LA HABITACIÓN FANTASMA – Gary Alan Ruse


El brillante fogonazo del relámpago, seguido a continuación por el seco chasquido del trueno, tuvo lugar cerca, alarmantemente cerca, de las ventanas de nuestro piso en Baker Street, iluminando cortantemente la habitación y haciendo que me sobresaltara. Mi amigo Sherlock Holmes notó mi turbación y dejó que un asomo de sonrisa irrumpiera brevemente en su solemne faz. A continuación, volvió a centrar su atención, engañosamente casual, en el presunto cliente sentado ante nosotros.

Era media mañana de un triste y gris día de primavera, y una lluvia miserable caía en el exterior pareciendo envolver en su húmeda mortaja a todo Londres, quizá a toda Inglaterra. Nuestras lámparas de gas estaban encendidas y un pequeño y alegre fuego ayudaba a disipar la penumbra además de la humedad reinante. Y su cálido brillo resultaba muy favorecedor a nuestra visitante, una joven a quien yo calculé veintitantos años. Era hermosa de una forma serena, y sus modales eran cordiales y femeninos, pese a su postura decorosa y ceñudo semblante. Holmes parecía intrigado por ella, sus ojos avisados la estudiaban con curiosidad analítica, y, también, con lo que me parecía anticipación. Yo no dudaba que esperaba reencontrar la excitación de un caso tras pasar varias semanas de aburrimiento. Pero, ¿qué horribles eventos o actos miserables podían acechar a una joven tan corriente y agradable?

– Le ruego que continúe -le dijo Holmes-. Iba a decimos lo que la trae aquí con un tiempo tan espantoso. Watson, quizá a la señora le gustaría una taza de té.

– Sí, gracias -replicó ella cuando yo me levanté y crucé hasta la mesa donde esperaba una humeante tetera en la bandeja de la señora Hudson.

La joven asintió agradecida al aceptar la taza y le dio un sorbo. Después, pareció prepararse mentalmente para lo que iba a decir.

– Ha sido muy amable aceptando verme, señor Holmes, habiéndole avisado con un poco tiempo.

– En absoluto. Ha venido en buen momento.

– Empezaré diciéndoles que me llamo Grace Farrington, y que necesito su consejo con urgencia. Si parezco titubear al hablar, es sólo por temor a que, cuando le haya contado mi historia, en el peor de los casos me considerará una loca, y en el mejor una necia.

– Entonces no tema por ello. Puede hablar libremente y estar segura de recibir toda nuestra respetuosa atención.

– Quiero que sepa que soy una mujer racional -aseguró-, poco dada a vuelos de la imaginación, o a delirios de ninguna clase. No creo en fantasmas, ni en aparecidos, ni en espiritismos. Pero he visto algo que desafía toda explicación.

Holmes inclinó ligeramente la cabeza, llevándose a los labios sus entrelazados dedos.

– ¿Cuándo y dónde ocurrió ese suceso?

– Hace una semana, bien avanzada la noche, en la mansión de mi tía abuela lady Penélope, viuda del difunto vizconde de Thaxton-replicó-. La mansión está en Surrey, cerca de Woking. Debería explicar antes que el día anterior había vuelto a Inglaterra tras una larga ausencia.

– Sí -dijo Holmes secamente-. Noto que ha estado usted recientemente en la India, con su marido, un oficial del ejército de Su Majestad.

Grace Farrington alzó una delicada ceja en gesto de sorpresa.

– ¡Cielos, señor Holmes! ¿Cómo puede usted saber eso?

– Por mera observación y simple razonamiento deductivo. Su complexión, aunque bella, muestra el vigor de un clima mucho más tropical que el que puede encontrarse en Inglaterra, o en el resto de la Europa del norte, sobre todo tras un largo invierno. Su anillo de boda es amplia prueba de su estado de casada, y me he fijado en que el paraguas que ha traído consigo tiene un mango de madera incrustado en marfil siguiendo una pauta característica de la India. La férula de latón del asa tiene grabada la cimera de un regimiento. Todos los indicios de ser un regalo de despedida para un oficial, o para la esposa de un oficial, y sus modales, su aspecto, su evidente educación, todo, señalan en esa dirección.

– Tiene toda la razón -replicó ella, bajando su taza-. Mi esposo, James, estaba destinado en la India, donde fue capitán del 112 de artillería. Nos conocimos allí, hace catorce meses. Mi padre es el coronel Edward Colebrook, un soldado de carrera. Los últimos tres años los ha pasado destinado en la India, y mi madre y yo le acompañamos allí como hicimos con sus otros destinos.

– ¿Y sus padres siguen allí? -pregunté.

La joven bajó la mirada.

– Mi padre sí. Perdimos a mi madre el pasado verano, durante un brote de cólera.

– Lamentamos oír eso -dijo Holmes con genuina simpatía, pero resultaba claro que quería que prosiguiera-. Dígame, ¿qué es lo que precipitó su regreso a Inglaterra? ¿Un nuevo puesto para su marido?

– No, señor Holmes. Todo lo contrario. Mi marido fue licenciado del servicio al resultar seriamente herido en una pierna durante una rebelión. Salvó con sus actos la vida de varios hombres y es todo un héroe, aunque suele sentirse muy embarazado cuando se le alaba por ello. -Grace Farrington retorcía nerviosamente las puntas de un pañuelo de encaje que tenía entre sus enguantadas manos, mientras sus preocupados ojos se clavaban alternativamente en Holmes y en mí-. En cualquier caso, debió estar convaleciente durante varios meses antes de estar en condiciones de viajar. El viaje de vuelta nos llevó varias semanas más, pero, al menos, teníamos una oferta de un lugar donde vivir y un posible puesto de trabajo.

– ¿Mediante su tía abuela? -preguntó Holmes.

– Sí, así es. Nunca estuve muy próxima a ella, debido a los deberes de mi padre en países lejanos. De hecho, sólo recuerdo haberla visto una o dos veces cuando era pequeña. Pero empezamos a escribirnos casualmente hace unos años y conseguimos desarrollar una espléndida amistad, aunque fuera de una forma tan indirecta. Así que cuando supo que volveríamos a Inglaterra en cuanto mi marido tuviera fuerzas para viajar, se ofreció a alojarnos en su mansión, e incluso insistió en ello. Así que llegamos allí la semana pasada.

– ¡Ah, espléndido! -dijo Holmes alegremente-. Debió de ser una reunión muy esperada.

– Muy esperada, sí. Pero no como la habíamos imaginado. Pues los extraños sucesos que tuvieron lugar empezaron realmente en el momento de nuestra llegada.

– ¿Cómo es eso?

– Todo estaba mal. O eso me pareció a mí. La finca, aunque no grande, me parecía más pequeña aún que en los recuerdos de mi infancia. Y la mansión, un sólido edificio de dos pisos, era tan terriblemente siniestra y amenazadora de aspecto que su mera visión, aquel día gris en que llegamos con nuestro coche, bastó para helarnos la sangre en las venas.

– Quizá fuese que os habíais acostumbrado a vivir en tierras más alegres -no pude resistirme a sugerir-. Volver con un tiempo tan siniestro…

– Lo sé -reconoció ella-. Estoy segura de que hay algo de verdad en lo que dice. Pero eso no era toda la causa. Los terrenos estaban descuidados y en franco deterioro. Y cuando llamamos a la puerta, tuvimos una fría acogida. Nos hizo pasar un joven en la treintena, a quien apenas recordaba como primo lejano. Se llama Jeremy Wollcott, y su expresión al vemos en el umbral, equipaje en mano, fue tan lastimosamente perpleja que, de entrada, creímos habernos equivocado de sitio.

Holmes se levantó bruscamente de su sillón y fue hasta la repisa que había junto al escritorio, para rebuscar en un montón de periódicos, revistas y anotaciones en papel de oficio que había dejado acumularse allí.

– Sí, continúe, señora Farrington.

– Bueno, mi marido y yo nos presentamos y explicamos por qué estábamos allí, Jeremy parecía saber quién era yo, pero durante un momento muy largo se limitó a mirarnos, sin hablar. Por fin extendió una mano para saludamos.

»-Perdónenme -nos dijo a mi marido y a mí-. Es que me sorprendí al verles. Lady Penélope no me dijo que les esperaba, si no lo habría dispuesto todo para su llegada.

»-¿Hay algún problema? -le pregunté-. Si va a resultar un inconveniente que nos quedemos aquí, buscaremos alojamiento en otro sitio.

»Él titubeó por un momento antes de responder.

