SEGUNDA PARTE

¿Qué es la conciencia? ¡La he inventado yo!

¿En qué consiste el remordimiento?

¡Es una costumbre de la humanidad desde hace siete mil años!

¡Librémonos de esa preocupación y seremos dioses!

FEDOR DOSTOIEVSKI

Hermanos Karamazov


X

No era posible, y sin embargo… Carajo, otra vez no estaba soñando. Se quedó en la cama, mirando el techo, asombrado y reconociendo sentimientos contradictorios: lo aliviaba saberse menos asesino, pero a la vez sentía rabia por todo lo que había pasado, y que pudo no suceder si se hubiese dado cuenta… Pero, ¿qué era eso de sentirse menos asesino? ¿Qué era sino una comprobación ridícula?

Primero fue De Quincey, se dijo, y luego Dostoievski, los que señalaron que los humanos, en alarde de cinismo o de ociosidad, gozamos con el crimen. En algún lugar nuestro disfrutamos, admirativos, el horror de un asesinato. Podemos condenarlo, después, y seremos jueces implacables, pero en un primer momento el crimen nos deslumbra, nos impacta hasta la admiración.

No es posible ser "menos asesino" Así como si un solo ser te falta, todo está despoblado, así una muerte producida por mis manos es todas las muertes.

Ramiro se miró las manos, con las palmas abiertas. Luego las dio vuelta, lentamente, y las contempló del otro lado, venosas, velludas; le parecieron manos de un monstruo de novela gótica. Y sin embargo eran las mismas que habían sabido acariciar a Dorinne, no hacía mucho. Las sabía capaces de ternura; podían apasionarse ante la suavidad de la piel de algunas mujeres; podían tocar, calmosas, una flor y no se marchitaría. Alguna vez habían pellizcado dulcemente la mejilla de un niño. Otra vez habían tocado tejidos de hilo oaxaqueño, una seda de la India, el pedestal del David en Florencia, el pelaje duro y seco de un perro ovejero alemán.

Significaban momentos grabados imperceptiblemente en su memoria; instantes indomeñables que no sabía por qué asociaba ahora. No, por más que quisiera ignorar su situación, esas evocaciones no eran distractores eficaces. Ésas eran las manos de un asesino; el asesino era él.

Por Dios, ¿y ahora qué haría? ¿Qué querría esa muchacha; cómo enfrentarla? ¿Qué le diría? ¿Qué sería capaz de decirle?

Suspiró y encendió un cigarrillo. Dejó el fósforo en el cenicero, sobre la mesa de luz, y se dijo que no iba a salir por un rato. Que lo esperaran, pensó, por mí que me esperen toda la vida, en este momento lo único cierto es mi propia parálisis, ya demasiado ajetreo tuve anoche.

¿Y Araceli, habría contado lo que pasó? ¿Y Carmen, sabría ya que la había violado e intentado matar? Porque evidentemente esa chica no había venido sola a su casa, desde Fontana. ¿Qué mierda querían?

Odiaba a las mujeres, sólo entonces se daba cuenta. "Soy un misógino", se rió. Aunque no, no era tan así. En París, varias amigas lo habían acusado de machista; en veladas inolvidables, juguetonas, divertidas, discutiendo sobre las conductas de los hombres frente a las mujeres. Machista, le decían; feministas primarias, alocadas, contraatacaba él. Y se reían. No sabían nada de la vida.

Las mujeres representan el sentido común que nos falta a los hombres, se confesó. Y eso es lo que los hombres tememos. Por desearlas y necesitarlas, les tenemos miedo. Nos causan pavor. ¿O no era eso lo que había sentido frente a Araceli, anoche? Él, Ramiro Bernárdez,

el gran macho, el argentino maula que no fue capaz de alzarse a una francesita en París, anoche se había convertido en un vulgar violador. Por miedo, por terror. Y había asesinado dos veces; no importaba que ahora Araceli resucitara o lo que fuere. Sentido común… ¿qué era eso? Sólo tenía sentido del pavor. ¿No le había pasado, antes, con muchas mujeres? Caray, con todas, si cada mujer que había conocido en su vida había significado un minuto de terror, de pánico insoluble. Quizá eso era el machismo, ese segundo de espanto que sentimos cuando enfrentamos a la mujer. El instante de terror que nos produce reconocer su sensatez, su aparente fragilidad (lo que nosotros queremos ver como fragilidad), su intrínseca posibilidad de anclaje en una estabilidad que los hombres no tenemos. Porque, quizá, lo que nos diferencia no es sólo la tenencia de un miembro unos y de vaginas otras; lo que nos diferencia es la imposibilidad de aceptar y reconocer la diferencia. He ahí lo que rechazamos en el otro sexo.

