LAS SOMBRAS EN EL PRADOBarry Jones

UNA AVENTURA DE SHERLOCK HOLMES


De todos los casos que se le presentaron a mi amigo Sherlock Holmes durante los dilatados años de nuestra asociación, pocos mostraban rasgos de interés tan siniestros como el relacionado con la pequeña aldea de Buckley-on-Thames. Me refiero, por supuesto, a la misteriosa muerte del joven Peter Wainwright y a las singulares sombras en el prado de la vicaría. Incluso ahora, que han transcurrido tantos años, me doy cuenta de que debe tenerse la mayor delicadeza y discreción a la hora de presentar los hechos al público.

La primera vez que nuestra atención se vio atraída por este asunto fue un 23 de abril de 1884. Holmes y yo habíamos pasado la tarde paseando por Regent’s Park. Los inmensos esfuerzos de mi amigo en beneficio del mayor Prendergast en el escándalo del Tankerville Club habían dejado su férrea constitución fláccida y agotada. Era reconfortante ver cómo el color volvía a sus mejillas y la vieja energía a su zancada. Sus penetrantes ojos examinaban las muchedumbres que, como nosotros, disfrutaban de los primeros rayos de verdadero sol del año.

– Aun así, mi querido Watson -remarcó, apoyándose en su bastón-, nunca podré contemplar una escena como ésta sin los mayores recelos.

– ¿Ah, no?

– Piense en ello. Entre esta vasta concurrencia de humanidad, debe haber incontables individuos cargando en su interior con las tristezas más indecibles. Para esa gente siempre hay una sombra en medio de la luz del sol.

– Eso es llevar el pesimismo misantrópico excesivamente lejos, Holmes pro testé afectuosamente-. Me recuerda una frase atribuida a Thomas Hardy, sobre que nunca podía contemplar las multitudes de Londres sin imaginárselas dentro de un centenar de años, rígidas en sus ataúdes.

– Bueno. Confío en que me exonerará de semejante morbidez, Watson. Pero soy algo discípulo de Aurelius y creo que fue él quien afirmó que la fuente de toda sabiduría reside en la aceptación diaria de los desgarradores contrastes de la vida. Ese pobre hombre, por ejemplo.

Señaló a un desgraciado pedigüeño con el rostro horriblemente desfigurado, que intentaba vender cerillas al final del parque, en Chester Gate.

– Una víctima de las guerras zulúes, como sin duda habrá notado -prosiguió-. Esa cicatriz de assegai en su mejilla y la cinta de los fronterizos de Gales del sur en el bolsillo de la pechera, así lo indica. ¿Quién sabe qué drama personal se encierra en él, Watson? No sólo en la tragedia externa de su ruinoso estado, sino en su profunda pena, en su destrozada autoestima, quizá la pérdida de una esposa, la destrucción de esos dulces y hogareños lazos que hasta yo, que no soy hombre de familia, puedo apreciar. Ahora fíjese en ese guardia, con toda su esplendidez, en azul y oro, que lleva u esa muchacha del brazo. Comprometidos hace poco, a juzgar por el modo en que ella acaricia constantemente ese exquisito zafiro, El tener y no tener, Watson.es una verdad eterna desde tiempo inmemorial. Nunca siento esa verdad más intensamente que en días como éste.

El crepúsculo hacía su aparición cuando llegamos a Baker Street. El farolero ya estaba haciendo su ronda en la esquina con Oxford Street. Se me ocurrió mirar a nuestra ventana y me sorprendí al ver un luminoso recuadro amarillo, ante el que una oscura figura se desplazaba incansablemente de un lado al otro.

– ¡Un cliente, Holmes! -exclamé.

– Y médico, por lo que veo.

Seguí la dirección de su mirada y observé una calesa de médico aparcada fuera. Un par de lámparas sujetas a cada lado del vehículo arrojaban un cálido resplandor rojizo sobre el bordillo.

La señora Hudson nos esperaba en la abierta puerta principal.

– Un anciano caballero desea verle, señor Holmes -gritó-. Lleva arriba dos horas, y está muy alterado, yendo de un lado al otro con su bastón y murmurando para sí. No quiso tomar té, y se niega a irse sin haberle visto antes. Es un alivio que haya vuelto, señor Holmes.

– Creo que reconozco los síntomas, señora Hudson -dijo Sherlock Holmes, tras lanzar una risita-. Vamos, Watson. Veamos lo que tiene que decimos su colega.

Cuando entramos en nuestros aposentos, nos enfrentamos a un par de ojos grises singularmente brillantes, que parpadeaban desde detrás de unos anteojos dorados. El resto del talante de nuestro corpulento visitante estaba enmarcado por un enmarañado y esponjoso cabello blanco, salvo en la parte superior de la cabeza, donde lucía una enrojecida calva. Iba vestido en tweed color bermejo con un chaleco de pana a cuyo través colgaba la cadena de un reloj de oro. Estaba a punto de guardarlo cuando entramos. Había algo del señor Pickwick en su aire serio de cortesía del viejo mundo cuando nos hizo una reverencia, agarrando un grueso bastón.

– Es todo un honor, señor Holmes -dijo con una voz algo aguda-, conocer a un hombre tan ilustre, un honor que… -Nuestro visitante enrojeció hasta las orejas y repitió la reverencia.

– Mi querido señor: dado que evidentemente disfruta de ese honor, tenga por seguro que no tengo intención de privarle del mismo -replicó cortésmente mi amigo-. Siéntese, se lo ruego. ¿Puedo preguntarle a quién tengo el placer de dirigirme?

– Soy el doctor Moore Agar -dijo el viejo caballero-. Y debo pedirle perdón por presentarme ante usted sin previo aviso. Me trae un asunto de suma urgencia, un asunto de lo más inexplicable, señor, que requiere su presencia en Buckley-on-Thames esta misma noche.

Sherlock Holmes, habiéndose puesto ya su batín, encendió un cigarrillo y miró al doctor Agar con divertido interés.

– Tan hermoso retiro rural debe parecerle un bendito alivio tras sus primeros años pasados en Australia, doctor Agar, donde creo que ejerció de maestro de escuela.

Nuestro visitante se quedó boquiabierto.

– ¿Cómo puede usted saber esas cosas, señor Holmes?

– Seguramente, no necesito insultar su inteligencia, mi querido señor, llamando su atención sobre el color apergaminado de su rostro, característico del continente sur. He notado invariablemente que, aunque un hombre haya dejado atrás esas tierras hace muchos años, sigue conservando la marca del fiero sol de las antípodas. Y, por si necesitase alguna prueba más, Watson, fíjese en esa miniatura de plata sujeta a la cadena del reloj del doctor Agar, que representa un bumerang.

– ¿Y qué me dice de lo de ser maestro de escuela, señor Holmes? -el doctor Agar se rascó su calva escarlata con evidente desconcierto-. Es cierto que pasé diez años en la escuela Wallangooba de Victoria. El cómo ha podido adivinarlo es algo que me supera.

– Fíjese en los dedos pulgar e índice de su mano derecha. Conservan la profunda depresión, resultado de muchos años de coger la tiza. Su hombro derecho está más alto que el izquierdo por un motivo similar: el de haberlo ejercitado más que el izquierdo al alzarlo para escribir en la pizarra. En cuanto a que su labor de pedagogo y su experiencia australiana tuvieran lugar al mismo tiempo, pensé que era muy probable que esta ocupación estuviera asociada con sus primeros tiempos, ya que se necesitan muchos años para establecer una consulta médica en este país.

El doctor Moore Agar se enjugó la frente.

– Cielos, eso ha sido muy hábil -declaró-. Le daría escalofríos a cualquiera. Pero qué absurdamente sencillo resulta. Al principio creí que había hecho usted algo realmente inteligente.

Sherlock Holmes bostezó y aplastó el cigarrillo en una taza de té.

– Puede ser usted tan amable como para hacemos saber en qué forma podemos serle de ayuda, doctor Agar -dijo con una cansina mirada en mi dirección. A modo de respuesta, el doctor Agar desplegó un mapa militar, extendiéndolo sobre sus amplias rodillas.

