PRIMERA PARTE

La muerte es el hecho primero y más antiguo,

y casi me atrevería a decir: el único hecho.

Tiene una edad monstruosa y es sempiternamente nueva.

ELÍAS CANETTI

La conciencia de las palabras


I

Sabía que iba a pasar; lo supo en cuanto la vio. Hacía muchos años que no volvía al Chaco y en medio de tantas emociones por los reencuentros, Araceli fue un deslumbramiento. Tenía el pelo negro, largo, grueso, y un flequillo altivo que enmarcaba perfectamente su cara delgada, modiglianesca, en la que resaltaban sus ojos oscurísimos, brillantes, de mirada lánguida pero astuta. Flaca y de piernas muy largas, parecía a la vez orgullosa y azorada por esos pechitos que empezaban a explotarle bajo la blusa blanca. Ramiro la miró y supo que habría problemas: Araceli no podía tener más de trece años.

Durante la cena, sus miradas se cruzaron muchas veces, mientras él hablaba de los años pasados, de sus estudios en Francia, de su casamiento, de su divorcio, de todo lo que habla una persona que los demás suponen trashumante porque ha recorrido mundo y ha vivido lejos, cuando regresa a su tierra después de ocho años y tiene apenas treinta y dos. Ramiro se sintió observado toda la noche por la insolencia de esa niña, hija del ahora veterano médico de campaña que fuera amigo de su padre, y que lo había invitado con tanta insistencia a su casa de Fontana, a unos veinte kilómetros de Resistencia.

La noche cayó con grillos tras los últimos cantos de las cigarras, y el calor se hizo húmedo y pesado y se prolongó después de la cena, rociada de vino cordobés, dulzón como el aroma de las orquídeas silvestres que se abrazaban al viejo lapacho del fondo de la finca. Ramiro nunca sabría precisar en qué momento sintió miedo, pero probablemente sucedió cuando descruzó las piernas para levantarse, al cabo del segundo café, y bajo la mesa los pies fríos, desnudos, de Araceli le tocaron el tobillo, casi casualmente, aunque acaso no.

Cuando se pusieron de pie para ir al jardín, porque el calor era sofocante, Ramiro la miró. Ella tenía sus ojos clavados en él; no parecía turbada. Él sí. Caminaron, con las copas en las manos, detrás del médico, que ya estaba bastante achispado, y de su esposa, Carmen, quien no dejaba de hablar. Los más chicos se habían acostado y Araceli, decía su madre, era raro que estuviera despierta a esa hora. "Los chicos crecen', dijo el médico. Y Araceli hizo como que miraba algo, al costado, en un gesto que Ramiro interpretó cargado de la intención de que él viera su media sonrisa.

Charlaron y bebieron en el jardín trasero, hasta las doce de la noche. Fue una velada que a Ramiro le resultó inquietante porque no podía dejar de mirar a Araceli, ni a su falda corta que parecía remontarse sobre las piernas morenas, suavemente velludas, impregnadas de sol, que en ese momento brillaban a la luz de la luna. Era incapaz de apartar de su cabeza algunas excitantes fantasías que parecían querer metérsele en la conversación, y que no sabía reprimir. Araceli no dejó de mirarlo ni un minuto, con una insistencia que lo turbaba y que él imaginó insinuante.

Al despedirse, cometió la torpeza de volcar un vaso sobre la muchacha. Ella se secó la pollera, alzándola un poco y mostrando las piernas, que él miró mientras el médico y su esposa, bastante bebidos los dos, hacían comentarios que pretendían ser graciosos.

Cuando se adelantaron para abrir la puerta que daba al patio, a fin de atravesar la casa hasta la calle, Ramiro tomó a Araceli de un brazo y se sintió estúpido, desesperado, porque lo único que se le ocurrió preguntar fue:

– ¿Te manchaste mucho?

Se miraron. Él frunció el ceño, dándose cuenta de que temblaba a causa de su excitación. Araceli cruzó los brazos por debajo de sus pechos, que parecieron saltar hacia adelante, y se encogió con un ligero estremecimiento.

– Está bien -dijo, sin bajar la mirada, que a Ramiro ya no le pareció lánguida.

Minutos después, cuando cruzó la carretera y entró al viejo Ford del 47 que le habían prestado, Ramiro se dio cuenta de que tenía las manos transpiradas, y que no era por el agobiante calor de la noche. Entonces fue que se le ocurrió la idea, que no quiso pensar ni por un segundo: apretó varias veces, violentamente, el acelerador, hasta que no dudó que había ahogado el motor. Con rabia, y ahora sin apretar el pedal, hizo girar en vano el arranque. El motor se ahogó más. Repitió la operación varias veces, empecinado, furioso, haciendo un ruido que se fue apagando junto con la batería.

– ¿No arranca, Ramiro? -preguntó el médico desde la casa. Ramiro pensó que ese hombre, ya borracho, era un estúpido por preguntar algo tan obvio. Con un gesto exagerado, y secándose el sudor de la frente, salió del coche y dio un portazo.

– No sé qué le pasa, doctor. Y me quedé sin batería. ¿No me daría un empujón?

– No, hombre, quedate a dormir y listo; mañana lo arreglamos. Además es tarde y hace demasiado calor. Y en el viaje a Resistencia se te puede descomponer de nuevo.

Y sin esperar respuesta caminó hacia la casa y empezó a ordenar a su mujer que le prepararan a Ramiro el dormitorio de Braulito, el mayor de sus hijos, que estudiaba en Corrientes.

Ramiro se dijo que acaso se iba a arrepentir de su propia locura. Se preguntó qué estaba haciendo. Dudó un instante, petrificado sobre el camino de tierra. Pero capituló cuando vio a Araceli, en la ventana del primer piso, mirándolo.

II

El cuarto al que lo destinaron también quedaba en la planta alta. Después de rechazar la invitación a tomar otra copa, y de despedirse del matrimonio, Ramiro se encerró en el dormitorio y se sentó en el borde de la cama, hundiendo la cabeza entre las manos. Respiró agitado, preguntándose si era el verano chaqueño, el calor, lo que lo ponía tan caliente. Pero no era eso: debió admitir que no podía olvidar el color de la piel de Araceli, ni la insinuación de sus pequeños pechos duros, ni su mirada que ahora dudaba si había sido lánguida o seductora, o las dos cosas.

