7 — MANÁ DEL CIELO

La flota s’uthlamesa patrullaba los límites del sistema solar, avanzando por la aterciopelada oscuridad del espacio con la callada y majestuosa gracia de un tigre al acecho, en un rumbo que la llevaría directamente hacia el Arca.

Haviland Tuf estaba sentado ante su consola principal, observando las hileras de pantallas y los monitores del ordenador, con leves y cuidadosos giros de cabeza. La flota que ahora se estaba desviando para recibirle, parecía más y más formidable a cada instante que pasaba. Sus instrumentos habían informado sobre unas catorce naves de gran tamaño y abundantes enjambres de cazas. Nueve globos, de un color blanco plateado, erizados con armamento que no le resultaba familiar, formaban las alas del despliegue. Cuatro largos acorazados de color negro iban en los flancos de la cuña, con sus oscuros cascos emitiendo destellos de energía y la nave insignia, situada en el centro, era un colosal fuerte en forma de disco con un diámetro que los sensores de Tuf evaluaban en unos seis kilómetros. Era la nave espacial más grande que Haviland Tuf había visto desde el día en que, diez años antes, había encontrado el Arca a la deriva. Los cazas iban y venían alrededor del disco, como insectos furiosos dispuestos a utilizar su aguijón.

El largo y pálido rostro de Haviland Tuf seguía tan inmóvil e indescifrable como siempre pero Dax, sentado en su regazo, emitió un leve sonido de inquietud y Tuf juntó sus manos formando un puente con los dedos.

Una luz se encendió indicando una comunicación.

Haviland Tuf pestañeó, extendió la mano con tranquila decisión y conectó el receptor.

Había esperado que en la pantalla se materializaría un rostro, pero quedó decepcionado. Los rasgos de su interlocutor estaban ocultos por un visor de plastiacero negro formando parte de un traje de combate que relucía como un espejo. Una estilizada representación del globo de S’uthlam adornaba la cresta metálica que brotaba encima del casco y, detrás del visor, grandes sensores rojizos ardían dando la impresión de dos ojos. A Haviland Tuf la imagen le hizo acordarse de un hombre muy desagradable que había conocido en el pasado.

—No resultaba necesario vestirse con tal formalidad por mi causa —dijo Haviland Tuf con voz átona. Aún más, en tanto que el tamaño de la guardia de honor que han enviado para recibirme, halaga un poco mi vanidad, con un escuadrón mucho más pequeño y no tan imponente habría sido más que suficiente. La formación actual es tan grande y formidable que invita a pensar, y un hombre de naturaleza menos confiada que la mía podría sentir la tentación de malinterpretar su propósito y ver en ella alguna intención intimidatoria.

—Aquí Wald Ober, comandante de la Flota Defensiva Planetaria de S’uthlam, Ala Siete —dijo la imagen de la pantalla con una voz grave, electrónicamente distorsionada.

—Ala Siete —repitió Tuf. Ciertamente. Ello sugiere la posibilidad de que existan como mínimo otros seis escuadrones igualmente dignos de temor. Al parecer las defensas planetarias de S’uthlam han aumentado un tanto desde mi última visita.

Wald Ober no pareció nada interesado en sus palabras.

—Ríndase de inmediato o será destruido —le dijo secamente.

Tuf pestañeó.

—Me temo que existe un lamentable malentendido.

—Se ha declarado un estado de guerra entre la República Cibernética de S’uthlam y la alianza de Vandeen, Jazbo, el Mundo de Henry, Skrymir, Roggandor y el Triuno Azur. Ha entrado en una zona restringida. Ríndase o será destruido.

—No me ha entendido usted, señor —dijo Tuf—. En tan desgraciada confrontación yo soy neutral, aunque no me hubiera dado cuenta de tal calidad hasta ahora mismo. No formo parte de facción, cábala ni alianza alguna y sólo me represento a mí mismo, un ingeniero ecológico con los motivos más benignos que imaginarse puedan. Por favor, no se alarme ante el tamaño de mi nave. Estoy seguro de que en el pequeño lapso de cinco años, los afamados trabajadores y cibertecs del Puerto de S’uthlam no pueden haber olvidado por completo mis previas visitas a su interesantísimo mundo. Soy Haviland.

—Sabemos quién es, Tuf —dijo Wald Ober—, Reconocimos el Arca apenas desconectó el hiperimpulso. La alianza no tiene acorazados que midan treinta kilómetros de largo, alabada sea la vida. Tengo órdenes específicas del Consejo, el cual me indicó que vigilara la zona esperándole.

—Ya veo —dijo Haviland Tuf.

—¿Por qué cree que nuestra ala le está rodeando? —dijo Ober.

—Tenía la esperanza de que fuera un gesto afectuoso de bienvenida —dijo Tuf—. Pensaba que podía tratarse de una escolta amistosa que me trajera sus saludos y cestillas de regalo consistentes en hongos frescos y suculentos, abundantemente sazonados. Pero veo que mis suposiciones carecían de todo fundamento.

—Tuf, nuestra última advertencia. Dentro de unos cuatro minutos nos encontraremos a la distancia de tiro. Ríndase ahora o será destruido.

—Caballero —dijo Tuf—, le ruego consulte con sus jefes antes de que cometa un lamentable error. Estoy seguro de que se ha dado alguna confusión en las comunicaciones y…

—Ha sido juzgado en ausencia y se le ha considerado culpable de ser un criminal, un hereje y un enemigo del pueblo de S’uthlam.

—He sido espantosamente malinterpretado —protestó Tuf.

—Hace diez años escapó a nuestra flota, Tuf No crea que podrá hacerlo de nuevo. La tecnología s’uthlamesa no se ha quedado quieta y nuestras nuevas armas pueden hacer trizas sus anticuados escudos defensivos, se lo prometo. Nuestros mejores historiadores estudiaron esa pesada reliquia del CIE que tiene usted Y Yo mismo supervisé las simulaciones. Tenemos su bienvenida perfectamente preparada.

—No tengo el menor deseo de parecer poco agradecido, pero no era necesario tomarse tales molestias —dijo Tuf Volvió la cabeza hacia las pantallas que había a los dos lados de la angosta sala de comunicaciones y estudió la falange de naves s’uthlamesas que se iba cerrando rápidamente sobre el Arca—. Si esta hostilidad no provocada hunde sus raíces en mi cuantiosa deuda para con el Puerto de S’uthlam, puedo tranquilizarle y asegurarle que estoy dispuesto a efectuar su pago de forma inmediata.

—Dos minutos —dijo Wald Ober.

—Lo que es más, caso de que S’uthlam necesite más servicios de ingeniería ecológica me siento repentinamente inclinado a ofrecérselo por un precio sumamente reducido.

—Ya hemos tenido bastante con sus soluciones. Un minuto.

—Al parecer sólo se me permite una opción viable —dijo Haviland Tuf.

—Entonces, ¿se rinde? —le preguntó con suspicacia el comandante.

—Creo que no —dijo Haviland Tuf Extendió la mano y sus largos dedos bailaron sobre una serie de teclas holográficas, levantando las viejas pantallas defensivas del Arca.

El rostro de Wald Ober no resultaba visible, pero en su voz era fácilmente perceptible un matiz sarcástico.

—Pantallas imperiales de la cuarta generación, con triple redundancia y frecuencias superpuestas, con todas las fases de protección coordinadas por los ordenadores de su nave. Su casco está hecho con placas de aleación especial. Le dije que habíamos estado investigando.

—Su avidez de conocimientos me parece de lo más encomiable —dijo Tuf.

—Puede que su siguiente sarcasmo sea el último que profiera, mercader. Así que más le valdría intentar que, al menos, sea bueno. Lo que intento decirle es que conocemos a la perfección todos sus recursos y sabemos, hasta el decimocuarto decimal, la cantidad de castigo que pueden absorber las defensas de una sembradora del CIE y que estamos preparados para darle más de lo que puede manejar —giró la cabeza a un lado—. Listos para empezar el fuego —le ordenó secamente a un subordinado invisible. Cuando el oscuro casco giró nuevamente hacia Tuf, Ober añadió. Queremos el Arca y no podrá impedir que la consigamos. Treinta segundos.

—Me temo que no estoy de acuerdo con ello —dijo Tuf con voz tranquila.

—Harán fuego cuando yo dé la orden —dijo Ober. Si insiste en ello, me encargaré de ir contando los últimos segundos de su vida. Veinte. Diecinueve. Dieciocho…

—Jamás había oído contar con tal vigor —dijo Tuf—. Por favor, le ruego que no se deje distraer por mis malas noticias y no cometa ningún error.

—… Catorce. Trece. Doce.

Tuf cruzó las manos sobre el estómago.

—Once. Diez. Nueve —Ober miró con cierta inquietud a un lado y luego nuevamente hacia la pantalla.

—Nueve —anunció Tuf—, un número precioso. Normalmente le sigue el ocho y luego el siete.

—Seis —dijo Ober, con voz algo vacilante—. Cinco.

Tuf aguardó en silencio.

—Cuatro. Tres —dejó de contar— ¿Qué malas noticias? —rugió súbitamente encarándose con la pantalla.

—Caballero —dijo Tuf—, si piensa usted gritar, tenga la bondad de ajustar el volumen de su comunicación —alzó un dedo. Las malas noticias son que el mero acto de abrir un agujero en las pantallas defensivas del Arca, lo cual no tengo duda alguna de que le resultará fácil conseguir, pondrá en funcionamiento un pequeño dispositivo termonuclear que he situado con anterioridad en la biblioteca celular de la nave, destruyendo con ello todo el material de clonación que hacen del Arca una nave sin parangón, de valor incalculable y ampliamente codiciada por todos.

Hubo un largo silencio. Los relucientes sensores escarlata que ardían bajo el oscuro visor de Wald Ober parecieron arder aún más ferozmente al clavarse en la pantalla que mostraba los impasibles rasgos de Tuf.

—Está mintiendo —dijo por último el comandante.

—Ciertamente —dijo Tuf—, me ha descubierto. Qué idiotez por mi parte el suponer que me resultaría fácil engañar a un hombre de su perspicacia con un engaño tan clara mente infantil. Y ahora me temo que abrirá fuego contra mí, haciendo pedazos mis pobres y anticuadas defensas, con lo cual demostrará que he mentido. Permítame un instante para despedirme de mis gatos —cruzó las manos lentamente sobre su gran estómago y esperó a que el comandante le contestara. La flota de S’uthlam, según indicaban sus instrumentos, se encontraba ahora a distancia de tiro.

—¡Eso es justamente lo que haré, condenado aborto! —gritó Wald Ober.

—Aguardaré con abatida resignación —dijo Tuf sin moverse.

—Tiene veinte segundos —dijo Ober.

—Me temo que mis noticias le han confundido, ya que la cuenta anterior se había detenido en el número tres. Sin embargo, aprovecharé sin vergüenza alguna su error para saborear todos los instantes de vida que aún me quedan.

Durante un tiempo que pareció interminable se contemplaron en silencio. Cómodamente instalado en el regazo de Tuf, Dax empezó a ronronear. Haviland Tuf movió la mano y empezó a pasarla suavemente sobre su largo pelaje negro. Dax aumentó el volumen de su ronroneo y empezó a clavar sus garras en las rodillas de Tuf.

—¡Oh! ¡Váyase al infierno, condenado aborto! —dijo Wald Ober señalando con un dedo la pantalla. Puede que haya logrado detenernos por el momento, Tuf, pero le advierto que ni sueñe con la posibilidad de irse. Su biblioteca celular se perdería igualmente para nosotros si escapara y caso de tener que elegir entre su huida y su muerte, me quedo con su muerte.

—Comprendo su posición —dijo Haviland Tuf—, aunque yo, por supuesto, optaría por la huida. Sin embargo, tengo una deuda que saldar con el Puerto de S’uthlam y no puedo huir tal y como usted teme sin perder mi honor, con lo cual le ruego acepte mis garantías de que tendrá todas las oportunidades del mundo para contemplar mi rostro, y yo su temible máscara, mientras permanecemos atrapados en esta incómoda situación.

Wald Ober nunca tuvo la ocasión de replicar. Su máscara de combate se esfumó de la pantalla y fue reemplazada por un rostro femenino, no demasiado agraciado. Tenía labios anchos; una nariz que había sido rota en más de una ocasión; una piel aparentemente dura como el cuero y con el tono entre azul y negro que es resultado de una prolongada exposición a las radiaciones duras y de muchas décadas consumiendo píldoras anticarcinoma, y unos ojos claros que brillaban entre una red de pequeñas arrugas. Todo ello iba rodeado por una asombrosa aureola de cabellos grises.

—Eso es lo que pasa por hacernos los duros —dijo ella. Ha ganado, Tuf Ober, a partir de ahora es usted una escolta honorífica. Cambie la formación y acompáñele a la telaraña, ¡maldición!

—Qué amabilidad y consideración —dijo Haviland Tuf—. Me complace informarle de que estoy en condiciones de efectuar el último pago que se le debe al Puerto de S’uthlam por las reparaciones del Arca.

—Espero que haya traído también un poco de comida para gatos —dijo secamente Tolly Mune. Ese teórico suministro «para cinco años» que me dejó, se agotó hace ya dos —suspiró. Supongo que no sentirá deseos de retirarse y vendernos el Arca.

—No, ciertamente —replicó Tuf.

—Ya me lo pensaba. De acuerdo, Tufi vaya abriendo la cerveza. Hablaré con usted tan pronto llegue a la telaraña.

—Sin la menor intención de ser irrespetuoso, debo confesar que en este momento no me encuentro en el estado anímico más propicio para atender a una huésped tan distinguida. El comandante Ober me ha informado, hace muy poco, que fui juzgado y declarado criminal y hereje, concepto que me resultaba de lo más curioso dado que, ni soy ciudadano de S’uthlam, ni profeso su religión dominante, pero no por ello ha dejado de inquietarme. En estos momentos me encuentro dominado por el miedo y la preocupación.

—Oh, eso —dijo ella—. Era sólo una formalidad carente de todo significado práctico.

—Ya veo —dijo Tuf.

—¡Infiernos y maldición! Tuf, si vamos a robar su nave necesitamos una buena excusa legal, ¿no? Somos un condenado gobierno. Se nos permite robar todo lo que nos venga en gana, siempre que podamos adornarlo con una reluciente cobertura legal.

—Rara vez durante mis viajes me he encontrado con un funcionario político dotado de una franqueza como la suya, debo admitirlo. La experiencia me resulta más bien refrescante. Con todo, y pese a encontrarme ahora algo más tranquilo, ¿qué garantías tengo de que no continuará en sus esfuerzos por apoderarse del Arca una vez esté a bordo?

