Javier Marías
Mañana en la batalla piensa en mí

Para Mercedes López-Ballesteros,

que me oyó la frase de Bakio

y me guardó las líneas


Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere -si tiene tiempo de darse cuenta- les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus apariencias, también la causa. Una indigestión de marisco, un cigarrillo encendido al entrar en el sueño que prende las sábanas, o aún peor, la lana de una manta; un resbalón en la ducha -la nuca- y el pestillo echado del cuarto de baño, un rayo que parte un árbol en una gran avenida y ese árbol que al caer aplasta o siega la cabeza de un transeúnte, quizá un extranjero; morir en calcetines, o en la peluquería con un gran babero, en un prostíbulo o en el dentista; o comiendo pescado y atravesado por una espina, morir atragantado como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvarlos; morir a medio afeitar, con una mejilla llena de espuma y la barba ya desigual hasta el fin de los tiempos si nadie repara en ello y por piedad estética termina el trabajo; por no mencionar los momentos más innobles de la existencia, los más recónditos, de los que nunca se habla fuera de la adolescencia porque fuera de ella no hay pretexto, aunque también hay quienes los airean por hacer una gracia que jamás tiene gracia. Pero esa es una muerte horrible, se dice de algunas muertes; pero esa es una muerte ridicula, se dice también, entre carcajadas. Las carcajadas vienen porque se habla de un enemigo por fin extinto o de alguien remoto, alguien que nos hizo afrenta o que habita en el pasado desde hace mucho, un emperador romano, un tatarabuelo, o bien alguien poderoso en cuya muerte grotesca se ve sólo la justicia aún vital, aún humana, que en el fondo desearíamos para todo el mundo, incluidos nosotros. Cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro. A veces basta para la hilaridad que el muerto sea alguien desconocido, de cuya desgracia inevitablemente risible leemos en los periódicos, pobrecillo, se dice entre risas, la muerte como representación o como espectáculo del que se da noticia, las historias todas que se cuentan o leen o escuchan percibidas como teatro, hay siempre un grado de irrealidad en aquello de lo que nos enteran, como si nada pasara nunca del todo, ni siquiera lo que nos pasa y no olvidamos. Ni siquiera lo que no olvidamos.

Hay un grado de irrealidad en lo que a mí me ha pasado, y además todavía no ha concluido, o quizá debería emplear otro tiempo verbal, el clásico en nuestra lengua cuando contamos, y decir lo que me pasó, aunque no esté concluido. Tal vez ahora, al contarlo, me dé la risa. Pero no lo creo, porque aún no es remoto y mi muerta no habita en el pasado desde hace mucho ni fue poderosa ni una enemiga, y sin duda tampoco puedo decir que fuera una desconocida, aunque supiera poco acerca de ella cuando murió en mis brazos -ahora sé más, en cambio-. Fue una suerte que aún no estuviera desnuda, o no del todo, estábamos justamente en el proceso de desvestirnos, el uno al otro como suele suceder la primera vez que eso sucede, esto es, en las noches inaugurales que cobran la apariencia de lo imprevisto, o que se fingen impremeditadas para dejar el pudor a salvo y poder tener luego una sensación de inevitabilidad, y así desechar la culpa posible, la gente cree en la predestinación y en la intervención del hado, cuando le conviene. Como si todo el mundo tuviera interés en decir, llegado el caso: 'Yo no lo busqué, yo no lo quise', cuando las cosas salen mal o deprimen, o se arrepiente uno, o resulta que se hizo daño. Yo no lo busqué ni lo quise, debería decir yo ahora que sé que ella ha muerto, y que murió inoportunamente en mis brazos sin conocerme apenas -inmerecidamente, no me tocaba estar a su lado-. Nadie me creería si lo dijera, lo cual sin embargo no importa mucho, ya que soy yo quien está contando, y se me escucha o no se me escucha, eso es todo. Yo no lo busqué, yo no lo quise, digo ahora por tanto, y ella ya no puede decir lo mismo ni ninguna otra cosa ni desmentirme, lo último que dijo fue: 'Ay Dios, y el niño'. Lo primero que había dicho fue: 'No me siento bien, no sé qué me pasa'. Quiero decir lo primero tras la interrupción del proceso, ya habíamos llegado a su alcoba y estábamos medio echados, medio vestidos y medio desvestidos. De pronto se retiró y me tapó los labios como si no quisiera dejar de besármelos sin la transición de otro afecto y otro tacto, y me apartó suavemente con el envés de la mano y se colocó de costado, dándome la espalda, y cuando yo le pregunté '¿Qué ocurre?', me contestó eso: 'No me siento bien, no sé qué me pasa'. Vi entonces su nuca que no había visto nunca, con el pelo algo levantado y algo enredado y algo sudado, y calor no hacía, una nuca decimonónica por la que corrían estrías o hilos de cabello negro y pegado, como sangre a medio secar, o barro, como la nuca de alguien que resbaló en la ducha y aún tuvo tiempo de cerrar el grifo. Todo fue muy rápido y no dio tiempo a nada. No a llamar a un médico (pero a qué médico a las tres de la madrugada, los médicos ni siquiera a la hora de comer van ya a las casas), ni a avisar a un vecino (pero a qué vecino, yo no los conocía, no estaba en mi casa ni había estado nunca en aquella casa en la que era un invitado y ahora un intruso, ni siquiera en aquella calle, pocas veces en el barrio, mucho antes), ni a llamar al marido (pero cómo podía llamar yo al marido, y además estaba de viaje, y ni siquiera sabía su nombre completo), ni a despertar al niño (y para qué iba a despertar al niño, con lo que había costado que se durmiera), ni tampoco a intentar auxiliarla yo mismo, se sintió mal de repente, al principio pensé o pensamos que le habría sentado mal la cena con tantas interrupciones, o pensé yo solo que quizá se estaba ya deprimiendo o arrepintiendo o que le había entrado miedo, las tres cosas toman a menudo la forma del malestar y la enfermedad, el miedo y la depresión y el arrepentimiento, sobre todo si este último aparece simultáneamente con los actos que lo provocan, todo a la vez, un sí y un no y un quizá y mientras tanto todo ha continuado o se ha ido, la desdicha de no saber y tener que obrar porque hay que darle un contenido al tiempo que apremia y sigue pasando sin esperarnos, vamos más lentos: decidir sin saber, actuar sin saber y por tanto previendo, la mayor y más común desgracia, previendo lo que viene luego, percibida normalmente como desgracia menor, pero percibida por todos a diario. Algo a lo que se habitúa uno, no le hacemos mucho caso. Se sintió mal y no me atrevo a nombrarla, Marta, ese era su nombre, Téllez su apellido, dijo que sentía un mareo, y yo le pregunté: '¿Pero qué tipo de mareo, de estómago o de cabeza?' 'No lo sé, un mareo horrible, de todo, todo el cuerpo, me siento morir.' Todo aquel cuerpo que empezaba a estar en mis manos, las manos que van a todas partes, las manos que aprietan o acarician o indagan y también golpean (oh, fue sin querer, involuntariamente, no se me debe tener en cuenta), gestos maquinales a veces de las manos que van tanteando todo un cuerpo que aún no saben si les complace, y de pronto ese cuerpo sufre un mareo, el más difuso de los malestares, el cuerpo entero, como ella dijo, y lo último que había dicho, 'me siento morir', lo había dicho no literalmente, sino como frase hecha. Ella no lo creía, ni yo tampoco, es más, ella había dicho 'No sé qué me pasa'. Yo insistí, porque preguntar es una manera de evitar hacer, no sólo preguntar sino hablar y contar evita los besos y evita los golpes y tomar medidas, abandonar la espera, y qué podía hacer yo, sobre todo al principio, cuando todo debía ser pasajero según las reglas de lo que ocurre y no ocurre, que a veces se quiebran. '¿Pero tienes ganas de vomitar?' Ella no contestó con palabras, hizo un gesto negativo con la nuca de sangre semiseca o barro, como si le costara articular. Me levanté de la cama y di la vuelta y me arrodillé a su lado para verle la cara, le puse una mano en el antebrazo (tocar consuela, la mano del médico). Tenía los ojos cerrados y apretados en aquel momento, pestañas largas, como si le dañara la luz de la mesilla de noche que aún no habíamos apagado (pero yo pensaba hacerlo ya en breve, antes de su indisposición había dudado si apagarla ya o bien todavía no: quería ver, aún estaba por ver aquel cuerpo nuevo que seguramente me complacería, no la había apagado). La dejé encendida, ahora podía sernos útil en vista de su repentino estado, de enfermedad o depresión o miedo o arrepentimiento. '¿Quieres que llame a un médico?', y pensé en las improbables urgencias, fantasmagorías del listín telefónico. Volvió a negar con la cabeza. '¿Dónde te duele?', pregunté, y ella se señaló con desgana una zona imprecisa que abarcaba el pecho y el estómago y más abajo, en realidad todo el cuerpo menos la cabeza y las extremidades. Su estómago estaba ya al descubierto y el pecho no tanto, aún tenía puesto (aunque soltado el broche) su sostén sin tirantes, un vestigio del verano, como la parte superior de un bikini, le estaba un poco pequeño y quizá se lo había puesto, ya un poco antiguo, porque me esperaba esa noche y todo era premeditado en contra de las apariencias y las casualidades trabajosamente forjadas que nos habían llevado hasta aquella cama de su matrimonio (sé que algunas mujeres usan a propósito tallas menores, para realzarse). Yo le había soltado el broche, pero la prenda no había caído, Marta se la sujetaba aún con los brazos, o con las axilas, tal vez sin querer ahora. '¿Se te va pasando?' 'No, no lo sé, creo que no', dijo ella, Marta Téllez, con la voz no ya adelgazada, sino deformada por el dolor o la angustia, pues en realidad dolor no sé si tenía. 'Espera un poco, no puedo casi hablar', añadió -estar mal da pereza-, y sin embargo dijo algo más, no estaba lo bastante mal para olvidarse de mí, o era considerada en cualquier circunstancia y aunque se estuviera muriendo, en mi escaso trato con ella me había parecido una persona considerada (pero entonces no sabíamos que se estaba muriendo): 'Pobre', dijo, 'no contabas con esto, qué noche horrible'. No contaba con nada, o tal vez sí, con lo que contaba ella. La noche no había sido horrible hasta entonces, si acaso un poco aburrida, y no he sabido si adivinaba ya lo que iba a ocurrirle o si se estaba refiriendo a la espera excesiva por culpa del niño sin sueño. Me levanté, de nuevo di la vuelta a la cama y me recosté en el lado que había ocupado antes, el izquierdo, pensando (volví a ver su nuca inmóvil surcada, encogida como por el frío): 'Quizá es mejor que espere y no le pregunte durante un rato, que la deje tranquila a ver si se le pasa, no obligarla a contestar preguntas ni a calibrar cada pocos segundos si está un poco mejor o un poco peor, pensar en la enfermedad la agudiza, como vigilarla demasiado estrechamente’. Miré hacia las paredes de aquella alcoba en la que al entrar no me había fijado porque tenía la vista en la mujer antes vivaz o tímida y ahora maltrecha, que me conducía de la mano. Había un espejo de cuerpo entero frente a la cama, como si fuera la habitación de un hotel (un matrimonio al que gustaba mirarse, antes de salir a la calle, antes de acostarse). El resto, en cambio, era un dormitorio doméstico, de dos personas, había rastros de un marido en la mesilla que había a mi lado (ella se había deslizado desde el principio hacia el que ocuparía cada noche, algo indiscutible y mecánico, y cada mañana): una calculadora, un abrecartas, un antifaz de avión para ahuyentar la luz del océano, monedas, cenicero sucio y despertador con radio, en el hueco inferior un cartón de tabaco en el que sólo quedaba un paquete, un frasco de colonia muy viril de Loewe que le habrían regalado, acaso la propia Marta por un cumpleaños reciente, dos novelas también regaladas (o no, pero yo no me veía comprándolas), un tubo de Redoxon efervescente, un vaso vacío que no le habría dado tiempo a retirar antes de salir de viaje, el suplemento de una revista con la programación de televisión, no la vería, estaba hoy de viaje. La televisión estaba a los pies de la cama, al lado del espejo, gente cómoda, durante un instante se me ocurrió ponerla con el mando a distancia, pero el mando estaba en la otra mesilla, en la de Marta, y tenía que dar otra vez la vuelta o bien molestarla con mi brazo estirado por encima de su cabeza, en qué estaría pensando, si era depresión o miedo lo que la había atacado. Lo estiré y cogí el mando, ella no se dio cuenta aunque le rocé el pelo con la manga subida de mi camisa. En la pared de la izquierda había una reproducción de un cuadro algo cursi que conozco bien, Bartolomeo da Venezia el pintor, está en Francfort, representa a una mujer con laurel, toca y bucles escuálidos en la cabeza, diadema en la frente, un manojo de florecillas distintas en la mano alzada y un pecho al descubierto (más bien plano); en la de la derecha había armarios empotrados pintados de blanco, como los muros. Allí dentro estarían las ropas que el marido no se llevó de viaje, la mayoría, era una ausencia breve según me había dicho su mujer Marta durante la cena, a Londres. Había también dos sillas con ropa sin recoger, tal vez sucia o tal vez recién limpia y aún sin planchar, la luz de la mesilla de Marta no alcanzaba a iluminarlas bien. En una de las sillas vi ropa de hombre, una chaqueta colgada sobre el respaldo como si éste fuera una percha, un pantalón con el cinturón aún puesto, la hebilla gruesa (la cremallera abierta, como todos los pantalones tirados), un par de camisas claras desabrochadas, el marido acababa de estar en aquel lugar, aquella mañana se habría levantado allí mismo, desde la almohada en la que yo apoyaba ahora la espalda, y habría decidido cambiarse de pantalones, las prisas, puede que Marta se hubiera negado a planchárselos. Aquellas prendas aún respiraban. En la otra silla había ropa de mujer en cambio, vi unas medias oscuras y dos faldas de Marta Téllez, no eran del estilo de la que aún tenía puesta sino más de vestir, tal vez se las había estado probando indecisa hasta un minuto antes de que yo llamara a la puerta, para las citas galantes uno no sabe nunca elegir atuendo (yo no había tenido problemas, para mí no era seguro que fuera galante, y es monótono mi vestuario). La falda escogida se le estaba arrugando enormemente en la postura que había adoptado, Marta estaba doblada, vi que se apretaba los pulgares con los demás dedos, las piernas encogidas como si hicieran un esfuerzo por calmar con su presión el estómago y el pecho, como si quisieran frenarlos, la postura dejaba las bragas al descubierto y esas bragas a su vez las nalgas en parte, eran bragas menores. Pensé estirarle y bajarle la falda por un repentino recato y para que no se le arrugara tanto, pero no podía evitar que me gustara lo que veía y era dudoso que fuera a seguir viendo -en aumento- si ella no mejoraba, y Marta tal vez habría contado con esas arrugas, habían empezado a aparecer en la falda ya antes, como suele suceder en las noches inaugurales, no hay en ellas respeto por las prendas que se van quitando, ni por las que van quedando, sí lo hay por el nuevo desconocido cuerpo: quizá por eso no había planchado aún nada de lo que estaba pendiente, porque sabía que de todas formas tendría que planchar también al día siguiente la falda que esta noche iba a ponerse, cuál de ellas, cuál favorece, la noche en que me recibiría, todo se arruga o se mancha o maltrata y queda momentáneamente inservible en estos casos.

Bajé el sonido de la televisión con el mando antes de ponerla en funcionamiento, y, como yo quería, apareció la imagen sin voz y ella no se dio cuenta, aunque aumentó la luz de la habitación al instante. En la pantalla estaba Fred MacMurray con subtítulos, una película antigua por la noche tarde. Di un repaso a los canales y volví a MacMurray en blanco y negro, a su cara poco inteligente. Y fue entonces cuando ya no pude evitar pararme a pensar, aunque nadie piense nunca demasiado ni en el orden en que los pensamientos luego se cuentan o quedan escritos: 'Qué hago yo aquí', pensé. 'Estoy en una casa que no conozco, en el dormitorio de un individuo al que nunca he visto y del cual sé sólo el nombre de pila, que su mujer ha mencionado natural e intolerablemente varias veces a lo largo de la velada. También es el dormitorio de ella y por eso estoy aquí, velando su enfermedad tras haberle quitado alguna ropa y haberla tocado, a ella sí la conozco, aunque poco y desde hace sólo dos semanas, esta es la tercera vez que la veo en mi vida. Ese marido llamó hace un par de horas, cuando yo ya estaba en su casa cenando, llamó para decir que había llegado bien a Londres, que había cenado en la Bombay Brasserie estupendamente y que se disponía a meterse en la cama de su habitación de hotel, a la mañana siguiente le esperaba trabajo, está en viaje breve de trabajo.' Y su mujer, Marta, no le dijo que yo estaba allí, aquí, cenando. Eso me hizo tener la casi seguridad de que aquella era una cena galante, aunque por entonces el niño aún estaba despierto. El marido había preguntado por ese niño sin duda, ella había contestado que estaba a punto de acostarlo; el marido probablemente había dicho: 'Pásamelo que le dé las buenas noches', porque Marta había dicho: 'Es mejor que no, anda muy desvelado y si habla contigo se pondrá aún más nervioso y no va a haber quien lo duerma'. Todo aquello era absurdo desde mi punto de vista, porque el niño, de casi dos años según su madre, hablaba de manera rudimentaria y apenas inteligible y Marta tenía que tantearlo y traducirlo, las madres como primeras tanteadoras y traductoras del mundo, que interpretan y luego formulan lo que ni siquiera es lengua, también los gestos y los aspavientos y los diferentes significados del llanto, cuando el llanto es inarticulado y no equivale a palabras, o las excluye, o las traba. Tal vez el padre también le entendía y por eso pedía que se pusiera al teléfono aquel niño que, para mayor dificultad, hablaba todo el rato con un chupete en la boca. Yo le había dicho una vez, mientras Marta se ausentaba unos minutos en la cocina y él y yo nos habíamos quedado solos en el salón que también era comedor, yo sentado a la mesa con la servilleta sobre mi regazo, él en el sofá con un conejo enano en la mano, los dos mirando la televisión encendida, él de frente, yo de reojo: 'Con el chupete no te entiendo'. Y el niño se lo había quitado obedientemente y, sosteniéndolo un momento en la mano con gesto casi elocuente (en la otra el conejo enano), había repetido lo que quiera que hubiera dicho, también sin éxito con la boca libre. El hecho de que Marta Téllez no permitiera que el niño se pusiera al teléfono me hizo tener aún más certeza, ya que ese niño, con su semihabla obstaculizada, podría pese a todo haberle indicado al padre que allí había un hombre cenando. Comprendí al poco que el niño pronunciaba sólo las últimas sílabas de las palabras que tenían más de dos, y aun así incompletas ('Ote' por bigote, 'Ata' por corbata, 'Ete' por chupete y 'Ete' también por filete: salió en la pantalla un alcalde con bigote, yo no llevo; Marta me dio de cenar solomillo, irlandés, dijo); era difícil de descifrar aun sabiendo esto, pero puede que su padre estuviera acostumbrado, agudizado también su sentido de la interpretación de la primitiva lengua de un único hablante que además la abandonaría pronto. El niño aún empleaba pocos verbos y por tanto apenas hacía frases, manejaba sobre todo sustantivos, algunos adjetivos, todo en él tenía un tono exclamatorio. Se había empeñado en no acostarse mientras cenábamos o no cenábamos y yo esperaba el regreso de Marta a la mesa tras sus idas a la cocina y su paciente solicitud hacia el niño. La madre le había puesto un vídeo de dibujos animados en la televisión del salón -la única para mí hasta entonces- por ver si se adormilaba con las luces de la pantalla. Pero el niño estaba alerta, había rehusado irse a la cama, con su desconocimiento o conocimiento precario del mundo sabía más de lo que yo sabía, y vigilaba a su madre y vigilaba a aquel invitado nunca antes visto en aquella casa, guardaba el lugar del padre. Hubo varios momentos en los que habría querido marcharme, me sentía ya un intruso más que un invitado, cada vez más intruso a medida que adquiría la certidumbre de que aquella cita era galante y de que el niño lo sabía de forma intuitiva -como los gatos- e intentaba impedirla con su presencia, muerto de sueño y luchando contra ese sueño, sentado dócilmente en el sofá ante sus dibujos animados que no comprendía, aunque sí reconocía a los personajes, porque de vez en cuando señalaba con el índice hacia la pantalla y a pesar del chupete yo lograba entenderle, pues veía lo que él veía: '¡Tittín!', decía, o bien: '¡Itán!', y la madre dejaba de hacerme caso un segundo para hacérselo a él y traducir o reafirmarlo, para que ninguna de sus incipientes y meritorias palabras se quedara sin celebración, o sin resonancia: 'Sí, esos son Tintín y el capitán, mi vida.' Yo leía Tintín de pequeño en grandes cuadernos, los niños de ahora lo veían en movimiento y le oían hablar con una voz ridicula, por eso yo no podía evitar distraerme de la conversación fragmentaria y de aquella cena con tanto intervalo, no sólo reconocía también a los personajes, sino sus aventuras, la isla negra, y las seguía sin querer un poco desde mi sitio en la mesa, sesgadamente.

