Capítulo XIV

EL DOCTOR WILLOUGHBY


Hércules Poirot se apeó del taxi, pagó al conductor, añadiendo una propina, comprobó la dirección consultando su agenda, sacó de un bolsillo un sobre dirigido al doctor Willoughby, subió por la escalera de la casa y oprimió el botón del timbre. Le abrió la puerta un criado. Al dar su nombre, Poirot fue informado de que el doctor Willoughby estaba esperándole.

Entró en una pequeña habitación, amueblada con mucho gusto, una de cuyas paredes quedaba oculta tras una estantería repleta de libros. Frente a la chimenea había dos sillones y en medio de ellos una mesita con algunos vasos y copas, aparte de un par de botellas.

El doctor Willoughby se puso en pie para saludar a su visitante. Era un hombre de edad situada entre los cincuenta y los setenta años, delgado, de frente muy despejada, de oscuros cabellos y penetrantes ojos grises. Estrechó la mano de Poirot y señaló a éste el sillón libre. Poirot le entregó la carta.

—¡Oh, sí!

El doctor abrió el sobre, leyendo la hoja que contenía, que dejó luego a un lado, sobre la mesita. Después, fijó la mirada con evidente interés en Poirot.

—El superintendente Garroway y un amigo mío del Home Office me han rogado que le atendiera en el asunto que le interesa —dijo el doctor.

—Es un gran favor el que solicito de usted. Existen razones que lo hacen importante para mí.

—¿Es importante para usted al cabo de tantos años como han pasado?

—Sí. Naturalmente, ya me hago cargo de que después de tanto tiempo puede haber olvidado ciertos detalles…

—No crea. Todo eso queda compensado por el interés que me inspiran determinados sectores de mi actividad profesional.

—Tengo entendido que su padre fue una autoridad, un gran especialista.

—En efecto. Había elaborado diversas teorías. Algunas de ellas quedaron probadas y fueron aceptadas. Otras no corrieron la misma suerte. Usted, concretamente, se interesa por un caso mental, ¿no?

—Me intereso exactamente por una mujer llamada Dorothea Preston-Grey.

—Sí. Era una mujer muy joven entonces. Yo ya seguía los trabajos de mi padre, aunque mis teorías y las suyas no estuvieran siempre de acuerdo. Llevó a cabo una labor notable y yo trabajé en colaboración con él en muchas ocasiones. Dorothea Preston-Grey había de convertirse después en la señora Jarrow, ¿no?

—Sí. Era una de las dos gemelas del apellido citado —señaló Poirot.

—Por aquellos días, la atención de mi padre se centraba en ese campo particular. Había elaborado un proyecto para estudiar las vidas, en general, de algunas parejas de hermanos gemelos. El estudio afectaba a los gemelos criados en el mismo ambiente y a los que, por ciertas circunstancias de la vida, se desarrollaban en medios distintos. Había que ver en qué quedaba su semejanza, en qué forma resultaban similares las cosas que les sucedían. Veíase cómo dos hermanas, o dos hermanos, casi siempre separados, acababan viviendo las mismas experiencias. El proyecto resultaba extraordinariamente interesante. Ahora, me parece que ésa no es la cuestión que usted aspira a desentrañar.

—No —manifestó Poirot, sencillamente—. Quiero referirme a un caso. Es decir, me intereso por una parte de él, relacionada con el accidente sufrido por un niño.

—Eso fue en Surrey, creo. Una zona agradable, preferida por mucha gente. Me parece que no queda muy lejos de Camberley. La señora Jarrow era una joven viuda en aquella época y tenía dos hijos pequeños. Su esposo había fallecido hacía poco, en accidente. A consecuencia de eso, ella…

—¿Sufrió alguna perturbación mental? —inquirió Poirot.

—No. No se pensó en eso. Ella se sintió profundamente afectada por la muerte de su esposo. Según su médico, no se recobraba satisfactoriamente del fuerte choque emocional experimentado. No le agradaba aquella larga convalecencia y ella hacía muy poco para avanzar. Observaba en la señora Jarrow unas reacciones extrañas. Lo cierto es que el médico quiso consultar el caso con un colega y fue llamado mi padre.

»Mi padre entendió que aquella situación podía entrañar algunos peligros y propuso su internamiento en una clínica, donde pudiera ser especialmente observada y atendida. La cosa fue peor tras el accidente del niño…

»De acuerdo con el relato de la señora Jarrow, una chiquilla atacó al pequeño, cuatro o cinco años menor que ella, golpeándole con una azada o una pala, haciéndole caer en un estanque del jardín en que se hallaban, donde aquél se ahogó.

