Capítulo VIII

LA SEÑORA OLIVER SE MUEVE


La señora Oliver entró en «Williams and Barnet», acreditado establecimiento, en el que, entre otras cosas, se vendían productos de belleza. Se detuvo frente a una vitrina, vaciló al pasar junto a una montaña de esponjas y por fin llegó a la sección en cuyos estantes, frascos, tarros y cajitas, con envolturas sobriamente elegantes, lucían los nombres de Elizabeth Arden, Helena Rubinstein, Max Factor y otros beneméritos suministradores de artículos para tocador.

Luego, se acercó a una chica algo metida en carnes, interesándose por los lápices de labios. De pronto, lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡Cómo! ¡Pero si es Marlene! Eres Marlene, ¿verdad?

—¡Y usted es la señora Oliver! Me alegro mucho de verla. ¡Cómo se van a poner mis compañeras cuando se enteren de que ha estado de compras aquí!

—No es necesario que les digas nada, ¿eh?

—Si se han dado cuenta estarán preparando ya sus libros de autógrafos.

—Yo preferiría pasar inadvertida —dijo la señora Oliver—. Bueno, ¿cómo te va?

—Vamos tirando, tirando, solamente, señora Oliver.

—No sabía que continuabas trabajando aquí.

—Pues sí. En algún sitio hay que estar y aquí no la tratan a una mal. Me subieron el sueldo el año pasado y ahora, más o menos, estoy al frente de esta sección de perfumería y productos de belleza.

—¿Y tu madre? ¿Está bien?

—¡Oh, sí! A mamá le agradará saber que nos hemos visto.

—Sigue viviendo en la misma casa, aquella que queda más allá del hospital, ¿no?

—Allí seguimos, en efecto. Mi padre no marcha bien. Estuvo una temporada en un hospital… Pero mamá se mantiene perfectamente, dentro de lo que cabe. Desde luego, se sentirá gratamente sorprendida cuando se entere de que la he visto. ¿Está usted hospedada en este distrito?

—No —contestó la señora Oliver—. Pasaba por esta calle casualmente. Fui a ver a una antigua amiga y ahora me pregunto si… —Consultó su reloj—. ¿Estará en estos momentos tu madre en casa, Marlene? En caso afirmativo, me acercaría a verla. Me gustaría charlar unos minutos con ella antes de irme.

—Vaya a verla, sí —repuso Marlene—. Le dará una alegría. Siento no poder acompañarla… Aquí no se vería bien que abandonase el trabajo a esta hora.

—No te preocupes. Otra vez será. ¡Ah! No acierto a recordar el número de vuestra casa… ¿Era el 17? ¿O llevaba un nombre?

—Lo último. La bautizamos con el nombre de «Laurel Cottage».

—¡Oh, sí! Por supuesto. ¡Qué estúpida soy! Bueno, chica, encantada de verte.

La señora Oliver compró un lápiz de labios que no necesitaba, guardándolo en el bolso. Ya al volante de su coche, se deslizó por la calle principal de Chipping Bartram. Dejó atrás un garaje y un hospital. Luego, enfiló un camino estrecho. A banda y banda de la carretera se veía una serie de pequeñas casas de agradable aspecto.

Paró el coche frente al «Laurel Cottage». Se apeó y llamó a la puerta de la vivienda. Una mujer delgada, dotada de un rostro enérgico, con los cabellos canosos, de unos cincuenta años de edad, abrió aquélla. La reconoció en el acto.

—¡Pero si es la señora Oliver! Llevamos muchos, muchos años sin vernos, ¿eh?

—Sí, ha pasado mucho tiempo.

—Entre, entre, por favor. ¿Le apetece una taza de buen té?

—Se lo agradezco, pero es que acabo ya de tomar té en casa de una amiga. Además, tengo que regresar a Londres cuanto antes. Es que entré en una tienda para comprar unas cosas y vi a Marlene…

—Sí. Marlene ha encontrado una buena colocación. La estiman mucho sus jefes. Dicen que es una joven de mucha iniciativa.

—¡Magnífico! La chica acabará por abrirse paso. ¿Y cómo se encuentra usted, señora Buckle? Tiene usted muy buen aspecto. No han pasado los años por usted, por lo que veo.