Fue la obstinación del niño en no acostarse lo que acabó de darme el convencimiento de lo que me esperaba (si él por fin se dormía, y si yo quería). Fue su propia vigilancia y su propio recelo instintivo lo que delató a la madre, más aún que el silencio de ella en su charla con Londres (el silencio respecto a mi presencia) o el hecho de que me esperara demasiado arreglada, demasiado pintada y demasiado ruborizada para estar en casa al final del día (o tal vez era iluminada). La revelación del temor da ideas a quien atemoriza o a quien puede hacerlo, la prevención ante lo que no ha pasado atrae el suceso, las sospechas deciden lo que aún estaba irresuelto y lo ponen en marcha, la aprensión y la expectativa obligan a llenar las concavidades que crean y van ahondando, algo tiene que ocurrir si queremos que se disipe el miedo, y lo mejor es darle su cumplimiento. El niño acusaba a la madre con su desvelo irritante y la madre se acusaba a sí misma con su tolerancia (más vale que tengamos la fiesta en paz, estaría pensando, habría pensado desde el principio; si coge una rabieta el niño estamos perdidos), y ambas cosas dejaban sin ningún efecto el disimulo que es siempre forzoso en las noches inaugurales, lo que permite decir o creer más tarde que nadie buscaba ni quiso nada: yo no lo busqué, yo no lo quise. Yo también me veía acusado, no sólo por el esfuerzo del niño por no rendirse, sino por su actitud y su manera de contemplarme: en ningún momento se me había acercado mucho, me miraba con una mezcla de incredulidad y necesidad o deseo de confianza, esto último perceptible sobre todo cuando me hablaba con sus vocablos interjectivos y aislados y casi siempre enigmáticos, con su voz potente tan inverosímil en alguien de su tamaño. Me había enseñado pocas cosas y no me había dejado su conejo enano. 'El niño tiene razón y hace bien', había pensado yo, 'porque en cuanto se duerma yo ocuparé el lugar habitual de su padre durante un rato, no más que un rato. El lo presiente y quiere proteger ese sitio que es también garantía del suyo, pero como desconoce el mundo y no sabe que sabe, me ha allanado el camino con su temor transparente, me ha dado los indicios que podían faltarme: él, pese a todo y a no saber nada, conoce a su madre mejor que yo, ella es el mundo que mejor conoce y para él no es un misterio. Gracias a él yo ya no vacilaré, si así lo quiero.' Poco a poco, empujado por el sueño, se había ido recostando y había acabado por tumbarse en el sofá, una figura minúscula para aquel mueble -como se ve a una hormiga en una caja de cerillas vacía, pero la hormiga se mueve-, y había seguido mirando su vídeo con la cara apoyada en los almohadones, el chupete en la boca como un recordatorio o emblema superfluo de su edad tan breve, las piernas encogidas en posición de sueño o de conciliación del sueño, muy abiertos sin embargo los ojos, no se permitía cerrarlos ni siquiera un instante, la madre se inclinaba un poco de vez en cuando desde su asiento para ver si su hijo se había dormido como deseaba, la pobre quería perderlo de vista aunque fuese su vida, la pobre quería estar a solas conmigo un rato, nada grave, no más que un rato (pero 'la pobre' lo digo ahora y no lo pensaba entonces, y quizá debía). Yo no le preguntaba ni hacía ningún comentario al respecto porque no me gustaba parecer impaciente ni falto de escrúpulos, y además ella me informaba con naturalidad cada vez, tras inclinarse: 'Huy, aún está con los ojos como platos'. La presencia de aquel niño había dominado todo, pese a su sosiego. Era un niño tranquilo, parecía tener buen humor y apenas si daba la lata, pero en modo alguno quería dejarnos solos, en modo alguno quería desaparecer de allí e irse solo a su habitación, en modo alguno quería perder él de vista a su madre, que ahora adoptaba la misma postura que su hijo en el sofá desmedido mientras forcejeaba con el cansancio, sólo que ella forcejeaba con la enfermedad o el miedo y la depresión o el arrepentimiento y no se veía minúscula en su propia cama de matrimonio ni estaba sola, sino que yo estaba a su lado con un mando de televisión en la mano y sin saber bien qué hacer. '¿Quieres que me vaya?', le dije. 'No, espera un poco, tiene que pasárseme, no me dejes', contestó Marta Téllez, y al hacerlo volvió la cara hacia mí más como intención que como hecho: no pudo llegar a verme porque no la volvió lo bastante, sí entró en su campo visual en cambio la televisión encendida, la cara estulta de Fred MacMurray que yo empezaba a asociar con la del marido ausente mientras pensaba en él y en lo sucedido, o no sucedido y planeado hasta entonces. Por qué no llamaría ahora, en Londres insomne, sería un alivio si sonara el teléfono ahora y ella lo cogiera y le explicara al marido con su voz escasa que se encontraba muy mal y que no sabía lo que le estaba pasando. Él se haría cargo aunque estuviera lejos y yo quedaría exento de responsabilidad y dejaría de ser testigo (la responsabilidad tan sólo del que acierta a pasar, no otra), él podría llamar a un médico o a un vecino (él sí los conocía, eran los suyos y no los míos), o a una hermana o a una cuñada para que se levantaran sobresaltadas del sueño y en mitad de la noche se llegaran hasta su casa para ayudar a su mujer enferma. Y yo me iría mientras tanto, ya volvería otra noche si se daba el caso, en la que no harían falta trámites ni más prolegómenos, podría visitarla mañana mismo a estas horas, tarde, cuando ya fuera seguro que se hubiera dormido el niño. Yo no, pero el marido podía ser intempestivo.

'¿Quieres llamar a tu marido?', le pregunté a Marta. 'A lo mejor te tranquiliza hablar con él, y que sepa que no estás bien.' No soportamos que nuestros allegados no estén al corriente de nuestras penas, no soportamos que nos sigan creyendo más o menos felices si de pronto ya no lo somos, hay cuatro o cinco personas en la vida de cada uno que deben estar enteradas de cuanto nos ocurre al instante, no soportamos que sigan creyendo lo que ya no es, ni un minuto más, que nos crean casados si nos quedamos viudos o con padres si nos quedamos huérfanos, en compañía si nos abandonan o con salud si nos ponemos enfermos. Que nos crean vivos si nos hemos muerto. Pero aquella era una noche rara, sobre todo lo fue para Marta Téllez, sin duda la más rara de su existencia. Marta volvió ahora más el rostro, se lo vi un momento de frente como ella debió ver el mío, hacía ya rato que me mostraba tan sólo la nuca cada vez más sudada y más rígida, los hilachos de pelo que la recorrían cada vez más apelmazados, como si el barro los fuera impregnando; y la espalda desnuda, sin accidentes. Al volverse del todo le vi tan guiñados los ojos que parecía improbable que vieran nada, las largas pestañas casi los suplantaban, no sé si la extrañeza de la mirada que adiviné se debía a que se había olvidado de mí transitoriamente y no me reconocía o a mi pregunta y a mi comentario, o quizá a que nunca se había sentido como se sentía ahora. Supongo que estaba agonizando y que yo no me daba cuenta, agonizar es nuevo para todo el mundo. 'Estás loco', me dijo, 'cómo voy a llamarle, me mataría.' Al volverse se le resbaló el sostén que sujetaba involuntaria o voluntariamente con los brazos o con las axilas, cayó en la colcha; el pecho le quedó al descubierto y no hizo nada para tapárselo: supongo que estaba agonizando y que yo no me di cuenta. Y añadió, demostrando que lograba acordarse de mí y que no se había desentendido: 'Has puesto la televisión, ay pobre, te estarás aburriendo, ponle el sonido si quieres, ¿qué estás viendo?' Al tiempo que me decía esto (pero como si hablara para sus adentros) me puso una mano en la pierna, un aviso de caricia que no pudo cumplirse; luego la retiró para retornar a su posición, de espaldas, encogida como una niña, o como su niño que por fin dormía desentendido de mí y de ella en su cuarto, seguramente en una cuna, no sé si los niños de casi dos años todavía corren el riesgo de rodar durante la noche hasta el suelo si duermen en cama como los mayores; si se acuestan por tanto en cunas, donde están seguros. 'Una película antigua de Fred MacMurray', contesté (ella era más joven que yo: me pregunté si sabría quién era MacMurray), 'pero no la estoy viendo.' También dormiría el marido desentendido en Londres, desentendido de ella e ignorante de mi existencia, por qué no se despertaría angustiado, por qué no intuía, por qué no llamaba buscando consuelo a Madrid, a su casa, para encontrarse allí con la voz de otra angustia mayor que le haría desechar la propia, por qué no nos salvaba. Pero en mitad de la noche todo estaba en orden para todas las personas o figuras posibles, atrasadas de noticias: para el hijo muy cerca, desconocedor del mundo bajo el mismo techo, y para el padre lejos, en la isla en que suele dormirse tan mansamente; para las cuñadas o hermanas que soñarían ahora con el futuro abstracto en esta ciudad nunca inmóvil y en la que dormir es difícil -más un vencimiento, nunca una costumbre-; para algún médico atribulado y exhausto que quizá podría haber salvado una vida si se lo hubiera arrancado de sus pesadillas aquella noche; para los vecinos de aquel inmueble que se desesperarían pensando dormidos en la mañana siguiente cada vez más próxima, cada vez menos tiempo para despertarse y mirarse al espejo y lavarse los dientes y poner la radio, un día más, qué desventura, un día más, qué suerte. Sólo para mí y para Marta las cosas no estaban en orden, yo no estaba desentendido ni sumergido en el sueño y ya era muy tarde, antes dije que fue todo muy rápido y sé que así fue, pero recordarlo resulta tan lento como resultó asistir a ello, yo tenía la sensación de que pasaba el tiempo y sin embargo pasaba muy poco según los relojes (el de la mesilla de Marta, el de mi muñeca), yo quería dejarlo pasar sin prisa antes de cada nueva frase o movimiento mío y no lo lograba, apenas si transcurría un minuto entre mis frases y mis movimientos o entre movimiento y frase, cuando yo creía que pasaban diez, o al menos cinco. En otros puntos de la ciudad estarían ocurriendo cosas, no muchas, en desorden y en orden: los coches se oían a cierta distancia, aquella calle quedaba un poco apartada de las necesidades del tráfico, Conde de la Cimera su nombre, y lo que sí sabía es que había un hospital muy cerca, de La Luz su nombre, en el que enfermeras de guardia dormitarían con la cabeza apoyada en el puño, sueño mínimo nacido para ser quebrado, sentadas en incómodas sillas con las piernas cruzadas a través de sus blanquecinas medias con grumos en las costuras, mientras más allá algún estudiante con gafas leería renglones de derecho o física o de farmacéutica para el examen inútil de la mañana, olvidado todo al salir del aula; y más allá, más lejos, en otra zona, al final de la cuesta de los Hermanos Bécquer una puta aislada daría tres o cuatro pasos expectantes e incrédulos hacia la calzada cada vez que un coche aminorara la marcha o respetara el semáforo: vestida con sus mejores galas en noche de martes frío, para ser vista desde demasiado cerca o tan sólo a distancia y tal vez fuera un hombre, un joven que arrastraría sus tacones altos por la costumbre aún no arraigada o por la enfermedad y el cansancio, sus pasos y sus espaciadas visitas al interior de los coches destinados a no dejar huella en nadie, o a superponerse en su memoria confusa y fatalista y frágil. Algunos amantes se estarían tal vez despidiendo, no ven la hora de volver a solas cada uno a su lecho, el uno abusado y el otro intacto, pero todavía se entretienen dándose besos con la puerta abierta -es él quien se va, o ella- mientras él o ella esperan el ascensor que llevaba ya quieto una hora sin que lo llamara nadie, desde que volvieron de una discoteca los inquilinos más noctámbulos: los besos del que se va a la puerta del que se queda, confundidos con los de anteayer y los de pasado mañana, la noche inaugural memorable fue sólo una y se perdió en seguida, engullida por las semanas y los repetitivos meses que la sustituyen; y en algún lugar habrá una riña, vuela una botella o alguien la estampa -agarrada del cuello corno si fuera el mango de una daga- contra la mesa de quien mal le hace, y no se rompe la botella sino el cristal de la mesa, aunque salta la espuma de la cerveza como si fuera orina; también se comete un asesinato, o es un homicidio porque no está planeado, tan sólo sucede, una discusión y un golpe, un grito y algo se rasga, una revelación o la repentina conciencia del desengaño, enterarse, oír, conocer o ver, la muerte es traída a veces por lo afirmativo y activo, ahuyentada o quizá aplazada por la ignorancia y el tedio y por la que es siempre la mejor respuesta: 'No sé, no me consta, ya veremos". Hay que esperar y ver y a nadie le consta nada, ni siquiera lo que hace o decide o ve o padece, cada momento queda disuelto más pronto o más tarde, con su grado de irrealidad siempre en aumento, viajando todo hacia su difuminación a medida que pasan los días y aun los segundos que parecen sostener las cosas y en realidad las suprimen: desvanecido el sueño de la enfermera y el baldío desvelo del estudiante, desdeñados o inadvertidos los pasos de ofrecimiento de la puta que quizá es un muchacho disfrazado y enfermo, renegados los besos de los amantes al cabo de unos meses o semanas más que traerán consigo, sin que se anuncie, la noche de la clausura -el adiós aliviado y agrio-; renovado el cristal de la mesa, disipada la riña como el humo que la albergó en su noche, aunque quien hiciera mal continúe haciéndolo; y el asesinato o el homicidio simplemente sumado como si fuera un vínculo insignificante y superfluo -hay tantos otros- con los crímenes que ya se olvidaron y de los que no hay constancia, y con los que se preparan, de los que sí la habrá, pero sólo para dejar de haberla. Y ocurrirán cosas en Londres y en el mundo entero de las que jamás tendremos constancia ni yo ni Marta, y en eso nos asemejaremos, es allí una hora antes, tal vez el marido no duerme tampoco en la isla sino que entretiene el insomnio mirando por la ventana invernal de su hotel -ventana de guillotina, Wilbraham Hotel su nombre- hacia los edificios de enfrente, o hacia otras habitaciones del mismo hotel cuyo cuerpo hace ángulo recto con sus dos alas traseras que no se ven desde la calle, Wilbraham Place su nombre, la mayoría a oscuras, hacia aquella habitación en la que vio por la tarde a una criada negra haciendo las camas de los que ya partieron para los que aún no llegaron, o quizá la ve ahora en su propio cuarto abuhardillado -los más altos del hotel, los más angostos y de techo más bajo para los empleados que no tienen casa- desvistiéndose tras la jornada, quitándose cofia y zapatos y medias y delantal y uniforme, lavándose la cara y las axilas en un lavabo, también él ve a una mujer medio vestida y medio desnuda, pero a diferencia de mí él no la ha tocado ni la ha abrazado ni tiene nada que ver con ella, que antes de acostarse se lava un poco por partes británicamente en el mísero lavabo de los cuartos ingleses cuyos inquilinos deben salir al pasillo para compartir la bañera con los demás del piso. No sé, no me consta, ya veremos o más bien nunca sabremos, Marta muerta no sabrá nunca qué fue de su marido en Londres aquella noche mientras ella agonizaba a mi lado, cuando él regrese no estará ella para escucharlo, para escuchar el relato que él haya decidido contarle, tal vez ficticio. Todo viaja hacia su difuminación y se pierde y pocas cosas dejan huella, sobre todo si no se repiten, si acontecen una sola vez y ya no vuelven, lo mismo que las que se instalan demasiado cómodamente y vuelven a diario y se yuxtaponen, tampoco esas dejan huella.