– Esto, caballeros, es un mapa detallado de Berkshire, y aquí está la pequeña aldea de Buckley, a unas diez millas de Maidenhead, con la que nuestra historia está íntimamente relacionada. Es un lugar tranquilo y pintoresco, y mi hogar durante los pasados veinte años. En virtud de la naturaleza de la localidad, la mayoría de mis pacientes son campesinos. La única excepción es el reverendo Joseph Wainwright, que llegó a Buckley hace unos cinco años.

El doctor Agar mordió el extremo de un cigarro y procedió a encenderlo.

– El padre Wainwright, como suele llamársele en la parroquia, es, debo confesar, un personaje siniestro y severo, que ha trabajado en vano para ganarse la popularidad entre sus parroquianos. Pertenece a la iglesia ritualista y sus sermones, en particular, son un escalofriante ejemplo, no sólo de sus inclinaciones eclesiásticas, sino de su formidable personalidad. El fuego del infierno y la condenación surgen cada semana de sus labios. Yo mismo he visto, en dos ocasiones, gente desmayándose en los bancos de la iglesia a causa de su temible oratoria. Pero, aun así, quizá su sombría naturaleza sea disculpable, pues la vida le ha propinado un golpe especialmente amargo.

Para mi sorpresa, nuestro cliente se volvió hacia mí.

El doctor Watson lo comprenderá si me refiero a un estado de agudo y rápido deterioro muscular.

Miré horrorizado al doctor Agar.

– Pero -protesté-, ese hombre no puede ocuparse en ese estado de los asuntos de la parroquia.

– No es al padre Wainwright a quien me refiero, doctor Watson. -El doctor Moore Agar limpió la ceniza del cigarro del mapa que todavía cubría sus rodillas-. Es su hijo Peter, de diez años de edad, quien lleva en cama los últimos cuatro años.

– ¡Qué horror! -exclamé.

– Sí, es un caso muy triste y, como ya sabrá, se puede hacer muy poco para aliviarlo. Es una parálisis incipiente que conlleva un deterioro inevitable y completo de los recursos del cuerpo, y que, eventualmente, causa la muerte. Al pobre Peter, un muchacho brillante por cierto, no le doy más que otros dos años de vida. En la actualidad, todavía puede emplear las manos y caminar ciertas distancias, pero se cansa enseguida y la mayor parte del tiempo lo pasa confinado en su cama, por así decirlo.

»Es el hijo menor del padre Wainwright. El mayor, Jack, cuenta ahora dieciséis años y es un muchacho alto y bien formado. No se podría encontrar un contraste mayor. Va a la escuela Hereward de Reading, y la intención de su madre es que consiga una beca y estudie leyes.

»La señora Wainwright en sí resulta digna de estudio. Hija de un catedrático, conoció a Wainwright cuando era rector cerca de Oxford. Tiene una tremenda fuerza de voluntad y, desde luego, es la fuerza que mueve las ambiciones de Jack. Es ella la que ha intentado varias veces que su esposo se convierta en canónigo, algo que a él le es completamente indiferente. Parece completamente dedicado a la vida de un cura de parroquia. Esta es, pues, la casa de la vicaría de Buckley, una gran mansión, algo siniestra y cubierta de liquen, situada al borde del bosque de Quarry.

– Una casa singular, en verdad -observó con calma mi amigo.

– He trazado un círculo marcando el lugar para usted -explicó nuestro cliente entregando el mapa a Holmes, que procedió a examinarlo atentamente-. Y ahora llego al principio de la extraña, e incluso siniestra, secuencia de acontecimientos que me ha traído esta tarde aquí.

»Debe saber que es mi costumbre visitar al joven Peter un par de tardes por semana. Aunque es poco lo que puedo hacer, considero mi deber el visitarle, llevarle unos cuantos libros (le gusta mucho leer) y pasar un rato charlando con él e intentar subirle la moral. El muchacho está en la parte superior de la casa, en un pequeño ático frente a una ventana con celosía. Fue trasladado allí siguiendo mis instrucciones, al considerar completamente inadecuada la habitación en que estaba confinado desde los inicios de su enfermedad, escondida en la parte de atrás de la casa con una ventana muy pequeña, que le proporcionaba muy poca luz y aire.

»Recuerdo muy bien la tarde que empezó a contarme sus extrañas experiencias.

Había estado leyéndole La Isla del Tesoro, pero resultaba claro que, en esta ocasión, su atención estaba en otra parte. Afuera, empezaba a asomar el crepúsculo. La ventana aún estaba abierta y por ella entraba la húmeda fragancia de los lejanos pastizales. De- pronto, me di cuenta de que el muchacho me había cogido del brazo y me miraba fijamente a la cara con sus grandes ojos oscuros.

»-Doctor Agar-me dijo casi sin aliento-, ¿conoce a un hombre alto con una gran nariz ganchuda y que use chistera?

»Estuve a punto de reírme por la intensidad de su pregunta, pero algo en su voz me contuvo.

»-¿Por qué lo preguntas, Peter? -dije.

»-Porque viene a ese prado todas las tardes y mira mi habitación.

»Debo confesar que me recorrió un escalofrío al oír esas palabras, señor Holmes, pero intenté sonreír alegremente.

»-Vamos, Peter -le dije-. Te pasas aquí todo el día con tus libros y sin duda habrás leído algo en ellos que…

»-Usted cree que me lo estoy imaginando, doctor Agar -me interrumpió cortante-, pero no es así. Ha venido los tres últimos días.

»Le pregunté a qué hora vio a esa persona, y me informó que aparecía sin falta a media tarde. Pero, parece ser, no veía al hombre en sí, sino a su sombra, proyectándose en el prado junto a la casa de verano. Naturalmente, achaqué a su solitaria existencia lo que me decía. Pero, en mi siguiente visita, volvió a mencionar el asunto, esta ve/ con más intensidad. Había vuelto a ver al extraño dos días atrás, y esta vez podía describírmelo con más exactitud.

»-Bueno -le dije algo impaciente-, descríbelo.

»-Es muy alto y lleva un largo sobretodo con el cuello alzado. Tiene las manos en los bolsillos. Lleva una chistera muy alta y tiene una barbilla afilada y la nariz ganchuda.

»-¿Y en qué dirección estaba mirando?

»-Su cara estaba de perfil, pero en un ángulo que daba la sensación de mirar a mi ventana. Había algo espantoso en él, doctor Agar, algo tan siniestro, que no pude soportar seguir mirándolo. Me arrastré hasta mi cama y enterré la cabeza bajo las sábanas. Había desaparecido cuando me atreví a volver a mirar luego, esa misma tarde.

»Llevaba un rato dándole palmaditas en la mano, intentando reconfortarlo a mi pobre manera, y la puerta se abrió de repente y apareció el padre Wainwright. Sus oscuros y severos rasgos se oscurecieron más aún al mirarnos.

»-Así que para esto sirven sus visitas -dijo con voz amenazadora-. Para escuchar las estúpidas ensoñaciones de un niño. Sí, lo he oído, y puedo decirte, muchacho, que si sigues con estas tonterías, volverás al piso de abajo.

»-¡Pero, padre!-protestó el pobre muchacho-. Si tan sólo viniera aquí una tarde para verlo usted mismo… Le juro que…

»-¿Me juras? -El clérigo miró con desdén a su hijo-. ¿Te atreves a referirte a un acto solemne como ése en relación con un asunto tan trivial como éste? -Fue hasta la ventana y la cerró con firmeza-. Creo que sería aconsejable que nos dejase, doctor Agar. Y, ya que está usted aquí, quizá fuese el momento apropiado de decirle que mi esposa y yo preferiríamos que limitase sus visitas a sólo una por semana.

»-¡Mi querido señor…! -protesté.

»-Una vez por semana, doctor. Y considérese tratado de forma muy indulgente. Si estas tonterías continúan, le consideraré personalmente responsable y veré de contratar a otro médico.

»Iba a replicar a esta desagradable e injusta acusación, cuando el muchacho enterró de pronto la cabeza en las almohadas y empezó a llorar de forma convulsiva.

»-Calma, calma, hijo mío. -El clérigo posó una mano en la cabeza de su hijo y la acarició cariñosamente, pues es obvio, señor Holmes, que, a pesar de todo, quiere mucho a Peter-. Intentemos olvidar todo este asunto.