—¿Quién, yo? —dijo Tolly Mune. Vamos, ¿cómo podría hacer algo semejante? No se preocupe, vendré sola —sonrió—. Bueno, casi sola. Espero que no tendrá objeción a que me acompañe un gato, ¿verdad?

—Ciertamente que no —dijo Tuf—, y me complace saber que los felinos entregados a su custodia han prosperado durante mi ausencia. Estaré esperando ansiosamente su llegada, Maestre de Puerto Mune.

—Tuf, para usted ahora soy la Primera Consejera Mune —dijo ella con cierta irritación antes de apagar la pantalla.


Nadie había acusado en toda su vida a Haviland Tuf de ser un temerario. Escogió una posición, doce kilómetros más allá del final de uno de los grandes muelles radiales que emanaban de la comunidad orbital conocida como el Puerto de S’uthlam, y mantuvo sus pantallas conectadas mientras aguardaba. Tolly Mune acudió a la cita, en la pequeña nave espacial que Tuf le había entregado cinco años antes con ocasión de su visita anterior a S’uthlam.

Tuf desconectó las pantallas para dejarla pasar y luego abrió la gran cúpula de la cubierta de aterrizaje para que pudiera posarse en ella. Los instrumentos del Arca indicaban que su nave estaba llena de formas vitales, sólo una de las cuales era humana en tanto que el resto mostraban los parámetros correspondientes a la especie felina. Tuf fue a recibirla con uno de sus vehículos de tres ruedas. Vestía un traje de terciopelo verde oscuro que sujetaba con un cinturón alrededor de su amplio estómago. Sobre la cabeza llevaba una algo maltrecha gorra decorada con la insignia dorada del Cuerpo de Ingeniería Ecológica. Dax le acompañaba, tendido sobre las grandes rodillas de Tuf, como una enorme piel negra que alguien hubiera dejado olvidada.

Cuando la escotilla se abrió por fin, Tuf aceleró decididamente por entre el confuso montón de maltrechas naves espaciales que se habían ido acumulando durante los años en la cubierta y fue en línea recta la rampa de la nave recién llegada, por la cual ya estaba bajando Tolly Mune, la antigua Maestre del Puerto de S’uthlam.

Junto a ella venía un gato.

Dax se incorporó al instante con su negro pelo erizado y su gorda cola tan hinchada como si acabara de introducirla en un enchufe. Su habitual aletargamiento se había esfumado y de un salto abandonó el regazo de Tuf para subirse a la capota del vehículo, con las orejas pegadas al cráneo y bufando enfurecido.

—Vaya, Dax —dijo Tolly Mune—, ¿ése es modo de recibir a un condenado pariente? —sonrió y se agachó para acariciar al enorme animal que estaba a su lado.

—Había esperado ver a Ingratitud o a Duda —dijo Haviland Tuf.

—Oh, se encuentran muy bien —dijo ella—, al igual que toda su maldita descendencia que ya se cuenta por varias generaciones. Tendría que haberlo supuesto cuando me entregó una pareja. Un macho fértil y una hembra. Ahora tengo… —frunció el ceño, hizo unos rápidos cálculos con los dedos y añadió… veamos, creo que tengo dieciséis. Sí. Y dos embarazadas —señaló con el pulgar la nave espacial que tenía a la espalda—. Mi nave se ha convertido en un inmenso asilo de gatos. A la mayoría la gravedad les preocupa tan poco como a mí. Han nacido y se han criado sin ella. Pero nunca entenderé cómo pueden estar llenos de gracia, en un momento dado, y al siguiente cometer las más hilarantes torpezas.

—La herencia felina abunda en contradicciones —dijo Tuf.

—Éste es Blackjack —le cogió en brazos y luego se incorporó con él—. Maldición, pesa. Eso es algo que nunca se nota en gravedad cero.

Dax miró fijamente al otro felino y le echó un bufido.

Blackjack, pegado al viejo y algo maltrecho dermotraje de Tolly Mune, bajó la vista hacia el gran gato negro, con desinteresada altivez.

Haviland Tuf tenía dos metros y medio de alto y su corpulencia corría pareja a su talla, en tanto que, comparado cor los demás gatos, Dax era tan grande como Tuf lo era, en relación a los demás hombres.

Blackjack lo era más aún.

Tenía el pelo largo y sedoso, gris en la parte superior y de un leve tono plateado en los flancos. Sus ojos eran también de un gris plateado y al mirarlos daba la impresión de que se contemplaban dos inmensos lagos sin fondo, llenos de serenidad, pero algo inquietantes al mismo tiempo. Era el animal más increíblemente hermoso que existiría jamás en el Universo, por mucho que éste se expandiera, y lo sabía. Tenía los modales de un príncipe de la realeza.

Tolly Mune se instaló con cierta torpeza en el asiento contiguo al de Tuf.

—También es telepático —le dijo con voz alegre—, igual que el suyo.

—Ya veo —dijo Haviland Tuf Dax había vuelto a su regazo, pero seguía tenso e irritado y no paraba de bufar.

—Jack me dio el modo de salvar a los demás gatos —dijo Tolly Mune y en su rostro apareció una expresión de reproches—. Dijo que me dejaba comida para cinco años.

—Para dos gatos, señora —dijo Tuf—. Es obvio que dieciséis felinos consumen bastante más que Duda e Ingratitud por sí solos —Dax se acercó un poco más al recién llegado, le enseñó los dientes y volvió a bufar.

—Tuve bastantes problemas cuando se terminó la comida. Dada nuestra eterna falta de provisiones, me resultaba bastante difícil justificar que estuviera malgastando calorías en unas alimañas.

—Quizá pudiera haber considerado la posibilidad de poner ciertos frenos a la reproducción de sus felinos —dijo Tuf—. Opino que dicha estrategia habría dado indudablemente sus resultados y de ese modo su hogar podría haberse convertido en un microcosmos educativo de los problemas s’uthlameses y de sus posibles soluciones.

—¿Esterilización? —dijo Tolly Mune—. Tuf, eso va contra la vida. Descartado. Tuve una idea mejor. Les describí cómo era Dax a ciertos amigos, técnicos en biología y cibertecs, ya sabe y me fabricaron mi propio ejemplar, a partir de células de Ingratitud.

—Cuán adecuado —replicó Tuf.

Tolly Mune sonrió.

—Blackjack ya casi tiene dos años. Me ha sido tan útil que me ha permitido conseguir un permiso alimenticio para los otros. Además, ha sido una preciosa ayuda en mi carrera política.

—No lo pongo en duda —dijo Tuf—. Me doy cuenta de que no parece incomodado por la gravedad.

—A Blackjack no le molesta. En los últimos tiempos me necesitan abajo con mucha más frecuencia que antes y Jack siempre me acompaña. A todas partes.

Dax bufó nuevamente y emitió un sordo y amenazador gruñido. Hizo un amago de lanzarse sobre Blackjack y luego retrocedió bruscamente, bufando despectivo.

—Será mejor que le controle, Tuf —dijo Tolly Mune.

—Los felinos a veces demuestran una compulsión biológica hacia el combate para establecer de tal modo sus órdenes de importancia —dijo Tuf—, y ello es particularmente acentuado en los machos. Dax, indudablemente ayudado por sus grandes capacidades psiónicas, dejó establecida hace tiempo su indiscutible supremacía sobre Caos y los demás gatos. No me cabe duda de que ahora siente su posición amenazada, pero no creo que debamos preocuparnos seriamente por ello, Primera Consejera Mune.

—Dax sí debería preocuparse —dijo ella al acercarse un poco más el gato negro a Blackjack que, instalado en su regazo, contemplaba a su rival con un aburrimiento infinito.

—No acabo de entenderla —dijo Tuf.

—Blackjack también posee esas capacidades psiónicas —replicó Tolly Mune—. Y unas cuantas… bueno, unas cuantas ventajas más. Por ejemplo, unas garras de aleación especial tan afiladas como unas malditas navajas y ocultas en fundas especiales situadas en sus garras. También posee una red de plastiacero antialérgico, implantada bajo la piel, que le hace terriblemente resistente a las heridas, y sus reflejos han sido genéticamente acelerados para hacerle dos veces más rápido y diestro que un gato normal. Su umbral de resistencia al dolor es muy elevado. No me gustaría ser descortés, pero si se enfada Blackjack, convertirá a Dax en pequeñas bolas de pelo y sangre.

Haviland Tuf pestañeó y empujó la palanca de dirección hacia Tolly Mune.

Quizá será mejor que conduzca usted —extendió la mano, cogió a su irritado gato por la piel de¡cuello y lo depositó, bufando y gruñendo, sobre su regazo, encargándose a partir de entonces de que no hiciera el menor movimiento—. Vaya en esa dirección —dijo extendiendo un largo y pálido dedo.

—Al parecer —dijo Haviland Tuf, formando un puente con los dedos y medio hundido en un gigantesco sillón—, las circunstancias han cambiado un tanto desde mi última visita a S’uthlam.

Tolly Mune le había examinado con gran atención. Su estómago era aún más prominente que antes y su largo rostro seguía tan desnudo de expresión como al principio, pero sin Dax en su regazo, Haviland Tuf parecía casi desnudo. Tuf había encerrado al gran gato negro en una cubierta inferior para mantenerle lejos de Blackjack. Dado que la vieja sembradora tenía treinta kilómetros de largo y que en dicha cubierta había también algunos de los demás gatos de Tuf, era difícil que a Dax le faltaran el espacio o la compañía pero, de todos modos, debía encontrarse perplejo y algo inquieto. El gatazo psiónico había sido el constante e inseparable compañero de Tuf durante años y cuando era sólo un cachorro había ido a todas partes en sus grandes bolsillos. Tolly Mune sentía cierta tristeza por todo ello.

Pero no demasiada. Dax había sido la carta maestra de Tuf y ella había logrado quitársela. Sonrió y pasó los dedos por entre el espeso pelaje gris plateado de Blackjack, desencadenando con ello otra ensordecedora explosión de ronroneos.

—Cuanto más cambian las cosas, más iguales siguen —dijo en respuesta al comentario de Tuf.

—Ése es uno de los muchos refranes venerables que se derrumban sometidos a un examen lógico —dijo Tuf—, dado que enfrentados a él se revelan como obviamente contradictorios por sí mismos. Si las cosas han cambiado realmente sobre S’uthlam, es obvio que no pueden haber seguido igual. En cuanto a mí, viniendo como vengo de una gran distancia, son los cambios lo que me resulta más notable. Empezando por esta guerra y por su ascenso al cargo que ahora ocupa, que me parece una promoción tan considerable como difícil de prever.

—Y además es un trabajo condenadamente horrible —dijo Tolly Mune torciendo el gesto—. Si pudiera, volvería en seguida al cargo de Maestre de Puerto.

—No estamos discutiendo ahora las satisfacciones que le proporciona su cargo —dijo Tuf, y añadió. También debo recalcar que mi bienvenida a S’uthlam fue mucho menos cordial que la recibida en ocasión de mi visita anterior, lo cual me apena, y más teniendo en cuenta que por dos veces me he interpuesto entre S’uthlam y el hambre, la peste, el canibalismo, el derrumbe de su sociedad y otros acontecimientos tan desagradables como molestos. Lo que es más, incluso las razas más toscas y salvajes suelen observar cierta etiqueta rudimentaria hacia alguien que les traiga once millones de unidades, suma que recordará, es el resto de mi deuda para con el Puerto de S’uthlam. Por lo tanto, tenía abundantes razones para esperar una bienvenida de naturaleza muy diferente.

—Se equivocaba —dijo ella.

—Ciertamente —replicó Tuf. Y ahora, habiéndome enterado de que ocupa usted el primer cargo político de S’uthlam, en lugar de una más bien indigna posición en una granja penal, me siento francamente más asombrado que nunca en cuanto a las razones por las que la Flota Defensiva Planetaria creyó necesario acogerme con amenazas tan feroces como pomposas, por no mencionar las agrias advertencias y las exclamaciones de hostilidad.

Tolly Mune le rascó la oreja a Blackjack.

—Fueron órdenes mías, Tuf.

Tuf cruzó las manos sobre, el estómago.

—Aguardo su explicación.

—Cuanto más cambian las cosas… —empezó a decir ella.

Tuf la interrumpió.

—Habiendo sido ya agredido con tal frase hecha, creo que ahora empiezo a encontrarme en condiciones de apreciar la pequeña ironía que encierra, por lo cual no es necesario que me la repita una y otra vez, Primera Consejera Mune.

Si quiere ir a la esencia del asunto le quedaría muy hondamente agradecido.

Ella suspiró.

—Ya conoce nuestra situación.

—Ciertamente, la conozco en líneas generales —admitió Tuf—. S’uthlam sufre un exceso de humanidad y una escasez de alimentos. Por dos veces he realizado formidables hazañas de ingeniería ecológica a fin de permitir que S’uthlam pudiera alejar el lúgubre espectro del hambre. Los detalles de su crisis alimenticia varían de año en año, pero confío en que la esencia de la situación siga siendo la que he descrito.

—Los últimos cálculos son los peores de todos los realizados hasta hoy.

—Ya veo —dijo Tuf. Creo recordar que a S’uthlam le faltaban unos ciento nueve años para encontrarse con el hambre a escala planetaria y con el colapso de la sociedad, suponiendo que mis sugerencias y recomendaciones fueran puestas en práctica.

Tolly Mune se crispó.

—Lo intentaron, ¡maldita sea!, lo intentaron. Las bestias de carne, las vainas, los ororos, el chal de Neptuno todo está en su sitio, pero el cambio obtenido fue sólo parcial. Había demasiada gente poderosa que no estaba dispuesta a renunciar a sus alimentos de lujo y, por lo tanto, sigue habiendo grandes extensiones de tierra cultivable, dedicada a mantener rebaños de animales, plantaciones enteras con neohierba, omnigrano y nanotrigo… ese tipo de cosas. Mientras tanto, la curva de la población ha seguido subiendo más aprisa que nunca y la maldita Iglesia de la Vida en Evolución predica la santidad de la vida y el papel dorado que tiene la reproducción en la evolución de la humanidad hacia la trascendencia y la divinidad.

—¿Cuáles son los cálculos actuales? —le preguntó con cierta sequedad Tuf.

—Doce años —dijo Tolly Mune.

Tuf alzó un dedo.