Pero entonces yo aún no sabía a qué clase de acontecer pertenecía mi primera visita a Conde de la Cimera aquella noche, una calle extraña, pensaba en irme y en no volver, mala suerte la mía, pero también era posible que regresara al día siguiente, hoy ya según los relojes, y tanto si volvía como si no volvía empezaría a no haber rastro de esta noche de inauguración o bien única en cuanto yo saliera de allí y avanzara el día. 'Mi presencia aquí será borrada mañana mismo', pensé, 'cuando Marta esté bien y repuesta: fregará los platos resecos de nuestra cena y planchará sus faldas y aireará las sábanas hasta las que no habré llegado, y no querrá acordarse de su capricho ni de su fracaso. Pensará en su marido en Londres reconfortada y deseará su vuelta, mirará por la ventana un momento mientras recoge y restablece el orden del mundo -en la mano de ayer un cenicero aún no vaciado-, aunque quizá haya un resto de divagación en sus ojos, ese resto a cada instante más débil que me pertenecerá a mí y a mis pocos besos, anulados ya su recuerdo y su tentación y su efecto por el malestar o el miedo o el arrepentimiento. Mi presencia aquí, tan conspicua ahora, será negada mañana mismo con un gesto de la cabeza y un grifo abierto y para ella será como si no hubiera venido y no habré venido, porque hasta el tiempo que se resiste a pasar acaba pasando y se lo lleva el desagüe, y basta con que imagine la llegada del día para que me vea ya fuera de esta casa, tal vez muy pronto estaré ya fuera, aún de noche, cruzando Reina Victoria y caminando un poco por General Rodrigo para desentenderme, antes de coger un taxi. Quizá sólo falta que Marta se duerma y entonces yo tendré motivo y excusa para marcharme.' De pronto se abrió la puerta de la habitación, que había quedado entornada para que Marta pudiera oír al niño si se despertaba y lloraba. 'Nunca se despierta pase lo que pase', había dicho, 'pero así estoy más tranquila.' Y apoyado en el quicio vi al niño con su inseparable conejo enano y con su chupete y con su pijama, que se había despertado sin llorar por ello, quizá intuyendo la condenación de su mundo. Miraba a su madre y me miraba a mí desde la simplicidad de sus sueños no del todo abandonados, sin decir ninguna de sus contadas e incompletas palabras. Marta no se dio cuenta -sus ojos apretados, las largas pestañas-, aunque yo hice rápidamente el movimiento alarmado de cerrarme la camisa que no me había llegado a quitar pero que ella me había abierto (demasiados botones entonces y ahora, para abrochármelos). Marta Téllez debía de estar muy mal para no reparar en la presencia de su hijo en su alcoba en mitad de la noche, o para no adivinarla, puesto que no miraba en su dirección, ni hacia ningún lado. Durante unos segundos no supe si el niño iba a entrar gritando y a subirse a la cama junto a su madre enferma o si iba a romper a llorar para llamar su atención -su atención concentrada tan sólo en sí misma y en su cuerpo desobediente- en cualquier instante. Miró hacia la televisión encendida y vio a Mac Murray, a quien en esta escena, como en otras desde hacía un rato, acompañaba ahora Barbara Stanwyck, una mujer de cara aviesa y poco agradable. Debió decepcionarlo el blanco y negro o la ausencia de voces, o que se tratara de MacMurray y Stanwyck en vez de Tintín y Haddock u otras eminencias del dibujo animado, porque su vista no se quedó fija como la de todos los niños en cuanto la posan en una pantalla, sino que la apartó en seguida, volviéndola de nuevo hacia Marta. Me ruboricé al pensar que por culpa mía estaba viendo a su madre semidesnuda -bastante desnuda, el sostén caído y ella no había hecho nada para taparse-, aunque quizá estuviera acostumbrado, era lo bastante pequeño para que eso no importara aún a sus padres, y además hay padres que consideran un rasgo de desenfado y salud compartir con la suya la inevitable desnudez de sus vastagos, tan frecuente cuando son muy niños. Pero me ruboricé lo mismo a pesar de este pensamiento moderno, y con gran torpeza recogí el sostén de donde había quedado, sobre la colcha como un despojo, para intentar cubrirle el pecho a su dueña, mínima y chapuceramente. No llegué a hacerlo porque me di cuenta antes de que ese movimiento y el roce de la tela sobre su piel despertarían a Marta si se había dormido, o en todo caso la harían mirar, y pensé que era mejor que no supiera que el niño nos había visto si éste lo permitía, es decir, si seguía sin llorar ni subirse a la cama ni decir nada. No debía de dormir en cuna, o bien sí, pero con los barrotes muy bajos, alzados lo justo para que no rodara durante el sueño pero no lo bastante para impedirle levantarse si tenía necesidad de ello. Así que me quedé durante unos segundos con aquel sostén de insuficiente talla en la mano como si fuera un trofeo mortecino y exiguo, como si quisiera subrayar mi conquista que no había podido llevarse a cabo, y era todo lo contrario: en aquellos momentos lo vi como la prueba de mi capricho y de mi fracaso, y de los de ella. El niño estaba despierto porque estaba allí, de pie en la puerta y con los ojos abiertos, pero en realidad seguía casi dormido, o eso me dije. Miró hacia el sostén atraído por mi gesto, y yo lo escondí en seguida, estrujándolo en mi mano que bajé hasta la colcha y llevé a mi espalda. No debía de reconocerme del todo, seguramente le sonaba mi cara de manera no muy distinta de como le sonarían las de los personajes infantiles de sus vídeos o los perros de sus sueños, sólo que a mí aún no me había puesto un nombre, o tal vez sí, mi nombre había sido pronunciado varias veces por Marta durante la cena, quizá lo sabía y no le venía a la lengua en la pugna de su duermevela. Nada le venía a la lengua y no había expresión en sus ojos, quiero decir ninguna reconocible, de las que suelen tener un nombre dado por los adultos -de perplejidad, de ilusión, de miedo, de indiferencia, de confusión, de enfado-; su leve ceño se debía a su despertar indeciso, no a más, o eso me dije. Me levanté con cuidado y me acerqué a él lentamente, sonriéndole un poco y diciéndole en voz muy baja, un susurro: 'Tienes que irte a dormir otra vez, Eugenio, es muy tarde. Vamos, hay que volver a la cama'. Desde mi altura le puse una mano en el hombro -en la otra todavía el sostén, como si fuera una servilleta usada-. Él se dejó tocar, y entonces me puso la suya en el antebrazo. Luego se dio media vuelta, obediente, y vi cómo desaparecía por el pasillo con sus pasos apresurados y cortos camino de su cuarto. Antes de entrar se paró y se volvió hacia mí, como esperando que lo acompañara, quizá necesitaba un testigo que lo viera acostarse, tener la certeza de que alguien sabía dónde quedaba durante su sueño. Sin hacer ruido -de puntillas, aún tenía los zapatos puestos, creí que ya no me los quitaría- lo seguí hasta allí y me detuve a la puerta de la habitación en la que dormía y que permanecía a oscuras, el niño no había encendido la luz, tal vez no sabía, aunque la persiana estaba subida y entraba la claridad de la noche amarillenta y rojiza por la ventana -ventana de hojas, no de guillotina-. Al comprobar que iba a acompañarlo se había vuelto a meter en su cuna, siempre con el conejo -cuna de madera, no de metal, los barrotes bajados como yo suponía-. Creo que me quedé allí unos minutos, aunque no miré el reloj al salir de la alcoba de Marta ni luego al regresar a ella. Me quedé hasta que tuve la certeza de que el niño estaba de nuevo completamente dormido, y eso lo supe por su respiración y porque me aproximé un momento para verle la cara. Al avanzar mi cabeza chocó con algo que no me hizo daño, y sólo entonces, en la penumbra, vi que colgaban del techo, a una altura a la que él no alcanzaría, unos aviones de juguete sujetados con hilos. Retrocedí y volví al umbral y me situé en un ángulo -apoyado en el quicio como antes él sin atreverse a pisar la habitación de su madre- que me permitiera discernirlos a la contraluz difusa. Vi que eran de cartón o metálicos o quizá maquetas pintadas, muy numerosos y antiguos en todo caso, vetustos aviones de hélice que seguramente provenían de la remota infancia del padre que estaba en Londres, quien habría esperado hasta tener un hijo para volver a exponerlos y restituirlos al lugar que les correspondía, el cuarto de un niño. Me pareció ver un Spitfire, y un Messerschmitt 109, un biplano Nieuport y un Camel y también un Mig Rata, como se llamó a este avión ruso durante la Guerra Civil de esta tierra; y también un Zero japonés y un Lancaster, y tal vez un P-51H Mustang con sus sonrientes fauces de tiburón pintadas en la parte inferior del morro; y había un triplano, podía ser un Fokker y quizá era rojo, y en ese caso sería el del Barón Von Richthofen: cazas y bombarderos de la Primera y Segunda Guerra Mundial mezclados, alguno de la nuestra y de la de Corea, yo los tuve también de niño, no tantos, qué envidia, y por eso los reconocía recortándose contra el cielo moteado y amarillento de la ventana, igual que podría haberlos reconocido en vuelo durante mi infancia, de haberlos visto. Con la mano había parado el avión que mi cabeza había hecho balancearse: pensé en abrir la ventana, estaba cerrada y por tanto no podía haber brisa, no se movían, no se mecían, pero aun así todos sufrían el vaivén levísimo -una oscilación inerte, o quizá es hierática- que no pueden evitar tener las cosas ligeras que penden de un hilo: como si por encima de la cabeza y el cuerpo del niño se prepararan todos perezosamente para un cansino combate nocturno, diminuto, fantasmal e imposible que sin embargo ya habría tenido lugar varias veces en el pasado, o puede que lo tuviera aún cada noche anacrónicamente cuando el niño y el marido y Marta estuvieran por fin dormidos, soñando cada uno el peso de los otros dos. 'Mañana en la batalla piensa en mi, pensé; o más bien me acordé de ello.


Pero esta noche no dormían, es posible que ninguno de ellos o no del todo, no continuadamente y como es debido, la madre semidesnuda y fuera de la cama indispuesta con un hombre velándola al que conocía superficialmente, el niño ahora no muy bien arropado (se había metido solo, y yo no me atreví a tirar de sus mantas y sábanas de miniatura y cubrirle), el padre quién sabe, habría cenado quién sabe con quiénes, Marta sólo me había dicho, tras colgar el teléfono y con gesto pensativo y ligeramente envidioso -rascándose un poco la sien con el índice: ella, aunque acompañada, seguía en Conde de la Cimera como todas las noches-: 'Me ha dicho que ha cenado estupendamente en un restaurante indio, la Bombay Brasserie, ¿lo conoces?' Sí, yo lo conocía, me gustaba mucho, había estado un par de veces en sus salas gigantes decoradas colonialmente, una pianista con vestido de noche a la entrada y camareros y maítres reverenciosos, en el techo descomunales ventiladores de aspas en verano como en invierno, un lugar teatral, más bien caro para Inglaterra pero no prohibitivo, cenas de amistad y celebración o negocios más que íntimas o galantes, a no ser que se quiera impresionar a una joven inexperta o de clase baja, alguien susceptible de aturdirse un poco con el escenario y emborracharse ridiculamente con cerveza india, alguien a quien no hace falta llevar a ningún otro sitio intermedio antes de coger un taxi con transpontines y llegarse al hotel, o al apartamento, alguien con quien ya no hay que hablar más después de la cena de picantes especias, sólo coger su cabeza entre las manos y besar, desvestir, tocar, encuadrar con las manos esa cabeza comprada y frágil en un gesto tan parecido al de la coronación y el estrangulamiento. La enfermedad de Marta me estaba haciendo pensar cosas siniestras, y aunque respiraba y me sentía mejor en el umbral de la habitación del niño, mirando los aviones en sombra y recordando vagamente mi pasado remoto, pensé que debía volver ya a la alcoba, ver cómo seguía ella o tratar de ayudarla, quizá desvestirla del todo pero ya solamente para meterla en la cama y arroparla y atraerle el sueño que con un poco de suerte podía haberla vencido durante mi breve ausencia, y yo me iría.

Pero no fue así. Al entrar yo de nuevo alzó la vista y con los ojos guiñados y turbios me miró desde su posición encogida e inmóvil, el único cambio era que ahora sí se cubría la desnudez con los brazos como si tuviera vergüenza o frío. '¿Quieres meterte en la cama? Así vas a coger frío', le dije. 'No, no me muevas, por favor, no me muevas ni un milímetro', dijo, y añadió en seguida: '¿Dónde estabas?' 'He ido al cuarto de baño. Esto no se te pasa, hay que hacer algo, voy a llamar a urgencias.' Pero ella seguía sin querer ser movida ni importunada ni distraída ('No, no hagas nada todavía, no hagas nada, espera'), ni quería seguramente voces ni movimiento a su lado, como si tuviera tanto recelo que prefiriera la paralización absoluta de todas las cosas y permanecer al menos en la situación y postura que le permitían seguir viviendo antes que arriesgarse a una variación, aunque fuera mínima, que podría arruinar su momentánea estabilidad tan precaria -su quietud ya espantosa- y que le daba pánico. Eso es lo que el pánico hace y lo que suele llevar a la perdición a quienes lo padecen: les hace creer que, dentro del mal o el peligro, en él están sin embargo a salvo. El soldado que se queda en su trinchera sin apenas respirar y muy quieto aunque sepa que en breve será asaltada; el transeúnte que no quiere correr cuando nota que unos pasos le siguen a altas horas de la noche por una calle oscura y abandonada; la puta que no pide auxilio tras meterse en un coche cuyos seguros se cierran automáticamente y darse cuenta de que nunca debió entrar allí con aquel individuo de manos tan grandes (quizá no pide auxilio porque no se considera del todo con derecho a ello); el extranjero que ve abatirse sobre su cabeza el árbol que partió el rayo y no se aparta, sino que lo mira caer lentamente en la gran avenida; el hombre que ve avanzar a otro en dirección a su mesa con una navaja y no se mueve ni se defiende, porque cree que en el fondo eso no puede estarle sucediendo de veras y que esa navaja no se clavará en su vientre, la navaja no puede tener su piel y sus visceras como destino; o el piloto que vio cómo el caza enemigo lograba ponerse a su espalda y ya no hizo la tentativa última de escapar a su punto de mira con una acrobacia, en la certidumbre de que aunque lo tuviera todo a favor el otro erraría el blanco porque esta vez él era el blanco. 'Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo.' Marta debía de estar pendiente de cada segundo, contándolos mentalmente todos, pendiente de la continuidad que es la que nos da no solamente la vida, sino la sensación de vida, la que nos hace pensar y decirnos: 'Sigo pensando, o sigo diciendo, sigo leyendo o sigo viendo una película y por lo tanto estoy vivo; paso la página del periódico o vuelvo a beber un trago de mi cerveza o completo otra palabra de mi crucigrama, sigo mirando y discerniendo cosas -un japonés, una azafata- y eso quiere decir que el avión en que viajo no se ha caído, fumo un cigarrillo y es el mismo de hace unos segundos y yo creo que lograré terminarlo y encender el siguiente, así que todo continúa y ni siquiera puedo hacer nada en contra de ello, ya que no estoy en disposición de matarme ni quiero hacerlo ni voy a hacerlo; este hombre de manos tan grandes me acaricia el cuello y no aprieta aún: aunque me acaricie con aspereza y haciéndome un poco de daño sigo notando sus dedos torpes y duros sobre mis pómulos y sobre mis sienes, mis pobres sienes -sus dedos son como teclas-; y oigo aún los pasos de esa persona que quiere robarme en la sombra, o quizá me equivoco y son los de alguien inofensivo que no puede ir más de prisa y adelantarme, tal vez debiera darle la oportunidad sacando las gafas y parándome a mirar un escaparate, pero puede que entonces dejara de oírlos, y lo que me salva es seguir oyéndolos; y aún estoy aquí en mi trinchera con la bayoneta calada de la que pronto tendré que hacer uso si no quiero verme traspasado por la de mi enemigo: pero aún no, aún no, y mientras sea aún no la trinchera me oculta y me guarda, aunque estemos en campo abierto y note el frío en las orejas que no llega a cubrirme el casco; y esa navaja que se aproxima empuñada todavía no llegó a su destino y yo sigo sentado a mi mesa y nada se rasga, y en contra de lo que parece aún beberé otro trago, y otro y otro, de mi cerveza; como aún no ha caído ese árbol, y no va a caer aunque esté tronchado y se precipite, no sobre mí ni sus ramas segarán mi cabeza, no es posible porque yo estoy en esta ciudad y en esta avenida tan sólo de paso, y sería tan fácil que no estuviera; y aún sigo viendo el mundo desde lo alto, desde mi Spitfire supermarino, y aún no tengo la sensación de descenso y de carga y vértigo, de caída y gravedad y peso que tendré cuando el Messerschmitt que se ha puesto a mi espalda y me tiene a tiro abra fuego y me alcance: pero aún no, aún no, y mientras sea aún no puedo seguir pensando en la batalla y mirando el paisaje, y haciendo planes para el futuro; y yo, pobre Marta, noto todavía la luz de la televisión que sigue emitiendo y el calor de este hombre que vuelve a estar a mi lado y me da compañía. Y mientras siga a mi lado no podré morirme: que siga aquí y que no haga nada, que no me hable ni llame a nadie y que nada cambie, que me dé un poco de calor y me abrace, necesito estar quieta para no morirme, si cada segundo es idéntico al anterior no tendría sentido que fuera yo quien cambiase, que las luces siguieran encendidas aquí y en la calle, y la televisión emitiendo mientras yo me moría, una película antigua de Fred MacMurray. No puedo dejar de existir mientras todas las otras cosas y las personas se quedan aquí y se quedan vivas y en la pantalla otra historia prosigue su curso. No tiene sentido que mis faldas permanezcan vivas en esa silla si yo ya no voy a ponérmelas, o mis libros respirando en las estanterías si yo ya no voy a mirarlos, mis pendientes y collares y anillos esperando en su caja el turno que nunca les llegaría; mi cepillo de dientes recién comprado esta misma tarde tendría que ir ya a la basura, porque lo he estrenado, y todos los pequeños objetos que uno va acumulando a lo largo de toda una vida irán a la basura uno a uno o quizá se repartan, y son infinitos, es inconcebible lo que cada uno tiene para sí y lo que cabe dentro de una casa, por eso nadie hace inventario de lo que posee a menos que vaya a testar, es decir, a menos que esté ya pensando en su abandono e inutilidad inminentes. Yo no he testado, no tengo mucho que dejar ni he pensado nunca mucho en la muerte, que al parecer sí llega y llega en un solo momento que lo tergiversa todo y que a todo afecta, lo que era útil y formaba parte de la historia de alguien pasa en ese momento único a ser inútil y a carecer de historia, ya nadie sabe por qué, o cómo, o cuándo fue comprado aquel cuadro o aquel vestido o quién me regaló ese broche, de dónde o de quién procede ese bolso o ese pañuelo, qué viaje o qué ausencia lo trajo, si fue la compensación por la espera o la embajada de una conquista o el apaciguamiento de una mala conciencia; cuanto tenía significado y rastro lo pierde en un solo instante y mis pertenencias todas se quedan yertas, incapacitadas de golpe para revelar su pasado y su origen; y alguien las apilará y antes de envolverlas o quizá meterlas en bolsas de plástico puede que mis hermanas o mis amigas decidan quedarse con algo como recuerdo y aprovechamiento, o conservar el broche para que mi niño se lo pueda regalar cuando crezca a alguna mujer que aún no ha nacido seguramente. Y habrá otras cosas que no querrá nadie porque sólo a mí me sirven -mis pinzas, o mi colonia abierta, mi ropa interior y mi albornoz y mi esponja, mis zapatos y mis sillas de mimbre que Eduardo detesta, mis lociones y medicamentos, mis gafas de sol, mis cuadernos y fichas y mis recortes y tantos libros que sólo yo leo, mis conchas coleccionadas y mis discos antiguos, el muñeco que guardo desde la niñez, mi león pequeño-, y habrá tal vez que pagar por que se las lleven, ya no hay traperos ávidos o complacientes como en mi infancia, que no hacían ascos a nada y recorrían las calles obstaculizando el tráfico entonces paciente con carretas tiradas por mulas, parece increíble que yo haya llegado a ver eso, no hace tanto tiempo, aún soy joven y no hace tanto, las carretas que crecían inverosímilmente con lo que recogían e iban cargando hasta alcanzar la altura de los autobuses de dos pisos y abiertos como los de Londres, sólo que eran azules y circulaban por la derecha; y a medida que la pila de objetos se hacía más elevada, el vaivén del carro tirado por una sola y fatigada mula se hacía más pronunciado -un bamboleo- y parecía que todo el botín de desechos -neveras reventadas y cartones y cajas, una alfombra de pie enrollada y una silla vencida y rota- fuera a desplomarse a cada paso arrojando a la niña gitana que invariablemente coronaba la pila dándole equilibrio, como si fuera el emblema o Virgen de los traperos, una niña sucia y a menudo rubia sentada de espaldas con las piernas fuera de la carreta, que desde su altura adquirida o su cima contemplaba hacia atrás el mundo y nos miraba a las niñas de uniforme mientras la adelantábamos, que a nuestra vez la mirábamos abrazadas a nuestras carpetas y masticando chicle desde el segundo piso de los autobuses camino del colegio y también al atardecer, de vuelta. Nos mirábamos con mutua envidia, la vida aventurera y la vida de horarios, la vida a la intemperie y la vida fácil, y yo siempre me preguntaba cómo esquivaría ella las ramas de los árboles que sobresalían desde las aceras y restallaban contra las ventanillas altas como si quisieran protestar por nuestra velocidad y penetrar y rasgarnos: ella no tenía protección e iba sola, encaramada y suspendida en el aire, pero supongo que al ir su carro tan lento le daría tiempo a verlas y a agachar la cabeza vuelta, o a ir frenándolas y apartándolas con su mano llena de churretes que asomaba desde la larga manga de un jersey de lana con cremallera estampado de sietes. No es sólo que en un momento desaparezca la minúscula historia de los objetos, sino también cuanto yo conozco y he aprendido y también mis recuerdos y lo que he visto -el autobús de dos pisos y las carretas de los traperos y la niña gitana y las mil y una cosas que pasaron ante mis ojos y a nadie importan-, mis recuerdos que al igual que tantas de mis pertenencias me sirven tan sólo a mí y se hacen inútiles si yo me muero, no sólo desaparece quien soy sino quien he sido, no sólo yo, pobre Marta, sino mi memoria entera, un tejido discontinuo y siempre inacabado y cambiante y estampado de sietes, y a la vez fabricado con tanta paciencia y tan extremo cuidado, oscilante y variable como mis faldas tornasoladas y frágil como mis blusas de seda que en seguida se rasgan, hace tiempo que no me pongo esas faldas, me he cansado de ellas, y es raro que todo esto sea un momento, por qué ese momento y no otro, por qué no el anterior ni el siguiente, por qué este día, este mes, esta semana, un martes de enero o un domingo de septiembre, antipáticos meses y días que uno no elige, qué es lo que decide que se pare lo que estuvo en marcha sin que la voluntad intervenga, o acaso sí, sí interviene al hacerse a un lado, acaso es la voluntad lo que de pronto se cansa y al retirarse nos trae la muerte, no querer ya querer ni querer nada, ni siquiera curarse, ni siquiera salir de la enfermedad y el dolor en los que se encuentra cobijo a falta de todo lo demás que ellos mismos van expulsando o quizá usurpando, porque mientras están ahí es aún no, aún no, y se puede seguir pensando y uno se puede seguir despidiendo. Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos.'