»Bueno, como usted sabe, estas cosas se dan entre las criaturas. Más de una vez, un niño ha empujado en dirección a un estanque el cochecillo de un bebé en un arrebato de celos, diciéndose: «Mamá estaría más tranquila si Edward o Donald, o quien sea, no estuviese aquí», o bien «Ella se encontrará más a gusto». Son acciones inspiradas por los celos. Sin embargo, en ese caso no fueron éstos la causa. Aquella criatura no había lamentado el nacimiento de su hermano. Por otra parte, la señora Jarrow no había querido aquel segundo hijo. Su esposo, en cambio, habíase mostrado contento. Ella habíase puesto en contacto con dos médicos con el fin de abortar, pero no pudo lograr su propósito, ya que ninguno se avino a sus deseos. Por entonces, aquélla era una operación ilegal. Uno de los criados, y también un muchacho que se había presentado en la casa para entregar un telegrama, afirmaron que había sido una mujer quien atacara al niño y no la chiquilla. Otro de los servidores declaró sin rodeos que la agresora había sido su señora, manifestando haber presenciado la escena con ocasión de hallarse asomado a una ventana. Luego, añadió: “No creo que esa mujer se dé cuenta de lo que hace en realidad. No es responsable de sus actos. Desde la muerte del señor no ha vuelto a ser la misma de antes”.

»No sé qué es concretamente lo que desea usted saber sobre el caso. El veredicto fue de accidente. Simplemente: los niños habían estado jugando, habían estado empujándose unos a otros, forcejeando, etcétera. Indudablemente fue un desgraciado accidente. La cosa quedó así. Pero mi padre, al ser consultado, tras una conversación con la señora Jarrow, a la que sometió a diversos “test” e interrogatorios, la consideró personalmente responsable de lo sucedido. De acuerdo con su consejo, se imponía un tratamiento en regla para atacar aquel trastorno mental.

—¿Y dice usted que su padre estaba completamente seguro de su culpabilidad?

—Sí. Había una escuela de tratamiento en aquella época que fue muy popular en la que mi padre creía. Sosteníase entonces que tras un tratamiento adecuado, que duraba a veces largo tiempo, un año o más, la gente podía volver a llevar una existencia normal. El paciente podía regresar a su hogar, siempre y cuando disfrutara en él de atención familiar y médica. Primeramente, se registraron casos enfocados con éxito, pero luego se conocieron otros que fueron completos fracasos. Había pacientes que, inmersos nuevamente en el ambiente habitual, junto al esposo o la esposa, junto a los padres, sufrían recaídas que desembocaban en la tragedia o en el amago de tragedia.

»Mi padre se enfrentó con amargura con uno de estos últimos casos. Una mujer abandonó el centro sanitario en que estuviera algún tiempo para reunirse con la amiga con quien había estado viviendo anteriormente. Todo parecía marchar bien, pero cierto día, al cabo de cinco o seis meses, la enferma llamó urgentemente a un médico. Al presentarse éste en su casa, ella le dijo: “Sé que se va usted a enfadar cuando le muestre lo que he hecho, y también que querrá llamar a la policía. Ahora, esto era inevitable… Vi al diablo cuando se asomaba a los ojos de Hilda. Vi al diablo en ellos y supe en seguida cuál era mi deber. Supe inmediatamente que tenía que matarla”.

»La amiga se encontraba en un sillón. Había sido estrangulada. Y después de haberla asesinado, la agresora se había ensañado con sus ojos. Esta mujer murió en un manicomio, convencida de que matando a su amiga había obrado bien, convencida de que así había destruido al diablo.

Poirot movió la cabeza, entristecido.

El doctor continuó hablando:

—Yo considero que Dorothea Preston-Grey era víctima de unos desórdenes mentales que podían dar lugar a acciones peligrosas. Tenía que vivir en lo sucesivo estrechamente vigilada. Esto no era aceptado generalmente en aquella época y mi padre no lo consideró aconsejable. Trasladada a una casa de salud, que reunía excelentes condiciones, se inició con ella un estudiado tratamiento. Y de nuevo, al cabo de varios años, completamente recuperada, abandonó el establecimiento llevando una existencia normal, acompañada por una enfermera que más bien era considerada dama de compañía. Se desenvolvió bien, hizo algunas amistades y posteriormente se fue al extranjero.

—A Malaya —dijo Poirot.

—Sí. Ya veo que está usted bien informado. Se fue a Malaya, a casa de su hermana gemela.

—Y entonces hubo otra tragedia.

