas y los lugares donde se habían instalado. Incluso en medio de semejante caos, aunque un caos controlado, el ábaco que tenía por mente le advertía de esto y de aquello, y todo encajaba en su sitio. Pero había algo que no hacía más que darle la lata… ¿Qué era? ¿Quién faltaba? ¡Alguien faltaba! Dos mujeres músicos pasaron paseando a su lado; se refrescaban entre pieza y pieza. Llevaban los caramillos sujetos alrededor de la cintura, para tener las manos libres y poder sujetar la leche y los pasteles de miel.

– Chryse, ésta es la mejor Bona Dea que se haya celebrado nunca -dijo la más alta de las dos.

– ¿Verdad que sí? -convino la otra, que mascullaba con la boca llena-. Ojalá todos nuestros contratos fueran la mitad de buenos que éste, Doris.

¡Doris! ¡Doris! ¡Esa era quien faltaba, Doris, la doncella de Pompeya! La última vez que Aurelia la había visto había sido hacía una hora. ¿Dónde estaría? ¿Qué tramaría? ¿Estaría llevando a escondidas leche al personal de la cocina, o habría engullido ella misma tanta leche que andaría durmiendo o vomitando por algún rincón?

Aurelia se fue, sin hacer caso de los saludos e invitaciones para unirse a diversos grupos, y siguió con el olfato un rastro que sólo ella era capaz de seguir.

En el comedor no estaba y tampoco la vio en ninguna parte del peristilo, ni en el atrio ni en el vestíbulo. Lo cual sólo dejaba por registrar la sala de recepción antes de empezar a buscar en otro territorio. El toldo de color azafrán que César había puesto en el peristilo era tal novedad que quizás por eso la mayor parte de las invitadas habían decidido congregarse allí, y las demás se habían instalado cómodamente en el comedor o en el atrio, que daban ambos directamente al jardín. Lo cual significaba que la sala de recepción, enorme y difícil de iluminar a causa de su tamaño, estaba completamente desierta. La domus publica había demostrado una vez más que doscientas visitantes y cien criadas no podían llenarla por completo.

¡Ahá! ¡Allí estaba Doris de pie a la puerta principal de la casa del pontífice máximo franqueándole la entrada a una mujer músico! ¡Pero qué músico! Una estrafalaria criatura ataviada con la más cara seda de Cos con hilos dorados, fabulosas joyas alrededor del cuello y entrelazadas entre un cabello asombrosamente amarillo. En la doblez del brazo llevaba acomodada una soberbia lira de concha de tortuga con incrustaciones de ámbar, cuyas clavijas eran de oro. ¿Acaso Roma poseía una mujer músico capaz de permitirse un vestido, unas joyas o un instrumento como los de aquella mujer? ¡Desde luego que no, pues de lo contrario habría sido famosa!

Y en Doris también había algo raro. La muchacha ponía posturas y sonreía embobada, tapándose la boca con la mano y volviendo los ojos hacia la mujer músico en una agonía de júbilo conspiratono. Sin hacer ningún ruido, Aurelia avanzó muy despacio hacia las dos con la espalda pegada a la pared, donde las sombras eran más densas. Y cuando oyó hablar al músico con voz de hombre, dio un brinco y atacó.

El intruso era un individuo ligero de mediana estatura, pero tenía la fuerza y la agilidad de un hombre joven. ¡Quitarse de encima a una mujer de avanzada edad como la madre de César no le supondría ninguna dificultad! ¡Aquel viejo cunnus! ¡Eso les enseñaría a ella y a Fabia a atormentarle a él! ¡Pero aquélla no era una mujer anciana! ¡Aquello era Proteo! Por mucho que él se retorcía y daba vueltas, Aurelia seguía colgada de él.

Aurelia tenía la boca abierta y gritaba:

– ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Es una profanación! ¡Socorro, socorro! ¡Están profanando los misterios! ¡Socorro, socorro!

Acudieron mujeres corriendo de todas partes, moviéndose automáticamente para obedecer a la madre de César como le había obedecido la gente toda su vida. La lira de la mujer músico cayó al suelo y produjo un sonido discordante; le aprisionaron los dos brazos al músico y lo vencieron simplemente porque eran superiores en número. En ese momento, Aurelia lo soltó y se volvió para quedar de cara a las presentes.

– Esto es un hombre -dijo con dureza.

Ahora ya se habían reunido allí la mayoría de las invitadas, que contemplaron horrorizadas cómo Aurelia le arrancaba la peluca dorada, le rasgaba la tenue y costosa túnica y dejaba al descubierto el peludo pecho de un hombre. Publio Clodio.

Alguien empezó a chillar que aquello era un sacrilegio. Los lamentos, gritos y chillidos fueron subiendo de tono hasta alcanzar tal magnitud que toda la vía Nova se asomó a las ventanas en seguida; las mujeres salieron huyendo en todas direcciones, aullando que los ritos de Bona Dea habían sido contaminados y profanados, mientras las esclavas se iban a sus aposentos a toda prisa, las mujeres músicos se postraban, se arrancaban el cabello y se arañaban el pecho, y las tres vírgenes vestales adultas se pusieron los velos por delante de los asombrados rostros para ocultar el dolor y el terror que sentían de todas las miradas excepto de la mirada de la propia Bona Dea.

Ahora Aurelia le estaba frotando el rostro a Clodio, que reía como un demente, con un pedazo de túnica que, al mancharse de negro, blanco y rojo, se convirtió en un color marrón barro.

– ¡Presenciad esto! -rugió Aurelia con una voz que nunca antes había poseído-. ¡Os llamo a todas para que seáis testigos de que esta criatura varón que se atreve a violar los misterios de Bona Dea es Publio Clodio!

Y de pronto se le acabó la diversión. Clodio dejó de carcajearse, miró fijamente aquel pétreo y hermoso rostro que tan cerca estaba del suyo y experimentó un miedo terrible. Volvía a encontrarse en aquella anónima habitación de Antioquía, sólo que esta vez lo que tenía que perder no eran los testículos, sino que lo que estaba en juego era su vida. El sacrilegio seguía siendo punible con la pena de muerte a la antigua usanza, y ni siquiera todo un olimpo compuesto por los mejores abogados que Roma hubiera dado al mundo en toda la historia sería bastante para hacer que saliera absuelto. La luz se hizo en él en un paroxismo de horror: ¡Aurelia era la Bona Dea!

Reunió hasta el último vestigio de fuerza que poseía, se liberó de los brazos que lo aprisionaban y salió huyendo precipitadamente por el pasillo que corría entre las habitaciones del pontífice máximo y el triclinium. Más allá estaba el jardín peristilo privado, y la libertad lo llamaba desde el fondo de un elevado muro de ladrillo. Como un gato se lanzó de un salto hacia la parte superior del mismo, escarbó y arañó para conseguir subirse a él, retorció el cuerpo para seguir a los brazos y cayó por encima del muro al suelo vacío.

– ¡Traedme a Pompeya Sila, a Fulvia, a Clodia y a Clodilla!

dijo Aurelia con brusquedad-. ¡Son sospechosas y quiero verlas!

– Hizo un rollo con el vestido de tejido dorado y la peluca y se los entregó a Polixena-. Guárdalos a buen recaudo; son pruebas.

La gigantesca esclava manumitida gala se encontraba de pie, en silencio, en espera de órdenes, y se le pidió que se ocupase de que las señoras se marchasen de la casa con la mayor rapidez que fuera posible. Los ritos no podían continuar, y Roma ahora se hallaba sumida en la más grave crisis religiosa que se pudiese recordar.

– ¿Dónde está Fabia?

Apareció Terencia, con una expresión que a Publio Clodio no le habría gustado ver.

– Fabia se está recuperando, pronto estará mejor. ¡Oh, Aurelia, esto ha sido espantoso! ¿Qué podemos hacer?

– Intentaremos reparar el daño, si no por nosotras mismas, por el bien de todas las mujeres romanas. Fabia es la vestal jefe, la Diosa Buena está a su cargo. Ten la bondad de decirle que vaya a los libros y averigüe qué podemos hacer para evitar el desastre. ¿Cómo podemos enterrar a Bona Dea a menos que expiemos este sacrilegio? Y si Bona Dea no es enterrada, no volverá a resucitar en mayo. Las hierbas curativas no brotarán, no nacerán bebés libres de malformaciones, todas las serpientes se marcharán o morirán, la semilla perecerá y perros negros se comerán los cadáveres en las cunetas de esta ciudad maldita.

Esta vez las mujeres presentes no chillaron. Se elevaron gemidos y suspiros que hablaron en susurros a la negrura situada detrás de las columnas y se perdieron allí, en el interior de los rincones, dentro de cada corazón. La ciudad estaba maldita.

Cien manos empujaron a Pompeya, a Fulvia, a Clodia y a Clodilla hasta la parte delantera del numeroso grupo, que ya había disminuido, y allí se quedaron de pie, llorando y mirando a su alrededor llenas de confusión; ninguna de ellas se encontraba cerca cuando se descubrió a Clodio, sólo sabían que la fiesta de la Bona Dea había sido profanada por un hombre.

La madre del pontífice máximo las miró de arriba abajo, tan justa como despiadada. ¿Habían tenido ellas algo que ver en la conspiración? Pero todas tenían los ojos muy abiertos, estaban asustadas, completamente abrumadas. No, decidió Aurelia, ellas no habían tomado parte. Ninguna mujer que estuviera por encima de una tonta esclava griega como Doris consentiría en algo tan monstruoso, tan inconcebible. ¿Y qué le habría prometido Clodio a aquella idiota muchacha esclava de Pompeya a fin de obtener su cooperación?

Doris estaba de pie entre Servilia y Cornelia Sila, llorando con tanta fuerza que le manaba más líquido de la nariz y la boca que de los ojos. A ella le tocaría el turno dentro de un momento, pero primero las invitadas.

– Señoras, todas vosotras excepto las de las cuatro primeras filas, por favor, salid. Esta casa es impía, vuestra presencia aquí es nefasta. Esperad en la calle vuestros medios de transporte, o marchaos a vuestras casas en grupos. A las de las filas delanteras las necesito para que sean testigos, porque si a esta muchacha no la ponemos a prueba ahora, tendrá que esperar a ser interrogada por hombres, y los hombres se comportan como tontos cuando interrogan a mujeres jóvenes.

Le llegó el turno a Doris.

– ¡Límpiate la cara, muchacha! -ladró Aurelia-. ¡Venga, límpiate la cara y guarda la compostura! ¡Si no lo haces, te haré azotar aquí mismo!

La muchacha puso en juego la túnica tejida en casa; obedeció la orden porque la palabra de Aurelia era ley.

– ¿Quién te ha metido en esto, Doris?

– ¡Él me prometió una bolsa de oro y la libertad, domina!

– ¿Publio Clodio?

– Sí.

– ¿Fue sólo Publio Clodio, o hubo alguien más implicado?

¿Qué podía decir para que el castigo que se avecinaba fuera más leve? ¿Cómo podía sacarse de encima por lo menos parte de la culpa? Doris pensó con la velocidad y la astucia propias de alguien a quien se ha vendido como esclava después de que los piratas atacaron su aldea de pescadores licios; entonces ella tenía doce años, estaba madura para violarla y era apropiada para venderla. Entre aquel momento y Pompeya Sila había tenido que aguantar a otras dos amas, mayores y más frías que la esposa del pontífice máximo. La vida al servicio de Pompeya había resultado ser los Campos Elíseos, y el pequeño cofre que tenía Doris debajo del catre en su propio dormitorio, situado dentro de los aposentos de Pompeya, estaba lleno de regalos; Pompeya era tan generosa como descuidada. Pero ahora nada le importaba a Doris excepto la perspectiva del látigo. ¡Si le arrancaban la piel, Astianax nunca volvería a mirarla! Cuando los hombres la miraran sentirían un estremecimiento.

– Sólo hubo otra persona, domina -murmuró.

– ¡Habla alto para que podamos oírte, muchacha! ¿Quién más está implicado?

– Mi ama, domina. La señora Pompeya Sila.

– ¿De qué manera? -le preguntó Aurelia, sin hacer caso del grito ahogado de Pompeya y del enorme murmullo de las presentes.

– Si hay hombres presentes, domina, tú nunca permites que la señora Pompeya esté fuera de la vista de Polixena. Yo tenía que dejar entrar a Publio Clodio y llevarlo arriba, donde podrían estar juntos a solas.

– ¡No es cierto! -gimió Pompeya-. ¡Aurelia, juro por todos nuestros dioses que no es cierto! ¡Lo juro por Bona Dea! ¡Lo juro, lo juro, lo juro!

Pero la esclava se aferró obstinadamente a su historia de la cita amorosa; no había manera de hacerla mover de ahí.

Una hora más tarde Aurelia se dio por vencida.

– Las testigos pueden irse a casa. Esposa y hermanas de Publio Clodio, vosotras también podéis iros. Estad preparadas para contestar preguntas mañana, cuando una de nosotras vaya a veros. Éste es un asunto exclusivamente de mujeres; serán mujeres quienes se encarguen de vosotras.

Pompeya Sila se había desplomado en el suelo hacía largo rato, y allí seguía tumbada, sollozando.

– Polixena, llévate a la esposa del pontífice máximo a sus propias habitaciones y no te apartes de su lado ni un instante.

– ¡Mamá! -le rogó Pompeya a gritos a Cornelia Sila mientras Polixena la ayudaba a ponerse en pie-. ¡Mamá, ayúdame! ¡Por favor, ayúdame!

Otra cara hermosa, pero pétrea.

– Nadie puede ayudarte salvo Bona Dea. Ahora ve con Polixena, Pompeya.

Cardixa había regresado de cumplir con su deber ante las grandes puertas de bronce; había dejado salir a las llorosas invitadas, cuyas túnicas arrugadas y marchitas les azotaban el cuerpo agitadas por un viento cortante y frío, incapaces de caminar a causa del susto, pero condenadas a esperar largo rato unas literas y escoltas que se habían evaporado, pues estaban seguros de que no se necesitarían sus servicios hasta el amanecer. Así que se sentaron al borde de la vía Sacra y se acurrucaron juntas para combatir el frío, contemplando, horrorizadas, la ciudad que había sido maldecida.

– Cardixa, encierra a Doris.

– ¿Qué me va a suceder a mí? -gritó la muchacha mientras la obligaban a marcharse de allí a paso de marcha-. Domina, ¿qué me va a pasar a mí?

