LA MÁQUINA INFERNAL – John Lutz


No es que mi amigo y asociado Sherlock Holmes no supiera tocar en ocasiones espléndidamente el violín, pero en aquel momento la discordante y fluctuante melancolía producida por el estridente instrumento estaba empezando a afectarme los nervios.

– Holmes, ¿debe ser tan repetitivo en la elección de notas? -dije, abandonando la lectura de mi ejemplar del Times.

– Es en esa misma repetición donde espero encontrar alguna semblanza de orden y sentido.

Mantuvo erguido su perfil aguileño, encajó con seguridad el violín bajo su afilada barbilla y continuó emitiendo aquel chirrido, ciertamente de un modo mucho más penetrante que antes.

– ¡Holmes!

– Muy bien, Watson.

Sonrió y devolvió el violín a su estuche. A continuación se desplomó en el sillón que tenía frente a mí, rellenó de tabaco su pipa de arcilla y asumió la actitud de un niño malcriado al que le han quitado un trozo de pastel por motivos disciplinarios. Yo sabía a lo que se dedicaría a continuación, al no encontrar consuelo en el violín, y debo confesar que me sentí culpable por haber sido duro con él.

Cuando actuaba como un cazador en su capacidad de detective consultor, ningún hombre vibraba con más intensidad que Holmes. Pero cuando llevaba varias semanas sin un caso, y no había ninguno a la vista, era como un zombie que se retraía en el aburrimiento. Hacía ya casi un mes desde que concluyó con éxito el caso del sello humedecido dos veces.

Al oír un ruido de pisadas en la escalera al otro lado de la puerta, Holmes movió bruscamente la cabeza a un lado, casi como un pájaro que espera coger a un gusano.

La voz de la señora Hudson llegó hasta nosotros junto con sus pisadas ligeras y medidas. Una voz de hombre respondía a sus comentarios. Ninguna de las voces se oía lo bastante alto como para que pudiera entenderse.

– Visitas, Watson.

En el momento en que Holmes habló llamaron con firmeza a la puerta. Me levanté, crucé la abarrotada habitación y abrí.

– Un tal señor Edgewick quiere ver al señor Holmes -dijo la señora Hudson, retirándose a continuación.

Hice entrar a Edgewick y le rogué que se sentara en la silla donde yo había estado hojeando el Times. Era un hombre alto y bien parecido, entrado en la treintena, que llevaba un traje bien cortado y unas botas lustradas, cuyas suelas estaban manchadas con un barro rojizo. Tenía el cabello rubio y un bigote recortado más rubio aún. Me miró con expresión preocupada.

– ¿Señor Holmes? -me dijo.

– Viene de Northwood -dije, sonriendo-. Está soltero y le preocupa el bienestar de una mujer.

Holmes también sonrió.

– Asombroso, Watson. Por favor, díganos cómo lo ha hecho.

– Desde luego. La arcilla roja de las botas del señor Edgewick se encuentra principalmente en Northwood. No lleva alianza, por lo que no está casado. Y como es un hombre guapo y, obviamente, con preocupaciones personales, hay grandes probabilidades de que haya una joven implicada en todo esto.

La mirada divertida de Holmes se clavó en Edgewick, que parecía confundido por mi agudeza.

– La verdad es que estoy casado -dijo-. Tengo el anillo en el joyero para que le corrijan el tamaño. El asunto que me trae aquí sólo está relacionado indirectamente con una mujer. Y hace años que no voy a Northwood.

– El coche de punto en el que ha venido debió llevar antes un pasajero de Northwood -dijo Holmes-. Con este día tan caluroso, el barro seguramente se secará mientras le espera abajo.

Debo admitir que, al igual que Edgewick, me quedé boquiabierto.

– ¿Cómo ha podido saber que pidió al conductor que le esperara, Holmes? En ningún momento se ha acercado a la ventana.

Holmes hizo un gesto con el dorso de la mano agitando sus largos dedos.

– Si el señor Edgewick no ha estado en Northwood, Watson, el sitio más lógico donde puede haber pisado el barro rojo es en el suelo de un coche de punto.

Edgewick se inclinó hacia adelante, intrigado.

– Pero, ¿cómo ha podido saber, para empezar, que yo llegué en un coche de punto y que le dije al conductor que esperara abajo?

– Por su bastón.

Dejé que mis cejas se alzaran mientras volvía a mirar a Edgewick.

– ¿Qué bastón, Holmes?

– Ese cuyo extremo dejó una huella circular en la bota derecha del señor Edgewick cuando se sentó en la cabina y lo apoyó en ella, como suelen tener por costumbre los hombres que usan bastón. El cuero todavía conserva la impresión y, dado que no lleva el bastón consigo y que sus pisadas al subir la escalera imposibilitan que subiera con él o que lo haya dejado en el vestíbulo, podemos deducir que lo dejó en el coche de punto. Y, como no parece un hombre descuidado o poseedor de una innumerable cantidad de bastones, eso sugiere que ordenó al conductor que le esperase.

Edgewick pareció encantado.

– ¡Ha sido soberbio! ¡Descubrir tanto de un mero par de botas!

– Un juego de salón cuando no se aplica de forma constructiva -interrumpió Holmes. Volvió a sonreír mientras unía las yemas de los dedos y le miraba por encima de ellos. Sus ojos eran ahora inmutables y estaban clavados con fijeza en nuestro invitado-. Y sospecho que le trae algún asunto serio que me permitirá aplicar adecuadamente mis habilidades.

– Oh, sí, así es. Ah, me llamo Wilson Edgewick, señor Holmes.

Holmes hizo un gesto en mi dirección.

– Mi socio, el doctor Watson.

