3 — GUARDIANES

A Haviland Tuf la Exposición Bioagrícola de los Seis Mundos le había decepcionado enormemente.

Había pasado un día tan largo como agotador en Brazelourn, recorriendo de un lado a otro las cavernosas salas de exhibición, deteniéndose en algunos lugares para inspeccionar brevemente un nuevo híbrido de cereal o un insecto mejorado genéticamente. Aunque en la biblioteca celular del Arca había material de clonación para literalmente millones de especies vegetales y animales procedentes de incontables planetas, Haviland Tuf siempre estaba dispuesto a aprovechar cualquier ocasión de mejorar y aumentar dicho surtido.

Pero muy poco de lo expuesto en Brazelourn le había parecido prometedor y, a medida que transcurrían las horas, Tuf sintió que le iba invadiendo el aburrimiento y la incomodidad, perdido entre aquellas multitudes que vagaban con aire indiferente por el lugar. Había gente por todas partes: granjeros de los túneles de Vagabundo, con sus pieles de un color marrón oscuro; terratenientes de Areeni, cubiertos de plumas y perfumes; los sombríos habitantes del lado nocturno de Nueva ¡ano, codeándose con los abigarrados nativos de su eterno ecuador y, naturalmente, montones de nativos. Todos hablaban demasiado alto y miraban con molesta curiosidad a Tuf. Algunos habían llegado al extremo de tocarle, haciendo aparecer un fruncimiento de ceño en su pálido rostro.

Por último, decidido a apartarse de la muchedumbre, Tuf pensó que tenía hambre. Se abrió paso a través de los visitantes Con una digna expresión de incomodidad y acabó emergiendo en la gran sala de exposición de Ptolan, una cúpula de cinco pisos de altura. En el exterior de la sala había cientos de vendedores que habían instalado sus puestos entre los enormes edificios y, de entre los más próximos, el que parecía menos ocupado era el que vendía pasteles de cebolla. Por ello, Tuf decidió que en esoS momentos un pastel de cebolla convendría admirablemente a sus deseos.

—Caballero —le dijo al vendedor—, desearía un pastel. El vendedor de pasteles era más bien entrado en carnes, tenía las mejillas rosadas y lucía un grasiento delantal. Abrió su caja térmica, metió la mano en su interior, protegiéndola antes Con un guante, y extrajo de ella un pastel humeante. Lo puso en el mostrador ante Tuf y le miró por primera vez.

—Oh, es usted uno de los grandes —dijo. —Ciertamente, señor —le contestó Haviland Tuf. Cogió el pastel y le dio un mordisco Con expresión inmutable.

—No es del planeta —observó el vendedor de pasteles—. y tampoCo creo que venga de ningún Sitio cercano.

Tuf terminó su pastel con tres preciosos mordiscos más y se limpió loS dedos cubiertos de grasa Con una servilleta.

—Ha logrado usted dar Con lo obvio, señor —dijo, extendiendo un dedo largo y calloso—. Otro —pidió.

El vendedor sacó otro pastel sin dirigirle la palabra y con cierta cara de enfado, dejando que Tuf lo comiera en relativa tranquilidad. Mientras iba saboreando la crujiente corteza y el aromático interior del pastel, Tuf se dedicó a observar las multitudes que iban y venían por entre las hileras de puestos, así Como las cinco grandes salas que se levantaban una sobre otra. Cuando hubo terminado de Comer se volvió hacia el vendedor de pasteles Con su rostro tan vacío de expresión Como de costumbre.

—Caballero, por favor, desearía hacerle una pregunta. —¿Cuál? —dijo el vendedor sin demasiada amabilidad. —He visto cinco salas de exposición que he ido visitando por turno. —Las señaló Con el dedo. Brazelourn, Valle Areen, Nueva ¡ano, Vagabundo y ahora, aquí, Ptolan. —Tuf cruzó las manos sobre su enorme estómago. Cinco, señor mío. Cinco salas, cinco mundos. Sin duda, dado que Soy forastero, no me encuentro lo suficientemente familiarizado con algún punto muy sutil de las costumbres locales y ello es el motivo de mi presente perplejidad. En los lugares que he visitado antes, durante mis viajes, un acontecimiento que se hiciera llamar a sí mismo Exhibición Bioagrícola de los Seis Mundos debería incluir muestras procedentes de seis mundos. No sucede tal cosa aquí. ¿Podría usted aclararme las razones de ello?

—De Namor no vino nadie. —Ya veo —dijo Haviland Tuf. —Por los recientes problemas que hubo, naturalmente —añadió el vendedor.

—Ahora todo me resulta claro —dijo Tuf—. O, si no todo, al menos una parte. Quizá tuviera usted la amabilidad de servirme otro pastel y explicarme cuál era la naturaleza de dichos problemas. Soy curioso, señor. Es mi gran vicio, siempre lo he tenido.

El vendedor de pasteles se puso nuevamente el guante y abrió la caja térmica.

Ya sabe lo que suelen decir: la curiosidad te da apetito. —Ciertamente —dijo Tuf—, aunque debo confesar que jamás había oído este refrán con anterioridad. El vendedor frunció el ceño.

—No, lo he dicho mal. El apetito te vuelve curioso, eso es… No importa. Mis pasteles le quitaran el hambre.

—Ah —dijo Tuf, cogiendo el pastel—. Siga, por favor. y el vendedor de pasteles le explicó, con bastante lentitud y abundantes digresiones, los problemas que había sufrido recientemente el planeta Namor.

—Como puede ver —concluyó finalmente—, es comprensible que no acudieran a la feria con tanto ¡aleo. No tenían gran cosa que exhibir.

—Por supuesto —dijo Haviland Tuf, limpiándose los labios—. Los monstruos marinos pueden resultar muy molestos.


Namor era un planeta de color verde oscuro. Carecía de lunas y estaba rodeado por un cinturón de nubes doradas no demasiado espeso. El Arca salió con un último estremecimiento del hiperimpulso y se instaló majestuosamente en órbita a su alrededor. Haviland Tuf fue de un asiento a otro en el interior de su larga y angosta sala de comunicaciones, estudiando el planeta en una docena de los centenares de pantallas que colmaban la estancia. Haciéndole compañía tenía a tres gatitos de pelaje grisáceo, que saltaban por encima de las consolas e instrumentos, deteniéndose únicamente el tiempo necesario para propinarse juguetones zarpazos entre ellos. Tuf no les prestaba la menor atención.

Al ser un planeta predominantemente acuático, Namor sólo poseía una masa de tierra lo bastante grande como para ser visible desde la órbita del Arca. No era demasiado grande pero, una vez aumentada por las pantallas, resultó consistir en miles de islas dispersas a lo largo de interminables archipiélagos que parecían crecientes lunares sembrados sobre los profundos océanos verdosos, como un collar roto que tachonara las aguas con su esplendor. En otras pantallas se distinguían las luces de las ciudades y pueblos del lado nocturno y puntos intermitentes de energía indicaban las instalaciones iluminadas por el sol.

Tuf lo estuvo contemplando todo y luego se instaló ante otra pantalla, la conectó y empezó a jugar una partida de un juego de estrategia con el ordenador. Un gatito subió de un salto a su regazo y se quedó dormido. Tuf puso mucho cuidado en no despertarle y unos minutos después un segundo gatito saltó sobre él y empezó a morderle, por lo que Tuf los puso a los dos en el suelo.

Hizo falta aún más tiempo del que había previsto Tuf pero, finalmente, el desafío llegó, tal y como había sabido que llegaría.

—Nave en órbita —decía el mensaje—, nave en órbita. Aquí el control de Namor. Diga cuál es su nombre y el motivo de su viaje. Diga cuál es su nombre y el motivo de su viaje, por favor. Hemos enviado naves interceptoras. Diga cuál es su nombre y el motivo de su viaje.

La transmisión procedía de la masa de tierra principal y Tuf puso las coordenadas de origen en el ordenador. Mientras tanto, el Arca se había encargado de localizar a la nave que se les estaba aproximando (pues sólo parecía haber una) y su imagen apareció en otra pantalla.

—Soy el Arca —le dijo Tuf al Control de Namor.

El Control de Namor era una mujer de rostro más bien rechoncho y rala cabellera marrón, sentada ante una consola y vestida con un uniforme verde oscuro con algunas cintas doradas. Frunció el ceño y desvió por un segundo la mirada, sin duda hacia algún superior instalado en otra consola.

—Arca —le dijo—, indique cuál es el mundo de su origen. Por favor, indique cuál es su mundo de origen y el motivo de su viaje.

El ordenador le indicó que la otra nave se estaba comunicando con el planeta y otras dos pantallas se encendieron. En una de ellas se veía a una mujer joven y delgada con la nariz bastante prominente. Estaba en el puente de mando de una nave. En la otra se veía a un hombre de edad ya avanzada ante una consola. Los dos vestían uniformes de color verde y estaban conversando rápidamente en código. El ordenador necesitó menos de un minuto para descifrarlo y después de ello Tuf pudo oír la conversación.

que me cuelguen si sé quién es —estaba diciendo la mujer de la nave—. Nunca he visto una nave tan enorme. Dios mío, mírela… ¿Lo están recibiendo todo? ¿Ha contestado?

—Arca —seguía diciendo la mujer regordeta—, diga cual es su mundo de origen y el motivo de su viaje, por favor. Aquí el Control de Namor.

Haviland Tuf interceptó la otra conversación e hizo los arreglos necesarios para hablar con todos a la vez.

—Aquí el Arca —dijo—. No tengo mundo de origen, estimados señores, y mis intenciones son totalmente pacíficas. Pretendo dedicarme al comercio y atender las consultas que se me hagan. Me he enterado de sus trágicas dificultades y, conmovido ante sus apuros, he acudido para ofrecerles mis servicios.

La mujer de la nave pareció sorprendida. —¿Qué diablos es usted…? —empezó a decir y se calló a mitad de la frase. El hombre parecía igualmente perplejo pero no dijo nada, limitándose a contemplar boquiabierto el pálido e inexpresivo rostro de Tuf.

—Arca, aquí el Control de Namor —dijo la mujer regordeta—. No estamos abiertos al comercio. Repito, no estamos abiertos al comercio. Nos encontramos bajo la ley marcial.

Para entonces la mujer de la nave ya había logrado dominarse un poco.

—Arca, aquí la Guardiana Kefira Qay, comandante de la Navaja Solar. Estamos armados, Arca: explíquese mejor. Es mil veces mayor que cualquier comerciante que hayamos visto nunca. Arca, explíquese o disparamos.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—, aunque las amenazas no le servirán de gran cosa, Guardiana. Me siento profundamente ofendido y vejado. He venido hasta aquí desde la distante Brazelourn para ofrecerles mi ayuda y mi consuelo y ahora soy recibido con amenazas y hostilidad —un gatito se instaló de un salto en su regazo y Tuf lo cogió con una de sus manazas y lo depositó sobre la consola que tenía delante, de forma que el visor pudiera captarlo. Luego contempló con ojos doloridos—. Ya no queda confianza en el género humano —le dijo al gatito.

—No dispare, Navaja Solar —dijo el hombre de edad avanzada—. Arca, caso de que sus intenciones sean realmente pacíficas será mejor que se explique. ¿Qué es? No tenemos mucho tiempo, Arca, y Namor es un planeta pequeño y escasamente desarrollado. Nunca hemos visto una nave semejante. Explíquese, por favor.

Haviland Tuf acarició al gatito. —Ah, siempre debo enfrentarme a la suspicacia —le dijo—. Tienen mucha suerte de que mi corazón sea bondadoso y amable o de lo contrario me limitaría a partir, dejándoles abandonados a su destino. —Luego clavó sus ojos directamente en el visor y dijo: Caballero, soy el Arca y mi nombre es Haviland Tuf. Soy el amo, el capitán y toda la tripulación de esta nave. Me han dicho que enormes monstruos surgidos de los abismos marinos de su planeta les causan graves problemas. Muy bien. Les libraré de ellos.

—Arca; aquí la Navaja Solar. ¿Cómo se propone conseguirlo?

—El Arca es una sembradora del Cuerpo de Ingeniería Ecológica —dijo Haviland Tuf con envarada formalidad—. Soy ingeniero ecológico y especialista en guerra biológica.

—Imposible —dijo el hombre—. El CIE fue barrido hace un millar de años junto con el Imperio Federal. Ya no existe ninguna de sus sembradoras.

—¡Cuán lamentable! —dijo Haviland Tuf—, hete aquí que me encuentro sentado sobre un espejismo. Sin duda y ahora que me ha informado de la inexistencia de mi nave, me hundiré a través del casco para caer en su atmósfera, dentro de la cual arderé hasta consumirme.

—Guardián —dijo Kefira Qay desde la Navaja Solar—, puede que esas sembradoras ya no existan, pero me estoy acercando bastante de prisa a un objeto que según me indican mis sensores tiene unos treinta kilómetros de largo. No parece ser ninguna ilusión.

—De momento aún no he empezado a caer —admitió Haviland Tuf.

—¿Realmente puede ayudarnos? —le preguntó la mujer sentada en el Control de Namor.

—¿Por qué siempre deben ser puestas en duda mis afirmaciones? —le preguntó Tuf al gatito.

—Jefe de Guardianes, debemos darle la oportunidad de probar lo que dice —insistió el Control de Namor.

Tuf alzó la mirada. —Pese a que se me ha insultado, amenazado y puesto en duda, sigo conmovido por su situación actual y ello me impulsa a quedarme. Quizá pueda permitirme el sugerir que la Navaja Solar… Bien, digamos que me utilice de muelle. La Guardiana Qay podría subir a bordo, cenaría conmigo y mantendríamos una pequeña conversación. Estoy seguro de que sus sospechas no pueden extenderse a la conversación, el más civilizado de todos los pasatiempos humanos.

Los tres Guardianes conferenciaron apresuradamente entre sí y luego con una persona o personas que no aparecían en la pantalla, en tanto que Haviland Tuf seguía sentado y jugaba con el gatito.

—Te llamaré Sospecha —le dijo—, para de tal modo conmemorar mi recepción en este planeta. Tus demás compañeros de camada serán Duda, Hostilidad, Ingratitud y Estupidez.

—Aceptamos su propuesta, Haviland Tuf —dijo la Guardiana Kefira Qay desde el puente de la Navaja Solar—. Prepárese para ser abordado.

—Ciertamente —respondió Tuf—. ¿Le gustan las setas? La cubierta de lanzaderas del Arca eran tan grande como un campo de aterrizaje de primera clase y parecía casi un almacén de espacionaves averiadas. Las lanzaderas del Arca se encontraban pulcramente dispuestas en sus soportes. Eran cinco naves negras e idénticas, de perfiles angulosos y cortas alas triangulares que se arqueaban hacia atrás, diseñadas para el vuelo atmosférico y todavía en buen estado. Pero había algunas otras naves no tan impresionantes. Un navío mercante de Avalon, en forma de lágrima, parecía a punto de hacerse pedazos sobre sus tres soportes. A su lado había un caza cubierto de las cicatrices del combate y una nave-león de Kaaleo cuyos complicados adornos hacía bastante tiempo que se habían oscurecido. Alrededor de ellas se alzaban montones de naves aún más extrañas y difíciles de identificar.