—Para dramatizar un poco su situación actual, creo que debería encargarle al comandante Wald Ober la tarea de ir contando el tiempo que les resta en las redes de vídeo. Tal demostración podría poseer cierta austera urgencia, capaz de inspirar a los s’uthlameses, para que se enmendaran de una vez en sus costumbres.

Tolly Mune frunció el ceño.

—Tuf, ahórreme sus chistes. Ahora soy Primera Consejera, ¡maldición!, y me encuentro contemplando el rostro feo y granujiento del desastre. La guerra y las restricciones alimenticias son sólo parte de él y no puede imaginarse los problemas que tengo.

—Quizá no pueda imaginarios en detalle —dijo Tuf—, pero las líneas generales me resultan fáciles de discernir. No pretendo ser omnisciente, pero cualquier persona dotada de una inteligencia razonable puede observar ciertos hechos y hacer a partir de ellos ciertas deducciones. Quizá las deducciones a que he llegado sean erróneas, y sin Dax no puedo estar seguro de ello, pero me siento inclinado a pensar que no es así.

—¿Qué condenados hechos? ¿Qué deducciones?

—En primer lugar —dijo Tuf—, S’uthlam se encuentra en guerra con Vandeen y sus aliados. Ergo, puedo inferir que la facción tecnocrática, que en tiempos dominó la política s’uthlamesa, ha cedido al poder a sus rivales, los expansionistas.

—No del todo —dijo Tolly Mune—, pero la idea, en principio, es condenadamente acertada. Los expansionistas han ido ganando puestos en cada elección desde que se fue, pero hemos logrado mantenerles fuera del poder mediante una serie de gobiernos de coalición. Los aliados dejaron bien claro, hace años, que un gobierno expansionista supondría la guerra. ¡Infiernos!, de momento no tenemos aún a los expansionistas en el gobierno pero ya tenemos la condenada guerra —meneó la cabeza. En los últimos cinco años hemos tenido cinco Primeros Consejeros distintos. Yo soy la última, pero probablemente vendrá alguien detrás mío.

—Sus últimos cálculos parecen más bien sugerir que la guerra no ha tenido aún efectos sobre la población —dijo Tuf.

—No, gracias a la vida —dijo Tolly Mune—. Cuando la flota de guerra aliada llegó, estábamos preparados. Teníamos nuevas naves y nuevos sistemas de armamento, todo construido en secreto. Cuando los aliados vieron lo que les aguardaba se retiraron sin hacer ni un disparo. Pero volverán, ¡maldita sea!, sólo es cuestión de tiempo. Y ya tenemos informes de que se preparan para un ataque en serio.

—Partiendo de su actitud general y de cierta desesperación que se refleja en ella —dijo Tuf—, también podría deducir que las condiciones en la misma S’uthlam se están deteriorando con rapidez.

—¿Cómo diablos lo sabe?

—Es obvio —dijo Tuf—. Puede que sus cálculos indiquen hambre de masas y el derrumbe para dentro de unos doce años, pero ello no quiere decir que la vida en S’uthlam vaya a permanecer agradable y tranquila hasta ese momento y que entonces vaya a oírse un sonoro repique de campanas, durante el cual su mundo se haga pedazos. Tal idea es ridícula. Dado que se encuentran muy cerca del punto crucial es lógico y esperable que muchas de las calamidades, típicas de una cultura en desintegración sean ya presentes en su mundo.

—Las cosas están ¡Infiernos! ¿Por dónde empiezo?

—Normalmente el principio es un buen lugar para hacerlo —dijo Tuf.

—Son mi gente, Tuf. El mundo que da vueltas ahí abajo es el mío. Es un buen planeta, pero últimamente Si no estuviera mejor informada diría que la locura es contagiosa. El crimen ha subido un doscientos por cien desde su última visita y los homicidios han subido un quinientos por cien, en tanto que el suicidio se ha multiplicado un dos mil por cien. Cada día fallan con mayor frecuencia los servicios básicos, hay apagones, fallos de sistemas, huelgas salvajes, vandalismo. Hemos tenido informes de canibalismo en lo más hondo de las ciudades subterráneas. Y no casos aislados, sino realizados por malditas pandillas enteras. De hecho tenemos sociedades secretas de todo tipo. Un grupo se apoderó de una factoría alimenticia, la mantuvo en su poder durante dos semanas y acabó librando una batalla campal con la policía. Hay otro grupo de chiflados que ha empezado a secuestrar mujeres embarazadas y… —Tolly Mune torció el gesto y Blackjack lanzó un bufido—. Es difícil hablar de ello. Una mujer con un niño dentro es algo muy especial para nosotros, Tuf, pero esos me cuesta llamarles personas, Tuf. Estos monstruos han llegado al extremo de aficionarse al sabor de…

Haviland Tuf alzó la mano hacia ella.

—No diga más, ya lo he comprendido, Continúe.

—También tenemos montones de maníacos en solitario —dijo. Alguien dejó caer una sustancia altamente tóxica en los tanques de una factoría alimenticia, hace dieciocho meses, y tuvimos más de doce mil muertos. La cultura de masas S’uthlam siempre ha sido tolerante, pero últimamente hay un infierno de cosas que tolerar, si es que me entiende. Tenemos una creciente obsesión hacia la muerte, la violencia y las mutilaciones. Hemos tenido varios episodios de resistencia masiva a nuestros intentos de remodelar el ecosistema siguiendo sus recomendaciones. Algunas bestias de carne fueron envenenadas, otras murieron en explosiones y se le ha prendido fuego a plantaciones enteras de vainas jersi. Bandas organizadas de buscadores de emociones se dedican a cazar a esos malditos jinetes del viento con arpones y planeadores especiales. No tiene sentido. El consenso religioso tenemos todo tipo de nuevos cultos raros. ¡Y la guerra! Sólo la vida puede saber cuánta gente morirá, pero es tan popular como diablos, no lo sé. Creo que es más popular que el sexo.

—Ciertamente —dijo Tuf. No me siento demasiado sorprendido. Doy por sentado que la cercanía del desastre sigue siendo un secreto estrechamente guardado por el Consejo de S’uthlam, al igual que lo fue en el pasado.

—Por desgracia no —dijo Tolly Mune. Una de las consejeras de la minoría decidió que era incapaz de tener la boca cerrada, así que llamó a los malditos fisgones y vomitó la noticia por todas las redes de vídeo. Quizá quería ganar unos cuantos millones más de votos, creo yo. Pero funcionó. Además, puso en marcha otro condenado escándalo y obligó a dimitir, una vez más, a otro Primer Consejero. Para aquel entonces ya no había donde encontrar otra víctima propiciatoria salvo en lo alto y, ¿adivina a quién cogieron? A nuestra heroína favorita del vídeo, a la burócrata controvertida, a Mamá Araña, a mí. A ésa escogieron.

—Me había resultado obvio que se refería a usted misma —dijo Tuf.

—Por aquel entonces ya nadie me odiaba demasiado. Tenía una cierta reputación de eficiencia, los restos de una imagen romántica popular y resultaba mínimamente aceptable para todas las grandes facciones del Consejo. De eso hace ya tres meses y de momento puedo decir que mi mandato ha sido un condenado infierno —su sonrisa parecía algo forzada—. También en Vandeen reciben nuestros noticiarios y, al mismo tiempo que tenía lugar mi maldito ascenso, decidieron que S’uthlam era, y cito textualmente, una amenaza a la paz y a la estabilidad del sector. Fin de la cita. Luego reunieron a sus condenados aliados para decidir lo que debían hacer con nosotros. Acabaron dándonos un ultimátum: o poníamos en vigor, por la fuerza, el racionamiento inmediato y el control de nacimientos obligatorio o la alianza ocuparía S’uthlam y lo haría por nosotros.

—Una solución viable, pero con muy poco tacto —comentó Tuf—. De ahí viene su guerra actual. Pero todo eso no explica la actitud con que se me ha recibido. Por dos veces he podido ayudar a su mundo y estoy seguro de que no pensarán que voy a negarles mi asistencia profesional en una tercera ocasión.

—Yo pensaba que haría cuanto pudiera —le señaló con un dedo—. Pero siguiendo sus propios términos, Tuf. Infiernos, nos ha ayudado, sí, pero siempre ha sido a su manera y todas sus soluciones han acabado resultando por desgracia poco duraderas.

—Le advertí repetidamente que todos mis esfuerzos eran sólo meras dilaciones al problema básico —replicó Tuf.

—No hay calorías en las advertencias, Tuf Lo siento pero no tenemos elección. Esta vez no podemos permitirle que ponga un vendaje sobre nuestra hemorragia y que se marche. Cuando volviera para enterarse de qué tal nos iban las cosas no encontraría ningún condenado planeta al que volver. Necesitamos el Arca, Tuf, y la necesitamos de forma permanente. Estamos preparados para utilizarla. Hace diez años dijo que la biotecnología y la ecología no eran campos en los que fuéramos muy expertos y entonces, tenía razón. Pero los tiempos cambian. Somos uno de los mundos más avanzados de toda la civilización humana y durante una década hemos estado consagrando casi todos nuestros esfuerzos educativos a la preparación de ecólogos y bioespecialistas. Mis predecesores nos trajeron teóricos de Avalon, Newholme y de una docena de mundos más. Eran gente muy brillante, algunos auténticos genios. Incluso logramos atraer unos cuantos brujos genéticos de Prometeo —acarició a su gato y sonrió. Fueron de gran ayuda para crear a Blackjack.

—Ciertamente —dijo Tuf.

—Estamos listos para usar el Arca. No importa lo capaz que sea usted, Tuf, sólo es un maldito hombre. Queremos tener su sembradora permanentemente en órbita alrededor de S’uthlam, con una tripulación continua de doscientos científicos y expertos en genética de lo mejorcito que poseemos, de modo que podamos tratar la crisis alimenticia día a día. Esta nave y su biblioteca celular, así como todos los datos que hay perdidos en sus ordenadores, representan nuestra última y mejor esperanza, estoy segura de que se da cuenta de ello. Créame, Tuf, no le di órdenes a Ober para que se apoderara de su nave, sin tomar antes en consideración todas las malditas opciones que se me ocurrieron. Sabía que jamás querrá venderla, ¡maldición! ¿Qué otra elección tengo? No queremos engañarle y yo personalmente habría insistido en que se le pagara un buen precio.

—Todo ello suponiendo que siguiera con vida después del asalto —indicó Tuf. Lo que, en el mejor de los casos, me parece bastante dudoso.

—Ahora está vivo y sigo dispuesta a comprarle esta maldita nave. Podría quedarse a bordo y trabajar con nuestra gente. Estoy preparada para ofrecerle un empleo vitalicio. Fije usted mismo su salario, lo que desee. ¿Quiere quedarse con esos once millones? Son suyos. ¿Quiere que le cambiemos el nombre al condenado planeta en su honor? Dígalo y se hará.

—Se llamara Planeta S’uthlam o Planeta Tuf seguiría estando igual de repleto —contestó Haviland Tuf—. Si me mostrara de acuerdo con esta oferta que me hace, es indudable que tienen ustedes la intención de usar el Arca solamente para incrementar su productividad calórica y de ese modo poder alimentar a su gente.

—Por supuesto —dijo Tolly Mune.

El rostro de Tuf permanecía inmutable y carente de toda expresión.

—Me complace saber que jamás se le ha pasado por la cabeza, ni a usted, ni a ninguno de sus asociados del Consejo, que el Arca podría ser utilizada en su forma original, como instrumento de guerra biológica. Por desgracia yo he perdido tan refrescante inocencia, y me encuentro muy a menudo presa de visiones, tan cínicas como poco caritativas, en las cuales el Arca es usada para desencadenar el caos ecológico sobre Vandeen, Skrytnir, Jazbe, y el resto de planetas de la alianza. Llego incluso a imaginar el genocidio que prepararían en dichos mundos para la colonización en masa. Lo cual, creo recordar, es la política que propugna su siempre belicosa facción expansionista.

—Eso es ir demasiado lejos, ¡maldita sea! —le replicó secamente Tolly Mune, Tuf, la vida es sagrada para los s’uthlameses.

—Ciertamente. Sin embargo, dado que me encuentro irremisiblemente envenenado por el cinismo, no puedo evitar la sospecha de que los s’uthlameses acaben decidiendo que algunas vidas son más sagradas que otras.

—Tuf, usted me conoce —dijo ella con voz gélida y tensa—. Nunca permitiría algo así.

—Y caso de que un plan semejante fuera puesto en marcha, pese a todas sus protestas, no me cabe ni la menor duda de que su carta de dimisión estaría formulada en un lenguaje más bien cortante —dijo Tuf con voz átona—. No me parece suficiente garantía y siento el pálpito sí, el pálpito, de que los aliados pueden llegar a compartir mis sentimientos en cuanto a ese punto concreto del problema.

Tolly Mune acarició a Blackjack bajo la barbilla. El gato empezó a gruñir guturalmente. Lo dos observaban a Tuf.

—Tuf —dijo ella—, hay millones de vidas en juego, puede que miles de millones. Podría enseñarle cosas que le harían erizar el cabello. Es decir, si es que tuviera algún condenado pelo, claro.

—Dado que no lo tengo, se trata de una obvia hipérbole —dijo Tuf.

—Si consiente en ir en una lanzadera hasta la Casa de la Araña, podríamos tomar los ascensores que llevan a la superficie de S’uthlam y…

—Creo que no lo haré. Me parecería un acto de lo más estúpido abandonar el Arca dejándola vacía y sin defensas, en pleno clima de beligerancia y con la desconfianza que se ha apoderado ahora de toda S’uthlam. Lo que es más, aunque pueda tenerme por arbitrario y excesivamente remilgado, con el paso de los años he acabado perdiendo el grado de tolerancia que antaño tuve hacia las multitudes, el vocerío, las miradas groseras, las manos que no deseo tocar, la cerveza aguada y las porciones minúsculas de alimentos sin el menor sabor. Tal y como recuerdo, ésas eran las principales delicias que se podían hallar en S’uthlam.

—Tuf, no deseo amenazarle.

—Pero está a punto de hacerlo.

—Me temo que no se le permitirá salir del sistema. No intente tomarme el pelo como se lo tomó a Ober. Todo eso de la bomba es un condenado invento y los dos lo sabemos.

—Me ha descubierto —dijo Tuf con rostro inexpresivo.

Blackjack le bufó.

Tolly Mune bajó la mirada hacia el gran gato, sobresaltada.

—¿Que no lo es? —dijo horrorizada ¡Oh! ¡Infiernos y maldición!