– Responderás ante Bona Dea.

Las horas de la noche fueron avanzando poco a poco hasta la tenue tristeza del canto del gallo; quedaban Aurelia, Servilia y Cornelia Sila.

– Vamos al despacho de César y sentémonos. Beberemos un poco de vino -una risa triste-, pero no lo llamaremos leche.

El vino, de la provisión que tenía César en una mesa, les ayudó un poco; Aurelia se pasó una temblorosa mano por los ojos, irguió los hombros y miró a Cornelia Sila.

– ¿Qué te parece a ti, avia? -preguntó la madre de Pompeya.

– Yo creo que Doris estaba mintiendo.

– Yo también -dijo Servilia.

– Yo siempre he sabido que mi pobre hija era muy estúpida, pero nunca ha sido maliciosa ni destructiva. Sencillamente, no tendría el valor de ayudar a un hombre a violar los ritos de la Bona Dea, de verdad que no.

– Pero no es eso lo que va a pensar Roma -dijo Servilia.

– ¡Tienes razón, toda Roma creerá que se han producido citas amorosas durante una ceremonia sacratísima, y comenzarán las murmuraciones! Oh, es una pesadilla! ¡Pobre César, pobre César! ¡Que tenga que pasar esto en su casa, con su esposa! ¡Oh, dioses, qué festín para sus enemigos! -se quejó Aurelia.

– La bestia tiene dos cabezas. El sacrilegio es más aterrador, pero es posible que el escándalo resulte más memorable -intervino Servilia.

– Estoy de acuerdo -dijo Cornelia Sila al tiempo que se estremecía-. ¿Podéis imaginar lo que se estará diciendo en este momento a lo largo de la vía Nova, entre el jaleo que se ha producido y todas las criadas muriéndose de ganas de ir por ahí con el cuento mientras andan por las tabernas a la caza de los portadores de las literas? Aurelia, ¿cómo podemos demostrarle a la Diosa Buena que la amamos?

– Espero que Fabia y Terencia, ¡qué mujer tan sensata y excelente es Terencia!, estén ocupadas averiguándolo en este momento.

– ¿Y César? ¿Lo sabe ya? -quiso saber Servilia, cuya mente nunca dejaba de pensar en él.

– Cardixa ha ido a decírselo. Entre ellos hablan en galo de Arvernia si hay alguien presente.

Cornelia Sila se puso en pie e hizo un gesto con las cejas para indicarle a Servilia que era hora de que se marchasen.

– Aurelia, pareces muy cansada. No hay nada más que podamos hacer. Me voy a casa a acostarme, y espero que tú tengas intención de hacer lo mismo. Actuando de un modo muy correcto, César no regresó a la domus publica antes del amanecer. En lugar de hacerlo fue primero a la Regia, donde estuvo rezando, ofreció un sacrificio sobre el altar y encendió un fuego en el hogar sagrado. Después se instaló en los dominios oficiales del pontífice máximo, situado justo detrás de la Regia, encendió todas las lámparas, mandó llamar a todos los acólitos de la Regia y se aseguró de que hubiera sillas suficientes para los pontífices que en aquel momento había en Roma. Luego avisó a Aurelia, pues sabía que ella estaría esperando esa llamada.

¡Parecía vieja! ¿Su madre, vieja?

– Oh, mater, cuánto lo lamento -dijo mientras la ayudaba a sentarse en la silla más cómoda.

– No lo sientas por mí, César. Siéntelo por Roma. Es una terrible maldición.

– Roma se arreglará, todos los colegios religiosos se ocuparán de que así sea. Más importante es que tú te recuperes. Sé cuánto significaba para ti celebrar la Bona Dea. ¡Qué asunto tan desgraciado, idiota y estrafalario!

– Una podría esperarse que algún tipo grosero de Subura trepara a una pared por la curiosidad producida por la borrachera. ¡Pero no puedo entenderlo tratándose de Publio Clodio! Oh, sí, ya sé que lo educó ese tonto complaciente de Apio Claudio, que lo adora; y me doy cuenta de que Clodio es un gamberro. Pero, ¿disfrazarse de mujer para violar la celebración de la Bona Dea? ¿Cometer semejante sacrilegio conscientemente? ¡Debe de estar loco!

César se encogió de hombros.

– Quizá lo esté, mater. Es una familia antigua, y se han casado mucho entre ellos. ¡Los Claudios Pulcher tienen sus rarezas, desde luego! Siempre han sido irreverentes: mira el Claudio Pulcher que ahogó los pollos sagrados y luego perdió la batalla de Drepana durante nuestra primera guerra contra Cartago. ¡Por no hablar de cuando puso a su hija vestal en su carro triunfal ilegal! Una pandilla muy rara; brillante, pero inestable. Como es Clodio, creo yo.

– Violar la Bona Dea es peor que violar a una vestal.

– Bueno, según Fabia eso también lo intentó Clodio. Luego, cuando vio que no tenía éxito, acusó a Catilina.

– César suspiró y se encogió de hombros-. Desgraciadamente, la locura de Clodio es de esa clase que parece cuerda. No podemos marcarlo con un hierro como maníaco y encerrarlo.

– ¿Se le juzgará ante la ley?

– Puesto que tú lo desenmascaraste delante de las esposas y de las hijas de consulares, mater, tendrá que ser juzgado.

– ¿Y Pompeya?

– Cardixa me ha dicho que tú la creías inocente de complicidad.

– Así es. Y también Servilia y la madre de Pompeya.

– Por lo tanto se reduce a la palabra de Pompeya contra la palabra de una esclava… a menos, claro está, que Clodio también la acuse a ella.

– No hará eso -dijo Aurelia con aire lúgubre.

– ¿Por qué?

– Porque entonces no tendría otra opción más que admitir que él cometió sacrilegio. Clodio lo negará todo.

– Fuisteis demasiadas las que lo visteis.

– Con la cara cubierta de pintura. Yo la froté y puse al descubierto a Clodio. Pero yo creo que un puñado de los mejores abogados de Roma podría hacer que la mayor parte de los testigos dudasen de lo que vieron con sus propios ojos.

– Lo que estás diciendo es que sería mejor para Roma que Clodio fuera absuelto.

– Oh, sí. La Bona Dea es cosa de mujeres exclusivamente. Ella no les agradecerá a los hombres de Roma que apliquen ningún castigo en su nombre.

– No se puede dejar escapar a Clodio, mater. El sacrilegio es público.

– Nunca conseguirá escapar, César. Bona Dea lo encontrará y le dará su merecido cuando ella estime oportuno.

– Aurelia se levantó-. Los pontífices llegarán pronto, de manera que me marcho. Cuando me necesites, envía a buscarme.

Catulo y Vatia Isáurico entraron no mucho después; Mamerco lo hizo con tanta rapidez detrás de ellos que César no dijo nada hasta que los tres estuvieron sentados.

– Nunca dejo de asombrarme, pontífice máximo, de la gran cantidad de información que eres capaz de meter en una sola hoja de papel -le dijo Catulo-, y siempre expresado con tanta lógica, tan fácil de asimilar.

– Pero no resulta un placer leerlo -dijo César.

– No, esta vez, eso no.

Otros hombres iban pasando por la puerta: Silano, Acilio Glabrio, Varrón Lúculo, el cónsul para el año próximo, Marco Valerio Mesala Níger, Metelo Escipión y Lucio Claudio, el Rex Sacrorum.

– En estos momentos no hay más en Roma. ¿Estás de acuerdo en que comencemos, Quinto Lutacio? -preguntó César.

– Podemos comenzar, pontífice máximo.

– Ya tenéis un resumen de la crisis en la nota que os he enviado, pero haré que mi madre os cuente exactamente qué ocurrió. Me doy cuenta de que debería hacerlo Fabia, pero en este momento ella y las demás vestales adultas están buscando en los libros los rituales apropiados para la expiación.

– Aurelia nos resulta muy satisfactoria, pontífice máximo.

Así que Aurelia acudió y contó su historia secamente, sucintamente, con eminente buen sentido y gran serenidad. ¡Qué alivio! De pronto, hombres como Catulo se estaban dando cuenta de que César se parecía a su madre.

– ¿Estarías dispuesta a declarar en el tribunal que ese hombre era Publio Clodio? -le preguntó Catulo.

– Sí, pero bajo protesta. Que Bona Dea se encargue de él.

Ellos le dieron las gracias incómodos; César le dijo que podía retirarse.

– Rex Sacrorum, solicito en primer lugar tu veredicto -dijo entonces César.

– Publio Clodio nefas esse.

– ¿Quinto Lutacio?

– Nefas esse.

Y así sucesivamente, todos los hombres declararon que Publio Clodio era culpable de sacrilegio.

Aquel día no hubo corrientes subterráneas que brotasen de enemistades o rencores personales. Todos los sacerdotes estuvieron absolutamente de acuerdo, y agradecidos a la mano firme de César. La política exigía enemistad, pero una crisis religiosa no. Eso afectaba a todos por igual, era necesario que hubiera unión.

– Daré instrucciones para que los quince custodios miren inmediatamente los libros proféticos y consulten al Colegio de los Augures para pedirles su opinión -dijo César-. El Senado se reunirá y nos pedirá opinión, y debemos estar preparados.

– Clodio tendrá que ser juzgado -dijo Mesala Níger, a quien se le ponía la carne de gallina sólo de pensar en lo que se había atrevido a hacer Clodio.

– Eso requerirá un decreto de recomendación del Senado y un proyecto de ley especial en la Asamblea Popular. Las mujeres están en contra, pero creo que tienes razón, Níger. Hay que juzgarlo. Sin embargo, lo que queda de este mes será expiatorio, no retaliatorio, lo cual significa que los cónsules del año próximo heredarán el asunto.

– ¿Y qué hay de Pompeya? -preguntó Catulo, pues ningún otro se atrevía a hacerlo.

– Si Clodio no la implica, y parece ser que mi madre piensa que no lo hará, entonces su parte en el sacrilegio se basa solamente en el testimonio de una esclava que a su vez se encuentra implicada en ello -respondió César con voz muy fría-. Eso significa que no se la puede condenar públicamente.

– ¿Tú opinas que ella estuvo implicada en el asunto, pontífice máximo?

– No, yo no. Ni mi madre, que estaba allí. La esclava está ansiosa por salvar la piel, cosa que es comprensible. Bona Dea exigirá su muerte, de lo cual ella aún no se ha dado cuenta, pero eso no está en nuestras manos. Es asunto de mujeres.

– ¿Y la esposa y las hermanas de Clodio? -quiso saber Vatia Isáurico.

– Mi madre dice que son inocentes.

– Tu madre tiene razón -dijo Catulo-. Ninguna mujer romana se atrevería a profanar los misterios de Bona Dea, ni siquiera Fulvia o Clodia.

– No obstante, todavía me queda algo por hacer con respecto a Pompeya -dijo César haciéndole una seña a un acólito escriba que sostenía las tablillas-. Toma nota: «A Pompeya Sila, esposa de Cayo Julio César, pontífice máximo de Roma: por la presente te repudio y te devuelvo a casa de tu hermano. No hago reclamación alguna sobre tu dote.»

Nadie dijo ni una palabra, ni halló el valor para hablar siquiera después de que el lacónico documento le fue presentado a César para que lo firmase.

Luego, cuando el portador de la nota salió para entregarla en la domus publica, Mamerco habló.

– Mi esposa es la madre de Pompeya, pero ella no la admitirá en su casa.

– Ni nadie debería pedirle que lo hiciera -le advirtió César tranquilamente-. Por eso he dispuesto que se la envíe a casa de su hermano mayor, que es su paterfamilias. Está gobernando la provincia de África, pero su esposa se encuentra aquí. La quieran en su casa o no, deben aceptarla.

Fue Silano quien por fin formuló la pregunta que todos deseaban hacer.

– César, dices que crees que Pompeya es inocente de toda complicidad. Entonces, ¿por qué la repudias?

César alzó las rubias cejas; parecía sorprendido por la pregunta.

– Porque la esposa de César, como toda la familia de César, debe estar por encima de toda sospecha -dijo.

Y unos días más tarde, cuando se le hizo la misma pregunta en la Cámara, dio exactamente la misma respuesta.

Fulvia estuvo abofeteando a Publio Clodio a ambos lados de la cara hasta que a él se le partió el labio y comenzó a sangrar por la nariz.

– ¡Eres tonto! -gruñía Fulvia a cada bofetada-. ¡Tonto! ¡Tonto! ¡Tonto!

Clodio no trató de luchar contra ella, ni apelar a sus hermanas, que estaban allí mirando con angustiada satisfacción.

– ¿Por qué? -le preguntó Clodia cuando Fulvia hubo terminado de abofetearle.

Pasó cierto tiempo antes de que Clodio pudiera responder, y lo hizo cuando dejó de sangrar y las lágrimas dejaron de fluir. Entonces dijo: -Quería hacer sufrir a Aurelia y a Fabia.

– ¡Clodio, has destruido Roma! ¡Estamos malditos! -le gritó Fulvia.

– Oh, pero, ¿qué os pasa? -gritó él-. Un puñado de mujeres librándose de su resentimiento contra los hombres. ¿Qué sentido tiene eso? ¡Yo he visto los látigos! ¡Sé lo de las serpientes! ¡No es más que un montón de tonterías!

Pero aquello sólo sirvió para empeorar las cosas; las tres mujeres se lanzaron contra él y volvieron a abofetearle y a darle puñetazos.

– ¡Bona Dea no es una bonita estatua griega! -dijo Clodilla entre dientes-. Bona Dea es tan antigua como Roma, es nuestra, es la Diosa Buena. Toda mujer que se encontrase presente en tu profanación y que estuviese embarazada tendrá que tomar la medicina por haber formado parte.

– ¡Y eso me incluye a mí! -dijo Fulvia echándose a llorar.

– ¡No!

– ¡Sí, sí, sí! -gritó Clodia mientras le propinaba un puntapié-. Oh, Clodio, ¿por qué? ¡Debe de haber miles de maneras de vengarte de Aurelia y de Fabia! ¿Por qué cometer sacrilegio? ¡Estás condenado a la perdición!

– ¡No lo pensé, me pareció perfecto! -Intentó cogerle la mano a Fulvia-. ¡Por favor, no le hagas daño a nuestro hijo!