La gran cúpula que se alzaba sobre la cubierta se dividió en un centenar de segmentos parecidos a las porciones de un pastel y reveló un pequeño sol amarillo rodeado de estrellas y una nave en forma de mantarraya, de un apagado color verdoso y que tendría más o menos el tamaño de una de las lanzaderas. La Navaja Solar se posó en la cubierta y la cúpula se cerró tras ella. Una vez las estrellas hubieron quedado nuevamente ocultas, la cubierta se llenó de atmósfera y Haviland Tuf apareció unos instantes después.

Kefira Qay emergió de su nave apretando firmemente los labios, pero ningún control, por férreo que fuera, podía ocultar del todo el pasmo que ardía en sus ojos. Dos hombres armados, con monos de color oro y verde la seguían.

Haviland Tuf se dirigió hacia ellos en su vehículo de tres ruedas.

—Me temo que la invitación a cenar incluía sólo a una persona, Guardiana Qay —dijo al ver a la escolta—. Lamento cualquier posible malentendido, pero debo insistir al respecto.

—Muy bien —dijo ella, volviéndose hacia la escolta—. Esperad aquí, ya tenéis las órdenes pertinentes. —Una vez se hubo sentado junto a Tuf añadió: La Navaja solar hará pedazos su nave, si no vuelvo sana y salva dentro de dos horas.

Haviland Tuf la miró y pestañeó. —Espantoso —dijo—. Allí donde voy mi cálida hospitalidad es recibida con desconfianza y amenazas de violencia —puso el vehículo en marcha.

Avanzaron en silencio por un laberinto de salas y corredores interconectados y acabaron entrando en un gigantesco túnel en penumbra que parecía extenderse en ambas direcciones a lo largo de toda la nave. Cubas transparentes de cien tamaños distintos cubrían las paredes y el techo hasta perderse de vista. La mayoría estaban vacías y cubiertas de polvo, pero en unas cuantas había líquidos multicolores dentro de los cuales se removían siluetas confusas. No había el menor sonido a excepción de un lento gotear que parecía venir de muy lejos. Kefira Qay lo examinaba todo, pero guardaba silencio. Recorrieron unos tres kilómetros a lo largo del túnel. Finalmente Tuf se desvió hacia una pared que se abrió ante ellos. Unos instantes después frenó el vehículo y bajaron de él.

Tuf escoltó a la Guardiana Kefira Qay hasta una habitación pequeña y austera en la cual se había dispuesto una suntuosa cena. Empezaron tomando sopa helada, dulce, picante y negra como el carbón. Continuando después con ensalada de neohierba aliñada con jengibre. El plato principal era un.¡enorme hongo asado que casi rebosaba de la gran bandeja en que estaba servido y al que rodeaban un docena de vegetales distintos con variadas salsas. La Guardiana pareció disfrutar enormemente de la cena.

—Al parecer mi humilde cocina ha sido de su gusto —observó Haviland Tuf.

—Hacía mucho tiempo que no comía bien —replicó Kefira Qay—. En Namor siempre hemos dependido del mar para nuestro sustento. Normalmente el mar se ha mostrado generoso, pero desde que empezaron nuestros problemas… —alzó el tenedor en el cual había pinchado un vegetal os. curo y más bien rugoso cubierto de una salsa marrón amarillenta—. ¿Qué estoy comiendo? Es delicioso.

—Raíz de pecador de Rhiannon, con salsa de mostaza —dijo Haviland Tuf.

Qay la comió y dejó el tenedor sobre la mesa.

—Pero Rhiannon está muy lejos… ¿Cómo ha podido… —no completó la frase.

—Por supuesto —dijo Tuf, apoyando el mentón en las manos y estudiando su rostro—. Todo esto ha sido obtenido en el Arca aunque su origen podría remontarse a una docena de planetas distintos. ¿Le gustaría tomar un poco más de leche sazonada?

—No —murmuró ella, contemplando los platos vacíos—. Entonces, no mentía. Es usted lo que dice ser y esta nave es una sembradora de… ¿cómo les llamó?

—El Cuerpo de Ingeniería Ecológica, del largamente difunto Imperio Federal. No había demasiadas y todas, salvo una, fueron destruidas durante las vicisitudes de la guerra. Sólo el Arca sobrevivió, vacía y abandonada durante todo un milenio. Pero no debe usted preocuparse por los detalles. Baste con decir que la encontré y la puse en funcionamiento.

—¿La encontró? —Tengo la impresión de que ésas han sido exactamente mis palabras y espero que en el futuro me preste mayor atención cuando hablo. No siento la menor inclinación ni deseo de repetirme. Antes de encontrar el Arca me ganaba humildemente la vida con el comercio. Mi antigua nave sigue todavía en la cubierta y es posible que la viera.

—Entonces, es realmente un mercader… —¡Por favor! —dijo Tuf con voz indignada—. Soy un ingeniero ecológico y el Arca es capaz de remodelar planetas enteros, Guardiana. Cierto que estoy solo y que en sus tiempos esta nave contó con doscientos tripulantes y que me falta el largo entrenamiento que se les daba siglos antes a quienes ostentaban la letra de oro, el sello de los Ingenieros Ecológicos. Pero, a mi modesta manera, no me va del todo mal. Si Namor desea hacer uso de mis servicios no dudo que podré ayudarles.

—¿Por qué? —le preguntó con ciertas suspicacia la Guardiana—. ¿Por qué se muestra tan ansioso de ayudarnos?

Haviland Tuf extendió sus pálidas y enormes manos en un gesto de impotencia.

—Sé muy bien que puedo dar la impresión de ser un estúpido, pero no puedo evitarlo. Mi naturaleza es generosa y siempre la conmueven las calamidades y el sufrimiento. Me resultaría tan imposible abandonar a su pueblo, en su presente apuro, como hacerle daño a uno de mis gatos. Me temo que los Ingenieros Ecológicos estaban hechos de un material más duro que yo, pero no puedo cambiar mi naturaleza sentimental. Por ello, aquí estoy ahora, sentado ante usted, dispuesto para hacer todo lo que pueda.

—¿No quiere nada a cambio? —Trabajaré sin ninguna recompensa —dijo Tuf—. Naturalmente, tendré gastos y por ello debo imponer una pequeña tarifa para satisfacerlos. Digamos… tres millones de unidades. ¿Le parece justo?

—Justo… —dijo ella con sarcasmo—. Yo diría que es un precio bastante elevado. Ya hemos visto antes otros como usted, Tuf. Mercaderes armados y aventureros que han venido para enriquecerse con nuestra miseria.

—Guardiana —le dijo Tuf con cierto reproche en el tono—, me juzga usted tremendamente mal. Mi provecho personal es minúsculo. El Arca es muy grande y costosa. ¿Bastaría quizá con dos millones? No puedo creer que sea capaz de negarme esa miserable suma de dinero. ¿Acaso su planeta no vale tanto?

Kefira Qay suspiró y en su delgado rostro apareció por primera vez el cansancio.

—No —acabó admitiendo—, no si puede hacer lo que promete. Claro que no somos ricos y que deberé consultar con mis superiores, ya que la decisión no me corresponde sólo a mí —se puso en pie con cierta brusquedad—. ¿Puedo usar su sistema de comunicaciones?

—Cruce la puerta y siga por la izquierda. Por el pasillo azul. La quinta puerta a la derecha —Tuf se levantó con pesada dignidad y empezó a despejar la mesa, mientras la Guardiana salía de la habitación.

Una vez de regreso, se encontró con que Tuf había abierto una botella de licor de un vívido color escarlata y ahora estaba acariciando un gato blanco y negro que se había aposentado sobre la mesa.

—Está contratado, Tuf —dijo Kefyra Qay, sentándose de nuevo—. Dos millones. Después de que haya ganado esta guerra.

—De acuerdo —dijo Tuf—. Discutamos su situación mientras tomamos unas copas de esta deliciosa bebida.

—¿Es alcohólica? —Levemente narcótica. —Una Guardiana no utiliza jamás estimulantes o depresores. Somos un gremio de combatientes. Sustancias como ésa ensucian el cuerpo y disminuyen los reflejos. Debemos mantenernos siempre vigilantes, pues ésa es nuestra misión: vigilar y proteger.

—Muy loable —dijo Haviland Tuf al mismo tiempo que llenaba su copa.

—La Navaja Solar no sirve de nada aquí y el control de Namor ha dicho que necesitamos sus capacidades combativas ahí abajo.

—Entonces haré todo lo posible por acelerar su partida. ¿y usted?

—Se me ha relevado de la nave —dijo ella torciendo el gesto—. Vamos a esperar a que nos envíen los datos de la situación actual y yo me quedaré con usted para ayudarle y actuar como oficial de enlace.


El agua, tranquila e inmóvil, parecía un plácido espejo verde que se extendía hasta el horizonte.

Hacía calor. La brillante luz del sol se derramaba a través de una tenue capa de nubes doradas. La nave permanecía inmóvil en el agua con sus costados metálicos brillando con un resplandor azul plata. Su cubierta se había convertido en una pequeña isla de actividad dentro del pacífico océano. Hombres y mujeres que parecían insectos se atareaban con las redes y dragas, medio desnudos a causa del calor. Una gran garra metálica llena de fango y algas emergió goteando de las aguas y fue vaciada por una escotilla. En toda la cubierta se veían recipientes con gigantescos peces de un blanco lechoso calentándose bajo el sol.

De pronto, sin razón aparente, muchos empezaron a correr. Algunos se detuvieron abandonando sus tareas y miraron a su alrededor, confundidos, en tanto que otros, sin darse cuenta de nada, seguían trabajando. La gran garra metálica, ahora abierta y vacía, giró colocándose nuevamente sobre el agua y se sumergió justo cuando otra garra emergía en el lado opuesto de la nave. Ahora había más gente corriendo. Dos hombres chocaron entre sí y cayeron al suelo.

Entonces el primer tentáculo apareció junto a la nave. El tentáculo subió y subió. Era mucho más largo que las garras empleadas para arañar el fondo marino y su grosor era como el de un hombre corpulento, estrechándose en la punta hasta el tamaño de un brazo. El tentáculo era blanco, pero su blancura parecía vagamente sucia y lechosa. En su parte inferior se veían unos círculos rosados tan grandes como platos, círculos que temblaban y latían a medida que el tentáculo se iba enroscando sobre la enorme nave cosechadora. Allí donde terminaba, el tentáculo se convertía en un confuso haz de tentáculos más pequeños, oscuros como serpientes, que no paraban de moverse.

El tentáculo siguió subiendo y luego bajó de nuevo, apresando a la nave. Algo se movió al otro lado, algo pálido que se agitaba bajo la superficie verdosa del agua, y un segundo tentáculo emergió del mar. Luego aparecieron un tercero y un cuarto. Uno de ellos se debatía alrededor de la draga y otro estaba envuelto con los restos de una red como si hubiera llevado encima un velo, pero aquello no parecía estorbarle en lo más mínimo. Ahora todo el mundo corría, todos, salvo quienes habían sido apresados por los tentáculos. Uno de ellos se había enroscado alrededor de una mujer que tenía un hacha con la que golpeaba frenéticamente, debatiéndose bajo la presa de aquel pálido miembro, hasta que de pronto se estremeció en una violenta convulsión y quedó inmóvil. El tentáculo la dejó caer y se apoderó de otra víctima, en tanto que de las pequeñas heridas dejadas por el hacha fluía lentamente un líquido blanco.

Veinte tentáculos habían surgido del mar cuando la nave escoró violentamente hacia estribor. Los supervivientes resbalaron por la cubierta cayendo al mar. La nave siguió inclinándose más y más. Algo estaba tirando de ella, haciéndola hundirse. El agua inundó la cubierta y penetró por las escotillas. Unos instantes después, la nave empezó a partirse en dos.

Haviland Tuf congeló la imagen en la gran pantalla: el mar verdoso y el sol color oro, el navío hundido y los pálidos tentáculos que lo rodeaban.

—¿Fue el primer ataque? —preguntó. —Sí y no —contestó Kefira Qay—. Antes hubo otra cosechadora y dos hidroplanos de pasajeros que desaparecieron misteriosamente. Hicimos investigaciones, pero no pudimos encontrar la causa. En este caso, por azar, había un equipo de noticias bastante cerca. Estaban haciendo una grabación con fines educativos. Se encontraron con mucho más de lo que habían esperado grabar.

—Ciertamente —dijo Tuf. —Por suerte iban en un transporte aéreo. La retransmisión de esa noche estuvo a punto de causar un pánico colectivo, pero las cosas no empezaron a ponerse realmente serias hasta que se perdió otra nave. Entonces los guardianes empezaron a comprender hasta dónde llegaba el problema.

Haviland Tuf seguía contemplando la pantalla con el rostro totalmente impasible e inexpresivo, las manos apoyadas en la consola. Un gatito blanco y negro empezó a juguetear con sus dedos.

—Vete, Estupidez —dijo, cogiendo al gatito y depositándolo suavemente en el suelo.

—Aumente una porción de tentáculo. Uno cualquiera bastará —le sugirió la Guardiana, todavía inmóvil a su espalda.

Sin decir palabra Tuf hizo lo que le pedía. Una segunda pantalla se encendió, mostrando un plano tomado más de cerca y algo granuloso, en el que se veía un gran cilindro de tejido pálido curvándose sobre la cubierta.

—Échele una buena mirada a las ventosas —dijo Qay—. ¿Distingue las zonas rosadas?

—La tercera empezando desde el extremo tiene la parte interior más oscura. Y, aparentemente, dentro de ella hay dientes.

—Sí —dijo Kefira Qay—. Ocurre en todos los tentáculos. Las partes exteriores de esas ventosas están hechas de una especie de tendón cartilaginoso. Cuando se extienden sobre algo, crean una zona de vacío tan fuerte que es prácticamente imposible desprenderlas del objeto que han agarrado. Al mismo tiempo, cada una de ellas es una boca. Dentro de ese tendón se encuentra una parte más suave de carne rosada que puede moverse dejando al descubierto los dientes, tres hileras de dientes en forma de sierra, mucho más afilados de lo que parece. Ahora, mueva la imagen hacia los anillos del extremo.

Tuf manipuló los mandos e hizo aparecer otra imagen aumentada en una tercera pantalla. Ahora se distinguían claramente los tentáculos más pequeños.