Edgewick asintió con la cabeza.

– Sí, he leído sus relatos sobre algunas de sus aventuras. Por eso creo que podría ayudarme, o más bien ayudar a mi hermano Landen.

Holmes se retrepó en su sillón, entrecerrando los ojos. Yo sabía que cuando asumía esa actitud no era por somnolencia, sino que entonces estaba completamente alerta, convirtiéndose en un receptáculo de cualquier retazo de información que pudiera llegarle, aceptando esto como pertinente, rechazando aquello como irrelevante.

– Háblenos de ello, señor Edgewick -dijo.

Edgewick me miró. Y yo asentí, animándole.

– Mi hermano Landen está comprometido con Millicent Oldsbolt.

– ¿De Municiones Oldsbolt? -preguntó Holmes.

Edgewick asintió, nada sorprendido de que Holmes reconociera el nombre de Oldsbolt. Oldsbolt Limited era un importante proveedor de armas pequeñas para el ejército. De hecho, cuando yo estuve al servicio de la Reina, había disparado cartuchos Oldsbolt con mi revólver del ejército.

– La boda debía celebrarse la próxima primavera -continuó Edgewick-. Cuando Landen, y yo mismo, estuviéramos financieramente acomodados.

– ¿Acomodados en qué? -preguntó Holmes.

– Somos los representantes en Inglaterra de Richard Gatling, inventor del fusil Gatling.

– ¿Qué diablos es eso? -no pude evitar preguntar.

– Es una máquina infernal que utiliza muchos tambores y una sola recámara dijo Holmes-. Los cartuchos entran en la recámara mediante una larga cartuchera, mientras los tambores giran disparándolos uno tras otro en rápida sucesión. El que la maneja sólo tiene que apuntar en la dirección deseada y girar una manivela con una mano, mientras aprieta el gatillo con la otra. Se dice que puede disparar casi cien balas por minuto, y se ha utilizado con gran efectividad en las llanuras de América, en las guerras indias.

– ¡Muy bien, señor Holmes!-dijo Edgewick-. Veo que está muy versado en cuestiones militares.

– Parece un artefacto diabólico -dije, imaginando esos tambores giratorios sembrando muerte entre hombres y bestias.

– Tan diabólico como la guerra en sí -comentó Holmes-. No es ningún juego. Pero, prosiga con su relato, señor Edgewick.

– Landen y yo nos alojamos en la posada La Sota del Rey, en la aldea de Alverston, al norte de Londres, para estar cerca de la mansión Oldsbolt. Verá, queríamos vender el fusil Gatling a sir Clive para que pueda fabricarlo para el ejército británico. El fusil Gatling ha superado todas las pruebas, y sir Clive hizo una oferta que seguro que habría sido aceptada por el fabricante americano.

Holmes frunció los labios pensativamente antes de hablar.

– Está hablando en pasado condicional, señor Edgewick. Como si se hubiera anulado la boda de su hermano. Como si Oldsbolt Limited ya no estuviese interesada en su mortífera arma.

– Ambos planes han recibido un golpe muy severo, señor Holmes. Verá, sir Clive fue asesinado anoche.

Contuve el aliento por la sorpresa, pero Holmes se inclinó hacia delante, profundamente interesado, casi complacido.

– ¡Ah! ¿Asesinado? ¿Cómo?

– Salió muy tarde de la posada, y, volvía a casa, solo en su carruaje, cuando dispararon contra él. Un aldeano le encontró esta mañana, después de haber oído anoche el ruido.

Las fosas nasales de Holmes se contrajeron.

– ¿El ruido?

– Disparos, señor Holmes. Disparos hechos en rápida y rítmica sucesión.

– El fusil Gatling.

– No, no. Eso es lo que dice el jefe de policía de Alverston. Pero el fusil que usamos para fines demostrativos se limpió y no ha vuelto a ser disparado. ¡Lo juro! Naturalmente, tanto la policía local como los habitantes del pueblo piensan que Landen la limpió tras matar a sir Clive.

– ¿Su hermano ha sido arrestado por el asesinato de su futuro suegro? -pregunté asombrado.

– ¡Así es! -dijo Edgewick muy agitado-. Por eso me apresuré a venir aquí en cuanto se lo llevaron detenido. Pensé que sólo el señor Holmes podría subsanar un error semejante.

– ¿Tiene su hermano Landen algún motivo para asesinar al padre de su prometida?

– ¡No! ¡Todo lo contrario! La muerte de sir Clive significa la cancelación de la compra de los derechos de fabricación del fusil Gatling. Igual que de la boda de Landen y Millicent, claro está. Aun así…

Holmes esperó, con el cuerpo completamente rígido.

– Aun así, señor Holmes, el sonido descrito por quienes estaban en la posada no puede ser más que el estrepitoso y mecánico disparar del fusil Gatling.

– Pero usted ha dicho que lo examinó y que no había sido disparado recientemente.

– Oh, podría jurarlo, señor Holmes. De eso puede usted estar seguro. La semana pasada atravesamos el Atlántico con ella y el señor Gatling conoce el paradero de todas sus máquinas. Comprenda, señor, que es una máquina formidable que de caer en malas manos amenazaría la existencia de cualquier nación. Cambiará todo el concepto de la guerra y eso es algo que no debe tomarse a la ligera.

– ¿Cuántos disparos alcanzaron a sir Clive? preguntó Holmes.

– Siete. Todos en el pecho, con balas de gran calibre, como las que dispara el fusil Gatling. El médico del pueblo extrajo las dos balas que no traspasaron a sir Clive, pero se deformaron al tocar hueso y no puede determinarse su calibre exacto.