—No diga usted eso, señora Oliver. Mis cabellos tiran a blancos y he perdido bastantes kilos.

—Llevo un día… En muy pocas horas he tropezado con unas cuantas personas que conocí hace años. Antiguas amistades… —La dueña de la casa había hecho entrar a la señora Oliver en una habitación que, evidentemente, hacía las veces de cuarto de estar, la cual se hallaba recargada de muebles—. No sé si usted se acordará de la señora Carstairs, Julia Carstairs…

—Claro que me acuerdo de ella, ¡no faltaba más!

—Estuvimos hablando de los viejos tiempos. Recordamos cierta tragedia, un triste suceso de hace bastantes años ya. Yo me hallaba en América por entonces, así que no conocía tantos detalles sobre el hecho como ella… Ravenscroft era el apellido familiar de los protagonistas.

—¡Oh! Me acuerdo de eso muy bien.

—Tengo entendido que usted trabajó para ellos. ¿Es cierto, señora Buckle?

—Sí. Iba por la casa tres veces por semana, dedicándoles las mañanas, eran unas personas muy agradables. Un caballero y una señora en toda la extensión de estas palabras. Gente de la vieja escuela.

—Fue una desgracia terrible…

—En efecto.

—¿Estaba usted en la casa en la época del suceso?

—No. Había dejado de ir por allí. Mi tía Emma se vino a vivir conmigo. Estaba medio ciega y no se encontraba, en general, bien de salud. Yo no tenía tiempo ya para dedicárselo a los demás. Dejé a esa familia un mes o dos antes de la tragedia.

—Fue algo horroroso, verdaderamente —declaró la señora Oliver—. Tengo entendido que se pensó en un doble suicidio.

—No creo en tal suicidio —manifestó la señora Buckle—. Nada de eso. Tal suposición no se acomodaba a la manera de ser de aquellas personas. Además, vivían muy bien. Hacía poco tiempo que ocupaban la casa que yo conocí…

—Cierto. A su vuelta a Inglaterra se quedaron en un lugar que está cerca de Bournemouth. ¿Es así o no?

—Sí. Pero se dieron cuenta de que resultaba demasiado alejado de Londres, por cuya razón establecieron su residencia en Chipping Bartram. La nueva casa era preciosa y contaba con un bonito jardín.

—¿Gozaban de buena salud el general y lady Ravenscroft?

—Bueno… A él le pesaban ya los años. El general había tenido algo del corazón, un ligero ataque, según creo. Los dos se medicaban y hacían reposo metódicamente.

—¿Qué recuerda usted de lady Ravenscroft?

—Al parecer, echaba de menos la vida que habían llevado en el extranjero. No llevaban una vida social intensa, si bien conocían a unas cuantas familias de su esfera. Pero, claro, su existencia allí no sería como la que habían conocido en Malaya y otros sitios. Lejos de Inglaterra, siempre habían tenido muchos servidores. Y supongo que estarían habituados a las reuniones frecuentes con sus amigos.

—¿Usted cree que ella echaba de menos aquéllas?

—Pues no puedo asegurárselo…

—No sé quién me dijo que ella usaba peluca.

—Tenía varías —declaró la señora Buckle, sonriendo levemente—. Eran de las buenas, de las caras. De vez en cuando, lady Ravenscroft las enviaba a Londres, al establecimiento en que las comprara, con objeto de que cambiaran los peinados, tras lo cual se las devolvían. Eran muy bonitas. Había una de cabellos casi blancos, otra con rizos grises… Ésta le caía muy bien, realmente. Las otras dos, menos finas, las destinaba a los días de viento o de lluvia, cuando deseaba ponerse un sombrero. Lady Ravenscroft cuidaba su aspecto personal y gastaba mucho dinero en vestidos.

—¿Cuál cree usted que fue la causa de la tragedia? —preguntó la señora Oliver—. Por el hecho de encontrarme yo en América cuando tuvo lugar aquélla, no estuve al tanto de los rumores que circularon por aquí… Por otro lado, no era oportuno abordar el tema en mis cartas, formulando preguntas y solicitando comentarios. Naturalmente, pienso que tuvo que existir un motivo. Tengo entendido que el arma del crimen (o lo que fuera) pertenecía al general Ravenscroft.