Tuf estaba manteniendo una silenciosa competición de miradas con el felino de pelo gris plateado. Ninguno de los dos pestañeaba.

—No importa —dijo Tolly Mune. No puede moverse de aquí. Resígnese a ello. Nuestras nuevas naves pueden destruirle y lo harán si intenta huir.

—Ciertamente —dijo Tuf. Y, por mi parte, yo destruiré la biblioteca celular caso de que intenten abordar el Arca. Al parecer hemos llegado a una situación de tablas, pero afortunadamente no es preciso que dure mucho tiempo. Mientras iba viajando de un lado a otro por la estrellada inmensidad del espacio, S’uthlam nunca ha estado demasiado lejos de mis pensamientos y, durante los periodos en los cuales carecía de compromisos profesionales, he mantenido una metódica serie de investigaciones para construir una solución auténtica, justa y permanente de sus dificultades.

Blackjack se dejó caer nuevamente en el regazo de su dueña y empezó a ronronear.

—¿Lo ha conseguido? —dijo Tolly Mune con aire no muy convencido.

—Por dos veces S’uthlam ha venido a mí en busca de una salvación milagrosa de las consecuencias de su propia locura reproductiva y de la rigidez de sus creencias religiosas —dijo Tuf—. Por dos veces se me ha llamado para que multiplicara los panes y los peces. Pero recientemente se me ocurrió, mientras estaba estudiando un libro que contiene casi todos los viejos mitos, de entre los cuales se ha sacado tal anécdota, que se me estaba pidiendo un milagro equivocado. La simple multiplicación es una réplica poco adecuada a una continua progresión geométrica y los panes y los peces, aunque sean muy abundantes y sabrosos, deben resultar en última instancia insuficientes para sus necesidades.

—¿De qué diablos está hablando? —inquirió Tolly Mune.

—Esta vez —dijo Tuf—, les ofrezco una respuesta duradera.

—¿Cuál?

—Maná —dijo Tuf.

—Maná —dijo Tolly Mune.

—Un alimento realmente milagroso —dijo Haviland Tuf—, por cuyos detalles no debe preocuparse. Los revelaré todos, en el momento adecuado.

La Primera Consejera y su gato le contemplaron con suspicacia.

—¿El momento adecuado? ¿Y cuando será ese maldito momento?

Tuf —Cuando se haya hecho caso de mis condiciones —dijo.

—¿Qué condiciones?

Primero —dijo Tuf—, teniendo en cuenta que no me atrae en lo más mínimo la perspectiva de pasar el resto de mi vida en órbita alrededor de S’uthlam, debe acordarse mi libertad para que pueda partir una vez completada mi labor aquí.

—No puedo acceder a eso —dijo Tolly Mune—, y aunque lo hiciera el Consejo me echaría del puesto en un maldito instante.

—Segundo —prosiguió Tuf—, la guerra debe terminar. Me temo que no seré capaz de concentrarme adecuadamente en mi trabajo, cuando es muy probable que a mi alrededor estalle en cualquier momento una batalla espacial. Me distraen fácilmente las espacionaves que explotan en pedazos, los dibujos formados por el fuego de los láser y los alaridos de los agonizantes. Lo que es más, no me parece muy útil esforzarme por convertir la ecología de S’uthlam en un mecanismo nuevamente equilibrado y funcional cuando las flotas aliadas amenazan con soltar bombas de plasma encima de mi obra, deshaciendo de tal forma mis pequeños logros.

—Le pondría fin a esta guerra si pudiera —dijo Tolly Mune. Tuf, no es tan condenadamente fácil. Me temo que me está pidiendo un imposible.

—Si no se puede tratar de una paz permanente, al menos que sea una pequeña pausa en las hostilidades —dijo Tuf. Podría enviarle una embajada a las fuerzas aliadas y pedirles un armisticio temporal.

—Quizá fuera posible —dijo Tolly Mune no muy segura. Pero, ¿por qué? —Blackjack emitió un maullido de inquietud. Está tramando algo, ¡maldita sea!

—Su salvación —admitió Tuf. Le ruego me excuse si me entrometo en sus diligentes esfuerzos por animar a las mutaciones mediante la radiactividad.

—¡Nos estamos defendiendo! ¡No queríamos la guerra!

—Estupendo. En tal caso, un leve retraso no les causará ningún inconveniente excesivo.

—Los aliados nunca estarán de acuerdo y el Consejo tampoco.

—Lamentable —dijo Tuf—. Quizá deberíamos darle a S’uthlam algún tiempo para meditar. Dentro de doce años puede que los supervivientes se muestren más flexibles en su actitud.

Tolly Mune extendió la mano y rascó a Blackjack detrás de las orejas. Blackjack miró fijamente a Tuf y un minuto después emitió un maullido extrañamente agudo. Cuando la Primera Consejera se puso bruscamente en pie, el inmenso gato gris plateado saltó melindrosamente de su regazo al suelo.

—Usted gana, Tuf —dijo. Lléveme a un aparato de comunicaciones y arreglaré todo el maldito tinglado. Cada momento de retraso representa más muertes —hablaba con voz dura pero, en su interior, por primera vez en meses, Tolly Mune sintió que algo de esperanza se había mezclado a su inquietud. Quizá pudiera poner fin a la guerra y solucionar la crisis. Quizás hubiera realmente una oportunidad, pero no permitió que en su voz se filtrara ni una pizca de sus sentimientos. Extendió un dedo hacia Tuf y dijo—. Pero no crea que voy a consentir ninguna broma de las suyas.

—¡Ay! —dijo Haviland Tuf—, el humor nunca ha sido mi gran virtud.

—Recuerde que tengo a Blackjack. Dax está demasiado asustado como para servirle de algo y apenas empiece a pensar en traicionarnos, Jack me avisará.

—Mis buenas intenciones siempre son recibidas con sospecha.

—Tuf, a partir de ahora Blackjack y yo vamos a ser sus condenadas sombras. No pienso irme de esta nave hasta que todo se haya solucionado y estaré observando con mucho cuidado todo lo que haga.

—Ciertamente —dijo Tuf.

—Intente no olvidarlo —dijo Tolly Mune—. Ahora soy la Primera Consejera. No tiene delante a Josen Rael ni a Cregor Blaxon, sino a mí. Cuando era Maestre de Puerto les gustaba llamarme la Viuda de Acero. Puede pasar una o dos horas meditando en cómo llegué a conseguir ese maldito nombre.

—Lo haré, no lo dude —dijo Tuf poniéndose en pie ¿Le gustaría recordarme alguna otra cosa, señora?

—Sólo una —dijo ella—, una escena de Tuf y Mune.

—He luchado con suma diligencia para expulsar esa ficción de mi recuerdo —dijo Tuf—. ¿Cuál de sus detalles piensa obligarme a recordar?

—La escena en que la gata hace pedazos al centinela con sus garras —dijo Tolly Mune con una leve sonrisa llena de dulzura. Blackjack se frotó en su rodilla y luego alzó sus enigmáticos ojos hacia Tuf, con su inmenso cuerpo estremecido por un sordo ronroneo.


Hicieron falta casi diez días para lograr el armisticio y otros tres para que los embajadores de los aliados llegaran a S’uthlam. Tolly Mune pasó ese tiempo recorriendo el Arca, dos pasos recelosamente detrás de Tuf, preguntándole por las razones de todos sus actos, mirando por encima de su hombro cuando trabajaba en su consola, acompañándole durante las rondas a sus tanques de clonación y ayudándole a dar de comer a sus gatos (así como a mantener apartado de Blackjack a un Dax cada vez más hostil). Tuf no intentó nada que le pareciera abiertamente sospechoso.

Cada día tenía docenas de llamadas. Instaló una oficina en la sala de comunicaciones, para no estar nunca muy lejos de Tuf, y se encargó de resolver los problemas que no podían esperar a su vuelta.

Cada día llegaban cientos de llamadas para Haviland Tuf y éste le dio instrucciones a su ordenador para que las rechazara todas.

Cuando, por fin, llegó el día, los enviados emergieron de sus amplias y lujosas lanzaderas diplomáticas para contemplar la inmensa y cavernosa cubierta de aterrizaje del Arca y su flota de espacionaves en ruinas. Componían un grupo tan diverso como abigarrado. La mujer de Jazbo tenía una cabellera. negro azulada que le llegaba hasta la cintura y que relucía por haber sido untada con aceites aromáticos, sus mejillas estaban cubiertas por una intrincada serie de cicatrices indicativas de su rango. Skrymir había enviado un hombre corpulento, con el rostro más bien cuadrado y rojizo, cuyo cabello tenía el color del hielo. Sus ojos eran de un azul cristalino que armonizaba con el de su traje de placas metálicas. El enviado del Triuno Azur avanzaba por entre un borroso torbellino de proyecciones holográficas y su casi indistinguible silueta no dejaba de cambiar mientras hablaba en un murmullo casi inaudible. El embajador ciborg de Roggandor era tan ancho como alto y estaba hecho con partes iguales de plastiacero, aleaciones inoxidables y carne de un rojo oscuro cubierta de pecas. Una mujer delgada y de aire delicado, ataviada con sedas transparentes de color pastel, representaba al Mundo de Henry. Tenía el cuerpo asexuado de una adolescente y ojos escarlata que no parecían tener edad. El grupo era dirigido por un hombretón opulentamente vestido que procedía de Vandeen. Su piel, arrugada por la edad, tenía el color del cobre y su larga cabellera, anudada en multitud de trencillas, le cubría los hombros y parte de la espalda.

Haviland Tuf conduciendo un vehículo articulado que cruzó la cubierta como una serpiente sobre ruedas, se detuvo justo ante los embajadores. El hombre de Vandeen dio un paso hacia adelante, sonrió ampliamente, alzó la mano y se pellizcó con entusiasta vigor la mejilla en tanto hacía una reverencia.

—Le ofrecería mi mano, pero recuerdo su opinión acerca de tal costumbre —dijo—. ¿Se acuerda de mí, mosca?

Haviland Tuf pestañeó.

—Tengo el vago recuerdo de haberle encontrado en el tren que lleva a la superficie de S’uthlam, hace unos diez años —dijo.

—Ratch Norren —dijo el hombre. No soy lo que podría llamarse un diplomático de carrera, pero los Coordinadores creyeron mejor enviar alguien ya conocido por usted y que conociera también a los sutis.

—Norren, ese término es ofensivo —dijo Tolly Mune secamente.

—Igual que ustedes —replicó Ratch Norren.

—Y peligrosos —murmuró el enviado del Triuno Azur, desde el centro de su neblina holográfica.

—Aquí los únicos malditos agresores son ustedes… —empezó a decir Tolly Mune.

—Agresión defensiva —retumbó el ciborg de Roggandor.

—Recordamos la última guerra —dijo el jazboíta—, y esta vez nos negamos a esperar hasta que sus malditos expansionistas estallen de nuevo, para intentar colonizar nuestros mundos.

—No tenemos ese tipo de planes —dijo Tolly Mune.

—Usted no los tiene, hilandera —dijo Ratch Norren—, pero míreme con fijeza a los ópticos y dígame que sus expansionistas no mojan la cama, cada noche, soñando con reproducirse por todo Vandeen.

—Y Skrymir.

—Roggandor no quiere que le toque parte alguna de sus basuras humanas.

—Nunca conseguirán apoderarse del Triuno Azur.

—¿Quién infiernos querría el Triuno Azur para nada? —replicó secamente Tolly Mune. Blackjack ronroneó aprobatoriamente.

—Este primer vistazo a los mecanismos internos de la alta diplomacia interestelar ha sido muy ilustrativo —anunció Haviland Tuf—. Sin embargo, tengo la impresión de que nos aguardan asuntos más apremiantes. Si los enviados tuvieran la bondad de subir a mi vehículo, podríamos dirigirnos sin más dilación al lugar donde conferenciaremos.

Todavía murmurando entre dientes, los embajadores aliados hicieron tal y como les había pedido Tuf Una vez lleno el vehículo, cruzó nuevamente la cubierta de aterrizaje serpenteando por entre la miríada de naves abandonadas. Una escotilla redonda, y tan oscura como la boca de un túnel o como las fauces de una bestia insaciable, se abrió ante ellos para engullirles. Una vez la hubieron cruzado, el vehículo se detuvo y la escotilla se cerró detrás de ellos, sumergiendo al grupo en la más absoluta oscuridad. Tuf no hizo caso alguno de los susurros de queja. A su alrededor se oyó un chirrido metálico y el suelo empezó a bajar, Cuando hubieron bajado dos niveles se abrió otra puerta. Tuf conectó los faros del vehículo y dirigió éste hacia un pasillo negro como la pez.

Atravesaron un laberinto de corredores sumidos en una gélida penumbra, pasaron ante una incontable sucesión de puertas cerradas y Finalmente acabaron siguiendo una tenue cinta de color índigo que parpadeaba ante ellos, como un fantasma empotrado en el suelo cubierto de polvo. La única iluminación era la que daban los faros del vehículo y el débil brillo del panel de instrumentos que Tuf tenía delante. Al principio los enviados hablaron entre ellos, pero las negras profundidades del Arca eran tan opresivas como claustrofóbicas y, uno a uno, los miembros de la delegación fueron quedándose callados. Blackjack empezó a clavar rítmicamente las garras en los pantalones de Tolly Mune.

Tras haber rodado un largo rato a través del polvo, la oscuridad y el silencio, el vehículo se encontró ante un inmenso par de puertas que se abrieron con un silbido amenazador y se cerraron con un pesado golpe detrás suyo. En el interior, la atmósfera era más bien cálida y estaba cargada de humedad. Haviland Tuf desconectó el motor y apagó las luces. Una tiniebla impenetrable les envolvió.

—¿Dónde estamos? —inquirió Tolly Mune. Su voz rebotó en un techo lejano aunque el eco pareció curiosamente ahogado. Aunque negra como un pozo, era obvio que la estancia tenía unas dimensiones muy grandes. Blackjack lanzó un bufido de inquietud, husmeó el aire y luego emitió un sordo maullido de preocupación.

Tolly Mune oyó pisadas y, entonces, una luz no muy potente se encendió a dos metros de distancia. Era Tuf, inclinado sobre una consola de instrumentos mientras observaba un monitor. Oprimió una tecla de un tablero luminoso y se volvió hacía ellos. Un asiento flotante emergió, con un leve zumbido, de la cálida oscuridad. Tuf subió a él, como un rey ascendiendo a su trono, y manipuló el control que había en uno de los brazos. El asiento empezó a relucir con una débil fosforescencia violeta.

