TERCERA PARTE

No somos de la clase de gente que traga camellos

sólo para hacer esfuerzos en los retretes.

NATHANAEL WEST

Miss Lonelyheart


XIII

El Falcon entró a la jefatura de Policía y se estacionó en el pequeño patio interior. Había otro patrullero estacionado, una camioneta con rejillas en la puerta trasera y otros dos Falcon, verdeclaros, sin patentes y con antenitas de radiocomandos. Ramiro reconoció esos temibles coches de los agentes parapoliciales.

Lo hicieron pasar a una pequeña oficina que estaba al final de un pasillo. Sólo tenía una puerta, que daba a la galería que enmarcaba el patio del edificio, que Ramiro recordó que había sido, muchos años atrás, la casa de gobierno del entonces Territorio Nacional del Chaco. Era un ambiente muy pequeño; todo el mobiliario eran dos sillas, un escritorio con una máquina de escribir viejísima, una "Underwood" cincuentenaria, y un almanaque de "Casa Amarilla" en la pared. Eso era todo.

El sargento que lo acompañó hasta allí se quedó en la puerta, fumando, y pocos minutos después se retiró, cuando entró a la habitación un sujeto alto, flaco, de pelo corto pero más largo que lo habitual en los policías del régimen militar. Vestía un pantalón azul y camisa celeste de mangas largas arremangadas, y una corbata con el nudo descorrido. El saco del traje lo había dejado en otro lado.

– Mucho gusto, doctor Bernárdez -le dijo, tendiéndole una mano.

Ramiro le dio la suya y asintió con la cabeza. Se había recomendado extrema prudencia y no pensaba hablar sino lo indispensable.

– Mire, voy a ir al grano, doctor: espero que disculpe que lo hayamos molestado, pero hemos encontrado el cadáver de una persona amiga suya, el doctor Braulio Tennembaum… -hizo una pausa, para encender un cigarrillo, y lo observó fijamente por encima del humo.

– ¿El cadáver? -repitió Ramiro, con voz aflautada, sosteniendo la mirada del otro y quedándose con la boca semiabierta.

– Así, es. Parece haber sido un accidente, pero usted comprenderá que tenemos que verificarlo. ¿Fuma?

– Sí, gracias -Ramiro tomó el paquete y extrajo un cigarrillo. Estaba muy nervioso y se permitió estarlo. Fingiría una fuerte impresión: mejor, se dijo, que el otro lo creyera-. ¿Dónde fue? ¿Qué tipo de accidente?

– Encontramos el cuerpo dentro de un Ford de 1947. Aparentemente perdió el control y se cayó a un brazo del río Negro, en la ruta 11. Y tenemos ent…

– Carajo -lo interrumpió Ramiro meneando la cabeza.

– Qué pasa.

– Todo -pasándose la mano por los cabellos, como desesperado-: yo soy amigo de la familia y supongo que ustedes me buscaron por eso. Anoche estuve cenando con ellos. Pero además ese coche me lo habían prestado a

mí. Y que a uno lo busque la policía en estos tiempos… ¿Le parece poco?

– Nos interesaría que nos diera algunas informaciones.

– Sí, claro -Ramiro seguía fingiendo azoramiento. Y acaso pena, pensó, dolor, porque después de todo la situación, la suya, era completamente dolorosa.

– Comprendo su impresión, pero tengo que hacerle unas preguntas.

– Pregunte nomás, señor…

– Almirón. Inspector Almirón.

– ¿Qué quiere saber, inspector?

– Tenemos entendido que usted fue la última persona que estuvo con él.

– Supongo que sí. No sé con quién estuvo después.

– Quisiera que me explique, lo más detalladamente, qué hizo usted anoche.

Ramiro hizo silencio, diciéndose que dudar un poco no le venía mal; tampoco era cuestión de desembuchar enseguida su discurso. Almirón agregó:

– Entienda, doctor, que esto es casi rutinario -subrayó el "casi"

– Sí, sí, estoy recapitulando… Bueno, vea: fui invitado a cenar por los Tennembaum. A eso de la medianoche, me iba a retirar pero el coche, el Ford que usted menciona, que me lo había prestado un amigo, Juan Gomulka, no quiso arrancar. Supongo que se habrá ahogado, no sé. Entonces, me invitaron a dormir en Fontana; el mismo Tennembaum insistió en que podía descomponerse el coche en el camino. Me pareció razonable porque era muy tarde, más de la medianoche. Me quedé, pero no podía dormir. El calor, usted sabe, es infernal también en las noches y yo vengo del invierno europeo… Y no era mi cama, no sé, el caso es que decidí intentar si arrancaba el coche…

– ¿Recuerda a qué hora fue eso?

– Sí… Bueno, no exactamente, pero habrán sido como las dos y media o tres de la mañana.

– Continúe, por favor.

– Afuera, justo cuando conseguí poner en marcha el coche, apareció el doctor Tennembaum. Me dio un buen susto, incluso, porque creí que él dormía. Me invitó a tomar un vino, él estaba… bastante, muy borracho, y no acepté pero él se subió al auto y me pidió que lo llevara a Resistencia. No pude negarme, usted sabe, no quise contrariarlo tanto; la gente, cuando está tomada…

– ¿Qué sucedió luego? -Almirón no le quitaba los ojos de encima.

– Bueno, yo me descompuse. Del estómago, pero no por el alcohol. Y paré el coche para vomitar. Apareció un patrullero y nos identificamos. No sé a qué hora habrá sido eso. Y después, llegamos a mi casa y Tennembaum me pidió el coche prestado. Otra vez no pude negarme, de lo que ahora me arrepiento. Pero no pude. ÉI estaba nervioso, pesado. Y se fue.