– ¿Es que no lo entiendes todavía? -le gritó Fulvia apartándose de él-. ¡Tú eres quien le ha hecho daño a nuestro hijo! ¡Nacería deforme y monstruoso, tengo que tomar la medicina! ¡Clodio, estás maldito!

– ¡Sal de aquí! -gritó Clodilla-. ¡Sobre el vientre, como una serpiente!

Clodio se arrastró sobre el vientre y salió de allí como una serpiente.

– Tendrá que celebrarse otra Bona Dea -le dijo Terencia a César cuando Fabia, Aurelia y ella entraron a verle en su despacho-. Los ritos serán los mismos, aunque con la adición de un sacrificio expiatorio. Esa muchacha, Doris, será castigada de cierta manera que ninguna mujer puede revelarle a nadie, ni siquiera al pontífice máximo.

Gracias a todos los dioses por eso, pensó César, que no tuvo ningún problema en imaginarse quién constituiría el sacrificio expiatorio.

– Así pues, ¿necesitáis una ley que convierta uno de los días venideros comiciales en nefastus, y le estáis pidiendo al pontífice máximo que lo solicite en la Asamblea Religiosa de las diecisiete tribus? -Eso es -dijo Fabia pensando que debía hablar ella si no quería que César considerase que ella dependía de dos mujeres que no pertenecían al Colegio Vestal-. Bona Dea debe celebrarse en dies nefasti, y ya no hay ninguno hasta febrero.

– Tenéis razón, la Bona Dea no puede permanecer despierta hasta el mes de febrero. ¿Queréis que lo legisle para el sexto día antes de los idus?

– Eso sería excelente -dijo Terencia suspirando.

– Bona Dea se dormirá contenta -la consoló César-. Lamento que toda mujer que estuviera en la fiesta y que esté embarazada de poco tiempo tendrá que hacer un sacrificio muy especial y duro. No digo más, es un asunto de mujeres. Recordad también que ninguna mujer romana ha sido culpable de sacrilegio. Bona Dea fue profanada por un hombre y por una muchacha no romana.

– Tengo entendido que a Publio Clodio le gusta la venganza, pero a él no le gustará la venganza de Bona Dea -anunció Terencia mientras se levantaba.

Aurelia permaneció sentada, aunque no habló hasta que la puerta se cerró detrás de Terencia y de Fabia.

– He echado a Pompeya a cajas destempladas -le dijo entonces Aurelia.

– Supongo que habrás hecho lo mismo con todas sus pertenencias, ¿verdad?

– De eso se están ocupando en este momento. ¡Pobrecilla! Ha llorado tanto, César. Su cuñada no quiere acogerla, Cornelia Sila se niega… es muy triste.

– Ya lo sé.

– «La esposa de César, como toda la familia de César, debe estar por encima de toda sospecha» -citó textualmente Aurelia.

– Sí.

– A mí no me parece bien castigarla por algo de lo que no sabía nada, César.

– A mí tampoco me parece bien, mater. Sin embargo, no me quedaba otra opción.

– Dudo que tus colegas hubieran puesto objeciones si hubieras elegido mantenerla como tu esposa.

– Probablemente no. Pero era yo quien ponía objeciones.

– Eres un hombre duro.

– Un hombre que no sea duro, mater, es que está dominado por una mujer u otra. Mira Cicerón y Silano.

– Dicen que Silano está debilitándose rápidamente -dijo Aurelia ampliando el tema.

– Lo creo, si tengo que atenerme al Silano que he visto esta mañana.

– Puede que tengas motivos para lamentar divorciarte en el mismo momento en que Servilia enviuda.

– El momento de preocuparse por eso será cuando le ponga el anillo nupcial en el dedo.

– En ciertos aspectos sería una unión muy buena -dijo Aurelia, que se moría de ganas de saber qué pensaba César en realidad.

– En ciertos aspectos -convino él sonriendo impenetrable.

– ¿No puedes hacer nada por Pompeya, aparte de enviar su dote y sus pertenencias con ella?

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

– Por ningún motivo válido, excepto que su castigo es inmerecido y ella nunca volverá a encontrar otro marido. ¿Qué hombre querría desposar a una mujer cuyo marido sospeche que ella se confabuló para cometer un sacrilegio?

– Eso es una calumnia por tu parte, mater.

– ¡No, César, no lo es! Tú sabes que ella no es culpable, pero al repudiarla no le has indicado eso al resto de Roma.

– Mater, te estás poniendo un poco pesada -le dijo César con suavidad.

Aurelia se puso en pie inmediatamente.

– ¿Nada? -preguntó.

– Le buscaré otro marido.

– ¿A quién podrías convencer de que se case con ella después de esto?

– Me imagino que Publio Vatinio estaría encantado de casarse con ella. La nieta de Sila es un gran premio para alguien cuyos propios abuelos fueron italianos.

Aurelia le estuvo dando vueltas a la idea y luego asintió con la cabeza.

– Ésa es una excelente idea, César -dijo-. Vatinio fue un marido amantísimo para Antonia Crética, y ella era por lo menos tan estúpida como la pobre Pompeya. ¡Oh, espléndido! Será un marido italiano, no la perderá de vista. Pompeya estará demasiado ocupada como para que le quede tiempo para el club de Clodio.

– ¡Márchate, mater! -dijo César al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

La segunda celebración de la Bona Dea transcurrió a pedir de boca, pero la población femenina de Roma tardó mucho en tranquilizarse, y hubo muchas mujeres recién preñadas en toda la ciudad que siguieron el ejemplo de aquellas que se encontraban presentes en la primera ceremonia; las vestales proporcionaron la medicina de centeno hasta que sus provisiones descendieron mucho. El número de bebés varones abandonados en los riscos del monte Testaceo no tenía precedentes, y por primera vez desde que alcanzaba la memoria ninguna pareja estéril los recogió para quedárselos y criarlos; hasta el último de ellos murió abandonado sin que nadie lo quisiera, La ciudad derramó lágrimas y llevó luto hasta el primero de mayo, y la situación se vio empeorada porque las estaciones estaban tan desfasadas con el calendario que las serpientes no despertarían hasta bastante más tarde. Así que, ¿quién sabría si la Buena Diosa había perdonado?

A Publio Clodio, el autor de toda aquella desgracia y pánico, se le marginó, ignoró y escupió. Sólo el tiempo curaría la crisis religiosa, pero la presencia de Publio Clodio era un perpetuo recordatorio, y no hizo lo que hubiera sido sensato, marcharse de la ciudad; Clodio decidió defenderse con cualquier argumento; alegó que era inocente y que nunca había estado allí.

También tardó en perdonarlo Fulvia, aunque lo hizo cuando hubo olvidado el gran sufrimiento que le supuso pasar por el aborto, pero sólo porque comprobó por sí misma que su esposo estaba tan lleno de dolor como ella misma. Entonces, ¿por qué lo había hecho?

– ¡No lo pensé, es que no lo pensé! -levantó la cabeza para mirar a Fulvia con ojos enrojecidos e hinchados-. Quiero decir, todo eso no es más que una tonta juerga de viejas: todas se ponen apestosamente borrachas y hacen el amor o se masturban o lo que sea… ¡Es que no lo pensé, Fulvia!

– Clodio, la Bona Dea no es así. ¡Es sagrada! No puedo decirte qué es exactamente, pues si lo hiciera me marchitaría y daría a luz serpientes para el resto de mi vida cada vez que lo hiciera, si es que pudiera hacerlo. ¡Bona Dea es para nosotras! Todos los otros dioses de mujeres lo son también de hombres, Juno Lucina, Juno Sospita y las demás, pero Bona Dea es sólo nuestra. Ella se ocupa de todas esas cosas de las mujeres que los hombres no pueden saber, o no quieren saber. Si no se va a dormir como es debido, tampoco puede despertarse como es debido. ¡Y Roma es algo más que hombres, Clodio! ¡Roma es también sus mujeres!

– Me juzgarán y me declararán culpable, ¿verdad?

– Eso parece, aunque ninguna de nosotras lo quiere así. Eso significa que los hombres se están metiendo donde no los llaman, están usurpando la divinidad de Bona Dea.

– Fulvia tiritaba de forma incontrolable-. No es un juicio a manos de los hombres lo que me aterra, Clodio, sino lo que te hará Bona Dea, y eso no puede comprarse con sobornos como se compra a un jurado.

– No hay dinero suficiente en toda Roma para comprar a este jurado.

Pero Fulvia se limitó a sonreír.

– Habrá suficiente dinero cuando llegue el momento. Nosotras, las mujeres, no queremos ese juicio. Quizás si puede evitarse, Bona Dea perdona. Lo que ella no perdonará es que el mundo de los hombres usurpe sus prerrogativas. Recién llegado después de su período como legado en Hispania, Publio Vatinio se puso a dar saltos de alegría ante la oportunidad de casarse con Pompeya.

– César, te estoy muy agradecido -le dijo sonriendo-. Naturalmente, tú no podías conservarla como esposa tuya, eso lo comprendo. Pero también sé que no me la ofrecerías a mí si creyeses que había tomado parte en el sacrilegio.

– Puede que Roma no sea tan comprensiva, Vatinio. Hay mucha gente que cree que la repudié porque estaba mezclada en el asunto de Clodio.

– A mí Roma no me importa, me importa tu palabra. ¡Mis hijos serán Antonios y Cornelios! Sólo dime cómo puedo pagártelo.

– Eso es bastante fácil, Vatinio -le dijo César-. El año que viene me iré a una provincia, y al año siguiente me presentaré para cónsul. Quiero que te presentes para el tribunato de la plebe en esas mismas elecciones.

– Suspiró-. Como Bíbulo se presentará el mismo año que yo, existen grandes posibilidades de que yo lo tenga por colega consular. El único noble que queda de cierta consideración ese año es Filipo, y creo que de momento el epicúreo que hay en él habrá vencido al político. No le ha gustado nada ser pretor. Los hombres que han sido pretores en años anteriores son patéticos. Por ello puede muy bien darse el caso de que yo necesite un buen tribuno de la plebe, si Bíbulo también tiene que ser cónsul. Y tú, Vatinio -terminó alegremente César-, serás un tribuno de la plebe extraordinariamente capaz.

– Un mosquito contra una pulga.

– Lo bueno de las pulgas es que crujen cuando uno las aplasta con la uña del pulgar -dijo César satisfecho-. Los mosquitos son criaturas mucho más elusivas.

– Dicen que Pompeyo está a punto de desembarcar en Brundisium.

– Eso dicen, es cierto.

– Y que busca tierras para sus soldados.

– En vano, te predigo yo.

– ¿No sería, quizás, mejor que yo me presentase a tribuno de la plebe el año próximo, César? Así podría conseguirle las tierras a Pompeyo, y él estaría en deuda contigo. Los únicos tribunos de la plebe que tiene este año son Aufidio Lurco y Cornelio Cornuto, ninguno de los cuales hará valer su opinión. Se dice que tendrá a Lucio Flavio al año siguiente, pero ése tampoco funcionará.

– Oh, no -dijo César suavemente-, no le hagamos las cosas demasiado fáciles a Pompeyo. Cuanto más tiempo espere, más sincera será su gratitud. Tú eres mi hombre corpus animusque, Vatinio, y yo quiero que nuestro héroe Magnus así lo entienda. Ha pasado mucho tiempo en el Este, ya está acostumbrado a sudar.

Los boni también estaban sudando, aunque ellos tenían un tribuno de la plebe que asumía entonces el cargo mucho más satisfactorio que Aufidio Lurco y Cornelio Cornuto. Se trataba de Quinto Fufio Caleno, que resultó valer más que los otros nueve juntos. Al principio de su año, no obstante, fue difícil apreciar tal cosa, debido a cierto desánimo de los boni.

– Tenemos que coger a César como sea -les dijo Cayo Pisón a Bíbulo, Catulo y Catón.

– Será muy difícil, teniendo en cuenta la Bona Dea -dijo Catulo al tiempo que sentía un estremecimiento-. Actuó en todo como debía, y Roma lo sabe. Repudió a Pompeya sin reclamarle la dote, y ese comentario acerca de que la que fuera esposa de César tenía que estar por encima de toda sospecha fue tan acertado que ya ha pasado a formar parte del saber popular en el Foro. ¡Una jugada realmente brillante! Dice que cree que ella es inocente, pero que el protocolo exige que se marche. Si tú tuvieras en casa una esposa, Pisón, o tú, Bíbulo, sabríais que no hay una mujer en toda Roma dispuesta a permitir que se critique a César. Hortensia me marea tanto hablándome de eso como Lutacia marea a Hortensio. Por qué lo hacen, no acabo de comprenderlo, pero las mujeres no quieren que a Clodio se le someta a un juicio público, y todas saben que César está de acuerdo con ellas. Las mujeres son una fuerza infravalorada en el orden de las cosas -terminó lúgubremente Catulo.

– Pronto tendré otra esposa en casa -dijo Bíbulo.

– ¿Quién?

– Otra Domicia. Catón me lo ha arreglado.

– Pues más bien parece que se lo estés arreglando tú a César -dijo con burla Cayo Pisón-. Yo que tú seguiría soltero. Y eso es lo que voy a hacer por mi parte.

A lo cual Catón no se dignó hacer ningún comentario, simplemente permaneció sentado con la barbilla apoyada en la mano y aspecto deprimido.

El año no había resultado ser un éxito para Catón, que se había visto obligado a aprender todavía otra lección más por el difícil camino: que agotar demasiado pronto la competencia que se tiene le deja a uno sin adversarios contra los cuales luchar y lucirse. Una vez que Metelo Nepote se marchó para ir a reunirse con Pompeyo el Grande, el período de Catón como tribuno de la plebe quedó reducido a la insignificancia. La única acción que emprendió después no gozó de popularidad, especialmente entre sus amigos boni más íntimos; cuando la nueva cosecha hizo que los precios del grano se pusieran por las nubes hasta llegar a alturas nunca alcanzadas, Catón legisló que se diera el grano al populacho a diez sestercios el modius… a costa de que el Tesoro pagase mucho más de mil talentos. Y César había votado a favor de aquello en la Cámara, donde Catón, con toda corrección, lo había propuesto primero. César hizo un discurso muy elegante en el que sugería que había habido un enorme cambio de corazón en Catón y le daba las gracias por ser tan previsor. Qué mortificante saber que hombres como César comprendían a la perfección que lo que él había propuesto era una cosa sensata y que se adelantaba a los acontecimientos, mientras que hombres como Cayo Pisón y Ahenobarbo se habían puesto a chillar como cerdos. ¡Incluso lo habían acusado de haberse convertido en un demagogo peor que Saturnino al mimar al proletariado!