—Tengan la amabilidad de seguirme —dijo Tuf El asiento flotante giró en redondo y empezó a moverse.

—¡Infiernos y maldición! —murmuró Tolly Mune. Abandonó a toda prisa el vehículo, con Blackjack en brazos, y partió en pos del ya lejano trono de Tuf Los embajadores aliados la siguieron en masa, gimiendo y quejándose amargamente a cada paso que daban. Detrás de ella resonaban las fuertes pisadas del ciborg. El asiento de Tuf se había convertido en un puntito luminoso perdido en el mar de tinieblas que les rodeaba. Tolly Mune echó a correr y tropezó con algo.

El repentino maullido la hizo retroceder tropezando con el pecho acorazado del ciborg. Confundida, Tolly Mune se arrodilló, extendiendo una mano e intentando sostener a Blackjack con su otro brazo. Sus dedos rozaron un pelaje suave. El gato se frotó entusiásticamente contra sus dedos, ronroneando de placer. Apenas si podía verle, pero le pareció que era pequeño, casi un cachorro. El gato rodó sobre si mismo, para permitirle que le rascara la barriga, y el jazboíta estuvo a punto de caer, al tropezar con ella. De pronto, Blackjack saltó al suelo y empezó a husmear al recién llegado, que le devolvió el cumplido durante unos instantes para girar luego en redondo y desaparecer de un salto en las tinieblas. Blackjack vaciló durante unos segundos y luego, con un potente maullido, partió en su busca.

—¡Maldito seas! —gritó Tolly Mune. Jack, maldición, no alejes tu condenado culo de mí! —su voz levantó una tempestad de ecos, pero el gato no volví¿›. El resto del grupo estaba cada vez más lejos. Tolly Mune lanzó una ristra de blasfemias y apretó el paso para alcanzarles.

Ante ella apareció una isla de luz y cuando llegó allí, se encontró a los demás instalados en una hilera de asientos junto a una larga mesa metálica. Haviland Tuf, en su trono flotante, se hallaba al otro lado de la mesa, con el rostro inmutable y las manos cruzadas sobre el estómago.

Dax iba y venía por encima de sus hombros, ronroneando.

Tolly Mune se detuvo unos instantes para contemplarle fijamente y lanzó una maldición.

—¡Váyase al infierno! —le dijo a Tuf y luego giró en redondo ¡Blackjack! —chilló con toda la potencia de que eran capaces sus pulmones. Los ecos parecían extrañamente ahogados, como si la atmósfera del lugar fuera más espesa de lo norma ¡Jack! —no obtuvo respuesta alguna.

—Espero que no hayamos recorrido toda esta distancia sólo para contemplar cómo la Primera Consejera de S’uthlam practica llamando a su animal —dijo el enviado de Skrymir.

—No, ciertamente —dijo Tuf—. Primera Consejera Mune, si tiene la amabilidad de ocupar su asiento, empezaremos de inmediato.

Ella frunció el ceño y se dejó caer en el único asiento que aún estaba sin ocupar.

—¿Dónde diablos está Blackjack?

—No me arriesgaría a emitir ninguna teoría al respecto —dijo Tuf con voz átona. Después de todo, es su gato.

—Salió corriendo, detrás de uno de los suyos —le replicó secamente Tolly Mune.

—Ya veo —dijo Tuf—. Muy interesante. Lo cierto es que, en estos momentos, una de mis hembras acaba de entrar en celo y puede que ello explique sus acciones. No tengo la menor duda de que se encuentra perfectamente a salvo, Primera Consejera.

—¡Quiero tenerle aquí, durante esta maldita conferencia! —gritó ella.

—¡Ay! —dijo Tuf—, el Arca es una nave muy grande y es posible que se encuentren divirtiéndose en mil lugares distintos y, en cualquier caso, interferir en sus relaciones sexuales sería incuestionablemente un acto contrario a la vida, según lai costumbres de S’uthlam. Me costaría mucho decidirme a cometer tal violencia en contra de sus hábitos culturales, más aún cuando me ha recalcado usted misma, con insistencia, que el tiempo es vital, dado que se hallan en juego muchas vidas humanas. Por lo tanto, creo que lo mejor será empezar.

Tuf movió la mano a un lado, para tocar un control, y una parte de la gran mesa empezó a hundirse hasta desaparecer. Un instante después de su interior surgió una planta, casi ante las narices de Tolly Mune.

—Contemplen el maná —dijo Tuf.

En la base de la planta había una especie de amasijo de fibras verdosas que tendrían casi un metro de alto y que parecían un nudo gordiano súbitamente dotado de vida. Los zarcillos no dejaban de moverse, a un lado y a otro, como si intentaran salir del recipiente que los contenía. A lo largo de las fibras había pequeños grupos de hojas tan pequeñas como uñas humanas y en cuya pálida superficie verdosa se distinguía una delicada red de venas negras. Tolly Mune extendió la mano y tocó cautelosamente la hoja más cercana, descubriendo que en su parte inferior había una fina capa de polvo, que se desprendió ante el roce, cubriéndole las puntas de los dedos. Entre los grupos de hojas había una especie de gruesas vainas blancas, que iban haciéndose más grandes y cobraban un aspecto semejante al de heridas infectadas a medida que ascendían por el tallo central. Tolly Mune vio una, medio escondida por un dosel de hojas, que era tan grande como la mano de un hombre.

—Una planta más bien repugnante —declaró Ratch Norren.

—No logro entender la necesidad de que haya sido preciso el armisticio y un viaje tan prolongado sólo para contemplar una especie de monstruo de invernadero a medio pudrir —dijo el hombre de Skrymir.

—El Triuno Azur se está impacientando —murmuró su enviado.

—Debe existir algún maldito motivo en toda esta locura —le dijo Tolly Mune a Tuf—, así que, adelante. Maná, según nos ha dicho. ¿De qué se trata?

—Dará de comer a los s’uthlameses —dijo Tuf Dax ronroneaba.

—¿Durante cuántos días? —preguntó la mujer del Mundo de Henry, con una voz muy suave y empapada de sarcasmo.

—Primera Consejera, si tiene la bondad de arrancar una de esas vainas descubrirá que su sabor es tan suculento como nutritiva es la sustancia —dijo Tuf.

Tolly Mune miró a su alrededor con el ceño fruncido. Luego rodeó con los dedos la vaina de mayor tamaño que pudo encontrar. Su tacto era suave y pulposo. Dio un tirón y arrancó fácilmente la vaina de un tallo. La abrió con cierta cautela y descubrió que tenía la consistencia interior del pan recién hecho. En el centro de la vaina había una especie de saco que contenía un líquido oscuro y viscoso que fluía con una seductora lentitud. Sintió de pronto un maravilloso aroma y la boca se le hizo agua. Vaciló durante unos segundos, pero el olor era demasiado bueno. Le dio un mordisco, masticó y tragó, dando luego otro mordisco y luego otro más. Cuatro bocados bastaron para acabar con la vaina y Tolly Mune se encontró lamiéndose los dedos.

—Pan de leche y miel —dijo ella. Algo espeso, pero muy bueno.

—El sabor no puede llegar a cansar nunca —anunció Tuf—. Las secreciones generadas dentro de cada vaina son levemente narcóticas. Cada espécimen de la planta maná produce su propia clase, y sus sabores, tan variados como sutiles, son un factor fruto de la composición química del suelo, en el cual ha enraizado la planta y de su propia herencia genética. La gama de sabores es muy amplia y puede hacerse aún más amplia cruzando las plantas entre sí.

—Espere un momento —dijo Ratch Norren. Se pellizcó la mejilla y frunció el ceño. Así que esta maldita fruta de pan y miel sabe muy bien ya, claro, claro. ¿Y qué? Entonces los sutis tendrán algo sabroso con que abrir el apetito, después de haber fabricado unos cuantos pequeños sutis más. Será estupendo para hacerles olvidar el aburrimiento de conquistar Vandeen y llenarlo con su gente. Lo siento, amigos, pero Ratch no tiene por el momento demasiadas ganas de aplaudir.

Tolly Mune torció el gesto.

—No es muy educado —dijo—, pero tiene razón. Ya nos ha dado antes plantas milagrosas, Tuf ¿Se acuerda del omnigrano? El chal de Neptuno, las vainas jersi. ¿Qué diferencia va a suponer el maná?

—Supondrá una gran diferencia en varios aspectos —dijo Tuf—. Para empezar, mis esfuerzos anteriores iban dirigidos a incrementar la eficiencia de su ecología, aumentando la producción calórica de las limitadas áreas de S’uthlam, dedicadas a la agricultura. Es decir, a obtener más de menos. Por desgracia, no había tomado en consideración la innata perversidad de la especie humana y tal como usted misma me ha dicho, la cadena alimenticia en S’uthlam se encuentra muy lejos de haber alcanzado una eficiencia máxima. Aunque poseen las bestias de carne para obtener proteínas, insisten en mantener y alimentar rebaños de animales que son un desperdicio, sencillamente porque algunos de sus carnívoros más acomodados prefieren el sabor de tal carne al de una tajada de las bestias. De modo similar, continúan cultivando el omnigrano y el nanotrigo, obedeciendo a razones de sabor y variedad culinaria, en tanto que las vainas jersi les darían más calorías por metro cuadrado. Para expresarlo de forma breve y sucinta, los s’uthlameses siguen insistiendo en preferir el hedonismo a la racionalidad. Que así sea. Las propiedades adictivas y el sabor del maná son únicos. Una vez que los s’uthlameses lo hayan probado, no encontrarán la menor resistencia por razones de paladar.

—Quizá —dijo Tolly Mune no muy convencida—, pero aún así.

—En segundo lugar —prosiguió Tuf—, el maná crece muy aprisa. Las dificultades extremas piden soluciones extremas y el maná representa tal solución. Se trata de un híbrido artificial, una especie de complicado encaje, tejido con hebras del DNA, obtenidas en una docena de mundos y entre sus antepasados naturales se incluyen el arbusto de pan de Hafeer, la hierba nocturna de Nostos, los sacos de azúcar de Gulliver y una variedad, muy especialmente manipulada, del kudzu procedente de la mismísima Vieja Tierra. Descubrirán que es resistente y que se extiende con suma rapidez, que le hace falta muy poco cuidado y que es capaz de transformar un ecosistema con sorprendente rapidez.

—¿Muy sorprendente? —le preguntó con sequedad Tolly Mune.

Tuf movió levemente el dedo oprimiendo una tecla que brillaba en el brazo de su asiento. Dax ronroneó.

Las luces se encendieron de repente.

Tolly Mune pestañeó deslumbrada por la súbita claridad. Estaban sentados en el centro de una inmensa sala circular que tendría como medio kilómetro de un extremo a otro. Su techo, en forma de cúpula, se curvaba por encima de sus cabezas a unos cien metros de distancia. De la pared que había a espaldas de Tuf, emergieron una docena de grandes ecosferas hechas de plastiacero, cada una de las cuales estaba abierta por la parte superior y llena de tierra. Contenían doce tipos distintos de suelo, cada uno de los cuales representaba un hábitat distinto: arena blanca que parecía polvo, espesa arcilla roja, gravilla de un azul cristalino, fango verde grisáceo de un pantano, suelo de tundra prácticamente helado, tierra fértil cubierta de mantillo negro, de cada ecosfera brotaba una planta de maná.

Y ésta crecía.

Y crecía.

Y crecía.

Las plantas del centro tendrían unos cinco metros de alto y sus zarcillos exploratorios habían rebasado ya hacía tiempo el borde de sus hábitats. Las fibras vegetales se alargaban hacia el suelo y estaban a medio metro de Tuf, entrelazándose y creciendo constantemente. Tres cuartas partes de los muros se habían cubierto con zarcillos de maná y éstos se aferraban precariamente al pulido techo de plastiacero, medio escondiendo los paneles luminosos de tal modo que la luz que llegaba al suelo parecía filtrarse por entre una intrincada madeja de sombras selváticas. Hasta la luz parecía haberse vuelto algo verdosa. Los frutos del maná crecían por todas partes. De los zarcillos del techo colgaban vainas blancas tan grandes como cabezas humanas, abriéndose paso a través de las fibras en continuo progreso. Mientras las contemplaban, una de las vainas cayó al suelo con un sonido suave y viscoso. Ahora comprendía la razón de que en la estancia, el eco sonara tan curiosamente ahogado.

—Estos especímenes en particular —anunció Haviland Tuf con voz impasible—, nacieron hace unos catorce días, de las esporas que usé un poco antes de mi primer encuentro con la estimada Primera Consejera. Sólo hizo falta una espora por hábitat y durante todo ese tiempo no he tenido necesidad de regar, ni de abonar las plantas. De haberlo hecho, no serían tan pequeñas y débiles, como estos pobres ejemplos que ahora tienen delante.


Tolly Mune se puso en pie. Había vivido durante muchos años en gravedad cero, por lo que incorporarse en un ambiente de gravedad normal le suponía un cierto esfuerzo, pero ahora sentía una opresión en el pecho y un extraño mal sabor de boca, que le indicaban muy claramente la necesidad de aprovechar cualquier ventaja psicológica, incluso una tan minúscula y obvia como la de estar en pie mientras que los demás se encontraban sentados. Tuf la había dejado sin aliento con su maná sacado de la manga, la superaban en número y Blackjack se encontraba en algún lugar lejano, en tanto que Dax estaba sentado junto a la oreja de Tuf, ronroneando complacido y contemplándola con sus enormes ojos dorados que eran capaces de poner al descubierto cualquiera de sus malditos trucos.

—Muy impresionante —dijo.

—Me alegra que se lo haya parecido —dijo Tuf acariciando a Dax.

—¿Qué está proponiendo exactamente?

—Ésta es mi proposición: empezaremos inmediatamente la siembra de S’uthlam con maná. La entrega puede realizarse usando las lanzaderas del Arca. Me he tomado la libertad de llenar sus bodegas de carga con cápsulas de aire comprimido, cada una de las cuales contiene esporas de maná. Si se las libera en la atmósfera, siguiendo una pauta predeterminada que ya he calculado, las esporas serán trasladadas por el viento y se distribuirán por todo S’uthlam. El crecimiento empezará de inmediato y los s’uthlameses no deberán realizar ningún esfuerzo subsiguiente, como no sea el de recoger las vainas y comérselas —su rostro impasible se apartó de Tolly Mune para volverse hacia los enviados de los demás planetas. Caballeros —dijo—, sospecho que en el momento actual se están preguntando cuál es la parte que les corresponde jugar en todo esto.

