5 — UNA BESTIA PARA NORN

Cuando el hombre delgado le encontró, Haviland Tuf, estaba sentado, sin compañía alguna, en el rincón más oscuro de una cervecería de Tamber. Tenía los codos apoyados en la mesa y su calva coronilla casi rozaba la viga de madera pulida que sostenía el techo. En la mesa había ya cuatro jarras vacías, con el interior estriado por círculos de espuma, en tanto que una quinta jarra, medio llena, casi desaparecía entre sus enormes manos.

Si Tuf era consciente de las miradas curiosas que, de vez en cuando, le dedicaban los demás clientes, no daba señal alguna de ello. Sorbía su cerveza metódica y lentamente con el rostro absolutamente impasible. Su solitaria presencia en el rincón del reservado resultaba más bien extraña.

Pero no estaba totalmente solo. Dax dormía sobre la mesa, junto a él, convertido en un ovillo de pelo oscuro. De vez en cuando, Tuf dejaba su jarra de cerveza y acariciaba distraídamente a su inmóvil compañero, pero Dax no abandonaba por ello su cómoda posición entre las jarras vacías. Comparado con el promedio de la especie felina, Dax era tan grande como Haviland Tuf lo era comparado con los demás hombres.

Cuando el hombre delgado entró en el reservado de Tuf, éste no abrió la boca. Lo único que hizo fue alzar la mirada hacia él, pestañear y aguardar a que fuera el recién llegado quien diera comienzo a la conversación.

—Usted es Haviland Tuf, el vendedor de animales —dijo el hombre delgado. Estaba tan flaco que impresionaba verle.

Vestía de negro y gris y tanto el cuero como las pieles parecían colgar sobre su cuerpo formando bolsas y arrugas aquí y allá. Pese a ello, resultaba claro que era hombre acomodado, ya que llevaba una delgada diadema de bronce medio escondida por su abundante cabellera negra y sus dedos estaban adornados con multitud de anillos.

Tuf rascó a Dax detrás de una oreja. —No basta con que nuestra soledad deba sufrir esta intromisión repentina —le dijo al animal. En su retumbante voz de bajo no había ni pizca de inflexión—. No es suficiente con que se viole nuestro dolor. También debemos soportar las calumnias y los insultos, a lo que parece —alzó nuevamente la mirada hacia el hombre delgado y añadió—. Caballero, ciertamente soy Haviland Tuf y quizá pudiera llegar a decirse que mi comercio tiene algo que ver con los animales, pero quizá también sea posible que no me tenga por un mero vendedor de animales. Quizá me considere un ingeniero ecológico.

El hombre delgado movió la mano con cierta irritación y, sin esperar a que le invitaran, tomó asiento frente a Tuf.

—Tengo entendido que posee una vieja sembradora del CIE, pero eso no le convierte en ingeniero ecológico, Tuf. Todos los ingenieros ecológicos han muerto y de eso ya hace algunos siglos. Pero si prefiere que le llamen así, a mí no me importa. Necesito sus servicios. Quiero adquirir un monstruo, una bestia enorme y feroz.

—Ah —dijo Tuf, dirigiéndose de nuevo al gato—. Desea comprar un monstruo. El desconocido que se ha instalado en mi mesa, sin que le haya invitado, desea comprar un monstruo —Tuf pestañeó—. Lamento informarle de que su viaje ha resultado inútil. Los monstruos, señor mío, pertenecen por entero al reino de lo mitológico, al igual que los espíritus, los hombres-bestia y los burócratas competentes. Más aún, en estos momentos no me dedico a la venta de animales, ni a ninguno de los variados aspectos de mi profesión. En este momento me encuentro consumiendo la excelente cerveza de Tamberkin y llorando una muerte.

—¿Llorando una muerte? —dijo el hombre delgado—. ¿Qué muerte? —No parecía muy dispuesto a irse.

—La muerte de una gata —dijo Haviland Tuf—. Se llamaba Desorden y llevaba largos años siendo mi compañera, señor mío. Ha muerto hace muy poco tiempo en un mundo llamado Alyssar, al cual la mala fortuna me llevó para hacerme caer en manos de un príncipe bárbaro notablemente repulsivo —sus ojos se clavaron en la diadema—. Caballero, ¿no será usted por casualidad un príncipe bárbaro?

—Claro que no. —Tiene usted suerte, entonces —dijo Tuf. —Bueno, Tuf, lamento lo de su gata. Ya sé lo que siente actualmente, sí, créame. Yo he pasado mil veces por ello.

—Mil veces —repitió Tuf con voz átona—. ¿Considera quizás excesivo el esfuerzo de cuidar adecuadamente a sus animales domésticos?

El hombre delgado se encogió de hombros. —Los animales se mueren, ya se sabe. Es imposible evitarlo. La garra, el colmillo y todo eso, sí, claro, es su destino. Me he acostumbrado a ver cómo mis mejores animales morían ante mis ojos y… Pero ése es justamente el motivo de que desee hablar con usted, Tuf.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf. —Me llamo Herold Norn. Soy el Maestro de Animales de mi Casa, una de las Doce Grandes Casas de Lyronica.

—Lyronica —repitió Tuf—. El nombre no me resulta del todo desconocido. Un planeta pequeño y de poca población, según creo recordar, y de costumbres más bien salvajes. Puede que ello explique sus repetidas transgresiones de las maneras civilizadas.

—¿Salvaje? —dijo Norn—. Eso son tonterías de Tamberkin, Tuf. Un montón de condenados granjeros… Lyronica es la joya del sector. ¿Ha oído hablar de nuestros pozos de juego?

Haviland Tuf rascó nuevamente a Dax detrás de la oreja, siguiendo un ritmo bastante peculiar, y el enorme gato se desenroscó con mucha lentitud, bostezando. Luego abrió los ojos y clavó en el hombre delgado dos enormes pupilas doradas, ronroneando suavemente.

—Durante mis viajes he ido recogiendo por azar algunas briznas de información —dijo Tuf—, pero quizá tenga usted la bondad de ser más preciso, Herold Norn, para que así, Dax y yo, podamos considerar su proposición.

Herold Norn se frotó las manos y movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—¿Dax? —dijo—. Claro, claro. Un animal muy bonito, aunque personalmente nunca me han gustado demasiado los animales incapaces de pelear. Siempre he afirmado que, sólo en la capacidad para matar se encuentra la auténtica belleza.

—Una actitud muy peculiar —comenzó Tuf. —No, no —dijo Norn—, en lo más mínimo. Tengo la esperanza de que los trabajos realizados aquí no le hayan hecho contagiarse con los ridículos prejuicios de Tamber.

Tuf sorbió el resto de su cerveza en silencio y luego hizo una seña pidiendo otras dos jarras. El camarero se las trajo rápidamente.

—Gracias —dijo Norn, una vez tuvo delante una jarra llena hasta los bordes de líquido dorado y espumante.

—Continúe, por favor. —Sí, sí. Bien, las Doce Grandes Casas de Lyronica compiten en los pozos de juego. Todo empezó… ¡Oh!, hace siglos de ello. Antes de tales competiciones las Casas luchaban entre ellas, pero el modo actual resulta mucho mejor. El honor de la familia se mantiene intacto, se hacen fortunas en cada competición y nadie resulta herido. Verá, cada una de las Casas controla grandes residencias que se encuentran esparcidas por el planeta y, dado que la tierra apenas si está poblada, la vida animal prolifera de un modo espléndido. Hace muchos años, los Señores de las Grandes Casas empezaron a divertirse con peleas de animales aprovechando una época de paz. Se trataba de un entretenimiento muy agradable y hondamente enraizado en la historia. Puede que ya conozca usted la vieja costumbre de las peleas de gallos y ese pueblo de la Vieja Tierra llamado romano, que solía enfrentar entre sí en un gran anfiteatro a todo tipo de bestias.

Norn se calló para tomar un sorbo de cerveza, esperando una respuesta. Tuf siguió callado, acariciando a Dax.

—No importa —acabó diciendo el flaco lyronicano, limpiándose la espuma de los labios con el dorso de la mano—. Ése fue el inicio de los juegos actuales. Cada Casa tiene sus propias tierras y animales. La Casa de Varcour, por ejemplo, tiene sus dominios en las zonas pantanosas del Sur y les encanta enviar sus enormes lagartos-leones a los pozos de juego.


Feridian, una tierra montañosa, ha logrado labrar su fortuna actual con una especie de simio de las rocas al cual, naturalmente, llamamos jerzdian. Mi casa, Norn, se encuentra en las llanuras herbosas del continente Norte. Hemos enviado cien bestias diferentes a los combates, pero se nos conoce principalmente por nuestros colmillos de hierro.

—Colmillos de hierro —dijo Tuf—. Un nombre de lo más sugestivo.

Norn le sonrió con cierto orgullo. —Sí —dijo—. En mi calidad de Maestre de Animales he entrenado a miles de ellos. ¡Oh, son unos animales preciosos! Son tan altos como usted, tienen el pelo de un soberbio color negro azulado y resultan tan feroces como implacables.

—¿Puedo aventurar la hipótesis de que sus colmillos de hierro tengan ciertos antepasados caninos?

—Sí, pero… ¡qué caninos! —Y, sin embargo, me pide usted un monstruo. Norn bebió más cerveza.

—Cierto, cierto. Los habitantes de muchos mundos cercanos viajan a Lyronica para ver cómo las bestias luchan en los pozos y hacen apuestas en cuanto a los resultados. La Arena de Bronce, que lleva seiscientos años situada en la Ciudad de Todas las Casas, es particularmente concurrida y allí es donde se celebran los mayores combates. La riqueza de nuestras Casas y de nuestro planeta ha llegado a depender de ellos y, sin dicha riqueza, la opulenta Lyronica sería tan pobre como los granjeros de Tamber.

—Sí —dijo Tuf. —Debe comprender que esa riqueza afluye a las Casas según el honor que hayan ganado mediante sus victorias. La Casa de Arneth se ha vuelto muy grande y poderosa, porque en sus tierras, que abarcan una gran variedad de climas, hay muchas bestias mortíferas, y las demás la siguen según sus fortunas y tanteos en la Arena de Bronce.

Tuf pestañeó. —La Casa de Norn ocupa el último lugar entre las Doce Grandes Casas de Lyronica —dijo. Dax ronroneó más fuerte.

—¿Lo sabía? —Caballero, eso resulta obvio. Sin embargo, se me ocurre una posible objeción. Teniendo en cuenta las reglas de su Arena de Bronce, ¿no podría acaso considerarse falto de ética comprar e introducir en ella una especie no nativa de su fabuloso mundo?

—Ya hay precedentes. Hace unos setenta años un jugador volvió de la mismísima Vieja Tierra, con una criatura llamada lobo del bosque, entrenada por él mismo. La Casa de Colin le apoyo siguiendo un impulso enloquecido. Su pobre animal tuvo por oponente a un colmillo de hierro y demostró no estar precisamente a la altura de su misión. Hay otros casos.