¿Y por qué pensar todo esto ahora? ¿Porque el horror no era siquiera la muerte, sino la vergüenza de haber sido un violador? ¿Porque de pronto debía admitir que no se atrevía a salir de su cuarto, puesto que se sentía francamente un prototipo lombrosiano? ¿O porque ya, íntimamente, se sabía incapaz de toda ascendencia moral? ¿O es que el honor era, nomás, una superstición, como sugirió Dostoievski? ¿Qué era el honor de un hombre, sino el reconocimiento de su humildad, de su pequeñez infinita, inmensurable: qué era sino el abatimiento del narcisismo?

Entonces, él no tenía honor; no era honrado, ni siquiera un hombre. Todos los siglos de la humanidad, de ese afanoso procurar distinguir el bien del mal, se le vinieron encima.

Sin embargo, se levantó de la cama, se puso una camisa y un pantalón y se ordenó salir. Pero enseguida debió admitir que no se atrevía a abandonar su cuarto. Todavía no. Volvió a pensar, entonces, que esa comprobación de ser "menos asesino" era absurda, una estupidez, porque el médico… ¿Y si tampoco había muerto?

Se alarmó, advirtió el brinco de su corazón, buscó algo en algún lado. ¿Qué era peor, ahora que estaba metido hasta el tuétano en este baile?

Pero no, Tennembaum era seguro que había muerto; él había visto el Ford con la cabina hundida y las ruedas girando, y el tipo estaba desmayado. Tenía que haberse ahogado. Sí, eso era seguro. Pero entonces, si Araceli hablaba… todo sería peor. Y ya no cabía ni pensar en huir a Paraguay.

Escuchó nuevamente la voz de su madre, que se acercaba, y enseguida vio que abría la puerta del dormitorio y se asomaba.

– Che, Ramiro, te está esperando esa chica.

– Ya voy, mamá.

Ella se quedó mirándolo, con lo que a él le parecieron sombritas de duda en los ojos. Un destello extraño, indefinible. Nervioso, preguntó:

– ¿Cómo está el día?

– ¿Cómo querés que esté, mi querido? Como siempre: caluroso, húmedo, el sol nos va a matar.

Ramiro buscó un cinturón y se lo cambió. Luego se sentó en la cama y empezó a ponerse las medias y los zapatos despaciosamente.

– Nos van a matar otras cosas, mamá.

– ¿Qué estás diciendo?

– No me hagas caso, me siento horriblemente. -¿Te traigo una aspirina?

Ramiro rió, una carcajada breve, amarga.

– No hay aspirinas para lo que me pasa, vieja; no hay remedio.

Ella también se rió, nerviosa.

– Vaya, éste se levantó dramático, hoy -como si le hablara a la pared, alguien que estuviese ahí, instalado en los ladrillos, en la cal y en la pintura.

Luego salió rápidamente.

– Apurate querido -dijo al cerrar la puerta.

Ramiro terminó de vestirse diciéndose que al menos una cosa tenía clara: Araceli no debía hablar. Antes de salir del dormitorio, cerró los ojos y se recomendó calma; cualquiera que fuese la idea de esa muchacha, él debía estar sereno. Ya vería cómo silenciarla.

Ella estaba sentada en el living, en un sillón. Vestía un pantalón azul, un jean gastado que le apretaba las caderas y los muslos. Llevaba una camisa a cuadros, de hombre, que le quedaba grande, y el pelo recogido en un rodete. El flequillo le ocultaba los ojos, o era que habían perdido el brillo. Tenía una pequeña magulladura en el pómulo derecho. No parecía ni triste ni asustada.

– Hola -dijo Ramiro, mirándola fijamente.

– Hola -respondió ella, y se puso de pie, se acercó a él y le dio un beso junto a la boca. Ramiro pestañeó y se sentó en el sillón, junto a ella. Desde la cocina se oía el ruido de su madre, preparando algo, seguramente su desayuno: café con leche y galletitas.

– ¿Cómo estás?

– Bien -ella hablaba sin quitarle la vista de los ojos. Estaba hermosa.