—Ojos —dijo Kefira Qay—. Al extremo de cada uno de los anillos hay veinte ojos. Los tentáculos no tienen que andar tanteando a ciegas. Pueden ver lo que están haciendo perfectamente.

—Fascinante —dijo Haviland Tuf—. ¿Qué hay bajo el agua? ¿Cuál es la fuente de esos brazos terribles?

—Después verá disecciones y fotos de especímenes muertos, así como alguna simulación por computador. La mayor parte de los especímenes que hemos logrado obtener no se encontraban en muy buen estado. El cuerpo de esas bestias se parece a una copa invertida, algo así como una vejiga a medio inflar, y está rodeado por un gran anillo de hueso y músculos que sirve de ancla a esos tentáculos. La vejiga se llena de agua y puede vaciarse a voluntad permitiéndole subir a la superficie o descender hasta lo más hondo de los océanos. El principio es idéntico al de los submarinos. Aunque es sorprendentemente fuerte, el animal no pesa demasiado. Lo que hace es vaciar su vejiga para subir a la superficie, agarrándose a lo que encuentra y empezando a llenarla de nuevo. La capacidad de esa vejiga es sorprendente y, tal como puede ver, el animal es enorme. Si llega a ser necesario puede llenar de agua los tentáculos y expelerla a presión por sus bocas, con lo cual le resulta posible inundar la nave y acelerar el proceso. Así pues, los tentáculos son a la vez brazos, bocas, ojos y mangueras vivientes.

—¿Y dice que su gente no había visto nunca a esas criaturas hasta que fueron atacados?

—Así es. Existe un primo de esa cosa. Al menos era bien conocido en los primeros tiempos de la colonización. Se trataba de un cruce entre la medusa y el pulpo y tenía veinte tentáculos. Muchas especies del planeta están construidas de un modo similar: poseen una vejiga central, un cuerpo o una concha quitinosa con veinte piernas y zarcillos o tentáculos dispuestos en anillo. El que he mencionado era carnívoro al igual que estos monstruos, pero tenía un anillo de ojos en el cuerpo central, en lugar de tenerlo al final de los tentáculos. Además, sus tentáculos no podían funcionar como mangueras y eran mucho más pequeños, aproximadamente como un ser humano. Solían emerger a la superficie en la plataforma continental, especialmente en las zonas fangosas donde abundaban los peces. Éstos eran su presa habitual, aunque más de un nadador tuvo una muerte horrible entre sus tentáculos.

—¿Puedo preguntar qué fue de ellos? —dijo Tuf. —Eran una verdadera molestia. Sus terrenos de caza coincidían con las áreas que más falta nos hacían. Zonas del mar poco hondas en las que abundaban los peces, la hierba de mar y las algas frutales, así como los fangales donde se crían las almejas camaleón y los balancines. Antes de que fuera posible pescar o cosechar las riquezas del mar de un modo seguro, tuvimos que limpiarlo de esas bestias. Lo hicimos. ¡Oh! aún quedan unos cuantos, pero son bastante raros.

—Ya veo —dijo Haviland Tuf—. y esta formidable criatura, este submarino viviente devorador de naves que constituye tan tremenda plaga para su mundo ¿tiene algún nombre?

—Acorazado namoriano —dijo Kefira Qay—. Cuando apareció por primera vez nuestra teoría fue que se trataba de un habitante de la grandes simas que de algún modo había llegado a la superficie. Después de todo, Namor sólo lleva habitada un centenar escaso de años. Apenas si hemos empezado a explorar las zonas más profundas del mar y no sabemos demasiado sobre los posibles habitantes de las simas. Pero, a medida que más y más barcos eran atacados y hundidos llegó a ser obvio que nos estábamos enfrentando a todo un ejército de esos malditos acorazados.

—Una flota —le corrigió Haviland Tuf. Kefira Qay frunció el ceño.

—Lo que sea, a un montón de ellos y no a un solo espécimen. En ese punto la teoría fue que alguna inimaginable catástrofe había tenido lugar en lo más hondo del océano y que les había obligado a huir de ahí.

—No parece usted dar mucho crédito a tal teoría —dijo Tuf.

—Nadie cree en ella, ya que se ha probado que es imposible. Los acorazados no podrían resistir las presiones de tales abismos y por lo tanto en el momento actual ignoramos de dónde vienen. Sólo sabemos que aquí están —concluyó con una mueca de disgusto.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Sin duda debieron adoptar medidas contra ellos.

—Claro Pero es un juego en el que llevamos las de perder. Namor es un planeta joven y carece de la población o los recursos necesarios para enfrentarse al tipo de combate en el que nos hemos visto metidos. Tres millones de namorianos viven esparcidos en nuestros océanos, en algo así como diecisiete mil islas de mayor o menor tamaño. Otro millón vive en Nueva Atlántida, nuestro único continente. La mayoría de nuestra gente vive de la pesca o del cultivo marino. Cuando todo esto empezó había apenas cincuenta mil Guardianes. Nuestro gremio nació en las tripulaciones de las naves que trajeron a los colonos de Vieja Poseidón y Acuario hasta aquí. Siempre les hemos protegido pero, antes de que llegaran los acorazados, nuestra labor era bastante simple. Tenemos un planeta pacifico en el cual hay pocos conflictos verdaderamente importantes. Existía cierta rivalidad étnica entre los poseidonitas y los acuarianos, pero no pasaba a mayores. Los Guardianes se encargaban de la defensa planetaria con la Navaja Solar y otras dos naves del mismo tipo, pero casi todo nuestro trabajo estaba relacionado Con loS incendios y el control de inundaciones, la ayuda en caso de catástrofes naturales, las funciones policiales y ese tipo de cosas. Teníamos unos cien hidrodeslizadores armados Como patrulleras y los usamos durante un tiempo para escoltar a las naves de pesca, logrando algunas victorias Pero, en realidad, no son rivales adecuados para loS acorazados. Muy pronto llegó a quedar claro que, de todos modos, había más acorazados que patrulleras.

—Lo que es más, las patrulleras no se reproducen en tanto que estos acorazados imagino que si deben hacerlo —dijo Tuf. Estupidez y Duda jugueteaban en su regazo.

—Exactamente. Lo intentamos, pese a todo. Dejamos caer cargas de profundidad sobre elloS cada vez que podíamos detectarlos bajo el mar y cuando salían a la superficie les atacábamos Con torpedos. Matamos a centenares. Pero quedaban muchos centenares más, y cada patrullera que perdíamos era imposible de reemplazar. Namor carece de una base tecnológica digna de tal nombre. Cuando las Cosas iban mejor, importábamos lo que nos hacia falta de Brazelourn y Valle Areen. Nuestra gente cree que la vida debe ser sencilla y, de todos modos, el planeta es incapaz de mantener una industria importante. Es pobre en metales pesados y prácticamente carece de combustibles fósiles.

—¿Cuántas patrulleras les quedan a los Guardianes? —le preguntó Haviland Tuf.

—Puede que unas treinta. Ya no nos atrevemos a utilizarlas. Un año después del primer ataque los acorazados dominaban completamente nuestras rutas marítimas. Todas las grandes naves cosechadoras se habían perdido, centenares de pequeñas explotaciones habían sido abandonadas o destruidas, la mitad de nuestros pescadores independientes habían muerto y la otra mitad se acurrucaba asustada en los muelles. En estos momentos, prácticamente nada que sea humano se atreve a surcar los mares de Namor.

—¿Sus islas quedaron aisladas unas de otras? No del todo —replicó Kefira Qay—. Los Guardianes tenían veinte transportes aéreos con armamento y existía aproximadamente otro centenar de ellos sin armas, contando con los pequeños vehículos en manos privadas. Los requisamos todos y los armamos tan bien como nos fue posible. También estaban los dirigibles, claro. Los transportes aéreos son difíciles de conservar en buenas condiciones aquí y su mantenimiento resulta caro. Todas las piezas de repuesto deben llegar de fuera y no tenemos muchos técnicos bien entrenados, por lo cual casi todo el tráfico aéreo, antes de los problemas con los acorazados, se realizaban mediante los dirigibles. Son bastante grandes, están propulsados por energía solar y contienen helio. La flota de dirigibles era bastante grande, casi un millar. Ellos se encargaron de aprovisionar las islas pequeñas, donde había una mayor amenaza de hambre inminente. Otros dirigibles, así como las naves de los Guardianes, se encargaron de continuar el combate. A salvo en el aire, dejamos caer sobre los acorazados productos químicos, venenos y explosivos. Con eso logramos destruir a miles de ellos, aunque e) precio resultó tremendo. Su número era mayor allí donde se encontraban nuestras zonas de pesca más fértiles y los lechos fangosos de escasa profundidad, con lo cual nos vimos obligados a destruir y envenenar precisamente las zonas de mar que más desesperadamente necesitábamos. Pero no teníamos otra elección y, durante un tiempo, creíamos estar venciendo. Incluso hubo algunas naves pequeñas que salieron de pesca y consiguieron volver sanas y salvas, gracias a la escolta aérea de los Guardianes.

—Resulta obvio que no fue ése el resultado final del conflicto —dijo Haviland Tuf—, o no estaríamos aquí sentados hablando. —Duda le propinó un buen zarpazo a Estupidez, dándole en plena cabeza. El gatito resbaló por la rodilla de Tuf y cayó al suelo. Tuf se inclinó y le cogió. Tenga —dijo, entregándoselo a Kefira Qay—, hágame el favor de sostenerlo un rato. Su pequeña guerra me está distrayendo de la nuestra.

—Yo… sí, claro. —La Guardiana cogió al gatito blanco y negro en su mano con cierta cautela y éste se acurrucó entre sus dedos.¿Qué es? —le preguntó.

—Un gato —dijo Tuf—. Pero si sigue sosteniéndolo como si fuera una fruta podrida, acabará saltando de su mano. Tenga la amabilidad de ponerlo en su regazo. Le aseguro que es totalmente inofensivo.

Kefira Qay, todavía no muy segura de ello, medio puso, medio dejó caer, al gatito sobre sus rodillas. Estupidez lanzó un maullido y estuvo a punto de resbalar pero logró clavar sus diminutas uñas en la tela del uniforme y sostenerse.

—¡Oh! —dijo Kefira Qay—. Tiene espolones. —Son zarpas o garras —dijo Tuf, corrigiéndola—. Son pequeñas y resultan incapaces de hacer el menor daño.

—No estarán envenenadas, ¿verdad? —No lo creo —dijo Tuf—. Acarícielo, empezando por la cabeza y siguiendo hacia atrás. Eso le calmará.

Kefira Qay tocó la cabeza del gatito con gesto inseguro. —Por favor —dijo Tuf—. Me refería a que lo acariciase, no a que le diera golpecitos.

La Guardiana hizo como le decía y Estupidez empezó inmediatamente a ronronear. Kefira Qay se quedó paralizada y miró a Tuf con expresión de horror.

—Está temblando —dijo—, y hace un ruido. —Dicho tipo de respuesta suele considerarse favorable —la tranquilizó Tuf—. Le suplico que continúe con sus caricias y con lo que me estaba diciendo, si tiene la bondad.

—Por supuesto —dijo la Guardiana, acariciando de nuevo a Estupidez. El gatito se removió en su rodilla y acabó adoptando una postura más cómoda—. Si quiere poner la otra cinta continuaré —le dijo.

Tuf hizo desaparecer de la pantalla a la nave partida en dos, así como al acorazado, y en su lugar apareció otra escena: un día de invierno, ventoso y muy frío, al parecer. El agua tenía un color oscuro y estaba bastante revuelta. El viento la agitaba levantando pequeños remolinos de espuma blanca. Un acorazado flotaba en el mar con sus enormes tentáculos extendidos a su alrededor, dándole el aspecto de una enorme flor monstruosamente hinchada, a la deriva sobre el oleaje. La cámara que tomaba la imagen pasó sobre él y dos brazos, rodeados por su corola de serpientes, se alzaron débilmente del agua, pero el aparato se encontraba demasiado lejos para correr peligro. Por lo que se veía en los bordes de la imagen se encontraban en la góndola de un gran dirigible plateado y la cámara estaba filmando a través de una portilla de cristal bastante grueso. La cámara cambió de ángulo y Tuf vio que su dirigible formaba parte de un convoy de tres, desplazándose con majestuosa indiferencia sobre un enfurecido oleaje.

—El Espíritu de Acuario, el Lila D. y el Sombra del Cielo —dijo Kefira Qay—. Se dirigían hacia un grupo de pequeñas islas situado al Norte, en el cual el hambre ha estado haciendo estragos. Piensan evacuar a los supervivientes para llevarlos a Nueva Atlántida —en su voz había una sombra de tensión—. Esta grabación fue realizada por el Sombra del Cielo, el único dirigible que sobrevivió. Mire atentamente la pantalla.

Los dirigibles avanzaban invencibles y serenos por el aire. De pronto, justo delante de la silueta azul plateada del Espíritu de Acuario se distinguió un movimiento bajo las aguas, como si algo se removiera bajo el velo verde oscuro del mar. Era algo grande, pero no se trataba de un acorazado ya que su color era oscuro y no pálido. El agua se fue haciendo más y más negra y de pronto pareció saltar en un inmenso surtidor hacia el cielo. En la imagen apareció una gigantesca cúpula, oscura como el ébano, que fue haciéndose más grande, como si fuera una isla que emergiera de los abismos, hasta concretare en una silueta negra y de piel rugosa como el cuero, rodeada de veinte largos tentáculos negros. La silueta crecía segundo a segundo hasta que dejó de tocar las aguas. Sus tentáculos colgaban fláccidamente bajo ella, dejando caer chorros de agua, a medida que ascendía. De pronto empezaron a extenderse y Tuf vio que la criatura era tan grande como el dirigible que avanzaba hacia ella. Cuando tuvo lugar el encuentro fue como si dos inmensos leviatanes del cielo hubieran decidido aparearse. La inmensidad negra se situó encima del dirigible y sus brazos lo rodearon en un mortífero abrazo. La cubierta exterior del dirigible fue desgarrada y las celdillas de helio se arrugaron más y más hasta reventar. El Espíritu de Acuario se retorció cual un ser vivo, marchitándose en el negro abrazo de su amante. Cuando todo hubo terminado la cosa negra dejó caer sus restos al mar.

Tuf congeló la imagen, clavando sus solemnes ojos en las figurillas que saltaban de la góndola a una muerte segura.

—Otra de esas cosas destruyó el Lila D. en el trayecto de vuelta —dijo Kefira Qay—. La Sombra del Cielo sobrevivió para narrar la historia, pero en su siguiente misión también fue destruido. Más de un centenar de dirigibles y doce naves se perdieron en la primera semana después de que aparecieran los globos de fuego.

—¿Globos de fuego? —preguntó Haviland Tuf, acariciando a Duda, instalado sobre la consola—. No vi ningún fuego.