»Por desgracia, nuestros colmillos de hierro se han reproducido muy mal en los últimos años. Los especímenes salvajes han desaparecido prácticamente de todos los lugares, excepto de alguna llanura, y los pocos que aún subsisten se han vuelto cautelosos y esquivos, siendo muy difíciles de capturar. Los animales que criamos en cautiverio parecen haberse ablandado, pese a mis esfuerzos ya los de mis predecesores en el cargo. Norn ha conseguido muy pocas victorias últimamente y no seguiré ostentando mi posición durante mucho tiempo, si no se hace algo para evitarlo. Nos estamos empobreciendo. Cuando me enteré de que su Arca había llegado a Tamber decidí ir en su busca. Con su ayuda podré dar inicio a una nueva era de gloria para Norn.

Haviland Tuf siguió sentado sin mover ni un músculo. —Comprendo el dilema al que se enfrenta, pero debo informarle que no estoy acostumbrado a vender monstruos. El Arca es una antigua sembradora diseñada por los Imperiales de la Tierra hace miles de años con el fin de diezmar a los Hranganos mediante la bioguerra. Puedo desencadenar un auténtico diluvio de enfermedades y plagas y en mi biblioteca celular se almacena material con el que clonar un increíble número de especies, procedentes de más de mil mundos, pero los monstruos auténticos, del tipo que usted ha dado a entender que necesita, no son tan abundantes.

Herold Norn le miró con expresión abatida. —Entonces, ¿no tiene nada?

—No han sido tales mis palabras —dijo Haviland Tuf—. Los hombres y mujeres del ya desaparecido Cuerpo de Ingeniería Ecológica, utilizaron, de vez en cuando, especies que gentes supersticiosas o mal informadas podrían etiquetar como monstruos, por razones tanto ecológicas como psicológicas. A decir verdad, en mi repertorio figuran algunos animales de tal tipo, si bien no en número demasiado abundante. Puede que unos miles y con toda seguridad no más de diez mil. Si tuviera que precisar la cifra, debería consultar con mis ordenadores.

—¡Unos miles de monstruos! —Norn parecía otra vez animado—. ¡ESO es más que suficiente! ¡Estoy seguro de que entre todos ellos será posible hallar una bestia para Norn!

—Quizá sí —dijo Tuf—, o quizá no. Existen las dos posibilidades —estudió durante unos segundos a Norn con expresión tan fría como desapasionada—. Debo confesar que Lyronica ha logrado despertar un cierto interés en mí y, dado que en estos momentos carezco de Compromisos profesionales tras haberles entregado a los naturales de Tamber un pájaro capaz de poner Coto a la plaga de gusanos que ataca sus raíces de árboles frutales, siento cierta inclinación a visitar su mundo y estudiar el asunto de cerca. Vuelva a Norn, señor mío. Iré con el Arca a Lyronica, veré sus pozos de juego y entonces decidiremos lo que puede hacerse al respecto.

Norn sonrió.

—Excelente —dijo—. Entonces, yo me encargo de la siguiente ronda.

Dax empezó a ronronear tan estruendosamente como una lanzadera entrando en la atmósfera.


La Arena de Bronce alzaba su masa cuadrada en el centro de la Ciudad de Todas las Casas, justo en el punto donde los sectores dominados por las Doce Grandes Casas se unían como las rebanadas de un enorme pastel. Cada enclave de la pétrea ciudad estaba rodeado de murallas, en cada uno ondeaba el estandarte de sus colores distintivos y cada uno de ellos poseía su ambiente y estilo propios, pero todos se fundían en la Arena de Bronce.

A decir verdad, la Arena no estaba hecha de bronce, sí no básicamente de piedra negra y madera pulida por el tiempo. Era más alta que casi todos los demás edificios de la ciudad, con excepción de algunas torres y minaretes, y estaba coronada por una reluciente cúpula de bronce que ahora brillaba con los rayos anaranjados de un sol a punto de ocultarse. Desde sus angostas ventanas atisbaban las gárgolas talladas en piedra y recubiertas luego con bronce y hierro labrado. Las grandes puertas, que permitían franquear los muros de piedra negra eran también metálicas y su número ascendía a doce, cada una de ellas encarada a un sector distinto de la ciudad. Los colores y las tallas de cada puerta hacían referencia a la historia y tradiciones de su casa titular.

El sol de Lyronica era apenas un puñado de llamas rojizas, que teñían el horizonte occidental, cuando Herold Norn y Haviland Tuf asistieron a los juegos. Unos segundos antes, los encargados habían encendido las antorchas de gas, unos obeliscos metálicos que brotaban como dientes enormes en un anillo alrededor de la Arena, el gigantesco edificio quedó rodeado por las vacilantes llamas azules y anaranjadas. Tuf siguió a Herold Norn, entre una multitud de apostadores y hombres de las Casas, desde las medio desiertas callejas de los suburbios nórdicos hasta un sendero de grava. Pasaron por entre doce colmillos de hierro reproducidos en bronce y situados a ambos lados de la calle, y cruzaron, por fin, la gran Puerta de Norn, en cuyo intrincado diseño se mezclaban el ébano y el bronce. Los guardias uniformados, que llevaban atuendos de cuero negro y piel gris idénticos a los de Harold Norn, reconocieron al Maestre de Animales y le permitieron la entrada, en tanto que otros, no tan afortunados, debían detenerse a pagarla con monedas de oro y hierro.

La Arena contenía el mayor de todos los pozos de juego. Se trataba realmente de un pozo. El suelo arenoso, donde tenía lugar el combate, se encontraba muy por debajo del nivel del suelo y estaba rodeado por muros de piedra que tendrían unos cuatro metros de altura. Más allá de los muros empezaban los asientos y éstos iban rodeando la arena, en niveles cada vez más altos, hasta llegar a las puertas. Norn le dijo, con voz orgullosa, que había sitio para treinta mil personas sentadas. Aunque Tuf notó que, en la parte superior, la visibilidad resultaría casi nula, en tanto que algunos asientos desaparecían tras grandes pilares de hierro. Dispersas por todo el edificio se veían garitas para apostar.

Herold Norn condujo a Tuf hasta los mejores asientos de la sección correspondiente a Norn, con sólo un parapeto de piedra separándoles del lugar para el combate, situado cuatro metros más abajo. Aquí, los asientos no estaban hechos de madera y hierro, como en la parte más elevada, sino que eran verdaderos tronos de cuero, tan grandes que incluso la considerable masa corporal de Tuf pudo encajar en ellos sin dificultad. Al sentarse, Tuf descubrió que los asientos no sólo eran imponentes, sino también muy cómodos.

—Cada uno de estos asientos ha sido recubierto con la piel de una bestia, que ha muerto noblemente ahí abajo —le dijo Herold Norn, una vez instalados.

Bajo ellos, una cuadrilla de hombres vestidos con monos azules estaba arrastrando hacia una portilla los despojos de un flaco animal cubierto de plumas.

—Un ave de combate de la Casa de la Colina de Wrai —le explicó Norn—. El Maestre de Wrai lo envió para enfrentarse a un lagarto-león de Varcour y la elección no ha resultado particularmente afortunada.

Haviland Tuf no le respondió. Estaba sentado con el cuerpo muy tieso y vestía un gabán de vinilo gris que le llegaba a los tobillos, con unas hombreras algo aparatosas. En la cabeza lucía una gorra de color verde en cuya visera brillaba la insignia dorada de los Ingenieros Ecológicos. Sus pálidas y enormes manos reposaban entrelazadas sobre su enorme vientre, mientras Herold Norn hablaba y hablaba sin parar.

De pronto a su alrededor retumbó desde los amplificadores la voz del locutor de la Arena.

—Quinto combate —dijo—. De la Casa de Norn, un colmillos de hierro macho, dos años de edad y 2,6 quintales de peso, entrenado por el Aspirante a Maestre Kers Norn. Es su primer combate en la Arena de Bronce —un instante después se oyó un áspero rechinar metálico a sus pies y una criatura de pesadilla entró dando saltos en el pozo. El colmillos de hierro era un gigante peludo con los ojos hundidos en el cráneo y una doble hilera de dientes, de los cuales goteaba un reguero de baba. Recordaba a un lobo que hubiera crecido más allá de toda proporción imaginable y al cual hubieran cruzado con un tigre dientes de sable. Tenía las piernas tan gruesas como un árbol mediano y su veloz gracia asesina sólo era disimulada en parte por el pelaje negro azulado que no permitía ver bien sus enormes músculos en incesante movimiento. El colmillos de hierro gruñó y la arena resonó con el eco de su gruñido. Grupos dispersos de espectadores empezaron a lanzar vítores. Herold Norn sonrió. —Kers es primo mío y uno de nuestros jóvenes más prometedores. Me ha contado que este animal puede hacer que nos sintamos orgullosos de él. Sí, sí, me gusta su aspecto, ¿no le parece?

—Dado que visito por primera vez Lyronica y su Arena de Bronce, no puedo hacer comparaciones demasiado fundadas —dijo Tuf con voz átona.

El altavoz retumbó nuevamente —De la Casa de Arneth-en-el-Bosque-Dorado, un mono estrangulador, seis años de edad y 3,1 quintales de peso, entrenado por el Maestre de Animales Danel Leigh Arneth. Veterano por tres veces de la Arena de Bronce y por tres veces superviviente en el combate.

En el otro extremo del pozo se abrió una portilla, pintada de escarlata y oro, y unos instantes después la segunda bestia apareció en la arena caminando erguida sobre dos gruesas patas y mirando todo lo que le rodeaba. El mono era de baja estatura, pero sus hombros eran de una anchura increíble. Tenía el torso triangular y la cabeza en forma de bala, con los ojos apenas visibles bajo una gruesa prominencia ósea. Sus brazos, musculosos y provistos de dos articulaciones, eran tan largos que rozaban la arena del pozo al andar. El animal carecía de vello con la excepción de algunos mechones de un pelo rojo oscuro bajo los brazos. Su piel era de un blanco sucio. Y olía. Aún encontrándose al otro extremo del pozo, Haviland Tuf pudo distinguir el hedor almizclado que exhalaba.

—Está sudando —le explicó Norn. Danel Leigh lo ha hecho enloquecer de rabia antes de soltarlo en la arena. Debe comprender que su animal posee la ventaja de la experiencia y el mono estrangulador es una criatura salvaje. A diferencia de su primo, el feridian montañés, es por naturaleza un carnívoro y no le hace falta mucho entrenamiento. Pero el colmillos de hierro de Norn es más joven, así que el combate debería resultar interesante —el Maestre de Animales de Norn se inclinó hacia adelante, en tanto que Tuf permanecía tranquilo e inmóvil.


El mono fue dando vueltas por la arena gruñendo roncamente. El colmillos de hierro se dirigía ya hacia él, rugiendo, su silueta convertida en un confuso manchón negroazulado que lanzaba chorros de arena a cada lado de su veloz curso. El mono estrangulador le esperó sin moverse, abriendo al máximo sus grandes brazos y Tuf distinguió confusamente cómo el enorme asesino de Norn salía despedido del suelo en un tremendo salto. Un instante después los dos animales se convirtieron en una masa oscura, que rodaba sobre la arena en tanto que el aire se llenaba con una sinfonía de rugidos.

—El cuello —gritaba Norn—. ¡Ábrele el cuello! ¡Ábrele el cuello a mordiscos!