Obedecí, esperé, no hice nada ni llamé a nadie, tan sólo volví a mi sitio en la cama, al que no era mío pero esa noche iba siéndolo, me puse de nuevo a su lado y entonces ella me dijo sin volverse y sin verme: 'Cógeme, cógeme, por favor, cógeme', y quería decir que la abrazara y así lo hice, la abracé por la espalda, mi camisa aún abierta y mi pecho entraron en contacto con la piel tan lisa que estaba caliente, mis brazos pasaron por encima de los suyos, con los que se cubría, sobre ella cuatro manos y cuatro brazos ahora y un doble abrazo, y seguramente no bastaba, mientras la película de la televisión avanzaba sin su sonido en silencio y sin hacernos caso, pensé que algún día tendría que verla enterándome, blanco y negro. Me lo había pedido por favor, tan arraigado está nuestro vocabulario, uno nunca olvida cómo ha sido educado ni renuncia a su dicción y a su habla en ningún momento, ni siquiera en la desesperación o en la cólera, pase lo que pase y aunque se esté uno muriendo. Me quedé un rato así, echado en su cama y abrazado a ella como no había planeado y a la vez estaba previsto, como era de esperar desde que entré en la casa y aun antes, desde que concertamos la cita y ella pidió o propuso que no fuera en la calle. Pero esto era otra cosa, otro tipo de abrazo no presentido, y ahora tuve la seguridad de lo que hasta entonces no me había permitido pensar, o saber que pensaba: supe que aquello no era pasajero y pensé que podía ser terminante, supe que no se debía al arrepentimiento ni a la depresión ni al miedo y que era inminente: pensé que se me estaba muriendo entre los brazos; lo pensé y de pronto no tuve esperanza de ir a salir de allí nunca, como si ella me hubiera contagiado su afán de inmovilidad y quietud, o tal vez ya era su afán de muerte, aún no, aún no, pero también no puedo más, no puedo más. Y es posible que ya no pudiera más, que ya no aguantara, porque a los pocos minutos -uno, dos y tres; o cuatro- le oí decir algo más y dijo: 'Ay Dios, y el niño' e hizo un movimiento débil y brusco, seguramente imperceptible para quien nos hubiera visto pero que yo noté porque estaba pegado a ella, como un impulso de su cabeza que el cuerpo no llegó a registrar más que como amago y pálidamente, un reflejo fugitivo y frío, como si fuera la sacudida no del todo física que se tiene en sueños al creer que uno cae y se despeña o desploma, un golpe de la pierna que pierde el suelo e intenta frenar la sensación de descenso y de carga y vértigo -un ascensor que se precipita-, de caída y gravedad y peso -un avión que se estrella o el cuerpo que salta desde el puente al río-, como si justo entonces Marta hubiera tenido el impulso de levantarse e ir a buscar al niño pero no hubiera podido hacerlo más que con su pensamiento y su estremecimiento. Y al cabo de un minuto más -y cinco; o seis- noté que se quedaba quieta aunque ya lo estaba, esto es, se quedó más quieta y noté el cambio de su temperatura y dejé de sentir la tensión de su cuerpo que se apretaba contra mí de espaldas como si empujara, como si quisiera meterse dentro del mío para refugiarse y huir de lo que el suyo estaba sufriendo, una transformación inhumana y un estado de ánimo desconocido (el misterio): empujaba su espalda contra mi pecho, y su culo contra mi abdomen, y la parte posterior de sus muslos contra la parte anterior de los míos, su nuca de sangre o barro contra mi cuello y su mejilla izquierda contra mi mejilla derecha, mandíbula contra mandíbula, y mis sienes, sus sienes, mis pobres y sus pobres sienes, sus brazos contra los míos como si no le bastara el abrazo, y hasta las plantas de sus pies descalzos contra mis empeines calzados, pisándolos, y allí se rasgaron sus medias contra los cordones de mis zapatos -sus medias oscuras que le llegaban a la mitad de los muslos y que yo no le había quitado porque me gustaba la imagen antigua-, toda su fuerza echada hacia atrás y contra mí invadiéndome, adheridos como si fuéramos dos siameses que hubiéramos nacido unidos a lo largo de nuestros cuerpos enteros para no vernos nunca o sólo con el rabillo del ojo, ella dándome la espalda y empujando, empujando hacia atrás y casi aplastando, hasta que cesó todo eso y se quedó quieta o más quieta, ya no hubo presión de ninguna clase ni tan siquiera la acción de apoyarse, y en cambio sentí sudor en mi espalda, como si unas manos sobrenaturales me hubieran abrazado de frente mientras yo la abrazaba, a ella y se hubieran posado sobre mi camisa dejando allí sus huellas amarillentas y acuosas y pegada a mi piel la tela. Supe al instante que había muerto, pero le hablé y le dije: 'Marta', y volví a decir su nombre y añadí: '¿Me oyes?' Y a continuación me lo dije a mí mismo: 'Se ha muerto', me dije, 'esta mujer se ha muerto y yo estoy aquí y lo he visto y no he podido hacer nada para impedirlo, y ahora ya es tarde para llamar a nadie, para que nadie comparta lo que yo he visto.' Y aunque me lo dije y lo supe no tuve prisa por apartarme o retirarle el abrazo que me había pedido, porque me resultaba agradable -o es más- el contacto de su cuerpo tendido y vuelto y medio desnudo y eso no cambió en un instante por el hecho de que hubiera muerto: seguía allí, el cuerpo muerto aún idéntico al vivo sólo que más pacífico y menos ansioso y quizá más suave, ya no atormentado sino en reposo, y vi una vez más de reojo sus largas pestañas y su boca entreabierta, que seguían siendo también las mismas, idénticas, enrevesadas pestañas y la boca infinita que había charlado y comido y bebido, y sonreído y reído y fumado, y había estado besándome y era aún besable. Por cuánto tiempo. 'Seguimos los dos aquí, en la misma postura y en el mismo espacio, aún la noto; nada ha cambiado y sin embargo ha cambiado todo, lo sé y no lo entiendo. No sé por qué yo estoy vivo y ella está muerta, no sé en qué consiste lo uno y lo otro. Ahora no entiendo bien esos términos.' Y sólo al cabo de bastantes segundos -o fueron quizá minutos: uno y dos; o tres- me fui separando con mucho cuidado, como si no quisiera despertarla o le pudiera hacer daño al interrumpir mi roce, y de haber hablado con alguien -alguien que hubiera sido testigo conmigo- lo habría hecho en voz baja o en un cuchicheo conspiratorio, por el respeto que impone siempre la aparición del misterio si es que no hay dolor y llanto, pues si los hay no hay silencio, o viene luego. 'Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere.'

Aún no me atreví a poner el sonido de la televisión, por ese silencio y también por una reacción absurda: de pronto pensé que no debía tocar el mando ni ninguna otra cosa para no dejar mis huellas dactilares en ningún sitio, cuando ya las había dejado por todas partes y además nadie iba a buscarlas. El hecho de que alguien muera mientras sigue uno vivo le hace a uno sentirse como un criminal durante un instante, pero no era sólo eso: era que de pronto, con Marta muerta, mi presencia en aquel lugar ya no era explicable o muy poco, ni siquiera desde el embuste, yo era casi un desconocido y ahora sí que no tenía sentido que estuviera de madrugada en el dormitorio que quizá ya no era de ella, puesto que no existía, sino sólo de su marido, en una casa a la que se me había invitado a entrar necesariamente en su ausencia; pero quién aseguraría ahora que se me había invitado, ya no había nadie para atestiguarlo. Me levanté de la cama de un salto y entonces me entraron las prisas, una prisa mental más que física, no era tanto que debiera hacer cosas cuanto que debía pensarlas, poner en marcha lo que había estado amortiguado toda la noche por el vino, la expectativa y los besos, el rubor y la ensoñación y el estupor y la alarma, no sé si en este orden; y también por el duelo ahora. 'Nadie sabe que estoy aquí, que he estado aquí', pensé, y rectifiqué en seguida el tiempo verbal porque me vi ya fuera, de la habitación y de la casa y del edificio y aun de la calle, me vi cogiendo ya un taxi tras cruzar Reina Victoria o en ella misma, por allí pasan taxis aunque sea tarde, un antiguo bulevar en su tramo final, ya lindante con chalets y con los árboles universitarios. 'Nadie sabe que he estado aquí ni tiene por qué saberlo', me dije, 'y por tanto no debo ser yo quien avise a nadie ni me acerque espantado y corriendo hasta el hospital de La Luz para zarandear a la enfermera que duerme sentada con las piernas cruzadas que ahora ya le entreabrió el descuido, no seré yo quien la saque de su efímero y avaricioso sueño, ni quien haga olvidar de golpe y antes de tiempo cuanto lleva memorizado esta noche el apesadumbrado estudiante con gafas, ni quien interrumpa la despedida de los amantes saciados que se demoran a la puerta del que se queda a la vez que ansian ya separarse, quizá en este mismo piso; porque nadie debe saber ni sabrá todavía que Marta Téllez ha muerto, tampoco llamaré anónimamente a la policía ni a los timbres de los vecinos dando la cara, ni saldré a comprar un certificado de defunción en la farmacia de guardia, para todos los que la conocen seguirá viva esta noche mientras ellos sueñan o padecen insomnio aquí o en Londres o en cualquier otro sitio, nadie sabrá del cambio o transformación inhumana, no haré nada ni hablaré con nadie, no debo ser quien dé la noticia. Si siguiera viva nadie sabría hoy ni mañana ni tal vez nunca que he estado aquí, ella lo habría ocultado y así debe ser, lo mismo o más con ella muerta. Y el niño, ay Dios, el niño.' Pero eso decidí que lo pensaría luego, al cabo de unos momentos, porque se interpuso otro pensamiento, o fueron dos, uno tras otro: 'Quizá ella mañana se lo habría contado a alguien, a una amiga, a una hermana, quizá ruborizada y risueñamente.


Quizá hay ya alguien a quien se lo contó, lo ha contado, a quien anunció mi visita -el teléfono vuela- y confesó su indeciso deseo o su segura esperanza, tal vez hablaba de mí y colgó solamente al oír que yo llamaba a la puerta, que ya llegaba, uno nunca sabe qué estaba ocurriendo en una casa un segundo antes de llamar al timbre e interrumpirlo.' Me abroché la camisa que los dedos agarrotados de Marta habían abierto cuando aún eran ágiles y festivos, me desabroché el pantalón y me la metí por dentro, mi chaqueta se había quedado en el comedor o salón colgada del respaldo de una silla como de una percha, y mi abrigo dónde, mi bufanda dónde y mis guantes, ella me los había cogido al entrar y yo no me había fijado en dónde los había puesto. Todo eso podía esperar también, aún no quería ir al salón porque mis zapatos harían ruido y no hacía mucho que había vuelto a dormirse el niño, en todo caso me daba apuro la idea de pasar ahora por delante de su cuarto haciendo temblar los aviones con mis pisadas, para él había cambiado la vida, el mundo entero había cambiado y aún no lo sabía, o es más: su mundo de ahora se había acabado, porque ni siquiera lo recordaría al cabo de poco tiempo, sería como si no hubiera existido, tiempo deleznable y borrado, la memoria de los dos años no se conserva, o yo no conservo nada de la mía de entonces. Miré a Marta ahora desde mi altura, desde la de un hombre que está de pie y mira hacia alguien tumbado, vi sus nalgas redondeadas y duras que sobresalían de sus bragas pequeñas, la falda subida y la postura encogida dejando ver todo eso, no sus pechos que seguían cubriendo sus brazos, un desecho, ahora sí un despojo, algo que ya no se guarda sino que se tira -se incinera, se entierra- como tantos objetos convertidos en inservibles de pronto que le pertenecieron, como lo que va a la basura porque se sigue transformando y no se puede detener y se pudre -la piel de una pera o el pescado pasado, las hojas primeras de una alcachofa o la asadura apartada de un pollo, la grasa del solomillo irlandés que ella misma habría vaciado en el cubo desde nuestros platos hacía poco, antes de que fuéramos al dormitorio-, una mujer inerte y ni siquiera tapada, ni siquiera bajo las sábanas. Era un residuo y para mí sin embargo la misma de antes: no había cambiado y la reconocía. Debía vestirla para que no la encontraran de ese modo, lo descarté en seguida, qué difícil y qué peligroso, pensé que podría romperle un hueso al meterle un brazo en la manga de lo que le pusiera, dónde estaba su blusa, quizá era más fácil abrir la cama y meterla dentro, ahora se podía hacer cualquier cosa con ella, pobre Marta, manipularla, moverla, arroparla al menos.