—El nombre fue acuñado cuando destruimos por primea vez una de esas malditas criaturas. Una nave de los Guardianes logró acertarle con un proyectil de alto poder explosivo y la bestia estalló como una bomba. Luego se desinfló y cayó ardiendo al mar. Son extremadamente inflamables. Basta con un láser y se encienden como la yesca. —Hidrógeno —dijo Haviland Tuf. —Exactamente —confirmó la Guardiana—. Nunca hemos logrado capturar uno entero, pero logramos adivinarlo a partir de los trozos rescatados. Esas cosas pueden generar corriente eléctrica en su interior. Toman agua y luego realizan una especie de electrólisis biológica. Expelen el oxígeno en el agua o el aire yeso les ayuda a moverse. Podría decirse que son una especie de reactores movidos por aire. El hidrógeno llena unos sacos en forma de globos y les ayuda a subir. Cuando desean retirarse de nuevo al agua, abren una especie de pliegues en su parte superior… Fíjese, ahí está. Entonces, todo el gas escapa y el globo de fuego vuelve a bajar hacia el océano. La piel externa es parecida al cuero y muy resistente. No son muy rápidos, pero sí bastante inteligentes. A veces se esconden en los bancos de nubes y se apoderan de las naves que pasan volando bajo ellos sin las debidas precauciones. y no tardamos en descubrir, para nuestra desesperación, que se reproducen tan rápido como los acorazados.

—Muy intrigante —dijo Haviland Tuf—. Me arriesgo a sostener la hipótesis de que con la aparición de los globos de fuego perdieron el dominio del aire, igual que ya habían perdido el del mar.

—Así fue, más o menos —admitió Kefira Qay—. Nuestros dirigibles eran demasiado lentos como para correr el riesgo de enfrentarse a ellos. Intentamos mantener las cosas en funcionamiento, mandándolos en convoyes escoltados por naves de los Guardianes, pero incluso eso acabó fracasando. El día del Alba de Fuego, yo estaba ahí, al mando de una nave armada con ocho cañones. Fue terrible…

—Siga —dijo Tuf. —El Alba de Fuego —murmuró con voz cansada la Guardiana—. Estábamos… teníamos treinta dirigibles, treinta. Un convoy enorme, protegido por doce naves armadas. El viaje era largo. Teníamos que ir de Nueva Atlántida hasta Mano Rota, un grupo de islas bastante importante. Cuando estaba amaneciendo el segundo día de viaje, justo cuando el Este empezaba a enrojecer, el mar empezó a… a hervir bajo nosotros. Era como una marmita de sopa que ha llegado a subir. Había miles, Tuf, miles. Las aguas enloquecieron en un remolino de espuma y las criaturas fueron subiendo hacia el cielo, una multitud de gigantescas sombras oscuras que se nos venían encima desde todas las direcciones. Las atacábamos con nuestros láser, con proyectiles explosivos, con todo lo que teníamos. Era como si el mismísimo cielo estuviera en llamas. Todas esas cosas estaban llenas a reventar de hidrógeno y el aire estaba tan enriquecido por el oxígeno que habían secretado, que casi mareaba el respirarlo. Después llamamos a ese día, el Alba de Fuego. Fue terrible. Se oían gritos por todas partes, había globos ardiendo en todo el cielo, nuestros dirigibles se hacían pedazos a nuestro alrededor, con sus tripulaciones en llamas. En el mar esperaban los acorazados. Les vi apoderarse de quienes habían caído de los dirigibles, vi cómo esos pálidos tentáculos se enroscaban a su alrededor, arrastrándoles hacia los abismos. Cuatro dirigibles sobrevivieron a esa batalla, cuatro. Perdimos todas las naves con todas sus tripulaciones.

—Una historia espantosa —dijo Tuf. En los ojos de Kefira Qay ardía un brillo de locura. Estaba acariciando a Estupidez con un ritmo ciego y mecánico, con los labios muy apretados y los ojos clavados en la pantalla, allí donde el primer globo de fuego seguía flotando inmóvil por encima del cadáver retorcido del Espíritu de Acuario.

—Desde entonces —dijo por último—, nuestra vida se ha convertido en una continua pesadilla. Hemos perdido los mares y en las tres cuartas partes de Namor reina la escasez. En algunos sitios la gente muere de hambre. Sólo Nueva Atlántida sigue teniendo los alimentos suficientes, ya que sólo allí se practica con cierta extensión la agricultura. Los Guardianes han seguido luchando. La Navaja Solar y nuestras otras dos naves espaciales han sido puestas en servicio. Efectúan bombardeos en zonas determinadas, dejan caer veneno y evacuan algunas de las islas de menor tamaño. Con el resto de las naves aéreas que nos queda, hemos logrado mantener cierto contacto con las islas más alejadas. Y, naturalmente, tenemos la radio. Pero estamos a punto de perder la guerra. En el último año más de veinte islas han dejado de comunicar. En media docena de esos casos mandamos patrullas para investigar y las que volvieron dieron siempre el mismo informe. Cadáveres por doquier, pudriéndose al sol. Los edificios aplastados, convertidos en ruinas. Las alimañas y los gusanos dándose un festín con los cuerpos. y en una de esas islas encontraron otra cosa, algo aún más aterrador. Fue en la isla Estrella de Mar. Allí vivían casi cuarenta mil personas y antes de que el comercio se interrumpiera, contaba con un espaciopuerto de buen tamaño. Cuando Estrella de Mar cesó de emitir fue un rudo golpe para nosotros. Cambie la imagen, Tuf, cámbiela.

Tuf apretó una hilera de mandos en la consola.

En la playa había algo muerto, pudriéndose sobre la arena color índigo.

Esta vez no se trataba de una cinta sino de una foto. Haviland Tuf y la Guardiana Kefira Qay tuvieron tiempo más que suficiente para estudiar el objeto que yacía inmóvil sobre la arena, rodeado por un reguero de cadáveres humanos cuya proximidad servía para hacerse una buena idea de su auténtico tamaño. Tenía la forma de un cuenco invertido y era tan grande como una casa. Su piel semejante al cuero estaba cubierta de grietas, por las que rezumaba un fluido purulento. Era de un color gris con manchones verdes. Como los radios que brotan del cubo de una rueda, el cuerpo central de la cosa estaba rodeado de apéndices: diez tentáculos verdosos salpicados de bocas de un blanco rosado y, alternando con ellos, diez miembros de un aspecto más duro y rígido, negros y obviamente provistos de articulaciones.

—Patas —dijo Kefira Qay con voz amarga—. Era capaz de caminar, Tuf. Al menos, antes de que acabaran con él. Sólo hemos descubierto ese ejemplar, pero fue suficiente. Ahora ya sabemos la razón de que nuestras islas vayan quedando silenciosas, Tuf. Vienen del mar. Son criaturas como ésa, puede que más grandes o más pequeñas, caminando sobre sus diez patas como arañas y cogiendo a sus presas para devorarlas con los otros diez tentáculos. El caparazón es grueso y muy resistente. No basta con un láser o un proyectil explosivo para matarlo, como ocurre con los globos de fuego. Ahora supongo que ya lo comprende todo: Primero el mar, luego el cielo y ahora, también la tierra. La tierra. Emergen del agua a millares, derramándose sobre la arena como una marea horrenda. La semana pasada perdimos otras dos islas. Quieren barremos del planeta. Sin duda, algunos podrán sobrevivir en Nueva Atlántida, en lo más alto de las montañas, pero será una vida dura, cruel y breve. Hasta que Namor nos arroje alguna nueva especie de pesadilla para terminar con nosotros. —En su voz se percibía ahora el agudo filo de la histeria.

Haviland Tuf desconectó su consola y todas las pantallas se oscurecieron.

—Cálmese, Guardiana —le dijo, volviéndose hacia ella—. Sus temores me resultan comprensibles, pero son innecesarios. Ahora comprendo mucho mejor la naturaleza de su apuro y estoy de acuerdo en que resulta trágico, sí, pero no es desesperado.

—¿Sigue creyendo que puede ayudarnos? —dijo ella—. ¿Solo? ¿Usted y esta nave? Oh, no piense que estoy intentando desanimarle. Nos aferraremos a cualquier brizna de salvación pero…

—Pero no me cree —dijo Tuf, en tanto que de sus labios brotaba un leve suspiro—. Duda —le dijo al gatito gris, alzándolo en su blanca manaza—, realmente has sido bautizado con toda propiedad. —Se volvió nuevamente hacia Kefira Qay. No soy hombre rencoroso y han pasado ustedes por crueles penalidades, así que no pienso prestar la menor atención al modo despectivo en que se me considera tanto a mí como a las habilidades que poseo. y ahora, si tiene la bondad de excusarme, tengo mucho que hacer. Su gente me ha enviado gran cantidad de informes detallados sobre esas criaturas, así como un resumen general de la ecología namoriana. Le doy las gracias por sus informaciones.

Kefira Qay frunció el ceño, levantó a Estupidez de su rodilla y lo dejó en el suelo, poniéndose luego en pie.

—Muy bien —dijo—. ¿Cuándo estará preparado? —No puedo responder a tal pregunta con precisión —replicó Tuf—, a menos que me sea posible empezar a trabajar inmediatamente con mis simulaciones de datos. Puede que dentro de un día sea posible empezar. Puede que haga falta un mes o puede que requiera más tiempo.

—Si tarda usted demasiado, le resultará difícil cobrar luego sus dos millones —le contestó ella con sequedad—. Todos habremos muerto.

—Ciertamente —dijo Tuf—. Pero lucharé para evitar que los acontecimientos tomen tal rumbo. Ahora, si tiene la bondad de marcharse, empezaré a trabajar y ya hablaremos nuevamente durante la cena. Pienso servir estofado vegetal al estilo de Arion, con un aperitivo previo de hongos de fuego, naturales de Thorite, para ir despertando el hambre.

Qay lanzó un ruidoso suspiro. —¿Otra vez hongos? —se quejó—. Hoy ya hemos tomado setas fritas con pimientos y luego setas con crema ácida.

—Me encantan las setas —dijo Haviland Tuf. —Yo estoy harta de ellas —dijo Kefira Qay. Estupidez empezó a frotarse en su pierna y ella le miró Con el ceño fruncido—. ¿No podríamos tomar algo de carne o de pescado? —Su rostro cobró una expresión pensativa y algo nostálgica—. Llevo años sin comer una concha de fango, incluso sueño Con ella de vez en cuando. Basta Con abrirla y luego se echa mantequilla dentro. La carne se come Con cuchara, es blanda. ¡No se puede imaginar lo delicado de su sabor! O un poco de aleta de sabre. ¡Ah, sería capaz de matar por un poco de aleta de sabre acompañada de neohierba.

Haviland Tuf no se inmutó en lo más mínimo. —En esta nave no se comen animales —dijo, empezando a trabajar sin prestarle más atención. Kefira Qay se marchó y Estupidez salió corriendo tras ella—. Muy adecuado —murmuró Tuf—, ciertamente muy adecuado.


Cuatro días y muchas setas después, Kefira Qay empezó a mostrarse apremiante y le pidió resultados a Haviland Tuf.

—¿Qué está haciendo? —le preguntó durante la cena—. ¿Cuándo piensa actuar? Usted sigue encerrado en su cuarto y, cada día, las condiciones en Namor van empeorando. Hace una hora hablé con el jefe de Guardianes mientras usted se entretenía con sus ordenadores. Pequeña Acuario y las Hermanas que Bailan se han perdido en el tiempo que usted y yo llevamos aquí sin hacer nada productivo, Tuf.

—¿Sin hacer nada productivo? —dijo Haviland Tuf—. Guardiana, no me estoy entregando a la ociosidad. Nunca lo hice y no pretendo empezar ahora. Estoy trabajando. Tengo una enorme masa de información por digerir.

Kefira Qay dio un resoplido. —Supongo que se referirá a una gran masa de hongos por digerir —dijo. Se puso en pie, apartando a Estupidez de su regazo. El gatito y ella se habían convertido, últimamente, en compañeros casi inseparables—. En Pequeña Acuario vivían doce mil personas —añadió—, y prácticamente otras tantas en las Hermanas que Bailan. Piense en ello mientras hace la digestión, Tuf.

Giró en redondo y salió de la habitación.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf, concentrándose de nuevo en su pastel de flor dulce.

Pasó una semana antes de que se produjera otro enfrentamiento.

—¿y bien? —le preguntó la Guardiana en el pasillo, plantándose ante Tuf cuando éste se dirigía con su pesada dignidad hacia su cuarto de trabajo.

—Perfectamente —replicó él—. Buenos días, Guardiana Qay.

—No tienen nada de buenos —dijo ella con voz irritada—. El Control de Namor me ha informado de que las Islas del Amanecer han dejado de emitir. Las hemos perdido y con ellas se han perdido también doce naves, junto con todos los barcos que se encontraban en sus puertos. ¿Qué dice de eso?

—Un acontecimiento muy trágico y lamentable —dijo Tuf.

—¿Cuándo estará listo? Tuf se encogió de hombros. —No puedo contestar a tal pregunta. No me he impuesto una tarea precisamente sencilla, créame. El problema es complicado, muy complicado. Sí, ciertamente, ésa es la palabra adecuada. Quizá podría arriesgarme a calificarlo de auténtico enigma, pero le aseguro que del mismo modo que los tristes apuros de Namor han despertado toda mi simpatía, este problema al que me enfrento tiene movilizado por completo a mi intelecto.

—Eso es todo lo que le parece a usted, Tuf, ¿verdad? ¿Un problema?

Haviland Tuf frunció levemente el ceño y cruzó las manos ante él, apoyándolas luego sobre el prominente bulto de su estómago.

—Ciertamente, es un problema —dijo. —No. Es algo más que eso. No estamos jugando. Ahí abajo muere gente, gente de verdad. Mueren porque los Guardianes no son capaces de enfrentarse a ese desafío y porque usted no está haciendo nada. Nada.

—Cálmese. Tiene mi garantía personal de que estoy trabajando incesantemente en pro de su bienestar. Debe pensar que mi tarea no es tan sencilla como la suya. Está muy bien dejar caer bombas sobre los acorazados o disparar con un alto explosivo a un globo de fuego para ver cómo se incendia, pero esos métodos tan simples como espectaculares no les han servido de nada, Guardiana, o de muy poco. La ingeniería ecológica exige un esfuerzo muy superior. Estoy analizando los informes de sus líderes, de sus biólogos marinos y de sus historiadores. Reflexiono y estudio. Hago planes con los que encarar la situación y luego efectúo simulaciones en los grandes ordenadores del Arca. Más tarde o más temprano hallaré la respuesta.

—Que sea pronto —dijo Kefira Qay con dureza—. Namor quiere resultados y yo estoy de acuerdo con ellos. El Consejo de Guardiana se está impacientando. Que sea pronto, Tuf, no tarde. Se lo advierto —se hizo a un lado y le dejó pasar.