Ratch Norren se pellizcó la mejilla y habló en nombre de todos.

—Correcto —dijo con voz algo inquieta—, y con eso volvemos a lo que he dicho antes. Esta planta dará de comer a todos los sutis, pero eso a nosotros no nos importa en lo más mínimo.

—Habría creído que las consecuencias serían obvias para todos ustedes —dijo Tuf. S’uthlam representa una amenaza a sus planetas, solamente porque su población se encuentra perpetuamente a un paso de acabar con el suministro alimenticio de S’uthlam. Ello convierte su planeta, que por lo demás es pacífico y civilizado, en una sociedad inestable por naturaleza. En tanto que los tecnócratas se han mantenido en el poder y han logrado conservar la ecuación en un equilibrio más o menos aproximado, S’uthlam ha sido un vecino útil y dispuesto a cooperar. Pero ese equilibrio, por mucho virtuosismo que se le aplique, acabará haciéndose pedazos y, con ese fracaso, es inevitable que los expansionistas tomen el poder y los s’uthlameses se conviertan en peligrosos agresores.

—¡Yo no soy una maldita expansionista! —dijo Tolly Mune con voz irritada.

—No pretendía afirmar tal cosa —dijo Tuf—, y pese a sus obvias calificaciones para ello, la actual Primera Consejera tampoco mantiene una actitud totalmente próvida. La guerra está ya muy cerca, por mucho que vaya a ser una guerra defensiva. Cuando pierda el poder y sea reemplazada por un expansionista, el conflicto se convertirá en una guerra de agresión. Con las circunstancias que los s’uthlameses han conseguido crear en su planeta, la guerra es algo tan seguro e ineludible como el hambre. Y no hay ningún líder, por competente y bien intencionado que sea, capaz de evitarla mediante su esfuerzo individual.

—Exactamente —dijo la joven procedente del Mundo de Henry, articulando cuidadosamente la palabra. En sus ojos ardía un brillo de astucia que no encajaba demasiado bien con su cuerpo de adolescente. Y si la guerra es inevitable, entonces bien podemos librarla ahora, resolviendo el problema de una vez y para siempre.

—El Triuno Azur debe mostrar su acuerdo en ello —dijo en un susurro su enviado.

—Cierto —dijo Tuf—, siempre que demos por sentada su premisa inicial de que la guerra es inevitable.

—Acaba de afirmar usted mismo que los expansionistas empezarían la guerra con toda seguridad, Tuf —se quejó Ratch Norren.

Tuf acarició a su enorme gato negro con una pálida manaza.

—Incorrecto, señor mío. Mis afirmaciones en cuanto a lo inevitable de la guerra y el hambre se basaban en el derrumbe final del inestable equilibrio mantenido entre la población de S’uthlam y sus recursos alimenticios. Si esa frágil ecuación pudiera ser reforzada, S’uthlam no representaría ningún tipo de amenaza a los demás planetas del sector. Bajo esas condiciones la guerra sería tanto innecesaria como moralmente reprobable, pienso yo.

—¿Y nos dice que esa sucia hierba de usted, puede conseguir todo eso? —replicó despectivamente la mujer de Jazbo.

—Ciertamente —dijo Tuf.

El embajador de Skrymir meneó la cabeza.

—No. Es un esfuerzo muy valioso, Tuf, y respeto su dedicación al trabajo ecológico, pero no lo creo así. Hablo en nombre de los aliados si le digo que no podemos confiar en otro avance tecnológico. S’uthlam ya ha pasado por unos cuantos florecimientos y revoluciones ecológicas con anterioridad, pero al final nada ha cambiado. Debemos terminar con el problema de una vez para siempre.

—Muy lejos de mí la intención de ponerle trabas a su locura suicida —dijo Tuf, rascando a Dax detrás de una oreja.

—¿Locura suicida? —dijo Ratch Norren—. ¿A qué se refiere?

Tolly Mune, que lo había estado escuchando todo atentamente, se volvió hacia los aliados.

—Eso quiere decir que perderían, Norren —afirmó.

Los enviados emitieron una amplia gama de sonidos que iban desde la risita cortés de la mujer del Mundo de Henry hasta la clara carcajada del jazboíta, pasando por el rugido ensordecedor del ciborg.

—La arrogancia de los s’uthlameses jamás dejará de sorprenderme —dijo el hombre de Skrymir. No deje que la engañe esta situación de tablas temporales, Primera Consejera. Somos seis mundos unidos firmemente e, incluso con su nueva flota, les superamos en número y en poder de fuego. Ya recordará que les derrotamos una vez con anterioridad y volveremos a hacerlo.

—No lo harán —dijo Haviland Tuf.

Los enviados se volvieron como una sola persona hacia él.

—En los últimos días me he tomado la libertad de hacer una pequeña investigación y ciertos hechos han llegado a resultarme obvios. En primer lugar, la última guerra local tuvo lugar hace siglos. S’uthlam sufrió una derrota innegable, pero los aliados aún se están recobrando de su victoria. Sin embargo, S’uthlam, con su mayor base de población y su tecnología más voraz, ha dejado atrás ya hace mucho tiempo los efectos de la contienda. Durante ese lapso de tiempo la ciencia de S’uthlam ha crecido tan rápidamente como el maná, si se me permite utilizar metáfora tan pintoresca, y los mundos de la alianza deben los pequeños avances de que pueden presumir al conocimiento y las técnicas importadas de S’uthlam. Es innegable que las flotas combinadas de los aliados son significativamente más numerosas que la Flota Defensiva Planetaria de S’uthlam, pero la mayor parte de su armada está muy anticuada en comparación a la sofisticada tecnología y armamento que han sido incorporados a las nuevas espacionaves s’uthlamesas. Lo que es más, me parece un error de cálculo muy grosero decir que los aliados superan realmente a S’uthlam en cualquier sentido numérico. Es cierto que son seis mundos contra uno, pero las poblaciones combinadas de Vandeen, el Mundo de Henry, Jazbo, Roggandor, Skrymir y el Triuno Azur no llegan a los cuatro mil millones de personas. Apenas una décima parte de la población existente en S’uthlam.

—¿Una décima parte? —graznó el jazboíta—. Es un error, ¿verdad? Debe serlo.

—El Triuno Azur había entendido que su población era apenas unas seis veces la nuestra.

—Dos terceras partes de esa población son mujeres y criaturas —señaló rápidamente el enviado de Skrymir.

—Nuestras mujeres también luchan —le replicó secamente Tolly Mune.

—Cuando encuentran un momento entre parto y, parto —comentó Ratch Norren—. Tuf, no pueden tener diez veces nuestra población. Estoy de acuerdo en que son muchísimos, cierto, pero según nuestros mejores cálculos…

—Caballero —dijo Tuf—, sus mejores cálculos son erróneos. Contenga su pena. El secreto está muy bien guardado y cuando se trata de contar tales multitudes, es muy fácil sumar o restar equivocadamente mil millones más o menos. Sin embargo, los hechos son tal y como he afirmado. En este momento se mantiene un delicado equilibrio marcial. Las naves de los aliados son más numerosas, pero la flota de S’uthlam está más avanzada y se encuentra mejor armada. El equilibrio, obviamente, no va a durar, ya que la tecnología de S’uthlam le permite producir nuevas flotas de guerra más de prisa que cualquiera de los aliados. Me atrevería a decir que en estos momentos, ya se están realizando esfuerzos en tal dirección —Tuf miró a Tolly Mune.

—No —dijo ella.

Pero también Dax la estaba mirando.

—Sí —le anunció Tuf a los enviados, levantando un dedo. Por lo tanto, propongo que aprovechen la inestable igualdad del momento, para sacar partido de la oportunidad que les estoy ofreciendo de resolver el problema planteado por S’uthlam, sin recurrir al bombardeo nuclear y otras tácticas igualmente desagradables. Mantengan el actual armisticio durante un año estándar y permítanme sembrar S’uthlam con maná. Cuando haya pasado ese plazo y si creen que S’uthlam sigue representando una amenaza para sus mundos natales, podrán reanudar con toda libertad las hostilidades.

—Negativo, comerciante —dijo con voz grave el ciborg de Roggandor—. Es usted increíblemente ingenuo. Dice que les demos un año y mientras tanto usted hará sus trucos. ¿Cuántas flotas nuevas construirán en un año?

—Estamos dispuestos a firmar una moratoria en la construcción de nuevas armas, si sus planetas hacen lo mismo —dijo Tolly Mune.

—Eso es lo que usted dice. ¿Supone que vamos a confiar en ello? —replicó Ratch Norren con voz burlona—. ¡Al demonio con todo eso! Los sutis ya han demostrado lo poco dignos de confianza que son al haberse rearmado en secreto, violando el tratado. ¡Para que luego nos hablen de mala fe!

¡Oh, claro! Habrían preferido que estuviéramos indefensos cuando vinieran para ocuparnos. ¡Infiernos y maldición, qué condenado hipócrita! —dijo con irritación Tolly Mune.

—Ya es demasiado tarde para pactos —dijo el jazboíta.

—Usted mismo lo ha dejado claro, Tuf —añadió el skrymiriano—. Cuanto más consintamos en retrasar las cosas, peor será nuestra situación. Por lo tanto, no tenemos más opción que desencadenar de inmediato el ataque sobre S’uthlam. Nunca tendremos una oportunidad mejor que ahora —Dax le bufó y Haviland Tuf pestañeó, cruzando luego las manos sobre el estómago.

—Quizá reconsideren la postura a tomar si apelo a su amor por la paz y el horror que sienten hacia la guerra y hacia la destrucción, por no mencionar su calidad común de seres humanos —Ratch Norren emitió un bufido despectivo. Uno a uno, los demás miembros de la delegación apartaron la vista en silencio. En tal caso —dijo Tuf—, no me dejan opción —y se puso en pie.

El enviado de Vandeen frunció el ceño.

—Eh, ¿adónde va?

Tuf se encogió de hombros.

—Dentro de unos segundos, a un sanitario —replicó—, y luego a mi centro de control. Por favor, acepten mis garantías de que no siento ningún tipo de animosidad personal hacia ustedes, mas por desgracia tengo la impresión de que no me queda otro remedio que destruir inmediatamente sus planetas. Quizá deseen echar a suertes cual será el primero.


La mujer de Jazbo, tosió, se atragantó y emitió un hilillo de saliva.

El enviado de Triuno Azur carraspeó levemente en el interior de su confusa nube de hologramas, pero el sonido resultante fue tan difícil de oír como el de un insecto correteando sobre una hoja de papel.

—No se atreverá —dijo el ciborg de Roggandor.

El skrymiriano se cruzó de brazos en un gélido silencio.

—Ah —dijo Ratch Norren—. Usted, ah de eso se trata. No lo hará. Sí, pero naturalmente. Ah.

Tolly Mune les miró a todos y se rió.

—¡Oh!, lo dice en serio —afirmó, aunque estaba tan asombrada como todos ellos. Y además, puede hacerlo. Mejor dicho, el Arca puede hacerlo. Además, el comandante Ober se asegurará de que no le falte una escolta armada.

—No hace falta tomar decisiones con tanta prisa —dijo la mujer del Mundo de Henry con voz clara y mesurada. Quizá podríamos pensar nuevamente en todo el asunto.

—Excelente —dijo Haviland Tuf, volviéndose a sentar. Actuaremos con decisión y celeridad —dijo. Se pondrá en vigor un armisticio de un año, tal y como ya he explicado, y sembraré inmediatamente el maná en S’uthlam.

—No tan rápido —protestó Tolly Mune. Tenía la sensación de que la victoria se le había subido un poco a la cabeza. No sabía muy bien cómo, pero la guerra había terminado. Tuf lo había logrado, S’uthlam estaba a salvo, por lo menos durante un año más. Pero el alivio no le había hecho perder totalmente el buen juicio. Todo esto suena muy bien, pero antes tendremos que hacer unos cuantos estudios sobre su planta del maná. Nuestros ecólogos y especialistas en biología querrán examinar esa condenada cosa, antes de sembrar sus esporas sobre S’uthlam. Creo que un mes sería suficiente. Y, naturalmente, Tuf, lo que dije antes sigue teniendo validez. No crea que va a soltar su maná sobre nosotros, marchándose luego. Esta vez deberá quedarse mientras dure el armisticio y puede que aún más tiempo, hasta que tengamos una buena idea de cómo va a funcionar este nuevo milagro suyo.

—¡Ay! —dijo Tuf—, me temo que tengo urgentes compromisos en otros lugares de la galaxia. Una estancia de un año o más me resulta tan inaceptable como inconveniente, al igual que el retraso de un mes antes de empezar mi programa de siembra.

—¡Espere un maldito segundo! —dijo Tolly Mune. No puede.

—Tenga la seguridad de que sí puedo —dijo Tuf Sus ojos fueron de ella a los enviados y luego volvieron a Tolly Mune. Primera Consejera Mune, permítame que le indique lo que es obvio. Ahora existe un cierto equilibrio de fuerzas militares entre S’uthlam y sus adversarios. El Arca es un formidable instrumento de guerra capaz de aniquilar mundos enteros. Al igual que me es posible unirme a sus fuerzas y destruir cualquiera de los planetas aliados, también entra en el reino de lo posible, que haga todo lo contrario.

Tolly Mune sintió de pronto como si la hubieran agredido físicamente y se quedó boquiabierta.

—¿Está?… Tuf, ¿nos está amenazando? No puedo creerlo. ¿Está amenazando con usar el Arca contra S’uthlam?

—Sencillamente, estoy haciéndole notar ciertas posibilidades de acción —dijo Haviland Tuf, con voz tan impasible como de costumbre.

Dax debió sentir su rabia pues empezó a bufar. Tolly Mune permaneció inmóvil, sin saber qué hacer, y sus manos se fueron apretando gradualmente hasta convertirse en puños.