Sí, se dijo, las dos cosas, y se apretó el sexo, erecto, dolorosamente endurecido, como si estuviera por romper las costuras del pantalón. Se sintió enfebrecido. Tenía la boca reseca. Le dolía la cabeza.

Debía ir al baño. Quería ir, para ver… Cuando abrió la puerta de la habitación, el pasillo estaba a oscuras. Se detuvo un momento, recostándose en la jamba, para acostumbrarse a la penumbra. A su izquierda había dos puertas cerradas, que supuso serían del matrimonio y de los niños; una tercera estaba entreabierta y desde adentro llegaba la tenue luz de un velador. Supo que era el cuarto en cuya ventana había visto la figura recortada de Araceli. Una cuarta puerta dejaba ver un lavatorio blanco. Se metió en el baño lentamente, espiando la habitación iluminada, pero no pudo verla.

Se sentó en el inodoro con los pantalones puestos y se estiró el pelo hacia atrás. Sudaba y la cabeza no dejaba de dolerle. Buscó una aspirina tras la puerta con espejo que había sobre el lavatorio. Tomó dos y luego se lavó las manos y la cara, durante un largo rato, refregándose los ojos. No podía pensar. Pero enseguida se dio cuenta de que no quería hacerlo, porque algo le decía que ya sabía lo que iba a pasar, su propia ansiedad le anunciaba una tragedia. El miedo y la excitación que sentía lo bloqueaban y sólo podía escapar actuando, sin pensar, porque la luna del Chaco estaba caliente esa noche, y el calor era abrasador. Porque el silencio era total y el recuerdo de Araceli era desesperante y su excitación incontenible.

Salió del baño, cruzó el pasillo, volvió a espiar, no alcanzó a verla y se encerró nuevamente en su dormitorio. Se tiró sobre la cama, vestido, y se ordenó dormirse. Perdió noción del tiempo y al rato se desabotonó la camisa; dio vueltas sobre la colcha y cambió de posición un millón de veces. Le era imposible dejar de pensar en ella, de imaginarla desnuda. No sabía qué hacer, pero algo tenía que hacer. Fumó varios cigarrillos, muchos de ellos dejándolos a la mitad, y finalmente se puso de pie y miró su reloj. La una y media de la mañana. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó, debo dormir. Pero abrió la puerta y volvió a asomarse al pasillo.

El silencio era absoluto. De la puerta entreabierta de la habitación de Araceli ya no salía la luz; apenas el resplandor de la luna caliente que ingresaba por la ventana y llegaba, mortecina, al pasillo. Se sintió desconcertado; se reprochó su fantasía. Los chicos crecen, pero no tanto. Sí, lo había mirado mucho, deslumbrada, pero no por eso con la intención de seducirlo. Era muy chica para eso. Debía ser virgen obviamente, y toda la malicia de la situación estaba en su propia cabeza, en su podrida lujuria, se dijo. Pero también pensó se ha dormido, la yegüita seductora tuvo miedo y se durmió. Lo impresionó la rabia que sentía, pero en su estómago hubo algo de alivio. Cruzó hacia el baño, diciéndose que regresaría luego a dormirse, y en ese momento escuchó el sonido de la muchacha revolviéndose en la cama. Se dirigió hacia la puerta entreabierta y miró hacia adentro.

Araceli estaba con los ojos cerrados, de cara a la ventana y a la luna. Semidesnuda, sólo una brevísima tanga apretaba sus caderas delgadas. La sábana revuelta cubría una pierna y mostraba la otra, como si la tela fuese un difuminado falo que merodeaba su sexo. Con los brazos ovillados alrededor de sus pechos, parecía dormir sobre el antebrazo izquierdo. Ramiro se quedó quieto, en la puerta, contemplándola, azorado ante tanta belleza; respiraba por la boca, que se le resecó aún más, y enseguida reconoció la erección paulatina e irreversible, el temblor de todo su cuerpo.

Si dormía, ella se despertó fácilmente de un sueño intranquilo. Hizo un movimiento, sus pechitos se zafaron de la cobertura de sus brazos, y se acostó boca arriba. De pronto, miró hacia la puerta y lo vio; rápidamente se cubrió con la sábana, aunque su pierna derecha quedó destapada y reflejando el brillo lunar.

Estuvieron así, mirándose en silencio, durante unos segundos. Ramiro entró a la habitación y cerró la puerta tras de sí. Se recostó en ella, acezante, dándose cuenta de que su pecho se alzaba y luego bajaba, rítmica, aceleradamente. Temblaba. Pero sonrió, para tranquilizarla; o de tan nervioso. Ella lo miraba, tensa, en silencio. Él se acercó lentamente hacia la cama y se sentó, sin dejar de mirarla a los ojos, penetrante, como si supiera que ésa era una manera de dominar la situación. Estiró una mano y empezó a acariciarle el muslo, suavemente, casi sin tocarla; sintió el leve estremecimiento de Araceli y apretó su mano, como para hundirla en la carne. Se reacomodó sobre la cama, acercándose más a ella, conservando esa especie de sonrisa patética que era más bien una mueca, tironeada por ese súbito tic que le hacía palpitar la mejilla izquierda.

– Sólo quiero tocarte -susurró, con voz casi inaudible, reconociendo la pastosidad de su paladar-. Sos tan hermosa…

Y empezó a acariciarla con las dos manos, sin dejar de mirarla, ahora, a todo lo largo de su cuerpo, siguiendo con su vista el recorrido de sus manos, que subieron por las piernas, por las caderas, se juntaron sobre el vientre, treparon lenta, suavemente, por el tórax hasta cerrarse sobre los pechos. Ella temblaba.

Ramiro la miró nuevamente a los ojos:

– Qué divina que sos -le dijo, y fue entonces que advirtió en ella el terror, el miedo que la paralizaba. Estaba a punto de gritar: tenía la boca abierta y los ojos que parecían querer salírsele de la cara.