—Sí. El general tenía en la casa dos revólveres. Decía que así se sentía más seguro. Tal vez tuviera razón al afirmar que un arma de fuego suele ser la salvaguardia de un hogar. No es que les hubiese pasado algo desagradable con anterioridad allí, que yo sepa. Recuerdo que una tarde se plantó ante la puerta de la casa un individuo… No me gustó nada su aspecto. Quería ver al general. Explicó que había servido en el regimiento del general, de joven. El general le hizo unas cuantas preguntas. Me parece que a él tampoco le agradó el visitante. Se deshizo pronto del hombre…

—¿Cree usted en la posibilidad de que mediara en el asunto alguna persona ajena a la familia?

—Tiene que haber sido así, ya que no doy con ninguna otra explicación. He de decirle que jamás me infundió confianza el hombre que acudía a la casa para arreglar el jardín. Tenía mala reputación y me parece que había estado en prisión varias veces a lo largo de su vida. El general, desde luego, se hallaba al tanto de sus andanzas, pero quería darle una oportunidad, a ver si se regeneraba.

—Entonces, ¿cree usted que el jardinero pudo haber asesinado al matrimonio?

—Pues… La verdad, yo siempre pensé eso. Pero es posible que esté equivocada. Se habló de una historia escandalosa relativa a él o a ella, llegándose a asegurar que el general mató a su esposa. Hubo quien afirmó que había sido todo al revés, es decir, que ésta había dado muerte a su marido. Yo digo que tuvo que haber alguien ajeno a la familia, que éste los asesinó. Sería una de esas personas que… Bueno, las cosas no andaban mal entonces, tan mal como ahora. No se había iniciado todavía la ola de violencia de nuestros días…

»Fíjese en lo que venimos leyendo a diario en los periódicos. Los jóvenes, en ocasiones casi niños, toman drogas. Cuando están excitados arremeten contra todo, disparan sus armas por cualquier causa si las tienen. Se llevan a lo mejor a una chica a un bar, la invitan a beber y veinticuatro horas después aparece el cadáver de la muchacha en una zanja o en la cuneta de cualquier carretera. Secuestran a un niño, van a una sala de fiestas en compañía de una amiga y la estrangulan al regreso, camino de su casa. Ahora parece como si todo el mundo pudiese hacer lo que se le antoje. Ahí tiene usted el caso del matrimonio Ravenscroft… El general y su esposa salieron a dar un paseo, como habían hecho en tantas ocasiones. Horas después fueron hallados sus cadáveres, con sendos balazos en la cabeza.

—¿Les dispararon en la cabeza?

—Bien. No lo recuerdo con exactitud y yo no llegué a ver nada personalmente.

—¿Se llevaba bien el matrimonio?

—Sostenían alguna discusión que otra, pero, ¿en qué matrimonio no se da alguna diferencia?

—¿Cabe pensar en la existencia de algún amante por parte de él o de ella?

—Se habló de esa posibilidad. ¡Bah! ¡Tonterías! No hubo nada en ese sentido. La gente se inclina siempre a pensar en cosas como ésa para explicarse ciertos misterios.

—Quizás estuviese enfermo de cierta gravedad uno de los dos…

—Lady Ravenscroft, ciertamente, había estado en la consulta de un doctor londinense. Creo que planeaba ingresar en un hospital para someterse a una intervención quirúrgica. Nunca llegó a concretar sobre el particular hablando conmigo. Luego, había de estar en el establecimiento sanitario muy poco tiempo. Creo que no hubo tal intervención. A su regreso, parecía mucho más joven. Le sentaban mejor que nunca sus pelucas. Tuve la impresión entonces de que se iniciaba un nuevo período de su existencia.

—Hábleme del general.

—Era un gran caballero y yo no oí jamás ninguna historia escandalosa referente a su persona. La gente, cuando se da una de estas tragedias, hace todo género de comentarios. Puede ser que hallándose en Malaya, el general recibiese un fuerte golpe en la cabeza… No es ninguna tontería lo que acabo de señalar. En Malaya precisamente estuvo un tío mío que sufrió una caída cuando montaba a caballo. Por lo visto, dio contra un cañón… Mi tío dio bastante que hablar en lo sucesivo. Pasó seis meses tranquilo y por fin hubo que internarle en un manicomio debido a que se le había metido en la cabeza la idea de acabar con su esposa. Aseguraba que su mujer le perseguía y que trabajaba como espía a sueldo de otra nación. ¡Oh! ¡La de cosas que llegan a suceder en el seno de la familia!