Los dos animales se apartaron el uno del otro con la misma velocidad con que se habían enzarzado. El colmillos de hierro empezó a moverse en lentos círculos y Tuf vio que una de sus patas delanteras estaba rota. Cojeaba, con sólo tres miembros útiles, pero seguía moviéndose alrededor de su enemigo. El mono estrangulador giraba constantemente para impedir que le cogiera por sorpresa. En su potente torso había largas heridas sangrientas fruto de los sables del animal de Norn, pero el mono parecía muy poco afectado por ellas. Herold Norn había empezado a murmurar en voz baja.

Cada vez más impaciente a causa de la inactividad de los dos animales, el público de la Arena de Bronce empezó a entonar un canto rítmico, una especie de pulsación carente de palabras que fue subiendo de tono a medida que un mayor número de voces nuevas se unían al coro. Tuf notó inmediatamente que el sonido afectaba a los animales. Empezaron a gruñir y bufar, emitiendo salvajes rugidos que parecían gritos de batalla. El mono estrangulador se balanceaba alternativamente, primero sobre una pata y luego sobre otra, como en un baile macabro. Mientras, de las fauces del colmillos de hierro, fluía un torrente de baba sanguinolenta.

El cántico asesino subía y bajaba, haciéndose cada vez más poderoso hasta que la cúpula pareció retumbar lentamente. Los animales enloquecieron. El colmillos de hierro se lanzó nuevamente a la carga y los largos brazos del mono se extendieron para recibir el feroz impacto de su salto. El golpe hizo caer al mono de espaldas, pero Tuf vio que los dientes del colmillos de hierro se habían cerrado sobre el vacío y que, en cambio, las manos del simio habían logrado apresar la garganta negroazulada. El colmillos de hierro se debatió locamente y los dos animales rodaron sobre la arena. Entonces se oyó un horrible chasquido y la criatura parecida a un lobo se convirtió en un fláccido amasijo de pieles, cuya cabeza colgaba grotescamente a un lado. Los espectadores interrumpieron su cántico y empezaron a silbar y aplaudir. Unos instantes después la puerta escarlata y oro se abrió nuevamente y el mono estrangulador se fue por donde había venido. Cuatro hombres vestidos con los colores de Norn se encargaron de llevarse el cadáver del colmillos de hierro.

Herold Norn parecía algo abatido.

—Otra derrota. Hablaré con Kers. Su animal no supo encontrar la garganta.

—¿Qué se hará del cuerpo? —le preguntó Tuf.

—Lo despellejarán y luego lo harán pedazos —murmuró Herold Norn—. La Casa de Arneth utilizará su piel para tapizar un asiento en su parte de la arena. La carne será repartida entre los mendigos que ahora están lanzando vítores junto a su puerta. Las Grandes Casas siempre han sido caritativas.

—Ya veo —dijo Haviland Tuf, levantándose de su asiento con lenta dignidad—. Bien, ya he contemplado su Arena de Bronce.

—¿Se marcha? —le preguntó Norn con ansiedad—. ¡No debe irse tan pronto! Aún faltan cinco combates más y en el siguiente un feridian gigante combatirá contra un escorpión acuático de la Isla de Amar.

—Sólo deseaba ver, si todo lo que había oído comentar sobre la afamada Arena de Bronce de Lyronica era cierto. Ya he visto que lo es y, por lo tanto, no hay necesidad de que permanezca más tiempo aquí. No es necesario consumir todo el contenido de una botella para juzgar si la cosecha resulta agradable o no.

Herold Norn se puso en pie. —Bien —dijo—, entonces acompáñeme a la Casa de Norn. Le enseñaré los cubiles y los pozos de entrenamiento. ¡Le daremos un banquete como jamás ha visto antes!

—No es necesario —dijo Haviland Tuf—. Habiendo visto ya su Arena de Bronce confío en mi imaginación y mis poderes deductivos para que me proporcionen una imagen adecuada de sus cubiles y pozos de entrenamiento. Volveré al Arca sin perder ni un instante más.

Norn extendió una mano, temblorosa hacia el brazo de Tuf para detenerle.

—Entonces, ¿nos venderá un monstruo? Ya ha visto la situación en la que estamos…

Tuf esquivó la mano del Maestre de Animales con una habilidad que parecía imposible en un corpachón de su talla.

—Caballero, no pierda el control, se lo ruego —cuando Norn hubo apartado la mano, Tuf inclinó la cabeza para mirarle—. No me cabe duda alguna de que en Lyronica hay un problema y quizás un hombre más práctico que yo podría juzgar que dicho problema no le concierne, pero dado que, en el fondo de mi corazón, soy un altruista, no soy capaz de abandonarle en su situación actual. Meditaré sobre lo que he visto y me encargaré de poner en práctica las necesarias medidas correctoras. Puede llamarme al Arca dentro de tres días y quizá para ese tiempo se me hayan ocurrido una o dos ideas, de las cuales pueda hacerle partícipe.

Y, sin decir ni una palabra más, Haviland Tuf le dio la espalda y abandonó la Arena de Bronce para volver al espaciopuerto de la Ciudad de Todas las Casas, donde le aguardaba su lanzadera, el Basilisco.


Obviamente, Herold Norn no estaba preparado para ver el Arca.

Emergió de su pequeña lanzadera gris y negra, que no tenía demasiado buen aspecto, para encontrarse con la inmensidad de la cubierta de aterrizaje y se quedó paralizado, con la boca abierta, inclinando la cabeza a un lado ya otro para contemplar la oscuridad llena de ecos que tenía encima, las gigantescas naves alienígenas y aquel objeto que parecía un inmenso dragón metálico y que casi se confundía con las sombras lejanas. Cuando Haviland Tuf apareció en su vehículo para recibirle, el Maestre de Animales no hizo esfuerzo alguno por ocultar su sorpresa.

—Tendría que haberlo imaginado —repetía una y otra vez—. El tamaño de esta nave, su tamaño… Pero, naturalmente, tendría que haberlo imaginado.

Haviland Tuf permaneció inmóvil durante unos segundos, sosteniendo a Dax en un brazo y acariciándolo con gestos lentos y mesurados.

—Quizás haya quien encuentre al Arca excesivamente grande y algunos pueden llegar al extremo de considerar sus amplios recintos inquietantes, pero yo me encuentro muy cómodo en ella —dijo con voz impasible—. Las viejas sembradoras del CIE tenían en su tiempo unos doscientos tripulantes y la única teoría que puedo avanzar al respecto es que compartían mi repugnancia a los lugares pequeños.

Herold Norn se instaló junto a Tuf. —¿Cuántos hombres tiene en su tripulación? —le preguntó mientras que Tuf ponía en marcha el vehículo de tres ruedas.

—Uno o cinco, según se quiera contar a los miembros de la especie felina o solamente a los humanoides.

—¿Usted es el único tripulante? —dijo Norn. Dax se irguió repentinamente en el regazo de Tuf, con el largo pelaje negro totalmente erizado.

—La población del Arca está formada por mi humilde persona, Dax y otros tres gatos, llamados Caos, Hostilidad y Sospecha. Por favor, Maestre de Animales Norn, le ruego que no se deje alarmar por sus nombres. Son criaturas amables e inofensivas.

—Un hombre y cuatro gatos —dijo Herold Norn con expresión pensativa—. Una tripulación muy pequeña para una nave tan grande, sí, sí…

Dax lanzó un bufido. Tuf, que conducía el vehículo con una sola mano, utilizó la otra para acariciar al gato, que pareció calmarse un poco.

—Claro que también podría mencionar a los durmientes, dado que parece haber desarrollado, repentinamente, un agudo interés por los habitantes del Arca.

—¿Los durmientes? —dijo Herold Norn—. ¿Qué son? —Se trata de organismos vivos, cuyo tamaño va desde lo microscópico hasta lo monstruoso, cuyo proceso de clonación ya ha terminado, pero a los que se mantiene en estado de coma gracias a la estasis perpetua que reina en las cubas del Arca. Aunque siento un cariño bastante acusado hacia los animales de todo tipo, en el caso de los durmientes, le he permitido sabiamente a mi intelecto que dominara mis emociones y, por lo tanto, no he tomado ninguna medida para poner fin a su largo sopor no turbado por los sueños. Tras haber investigado la naturaleza de dichas especies, decidí, hace largo tiempo, que resultarían mucho menos agradables como compañeros de viaje que mis gatos y debo admitir que en algunos momentos he llegado a considerarles como una molestia. A intervalos regulares debo cumplir la pesada tarea de introducir cierta orden secreta en los ordenadores del Arca para que su largo sueño no se interrumpa. Mi gran temor es que un día olvide dicha labor, sea por la razón que sea, y que mi nave se vea repentinamente inundada de plagas extrañas y carnívoros babeantes, con lo cual se me impondría la necesidad de perder mucho tiempo y tomarme grandes molestias en la subsiguiente labor de limpieza. Quién sabe si incluso podría llegar a sufrir algún daño personal, por no mencionar a mis felinos.

Herold Norn estudió durante unos segundos el rostro inmutable de Tuf y luego el de su enorme y hostil felino.

—Ah —dijo por fin—. Sí, sí, parece peligroso, desde luego, Tuf. Quizá debería… bueno, abortar o poner fin a esos durmientes. Entonces se encontraría más seguro.

Dax le miró y volvió a echar un bufido. —Una idea interesante —replicó Tuf—. Sin duda fueron las vicisitudes de la guerra las culpables de que los hombres y mujeres del CIE se vieran dominados por todo tipo de ideas paranoicas y acabaran sintiendo la obligación de programar tan temibles defensas biológicas. Siendo por naturaleza más confiado y honesto que ellos, algunas veces he pensado en deshacerme de los durmientes pero, a decir verdad, no me siento capaz de abolir mediante una decisión unilateral una práctica que ha sido mantenida durante más de un milenio y ha llegado a ser histórica. Ésa es la razón de que les permita continuar su sueño y que me esfuerce al máximo para recordar constantemente las contraórdenes secretas.

—Claro, claro —dijo Herold Norn torciendo el gesto. Dax se dejó caer nuevamente en el regazo de Tuf y empezó a ronronear.

—¿Ha tenido alguna idea? —le preguntó Norn.

—Mis esfuerzos no han sido enteramente en vano —le respondió Tuf con cierta sequedad, mientras emergían de un gran pasillo para desembocar en el enorme eje central del Arca. Herold Norn quedó nuevamente boquiabierto. Rodeándoles en todas direcciones, hasta perderse en la oscuridad, se encontraba una interminable sucesión de cubas de todos los tamaños y formas imaginables. En algunas, generalmente de tamaño intermedio, se veían confusas siluetas que se agitaban dentro de bolsas traslúcidas.

—Durmientes —murmuró Norn. —Ciertamente —dijo Haviland Tuf, mientras seguía conduciendo con la mirada fija y Dax estaba hecho una bola en su regazo. Norn iba mirando a un lado ya otro con asombro.

Un rato después salieron del gran eje en penumbra, cruzaron un pasillo más angosto y, tras abandonar el vehículo, entraron en una gran habitación blanca. En las cuatro esquinas de la habitación se veían cuatro grandes asientos acolchados, con paneles de control en sus gruesos brazos. En el centro del suelo había una placa circular de metal azulado. Haviland Tuf depositó a Dax en uno de los asientos y se instaló luego en otro. Norn miró alrededor y acabó escogiendo el asiento diagonalmente opuesto a Tuf.