– Tendremos que hacer que a César le embarguen por deudas -dijo Bíbulo.

– No podemos hacer eso con honor -dijo Catulo.

– Podemos, si nosotros no tenemos nada que ver en ello.

– ¡Sueñas despierto, Bíbulo! -le dijo Cayo Pisón-. La única manera de hacerlo es impedir que los pretores de este año tengan provincias, y cuando intentásemos prorrogar a los gobernadores actuales nos harían callar a gritos.

– Hay otra manera -dijo Bíbulo.

Catón levantó la barbilla de la mano.

– ¿Cómo?

– El sorteo para las provincias pretorianas se celebrará el día de año nuevo. He hablado con Fufio Caleno, y con mucho gusto vetará el sorteo basándose en que no puede decidirse nada oficial hasta que el tema del sacrilegio de la Bona Dea esté resuelto. Y, puesto que las mujeres no hacen más que machacar con que no se emprenda ninguna acción, y por lo menos la mitad del Senado es muy susceptible a las mujeres machaconas, eso significa que Fufio Caleno puede seguir vetando durante meses -añadió Bíbulo muy satisfecho-. Lo único que tenemos que hacer es susurrar al oído de unos cuantos prestamistas que los pretores de este año no llegarán a ir a provincias.

– Tengo que decir una cosa a favor de César -ladró Catón-, y es que él te ha aguzado el ingenio, Bíbulo. En los viejos tiempos no habrías logrado pensar así.

Bíbulo tuvo en la punta de la lengua una grosería para decírsela a Catón, pero no lo hizo; se limitó a sonreír débilmente a Catulo, un poco asqueado.

Catulo reaccionó de un modo más bien extraño.

– Estoy de acuerdo con el plan -dijo-, pero con una condición: que no se lo digamos a Metelo Escipión.

– ¿Y por qué no? -preguntó Catón perplejo.

– Porque yo no podría soportar la eterna letanía: ¡destruir a César por aquí, destruir a César por allá, pero nunca llegamos a hacerlo!

– Esta vez no podemos fallar -dijo Bíbulo-. Publio Clodio nunca irá a juicio.

– Eso significa que él también sufrirá. Acaba de ser elegido cuestor y nunca entrará en servicio si no se celebra el sorteo -dijo Cayo Pisón.

La guerra en el Senado para juzgar a Publio Clodio estalló justo después del fiasco del día de año nuevo en el templo de Júpiter Óptimo Máximo -muy mejorado por dentro desde el año anterior; Catulo se había tomado en serio la advertencia de César-. Quizás porque el asunto se había detenido, se decidió elegir nuevos censores; se restableció en el cargo a dos conservadores, Cayo Escribonio Curión y Cayo Casio Longino, lo cual prometía una gran cooperación por parte de los censores siempre que los tribunos de la plebe los dejasen en paz, cosa que no era un resultado inevitable estando como estaba en el cargo Fufio Caleno.

El cónsul senior era un Pisón Frugi adoptado en el seno de la rama de Pupio que procedía de la rama Calpurnio de la familia, y era uno de esos que tenían una esposa machacona. Motivo por el cual se opuso obstinadamente a que se le celebrase juicio alguno a Publio Clodio.

– El culto de la Bona Dea queda fuera de la jurisdicción del Estado -dijo llanamente-, y yo dudo que sea legal hacer algo más de lo que ya se ha hecho: el Colegio de los Pontífices se ha pronunciado y ha dicho que Publio Clodio cometió sacrilegio. Pero su crimen no está en los estatutos. Clodio no ofendió a una virgen vestal, ni intentó manipular a las personas ni a los ritos de ningún dios romano. Nada puede quitarle importancia a la barbaridad que cometió, pero yo soy uno de los que están de acuerdo con las mujeres de la ciudad: que la Bona Dea lo castigue merecidamente y a su manera cuando lo estime oportuno.

Declaración que no le sentó nada bien a su colega junior, Mesala Níger.

– ¡No descansaré hasta que se juzgue a Publio Clodio! -afirmó; y parecía decirlo en serio-. ¡Si no hay una ley en las tablillas, sugiero que redactemos una! ¡No basta con quejarse tristemente de que un hombre no puede ser juzgado porque nuestras leyes no tienen una casilla donde encaje su crimen! ¡Es muy fácil hacerle sitio a Publio Clodio, y yo propongo que así lo hagamos ahora!

Solamente Clodio, pensó César con ironía, era capaz de estar sentado en los bancos de atrás con cara de que aquel tema concerniera a todo el mundo menos a él, mientras la discusión iba subiendo de tono y Pisón Frugi estaba a punto de liarse a bofetadas con Mesala Níger.

En medio de lo cual Pompeyo el Grande se aposentó en el Campo de Marte después de licenciar a su ejército, porque el Senado no podía entrar a tratar sobre su triunfo hasta que el problema de la Bona Dea quedase resuelto. Su proyecto de ley para el divorcio lo había precedido en muchos días, aunque nadie había visto a Mucia Tercia. ¡Y el rumor decía que César era el culpable! Por lo cual a César le proporcionó un gran placer asistir a un contio en el Circus Flaminus, un lugar donde sí le estaba permitido hablar a Pompeyo. De una manera muy pobre, como se le oyó decir a Cicerón con aspereza.

A finales de enero Pisón Frugi empezó a echarse atrás cuando los nuevos censores entraron en la refriega y acordaron redactar una ley que permitiera el procesamiento de Publio Clodio por un nuevo tipo de sacrilegio.

– Eso es una completa farsa -dijo Pisón Frugi-, pero las farsas son muy apreciadas en el corazón de todos los romanos, así que supongo que es apropiada. ¡Todos vosotros sois tontos! Clodio saldrá libre, y eso lo deja en mejor posición que si continúa existiendo bajo una nube de incertidumbre.

Siendo un buen redactor legal, Pisón Frugi preparó en persona el proyecto de ley, que era severo si se consideraba desde el punto de vista de la pena: exilio de por vida y pérdida completa de todas las riquezas; pero también contenía una curiosa cláusula al efecto de que el pretor elegido para presidir el tribunal especial tenía que nombrar él mismo el jurado a dedo, lo cual significaba que el presidente del tribunal tenía el destino de Clodio en sus manos. Un pretor que estuviera a favor de Clodio supondría un jurado complaciente. Un pretor que estuviera a favor de que Clodio fuera declarado culpable, significaría el jurado más duro posible.

Aquello ponía a los boni entre la espada y la pared. Por una parte no querían en absoluto que se juzgase a Clodio, porque en el momento en que el proceso se pusiera en marcha podría hacerse el sorteo de las provincias pretorianas; y por otra parte no querían que Clodio fuera declarado culpable, porque Catulo pensaba que el asunto de la Bona Dea quedaba fuera de la incumbencia de los hombres y del Estado.

– ¿Están algo preocupados los acreedores de César? -preguntó Catulo.

– Oh, sí -repuso Bíbulo-. Si logramos seguir vetando el proceso contra Clodio hasta marzo, parece que no podrá realizarse el sorteo. Y entonces ellos actuarán.

– ¿Podemos seguir haciéndolo un mes más?

– Fácilmente.

En las calendas de febrero, Décimo Junio Silano despertó de un sopor inquieto vomitando sangre. Habían pasado muchas lunas desde que pusiera la campanilla de bronce al lado de su cama, aunque la utilizaba tan raramente que siempre que lo hacía toda la casa se despertaba.

– Así es como murió Sila -le dijo con cansancio a Servilia.

– No, Silano -le animó ella en tono reconfortante-, esto no es más que una crisis. El estado de salud de Sila era mucho peor. Tú te pondrás bien. ¿Quién sabe? A lo mejor es que tu cuerpo se está purgando solo.

– Mi cuerpo se está desintegrando. Ahora estoy sangrando también por los intestinos, y pronto no me quedará sangre.

– Suspiró y trató de sonreír-. Por lo menos he logrado ser cónsul; mi casa tiene una imago consular más.

Quizás todos aquellos años de matrimonio contaban para algo; aunque no sentía pena, Servilia se conmovió lo suficiente para cogerle la mano a Silano.

– Fuiste un cónsul excelente, Silano.

– Eso creo. No fue un año fácil, pero sobreviví.

– Apretó los dedos de ella, cálidos y secos-. Es a ti a quien no he logrado sobrevivir, Servilia.

– Tú ya estabas enfermo antes de que nos casásemos. Silano se quedó callado; las larguísimas pestañas rubias se extendieron sobre sus mejillas. Qué guapo es, pensó su esposa, y cómo me gustó este hombre la primera vez que lo vi. Voy a quedarme viuda por segunda vez.

– ¿Está aquí Bruto? -preguntó Silano poco después al tiempo que levantaba los cansados párpados-. Me gustaría hablar con él.

– Y cuando Bruto llegó, Silano miró más allá de la oscura y triste cara del joven, miró a Servilia-. Sal afuera, querida, ve a buscar a las niñas y esperad. Bruto os llamará para que entréis.

¡Qué rabia le dio a Servilia que la hiciera marcharse! Pero se fue, y Silano se cercioró de que ella se había ido antes de volver la cabeza hacia el hijo de Servilia.

– Siéntate a los pies de la cama, Bruto.

Éste obedeció; tenía los ojos negros brillantes por las lágrimas a la parpadeante luz de la lámpara.

– ¿Es por mí por quien lloras? -le preguntó Silano.

– Sí.

– Llora por ti, hijo mío. Cuando yo no esté ella te será más difícil de manejar.

– No creo que eso sea posible, padre -dijo Bruto reprimiendo un sollozo.

– Se casará con César.

– Oh, sí.

– Quizás eso sea bueno para ella. El es el hombre más fuerte que he conocido.

– Pues habrá guerra entre ellos -dijo Bruto.

– ¿Y Julia? ¿Cómo os irá a vosotros dos si ellos se casan? -Más o menos igual que ahora. Nos las arreglamos.

Silano dio un débil tirón de la ropa de la cama y pareció encogerse.

– ¡Oh, Bruto, me ha llegado la hora! -exclamó-. Tantas cosas que tenía para decirte, y lo he dejado para cuando ya es demasiado tarde. Pero, ¿no es ésa la historia de mi vida?

Llorando, Bruto salió precipitadamente de la habitación a buscar a su madre y hermanas. Silano logró sonreírles; luego cerró los ojos y murió.

El funeral, aunque no se celebró a expensas del Estado, fue un acontecimiento de gran importancia que no careció de su lado estimulante: el amante de la viuda presidió las exequias del marido y pronunció un magnífico elogio desde la tribuna como si él en su vida hubiera conocido a la viuda, pero en cambio conociera al marido extraordinariamente bien.

– ¿Quién ha sido el responsable de que César pronuncie la oración fúnebre? -le preguntó Cicerón a Catulo.

– ¿Quién crees tú?

– ¡Pero ése es el lugar que le corresponde a Servilia!

– ¿Acaso a Servilia le corresponde lugar alguno?

– Es una lástima que Silano no tuviera hijos.

– Yo más bien diría que es una bendición.

Volvían caminando despacio de la tumba de Junio Silano, que se encontraba al sur de la ciudad, junto a la vía Apia.

– Catulo, ¿qué vamos a hacer respecto al sacrilegio de Clodio?

– ¿Qué le parece el asunto a tu esposa, Cicerón?

– Está destrozada. Nosotros, los hombres, nunca debimos meter la nariz en eso, pero ya que lo hemos hecho, creo que Publio Clodio debe ser condenado.

– Cicerón hizo un alto-. Debo decirte, Quinto Lutacio, que me encuentro en una situación extraordinariamente difícil y delicada.

Catulo se detuvo.

– ¿Tú, Cicerón? ¿Cómo?

– Terencia cree que tengo una aventura amorosa con Clodia.

Durante un momento Catulo no pudo hacer más que quedarse con la boca abierta; luego echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír hasta que algunos de los demás acompañantes del duelo los miraron con curiosidad. Tenían un aspecto completamente ridículo, los dos con la toga negra de luto con la delgada raya color púrpura de caballero en el hombro derecho, vestidos de forma oficial para un entierro; pero uno de ellos aullaba de risa, y el otro estaba de pie, presa evidentemente de una furiosa indignación.

– ¿Se puede saber qué te hace tanta gracia? -se arriesgó a preguntar Cicerón.

– ¡Tú! ¡Y Terencia! -jadeó Catulo mientras se limpiaba las lágrimas-. Cicerón, ella no… tú… ¿Clodia? -Te hago saber que Clodia lleva ya algún tiempo mirándome con ojos de cordero -dijo Cicerón muy tieso.

– Esa señora es más difícil de penetrar que Nola -dijo Catulo echando a andar de nuevo-. ¿Por qué te crees que la aguanta Celer? ¡Él sabe cómo se las gasta esa mujer! Hace arrumacos y risitas y agita las pestañas, convierte en un completo tonto a algún pobre hombre, y luego se retira detrás de sus murallas y echa el cerrojo a las puertas. Dile a Terencia que no sea tan tonta. Lo más probable es que Clodia se esté divirtiendo a tu costa.

– ¿Por qué no se lo dices tú?

– Gracias, Cicerón, pero no. Haz el trabajo sucio tú mismo. Yo ya tengo bastante con vérmelas con Hortensia, no necesito cruzar espadas con Terencia.

– Ni yo tampoco -dijo Cicerón con tristeza-. Celer me escribió, ¿sabes? Bueno, ¡me ha estado escribiendo desde que se fue a gobernar la Galia Cisalpina!

– ¿Y te ha acusado de ser el amante de Clodia? -quiso saber Catulo.

– ¡No, no! Quiere que yo ayude a Pompeyo a conseguir tierras para sus hombres. Es muy difícil.

– ¡Será si tú te alistas en esa causa, amigo mío! -le dijo Catulo con aire funesto-. ¡Puedo decirte ahora mismo que Pompeyo tendrá que pasar por encima de mi cadáver si quiere conseguir tierras para sus hombres!

– Sabía que dirías eso.

– Entonces, ¿por qué divagas?

Cicerón extendió los brazos e hizo rechinar los dientes.

– ¡Yo no tengo por costumbre divagar! Pero, ¿no sabe Celer que toda Roma está hablando de Clodia y de ese nuevo poeta, ese individuo llamado Catulo?