– Ya veo. Es todo muy interesante.

– ¿Vendrá cuanto antes a Alverston a ver lo que puede hacer por mi hermano, señor Holmes?

– ¿Ha dicho que sir Clive fue alcanzado siete veces, señor Edgewick?

– Así es.

Holmes se levantó de su sillón bruscamente, como propulsado por un muelle.

– Entonces Watson y yo tomaremos el tren de la tarde a Alverston y nos encontraremos con usted en la posada de La Sota del Rey. Ahora, le sugiero que vuelva con su hermano y su prometida, donde sin duda es muy necesitado.

Edgewick sonrió abiertamente de alivio y se levantó.

– Pienso pagarle bien, señor Holmes. Landen y yo no carecemos de medios.

– Y a discutiremos eso más tarde -dijo Holmes, posando una mano en el hombro de Edgewick y acompañándolo a la puerta-. Mientras tanto, dígale a su hermano que no tiene por qué preocuparse, si es inocente, y que muy bien podría vivir más años que el verdugo.

– Se lo diré, señor Holmes. Eso le reconfortará, estoy seguro. Que tengan un buen día. -Salió por la puerta, pero volvió a entrar un momento después-. ¡Gracias, señor Holmes, de mi parte y de la de Landen!

Mi amigo y yo escuchamos cómo sus pisadas bajaban por la escalera. Holmes apartó las cortinas y observó salir a nuestro visitante a Baker Street. Los gritos de los vendedores y el sonido de cascos de caballos entraron en la habitación junto con los penetrantes olores de Londres.

– Un joven extremadamente preocupado, Watson.

– Así es, Holmes.

Se frotó las manos con un regocijo y una animación que habrían resultado imposibles quince minutos antes.

– Debemos hacer las maletas, Watson, si queremos coger el tren de la tarde a Alverston. -Su rostro enjuto adquirió una expresión de gravedad-. Y le sugiero que lleve consigo su revólver de servicio.

Ya había pensado en hacerlo. Cuando a un miembro de la nobleza le disparan siete veces al volver de la posada a su casa, cualquier acto resulta posible, por horrendo que sea.


La posada La Sota del Rey estaba a poca distancia de la estación de tren de Alverston, justo en las afueras del pueblo. Era un edificio construido en la época de los Tudor, rematado por grandes chimeneas de piedra, una a cada extremo de su empinado tejado de pizarra.

Wilson Edgewick no estaba entre la media docena de parroquianos que se sentaban a las pequeñas mesas de madera. Un hombre grueso y de rostro rubicundo, con una delgada mata de cabello color jengibre peinada hacia atrás en su amplia cabeza, servía las bebidas, mientras una mujer rubia de aspecto frágil las llevaba a las mesas cojeando de una pierna.

Yo me encargué de conseguir unas habitaciones adecuadas mientras Holmes examinaba el lugar. En una mesa cercana se sentaba un joven con aire desconsolado, como si hubiera tomado demasiadas copas, En otra mesa había dos veteranos, uno con una bulbosa nariz roja y el otro de rostro afilado y gris, enzarzados en una partida de damas. Tres hombres de edad mediana, de los que trabajan la tierra, ocupaban una tercera mesa e interrumpieron su conversación al vemos.

– Vaya, o mucho me equivoco o usted debe ser el señor Holmes, el famoso detective -dijo el propietario de rubicundo rostro, cuyo nombre era Beech, con cierto tono de respeto mientras estudiaba el libro de registro que yo acababa de firmar. Vapores de alcohol flotaban en su aliento.

– He disfrutado de cierto éxito -admitió Holmes.

– Es usted igual a los dibujos del Daily Telegraph.

– Yo los encuentro muy poco halagadores.

Uno de los nublados ojos de Beech le lagrimeaba y se lo enjugó con el dorso de la mano mientras hablaba.

– No se necesita un detective para saber por qué está usted aquí.

– Muy cierto -repuso Holmes-. Un asunto trágico.

– ¡Eso desde luego! -Su rostro enrojeció más aún, y en su frente empezó a latir descontroladamente una vena. Un brillo de complicidad asomó a sus ojos. Sorbió por la nariz y volvió a secarse el ojo-. Lo oímos todo desde aquí, señor Holmes. Todos en la posada fuimos testigos del crimen.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Holmes muy interesado.

– Estábamos todos aquí anoche, igual que ahora, señor, cuando oímos a esa máquina infernal escupiendo muerte.

– ¿El fusil Gatling?

– Eso es lo que era. -Se inclinó hacia adelante, secándose las fuertes y anchas manos en el manchado delantal-. Fue como una especie de «rat-a-tat-tat-tat» -dijo, escupiendo al describir el repetitivo sonido de los disparos-. Ya habíamos oído disparar a esa máquina y reconocimos enseguida el ruido. En esa dirección. -Agitó una mano hacia el norte-. Al día siguiente, Ingraham Codder tomó el camino del norte para visitar a sir Clive en su mansión, y se encontró el espléndido carruaje de dos caballos que suele utilizar el señor para bajar al pueblo, pero sólo con un caballo sujeto a él. El otro caballo se había soltado de algún modo y estaba a su lado. Sir Clive estaba desplomado en el carruaje, muerto. Lleno de agujeros de bala, señor Holmes. Siete tenía.

– Eso tengo entendido. ¿Hay alguien más aquí que oyera ese «rat-a-tat-tat»?

– Holmes consiguió imitar el ruido de los disparos sin escupir.

– Nosotros tres -dijo uno de los granjeros de la mesa-. Fue tal y como lo ha descrito el señor Beech.

– ¿Y a qué hora fue eso? -preguntó Holmes.