—En consecuencia, usted no cree que el general y su esposa se hubiesen disgustado, hasta el punto de matar uno al otro para suicidarse a continuación el superviviente…

—No, no creo en esa historia…

—¿Estaban sus hijos en casa en aquellas fechas?

—No. La señorita… ¿Se llamaba Rosie? ¿Era Penélope? No me acuerdo en estos momentos…

—Celia —aclaró la señora Oliver—. Es mi ahijada.

—¡Claro! Ya caigo… Recuerdo haberla visto a usted ir en su busca. Era una niña de genio muy vivo, un tanto malcriada, pero muy amante de sus padres, a mi entender. La señorita Celia estaba en un colegio de Suiza cuando pasó aquello. Menos mal. La criatura habría vivido una experiencia terrible y directa de haberse hallado en Inglaterra.

—¿Y el chico?

—¿Su hermano Edward? El padre andaba bastante preocupado con él. No se llevaban muy bien.

—En sus relaciones con el padre, es frecuente que los chicos pasen por esa fase. ¿Era muy apegado a la madre?

—Verá usted… La madre estaba demasiado pendiente de él, cosa que el muchacho encontraba molesta. A ningún chico le agrada que la madre esté con exceso dedicada a él, reparando en detalles de su atuendo, por ejemplo, diciéndole a cada paso qué chaleco debe ponerse, recomendándole que se abrigue… Al padre le disgustaba su forma de llevar los cabellos. No era que entonces los muchachos llevaran los mismos como ahora, tan largos, pero se apuntaba ya la moda actual. ¿Entiende usted lo que quiero decir?

—Pero en la época de la tragedia el chico no se encontraba en la casa, ¿verdad?

—No.

—Supongo que aquello sería un golpe terrible para él.

—Indudablemente. Claro, yo, por aquellas fechas, no iba ya por la casa, de manera que no tuve ocasión de escuchar muchos comentarios. Si quiere que le sea sincera, a mí no me gustaba nada el jardinero. ¿Cómo se llamaba? Fred, creo… Fred Wizell. Sí. Un nombre así. Me parece que incurrió en alguna que otra irregularidad y que el general se proponía despedirle. A mí no me inspiró nunca confianza aquel hombre.

—¿Cree usted que pudo asesinar al matrimonio?

—Es posible que en un arrebato de furia el jardinero hiciera fuego sobre el general. Luego, habiendo acudido al ruido del disparo la esposa, quizá la matara. Se leen cosas así en los libros.

—Sí —contestó la señora Oliver, pensativa—. En los libros se encuentra una con cosas así y otras por el estilo.

—También habría que hablar del profesor del chico. A mí no me fue nunca simpático.

—¿A qué profesor se refiere usted?

—Verá… Anteriormente, hubo un profesor en la casa. El muchacho tropezaba con algunas dificultades en los estudios y sus padres decidieron ayudarle, asignándoselo. Este hombre fue por la casa durante un año, aproximadamente. Lady Ravenscroft lo apreciaba mucho. Ella era aficionada a la música. El profesor, también. Creo que se llamaba Edmunds. El señor Edmunds era un hombre de maneras muy corteses. Me parece que al general Ravenscroft aquel joven no le hacía mucha gracia.

—Pero lady Ravenscroft no pensaba igual…

—¡Oh! Tenían muchas cosas en común. Creo que fue ella quien contrató sus servicios. Ya lo he dicho: el señor Edmunds tenía unos modales muy finos, se dirigía a todos con mucha educación.

—¿Y qué opinaba el chico de su profesor?