»Fue entonces cuando el muchacho volvió su pálido rostro hacia nosotros, con sus enormes y febriles ojos llenos del mayor terror.

»-¡Usted no lo comprende, padre! -gritó-. No se lo he dicho todo. También la he visto a ella, y a los niños… -las últimas palabras eran casi un chillido.

»Entonces fue cuando le tocó a Wainwright mostrar sus emociones. Adquirió una palidez mortal, se mordió el labio, y se pasó una mano por la frente.

»-¿Qué… qué quieres decir? -tartamudeó.

»-Ayer vi la sombra del hombre, tal y como la había visto en otras ocasiones. Y, entonces, los vi a ellos. Justo delante de él, y mirándole de frente, estaban las sombras de una mujer y dos niños.

»-Descríbelos -dije yo.

»-Ella era corpulenta, y llevaba una especie de abrigo grueso. Resguardaba a dos niños en los pliegues de su abrigo, y los tres parecían mirar fijamente al hombre.

»Pude ver cómo Wainwright daba media vuelta y se tambaleaba hasta la ventana. Se apoyó en el alféizar, y vi que el sudor le surcaba las mejillas. Me ofrecí a ayudarlo, pero me apartó con un gesto.

»-Váyase, Agar, en el nombre de Dios. Déjeme solo.

»Tras eso, me marché con toda la dignidad que me permitían las circunstancias.

»No obstante, mientras me dirigía hacia el camino, me vi invadido de pronto por la sensación de que estaba siendo vigilado. Miré hacia atrás, a las ventanas de la sala de estar y allí, perfectamente visible a través del cristal, estaba el padre Wainwright en persona mirándome fijamente. Un escalofrío me recorrió mientras le contemplaba. Había algo terrible en esos rasgos taciturnos, inamoviblemente fijados en mí.

»Me sentí aliviado de poder volver a casa e intentar olvidar todo el siniestro asunto. Entonces, casualmente, a cosa de las once de esa misma noche, me llamó un paciente de la granja Dean.

»Ya era medianoche cuando volvía a casa y decidí hacerlo por el viejo camino que pasa junto a la vicaría de Buckley, sólo por la sencilla razón de que hacía una noche espléndida y cálida con una brillante luna. Ya imaginará que, cuando pasé ante su puerta, mi mente volvió al extraño asunto que se desarrollaba allí. De pronto, fui consciente de un fuerte olor a quemado proveniente del jardín de la vicaría. Detuve la calesa y rodeé a pie el muro del jardín, que tiene forma de herradura y circunda el lugar, con una puerta de hierro forjado en el centro. Me descubrí subiéndome al tocón de un árbol y mirando sobre el muro. Afortunadamente, elegí un lugar que me proporcionaba una vista muy clara del prado de la parte de atrás de la casa. Todo él, y el gran cedro que lo dominaba, estaba bañado por la luz de la luna. Y allí, junto a las puertas de cristal, vi al reverendo Joseph Wainwright en persona. Parecía estar completamente loco, señor Holmes. Tenía el cabello alborotado y farfullaba algo para sí. Miraba a su alrededor como si fuera un gran mono, moviendo maderos y transportando combustible que arrojaba a un pequeño montón de troncos ardiendo, cuya luz iluminaba sus rasgos de forma chillona. Y vi que sonreía de forma diabólica, murmurando al mismo tiempo “Con esto valdrá. Con esto valdrá”. Al cabo de un rato se alejó y oí cómo se cerraba una puerta.

»Me quedé cierto tiempo indeciso, alarmado por lo que acababa de ver. El espeso humo de la conflagración llenaba el prado y me llegaba a los ojos, haciéndome llorar. Entonces, movido por mi abrumadora curiosidad (yo no soy ningún héroe, señor Holmes), trepé con sigilo sobre el muro y me moví con precaución hasta el fuego. Imagine mis sensaciones cuando vi, con toda claridad, en medio del fuego, una chistera y los humeantes restos de un sobretodo.

Vi cómo Holmes se animaba; sus ojos brillaban por la excitación.

– Di media vuelta y salí corriendo sin más -continuó nuestro cliente-. De alguna forma, no me pregunte cómo, conseguí subirme al muro, rezando desesperadamente para que la aterradora figura del clérigo no apareciera repentinamente. Misericordiosamente, no lo hizo. Hoy, no pudiendo soportarlo más, decidí visitar al único hombre de Inglaterra que podía ser capaz de arrojar alguna luz sobre el asunto.

– Y me alegro mucho de que lo haya hecho así -dijo Holmes encendiendo la pipa y estirando las piernas hacia el hogar-. Dígame, ¿hay entre sus conocidos alguno que se parezca a la figura vista por el muchacho?

– Sin ninguna duda, el padre Wainwright podría parecérsele, de querer posar como esa figura. Tiene la altura necesaria, por ejemplo, y ese aire innegable de misterio y terror que, evidentemente, inspira su figura. Pero, hay varios inconvenientes en esa posibilidad. Verá: Wainwright no usa chistera, lo cual, en todo caso, no le descarta especialmente, y su nariz, aunque es lo bastante afilada, no tiene la prominencia de la del extranjero. Naturalmente, uno puede hacer maravillas con un poco de maquillaje de teatro.

– Cierto. Pero, ¿con qué fin habría de exhibirse de ese modo el reverendo Wainwright? ¿No ha dicho que quiere al muchacho? Entonces no veo para qué querría un amante padre atosigar a su hijo, y más a uno que, además, es un inválido crónico. Dijo que el muchacho fue trasladado a esa habitación siguiendo sus instrucciones. ¿Cuánto tiempo lleva ahí?

– Seis semanas.

– ¿Y nunca habló de incidentes similares hasta que no le trasladaron a esa habitación?

– Así es.

– ¿Dice que hay una casa de verano cerca del lugar donde el muchacho vio la sombra del hombre? ¿La mantienen cerrada?

– Sí, por lo que yo sé.

– ¿Hay una puerta lateral que dé al jardín?

– Sí.

– ¿Puede llegarse a él desde el camino principal?

– Sólo tiene que meterse por un paseo cubierto y entrar en él.

– ¿Está cerrado?

– No.

– ¡Ah! ¡Pues claro! Mi amigo se encogió de hombros-. En vista de su proeza atlética consiguiendo escalar el muro, lo que ha podido hacer un caballero de edad, seguramente podrá emularlo otro hombre. Naturalmente, habrá que establecer el paradero de Wainwright en los momentos en que fue vista la figura. Si puede probarse que en ese instante estaba en la vicaría, o cerca de la misma, eso fortalecería en cierto grado el caso contra él, por muy imponderables que puedan resultarnos sus motivos.

– ¿Y qué se propone hacer ahora, señor Holmes?

– Fumar sobre ello.

– ¿No volverá conmigo esta noche?

– No, creo que éste es un problema de tres pipas. Además, nuestra presencia en su compañía haría peligrar su posición ante los Wainwright, una posición ya bastante amenazada.

Mi amigo se levantó y estrechó la mano de nuestro cliente.

– Esté seguro de que el doctor Watson y yo iremos mañana a ver de cerca este asunto. Mientras tanto, siga manteniéndose alerta y vigilante, doctor Agar, pues mucho me temo que el asunto se precipitará antes de que nos demos cuenta. Le deseo que pase buenas noches.


Una mañana gris y sin sol nos sorprendió en la aldea de Buckley, y Holmes no perdió tiempo en ir a la vicaría. Esta resultó ser un destartalado edificio gótico, que desde el camino quedaba semioculto por una fortaleza de olmos y sicomoros.

Una atmósfera austera y prohibitiva permeaba el edificio cubierto de liquen mientras nos acercábamos a él. Las ventanas con parteluces situadas a ambos lados de la puerta principal estaban ensombrecidas por las ramas de un roble y, mientras una recatada doncella nos conducía a la sala de estar, fui consciente de la atmósfera opresiva que llenaba el lugar, acentuada aún más por el implacable tictaqueo de un reloj de péndulo.

Entramos en una habitación, de cuyas paredes colgaban textos del Viejo Testamento y las terribles ilustraciones de Doré para el Inferno de Dante, y nos vimos ante un hombre alto, de barba espesa, con algo de gitano en sus atezados y oscuros rasgos. Nos contempló con aire imperioso, haciendo girar con la mano la tarjeta de visita de mi amigo.