– El patrullero los abordó a las tres y veinticinco -dijo Almirón, y Ramiro se preguntó si con tal precisión pretendía intimidarlo; hacerle saber que estaban confirmando detalles-. ¿Y dónde lo dejó él?

– En mi casa.

– ¿Le dijo adónde pensaba ir?

– A “La Estrella”.

– ¿Recuerda a qué hora se despidieron?

– No, pero calculo que habrán sido cerca de las cuatro de la mañana. Quizá un poco más. Yo estuve leyendo un rato, no sé cuánto tiempo, y apagué la luz a las cinco en punto. De eso me acuerdo porque miré…

– Según el forense, Tennembaum murió alrededor de las cinco y media de la mañana. ¿Qué hacía usted a esa hora?

– Dormía, naturalmente -Ramiro sonrió-. No sé si podré probarlo, inspector. ¿Estoy entre sus sospechosos, verdad?

– Yo no dije que Tennembaum haya sido asesinado. Simplemente, estamos comprobando los hechos.

– Entiendo -e inmediatamente agregó-: Inspector, yo sé que el que interroga es usted, pero déjeme hacer un par de preguntas: ¿Cree que esto puede tener que ver con la subversión?

– No. No lo creo -Almirón hizo un gesto de descarte con la mano.

“Entonces, para este cretino no es nada grave”, se dijo Ramiro, “qué país: un asesinado no es importante. Los galones los ganan contra los subversivos”. Almirón lo miró, interrogativo.

– ¿Y la otra pregunta?

– ¿Qué?

– Usted dijo que me haría un par de preguntas.

– Ah, sí. ¿Cree que Tennembaum pudo haberse suicidado?

– No lo sé. No encuentro el motivo. Pero tampoco me parece un accidente -pensó un momento, como dudando si debía decir lo que iba a decir. Y lo dijo-: Hay huellas de que el coche estuvo estacionado a un costado de la ruta. Ni un suicida se detiene a repensarlo a último momento, ni mucho menos un borracho programa un accidente, cien metros antes de chocar.

– ¿Y entonces? La otra opción es que lo hayan asesinado, pero usted dijo que no piensa que Tennembaum. haya sido asesinado.

– Tampoco dije que piense lo contrario.

– Entiendo.

Almirón se puso de pie.

– Lo van a llevar a su casa, doctor, y disculpe la molestia. Le ruego que no salga de la ciudad sin avisarnos. Supongo que no tiene nada que agregar, ¿no? Alguien que lo haya visto, alguna otra cosa que haya hecho…

Ramiro pensó un segundo. Recordó al camionero, pero ya no tenía retorno en su mentira.

– No -dijo-. Nada que agregar.

XIV

Antes de las seis de la tarde, Ramiro habló con Juan Gomulka, quien parecía estar de buen humor, escuchando a León Gieco después de dormir la siesta, según le contó. Pero su voz, y su alegría, desaparecieron cuando Ramiro le explicó que su coche debía estar destrozado en un corralón policial. Gritó, insultó, dijo que así se acababa una amistad, que había sido un abuso de confianza. Ramiro lo escuchó lamentarse, respondió a todo que sí y prometió pagarle los daños, en cuanto pudiera. Gomulka juró que no habría dinero en el mundo para pagarle el daño moral, pues ese Ford había sido restaurado con sus propias manos y con piezas originales, no te lo voy a perdonar nunca, me quiero morir.

Ramiro colgó el tubo y se dio una ducha de agua fría. Luego se vistió y caminó hasta la terminal de ómnibus. Tomaría un colectivo que lo llevara a Fontana; no podía dejar de hacerse presente en el velatorio de Tennembaum. Después encontraría alguien que lo trajera de regreso, o tomaría otro ómnibus, y dormiría veinte horas seguidas. No podía hacer otra cosa, respecto del crimen, que cruzar los dedos mentalmente.

Había mucha gente, y todos comentaban la horrible muerte que encontrara el doctor Braulio Tennembaum, ese lugar común. Como si hubiese muertes que no son horribles, pensó Ramiro. No faltaban los que especulaban que podía haber sucedido otra cosa, y con "otra cosa" aludían a las posibilidades de que se tratara de un crimen, o de un suicidio. Todos parecían descartar el accidente y eso los excitaba. Ramiro se sintió realmente incómodo cuando observó que ante su presencia los comentarios disminuían en intensidad. Pero también se dijo que quizá era su propia paranoia la que lo hacía pensar eso.

Y cuando subió la escalera de la casa, bordeando el living donde habían instalado el féretro ya cerrado, con el cuerpo de Tennembaum dentro, se dijo que nunca como en ese momento quería ser un tipo frío y prudente como Minaya Álvar Fáñez, "el que todo lo hace con precaución". Arriba, no se atrevió a ver a la viuda y pensó "al carajo con Minaya" en el momento en que Araceli lo vio aparecer y se dirigió, resuelta, hacia él. Llevaba un vestido muy liviano, negro, entallado en el torso y de falda acampanada y por debajo de las rodillas. Con el pelo negro, recogido, parecía salida de un cuadro de Romero de Torres. Ramiro se preguntó cómo era posible tanta belleza y, a la vez, tanta malicia en su mirada cuando lo besó. Tenía trece años, pero caray, cómo había crecido en las últimas horas. Sintió miedo.