»-No. Hay sitio para todos y, si lady Penélope les ha invitado, difícilmente podría decirles que se marchen. Pero, lamentablemente, las cosas ya no son como eran. Lady Penélope no se encuentra bien. Su salud es frágil desde hace tiempo, y el devenir de los años no ha sido bondadoso con ella. Yo… sólo quiero prevenirles.

»Eso me resultó muy perturbador, señor Holmes, pues las cartas de mi tía abuela nunca mencionaron que tuviese mala salud. Jeremy me dijo que era demasiado orgullosa para quejarse de esas cosas y, mientras nos conducía a James y a mí hasta el salón, continuó diciéndonos que los asuntos financieros de lady Penélope también iban mal. Habían tenido que despedir a los sirvientes, quedando sólo una mujer que hacía las veces de cocinera y ama de llaves. Supongo que eso explica el estado de la finca.

»Jeremy dijo que se ocuparía de preparar una habitación para nosotros, y fue a contarle nuestra llegada a lady Penélope. Estuvo ausente un largo rato y, cuando volvió, traía a lady Penélope con él.

Las lágrimas inundaron los ojos de Grace Farrington y se las secó con el pañuelo.

– Tenía un aspecto tan patético que… me llegó al corazón. Lady Penélope estaba confinada a una silla de ruedas. Parecía horriblemente vieja, toda gris y arrugada, apenas capaz de mantener erguida la cabeza mientras Jeremy la empujaba al interior de la habitación. El haberla conocido a través de sus cartas y verla por fin en semejantes circunstancias…, bueno, resultaba enormemente triste.

»Sólo sus ojos evidenciaban un destello de vitalidad y agudeza. Llevaba una bata y un manto que le venían grandes a su encogida forma, y un chal sobre los hombros. La pobre mujer llevaba un delgado velo cubriéndole parte de la cara, en un vano intento de ocultar sus muchas arrugas y su escaso color, pero le servía de poco. Cuando nos saludó, su voz ronca y desentonada, apenas era un susurro. Y, lo que es peor aún, no parecía sincera cuando dijo alegrarse de vemos, aunque sus palabras eran la misma esencia de la cordialidad. Y siempre trataba al pobre Jeremy de una forma vejatoria e intimidatoria, sin importarle lo mucho que se esforzara éste, intentando satisfacer hasta el último de sus deseos. Por mucho que me apiadara de ella, me turbaba verla abusar de la devoción que le profesaba mi primo.

En ese momento tuvo lugar en el exterior otro estrépito de relámpagos y truenos, esta vez un poco más lejos. Holmes miró brevemente a uno de los periódicos que había encontrado en el montón, luego volvió a su asiento y centró una vez más toda su atención en Grace Farrington.

– Dígame, ¿cuánto tiempo hacía que recibió la última carta de lady Penélope?

– Yo diría que unos dos meses.

Sherlock Holmes dejó que su mirada vagara en el vacío.

– ¿Dos meses? En dos meses pueden pasar muchas cosas.

– Así es -dije yo-. Y podría añadir que no es infrecuente en personas de la edad y condición de lady Penélope el volverse irascibles con los seres cercanos. He visto muy a menudo cómo pasaba entre mis pacientes más ancianos.

La joven señora Farrington asintió.

– Sí, pero ahora me pregunto si sus cartas, que siempre me parecieron tan dulces y encantadoras, no serían como sus palabras, cordiales pero carentes de sentimientos sinceros. Ni siquiera sé si las escribió ella misma o si sólo las dictó.

Holmes, en su asiento, se inclinó hacia delante y el tono de su voz se volvió algo impaciente.

– Mi querida señora Farrington, me doy perfecta cuenta de que la reunión con su tía abuela fue decepcionante, entristecedora, y que incluso bordeó lo trágico. Pero seguramente no es esto lo que la ha traído aquí.

– ¡Cielos, no, señor Holmes! Sólo precedió al suceso que tanto me asustó. Y ahora que usted conoce las circunstancias, puedo explicarle el resto. -Se inclinó ligeramente hacia adelante, y su expresión se volvió más impaciente y preocupada-. Sucedió la primera noche de nuestra estancia allí. La cena había sido muy tensa para todos, aunque Jeremy intentó animarla iniciando una conversación. Había ido a visitarle un amigo suyo, un tal Lester Thorn, que nos hizo varias preguntas sobre la India, a las cuales respondimos. Pero lady Penélope pidió ser llevada a su habitación casi inmediatamente después de cenar, y mi marido y yo nos retiramos una hora después.

»Aquella noche no hubo tormenta. De hecho, el tiempo parecía estar despejándose. Pero no pude dormir, no sé si por estar en una casa extraña, o por estar demasiado cansada de nuestro viaje. O quizá sólo fuera el incómodo estado de las cosas con que nos habíamos encontrado, pero el caso es que me pasé horas dando vueltas en la cama. Mi querido esposo, Dios le bendiga, estaba profundamente dormido, obteniendo el descanso que tanto necesitaba, pero yo estaba completamente despierta.

»Por fin, a la una de la madrugada, no pude soportarlo más. Me levanté, me puse la bata y las zapatillas y dejé nuestro cuarto lo más silenciosamente que pude. Bajé las escaleras, llevando una vela conmigo para poder ver por dónde iba, y me dirigí al pasillo principal con la intención de llegar a la cocina. Pensé que un poco de leche caliente podría ayudarme a dormir. No pensaba despertar al ama de llaves, ¿sabe? Me lo habría preparado yo sola encantada. Pero nunca llegué allí.

– ¿Qué pasó? -preguntó Holmes.

Grace Farrington palideció visiblemente al recordarlo.

– El pasillo estaba desierto, como era de esperar a esa hora. Pero una de las puertas, a medio camino del largo pasillo, estaba abierta. Una débil luz llenaba el suelo ante él y, a medida que me acercaba a ella, estuve segura de oír extraños sonidos en su interior.

»Continué caminando en silencio, acercándome cada vez más a la puerta abierta. Cuando llegué a ella, vi dos pequeños objetos en el suelo del pasillo, a unas pulgadas del umbral. Me detuve para recogerlo, y la luz de mi vela me dijo lo que eran. Uno era un guante de señora, extrañamente manchado, con pequeñas iniciales bordadas cerca de la muñeca. El otro era un sonajero de bebé. Hizo un pequeño ruido cuando lo recogí. Francamente, señor Holmes, eso me dejó desconcertada, ya que sabía que lady Penélope no tenía hijos y en sus cartas nunca me había mencionado la presencia de niños en la casa.

»Fue entonces cuando un repentino soplo de aire apagó mi vela, sobresaltándome continuó la joven-. Me incorporé bruscamente y me encontré mirando a la habitación ante cuyo umbral estaba. Aunque mi vela se había apagado, no tuve ningún problema para ver lo que había en esa terrible habitación. No había ninguna lámpara encendida, de eso estoy segura. Pero una luz extraña, fría y fantasmal, parecía llenar el lugar. No con luminosidad, sino con un fulgor espectral y ultraterreno.

»Como ya le dije antes, no creo en fantasmas, ¡pero en aquel momento estuve dispuesta a creer en ellos! Ojos brillantes me miraban desde docenas de distintos lugares de la habitación, algunos a bastante altura. Espectros fantasmales parecían agitarse y moverse en aquel escalofriante brillo como si estuviera viviendo un sueño. Allí también había algo más. En una silla había algo, no sabría decir si humano o no, agarrado a una especie de red que lo tenía confinado. ¡Fue realmente horrible!

– ¡Dios mío! -exclamé involuntariamente, atrapado en la vivida narración de Grace Farrington. Pero contuve mi lengua cuando Holmes me clavó una mirada irritada.

– Prosiga, mi querida señora -dijo simplemente-. Tiene nuestra cautivada mención.

– Le confieso libremente, señor Holmes, que en toda mi vida me había sentido tan asustada. Solté inmediatamente el sonajero y el guante, di media vuelta y eché a correr. Lo hice tan bruscamente que perdí una de mis zapatillas en el umbral, pero no me atreví a pararme para recogerla. Subí las escaleras corriendo, tropezando más de una vez en la oscuridad, y encontré el camino de vuelta a nuestro cuarto.

»Cuando llegué a nuestra cama estaba sin aliento, e insegura sobre lo que hacer. Pero no podía soportar quedarme a solas con el miedo, así que desperté a mi marido. Le conté lo que había visto en la habitación cuando estuve segura de que estaba lo bastante despejado para entenderme. Me abrazó e intentó calmarme.

»-Vamos, vamos -me dijo-, no tiembles así. Estoy seguro de que no hay nada de lo que asustarse. Sólo ha sido un mal sueño, nada más.