– ¿Y bien, señor Holmes?

– He venido a petición del doctor Moore Agar, padre Wainwright, por un asunto referente a su hijo Peter, que él considera de la más acuciante urgencia.

El padre Wainwright olisqueó el aire con sardónico desdén.

– Quizá no sepa, señor Holmes, que ya le he expresado al doctor Agar mi resentimiento por lo que considero una intrusión injustificada en nuestros asuntos familiares. Quizá sea el médico de mi hijo, pero ahí terminan sus funciones. Resulta muy reprobable por su parte que intente ir más allá de eso, alentando alertamente las patéticas fantasías de mi hijo, clara consecuencia de la lamentable enfermedad del muchacho y de la soledad a que se ve abocado por su culpa. Bajo esas circunstancias, considero que su presencia aquí carece de toda justificación y debo pedirle que se marche.

La respuesta de Sherlock Holmes fue tomar asiento junto a la ventana.

– Puede estar seguro, padre Wainwright, de que soy consciente de la antipatía que siente por el buen doctor. Por otro lado, y según lo que él me ha contado, tengo entendido que su hijo cree estar siendo objeto de alguna clase de persecución.

– Una persecución imaginaria, señor Holmes, sería una frase más adecuada.

– Bueno, en todo caso es una forma de persecución que está ocasionándole una preocupación considerable. Como mínimo, tengo el deber de asegurarme de que no hay ningún fundamento para sus temores.

El padre Wainwright dio un paso hacia el llamador.

– Puede llamar todo lo que quiera a su doncella -murmuró mi amigo cerrando los ojos y uniendo las yemas de los dedos.

– Es a la policía a quien tengo en mente, señor Holmes.

– No lo dudo. Cuando ésta llegue, mi débil excusa será la de que sólo intento ayudar a un inválido crónico que cree que un grupo de forasteros vigila su habitación. Cuando nos esposen, no tendré más remedio que llamar la atención de los buenos agentes sobre el hecho de que el padre del muchacho se opone por completo a que se le ayude. Y, cuando el doctor Watson y yo seamos conducidos al furgón celular, mi último grito de súplica será una trivial referencia al hecho de que ese mismo padre fue visto a altas horas de la noche, quemando la posible ropa de al menos uno de esos misteriosos intrusos.

La mano de Wainwright se apartó del llamador. Sus oscuros rasgos empalidecieron de forma significativa y se derrumbó en una butaca.

– No sé con quién ha estado hablando, señor Holmes -dijo con voz tembló rosa-, pero lo que yo haga en mi jardín es asunto mío.

– En vista de los recientes sucesos, creo que no. Claro que si prefiere que el asunto pase a otras manos…

– Señor Holmes. -La voz del padre Wainwright parecía ahora estrangulada, al levantarse y empezar a caminar de un lado a otro de la habitación, mientras se mordía el labio-. Es usted una persona discreta, sin duda. Puedo asegurarle que mis actos en el jardín no son fruto de ningún acto criminal por mi parte. Son consecuencia de un asunto privado que no estoy dispuesto a discutir. Naturalmente, he oído hablar de su maravilloso don, por el que, confío, dará gracias todos los días al Hacedor. Tengo entendido que usted es un hombre de sólidos principios. ¿Si le dejo hablar con mi hijo…?

– Puede contar con mi discreción, en caso de que no haya evidencia de algún presunto delito, padre Wainwright.

– Acompáñeme entonces, señor.

Íbamos a seguir al clérigo fuera de la habitación, cuando la puerta se abrió bruscamente y entró una mujer, acompañada de un joven alto de unos dieciséis años, que nos miró con sospecha y de una forma ligeramente hostil.

– ¿Qué significa esto, Joseph? -exclamó la señora Wainwright. Era una mujer enormemente atractiva, de edad mediana, pero que conservaba mucho de lo que debió ser una belleza considerable en su juventud, con sus abundantes cabellos rubios, sus claros ojos violetas y su buena figura-. El niño está enfermo -continuó diciendo, con el pecho subiéndole y bajándole rápidamente por su evidente turbación-. Y creo que también su mente está enferma. ¿Por qué no nos dejan en paz? ¿Es que no hemos sufrido ya bastante sin tener que soportar esas preguntas impertinentes y sin corazón? ¿Es que no basta con saber que nuestro hijo morirá en breve, que tenemos que vivir con eso cada momento de cada día? ¿Acaso usted podría soportarlo? Le pregunto todo lo educadamente que puedo.

Sherlock Holmes hizo una reverencia.

– Comprendo a la perfección sus sentimientos en este infortunado asunto, señora Wainwright -dijo-. Pero tengo la responsabilidad de confirmar o desmentir la validez de la historia de su hijo. Si la encuentro bien fundamentada, el asunto podría resultar muy serio.

El joven que iba vestido con una bata y unas botas de granja manchadas de barro rompió a reír de forma burlona.

– Así que usted es el famoso Sherlock Holmes, señor-declaró-. Nunca supuse que perdería el tiempo en un simple cuento de hadas.

– Guarda silencio, Jack -se interpuso el padre Wainwright.

– No lo haré-. Jack Wainwright intercambió una mirada con su madre, que le rodeó con sus brazos.

– Jack ha estudiado mucho últimamente, señor Holmes. Quiere estudiar leyes cuando se matricule, ¿sabe? Debe perdonarle su temperamento. Todo este asunto está afectando seriamente su concentración. Sería un golpe tremendo para todos si esas tonterías sin sentido de Peter pusieran en peligro el futuro de mi Jack.

– No es más que un cuento de hadas -repitió el joven con desdén-. Conozco a mi hermano. Se pasa el día tumbado y leyendo esas historias de aventuras y todo se le ha subido a la cabeza. Sé que está enfermo, pero no parece darse cuenta de que el resto de la gente -y aquí se señaló el pecho- tiene cosas importantes que hacer. Es un egoísta, ¿verdad, madre?

La señora Wainwright plantó un beso en la mejilla de su hijo y le abrazó.

– Debes ser paciente, Jack -dijo ella-. Estoy segura de que todo esto se le pasará enseguida, es sólo una fase. Lo importante es que consigas esa beca.

– Nada me impedirá conseguirla, madre -aseguró el hijo mirando fijamente a los ojos de ella.

Sherlock Holmes clavó en el muchacho una de sus agudas y penetrantes miradas.

– Veo que has estado trabajando en una granja, Jack -dijo.

– Así es. Limpio los establos y cuido de los caballos en la finca de lord Oxley. Me deja trabajar allí durante las vacaciones.

– Y no crea que mi Jack se conformará con ese humilde empleo, señor Holmes interrumpió cortante la señora Wainwright-. Le aseguro que dentro de diez años será la comidilla de la taberna Lincoln. Recuerde mis palabras.

Concluyó este aserto con otro vehemente abrazo a su hijo, que se sonrojó mirándola con completa devoción.

– Bueno, señor Holmes -dijo la voz del padre Wainwright, que parecía turbado ante semejante despliegue emocional-. Si el doctor Watson y usted quieren seguirme…

Nos encontramos subiendo una estrecha y escarpada escalera. Los mismos textos y dibujos siniestros nos acompañaron hasta que llegamos a una pequeña puerta de roble pulido que el clérigo abrió bruscamente.

Peter Wainwright, recostado en un par de enormes cojines, estaba sentado en la cama con un libro en las manos. He visto mucha gente enferma a lo largo de mi vida, pero muy pocos rostros que ilustraran tan tristemente su estado de salud. La horrible palidez de Peter Wainwright parecía mucho más terrible por sus profundos y hundidos ojos, que brillaban febriles al mirarnos.

– Sherlock Holmes -dijo boquiabierto al serle presentado mi ilustre amigo. Le bombardeó directamente con tantas preguntas que Holmes se vio obligado a posar una mano coercitiva en su brazo.

– Tengo la intención de resolver tu propio misterio, joven Peter -comentó con amabilidad-. Así que quizá mis tediosas hazañas del pasado deban esperar un rato. Cuéntame lo sucedido.

