Capítulo XV

EUGENE Y ROSENTELLE, ESTILISTAS DEL CABELLO Y ESPECIALISTAS EN BELLEZA


La señora Oliver, ya en Cheltenham, miró a su alrededor, haciendo un gesto de aprobación. Era la primera vez que estaba allí. A la señora Oliver le satisfizo mucho ver casas que merecían realmente ese nombre.

Volviendo mentalmente a sus años de juventud, se acordó de algunas personas que habían tenido amigos o parientes que residían en Cheltenham. Habitualmente, se trataba de jubilados del ejército y de la marina. Pensó que aquél era el lugar ideal para refugiarse tras una prolongada estancia en el extranjero. Todo hablaba allí de seguridad, de buen gusto. Era el marco ideal para la charla tranquila y cortés con el conocido o el vecino.

Después de asomarse a los escaparates de un par de tiendas de antigüedades, se dirigió al establecimiento que pretendía visitar, al que le había mandado Hércules Poirot, mejor dicho. Entró en él y miró a un lado y a otro. Cuatro o cinco personas se hallaban en manos de unas empleadas que trabajaban en sus cabellos. Una señora rechoncha se apartó de la cliente que estaba atendiendo, acercándose con un gesto interrogante.

—¿La señora Rosentelle? —preguntó la señora Oliver, consultando una tarjeta—. Ha dicho que podría atenderme si venia esta mañana. Mi consulta no es de tipo profesional, ¿sabe? Declaró por teléfono que si me presentaba aquí a las once y media podría dedicarme unos minutos.

—Sí. Creo que madame espera a alguien.

La empleada guió a la señora Oliver por un estrecho pasillo. Bajaron unos peldaños y la primera abrió una puerta. Desde el salón de peluquería habían pasado, evidentemente, al hogar de la señora Rosentelle. La empleada dijo ahora:

—Aquí se encuentra la persona que estaba usted esperando. —La mujer se volvió a la señora Oliver, inquiriendo con cierto nerviosismo—: ¿Qué nombre me ha dado usted?

—Señora Oliver.

Entró. La señora Oliver experimentó la impresión de que se adentraba en un gran escaparate. Las cortinas eran rosadas y dibujos de rosas tenía el papel de las paredes. La señora Rosentelle fue catalogada por la visitante como persona de su misma edad… o de muchos años. Había estado saboreando un café en los últimos momentos.

—¿Señora Rosentelle?

—Si.

¿Me esperaba usted?

—Sí, claro. No acabé de enterarme bien del todo de lo que había… Los teléfonos funcionan pésimamente. Viene usted bien. Dispongo de media hora libre. ¿Le apetece una taza de café?

—No, gracias —contestó la señora Oliver—. Quiero retenerla el tiempo estrictamente necesario. Deseo preguntarle algo sobre un asunto del cual quizá se acuerde. Lleva usted muchos años, según tengo entendido, en este negocio.

—Muchos, sí. En la actualidad, son las chicas quienes lo llevan, realmente. Yo no suelo hacer nada.

—Orientará a su clientela, a veces, sin duda.

—Bueno, eso sí que lo hago —repuso la señora Rosentelle, sonriendo.

El rostro de la señora Rosentelle era agradable y de inteligente expresión. Sus oscuros cabellos aparecían muy bien arreglados. Unos atinados toques grises daban un aspecto elegante a su cabeza.

—Quiero hacerle a usted una pregunta referente a las pelucas…

—Antes trabajábamos con ellas más que ahora.

—Usted estuvo establecida en Londres, ¿no?

—Sí. Primeramente, en Bond Street. Luego nos trasladamos a Sloane Street. Tras esa experiencia, resulta muy agradable vivir en el campo. ¡Oh, sí! Mi marido y yo nos sentimos muy a gusto aquí. Dirigimos un pequeño negocio y tocamos poco el renglón de las pelucas… No obstante, mi esposo asesora en este terreno a algunos hombres que recurren a él por haberse quedado calvos, suministrándoles las que necesitan. Los cabellos influyen decisivamente en el aspecto personal de la gente y hay profesiones en las que es preciso cuidar tal detalle.

—Ya me lo imagino —repuso la señora Oliver.

Añadió unas cuantas cosas más a propósito de aquello, mientras se preguntaba cómo podía abordar el tema que a ella le interesaba. Experimentó cierto sobresalto cuando la señora Rosentelle, de pronto, se inclinó hacia su sillón, preguntándole:

—Usted es Ariadne Oliver, ¿verdad? ¿La novelista?

—Sí —replicó la señora Oliver, haciendo el gesto habitual en ella en tales circunstancias—. Efectivamente, yo escribo novelas.