—Hay varias cosas de las cuales debo informarle —dijo Tuf.

—Sí, sí —replicó Norn. —Los monstruos son caros —dijo Tuf—. Mi precio son cien mil unidades.

—¿Cómo? jun precio escandaloso! Ya le dije que Norn era una casa pobre.

—Muy bien. Entonces quizás una Casa más rica, sea capaz de satisfacer el precio requerido. El Cuerpo de Ingeniería Ecológica desapareció hace siglos, caballero. No hay ninguna sembradora en condiciones de operar con la excepción del Arca y su ciencia ha sido olvidada. Las técnicas de la ingeniería gen ética y la clonación, tal y como eran practicadas en aquel entonces, existen sólo en el lejano mundo de Prometeo y puede que en la Vieja Tierra, pero ésta resulta inaccesible y los habitantes de Prometeo protegen sus secretos biológicos con celoso fervor —Tuf miró a Dax. Y, sin embargo, a Herold Norn mi precio le parece excesivo.

—Cincuenta mil unidades —dijo Norn—, y nos resultará difícil pagar esa suma.

Haviland Tuf guardó silencio. —¡Entonces, ochenta mil! No puedo subir más el precio. ¡La Casa de Norn irá a la quiebra! ¡Harán pedazos nuestras estatuas de bronce y sellarán la Puerta de Norn!

Haviland Tuf siguió callado. —¡Maldición! Cien mil unidades, sí, sí…, pero sólo en caso de que el monstruo luche tal como queremos.

—La suma total será pagada en el momento de la entrega. —¡Imposible!

Tuf no despegó los labios. Herold Norn intentó superarle a base de paciencia. Miró lo que le rodeaba con fingida despreocupación. Tuf seguía mirándole. Se pasó los dedos por el pelo. Tuf seguía mirándole. Se removió en el asiento. Tuf seguía mirándole.

—¡Oh, está bien! —dijo Norn, finalmente derrotado. —En cuanto a la bestia —dijo Tuf—, he estudiado muy atentamente sus necesidades y he consultado con mis ordenadores. En la biblioteca celular del Arca hay muestras de miles y miles de depredadores procedentes de una increíble cantidad de planetas, incluyendo muestras de tejido fósil. Dentro de tales muestras pueden encontrarse los modelos gen éticos de seres legendarios, seres que llevan mucho tiempo extinguidos en sus mundos natales, y ello me permite obtener duplicados de tales especies. Por lo tanto, hay una amplia gama de elección y, para simplificar el asunto he tomado en cuenta varios criterios adicionales, aparte de la simple ferocidad de los animales. Por ejemplo, me he limitado a las especies que respiran oxígeno y posteriormente a las que pueden encontrarse cómodas en una clima como el reinante en las praderas de la Casa de Norn.

—Una idea excelente —dijo Herold Norn—. De vez en cuando hemos intentado criar lagartos león y feridians, así como otros animales de las Doce Casas, pero el resultado siempre ha sido pésimo. El clima, la vegetación… —movió la mano en un ademán enfadado.

—Exactamente —dijo Haviland Tuf—. Veo que comprende las abundantes y pesadas dificultades que he debido afrontar en mi búsqueda.

—Sí, sí, pero vayamos al grano. ¿Que ha encontrado? ¿Cuál ha sido el monstruo elegido entre todos esos millares?

—Le ofrezco mi selección final —dijo Tuf—, efectuada entre unas treinta especies. jun segundo!

Apretó un botón que relucía en el brazo de su asiento y de pronto en la placa de metal azulado apareció una bestia agazapada. Tendría unos dos metros de alto y su piel era de un color gris rosado, con un aspecto ligeramente gomoso y un ralo pelaje blanco. La bestia apenas si tenía frente y su hocico era parecido al de un cerdo. Estaba provista de unos cuernos curvados, de aspecto más bien inquietante, y tenía afiladas garras en las patas.

—No pienso abrumarle con nomenclaturas formales, dado que ya me he dado cuenta de cuán poco se sigue tal regla en la Arena de Bronce —dijo Haviland Tuf—. Tenemos aquí al llamado cerdo vagabundo de Heydey, que habita tanto en el bosque como en la llanura. Es básicamente un devorador de carroña, pero se han dado casos en que consume carne fresca y cuando se le ataca es capaz de luchar ferozmente. Según los informes más dignos de confianza, posee una considerable inteligencia pero es imposible domesticarle. Se reproduce con gran facilidad y en número muy abundante. Los colonos procedentes de Gulliver acabaron abandonando sus posiciones en Heydey a causa de este animal. Ello ocurrió hace unos mil doscientos años.

Herold Norn se rascó la cabeza por entre su oscura cabellera y su diadema de bronce.

—No. Es demasiado delgado y pesa muy poco. ¡Mire ese cuello! Piense en lo que un feridian podría hacerle. —Agitó la cabeza violentamente—. Además, es horrible. y me siento algo ofendido ante la presentación de este carroñero, sin importar lo feroz que pueda llegar a ser. ¡La Casa de Norn necesita combatientes orgullosos y siempre ha criado bestias capaces de matar a sus presas por sí solas!

—Ciertamente —dijo Tuf. Apretó nuevamente el botón y el cerdo vagabundo se desvaneció. En su lugar apareció una enorme bola de carne acorazada de un color grisáceo y tan carente de rasgos distintivos como el blindaje de una nave de combate. Era tan grande que apenas si cabía dentro de la placa metálica.

—El árido planeta natal de esta criatura jamás ha sido bautizado y nunca fue utilizado para la colonización, pero un grupo de exploradores de Viejo Poseidón trazaron un mapa de él y lo reclamaron como propiedad, obteniendo muestras celulares. Durante un breve tiempo hubo algunos especímenes en ciertos zoos, pero no subsistieron. El animal fue conocido como ariete rodante y los adultos pesan aproximadamente unas seis toneladas métricas. En las llanuras de su mundo natal los arietes rodantes pueden lograr una velocidad superior a los cincuenta kilómetros por hora, aplastando a sus presas bajo ellos. En cierto sentido, dicha bestia es toda ella una boca y cualquier parte de su piel es capaz de exudar enzimas digestivas, con lo cual sólo debe posarse sobre su presa, quedarse inmóvil y esperar hasta que la carne haya sido absorbida. Puedo dar fe de la irracional hostilidad típica de la especie, pues en una ocasión, por una serie bastante rara de circunstancias en las cuales no hace falta detenerse, un ariete rodante quedó libre en una de mis cubiertas y logró causar una sorprendente cantidad de daños en mis mamparas e instrumentos antes de acabar muriendo de modo fútil a causa de su misma ferocidad. Su carácter implacable era increíble y cada vez que penetré en sus dominios para alimentarle, se lanzó contra mí para aplastarme.

Herold Norn, medio sumergido en los confines del enorme holograma, parecía francamente impresionado.

—Ah, sí. Mejor, mucho mejor. Una criatura imponente. Quizá… —de pronto su tono cambió—. No, es imposible que sirva. Una criatura que pese seis toneladas y sea capaz de rodar tan aprisa podría escapar de la Arena de Bronce y matar a centenares de personas. Además, ¿quién pagaría dinero para ver cómo esta cosa aplasta a un lagarto-león o a un estrangulador? No, resultaría muy poco deportivo. Su ariete rodante es demasiado monstruoso, Tuf.

Tuf, impasible, oprimió nuevamente el botón y la enorme criatura grisácea desapareció, cediéndole el sitio a un felino esbelto y de aire feroz, tan grande como un colmillos de hierro, con los ojos amarillos y potentes músculos recubiertos por un pelaje negro azulado. El pelaje cambiaba de color formando dibujos en los flancos y largas líneas de un color plateado iban de la cabeza del animal hasta sus patas traseras.

—Ahhhhh… —dijo Norn—. Una verdadera belleza, cierto, cierto.

—La pantera cobalto del Mundo de Celia —dijo Tuf—, muchas veces conocida como gato de cobalto. Uno de los grandes felinos más mortíferos que existe. Este animal es un cazador insuperable y sus sentidos son auténticos milagros de ingeniería biológica. Puede ver en la gama infrarroja para cazar de noche y sus orejas… observe su tamaño y la forma en que se abren hacia fuera, Maestre de Animales… sus orejas son extremadamente sensibles. Dado que pertenece a la familia de los felinos, el gato de cobalto, tiene habilidades psiónicas, pero en su caso dichas habilidades se encuentran mucho más desarrolladas de lo normal. El miedo, el hambre y la sed de matar actúan siempre como desencadenantes y en dicho momento el gato de cobalto se convierte en un lector de mentes.

Norn alzó la cabeza, sobresaltado.

—¿Cómo?

—Psiónica, caballero. Supongo que conocerá usted tal concepto. El gato de cobalto es un asesino perfecto, porque sabe lo que hará su antagonista antes de que actúe. ¿Me comprende?

—Sí, sí —dijo Norn con voz nerviosa. Tuf miró a Dax y el gran gato negro, al cual no había afectado en lo más mínimo el desfile de espectros inodoros que había estado encendiéndose y apagándose en la placa metálica, pestañeó un par de veces y se estiró con voluptuosidad—. ¡Perfecto, perfecto! Casi estoy seguro de que podríamos entrenar a esos animales como hacemos ahora con los colmillos de hierro, ¿eh? ¡Y además lectores de mentes! Perfecto. Incluso los colores son los adecuados… azul oscuro, ya sabe, igual que nuestros colmillos de hierro. ¡Esos gatos serán un perfecto emblema para Norn, sí, sí!

Tuf apretó el botón y el gato de cobalto se desvaneció. —Ciertamente. Bien, entonces doy por sentado que no hace falta continuar con la exhibición. Empezaré el proceso de clonación inmediatamente después de su marcha y la entrega se realizará dentro de tres semanas. Espero que no tenga inconvenientes al respecto. En cuanto a la cantidad, por la suma acordada les entregaré tres parejas. Dos de edad no muy avanzada que deberían ser liberadas en sus tierras salvajes para que se reproduzcan y una pareja ya plenamente adulta que puede ser inmediatamente enviada a la Arena de Bronce.

—Qué pronto —empezó a decir Norn—. Me parece estupendo, pero…

—Utilizo un cronobucle, Maestre de Animales. Es cierto que necesita un vasto consumo energético, pero posee el poder de acelerar el paso del tiempo, produciendo en el tanque una distorsión cronológica que me permite llevar aceleradamente el clon a la madurez. Quizá resulte prudente añadir que, aunque le entregaré a Norn seis animales, en realidad sólo existirán tres individuos auténticos. El Arca posee en sus archivos una célula triple de gato de cobalto. Clonaré a cada espécimen dos veces, en macho y en hembra, esperando que la mezcla gen ética resultante sea adecuada para su posterior reproducción en Lyronica.

—Estupendo, estupendo, lo que usted diga —replicó Norn—. Enviaré las naves para recoger a los animales sin perder ni un segundo y luego le pagaremos.