»-¡Pero si no estaba dormida, James! -insistí-. ¿Cómo podía haber estado soñando?

»No pensaba dejar que me disuadiera de lo que creía haber visto, así que, finalmente, mi marido se puso una bata y cogió su bastón. Encendió una pequeña linterna que cogió de la repisa que había junto a la cama y me acompañó abajo. Créame si le digo que no tenía ningún deseo de volver a encontrarme con esa espantosa habitación, ni siquiera con mi valiente marido a mi lado, pero estaba decidida a probar mi cordura.

»La puerta de la habitación seguía abierta cuando llegamos al pasillo, y mi zapatilla seguía en el suelo, allí donde la había perdido. Como supondrá, me mantuve muy cerca de mi marido mientras nos aproximábamos al umbral. Para mi sorpresa, habían desaparecido el sonajero y el guante. Estoy segura de haberlos soltado en el pasillo, pero ninguna de las dos cosas estaba allí.

»¡Más sorprendente aún fue lo que encontramos dentro de la habitación! Nuestra linterna la iluminaba muy bien. La habitación era un gran salón de techo alto, muy espacioso, con mesas y sillas y espléndidos cuadros en las paredes. En resumen, no se parecía en nada a lo que había visto momentos antes. Habían desaparecido todos los demonios y los ojos amenazadores, los monstruos y el brillo ultraterreno. El mobiliario se alzaba inocentemente donde antes no había nada. Había flores en jarrones de cristal y aparadores. Una preciosa alfombra árabe cubría el suelo.

»Mi sorpresa se convirtió en desazón, señor Holmes. Lo que veían los escépticos ojos de mi marido me convertía en una mentirosa. Nada había que pudiera dar sustancia a mi historia. ¡Nada! Y, para empeorar las cosas, oímos los pasos de Jeremy bajando la escalera, uniéndose a nosotros en el pasillo.

»-¿Sucede alguna cosa, prima? -preguntó Jeremy, frotándose los ojos.

»-Estoy seguro de que nada -le dijo James-. Parece que mi mujer ha tenido un mal sueño. Nada más.

»-¿Un mal sueño? -repuso Jeremy.

»Yo seguía desconcertada, mirando todavía a la habitación.

»Pero…, pero… estoy segura de haber visto algo terrible…, horrible. Estoy segura. Después de todo aquí está mi zapatilla. ¿Cómo puede explicarse eso?

»-Tal vez sea sonambulismo -sugirió Jeremy-. Tengo una hermana que suele salir a caminar en medio de la noche, y…

»-¡No!-interrumpí recuperando mi sentido de la certidumbre-. No, no estaba soñando. Quizá fue la siguiente habitación.

»Sin vergüenza alguna, corrí hasta la siguiente puerta del pasillo y la abrí. Pero sólo era una especie de cuarto del servicio, una habitación muy pequeña. La siguiente puerta era la del comedor. Comprobé todas las puertas de ese lado del pasillo, pero sin resultado. Nunca me sentí más estúpida.

»Y entonces, como si James y mi primo no estuvieran ya bastante molestos conmigo, desperté a lady Penèlope. Nos llamó desde el pequeño estudio que había al otro extremo del pasillo, acondicionado como dormitorio desde que empezó a no poder subir las escaleras. Jeremy entró para atenderla y puedo decir que parecía muy irritada. Me sentía terriblemente mal. Me disculpé, y James y yo volvimos a la cama. Estando próximo el amanecer conseguí dormir unas horas, pero fue un sueño agitado en el mejor de los casos.

Holmes asintió comprensivamente, con mirada alerta.

– ¿Y volvió a la habitación para inspeccionarla a la luz del día?

– Desde luego -replicó ella-. Y mi marido me acompañó, pero, tras lo de la pasada noche, procuramos tener cuidado de no crear demasiado alboroto. Seguía siendo una habitación corriente. La terrible y fantasmal habitación que vi, se había desvanecido sin dejar rastro. James sigue pensando que lo soñé todo. ¡Pero les juro a ustedes que fue real! No lo imaginé.

– Seguramente.

– ¿Le contó a lady Penèlope alguna cosa de lo que vio?

– Oh, no -dijo la señora Farrington-. En esas circunstancias, con su mala salud y todo lo demás, pensé que sería mejor no hacerlo.

– ¿Sucedió algo más que fuera inusual?

– No, señor Holmes. Nada como lo de la primera noche. Pero seguimos viviendo en una atmósfera extraña y opresiva. Y no puedo quitarme la sensación de que algo va terriblemente mal…, que lady Penèlope no nos lo ha contado todo. No puedo evitar preguntarme si no nos habrá traído a su casa con falsos pretextos, aunque no puedo imaginar con qué motivos. Así que cuando supe que Jeremy venía a Londres a hacer un recado para lady Penèlope, le pedí que nos trajera también a mi marido y a mí, con la excusa de hacer algunas compras. Naturalmente, mi intención era la de venir a consultarle. En estos momentos James está visitando a unos antiguos compañeros del ejército, y debo dejarle para reunirme con él.

– ¿Qué clase de recado? -dijo Holmes.

– ¿Cómo?

– Dijo que Jeremy tenía que hacer un recado para lady Penèlope. ¿Sabe de qué unido se trata?

– Oh, sí. Aunque no conozco los pormenores exactos, oí cómo le pedía a Jeremy que hiciera los arreglos pertinentes para que un procurador viniera hoy a la mansión a ultima horade la tarde. Insistió mucho en ello -Grace Farrington se levantó cuando mi compañero se acercó a ella en su caminar de un lado a otro-. ¿Qué debo hacer, tenor? Temo que nunca tendré un momento de descanso si no consigo averiguar la verdad. ¿Cree usted que soy una tonta?

Todo lo contrario -dijo Holmes-. La consideraría tonta si no buscara la verdad. Ahora escúcheme. Lo que debe hacer es lo siguiente… volver con su marido mi y como tenía pensado. No le diga nada sobre esta reunión, ni a él ni a nadie más. Nada. Vuelva a la mansión Thaxton con su primo y siga su rutina acostumbrada. Pero continúe alerta. Mi amigo y yo la visitaremos esta tarde, a eso de las tres, y examinaremos esto de cerca.

La joven sacó de su bolso una hoja de papel doblada y se la entregó a Holmes.

– Me he tomado la libertad de escribir unas indicaciones para que encuentre la mansión, aunque no creo que tenga problemas.

– Excelente.

Holmes cogió la capa y el paraguas de la señora Farrington de la percha donde se habían estado secando al fuego, y sostuvo la capa para que ella se la pusiera. Yo me apresuré a abrir la puerta.

– Muchas gracias -nos dijo Grace Farrington-. Me siento mejor con sólo haber hablado con usted.

– Hasta esta tarde, entonces -dijo Holmes con una cortés reverencia-. Y tenga la total confianza de que llegaremos a la verdad que se oculta tras este misterio.

Ella sonrió por primera vez desde que puso el pie en nuestro piso, finalmente calmada por el encanto y las promesas de mi compañero. Estoy convencido de que si Holmes fuese de temperamento menos analítico y de naturaleza más romántica, habría tenido mujeres de sobra donde escoger, tanto en Inglaterra como en el continente. Pero su fachada profesional desapareció en cuanto la señora Farrington estuvo al otro lado de la puerta y bajando las escaleras.

– ¿«La total confianza», Holmes? -me burlé-. Una promesa aventurada, incluso para usted, teniendo en cuenta la naturaleza del misterio. ¡Fantasmas y demonios y monstruos, por Dios!

La mirada de mi compañero se tomó muy grave.

– Hay muchas clases de monstruos en este mundo, y no todos son sobrenaturales. Dígame, ¿qué opina de la señora Farrington?

– Debo decir que es una joven muy agradable. Inteligente y capaz, si es que mi opinión sirve de algo. Parece muy cuerda, médicamente hablando. A no ser que haya algún problema oculto.

– Estoy de acuerdo. Sus descripciones eran detalladas y claras, y creo que no deben tomarse a la ligera.

Sentí un ligero escalofrío al recordar las palabras de Grace Farrington.

– ¿Cree usted que vio lo que nos describió?

– Estoy seguro de que vio algo -dijo Holmes-. Pero también estoy seguro de que interpretó mal su verdadera naturaleza.

– Desde luego, eso espero. ¿Tiene alguna pista?

– Según lo averiguado ya, a mi mente acuden varias posibilidades. Pero necesito más datos antes de seguir teorizando, algunos de los cuales deben obtenerse aquí, en Londres, y el resto hallarse en la mansión Thaxton. -Holmes cogió su capa y su gorra de viaje; su letargo de las últimas semanas había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos-. ¿Qué me dice, amigo mío? ¿Puedo contar con su ayuda en esas investigaciones?