Cuando se hizo noche cerrada, el calor ya era insoportable. Mucha gente se retiró y, en su dormitorio, la viuda no dejaba de llorar. Ramiro se preguntaba si era ya la hora de irse, cuando Araceli lo tomó de un brazo, con aplomo, y le dijo:

– Llevame a caminar.

Se alejaron de la casa, por el camino de tierra, y Ramiro se obstinó en su silencio, sintiendo algunas miradas en su espalda, diciéndose que era una imprudencia. Pero al mismo tiempo se reprochaba su paranoia, porque la gente no tenía por qué pensar nada malo de una muchacha de sólo trece años a la que se le acababa de morir el padre, ni de él, a quien seguramente veían como un hermano mayor, que había estudiado en París y recientemente retornado al Chaco.

Miró de reojo a Araceli. Esa muchacha era casi una niña, pero a la que no había visto soltar una sola lágrima, ni conmoverse, aunque no le faltaban motivos. No tenía expresiones, parecía. La noche anterior, se había resistido y luchado; ahora era de acero.

– Vino la policía -dijo ella, en voz muy baja y sin mirarlo. Lo dijo, como casualmente, mientras caminaba con la vista fija en sus propios pies.

Ramiro prefirió no hablar.

– Nos hicieron preguntas. A mí, a mamá, a mis hermanos.

Lentamente, Araceli se fue desviando del camino. Ramiro miró hacia atrás; ya no se veía la casa de los Tennembaum. Araceli se acercó a un árbol, donde parecía comenzar un sector de matas y arbustos. Más allá, la vegetación se espesaba y se confundía con la negritud de la noche.

– ¿Sobre?

– Querían saber a qué hora salieron ustedes. Vos y papá.

– ¿Y?

– Nadie supo decirles.

– ¿Vos tampoco?

– Tampoco.

– ¿Y qué dijiste, vos?

Araceli se recostó contra el árbol, cuyo tronco tenía una leve inclinación. Respiraba agitadamente.

– No te preocupes.

Se pasó las manos por los muslos, suave, sugerentemente, de arriba hacia abajo. Su respiración se hizo más fuerte; aspiraba con la boca abierta. Ramiro reconoció que se excitaba.

– Vení -dijo ella, alzándose la pollera.

Al leve brillo de la luna, sus piernas aparecieron perfectas, torneadas, de un bronceado mate, y Ramiro sintió que se iba a correr cuando vio que ella no tenía nada bajo el vestido. Su pubis estaba mojado. Flexionó las piernas, y Ramiro penetró en ella, con un ronquido animal, diciendo su nombre, Araceli, Araceli, por Dios, me vas a volver loco, Araceli. Se movieron bestialmente, abrazándose, fundidos como cobre y níquel, con caricias brutales. Las manos de ella se clavaban en su espalda y Ramiro sentía también su lengua y sus dientes mordiéndole una oreja, lamiéndolo, ensalivándole la piel del cuello, mientras gemían de placer.

Cuando acabaron, se quedaron así, abrazados, escuchando sus respiraciones. Ramiro abrió los ojos y vio el tronco del árbol, un enorme lapacho, y en las arrugas de la corteza le pareció encontrar los interrogantes, el terror y la excitación combinados que le inspiraba Araceli. Porque ahí creyó descubrir que estaba abrazado a algo maligno, infausto, execrable. Pero también vio que algo siniestro había en su propia conducta: él había corrompido a la muchacha.

A los treinta y dos años se sentía, súbitamente, acabado, arruinado en su éxito social. Presintió el prematuro fin de su carrera, de su incorporación a la docencia universitaria, de su probable futura nominación como funcionario del gobierno militar, como juez, como ministro. Todos sus sueños se fracturaban. Y esa chica, esa adolescente, era la que lo arrastraba ahora con una determinación diabólica. Y podía ser su hija. Peor aún, podía haberla embarazado. Toda moral se derrumbaba; esto era peor que ser un asesino. No podía contener su propia pasión; todas sus pasiones iban a desbordarse siempre, de ahí en adelante, como el Paraná cada año. Araceli era insaciable; lo sería irrefrenablemente. Y él también. Cualquier maldad era posible, para ellos, si estaban juntos. El crimen era vivir así, tan calientes, como esa luna que atestiguaba ese abrazo.

Se separaron y ordenaron sus ropas, en silencio. Volvieron hacia la casa, caminando con la misma parsimonia con que habían salido.

A mitad de camino, desde las sombras, se les acercó una figura. Ramiro se erizó cuando se dijo que alguien podía haberlos visto. Y se paralizó, espeluznado, cuando reconoció al inspector Almirón.

XV

– Buenas noches -dijo Almirón. Luego se dirigió a Araceli-. Buenas noches, señorita.

Ramiro y ella lo saludaron con bajadas de cabeza.

– Doctor, necesito que nos acompañe.

– ¿A esta hora, inspector?

– Sí, por favor -y nuevamente miró a Araceli-. Vaya nomás a su casa, señorita Tennembaum.

Araceli obedeció, sumisa, y se alejó sin despedirse de ninguno. Ni siquiera dirigió una mirada a Ramiro.

– ¿Es esto un arresto, inspector? ¿A qué se debe?

– Le pido que nos acompañe y luego hablaremos, en la jefatura.

– ¿Una cuestión rutinaria, otra vez?

– Doctor: estamos tratando de ser muy discretos.

– En este país, la discreción no suele ser la característica de la policía, inspector.

– Acompáñenos, por favor.