Kefira Qay pasó la siguiente semana y media evitando a Tuf, tanto como le era posible. Cada día iba a la sala de comunicaciones y mantenía en su interior largas discusiones con sus superiores en el planeta, durante las cuales se le comunicaban las últimas noticias. Todas las noticias eran malas.

Finalmente llegó el momento en que fue incapaz de aguantar más y con el rostro lívido de furor irrumpió en la habitación, siempre medio a oscuras, que Tuf llamaba su «sala de guerra», le encontró sentado ante una consola de ordenador, contemplando las pantallas en las que se veía un frenético despliegue de líneas rojas y azules atrapadas en una rejilla.

—¡Tuf! —rugió. Él apagó la pantalla y giró para enfrentarse a ella, apartando de su regazo a Ingratitud. Medio oculto por las sombras, Haviland Tuf la contempló con expresión inmutable—. El Consejo de Guardianes me ha dado una orden —le dijo.

—Muy afortunado para usted —replicó Tuf—. He observado que la reciente inactividad la ha estado poniendo cada vez más inquieta.

—El Consejo quiere acción inmediata, Tuf. Inmediata. Hoy. ¿Lo ha entendido?

Tuf cruzó las manos y apoyó el mentón sobre ellas, en una actitud muy parecida a la de la plegaria.

—¿Acaso debo tolerar no tan sólo la hostilidad y la impaciencia, sino también el insulto a mi inteligencia? Ya he comprendido todo lo que me hace falta comprender en cuanto a sus Guardianes, puedo asegurárselo. Lo único que no comprendo es la tan peculiar como obstinada ecología de Namor. Hasta que no haya logrado tal comprensión, no puedo actuar.

—Actuará —dijo Kefira Qay y de pronto en su mano pareció brotar un láser que apuntaba directamente al vasto estómago de Tuf—. Actuará ahora mismo.

Haviland Tuf no hizo el menor movimiento. —Violencia —dijo, en un tono de leve reproche—. Quizá fuera posible, antes de que me agujeree, condenando con ello tanto a su propia persona como a su mundo, que se me conceda una oportunidad para explicarme, ¿no?

—Adelante —dijo ella—, le escucharé. Durante un tiempo.

—Excelente —dijo Haviland Tuf—. Guardiana, en Namor está ocurriendo algo muy extraño.

—Vaya, se ha dado cuenta —dijo ella secamente, sin que el láser se moviera ni un milímetro.

—Ciertamente. Están siendo destruidos por una plaga de lo que, a falta de un término mejor, debemos llamar colectivamente monstruos marinos. En menos de doce años han aparecido tres especies y cada una de ellas parece ser nueva o, al menos desconocida. Eso me parece altamente improbable. Su gente lleva en Namor cien años y sin embargo sólo recientemente han trabado conocimiento con esas criaturas a las que llaman acorazados, globos de fuego o caminantes. Es como si algo tenebrosamente análogo a mi Arca estuviera librando contra ustedes una guerra biológica, pero resulta claro que no es así. Nuevos o no, estos monstruos son nativos de Namor y son producto de la evolución local. Sus parientes cercanos llenan los mares, desde las conchas de fango hasta las medusas danzarinas. Por lo tanto, ¿dónde nos lleva todo eso?

—No lo sé —dijo Kefira Qay. —Yo tampoco —dijo Tuf—. Sigamos pensando. Esos monstruos marinos procrean de modo increíble. El mar está repleto de ellos, llenan el aire y son capaces de conquistar islas de considerable población. Matan. Pero no se matan entre ellos y al parecer no tienen ningún otro enemigo natural. Los crueles frenos de todo ecosistema normal no se aplican en este caso. He estudiado con gran interés los informes de sus científicos y casi todo lo referente a esos monstruos marinos es fascinante, pero quizá lo más misterioso e intrigante sea el hecho de que no saben nada sobre ellos excepto en su forma adulta. Enormes acorazados surcan los mares hundiendo los barcos de pesca, monstruosos globos de fuego revolotean por sus cielos. Dónde, si puedo hacer tal pregunta, ¿dónde se encuentran los pequeños acorazados y las crías de los globos de fuego? Sí, ¿dónde están?

—En las profundidades del mar. —Quizá, Guardiana, quizá. No puede asegurarlo y yo tampoco puedo hacerlo. Esos monstruos son criaturas realmente formidables y, sin embargo, he visto predadores igual de formidables en otros mundos, pero su número no llega ni a centenares ni a millares. ¿Por qué? Ah, porque los jóvenes, o los huevos, o los alevines son mucho menos formidables que sus progenitores y la mayor parte de ellos mueren antes de alcanzar su temible madurez. Aparentemente, ello no sucede en Namor, no sucede en lo más mínimo. ¿Cuál puede ser el significado de todo esto? Sí, ciertamente, ¿cuál puede ser? —Tuf se encogió de hombros—. No puedo decirlo, pero sigo trabajando en ello y pienso seguir esforzándome hasta haber resuelto el enigma de ese mar excesivamente prolífico que existe en su mundo.

Kefira Qay no parecía demasiado convencida. —Y mientras tanto, nuestra gente muere. Muere ya usted no le importa.

—Protesto ante… —empezó a decir Tuf. —¡Silencio! —dijo ella moviendo el arma—. Hablaré con Namor y les transmitiré su pequeño discurso. Hoy hemos perdido contacto con Mano Rota. Cuarenta y tres islas, Tuf. No me atrevo ni a pensar en cuánta gente quiere decir ese número. Todas han desaparecido en un solo día. Hubo unas cuantas transmisiones de radio casi ininteligibles, histeria y luego el silencio. y mientras tanto usted se queda sentado hablando de acertijos y enigmas. Basta ya. Queremos que actúe, ahora mismo. Insisto en ello o, si lo prefiere, se trata de una amenaza. Luego ya nos encargaremos de resolver los cómos y los porqués de todo este asunto pero, por el momento, vamos a terminar con ellos sin perder el tiempo haciéndonos tantas preguntas.

—En tiempos —dijo Haviland Tuf—, existió un mundo absolutamente idílico con la excepción de un pequeño defecto, un insecto que tenía el tamaño de una mota de polvo. Era una criatura decididamente inofensiva, pero se la encontraba por doquier ya que se alimentaba con las esporas microscópicas de un hongo que flotaba en el aire. La gente de ese mundo odiaba al minúsculo insecto que, a veces, volaba en nubes tan espesas que llegaban a tapar el sol. Cada vez que los ciudadanos de ese planeta salían al exterior los insectos aterrizaban sobre ellos a miles, cubriendo sus cuerpos con un sudario viviente. Por lo tanto, alguien que proclamaba ser ingeniero ecológico se ofreció a resolver su problema. Introdujo en el planeta un insecto procedente de otro mundo muy lejano, más grande, capaz de alimentarse con esas motas de polvo viviente. El plan funcionó de modo admirable. Los nuevos insectos se multiplicaron y se multiplicaron, careciendo de enemigos naturales dentro del ecosistema, hasta barrer completamente de él a la especie nativa. Fue un gran triunfo. Por desgracia, hubo efectos colaterales imprevistos. El invasor, habiendo destruido una forma de vida, se dirigió hacia otros objetivos más beneficiosos para el planeta. Muchos insectos nativos del planeta se extinguieron. Los equivalentes locales de los pájaros, privados de sus presas habituales e incapaces de digerir al insecto alienígena, también sufrieron enormes pérdidas. Las plantas fueron incapaces de realizar la polinización como antes. Bosques y selvas enteras se marchitaron y empobrecieron y las esporas del hongo que había sido el alimento del molesto insecto original proliferaron libres de todo control natural. El hongo empezó a crecer en todas partes, sobre los edificios, sobre las cosechas, incluso sobre los animales vivos. Para decirlo brevemente, todo el ecosistema fue puesto patas arriba de modo irremisible. Si hoy decidiera visitar ese mundo no encontraría más que un páramo de muerte, con la única excepción de ese terrible hongo. Tales son los frutos de la acción precipitada y del estudio insuficiente. Si se obra sin comprender adecuadamente las cosas, pueden correrse graves riesgos.

—Y se corre el peligro de ser destruido irremisiblemente caso de no hacer nada —dijo Kefira Qay con expresión obstinada—. No, Tuf. Sabe contar historias realmente aterradoras, pero estamos desesperados. LoS Guardianes aceptarán los riesgos, sean cuales sean. Tengo mis órdenes y a menos que decida actuar, usaré esto. —Movió la cabeza señalando a su láser.

Haviland Tuf se cruzó de brazos. —Si utiliza el arma —dijo—, estará obrando Como una estúpida. Sin duda podrían llegar a comprender el funcionamiento del Arca, con tiempo. La tarea les llevaría años y usted misma acaba de admitir que no disponen de esos años. Trabajaré para ustedes, pero actuaré solamente cuando me considere preparado para hacerlo. Soy ingeniero ecológico y Como tal tengo una integridad profesional, aparte de la personal. y debo indicarle que sin mis servicios no tienen ustedes la más mínima esperanza. Ni la más mínima. Por lo tanto, dado que usted lo sabe y que yo lo sé también, prescindamos de más dramas. No va a usar el arma.

Durante unos segundos Kefyra Qay pareció a punto de echarse a llorar.

—Usted… —dijo, aturdida. Su láser vaciló unos milímetros y luego su expresión volvió a endurecerse—. Se equivoca, Tuf —dijo—. Lo usaré.

Haviland Tuf permaneció en silencio. No lo usaré con usted —añadió Kefyra Qay—. Lo usaré con sus gatos. Mataré a uno de ellos cada día, hasta que se decida a obrar. —Movió ligeramente la muñeca y el arma dejó de apuntar a Tuf. Ahora apuntaba a la pequeña silueta de Ingratitud, que iba y venía de un lado a otro de la estancia, husmeando entre las sombras—. Empezaré con ése —dijo la Guardiana—. Cuando cuente tres, dispararé.

El rostro de Tuf seguía perfectamente impasible.

—Uno —dijo Kefyra Qay.

Tuf siguió sentado sin hacer el menor movimiento.

—Dos —dijo ella.

Tuf frunció el ceño y en su frente blanca Como la tiza aparecieron unas diminutas arrugas.

—Tres —balbuceó Kefyra Qay.

—No —se apresuró a decir Tuf—. No dispare. Haré lo que me ha pedido. Puedo empezar el proceso de clonación dentro de una hora.

La Guardiana guardó nuevamente el láser en su funda.


De ese modo, a regañadientes, Haviland Tuf emprendió su guerra particular.

Durante el primer día estuvo sentado en su sala de guerra, con los labios apretados y sin decir palabra, accionando los mandos de su gran consola, pulsando botones resplandecientes y teclas que hacían brotar de la nada fantasmagóricos hologramas. En el interior del Arca líquidos espesos de casi todos los colores imaginables gorgoteaban y hervían dentro de las cubas, hasta ahora vacías, que colmaban la penumbra el eje principal, en tanto que muchos especímenes de la enorme biblioteca celular eran sacados de su sitio, rociados y manipulados por minúsculos servomecanismos, tan sensibles como las manos del mejor cirujano concebible. Tuf no estuvo presente en ninguno de esos procesos. Sentado ante sus mandos, iba dando las órdenes que hacían nacer un clon tras otro.

Durante el segundo día actuó exactamente igual. Al tercer día se puso en pie y recorrió lentamente los kilómetros del eje principal a lo largo de los cuales empezaban a crecer sus hijos, ahora ya bajo la forma de confusas siluetas que se removían débilmente o permanecían inmóviles en los tanques de líquido traslúcido. Algunos de los tanques eran tan grandes como la cubierta de aterrizaje del Arca, en tanto que otros eran tan pequeños como la uña de su meñique. Haviland Tuf se detuvo ante cada uno de ellos, estudiando los diales, los medidores y las mirillas relucientes con tranquila concentración, haciendo pequeños ajustes de vez en cuando. El día estaba ya terminado para cuando llegó a la parte central de la hilera de tanques.

Durante el cuarto día completó su inspección. Al quinto día puso en funcionamiento el cronobucle. —El tiempo es su esclavo —le dijo a Kefyra Qay cuando ésta la interrogó sobre dicho aparato—. Puede hacer que vaya muy despacio o puede obligarle a que corra como el rayo. Vamos a hacer que corra y de ese modo los guerreros que estoy creando podrán alcanzar su madurez mucho más rápidamente de lo que sería posible siguiendo el curso natural de las cosas.

Durante el sexto día estuvo muy ocupado en la cubierta de aterrizaje, modificando dos lanzaderas para que fueran capaces de transportar a las criaturas que estaba fabricando, instalando en su interior tanques de varios tamaños y llenándolos luego de agua.

A la mañana del séptimo día se reunió con Kefyra Qay cuando ésta desayunaba y le dijo:

—Guardiana, estamos listos para empezar. Ella pareció algo sorprendida. —¿Tan pronto?

—No todas mis criaturas han llegado ya a su plena madurez, pero no importa. Algunas son monstruosamente grandes y deben ser trasladadas antes de que lleguen a su tamaño adulto. El proceso de clonación continuará, por supuesto. Debemos poseer un número suficiente de criaturas que asegure su viabilidad, pero en estos momentos ya hemos llegado a un estadio en el cual resulta posible empezar la siembra de los océanos de Namor.

—¿Cuál es su estrategia? —le preguntó Kefyra Qay. Haviland Tuf apartó su plato a un lado y frunció los labios.

—Guardiana, mi estrategia actual es tan tosca como prematura y se basa en unos conocimientos más bien insuficientes. No aceptaré ninguna responsabilidad en lo tocante a su éxito o fracaso. Sus crueles amenazas me han impulsado a obrar con una premura muy poco conveniente.

—De todos modos —le replicó ella secamente—, ¿qué está haciendo?

Tuf cruzó las manos sobre el vientre. —El armamento biológico, como todos los demás tipos de armamento, presenta muchas formas y tamaños. El modo más adecuado de acabar con un enemigo humanoide es darle con un láser en el centro de la cabeza. En términos biológicos, el equivalente podría ser un enemigo natural o un predador adecuado, o una plaga que atacara solamente a dicha especie. Dado que me faltaba el tiempo necesario, no he tenido la oportunidad de preparar una solución tan económica.