El muchacho recitó, con la admiración brillando en los ojos, todo lo que nos había contado el doctor Agar. Holmes escuchó atentamente como si lo oyera todo por primera vez. El muchacho se inclinó hacia adelante y aferró el brazo de mi amigo.

– Hay algo más, señor Holmes. Algo que usted no sabe, que nadie sabe. Sucedió anoche.

– Vamos, hijo mío. El señor Holmes es un hombre ocupado -interrumpió cortante el clérigo-. ¿Qué locura es ésta?

Peter Wainwright miró larga y penetrantemente a Holmes.

– El hombre del prado -susurró-. Estuvo anoche en esta habitación.

Todos miramos al muchacho con la misma escalofriante sensación de incomprensión y expectativa.

– ¿A qué hora fue eso? -preguntó Holmes.

– No lo sé. Pasada la medianoche. Creo que oí al reloj de la iglesia dar la una. Estaba dando vueltas en la cama, incapaz de dormir, cuando, de pronto, oí cómo giraban el pomo de mi puerta. Estaba aterrado. Pude oír una respiración ronca y pesada. Entonces, la puerta se abrió con un chirrido. Me escondí entre las sábanas. La respiración se hizo más fuerte y cercana. Podía notar junto a mí a quienquiera que fuese. Aparté las sábanas lentamente. La luna brillaba al otro lado de la ventana. En la pared, ante mí, vi la cosa que más temo, la sombra de un hombre alto con chistera y un sobretodo con el cuello alzado. Estaba tan aterrorizado que pude oír en mi cabeza cómo me castañeteaban los dientes. Entonces oí una voz cerca de mí. Estaba tan asustado que no me atreví a darme la vuelta y mirarle, pero oí esa voz.

Hizo una pausa, cogiendo y soltando la sábana, y nos miró como si suplicara nuestra ayuda.

– ¿Y qué dijo la voz? -preguntó Holmes por fin.

– Me dijo: «Peter Wainwright, soy la Muerte. Y pronto vendré a por ti.»

Y, cuando pronunció esas palabras, el infortunado muchacho se volvió y enterró el rostro en las almohadas.

– Vamos, vamos -murmuró Holmes dándole palmadas en el hombro-. No debes tener miedo. Haré todo lo posible por aclararte este asunto. -Se volvió al padre Wainwright, que se agarraba a una esquina del pie de la cama con la cabeza hundida entre los hombros. Debo informarle de que no tengo ni la más mínima duda de que la historia de su hijo es cierta.

– ¿Quiere decir que alguien entró en esta casa sin ser visto, subió estas escaleras, también sin ser visto, y entró en esta habitación?

– ¿Qué otra explicación hay? Dime, Peter, ¿recuerdas cómo era la voz de ese hombre?

– Nunca la olvidaré. Era profunda y áspera, y tenía cierto deje como el de los campesinos.

El efecto que tuvo esta afirmación sobre el padre Wainwright fue devastador. Se puso tan pálido como si hubiera visto un fantasma. Se dominó haciendo un tremendo esfuerzo, pues el sudor brillaba en su frente. Su reacción tampoco pasó desapercibida a mi amigo, que le miró con la mayor curiosidad.

– Le estaría muy agradecido si pudiera dar un paseo por el prado, padre Wainwright -remarcó-. Si no tiene objeción.

El clérigo agitó una mano hacia la puerta.

– Haga lo que deba, señor Holmes -dijo con gravedad.

En cuanto estuvimos fuera, Holmes inició un examen meticuloso del prado. Se tumbó a todo lo largo sobre la hierba. Fue de un lado a otro, con los faldones de su abrigo hinchándose al viento detrás de él, de modo que parecía un extraño animal depredador. Al cabo de largo rato se incorporó, señaló a la vieja casa de verano, remarcó el hecho de que, a juzgar por el estado de la cerradura, era obvio que llevaba cerrada un año por lo menos, y a continuación llamó mi atención hacia una puerta al final del jardín.

– Veamos qué secretos puede contamos. -Una mirada al cierre le bastó para sacar conclusiones, con sus ojos brillantes-. La han puesto recientemente, Watson. Y más allá está la pradera. Y, ah, ese interesante parche de tierra fresca de ahí. Me parece que nuestro trabajo aquí ha concluido por hoy. Y como el sol empieza a declinar, no vale la pena que sigamos investigando entre las sombras.

Volvió a la vicaría con el rostro huraño, se disculpó ante el clérigo por la intrusión y confesó que el caso estaba resultando «difícil».

Pero luego, esa tarde, en el confortable salón de la taberna de la aldea, me contó lo que planeaba para esa misma noche.

Debemos volver a primeras horas de la noche, Watson. El mapa sugiere que podremos venir a pie al prado que hay detrás de la vicaría. He cogido prestada una lámpara de Mine Host y preveo un final interesante para nuestra expedición nocturna. ¿Está usted armado?

– Tengo mi viejo revólver de servicio.

– Entonces téngalo a mano. El reverendo Joseph Wainwright no es un hombre en cuyo temperamento confiaría de querer ponerlo a prueba.

El reloj de la iglesia daba la medianoche cuando por fin dejamos el camino para entrar en un viejo sendero. El cielo que teníamos encima de nosotros era una masa de deshilachadas nubes que atravesaban la faz de la luna. A nuestra derecha estaba el Bosque Quarry, oscuro y amenazador, y en la distancia podía atisbarse la siniestra fachada de la vicaría, que sobresalía entre los árboles. No se veía ninguna luz, y el edificio gótico parecía desprender una ominosa quietud, llena del misterio y el terror que acechaba entre sus paredes cubiertas de liquen.

– El padre Wainwright es un personaje interesante, ¿verdad?-remarcó mi amigo cuando llegamos a la puerta del jardín, manteniéndose cerca de la densa sombra del sicomoro-. ¿No hay nada que le pareciera curioso en su comportamiento?

– ¿Usted cree que conoce la identidad de ese hombre? -susurré-. Yo juraría que sí.

– Sí, eso sugiere su reacción ante la historia del muchacho. Pocas veces he visto tanto miedo en el rostro de un hombre. Aun así, mi querido Watson, seguramente había algo más que miedo.

– ¿Qué quiere decir?

– Culpa. Es obvio que el hombre alberga un doloroso secreto. Y yo diría que en ese secreto hay tanta culpa como remordimiento. Pero, a lo que hemos venido. Páseme esa linterna. -Se arrodilló, iluminando la tierra-. Tal y como sospechaba; alguien ha estado cavando aquí.

Empezó a apartar la tierra suelta con las manos desnudas.

– Si valora su vida, no pierda de vista la vicaría, Watson -murmuró, concentrado en su labor.

Al cabo de un tiempo, lanzó una sonora exclamación de triunfo.

A la luz de la antorcha, vi que había encontrado algo brillante y metálico. Acercándome más, vi que era un reloj de oro con su cadena.

– Fíjese en esto, Watson. -Me señaló una débil inscripción en el reloj-. «A A.H.W. de J.W. 1864.»

– ¡En nombre del cielo! -exclamé-. ¿Qué significa esto?

– Maldad, Watson -replicó con gravedad, guardándose el reloj en el bolsillo y ajustándose el chaleco-. Vámonos. Aquí ya no aprenderemos nada más.

Pero sucedió algo más. Mientras rehacíamos el camino, se me ocurrió mirar atrás, a la vicaria. Quizá fuesen imaginaciones mías, pero habría jurado que, por un momento, una luz brilló en una habitación del piso superior, y que vi claramente recortado contra ella la figura de un hombre alto con chistera que parecía mirar fijamente a la noche. Un momento después, la visión desapareció. Llamé la atención de Holmes al respecto, y nos detuvimos unos minutos a esperar. Pero ya no se veía ninguna luz, y todo estaba tan oscuro y silente como una tumba.


Nos levantamos muy tarde, y nos sentamos a almorzar en el salón de la taberna a una hora bastante avanzada. Holmes parecía sumido en profundos pensamientos. Se sentó junto a la ventana, siendo el mismo retrato del desaliento.

– Tengo una extraña premonición, Watson -dijo-. Va a ocurrir algo. Aunque este asunto es tan extraño, está compuesto de hebras tan diversas, que en esta etapa es imposible determinar qué giro repentino tomarán los acontecimientos.