—Me gustan mucho sus libros. He leído la mayor parte de ellos. Me complace mucho verla en mi casa. Dígame ahora en qué puedo servirla.

—Bueno, lo que yo quería era hablar con usted de pelucas y referirme a algo que pasó nace muchos años, acerca de lo cual es posible que usted no recuerde nada.

—Pues, no sé… ¿Está usted pensando en las modas de hace ya algún tiempo?

—No. Quiero referirme a una mujer, a una amiga mía (fuimos condiscípulas) que después de casarse se fue a vivir a Malaya, regresando posteriormente a Inglaterra. Hubo una tragedia más tarde y una de las cosas que más sorprendieron a los que investigaron el caso fue que hubiese sido propietaria de varias pelucas. Me parece que le fueron proporcionadas por su firma…

—¿Ah? Una tragedia… ¿Cómo se llamaba su amiga?

—Su nombre de soltera era Margaret Preston-Grey. De casada, lady Ravenscroft.

—¡Oh! Pues sí, sí que me acuerdo de lady Ravenscroft. Me acuerdo de ella perfectamente. Era muy agradable y de buen ver todavía. Sí. Su esposo era coronel, o general, no sé… Cuando él se retiró se fueron a vivir a… No me acuerdo de este detalle…

—Luego se produjo el hecho que todo el mundo consideró un doble suicidio —apuntó la señora Oliver.

—Sí, sí. Recuerdo haber leído algunas informaciones sobre el suceso. Lo comentamos. El periódico que comprábamos entonces habitualmente publicó las fotografías del matrimonio. Yo a él no lo conocía… Pero a lady Ravenscroft la identifiqué en seguida, como clienta nuestra que era. Fue muy triste aquello. Oí decir que ella tenía un cáncer y que no pudiendo abrigar la menor esperanza de curarse los dos se sintieron desesperados. Esto fue en líneas generales todo lo que supe. ¿Y qué cree que puedo decirle más sobre el caso?

—Ustedes suministraron las pelucas y la policía consideró que cuatro para una sola persona eran demasiadas pelucas. ¿O quizás es normal que quienes usan estos artículos dispongan de ellas en ese número?

—Lo corriente es que el usuario disponga de dos —contestó la señora Rosentelle—. Una es la que utiliza mientras la otra se halla en manos del peluquero para llevar a cabo alguna reforma o reparación.

—¿Se acuerda usted de la compra por lady Ravenscroft de sus dos pelucas extra?

—No fue ella a la tienda. Creo que había estado enferma o que se encontraba en un hospital. Se presentó en el establecimiento una joven francesa, su dama de compañía, me parece. Una chica muy agradable. Hablaba un inglés perfecto. Dio toda clase de detalles sobre las pelucas que deseaba adquirir, señalando colores de los cabellos y estilos de los peinados. Sí. Es curioso que recuerde eso tan bien. Supongo que será porque un mes más tarde, o mes y medio después, me vino a la memoria su visita con motivo del suicidio. Me imagino que a aquella señora los médicos no le darían esperanzas en cuanto a su recuperación y que a su esposo le horrorizaba la perspectiva de enfrentarse con la vida sin su mujer…

La señora Oliver movió la cabeza, con un gesto de tristeza, tras lo cual prosiguió el interrogatorio.

—Se trataba de pelucas distintas, ¿no?

—Sí. Había una con mechones grises; otra resultaba muy apropiada para fiestas y trajes de noche; otra tenía unos rizos recogidos… Era muy indicada para ser utilizada con sombrero. Lamenté no poder ver a lady Ravenscroft de nuevo. No sólo tuvo el problema de su enfermedad sino también la desgracia de perder a una hermana hacía poco. Una hermana gemela.

—Sí. Las hermanas gemelas suelen quererse mucho, ¿no? —inquirió la señora Oliver.

—Siempre dio la impresión de ser una mujer muy feliz anteriormente a todo eso —comentó la señora Rosentelle.

Las dos suspiraron. La señora Oliver cambió de tema.

—¿Cree usted que podré encontrar en su establecimiento una peluca que me vaya bien? —preguntó.

—Yo no se la aconsejaría… Tiene usted unos cabellos espléndidos, muy espesos, me parece apreciar… Me imagino… —Una leve sonrisa asomó a los labios de la señora Rosentelle— que disfruta ensayando cosas con ellos.

—Es usted muy inteligente. Se da cuenta de todo en seguida. Es verdad. Me gusta variar, hacer experimentos… Se divierte una así.

—Lo mismo le pasa con otras cosas de la vida, ¿eh?

—Sí. Supongo que lo bueno está en no saber nunca lo que va a venir después.

—Conozco esa sensación —manifestó la señora Rosentelle—. Es precisamente la que lleva a muchas personas de una preocupación a otra.

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