– Tranquila, tranquila…

– Yo… -moduló ella, apenas en un suspiro-. Voy a…

Y entonces él le tapó la boca con una mano, conteniendo el alarido. Forcejearon, mientras él le rogaba que no gritara, y se acostaba sobre ella, apretándola con su cuerpo, sin dejar de manosearla, besándole el cuello y susurrándole que se callara. Y enseguida, espantado pero enfebrecido por su apasionamiento, empezó a morderle los labios, para que ella no pudiera gritar. Hundió su lengua entre los dientes de Araceli, mientras con la mano derecha le recorría el sexo, bajo la bombacha, y se exaltaba todavía más al reconocer la mata de los pelos del pubis. Ella sacudió la cabeza, desesperada por zafarse de la boca de Ramiro, por volver a respirar, y entonces fue que él, enloquecido, frenético, le pegó un puñetazo que creyó suave pero que tuvo la contundencia suficiente para que ella se aplacara y rompiera a llorar, quedamente, aunque insistía "voy a gritar, voy a gritar"; pero no lo hacía, y Ramiro la dejó respirar y gemir y le bajó la bombacha y se abrió el pantalón. Y en el momento de penetrarla, ella soltó un aullido que él reprimió otra vez con su boca. Pero como Araceli gimoteaba ahora ruidosamente volvió a pegarle, más fuerte, y le tapó la cara con la almohada mientras se corría largamente, espasmódico, dentro de la muchacha que se resistía como un animalito, como una gaviota herida. Hasta que Ramiro, embrutecido, ahuyentando una voz que le decía que se había convertido en una bestia, destapó la cara de la muchacha sólo unos centímetros, para horrorizarse ante la mirada de ella, lacrimógena, fracturada, que lo veía con pavor, como a un monstruo. Entonces volvió a cubrirla y a pegar trompadas sordas sobre la almohada. Araceli se resistió un rato más. Para Ramiro no fue difícil contenerla, y poco a poco ella se fue aquietando, mientras él miraba por la ventana, impasible, sin comprender, y se decía y repetía que la luna estaba muy caliente, esa noche, en Fontana.

III

No supo cómo llegó hasta ahí, pero cuando se dio cuenta estaba junto al Ford, respirando todavía agitadamente. Abrió la puerta y se sentó frente al volante. Pero se notó todavía demasiado nervioso; no podía manejar. Estaba completamente confundido. Encendió un cigarrillo y vio la hora: las dos y veinticinco.

Chupó el humo con fruición una o dos veces. Se dijo que necesitaba un largo trago de algo fuerte; era indispensable que aclarara sus ideas. La primera de ellas era obvia: huir. Araceli había dejado de resistirse, como cayendo en un sueño aletargado, y él ya no recordaba nada. No se había quedado a comprobar la muerte; le aterraba sentirse, súbitamente, un asesino.

Pero huir no era todo. ¿A dónde iría? Al Paraguay, se dijo, en tres horas estaría en la frontera. Cruzaría y al día siguiente vería qué hacer, con más calma. Podría llamar a algunos amigos, explicarles… ¿Qué? ¿Qué podía explicar de esa espantosa noche, de su ominosa conducta? Mejor sería desaparecer; cambiar de nombre, de identidad, cruzar el Paraguay rumbo a Bolivia; o ir al Brasil, hundirse en la selva amazónica.

Estoy loco, se dijo. ¿Y si me entrego? Era la posibilidad más leal, claro. La más, paradójicamente, humana y acorde consigo mismo: enfrentar a la ley. Podía, debía, ir en ese mismo instante a buscar un abogado que lo acompañara a la policía. Lo meterían, preventivamente, en un celda en la que podría dormir. Dormir… eso era todo lo que quería hacer en ese momento. Olvidarse de su inconsciencia, de esa brutalidad que él desconocía en s mismo y que ahora le repugnaba recordar.

Pero no se entregaría, no, no podía aceptar la idea del repudio de la gente, de su familia, de sus amigos que sólo tres días antes, al regresar al Chaco después de ocho años, lo habían recibido con el antiguo cariño, con esa especie de admiración que produce, a los provincianos, el que un coterráneo haya recorrido el mundo. Él era un joven abogado egresado de una universidad francesa, doctor en jurisprudencia, especializado en Derecho Administrativo, que muy pronto iba a incorporarse a la Universidad del Nordeste como profesor. No concebía la idea de tener que mirar a su madre a la cara, sabiéndose un asesino. Y el escándalo social que se produciría, no, entregarse le resultaba intolerable.

Entonces…, sí, podía matarse. Encaminar el Ford, ese enorme carromato de ocho cilindros, convertido en un gigantesco, brilloso y restaurado ataúd de dos toneladas, a cien kilómetros por hora por el puente que cruzaba el Paraná hasta Corrientes. En lo más alto, un kilómetro después de la caseta de peaje, era cuestión de dar un violento volantazo. El coche rompería, a esa velocidad, las barandas de acero. Y caería, en un salto de cien metros, a la parte más profunda del río. Seguro, no podría sobrevivir… ¿No podría? ¿Y si acaso…? No, pero ése no era el problema. Sencillamente, no tenía valor para matarse. O no quería hacerlo. Si de algo estaba seguro era de que no se mataría. Al menos, conscientemente.

Bueno, se dijo, encendiendo otro cigarrillo, entonces lo único concreto en este momento es que tengo que huir. Y si voy a hacerlo, no hay mejor opción que rajarme al

Paraguay, porque en Corrientes, en Misiones o en cualquier provincia me agarrarían mañana mismo. Encima, con este coche indisimulable.

Decidió que sus próximos pasos serían pocos y veloces: pasaría por su casa a buscar otra camisa, recoger todo el dinero que pudiera, sus documentos, una botella de ginebra o algo bien fuerte y saldría a la carretera. En la ruta, cargaría nafta y no pararía hasta Clorinda. Cruzaría el río y se iría a Asunción. Se metería en un hotel y dormiría, dormiría todo lo que quisiera. Después…, después volvería a pensar.