– Bueno -dijo Catulo en tono de consuelo-, si toda Roma está hablando de Clodia y cierto poeta, entonces no se puede tomar muy en serio lo vuestro, ¿no es cierto? Dile eso a Terencia.

– ¡Grrr! -gruñó Cicerón; y entonces decidió seguir caminando en silencio.

De forma muy apropiada, Servilia dejó pasar algunos días después de la muerte de Silano antes de enviarle a César una nota en la que le decía que deseaba verse con él… en las habitaciones del Vicus Patricii.

El César que fue a reunirse con ella no era el César de siempre; si el hecho de saber que aquélla, probablemente, sería una confrontación problemática no hubiera sido suficiente para causar ese cambio, el saber que sus acreedores de pronto le estaban apremiando sí habría bastado. Se había corrido la voz por todo el Clivus Argentarius de que aquel año no habría provincias pretorianas, lo que convertía a César, de ser cierto el rumor, en una pérdida irrecuperable para los acreedores. Era cosa de Catulo, Catón, Bíbulo y el resto de los boni, desde luego. A fin de cuentas habían encontrado un modo de negarles las provincias a los pretores, y Fufio Caleno era un tribuno de la plebe muy bueno. Y por si aún quedara algo que pudiese agravar las cosas, la situación económica las empeoraba; cuando alguien tan conservador como Catón veía la necesidad de bajar el precio del grano hasta una miseria, es porque Roma se encontraba en verdaderos apuros económicos. La suerte, ¿qué había sido de repente de la suerte de César? ¿O era que simplemente la diosa Fortuna lo estaba poniendo a prueba?

Pero por lo visto Servilia no estaba de humor para solucionar la posición en que ella se encontraba; saludó a César completamente vestida y con bastante seriedad; luego se sentó en una silla y pidió vino.

– ¿Echas de menos a Silano? -le preguntó él.

– Quizás sí.

– Empezó a darle vueltas a la copa entre las manos, una y otra vez-. ¿Piensas algo acerca de la muerte, César?

– Sólo que es algo que ha de llegar. No me preocupa con tal de que sea rápida. Si yo tuviera que sufrir el destino de Silano, me atravesaría con la espada.

– Algunos griegos dicen que hay vida después.

– Sí.

– ¿Tú crees eso? -No en un sentido consciente. La muerte es un sueño eterno, de eso estoy seguro. No nos vamos flotando desprovistos de cuerpo y seguimos siendo nosotros mismos. Pero ninguna sustancia perece, y hay mundos de fuerzas que nosotros no vemos ni comprendemos. Nuestros dioses pertenecen a uno de esos mundos, y son lo suficientemente tangibles como para llevar a cabo contratos y pactos con nosotros. Pero nosotros nunca perteneceremos a ese mundo, ni en la vida ni en la muerte. Nosotros servimos para equilibrarlo. Sin nosotros, el mundo de los dioses no existiría. Así que si los griegos ven algo, eso es lo que deben de ver. Y, ¿quién sabe si los dioses son eternos? ¿Cuánto tiempo dura una fuerza? ¿Se forman más fuerzas nuevas cuando las viejas se apagan? ¿Qué le ocurre a una fuerza cuando ya no está? La eternidad es dormir sin soñar, incluso para los dioses. Eso es lo que yo creo.

– Y sin embargo -dijo Servilia lentamente-, cuando Silano murió algo salió de la habitación. Yo no vi cómo se marchaba, ni lo oí. Pero ocurrió, César. La habitación quedó vacía.

– Supongo que lo que se marchó fue una idea.

– ¿Una idea?

– ¿No es eso lo que todos nosotros somos, una idea?

– ¿Para nosotros mismos o para los demás? -Para todos, aunque no necesariamente la misma idea para nosotros que para los demás.

– Lo único que sé es que tuve esa sensación. Lo que hacía que Silano viviera se marchó.

– Bébete el vino.

Servilia apuró la copa.

– Me siento de una forma muy extraña, pero no del mismo modo que me sentía cuando era niña y tantas personas morían. Ni del mismo modo como me sentí cuando Pompeyo Magnus me envió las cenizas de Bruto desde Mutina.

– Tu niñez fue abominable -le dijo César; se levantó, avanzó hacia Servilia y se situó a su lado-. En cuanto a tu primer marido, tú ni lo amabas ni lo elegiste. Sólo fue el hombre que engendró a tu hijo Bruto.

Servilia levantó el rostro para recibir el beso de él, y nunca antes había sido tan consciente de cómo era el beso de César porque siempre lo había deseado con demasiada avidez como para saborearlo y analizarlo. Una perfecta fusión de los sentidos y el espíritu, pensó ella; y le rodeó el cuello con los brazos. César tenía la piel curtida, un poco tosca, y olía débilmente a cierto fuego de los sacrificios, a cenizas en un hogar oscurecido por el fuego. Quizá, continuó divagando la mente de Servilia entre caricias y sabor, lo que yo intento es retener conmigo para siempre algo de la fuerza de él, y la única manera como puedo lograrlo es así, con mi cuerpo apretado contra el suyo, con él dentro de mí, los dos apartados durante unos momentos de todo conocimiento de otras cosas, existiendo sólo el uno en el otro…

Ninguno de ellos habló hasta que ambos se hubieron sumido en un pequeño sueño y hubieron despertado de él; y allí estaba de nuevo el mundo, con niños de pecho llorando, las mujeres gritando, los hombres carraspeando y escupiendo, el estruendo de los carros sobre el empedrado de la calle, la fábrica cercana, el débil temblor que era Vulcano en las profundidades subterráneas.

– Nada dura eternamente -dijo Servilia.

– Incluidos nosotros, como yo te decía.

– Pero tenemos nuestros nombres, César. Si nuestros nombres no se olvidan, es una especie de inmortalidad.

– La única que yo aspiro a alcanzar.

Un súbito rencor se apoderó de Servilia; se dio la vuelta y le dio la espalda a César.

– Tú eres un hombre, tienes oportunidad de conseguir eso. Pero, ¿y yo?

– ¿Tú? -le preguntó César tirando de ella para que se pusiera de frente a él.

– Esa no era una pregunta filosófica -dijo ella.

– No, no lo era. Servilia se sentó y se abrazó las rodillas; la cresta de vello que le bajaba por la columna vertebral quedaba oculta por una gran cascada de espeso cabello negro.

– ¿Cuántos años tienes, Servilia?

– Pronto cumpliré cuarenta y tres.

Era ahora o nunca; César también se sentó.

– ¿Quieres volver a casarte? -le preguntó él.

– Oh, sí.

– ¿Con quién?

Servilia se volvió hacia César y lo miró fijamente con los ojos muy abiertos.

– ¿Con quién va a ser, César?

– Yo no puedo casarme contigo, Servilia.

La impresión que ella sufrió fue perceptible; Servilia se encogió.

– ¿Por qué?

– Por una parte, están nuestros hijos. No va contra la ley que nosotros nos casemos y que tu hijo se case con mi hija. El grado de parentesco es permisible. Pero sería demasiado embarazoso, y yo no quiero hacerles eso.

– Eso no es más que una evasiva -dijo ella tensamente.

– No, no lo es. Para mí es una razón válida.

– ¿Y qué más?

– ¿No has oído lo que dije cuando repudié a Pompeya? -le preguntó César-. «La esposa de César, como toda la familia de César, debe estar por encima de toda sospecha.»

– Yo estoy por encima de toda sospecha.

– No, Servilia, no lo estás.

– ¡César, eso no es así! Se dice de mí que soy demasiado orgullosa hasta para aliarme con Júpiter Óptimo Máximo.

– Pero no fuiste demasiado orgullosa para aliarte conmigo.

– ¡Claro que no!

César se encogió de hombros.

– Pues ahí tienes.

– ¿Ahí tengo, ¿qué?

– Que no estás por encima de toda sospecha. Eres una esposa infiel.

– ¡No lo soy!

– ¡Bobadas! Llevas siendo infiel años.

– ¡Pero contigo, César, contigo! ¡Nunca antes lo había sido con nadie, y no he vuelto a serlo con nadie más desde que te conozco, ni siquiera con Silano!

– No importa que fuera conmigo -dijo César con indiferencia-. Eres una esposa infiel.

– ¡No para ti!

– ¿Cómo sé yo que eso es verdad? Le fuiste infiel a Silano. ¿Por qué no vas a serme infiel a mí más adelante? Aquello era una pesadilla; Servilia respiró profundamente y se esforzó por concentrarse en aquellas cosas increíbles que César le estaba diciendo.

– Antes de ti todo hombre era insulsus -dijo ella-. Y después de ti, todo hombre es insulsus.

– No me casaré contigo, Servilia. No estás por encima de toda sospecha, y tampoco libre de reproche.

– Lo que yo siento por ti no puede medirse en términos de si es correcto o incorrecto lo que se hace -dijo ella luchando aún-. Tú eres único. Por ningún otro hombre, ¡ni por ningún dios!, habría yo humillado mi orgullo ni mi buen nombre. ¿Cómo puedes utilizar lo que yo siento por ti en mi contra?

– No estoy utilizando nada en tu contra, Servilia, simplemente te estoy diciendo la verdad. La esposa de César debe estar por encima de toda sospecha.

– ¡Yo estoy por encima de toda sospecha!

– No, no lo estás.

– ¡Oh, no puedo creerlo! -exclamó ella al tiempo que empezaba a mover la cabeza adelante y atrás, con las manos entrelazadas-. ¡Eres injusto! ¡Injusto!

Estaba claro que la entrevista había terminado; César se levantó de la cama.

– Tú debes verlo de ese modo, naturalmente, pero eso no cambia las cosas, Servilia. La esposa de César debe estar por encima de toda sospecha.

Pasó un rato; Servilia oía a César en el baño, aparentemente en paz con el mundo. Y por fin ella se levantó con esfuerzo de la cama y se vistió.

– ¿No te bañas? -preguntó César, sonriéndole de verdad cuando ella entró en la habitación que hacía de baño en la galería.

– Hoy me iré a bañar a mi casa.

– ¿Estoy perdonado?

– ¿Quieres estarlo?

– Me honra tenerte por amante.

– ¡Creo que eso lo dices en serio!

– Así es -le aseguró él con sinceridad.

Servilia irguió los hombros y apretó los labios.

– Lo pensaré, César.

– ¡Estupendo!

Con lo cual interpretó Servilia que César daba a entender que sabía que ella volvería.

Gracias a todos los dioses había una larga caminata hasta la casa de Servilia. «¿Cómo se ha atrevido a hacerme esto? ¡Con tanta habilidad, de un modo tan terriblemente civilizado! Como si mis sentimientos no tuvieran ninguna importancia… como si yo, una patricia Servilia Cepión, no importase nada. Ha hecho que yo le pidiera el matrimonio, y luego me lo ha tirado a la cara como el contenido de un orinal. Me ha rechazado como si yo fuera la hija de cualquier rico palurdo de la Galia o de Sicilia. ¡He razonado con él! ¡Le he suplicado! ¡Me he tendido en el suelo y he dejado que se limpiase los pies en mí! ¡Yo, una patricia Servilia Cepión! Todos estos años lo he tenido esclavizado, cuando ninguna otra mujer había conseguido hacerlo nunca… ¿Cómo iba yo a suponer que iba a rechazarme? Sinceramente, creí que se casaría conmigo. Y él sabía que yo pensaba que se casaría conmigo. ¡Oh, qué placer debe de haber experimentado mientras representábamos esa pequeña farsa! Creí que sabía ser fría, pero no lo soy del modo en que lo es él. ¿Por qué, entonces, lo amo tanto? ¿Por qué en este mismo momento continúo amándole? Insulsus. Eso es lo que me ha hecho. Después de él, todos los demás hombres son completamente insípidos. El ha ganado. Pero yo nunca se lo perdonaré. ¡Nunca!»

Tener a Pompeyo el Grande viviendo en una mansión alquilada por encima del Campo de Marte era un poco como saber que la única barrera entre el león y el Senado era una hoja de papel. Antes o después alguien se cortaría un dedo y el olor de la sangre provocaría que asomara una garra exploratoria. Por ese motivo y no otro se decidió celebrar una contio de la Asamblea Popular en el Circus Flaminius para discutir el formato de Pisón Frugi para el procesamiento de Publio Clodio. Con el propósito de poner en evidencia a Pompeyo, pues Pompeyo no quería tener nada que ver con el escándalo de Clodio, Fufio Caleno, muy decidido, le preguntó qué le parecía la cláusula que indicaba que el propio juez nombrase a dedo a los miembros del jurado. Los boni estaban radiantes. ¡Cualquier cosa que pusiera en apuros a Pompeyo serviría para el propósito de empequeñecer al Gran Hombre!

Pero cuando Pompeyo se adelantó hasta el borde de la plataforma de los oradores, un enorme clamor se alzó de miles de gargantas; aparte de los senadores y unos cuantos caballeros importantes de las Dieciocho, todos habían acudido sólo para ver a Pompeyo el Grande, conquistador del Este. El cual, en el transcurso de las tres horas siguientes, logró aburrir tan concienzudamente a su audiencia que la gente acabó por irse a casa.

– Podría haberlo dicho todo en un cuarto de hora -le cuchicheó Cicerón a Catulo-. El Senado tiene razón, como siempre, y el Senado debe ser apoyado. ¡Eso es lo que ha dicho en realidad! ¡Oh, de qué interminable manera lo ha dicho!

– Es uno de los peores oradores de Roma -dijo Catulo-. ¡Me duelen los pies!

Pero la tortura no había terminado, aunque los senadores podían sentarse ahora; Mesala Níger convocó al Senado a sesión allí mismo cuando Pompeyo terminó.

– Cneo Pompeyo Magnus -dijo Mesala Níger con tonos resonantes-, ¿querrías por favor darle a esta Cámara tu sincera opinión sobre el sacrilegio de Publio Clodio y el proyecto de ley de Marco Pupio Pisón Frugi?

Tan fuerte era el miedo que inspiraba el león que nadie protestó por aquella petición. Pompeyo estaba sentado entre los consulares, al lado de Cicerón, quien tragó saliva con fuerza y se evadió soñando despierto con su nueva casa y su decoración. Esta vez el discurso duró solamente una hora; al final Pompeyo se sentó en la silla con un golpe tan sonoro que fue suficiente para que Cicerón se despertase sobresaltado.