– A las once y media en punto -dijo Beech-. Unos diez minutos después de que el pobre sir Clive se marchara de aquí.

Los parroquianos manifestaron su acuerdo en esto.

El joven que se sentaba solo levantó la cabeza para mirarnos, y me quedé sorprendido al comprobar que no estaba tan afectado por la bebida como su actitud me había hecho suponer. Sus ojos grises se vetan despejados en su enérgico rostro; era de mandíbula firme, con una nariz y unos pómulos enérgicos.

– Ya tienen entre rejas al asesino de sir Clive -dijo-. Al menos, eso dicen.

– Es Robby Smythe -interrumpió Beech-. Está obsesionado con los carros sin caballos. ¿Puede usted imaginar algo semejante?

– ¿Ah, sí? -dijo Holmes.

– Sí, señor. Tengo dos de ellos que estoy perfeccionando y pronto se podrán fabricar y vender en grandes cantidades, señor Holmes. Dentro de diez años, todo el mundo en Inglaterra conducirá uno.

– ¿Todo el mundo? ¡Qué va! -no pude evitar decir.

– Usted no, Watson. Apostaría a que usted no -comentó Holmes riéndose.

– Aquí, el joven Robby tiene especial interés en que se haga justicia -dijo Beech-. Está prometido a Phoebe, la hija menor de sir Clive.

– ¿Lo está todavía?-dijo Holmes-. Entonces, sin duda conocerá a los hermanos Edgewick.

Smythe asintió.

– Conozco a ambos, señor.

– ¿Y usted diría que Landen Edgewick es capaz de un acto así?

Smythe pareció buscar la respuesta en su interior.

– A decir verdad, supongo que en determinadas circunstancias todos somos capaces de matar a un hombre al que odiamos. Pero nadie tenía motivos para odiar a sir Clive. Era un hombre amable y bondadoso, pese a su severidad.

– El caso es que sólo los hermanos Edgewick tenían acceso al fusil Gatling, y además sabían manejarlo -dijo Beech-. Yo estoy con la ley en que el asesino es Landen Edgewick.

– Eso parece -admitió Holmes-. Pero, ¿por qué Landen Edgewick? ¿Dónde estaba su hermano Wilson?

Beech sonrió y volvió a secarse el ojo lloroso.

– En su habitación, al final de esas escaleras, señor Holmes. No pudo tener nada que ver con el asesinato de sir Clive. No tuvo ni el tiempo ni la oportunidad. Yo salí de detrás del mostrador y vi cómo salía de su cuarto justo después de oírse los disparos. Bajó a continuación y se tomó una cerveza de malta. Le dijimos que habíamos oído el fusil, pero se rió y dijo que eso era imposible, que estaba guardado en la casa de carruajes que su hermano y él habían alquilado cerca de la mansión de sir Clive. -Soltó una risotada y se llevó a las caderas sus rubicundos puños-. ¡Guardado, y un cuerno, señor Holmes!

– Muy bien, señor Beech-dijo Holmes-. Me recuerda a mi amigo, el inspector Lestrade de Scotland Yard.

Beech se dirigió con aire bastante complacido a la doncella para que nos condujera a sus mejores habitaciones.

Wilson Edgewick llegó poco después, pareciendo encantado de vemos. Si ello era posible, estaba más preocupado aún por el aprieto de su hermano. Había ido a ver a la prometida de Landen, Millicent Oldsbolt, la hija del hombre supuestamente asesinado por su hermano, y resultaba obvio que la reunión le había trastornado. En esas circunstancias no resultaba muy adecuado celebrar una boda.

Wilson nos explicó que Landen había llegado de Londres dos días antes que él y que fue quien contrató el alojamiento en la posada. Los hermanos habían declinado una invitación para quedarse en la mansión Oldsbolt ya que debían realizar unos últimos preparativos y unos ajustes técnicos de cara a la demostración del fusil Gatling ante sir Clive.

La noche del crimen, contada desde el punto de vista de Wilson, no difería mucho de la descrita por Beech y los parroquianos de la posada, aunque Wilson había estado en su habitación en el momento de los disparos y no los había oído.

– Al día siguiente, cuando se encontró el cuerpo de sir Clive, fui directamente a la casa de carruajes. El fusil Gatling estaba allí, montado en su carromato, y sin haber sido disparado desde la última prueba y limpieza.

– ¿Y le dijo eso a la policía? -preguntó Holmes.

– Lo hice, en cuanto se llevaron a Landen acusado del crimen. El jefe de policía Roberts repuso que había tenido tiempo suficiente para limpiarlo y volver furtivamente a su habitación tras haber disparado a sir Clive. Nadie vio a Landen hasta la mañana siguiente al asesinato, tiempo que él dijo haber pasado durmiendo.

Holmes caminaba lentamente a uno y otro lado, acariciándose la barbilla con la mano.

– ¿Qué vamos a hacer ahora, por el amor de Dios? -barbotó Wilson, incapaz de soportar el silencio.

Holmes se detuvo y le miró.

– Watson y yo desharemos las maletas. Después, usted nos llevará a examinar el escenario del crimen, y a hablar con la familia de la víctima.

El resto de la tarde lo pasamos recolectando retazos de información grandes y pequeños, que significarían poca cosa para cualquiera que no fuese Sherlock Holmes, pero que yo le he visto utilizarlos una y otra vez para echar el nudo corredizo alrededor del cuello de todos aquellos que habían obrado mal. Era un proceso laborioso pero invariablemente efectivo. Abandonamos el camino en dirección a la mansión de sir Clive, pero nuestra primera parada fue donde había sido asesinado.