Colocó la llave en la ignición, y en ese momento, espantado, sintió que se orinaba cuando una mano se posó en su hombro.

IV

– Ramiro… -el hombre lo zarandeó un poco.

Ramiro se dio vuelta; del otro lado de la ventanilla estaba el médico, mirándolo con una sonrisa. Tenía los ojos vidriosos, aguachentos, y aspiraba entre dos dientes, con fuerza, sacándose un resto de comida. Olía a vino tinto, a decenas de litros de vino tinto.

– Doctor… -Ramiro hizo una mueca; no supo si quiso que fuera una sonrisa-. Me asustó.

– ¿Tenés un cigarrillo, hijo?

– Sí, claro -se apresuró a ofrecerle el paquete. Después le pasó el encendedor.

– No podía dormir -dijo el médico, tosiendo con fuerza; luego se aclaró la garganta-. El calor es insoportable. Jé…, pero yo todas las noches me escapo.

Ramiro se desesperó: los borrachos, los cariñosos, son doblemente pesados. Se preguntó dónde habría estado el hombre durante…, bueno, durante lo que pasó. Evidentemente, no había visto ni escuchado nada. ¿Y si era una trampa? No, por borracho que estuviera, el tipo hubiese reaccionado de otra forma, no pidiéndole un cigarrillo. Pero, como fuera, él, debía irse. Urgentemente.

– Ya me iba.

– ¿Se arregló el coche? -el médico se recostó contra la ventanilla, y le hablaba tirándole su aliento asqueroso en la cara. Fumaba, con un pie apoyado en el zocalito de la puerta.

– Sí, creo que sí -se apuró, encendiendo el motor-. Debía estar ahogado.

– Llevame a dar una vuelta. Vamos a Resistencia, te acompaño, y allá nos tomamos un vinito en "La Estrella"

– No, doctor, es que…

– Que qué -enojado, le dio un golpecito en el hombro-. ¿Me vas a despreciar la invitación?

El hombre se apartó del coche, estuvo a punto de caer al suelo, mantuvo el equilibrio y caminó, inestable, por delante del coche y se metió por la otra puerta. Resopló al desplomarse en el asiento.

– Vamos -dijo.

– No, doctor, es que después no voy a poder traerlo.

Tengo que devolver el coche. Es de Juanito Gomulka. -¡Carajo, ya sé que es de Gomulka! -Pero tengo que devolverlo.

– No importa, me dejás por ahí. Me vuelvo a pata, tomo un micro, qué carajo, yo quiero tomar un vinito con vos. Por tu viejo, ¿sabés? Yo lo quise mucho a tu viejo

– pareció que iba a llorar-. Lo quise mucho.

– Ya lo sé, doctor.

– No me llamés doctor, che, decime Braulio. -Está bien, pero…

– Braulio, te dije que me digas Braulio… -y la voz se le apagaba en un eructo. El hombre estaba hecho una laguna de alcohol.

– Vea, don Braulio: créame que no puedo llevarlo. Tengo que hacer.

– ¿Qué mierda tenés que hacer a esta hora, che? Son como las… ¿Qué hora es?

– Las tres -mirando el reloj, Ramiro se sintió empavorecido. Era indispensable llegar a Clorinda antes del amanecer; no quería cruzar de día. Y aún le faltaba pasar por su casa, recoger el dinero, los documentos.

– Bueno, poné primera y vamos.

Ramiro arrancó, resignado, diciéndose que en Resistencia se desembarazaría del médico; ya encontraría la forma. Mientras, tenía que pensar bien sus pasos, para no perder más tiempo.

– Me alegra mucho verte, pibe -el otro hablaba arrastrando las palabras. Sacó una pequeña botella de vino. Ramiro se preguntó si ya la tenía en la mano o si la llevaba en el bolsillo del pantalón. Se fastidió porque se dio cuenta de que sería invitado y, al negarse, el médico se enojaría-. Mierda, cómo lo quise a tu viejo… Tomá un trago.

– No, gracias.

– Puta madre, mírenlo al abstemio. ¡Tomá, te digo! -y le encajó la botella en la cara. El coche se desvió unos metros. Ramiro pudo mantener la estabilidad.

– Gracias -dijo, tomando la botella.

La acercó a sus labios, pero sin dejar que entrara a su boca ni una sola gota. No era vino lo que necesitaba. Y además, era mejor no tomar. Iba a manejar de noche. Y quería estar lúcido para pensar. Cuando le devolvió la botella, decidió que no le vendría mal saber algo de las recientes actividades del médico.

– ¿Y usted, doctor, por dónde anduvo? Creí que se había ido a dormir.

– Todas las noches me escapo. Carmen es una vieja imbancable; dormir con ella es más feo que tragar una cucharada de mocos.

Rió de su chiste.

– Aguantarla es más difícil que cagar en un frasquito de perfume -entusiasmado, se reía, hipando, procazmente-. La pobre está gastada como chupete de mellizos.

Siguió riéndose. Era una risa repulsiva. -¿Y adónde va?

– ¿Quién?

– Usted. Cuando se escapa.

– Me pongo en pedo.

– ¿Y esta noche qué hizo?

– Te lo estoy diciendo, chamigo: me puse en pedo. Yo soy claro en lo que digo, ¿o no? Los hombres, hombres, y el trigo, trigo, como decía Lorca.

– Sí, pero dónde toma. No lo escuché.

– En la cocina. En mi casa siempre hay vino. Mucho vino. Todo el vino del mundo para el doctor Braulio Tennembaum, médico clínico, mención honorífica de mi generación en la Facultad de Medicina de Rosario -se sonó la nariz, con la mano, y se la limpió en los pantalones-…que vino a parar a este pueblo de mierda.

Ramiro aceleró al llegar al pavimento. El Ford bramaba en la noche, quebrándola; los ocho cilindros respondían perfectamente. Gomulka era un gran mecánico, se dijo, llegaría a tiempo a Clorinda. Se preguntó, repentinamente alarmado, si los papeles del coche estarían en regla, pues debía cruzar el río Bermejo para entrar a la' provincia de Formosa, y ahí había un puesto de Gendarmería. Se estiró al costado, buscó en la guantera y los encontró. Todo marcharía bien. Pero debía desprenderse de Tennembaum.