– ¡Sería un gran placer!

– ¡Pongámonos en marcha entonces, Watson! Empieza el juego.


Cogimos el tren de las 13:45 en la estación de Waterloo, con apenas tiempo para tomar un apresurado almuerzo antes de salir. Sherlock Holmes y yo pasamos varias horas, desde nuestra reunión con la señora Harrington, recorriendo el West End, visitando varias agencias dedicadas a conseguir empleo a criados con buenas credenciales. Mi compañero continuó haciendo sus discretas preguntas hasta que, en el quinto establecimiento que visitamos, encontramos lo que buscaba. La agencia Atwater había representado a los sirvientes despedidos de la mansión Thaxton y, ante el hábil interrogatorio de Holmes, el caballero encargado del establecimiento los recordó a la perfección.

– Fue un triste giro de los acontecimientos, si es que puede llamárseles así, señor nos dijo el encargado, un tal señor Bryswicket-. Llevaban empleados en la mansión desde hacía quince años o más, treinta en el caso del mayordomo. Todos ellos conocieron a lord Henry, que murió hace unos doce años. Casi eran parte de la familia. Pero, con los reveses financieros de lady Penélope, la mayoría de ellos fueron despedidos prácticamente sin aviso previo, y con muy poca compensación.

– Sí -dijo Holmes meneando tristemente la cabeza-. Eso fue hace varios meses, ¿verdad?

– Casi -replicó Bryswicket, pasando una página de sus registros-. Siete semanas para ser exactos. He encontrado empleo para dos de las doncellas y para el jardinero, pero todavía no tengo nada para el mayordomo y la cocinera, o el resto del personal -Bryswicket nos dirigió una mirada esperanzada-. Si alguno de ustedes, caballeros, tuviera libre algún puesto, o conociera a alguien que tuviera…

– Lamentablemente, en este momento no -dijo Holmes-. Pero si sabemos de alguien, no dude de que le pondremos en contacto con usted.

Con esto, le deseamos un buen día al señor Bryswicket. Sólo hicimos una parada más antes de dirigimos a la estación. Mientras esperaba fuera con el carruaje, Holmes entró en una pequeña tienda especializada en libros y revistas usadas. Volvió unos minutos después y nos pusimos en camino. Y así fue cómo nos encontramos a bordo del tren que se dirigía a Wokin. El agradable paisaje de Surrey estaba mojado, pero, como por fin había dejado de llover, el tiempo no era tan inclemente como al inicio de la mañana. Holmes se ocupó un tiempo con unas notas que había tomado y con varias revistas que había comprado, y luego, finalmente, dedicó su atención al paisaje que discurría al otro lado de la ventana.

– Bueno, Holmes, ¿ha sido de alguna utilidad la información obtenida en Atwater's? -le pregunté cuando estuve seguro de no interrumpir sus pensamientos.

– Sí, creo que nos resultará muy útil.

– ¿Confirma lo que nos contó Grace Farrington?

– Eso parece.

– ¿Cree que esos problemas financieros tienen alguna relación con este asunto?

– ¿Cómo cree usted que pueden tenerla, Watson?

– Bueno -dije yo, inseguro de mi teoría, ahora que se me hacía a mí esa pregunta-. Me parece probable que si lady Penélope conocía sus dificultades cuando invitó a los Farrington a vivir con ella, y, de hecho, debía conocerlas, quizá esperase que ellos la ayudasen de algún modo.

– Ellos también parecen estar necesitados de ayuda.

– Quizá lady Penélope quería que realizasen algunas de las tareas de los sirvientes que pensaba despedir. O puede que Grace Farrington vaya a recibir una herencia, de la cual no sabe nada, pero que sería de gran utilidad a lady Penélope. Sería algo semejante a nuestro reciente caso de la hunda de lunares.

– Es una posibilidad -dijo Holmes secamente-, pero sólo una entre muchas. Ya veo que comparte la desconfianza que siente nuestra cliente por la buena lady Penélope.

– Sí, Holmes, creo que sí.

– Bueno, son sentimientos no injustificados, mi buen amigo. ¿Y su teoría respecto a la visión fantasmal…?

– Debo confesar que no la tengo -dije.

Sherlock Holmes se cruzó de brazos y se recostó en el asiento, cerrando los ojos como si fuera a echar una siesta.

– No tema, Watson. Estoy seguro de que las piezas del rompecabezas encajarán a la perfección en cuanto las hayamos reunido todas. Sólo desearía poder recordar lo que leí sobre la muerte de lord Henry. Estoy seguro de que en su momento salió en los periódicos, pero tras doce años no puedo recordarlo. No importa. Dígame, ¿se ha acordado de traer su revólver?

– Sí, por supuesto -miré a mi amigo, cuya expresión se había tomado siniestra-. ¿Cree que llegaremos a necesitarlo?

– Eso queda por ver. Pero puede estar seguro de una cosa: en la mansión Thaxton hay traición en el aire, ¡y muy bien puede ser un asesinato lo que debamos prevenir!


Al tren le llevó casi una hora y, a nuestra llegada a Woking, Holmes alquiló un coche para ir a la mansión, situada a unas buenas cinco millas de la estación. Por tanto, eran casi las tres en punto cuando avistamos la mansión de paredes grises, sobresaliendo alta y siniestra más allá de una arboleda de abetos.

– ¡Conductor!-gritó Holmes de repente-. ¡Aquí está bien! Por favor, déjenos aquí. Estos son los terrenos que debo inspeccionar, y nos ahorraremos una buena caminata bajando en este sitio.

Holmes pagó al hombre y, cuando el carruaje dio media vuelta y se alejó, empecé a andar por el camino. Holmes me hizo un gesto para que me internara en el campo.

– Vamos, Watson. Demos un rodeo y acerquémonos a la casa desde un lateral. De este modo no seremos vistos. Debo inspeccionar algo antes de dar a conocer nuestra presencia y, desde luego, no es una parcela de terreno.

Aprovechamos todo lo posible la protección que nos brindaban los árboles, acercándonos a la mansión Thaxton por su cara este. Sólo estuvimos un breve momento al descubierto, cuando atravesamos un campo de trigo, y, luego, una serie de verjas ornamentales nos protegieron de ser vistos durante el resto del camino hasta la casa. Por una vez. me sentí agradecido por el encapotado cielo. La plana luz gris ayudaba a oscurecer nuestros movimientos.

Cuando llegamos a sus muros, Holmes examinó rápidamente la zona, cogiéndose luego al varaseto que llegaba hasta el tejado de la casa.

– Espere aquí-susurró-. Manténgase fuera de la vista.

– ¡Cielos, Holmes! -protesté, pero ya trepaba por el varaseto como un vivaracho artista circense. Llegó fácilmente hasta la cima y desapareció por el borde del tejado sin apenas mirar atrás y sin hacer más ruido que un rumor de hojas.

Todo estaba silencioso, a excepción de los sonidos del campo. De pronto me sentí terriblemente solo, agazapado allí contra los muros de la mansión Thaxton, esperando no ser visto y preguntándome qué excusa podría dar si alguien me descubría allí. Medio deseé haber acompañado a Holmes, pero una mirada al varaseto que se elevaba sobre mi cabeza me convenció de que mi amigo había tomado la decisión correcta yendo solo. Pasaron minutos largos y tensos. Miré el reloj. Ya eran las tres y cinco. No tenía ninguna duda de que Grace Farrington esperaba impaciente nuestra llegada de un momento a otro. Sólo deseaba que su ansiedad no la delatara, ni a ella ni a nosotros.

Un movimiento captado con el rabillo del ojo llamó mi atención al camino, en el momento en que el sonido de un caballo y un carruaje llegaba a mis oídos. Era un carruaje de aspecto costoso conducido por un joven, que llevaba a un hombre de más edad, y que llegaba de la misma dirección en que habíamos venido nosotros. Mientras observaba desde mi escondite, vi que el carruaje giraba por el camino, y que su destino era esta misma casa junto a cuya pared estaba yo agazapado. Tuve ganas de darle esta noticia a mi amigo. Si tan sólo pudiera hacerlo.

– ¡Holmes! -murmuré para mí-. ¿Dónde estará?