—No cobraré tarifa alguna por mis labores como mediador e ingeniero ecológico —anunció Tuf—, pero exigiré ciertas seguridades y concesiones, por las dos partes del acuerdo. Los mundos aliados me proporcionarán lo que podría calificarse de una guardia personal, consistente en una flotilla de naves cuyo número y armamento sea suficiente para proteger el Arca de los posibles ataques de la Flota Defensiva Planetaria de S’uthlam, y me escoltarán luego hasta haber salido del sistema sano y salvo, cuando mi labor haya terminado. Los s’uthlameses, por su parte, permitirán que dicha flota aliada permanezca dentro de su sistema natal con el objetivo de calmar mis temores. Si alguno de los dos bandos diera inicio a las hostilidades, durante el periodo del armisticio, lo harán con pleno conocimiento de que dicho acto producirá en mí un incontrolable estallido de ira. No soy persona que se excite con facilidad, pero cuando mi ira escapa a todo control, hay ocasiones en que yo mismo me asusto de ella. Cuando haya pasado un año, hará ya mucho tiempo que habré partido y, si tal es su decisión, podrán continuar con su carnicería. Sin embargo, tengo la esperanza y creo que casi la seguridad, de que esta vez mis acciones se revelarán tan eficaces que ninguno de los bandos se sentirá inclinado a reanudar las hostilidades —acarició el espeso pelaje negro de Dax y el gato les fue mirando uno a uno con sus enormes ojos dorados, conociendo lo que pensaban y sopesándolo.

Tolly Mune sintió de pronto un frío increíble.

—Nos está imponiendo la paz —dijo.

—Sólo de forma temporal —dijo Tuf.

—Y nos está imponiendo su solución, queramos o no —dijo ella.

Tuf la miró sin contestarle.

—¿Pero quién demonios se ha creído que es usted? —le gritó, soltando por fin todo el furor que se había ido acumulando dentro de ella.

—Soy Haviland Tuf —le replicó él sin alzar la voz—, y se me ha terminado la paciencia con S’uthlam y con los s’uthlameses, señora mía.


Cuando la conferencia hubo terminado, Tuf condujo a los embajadores nuevamente hasta su lanzadera diplomática, pero Tolly Mune se negó a ir con ellos.

Durante largas horas recorrió sin compañía alguna el Arca, sintiendo cada vez más frío y cansancio, pero negándose a ceder. «¡Blackjack!», gritaba a pleno pulmón desde lo alto de las escaleras mecánicas. «Ven, Blacky, ven», canturreaba en el laberinto de los corredores. «Jack!», gritó al oír un sonido detrás de una esquina, pero era sólo una puerta abriéndose o cerrándose, el zumbido de alguna máquina reparándose o quizás un gato desconocido que se escurría furtivamente. «¡Blaitaaaackjaaaaaack!», gritó en las intersecciones, donde confluían una docena de pasillos, y su voz despertó ecos retumbantes en los muros lejanos, rebotando de unos a otros hasta volver a ella casi agonizantes.

Pero no halló rastro alguno de su gato.

Finalmente, su vagabundeo la hizo ascender varios niveles y se encontró en el oscuro eje central que perforaba de un extremo a otro la inmensa espacionave. Una gigantesca línea recta, de casi treinta kilómetros de largo, cuyo techo se perdía entre las sombras y cuyas paredes estaban medio ocultas por cubas de todos los tamaños posibles. Escogió una dirección al azar y caminó, caminó y caminó llamando en voz alta a Blackjack.

Y a lo lejos le pareció oír un leve maullido.

—¿Blackjack? —gritó ¿Dónde estás?

De nuevo oyó el maullido. Ahí, delante de ella. Apretó el paso y luego, sin poder contenerse, echó a correr.

Haviland Tuf surgió de entre la sombra proyectada por un tanque de plastiacero que tendría unos veinte metros de alto. En sus brazos estaba Blackjack, ronroneando.

Tolly Mune dejó de correr.

—He encontrado a su gato —dijo Tuf.

—Ya lo veo —le contestó ella con cierta frialdad.

Tuf le entregó delicadamente el gigantesco gato gris y, al cambiar de manos, sus dedos rozaron levemente los brazos de Tolly Mune.

—Descubrirá que no le ha pasado nada malo durante sus vagabundeos —afirmó Tuf. Me tomé la libertad de hacerle un examen médico completo, para asegurarme de que no hubiera tenido ningún percance y de ese modo pude llegar a la conclusión de que se encuentra en un estado de salud perfecto. Podrá imaginar mi sorpresa cuando descubrí por casualidad, durante tal examen, que todas las mejoras biónicas de las cuales me había informado, parecían haberse esfumado de modo tan misterioso como inexplicable. No consigo imaginar cómo ha sido posible.

Tolly Mune apretó el gato contra su pecho.

—Mentí —dijo. Es telépata, igual que Dax. Puede que no sea tan bueno como él. Y eso es todo. No podía correr el riesgo de que se peleara con Dax. Quizás hubiera ganado, quizá no. Pero no deseaba verle acobardado e inútil —miró a Tuf, frunciendo el ceño. Así que ha conseguido proporcionarle una buena aventura amorosa. ¿Dónde estaba?

—Abandonó la estancia del maná, mediante una salida secundaria, en busca de su amada y luego descubrió que las puertas habían sido programadas para negarle la entrada. Así pues, se vio obligado a pasar unas cuantas horas recorriendo el Arca y trabando amistad con algunas de las hembras de la especie felina que la pueblan.

—¿Cuántos gatos tiene? —le preguntó ella.

—Menos que usted —dijo Tuf—, aunque ya me lo había imaginado. Después de todo, usted es nativa de S’uthlam.

La presencia de Blackjack en sus brazos le resultaba cálida y reconfortante y de pronto Tolly Mune se dio cuenta de que Dax no estaba presente. Ahora tenía nuevamente la ventaja. Rascó suavemente a Jack detrás de una oreja y gato clavó sus límpidos ojos gris plata en la figura de Tuf.

—No ha logrado engañarme —dijo ella.

Me había parecido altamente improbable conseguid —admitió Tuf.

—El maná… —dijo ella—. Es una trampa, ¿verdad? No ha soltado un montón de patrañas, confiéselo.

—Todo lo que les he dicho sobre el maná es cierto.

Blackjack lanzó un leve maullido.

—La verdad —dijo Tolly Mune—, ¡oh! ¡la condenada verdad! Eso quiere decir que se ha guardado unas cuantas cosas sobre el maná.

—El universo está lleno de conocimientos. En última instancia hay más cosas por conocer que seres humanos en condiciones de conocerlas, algo realmente asombroso teniendo en cuenta que la populosa S’uthlam figura incluida en las filas de la humanidad. Me resultaría francamente difícil decirlo todo respecto a un tema, por limitado que éste fuera.

Tolly Mune emitió un bufido despectivo.

—¿Qué pretende hacer con nosotros, Tuf.

—Voy a resolver sus crisis alimenticia —replicó él con su voz eternamente impasible, plácida y fría como un lago sin fondo y, al igual que éste, llena de secretos ocultos.

—Blackjack está ronroneando —dijo ella—, así que eso es cierto. Pero, Tuf, cómo… ¿cómo?

—El maná es mi instrumento.

—¡Y un dolor de tripas! —replicó ella—. Me importa una maldita verruga lo sabroso y adictivo que pueda ser su fruto o lo rápido que pueda crecer esa condenada cosa, pero ninguna planta va a resolver nuestra crisis de población. Ya lo intentó antes. Ya hemos recorrido todas esas coordenadas con el omnigrano, las vainas, los jinetes de¡viento y las gran—¡as de hongos! Hay algo que no me está contando. Suéltelo, abra la boca de una vez.

Haviland Tuf la estuvo contemplando en silencio durante más de un minuto.

Sus ojos parecían incapaces de apartarse de los suyos y, por un instante, tuvo la sensación de que Tuf estaba mirando en lo más hondo de su ser, como sí también él fuera capaz de leer la mente.

Quizá fuera otra cosa lo que intentaba leer. Finalmente Tuf le respondió.

—Una vez que la planta haya sido sembrada, nunca podrá llegar a ser eliminada por completo, sin importar la diligencia con que lo intenten. Dentro de ciertos parámetros climáticos se extenderá con inexorable rapidez. El maná no será capaz de crecer por doquier, ya que el frío extremado puede matarlo y una temperatura baja constituye un freno efectivo a su desarrollo, pero lo cierto es que se extenderá hasta cubrir las regiones tropical y subtropical de S’uthlam y eso será suficiente.

—¿Suficiente para qué?

—El fruto del maná resulta extremadamente nutritivo. Durante los primeros años tendrá un efecto muy notable en cuanto a la mejora de su situación calórica y, con ello, hará que las condicione! de vida en S’uthlam se mantengan estabilizadas. Luego, habiendo agotado el suelo con su vigoroso avance, las plantas empezarán a morir y se verán obligados a utilizar una rotación de cosechas, durante algunos años, antes de que el suelo sea nuevamente capaz de sostener al maná. Pero, mientras tanto, el maná habrá completado su auténtica labor, Primera Consejera Mune. El polvo que se acumula en la parte inferior de cada hoja es en realidad un microorganismo simbiótico, vital para la polinización del maná, pero que posee al mismo tiempo otras propiedades. Transportado por el viento, por los animales y los seres humanos, se extenderá hasta hallarse presente en toda la superficie de su planeta.

—El polvo —dijo ella. Cuando había tocado la planta del maná lo había sentido en sus dedos.

Blackjack gruñó de un modo tan leve que más que oír el ruido lo sintió.

Haviland Tuf cruzó las manos sobre su estómago.

—El maná podría ser considerado como una especie de profiláctico orgánico —dijo. Sus biotécnicos descubrirán que interfiere de un modo muy potente sobre la libido en el macho de la especie humana, así como sobre la fertilidad de la hembra. Sus efectos son permanentes y no hace falta que se preocupe por el mecanismo concreto de funcionamiento.

Tolly Mune le miró fijamente, abrió la boca, la volvió a cerrar y pestañeó para contener el llanto. ¿Llanto de rabia, quizá desesperación? No lo sabía, pero no eran lágrimas de alegría. No iba a dejar que fueran lágrimas de alegría.

—Un genocidio lento —dijo, luchando consigo misma para obligarse a pronunciar las palabras. Notaba la garganta seca y su voz se había vuelto ronca y gutural.

—No, en lo más mínimo —dijo Tuf. Algunos s’uthlameses serán naturalmente inmunes a los efectos del polvo. Mis cálculos indican que entre un 0,7 y un 1,1 por ciento de su población básica no resultan afectados. Se reproducirán naturalmente y, de este modo, la inmunidad pasará a las generaciones futuras y en ellas irá creciendo hasta volverse más abundante. Sin embargo, durante este año empezará a darse una considerable implosión de sus efectivos humanos a medida que la curva de nacimientos deje de ascender y empiece a caer de golpe.

—No tiene ningún derecho a… —dijo Tolly Mune con lentitud.

—La naturaleza del problema s’uthlamés es tal que sólo admite una solución duradera y efectiva —dijo Tuf—, tal y como le he repetido una y otra vez desde que nos conocemos.

—Quizá —dijo ella—. Pero, ¿qué hay de la libertad, Tuf? ¿Dónde queda la opción del individuo? Puede que mi gente sea estúpida y egoísta, pero siguen siendo personas, igual que usted. Tienen el derecho a decidir si van a tener niños y cuántos quieren. ¿Quién diablos le ha dado la autoridad para arrogarse esa decisión en su nombre? ¿Quién diablos le dijo que se pusiera en marcha para esterilizar nuestro mundo? —a cada palabra que pronunciaba, su ira iba haciéndose más y más incontenible—. No es usted mejor que nosotros, Tuf, no es más que un ser humano. Estoy de acuerdo en que es un ser humano condenadamente fuera de lo normal, pero sigue siendo sólo un ser humano, ni más ni menos. ¿Qué le da el condenado derecho de jugar, con nuestro mundo y nuestras vidas como si fuera un dios?

—El Arca —se limitó a responder Haviland Tuf.

Blackjack se retorció en’ sus brazos, repentinamente inquieto. Tolly Mune le dejó saltar al suelo, sin apartar ni un segundo los ojos del pálido e inmutable rostro de Tuf. De pronto, sentía el agudo deseo de golpearle, de hacerle daño, de herir esa máscara de complaciente indiferencia, de marcar su piel y su cuerpo.

—Se lo advertí, Tuf —le dijo—. El poder corrompe y el poder absoluto corrompe de un modo irremisible, ¿lo recuerda?

—Gozo de una memoria perfectamente sana.

—Es una lástima que no pueda decir lo mismo en cuanto a su maldito sentido de la moral —le replicó con acidez Tolly Mune. Blackjack, a sus pies, emitió un gruñido como de contrapunto a sus palabras ¿Por qué diablos le ayudé a conservar esta maldita nave? ¡Qué condenada idiota he sido! Tuf, lleva demasiado tiempo viviendo sin compañía en el interior de un delirio de poder. Cree que alguien le ha nombrado dios, ¿no es cierto?

—Se nombra a los burócratas —dijo. Los dioses, si es que existen, son elegidos mediante otros procedimientos. No hago ninguna afirmación en cuanto a mi divinidad, en el sentido mitológico de la palabra, pero debo confesar que ciertamente tengo en mis manos el poder de un dios. Creo que usted misma se dio cuenta de ello hace mucho tiempo, cuando acudió a mí en busca de los panes y los peces —Tolly Mune abrió la boca para contestarle, pero él levantó la mano—. No, tenga la bondad de no interrumpirme. Intentaré ser breve. Usted y yo no somos tan distintos, Tolly Mune.

—¡No nos parecemos en nada, maldito sea! —le gritó ella.

—No somos tan distintos —repitió Tuf con voz firme y tranquila—. Una vez me confesó que no era muy religiosa y yo no soy hombre propenso a la adoración de mitos. Empecé mi vida como mercader pero, después de encontrar esta nave llamada el Arca, a cada paso que daba me he visto perseguido por dioses, profetas y demonios. Noé y su diluvio. Moisés y sus plagas, los panes y los peces, el maná, columnas de fuego y mujeres convertidas en sal. Debo admitir que he llegado a familiarizarme con todo eso. Me está desafiando para que me proclame como un dios, pero no es lo que pretendo. Y, sin embargo, debo decir que mi primer acto dentro de esta nave, hace ya muchos años, fue resucitar a los muertos —señaló con gesto majestuoso hacia una subestación que se encontraba a unos metros de distancia. Ése es el lugar donde realicé el primero de mis milagros, Tolly Mune, y aparte de ello, lo cierto es que poseo poderes semejantes a los de la divinidad y que está en mi mano la vida y la muerte de los planetas. Con lo mucho que me complacen esas habilidades casi divinas, ¿puedo, en justicia, negarme a cargar con la responsabilidad que las acompaña, con el impresionante peso de su autoridad moral? No lo creo así.

Ella deseaba contestarle, pero las palabras se negaban a brotar de sus labios. Está loco, pensó Tolly Mune.