– ¿Y Araceli, che? -preguntó éste.

Ramiro se crispó, alerta. No respondió, pero supo

que el otro lo miraba.

– Está linda mi hija, ¿eh? Va a ser una mujer del carajo. Ramiro apretó el volante y se mantuvo en su empecinado silencio. Ya se veían las luces de Resistencia.

– Si alguna vez alguien le hiciera daño -continuaba Tennembaum-, yo lo mataría. A quien fuera, lo mataría.

Ramiro recordó las convulsiones de Araceli bajo la almohada, la energía que se le fue acabando, aquella sensación de gaviota herida e insumisa que había cedido a su presión. Sintió un escalofrío. Por el rabillo del ojo, vio que el médico lo miraba fijamente. Se sobresaltó. ¿Y si sabía? ¿Y si esto era una trampa y así como había sacado una botella de vino, ahora Tennembaum sacara un revólver? Sintió náuseas, un fuerte mareo.

Frenó el coche y se salió de la ruta, estacionándose a un costado. Abrió bruscamente la puerta y sacó la cabeza, para vomitar.

– Te sentís mal -dijo el médico.

– ¡Puta madre! -gritó Ramiro-. Es obvio, ¿no?

Y se quedó un rato así, con la cabeza inclinada. Sacó un pañuelo del pantalón y se limpió la boca. Pero siguió en esa posición, diciéndose que más que nada lo que tenía era miedo. Y que si se trataba de una trampa y el médico sabía lo de su hija, mejor que lo matara ahí mismo y chau.

V

El patrullero se estacionó detrás del Ford, y sobre el techo se le encendió un reflector cuyo haz dio directamente en Ramiro y en el médico. Tennembaum se echó un largo trago de vino, inclinando la cabeza hacia atrás.

– ¡Carajo, deje esa botella y quédese quieto!

– Me cago en la policía.

– ¡Pero yo no, pelotudo de mierda! -bramó Ramiro, en voz baja, gutural, quitándole la botella de las manos y tirándola al piso del coche-. ¡Quiere que nos caguen a balazos!

– No se muevan -les advirtió una voz, desde el patrullero. Era una voz serena, casi suave; pero autoritaria, muy firme.

Dos policías bajaron de las puertas traseras. Ramiro los observó por el espejo retrovisor. Un tercero abrió la puerta delantera derecha. Los tres rodearon velozmente el Ford, con las armas gatilladas. Dos portaban escopetas de caño recortado -Itakas, se dijo Ramiro- y el de adelante, que parecía mandar el operativo, debía tener una pistola 45, la reglamentaria.

– Mantengan las manos a la vista, por favor, y no hagan ningún movimiento sospechoso. Están rodeados.

– Todo en orden, oficial -dijo Ramiro, en voz alta, que procuraba parecer calma y segura-. Proceda nomás.

El policía se acercó a su ventanilla y miró dentro del coche. Ramiro se imaginó que los otros dos debían estar en las sombras, apuntándolos. Y el cuarto, el que manejaba, ya debía estar en contacto con el comando radioeléctrico. En cualquier momento podía aparecer una tanqueta del ejército. Así le habían contado que se vivía en el país, desde hacía un par de años.

– Dígame dónde tienen los documentos -dijo el oficial-; sin moverse.

– Yo tengo la cédula en mi cartera -dijo Ramiro-, en el bolsillo trasero del pantalón.

Los dos esperaron que el acompañante hablara. Tennembaum parecía dormitar.

– Es el doctor Braulio Tennembaum, de Fontana -explicó Ramiro-. Está borracho, oficial. Parece que se durmió.

– Bájese, por favor -el policía abrió la puerta con la mano izquierda, sin dejar de apuntarlo con la derecha. Era, en efecto, una 45. El oficial siguió-: Y ahora quédese parado y con las manos en alto.

Entonces llamó a otro de los policías, quien repitió la operación, para lo cual tuvo que sacudir a Tennembaum. Éste se bajó en completo silencio y también quedó a un par de metros del coche, con las manos levantadas.

El oficial revisó las cédulas de identidad de ambos, mientras el otro policía hurgaba dentro del coche, bajo los asientos y las alfombrillas, del lado oculto del tablero, en la guantera y en el baúl trasero.

Al cabo el oficial preguntó:

– ¿Por qué se detuvieron?

– El doctor Tennembaum y yo nos sentimos mal. Y aunque yo no tomé ni una sola copa, fui el que se descompuso -y señaló su vómito junto al automóvil-. Perdone…

– ¿Qué tengo que perdonarle?

– Eso, lo que acaba de pisar.

El oficial se sorprendió. Dio un par de taconazos sobre la tierra. Ramiro pensó que en otra circunstancia se hubiera sonreído.

– Deben tener más cuidado; en estos tiempos y a esta hora, cualquier movimiento sospechoso del personal civil, lo hace pasible de estos operativos.

Ramiro se preguntó qué tenía de sospechoso detenerse en la carretera para vomitar, y no pudo evitar un sentimiento de repulsión por ser tratado como "personal civil" Pero así estaba el país en esos años, le habían contado. No dijo nada; su corazón parecía saltar dentro del pecho. La noche avanzaba y la luna no dejaba de estar caliente, pero el cadáver de Araceli, en su dormitorio, debía estar enfriándose. Tuvo ganas de llorar.

– Pueden continuar -dijo el oficial, llamando a los suyos y regresando al patrullero, que arrancó y se fue.

Subieron al Ford, en silencio, y mientras volvía a ponerlo en marcha, Ramiro sintió que dos lágrimas le caían por las mejillas.

VI

El médico habló primero. Lo hizo con voz suave, pero todavía arrastrando las palabras:

– Este país es una mierda, Ramiro. Era hermoso, pero lo convirtieron en una completa mierda.