– ¿Cree que el muchacho está en peligro?

– En un gran peligro. Pero, si pudiéramos identificar ese peligro, este caso dejaría de ser ese problema de connoisseur que sin duda es. De hecho, es uno de los más memorables de mi carrera. Sus sutilezas son mucho más profundas que el mero atisbo de unas sombras en el prado de una vicaría, pero…

Se interrumpió bruscamente. Sus dedos tamborilearon excitados en la mesa.

– ¿Qué pasa, Holmes?

Vi que miraba intensamente por la ventana al patio empedrado. El sol brillaba luminoso, y oía cantar a los pájaros, pero evidentemente la belleza de la tarde se le escapaba a mi amigo.

– El empedrado -murmuró-. ¡Por los cielos, qué ciego he estado! -Se llevó la mano a la cabeza-. Vamos, Watson. ¡Nuestro sitio está con los Wainwrights!

Salimos corriendo al patio y unos minutos después bajábamos el escarpado camino que llevaba a la vicaría. De pronto, llegó a nosotros el sonido de un caballo y un carruaje conducidos a toda velocidad y, un instante después, vimos aparecer al doctor Agar tomando una curva cerrada, el látigo en mano y el rostro distorsionado por el horror. Lanzó un terrible grito al vemos, el látigo cayó de su mano y él mismo se cayó del asiento, cuando tiró de las riendas, y aterrizó entre los setos. El aterrorizado caballo pasó junto a nosotros con gran estruendo, arrastrando su carruaje sin jinete.

– Mi querido señor, ¿qué ha sucedido?

Holmes ayudó al infortunado doctor a ponerse en pie.

– ¡Algo terrible, señor Holmes, una tragedia espantosa!

Sherlock Holmes me mostró una faz cadavérica.

– Díganos, doctor Agar.

– El joven Peter Wainwright ha muerto. Su cuerpo se encontró hace apenas una hora. Se arrojó por la ventana de su habitación.

Las estremecedoras noticias nos sumieron en el silencio por unos momentos. Vi a Holmes cubrirse el rostro y dar una patada al suelo.

– ¡Qué estúpido he sido! -exclamó amargamente- Pero, ¿cómo iba a saber yo el momento exacto, la hora…? Supongo que va por la policía. Entonces, apresúrese. Watson y yo iremos a la vicaría.

– Le indujeron a ello, señor Holmes. Todavía vivía cuando llegué. Me habló.

– Holmes aprestó el oído.

– ¿Y qué es lo que dijo?

– Dijo, muy débilmente, porque sufría mucho por el dolor y estaba muy cerca de su fin: «Fue él, doctor Agar. ¡Vino por mí!» Esas fueron sus últimas palabras.

Holmes me cogió del brazo.

– Vamos, Watson. No hay ningún momento que perder. ¡Ya que no hemos podido salvarlo, al menos podremos vengarlo!

Poco después, nos encontramos una vez más en el siniestro salón. El padre Wainwright estaba sentado con la cara enterrada en sus manos. Rompió en sollozos cuando intentó describir lo sucedido. Fue Jack Wainwright quien nos proporcionó los terribles detalles.

– Peter parecía estar bien cuando fui a verle a la hora del almuerzo, señor Holmes, listaba dibujando y hablaba muy excitado sobre enviar uno de sus dibujos al Festival de Reading. A cosa de las dos estábamos lodos en esta habitación tomando el té. Padre estaba hablando de los arreglos para la Garden Fête de la semana próxima cuando oímos un grito en el piso de arriba. Subimos corriendo. La ventana estaba abierta de par en par… Atine, nuestra doncella, que acababa de subirle el té a Peter, estaba ante ella, señalando hacia abajo casi histérica. Peter estaba en el jardín. I.o llevamos dentro y llamamos al doctor Agar, pero murió al poco de llegar el doctor.

La señora Wainwright, con un pañuelo en sus enrojecidos e hinchados ojos, movió una mano hacia la puerta.

– Si quiere ver a mi hijo, señor Molinos, está en la habitación contigua. ¡Oh, por lo que ha debido pasar para acabar haciendo esto! Debí mostrarme más paciente y comprensiva con él, pese a lo agotador que podía llegar a resultarme; él se merecía que lo hiciera.

Su hijo Jack la rodeó con un brazo.

– Vamos, madre, no se culpe. Hizo por él todo lo que pudo -dijo.

Durante todo este tiempo, el padre Wainwright continuó sentado con la cabeza entre las manos, con las lágrimas surcándole el rostro, en un retrato tan abyecto de dolor paternal que se me encogía el corazón con solo mirarle. Examinamos el cuerpo del infortunado muchacho en una pequeña habitación adjunta, con las persianas a medio recoger. Incluso en la rigidez de la muerte, su rostro tenía una mirada del más absoluto terror, con labios entreabiertos y ojos que miraban fijamente.

Un somero examen por mi parte me reveló que la muerte sobrevino por una fractura doble en el cráneo y en la espina dorsal. No pude hacer menos que reflexionar sobre el abrumador pathos de la muerte. Me pareció un destino particularmente cruel que una vida así, por muy frágil que ésta fuese debido a su mortal enfermedad, terminase de este modo.

Holmes examinó la camisa de la víctima, moteada con manchas bermejas. A continuación salimos afuera y examinamos el jardín, allí donde la señora Wainwright nos indicó que habían encontrado a Peter. Finalmente, subimos arriba, donde Holmes dio comienzo a un examen meticuloso de la habitación del muchacho. Vi cómo cogía algo del suelo, examinándolo con su lupa durante varios minutos, para luego guardar selo en su agenda.

– ¿Qué es eso, Holmes?

– Una brizna de paja, Watson. Ve su importancia, ¿verdad, doctor? Esas curiosas manchas bermejas en la camisa del muchacho son de igual importancia.

En ese momento se me ocurrió mirar por la ventana.

– ¡Holmes!-le aferré del brazo-. ¡Mire!

Claramente definida sobre el prado se veía la sombra de un hombre. Llevaba una chistera y un largo sobretodo, y estaba completamente inmóvil. Parecía mirar fijamente a la habitación de Peter Wainwright. Pude ver con toda claridad la gran nariz ganchuda y la barbilla afilada descritas por el infortunado muchacho. Había algo tan estremecedor y cautivante en esa forma enjuta y espectral, que me encontré mirándola estúpidamente sin oír la voz de mi amigo, mientras me tiraba de la manga.

– El caballero tiene compañía -me indicó.

Miré a la parte derecha del prado, y vi, justo frente al hombre, la sombra de una mujer. Era de estatura mediana, con una especie de capucha echada sobre los hombros. Cogidos a los pliegues de su falda había una pareja de niños, de sexo indeterminado, ya que sus sombras sólo proporcionaban un leve atisbo de su presencia. El sol se puso un instante después y la gente del prado se fue tan silenciosamente como había llegado.

Mi amigo se volvió hacia la puerta.

– Venga Watson. ¡Las sombras del prado ya no nos preocuparán más!

Le seguí al exterior. El prado estaba desierto, a excepción de un par de cuervos. Miré atentamente a nuestro alrededor, pero no pude discernir ni una señal de la presencia de esos misteriosos intrusos.

– ¡Holmes! -exclamé-. Esto es absurdo. Deben estar en alguna parte. ¿Dónde están, en el nombre del cielo?

Su respuesta fue inolvidable.

Alargó su vigoroso brazo, señaló hacia el tejado de la vicaría de Buckley, a su heterogénea colección de altas y melladas chimeneas.

– Allí -dijo con calma.

La policía aún no había llegado cuando nos enfrentamos al reverendo Joseph.Wainwright en el tenebroso salón de aquella casa de mal augurio. El clérigo había recobrado la compostura lo bastante como para mirarnos con cierta severidad.

– Mi hijo ha muerto, señor Holmes. ¿No le basta con eso? ¿Es que no tiene compasión? Le creía un hombre compasivo, pero continuar molestándonos en un momento como éste es contrario a toda decencia.

– Simpatizo con su pena -dijo Holmes alzando una mano en protesta-. Pero deben servirse los intereses de la justicia.

– Sigo sin entenderle. ¿Qué posible bien puede sobrevenir de más indagaciones? Deje a mi pobre hijo descansar en paz.