– Más cerca de lo que piensa, Watson -dijo, haciendo que mi cabeza girara bruscamente por la sorpresa, pues Holmes estaba agachado detrás de mí, aunque no le había oído llegar-. Lamento haberle sobresaltado, viejo amigo. La vista es mucho mejor allí arriba y vi llegar al carruaje cuando todavía estaba a media milla. Temí que, al acercarse, pudieran verme bajar por el varaseto, así que bajé por el otro lado y vine hasta aquí por la trasera de la casa.

– ¿Qué descubrió arriba? -pregunté, en cuanto recuperé la calma.

– Algo que confirma una de mis sospechas y arroja un poco de luz sobre este misterio. Y apostaría a que ése es Jeremy Wollcott y el procurador que ha contratado dijo Holmes, gesticulando hacia el carruaje que llegaba-. Vi a ese carruaje llegar a la estación de Woking, justo cuando nosotros salíamos en nuestro vehículo. El procurador debió tomar el mismo tren que nosotros, y Wollcott se reunió allí con él.

– Qué poco oportuno -gruñí.

– ¡Todo lo contrario, es una oportunidad fortuita! Aprovechémosla.

Sherlock Holmes echó a andar, manteniéndose pegado al muro. El carruaje estaba en la parte frontal de la casa, fuera de la vista, así que era improbable que sus ocupantes pudieran vemos. Cuando llegamos a la esquina de la fachada principal, miramos con cuidado y vimos al carruaje con su caballo parados ante la entrada de la mansión, y a los dos hombres desapareciendo en el interior de la casa. La puerta se cerró tras ellos.

Holmes me hizo un gesto para que le siguiera.

– Manténgase bajo el nivel de las ventanas. ¡Todavía no deben vemos! -susurró.

Por pura buena suerte, el caballo era un animal apacible y no se asustó ante la visión de dos forasteros arrastrándose furtivamente por la fachada principal de la casa. Cuando llegamos a la primera ventana, Holmes se detuvo y aventuró una precavida mirada al interior. A continuación me hizo gestos para que siguiese andando. En la siguiente ventana sucedió lo mismo. A continuación estaba la entrada, con su puerta sólidamente construida, y, una vez superados los pocos escalones que conducían a ella,

Holmes se acercó a la tercera ventana de la fachada norte del edificio. Miró al interior por una esquina, y luego me hizo señas para que me uniera a él. Sólo había unos cuantos matojos para ocultarse, pero tendrían que servir.

– Estamos de suerte, Watson -dijo Holmes en voz muy baja-. El salón está al otro lado de la ventana, y toda la casa parece reunida aquí.

Arriesgué una mirada por la ventana, tan precavidamente como Holmes, y confirmé sus palabras. Jeremy Wollcott y el procurador estaban sentados dándonos la espalda, al otro lado de un sofá que había junto a la ventana. Grace Farrington y un hombre que supuse sería su marido estaban sentándose a la derecha, y una mujer con bata de cocinera estaba en pie a la izquierda. Enmarcado por la puerta del salón había otro hombre, empujando al interior de la habitación una forma sentada en una silla de ruedas. Incluso con sólo ese fugaz atisbo, pude darme cuenta de que la descripción que Grace Farrington nos hizo de lady Penèlope no era exagerada. La mujer parecía horriblemente vieja y frágil, y su mirada agitada y rencorosa.

La ventana estaba algo abierta para dejar entrar un poco de aire fresco, permitiendo, además, que las voces de quienes estaban en el interior llegasen a nuestros oídos. Oímos a Jeremy Wollcott presentar al procurador, un tal Joshua Trenton, a lady Penèlope y a los demás de la habitación. El hombre que empujaba la silla resultó ser Lester Thorn, el amigo de Wollcott del que nos había hablado la señora Farrington.

– Aprecio su presteza -dijo lady Penèlope, con voz débil y temblorosa-. ¿Ha traído los papeles?

Por supuesto que sí, señora -fue la respuesta del procurador-. Es un documento tipificado. Lo único que tengo que hacer es rellenar los datos tal y como usted desee, hacer que verifique si están correctos y obtener su firma. Entonces todo estará en orden. Somos afortunados teniendo aquí más testigos de los necesarios.

Dirigí una mirada a Holmes, que seguramente habría notado mi curiosidad y mis sospechas sobre lo que podía ser este documento. Se limitó a llevarse un dedo a los labios indicando silencio, para escuchar más atentamente aún.

– Esto se hace en contra de mi criterio -se oyó decir a Jeremy Wollcott. Era la voz de un hombre joven, clara y fuerte, pero que evidenciaba cierta timidez-. La verdad, no veo cómo…

– ¡Cállate, Jeremy!-cortó lady Penèlope, con voz áspera pese a su debilidad-. Debe hacerse. No…-hizo una pausa, al parecer para tomar aire-…me hago ilusiones sobre mi salud. Tampoco deberías hacértelas tú. Bueno… Es el señor Trenton, ¿verdad? ¿Ha escrito la fecha de hoy en el documento?

– Así es, señoría.

– Muy bien -replicó lady Penèlope-. En cuanto a todos vosotros, quiero que sepáis… -otra pausa para respirar-…que el documento que el señor Trenton está redactando es mi última voluntad y testamento.

Se oyó un pequeño jadeo de Grace Farrington, un pequeño sonido de sorpresa y tristeza. Sospecho que su reacción habría sido menor, de no haber tenido ya los nervios de punta.

– Mi querida niña -dijo lady Penèlope dirigiéndose a ella-. Tu preocupación es conmovedora, pero resérvate tu compasión para los demás. He… he tenido una vida plena, y no me preocupa mucho el no ver muchos más días en esta tierra -hizo una pausa, tosiendo varias veces de forma ahogada y silenciosa. Ahora, señor Trenton, quiero que escriba lo siguiente: Quisiera que, a mi muerte, la mansión Thaxton y sus terrenos, así como los escasos dineros que me quedan en el banco, y toda pertenencia que pueda tener, fueran de una sola persona.

La habitación estaba tan silenciosa que podía oír el rasguear de la pluma del procurador al escribir en el documento.

– ¿Y el beneficiario es…? -dijo Trenton cuando la alcanzó.

Lady Penélope volvió a toser.

– Mi marido y yo nunca fuimos bendecidos con hijos. Por tanto, he decidido dejárselo todo a mi sobrino nieto, Jeremy Wollcott.

– Es un gesto muy bondadoso -protestó débilmente Jeremy-, pero sigo queriendo que lo reconsidere.

La anciana agitó un tembloroso dedo en el aire.

– ¡Tonterías! Ya lo he decidido, Jeremy. Tus padres me eran muy queridos cuando vivían, y les prometí cuidar de ti. Al final ha resultado que has sido tú quien ha cuidado de mí, y es hora de compensarte por las indignidades que has padecido.

Jeremy Wollcott no replicó a esto, y me pregunté si habría dicho a la afligida mujer lo pobres que eran sus finanzas, y lo limitada que sería la recompensa recaudada. Arriesgué otra mirada por la ventana y vi que Grace Farrington parecía tener un aspecto solemne, pero no infeliz con las cláusulas del testamento.

– Ya está terminado -dijo por fin el procurador-. Ahora, señor Wollcott, si tiene usted la bondad de hacer que su tía abuela repase el documento y lo firme, pasaremos a los testigos.

Jeremy Wollcott se levantó y llevó con cierta reticencia el testamento terminado a lady Penélope. La mujer sacó unos impertinentes de su bata y miró el testamento a través de los lentes. Sólo necesitó un momento para quedar satisfecha y, cuando el procurador le dio apresuradamente su pluma, firmó el documento con mano temblorosa. Jeremy se acercó a Grace Farrington y su marido para que firmasen como testigos, y la cocinera y Lester Thorn les siguieron hasta la mesa.

– Creo que ya hemos visto y oído bastante -dijo Sherlock Holmes bruscamente, empujándome hacia la puerta-. ¡Deprisa, Watson! ¡No hay ni un momento que perder!

– Espere, Holmes -tartamudeé, pero mi compañero ya estaba llamando a la puerta con la intensidad de un loco, organizando un horrible escándalo-. ¡No podemos entrar de este modo!

– Hay un tiempo para las precauciones, y un tiempo para los actos valientes. Aquí hay en juego mucho más de lo que piensa. ¡Ahora, sígame!

Apenas había pronunciado esas palabras cuando un alboroto de pasos se acercó a nosotros desde el interior. La puerta se abrió para descubrir a Jeremy Wollcott, con el rostro empalidecido y desconcertado. Lester Thorn y el procurador le seguían a corta distancia.

– ¡El diablo le lleve, señor!-gritó Wollcott-. ¿Qué cree estar haciendo?

– ¡Prevenir una gran injusticia, si aún estamos a tiempo!