Ramiro no supo si se le había pasado la borrachera. La voz del médico era amarga, pero sobre todo triste, muy triste.

– Aquí se dio vuelta el principio griego -siguió Tennembaum-: la aritmética es democrática porque enseña relaciones de igualdad, de justicia; y la geometría es oligárquica porque demuestra las proporciones de la desigualdad. Lo dice Foucault. ¿Leíste a Foucault?

– Algo, en la universidad.

– Pues nos dieron vuelta el principio, che: ahora somos un país cada vez más geométrico. Y así nos va.

– ¿Dónde lo dejo, doctor?

– No me vas a dejar.

La voz del médico sonó muy firme, como una orden. Ramiro recuperó rápidamente el miedo. ¿Y sí sabía lo de su hija? ¿Era, nomás, una trampa? ¿Cuándo terminaría todo esto?

Instintivamente, cambió de rumbo y en lugar de dirigirse al centro de la ciudad, se desvió hasta la casa de su madre, donde vivía desde que llegara de París. Aceleró hasta el límite de velocidad urbana. No quería otro encuentro con la policía. Tampoco estaba dispuesto a soportar más al médico. Ya vería qué hacía con él.

Al llegar, estacionó el coche, le dijo a Tennembaum que lo esperara un momento y, sin esperar respuesta, entró a la casa. Juntó rápidamente, y en total silencio, lo que necesitaba: su pasaporte, varios miles de pesos nuevos, quinientos dólares que aún no había cambiado, y un pantalón y una camisa que envolvió en una bolsita de supermercado. Salió de la casa con mucho sigilo, como si fuera un extraño, sin pensar siquiera en mirar a su madre ni a su hermana menor.

Ya en el coche, se dirigió hacia el centro. Eran las cuatro y veinte de la mañana y de todas maneras llegaría a la frontera siendo de día. Una lástima. Pero quería, al menos, llegar bien temprano; no podía perder más tiempo. Estaba cansado, harto, con sueño, confuso por todo lo que no quería ni imaginar que le esperaba. Tenía, secretamente, la convicción ya irreversible de que era un fugitivo, un asesino que sería buscado por toda la frontera. Ni siquiera el Paraguay era seguro, pero no había otro camino. Debía cruzarlo y llegar a Bolivia, a Perú, al Amazonas. A la mierda, se dijo, pero ahora mismo.

Frenó bruscamente en la esquina de Güemes y la avenida 9 de julio.

– Bueno, doctor, hasta aquí llego. Dónde lo dejo.

– ¿Y vos, a dónde vas? -la voz se le había aclarado. Ramiro pensó que esos minutos de espera los había dormido. O habría orinado. Siempre les hace bien a los borrachos.

– Voy a pescar.

– ¿A esta hora?

– Mire, viejo: acábela, ¿quiere? Me voy a donde se me canta el culo, y me voy ya, ¿estamos? -después de todo, se dijo, irritado, era obvio que jamás volvería a ver a Braulio Tennembaum. Al contrario, siempre trataría de poner la mayor distancia entre los dos pues la cacería, precisamente, la desencadenaría ese hombre, cuando pocas horas después descubriera el cadáver de su hija.

– No me vas a dejar -dijo el médico, fríamente.

– Qué se propone -preguntó Ramiro, con miedo, cautelosamente, pero con voz sonora y grave.

– Seguir el pedo. Y hablar.

– Oiga, usted parece tener unas ganas que yo no tengo. Bájese.

– No me vas a dejar así nomás, hijo de puta -hablaba gélida, lentamente-. ¿Te creés que no te vi, esta noche, cómo mirabas a Araceli?

VII

Fue entonces que se asustó por la acusación de ese hombre y, sin pensarlo, le pegó un puñetazo en el mentón con toda su fuerza. Tennembaum no lo esperaba, y cayó hacia atrás, golpeando contra la puerta. Pero no se durmió; lanzó un ronquido, profirió unas maldiciones y se dispuso a pegar él también. Ramiro midió mejor la segunda trompada, que se estrelló en la nariz del otro. Y todavía le aplicó un tercer derechazo, en la base de la mandíbula. Entonces el médico perdió el conocimiento.

Diez minutos después el Ford corría a todo lo que daba, y aunque el viejo modelo no tenía velocímetro Ramiro calculó que fácilmente iba a 130 kilómetros por hora. Ese coche tan antiguo, de treinta años exactos, no podía ir más rápido, pero no estaba mal. Gomulka lo había restaurado obsesivamente, y el motor funcionaba como nuevo.

Perdido por perdido, falta envido, se dijo, ahora hay que darle para adelante porque estoy jugado. Jugado-fugado. Fugado-fogado. Fogado-tocado. Tocado-toquido. Toquido-ronquido. Ronquido de muerto. Ronquido-jodido. Bien jodido. Y el malabar de palabras era una manera de no pensar. Pero aunque procuraba no hacerlo, se convencía de la limpieza con que actuaba; no le había roto ningún hueso, ningún diente. Lo había dormido, sin dejar huellas. Su propia frialdad lo impresionó. Jamás había imaginado que un hombre, convertido involuntariamente en asesino, pudiera, de repente, vencer tantos prejuicios y tornarse frío, inescrupuloso.

Como aquella vez, muchísimos años atrás, cuando era niño y murió su padre, y por un tiempo decidieron abandonar la casa. Se fueron a vivir a lo de unos parientes, en Quitilipi, donde estaban en plena cosecha algodonera y eso parecía distraer a su madre del llanto cotidiano. Un fin de semana, él debió viajar a Resistencia para hacerse unos análisis por una enfermedad que no recordaba, y pasó por la casa. Su tío Ramón lo esperó en el coche, mientras él entraba a buscar unos vestidos de su madre. Pero ella no había tenido el debido cuidado de cerrar la casa, y por una ventana del comedor había ingresado una familia de gatos, que se instaló bajo la mesa. En esas pocas semanas, prácticamente se habían apoderado del comedor y de la cocina. Él sintió un profundo asco, una rabia intensa, cuando vio que dos enormes gatos huían al oírlo entrar. Y se quedó así, paralizado ante el cuadro que veía, de suciedad y repulsión, hasta que observó que cuatro pequeños gatitos se deslizaban, casi reptando, por debajo de la mesa, como buscando refugio en otro lado. Entonces, fríamente, cerró la ventana que daba al patio, la puerta que daba a la cocina y la que él mismo había abierto y que comunicaba con el resto de la casa. Excitado por su venganza, regresó al coche donde lo esperaba el tío Ramón. Casi un mes después, cuando volvieron a Resistencia, su madre y Cristina, su hermana menor, se horrorizaron ante los pequeños cadáveres descompuestos, cuyas pelambres estaban pegadas, como incrustadas en las baldosas. El olor era insoportable y él, después de negar toda responsabilidad, se fue al cine y se pasó la tarde viendo una misma película de Luis Sandrini.