Almirón se dio vuelta y fue hacia un Falcon de color gris claro. Ramiro observó que no tenía patente. También vio que, del otro lado del camino, salía un sujeto bajo, regordete, enfundado en un lustroso traje de tela sintética azul marino. Los tres subieron al coche, que era maneja do por un tercer policía, un moreno enorme que estaba en mangas de camisa y tenía un pañuelo húmedo de sudor en la mano.

Viajaron a Resistencia en completo silencio. Ramiro prefirió no insistir con sus preguntas ni sus ironías. El ambiente en el Falcon era gélido, a pesar del calor de la noche, así que se dedicó a mirar la luna, desde la ventanilla. Estaba caliente; todo el país estaba caliente ese diciembre del 77. Recordó a Araceli, pensó en el lío en que se había metido y sintió pánico.

Cuando arribaron a la Jefatura, Almirón y el petiso lo llevaron a la misma habitación en la que habían estado al mediodía. Un foco de cien watts iluminaba brillantemente la estancia y producía mucho calor. Lo hicieron sentar en una silla. Almirón tomó la otra, adelantó el respaldo y empezó a mirarse las manos, como indicando que disponía de todo el tiempo del mundo. El otro se quedó en la puerta, semicerrada.

– Mire, doctor -dijo Almirón, dando un suspiro prolongado, que quiso ser dramático-, le voy a ser claro: en este asunto hay un montón de cosas que no concuerdan. Cuénteme de nuevo, con todos los detalles, qué hizo anoche.

Ramiro obedeció. Durante un largo rato, con voz firme, repitió todo lo que ya había contado. Amplió detalles, narró el encuentro con el patrullero y explicó de qué hablaron con Tennembaum: de la amistad del médico con su padre; de Foucault (Ramiro dio por hecho que Almirón no tenía idea de quién era, pero le sirvió para evocar una vez más su procedencia parisina); y concluyó diciendo que su madre podía certificar a qué hora había llegado a la casa. Cuando terminó, se sintió satisfecho de su relato.

– ¿Quiere que le diga la verdad, doctor? -dijo Almirón, asintiendo repetidas veces con la cabeza.

Ramiro lo miró, frunciendo el ceño.

– Creo que todo lo que cuenta es cierto en un 99 por ciento. Me preocupa el uno restante.

Ramiro siguió mirándolo, sin responder. Estaba acorralado, pero el silencio era su carta. Simplemente, se mantendría en esa versión. Podría repetirla veinte veces, y de ahí no lo sacarían. A medida que la dijera, por otra parte, él mismo se convencería aún más de que así habían sido las cosas. Y si lo acusaban directamente, su respuesta sería la negación. Negaría y negaría.

Almirón empezó de nuevo:

– Es llamativo que hay más huellas digitales suyas que de Tennembaum en el coche. En el volante y en la palanca de cambios.

– El que manejó casi todo el tiempo fui yo.

– Pero según su relato, usted no tiene por qué saber cuánto tiempo manejó Tennembaum -saltó el inspector.

Ramiro se dijo que era un idiota. No debía hablar de más.

– Usted me dijo que él se estrelló o lo que fuera. Tuvo que haber manejado lo suficiente, ¿no?

– Precisamente, por eso me llama la atención que haya tan pocas huellas de él. Como si lo hubieran dormido, de un golpe -y miró a Ramiro a los ojos-, y luego le hubiesen colocado las manos para imprimir sus huellas.

Ramiro se encogió de hombros. Pero tenía mucho miedo. Tragó saliva y miró el foco, para distraerse.

– Y otra cosa -Almirón hablaba despacio, como si estuviera muy cansado. Con cierta resignación-, porque a mí me da la espina de que a Tennembaum lo pusieron frente al volante. ¿Usted no vio si él subió a otra persona en el auto, después que lo dejó en su casa?

– No. Si así hubiera sido se lo habría dicho.

– Claro.

Almirón encendió otro cigarrillo. No le convidó.

– Y el forense dice que el cadáver tenía una magulladura, como un moretón, aquí, en el mentón -y se tocó el suyo, dándose dos palmadas-. Para mí que le pegaron para dormirlo, después lo pusieron frente al volante y echaron a andar el coche.

“Usted es muy imaginativo”; estuvo tentado de decir Ramiro. Pero se había juramentado a no hablar sino ante preguntas concretas. Sin embargo, alzó la cabeza y dijo:

– ¿Usted está pensando que yo lo maté?

Almirón lo miró y se sostuvieron las miradas durante unos segundos. Ramiro se dijo que ese hombre era muy astuto; no tenía un pelo de tonto.

– En algún lugar me da la espina que sí, qué quiere que le diga -el tipo parecía lamentarse de lo que decía-, pero no puedo probarlo. No encuentro el motivo que usted podría tener, aunque… Mire, usted es un hombre joven y brillante, estudió en Francia, eso no es común por estas tierras. Y regresa en un momento muy especial para el país. Tengo entendido que va a ser profesor en la universidad, carece de antecedentes, tiene muy buenas relaciones, contactos, no está contaminado por todo lo que está pasando… Además, hemos comprobado su vieja amistad con la familia Tennembaum. Entonces no me explico por qué razón querría matar a ese médico pueblerino. Aunque… ¿Qué relación tiene usted con la señorita Tennembaum?

Ramiro debió reprimirse para no dar un brinco en la silla. Pero sintió que debajo suyo sus músculos se contraían. Pensó, para sí, que podría cortar un alambre con el culo.

– Somos amigos. De la familia. Cuando yo me fui del Chaco ella era muy chica. Sólo volví a verla anoche.