Holmes pasó junto al joven sin esperar invitación para entrar y yo le seguí rápidamente al vestíbulo del edificio.

¿Ha firmado ese documento, señora Farrington -preguntó Holmes al ver la mirada de sorpresa de Grace Farrington al otro lado de la abierta puerta del salón.

– Pues no -dijo ella.

– Excelente. Asegúrese de no hacerlo.

¡A ver qué pasa aquí!-protestó Jeremy Wollcott, todavía ante la abierta puerta de la calle-. ¡Cómo se atreve a entrar de esta manera! ¡No tiene ningún derecho!

James Farrington pasó junto a su mujer y avanzó cojeando, apoyándose en su bastón, para unirse a los demás. Aunque sus heridas habían afectado a su fortaleza, resultaba evidente que su espíritu militar seguía intacto.

– Estoy de acuerdo -dijo con voz de mando-. ¡Exijo saber quién es usted y que asunto le trae aquí!

– Es bastante justo, señor. Soy Sherlock Holmes. Mi amigo es el doctor Watson. Y le aseguro que nos mueven los mejores intereses. Además, pretendo servir a los intereses de lady Penèlope.

La anciana entraba en ese momento en el vestíbulo, con la cocinera empujando su silla de ruedas. Miró a Holmes con sus agudos ojos.

– ¡Pero yo no he solicitado su ayuda, señor!

Aunque quizá sea así, estoy aquí y no me iré hasta no haber hecho lo que vine a hacer. -La figura de Holmes, alta y enjuta era una presencia imponente, su expresión férrea y decidida-. Ya están todos aquí. ¡Espléndido! Les convertiré en testigos de algo muy distinto. Ahora síganme todos ustedes, si quieren saber cuál es el asunto que me trac aquí. Señora Farrington… ¿Supongo bien pensando que este es el camino al pasillo en cuestión?

Holmes ya caminaba hacia allí con decisión cuando la joven movió la cabeza asintiendo, Grace Farrington y su marido le siguieron, con los demás pisándole los talones. Yo iba en último lugar, para poder vigilarlos bien y asegurarme de que nadie dejaba el grupo sin ser advertido. Creí ver a Jeremy Wollcott y a Lester Thorn intercambiando una mirada de preocupación, pero no supe decir si se debía a alguna preocupación desconocida o simplemente a la brusca intrusión de Holmes.

Mi compañero nos condujo a paso vivo por el vestíbulo, llevándonos, con las indicaciones de Grace Farrington, hasta un largo pasillo salpicado de puertas. Una alfombra de elaborado dibujo oriental formaba un sendero en medio del corredor, dejando expuesto a los lados el suelo de madera. Caprichosamente situadas a lo largo de las paredes había repisas con jarrones de cerámica o piezas de escultura, además de varias librerías muy altas.

– Ya podemos empezar-dijo Sherlock Holmes cuando nos acercamos a la mitad del pasillo. La señora Farrington llamó mi atención sobre algo inusual que tuvo lugar aquí la semana pasada.

– La verdad, señor Holmes, no me esperaba esto -dijo Grace Farrington, obviamente incómoda-. Pensé que sería una investigación lo más discreta posible.

– Discúlpeme, mi querida señora. Ese era mi deseo, pero ahora la situación exige algo más.

La aguda y temblorosa voz de lady Penèlope se oyó a continuación.

– ¿De qué hablan, Jeremy? No se me ha contado nada.

– No había nada que contar -fue la irritada réplica de Wollcott-. Nada importante. Grace tuvo un mal sueño. Creía que ya estaba aclarado, pero ahora veo que no había dejado de pensaren ello, francamente, Grace, ¡traer a un extraño por algo tan trivial!

– Cuidado con lo que dice, señor -retrucó James Farrington-. Mi mujer nunca haría nada que no considerase necesario.

– ¡Pero aquí no sucedió nada extraordinario! ¡Véanlo ustedes mismos!

Diciendo esto, Jeremy abrió la puerta de la habitación.

La gran habitación que quedaba al descubierto era tal y como la había descrito aquella mañana Grace Farrington: espaciosa, bien decorada con mesas y sillas y aparadores, con una alfombra oriental en el suelo y flores en jarras de cristal. Era una habitación acogedora, con nada que sugiriera visiones aterradoras.

Holmes miró al interior, recorriendo la habitación con la mirada.

– Muy cierto -dijo cuando sus entornados ojos volvieron a clavarse en el grupo que tenía delante-. No hay nada extraordinario aquí. Piense, señora Farrington. Me dijo que bajó las escaleras, encontró abierta la puerta de la habitación y que el guante y el sonajero estaban en el suelo. Cuando su vela se apagó por un soplo de viento, miró a la habitación y vio una escena aterradora. Corrió para buscar a su marido, y luego volvió.

– Sí -dijo ella-. Es correcto, señor Holmes.

– ¿Y cuánto tiempo estuvo usted alejada de este lugar?

– Sólo unos momentos. Estoy segura.

– Quizá le pareciera eso en la excitación del momento, querida señora -le dijo Holmes gentilmente-. Pero, según su propia descripción, tanteó en la oscuridad durante el camino de vuelta. Tuvo que despertar a su marido, contarle lo ocurrido y luego convencerle de ello. En su presente estado no puede moverse muy rápido, y menos en las escaleras. Todo esto llevó su tiempo. De ahí mi argumentación de que usted no volvió hasta transcurridos unos buenos diez minutos desde su primera sorpresa. Tiempo suficiente para llevar a cabo la proeza.

– ¿Proeza? -preguntó James Farrington-. ¿Qué proeza? ¿Y por quién?

– La desaparición de una habitación llena de fantasmas -replicó Sherlock Holmes.

– ¡Esto es absurdo! -exclamó Jeremy Wollcott.

– En absoluto. Nunca dudé de que hubiera una explicación racional a lo que vio la señora Farrington. Y la fecha del suceso, junto a varios hechos aparentemente no relacionados, me llevaron a sospechar cuál era el motivo de todo ello. Mis investigaciones de la mañana, y lo que he descubierto en el tejado, confirmaron mis sospechas.

– ¿En el tejado? -Grace Farrington estaba claramente desconcertada.

– Claraboyas, mi querida señora -le dijo Holmes-. Hay dos de ellas en esta parte de la casa, situadas aproximadamente a unos treinta pies la una de la otra. Una puede verse en el techo de esta habitación, al no tener un segundo piso encima de ella. Pero, ¿dónde está la otra claraboya? ¿En el cuarto del servicio? ¡Me temo que no! ¿En el salón comedor? Demasiado lejos de esta habitación. ¿Dónde está entonces la habitación a la que miré desde el tejado hace unos minutos, y cuyo contenido me hizo recordar la forma en que murió lord Henry hace doce años?

– Entonces, ¿no estaba equivocada? ¿La habitación que vi, existe?

– Puede estar segura do eso, señora Farrington.

Holmes caminó por el pasillo, agachándose mientras se movía para estudiar el suelo. Rascó con la uña en el suelo de madera, junto a una librería, formando una hilera de una sustancia blanca.

– Jabón -anunció-. Y la pared de aquí no está tan ajada como el resto. Venga, Watson, necesitaré su ayuda en esto.

Me moví hasta donde él indicaba, frente a él y al otro lado de la librería. Era reticente a apartar la vista de los demás, aunque fuera sólo por un momento, pero estaba ansioso por conocer la verdad.

– ¡Empuje, Watson! -gritó Holmes.

Sherlock Holmes tiró hacia atrás de la gran librería mientras yo empujaba hacia delante. Al principio se oyó un breve gemido, deslizándose a continuación el mueble sobre el suelo enjabonado. La librería se movió con relativa facilidad, no obstante su peso. La desplazamos hasta una distancia de unos cinco pies. No se necesitaba más.

– ¡Miren! -gritó Grace Farrington.

Señalaba con tanta vindicación como sorpresa, pues ahora quedaba al descubierto una puerta cerrada que había estado oculta detrás de la librería. Holmes se dirigió rápidamente hacia ella, alargando una mano al pestillo.

– ¡Alto!

El furioso grito provenía de lady Penélope, y tenía una fuerza inesperada. Girándome para enfrentarme a ella, vi que la anciana había sacado una pistola de buen tamaño de entre los pliegues de su bata y que apuntaba a Holmes con ella. Se levantó de la silla y dio un paso hacia delante.

– Esto ha ido demasiado lejos, Jeremy. ¡Saben demasiado! -dijo con una voz notablemente diferente a la suya.

– ¡Estúpida! -gritó Wollcott.