"Frío, inescrupuloso'; le había dicho Dorinne, aquella tierna muchacha de Vincennes a la que había amado, cuando se lo contó. Ahora recordaba que después Dorinne no había querido hacer el amor, aquella noche. Frío, inescrupuloso, repitió para sí mismo, mirando a Tennembaum, que dormía profundamente en el otro asiento. Lo que estaba haciendo era horripilante, lo sabía, era completamente consciente. Pero no tenía opciones. Perdido por perdido… Sí, estaba jugado y ahora ya nada lo detendría.

Él no había querido matar a Araceli. Dios, claro que no, había querido amarla, pero… Bueno, ella se resistió, sí, y él en realidad no debió… pero bueno, mejor no pensar. Perdido por perdido, bien jodido, el polvo más costoso de mi vida, se dijo. Se espantó de su propio chiste. Soy un monstruo, súbitamente un monstruo. La culpa había sido de la luna. Demasiado caliente, la luna del Chaco. Sobre todo, después de ocho años de ausencia. Perdido por perdido. Estaba jugado.

Después de cruzar el triángulo carretero de la salida occidental de Resistencia, pasó el puente sobre el río Negro y el desvío de la ruta 16. Poco más adelante, llegó a un riachuelo que no tenía indicador de nombre. Se acercó a la banquina unos doscientos metros antes de cruzar el puentecito. Frenó suavemente, procurando no dejar huellas de violencia en el pavimento y se dijo que debía proceder muy rápidamente, como lo había planeado cuando Tennembaum se puso pesado y debió pegarle. No iría a Paraguay ni a ningún otro lado que no fuera su casa.

Rogó que no pasara ningún coche, aunque a esa hora, las cinco de la mañana, era bastante improbable que hubiera tránsito. La ruta estaba totalmente despejada. Apenas si se había cruzado con dos camiones, un coche que venía del norte (con probable destino a Buenos Aires, Pues de ahí era la patente) y un ómnibus de la "Godoy" que hacía la línea Resistencia-Formosa. Se bajó y empujó el cuerpo de Tennembaum hasta ponerlo frente al volante. Dudó un segundo sobre si debía quitar sus huellas digitales, pero descartó la idea. Era obvio que él había manejado ese coche. Eso no era lo importante. Pero sí colocó las manos del médico en el volante y sobre la palanca de cambios. Todos pensarían que Tennembaum, borracho, había hecho un disparate. Supondrían que él mismo había violado a su hija para luego, desesperado, suicidarse en ese paraje absurdo, en ese puente contra el que él, Ramiro, había decidido lanzar el viejo Ford.

Claro que después debería enfrentar situaciones incómodas, pero sabría sortearlas. Ahora estaba convencido de que era capaz de muchas más acciones que las que antes suponía. Un hombre en el límite es capaz de todo. Y él había llegado al límite. El médico se había puesto pesado, fastidioso, y acaso le estaba tendiendo una trampa. No tenía opción, por eso le había pegado hasta dormirlo y ahora lo iba a matar. Perdido por perdido… Y además, ya sabía lo que tendría que decir: que Tennembaum, borracho como una cuba, lo había despertado a las… ¿a qué hora? Sí, a las tres se le había acercado, cuando él fumaba en el coche. Bueno, pues a las tres menos cuarto lo había despertado y él, Ramiro, no pudo resistir la invitación. El doctor era mi anfitrión, diría, me había tratado espléndidamente, una cena magnífica, después de tantos años, porque era amigo de mi padre… Y explicaría que él fue quien manejó porque el doctor estaba borracho, y muy pesado, nervioso, como si le hubiese pasado algo, pero yo no podía saber qué le habría pasado, creí que estaba en un pedo triste, nomás, qué iba a saber que había violado a su hija; y nos íbamos a "La Estrella" a tomar unos vinos. Y hasta nos paró un patrullero, diría, y sonrió mientras maniobraba con el cuerpo del médico y recordaba qué

bien le había venido aquel encuentro. Los policías admitirían que sí, que los habían abordado, y confirmarían la hora, y ratificarían que el médico estaba borracho hasta más no poder y que Ramiro estaba sobrio.

Entonces se puso la bolsita de nylon dentro de la camisa, se sentó sobre el cuerpo del otro y arrancó. Aceleró al máximo, pasando los cambios con premura, enfiló hacia el puente y, unos metros antes, aterrado, profiriendo un grito espantoso que él mismo desconoció en su garganta, saltó del coche un segundo antes de que se estrellara contra la baranda con un horrible estrépito de acero y cemento. El coche pareció montarse sobre el borde del puente, se inclinó sobre el lado izquierdo y cayó por el terraplén elevado sobre la orilla, dando tumbos.

Ramiro golpeó contra la tierra y fue detenido por un tacuruzal. Se levantó presuroso, antes que las hormigas pudieran repeler ese cuerpo extraño. De pie, y lamentándose del dolor en un codo, corrió para ver el coche, semihundido en el agua. Se tranquilizó cuando se dio cuenta de que, si bien no se había provocado el incendio que deseaba, el Ford había quedado con las ruedas hacia arriba. La cabina estaba bajo el agua; el médico moriría ahogado.

Todo salió bien, se dijo. Y se espeluznó de su propia certeza, de la repugnante serenidad de su comentario.