– No sé qué decirte, Araceli… -y de veras no sabía; ella lo escuchaba, en silencio, magnetizada ante su presencia y sus palabras-. Anoche me volví loco. Quisiera que me disculpes si estuve brutal, ¿sabés? Es tonto que te lo diga, chiquita, pero… no quise hacerte daño.

Ella lo miraba. Ramiro era incapaz de definir qué había en esa mirada.

– ¿Cómo viniste?

– Me trajo mamá.

– ¿Y dónde está ella?

– Buscando a papá; anoche desapareció.

– ¿Y sabe dónde buscarlo?

– Se habrá emborrachado, como siempre; debe estar en lo de algún amigo.

– Ahá -Ramiro se tranquilizó un poco; todavía no había aparecido el cadáver-. Decime… ¿hablaste con tu mamá de lo de anoche?

Ella se sonrió. Lo miró fijo, y a Ramiro le parecieron unos ojos bellísimos: enormes, muy negros, con el brillo recobrado. La piel aceitunada, y aún ese moretón en el pómulo, le daban a ese rostro delgado un aire de madonna renacentista.

– ¿Le dijiste?

– ¿Cómo creés eso? -le dijo apenas moviendo los labios, carnosos, húmedos, sin dejar de mirarlo.

Se quedaron en silencio. Era una situación embarazosa, y Ramiro le exigía a su cerebro una velocidad que no tenía.

– Dame un beso -pidió ella, con la voz aniñada.

Él abrió los ojos todo lo grandes que pudo. Su cerebro era el de un mosquito. Ella cerró los ojos y acercó su cara, con la boca entreabierta, para recibir el beso, y Ramiro se dijo que no era posible que fuese tan inocente y tan hermosa. Pero a la vez, alejando apenas su torso, sintió que había algo provocativo, pecaminoso, abominable, que le produjo miedo. En ese momento sonó el teléfono, y Ramiro dio un brinco.

Su madre atendió antes que él.

– Es para vos, Ramiro. Juan Gomulka.

Ramiro agarró el tubo. Se mordió el labio inferior, pensativo, antes de responder:

– Hola, Polaco…

– Hermano, esta tarde voy a necesitar el coche. ¿A qué hora lo paso a buscar?

– Eh, sí, Polaco, estéee…

– ¿Qué te pasa, che?

– No, es que recién me levanto, ¿sabés? Pero… No, lo que sucede es que no lo tengo, se lo llevó… -no quería decir el nombre.

– ¿A quién se lo diste, che? -alarmado, Gomulka. -Al doctor Tennembaum -no tenía opción-; a don Braulio.

– ¡Puta madre, che, te lo presté a vos! ¡Y ahora decime que encima estaba borracho!

– Sí, hermano, como un beduino. Disculpame.

– Pero ese tipo vive en pedo, che. ¿Cómo mierda me hacés esto? ¡Vos sabés que yo soy maniático de mi Ford!

– Disculpame, Polaco. Voy a ver si lo busco y te lo traigo ahora mismo. ¿A qué hora lo querés?

– A las seis. Voy a ir a tu casa -y colgó, furioso. Ramiro se dirigió a la cocina, y le pidió a su madre que les llevara café.

– ¿Y vos, de qué tenés que hablar con esa chiquilina?

– Es que quiere estudiar abogacía. Y anoche me pidió que le contara de París…

Abrió la heladera, como buscando algo. El asunto era no tener que mirar a su madre a los ojos. Pero sabía que ella esperaba una respuesta más convincente.

– Pobre -agregó Ramiro-, estas pibas provincianas creen que París queda aquí a la vuelta, y que cualquiera va. Y salió de la cocina, sintiéndose un miserable por lo que acababa de decir.

Regresó a la sala y se sentó en otro sillón, enfrente de la muchacha. Ella no dejaba de mirarlo. Parecía un animalito, un gato, eso, tenía la curiosidad de un gato. Y el mismo sigilo.

– ¿Para qué viniste?

– Tenía que verte -en voz baja, tímida, endemoniadamente seductora.

– Yo no quise hacerte daño -y se sintió idiota, ¿cómo le decía eso? Era como preguntarle por qué no se había muerto. Cómo carajo hizo para no morirse. O por qué no le avisó que no estaba muerta. Todo hubiera sido distinto. Sintió rabia. Pero ella dijo, siempre mirándolo:

– No me hiciste daño. Me gustó. Y quiero hacerlo de nuevo; quiero que vengas esta noche -y entonces bajó los ojos, como mirándose la vagina. Ramiro también miró.