Llevaba unos segundos parado, inmovilizado por mi prisa mental, sin hacer nada, y la prisa nos hace pensar cosas contrarias, se me ocurrió que a ella le habría angustiado la ignorancia de sus allegados de haberla previsto o sabido, que la creyeran viva si ya no lo estaba, por cuánto tiempo, que no se enteraran inmediatamente, que no se revolucionara todo al instante por su muerte precipitada, que no sonaran los imprudentes teléfonos hablando de ella y cuantos la conocían le dedicaran sus exclamaciones, o sus pensamientos; y para quienes la conocían también sería insoportable más adelante la ignorancia de que iban a ser o eran ya víctimas esta noche, para el marido recordar más tarde que él dormía en una isla tranquilamente -por cuánto tiempo, y se levantaba y desayunaba, y hacía gestiones en Sloane Square o en Long Acre, y quizá paseaba- mientras su mujer se moría y estaba muerta sin que nadie la asistiera ni le hiciera caso, primero lo uno y después lo otro, porque no tendría la certeza nunca de que hubiera habido nadie con ella, aunque sí la sospecha, sería difícil que yo suprimiera todas las huellas de mi paso de horas, si me decidía a intentarlo. Seguramente había dejado su número y sus señas de Londres en algún sitio, junto al teléfono, vi que no había ningún papel junto al de la mesilla de noche de Marta con su contestador ya incorporado, tal vez en el del salón, desde donde ella había hablado con su marido antes, conmigo delante. Era mejor que tuviera esa dirección y ese número en todo caso por si pasaban los días, pero no pasarían, eso era imposible, demasiado silencio, de repente me aterró la idea: alguien habría de venir, y pronto, Marta trabajaba y tendría que dejar al niño con alguien, no era posible que se lo llevara consigo a la facultad, tendría organizado el cuidado del niño con una niñera o con una amiga o hermana o con una madre, a menos, volví a pensar aterrado, que lo dejara en una guardería siempre y fuera ella quien lo llevara antes de irse a sus clases. Y entonces qué, mañana no lo llevaría nadie, o puede que mañana Marta ni siquiera tuviera clases o solamente por la tarde y nadie fuera a aparecer por la casa hasta entonces, no se había mostrado preocupada por la idea de madrugar, y había comentado que tenía las clases unos días por la mañana y otros por la tarde, y no todos los días de la semana, cuáles, o eran horas de consulta lo que tenía por la mañana o la tarde, no me acordaba, cuando alguien ha muerto y ya no puede repetir nada uno desearía haber prestado atención a cada una de sus palabras, horarios ajenos, quién los escucha, preámbulos. Me decidí a ir al salón, me quité los zapatos y fui de puntillas, dudé si cerrar la puerta de la habitación del niño al pasar por delante, pero quizá el chirrido lo despertaría, así que seguí descalzo y muy de puntillas, con los zapatos colgando del índice y el corazón de una mano como un calavera de chiste o de película muda, haciendo crujir la madera del piso a pesar de todo. Una vez en el salón cerré allí y me calcé de nuevo -no me até los cordones pensando en la vuelta, porque volvería-, allí estaban aún la botella y las copas de vino, lo único que Marta no había recogido, una mujer ordenada en eso, y el vino se quedó no por descuido, sino porque aún bebimos un poco de él sentados en el sofá que había ocupado y por fin desocupado el niño, después del helado Háagen-Dazs de vainilla y antes de besarnos, y de trasladarnos. No hacía mucho rato de aquello, ahora que todo había acabado: todo nos parece poco, todo se comprime y nos parece poco una vez que termina, entonces siempre resulta que nos faltó tiempo. Junto al teléfono del salón había unos papelitos amarillos pegados a la mesa por su franja adhesiva, tres o cuatro con anotaciones, y el cuadernito rectangular del que procedían, y en uno de ellos estaba lo que buscaba, decía: 'Eduardo', y debajo: "Wilbraham Hotel', y debajo: 'Wilbraham Place', y debajo: '4471/7308296'. Arranqué otra hoja del cuadernillo y me dispuse a copiarlo todo con la pluma que saqué de mi chaqueta al tiempo que me la ponía (ya estaba más cerca de irme), allí seguía donde la había dejado, sobre el respaldo de la silla que me hizo de percha. No llegué a copiarlo, conseguir un teléfono siempre tienta a hacer uso de él al instante, tenía el número de Londres de aquel Eduardo cuyo apellido aún no sabía, pero nada más fácil que encontrarlo en su propia casa, miré alrededor, sobre la mesita baja vi unas cartas en las que antes no había tenido motivo para fijarme y no me había fijado, posiblemente el correo del día que habría llegado después de su marcha y que se habría ido acumulando allí hasta su vuelta, sólo que ahora iba a tener que volver muy pronto y nada se acumularía. 'Eduardo Deán', decían dos de los tres sobres, y el otro aún decía más, un sobre bancario con los dos apellidos, y si llamaba a Londres no habría problemas con el que contaba, con el primero no muy frecuente, no habría ni que deletrearlo porque preguntaría por Mr Dean, es decir, Mr Din, así lo conocerían o reconocerían en el hotel pese al acento en la a, del que harían caso omiso los ingleses. Llamar, decir qué, no darle mi nombre pero sí la noticia, hacer que se responsabilizara de la situación ahora puesto que no nos había salvado antes y así yo podría desentenderme e irme de una vez y ponerme a olvidar, mala suerte, a labrar el recuerdo, reducir el recuerdo de aquella noche a un caso de mala suerte y quizá a una anécdota -o más noble: una historia- contable a mis amigos íntimos, no ahora pero al cabo del tiempo, cuando el grado de irrealidad hubiera crecido y la hubiera hecho más benévola y soportable, aquel hombre de viaje llevaba demasiadas horas sin ocuparse de su familia (de los más próximos hay que ocuparse sin pausa), no era cierto, había llamado después de su cena en el restaurante indio, pero Marta Téllez no era mi mujer sino que era la suya, ni aquel niño mi hijo, Eugenio Deán su obligado nombre, el padre y marido Deán tendría que hacerse cargo antes o después, por qué no ya, por qué no desde Londres. Miré el reloj por primera vez en mucho rato, eran casi las tres pero en la isla era una hora más pronto, casi las dos, no muy tarde para un madrileño aunque tuviera quehaceres a la mañana siguiente, y en Inglaterra la gente tampoco madruga mucho. Y mientras marcaba pensé (los dedos ante el teléfono son más rápidos que la voluntad, más que la decisión, actuar sin saber, decidir sin saber): 'Da lo mismo la hora que sea, si voy a darle anónimamente semejante noticia no importa la hora que sea ni que lo despierte, se despertará de golpe tras escucharla, pensará que se trata de una broma de espantoso gusto o de la incomprensible inquina de un enemigo, llamará aquí de inmediato y nadie le cogerá el teléfono; entonces llamará a alguien más, una cuñada, una hermana, una amiga, y le pedirá que se acerque hasta aquí para ver qué pasa, pero para cuando ellas lleguen yo ya me habré ido.'

La voz inglesa tardó un poco en salir, cinco timbrazos, sin duda el conserje se había quedado dormido, era noche de martes e invierno, habría creído soñar con un timbre antes de volver a la vida, su cabeza tal vez apoyada sobre el mostrador como un futuro decapitado, los tobillos enlazados a las patas de la silla y un brazo caído.

– Wilbraham Hotel, buenos días -dijo esa voz en inglés, muy turbia aunque consecuente con el reloj.

– ¿Puedo hablar con el señor Dean, por favor? -contesté yo. El señor Din. Mr Diin más bien.

– ¿Qué habitación es, señor? -respondió la voz ya recuperada de la aspereza, neutra y profesional, la voz de un factótum.

– No sé el número de la habitación. Eduardo Dean.

– No cuelgue, por favor. -Esperé unos segundos durante los cuales oí al conserje silbotear levemente, cosa extraña en un inglés que acababa de despertarse en lo que para él sería la mitad de la noche, el conticinio. Lo siguiente que habría de oír, cuando el silboteo cesara, sería ya la voz ronca del marido de Marta sobresaltado. Me preparé, más el ánimo que las palabras exactas y raudas que debería decirle antes de colgar, sin despedirme. Pero no fue así, sino que volvió la voz británica y dijo-: ¿Oiga, señor? No hay ningún señor Dean en el hotel, señor. ¿Es d, e, a, n, señor?

D, e, a, n, eso es -repetí. Al final había tenido que deletrearlo-. ¿Está usted seguro?

– Sí, señor, ningún Dean en el hotel esta noche, señor. ¿Cuándo es de suponer que habría llegado?

– Hoy. Debe haber llegado hoy.

– Quiere usted decir ayer, martes, ¿no es así, señor? No cuelgue, por favor -repitió el conserje para quien ya andaban lejos el día y la noche que para mí no acababan, y de nuevo oí el silboteo, un hombre ufano y espiritoso, tal vez un joven a pesar de la voz profesionalizada o dignificada; o puede que hubiera dormido bien hasta poco antes y estuviera fresco, turno de noche. Silboteaba Strangers in the Night, una melodía sarcásticamente adecuada, ahora me dio tiempo a reconocerla, pero entonces no sería muy joven, los jóvenes no silban Sinatra. Al cabo de unos segundos más dijo-: No había ninguna reserva a ese nombre para ayer, señor. Podría haberse cancelado, pero no, señor, ninguna reserva ayer a ese nombre.

Estuve a punto de insistir y preguntarle si acaso la había para hoy, miércoles. No lo hice, le di las gracias, él me dijo 'Adiós, señor' y colgué, y sólo tras colgar se me ocurrió la explicación posible: en Inglaterra como en Portugal y en América lo que cuenta es la última parte en los nombres de las personas, si hay tres, por ejemplo, Arthur Conan Doyle es Doyle, por ejemplo, en los diccionarios. Era probable que a la vista de su carnet o pasaporte lo hubieran inscrito por su segundo apellido, que apenas cuenta para nosotros en cambio, Ballesteros. Podría probar a preguntar por Mr Ballesteros, y entonces me di cuenta de que no debía hacerlo ni haber preguntado por Mr Dean y de que me había salvado por poco: si hubiera llegado a dejarle mi mensaje aciago, Deán podría haber llamado no sólo a una cuñada, una hermana, una amiga, sino a una vecina o incluso al portero, quienes no habrían tardado nada en subir a la casa y me habrían encontrado, bajando en el ascensor o por las escaleras o allí mismo: para cuando ellos llegaran lo más probable es que yo aún no me hubiera ido. Tenía que irme pronto por tanto, no debía entretenerme aunque todavía nadie supiera nada y nadie fuera a venir a esas horas. Pero aún debía dejar algunas cosas en orden: volví a quitarme los zapatos y regresé al dormitorio, al pasar de nuevo ante la habitación del niño pensé claramente lo que estaba todo el tiempo en mi cabeza, palpitando, aplazado, las últimas palabras de Marta, 'Ay Dios, y el niño'. Seguí, y ahora, tras haber mantenido contacto con el exterior, aunque hubiera sido con un conserje extranjero del que nada sabía ni sabría nunca, vi la situación de manera distinta, esto es, cuando entré en la alcoba sentí vergüenza por primera vez ante el cuerpo semidesnudo de Marta, lo que tenía de desnudo obra mía. Me acerqué y abrí la colcha y las sábanas por el lado que su cuerpo no pisaba, por el mío de aquella noche y del marido las otras noches, abrí de arriba a abajo, desde la almohada hasta los pies de la cama, a continuación di la vuelta y desde el otro lado me atreví a empujarla con miramiento hacia el nuestro, con más decisión al notar la resistencia del montículo que habían formado las sábanas recogidas en el medio, y ahora ya sí sentí el rechazo hacia la carne muerta (mi mano sobre su hombro y la otra sobre su muslo, empujando), ahora ya el tacto no me resultó agradable, creo que la moví apartando lo más posible la vista. La hice rodar, no hubo otro remedio para vencer la cordillera de paño y lienzo, y cuando estuvo en el lado de la cama que ella jamás usaba (dio dos vueltas y quedó como estaba antes, mirando hacia su derecha, de costado), tiré de las sábanas y de la colcha que había alzado y logré cubrirla. La tapé, la arropé, le subí el embozo hasta el cuello y la nuca que ya no parecía venir de la ducha, y aún pensé si no debería ocultarle también la cara, como he visto centenares de veces en las películas y en las noticias. Pero eso sería la prueba de que alguien había estado con ella, y se trataba de que hubiera sólo una sospecha, por fuerte que fuera (y era inevitable), no la certeza. Le miré la cara, cuan parecida aún a la que había sido, cuan reconocible habría resultado para ella misma de habérsela visto, tanto como lo habría sido de día en día al mirarse al espejo todas las mañanas contables ya de su vida -cuando las cosas acaban ya tienen su número, y nada lo anuncia ni nada cambia de día en día-, cuan reconocible para mí mismo respecto a la cara que había en la foto sobre la cómoda, la foto de su boda que seguiría allí por inamovible y forzosa inercia desde que fue colocada y que los habitantes del dormitorio tal vez haría mucho que no mirarían: cinco años antes según había dicho, un poco más joven y con el pelo recogido, la nuca decimonónica habría sido visible durante toda la ceremonia, y en la cara una mezcla de regocijo y susto -riéndose con alarma-, vestida de corto pero también de blanco (o podía ser crudo, pues no era en color la foto), agarrada convencionalmente del brazo de su marido serio y poco expresivo como son los maridos en las fotos de bodas, los dos aislados en ese encuadre cuando estarían rodeados de gente, con flores en la mano Marta y no mirando hacia él ni al frente sino hacia las personas que habría a su izquierda -las hermanas, las cuñadas y amigas, divertidas y emocionadas amigas que la recuerdan desde que era niña y eran todas niñas, son esas las que no dan crédito a que ella se esté casando, las que lo ven todavía todo como un juego en cuanto se juntan y por eso dan alivio, son esas las confidentes, las mejores amigas porque son como hermanas, y las hermanas son como amigas, envidiosas y solidarias todas-. Y el marido Deán, me fijo en él y no sólo está serio sino también algo incómodo con su cara alargada y extraña, como si hubiera ido a parar a una fiesta de vecinos de conocidos, o a una celebración que a él no puede pertenecerle porque es femenina (las bodas son de las mujeres, no de la novia sino de todas las mujeres presentes), un intruso necesario pero en el fondo decorativo, del que en realidad puede prescindirse en todo momento excepto ante el altar -una nuca-, a lo largo de todo el festejo que tal vez dure la noche entera para su desesperación y sus celos y su soledad y remordimiento, sabedor de que sólo volverá a ser necesario -figura obligada- cuando todos se vayan o sean él y la novia quienes se vayan y ella lo haga mirando atrás y a regañadientes, en sus ojos pintada la noche oscura. Eduardo Deán lleva bigote, mira a la cámara y se muerde el labio, parece muy alto y delgado, y aunque su rostro me pareció memorable, ya no lo recordé una vez fuera de aquella casa y de Conde de la Cimera y del barrio. Ya no lo veía. Pero aún no estaba fuera y me estaba entreteniendo una vez más, como si mi presencia pudiera remediar algo cuando ya era todo irremediable; como si me diera reparo abandonar a Marta y dejarla a solas la noche prevista de sus bodas conmigo -durante cuánto tiempo; pero yo no lo busqué, yo no lo quise-; como si al estar yo allí las cosas tuvieran aún un sentido, el hilo de la continuidad, el hilo de seda, ella ha muerto pero prosigue la escena que se había iniciado cuando estaba viva, yo sigo en su alcoba y eso hace que su muerte parezca menos definitiva porque yo estaba allí también cuando estaba viva, yo sé cómo ha sido todo y me he convertido en el hilo: sus zapatos para siempre vacíos y sus arrugadas faldas que no serán planchadas tienen aún explicación e historia y sentido, porque yo fui testigo de que los usaba, de que los tuvo puestos -sus zapatos de tacón quizá demasiado alto para estar en casa, aun con un invitado casi desconocido-, y vi cómo se los quitaba con los propios pies al llegar a la alcoba y su estatura disminuía de pronto haciéndola más carnal y apacible, puedo contarlo y puedo por tanto explicar la transición de su vida a su muerte, lo cual es una manera de prolongar esa vida y aceptar esa muerte: si las dos se han visto, si se ha asistido a ambas cosas o quizá son estados, si quien muere no muere solo y quien lo acompañó puede dar testimonio de que la muerta no fue siempre una muerta sino que estuvo viva. Fred MacMurray y Barbara Stanwyck aún seguían allí hablando en subtítulos como si nada hubiera pasado, y entonces sonó el teléfono y tuve pánico. Ese pánico al menos no llegó de golpe, sino en dos momentos, porque durante un segundo quise pensar que el primer timbrazo venía de la película, pero los teléfonos no sonaban así en su época ni había ninguno en aquella escena ni por lo tanto se volvían MacMurray ni Stanwyck para mirarlo ni lo cogían, como me volví yo de inmediato hacia la mesilla de noche de Marta, sonaba el teléfono de la habitación de Marta a las tres de la madrugada. 'No puede ser', pensé, 'no he hablado con el marido, lo llamé pero no hablé con él y nadie sabe lo que ha pasado, al conserje no le conté nada, verdad que no le conté nada.' Y aún pensé más en tropel, como se piensa en estas ocasiones de apremio: Tal vez lo ha soñado en su cama de Londres, lo ha intuido o adivinado, se ha despertado con desesperación y celos y soledad y remordimiento y ha preferido llamar para secar su sudor nocturno y tranquilizarse, aun a riesgo de despertarla a ella y quién sabe si también al niño.' No se me ocurrió cerrar la puerta del dormitorio rápidamente para que no sucediera esto último, y al tercer timbrazo cogí el teléfono, por el pánico y para interrumpir la estridencia, pero no dije 'Diga' ni nada, y sólo entonces, con el auricular en la mano pero no al oído -como si pudiera delatarme ese contacto-, me di cuenta de que el contestador automático estaba puesto -vi vibrar y moverse una raya de luz roja un instante- y de que habría respondido por mí y por ella. Y al darme cuenta colgué en el acto, por el pánico que fue en aumento al haber llegado a oír una voz de hombre que decía: '¿Marta?', y repetía: '¿Marta?' Fue entonces cuando colgué y me quedé quieto con la respiración cortada como si alguien me hubiera visto, di tres pasos hasta la puerta y ahora sí la cerré con cuidado por el pánico y por el niño, y me dispuse a esperar los nuevos timbrazos, que no tardarían y no tardaron, uno, dos, tres y cuatro y entonces saltó el contestador cuya voz grabada yo no escuchaba, no sabía si tendría la de ella cuando aún vivía o la de Deán el marido que estaba muy lejos. Luego sonó el pitido, comprobé con el dedo que el volumen estaba alto y oí la voz masculina de nuevo, oí cuanto decía: '¿Marta?', empezó otra vez. 'Marta, ¿estás ahí?', y esta pregunta ya era impaciente o más, destemplada. 'Antes se ha cortado, ¿no? ¿Oye?' Hubo una pausa y un chasquido de contrariedad de la lengua. '¿Oye? ¿A qué juegas? ¿No estás? Pero si acabo de llamar y has descolgado, ¿no? Cógelo, mierda.' Hubo otro segundo de espera, pensé que Deán era malhablado, hizo aspavientos bucales. 'Ya, no sé, bueno, debes de tener bajo el volumen o habrás salido, no entiendo, habrás pillado a tu hermana para el niño. Bueno, nada, es que acabo de llegar a casa y no he oído tu mensaje hasta ahora, mira que no acordarte de que Eduardo se iba hoy de viaje, desde luego no dice mucho de tus ganas de estar conmigo, para una noche que podíamos habernos visto sin prisas, y no haber estado en el hotel ni en el coche. Mierda, de haberlo sabido podrías haber venido o haber pasado yo un rato en vez de la nochecita que me he chupado. ¿Marta? ¿Marta? ¿Eres imbécil o qué, no lo coges?' Hubo una pausa más, se oyó un pequeño rugido de exasperación, pensé: 'No es Deán, pero es despótico; y es un grosero'. La voz siguió, hablaba velozmente y con irritabilidad, también con firmeza, era como el sonido de una máquina de afeitar, estable y apresurada y monótona: 'Ya, no sé, no creo que hayas salido, y el niño, pero bueno, si así fuera y volvieras pronto, digamos antes de las tres y media o cuatro menos cuarto, llámame si quieres, yo no estoy para dormirme ahora y si quieres todavía podría pasar un rato, he tenido una noche absurda, siniestra, ya te contaré en la que me he visto metido, y ya me da lo mismo acostarme más tarde, mañana estaré deshecho de todas formas. ¿Marta? ¿No estás ahí?' Hubo una última pausa infinitesimal, el tiempo de que chasqueara de nuevo con desagrado la lengua aguda. 'Ya, bueno, no sé, estarás dormida, si no ya hablamos mañana. Pero mañana Inés no tiene guardia, así que de verse nada. Qué leches, podías haberte acordado antes, desde luego no tienes arreglo.'