– Fíjese en esto, Watson-dijo Holmes, saltando fuera del carruaje-. El sendero se inclina hacia abajo al tiempo que efectúa una curva, así que los caballos deben aminorar el paso. Y esa arboleda de ahí es un buen escondite. Es un lugar perfecto para una emboscada.

Tenía razón, claro, como siempre. Pero el resto del terreno que había alrededor del escenario del crimen era casi plano, y cualquier pistolero oculto debía correr el riesgo de que alguien de la vecindad le viera huir una vez cometido el crimen.

Bajé del carruaje y me paré en el camino mientras Holmes se alejaba a examinar la arboleda. Volvió caminando con lentitud, con los ojos clavados en el suelo, parándose una vez para agacharse y pasar sus dedos por la tierra.

– ¿Qué está buscando? -me susurró Wilson Edgewick.

– Si lo supiéramos, no tendría mucho significado para nosotros -le dije.

– ¿Se ha encontrado alguno de los cartuchos usados? -le preguntó Holmes a Edgewick, cuando llegó a nuestra altura. Estaba limpiándose con el pañuelo una mancha oscura de los dedos.

– No, señor Holmes.

– ¿Y los casquillos usados se quedan en la cartuchera de municiones del fusil Gatling en vez de salir expulsados al dispararse?

– Exacto. Las cartucheras se llenan después con nueva munición.

– Ya veo. -Holmes se agachó bruscamente-. Hola. ¿Qué tenemos aquí, Watson?

Retiró algo pequeño y blanco casi de debajo de mí bota. Me incliné para verlo mejor.

– Una pluma, Holmes. Sólo es una pluma blanca.

Él asintió, envolviendo con aire ausente la pluma en su pañuelo para luego guardársela en el bolsillo del chaleco.

– ¿Y aquí es donde se encontró el cuerpo? -dijo, señalando a la cerrada curva del camino.

– A unos treinta metros de aquí -dijo Edgewick-. La versión oficial es que los caballos siguieron trotando después de que sir Clive muriera y soltara las riendas.

– ¿Y qué hay del caballo que se encontró parado a un lado?

– Supongo que estaría mal enganchado y conseguiría soltarse -repuso encogiéndose de hombros-. Pasa a veces.

– Sí, lo sé -dijo Holmes.

Caminó un poco más por los alrededores, mirando al suelo. Edgewick me miró, impaciente por llegar a la casa. Levanté una mano para advertirle que no interrumpiera la meditación de Holmes. Una bandada de reyezuelos abandonó las copas de los árboles, retorciéndose con el viento como si formaran una sola forma oscura.

Tras examinar el escenario del crimen, nos dirigimos a la casa de carruajes para ver el fusil Gatling. Estaba fabricado con acero azul y olía a aceite. Era terriblemente hermoso.

– Esto no debería usarse en la guerra -me oí decir con voz sobrecogida.

– Es tan terrible que quizá acabe eliminando la guerra como posible alternativa y se convierta en un gran instrumento de paz. Es nuestra más ferviente esperanza.

– Un concepto interesante -dijo Holmes. Olfateó los abarrotados tambores y recámaras de la máquina infernal. A continuación, se limpió de los dedos algo de aceite que había recogido del arma, y sonrió-. Creo que aquí ya hemos visto bastante. ¿Podemos ir ya a la mansión?

– Vamos -dijo Edgewick. Parecía tan molesto como impaciente-. Da la impresión de que los progresos serán lentos, y no tan seguros.

– En absoluto -dijo Holmes, acompañándole hasta la puerta y esperando mientras echaba el candado-. Ya he establecido que su hermano es inocente.

Me oí tomar aire.

– ¡Pero, Holmes…!

– No voy a hacer ninguna revelación aún -dijo Holmes, agitando lánguidamente una mano-. Sólo quería aliviar la angustia que nuestro joven amigo siente por su hermano. La explicación todavía está desarrollándose.

Cuando llegamos a la casa fuimos recibidos por Eames, el mayordomo, un hombre enormemente alto pero cadavéricamente delgado, que nos condujo hasta el salón. La habitación ocupaba la mayor parte del ala oeste de la irregular casa cubierta de hiedra, y estaba forrada con paneles de roble y bien amueblada con sillas cómodas, una mesa de juegos, una alfombra persa y un ardiente fuego en una impresionante chimenea de piedra. Unas puertas de cristal se abrían a un amplio césped.

Wilson Edgewick nos presentó. La mujer delicadamente hermosa pero de ojos tristes sentada en la silla de cuero era Millicent, la prometida de Landen. Junto a la ventana había una muchacha pequeña y morena de agradable semblante: Phoebe Oldsbolt, hermana menor de Millicent e interés romántico de Robby Smythe. Robby Smythe estaba sentado cerca de la chimenea de piedra. De pie, muy erguido, junto a un aparador y bebiendo de una copa de vino tinto, estaba un hombre corpulento vestido de tweed que fue presentado como mayor Ardmont, de la Caballería de la Reina.

– Sir Clive era un oficial de caballería retirado, ¿verdad? -preguntó Holmes tras mostrar sus condolencias a las desconsoladas hijas del difunto.

– Sí que lo era -contestó Ardmont-. Conocí a sir Clive en Aldershot hace años, y servimos juntos en Afganistán. Naturalmente, fue cuando éramos mucho más jóvenes. Pero, ahora, al volver de la India retirado, me enteré de que sir Clive había sitio asesinado. Consideré que mi deber era venir aquí y prestar todo el apoyo que me fuese posible.

– Muy atento por su parte -dije yo.

– Tengo entendido que es usted militar, Watson -dijo Ardmont.

Tenía la piel bronceada y unos ojos de cazador de un azul purísimo que se clavaron en mí. Esa mirada me produjo un escalofrío, como si yo fuera su presa.