XI

La madre trajo los cafés y comentó que hacía demasiado calor, peor que anoche, Dios mío no se puede estar, y luego preguntó por los padres de Araceli y dijo algo sobre la entrañable amistad del finado con el doctor. Eran otros tiempos, claro, y después preguntó a Ramiro qué quería que le preparara para comer al mediodía, así iba a hacer las compras.

Él respondió que no sabía si comería en casa, que no se preocupara, y ella comentó, para Araceli, pero más para sí misma, que Ramiro la tenía abandonada, que después de tantos años de faltar no paraba ni un minuto en casa, claro que ella comprendía, imaginate querida, porque para eso son las madres, para comprender a los hijos, y fíjate que todas las noches está llegando tardísimo y duerme muy poco, te vas a consumir, mi querido, y sirvió los cafés.

– Mamá, y anoche, ¿me escuchaste llegar? -preguntó él, con tono casual.

– Ay, sí, eran como las cuatro. ¿No te digo, querida?

Ramiro sintió alivio; sólo lo había oído cuando entró a buscar sus cosas. Ella ofreció unas galletitas, que rechazaron, y salió del living diciendo que se iba al mercado y vuelvo en un rato y si viene Cristina que empiece a pelar las papas para hacerlas al horno y contale de París, nene, qué maravilla la Torre Eiffel.

Bebieron en silencio y la escucharon salir. Entonces, Araceli se recostó contra el respaldo del sillón y descruzó las piernas. Ramiro la miró, excitado, porque la respiración de ella parecía levemente agitada y alzaba sus pechitos; Araceli empezó a jugar con el botón de su camisa que estaba exactamente sobre el seno.

Se miraron. Los dos respiraban, sibilantes, nerviosos, con las bocas abiertas.

– Hacémelo -dijo ella, con voz de niña-. Ahora.

XII

Al mediodía, Carmen Tennembaum pasó a buscar a su hija. Vestía un traje sastre de lino azul y una blusa blanca con volados. Tenía la cara demacrada y parecía olvidada del calor; las ojeras y el rimmel corrido no los producía la temperatura sino el llanto. Esa mujer había llorado mucho.

– No lo encontramos, María -dijo a la madre de Ramiro, pasándose un pañuelito por la nariz-, no sé qué pensar, estoy desesperada.

– Vamos, Carmen, andará por ahí. No es la primera vez -la calmó María, sin convicción.

– ¿No fue a la policía, señora? -terció Ramiro.

– Todavía no. Tengo miedo de ir.

Araceli se apartó del grupo y se acercó al 504 de los Tennembaum.

– ¿Qué hicieron anoche, Ramiro? -sonándose los mocos.

– En realidad, nada. Don Braulio me invitó a tomar algo, pero yo no acepté. El coche ya se había compuesto, posiblemente sólo se había ahogado, y me pidió que lo trajera a Resistencia. Se subió y… la verdad, no pude impedirlo.

– Siempre es así. Cuando se le pone una cosa en la cabeza…

– Y entonces vinimos y me dejó en casa. Me pidió el coche y, otra vez, no pude negarme. Incluso, ahora estoy preocupado porque ese auto no es mío, usted sabe, y no sé qué le voy a decir a Juan Gomulka.

– ¿Y a qué hora salieron?

– No sé, habrán sido como las tres de la mañana. Yo no podía dormir por el calor -titubeó, forzándose a no mirar a Araceli, que estaba recostada contra la puerta del 504 y los miraba- y decidí levantarme y salir. Me lo encontré afuera, muy…

– Borracho.

– Sí.

– Qué calvario, Dios mío… -pareció que iba a llorar de nuevo, pero se recompuso rápidamente-. Bueno, nos vamos. Voy a seguir buscándolo; todavía me falta pasar por lo de Romero y lo de Freschini.

Y se dirigió al Peugeot, y ella y Araceli subieron. Cuando se marcharon, la muchacha lo miró con su mirada lánguida y lo saludó con la mano. Ramiro se dijo que no entendía nada.

Después se recostó sobre su cama, para meditar. Estaba nervioso, tenía mucho miedo. De hecho, no era posible mantener por demasiado tiempo la incertidumbre; también los temores de los demás eran una forma de presión sobre él. Y a las seis iría a su casa el Polaco Gomulka y qué le iba a decir. Gomulka era un maniático de su Ford del 47, y encima, se dijo Ramiro, un maniático pobre, no un coleccionista rico. Éste es de los peores. Seguro, Gomulka movilizaría a la policía en procura de su coche; perder su amistad, ciertamente, era lo de menos.