Dax lanzó un suave maullido. —Caballero —dijo Tuf—, se me ha ocurrido una idea mejor. Pueden pagarme la suma total antes de la entrega de los animales.

—¡Pero usted dijo que pagaríamos a la entrega! —Lo admito. Pero soy por naturaleza proclive a seguir mis impulsos y el impulso me dice, ahora, que cobre primero.

—Oh, muy bien —dijo Norn—, aunque encuentro sus demandas tan arbitrarias, como excesivas. Con esos gatos de cobalto no tardaremos en recuperar la suma entregada —empezó a levantarse.

Haviland Tuf alzó un dedo. —Un instante más. No me ha informado usted demasiado sobre la ecología de Lyronica, ni sobre las tierras que pertenecen a la Casa de Norn. Puede que existan presas adecuadas, pero debo advertirle, sin embargo, que los gatos de cobalto son cazadores natos y que por lo tanto necesitan presas adecuadas.

—Sí, sí, naturalmente. —Por fortuna, estoy en condiciones de ayudarle. A cambio de cinco mil unidades más, puedo clonar para usted unos excelentes saltadores celianos. Se trata de unos deliciosos herbívoros, cubiertos de pelo, que son muy apreciados en más de una docena de planetas por la suculencia de su carne y que constituyen uno de los platos favoritos de los amantes de la buena mesa.

Herold Norn frunció el ceño. —Debería usted entregárnoslos gratis, Tuf. Ya nos ha sacado el dinero suficiente.

Tuf se puso en pie y se encogió lentamente de hombros. —Dax, este hombre pretende humillarme —le dijo a su gato—. ¿Qué debo hacer? Yo no busco sino un medio honesto de ganarme la vida y por doquiera que voy se aprovechan de mí —Miró a Norn—. Siento un nuevo impulso. Tengo la sensación de que no cederá en su postura, ni tan siquiera en el caso de que le ofreciera un soberbio descuento. Por lo tanto, me rendiré. Los saltadores son suyos sin ningún tipo de recargo.

—Bien, excelente —Norn se volvió hacia la puerta.— Los recogeremos junto con los gatos de cobalto y los dejaremos sueltos en nuestras tierras.

Haviland Tuf y Dax le siguieron abandonando la estancia y luego, en silencio, los tres volvieron a la nave de Norn.


La Casa de Norn mandó el dinero un día antes de la entrega. A la tarde siguiente una docena de hombres, vestidos de negro y gris, se presentaron en el Arca y se llevaron a seis gatos de cobalto narcotizados procedentes de los tanques de clonación, de Haviland Tuf, después de introducirlos en las jaulas que esperaban en su lanzadera. Tuf les despidió con el rostro impasible y no tuvo más noticias de Herold Norn. Pero mantuvo el Arca en órbita sobre Lyronica.

Menos de tres días de Lyronica, más breves que los días estándar, transcurrieron antes de que Tuf viera que sus clientes habían programado una pelea en la Arena de Bronce, con uno de sus gatos de cobalto.

Cuando llegó la tarde del combate, Tuf, se disfrazó mediante una falsa barba y una larga peluca pelirroja, añadiendo a su camuflaje un holgado traje de color amarillo chillón y un turbante recubierto de pieles. Luego bajó en su lanzadera a la Ciudad de Todas las Casas, esperando pasar desapercibido. Cuando se anunció el combate en los altavoces, estaba sentado en la parte superior de la Arena, con un muro de piedra rugosa a la espalda y un angosto asiento de madera luchando por soportar su peso. Había pagado unas cuantas monedas de hierro para ser admitido, pero había logrado evitar las taquillas donde se vendían las entradas.

—Tercer combate —exclamó el locutor mientras las cuadrillas se encargaban de retirar los pedazos de carne sanguinolenta, en que se había convertido el perdedor del segundo combate—. De la Casa de Varcour, una hembra de lagarto-león, de nueve meses de edad y 1,4 quintales de peso, entre. nada por el Aspirante a Maestre Ammari y Varcour Otheni. Veterana y superviviente, por una vez, en la Arena de Bronce.

Los espectadores más cercanos a Tuf empezaron a lanzar vítores y agitar las manos salvajemente, como era de esperar. Había elegido entrar esta vez por la Puerta de Varcour, recorriendo antes un sendero de cemento verde y pasando por la gigantesca boca de un monstruoso lagarto dorado, por lo cual se hallaba rodeado por los partidarios de esta casa. En las profundidades del pozo se abrió una gran puerta esmaltada en verde y oro. Tuf alzó los binoculares que había alquilado y vio cómo el lagarto-león salía por ella. Eran dos metros de escamoso reptil verde, con una cola delgada como un látigo, que tendría tres veces su longitud, y el largo morro típico de los cocodrilos de la Vieja Tierra. Sus mandíbulas se abrían y cerraban sin hacer el menor ruido, dejando entrever una impresionante hilera de dientes.

—De la Casa de Norn, importada a este planeta para entretenimiento del público, una hembra de gato de cobalto. Edad… —el locutor hizo una pausa ah, tres años de edad y 2,3 quintales de peso, entrenada por el Maestre de Animales Herold Norn. Nueva en la Arena de Bronce —la cúpula metálica que cubría el edificio se estremeció con los vítores procedentes del sector de Norn. Herold Norn había hecho acudir a la Arena de Bronce a todos sus partidarios, vestidos con los colores de la Casa y dispuestos a celebrar la victoria.

La gata de cobalto salió lentamente de la oscuridad moviéndose con una gracia cautelosa y sus grandes ojos dorados barrieron la arena. Era en todo, tal y como Tuf había prometido: una masa de músculos letales y movimientos congelados a la espera del salto, con su pelo negro azulado cruzado por las rayas plateadas. Su gruñido apenas era audible, ya que Tuf se encontraba muy lejos del pozo, pero a través de sus binoculares vio moverse las fauces de la gata.

También el lagarto-león la vio y avanzó hacia ella con sus cortas patas escamosas levantando pequeños chorros de arena en tanto que su cola, de una longitud casi increíble, se arqueaba sobre su cuerpo, como el aguijón de un escorpión ofidio. Cuando la gata de cobalto volvió sus líquidos ojos hacia el enemigo, el lagarto-león dejó caer su cola con inmensa fuerza, pero, antes de que hubiera podido dar en su blanco, la gata de cobalto ya se había movido ágilmente a un lado y las únicas víctimas del impacto fueron la arena y el aire.

La gata empezó a moverse en círculos, gruñendo sordamente. El lagarto-león, implacable, se volvió levantando de nuevo su cola, abrió las fauces y se lanzó hacia adelante. La gata de cobalto evitó, tanto el látigo de la cola, como sus dientes. La cola chasqueó una y otra vez, pero la gata era demasiado rápida. Entre el público empezó a sonar el cántico de la muerte y gradualmente fue acogido por más y más espectadores. Tuf giró sus binoculares y vio que la gente se balanceaba rítmicamente en las gradas de Norn. El lagarto-león hizo entrechocar sus fauces con frenesí, estrellando su cola en una de las puertas de la arena, moviéndose cada vez con mayor nerviosismo. La gata, sintiendo su oportunidad, se colocó tras su enemigo, con un grácil salto, inmovilizando al enorme lagarto con una gran zarpa azul y desgarrando ferozmente sus flancos y su vientre, no protegidos por las escamas. Después de unos segundos y de unos cuantos fútiles chasquidos de cola, que sólo consiguieron distraer momentánea. mente a la gata, el lagarto-león se quedó inmóvil.

Los partidarios de Norn gritaban a pleno pulmón. Haviland Tuf, con sus pálidos rasgos medio ocultos por la barba, se puso en pie y abandonó la Arena y su incómodo asiento.

Pasaron semanas y el Arca permaneció en órbita alrededor de Lyronica. Haviland Tuf observaba cuidadosamente los resultados de la Arena de Bronce y vio que los gatos de Norn vencían un combate tras otro. Herold Norn siguió perdiendo, de vez en cuando, si usaba un colmillos de hierro, pero esas derrotas eran fácilmente contrapesadas, por una cada vez más larga lista de victorias.

Tuf se dedicó a conversar con Dax, jugó con sus demás gatos, se entretuvo con los holodramas que había comprado recientemente, sometió numerosas y detalladas proyecciones eco lógicas al juicio de sus ordenadores, bebió incontables jarras de la negra cerveza de Tamber, se decidió a envejecer cuidadosamente su vino de hongos y esperó.

Unas tres semanas después de que los gatos hubieran hecho su debut en los combates, recibió las llamadas que había previsto.


Su esbelta lanzadera estaba pintada de verde y oro y los tripulantes vestían una imponente armadura de esmalte verde y placas de oro. Cuando Tuf acudió a recibirles, se encontró a tres visitantes aguardándole inmóviles y algo envarados al pie de la nave. El cuarto visitante, un hombre corpulento y de aire algo pomposo, llevaba un casco dorado, con un penacho verde brillante, para ocultar una cabeza tan calva como la de Tuf y, dando un paso hacia adelante, le ofreció la mano.

—Aprecio su intención —dijo Tuf, manteniendo sus dos manos impávidamente cruzadas sobre Dax—, y ya me be dado cuenta de que no blande usted arma alguna ¿Puedo preguntarle cuál es su nombre y su ocupación, caballero?

—Morho y Varcour Otheni —empezó a decir el líder de los visitantes.

—Ya —dijo Tuf alzando una mano—. y ocupa el cargo de Maestre de Animales de la Casa de Varcour y ha venido a comprar un monstruo. Debo confesar que este reciente giro de los acontecimientos no me resulta del todo sorprendente.

Los gruesos labios del Maestre de Animales se abrieron formando una «O» de asombro.

—Sus acompañantes deben quedarse aquí —dijo Tuf. Suba al vehículo y haremos lo necesario.

Haviland Tuf apenas si dejó que Norho y Varcour Othe ni pronunciara una palabra, hasta que se encontraron solos en la misma habitación a la cual había llevado antes a Herold Norn, ocupando asientos diagonalmente opuestos.

—Obviamente —dijo entonces Tuf—, habrá oído mi nombre en boca de Norn.

Norho sonrió con cierto disgusto. —Pues sí. Un hombre de Norn fue persuadido para que revelara el origen de sus gatos de cobalto y para nuestro gran deleite resultó que el Arca aún se hallaba en órbita. ¿Ha encontrado Lyronica divertida?

—La diversión no es el meollo del asunto —dijo Tuf—. Cuando hay problemas mi orgullo profesional me exige prestar todos los servicios que estén en mi mano, por pequeños que sean. Y, por desgracia, Lyronica está repleta de problemas. Por ejemplo, ahí está su dificultad actual. Varcour es ahora, estoy casi seguro de ello, la última y menos considerada de las Doce Grandes Casas. Un hombre más dado a la crítica que yo podría llegar incluso a observar que sus lagartos-leones, no son gran cosa como monstruos y sabiendo, como sé que sus tierras son en su mayor parte pantanosas, su gama de elección para los combatientes de la arena debe resultar un tanto limitada. ¿He adivinado la esencia de sus quejas?