– Está muy linda, ¿no? -Almirón lo miraba, alzando una ceja. No sonreía, pero a Ramiro le pareció que sí.

– Sí, muy linda.

XVI

Otra vez se quedaron mirándose, durante unos instantes, hasta que Ramiro se reprochó que era estúpido seguir haciéndose el valiente. Debía aparentar naturalidad, pero no la encontraba. No podía encontrarla. Al menos, se recomendó, se haría el fastidiado: cruzó las piernas y se recostó en el respaldo.

– Hay una persona que quiere hablar con usted -dijo Almirón. Y se puso de pie y llamó al petiso. Le hizo una seña con la cabeza, que el otro entendió. Se fue, casi corriendo. Ramiro se asustó. Su corazón latía apresuradamente.

Enseguida llegó un hombre de estatura mediana, muy delgado, más que Almirón. Debía tener unos cincuenta años. Vestía un pantalón de hilo color crema, una camisa a rayas celestes y blancas impecablemente planchada y lucía un pañuelo de seda en el cuello. Era un tipo bronceado, de los que llevan muy buena vida, y sobre el labio superior, muy carnoso, se montaba un pequeño bigote con algunas canas, que hacían juego con las de las patillas. En el anular izquierdo llevaba un enorme anillo de sello, de oro macizo.

– ¿Sabe quién soy?

– No tengo el gusto.

– Teniente coronel Alcides Carlos Gamboa Boschetti.

Ramiro alzó una ceja.

– ¿No le dice nada?

– No, lo siento.

– Claro, usted es nuevo, acaba de llegar. Yo soy el jefe de Policía de la Provincia.

El tipo parecía fascinado consigo mismo.

– Mucho gusto -dijo Ramiro.

El hombre asintió varias veces. Después estiró los labios hacia adelante, mientras se acariciaba el mentón.

– Está usted en un problema muy serio, doctor Bernárdez.

– Me doy cuenta, pero qué quiere que le haga. Ya dije dos veces lo que tenía que decir, y parece que el inspector Almirón no me cree.

– Ése no es el tema -dijo el militar, en tono confianzudo, casi amistoso; y suspiró-: Se lo voy a poner muy clarito: nosotros sabemos que usted mató al doctor Tennembaum. Podría darnos más o menos trabajo probarlo, pero eso es lo de menos. Si acá la policía quiere probar algo, lo hace y listo, ¿me entiende? Porque no vaya a pensar que acá estamos en Francia, doctor; no, aquí estamos en un país en guerra, una guerra interna pero guerra al fin. ¿Mhjú? De modo que quiero que nos entendamos.

– Yo no maté a nadie.

– Mi querido doctor Bernárdez, cuando digo que quiero que nos entendamos, quiero decir que nosotros sabemos que usted lo mató a Tennembaum. No lo estamos suponiendo. No está muy claro por qué lo hizo, y a mí, le voy a ser franco, me preocupa poco descubrirlo. Si realmente nos proponemos hacerlo hablar… -hizo una pausa- usted debe saber que podemos conseguirlo. Tenemos formas… ¿Ehé?

Ramiro sintió un escalofrío. Recordó las denuncias que había oído y leído en París, de los exiliados. Nunca había creído del todo en las barbaridades que se decían. Acorralado, decidió jugarse.

– ¿Me van a torturar, teniente coronel? Creí que esos métodos los reservaban para los guerrilleros. O para los que ustedes consideran subversivos.

– Yo lo pondría en otros términos, pero no es asunto para discutir con usted. Lo que quiero decir es que… -dudó un instante- es una lástima que tan luego usted se vea involucrado en este crimen.

– ¿Por qué “tan luego yo”?

– Porque esperábamos mucho de usted. No nos sobran hombres preparados y sin contaminación ideológica.

– ¿Qué quiere decir?

– Voy a ser claro nuevamente, doctor: usted no está siendo admitido en la universidad sólo por sus estudios, ni por sus títulos. En el proceso en el que estamos empeñadas las fuerzas armadas, ello no es posible, sin nuestro consentimiento. Usted viene a ser lo que yo llamaría un hombre de reserva, una persona en estudio. Que nos interesa mucho. Y hasta ahora sus antecedentes son impecables. ¿Se da cuenta? Y este…, digámoslo, este asesinato enturbia todo. Por eso quiero que nos entendamos, y se lo voy a decir de una buena vez, si usted confiesa, podemos ayudarlo.

– No creo entender lo que me propone, aún en el caso de que yo fuera el asesino -Ramiro luchaba por no cerrar los puños, por no aferrarse a la silla; estaba aterrado.

– Digo que si confiesa podemos arreglar las cosas. Atenuarlas en todo lo posible -subrayó el “todo”-. Usted se imagina que en cualquier crimencito, de los que acá suceden cada muerte de obispo, no viene el jefe de policía a hablar con el sospechoso, ¿no? Se dará cuenta que yo tengo otros asuntos que atender, de orden político, de interés nacional. De modo que si yo vengo a verlo es porque usted nos interesa. Nos interesa usted; no ese borracho. y porque puedo ayudarlo. Quiero ayudarlo. ¿Me entiende?

– Yo no maté a nadie.