Pero eso no era todo, pensó, fumando en la semipenumbra de la habitación, donde el calor apenas parecía atenuarse. Quizá él debía ir al puente y ver exactamente cómo había quedado el coche. ¿Por qué no lo habían descubierto? Una súbita creciente del río era absolutamente improbable; el Negro es un río prácticamente muerto. Y él había visto, aunque estaba muy oscuro, que las ruedas giraban en falso sobre la superficie del agua. ¿Suelo pantanoso y que se hubiera hundido lentamente, después? Lo creía difícil, pero no era imposible. Quizá debía ir, pero le horrorizaba la idea. Además, por supuesto, necesitaba una muy buena, excelente excusa para pasar a esa hora de la siesta -puesto que iría después de comer- por aquel lugar, en las afueras de la ciudad. No tenía ninguna excusa, ni buena ni mala. Y no tenía coche; por lo tanto debía pedir prestado otro, o ir en un taxi, lo que era ridículo.

Pero, ¿y si la policía ya había descubierto el Ford y el cadáver y lo estaban esperando? No, ¿por qué lo iban a esperar a él? Bueno, ¿y por qué no? A esa hora ya era posible que hubiesen ido a Fontana, y Carmen les habría informado que él, Ramiro, había sido la última persona que estuvo con Tennembaum.

Y además de todo eso, Araceli. Qué chica, mi Dios. Pero era peligrosa como mono con gillette. Y no lograba entenderla. Nunca entendería a las mujeres. Siempre se había dicho que eso era lo bueno, su imprevisibilidad, pero ahora eso mismo lo desesperaba; comprendía que ése había sido un criterio machista. Lo que verdaderamente no entendía era la condición humana. ¿Y qué era eso?, se preguntó. ¿Cómo podía ser tan petulante como para abarcar toda la dimensión de horror que cabía en un ser humano? Porque, pensaba, mirando el patio, a través de la ventana del comedor, ¿acaso la condición humana no era una demostración de lo infinito? ¿De qué no era capaz el hombre? ¿Es que alguien podía creer que existían los límites? Su propio caso era un buen ejemplo.

Sintió asco de sí mismo, un agudo remordimiento que a la vez se le mezclaba con una espantosa vanidad creciente. Sí, qué coño, él burlaría a todos y saldría de ésta. Aunque fuera porque no le quedaba otro camino. Ya no reconocía límites; era capaz de cualquier acción. Y aunque algo imprecisable le reprochaba esas ideas, por ominosas, no podía dejar de sentirse orgulloso.

Sí, la condición humana también era esa maravillosa capacidad de afrontar cualquier situación. De modificarlo todo. Ah, pero vanidad y horror son mala mezcla cuando andan juntas, se dijo. Ah, si no fuera por esa maldita ansiedad que sentía…

Casi no pudo comer, y se mantuvo en silencio. Cristina, su hermana, habló durante el almuerzo de su aversión por los alcohólicos, luego de que su madre comentó la desgracia de Carmen de tener un marido borracho. Ramiro pensó maldita puritana, no sabe nada de nada pero ella opina, siempre son los ignorantes los que opinan.

– Estás raro -dijo su madre un par de veces, mientras comían.

Él asintió y dijo cualquier cosa, para salir del paso.

– ¿Te sigue doliendo la cabeza?

– ¿Cuándo me dolió la cabeza?

– Esta mañana, cuando te levantaste. Dijiste que te sentías mal.

– No me hagas caso. Tuve un mal sueño -repensó sus palabras y agregó, irónico-: Fue una pesadilla, pero ya va a pasar.

Las dos mujeres levantaron los platos sucios, mientras él pelaba una naranja que no comió. En la cocina, Cristina hizo un comentario sobre lo linda que estaba Araceli; dijo que se preguntaba si ya tendría novio, porque vos sabés, mami, las chicas de ahora empiezan temprano.

"Ella opina; la estúpida tiene veintidós años pero opina" pensó Ramiro. Se preguntó si sentía celos.

Sonrió a nadie y se dijo que la condición humana era la imbecilidad de la gente.

Después le sirvieron un café. Lo estaba tomando, cuando sonó el timbre de la puerta de calle.

Cristina fue a atender. Volvió con una mueca de preocupación y los ojos entrecerrados.

– Ahí afuera hay un patrullero. Un policía pregunta por vos, Ramiro…

Загрузка...