– Sí -respondí-. He visto algo de acción. Hice el servicio como médico.

– Bien -dijo Ardmont, apartando la mirada-, todos hacemos lo que podemos.

– ¡El doctor Watson y usted deben dejar la posada e instalarse aquí hasta que se resuelva este horrible asunto! -le dijo Millicent a Holmes.

¡Háganlo, por favor! -canturreó su hermana Phoebe. Sus voces eran parecidas, agudas y musicales.

– Me sentiría mucho mejor si estuvieran aquí -dijo Robby Smythe-. Darían protección a las damas. Yo me quedaría, pero eso difícilmente resultaría apropiado.

– Usted vive en la posada, ¿verdad? -preguntó Holmes.

– Sí, pero no sé lo que oyeron esos locos. Yo estaba en mi taller, trabajando en mi automóvil cuando tuvieron lugar los disparos.

Holmes miró al mayor Ardmont, que le devolvió la mirada con esos penetrantes ojos azules.

– Mayor, usted no parece tener edad como para haberse retirado del servicio.

No ha sido por la edad, señor Holmes. He sido licenciado por una vieja herida que me impide montar a caballo.

– Una lástima -dije.

– Tengo entendido que, la noche del crimen, Eames oyó a su padre discutir con Lauden Edgewick -dijo Holmes, mirando a Millicent.

– Es lo que dice Eames, señor Holmes, y estoy segura de que dice la verdad. Pero sé que, a pesar de sus diferencias, Landen nunca habría matado a mi padre… ¡ni a nadie!

Sus ojos bailaban de furia mientras hablaba. Una muchacha con nervio.

– No nos ha contestado, señor Holmes dijo Phoebe Oldsbolt-. ¿Aceptan usted y el doctor Watson nuestra hospitalidad?

– Son muy amables al ofrecerla, pero les aseguro que no será necesaria dijo Holmes, sonriendo y aparentando perderse por un momento en sus propios pensamientos. Entonces asintió, como si hubiera tomado una decisión sobre algo-. Quisiera hablar con Eames, y luego pasar unas horas en el pueblo.

Millicent parecía sorprendida.

– Por supuesto, señor Holmes. Pero insisto en que, por lo menos, el doctor Watson y usted cenen con nosotros esta noche.

Holmes asintió con una ligera reverencia.

– Es una comida que espero con placer, señorita Oldsbolt.

– Igual que yo -añadí, y seguí a Holmes hasta la puerta.

Afuera, Holmes me habló aparte mientras esperábamos a que nos trajeran un coche de caballos.

– Le sugiero que se quede, Watson. Y que se ocupe de que nadie salga de aquí.

– Pero nadie parece tener intención de marcharse, Holmes.

Miró un momento al cielo.

– ¿Ha visto algún ganso salvaje desde que llegamos aquí, Watson?

– Er… pues claro que no, Holmes. En octubre no hay gansos salvajes en esta parte de Inglaterra. Lo sé bien; he cazado en esta región.

– Precisamente, Watson.

– Holmes…

El cochero trajo el coche. Holmes hizo restallar el látigo y se fue. Me quedé mirando la cada vez más pequeña imagen del coche con la delgada y erecta figura del asiento. En el momento en que se perdieron entre la neblina del paisaje, me pareció ver a Holmes inclinándose hacia adelante, obligando a la yegua a ir más rápido.

Más tarde, cuando volvió, y estábamos vistiéndonos para bajar a cenar, le pregunté para qué había ido al pueblo.

– Para hablar con Annie -me dijo, estirando el enjuto cuello y abrochándose el botón superior.

– ¿Annie?

– La camarera de la posada La Sota del Rey, Watson.

– ¿Y sobre qué, Holmes?

– Sobre algo relacionado con sus deberes, Watson.

Una llamada sonó en la puerta, y Eames nos avisó de que la cena estaba lista. Supe que cualquier otra explicación debería esperar al momento en que Holmes decidiera divulgar los hechos del caso.

A la mesa del gran salón comedor estaban sentados los mismos que estaban en él la primera vez que llegamos. La habitación era de techo alto y resultaba algo lúgubre, con grandes ventanales que miraban a un jardín bien cuidado. En una pared colgaban retratos de varios Oldsbolts del pasado. Ninguno de ellos parecía especialmente feliz, quizá debido al triste negocio en que tanto tiempo llevaba metida la familia.

El carnero asado y los vegetales hervidos estaban soberbios, aunque la educada conversación de la cena resultó vulgar y comprensiblemente tensa.

Fue más tarde, en el salón de paredes de roble, mientras disfrutábamos de un oporto, cuando Millicent Oldsbolt dijo:

– ¿Ha hecho progresos en su viaje al pueblo, señor Holmes?

– Oh, sí dijo el mayor Ardmont -, ¿ha descubierto alguna pista sobre la identidad del asesino? Es lo que fue a buscar, ¿verdad?

– No exactamente -dijo Holmes-. Hace tiempo que sé quién mató realmente a sir Clive. Mi viaje al pueblo tuvo como objeto buscar una confirmación.

– ¡Santo Dios!-dijo Ardmont-. ¿Ya lo sabía?

– ¿Y encontró usted esa confirmación? -preguntó Robby Smythe, inclinándose hacia adelante en su silla.

– Así es -dijo Holmes-. Podemos decir que ya he reconstruido el crimen. El criminal esperó a sir Clive en una arboleda cercana, vio cómo se aproximaba su carruaje, y salió de su escondite para que sir Clive lo viera y se detuviera. Disparó contra sir Clive sin mediar aviso, vaciando la pistola para asegurarse de que su presa moría.