No se despidió. La voz era imperativa y aturdidora y condescendiente, se tomaba confianzas o estaba acostumbrada a que se las dieran, le hablaba a una muerta y no lo sabía. Le hablaba en mal tono a una muerta, también con reproche y urgencia, la voz acostumbrada a martirizar. Marta no se enteraría, tampoco él podría contarle nunca lo que le hubiera sucedido esa noche, no era el único a quien le había ocurrido algo absurdo y siniestro, a mí también, y sobre todo a ella. Y de verse nada, en efecto, no sabía hasta qué punto nada, ellos no se verían ya más ni con prisas ni con calma, ni en el hotel ni en el coche ni en ninguna otra parte, y eso me alegró momentánea y extrañamente, sentí un destello de celos retrospectivos o imaginarios, tan breve y discreto como la raya de luz roja del contestador automático, que volvió a moverse ahora, al colgar aquel hombre, para acabar convirtiéndose en un 1 y quedarse quieta en esa figura. 'Así que era plato de segunda mesa', pensé, y así lo pensé, con este modismo, con estas palabras. Y sentí también un fogonazo de decepción al pensar, acto seguido: 'Y entonces era verdad que se le había olvidado que su marido viajaba, no era un pretexto para invitarme en su ausencia, y en ese caso quizá ella tampoco lo buscó ni lo quiso; tal vez nada fue previsto, o todo se fue previendo sobre la marcha tan sólo.' Habíamos quedado para cenar juntos aquella noche en un restaurante, por la tarde ella me llamó para preguntarme si me importaría que la cena fuera en su casa: estaba tan despistada últimamente por los problemas y el mucho trabajo, dijo, que no se había acordado de que su marido se iba hoy a Londres, contaba con él para que se hubiera quedado cuidando al niño; luego no había encontrado canguro, así que había que cancelar la cita a menos que yo fuera a cenar allí, aquí, donde de hecho cenamos, en el salón aún estaban nuestras copas de vino. La invitación me dio un poco de apuro, propuse dejarlo para otro día, no quería complicarle la vida; ella insistió, no le complicaba nada, en el congelador tenía solomillo irlandés recién comprado, dijo, me preguntó si me gustaba la carne. En mi presunción yo había tomado aquello por el primer indicio de sus intereses galantes. Ahora descubría que antes de todo eso había intentado localizar a aquel individuo de voz eléctrica que hasta las tres de la noche no había escuchado el mensaje de Marta, dejado cuándo, tendría que haber sido después de que Inés, quienquiera que fuese pero presumiblemente la mujer de aquel hombre, hubiera salido para hacer su guardia -qué guardia-, mañana ya no tenía, hoy sí tenía, habría salido no muy temprano, una enfermera, una farmacéutica, una policía, una magistrada. 'De haber dado Marta con él seguramente me habría vuelto a llamar para anular nuestra cena y mi visita a Conde de la Cimera, y no me habría recibido a mí sino al hombre, podría ser él quien estuviera aquí ahora con más fundamento, no se le habría hecho tan tarde, tal vez mi sitio en la cama había sido también el suyo en otra ocasión, no todas las noches el de Deán sino alguna el suyo y esta noche el mío, no hay por qué lamentarse de la mala suerte, todo es así aunque lo olvidemos y no pensemos en ello para seguir activos y actuar sin saber, decidir sin saber y dar los pasos envenenados; todo es así, caminar por la calle elegida o entrar en un coche al que el conductor nos invita desde su asiento con la puerta abierta, volar en avión o coger el teléfono, salir a cenar o quedarse en el hotel mirando distraídamente por la ventana de guillotina, cumplir años y crecer y seguir cumpliéndolos para ser reclutado, hacer el gesto de dar un beso que desencadena otros besos que nos harán demorarnos y de los que rendiremos cuentas, pedir o aceptar un empleo y ver cómo la tormenta se va condensando sin ponerse a cubierto, tomarse una cerveza y mirar hacia las mujeres en sus taburetes ante la barra, todo es así y todas esas cosas pueden traer navajas y cristales rotos, la enfermedad y el malestar y el miedo, las bayonetas y la depresión y el arrepentimiento, el árbol quebrado y en la garganta una espina; y el caza a la espalda, el traspié del barbero; los tacones partidos y las manos grandes que aprietan las sienes, mis pobres sienes, el cigarrillo encendido y la nuca mojada y vuelta, las faldas arrugadas y el sostén pequeño y el pecho desnudo luego, una mujer arropada que parece dormida ahora y un niño que sueña ignorante bajo su heredado combate aéreo. Mañana en la batalla piensa en mí, cuando fui mortal; y caiga tu lanza.' Me quedé mirándola de nuevo y pensé, dirigiéndome a ella con mi pensamiento: '¿Cuántas otras llamadas habrás hecho hoy que es ayer, al darte cuenta de que tu marido se iba y te dejaba libre? ¿Cuántos hombres habrás preferido, a cuántos habrás llamado para que vinieran a acompañarte y a celebrar tu noche de soltería o de viuda? A todos demasiado tarde. Quizá sólo quedó aquel a quien casi no conocías, el que estaba ya atado por una cita hecha días atrás irreflexivamente, sin darte cuenta de que no podías malgastar con él esa noche precisa en la que serías libre y no te acordaste de que lo serías; tal vez tuviste que conformarte conmigo tras haber repasado tu agenda y haber marcado una y otra vez desde este teléfono que todavía suena en tu busca junto a esta cama, los que ignoran que has muerto en ella y que has muerto en mis brazos llaman y continuarán llamando hasta que no se les diga que pueden tachar tu número, a Marta Téllez ya no hay que llamarla porque no contesta, el número inútil que deben olvidar quienes se esforzaron un día por retenerlo o memorizarlo, y yo mismo, los que lo marcan sin tan siquiera pensárselo como ese hombre cuya voz que afeita ha quedado grabada para que la escuche cualquiera que esté en este cuarto, excepto la destinataria; o tal vez soy injusto y he sido tan sólo el segundo en la lista, pobre Marta, el que podría haber desplazado al primero tan imperativo si la noche hubiera sido en verdad inaugural, la primera de tantas otras que nos habrían llevado a entretenernos ante mi puerta con los saturadores besos de los amantes al despedirse, la primera de tantas otras que ya no aguardan en el futuro sino que sestearán para siempre en mi conciencia incansable, mi conciencia que atiende a lo que ocurre y a lo que no ocurre, a los hechos y a lo malogrado, a lo irreversible y a lo incumplido, a lo elegido y a lo descartado, a lo que retorna y a lo que se pierde, como si todo fuera lo mismo: el error, el esfuerzo, el escrúpulo, la negra espalda del tiempo. ¿Cuántas otras llamadas así habrás hecho a lo largo de tu vida ya entera, de la que me diste a conocer el término pero no su historia? No la sabré nunca. Aunque haré memoria, en el revés del tiempo por el que ya transitas.'

Aparté aquellos pensamientos. Había evitado mirarme en el espejo de cuerpo entero hasta aquel instante, me vi ahora, en mis ojos había sueño y desgana, me picaron y me los froté con la mano, por fin había en ellos desentendimiento. Pude reconocerme, mi aspecto no había cambiado como el de Marta; tenía hasta la chaqueta puesta, no era difícil acordarme del hombre que había llegado a la casa invitado a cenar unas horas antes, pocas y demasiadas horas. Había que salir de allí sin ya más tardanza, tuve de pronto la sensación de que me había quedado paralizado como en tela de araña, en un estado de estupefacción, y de duda no reconocida por la conciencia incansable. Estaba descalzo y de ese modo no se puede actuar ni decidir nada, me puse y me até los zapatos apoyando las suelas en el borde de la cama, dejé de tener cuidado. Eché un vistazo a mi alrededor sin detener la mirada, ya sólo hice dos movimientos antes de abandonar el cuarto: abrí la tapa del contestador automático y saqué de allí la minúscula cinta, me la eché al bolsillo de la chaqueta, creo que al hacerlo pensé dos cosas (o puede que las pensara más tarde y entonces la cogiera maquinalmente): Deán no debía saber con certeza porque no hay nada más irremediable que eso y a eso no se debe obligar a nadie, siempre ha de haber lugar o hueco para la duda; y si Deán ya sabía, entonces era mejor que quedara abierta la posibilidad de que quien hubiera cenado con Marta esa noche fuera aquel hombre y no yo; y de encontrarse y oírse la cinta él sería descartado. (El primer pensamiento fue considerado o quizá piadoso y un poco falso; el segundo fue precavido, aunque de mí nadie sabría nada, pensé de nuevo.) Mi otro movimiento fue aún más maquinal, enteramente desprovisto de solemnidad, de intención, de significación, en realidad no tuvo el menor sentido: le di un beso muy rápido en la frente a Marta, apenas la rocé con mis labios y me retiré. Salí de la alcoba sin apagar la televisión, dejando a MacMurray y a Stanwyck todavía un rato -hasta que durasen- como momentáneos testigos únicos, mudos pero rotulados, de los dos estados de Marta Téllez, su vida y su muerte, y de la mudanza. Tampoco apagué la luz, ya no podía pensar en lo que sería mejor o más conveniente para mí o para ella o para Deán o el niño, estaba agotado, dejé todo como estaba. Ahora caminé por el pasillo con mis zapatos puestos y sin preocuparme del ruido, seguro de que aquel niño no se despertaría por nada. Entré en el salón y recogí la botella y las copas de vino, las llevé a la cocina, vi el delantal que Marta se había puesto para freír la carne, lavé las copas con mis propias manos, las coloqué boca abajo en el escurridor para que chorrearan y se secaran luego, vacié lo que quedaba de la botella en el fregadero -muy poco: bebimos para buscar y querer; Cháteau Malartic, no entiendo de vinos- y la tiré a la basura, donde vi el envase del helado, mondas de patatas, papeles rotos, un algodón con un poco de sangre, la grasa de esa carne irlandesa que me había gustado, los restos que habían sido vertidos por la mano ya muerta cuando estaba viva, hacía tan poco rato, la grasa y las manos igualadas ahora, carne desechada y muerta y en transformación todo ello. 'Mi abrigo, mi bufanda y mis guantes', pensé, dónde los había dejado Marta tras abrirme la puerta. Junto a la entrada había un armario, un closet, fui allí, lo abrí y al abrirlo se encendió una bombilla, el mismo método que en las neveras. Allí los vi, pulcramente colgados, la bufanda azul bien doblada sobre el hombro izquierdo del abrigo azul más oscuro, su cuello subido como lo llevo yo siempre, los guantes negros asomando un poco por el bolsillo izquierdo, lo justo para ver que estaban allí y no olvidarlos, no lo bastante para que pudieran caerse al suelo inadvertidamente. Una mujer cuidadosa, sabía cómo guardar unas prendas ajenas. Las cogí, me las puse, la bufanda primero, el abrigo luego, aún no los guantes de cuero, todavía podía necesitar las manos sin impedimentos. Miré un segundo las otras ropas de tres tamaños, Deán tenía una buena gabardina de color zinc, qué raro que no se la hubiera llevado a Londres, era por fuerza muy alto; Marta tenía varios abrigos, vi uno de pieles metido en una funda de plástico con cremallera, no sé de qué era o si era falso; un anorak diminuto y un diminuto abrigo azul marino con botones dorados quedaban a gran distancia del suelo del closet y así quedarían hasta que fueran creciendo; en la repisa superior había sombreros, casi nadie los usa hoy en día, entre ellos vi un salacot auténtico y no pude evitar cogerlo, parecía antiguo, con su barboquejo de cuero para fijarlo al mentón y su forro verde gastado, en el cual se veía una vieja etiqueta muy cuarteada en la que aún era legible: 'Teobaldo Disegni', y debajo: '4 Avenue de France', y debajo: Tunis'. De dónde habría salido, sería del padre de Deán o de Marta, lo habrían heredado como el niño heredaba los aviones colgantes de la infancia paterna. Me puse el salacot y busqué un espejo en el que mirarme, fui al cuarto de baño y tuve que sonreírme al verme, colonial en invierno con abrigo y bufanda, la sonrisa no duró nada, el niño, no había querido pensar en él -es decir, concentrarme- en todo aquel tiempo, pero ya sabía, me temo que sabía desde el principio intuitivamente, sabía de las tres posibilidades que se me ofrecían y también cuál sería la elegida. Me quité el salacot, lo dejé en su lugar y cerré el armario (se apagó su bombilla). Podía quedarme allí cuidando del niño hasta que apareciera alguien, eso no tenía sentido, era lo mismo que llamar a Deán hasta dar con él o al portero o a un vecino cualquiera y delatarme y también a Marta. Podía llevármelo, tenerlo conmigo hasta que el cuerpo de su madre fuera encontrado y devolverlo entonces, siempre podía hacerlo anónimamente, dejarlo a unos metros del portal al día siguiente y marcharme, o al otro, incluso en la portería y salir corriendo, y mientras tanto qué, veinticuatro o cuarenta y ocho horas con una pequeña fiera, era muy posible que no quisiera venirse conmigo ni salir de la casa, tendría que despertarlo y vestirlo en mitad de la noche e impedir que fuera a ver a su madre, probablemente lloraría y patalearía y se tiraría al suelo cruzado en el pasillo, me sentiría como un secuestrador, era absurdo. Finalmente podía dejarlo: debía dejarlo, no había alternativa en realidad. El niño debía seguir durmiendo hasta que se despertara, llamaría a su madre entonces o tal vez se levantaría solo e iría a buscarla; se subiría a la cama y empezaría a zarandear el cuerpo arropado e inmóvil, seguramente no muy distinto del de cualquier mañana; protestaría por la indiferencia, daría voces, cogería una perra, no comprendería, un niño de esa edad no sabe lo que es la muerte, ni siquiera podría pensar: 'Está muerta, mamá se ha muerto', ni el concepto ni la palabra entran en su cabeza, tampoco la vida, no hay una ni otra, debe ser una suerte. Al cabo de un rato se cansaría y miraría la televisión (quizá debía dejar también encendida la del salón, para que no tuviera que estar en la alcoba junto al cadáver, si quería verla) o se iría a sus cosas -juguetes, comida, tendría hambre-, o bien lloraría sin cesar muy fuerte, los niños tienen pulmones sobrenaturales e inagotable el llanto, tanto que algún vecino lo oiría y llamaría a la puerta, aunque a los vecinos no les importa nada, sólo si se los molesta. Alguien aparecería en todo caso por la mañana, una niñera, una asistenta, la hermana, o llamaría Deán de nuevo entre negocio y negocio y no le respondería nadie, ni siquiera la cinta del contestador automático, había ido a parar al bolsillo de mi chaqueta; y entonces se preocuparía e indagaría, se pondría en marcha. Me quedó un pensamiento tras pensar todo esto: el niño tendría hambre. Fui a la nevera y decidí prepararle un plato como si fuera a dejarle sustento a un animal doméstico al que se abandona durante uno o dos días de viaje: había jamón de York, chocolate, fruta, pelé dos mandarinas para facilitar que se las comiera, salami, le quité los hilos de tripa, no fuera a ahogarse, no estaría su madre para meterle un dedo y salvarlo; corté y partí queso, lo dejé sin corteza, lavé el cuchillo; en un armarito encontré galletas y una bolsa de piñones, la abrí, lo puse todo junto al plato (si abría un yogurt se estropearía). Era un plato absurdo, una mezcla disparatada, pero lo importante era que tuviera algo que llevarse a la boca si tardaba en aparecer quien se hiciera cargo de aquella casa. Y beber, saqué de la nevera un cartón de zumo, llené un vaso y lo coloqué al lado, todo en la mesa de la cocina, a la que acerqué un banquito, el niño alcanzaría así sin problemas, trepan mucho los niños a los dos años. Todo eso delataría mi presencia, es decir, la de alguien, pero ya no importaba.

No había más que hacer, no podía hacer más. Miré hacia el dormitorio, ahora me angustió la idea de volver allí, por suerte no tenía que hacerlo, nada me reclamaba. Entré en el salón y puse la televisión para el niño con el volumen bajo, así al menos oiría algo; la dejé en un canal en el que había aún imagen, otra película en aquel momento, la reconocí en seguida, Campanadas a medianoche, el mundo entero en blanco y negro de madrugada. Me pareció que dejaba aquella casa arrasada: luces y aparatos de televisión encendidos, comida fuera de la nevera en un plato, un contestador sin cinta, ropas sin planchar y los ceniceros sucios, el cuerpo semidesnudo y cubierto. Sólo la habitación del niño mantenía su orden, como si hubiera quedado a salvo del desastre. Me asomé de nuevo, su respiración era audible, tranquila, y me quedé en el umbral, pensando durante unos instantes: 'Este niño no me reconocerá si alguna vez vuelve a verme en el futuro lejano; nunca sabrá lo que ha sucedido, por qué se ha acabado su mundo ni en qué circunstancias ha muerto su madre; se lo ocultarán su padre y su tía y sus abuelos si los tiene, como hacen todas esas figuras siempre con las cosas que juzgan denigrantes o desagradables; no sólo se lo ocultarán a él, sino a todo el mundo, la muerte horrible o ignominiosa, la muerte ridicula y que nos ofende. Pero en realidad también a ellos les será ocultada, por mí -no han asistido-, el único que sabe algo: nadie sabrá jamás lo que ha ocurrido esta noche, y el niño, que ha estado aquí y me ha visto y ha sido testigo de los preámbulos, será quien menos lo sepa; no lo recordará, como tampoco recordará el ayer ni anteayer ni el pasado mañana, y dentro de poco ni siquiera recordará este mundo ni esta madre perdidos hoy ya para siempre o perdidos ya antes, nada de lo que ha ocurrido en su vida desde que ha nacido, tiempo para él inútil puesto que su memoria aún no retiene para el futuro, su tiempo hasta ahora útil solamente para sus padres, que podrán contarle más adelante cómo era cuando era pequeño -muy muy pequeño-, cómo hablaba y qué cosas decía y qué ocurrencias tenía (su padre, ya no su madre). Tantas cosas suceden sin que nadie se entere ni las recuerde. De casi nada hay registro, los pensamientos y movimientos fugaces, los planes y los deseos, la duda secreta, las ensoñaciones, la crueldad y el insulto, las palabras dichas y oídas y luego negadas o malentendidas o tergiversadas, las promesas hechas y no tenidas en cuenta, ni siquiera por aquellos a quienes se hicieron, todo se olvida o prescribe, cuanto se hace a solas y no se anota y también casi todo lo que no es solitario sino en compañía, cuan poco va quedando de cada individuo, de qué poco hay constancia, y de ese poco que queda tanto se calla, y de lo que no se calla se recuerda después tan sólo una mínima parte, y durante poco tiempo, la memoria individual no se transmite ni interesa al que la recibe, que forja y tiene la suya propia. Todo el tiempo es inútil, no sólo el del niño, o todo es como el suyo, cuanto acontece, cuanto entusiasma o duele en el tiempo se acusa sólo un instante, luego se pierde y es todo resbaladizo como la nieve compacta y como lo es para el niño su sueño de ahora, de este mismo instante. Todo es para todos como para él yo ahora, una figura casi desconocida que lo observa desde el umbral de su puerta sin que él se entere ni vaya a saberlo nunca ni vaya por tanto a poder acordarse, los dos viajando hacia nuestra difuminación lentamente. Es tanto más lo que sucede a nuestras espaldas, nuestra capacidad de conocimiento es minúscula, lo que está más allá de un muro ya no lo vemos, o lo que está a distancia, basta con que alguien cuchichee o se aleje unos pasos para que ya no oigamos lo que está diciendo, y puede que nos vaya la vida en ello, basta con que no leamos un libro para que no sepamos la principal advertencia, no podemos estar más que en un sitio en cada momento, e incluso entonces a menudo ignoramos quiénes nos estarán contemplando o pensando en nosotros, quién está a punto de marcar nuestro número, quién de escribirnos, quién de querernos o de buscarnos, quién de condenarnos o asesinarnos y así acabar con nuestros escasos y malvados días, quién de arrojarnos al revés del tiempo o a su negra espalda, como pienso y contemplo yo a este niño sabiendo más de él de lo que él sabrá nunca sobre el que fue esta noche. Yo debo ser eso, el revés de su tiempo, la negra espalda…