El rostro bronceado se le había puesto de color carmesí por el esfuerzo de intentar recordar las técnicas de la retórica; el Gran Hombre hizo rechinar los dientes.

– ¡Oh, creo que he dicho suficiente sobre el tema!

– Desde luego que has dicho suficiente -respondió Cicerón con una dulce sonrisa.

En el momento en que Craso se levantó para hablar, Pompeyo perdió el interés en el asunto y empezó a hacerle preguntas a Cicerón acerca de los principales acontecimientos dignos de comentarse ocurridos en Roma durante su ausencia, pero Craso no había entrado todavía bien en materia cuando Cicerón ya estaba sentado muy derecho y sin prestarle la menor atención a Pompeyo. ¡Qué maravilla! ¡Qué dicha! ¡Craso lo estaba alabando a él, lo estaba poniendo por las nubes! Qué trabajo tan bueno había hecho Cicerón cuando había sido cónsul para acercar mucho más las órdenes; caballeros y senadores debían estar felizmente unidos…

– ¿Qué demonios te ha movido a hacer tal cosa? -le preguntó César a Craso mientras ambos caminaban a lo largo del camino de sirga del Tíber para evitar a los vendedores de verdura del Foro Holitorium, que estaban recogiendo después de un día agitado.

– ¿Te refieres a ensalzar las virtudes de Cicerón?

– No me habría importado si no hubieras provocado que se lanzase a esa interminable respuesta acerca de la concordia entre las órdenes. Aunque, desde luego, admito que es un placer escucharle después de Pompeyo.

– Por eso es por lo que lo hice. Me repugna el modo en que todos le hacen reverencias y le dan jabón al odioso Magnus. Si los mira de reojo, se encogen como perros. Y allí estaba Cicerón, sentado al lado de nuestro héroe, completamente decaído. Así que pensé: voy a fastidiar al Gran Hombre.

– Y así lo has hecho. Deduzco que evitaste encontrarte con él en Asia.

– Continuamente.

– Lo cual puede haber sido el motivo de que se haya oído decir a algunas personas que Publio y tú os mandasteis mudar a algún lugar al Este para evitar estar en Roma cuando Magnus llegase aquí.

– La gente nunca deja de sorprenderme. Yo estaba en Roma cuando Magnus llegó aquí.

– La gente nunca deja de sorprenderme. ¿Sabías que yo soy el motivo del divorcio de Pompeyo?

– ¿Y qué, no lo eres?

– Por una vez soy absolutamente inocente. Hace años que no he estado en Picenum, y hace años también que Mucia Tercia no ha estado en Roma.

– Yo estaba bromeando. Pompeyo te honró con la más amplia de sus sonrisas.

– La garganta de Craso produjo un ruido sordo, señal de que estaba a punto de embarcarse en un tema enojoso-. No te va muy bien con esos lobos prestamistas, ¿verdad?

– Los mantengo a raya.

– En los círculos financieros se dice que los pretores de este año nunca irán a provincias gracias a Clodio.

– Sí. Pero no gracias al idiota de Clodio. Gracias a Catón, a Catulo y al resto de la facción de los boni.

– Tú les has agudizado el ingenio.

– No temas, conseguiré mi provincia -le dijo César con serenidad-. La diosa Fortuna no me ha abandonado todavía.

– Te creo, César. Por eso ahora te voy a decir algo que nunca le he dicho a nadie. Otros hombres tienen que pedírmelo, pero si te encuentras con que no puedes quitarte de encima a tus acreedores antes de que se te presente esa provincia, acude a mí en busca de ayuda, por favor. Si lo hicieras yo estaría apostando mi dinero a un ganador seguro.

– ¿Sin cobrarme intereses? ¡Venga, venga, Marco! ¿Cómo iba yo a devolverte el favor si tú eres lo bastante poderoso para obtener tus propios favores sin ayuda?

– De modo que eres demasiado terco para pedírmelo.

– Eso es.

– Me doy cuenta de lo estirado que es el cuello de un Julio. Por eso te lo he ofrecido yo, incluso he dicho «por favor». Otros hombres se ponen de rodillas para pedírmelo a mí. Pero tú antes te atravesarías con la espada, y eso sería una lástima. No volveré a hablarte de ello, pero recuérdalo. No me lo estarás pidiendo, porque yo me he ofrecido y te he pedido por favor que me lo aceptes. Hay una diferencia.

A finales de febrero, Pisón Frugi convocó la Asamblea Popular y puso a votación su proyecto de ley que serviría para procesar a Clodio. Con desastrosas consecuencias. El joven Curión habló desde el suelo del Foso de los Comicios con tal eficacia que toda la concurrencia lo aclamó. Luego se erigieron los puentes de la votación y las pasarelas, pero sólo para que arremetieran contra ellos varias docenas de ardientes jóvenes miembros del club de Clodio guiados por Marco Antonio. Se apoderaron de los puentes y desafiaron a los lictores y a los funcionarios de la Asamblea con tanto valor que aquello amenazaba con convenirse en una batalla campal en toda regla. Fue Catón quien tomó las cosas en sus propias manos: subió a la tribuna e insultó a Pisón Frugi por celebrar una reunión con tal desorden. Hortensio habló en apoyo de Catón; en vista de lo cual el cónsul senior disolvió la Asamblea y, en su lugar, convocó al Senado a sesión.

En el interior de la abarrotada Curia Hostilia -todos los senadores se habían presentado para votar-, Quinto Hortensio propuso una medida de solución intermedia.

– Desde los censores hasta el cónsul junior, para mí está claro que hay un significativo segmento en esta Cámara que está decidido a llevar a toda prisa a Publio Clodio ante un tribunal para que responda por lo que hizo en la celebración de la Bona Dea -dijo Hortensio en el tono más razonable y suave que fue capaz-. Por ello todos aquellos padres conscriptos que no estén a favor de un juicio para Publio Clodio deberían pensarlo de nuevo. Estamos a punto de acabar el segundo mes sin que seamos capaces de llevar adelante los asuntos con normalidad, lo cual es la mejor manera de que el gobierno se nos venga abajo de una forma estrepitosa. Y todo a causa de un simple cuestor y su banda de jóvenes gamberros! ¡No podemos permitir que esto continúe! No hay nada en la ley de nuestro instruido cónsul senior que no pueda adaptarse para que convenga a todos los gustos. De manera que, si esta Cámara me lo permite, me tomaré los próximos días para volver a redactarla en compañía de los dos hombres que más se oponen a la forma que tiene actualmente: nuestro cónsul junior Marco Valerio Mesala Níger y el tribuno de la plebe Quinto Fufio Caleno. La próxima sesión de comicios es el cuarto día antes de las nonas de marzo. Sugiero que Quinto Fufio presente el nuevo proyecto de ley al pueblo como una lex Fufia. Y que esta Cámara acompañe el proyecto de ley con una severa orden para el pueblo: ¡Que se ponga a votación, y sin tonterías!

– ¡Yo me opongo! -gritó Pisón Frugi, con el rostro blanco a causa de la ira.

– ¡Oh, oh, oh, yo también! -se oyó en forma de agudo alarido procedente de la grada del fondo; y hacia abajo fue rodando Clodio para ir a caer de rodillas en mitad del suelo de la Curia Hostilia, con las manos juntas delante en actitud de súplica, servil y aullante. Tan extraordinaria fue aquella actuación que el Senado entero, que estaba lleno hasta los topes, quedó estupefacto de asombro. ¿Lo estaría haciendo en serio? ¿Estaría actuando? ¿Eran aquellas lágrimas de risa o de pena? Nadie lo sabía.

Mesala Níger, que tenía las fasces durante el mes de febrero, hizo señas a sus lictores.

– Sacad de aquí a esta criatura -dijo tajante.

Sacaron a Publio Clodio en volandas y pataleante y lo depositaron en el pórtico del Senado; lo que le pasó después fue un misterio, pues los lictores le cerraron la puerta en las narices y lo dejaron allí chillando.

– Quinto Hortensio -dijo Mesala Níger-, yo añadiría una cosa a tu propuesta. Que cuando el pueblo se reúna el cuarto día antes de las nonas de marzo para votar, llamemos a la milicia. Ahora quiero celebrar una votación para que se pronuncien los senadores.

Había cuatrocientos quince senadores en la Cámara. Cuatrocientos votaron a favor de la propuesta de Hortensio; entre los quince que votaron en contra se encontraban Pisón Frugi y César.

La Asamblea Popular captó bien la indirecta, y aprobó el proyecto de la lex Fufa, lo que lo convertía en ley, durante una reunión que se distinguió por la calma… y por el número de soldados de la milicia distribuida alrededor del Foro inferior.

– Bien -dijo Cayo Pisón cuando la reunión se disolvía-, entre Hortensio, Fufio Caleno y Mesala Níger, Clodio no habría de tener muchos problemas para salir absuelto.

– Ciertamente, le han quitado todo el hierro al proyecto de ley original -dijo Catulo, no sin satisfacción.

– ¿Te fijaste en lo agobiado por la preocupación que parecía estar César? -preguntó Bíbulo.

– Los acreedores lo están apremiando sin compasión -apuntó Catón con júbilo-. Me he enterado por un corredor de bolsa en la basílica Porcia de que los alguaciles aporrean cada día la puerta de la domus publica, y que nuestro pontífice máximo no puede ir a ninguna parte sin que ellos le vayan detrás. ¡Ya lo tenemos!

– De momento sigue siendo un hombre libre -dijo Cayo Pisón, menos optimista.

– Sí, pero ahora tenemos unos censores peor dispuestos hacia César que su tío Lucio Cotta -recordó Bíbulo-. Ellos se dan cuenta de lo que está pasando, pero no pueden actuar hasta que no tengan pruebas ante la ley. Y eso no ocurrirá hasta que los acreedores de César desfilen hasta el tribunal del pretor urbano y exijan el pago de las deudas. Y eso no puede tardar mucho.

Y no tardó; a menos que las provincias pretorianas salieran a sorteo y se asignasen en los próximos días, César, en las nonas de marzo, vería su carrera arruinada. No le dijo ni una palabra de esto a su madre, y asumía una expresión tan severa siempre que ella se encontraba cerca de él que la pobre Aurelia no se atrevía a decirle nada que no tuviera que ver con las vírgenes vestales, con Julia o con la domus publica. ¡Qué delgado se estaba quedando su hijo! Perdía cada vez más peso, aquellos pómulos angulosos sobresalían afilados como cuchillos y la piel del cuello le colgaba cómo la de un viejo. Día tras día la madre de César iba al recinto de Bona Dea para darle leche de verdad a cualquier serpiente insomne que hubiera por allí, quitaba las malas hierbas del jardín, dejaba ofrendas de huevos en la escalera que llevaba a la puerta del templo cerrado de Bona Dea. ¡Mi hijo no! ¡Por favor, Diosa Buena, mi hijo no! ¡Yo soy tuya, llévame a mí! ¡Bona Dea, Bona Dea, sé buena con mi hijo! ¡Sé buena con mi hijo!

El sorteo se llevó a cabo.

A Publio Clodio le cayó en suerte el destino de cuestor en Lilibeo, al oeste de Sicilia, pero no podía abandonar Roma para hacerse cargo de sus obligaciones en aquel puesto hasta que hubiera sido sometido a juicio.

Al principio parecía que, al fin y al cabo, la suerte de César no le había abandonado. Le tocó como provincia la Hispania Ulterior, lo cual significaba que se le otorgaba imperium proconsular y que no tenía que rendir cuentas ante nadie, excepto ante los cónsules del año.

Con el nuevo gobernador iba su estipendio, la cantidad de dinero que el Tesoro apartaba para los desembolsos que el Estado tuviera que hacer durante aquel año a fin de mantener la provincia: para pagar a las legiones y a los funcionarios civiles, para mantener en buen estado las carreteras, los puentes, los acueductos, el alcantarillado, los edificios y las instalaciones públicas. La suma destinada a Hispania Ulterior ascendía a cinco millones de sestercios, y se le entregaba al gobernador de una sola vez; dicha suma pasaba a ser de su propiedad personal en cuanto le era pagada. Algunos hombres preferían invertir ese dinero en Roma antes de marcharse a las correspondientes provincias, confiando en poder exprimirle el jugo a la provincia lo suficiente como para que se sostuviera por sí sola mientras el estipendio rendía unas bonitas ganancias en Roma.

En la reunión del Senado en cuyo transcurso se celebró el sorteo, Pisón Frugi, que volvía a tener las fasces, le preguntó a César si pensaba hacer una declaración a la Cámara en relación con los acontecimientos sucedidos la noche de la primera celebración de la Bona Dea.

– Con mucho gusto te complacería, cónsul senior, si tuviera algo que decir. Pero no es así -respondió César con firmeza.

– ¡Oh, vamos, Cayo César! -dijo con brusquedad Mesala Níger-. Te están pidiendo muy correctamente que hagas una declaración porque estarás en tu provincia para cuando se juzgue a Publio Clodio. Si algún hombre de los que nos hallamos aquí presentes sabe qué ocurrió, ése eres tú.

– Mi querido cónsul senior, acabas de pronunciar la palabra clave: ¡hombre! Yo no me encontraba presente en la celebración de la Bona Dea. Una declaración es una testificación solemne hecha bajo juramento. Por lo tanto, debe contener la verdad. Y la verdad es que yo no sé absolutamente nada.

– Si no sabes nada, ¿por qué repudiaste a tu esposa?

Esta vez toda la Cámara le respondió a Mesala Níger.

– «¡La esposa de César, como toda la familia de César, debe estar por encima de toda sospecha!»

El día después de celebrarse el sorteo, los treinta lictores de las Curias se reunieron en su arcaica asamblea y aprobaron las leges Curiae que investían de imperium a cada uno de los nuevos gobernadores.

Y ese mismo día, durante la hora de la tarde que correspondía a la cena, un pequeño grupo de hombres con aspecto importante se presentaron ante el tribunal del praetor urbanus, Lucio Calpurnio Pisón, justo a tiempo de impedirle que se marchase a cenar, cosa en la que ya iba retrasado. Con ellos había un número mayor aún de individuos mucho más desaseados que se diseminaron alrededor del tribunal y con amabilidad, pero con firmeza, acompañaron a los curiosos hasta un lugar desde donde no pudieran oír lo que se decía en el tribunal. Asegurada de ese modo la intimidad, el portavoz del grupo exigió que los cinco millones de sestercios concedidos a Cayo Julio César fueran incautados en favor de ellos como parte del pago de las deudas.