– El fusil Gatling, querrá decir -dijo el mayor Ardmont.

– En absoluto. Una pistola del ejército alemán. Para ser precisos, de las que tienen siete balas en el cargador.

– ¡Pero los disparos rápidos que se oyeron en la posada! -exclamó Robby Smythe.

– Enseguida llegaré a eso -dijo Holmes-. El asesino escapó a continuación, pero descubrió que no podría ir muy lejos. Tuvo que deshacer el camino recorriendo a pie toda una milla, coger uno de los caballos del carruaje de sir Clive y utilizarlo para alejarse de la escena del crimen.

Robby Smythe ladeó la cabeza curiosamente.

– ¿Y por qué iba Landen a…?

– Landen no -le interrumpió Holmes-. Otra persona. Cuando oyó a un hombre discutir con sir Clive esa tarde, Eames sólo supuso que era Landen. Landen estaba donde dijo estar en el momento del asesinato, durmiendo en su habitación en la taberna. No volvió a entrar luego por la ventana sin que nadie le viera, como se obstina en afirmar el jefe de policía.

– La teoría del jefe de policía concuerda con los hechos -dijo el mayor Ardmont.

– Pero yo estoy contándole los hechos -replicó Holmes socarronamente.

– Entonces, ¿qué disparos oyeron en la taberna? -preguntó Millicent.

– No oyeron disparos -dijo Holmes-. Oyeron las explosiones continuadas de un motor de combustión interna cuyo amortiguador de sonido había reventado. El conductor del carruaje sin caballos tuvo que pararlo de inmediato, si no quería despertar a todo el mundo en las cercanías, por lo que volvió a la escena del crimen e hizo que el caballo arrastrara el vehículo hasta donde quedase oculto. Luego soltó al animal, sabiendo que volvería al carruaje, o que no pararía hasta la casa.

– Pero, ¿quién…? -Phoebe Oldsbolt no consiguió acabar su pregunta.

Robby Smythe saltó de su silla como un tigre. Arrojó su vaso medio lleno de oporto contra Holmes, que se apartó ágilmente, y cruzó las puertas de cristal, corriendo hacia donde tenía aparcado su carruaje sin caballos, junto al ala oeste de la casa.

– ¡Rápido, Holmes!-grité, sacando mi revólver-. ¡Se escapa!

– No hay necesidad de apresurarse, Watson. Parece ser que las ruedas del señor Smythe son de tipo neumático. Antes de cenar tomé la precaución de soltarles el aire.

– ¿De tipo neumático? -dijo el mayor Ardmont.

– Llenas con una atmósfera bajo presión para que el vehículo pueda desplazarse sobre un colchón de aire, como usted bien sabe, mayor -dijo Holmes.

Enarboló el revólver y corrí hacia las ventanas de cristal. Pude oír pisadas detrás de mí, pero no delante. Recé para que Smythe no hubiera conseguido escapar.

Pero se encontraba forcejeando con una palanca en la parte frontal de un vehículo de aspecto extraño. Su motor renqueaba ahogado pero no conseguía transmitir energía. Cuando me vio, abandonó su carruaje sin caballos y echó a correr. Emprendí la caza y, al darme cuenta de que nunca podría alcanzar a un hombre más joven que yo y en buenas condiciones físicas, disparé al aire.

– ¡Alto, Smythe!

Se volvió y me miró.

– ¡Mostraré la misma piedad que usted tuvo con sir Clive! -grité.

Titubeó, se encogió de hombros, y caminó pesadamente de vuelta a la casa.


– Afortunadamente, el artefacto no arrancó -dije, mientras esperábamos en el salón a que Wilson Edgewick volviera con la policía.

– Tengo entendido que el carruaje sin caballos puede ser conducido con lentitud pese a tener las llantas deshinchadas, pero no si le falta esto -dijo Holmes, exhibiendo lo que parecía un cordón negro y rígido-. Creo que se llama cable del encendido. Preferí quitárselo como precaución añadida.

Todo el mundo parecía muy contento, a excepción de Robby Smythe y Phoebe. Smythe suplicaba con sus ojos a la hija del hombre que había matado, no recibiendo de ella ni tan siquiera una mirada caritativa.

– ¿Cómo ha podido descubrirlo? -preguntó Millicent.

Miraba maravillada a Holmes, con sus delicados rasgos iluminados ahora que volvía a tener su mundo parcialmente enderezado.

Holmes cruzó sus largos brazos y giró sobre los talones mientras yo apuntaba a Smythe con mi revólver.

– Esta tarde, cuando Watson y yo examinamos la escena del crimen, encontré una pluma cerca del terreno donde se descubrió el cuerpo. También descubrí en el camino una sustancia negra y pegajosa.

– ¡Aceite! -exclamé.

– Y mucho más espeso que el utilizado para engrasar el fusil Gatling, como me aseguré más tarde. Entonces estuve razonablemente seguro de que en el crimen se había utilizado un carruaje sin caballos, ya que el terreno había absorbido poco y el aceite era reciente. La máquina debía haber estado ahí recientemente. Cuando Smythe intentaba escapar tras disparar a sir Clive, el aparato amortiguador que debía silenciar el motor de la máquina se apagó, o reventó por la presión, y el tubo de escape de la combustión interna hizo un sonido semejante al rápido tableteo del fusil Gatling. Eso fue lo que indujo a los parroquianos de la posada a pensar que lo que oyeron en el momento del asesinato era el fusil Gatling. En esas condiciones, Smythe no podía conducir la máquina de vuelta a su establo, y no podía silenciarla, así que hizo que uno de los caballos de sir Clive la arrastrara de vuelta. Si la tierra no fuera tan dura, esto habría resultado muy obvio, puede que hasta para el jefe de policía Roberts.