– ¡Carajo, Bernárdez! -se acomodó el pañuelo del cuello-. Todo lo que tiene que hacer es confesar, y sale derecho. Yo lo arreglo. Y después charlamos, porque nosotros estamos empeñados en un proceso de largo plazo, entiéndalo. Un proceso en el que el verdadero enemigo es la subversión, el comunismo internacional, la violencia organizada mundialmente. Nuestro objetivo es exterminar el terrorismo, para instaurar una nueva sociedad. Y si le pido que confiese es porque también debemos ocuparnos de cualquier crimen, cualquiera sea su causa, porque necesitamos construir una sociedad con mucho orden. Pero se trata de un orden en el que no podemos permitir asesinatos, y menos por parte de gente que puede ser amiga. ¿Me entiende? Y además, un asesinato es una falta de respeto, es un atentado a la vida. Y la vida y la propiedad tienen que ser tan sagradas como Dios mismo.

– Pero yo no maté a Tennembaum. Y tampoco sé si colaboraría con ustedes.

– Eso habría que verlo. Porque en este país, ahora, o se está con nosotros o se está contra nosotros. No hay neutrales.

Ramiro hizo silencio. Gamboa Boschetti se acomodó el bigote con las dos manos, una para cada lado. Después sacó de un bolsillo un pañuelo perfumado, con olor a lavanda, y se secó la frente. Luego volvió a hablar, en torno amistoso:

– Mire, ahora el asunto es que usted confiese buenamente, y nosotros arreglaremos las cosas del mejor modo posible. Obviamente, no querríamos que usted quede manchado.

Ramiro se moría de ganas de preguntar qué pasaría en caso contrario, si no confesaba, pero eso hubiera sido delatarse. Estaba asombrado del discurso de ese hombre pulcro, seductor, confianzudo. Pero el miedo seguía siendo su sentimiento principal y, curiosamente, su mejor carta para seguir en silencio. Volvió a decirse que no podían probarle nada; era un hecho que mientras no encontraran un motivo, es decir, mientras no supieran lo sucedido con Araceli, no podrían sostener una acusación de asesinato. Probablemente él era la última persona, en el Chaco, que podía tener motivos para matar a Tennembaum. Claro que más tarde debería hablar con la muchacha sobre una necesaria discreción, pero ése era otro tema. Además, aunque ella lo enloquecía de excitación, no estaba seguro de que quisiera seguir esa relación. Pero todo eso quedaba para después. Ahora, seguiría negando, si bien Gamboa Boschetti había sido claro en su amenaza de hacerlo torturar.

– ¿Qué me dice? -preguntó el militar.

– No sé qué espera que le diga, teniente coronel.

– ¿Va a confesar?

– No tengo nada que confesar.

– Es testarudo, ¿eh? -el tipo parecía divertirse con ese asunto-. Pero mire que nosotros tenemos otras cartas para hacerlo hablar, Bernárdez. Y no sólo las que usted se imagina; ésas pueden esperar… Tenemos un camionero, por ejemplo…

XVII

Ramiro volvió a sentir el fruncimiento debajo suyo. El corazón pareció detenérsele. Pero como ya estaba tenso, pensó que no aparentaría estarlo más por el golpe bajo del militar. Si le hubiesen medido la adrenalina en ese momento, se dijo, casi habría suplantado a la sangre. Paralizado, trató de no respirar, mientras Gamboa indicaba que trajeran al testigo.

El hombre entró a la oficina, seguido de Almirón. Era más bajo que lo que Ramiro había pensado, pero igualmente fuerte y musculoso. Sus brazos eran impresionantes y el tatuaje un corazón con iniciales. Vestía una camisa de brin, de mangas cortas, un jean gastadísimo y alpargatas. Llevaba en la mano un sombrero tirolés, de tela impermeable y con una plumita al costado, absolutamente ridículo para esa noche tan caliente de verano. Tenía miedo, se notaba que tenía miedo de estar en la jefatura de Policía.

– Buenas -dijo, con voz melindrosa.

Gamboa, desde el escritorio en que seguía sentado, y sin dejar de mover una pierna, le espetó:

– ¿Conoce a este hombre? -señalando a Ramiro.

El tipo manoseó el sombrerito que tenía contra su estómago. Encogió un poco los hombros y miró a Ramiro, estudiándolo. Éste también lo miró, diciéndose perdido por perdido, estoy jugado. Alzó el mentón, con cierta altanería, y confió en que su aspecto de universitario, con ropa limpia y bien peinado, podía amilanar al camionero.

– No estoy seguro.

– Párese -ordenó Gamboa a Ramiro, con voz seca. Ramiro se puso de pie.

– Dé una vuelta al escritorio.

Ramiro lo hizo. Gamboa volvió a dirigirse al camionero.

– ¿Y, lo reconoce?

– Es parecido, señor, pero… la verdad, no estoy seguro. Estaba muy oscuro y yo venía distraído.

– Carajo, estuvo sentado un rato al lado suyo, ¿no? Con que sea parecido no ganamos nada. Es o no es.

El camionero parecía tan aterrorizado como Ramiro. No dejaba de jugar, histéricamente, con su sombrerito tirolés. Sacó la lengua, se la pasó por los labios.

– Quizá si el señor hablara…

– Diga algo -ordenó Gamboa a Ramiro.

– No sé qué es lo que quiere que diga, teniente coronel -Ramiro eligió las palabras y las pronunció con exactitud, casi académicamente-. Nunca en mi vida he visto a este hombre, y no sé qué es lo que usted se propone.

Cuando terminó, se sintió orgulloso de su discursito.

– ¿Y? -urgió Gamboa al camionero.

– No, señor, la persona que llevé era paraguayo. El señor se le parece, pero no habla como el que llevé.

– Cualquiera imita a los paraguayos -intervino Almirón, desde atrás del camionero, que se dio vuelta, asustado como si hubiese escuchado la voz de Dios.