»Existen otros métodos menos satisfactorios. Podría introducir en su mundo una enfermedad capaz de liquidar a los acorazados, los globos de fuego y los caminantes, por ejemplo. Existen varios candidatos posibles para tal papel pero sus monstruos marinos tienen parientes próximos en muchas especies de vida marina, con lo cual dichos tíos y primos también sufrirían tal enfermedad. Mis proyecciones indican que prácticamente tres cuartas partes de la vida marina de Namor serían vulnerables a un ataque de ese tipo. Como otra alternativa, tengo a mi disposición hongos de crecimiento muy veloz y animales microscópicos que serían capaces de colmar literalmente sus océanos eliminando de ellos todo tipo de vida. Claro que dicha elección me ha parecido igualmente insatisfactoria ya que su resultado final sería imposibilitar la vida de los seres humanos en Namor. Continuando con mi analogía de hace unos instantes, esos métodos son el equivalente biológico de matar a un individuo de la especie humana, haciendo explotar un ingenio termonuclear de baja potencia sobre la ciudad en la cual reside habitualmente, y por dicha razón he terminado descartándolos.

»En vez de ello he acabado optando por lo que podría denominarse como una estrategia de fuego a discreción, introduciendo muchas especies nuevas en la ecología namoriana con la esperanza de que algunas de ellas puedan acabar resultando enemigos naturales efectivos y capaces de ir diezmando las filas de sus monstruos marinos. Algunos de mis guerreros son animales tan grandes como letales y son lo bastante formidables como para encontrar presa fácil incluso a sus temibles acorazados. Otros son pequeños pero veloces, cazadores semiocasionales que forman jaurías y se reproducen a gran velocidad. Hay otros que son casi invisibles y tengo la esperanza de que encuentren a esos monstruos de pesadilla en sus etapas más jóvenes y menos potentes, reduciendo de tal modo su número. Por lo tanto y como ya habrá comprendido, mi estrategia es múltiple y variada. Estoy usando toda la baraja y no limitándome a una sola carta. Dado su tajante ultimátum, era mi única opción posible —Tuf le dirigió una seca inclinación de cabeza—. Tengo la esperanza de que se encuentre satisfecha, Guardiana Qay.

Ella frunció el ceño, pero no le respondió.

—Bien, caso de que haya terminado con esas deliciosas gachas de hongos —dijo Tuf—, podemos empezar. No deseo que saque la impresión de que estoy perdiendo el tiempo de. liberadamente. Doy por sentado que posee usted un perfecto entrenamiento como piloto, ¿no?

—Sí —le replicó ella con brusquedad. —¡Excelente! —dijo Tuf—. Entonces, le daré instrucciones en cuanto a la peculiar idiosincrasia de mi lanzadera. Dentro de una hora ya habrá sido cargada hasta los topes y podrá empezar su primer viaje. Seguiremos largas trayectorias rectilíneas sobre sus mares e iremos descargado nuestra carga en sus revueltas aguas. Yo me encargaré de pilotar el Basilisco en el hemisferio norte y usted se encargará de la Mantícora en el sur. Si este plan le parece aceptable, dirijámonos hacia las rutas que he planeado —y Haviland Tuf se levantó con envarada dignidad.


Durante los veinte días siguientes Haviland Tuf y Kefyra Qay cruzaron de un extremo a otro los peligrosos cielos de Namor, trazando con sus viajes una lenta rejilla sobre el océano y sembrándolo con su carga. La Guardiana sentía una extraña alegría durante esos viajes. Era agradable estar de nuevo en acción y, además, lo que hacía le daba cierta esperanza. Ahora los acorazados, los globos de fuego y los caminantes tendrían que vérselas con sus propias pesadillas, recogidas al azar de una cincuentena de planetas.

De Viejo Poseidón llegaron la anguilas vampiro, las nessies y las enmarañadas masas de las telarañas de hierba, afiladas como navajas e igualmente mortíferas.

De Acuario, Tuf había clonado los cuervos negros, los aún más veloces cuervos escarlata, las bolas de algodón venenoso y la tan fragante como carnívora hierba de la dama.

Del Mundo de Jamison, las cubas habían hecho surgir a los dragones de arena, a los dreerantes y una docena más de especies ofidias, tanto grandes como pequeñas, de casi todos los colores imaginables.

Y de la Vieja Tierra la biblioteca celular había rebuscado hasta encontrar a los gigantescos tiburones blancos, las barracudas, los pulpos gigantes y las orcas, dotadas de tal astucia que se las podía calificar de medio inteligentes.

Sembraron Namor con el monstruoso kraken gris de Lissador y el kraken azul de Ance, no tan grande como el otro; con las colonias de medusas de Noborn; con los látigos giratorios de Daronian y el encaje sangriento de Cathaday, así como los peces fortaleza de Dam Tullian, la pseudoballena de Gulliver y el ghrin’da de Hruun-2, al mismo tiempo que utilizaban miniaturas como las navajas de Avalon, los parásitos caesni de Ananda y las mortíferas avispas acuáticas de Deirdran, que se reproducían por huevos y eran capaces de construir nidos enormes. Para que se encargaran de los globos de fuego habían traído una incontable variedad de especies capaces de surcar el aire: mantas de aguijón, las alas-navaja de un brillante rojo anaranjado, rebaños enteros de los aulladores semi acuáticos. y una criatura espantosa, de un pálido color azulado, medio planta y medio animal, prácticamente sin peso y capaz de flotar en el viento, acechando dentro de las nubes como una telaraña viviente y dotada de un hambre feroz. Tuf la llamaba la-hierba-que-llora-y-suspira y le aconsejó a Kefyra Qay que, en lo sucesivo, no volara nunca a través de las nubes.

Plantas y animales, engendros que no eran ni una cosa ni otra, depredadores y parásitos, criaturas negras como la noche o de brillante colorido junto a otras que eran casi invisibles por su total ausencia de color, seres extraños y tan hermosos que resultaba imposible describirlos o tan horribles que su aspecto era inconcebible, nativos de mundos cuyos nombres ardían con un fuego imperecedero en la historia del hombre, en tanto que algunos otros eran casi desconocidos. Un infinito repertorio de especies. Día tras día el Basilisco y la Mantícora cruzaron como rayos los mares de Namor, demasiado veloces y mortíferos para los globos de fuego que vagaban al acecho de su presa, dejando caer sus armas vivientes con toda impunidad. Después de cada viaje al Arca y, una vez en ella, Haviland Tuf y uno o más de sus gatos, buscaban la soledad en tanto que Kefyra Qay solía llevarse con ella a Estupidez y se encerraba en la sala de comunicaciones para enterarse de las últimas noticias.

—El Guardián Smitt informa haber avistado seres extraños en el Estrecho Naranja. No hay ninguna señal de acorazados.

—Un acorazado avistado en Batthern, combatiendo encarnizadamente con una cosa provista de tentáculos que le doblaba en tamaño. ¿Dice que es un kraken gris? Muy bien. Tendremos que ir aprendiendo todos esos nombres, Guardiana Qay.

La Franja de Mullidor informa que una familia de mantas de aguijón ha instalado su residencia en los acantilados. La Guardiana Horn dice que cortan a los globos de fuego como si fueran cuchillos vivientes. Dice que los globos se agitan indefensos y que luego se deshinchan para caer al mar sin poder defenderse. ¡Magnífico!

—Hoy hemos tenido noticias de Playa Índigo, Guardiana Qay. Una historia muy extraña. Tres caminantes emergieron a toda prisa del agua, pero no se trataba de ningún ataque. Estaban como enloquecidos e iban de un lado a otro aparentemente sufriendo enormes dolores, y de todas sus articulaciones colgaban una especie de sogas pálidas y pegajosas. ¿Qué era?

—En la costa de Nueva Atlántida ha encallado hoy un acorazado muerto. La Navaja Solar avistó otro espécimen muerto en su patrulla occidental. Estaba pudriéndose en el agua. Varias especies desconocidas lo estaban haciendo pedazos.

—La Espada Estelar se desplazó ayer a las Cumbres de Fuego y no vio más de media docena de Globos de Fuego. El Consejo de Guardianes está pensando en reanudar los vuelos aéreos en trayectos no muy largos, empezando con las Perlas de la Concha, como prueba. ¿Qué opina de ello, Guardiana Qay? ¿Cree aconsejable que corramos el riesgo o le parece prematuro?

Cada día llegaban nuevos informes ya cada nuevo vuelo de la Mantícora Kefyra Qay sonreía más ampliamente. Pero Haviland Tuf seguía callado e impasible.

Cuando ya llevaban treinta y cuatro días de guerra, el jefe de Guardianes Lysan habló con ella.

—Bueno, hoy se ha encontrado otro acorazado muerto. Debió ser toda una batalla. Nuestros científicos han estado analizando los restos contenidos en su estómago y al parecer se había estado alimentando exclusivamente de orcas y kraken azules.

Kefyra Qay torció levemente el gesto y luego se encogió de hombros.

—En Boreen encalló hoy un kraken gris —le dijo unos cuantos días después el jefe de Guardianes Moen—. Los habitantes se quejan del olor e informan que presenta huellas gigantescas de mordiscos circulares. Es obvio que se trata de un acorazado, pero debe ser mucho más grande de lo habitual. —Qay se removió incómoda al oír esa noticia.

—Todos los tiburones parecen haberse esfumado del Mar Ambarino. Nuestros biólogos no encuentran ninguna explicación válida para ello. ¿Qué opina? Pregúntele a Tuf, ¿quiere? —Kefyra Qay escuchaba en silencio, sintiendo algo parecido al temor.

—Una noticia muy extraña para ustedes. Se ha visto algo moviéndose por la Fosa Coterina. Tenemos informes tanto de la Navaja Solar como del Cuchillo Celeste y también varias confirmaciones de patrullas aéreas. Dicen que es algo enorme, una auténtica isla viviente, que se lo lleva todo a su paso. ¿Es algo suyo? Si lo es, puede que hayan cometido un error de cálculo. Dicen que se está comiendo a las barracudas, a las agujas terrestres ya las navajas a millares. —Kefyra Qay no supo qué responder.

—Otra vez se han visto globos de fuego en las cercanías de Playa Mullidor, a centenares. No sé si debo creer en los informes pero dicen que las mantas de aguijón pasan junto a ellos sin hacerles caso. ¿Creen que…?

—Hemos vuelto a divisar parientes de los acorazados, ¿increíble, no? Creíamos que se habían extinguido. Hay montones y se están comiendo a las especies más pequeñas de Tuf como si nada. Tienen que…

—Se han divisado acorazados utilizando sus chorros de agua para derribar del cielo a los aulladores…

—Algo nuevo, Kefira, un volador… bueno, quizá sería mejor decir una especie de planeador. Hay enjambres enteros de ellos y remontan el vuelo desde la espalda de los globos de fuego. Ya han derribado tres naves y las mantas no pueden competir con ellos…

—…se acabó, se lo repito, ya no queda ni una, esas cosas que se escondían entre las nubes han muerto todas. Los globos las están haciendo pedazos, el ácido no les afecta, están viniendo a montones…

—…más avispas acuáticas muertas, centenares de ellas, miles, dónde están…

—…otra vez caminantes. Castillo del Alba ya no emite, creo que ha sido destruida por ellos. No podemos entenderlo. La isla estaba rodeada de encaje sangriento y colonias de medusas. Tendría que haber resistido, a menos que…

—Playa Índigo lleva una semana sin emitir… treinta, cuarenta globos de fuego en los alrededores de Cabben. El Consejo teme que…

—…no hay noticias de Lobbadoon… un pez fortaleza muerto, tan grande como media isla… los acorazados se metieron dentro del puerto y…

—…caminantes… Guardiana Qay, hemos perdido a la Espada Estelar, creemos que ha sido encima del Mar Ártico. La última transmisión era muy confusa pero pensamos…

Kefyra Qay se puso en pie, casi temblando, y giró en redondo para huir de la sala de comunicaciones y de todas sus pantallas que balbuceaban informes de muerte, destrucción y derrota. Haviland Tuf estaba inmóvil ante ella, su rostro pálido e impasible, con Ingratitud plácidamente sentada en su hombro izquierdo.

—¿Qué está pasando? —le preguntó la Guardiana. —Guardiana, había creído que le resultaría obvio a cualquier persona de una inteligencia normal. Estamos perdiendo. Puede que ya nos hayan derrotado.

Kefyra Qay luchó heroica mente para no gritar. —¿No piensa hacer nada? ¿No piensa contraatacar? Todo es culpa suya, Tuf. No es un ingeniero ecológico. Es un simple comerciante que ni tan siquiera sabe lo que está haciendo. Esa es la razón de que…

Haviland Tuf alzó la mano pidiendo silencio. —Por favor —dijo—, ya he tolerado considerables vejaciones por su parte y no deseo ser aún más insultado. Soy un hombre tranquilo, de ánimo benevolente y amable, pero incluso yo puedo acabar cediendo a la ira si la provocación es suficiente para ello. En estos momentos se está acercando a dicho punto. Guardiana, no pienso aceptar ninguna responsabilidad en lo tocante a este desafortunado rumbo de los acontecimientos. Esta apresurada guerra biológica en la cual nos hemos comprometido no fue idea mía. Fue su poco civilizado ultimátum el que me obligó a cometer ciertos actos, no muy inteligentes, para aplacarla con ellos. Por suerte, mientras usted ha pasado las noches regocijándose ante victorias tan ficticias como pasajeras, yo he continuado mi trabajo. He trazado el mapa de su mundo en mis ordenadores y en ese gráfico he ido observando las múltiples etapas por las cuales ha pasado dicha guerra. He duplicado su biosfera en uno de mis tanques de mayor tamaño y he sembrado en él muestras de vida namoriana clonadas a partir de especímenes muertos, un pedazo de tentáculo por aquí y un fragmento de caparazón por allá. He observado lo que ocurría, lo he analizado y por último he logrado llegar a ciertas conclusiones. Por supuesto que siguen siendo provisionales pero lo que ahora está ocurriendo en Namor tiende a confirmar mi hipótesis. Por todo ello, Guardiana, le pido que cese en sus intentos difamatorios.

Tras una refrescante noche de sueño bajaremos a Namor y una vez allí intentaré poner fin a su guerra.

Kefyra Qay se le quedó mirando sin apenas atreverse a creer que sus temores pudieran ceder nuevamente paso a la esperanza.

—Entonces, ¿tiene la respuesta? —Ciertamente. ¿No ha quedado claro por mis palabras anteriores?

—¿De qué se trata? —le preguntó ella—. ¿Algunas criaturas nuevas? Quiero decir… ha estado clonando algo, ¿no? ¿Es alguna plaga? ¿Algún monstruo?

Haviland Tuf alzó nuevamente la mano. —Paciencia. Antes debo estar seguro. Se ha burlado de mí y no ha dejado de acosarme con tan constante vigor que dudo, una vez llegado el momento, antes de exponerme nuevamente al ridículo por confiarle mis planes. Primero quiero probar su validez. Mañana hablaremos de todo. No habrá vuelo guerrero con la Mantícora. En lugar de ello, quiero que vaya a Nueva Atlántida y arregle una sesión plenaria del Consejo de los Guardianes. Por favor, encárguese de transportar a quienes se encuentren en islas demasiado alejadas.