—Me inclino a pensar que tenía un buen concepto de él. El señor Edmunds era más bien blando con el muchacho. Bueno, no hay que dar crédito a las murmuraciones referentes a unos supuestos escándalos familiares. No existieron motivos para pensar en un idilio de la dueña de la casa con el profesor. Y lo del general Ravenscroft con su secretaria me sonó siempre a cosa falsa. No hubo nada de eso… El asesino fue, seguramente, alguien ajeno a la casa. La policía, sin embargo, no pudo señalar nunca a nadie como sospechoso… Fue visto un coche por las inmediaciones del lugar del suceso, pero esta pista no condujo a ninguna parte. A mí me parece que los agentes hubieran debido centrar su atención en las personas que el matrimonio conoció años atrás, en Malaya, o en otros sitios, e incluso en aquellas que trataron al principio de su estancia en Inglaterra, en Bournemouth. Nunca se sabe…

—¿Qué pensó su esposo ante aquella tragedia? —inquirió la señora Oliver—. Seguramente, él no sabría tantas cosas como usted sobre el matrimonio Ravenscroft. No obstante, pudo haber oído algunos comentarios significativos.

—Oyó decir muchas cosas, desde luego, para todos los gustos. En el bar, por ejemplo… Hubo quien dijo que ella bebía y que de su casa salían cajas enteras de botellas vacías. Falso, falso, como yo bien sé. Hablóse también de un sobrino que periódicamente les visitaba. Por lo visto, el joven tuvo que ver algo con la policía, pero su asunto no se hallaba relacionado con el drama de que habían sido protagonistas y víctimas sus tíos. Bueno, creo que esto no coincidió con la fecha del suceso.

—Puntualicemos: ¿no había en la casa más personas que el general y lady Ravenscroft?

—Ella tenía una hermana que iba por allí de vez en cuando. Una hermanastra, me parece que era. Se parecía a lady Ravenscroft. Siempre surgía algo imprevisto cuando se presentaba ella en la casa. El matrimonio discutía, no sé por qué… La hermanastra era de esas personas que promueven conflictos dondequiera que estén. Sabía decir las cosas más adecuadas para irritar a la gente.

—¿Estaba lady Ravenscroft encariñada con ella?

—Ya que me hace usted esa pregunta, yo diría que no. Al general le agradaba aquella visitante porque jugaba muy bien a las cartas. Los dos jugaban también al ajedrez, pasando muy buenos ratos. Ella era una mujer muy divertida, en cierto modo. Jerryboy… Éste era su apellido, sí. La señora Jerryboy era viuda, me parece. A veces pedía dinero al matrimonio, en calidad de préstamo.

—¿Qué tal le cayó a usted esa mujer?

—Si quiere que le sea sincera, le confesaré que no me gustaba nada. Me era profundamente antipática. La juzgaba una de esas mujeres que no dejan a nadie en paz, que siembran problemas al paso. Cuando sucedió la tragedia llevaba ya bastante tiempo sin ir por la casa. No recuerdo muy bien su rostro… Tenía un hijo del que se hizo acompañar en dos o tres ocasiones. Tampoco me fue simpático. Se las daba de ingenioso, de listo.

—Es lógico que no se llegue a saber nunca la verdad de lo ocurrido —comentó la señora Oliver—. Y menos ahora, después de haber transcurrido tantos años… El otro día vi a mi ahijada.

—¿Sí? Me alegra tener noticias de la señorita Celia. ¿Qué tal está? ¿Se encuentra bien?

—Sí. Ahora proyecta casarse, me parece. El caso es que tiene novio formal.

—¿De verdad? —preguntó la señora Buckle—. ¡Estupendo! Llega un momento en que la mujer, como el hombre, ya se sabe… No es que tengan que casarse con la primera persona que conozcan, pero… Es preciso obrar con toda cautela.

—¿Conoce usted a una señora que se apellida Burton-Cox? —inquirió de pronto la señora Oliver.

—¿Burton-Cox? Me suena… No, creo que no la conozco. ¿Vivió aquí? ¿Estuvo en casa de los Ravenscroft? No es que recuerde algo… Sin embargo… ¿No es ése el apellido de un viejo amigo del general Ravenscroft, de un hombre que conoció en Malaya? No, no sé nada en relación con él…

La mujer movió la cabeza.

—Bueno —dijo la señora Oliver—, yo creo que ya está bien de charla, ¿no? No debo entretenerla más, señora Buckle. Me alegro mucho de haberla visto a usted y a su hija Marlene.

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