—¡Hum… sí, ciertamente! Se me ha adelantado usted, caballero, pero ha dado en el blanco. NoS iba todo bastante bien hasta su interferencia y desde entonces… bueno, no hemos conseguido ganar a Norn ni una sola vez y antes eran nuestras víctimas habituales. Unas cuantas victorias misérrimas sobre la Colina de Wrai y la Isla de Amar, un golpe de suerte contra Feridian y un par de triunfos en el último segundo sobre Arneth y Sin Doon. ESo ha sido todo lo que hemos conseguido durante el último mes. ¡Bah!, así no podremos sobrevivir. Me harán cuidador de rebaños y me enviarán de vuelta a nuestras tierras, a menos que actúe.

Tuf acarició a Dax y levantó la mano para calmar a Morho.

—No es preciso que sigamos discutiendo tales asuntos. Me he dado cuenta de cuál es su problema y desde mis tratos con Harold Norn he tenido la fortuna de poder consagrar abundantes ratos a la ociosidad. Por lo tanto, y para ejercitar mi cerebro, me he podido dedicar a los problemas de las Grandes Casas, una por una. No es preciso que sigamos malgastando un tiempo precioso. Puedo resolver sus actuales dificultades, aunque habrá ciertos gastos, claro.

Morho sonrió. —He venido preparado. Ya oí hablar de su precio. Es alto, no hay discusión posible al respecto, pero estamos dispuestos a pagar siempre que pueda…

—Caballero —dijo Tuf—, soy hombre caritativo. Norn era una Casa pobre y su Maestre de Animales prácticamente un mendigo. Por compasión le fijé un precio bajo, pero los dominios de Varcour son más ricos, sus historiales más brillantes y sus victorias han sido ampliamente celebradas. El precio que debo fijarles es de doscientas setenta y cinco mil unidades… De esta forma, compensaré las pérdidas que sufrí al tratar tan generosamente a la casa de Norn.

Morho emitió una especie de balbuceo atónito y las escamas de su traje tintinearon al removerse en su asiento.

—Demasiado, demasiado… —protestó—. Se lo imploro. Es cierto que nuestra gloria supera a la de Norn, pero, aún así, no es tan grande como piensa. Para pagar su precio nos veremos obligados a pasar hambre. Los lagartos-leones atacarán nuestras moradas y nuestras ciudades lacustres se hundirían sobre sus soportes, hasta quedar cubiertas por el barro, en el que se ahogarían nuestras criaturas…

Dax se agitó en el regazo de Tuf y emitió un leve maullido.

—Ya entiendo —dijo Tuf—, y me apenaría pensar que puedo llegar a causar tales sufrimientos. Quizás un precio de doscientas mi! unidades resultaría más equitativo.

Morho y Varcour Otheni empezó a protestar e implorar de nuevo, pero esta vez Tuf se limitó a esperar en silencio, cruzado de brazos, hasta que el Maestre de Animales, con el rostro enrojecido y sudoroso, se quedó finalmente sin argumentos y accedió a pagar el precio.

Tuf oprimió un botón situado en el brazo de su asiento. La imagen de un saurio, tan enorme como musculoso, se materializó entre él y Morho. Tenía dos metros de alto, estaba cubierto de escamas grises y verdes y se sostenía sobre cuatro patas cortas y achaparradas, tan gruesas como troncos de árbol. Tenía una cabeza muy grande, protegida por una gruesa placa de hueso amarillento, que se prolongaba hacia adelante, como el espolón de una antigua nave de guerra, y en cuya parte superior había dos cuernos. El cuello de la criatura era corto y grueso y bajo su frente acorazada asomaban dos ojillos de color amarillento. Situado entre los dos ojos, justo en el centro de la cabeza se distinguía un oscuro agujero que atravesaba el hueso del cráneo.

Morho tragó saliva.

—Oh —dijo—. Sí. Muy… esto… muy grande. Pero parece… ¿no tendría originalmente un tercer cuerno en la frente, verdad? Parece como si se lo hubieran… bueno, que se lo hubieran quitado. Tuf, nuestros especímenes deben encontrarse en perfecto estado…

—El tris neryei; del Aterrizaje de Cable —dijo Tuf—. Al menos, ése fue el nombre que le dieron los Fyndii, cuyos colonos precedieron a la humanidad en ese mundo, con una ventaja de varios milenios. No le falta ningún cuerno, caballero, y la traducción literal del término es «cuchillo viviente» —un largo dedo se movió con suave precisión sobre los controles y el tris neryei giró su inmensa cabeza hacia el Maestre de Animales de Varcour, el cual se apresuró a inclinarse hacia adelante, con cierta torpeza, para estudiarla más de cerca.

Al aproximarse hacia el fantasma, en el grueso cuello del animal se movieron unos potentes tendones y una afilada cuchilla de hueso, tan gruesa como el antebrazo de Tuf y de un metro de longitud, brotó del agujero con una velocidad increíble. Morho y Varcour Otheni lanzó un chillido asustado y se volvió lívido al verse atravesado por aquel cuerno, que le empaló en el asiento. Un olor más bien repulsivo invadió la estancia.

Tuf siguió sin decir palabra. Morho, farfullando, bajó la vista hacia el punto de su estómago que había sido atravesado por la cuchilla de hueso y por su expresión parecía a punto de vomitar. Le costó un largo y más bien horrible minuto darse cuenta de que no había sangre, de que no sentía dolor alguno y que el monstruo era solamente un holograma. Su boca se abrió formando una «O» silenciosa, pero fue incapaz de emitir sonido alguno, hasta que no hubo tragado saliva un par de veces.

—Muy… eh… muy dramático —le dijo a Tuf. El final de la cuchilla de un pálido color hueso estaba estrechamente sostenido por anillos y fibras de un músculo negro azulado que latía lentamente. Poco a poco, la cuchilla fue siendo absorbida en el interior del cráneo.

—La bayoneta, si puedo atreverme a llamarla así, se encuentra escondida en una vaina recubierta de mucosidad que va a lo largo del cuello de la criatura, y los anillos de musculatura que la rodean, son capaces de proyectarla a una velocidad aproximada de setenta kilómetros por hora, con una fuerza en relación a la velocidad que he citado. El hábitat nativo de esta especie es bastante parecido al de las zonas de Lyronica que se hallan bajo— el control de la Casa de Varcour.

Morho se removió en el asiento haciéndolo crujir bajo su peso. Dax ronroneó estruendosamente.

—¡Magnífico! —dijo el Maestre de Animales—. Aunque el nombre me parece un poco… bien, un poco extraño. Le llamaremos… a ver, déjeme pensar… ¡ah, sí, le llamaremos lancero! ¡Sí!

—Llámele como quiera —dijo Tuf—, ya que dicho asunto no me concierne en lo más mínimo. Estos saurios poseen muchas ventajas obvias para la Casa de Varcour y pienso que debería optar por ellos. Además, y sin ningún recargo adicional, les entregaré unas cuantas babosas arbóreas de Cathadayn. Descubrirán que…


Tuf siguió con toda diligencia las nuevas que llegaban de la Arena de Bronce, aunque no se arriesgó nuevamente a pisar el suelo de Lyronica. Los gatos de cobalto seguían barriendo a todos sus enemigos y, en el último combate transmitido, una de las bestias de Norn había logrado destruir a un mono estrangulador de primera clase de Arneth ya una rana carnosa de la Isla de Amar durante un combate triple.

Pero la fortuna de Varcour empezaba también a seguir un rumbo ascendente. Los recién introducidos lanceros habían resultado ser una auténtica sensación en la Arena de Bronce. Sus retumbantes gritos, su pesado andar y el rápido e implacable golpe con que sus gigantescas bayonetas óseas impartían la muerte a sus enemigos estaban causando furor.

En los tres combates celebrados, un enorme feridian, un escorpión acuático y un gato-araña de Gnethin, se habían revelado como incapaces de competir con el saurio de Varcour. Morho y Varcour Otheni tenía un aspecto radiante. A la semana siguiente, un gato de cobalto se enfrentaría a un lancero en un combate, por la supremacía de la Arena y ya se afirmaba que no habría ni un asiento libre.

Herold Norn llamó una vez al Arca, poco tiempo después de que los lanceros hubieran conseguido su primera victoria.

—¡Tuf! —dijo secamente. Le ha vendido un monstruo a Varcour. No aprobamos dicha venta.

—No me había dado cuenta de que su aprobación fuera necesaria —replicó Tuf—. Trabajo según la idea de que soy un agente libre, al igual que lo son los señores y los Maestres de todas las Grandes Casas de Lyronica.

—Sí, sí —gritó Herold Norn—, pero no pensamos dejar que nos estafe, ¿me ha oído?

Haviland Tuf permaneció tranquilamente inmóvil, contemplando el ceño fruncido de Norn mientras acariciaba a Dax.

—Me tomo grandes trabajos para ser siempre justo, en los negocios que concluyo —le dijo—. De haber insistido en la concesión exclusiva de los monstruos para Lyronica quizás hubiéramos llegado a discutir tal posibilidad, pero por lo que yo recuerdo esto no se llegó ni tan siquiera a sugerir. Naturalmente, me habría resultado muy difícil concederle tales privilegios exclusivos a la Casa de Norn sin un precio adecuado, ya que tal acto me habría indudablemente privado luego de una fuente de ingresos muy necesaria. De todos modos, me temo que esta discusión carece de utilidad, pues, mi transacción con la Casa de Varcour ya ha sido completada y sería para mí un acto totalmente desprovisto de ética y prácticamente imposible, si me negara ahora a satisfacer sus peticiones.

—Esto no me gusta, Tuf —dijo Norn. —No llego a ver que haya causa legítima para quejarse. Sus monstruos se están portando tal y como esperaba y no me parece demasiado generoso por su parte irritarse sencillamente porque otra Casa comparte ahora la buena fortuna de Norn.

—Sí. No. Es decir… bueno, dejémoslo. Supongo que no podré detenerle. Si otras Casas llegan a conseguir animales capaces de vencer a nuestros gatos, sin embargo, espero que nos proveerá con algo capaz de vencer a los que les haya vendido, sea lo que sea. ¿Me ha entendido?

—La idea es fácil de comprender —Tuf miró a Dax—. Le he dado a la Casa de Norn una serie de victorias sin precedentes y pese a ello Herold Norn arroja ahora dudas sobre mi honestidad y mis capacidades intelectivas. Me temo que no se nos aprecia en lo que valemos.

Herold Norn torció el gesto. —Sí, sí… Bien, cuando necesitemos más monstruos supongo que nuestras victorias nos habrán permitido afrontar los espantosos precios que sin duda alguna tendrá entonces la pretensión de imponernos.

—Confío en que por lo demás todo vaya bien —dijo Tuf. —Bueno, sí y no. En la Arena, sí, sí, decididamente sí.

Pero en cuanto a lo demás… bueno, ésa es la razón de mi llamada. Los cuatro gatos jóvenes no parecen demasiado interesados en reproducirse y no sabemos por qué y nuestros cuidadores se quejan de que están adelgazando mucho: Quizás estén enfermos. No puedo decirlo con toda seguridad, ya que me encuentro en la Ciudad y los animales están ahora en las llanuras de Norn, pero, al parecer, hay motivos para preocuparse. Los gatos se encuentran en libertad, naturalmente, pero tenemos sensores que nos dicen…

Tuf cruzó las manos formando un puente con ellas. —Es indudable que su temporada de celo aún no ha empezado y mi consejo al respecto es que tenga paciencia. Todas las criaturas vivientes se dedican tarde o temprano a reproducirse, algunas incluso en exceso, y puedo asegurarle que, cuando las hembras empiecen su fase de estro, todo irá con la debida rapidez.