—¿y usted? —le preguntó Kefyra Qay. —Yo me reuniré con el consejo llegado el momento. Antes debo llevar tanto mis planes como mi criatura a Namor para una misión particular. Creo que iremos en el Fénix, sí, creo que el Fénix será perfectamente adecuado para conmemorar el resurgimiento de su planeta de entre las cenizas. Es cierto que se trata de cenizas algo húmedas, pero son cenizas de todos modos.


Kefyra Qay se reunió con Haviland Tuf en la cubierta de aterrizaje unos instantes antes de la hora fijada para el despegue. La Mantícora y el Fénix se encontraban en sus soportes de lanzamiento rodeadas por una confusa multitud de naves medio destruidas. Haviland Tuf estaba tecleando con rapidez en un mi ni ordenador que llevaba abrochado a la muñeca. Iba cubierto con una especie de gabán hecho de vinil gris, provisto de numerosos bolsillos y unas hombreras más bien aparatosas. Una gorra marrón y verde, en la que brillaba la insignia de los Ingenieros Ecológicos, cubría con una algo pretenciosa inclinación su calva cabeza.

—Ya he hablado con el Control de Namor y el Cuartel General de los Guardianes —le dijo Kefyra Qay—. El Consejo está reuniéndose. Me encargaré de transportar una media docena de jefes de Guardianes, procedentes de los distritos más alejados, con lo cual todos estarán presentes. ¿y usted, Tuf? ¿Está preparado? ¿Se encuentra ya a bordo su misteriosa criatura?

—Pronto lo estará —dijo Haviland Tuf con un pestañeo. Pero Kefyra Qay no se dio cuenta de ese gesto, pues no le estaba mirando a la cara sino más abajo. —Tuf —dijo—, hay algo en su bolsillo. y se mueve. —Con expresión de incredulidad, Kefyra Qay vio como algo reptaba bajo el vini gris, formando arrugas en el tejido.

—Ah —dijo Tuf—, ciertamente. —y entonces la cabeza emergió de su bolsillo, contemplando los alrededores con franca curiosidad. La cabeza pertenecía a un gatito negro como el azabache y provisto de unos brillantes ojos amarillos.

—Un gato —murmuró con cierta amargura Kefyra Qay. —Posee usted una capacidad perceptiva rayana en lo increíble —dijo Haviland Tuf. Sacó nuevamente al gatito de su bolsillo y lo sostuvo en su blanca manaza, mientras le rascaba detrás de la oreja—. Este es Dax —dijo con voz solemne. Dax tenía apenas la mitad del tamaño de sus congéneres aún no adultos y se parecía mucho a una bolita de pelo negro, aunque tenía un aspecto curiosamente flácido e indolente.

—Maravilloso —replicó la Guardiana—. ¿Dax, eh? ¿De dónde ha salido éste…? No, no es preciso que me responda, ya puedo adivinarlo. Tuf, ¿no tenemos por hacer cosas mucho más importantes que ir jugando con gatos?

—No me lo parece —dijo Haviland Tuf—. Guardiana, no aprecia usted a los gatos en la medida suficiente. Son las más civilizadas de todas las criaturas y no puede llamarse auténticamente civilizado a un mundo sin gatos. ¿Ya sabe usted que desde épocas inmemoriales todos los gatos han poseído ciertos poderes psíquicos. ¿Sabía que ciertas culturas de la Vieja Tierra los adoraban como a dioses?

—Por favor —le dijo ella con irritación—. No tenemos tiempo para una discusión sobre gatos. ¿Piensa llevar con usted a esa pobre criatura hasta Namor?

Tuf pestañeó. —Ciertamente. Esta pobre criatura, tal y como usted la ha calificado despectivamente, es la salvación de Namor y creo que, dadas las circunstancias, quizá se imponga tenerle un cierto respeto.

Kefyra Qay le miró como si se hubiera vuelto loco. —¿Qué? ¿Eso? ¿Él? Quiero decir… ¿Dax? ¿Está hablando seriamente? Debe ser una broma, ¿no? Deber ser una broma de mal gusto, una locura. Debe tener algo dentro del Fénix, algún inmenso leviatán capaz de limpiar el mar de esos acorazados, algo, cualquier cosa, no sé. Pero no puede referirse a… no puede referirse a… a eso.

—Pues sí, me refiero a él —dijo Haviland Tuf—. Guardiana, me resulta francamente agotador verme obligado una y otra vez a proclamar lo obvio. Dada su insistencia les proporcioné krakens, mantas de aguijón y encaje sangriento, pero no han resultado eficaces. Por lo tanto, y después de haberlo meditado mucho, he clonado a Dax.

—Un gatito —dijo ella—. Piensa utilizar un gatito contra los acorazados, los globos de fuego y los caminantes. jun minúsculo gatito!

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf. La contempló durante unos segundos con el ceño fruncido, confinó nuevamente a Dax en el interior de su inmenso bolsillo y le dio la espalda, dirigiéndose hacia el Fénix que permanecía esperándole.


Kefyra Qay se estaba poniendo muy nerviosa. Los veinticinco jefes Guardianes que dirigían la defensa de todo Namor, estaban también empezando a inquietarse después de largas horas de espera en la Torre del Rompeolas, en Nueva Atlántida. De hecho, algunos llevaban ya todo el día en las estancias del consejo. La gran mesa de conferencias estaba atestada de listados, comunicadores personales y vasos de agua vacíos. Ya se habían servido dos comidas y luego se habían eliminado sus restos. El jefe Alis estaba hablando con voz apremiante y altiva al jefe Lysan, delgado y de expresión austera, junto a la gran ventana curva que dominaba el extremo más alejado de la estancia. Ambos comenzaron a mirar de vez en cuando a Kefyra Qay en forma bastante significativa. A su espalda el sol empezaba a ocultarse y la gran ensenada se teñía de escarlata. La escena era tan bella que resultaba difícil prestar atención a los puntitos brillantes, cada uno de los cuales correspondía a una de las naves de los Guardianes, que patrullaban incesantemente.

Ya casi era de noche, los miembros del consejo se removían con gruñidos de impaciencia en sus grandes sillones acolchados y Haviland Tuf no había hecho aún acto de presencia.

—¿Cuándo dijo que estaría aquí? —le preguntó por quinta vez el jefe Khem.

—No fue demasiado preciso al respecto, jefe de Guardianes —le replicó con cierta inquietud, también por quinta vez, Kefyra Qay.

Khem frunció el ceño y tosió levemente.

De pronto uno de los comunicadores empezó a zumbar y el jefe Lysan lo cogió sin perder ni un segundo.

—¿Sí? —dijo—. Entiendo. Muy bien. Escóltenle hasta aquí —dejó nuevamente el comunicador sobre la mesa y golpeó levemente el borde con la mano, pidiendo silencio. Los demás miembros del consejo ocuparon sus asientos, interrumpieron sus conversaciones y se irguieron para prestar atención. En la gran estancia reinó el silencio más completo—. Era la patrulla. La nave de Tuf ha sido divisada. Me alegra poder informarles de que ya viene —y, mirando a Kefyra Qay, añadió—: Por fin.

La Guardiana se sintió todavía más nerviosa. Ya resultaba bastante malo que Tuf les hubiera hecho esperar, pero empezaba a temer horrores al instante de su entrada en la sala con Dax asomando de su bolsillo. Qay no había logrado encontrar palabras con las que informar a sus superiores de que Tuf se proponía salvar Namor con un gatito negro. Se removió en su asiento, acariciándose con nerviosismo las prominentes aristas de su nariz. Tenía la impresión de que iba a pasar un mal rato.

La cosa fue mucho peor de lo que se había imaginado. Todos los jefes de Guardianes esperaban, rígidos y silenciosos, con la mirada fija en las puertas. Estas se abrieron y Haviland Tuf cruzó el umbral, escoltado por cuatro guardias armados que vestían monos dorados. Tenía un aspecto lamentable. Al caminar sus botas emitían húmedos ruidos de succión y su gabán estaba cubierto de barro. Tal y como había pensado, Dax asomaba de su bolsillo izquierdo con las patas fuera y sus grandes ojos examinando cuanto le rodeaba. Pero los jefes de Guardianes no estaban mirando al gatito. Bajo el otro brazo, Haviland Tuf llevaba una roca fangosa que tendría el tamaño aproximado de una cabeza humana. La roca estaba cubierta por una gruesa capa de barro marrón verdoso y un reguero de agua fluía de ella para caer sobre la lujosa alfombra.

Sin decir palabra Tuf se encaminó directamente hacia la mesa de conferencias y dejó la roca en su centro. En ese momento Kefira Qay distinguió los tentáculos, pálidos y delgados como hilos, y se dio cuenta de que no era una roza, después de todo.

—¡Una concha de fango! —dijo en voz alta, sorprendida. No resultaba extraño que hubiera sido incapaz de reconocerla al principio. Había visto muchas con anterioridad; pero no hasta después de ser lavadas y hervidas y de que les hubieran quitado los anillos. Normalmente se las servía con un martillo y un cincel para abrir el caparazón, que tenía una consistencia parecida a la del hueso, acompañándolas con mantequilla derretida y especias.

Los jefes Guardianes contemplaron el objeto con asombro durante unos instantes y luego empezaron a hablar todos a la vez, con lo que la cámara del consejo se convirtió en una ininteligible confusión de voces superpuestas.

—…es una concha de fango, no comprendo… —¿Qué significa todo esto?

—Nos hace esperar todo el día y luego se presenta ante nosotros cubierto de barro y porquería. La dignidad del consejo está…

—…oh, debe hacer unos dos años que no he comido… es imposible que ése sea el hombre que va a salvarnos…

—…está loco, no hace falta más que… tiene algo en el bolsillo, ¿qué es? ¡Mirad! ¡Dios mío, se ha movido! Os digo que está vivo, vi cómo…

—¡Silencio! —Las voz de Lysan atravesó el tumulto como un cuchillo. La estancia fue acallándose a medida que los jefes de Guardianes se volvían hacia él, uno a uno—. Nos hemos reunido atendiendo a su petición —le dijo Lysan con cierto sarcasmo a Tuf—. Esperábamos que nos traería una respuesta y en vez de eso, aparentemente, nos ha traído la cena.

Alguien se rió al otro extremo de la mesa. Haviland Tuf contempló con el ceño fruncido sus manos embarradas y luego se las limpió con gestos lentos y delicados en su gabán. Sacó a Dax de su bolsillo y depositó el aletargado cachorro negro sobre la mesa. Dax bostezó, se estiró minuciosamente y luego fue hacia el jefe de Guardianes más próximo, el cual le contempló con ojos horrorizados y se apresuró a retirar lo más posible su asiento de la mesa. Tuf, mientras tanto, se había quitado su enorme gabán, que chorreaba de agua y fango y, tras buscar un sitio donde guardarlo, acabó colgándolo del rifle láser de uno de sus guardianes. Sólo entonces se volvió hacia la mesa de conferencias.

—Estimados jefes de Guardianes —dijo—, lo que contemplan ante ustedes no es precisamente la cena y en esa misma actitud es donde se encuentra la raíz de todos sus problemas. Es el embajador de la raza que comparte Namor con ustedes y su nombre, lamentablemente, está mucho más allá de mis miserables capacidades. Su gente se enfadaría muchísimo si se lo comieran.


Finalmente alguien le trajo un mazo a Lysan y éste lo empleó durante el tiempo necesario y con tal contundencia que logró atraer la atención de todos y el tumulto fue acallándose lentamente. Haviland Tuf había permanecido impasible durante el griterío, con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro totalmente carente de expresión. Sólo una vez restaurado el silencio abrió nuevamente la boca.

—Quizá deba explicarme —dijo. —Está loco —exclamó el jefe Harvan, mirando alternativamente a Tuf ya la concha de barro—, está loco de remate.

Haviland Tuf cogió a Dax de la mesa, se lo puso encima del brazo y empezó a pasarle la mano por el lomo.

—Incluso en nuestro momento de triunfo debemos vernos insultados y sometidos al escarnio —le dijo al gatito.

—Tuf —dijo Lysan desde la cabecera de la mesa—, lo que sugiere es imposible. Hemos explorado Namor con bastante detalle en el siglo que llevamos aquí y estamos seguros de que no hay en él razas inteligentes. No hay ciudades, no hay caminos, no hay señales de ninguna civilización ni tecnología anterior a la nuestra, no hay ruinas ni artefactos. No hay nada, ni encima del mar ni debajo de él.

—Lo que es más —dijo una mujer entrada en carnes y de cara rojiza—, es imposible que las conchas de fango sean inteligentes. Concedo que poseen cerebros del tamaño de un ser humano, pero eso es todo lo que tienen. Carecen de ojos, orejas y narices, no tienen prácticamente ningún equipo sensorial salvo el necesario para el tacto. Lo único que poseen como órganos para la manipulación son esos anillos y son tan débiles que, apenas si bastarían para levantar un guijarro. De hecho, sólo sirven para anclar sus cuerpos en el lecho marino. Son hermafroditas y francamente poco evolucionadas, siendo capaces de movimiento sólo durante su primer mes de vida, antes de que su caparazón se endurezca y adquiera el peso de la etapa adulta. Una vez que se enraízan en el fondo y se cubren de barro no vuelven a moverse nunca más. Se quedan en el mismo sitio durante cientos de años.

—Durante millares —dijo Haviland Tuf—, pues son criaturas de una longevidad más que notable. Todo lo que ha dicho es indudablemente correcto, pero las conclusiones que saca de tales hechos son erróneas. Han dejado que les cegara la belicosidad y el temor. Si hubieran intentado no dejarse arrastrar por su situación personal y se hubieran tomado el tiempo necesario para pensar lo suficiente, tal y como hice yo, no tengo ni la menor duda de que incluso para sus mentes militares habría resultado obvio que no se hallaban ante una catástrofe natural. Sólo las maquinaciones de alguna inteligencia hostil podían explicar de un modo satisfactorio el trágico curso de los acontecimientos en Namor.

—No pretenderá hacernos creer que… —empezó a decir alguien.

—Caballeros —le interrumpió Haviland Tuf—, tengo la esperanza de que me escuchen y si dejan de hablar a la vez se lo explicaré todo. Entonces podrán escoger entre creerme o no, según sea su capricho. En tal caso, tomaré lo que se me debe y partiré —Tuf miró a Dax—. Idiotas, Dax. Estamos rodeados de idiotas vayamos, adonde vayamos —luego se giró hacia los jefes de Guardianes y prosiguió—. Tal y como ya he dicho, estaba claro que alguna inteligencia se encontraba detrás de todo esto y la dificultad era encontrar de qué inteligencia se trataba. Estuve examinando el trabajo de sus biólogos, tanto vivos como ya fallecidos; leí todo lo que pude hallar sobre su flora y fauna y recreé a bordo del Arca bastantes formas de vida nativa. No me pareció que entre ellas se encontrara ningún candidato a dicho papel, ya que las señales típicas de la vida inteligente incluyen un cerebro más bien grande, sofisticados sensores biológicos, movilidad y algún tipo de órgano manipulador, tal como el pulgar oponible. En ningún lugar de Namor me resultaba posible hallar una criatura de tales características y, pese a ello, mi hipótesis era correcta. Por lo tanto, y dada la carencia de candidatos probables, tuve que concentrarme en los improbables.