VIII

Eran las cinco y veinte de la mañana y aún no empezaba a amanecer. Habían pasado sólo minutos desde que corriera alejándose del puente, rumbo al sur, a la ciudad. Ya dos automóviles y un camión habían sobrepasado su línea -Ramiro se apartó de la carretera, al escuchar los ronquidos de los motores, escondiéndose entre unos arbustos- lo que indicaba que nadie se detenía en el puentecito roto. Las obras públicas en mal estado no sorprendían a nadie. De modo que pasaría un buen rato hasta que se descubriera el Ford semihundido.

Entonces, cuando calculó que había caminado lo suficiente, se dispuso a hacer dedo, sin dejar de caminar, ahora más calmado, aunque el cansancio empezaba a dificultarle la marcha.

Un minuto después, un enorme "Bedford" con acoplado, con patente de Santa Fe, se detuvo ante sus señas.

– ¿A dónde vas? -le preguntó el conductor desde la cabina; era un moreno que viajaba con el torso desnudo y asomaba un brazo que parecía un guinche portuario y tenía un tatuaje borroso, por la oscuridad, en el bíceps. Ramiro se dijo que ese tipo podía tutear a cualquiera, sin temor.

– Pa'onde le quede 'iéen, chamigo -respondió Ramiro, con acento aparaguayado, pero sin mirarlo a los ojos.

– Voy a Resistencia a descargar y después sigo a Corrientes.

– Tá ién, me bajo ái, n'el centro.

– Bueno, subite.

Ya en la cabina, en tono casual y mirando hacia afuera por la ventanilla, con su evidente tonada paraguaya dijo que se le había descompuesto su coche unos kilómetros antes, en un desvío de la carretera. Iba a agregar que había decidido caminar hasta que alguien lo llevara, que buscaría un mecánico y que luego seguiría a Santa Fe, cuando se dio cuenta de que el camionero era uno de esos tipos capaces de hacer gauchadas, pero hosco y solitario. Sólo movió la cabeza, como indicando que no le interesaban las explicaciones ni los problemas ajenos. El tipo quería pensar en sus cosas, y le importaba un pepino la historia que le pudiera contar. Ramiro se lo agradeció desde lo más profundo de su corazón, y se recostó en el asiento.

Recordó velozmente todo lo que había pasado esa noche y se preguntó si no era sueño, si no era algo que le estaba pasando a otro. Abrió los ojos, sobresaltado, y no: lo que veía era el paisaje chato del norte chaqueño, con sus palmeras dibujadas en la noche en la dirección del río Paraná; con su selva sucia, agrisada, a las veras del camino. Y ese calor inaguantable, persistente, que casi se podía tocar.

Espió al camionero, que manejaba muy concentrado, mordiendo un escarbadientes que parecía deshilachado y mirando fijamente el camino. No, no era un sueño. Volvió a cerrar los ojos y, escuchando el ronroneo del diesel, se relajó unos minutos.

Cuando el camión se detuvo ante el semáforo de las avenidas Ávalos y 25 de Mayo, Ramiro, dijo "gracia, mestrro, aquí me bajo" y abrió la puerta y saltó, tratando de ocultar su cara al camionero, quien por su lado sólo gruñó y dijo algo así como "chau, paragua", mención que a Ramiro le pareció hermosa de escuchar. Ese tipo no sería de cuidado. Venía con suerte.

Pero miró su reloj y se alarmó: eran ya las seis menos diez y empezaba a clarear. Debía caminar unas ocho cuadras hasta su casa; lo peligroso era que su familia lo escuchara entrar.

Cuando llegó, abrió la puerta con mucho sigilo, tras mirar la calle y comprobar que nadie lo miraba por las ventanas, nadie salía de sus casas. Se quitó los zapatos en el zaguán y se erizó cuando sintió el tún-tún de su corazón. Cruzó el living en completo silencio y entró a su dormitorio, cerrando la puerta tras de sí. Le pareció escuchar que, en el otro cuarto, Cristina hacía sus ejercicios matutinos. Luego iría a la cocina a calentarse el café. Su madre estaba en el baño. Por segundos, todo había salido bien.

Se desvistió, vigilante y con mucho cuidado, y se durmió preguntándose si en París hubiese pensado que él, Ramiro Bernárdez, alguna vez iba a ser capaz de tanta sangre fría. Habría jurado que no. Pero ahora, después de semejante noche, sabía que cualquier cosa era posible.

IX

Cuando abrió los ojos, observó que el sol se filtraba por entre las rendijas de las persianas de metal. El ventilador de pie producía un sonido monótono y ensoñador, sobre todo cuando se iba totalmente hacia la izquierda y el buje debía girar una vuelta completa sobre sí mismo para iniciar el camino hacia la derecha. Le llamó la atención ese ventilador. Seguramente, su madre lo había encendido. Se asombró de no haberse despertado, pero claro, se dijo, la vieja tiene pies de lana. Sólo una madre puede entrar así a la habitación de un asesino, sin que éste reaccione.

Asesino, repitió, moviendo los labios, pero sin pronunciar la palabra. Sintió un súbito dolor de cabeza y se relajó; acababa de darse cuenta de que estaba completamente tenso.

Afuera, su madre hablaba con alguien. "Sí, querida', decía, y parecía sorprendida y alegre. Debía ser alguna visita. Miró el reloj en su muñeca: las once y catorce. No había dormido mucho. "Qué casualidad -decía su madre- nunca se te ve por aquí." Y la voz parecía acercarse a su dormitorio. Ramiro se alertó, irguiéndose.

– Un minuto, queridita -la voz sonaba ahora muy fuerte-, esperate que voy a ver si está despierto.

Ramiro se zambulló en la almohada y cerró los ojos, justo en el momento en que ella entraba al dormitorio.

– Ramiro…

Él abrió un ojo, luego. el otro, fingiendo estar dormido.

– Querido, te busca Araceli.

– ¿Qué? -Ramiro saltó, horrorizado, casi gritando. -Sí, querido, Araceli, la hija del doctor Tennembaum, de Fontana, donde estuviste anoche.

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