—Ah, sí, parece sensato. Entonces, supongo que todo es cuestión de tiempo. La otra pregunta que tenía preparada se refiere a esos saltadores que nos entregó. Les soltamos en la llanura y no han tenido ninguna dificultad a la hora de reproducirse. De hecho, los viejos pastizal es de la Casa han sido destruidos, lo cual resulta muy molesto; Andan por todas partes dando saltos de un lado a otro. ¿Qué podemos hacer?

—Ese problema se resolverá igualmente cuando los gatos empiecen a reproducirse —dijo Tuf—. Las panteras cobalto son voraces y eficientes depredadoras y se encuentran perfectamente equipadas para poner coto a su plaga de saltadores.

Herold Norn pareció no quedar demasiado contento con la respuesta.

—Sí, sí —dijo—, pero… Tuf se puso en pie.

—Me temo que debo poner punto final a nuestra charla —dijo—. Una lanzadera acaba de ponerse en órbita de entrada alrededor del Arca. Quizás usted sea capaz de reconocerla. Es de un color azul acero y tiene grandes alas triangulares de color gris.

—¡La Casa de la Colina de Wrai! —exclamó Norn. —Fascinante —dijo Tuf—. Buenos días.


El Maestre de Animales Denis Lon Wrai pagó doscientas treinta mil unidades por su monstruo, un potente ursoide pelirrojo procedente de las colinas de Vagabundo. Haviland Tuf selló la transacción con una carga adicional de huevos de oruga saltarina.

A la semana siguiente cuatro hombres vestidos de seda anaranjada y cubiertos con largas capas de color rojo fuego visitaron el Arca. Volvieron a la Casa de Feridian doscientas cincuenta mil unidades más pobres y con un contrato que les garantizaba la entrega de seis gigantescos alces venenosos provistos de coraza, más el regalo de un buen rebaño de cerdos Hranganos.

El Maestre de Animales de Sin Doon recibió una serpiente gigante y el emisario de la Isla de Amar quedó muy contento con su godzilla. Un comité enviado por Dant, ataviado con capas blancas como la leche y cinturones de plata, se prendó inmediatamente de la babean te gárgola-ogro, que Haviland Tuf les ofreció con el regalo adicional de una bagatela Y, de ese modo, una a una, las Doce Grandes Casas de Lyronica fueron a comprar su monstruo, lo recibieron y pagaron un precio cada vez más elevado por él.

Para aquel entonces los dos gatos de Norn habían muerto. El primero fue empalado por la bayoneta de un lancero de Varcour y el segundo fue aplastado entre las inmensas garras del ursoide de la Colina de Wrai (aunque también el ursoide murió en dicho combate). Indudablemente, los grandes gatos habían percibido cuál sería su destino final, pero, en los letales recintos de la Arena de Bronce, no habían logrado escapar a él. Herold Norn llamaba diariamente al Arca, pero Tuf le había dado instrucciones a su ordenador para que rechazara las llamadas.

Finalmente, cuando once Casas hubieron acudido para adquirir sus compras y llevarse los regalos incluidos en el precio inicial, Haviland Tuf se encontró sentado ante Danel Leigh Arneth, Maestre de Animales de Arneth-en-el-Bosque-Dorado, en tiempos la más altiva y orgullosa de las Doce Grandes Casas de Lyronica y ahora la última y más humillada de todas. Arneth era un hombre tan alto que podía contemplar a Tuf desde su mismo nivel, pero no tenía ni pizca de la grasa de Tuf. Su piel era de color ébano, su cuerpo era todo músculos y su rostro parecía tallado a golpes de hacha. Llevaba el pelo, de un color gris hierro, casi cortado al cero. El Maestre de Animales acudió a la conferencia vestido de color oro, con un cinturón escarlata, botas rojas y una pequeña boina igualmente roja en la cabeza. A modo de bastón llevaba un enervador, utilizado por los entrenadores de animales.

Cuando Danel Leight Arneth emergió de su nave, Dax se encrespó y cuando se instaló en el vehículo alado de Tuf le echó un par de bufidos. Siguiendo tales indicaciones, Haviland Tuf empezó de inmediato su interminable discurso sobre los durmientes. Arneth le contempló en silencio, le escuchó atentamente y Dax acabó por calmarse de nuevo.

—La fuerza de Arneth ha reposado siempre en su variedad —empezó a decir Danel Leigh Arneth una vez concluido el discurso de Tuf—. Cuando las demás Casas de Lyronica confiaban toda su fortuna en una sola bestia, nuestros padres y abuelos trabajaban con docenas de ellas. A cada animal de sus Casas nosotros podíamos oponerles una estrategia basada en la elección óptima. Ésa ha sido nuestra grandeza y nuestro orgullo. Pero contra esas bestias demoníacas que ha traído usted, mercader, no tenemos ninguna estrategia posible. No importa cuál de nuestros cien combatientes sea enviado a la arena. Cualquiera volverá muerto de ella. Nos ha obligado a tratar con usted.

—Debo oponerme a tal afirmación —dijo Tuf—. ¿Cómo podía de mero vendedor de animales obligar al mayor Maestre de Animales de toda Lyronica a que hiciera algo en contra de sus deseos? Si es cierto que no quiere contratar mis servicios, por favor, le ruego que me crea si le digo que no me ofenderé por ello. Podemos comer juntos, conversar durante un rato y luego olvidar todo este asunto.

—No juegue con las palabras, mercader —le replicó secamente Arneth—. Estoy aquí solamente para hacer un negocio y no siento ningún deseo de soportar su odiosa compañía.

Haviland Tuf pestañeó.

—Me encuentro realmente atónito —dijo con voz inexpresiva—. Sin embargo, lejos de mi, el rechazar a un cliente, sea cual sea la opinión que tenga de mí. Considérese totalmente libre de examinar mi repertorio y rebuscar, entre esas escasas y miserables especies, algo que pueda despertar su interés, sea por lo que sea. Quizá la fortuna tenga a bien devolverle su libertad de opción estratégica —empezó a manipular los controles de su asiento, dirigiendo una sinfonía de carne ficticia y de luces brillantes. Un desfile de monstruos apareció ante los ojos del Maestre de Animales de Arneth, para desvanecerse luego. La colección incluía criaturas cubiertas de pelo o de plumas, escamosas o protegidas por placas óseas, bestias de la colina, del bosque, el lago y la llanura, depredadores, carroñeros y herbívoros letales. Había animales de todos los tamaños posibles.

Danel Leigh Arneth, con los labios firmemente apretados, acabó pidiendo cuatro ejemplares de las doce especies más grandes y mortíferas que había visto, al precio de un millón de unidades base.

El final de la transacción (completada, al igual que había ocurrido con las otras Casas, con el regalo de algún pequeño animal inofensivo) no pareció suavizar demasiado el mal humor de Arneth.

—Tuf —dijo una vez cerrado el trato—, es usted un hombre listo y tortuoso, pero no me ha engañado.

Haviland Tuf guardó silencio.

—Ha logrado hacerse inmensamente rico y ha engañado a todos los que comerciaron con usted pensando sacar provecho de ello. La Casa de Norn, por ejemplo, sus gatos son inútiles. Eran una casa pobre y su precio les llevó al borde de la quiebra, igual que ha hecho luego con todos nosotros. Pensaron recuperarse mediante las victorias. ¡Bah! ¡Ahora no habrá victorias para Norn! Cada una de las Casas que han acudido a usted adquirió ventaja sobre las que le habían comprado antes sus monstruos y de este modo Arneth, la última en comprar, sigue siendo la mayor de todas las Casas. Nuestros monstruos sembrarán la destrucción y las arenas se oscurecerán con la sangre de todas las bestias inferiores.

Tuf cruzó las manos sobre su prominente estómago. Su rostro permanecía plácido e inmutable.

—¡No ha cambiado nada! Las Grandes Casas permanecen como antes. Ameth es la más grande y Norn la última de todas. Ha conseguido usted chuparnos la sangre, como buen mercader, hasta que cada señor de Lyronica se ha visto obligado a luchar duramente para conseguir el dinero necesario. Ahora, nuestros rivales esperan la victoria, rezan por ella y sólo pueden salvarse consiguiéndola, pero todas las victorias serán para Ameth. Somos los únicos a los cuales no ha logrado engañar porque yo pensé en comprar el último y, de ese modo, compro lo mejor.

—Una agudeza y una previsión realmente admirables —dijo Haviland Tuf—. Resulta claro que ante un hombre tan sabio y astuto como usted, me encuentro en lamentable inferioridad de condiciones. De muy poco me serviría cualquier intento de refutar o negar sus palabras, por no mencionar ni tan siquiera la posibilidad de superarle en ingenio. Un hombre tan inteligente seria capaz de penetrar inmediatamente en mis pobres planes y destruirlos. Quizá seria mejor que guardara silencio.

—Puede hacer algo mejor que eso, Tuf —dijo Arneth—. Quédese callado y yo tampoco hablaré. Ésta es su última venta en Lyronica.

—Quizá —dijo Tuf—, pero quizá no sea así. Pueden llegar a surgir ciertas circunstancias que impulsen a los Maestres de Animales de las demás Grandes Casas a dirigirse nuevamente en busca de mis servicios y mucho me temo entonces que no podría negárselos.

—Puede y lo hará —dijo con voz gélida Danel Leigh Arneth—. Arneth ha hecho la última compra y no consentiremos que alguien adquiera cartas mejores que las nuestras. Encárguese de la clonación de nuestros animales y váyase inmediatamente después de hacer la entrega. De ese modo no hará ningún otro negocio con las Grandes Casas. Dudo de que ese estúpido llamado Herold Norn pudiera pagar por segunda vez su precio, pero, incluso si encontrara el dinero preciso, no le venderá nada. ¿Me ha entendido? No pensamos andar dando vueltas eternamente, enredados en este fútil juego que se ha inventado, empobreciéndonos más y más para comprar monstruos, perdiéndolos y comprando más, sin llegar a conseguir nunca nada permanente. Estoy seguro de que sería capaz de vendernos monstruos hasta que en Lyronica no quedara ni una sola moneda, pero la Casa de Arneth se lo prohíbe. Si ignora mi aviso quizá pierda la vida, mercader. No soy hombre amante de perdonar.

—Creo que ha expresado con suma claridad su idea —dijo Tuf, rascando a Dax detrás de la oreja—, aunque no siento demasiado agrado, ante la forma en que ha sido expresada. Con todo mientras que el acuerdo sugerido por usted de modo tan imperioso resultaría indudablemente benéfico para la Casa de Arneth, todas las demás Grandes Casas de Lyronica perderían mucho y yo me vería obligado a sacrificar toda esperanza de futuras ganancias. Quizá no haya entendido del todo bien lo que se me proponía. Me distraigo con suma facilidad y es posible que no haya estado escuchando con la debida atención, cuando me explicó los incentivos que se me ofrecerían para acceder a su petición de que no haga negocios con las demás Grandes Casas de Lyronica.