– Olvídese de cómo habla -dijo Gamboa, mirando al sujeto a los ojos, muy fríamente-. ¿Diría que es la persona que llevó, o no?

– Pues… Me parece que era de otra condición. Este señor…

– Pudo estar sucio y cansado -dijo Almirón-. Usted simplemente tiene que decir si lo reconoce o no. Y no tenga miedo, mi amigo, la verdad no ofende.

El hombre agradeció con los ojos.

– ¿Sí? -Gamboa hizo un círculo con el pulgar y el índice, y lo agitó de arriba abajo-. ¿O no?

– Estéee… Creo que sí, señor.

– Gracias -Gamboa sonrió, satisfecho-. Que se retire, Almirón.

Los dos salieron y Gamboa encendió un cigarrillo. Se puso de pie y caminó alrededor de Ramiro. Se detuvo a sus espaldas.

– Está perdido, Bernárdez.


XVIII

Después lo dejaron solo, y él escuchó que Gamboa daba órdenes de que a primera hora de la mañana se le tomara una declaración formal, reproduciendo el interrogatorio de Almirón. Más tarde, el petiso que hacía guardia habló algo con un agente de uniforme que entró y se hizo cargo de él. En silencio, y con un trato indiferente, éste lo condujo a la guardia, donde un tercer policía le tomó los datos y le pidió la cédula, que depositó en un cajón. Luego, le sacaron el reloj, el cinturón y los cordones de los zapatos. También tuvo que dejar su billetera, y finalmente le revisaron los bolsillos, que estaban vacíos.

Entonces volvieron al interior del edificio y, después de cruzar una puerta, lo llevaron a un sótano maloliente, donde había una docena de celdas. El policía abrió una y, con un breve cabezazo, le indicó que entrara. Después cerró la puerta, que era de acero compacto y con una mirilla cuadrada en la parte superior. Hizo mucho ruido.

Durante todos estos procedimientos, Ramiro volvió a reconocer su miedo y su cansancio. Pensó que, no obstante la aparatosidad del jefe de Policía, no debía temer demasiado de la declaración del camionero. En un tribunal, su afirmación no era demasiado sostenible. Era obvio que el camionero estaba aterrado y que Gamboa, torpemente, lo había intimidado. Si lo hicieran jurar ante una Biblia, y ante un juez de instrucción más o menos imparcial, el tipo expresaría sus dudas y su convicción de que había transportado a un paraguayo, que en todo caso era muy parecido al acusado. Pero lo que sí lo preocupaba era la amenaza velada de Gamboa. No creía, no quería creer, que fueran a torturarlo, pero a cada momento se decía que estaba en el Chaco, en la Argentina de 1977, y que si algo faltaba en ese contexto eran garantías. “No vaya a pensar que estamos en Francia, doctor”, le había dicho Gamboa.

Bien que lo sabía, y de todos modos había elegido volver. Entre otras cosas, por aquella inexplicable nostalgia sentida en esos ocho años, por la posibilidad de iniciar una carrera docente en la Universidad del Nordeste, y acaso, aunque no estaba seguro, porque sabía que con su currículum no le sería difícil encumbrarse políticamente. En ese sentido, Gamboa había acertado, le gustara o no reconocerlo, en las perspectivas de éxito social que estaban comprometidas ahora, por este asunto. Claro que él, se dijo, de ninguna manera debió caer en la tentación de confesar. Se felicitó por ello. Cualquier promesa de ese hombre era sospechosa, no confiable.

La celda era sencillamente asquerosa. Tendría, calculó, dos metros por tres, y el piso de cemento estaba húmedo. No supo si de orín, porque el olor a amoníaco era muy fuerte, pero no le quedó otra alternativa que sentarse, en un rincón que supuso más, seco. El techo parecía muy alto. No había ventanas y apenas, por la mirilla, entraba un rayito de luz. La penumbra era compacta y, aunque al bajar le había parecido que el sótano era fresco, enseguida empezó a sentir un calor espeso, viscoso. Le iba a costar mucho poder dormirse, a pesar del cansancio que traía. Era la segunda noche de tensión, de sentirse perseguido y acosado.

De pronto, estridentemente, se escuchó un chamamé. Parecía ser una radio, encendida a todo volumen. El bandoneón chillaba, mal sintonizado, y un dúo cantaba un amor perdido en medio de palmeras y arenales interminables. Ramiro se removió, inquieto, y se enojó consigo mismo por todo lo que estaba pasando. No había sabido ser frío, prudente. ¿Por qué se había descontrolado? ¿Cómo era posible que por su calentura se hubiese convertido en violador y en asesino? Se reconoció amargado, furioso, y dio una trompada a la pared, que le respondió con un ruido seco, ahogado, y un ardoroso dolor en el metacarpo. “Es que es hermosa, carajo, diabólicamente hermosa”, se dijo, pensando en Araceli. ¿Pero cómo un tipo como él podía haberse enloquecido de ese modo? Y sí, podía. Cada vez que se lo cuestionaba, debía reconocerlo: esa chica era el demonio reencarnado; Mefistófeles que vino a cagarme la vida. Sonrió a la oscuridad, pero fue una sonrisa triste.

Y entonces se apagó el sonido de la radio, que durante un largo rato había pasado chamamés, rasguidos dobles y avisos comerciales. Ramiro creyó escuchar, en el silencio retornado, un gemido lejano. Y más tarde volvió a escucharse la radio, ahora atronando el silencio con un tema de Charly García que evocaba la soledad de estar solo. Y también escuchó la puteada gangosa, abyecta, de otro preso, que le pareció habitante de la celda de al lado.