– Amén -murmuró la señora Wainwright, mientras su hijo mayor la cogía de la mano para reconfortarla.

– Puedo asegurarle que el doctor Watson y yo no deseamos turbar el espíritu de quienes nos han abandonado. Por lo que quizá debamos aclarar lo antes posible lo poco que queda por revelar de este misterio.

Mi amigo sacó del bolsillo el reloj de oro desenterrado la noche anterior y lo puso sobre la mesa. Wainwright quedó boquiabierto al verlo.

– Albert Henry Wainwright -dijo mi amigo en tono sombrío-. Ahorcado en Sheffield en 1868 por el asesinato de su esposa y sus hijos. Este es el secreto que usted y su familia llevan compartiendo tanto tiempo. Cuando descubrí el reloj, que sin duda es un regalo de usted a su infeliz hermano, reconocí las iniciales como pertenecientes al Asesino del Camino del Parque, que es como se le llamó entonces. Fíjese en la dirección del relojero de Sheffield grabada en la parte de atrás.

El padre Wainwright se tambaleó hasta una silla y se sentó en ella, golpeándose la cabeza en un gesto de incontrolable angustia.

– ¿Qué sentido tendrían más engaños, señor Holmes?-dijo por fin-. Usted parece saber tanto.

– No, Joseph, no hablemos de él, te lo suplico -intervino la señora Wainwright, pero el brazo de su esposo la contuvo.

– Hay que afrontarlo, Sarah. Quién sabe si mi hijo seguiría hoy con vida de haber sido honestos con él desde un principio. Sí, señor Holmes, soy el hermano de Albert Wainwright y, aunque le amaba profundamente, su crimen es algo que durante los últimos dieciséis años ha pesado sobre mí como una gran rueda de molino. Nos queríamos mucho y él, con su beca en Oxford y teniendo ante sí su carrera en Bar, era la deslumbrante estrella de nuestra familia. Pero las arduas horas estudiando sus libros de leves dejaron su marea en él. Mientras estudiaba en Oxford, empezó a beber mucho y a pasar las noches en tabernas de baja estola. Fue en uno de esos lugares donde conoció a su mujer, una camarera irlandesa.

»Nunca olvidaré aquella calurosa noche de verano, poco antes de los exámenes, en que acudió a mí para contarme que ella estaba embarazada de su hijo, y que tenía el deber de casarse con ella, por muy vulgar e iletrada que fuera. Las noticias afectaron al corazón de mi padre como si fueran una bala. Murió pocos meses después de eso. Para entonces, Albert había dejado Oxford sin graduarse y sin un solo penique a su nombre. Se convirtió en maestro de gramática en Sheffield, donde intentó vivir, en una chabola de uno de los barrios más miserables de la ciudad, con una mujer cuya perversa lengua e indómitas costumbres le llevaron más allá de toda posible resistencia. Una noche, en que ella volvió a casa en estado de embriaguez con un remendón local, la estranguló en un arrebato de rabia incontrolada, junto a sus dos encantadores hijos, un niño y una niña. Fue un acto indecible, cuyo horror no me ha abandonado nunca y que, de hecho, recuerdo en todo momento.

»Albert me explicó que mató a sus hijos al no poder soportar la idea de encomendárselos a la parroquia, e imaginar la horrenda pobreza y los terribles sufrimientos que les esperaban. Pero, la noche antes de ser ahorcado, con la biblia abierta sobre sus rodillas, me confesó los indescriptibles remordimientos que sentía. «Últimamente pienso menos en esa pobre criatura de Kahtleen que en John y Rose», me dijo. «Todavía veo sus pobres caritas mirándome. Quiere siempre a tus hijos Joseph, quiérelos todos tus días, y que eso consuele en algo mi alma, allí donde quiera que acabe», me suplicó.

El padre Wainwright alzó la cabeza y miró a Holmes.

– «Puedes estar tranquilo respecto a eso, Albert», le dije. Y desde entonces he intentado ser fiel a mi palabra, señor Holmes. Hasta cuando nació Peter, el pobre Peter, y empezó a ser inconfundiblemente obvia la existencia de su fatal enfermedad.

»Ahora piense un momento e imagine lo que yo sentí, una vez nos instalamos aquí e intentamos dejar atrás el pasado, cuando Peter empezó a hablar de esas sombras en el prado. Conciba el horror que empecé a sentir cuando las figuras resultaron asemejarse a las de mi pobre hermano y su esposa e hijos. Fue como si todo aquel terrible drama volviera a representarse ante los ojos de mi hijo.

»Ahora usted sabe que le mantuvimos juiciosamente ignorante del pasado. Sólo Sarah y Jack sabían lo de mi hermano. Fui sintiéndome cada vez más maldito. Creí que toda la terrible verdad quedaría al descubierto. Estaba volviéndome loco. Apenas sabía lo que hacía. Reuní todas las reliquias que conservaba de Albert, la chistera que llevaba siempre, su sobretodo y algunas otras cosas, y las quemé en el jardín. Para no despertar sospechas con otro fuego, enterré su chaleco y su reloj en la pradera. Pensé que, al hacer eso, podría exorcizar su recuerdo, y que las terribles imágenes del prado no volverían a atormentamos más.

»Entonces Peter empezó a hablar de las apariciones a primera hora de la mañana. Hasta el deje rústico que detectó en la voz de su siniestro visitante me recordaba a mi hermano, cuyo acento del este siempre fue más fuerte que el mío. Empecé a creer que estaba realmente hechizado, que quizá mi hermano se había convertido en un espíritu condenado a vagar por la tierra, desprovisto del reposo eterno, y cuya única satisfacción era la de atormentarnos. ¡Que Dios me perdone por pensar así!

Hundió la cabeza en las manos y continuó así sentado, mientras Sherlock Holmes caminaba hasta la ventana, apartaba las pesadas cortinas y miraba al jardín.

– Naturalmente, debió serme obvio desde el principio que esas sombras sólo podían proyectarse desde una gran altura -explicó-. La habitación a la que trasladaron al joven Peter miraba al este, lo que significa que el sol a media tarde, tras superar su meridiano, estaría en la posición adecuada, detrás de la casa, para proyectar las siniestras sombras de las torretas de las chimeneas. Por supuesto, las supuestas sombras de la mujer y los hijos siempre estuvieron ahí; el que pasaran desapercibidas al principio fue a consecuencia del terror del muchacho. Sus ojos estaban clavados en la primera figura que vio, la del hombre. El hecho de que sólo aparecieran en un momento determinado, y que su manifestación coincidiera con el traslado del muchacho a esa parte de la casa, debió alertarme enseguida sobre su probable origen. Pero me distrajo la fisonomía distintiva atribuida a esas figuras. Me di cuenta de mi error cuando detecté unas formas similares en el patio empedrado de la taberna.

»Recordará, Watson, que sólo hay una torreta de chimenea asomando en un lado del tejado, una con un húmero alto de base circular… y que al otro lado hay una torreta, con dos más pequeñas pegadas a él. Las sombras que arrojan esas torretas son extraordinarias por su semejanza humana. Pero puedo aventurarme a asegurar que ese fenómeno pasa invariablemente desapercibido a no ser que se contemple en unas condiciones muy peculiares de soledad y especulación imaginativa semejantes a las que caracterizaban las horas diarias del joven Peter.

– Sí, por supuesto. Tiene razón, señor Holmes -murmuró el padre Wainwright-. Sólo vi lo que vio mi hijo, sólo creí lo que creyó él. Pero, ¡oh, que se quitara la vida por ello!

Holmes puso sobre la mesa una pequeña brizna de paja manchada de barro.

– Lamento estar en desacuerdo con usted, padre Wainwright -dijo-. Su hijo no se quitó la vida.

El clérigo se puso en pie; sus ojos miraban con salvajismo.

– ¿Qué está diciendo, señor Holmes?

– Lo repetiré: Peter Wainwright no murió por su propia mano. -Y a continuación bajó la voz-. Otra mano fue la responsable.

Un tenso silencio siguió a esas palabras.

Vi a la señora Wainwright llevarse la mano al pecho, y su rostro empalideció hasta los labios. El joven Wainwright miró al suelo, mientras el clérigo se mesaba nerviosamente la barba.