Este Calpurnio Pisón no estaba cortado del mismo paño que su primo Cayo Pisón; nieto e hijo de dos hombres que habían hecho fortunas colosales a base de procurar armamento a las legiones de Roma, Lucio Pisón era también pariente cercano de César. Su madre y su esposa eran ambas Rutilias, y la abuela de César había sido una Rutilia de la misma familia. Hasta aquel momento el camino de Lucio Pisón no se había cruzado muy a menudo con el de César, pero solían votar en el mismo lado en la Cámara, y se tenían gran simpatía el uno al otro.

Así que Lucio Pisón, que ahora era pretor urbano, puso muy mala cara ante el pequeño grupo de acreedores y pospuso tomar una decisión hasta que hubiera examinado detalladamente cada uno de los papeles que había en el enorme fajo que le presentaban. Una mala cara de Lucio Pisón como la que puso entonces no era algo fácil de afrontar, porque era uno de los hombres más altos y más morenos de los círculos romanos nobles, con enormes y cerdosas cejas negras; y cuando fruncía el entrecejo a la vez que enseñaba los dientes en una mueca parecida a una sonrisa -dientes unos negros, otros de un color amarillo sucio-, la reacción instintiva de cualquiera que lo presenciase era echarse hacia atrás presa del terror, pues el pretor urbano adquiría para todo el mundo el aspecto de algo feroz capaz de devorar hombres.

Naturalmente, los usureros acreedores esperaban que se tomase una decisión allí y en aquel momento, pero aquellos miembros del grupo que habían abierto la boca para protestar, incluso para insistir en que el pretor urbano se diera prisa porque se las estaba viendo con hombres muy influyentes, ahora decidieron no decir nada y volver al cabo de dos días, como el pretor había dispuesto.

Lucio Pisón además de feo era inteligente, así que no cerró su tribunal en el momento en que los afligidos demandantes se marcharon; la cena tendría que esperar. Siguió resolviendo asuntos hasta que el sol se puso y su pequeño grupo de funcionarios empezó a bostezar. A aquella hora ya no quedaba apenas nadie en el Foso inferior, pero había unos cuantos personajes más bien sospechosos que acechaban en el Foso de los Comicios con las narices asomadas por encima de la grada más alta. ¿Serían alguaciles de los prestamistas? Sin lugar a dudas.

Después de una breve conversación con sus seis lictores, Lucio Pisón se marchó vía Sacra arriba en dirección a la Velia, con sus acompañantes avanzando con inusitada rapidez; cuando pasó junto a la domus publica no le echó ni una mirada. Se detuvo enfrente de la entrada del pórtico Margaritaria, se agachó para hacerse algo en el zapato y los seis lictores se arracimaron a su alrededor, al parecer para ayudarle. Luego él se puso en pie y continuó su camino, todavía muy por delante de aquellos personajes sospechosos, que se habían parado cuando vieron que él se detenía.

Lo que ellos no podían ver desde una posición tan rezagada era que ahora la alta figura con la toga bordada de color púrpura iba precedida sólo por cinco lictores; Lucio Pisón había cambiado su toga por la del lictor más alto y se había escabullido dentro del Porticus Margaritaria. Una vez dentro, buscó una salida en la parte que daba a la domus publica y fue a parar al descampado que los tenderos utilizaban como vertedero de basuras. Hizo un rollo con la sencilla toga blanca del lictor y la metió en una caja vacía; escalar el muro del jardín peristilo de César no era tarea apropiada para una toga.

– Espero que tengas un vino decente en ese jarro tan elegante -dijo al entrar pausadamente en el despacho de César ataviado sólo con una túnica.

Pocas personas vieron alguna vez a César asombrado, pero Lucio Pisón si lo vio.

– ¿Cómo has entrado? -le preguntó César mientras le servía el vino.

– Del mismo modo que salió de aquí Publio Clodio, según el rumor que corre.

– ¿Es que vas esquivando maridos airados a tu edad, Pisón? ¡Qué vergüenza!

– No, esquivando a alguaciles de los prestamistas -dijo Pisón bebiendo con avidez.

– ¡Ah! -César se sentó-. Sírvete cuanto quieras, Pisón, te has ganado todo el contenido de mi bodega. ¿Qué ha sucedido?

– Hace cuatro horas se presentaron en mi tribunal algunos de tus acreedores, los menos sanos, diría yo, para exigir que yo embargase tu estipendio de gobernador, y puedo decirte que lo hicieron además con mucho secreto. Sus secuaces ahuyentaron de allí a todo el mundo, y procedieron a exponer su caso en completa intimidad. De lo cual deduzco que no deseaban que lo que estaban haciendo llegase a tus oídos… cosa rara, por decir poco.

– Pisón se levantó y se sirvió otra copa de vino-. Me tuvieron vigilado durante el resto del día, e incluso me han seguido cuando he salido para marcharme a casa. Así que cambié mi lugar con el más alto de mis lictores y me metí por las tiendas de aquí al lado. Tienen vigilada la domus publica, lo he visto al pasar por delante subiendo la cuesta.

– Entonces me voy por donde tú has venido. Cruzaré el pomerium esta noche y asumiré mi imperium. Una vez que yo tenga imperium nadie puede tocarme.

– Dame autorización para que yo retire tu estipendio mañana a primera hora y te lo llevaré al Campo de Marte. Sería mejor que lo invirtieras aquí, pero, ¿quién sabe qué será lo siguiente que se les ocurra a los boni? Desde luego, están a la que salta con tal de cogerte, César.

– Me doy buena cuenta de ello.

– No creo que puedas pagarles a esos desgraciados algo a cuenta, ¿verdad? -dijo Pisón volviendo a fruncir el entrecejo.

– Iré a ver a Marco Craso cuando salga de aquí esta noche.

– ¿Quieres decir que puedes acudir a Marco Craso? -preguntó Lucio Pisón con incredulidad-. Si puedes hacerlo, ¿por qué no lo has hecho hace meses… hace años?

– Es amigo mío, no podía pedírselo.

– Sí, lo comprendo, pero yo no sería tan estirado si se tratase de mí. Pero claro, yo no soy un Julio. Se hace muy duro para un Julio estar en deuda con alguien, ¿no?

– Así es. Sin embargo, él me lo ofreció, y eso me lo pone más fácil.

– Pon esa autorización por escrito, César. No puedes llamar para que me traigan comida aquí, y estoy hambriento. Así que me voy a casa. Además, Rutilia estará preocupada.

– Si tienes hambre, Pisón, puedo darte algo de comer -le dijo César, que ya se había puesto a escribir-. Mis criados son de toda confianza.

– No, tienes mucho que hacer. César terminó de escribir la carta, la enrolló, la cerró con cera derretida caliente y la selló con el anillo.

– No tienes necesidad de saltar por encima del muro, si quieres puedes hacer una salida más digna. Las vestales están en sus aposentos, puedes salir por la puerta lateral.

– No, no puedo -rehusó Pisón-. He dejado la toga de mi lictor ahí al lado. Puedes ayudarme a subir al muro.

– Estoy en deuda contigo, Lucio -le dijo César cuando entraron en el jardín-. Puedes estar seguro de que no olvidaré esto.

Julia se había acostado, así que César tenía que hacer una dolorosa despedida menos. Sólo con su madre ya lo tenía bastante difícil.

– Debemos estarle agradecidos a Lucio Pisón -dijo ella-. Mi tío Publio Rutilio estaría muy contento, si viviera.

– Así sería. Pobre viejo.

– Tendrás que trabajar mucho en Hispania para poder salir de deudas, César.

– Sé cómo hacerlo, mater, así que no te preocupes. Y mientras tanto, estarás a salvo por si a tipos abominables como Bíbulo les da por intentar aprobar una ley u otra que permita a los acreedores cobrar de los familiares de un hombre. Voy a ver a Marco Craso esta noche.

Aurelia se quedó mirándolo.

– Creí que no lo harías.

– El me lo ha ofrecido.

«¡Oh, Bona Dea, Bona Dea, gracias! Tus serpientes tendrán huevos y leche todo el año», pensó Servilia. Pero en voz alta lo único que dijo fue:

– Entonces es un verdadero amigo.

– Mamerco hará las funciones de pontífice máximo. Vigila a Fabia y asegúrate de que el pequeño mirlo no se convierta en Catón. Burgundo sabe lo que tiene que poner en mi equipaje. Estaré en la villa alquilada de Pompeyo, no le importará tener un poco de compañía ahora que no tiene nada que hacer.

– ¿Así que no fuiste tú el que tuvo un lío con Mucia Tercia?

– ¡Mater! ¿Cuántas veces he estado yo en Picenum? Busca a un picentino y estarás cerca del objetivo.

– ¿Tito Labieno? ¡Oh, dioses!

– ¡Qué lista eres! -César le cogió la cara entre las manos y la besó en la boca-. Cuídate, por favor.

Trepó por el muro con más ligereza que Lucio Pisón y que Publio Clodio; Aurelia permaneció de pie durante bastante rato contemplándolo, luego dio media vuelta y entró. Hacía frío.

Frío hacía, pero Marco Licinio Craso estaba exactamente en el lugar donde César pensaba que estaría: en sus oficinas detrás del Macellum Cuppedenis, trabajando diligentemente a la luz de tan pocas lámparas como le permitían sus ojos de cincuenta y cuatro años; llevaba una bufanda alrededor del cuello y un chal echado por los hombros.

– Te mereces cada sestercio que ganas -dijo César al entrar en la amplia habitación con tanto sigilo que Craso dio un salto al oírlo hablar.

– ¿Cómo has entrado?

– Exactamente la misma pregunta le he hecho yo a Lucio Pisón hace un rato. El había trepado por el muro de mi peristilo. Yo he forzado la cerradura.

– ¿Que Lucio Pisón ha trepado por el muro de tu peristilo?

– Sí, para poder darles esquinazo a los alguaciles que rodean mi casa por todas partes. Todos aquellos acreedores que no me fueron recomendados ni por ti ni por mi amigo gaditano Balbo se han presentado hoy en el tribunal de Pisón y han solicitado que se embargase mi estipendio.

Craso se recostó en la silla y se frotó los ojos.

– Tienes una suerte verdaderamente fenomenal, Cayo. Te corresponde en el sorteo la provincia que querías, y tus acreedores más sospechosos van a presentarle esa demanda precisamente a tu primo. ¿Cuánto quieres?

– Sinceramente, no lo sé.

– ¡Tienes que saberlo!

– Esa fue la única pregunta que olvidé hacerle a Pisón.

– ¡Vaya, qué típico de ti! Si fueras cualquier otro, te echaría al Tíber pensando que eras la peor apuesta del mundo. Pero en cierto modo noto en mis huesos que tú vas a ser más rico que Pompeyo. No importa desde qué altura caigas, siempre aterrizas de pie.

– Deben de ser más de cinco millones, porque han pedido la cantidad entera del estipendio.

– Veinte millones -dijo Craso al instante.

– Explícate.

– Un cuarto de veinte millones les proporcionaría unas ganancias que merecerían la pena, puesto que tú estás sometido a interés compuesto desde hace por lo menos tres años. Probablemente pediste prestado tres millones en total.

– ¡Tú y yo, Marco, nos hemos equivocado de profesión! -le dijo César echándose a reír-. Nosotros tenemos que recorrer medio mundo, hacer ondear nuestras águilas y espadas ante bárbaros salvajes, exprimir a los plutócratas autóctonos con más fuerza que un niño estruja a un cachorrito, hacernos completamente odiosos a las personas que deberían estar prosperando debajo de nosotros, y luego responder ante el pueblo, el Senado y el Tesoro en el momento en que llegamos a casa. Y todo ese tiempo podríamos estar ganando más dinero aquí, en Roma.

– Yo gano muchísimo en Roma -dijo Craso.

– Pero tú no prestas dinero con intereses.

– ¡Yo soy un Licinio Craso!

– Precisamente.

– Veo que estás vestido para un viaje. ¿Significa eso que te marchas?

– Hasta el Campo de Marte. Una vez que asuma mi imperium mis acreedores no podrán hacer nada. Pisón cobrará mi estipendio mañana por la mañana y me lo llevará.

– ¿Cuándo verá a tus acreedores de nuevo?

– Pasado mañana a mediodía.

– Muy bien. Yo estaré en el tribunal cuando lleguen los prestamistas. Y no sufras demasiado, César. Muy poco dinero mío se llevarán esos tipos consigo, si es que se llevan algo. Seré fiador de cualquier cantidad que Pisón estipule. Con Craso respaldándote, no les quedará más remedio que esperar.

– Entonces te dejo en paz. Te estoy muy agradecido.

– No le des importancia. Puede que algún día yo te necesite a ti con la misma desesperación.

– Craso se levantó, cogió una lámpara y acompañó a César toda la escalera abajo hasta la puerta-. ¿Cómo has podido ver para subir? -le preguntó.

– Siempre hay algo de luz, incluso en la escalera más oscura.

– Pues eso me lo pone más difícil.

– ¿Qué?

– Pues, verás -dijo el imperturbable-, yo había pensado erigirte una estatua en un lugar muy público el día que seas elegido cónsul por segunda vez. Iba a encargarle al escultor que hiciera una bestia con parte de león, parte de lobo, parte de anguila, parte de comadreja y parte de ave fénix. Pero entre que aterrizas de pie, que puedes ver en la oscuridad y que vagas como un gato en celo por Roma, tendré que hacer que pinten toda la estatua a rayas, como un tigre.

Como nadie tenía un establo dentro de las murallas Servias, César salió de Roma a pie, aunque no siguió ninguna ruta que a ningún avispado usurero se le ocurriera vigilar. Ascendió por el Vicus Patricii hasta el Vicus Malum Punicum, giró por el Vicus Longus y salió de la ciudad por la puerta Colline. Desde allí atajó por la cima Pincia, donde una colección de animales salvajes divertían a los niños cuando hacía buen tiempo, de modo que llegó a la morada temporal de Pompeyo desde arriba. Esta, desde luego, tenía establos debajo; en lugar de despertar al soldado, se hizo una cama con paja limpia y se tumbó allí, aunque permaneció completamente despierto hasta que salió el sol.