Salí de la ensoñación, me volvieron las prisas. Me aparté del umbral, me acerqué hasta la entrada, aún miré una vez más por aprensión a mi alrededor, una mirada sin objetivo, me puse los guantes negros. Abrí la puerta de la casa con mucho cuidado como se abre cualquier puerta de madrugada, aunque no vaya a despertarse nadie. Di dos pasos, salí al descansillo, cerré tras de mí con igual cuidado. Busqué el ascensor sin encender la luz, lo llamé, vi la flecha de subida que se iluminaba, llegó en seguida, procedía de un piso cercano. No había nadie en el interior, nadie había viajado en él ni yo había subido sin querer a nadie hasta allí casualmente, el temor cree en las más inverosímiles coincidencias. Entré, le di a otro botón, descendí muy rápido, y antes de abrir la puerta del piso bajo me quedé quieto un momento intentando oír algo, no fuera a encontrarme en el portal con alguien, no fuera a ser insomne el portero o a madrugar excesivamente. No oí nada, empujé y salí, estaba el portal a oscuras, di tres o cuatro pasos hacia la puerta de la calle que me sacaría de allí del todo, y entonces vi a una pareja que aún no había entrado, estaban despidiéndose o discutiendo fuera, un hombre y una mujer, de unos treinta y cinco años él y de unos veinticinco ella, quizá dos amantes. Al oír mis pasos sobre el mármol -uno, dos y tres; o cuatro- se interrumpieron y se volvieron, me vieron; yo no tuve más remedio que encender la luz y luego buscar con la mirada el timbre que me abriría la puerta automáticamente. Di una vuelta en redondo con las manos describiendo un gesto de interrogación oculto desde los bolsillos de mi abrigo (los faldones adquiriendo vuelo), no veía dónde quedaba ese timbre. La mujer, vecina de la casa sin duda, movió el índice con su guante beige a través del cristal, señalando hacia mi izquierda, justo al lado de la puerta: aún no quería separarse sino seguir despidiéndose o discutiendo, no estaba dispuesta a utilizar su llave en mi provecho y cruzarse conmigo, eso la obligaría a terminar con los besos o con las agrias palabras, cuánto tiempo llevarían allí mientras yo estaba arriba. Apreté el timbre, se hicieron a un lado para dejarme paso. 'Buenas noches', les dije, y ellos contestaron lo mismo, mejor dicho, lo contestó ella con una sonrisa, él no dijo nada con cara de susto. Una mujer y un hombre guapos, debían de tener problemas, para permanecer en el frío sin separarse. Lo noté en seguida, el frío me dio en el rostro como si fuera una revelación o un recordatorio, el de mi vida y mi mundo que no tenían nada que ver con Marta ni con aquella casa. Yo debía seguir viviendo -fue como caer en la cuenta-, y ocuparme de otras cosas. Miré hacia lo alto desde la calle, localicé por la luz cuál era el piso que acababa de dejar atrás -un quinto- y eché a andar hacia Reina Victoria, y mientras me alejaba me dio tiempo a oír dos frases de aquella pareja, que reanudaba la conversación interrumpida por mis envenenados pasos. 'Mira, yo ya no puedo más', dijo él, y ella contestó sin pausa: 'Pues entonces vete a la mierda.' Pero él no se fue, porque no oí sus pisadas detrás de las mías inmediatamente. Me fui alejando de Conde de la Cimera con prisa, tenía que encontrar un taxi, había un poco de niebla, no se veía tráfico apenas, ni siquiera en Reina Victoria que es ancha, tiene bulevar en medio y en el bulevar un quiosco de bebidas y una espantosa escultura con la cabeza tergiversada del gran poeta, pobre Aleixandre, que vivió allí cerca. Y de pronto me acordé de que no había comprobado si en casa de Marta habían quedado cerradas todas las ventanas y las puertas de acceso a la terraza. '¿Y si el niño se cae mañana?', pensé. 'Pese yo mañana sobre tu alma; caiga tu espada sin filo.' Pero ya no podía hacer nada, ya no podía entrar en aquel piso cuya puerta me había sido abierta horas antes por quien ya no volvería a abrirla, y del que me había sentido responsable y dueño durante poco rato, todo parece poco cuando ha terminado. Ni siquiera podía llamar, no respondería nadie ni el contestador tampoco, su cinta estaba conmigo, en el bolsillo de mi chaqueta. Miré a uno y otro lado del bulevar en medio de la noche amarillenta y rojiza, pasaron dos coches, dudé si esperar o buscar otra calle, adentrarme por General Rodrigo, no invita a caminar la niebla, mi aliento producía vaho. Me metí las manos en los bolsillos del pantalón y saqué algo de uno de ellos porque no lo reconocí al tacto en seguida como se reconoce lo propio: una prenda, un sostén más pequeño de lo que debía haber sido, me lo había echado allí sin pensarlo al ir hacia la habitación del niño siguiéndolo tras su aparición en la alcoba, lo había guardado para que él no lo viera. Lo olí un instante en medio de la calle, la tela blanca arrugada contra mi guante rígido negro, un olor a colonia buena y a la vez algo ácido. Queda el olor de los muertos cuando nada más queda de ellos. Queda cuando aún quedan sus cuerpos y también después, una vez fuera de la vista y enterrados y desaparecidos. Queda en sus casas mientras no se airean y en sus ropas que ya no se lavan porque ya no se ensucian y porque se convierten en sus depositarias; queda en un albornoz, en un chal, en las sábanas, en los vestidos que durante días y a veces meses y semanas y años cuelgan de sus perchas inmóviles e ignorantes, esperando en vano volver a ser descolgados, volver a entrar en contacto con la única piel humana que conocieron, tan fieles. Eran esas tres cosas lo que me quedaba de mi mortal visita: el olor, el sostén, la cinta, y en la cinta voces. Miré a mi alrededor, la noche de invierno iluminada por muchas farolas, el quiosco a oscuras, la nuca del poeta a mi espalda. No pasaban coches ni había nadie. Me sentaba bien el frío.


A Eduardo Deán lo conocí un mes más tarde, aunque ya antes lo había visto, no sólo con bigote y en foto y en su propia casa, sino sin bigote y en persona y en el cementerio, y menos joven. Un rostro memorable. No fue del todo casual que nos conociéramos, no lo fue en absoluto que yo presenciara el enterramiento, del que supe por los periódicos. Ah, pasé dos días aguardando su salida de madrugada, curioseando revistas a la espera de que llegaran después de la medianoche los paquetes de prensa con la primera edición, y contemplé cómo el empleado cortaba la cinta plana de plástico que los sujetaba, y fui el primero en coger un ejemplar del montón y pagarlo en caja, para irme a continuación a la cafetería del establecimiento y, tras pedir una coca-cola, abrirlo con nerviosismo por las páginas del epígrafe 'Agenda', donde se encuentran los natalicios y el tiempo y las necrológicas, los cumpleaños y los premios menores y las ridiculas investiduras honoris causa (no hay quien resista un birrete con flecos), los resultados de la lotería y el ajedrez y el crucigrama y hasta un pasatiempo llamado revoltigrama, y sobre todo la sección titulada ‘Fallecidos en Madrid', una lista alfabética de nombres completos (nombre y dos apellidos), a los que se añade tan sólo un número, el de su edad al dejar de tenerla, aquella en que los muertos han quedado fijados con diminuta letra, la mayoría en su primera e insignificante y última aparición impresa, como si además de eso, una edad azarosa y un nombre, no hubieran sido nunca nada. Es una lista bastante larga -unas sesenta personas- que yo jamás había leído, y consuela un poco ver que por lo general las edades son avanzadas, la gente vive bastante: 74, 90, 71, 60, 62, 80, 65, 81, 80, 84, 66, 91, 92, 90, los nonagenarios son mujeres casi siempre, de las que mueren a diario menos que hombres, o así parece según el registro. El primer día sólo había tres muertos con menos de cuarenta y cinco años, todos varones y uno de ellos extranjero, se llamaba Reinhold Müller, 40, qué le habría pasado. Marta no figuraba, luego no había sido aún descubierta, o la notificación no había llegado al cierre, los periódicos cesan en sus tareas mucho antes de lo que se cree. Para entonces habían pasado unas veinte horas desde que yo había salido del piso. Si alguien se había presentado por la mañana había habido tiempo de sobra para llamar a un médico, para que éste levantara acta de defunción, para avisar a Deán a Londres, incluso para que él viajara de vuelta, todo son facilidades en las desgracias y las emergencias, si alguien implora ante el mostrador de una compañía aérea y dice: 'Mi mujer ha muerto, mi hijo está solo', esa compañía sin duda le hará un hueco en el vuelo siguiente, para no ser tildada de desaprensiva. Pero nada de eso debía de haber ocurrido, porque el nombre de Marta Téllez, con su segundo apellido que yo ignoraba y la edad de su muerte -¿33, 35, 32, 34?-, no venía en la lista. Quizá la impresión, quizá la tristeza habían hecho que nadie se acordara de cumplir con los trámites. Pero a un médico se lo llama siempre, para que certifique y confirme lo que todos piensan (para que lo verifique con su mano infalible y tibia de médico que reconoce y distingue la muerte), lo que yo pensé y supe cuando abrazaba a Marta de espaldas. ¿Y si yo me había equivocado y no había muerto? Yo no soy médico. ¿Y si había perdido tan sólo el sentido y lo había recuperado por la mañana y la vida había seguido con normalidad, el niño en la guardería y ella con sus quehaceres, relegado mi paso nocturno a la esfera de los disparates y los malos sueños, recogido todo y cambiadas las sábanas aunque yo no hubiera llegado a estar entre ellas? Es curioso cómo el pensamiento incurre en lo inverosímil, cómo se lo permite momentáneamente, cómo fantasea o se hace supersticioso para descansar un rato o encontrar alivio, cómo es capaz de negar los hechos y hacer que retroceda el tiempo, aunque sea un instante. Cómo se parece al sueño.

Era cerca de la una en el establecimiento, un Vips, allí había aún mucha gente cenando y comprando, y en Inglaterra era siempre una hora menos. Me levanté y fui al teléfono, por suerte era de tarjeta y yo tenía tarjeta, saqué de mi cartera el papel con el número del Hotel Wilbraham, y a la voz del conserje (la misma, estaba claro que su turno era de noche) le pregunté por el señor Ballesteros. Esta vez no dudó, me dijo:

– No cuelgue, por favor.

No me preguntó si sabía el número de habitación ni nada, sino que él lo añadió como para sus adentros o como si radiara sus actos y sus pensamientos ('Ballesteros. Cincuenta y dos. Vamos a ver', dijo, y pronunció el apellido como si llevara una sola l), y oí en seguida el sonido de la llamada interna que me pilló de sorpresa, no estaba preparado para ello ni para oír a continuación la voz nueva que dijo '¿Diga?', o bueno, no dijo eso, sino en inglés su correspondiente. Aquella sola palabra no me permitió saber si era una voz española o británica (o si el acento era bueno, en el primer caso), porque colgué nada más oírla. 'Santo cielo', pensé, 'este hombre todavía está en Inglaterra, no debe de saber nada, cualquier persona que hubiera ido a la casa habría hecho lo mismo que yo, habría buscado y hallado las señas y el número de Deán en Londres y por tanto él tendría que estar ya avisado. Luego aún debe ignorarlo, a menos que se lo haya tomado con mucha calma. Si el niño está en buenas manos, puede que haya decidido volar mañana. No, no debe saberlo, o quizá acaba de ser informado y hoy ya no puede hacer nada. Quizá esté aún llorando en su habitación de hotel extranjero, y esta noche no conciliará el sueño.'

– Oiga, ¿va a llamar más?

Me volví y vi a un individuo de dientes largos (nunca tendría la boca del todo cerrada) y convencionalmente bien trajeado, llevaba un abrigo de piel de camello: como suele suceder en estos casos, su dicción era plebeya. Saqué mi tarjeta y me hice a un lado, volví a mi mesa, pagué mi coca-cola, salí, y fue entonces cuando regresé a Conde de la Cimera en un taxi. Mí visita no fue larga, pero algo más de lo que pensé en principio. Le dije al taxista que aguardara y descendí con la idea de que fuera un segundo, me quedé al lado del coche y miré hacia arriba y no pude respirar aliviado: las luces que yo había dejado encendidas seguían así, aunque era difícil recordar si se trataba de las mismas exactamente o si se había producido alguna variación, sólo las había mirado un momento desde aquella posición al salir, no me había entretenido, aturdido entonces y temeroso y cansado; y si eran las mismas era muy probable que nadie hubiera entrado en aquella casa en todo el día, y que el cadáver continuara allí transformándose semidesnudo bajo las sábanas, en la misma postura en que lo había dejado o acaso destapado y zarandeado por la impaciencia y la incomprensión y la desesperación del niño ('Debí cubrirle la cara', pensé; 'pero no habría servido de nada'). Y el niño también seguiría allí, quizá se habría comido cuanto le había dejado a mano y tendría hambre, no, le había dejado bastante cosa, una mescolanza, un revoltigrama, para un estómago pequeño. No sabía qué hacer. Estaba allí de pie con mi abrigo y mis guantes de nuevo, a mi lado un silencioso taxi que se había decidido a parar el motor al ver que mi espera no era tan breve. A esas horas había encendidas más luces en el edificio, pero mis ojos estaban fijos en las del piso que conocía, como si mirara por un catalejo. Estaba más angustiado que la noche anterior, más que al irme de madrugada. Sabía lo que había ocurrido y a la vez me parecía insensato y ridículo que hubiera ocurrido, lo que sucede no sucede del todo hasta que no se descubre, hasta que no se dice y hasta que no se sabe, y mientras tanto es posible la conversión de los hechos en mero pensamiento y en mero recuerdo, su lento viaje hacia la irrealidad iniciado en el mismo momento de su acontecer; y la consolación de la incertidumbre, que también es retrospectiva. Yo no había dicho nada, tal vez el niño. Todo estaba en orden en la calle, por la que pasó un grupito de estudiantes borrachos, uno de ellos me rozo con el hombro, no se disculpó, gregarios y tan mal vestidos. Yo miraba siempre hacia arriba, hacia el quinto piso de aquel edificio que tenía catorce, intentando dilucidar el sentido de la luz visible tras los visillos de la terraza a la que se accedía desde el salón, la puerta de cristales aparentemente cerrada, pero era imposible saber desde allí si en verdad lo estaba, o sólo entornada.

– ¿Por qué no llama al telefonillo para que baje?

El taxista había supuesto que yo iba a recoger a alguien y se estaba impacientando, yo sólo le había dicho que no bajara aún la bandera, un segundo.

– No, es demasiado tarde, hay gente durmiendo -dije-. Si no baja dentro de cinco minutos es que no baja. Vamos a esperar un poco más.

Yo sabía que no bajaría nadie, quienquiera que fuese el sujeto hipotético de aquellas frases, la del taxista y la mía. El de la suya sería femenino sin duda, el de la mía era sin género, puramente ficticio, aunque él se representaría a una menor o a una adúltera, alguien que depende de otros y nunca puede asegurar que baje. No bajaría Marta ni bajaría el niño. No tenía una idea muy exacta de la orientación de las habitaciones (casi nunca se tiene desde el exterior de las casas), pero suponía que la alcoba de Marta se correspondía con la ventana que quedaba a la derecha de la terraza desde mi punto de vista y que estaba también iluminada como yo la había dejado, todo igual si era así, aparentemente. De pronto el taxista puso el motor en marcha y yo me volví a mirarlo: había visto antes que yo que alguien salía por el portal, del que me separaban bastantes pasos o habría carecido de perspectiva; había dado por descontado que la joven que apareció era quien yo esperaba. No lo era, sino la misma joven con la que me había cruzado tan tarde y que no había querido utilizar su llave en mi beneficio. Ahora la vi mejor porque la vi a distancia y sin acompañante: tenía el pelo y los ojos castaños, llevaba un collar de perlas, zapatos de tacón, medias oscuras, caminaba con gracia pero seguramente algo incómoda por la falda corta y estrecha que pude ver bajo su abrigo de cuero abierto, debía de tener la costumbre de llevar las puntas de los pies hacia fuera, andaba un poco centrífugamente. Miró hacia el taxi, miró hacia mí, hizo con la cabeza un leve gesto de reconocimiento que pareció de asentimiento, cruzó la calle y sacó del bolso -sin quitarse su guante beige, no casaba con el abrigo- una llave con la que abrió la puerta de un coche allí estacionado. Vi cómo tiraba el bolso al asiento de atrás y se metía dentro (el bolso lo llevaba colgando de la mano como una cartera). Una mujer conductora, como casi todas, las piernas le quedaron al descubierto un instante, luego cerró, bajó la ventanilla. El taxista volvió a apagar el motor y bajó la suya automáticamente para apreciar mejor a la joven. Ella puso su motor en marcha y de reojo la vi maniobrar y esforzarse con el volante. Vi que asomaba la cara para ver si al salir podía golpear al coche que estaba delante; no lo veía, así que le hice una señal con la mano dos veces, como diciendo: 'Sí, sí, salga, salga.' El coche salió y al pasar junto a mí la mujer me sonrió y me respondió con otro gesto de la mano, a mitad de camino entre 'Adiós' y 'Gracias'. Era una mujer guapa y no parecía creída, quizá no era ella la que tenía llave de aquella casa sino el hombre al que había mandado a la mierda ante mis oídos. Quizá ella había subido con él a su piso tras la discusión del portal y no había salido hasta veinte horas después, hasta aquel momento en que volvía a encontrarme en el mismo sitio -como si no me hubiera movido durante sus largas horas de saliva malgastada en palabras y besos, y sus otras horas de inútiles y laboriosos sueños-, aunque ahora fuera del edificio y en actitud de espera, con un taxi a mis órdenes. No podía saber si llevaba la misma ropa, anoche sólo había visto su guante.

Fue entonces cuando volví a mirar hacia lo alto, primero hacia la ventana del dormitorio y luego hacia la terraza y otra vez hacia la ventana, porque tras los visillos de esta ventana vi a contraluz una figura de mujer que se estaba quitando un jersey o una camiseta, se estaba quitando algo por encima de la cabeza porque en el momento de verla lo que vi fue cómo se llevaba las manos a los costados cruzándolas y tiraba hacia arriba de la camiseta hasta sacársela en un solo movimiento -adiviné sus axilas durante un instante-, de tal manera que sólo las mangas vueltas le quedaron sobre los brazos o enganchadas a las muñecas. La silueta permaneció así unos segundos como cansada por el esfuerzo o por la jornada -el gesto de desolación de quien no puede dejar de pensar y se desviste por partes para cavilar o abismarse entre prenda y prenda, y necesita pausas-, o como si sólo tras salir del jersey que había ido a quitarse junto a la ventana hubiera mirado por ella y hubiera visto algo o a alguien, tal vez a mí con mi taxi a mi espalda. Luego tiró de ambas mangas y se zafó de ellas y se dio media vuelta y se alejó unos pasos, los suficientes para que yo ya no pudiera verla, aunque creí distinguir su deformada sombra doblando la prenda que se había quitado, quizá sólo para cambiarla por otra limpia y no sudada. Luego se apagó la luz, y si aquella era la alcoba que yo conocía la luz apagada debía de ser la de la mesilla de noche que yo dudé si dejar encendida -quería ver- y así se quedó hasta después de mi marcha. No estaba totalmente seguro, pero al divisar la figura hubo alivio junto al sobresalto, porque alguien había en la casa y tal vez era Marta -Marta viva. No podía ser Marta pero me permití de nuevo pensarlo un instante-. Y si no era ella por qué estaba en su dormitorio, aún más, por qué se cambiaba allí o se desvestía como si fuera a acostarse y dónde estaba Marta entonces, su cuerpo, tal vez trasladado a otra habitación para ser velado, o sacado ya de la casa y llevado a lo que llaman el tanatorio. Y en su alcoba una amiga, una cuñada, una hermana que se habría quedado para impedir que el niño pasara otra noche solo hasta que Deán regresara al día siguiente, cómo podía Deán no haber vuelto si lo sabía. Aunque tenía más sentido que se hubieran llevado al niño a dormir a otra parte, qué le habrían dicho, le habrían pedido paciencia y lo habrían engañado ('Mamá se ha ido de viaje, en avión'), sus tías. (Y el niño miraría ya para siempre de otra manera sus aviones de miniatura: para siempre hasta que se olvidara.) Más allá de la terraza todo seguía igual, y esa luz sí estaba seguro de que pertenecía a la casa, al comedor o salón donde había tenido lugar nuestra cena y donde el niño miró sus vídeos de Tintín y Haddock, hacía sólo veinticuatro horas según los relojes. No me convenía seguir allí mucho tiempo.