– El asesino estaba muy familiarizado con la casa -prosiguió Holmes-. Lo bastante como para vestirse con una chistera y un gabán y aterrorizar al muchacho a primeras horas de la mañana. Sus ojos no le engañaron durante nuestra expedición de anoche, Watson. Sí que vio a este personaje mientras miraba desde una ventana del piso superior. Cuando descubrí la débil evidencia de marcas de dedos de un color bermejo en la camisa del difunto, consecuencia de unas manos que antes estuvieron en contacto reciente con la solución Wilkins, que se usa en el tratamiento de sillas de cuero usadas, y, más aún, cuando descubrí esta paja manchada de un barro con rastros de bosta de caballo, no me llevó mucho tiempo llegar a la conclusión de que la persona relacionada con la muerte de Peter Wainwright estuvo trabajando recientemente en un establo. -Hizo una pausa para señalar dramáticamente a Jack Wainwright-. Ese es el asesino de su hijo, y me resulta muy penoso tener que revelar ese hecho.

Para mi asombro, el joven no aventuró ninguna protesta. En vez de eso miró a mi amigo casi altivamente.

– Sí, yo lo maté. Era una desgracia para nuestras vidas.

– ¡Jack! -La señora Wainwright miró a su hijo sin entender nada.

– Lo hice por usted, madre. ¿No se da cuenta?

Intentó rodearla con sus brazos y besarla, pero ella apartó la cara.

– ¡Pero, madre! -protestó-. Tu vida era miserable por su culpa…, y él… -escupió la última palabra y dirigió una salvaje mirada a su padre-. Quería que fueras libre, madre, y que fueras feliz. ¿Cómo podías llegar a serlo si él no se moría? ¿Qué importancia tiene, si iba a morir de todos modos?

Sólo el incansable tictaqueo del reloj le respondió en la oscura y opresiva habitación.

– Cuando empezó a hablar de las sombras en el prado, me di cuenta de cómo podía silenciarlo para siempre, y de una forma que desconcertaría hasta a las mentes más brillantes. O eso me pareció -se burló mirando a Holmes-. Compré una chistera de segunda mano y cogí prestado uno de sus gabanes, querido padre. Le había oído hablar del tío, y del aspecto que tenía y de cómo hablaba. Peter se lo contaría, y usted mismo creería que la casa estaba encantada. Quería castigarlo duramente, tanto como a Peter. Siempre fue su favorito; yo nunca le he importado nada. Sólo mi madre me quería. Mi querida madre.

La señora Wainwright parecía estar sumida en un trance, su rostro parecía muerto. Su marido meneó la cabeza.

– Intenté ser justo con los dos, Jack -dijo.

– ¡Justo! -Jack Wainwright echó atrás la cabeza y rió con amargura-. En todo caso, hoy llegó mi momento. Me puse la chistera y el gabán y fui a su habitación. ¿Acaso no le había dicho que mi nombre era Muerte y que iría a por él? Casi se desmayó al verme a plena luz del día. Creí que gritaría, así que le tapé la boca con la mano. Le llevé hasta la ventana y le empujé por ella. Sus ojos me suplicaron todo el tiempo que le ayudara. Disfruté con ello. Quería que sufriera. ¿Acaso no había sufrido yo bastante? ¿No había hecho nuestras vidas miserables con su maldita enfermedad? De verdad creo que sus miembros tullidos eran una maldición que se nos impuso por maldades cometidas en el pasado. Tenía que morir. Así que lo solté, con suavidad…, contemplan do cómo caía. Fue todo tan sencillo.

De pronto, Jack Wainwright lanzó una risita histérica. En ese momento se abrió la puerta y la corpulenta figura del Inspector Wylie de la policía de Berkshire llenó el umbral.


Más tarde, a la dorada luz de la tarde, mientras caminábamos por última vez por el prado de la vicaría de Buckley, Holmes me resumió sus últimas impresiones del caso.

– Cuando vinimos aquí, Watson, consideraba altamente improbable que el reve rendo Joseph Wainwright se paseara tan teatralmente por su propio prado. Si, como suponía, las iniciales del reloj se referían al asesino Albert Wainwright, entonces resultaba muy claro cuál era el secreto familiar que quería ocultar el buen clérigo. Toda su conducta apoyaba esta suposición: su reacción ante la descripción que hizo su hijo de la gente del prado, la hoguera del jardín y el subsecuente intento de enterrar el reloj y el chaleco. Y, además, estaba claro que quería al chico, y un amante padre no acosa de esa manera a su retoño. Y el doctor Agar me proporcionó el hecho concluyente de que Wainwright daba misa la tarde en que fueron vistos por primera vez el hombre y su supuesta familia.

– ¿Qué le hizo sospechar del hijo mayor?

– Seguramente recordará su conducta obsesiva para con su madre, y el de ella para con él. Era un amor posesivo de lo más violento. Ambos parecían guardar rencor al padre, y me pareció que de querer liberar el muchacho toda la animosidad que sentía hacia su padre, nunca habría encontrado un método más devastador que el de atacar su punto más vulnerable: la profunda culpabilidad que sentía por su hermano muerto. Los comentarios del joven Peter sobre las sombras le dieron esa oportunidad. ¿Se da cuenta de la astucia diabólica que hay en todo este asunto, Watson? Una vez se aseguró de cuándo aparecían las sombras, empezó a influir en la imaginación del pobre muchacho con la ayuda de sus macabros arreglos. De hecho, la idea de vestirse de ese modo y aparecerse a él fue un golpe de genio.

– De un genio malvado, sin duda.

– Bueno, el arte que se lleva en la sangre puede asumir formas muy extrañas, Watson, como ya le he hecho notar antes. No en vano los Wainwrights están lejanamente emparentados con Daniel Wainwright, el disoluto pintor del siglo XVIII. En el caso de Jack, la herencia creativa se enfocó hacia unos fines más malévolos.

– Pero se necesitaba una gran ingenuidad por parte del clérigo para haberse dejado influenciar así por esas sombras, cuyo origen debió ocurrírsele a él, al llevar tanto tiempo viviendo allí.

– No necesariamente, Watson. ¿Cuántas veces se ha fijado usted en la extraña configuración de las chimeneas de Baker Street? Además, la gente es muy ingenua.

– Hay una cosa que sigue preocupándome. ¿Cómo es que la sombra del hombre tenía esa afilada nariz ganchuda que, al parecer, se asemejaba tanto a la del hermano muerto?

– La albañilería de la chimenea está rota en un lateral y sobresale una piedra de ella.

Mi amigo se volvió y examinó el ancho frontal de la casa, en cuyo tejado se amontonaban las palomas, al cálido sol y quietud de esa tarde de primavera.

– En todo esto hay una curiosa ironía, Watson. Pensar que esas sombras podrían representar tan exactamente un oscuro secreto familiar. Es una lección para todos nosotros; debemos afrontar la verdad que tememos, en vez de intentar reprimirla. Pero, toda la base del caso reside en la curiosa personalidad de la señora Sarah Wainwright.

– ¿Cómo es eso?

– En realidad, Jack estaba actuando de forma inconsciente bajo su penetrante influencia. Sentía que la eliminación del joven Peter le permitiría obtener su amor completa y totalmente, ya que no habría nada que distrajera su atención. El amor posesivo de la mujer por su hijo Jack, en quien prodigaba toda la pasión engendrada por su amargura marital, fue la auténtica fuerza que había tras los actos de su hijo mayor. Sí, mi querido Watson. Usted, que es tan ardiente aficionado al helio sexo, debería recordar en el futuro que, si desea estudiar la personalidad de una mujer, hay que fijarse en sus hijos. Es un axioma que pocas veces me ha fallado. Y ahora, si no le importa, daremos un paseo junto al río. Tengo fuertes deseos de saborear la cerveza local, de la que he oído decir cosas de lo más extravagante. Me he fijado en un encantador local público que sobresale por la ensenada, así que seré más que feliz poniendo el asunto a prueba.


Nota del Autor:


De: Su Último Saludo…

«…doctor Moore Agar… cuya dramática presentación a Holmes quizá cuente algún día…»

– «La Aventura del Pie del Diablo».

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