Cada vez que salía para las provincias tenía que hacerlo de un modo poco ortodoxo, reflexionó con una ligera sonrisa. La última vez había ido a Hispania Ulterior envuelto en una bruma de dolor por la pérdida de tía Julia y de Cinnilla, y esta vez se iba a la Hispania Ulterior como un fugitivo. Un fugitivo con imperium proconsular, nada menos. Ya lo tenía todo planeado en la cabeza: Publio Vatinio había resultado ser un eficiente buscador de información, y Lucio Cornelio Balbo el Viejo lo estaba esperando en Gades.

Balbo se aburría, según le había dicho a César en una carta. Al contrario que Craso, no se sentía realizado ganando dinero sólo como un fin; Balbo ansiaba algún nuevo desafío ahora que él y su sobrino eran los dos hombres más ricos de Hispania. ¡Que se ocupase Balbo el Joven del negocio! Balbo el Viejo era aficionado a estudiar logística militar. Así que César había nombrado a Balbo praefectus fabrum, elección que había sorprendido a algunos en el Senado, aunque no a aquellos que conocían a Balbo el Viejo. Aquella persona nombrada era, por lo menos a los ojos de César, mucho más importante que un legado senior -él no había pedido ningún legado-, pues el praefectus fabrum era el ayudante de más confianza de un jefe militar, responsable del material y del abastecimiento del ejército.

Había dos legiones en la provincia ulterior, ambas formadas por veteranos romanos que habían preferido no volver a casa cuando por fin terminó la guerra contra Sertorio. Ahora rondarían los treinta y tantos años de edad, y estaban muy ansiosos de comenzar una buena campaña. Sin embargo, dos legiones no le bastarían en modo alguno; la primera cosa que César tenía intención de hacer cuando llegase a su dominio era alistar una legión completa con las tropas hispánicas auxiliares que habían luchado con Sertorio. Una vez que hubieran visto cómo se las gastaba César, lucharían por él del mismo buen grado que habían luchado por Sertorio. Y entonces sólo sería cosa de adentrarse en territorio inexplorado. Al fin y al cabo, era ridículo pensar que Roma consideraba suya toda la península Ibérica cuando aún no había subyugado una buena tercera parte de la misma. Pero César lo haría.

Cuando César apareció en lo alto de la escalera que bajaba desde los establos, se encontró con que Pompeyo el Grande estaba sentado en la logia admirando el paisaje del otro lado del Tíber, en dirección hacia la colina Vaticana y el Janículo.

– ¡Bien, bien! -exclamó Pompeyo al tiempo que se ponía en pie de un salto y le estrechaba la mano al inesperado visitante-. ¿Dando un paseo a caballo?

– No. He salido caminando de la ciudad, y demasiado tarde para molestar despertándote, así que me he hecho una cama de paja. Es posible que tenga que pedirte prestados un par de caballos cuando me vaya, pero sólo hasta que llegue a Ostia. ¿Puedes darme alojamiento por unos días, Magnus?

– Encantado de hacerlo, César.

– Entonces, ¿tú no crees que yo sedujera a Mucia?

– Ya sé quién hizo ese trabajo -le confió Pompeyo con aire lúgubre-. ¡Labieno, el muy ingrato! ¡Que se vaya a paseo! -Le indicó con la mano una cómoda silla a César-. ¿Es por eso por lo que no has venido a verme? ¿O porque no me dijiste más que ave en el Circus Flaminius?

– ¡Magnus, yo soy un simple ex pretor! Tú eres el héroe del siglo, uno no puede acercarse más que los consulares, y para eso lo hacen de cuatro en cuatro.

– Sí, pero por lo menos yo puedo hablar contigo, César. Tú eres un verdadero soldado, no un comandante de salón. Cuando llegue el momento, sabrás morir con el rostro cubierto y las botas puestas. La muerte no encontrará en ti nada que dejar al descubierto que no sea hermoso.

– Homero. ¡Qué bien dicho, Magnus!

– He leído mucho en el Este, y le he cogido mucha afición. Fíjate, tenía conmigo a Teófanes, de Mitilene.

– Un gran erudito.

– Sí, eso para mí era más importante que el hecho de que sea más rico que Creso. Me lo llevé a Lesbos conmigo, lo hice ciudadano romano en el ágora de Mitilene delante de todo el pueblo. Luego, en su nombre, liberé a Mitilene de pagar tributos a Roma. Aquello les cayó muy bien a los lugareños.

– Como debe ser. Creo que Teófanes es pariente cercano de Lucia Balbo, de Gades.

– Sus madres eran hermanas. ¿Conoces a Balbo?

– Muy bien. Nos conocimos cuando yo era cuestor en Hispania Ulterior.

– Me sirvió como explorador cuando estuve luchando contra Sertorio. Yo le concedí a él la ciudadanía y también a su sobrino, pero había tantos a quienes dársela que los repartí entre mis legados para que el Senado no pensase que yo estaba concediéndole la ciudadanía a la mitad de los hispanos. Balbo el Viejo y Balbo el Joven le tocaron a un Cornelio… Léntulo, creo, aunque no al que ahora llaman Spinther.

– Se echó a reír gozosamente-. ¡Me encantan los apodos inteligentes! ¡Es curioso que a uno lo apoden por el nombre de un actor famoso por representar papeles secundarios! Eso dice lo que el mundo opina de un hombre, ¿no es así?

– Así es. He nombrado a Balbo el Viejo mi praefectus fabrum.

Los vivos ojos azules de Pompeyo chispearon.

– ¡Muy astuto de tu parte!

César miró a Pompeyo de arriba abajo con descaro.

– Pareces estar muy en forma para ser un viejo, Magnus -le dijo con una sonrisa.

– Cuarenta y cuatro -dijo Pompeyo mientras se golpeaba el vientre liso, muy complacido.

Desde luego, daba la impresión de estar en muy buena forma. El sol del Este había hecho que casi se le juntasen las pecas unas con otras y había intentado aclararle la mata de pelo de vivo color dorado: tan espeso como siempre, notó César con tristeza.

– Tendrás que darme una relación detallada de todo cuanto ha ocurrido en Roma en mi ausencia.

– Creí que tus oídos se habrían quedado sordos de tanto oír esa clase de noticias.

– ¿Cómo, crees que yo iba a dejar que me las contasen charlatanes engreídos como Cicerón?

– Creía que erais buenos amigos.

– Un hombre metido en política no tiene verdaderos amigos -le dijo deliberadamente el Gran Hombre-. Cultiva sólo lo que le resulta conveniente.

– Absolutamente cierto -convino César riendo entre dientes-. Habrás oído por ahí lo que le hice a Cicerón con Rabirio, naturalmente.

– Me alegro de que le clavases el cuchillo. ¡De otro modo estaría parloteando de cómo hacer desaparecer a Catilina es más importante que conquistar el Este! Fíjate, Cicerón tiene sus aspectos útiles. Pero parece que siempre piense que todos los demás tienen el mismo tiempo que él para escribir cartas de mil páginas. Me escribió el año pasado, y logré contestarle con unas cuantas líneas de mi puño y letra. ¿Y qué hace él? ¡Se ofende y me acusa de que lo trato con frialdad! Debería salir a gobernar una provincia, y así aprendería lo que es ser un hombre ocupado. En cambio se tumba cómodamente en su canapé, en Roma, y nos da consejos a los militares sobre cómo llevar nuestros asuntos. Al fin y al cabo, César, ¿qué hizo él? Soltó unos cuantos discursos en el Senado y en el Foro y envió a Marco Petreyo para que aplastase a Catilina.

– Lo has expresado muy sucintamente, Magnus.

– Bueno, ahora que ya han decidido qué hacer con Clodio deberían darme fecha a mí para mi triunfo. Por lo menos esta vez he hecho lo que es inteligente y he licenciado a mi ejército en Brundisium. No pueden decir que estoy en el Campo de Marte intentando hacerles chantaje.

– No cuentes con que te den fecha para tu triunfo.

Pompeyo se irguió en su asiento.

– ¿Qué?

– Los boni están trabajando en contra tuya, han estado haciéndolo desde que se enteraron de que volvías a casa. Piensan negártelo todo: la ratificación de los acuerdos que concertaste en el Este, las concesiones de ciudadanía que hiciste, la tierra que pides para tus veteranos; y sospecho que una de las tácticas que emplearán será tenerte fuera del pomerium el mayor tiempo posible. Una vez que puedas ocupar tu asiento en la Cámara estarás en situación de contrarrestar sus jugadas con más efectividad. Tienen un brillante tribuno de la plebe en la persona de Fufio Caleno, y creo que él está dispuesto a vetar cualquier propuesta que pueda agradarte.

– ¡Oh, dioses, no pueden hacer eso! Oh, César, ¿qué es lo que les pasa? Yo he incrementado los tributos de Roma que proceden de las provincias del Este. ¡He convertido dos en cuatro! ¡De ocho mil talentos al año a catorce mil! ¿Y sabes cuál es la parte del botín que se lleva el Tesoro? ¡Veinte mil talentos! ¡Mi desfile triunfal tardará dos días en pasar, ya que el botín que he traído es muy grande y son muchas las campañas que tengo para enseñar sobre espectaculares carrozas! ¡Con este triunfo de Asia habré celebrado triunfos en tres continentes enteros, y nadie ha hecho eso antes! Hay docenas de ciudades que llevan mi nombre o el de mis victorias… ¡ciudades que yo he fundado! ¡Tengo reyes entre mi clientela!

Con los ojos bañados de lágrimas, Pompeyo se inclinó hacia adelante en la silla hasta que las lágrimas le empezaron a caer, incapaz de creer que todo lo que había logrado no se le fuera a reconocer.

– ¡No pido que me hagan rey de Roma! -dijo mientras se limpiaba las lágrimas con gesto impaciente-. ¡Lo que pido es una meada de perro en comparación con lo que doy!

– Sí, estoy de acuerdo -convino César-. El problema es que todos saben que ellos no podrían hacerlo, pero odian conceder méritos cuando realmente existen.

– Y además, soy picentino.

– Eso también.

– Entonces, ¿qué es lo que quieren?

– Como poco, Magnus, tus pelotas -dijo César con suavidad.

– Para ponerlas donde ellos no tienen las propias.

– Exactamente.

Aquel hombre no se parecía en nada a Cicerón, pensó César mientras observaba cómo la rubicunda cara de Pompeyo se endurecía y se ponía seria. Aquél era un hombre que podía aplastar a los boni hasta hacerlos papilla de un solo zarpazo. Pero no lo haría. Y no porque le faltaran cojones para hacerlo. Una y otra vez le había demostrado a Roma que él se atrevería… a casi todo. Pero en algún lugar secreto, en un rincón de su persona, acechaba cierta conciencia, no reconocida por él, de que no era del todo romano. Todas aquellas alianzas con parientes de Sila significaban mucho, como el patente placer con que él alardeaba de ello. No, no se parecía en nada a Cicerón. Pero sí que tenían cosas en común. Y yo, que soy Roma, ¿qué haría yo si los boni me empujasen con tanta fuerza como van a empujar a Pompeyo Magnus? ¿Sería yo Sila o sería Magnus? ¿Qué me detendría a mí? ¿Habría algo que pudiera detenerme?

En los idus de marzo, César por fin partió para Hispania Ulterior. Reducido a unas cuantas palabras y cifras en una sola hoja de papel, Lucio Pisón en persona le llevó su estipendio, y se quedó a continuación haciéndole una alegre visita a Pompeyo, a quien César le hizo comprender con mucho esmero que Lucio Pisón era una persona cuya amistad bien merecía la pena cultivar. El fiel Burgundo, canoso ya, le llevó a César las pocas pertenencias que necesitaba: una buena espada, una buena armadura, buenas botas, un buen equipo para el tiempo lluvioso, buen equipo para la nieve y buen equipo para cabalgar. Dos hijos de su viejo caballo de guerra Toes, cada uno de los cuales tenía dedos de los pies en lugar de cascos sin herradura. Afiladeras, navajas de afeitar, cuchillos, herramientas, un sombrero que le diera sombra como el de Sila, para el sol del Sur de Hispania. No, no mucho, en realidad. En tres cofres de tamaño mediano cabía todo. Habría lujos suficientes en las residencias del gobernador en Castulo y en Gades.

Así pues, con Burgundo, algunos valiosos criados y escribas, Fabio y otros once lictores ataviados con túnicas de color carmesí y portando las hachas en sus fasces, y además con el príncipe Masintha camuflado dentro de una litera, Cayo Julio César navegó desde Ostia en un buque alquilado lo bastante grande como para dar cabida al equipaje, las mulas y los caballos que su séquito necesitaba. Pero esta vez no tendría ningún encuentro con piratas. Pompeyo el Grande los había barrido de los mares.

Pompeyo el Grande… César se apoyó en la barandilla de popa, que quedaba entre los dos enormes remos de timón, y contempló la costa de Italia que se iba deslizando por el horizonte mientras el espíritu se le elevaba y la mente, poco a poco, iba a parar a su tierra y a su gente. Pompeyo el Grande. El tiempo que había pasado con él había resultado útil y fructífero; su simpatía hacia aquel hombre crecía con los años, de eso no cabía la menor duda. ¿O era Pompeyo el que había crecido?

No, César, no seas poco generoso. El no se merece que le escatimen nada. No importa cuán mortificante pueda resultar ver a un Pompeyo conquistar a lo ancho y a lo largo, el hecho es que Pompeyo ha conquistado a lo ancho y a lo largo. Dale al hombre lo que se le debe, admite que quizás seas tú quien ha crecido. Pero el problema de crecer es que uno deja atrás lo demás, exactamente igual que la costa de Italia. Por eso pocas personas crecen. Sus raíces topan con lechos de piedra y se quedan como están, satisfechos. Pero debajo de mí no hay nada que yo no pueda apartar a un lado, y por encima de mi se encuentra el infinito. La larga espera ha terminado. Por fin voy a Hispania a mandar legalmente un ejército; pondré mis manos sobre una maquina viviente que, en las manos adecuadas -mis manos-, no puede ser detenida, ni deformada, ni descoyuntada ni desgastada. He anhelado un supremo mando militar desde que me sentaba, de niño, en las rodillas del viejo Cayo Mario y escuchaba hechizado las historias que me contaba un maestro del arte de la guerra. Pero hasta este momento no he comprendido con qué pasión, con qué fiereza he deseado ese mando militar.

Pondré mis manos sobre un ejército romano y conquistaré el mundo, porque yo creo en Roma, creo en nuestros dioses. Y creo en mí mismo. Yo soy el alma de un ejército romano. No se me puede detener, ni alabear, ni descoyuntar, ni desgastar.

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