—Estoy dispuesto a ofrecerle otro millón —dijo Arneth con los ojos echando fuego—. Me gustaría metérselo por la boca, si debo decir la verdad, pero a largo plazo resultará más barato pagarle esa suma, que seguir jugando a su condenado tiovivo.

—Ya veo —dijo Tuf—. Por lo tanto, la elección es mía. Puedo aceptar un millón de unidades y partir o permanecer aquí para enfrentarme a su ira ya sus tremendas amenazas. Debo admitir que me he enfrentado a decisiones mucho más difíciles. En cualquier caso, no soy el tipo de hombre inclinado a permanecer en un mundo donde ya no se desea mi presencia, y debo confesar que en los últimos tiempos he sentido cierto impulso de reanudar mis vagabundeos. Muy bien, me inclino ante su petición.

Danel Leigh Arneth sonrió con ferocidad y Dax empezó a ronronear.


La última lanzadera de la flota de doce naves cubiertas de oro había partido ya, transportando las adquisiciones de Danel Leigh Arneth con destino a Lyronica ya la Arena de Bronce, cuando Haviland Tuf condescendió finalmente a recibir una llamada de Herold Norn.

El siempre delgado Maestre de Animales parecía ahora un esqueleto.

—¡Tuf! —exclamó—. Todo va mal… —¿De veras? —dijo Tuf con voz impasible. Norn torció los rasgos en una mueca más bien atroz. —No, escúcheme. Los gatos han muerto en combate o están enfermos. Cuatro murieron en la Arena de Bronce. Sabíamos que la segunda pareja era demasiado joven, entiéndame, pero cuando la primera fue derrotada no teníamos otra opción. Era eso o volver a los colmillos de hierro. Ahora sólo nos quedan dos. Apenas comen. Han capturado unos cuantos salteadores, pero muy pocos. y tampoco podemos entrenarles. Cuando el entrenador penetra en el cubil con su enervador, los malditos animales ya saben lo que pretende. Siempre se adelantan a sus gestos, ¿entiende? y en la arena se niegan a responder al cántico asesino. Es terrible. Lo peor de todo es que ni tan siquiera se reproducen. Necesitamos más. ¿Qué vamos a presentar en los pozos de combate?

—La temporada de celo de los gatos no ha llegado todavía —dijo Tuf—. Quizá recuerde que ya hablamos de ello con anterioridad.

—Sí, sí… ¿Pero, cuándo es su temporada de celo? —Una pregunta fascinante —dijo Tuf—, y es una pena que no la formulara antes. Según tengo entendido, la hembra entra en celo cada primavera, cuando los copos de nieve florecen en el Mundo de Celia. Tengo entendido que se trata de algún complicado tipo de respuesta biológica.


Herold Norn se rascó la frente por debajo de la diadema.

—Pero… —dijo Lyronica no tiene esas cosas de nieve, que ha mencionado usted. Ahora supongo que pretenderá cobrarnos una fortuna por las flores.

—Caballero, me está insultando. Ni tan siquiera en sueños pensaría en aprovecharme de su infortunio. Si estuviera en mis manos, me encantaría entregarles, sin costo alguno, los copos de nieve celianos necesarios, pero lo cierto es que he concluido ahora mismo un trato con Danel Leigh Arneth, para no hacer más negocios con las Grandes Casas de Lyronica —se encogió lentamente de hombros.

—Ganamos muchas victorias con sus gatos —dijo Norn y en su voz había una cierta desesperación—. Nuestro tesoro ha estado creciendo y ahora tenemos algo así como cuarenta mil unidades. Son suyas. Véndanos las flores. O mejor aún, un nuevo animal. Mayor, más fiero. Vi las gárgolas-ogro de Dant, véndanos algo parecido. ¡No tenemos nada que presentar en la Arena de Bronce!

—¿Nada? ¿y sus colmillos de hierro? Me había dicho que eran el orgullo de Norn. Herold Norn agitó la mano con impaciencia.

—Problemas, ¿me entiende?, hemos tenido muchos problemas. Esos saltadores suyos se lo están comiendo todo, son imposibles de controlar. Hay millares y millares de ellos, puede que sean millones, están por todas partes, se están comiendo la hierba, las cosechas, todo. ¡Lo que le han hecho a nuestra tierra cultivable! A los gatos de cobalto les encanta su carne, sí, pero no tenemos suficientes gatos. y los colmillos de hierro salvajes ni siquiera quieren tocarlos, supongo que no les gusta su sabor, pero realmente no estoy seguro de ello. Pero, entiéndame, todas las demás especies han desaparecido, las han expulsado esos saltadores suyos, y los colmillos de hierro se fueron con ellas. No sé adónde han ido, pero se han esfumado, puede que se hayan ido a tierras sin amo, fuera de los dominios de Norn. Aún quedan unas cuantas aldeas de granjeros que odian a las Grandes Casas. En Tamber ni tan siquiera había peleas de perros y es probable que intenten domesticar a los colmillos de hierro, por increíble que le parezca. Son el tipo de gente capaz de tener precisamente esa idea.

—Inconcebible —dijo Tuf con voz átona—. Sin embargo, aún les quedan sus cubiles, ¿no?

—Ya no —dijo Norn con la voz de un hombre acosado—. Ordené que los cerraran. Los colmillos de hierro estaban perdiendo todos los combates, especialmente después de que usted empezara a tratar con las demás Casas y me pareció una pérdida inútil de tiempo y dinero mantener esos terrenos abiertos. Además, el gasto… necesitábamos cada moneda posible, nos había dejado sin recursos. Teníamos que pagar las tarifas de la Arena y además, naturalmente, teníamos que apostar, y en los últimos tiempos nos vimos obligados a comprarle provisiones a Tamber para alimentar a nuestros entrenadores y el resto del personal. Créame, le resultaría imposible imaginar lo que los saltadores han hecho con nuestra cosecha.

—Caballero —dijo Tuf—, tenga la bondad de confiar un poco en mi imaginación. Soy ecólogo de profesión y sé muchas cosas sobre los saltadores y sus costumbres. ¿Debo entender, según me dice, que ahora ya no les quedan tampoco colmillos de hierro?

—Sí, sí… Dejamos sueltas a esas criaturas inútiles y ahora se han esfumado con el resto de las especies. ¿Qué vamos a hacer? Los saltadores se están apoderando de las llanuras, los gatos no quieren aparearse y vamos a quedarnos sin dinero muy pronto, si debemos continuar importando alimentos y pagar las tarifas de la Arena sin la menor esperanza de conseguir victorias.

Tuf se cruzó de manos. —Ciertamente, veo que se enfrentan a una serie de problemas muy delicados. y soy el hombre adecuado para ayudarles a encontrar la solución. Por desgracia, le he dado mi palabra a Danel Leigh Arneth y he aceptado su dinero empeñando con ello mi buen nombre.

—Entonces, ¿no hay esperanza? Tuf, le estoy suplicando… Yo, todo un Maestre de Animales de la Casa de Norn. Muy pronto nos veremos obligados a abandonar los juegos por completo. No tendremos fondos para pagar las tarifas de la Arena y menos aún para apostar y tampoco dispondremos de animales para presentar a los pozos. La desgracia ha caído sobre nosotros. En toda la historia de nuestro mundo jamás hubo una Gran Casa que no pudiera presentar sus combatientes a los juegos, ni tan siquiera Feridian durante su Sequía de los Doce Años. La vergüenza nos hundirá. La Casa de Norn manchará su orgulloso linaje enviando a la arena animales de granja que serán ignominiosamente hechos jirones, por los inmensos animales que le ha vendido a las demás Casas.

—Caballero —dijo Tuf—, si me permite avanzar un tímido pronóstico de cara al futuro, pienso que quizá Norn no se encuentre sola en tan apurada situación. Tengo el pálpito… sí, pálpito es la palabra más adecuada, y ahora que pienso en ella me doy cuenta de lo extraña que resulta. Sí, tengo el pálpito, tal y como iba diciendo, de que esos monstruos, que tanto temor le inspiran, pueden ir escaseando a medida que pasen las semanas y que éstas se conviertan en meses. Por ejemplo, los especímenes más jóvenes de los ursoides procedentes de Vagabundo pueden entrar muy pronto en su fase de hibernación. Debe entender que aún no tienen ni un año de edad. Espero que los señores de la Colina de Wrai no queden muy desconcertados por ello, aunque me temo que tal vaya a ser su reacción. Vagabundo, como estoy seguro ya sabrá, traza una órbita extremadamente irregular alrededor de su estrella primaria, con lo cual sus Largos Inviernos duran aproximadamente veinte años estándar. Los ursoides se encuentran adaptados a tal ciclo y muy pronto sus procesos corporales se harán tan lentos, que un observador carente de experiencia podría llegar a darles por muertos. Me temo que resultará muy difícil despertarles, aunque teniendo en consideración el agudo intelecto que distingue a los entrenadores de la Colina de Wrai, puede que encuentren un medio adecuado para ello. Pero me siento fuertemente inclinado a sospechar que, la mayor parte de sus energías y fondos deberán consagrarse a la alimentación de su gente, dado el voraz apetito que caracteriza a las orugas saltarinas.

»Y, de forma bastante similar, los hombres de Varcour se verán obligados a entendérselas con un aumento excepcional de sus labores arbóreas procedentes de Cathadayn. Las babosas arbóreas son criaturas especialmente fascinantes. Hay un momento de su ciclo vital durante el que se convierten en auténticas esponjas y su tamaño llega a doblarse. Un grupo de’ ellas, lo bastante numeroso, es capaz de secar un pantano de tamaño medio —Tuf hizo una pausa y sus rechonchos dedos tamborilearon rítmicamente sobre su estómago. Mucho me temo que estoy divagando y es posible que le aburra. ¿Ha comprendido la idea que intento transmitirle? ¿Ha sentido su impacto?

Herold Norn tenía un aspecto más bien cadavérico. —Está loco. Nos ha destruido. Nuestra economía, nuestra ecología… dentro de cinco años habremos muerto de hambre.

—Es improbable —dijo Tuf—. Mi experiencia en tales asuntos me sugiere que Lyronica sufrirá ciertamente durante un tiempo de una grave inestabilidad ecológica y que de ello se derivarán ciertas privaciones, pero la duración del problema será muy limitada y no me cabe duda alguna de que, con el paso del tiempo, un nuevo ecosistema acabará emergiendo. ¡Ay!, mucho me temo que la ecología sucesora de la actual, no proveerá los ámbitos adecuados para albergar a grandes depredadores, pero, en cuanto a la calidad de la vida en Lyronica, me siento más bien optimista y tiendo a pensar que no sufrirá graves daños.

—¿No habrá depredadores? Pero, entonces, los juegos, la arena… ¡nadie pagará por ver a un saltador luchando con una babosa arbórea! ¿Cómo podremos seguir celebrando los juegos? ¡Nadie podrá enviar combatientes a la Arena de Bronce!

Haviland Tuf pestañeó. —Ciertamente —dijo—. Una idea muy intrigante. Tendré que pensar en ella a fondo durante mucho tiempo. Desconectó la pantalla y empezó a hablar con Dax.

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