– No es probable -comentó Millicent.

– Fue a Smythe a quien Eames oyó discutir con sir Clive -prosiguió Holmes-. Y el mayor Ardmont, que pertenece al ejército alemán, sabe por qué.

Ardmont asintió lacónicamente.

– ¿Cuándo se dio cuenta de que no pertenezco a su caballería? -preguntó.

– Supe que dijo la verdad en lo referente a pertenecer a la caballería y en lo de que sirvió en un clima soleado, pero la débil huella del casco y el barboquejo en su frente, y su cara quemada por el sol no se corresponde a la del casco de la caballería de la Reina. Sugieren una sombra proyectada por el casco del soldado de caballería alemán. Supongo que su color moreno lo obtuvo sirviendo a su patria en Africa, y no en la India.

– Excelente, señor Holmes -dijo Ardmont, con genuina admiración-. El señor Smythe intentaba convencer a sir Clive para que interesase al ejército británico en su máquina sin caballos, como medio de transporte para la tropa o la artillería. Con un viejo jinete como sir Clive, resultó ser una causa perdida. Smythe contactó con nosotros y me presentó a sir Clive. Le dijo a sir Clive que si los británicos no se interesaban por su máquina, tendría que negociar con nosotros. Y nosotros sí habríamos iniciado las negociaciones, señor Holmes. Los alemanes creemos que en la guerra hay un futuro para el motor de combustión interna.

Resoplé sonoramente, de forma parecida a un caballo. No me importó. La imagen de un millar de hombres enarbolando un sable, avanzando sobre hordas de chisporroteantes maquinitas, me parecía absurda.

– Me temo que sir Clive se dejó llevar por su temperamento -prosiguió Ardmont-. No sólo dio su negativa final a examinar siquiera la idea de la máquina de Smythe, sino que se opuso completamente a tener como yerno a alguien que pudiese negociar algo con nosotros. Posiblemente fuese eso lo que oyó el mayordomo y lo que le hizo pensar que sir Clive hablaba de Landen Edgewick y Millicent, en vez del señor Smythe y Phoebe.

– Entonces usted estaba con sir Clive y Smythe cuando discutieron -dije-, pero permitió que la policía creyese que fue Landen Edgewick quien había mantenido la discusión.

– Exacto -dijo el mayor Ardmont-, Que el señor Smythe escapase del verdugo otorgaría a Alemania la iniciativa sobre una nueva máquina bélica, ¿no cree?

– ¡Es despreciable! -escupí.

– ¿No habría hecho usted lo mismo por su país? -preguntó Ardmont, sonriendo como una calavera.

Preferí no responderle.

– ¿Y la pluma? -dije-. ¿Cuál era la importancia de la pluma, Holmes?

– Era una pluma de ganso -respondió-. De las que se utilizan en las almohadas. Lo sospeché en cuanto pensé que debía haberse empleado una para amortiguar el sonido de los disparos realizados contra sir Clive. Es lo que explica que no se oyeran en la posada.

– ¡Ah! Y entonces fue al pueblo a hablar con Annie…

– Para saber si últimamente había echado de menos alguna almohada en la posada. Y, efectivamente, se había perdido una, la del cuarto de Robby Smythe.

– Un trabajo impresionante, señor Holmes -dijo Ardmont-. Me marcho ya. -Se bebió el resto de su oporto y se movió en dirección a la puerta.

– ¡No deberíamos dejar que se vaya, Holmes!

– El bueno del mayor no ha cometido ningún crimen, Watson. Las leyes inglesas no le obligan a revelar nada si no se le hace una pregunta directa, y me temo que lo que sabía de la discusión no tenía una relación muy precisa con el crimen.

– Muy bien, señor Holmes -dijo Ardmont-. Debió ser usted abogado.

– Afortunadamente para usted, no lo soy -dijo Holmes-, o puede estar seguro de que encontraría alguna forma de verle colgado junto al señor Smythe. Buenas noches, mayor.


Dos días después, Wilson y Landen Edgewick aparecieron en nuestros aposentos de Baker Street para expresamos su agradecimiento con un abultado cheque, una invitación de boda, y fuertes apretones de manos. Dijeron dirigirse a Reading para hacer una demostración del fusil Gatling ante el personal de compras del ejército Británico.

– Les deseamos suerte -yo con un escalofrío premonitorio- y nos despedimos de ellos.

– Espero que nadie compre los derechos de su arma -dije.

– Espera usted en vano -me dijo Holmes, dejándose caer en su sillón y apretando pensativamente la pipa-. Me temo, Watson, que estamos viviendo al filo de una era de ciencia y mecanización que cambiará profundamente tanto la guerra como la paz. No pasará mucho tiempo sin que empecemos a experimentar con la misma base de la materia, y la dediquemos a nuestros fines egoístas. No podemos sentamos y dejar que eso suceda en el resto del mundo, Watson. Inglaterra debe continuar en la vanguardia de la fabricación de armas, para así descorazonar posibles ataques y conservar la paz mediante la fuerza. Muchas armas más como el fusil Gatling, y quizá la guerra se vuelva algo insostenible, convirtiéndose en algo perteneciente a la historia. Créame, viejo amigo, ésta puede llegar a ser una fuerza para la tranquilidad entre las naciones.

Quizá Holmes esté en lo cierto, como suele estarlo de forma casi invariable, pero esa noche, mientras estaba en la cama, a punto de dormirme, nunca me pareció más reconfortante la suave luz de gas y el ruido de cascos de caballos en el empedrado de Baker Street.

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