—En efecto. Un chico de la vecindad fue objeto de una agresión. Se sospechó de una niñera primero y luego fue señalado como autor de aquélla uno de los criados nativos. Indudablemente, sin embargo, todo había sido cosa de la señora Jarrow. No hubo una prueba concluyente, a pesar de todo. Entonces, el general… No recuerdo su nombre ahora…

—¿El general Ravenscroft? —apuntó Poirot.

—Sí, eso es. El general Ravenscroft dispuso lo necesario para que ella volviese a Inglaterra, para someterla a otro tratamiento médico. ¿Era eso lo que quería saber usted?

—Bueno —repuso Poirot—, yo ya sabía algo de lo que acaba de contarme. Mi interés se centra en el caso de las gemelas idénticas. ¿Qué hay acerca de la otra hermana? Me refiero a Margaret Preston-Grey, la mujer que fue más tarde la esposa del general Ravenscroft. ¿Se vio afectada por la misma enfermedad?

—En Margaret Preston-Grey no se observó nada anormal. Estaba perfectamente sana. Mi padre la visitó en una o dos ocasiones porque en varios casos había podido ver que los hermanos gemelos, en los que son idénticos y se han hallado siempre unidos, las enfermedades suelen ser comunes…

—Continúe, continúe, doctor.

—A veces, entre los hermanos gemelos se produce cierto sentimiento de animosidad. Éste puede degenerar en otro de odio, casi, si media algún choque emocional o crisis.

»Creo que eso pudo darse allí. El general Ravenscroft, siendo un joven subalterno, o capitán, o lo que fuera, se enamoró perdidamente de Dorothea Preston-Grey, que era una bellísima muchacha. La más bella de las dos hermanas realmente… Dorothea correspondió a su amor. No estaban prometidos oficialmente. Pero luego, muy pronto, el general transfirió sus afectos a la otra hermana, a Margaret. O Molly, como era llamada por todos sus familiares. Ésta le aceptó y se casaron tan pronto lo permitieron los azares de la carrera del joven. Mi padre estaba convencido de que la otra gemela, Dolly, había mirado con malos ojos aquel enlace, por el hecho de continuar enamorada de Alistair Ravenscroft. Sin embargo, se sobrepuso a aquella contrariedad, contrayendo matrimonio con otro hombre en su momento.

»Fue éste un matrimonio feliz, con todo. Luego, Dolly visitó a los Ravenscroft, no solamente en Malaya sino en otro servicio del extranjero y después de haber regresado al país. Aparentemente, se había restablecido de nuevo, no sufría perturbación mental alguna y vivía con una enfermera de toda confianza y varios servidores.

»Creo (es lo que me dijo mi padre) que lady Ravenscroft, Molly, siguió sintiéndose muy apegada a su hermana. Adoptaba, en relación con ella, más bien una actitud protectora. Exteriorizaba a menudo sus deseos de ver a Dolly con más frecuencia, pero el general Ravenscroft no se mostraba tan animado como ella en este sentido. Es posible, a mi juicio, que la ligeramente desequilibrada Dolly (la señora Jarrow) siguiera sintiéndose fuertemente atraída por el general. Esto debió de crear para él una situación embarazosa, molesta. Margaret pensaría, sin duda, que su hermana había dejado atrás todos los celos del principio o la ira que hubiera podido suscitar en ella su casamiento con el antiguo galán.

—Tengo entendido que la señora Jarrow se encontraba en la casa de los Ravenscroft tres semanas antes del suicidio del matrimonio…

—Es verdad. También ella murió por entonces, en circunstancias trágicas. Sufría ataques de sonambulismo. Abandonaba por las noches su lecho y en una de sus nocturnas e inconscientes excursiones tuvo un accidente, cayendo por una escarpadura, a la que conducía un viejo camino. Su cadáver fue hallado al día siguiente… Bueno, estaba malherida, a decir verdad, y creo que falleció en el hospital, sin recobrar el conocimiento. Aquello fue un golpe tremendo para su hermana Molly, pero si quiere conocer mi opinión le diré que esa desgracia no pudo ser la terrible decisión del matrimonio, máxime si se tiene en cuenta que los dos se llevaban muy bien y vivían felices. El pesar que pueda experimentar una persona por la muerte de una hermana gemela raras veces induce al suicidio. Y menos a un doble suicidio.

—¿Y en el caso de que Margaret Ravenscroft se hubiese considerado culpable de la muerte de Dorothea? —inquirió Poirot.

—¡Santo cielo! ¿No irá usted a sugerir…?

—Cabe la posibilidad de que Margaret siguiese a su hermana y de que luego la empujase…

El doctor Willoughby movió enérgicamente la cabeza, denegando.

—Rechazo por completo tal hipótesis.

—Con la gente, uno no sabe nunca a qué atenerse —declaró Hércules Poirot.

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