Entonces, con una rapidez que nos sorprendió a todos, James Farrington golpeó con su bastón la mano con que lady Penélope sostenía el arma. Ésta cayó al suelo, de donde la recogió Holmes. La anciana se lanzó hacia delante un instante después, intentando escapar, pero tropezó con el borde de su larga bata y cayó virtualmente a mis pies. Saqué mi propio revólver y lo tuve preparado.

Intentando aprovechar la confusión del momento, Jeremy Wollcott y Lester Thorn dieron media vuelta para huir en la dirección opuesta. No habían dado más de dos pasos, cuando Holmes les apuntó con la pistola incautada y se oyó su voz dominante.

– ¡Alto! ¡Alto, o dispararé!

Los dos hombres se detuvieron en seco, pues no podía dudarse de la sinceridad de las palabras de Holmes. Dieron media vuelta de mala gana, derrotados.

Holmes le entregó la pistola a James Farrington.

– Vigílelos, capitán, y también a la cocinera, hasta que estemos seguros de su inocencia. Pero dudo que el señor Trenton sea parte de esto.

El procurador empalideció y se enjugó la frente con un pañuelo.

– Desde luego que no -balbuceó-. ¡No había visto al tal Wollcott ni a lady Penélope antes de hoy!

– En lo que respecta a la última -replicó Holmes-, sigue siendo así.

Holmes fue hasta donde la anciana, o quien simulaba serlo, forcejeaba para levantarse del suelo. Alzando bruscamente a la persona para que diera la cara a los demás, Holmes agarró el velo transparente y el pelo gris que había bajo él y le quitó los dos de un tirón, provocando un grito de sorpresa en Grace Farrington. Bajo la peluca había un pelo cortado a cepillo de un color castaño oscuro, y, cuando Holmes le arrancó las hábilmente colocadas capas de gutapercha y pálido maquillaje, apareció la cara de un delgado joven.

– Este, a no ser que yerre en mi suposición, es un actor principiante llamado Anthony Cleason -anunció Holmes-. Tengo en el bolsillo un programa de una reciente producción teatral llamada «El dilema de la viuda», donde el señor Cleason interpreta el papel de una anciana. El nombre de Lester Thorn también aparece en él. El productor de la obra fue ni más ni menos que Jeremy Wollcott. Su nombre me resultó familiar cuando me lo mencionó usted esta mañana, señora Farrington. Todavía conservo un artículo del Daily Telegraph que habla de una ristra de obras producidas por el señor Wollcott, todas ellas rotundos fracasos. Fue esto, junto con su descripción del inesperado comportamiento de lady Penélope, lo que hizo que me preguntara si su primo no estaría preparando en la mansión Thaxton un drama de un tipo mucho más siniestro.

– Los sirvientes -dije abruptamente.

– Justamente, Watson. Debían ser despedidos, y no por problemas de dinero. Conocían a lady Penélope demasiado bien para no darse cuenta de la impostura. Pero, aunque Wollcott dijo a la señora Farrington que habían conservado a la cocinera, resulta obvio, por lo que supimos en la agencia, que la cocinera también fue despedida y reemplazada por otra. Eso me pareció enormemente sospechoso.

– Pero, ¿qué ha sido de lady Penélope, de la auténtica? -preguntó Grace Farrington angustiada.

– Creo que la respuesta a eso se encuentra aquí -replicó Holmes, moviéndose hacia la puerta antes escondida. Probó el pestillo y descubrió que no estaba echado. Abrió la puerta bruscamente.

– ¡Aquí tiene su habitación fantasma, señora Farrington! -dijo abriendo la puerta de golpe.

La joven contuvo el aliento cuando el interior de la habitación quedó al descubierto; luego frunció el ceño por la curiosidad y se acercó algo más para ver mejor. Cuando sus ojos recorrieron la habitación, una pasmosa revelación sustituyó a su curiosidad.

Sherlock Holmes entró en la habitación antes que ella, sus agudos ojos alertas al peligro.

– ¡Watson! -llamó-. Déme su revólver. ¡Rápido, hombre! Se requieren sus atenciones profesionales.

Me uní a él en la habitación, entregándole el arma al entrar. Holmes señaló un sofá junto a la pared, donde había una forma humana atada y parcialmente tapada por una cortina. Fui hasta ella y descubrí que era una mujer anciana.

– Tenía usted razón, Holmes. Ésta debe de ser la auténtica lady Penélope.

Grace Farrington se acercó más, llevándose la mano a la boca.

– ¿Está…?

– ¿Viva? ¡Sí! -grité-. Tiene pulso, pero parece estar drogada.

– Haga lo que pueda por ella, Watson -dijo Holmes.

Poco puedo hacer en este momento repliqué yo aflojando las cuerdas que la sujetaban a la silla-. Necesita aire fresco.

Holmes fue hasta una segunda puerta que había en una pared y, aunque estaba cerrada, consiguió abrirla a la fuerza. Al otro lado de ésta se veían los estantes del cuarto del servicio y, con las dos puertas abiertas, el aire empezó a correr por la habitación.

La habitación era más pequeña que el gran salón contiguo, pero también ésta tenía la altura de los dos pisos de la mansión. Arriba se veía la claraboya mencionada por Holmes, y la luz que entraba por ella iluminaba una habitación horriblemente abandonada. Había polvo por todas partes, y era obvio que el sitio llevaba muchos años sin ser utilizado. Las altas paredes forradas de madera oscura estaban llenas de trofeos de caza. Desde diversas alturas nos miraban las cabezas disecadas de antílopes y gacelas, de jabalíes y búfalos, con sus ojos de cristal brillando luminosos. Las telarañas que colgaban de las cabezas en espesas masas grises se agitaban mecidas por las corrientes de aire, dando la impresión de formas fantasmales. Las mesas contenían más trofeos un león aquí, un leopardo allí-, también polvorientos y llenos de telarañas. Había sábanas cubriendo sillas y vitrinas y, en un rincón, había un oso polar disecado, alzado sobre los cuartos traseros, con sus pezuñas alargadas de forma amenazadora.

– Ahora lo entiendo -dijo Grace Farrington arrodillándose junto a lady Penélope-. Este lugar es extraño y aterrador incluso a la luz del día. Pero, ¿qué era el brillo fantasmal que vi?

– La fecha es la clave -replicó Holmes-. Hace una semana hubo luna llena, y a la una de la madrugada debía quedar justamente encima de nuestras cabezas. Su fría luz entrando por la claraboya es lo que hizo que esta habitación fuera tan espectral. Las nubes debieron de oscurecer luego la luna, cuando miró en la otra habitación. En todo esto resultó crucial la oportunidad del momento. Si usted hubiera podido dormir y no hubiera bajado esa noche, nunca habría encontrado la puerta abierta y visto todo esto.

– ¿Y por qué estaba la puerta abierta?

– Estoy seguro de que su primo creyó que a esa hora no corría ningún peligro replicó Holmes-. En aquel momento debía estar aquí, en la habitación.

Grace Farrington acarició suavemente la frente de lady Penélope.

– ¿Quiere decir dragándola?

– Quizá, pero es más probable que buscara algo -Holmes se acercó a los aparadores que había junto a la puerta-. Recuerde que encontró ese sonajero y ese guante en el suelo. Eso sugiere una búsqueda apresurada.

– Pero yo no le vi, y no había ninguna lámpara encendida.

Holmes empezó a abrir cajones y a inspeccionar su contenido.

– Debió oírla venir y apagar la lámpara, si es que tenía una encendida. Era demasiado tarde para cerrar la puerta. Lo único que podía hacer era esconderse y ver quién era. Cuando usted se detuvo a recoger las cosas del suelo, aprovechó la oportunidad y apagó su vela, esperando no ser visto. No fue más que un afortunado accidente para él que usted se asustara del extraño aspecto del lugar y de los gemidos de lady Penélope.

– ¡Desde luego que me asusté! -dijo la señora Farrington.

– Enfrentándose al hecho de que usted podía volver en cualquier momento con ayuda, y no queriendo arriesgarse a una investigación más atenta, con el posible descubrimiento de su rehén, pensó en desacreditar su historia. Arrojó el guante y el sonajero al interior de la habitación, con la intención de ocuparse luego de ellos, cerró la puerta y despertó a su amigo actor, que dormía en el estudio. Una simple barra de jabón frotada en el suelo les permitió mover la gran librería con facilidad y en silencio. A continuación abrieron la puerta del salón contiguo y pusieron ahí su zapatilla para crear la ilusión de que era ésa la habitación que había visto. Anthony Cleason volvió al estudio, y su primo se escondió al otro lado de la escalera hasta que usted bajó con su marido. A continuación su primo simuló bajar de las escaleras e inició una conversación inocente. Al parecer también es un buen actor.