»Con tal fin estudié la historia de los problemas actuales y de inmediato hice varios descubrimientos interesantes. Creían que sus monstruos marinos habían emergido de las simas tenebrosas del mar pero, ¿cuál fue el lugar de sus primeras apariciones? En las zonas cercanas a la costa y de poca profundidad, aquellas en las que se practicaba extensamente la pesca y la agricultura marítima. ¿Qué había en común en tales zonas? Ciertamente, y ello debe admitirse, una abundancia desacostumbrada de vida, pero no la misma vida. Los peces que pueblan las aguas de Nueva Atlántida no frecuentan las de Mano Rota. Pero logré encontrar dos excepciones interesantes, dos especies que podían hallarse virtualmente por doquier. Las conchas de fango, yaciendo inmóviles en sus lechos marinos durante el lento paso de los siglos y, en un principio, esos lejanos antepasados de los acorazados actuales. La vieja raza nativa de Namor tiene otro nombre para ellos: les llaman guardianes.

»Una vez hube llegado a tal punto, sólo era cuestión de trabajar en ciertos detalles y confirmar mis sospechas. Podría haber llegado a estas mismas conclusiones mucho antes, de no haber sido por las groseras interrupciones de la oficial de enlace Kefira Qay, quien no dejaba de perturbar mi concentración en el estudio y que acabó obligándome a perder el tiempo, mediante modos refinadamente crueles, en la creación de los kraken grises, las navajas y multitud de criaturas semejantes. En el futuro tendré gran cuidado de rehuir dicho tipo de relaciones en mi trabajo.

»Sin embargo, el experimento no careció por completo de utilidad, pues confirmó mi teoría sobre cuál era la verdadera situación de Namor y ello me espoleó a seguir adelante. Los estudios geográficos me mostraron que la mayor concentración de monstruos se daba en las zonas donde había conchas de fango y los combates más encarnizados se habían dado en tales lugares. Estaba claro que esas criaturas, que tan deliciosamente comestibles le parecen a su gente, eran sus misteriosos enemigos. Más, ¿cómo era posible? Esas criaturas tenían grandes cerebros, cierto, pero les faltaban todos los demás rasgos que asociamos a la inteligencia tal y como la conocemos. ¡Y ése era el centro del enigma! Estaba claro que su inteligencia no era como la que nos es conocida y familiar, pues, ¿qué clase de ser inteligente podría vivir bajo el mar, inmóvil, ciego, sordo y desprovisto de cualquier clase de estimulación sensorial? Estuve meditando en ello y, caballeros, la respuesta es obvia. Una inteligencia como ésa debía poseer medios de contacto con el mundo, que nosotros no tenemos y debía poseer igualmente sus propias formas de sentir y comunicar. Una inteligencia de tal tipo debía ser telepática, ciertamente. Cuanto más lo pensaba más obvio me parecía.

»Por lo tanto, ya sólo quedaba poner a prueba mis conclusiones. Con dicho fin engendré a Dax. Caballeros, todos los felinos poseen ciertas trazas de habilidades psiónicas. Hace muchos siglos, en los días de la Gran Guerra, los soldados del Imperio Federal combatieron a enemigos dotados de terribles poderes psi: las Mentes Hranganas y los sobrealmas githyanki. Para luchar contra enemigos tan formidables, los ingenieros gen éticos tuvieron que acudir a los felinos, aumentando y aguzando enormemente sus habilidades psiónicas y haciéndoles capaces de comunicar extrasensorialmente con los seres humanos. Dax pertenece a ese tipo tan especial de felinos.»

—¿Quiere decir que esa cosa nos está leyendo la mente? —le preguntó secamente Lysan.

—Sí, al menos si hay algo que valga la pena leer en ella —dijo Haviland Tuf—. Pero lo más importante de todo es que, mediante Dax, pude establecer contacto con esa vieja raza, a la que ustedes han bautizado ignominiosamente como conchas de fango. Una raza totalmente telepática.

»Durante un número incontable de milenios su raza vivió en paz y tranquilidad bajo los mares de este mundo. Son una raza lenta y filosófica y su número se contaba en miles de millones, estando cada individuo unido a los demás, siendo cada uno parte del gran todo racial y, al mismo tiempo, una personalidad propia. En cierto sentido eran inmortales, pues todos compartían las experiencias de todos y la muerte de uno solo no era nada para el todo. Sin embargo, las experiencias no eran algo que abundara demasiado en el mar inmutable y, durante la mayor parte de sus vidas, los individuos de la raza se consagraban al pensamiento abstracto, a la filosofía ya extrañas meditaciones oceánicas que ni ustedes ni yo podemos realmente comprender. Se les podría calificar de músicos silenciosos ya que su raza ha tejido enormes sinfonías de sueños, canciones que nunca tendrán final.

»Antes de que la humanidad llegara a Namor, pasaron millones de años sin tener auténticos enemigos, aunque no siempre había sido así. En los inicios de este húmedo planeta, los océanos estaban llenos a rebosar de seres a los cuales el sabor de los soñadores les parecía tan placentero como a ustedes. Pero, incluso entonces, la raza ya comprendía los principios de la genética y la evolución. Con su gran red de mentes unidas entre sí, fueron capaces de manipular la textura básica de la vida, con mucha más habilidad que cualquier ingeniero gen ético. y de ese modo acabaron creando a sus guardianes, formidables predadores con el imperativo biológico de proteger a los seres que ustedes llaman conchas de fango. Eran los antepasados lejanos de los actuales acorazados y, desde el momento de su creación, se encargaron de guardar los lechos de la raza, en tanto que los soñadores volvían a componer sus sinfonías de pensamientos.

»Entonces llegaron los colonos de Acuario y Viejo Poseidón. Perdidos en sus meditaciones los soñadores no se enteraron realmente de tal llegada durante muchos años. Durante este tiempo, los colonos pescaron, cosecharon el mar y descubrieron el sabor de las conchas de fango. jefes de Guardianes!, deben pensar por unos instantes en lo que representó su descubrimiento para ellos. Cada vez que un miembro de la raza era sumergido en agua hirviente todos compartían sus sensaciones. Para los soñadores fue como si de pronto hubiera evolucionado un predador tan terrible como nuevo, surgiendo de la nada, en un lugar que a ellos les interesaba muy poco. El continente. No tenían ni la menor idea de que pudieran ser inteligentes, ya que no podían concebir una inteligencia capaz de comunicarse por telepatía, del mismo modo que a ustedes les resultaba inconcebible una inteligencia ciega, sorda, inmóvil y comestible. Para ellos, las cosas que se movían y que eran capaces de manipular los objetos, alimentándose de carne, eran meros animales y no podían ser otra cosa.

»El resto ya lo saben o pueden imaginárselo. Los soñadores son una raza lenta, perdida en sus inmensas canciones y su respuesta fue igualmente lenta. Primero se limitaron a ignorarles, creyendo que el ecosistema se encargaría de poner coto a sus rapiñas. Pero no sucedió así y pronto les pareció que estos nuevos depredadores carecían de enemigos naturales. Se reproducían de un modo constante y veloz y muchos millares de mentes de la raza cayeron en el silencio. Finalmente tuvieron que volver a los saberes casi olvidados de su lejano pasado y despertaron para protegerse a sí mismos. Aceleraron la reproducción de sus guardianes, hasta que encima de sus lechos marinos hubo auténticos enjambres de sus protectores, pero esos seres, que en el pasado tan admirablemente se habían bastado para defenderles de sus enemigos, no era un rival adecuado para ustedes. y de ese modo no les quedó más remedio que tomar nuevas medidas. Sus mentes dejaron a un lado la gran sinfonía y, formando un todo, examinaron la situación y la comprendieron. Después empezaron a crear nuevos guardianes, guardianes lo bastante temibles como para protegerles de esta nueva y terrible némesis. Así empezó todo. Cuando el Arca llegó a su planeta, Kefira Qay me obligó a desencadenar sobre su pacífico dominio una multitud de nuevas amenazas y los soñadores se vieron obligados a retroceder. Pero la lucha les había hecho más rápidos y su respuesta no tardó en llegar. En un corto lapso de tiempo empezaron a soñar nuevos guardianes y los enviaron al combate contra las criaturas que yo había dejado sueltas en Namor. Incluso ahora, cuando les estoy hablando en esta imponente torre del Consejo, una terrible multitud de nuevas especies se agita bajo los océanos y no tardarán en turbar su descanso durante los años venideros. A no ser, naturalmente, que se firme la paz. Esa decisión es totalmente suya. Yo no soy más que un humilde ingeniero ecológico y no se me ocurriría, ni en sueños, imponerles una cosa u otra. Sin embargo, ésa es mi sugerencia, y la hago con todo el fervor y la convicción de que soy capaz. Aquí tienen al embajador que yo personalmente he sacado del mar y bien podría añadir que al precio de bastantes incomodidades. Los soñadores se encuentran ahora más bien inquietos, pues cuando sintieron a Dax entre ellos, mediante su mente, entraron en contacto con la mía, su universo se hizo repentinamente un millón de veces más grande. Hoy mismo han descubierto las estrellas y, aún más, que no se encuentran solos en el cosmos.

Creo que se mostrarán razonables, dado que la tierra no les sirve de nada y el pescado no les parece un alimento digno de tal nombre, con Dax y conmigo aquí presentes, ¿Podemos empezar la conferencia?

Pero cuando Haviland Tuf se calló hubo un largo intervalo de silencio. Los jefes de Guardianes permanecían inmóviles, con el rostro lívido y aturdido. Uno a uno fueron desviando la mirada de los impasibles rasgos de Tuf y acabaron posándola en el caparazón fangoso, en el ser que reposaba sobre la mesa.

Y, finalmente, Kefira Qay logró hablar. —¿Qué quieren? —preguntó con voz temblorosa. —Principalmente —dijo Haviland Tuf—, quieren dejar de ser considerados como alimento, lo cual me parece una proposición francamente muy comprensible. ¿Qué contestan a ello?

—Dos millones no es suficiente —dijo Haviland Tuf cierto tiempo después, sentado en la sala de comunicaciones del Arca. Dax estaba tranquilamente instalado en su regazo, aunque le faltaba la acostumbrada y frenética energía de los demás gatitos. En un rincón de la estancia, Sospecha y Hostilidad se perseguían velozmente entre ellos.

En la pantalla los rasgos de Kefira Qay se torcieron en una mueca de suspicacia.

—¿A qué se refiere? Tuf, ése fue el precio que acordamos. Si está intentando engañarnos…

—¿Engañarles? —Tuf suspiró—. ¿La has oído, Dax? Después de todo lo que hemos hecho, se nos sigue agrediendo despreocupadamente con ese tipo de acusaciones desagradables. Sí, desagradables e infundadas, por extraña que parezca esa palabra aplicada a mis acciones. —Miró nuevamente hacia la pantalla. Guardiana Qay, recuerdo perfectamente cuál fue el precio acordado. Por dos millones de unidades base, me encargué de resolver sus dificultades. Analicé, medité y acabé dando con la teoría capaz de proporcionarles el traductor que tan urgentemente necesitaban. He llegado al extremo de entregarles veinticinco gatos telépatas, cada uno conectado a uno de sus jefes de Guardianes, para facilitar las comunicaciones que deban tener lugar después de mi marcha. También ello se encuentra incluido en los términos de nuestro acuerdo inicial, ya que resultaba necesario para resolver el problema. Y, dado que en el fondo de mi corazón soy más bien un filántropo que un negociante, por no mencionar mi profunda comprensión de los sentimientos humanos, incluso le he permitido que se quedara con Estupidez, dado que éste llegó a encariñarse de modo claramente exagerado con usted por razones que me resultan totalmente incomprensibles. Tampoco pienso exigir precio alguno por ello.

—Entonces, ¿por qué pide tres millones más? —le preguntó Kefira Qay.

—Por un trabajo innecesario que me vi cruelmente obligado a realizar —replicó Tuf—. ¿Desea que le haga una descripción más detallada de dicho trabajo?

—Sí, me gustaría mucho que me la hiciera —dijo ella. —Muy bien. Por los tiburones, las barracudas y los pulpos gigantes. Por las orcas, los kraken grises y los kraken azules; por el encaje sangriento y las medusas. Veinte mil unidades por cada uno. Por los peces fortaleza, cuarenta mil. Por la hierba-que-llora-y-susurra, ochenta… —y así continuó durante un tiempo muy, muy largo.

Una vez hubo terminado Kefira Qay apretó los labios con firmeza y dijo:

—Someteré su factura al Consejo de los Guardianes. Pero puedo decirle ahora mismo que sus peticiones me parecen injustas y desorbitadas y que nuestra balanza comercial no es lo suficientemente buena como para permitir semejante salida de divisas fuertes. Puede esperar en órbita durante un centenar de años, Tuf, pero no conseguirá cinco millones.

Haviland Tuf alzó las manos en un ademán de rendición.

—Ah… —dijo—. De modo que una vez más, por culpa de mi natural confianza en los otros, debo sufrir una pérdida… entonces, ¿no recibiré mi paga?

—Dos millones —dijo la Guardiana—. Tal y como fue acordado.

—Supongo que podía resignarme a esta decisión, tan cruel como falta de ética, y aceptarla como una de las duras lecciones de la vida. Muy bien, así sea. —Acarició lentamente a Dax—. Se ha dicho una y otra vez que quienes no saben aprender de la historia están condenados a repetirla y el único culpable de este desdichado giro de los acontecimientos soy yo mismo. Vaya, pero si hace tan sólo unos cuantos meses estuve contemplando un drama histórico sobre una situación análoga a la actual. En el drama se veía a una sembradora como la mía que libraba a un pequeño planeta de una molestísima plaga, sólo para computar que el ingrato gobierno de dicho planeta se negaba a pagar. Si hubiera sido más inteligente, eso me habría enseñado a exigir mi pago por adelantado. —Suspiró—. Pero no fui inteligente y por ello ahora debo sufrir las consecuencias —acarició nuevamente a Dax y guardó silencio durante unos instantes—. Puede que a su Consejo de Guardianes le interese contemplar dicha cinta por razones de pura y simple distracción. Se trata de un holograma totalmente dramatizado. La interpretación es buena y además proporciona fascinantes perspectivas sobre el poder y las capacidades de una nave como ésta. Me pareció altamente educativo. Su título es La sembradora de Hamelin.


Naturalmente, le pagaron.

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