—Más aún —dijo Tuf—, la naturaleza de la crisis que sufre S’uthlam era tal que la única solución admisible era la intervención divina. Supongamos por unos momentos que consintiera en venderles el Arca, tal y como deseaba. ¿Supone realmente que unos ecólogos y técnicos en biología, por expertos y entusiastas que fueran, habrían sido capaces de dar con una solución duradera? Creo que es usted demasiado inteligente para engañarse de tal modo. No tengo ni la menor duda de que, con todos los recursos de esta sembradora a su disposición, tales hombres y mujeres, genios con intelectos y una educación muy superiores a la mía, podrían y habrían indudablemente diseñado gran número de ingeniosos trucos con los cuales permitir a los s’uthlameses que siguieran reproduciéndose durante otro siglo, y puede que incluso durante dos, tres o cuatro centurias más. Pero, finalmente, también sus respuestas habrían acabado siendo insuficientes, al igual que lo fueron mis pequeños intentos de hace cinco años y los que precedieron a esos intentos hace diez. Tolly Mune, no existe ninguna respuesta racional, equitativa, científica, tecnológica o humana al dilema de una población que aumenta siguiendo una enloquecida progresión geométrica. Dicho dilema sólo puede ser resuelto con milagros como el de los panes y los peces o el maná caído del cielo. Por dos veces he fracasado como ingeniero ecológico y ahora me propongo triunfar como un dios necesario a S’uthlam. Si intentara solucionar el problema una tercera vez, como simple ser humano, estoy seguro de que fracasaría por tercera vez y entonces sus dificultades serían resueltas por dioses mucho más crueles que yo.

Los cuatro jinetes de mamíferos de la antigua leyenda, conocidos como peste, hambre, guerra y muerte. Por lo tanto, debo hacer a un lado mi humanidad y obrar como un dios —se quedó callado y la contempló, pestañeando.

—Hace ya mucho que se olvidó de su condenada humanidad —le replicó ella con voz rabiosa. Pero no es usted ningún dios, Tuf Puede que sea un demonio y estoy segura de que es un maldito megalómano. Puede que sea un monstruo. Sí, es un condenado aborto. Un monstruo, pero no un dios.

—Un monstruo —dijo Tuf—, ciertamente —y pestañeó—. Había tenido la esperanza de que una persona dotada de su indudable capacidad intelectual y competencia fuera capaz de mostrarse más comprensiva —pestañeó de nuevo. Dos, tres veces. Su pálido rostro seguía tan inmutable como siempre, pero en la voz de Tuf había algo muy extraño que ella no había oído nunca anteriormente, algo que le dio miedo, que la asombró y la inquietó, algo que se parecía a la emoción. Tolly, me ofende usted muy dolorosamente —protestó él.

Blackjack emitió un maullido quejumbroso.

—Su gato parece capaz de aprehender con mayor agudeza las frías ecuaciones de la realidad a la que nos enfrentamos —dijo Tuf. Quizá debería explicarlo todo otra vez desde el principio.

—¡Monstruo! —dijo ella.

Tuf pestañeó.

—Mis esfuerzos son eternamente pasados por alto y sólo reciben calumnias inmerecidas.

—¡Monstruo! —repitió ella.

La mano derecha de Tuf se convirtió por unos segundos en un puño que él aflojó lentamente y con cierta dificultad.

—Al parecer algún tic cerebral ha reducido dramáticamente su vocabulario, Primera Consejera.

—No —dijo ella—, pero ésa es la única palabra que puedo aplicarle, ¡maldición!

—Ciertamente —dijo Tuf_. Y, en tal caso, el ser un monstruo hace que deba comportarme como tal. Vaya pensando en ello, si lo desea, mientras lucha por tomar una decisión, Primera Consejera.

Blackjack alzó la cabeza bruscamente y clavó sus ojos en Tuf, como si algo invisible estuviera revoloteando alrededor de su blanco rostro. Empezó a bufar y su espeso pelaje gris plateado, se fue poniendo de punta lentamente. El gato retrocedió. Tolly Mune se inclinó y le cogió en brazos, pero el gato temblaba y volvió a bufar mirando a Tuf.

—¿Cuál? —dijo ella con inquietud—. ¿Qué decisión? Usted ha tomado todas las malditas decisiones. ¿De qué infiernos está hablando?

—Permítame indicar que, por el momento, ni una sola espora del maná ha sido liberada en la atmósfera de S’uthlam —dijo Haviland Tuf.

Ella lanzó un resoplido despectivo.

—¿Y? Ya hemos accedido a su maldito trato. No tengo modo alguno de pararle los pies.

—Ciertamente, y es lamentable. Pero quizá pueda ocurrírsele alguno. Mientras tanto sugiero que volvamos a mis aposentos. Dax está esperando su cena. He preparado una excelente crema de hongos, procedentes de mi propio suministro, y también hay cerveza helada de Moghoun, un brebaje lo bastante fuerte para complacer tanto a los dioses como a los monstruos. Y, por supuesto, mi equipo de comunicaciones se encuentra a su disposición, para el caso de que acabe descubriendo la necesidad de hablar con su gobierno.

Tolly Mune abrió la boca para replicarle de modo cortante, pero volvió a cerrarla, asombrada.

—¿Quiere usted decir, lo que me parece que quiere decir? —preguntó.

—Resulta difícil afirmarlo, señora —dijo Tuf—. Aquí la única poseedora de un gato psiónico es usted.


El camino hasta los aposentos de Tuf fue tan silencioso como interminable, al igual que la cena fue un tormento que parecía no tener fin. Comieron en un rincón de la sala de comunicaciones, rodeados de consolas, pantallas y gatos. Tuf permaneció muy inmóvil con Dax en el regazo y se dedicó a engullir su comida con metódica concentración. Al otro extremo de la mesa, Tolly Mune fue comiendo, sin enterarse muy bien de lo que había en su plato. No tenía apetito. Se encontraba muy cansada y tenía la impresión de haber envejecido de golpe. Y estaba asustada.

Blackjack reflejaba su confusión. Con toda su anterior serenidad desaparecida, permanecía acurrucado en su regazo, levantando de vez en cuando la cabeza, por encima de la mesa, para lanzar un gruñido de advertencia al otro extremo, donde estaba sentado Tuf.

Y, finalmente, llegó el momento, tal y como ella había sabido que ocurriría. Un zumbido y una lucecita azul que se encendió señalando la llegada de una transmisión. Tolly Mune contempló fijamente la luz y, con un gesto rígido que hizo chirriar la silla sobre el suelo metálico, se volvió hacia la consola. Blackjack, asustado, abandonó de un salto su regazo. Tolly Mune empezó a levantarse, pero se quedó inmóvil, en una agonía de indecisión.

—Está programado según mis instrucciones para que no se moleste mientras como —anunció Tuf. Ergo, y siguiendo un lógico proceso de eliminación, la llamada es para usted.

La aguja de luz azul se encendía y se apagaba, se encendía y se apagaba, se encendía y se apagaba.

—Usted no es un maldito dios —dijo Tolly Mune. Maldición, y yo tampoco lo soy. Tuf, no quiero aceptar esta condenada carga.

La luz seguía encendiéndose y apagándose.

—Quizá sea el comandante Wald Ober —sugirió Tuf—. Creo que debería recibir su llamada antes de que decida empezar la cuenta atrás.

—Nadie tiene ese derecho, Tuf —dijo ella—. Ni usted ni yo.

Tuf se encogió pesadamente de hombros.

La luz se encendía y se apagaba.

Blackjack lanzó un maullido.

Tolly Mune dio dos pasos hacia la consola, se detuvo y se volvió hacia Tuf.

—La creación es parte de la divinidad —dijo con voz repentinamente segura—. Tuf, usted puede destruir, pero no puede crear, y eso es lo que le convierte en un monstruo y no en un dios.

—La creación de vida en los tanques de clonación es un elemento perfectamente normal y cotidiano de mi profesión —dijo Tuf.

La luz se encendía y se apagaba sin cesar.

—No —dijo ella—, aquí puede copiar la vida, pero no puede crearla. Esa vida tiene que haber existido ya en algún otro lugar y en algún otro tiempo, y necesita una célula de muestra, un fósil, algo. De lo contrario no puede hacer nada. ¡Sí, infiernos y maldición! ¡Oh!, de acuerdo, tiene el poder de la creación, pero es el mismo maldito poder que tengo yo y cada hombre y mujer enterrado en una ciudad subterránea. La procreación, Tuf Ahí está su impresionante poder, ése es el único milagro existente. Lo único que hace de los seres humanos criaturas semejantes a los dioses y eso mismo es lo que usted se propone arrebatarle al noventa y nueve, coma, noventa y nueve por ciento de los s’uthlameses. ¡Al infierno con eso! No es usted un creador y no es ningún dios.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf, impasible e inexpresivo.

—Por lo tanto no tiene derecho alguno a decidir como tal —dijo ella. Y yo tampoco lo tengo, ¡maldita sea!

—Avanzó hacia la consola con tres zancadas llenas de seguridad y oprimió un botón. Una pantalla se iluminó con un remolino de colores que acabaron formando la imagen de un casco de combate pulido cual un espejo y en cuyo penacho se veía un globo estilizado. Dos sensores escarlata ardían bajo el oscuro visor de plastiacero—. Comandante Ober… —dijo ella.

—Primera Consejera Mune —replicó Wald Ober. Estaba algo preocupado. Los embajadores aliados están soltando unas tonterías increíbles delante de los reporteros. Algo sobre un tratado de paz y un nuevo florecimiento.

¿Puede confirmar todo eso? ¿Qué está pasando? ¿Tiene problemas?

—Sí —dijo ella—. Escúcheme bien, Ober, y…

—Tolly Mune —dijo Tuf.

Ella giró en redondo.

—¿Qué?

—Si la procreación es la señal distintiva de la divinidad —dijo Tuf—, entonces creo que puedo argumentar que los gatos también son dioses, ya que también ellos se reproducen. Permítame indicarle que, en muy corto espacio de tiempo, hemos llegado a una situación en la cual tiene usted más gatos que yo, pese a haber empezado con sólo una pareja.

Ella frunció el ceño.

—¿Qué está diciendo? —quitó el sonido, para que las palabras de Tuf no fueran transmitidas.

Wald Ober gesticuló nerviosamente en un repentino silencio.

Haviland Tuf formó un puente con sus dedos sobre la mesa.

—Estoy meramente indicando que, pese a mi gran aprecio hacia las propiedades de los felinos, tomo medidas para controlar su reproducción. Llegué a tal decisión tras haber meditado cuidadosamente en ello y sopesando todas las alternativas. En último extremo, tal y como usted misma descubrirá, sólo hay dos opciones fundamentales. Debe reconciliarse con la idea de inhibir de alguna forma la fertilidad de sus felinos, y podría añadir que, por supuesto, sin ningún consentimiento por parte de ellos o, si no lo hace, le aseguro que algún día se encontrará echando por su escotilla una bolsa repleta de gatitos recién nacidos al frío espacio. Caso de que no elija ya habrá elegido. El fracaso a la hora de tomar una decisión, basándose en que no tiene derecho a ello, es por si mismo una decisión, Primera Consejera. Si se abstiene ya ha votado.

—Tuf —dijo ella con la voz llena de dolor—. ¡No! ¡No quiero este maldito poder!

Dax subió de un salto a la mesa y sus ojos dorados se clavaron en ella.

—La divinidad es una profesión todavía más exigente que la ecología —dijo Tuf—, aunque podría decirse que ya conocía los riesgos de la profesión cuando decidí asumir esa carga.

—No —empezó a decir ella, balbuceando—, no puede decir que… Los gatitos y las criaturas humanas no son… Son gente, ellos tienen el poder de… eso es, mentes, mentes y corazones al igual que gónadas. Son seres racionales, es su decisión, es suya, no mía… No puedo decidir por ellos… por millones, por miles de millones.

—Ciertamente —dijo Tuf. Había olvidado a la buena gente de S’uthlam y su larga historia de muy racionales decisiones. Indudablemente verán ante ellos la guerra, el hambre y la plaga y de pronto, por miles de millones, decidirán cambiar su modo de vida y, de ese modo, evitarán diestramente el oscuro abismo que amenaza con tragarse S’uthlam y sus altivas torres. Resulta muy extraño que no me haya dado cuenta de ello anteriormente.

Tolly Mune y Haviland Tuf se contemplaron en silencio.

Dax empezó a ronronear y luego, apartando sus ojos de Tolly Mune, se acercó al cuenco de Tuf para lamer la crema. Blackjack empezó a frotarse en su pierna, sin quitarle la vista de encima a Dax, al otro extremo de la estancia.

Tolly Mune se volvió muy lentamente hacia la consola y ese giro le llevó todo un día… no, una semana, un año, una vida entera. Necesitó cuarenta mil millones de vidas para completarlo, pero una vez que lo hubo hecho, se dio cuenta de que sólo había necesitado un instante y que todas esas vidas habían desaparecido cual si no hubieran existido nunca.

Contempló la fría y silenciosa máscara que la miraba desde la pantalla y en el plastiacero negro y reluciente vio reflejarse todo el horror sin rostro de la guerra y detrás de él vio arder los implacables ojos febriles del hambre y de la enfermedad. Luego tocó un control y restableció el sonido.

—¿Qué está pasando ahí? —preguntaba una y otra vez Wald Ober. Primera Consejera, no puedo oírle. ¿Cuáles son sus órdenes? ¿Me oye? ¿Qué está pasando ahí?

—Comandante Ober —dijo Tolly Mune, obligándose a sonreír.

—¿Qué ocurre, algo anda mal?

Tolly Mune tragó saliva.

—¿Mal? Nada, nada en absoluto. ¡Infiernos y maldición! Todo anda increíblemente bien. La guerra ha terminado y la crisis también, Comandante.

—¿Le están obligando a decir eso? —ladró Wald Ober.

—No —se apresuró a responder ella—. ¿Por qué piensa semejante cosa?

—Lágrimas —replicó él—. Veo sus lágrimas, Primera Consejera.

—Son de alegría, Comandante. Son lágrimas de alegría. Maná, Ober, así le llama él, maná del cielo —rió en voz baja—. Comida de las estrellas. Tuf es un genio. A veces —se mordió el labio con dureza, haciéndose daño—. A veces incluso pienso que quizá sea.

—¿Qué?

—Un dios —dijo ella. Apretó un botón y la pantalla se apagó.

Su nombre era Tolly Mune, pero en los libros de historia ha recibido muchos nombres distintos.


FIN
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