Grace Farrington meneó la cabeza con desmayo.

– ¡Y yo ni me di cuenta de que era otra puerta!

– La mayoría de la gente no lo habría hecho. No es de extrañar que el truco de su primo funcionase en una casa desconocida y a oscuras, y tras una experiencia tan aterradora. Seguía pudiendo acceder a la habitación mediante la puerta del cuarto del servicio, así que se limitó a mantener escondida a lady Penélope donde estaba, y seguir adelante con su plan de robarle sus riquezas mediante un testamento falso.

– Pero, Holmes -dije yo-, ¿qué me dice de la firma? Si alguien la comparase con la de un documento o una carta anterior…

– ¿Qué descubriría? ¿La temblorosa escritura de una mujer enferma? ¡Hasta un falsificador mediocre podría salirse con la suya! La clave del plan era dejar bien establecida su precaria salud, y hacer que su suplantador firmara el testamento ante un procurador y unos testigos. Al ser un pariente no mencionado en el testamento, la señora Farrington habría sido un testigo más que convincente, más que comprometido. También la habría convertido en cómplice del crimen, por lo que tuve que detenerla. Estoy seguro de que tenían previsto que la muerte de lady Penélope tuviese lugar poco después, de una forma u otra. Entonces el señor Cleason abandonaría su disfraz y compartiría la mal ganada herencia.

– Señor Holmes -dijo Grace Farrington de pronto-. Ha mencionado la muerte de lord Henry. ¿Sospecha que tampoco fue natural?

– En absoluto, querida señora. Lord Henry murió en un accidente de caza, en Africa, aplastado por un elefante solitario. Lo tenía olvidado hasta que miré por la claraboya y vi esos trofeos. Sospecho que fue por eso por lo que lady Penélope, apenada por la forma en que murió, ordenó cerrar la sala de los trofeos, y que por eso está tan descuidada. Al parecer esta habitación no se utiliza desde entonces, excepto con fines de almacén, hasta que vuestro primo la empleó para sus malvados proyectos. ¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí?

Holmes había estado rebuscando en el cajón inferior de la cómoda cercana a la puerta, y ahora sacaba el fruto de su trabajo. Alzó los objetos para que pudiéramos verlos.

– El sonajero, señora Farrington -anunció-. Muy antiguo, a juzgar por su aspecto. Y el guante de mujer. Las manchas que usted mencionó sólo son producto del moho y la decoloración de los años. ¿Supongo bien al decir que son los que encontró aquella noche? Pero, aquí hay algo más que usted no vio. Quizá fuera el objeto de la búsqueda nocturna de su primo.

Holmes sacó una fotografía enmarcada para que pudiéramos verla. Era de dos mujeres muy jóvenes, en pie la una junto a la otra, en un jardín muy bien cuidado. La de la derecha sostenía un bebé en brazos.

– ¿Conoce usted a estas mujeres? -preguntó Holmes.

– ¡Oh, sí!-respondió Grace Farrington-. Estoy segura de que la mujer de la derecha es mi difunta abuela. ¡Qué joven está aquí! El bebé que sostiene debe ser mi madre, pues las ropas que lleva son de niña, y los demás hijos de mi abuela fueron niños.

La otra mujer bien puede ser la propia lady Penélope, Holmes -aventuré mirando a la foto y a la mujer drogada alternativamente-. El parecido es notable, pese a la diferencia de edad.

– Concuerdo con usted, Watson.

– Sí -afirmó la señora Farrington-. Pero no lo entiendo. ¿Qué podía haber en esta foto para provocar tal fascinación en mi primo? ¿Para que tuviera que registrar estos aparadores la misma noche de mi llegada?

Holmes estudió la foto un largo momento y, a continuación, clavó su mirada grave en los delicados rasgos de Grace Farrington.

No tendría sentido aventurar nada -dijo al fin-. En vez de eso, sugiero que los hechos provengan de la propia lady Penélope, cuando esté en condiciones. Doctor, ¿cree que es aconsejable moverla ya?

Volví a examinarla rápidamente y me sentí animado por lo que descubrí.

– Sí, su pulso se vuelve más regular. Creo que está en condiciones de hacerlo.

– Excelente -dijo Holmes, moviéndose hacia el pasillo-. Primero nos ocuparemos de poner a esos truhanes a buen recaudo, y luego improvisaremos una litera para transportar a lady Penélope a unos aposentos más convenientes. Una vez hecho eso, saldré con el procurador. Señor Trenton, necesitaré que dé su testimonio a las autoridades.

Encantado, señor-fue la respuesta del procurador.

Ah, buen muchacho. Capitán, vamos a ocuparnos de sus prisioneros.

Fue unas dos semanas después, con el tiempo notablemente mejorado, cuando Grace Farrington nos visitó nuevamente, esta vez acompañada de su marido. Entregó a Sherlock Holmes un grueso sobre lleno de billetes de banco.

De parte de lady Penélope -dijo-, en agradecimiento por sus extraordinarios servicios.

Holmes lo aceptó con una reverencia.

Es muy amable. Dígame, ¿cómo se encuentra?

Completamente recuperada. Por fortuna, su constitución es fuerte, y no tiene nada que ver con la impresión que quiso darnos mi primo. También es tan dulce y encantadora como me habían hecho creer sus cartas.

¡Maravillosas noticias!

Naturalmente, tampoco tiene problemas económicos, así que hemos vuelto a contratar a los sirvientes, y mi marido está haciendo todo lo que puede para ayudarla a arreglar los terrenos. Lady Penélope insiste en que ahora también es nuestra casa.

Entonces lodo ha salido bien -replicó Holmes. ¿Y le hicieron la pregunta de la foto?

– Así es. Me lo ha contado. Fue toda una revelación -dijo bajando un instante los ojos y sonrojándose-. Tome, señor Holmes. Se lo explica en una carta que me pidió que le entregase. Gracias. ¡Muchas gracias a los dos!

Tras esto, nos dio un abrazo a cada uno, para gran consternación de Holmes. Entonces ella y su marido nos desearon un buen día y abandonaron nuestro piso de Baker Street.

Holmes se sentó con un suspiro en su sillón, abrió la carta y la leyó en silencio durante un largo rato, pese a mi obvio interés. Entonces sonrió.

– ¡Ah! -dijo-. Tal y como sospechaba.

– ¿El qué, Holmes? No me tenga en suspenso.

– Usted notó en la mansión Thaxton que la mujer sin identificar de la vieja foto se parecía a lady Penélope, cosa muy cierta. Pero, al parecer, no notó que también tenía un notable parecido con nuestra cliente, Grace Farrington.

– ¿Con la señora Farrington? Vaya, sí. Supongo que tiene razón.

– Y con buenos motivos. Parece ser que lady Penélope, algunos años antes de casarse con lord Henry, tuvo una breve e infortunada relación con otro hombre. Tuvo un hijo, y como era joven y soltera, y de familia de alcurnia, se dispuso que su hermana adoptara al niño y lo educara como si fuese suyo.

– Entonces, ¿lady Penélope no es la tía abuela de la señora Farrington, sino su abuela?

– Así es -replicó Holmes-. Al parecer Jeremy Wollcott encontró la foto mientras exploraba la sala de trofeos, y le chocó tanto el parecido de la señora Farrington con la joven lady Penélope que tuvo que volver a verla. Irónicamente, eso fue su perdición. -Mi compañero me dirigió entonces una mirada compasiva-. Hay una cosa más. Debido a la naturaleza de esta información, lady Penélope me pide que conservemos todo este asunto en secreto, al menos hasta un previsible futuro.

– ¡Pero, Holmes! -grité-. Ya he pasado al papel todo lo sucedido.

– Vamos, vamos, amigo mío. No podemos hacer más que lo que nos pide.

Yo suspiré profundamente.

– Muy bien. Tiene usted razón, por supuesto. Guardaré el relato con los demás casos de naturaleza delicada, y me limitaré a esperar que vean su publicación en alguna fecha posterior. -Guardé silencio durante un largo momento-. Pero hay algo que sigue preocupándome. El gran temple que tuvieron Wollcott y los demás para continuar con su impostura incluso después de la llegada de los Farrington, e incluso cuando nosotros entramos en escena.

– No tenían otra elección -dijo Sherlock Holmes-. Para entonces ya estaban muy metidos en su plan. Además, mi querido Watson -añadió con un guiño-, ¿cuándo ha visto usted a un actor, sea bueno o malo, que no prefiera tener una audiencia mayor?

Загрузка...