En algún momento, a pesar de la música y el calor y la humedad, se quedó dormido. Hasta que lo despertó la voz del inspector Almirón, a través de la mirilla.

Ramiro no supo cuánto tiempo había dormido, pero le pareció que muy poco; la oscuridad era la misma. En esa celda se perdía la dimensión del tiempo, y él se sentía tan cansado como si en vez de dormir hubiera trabajado toda la noche. Y en cierto modo así había sido.

– ¿Qué quiere, ahora? -preguntó hacia la mirilla.

– Venga, acérquese.

Ramiro se puso de pie. Estaba entumecido; le dolían los huesos, se sentía mojado, sucio, gelatinoso. Hacía mucho calor. Fue hacia la puerta.

– Qué hay.

– Va a salir. Pero antes quiero hablar un par de cosas.

– ¿Por qué voy a salir? ¿Cambiaron de idea? ¿O encontraron al asesino?

– No se haga el chistoso; el asesino es usted. Yo no tengo ninguna duda, e incluso ahora creo que ya sé por qué lo hizo -Almirón se rió, mientras abría la puerta-. Y hasta creo que lo envidio. En cierto modo.

Ramiro salió, achicando los ojos con recelo. Puta madre, se dijo, otra vez volver a estar alerta. Otra vez el miedo producido por esta endemoniada situación en que se había metido.

Afuera estaba más claro. Le pareció que ya era de día. Lo preguntó. Almirón respondió que eran las siete y media y quiso saber cómo se sentía.

– Como el culo. Jodieron toda la noche con una radio.

– Y, los muchachos tuvieron mucho laburo.

Ramiro preguntó si podía ir al baño. Almirón lo llevó hacia una puerta, al final del pasillo al que daban todas las celdas. Lo esperó ahí, mientras él iba al mingitorio y luego se lavaba la cara y las manos y se mojaba el pelo. Cuando se dio vuelta para salir, Almirón sonreía. Le ofreció un cigarrillo, que aceptó.

– ¿De qué se ríe?

– Usted es un fenómeno, doctor.

Lo dijo en un tono divertido. A Ramiro le llamó la atención que en la ironía había también, sincero, un sentimiento de admiración.

– ¿Por?

– Usted dijo que su madre podía certificar que usted, volvió a su casa a las cuatro, ¿no?

Ramiro desconfió; su columna se puso rígida.

– Así es -lenta, cautelosamente.

– Sin embargo, la señorita Tennembaum dice que usted pasó toda la noche del crimen con ella. En su cama.

Ramiro abrió la boca, de pronto petrificado. Miró a Almirón sin verlo, dándose cuenta de que no iba a decir nada; sencillamente se le había caído la mandíbula.

– Por eso le dije que lo envidiaba, che -dijo el otro, confianzudo, jocoso-. Usted es un fenómeno. Pero para mí sigue en una situación de mierda.

Se puso serio y los ojos se le congelaron.

– Pero… -se alertó Ramiro, intuyendo una trampa-. Pero los policías del patrullero que nos detuvo confirmaron haberme visto con Tennembaum a las tres y pico.

– Así es. Pero ella dice que usted regresó a su habitación y que juntos vieron cómo Tennembaum se iba en el Ford, completamente borracho. Por supuesto, no le creemos ni una palabra, pero es una declaración y por ahora lo salva.

– ¿Por ahora?

– Claro -dijo Almirón, fría, lentamente-, porque me da en la espina que nos vamos a volver a ver. Salga.

XIX

En la guardia le devolvieron todas sus cosas, que recibió como un autómata. Cuando salió por la puerta que le indicó Almirón, se miraron unos segundos; el policía pareció decirle, con los mismos ojos fríos, que no se le ocurriera pensar que todo había terminado. Ramiro quiso decirle que no daba más, que estaba exhausto.

En la recepción del edificio, sentadas en una larga banca de madera y recostadas contra la pared, estaban su madre y Carmen, las dos en silencio, llorosas, vestidas de negro. Junto a ellas, con las piernas cruzadas y fumando despreocupadamente, aunque con el aire circunspecto que le daba un traje Príncipe de Gales de poplín, estaba Jaime Bartolucci, un abogado amigo que había sido su compañero en la secundaria. De pie junto a una ventana que miraba a la calle, con sus vaqueros ajustados y una breve remera verde, de mangas cortas, que se apretaba a sus formas todavía incipientes, Araceli controlaba la puerta de la guardia con los brazos caídos, las manos cruzadas sobre el pubis y su mirada lánguida.

Cuando lo vio salir, pareció despertar. Corrió hacia él y se le colgó del cuello, besándolo y diciéndole “mi amor, mi amor”; en voz muy alta, que pareció encontrar un sonoro eco en el salón. Ramiro se quedó rígido, avergonzado. Carmen se largó a llorar histéricamente, sonándose con un pañuelito, y Jaime se puso de pie como impulsado, por un resorte. María fue hacia él, moviendo la cabeza:

– Qué hiciste, Ramiro… -se lamentó.

Mientras, Araceli se soltó, lo tomó del brazo y le explicó, en la misma voz alta, segura:

– Les dije toda la verdad, mi amor, que estuviste toda la noche conmigo y que estamos enamorados.

Ramiro tragó saliva y suspiró profundamente. Cuando salieron, supo que Almirón lo miraba desde algún lado, y le pareció recordar -o escuchar- vagamente un chamamé.

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