– Qué, ¿nos vamos?

No sé por qué le di explicación al taxista:

– Sí, no va a bajar. Se ha acostado.

– No ha habido suerte -dijo él comprensivo. Qué sabría lo que era suerte en este caso.

Volví a mi casa con el periódico adelantado y sin sueño. La noche anterior me había dormido en cuanto había llegado, rendido por la necesidad de momentáneo olvido, más fuerte que la angustia pasada y presente y que la preocupación por el niño. Me había ido de allí y ya no podía hacer más (o había decidido no hacer más al marcharme), había dormido ocho horas ininterrumpidas, ni siquiera recordaba haber soñado, aunque el primer pensamiento que me vino a la cabeza al despertar fue inequívoco y simple: 'El niño', siempre se piensa en los vivos más que en los muertos, aunque a aquéllos no los conozcamos apenas y éstos fueran nuestra vida hasta hace un mes o anteayer o esta noche (pero Marta Téllez no era mi vida, sería la de Deán si acaso). Ahora, en cambio, la relativa tranquilidad de creer que había una figura femenina que se haría cargo en el piso me hizo sentirme despejado e incapaz de pensar en ninguna otra cosa, o de distraerme con mis libros, mi televisión o mis vídeos, mi trabajo atrasado o mi tocadiscos. Todo estaba suspendido, pero no sabía hasta cuándo o de qué dependía que se reanudase: tenía interés y prisa por saber si habían descubierto el cuerpo y si el niño estaba a salvo, nada más en principio, más allá mi curiosidad no existía, entonces. Y sin embargo preveía que una vez averiguado eso tampoco podría reanudar sin más mis días y mis actividades, como si el vínculo establecido entre Marta Téllez y yo no fuera a romperse nunca, o fuera a tardar en hacerlo demasiado tiempo. Y a la vez ignoraba de qué modo podría perpetuarse, ya no habría nada más por su parte, con los muertos no hay más trato. Hay un verbo inglés, to haunt, hay un verbo francés, hanter, muy emparentados y más bien intraducibies, que denominan lo que los fantasmas hacen con los lugares y las personas que frecuentan o acechan o revisitan; también, según el contexto, el primero puede significar encantar, en el sentido feérico de la palabra, en el sentido de encantamiento, la etimología es incierta, pero al parecer ambos proceden de otros verbos del anglosajón y el francés antiguo que significaban morar, habitar, alojarse permanentemente (los diccionarios siempre distraen, como los mapas). Tal vez el vínculo se limitara a eso, a una especie de encantamiento o haunting, que si bien se mira no es otra cosa que la condenación del recuerdo, de que los hechos y las personas recurran y se aparezcan indefinidamente y no cesen del todo ni pasen del todo ni nos abandonen del todo nunca, y a partir de un momento moren o habiten en nuestra cabeza, en la vigilia o el sueño, se queden allí alojados a falta de lugares más confortables, debatiéndose contra su disolución y queriendo encarnarse en lo único que les resta para conservar la vigencia y el trato, la repetición o reverberación infinita de lo que una vez hicieron o de lo que tuvo lugar un día: infinita, pero cada vez más cansada y tenue. Yo me había convertido en el hilo.

Puse el contestador automático y oí dos mensajes anodinos o consuetudinarios, de quien fue mi mujer hasta hace no mucho y de un actor insoportable para el que trabajo a veces (soy guionista de cine, pero acabo haciendo series de televisión casi siempre; la mayoría no se realiza, tarea inútil, pero se despilfarra y las pagan lo mismo). Y fue entonces cuando me acordé de la cinta de Marta, y si no me acordé hasta entonces fue porque no me la había llevado por indiscreción ni curiosidad ni para escucharla, sino sólo para que el hombre imperativo y condescendiente cuyo mensaje yo había oído en directo pudiera caber entre los sospechosos. Sospechosos de qué, de nada grave en realidad, ni siquiera de haberse acostado con ella en la hora de su muerte ni justo antes ni justo después, yo no lo había hecho, nadie lo había hecho, que yo supiera. La cinta era del mismo tamaño que las que yo utilizo, así que podía oírla. Saqué la mía, introduje la de ella, rebobiné hasta el principio y la puse en marcha. Lo primero que salió fue de nuevo la voz de aquel hombre ('Cógelo, mierda'), la voz que afeitaba y martirizaba ('¿Eres imbécil o qué, no lo coges?'), tan segura de lo que podía permitirse con Marta ('Qué leches, no tienes arreglo'), los chasquidos de contrariedad de la lengua. Tras el pitido fueron saliendo otros mensajes, todos ellos obligadamente anteriores y por tanto oídos por Marta, el primero incompleto, su parte inicial ya borrada por las palabras del hombre: '…nada', empezaba diciendo la voz de mujer, 'mañana sin falta me llamas y me lo cuentas todo de arriba a abajo. El tipo no suena nada mal, pero vaya. La verdad es que no sé cómo tienes tanto atrevimiento. Bueno, hasta luego y que haya suerte.' A continuación vino una voz de hombre, un hombre mayor e irónico, burlón para consigo mismo: 'Marta', dijo, 'dile a Eduardo que es incorrecto decir "mensaje", hay que decir "recado"; bueno, no es hombre de letras, eso ya lo sabemos desde el primer día, ni pedante como yo. Llámame, tengo una buena noticia que darte.

Nada muy aparatoso, no te hagas ilusiones, pero todo parece mucho en una existencia precaria como la mía, povero me.' No se despedía ni decía quién era como si no hiciera falta, podía ser un padre, el de Deán o el de Marta, alguien que busca pretextos para llamar por teléfono hasta a los más próximos, un hombre mayor algo desocupado, pasado en su juventud por Italia o tal vez aficionado a la ópera, temeroso de resultar insistente. Luego oí: 'Marta, soy Ferrán. Ya sé que Eduardo se ha ido hoy a Inglaterra, pero es que acabo de darme cuenta de que no me ha dejado teléfono ni señas ni nada, no me lo explico, le dije que me las dejara sin falta, no están aquí las cosas para que él ande ilocalizable. A ver si las tienes tú, o si hablas con él dile que me llame en seguida, a la oficina o a casa. Es bastante urgente. Gracias.' Esa fue una voz neutra con un acento catalán casi perdido, un compañero de trabajo cuyo trato continuado se confunde con la amistad y la confianza, quizá inexistentes. No recordaba que Marta le hubiera dado a Deán este recado cuando había hablado con él durante nuestra cena, pero tampoco había prestado demasiada atención. Detrás vino otro recado incompleto, sólo su final, lo cual significaba que ya era antiguo, es decir, no de aquel día o al menos no de la parte del día durante la que Marta había estado ausente y la habían llamado una amiga o hermana, un padre o suegro y un colega de su marido. '… Así que haremos lo que tú digas, lo que tú quieras. Decide tú', decía la voz de mujer que así terminaba, me pareció que podía ser la misma de antes, la que se extrañaba del atrevimiento de Marta, era difícil saberlo, más aún si lo que decía se lo decía a Deán o a Marta, 'Decide tú'. Y a continuación todavía salió otro mensaje incompleto, perteneciente por tanto a otra tanda y aún más antiguo, y en él hablaba otra voz de hombre falsamente neutra, esto es, que aparentaba seriedad, gentileza y casi indiferencia, como si quisiera hacer pasar por una llamada profesional lo que sin duda era una personal o incluso galante, que acababa diciendo: '… si te va bien podemos quedar el lunes o el martes. Si no, habría ya que dejarlo para la otra semana, desde el miércoles estoy copado. Pero en fin, no hay ninguna prisa, así que ya me dirás, como te venga mejor, de verdad. Hasta pronto.' Aquella era mi voz, aquel era yo hacía unos días, cuando todavía no era seguro que Marta Téllez y yo fuéramos a cenar y a vernos por tercera vez, tras la charla de pie en un cocktail la tarde que nos presentaron y un largo café tomado días después ya con pretextos infames, todo cortejo resulta ruin si se lo ve desde fuera o se lo recuerda, una mutua manipulación consentida, el mero cumplimiento trabajoso de un trámite y la envoltura social de lo que no es más que instinto. Aquel individuo que hablaba quizá no sabía entonces que lo buscaba y quería, pero al oírle ahora, al escuchar su entonación afectada, su amortiguado nerviosismo -el de quien sabe que su mensaje puede llegar a un marido y además considera una virtud el disimulo-, resultaba evidente que sí lo buscaba y sí lo quería, qué hipócrita, qué fingimiento, cada palabra una mentira, ya lo creo que había prisa por parte de aquella voz, y no era cierto que desde el miércoles estuviera 'copado', cómo podía haber dicho semejante palabra que jamás empleaba, un término propio de los farsantes, y tampoco decía nunca 'hasta pronto', sino 'hasta luego', por qué habría dicho 'hasta pronto', para no parecer insistente cuando lo era, a veces medimos cada vocablo según nuestras intenciones desconocidas; y aquel 'de verdad' tan untuoso y falsario, la coba indecente de quien quiere seducir no sólo con el halago, sino con el respeto y la deferencia. Me asusté al reconocer no tanto mi voz cuanto mis pocas y transparentes frases, me asusté al recordarme el día en que había dejado ese mensaje al que se respondió más tarde, cuando en realidad todo era ya previsible menos lo que había ocurrido al final o más bien en medio, todo lo demás ya lo era y sin embargo no se había previsto con la conciencia. Pensé rápidamente que habría dicho mi nombre y apellido al principio, siempre lo hago, en la parte del mensaje borrado, y luego 'el lunes o el martes', Deán podía haber estado al tanto de nuestra cita desde el primer momento, tal vez por eso Marta no se lo había mencionado por teléfono en mi presencia, tal vez era cosa sabida y no ocultada ni tan siquiera omitida, y en ese caso mis precauciones podían haber sido inútiles además de imperfectas, era bien posible que Deán me buscara y localizara cualquier día de estos y me preguntara abiertamente qué había ocurrido, cómo es que su mujer había muerto estando conmigo, puede que lo único impremeditado y oculto fuera que la cena y la cita tenían lugar en su propia casa. Hice retroceder la cinta y volví a escucharme, me parecí repugnante, hoy era aquel miércoles y no estaba copado sino solo en mi casa distrayéndome con diccionarios y con una cinta, qué ridículo. Pero no tuve mucho tiempo para indignarme conmigo mismo, porque en el siguiente recado del contestador reconocí de inmediato la voz rasuradora o eléctrica, sólo que en esta ocasión se dirigía a Deán y no a Marta y decía:

'Eduardo, hola, soy yo. Oye, que no me esperéis para empezar a cenar, yo voy a llegar un poco tarde porque se me han liado las cosas con una historia que se las trae, ya os contaré. De todas formas espero no llegar más tarde de las once, y decídselo por favor a Inés, no logro dar con ella e irá derecha a la cena, que no se preocupe. Dejadme un poco de jamón, ¿eh? Vale pues, hasta luego.' Aquel hombre tenía siempre algo que contar, o lo que es lo mismo, algo anunciado y por tanto aplazado, probablemente una estupidez aquella noche -noches atrás, 'una historia que se las trae'- en que las dos parejas y quizá más gente habían quedado a cenar en un restaurante con jamón muy bueno. Su voz seguía siendo despótica, aunque ahora no soltara sucedáneos de tacos ni insultos, era irritante, había dicho 'soy yo' como si él fuera tan reconocible que no precisara aclarar quién era ese 'yo', y seguramente así sería en la casa a la que llamaba -la casa de un amigo y la de una amante, se dirigía a Deán pero también a los dos, 'os contaré', 'decídselo', 'dejadme jamón serrano'-, pero uno no debe dar nunca eso por descontado, ser tan inconfundible para los demás como para uno mismo. Sonó el pitido correspondiente, y antes de que la cinta siguiera avanzando en silencio y recorriendo su zona virgen -siempre los mensajes en la parte inicial, yuxtaponiéndose y cancelándose unos a otros-, salió una última voz que sin embargo no decía más que una cosa y lloraba; era una voz de niño, o de mujer infantilizada, como por otra parte lo está todo el mundo cuando llora sin poder evitarlo hasta el punto de no poder articular ni alentar apenas, cuando se trata de un llanto estridente y continuo e indisimulable que está reñido con la palabra y aun con el pensamiento porque los impide o excluye más que sustituirlos -los traba-, y esa voz cuyo mensaje aflictivo era aún más antiguo que la tanda anterior porque le faltaba asimismo el comienzo -más antiguo que el mío melifluo y que el del hombre opresor con la voz de zumbido-, decía esto de vez en cuando en medio del llanto, o incorporado al llanto como si fuera tan sólo una más de sus tonalidades: "… por favor… por favor… por favor…', esto decía y lo decía enajenadamente, no tanto como imploración verdadera que confía en causar un efecto cuanto como conjuro, como palabras rituales y supersticiosas sin significado que salvan o hacen desaparecer la amenaza. Me asusté de nuevo, estuve a punto de parar la cinta por temor a que aquel llanto impúdico y casi maligno despertara a mis vecinos y pudieran acudir a ver qué brutalidad estaba yo cometiendo: lo que no había ocurrido con Marta, ningún vecino había venido porque ella no había gritado ni se había quejado ni había implorado ni yo había cometido con ella brutalidad alguna. No hizo falta parar la máquina porque una vez transcurrido el minuto de que disponía cada llamada -tampoco esta vez entero- hubo un nuevo pitido de separación y la cinta siguió corriendo como he dicho, ya enmudecida; la voz que lloraba con infantilismo había agotado su tiempo sin decir nada más y no había vuelto a marcar, quizá sabedora de que el destinatario y causante de su tormento tenía que estar allí, en la casa junto al teléfono oyéndola llorar y sin descolgarlo, y de que sólo lograría seguir grabando su pena que ahora escuchaba un desconocido.

A la noche siguiente volví al establecimiento en que los periódicos se reciben poco después de la medianoche, esperé unos minutos alrededor de esa hora y me precipité a comprar el que llevaba fecha del día que se iniciaba oficialmente en aquellos momentos, sobre todo en Inglaterra, aunque según los relojes allí es siempre una hora menos. Sin atreverme a abrirlo de pie y en medio de tanta gente, fui de nuevo hasta la cafetería, pedí esta vez un whisky y busqué la lista de fallecidos: aunque es alfabética tuve el aplomo de no irme al final a mirar la T, sino de empezar a leerla desde el principio y así conservar durante unos segundos más la agonía y la incertidumbre, es decir, la esperanza de que el nombre de Marta apareciera y no apareciera; deseaba ambas cosas al mismo tiempo, o si se prefiere mi deseo estaba escindido: si aparecía sabría que había sido encontrada y eso me aliviaría y me abatiría; y si no aparecía me preocuparía aún más y volvería a manosear el papel con el número de Deán en Londres o a rondar la casa, pero también, durante unos instantes, podría volver a pensar en la posibilidad increíble de que todo hubiera sido un espantoso malentendido, una alarma excesiva, un inconcebible apresuramiento por mi parte, de que ella hubiera perdido tan sólo el sentido o incluso hubiera entrado en un coma, pero aún viviera. Miré los apellidos y sus edades ya abandonadas: Almendros, 66, Aragón, 88, Armas, 48, Arrese, 64, Blanco, 77, Borlaff, 4l, Casaldáliga, 93, pero no pude continuar uno a uno y salté hasta la L: Luengo, 59, Magallanes, 93, Marcelo, 48, Martín, 43, Medina, 28, Monte, 46, Morel, 61, ayer había muerto gente bastante joven, Francisco Pérez Martínez, 59, pero ella había muerto anteayer, en realidad no la acompañaban estos muertos más prematuros sino los del día anterior más ancianos, Téllez, 33, allí estaba, Marta Téllez Ángulo, treinta y tres eran los que tenía y algo así aparentaba, la penúltima de la lista, después venía tan sólo Alberto Viana Torres, 55. Todavía aterrado volví hasta la D con mi veloz mirada, no fuera a figurar allí Deán, 1, Eugenio Deán Téllez, aún no había cumplido dos años según su madre, Coya, 50, Delgado, 81, no estaba, no podía estar y no estaba, yo lo había dejado vivo y dormido y con comida en un plato.

Fui de nuevo a la sección de prensa y compré otro diario, el más mortuorio de los madrileños, regresé a mi mesa y busqué entre sus páginas las esquelas tan abundantes, y allí estaba ya la de Marta dando una apariencia de orden a su muerte desordenada, una esquela sobria, el nombre completo tras la cruz, el lugar, la fecha de la muerte correcta (eso sabe averiguarlo la mano del médico que aprieta e indaga), luego 'D.E.P.' y a continuación la acostumbrada lista de los que se quedan atónitos y lo lamentan y ruegan, yo he figurado en alguna de ellas: 'Su marido, Eduardo Deán Ballesteros; su hijo, Eugenio Deán Téllez; su padre, Excelentísimo señor don Juan Téllez Orati; sus hermanos, Luisa y Guillermo; su cuñada, María Fernández Vera; y demás familia…' Ahí tenía los nombres de una cuñada y la hermana, no el de ninguna amiga, y había un padre de madre italiana cuya voz era sin duda la que yo había oído, que llevaba una existencia precaria y pedante y tenía que dar una buena noticia, por qué sería excelentísimo, alguien presumido para querer ponerlo en la esquela de su hija recién muerta de manera tan inesperada, la muerte inverecunda, la muerte horrible y quizá ridicula. Debía de haberla redactado él mismo, ese padre que sabría hacer estas cosas y estaría desocupado, un hombre a la antigua, decía 'marido' y 'cuñada' y no esas cursilerías de 'esposo' y 'hermana política', aunque era pomposo poner el nombre completo de un niño de apenas dos años, probablemente su primera aparición en letra impresa como la de tantos muertos, como si se tratara de un señor respetable, el niño Eugenio. Pero al menos no decían de Marta que hubiera recibido los Santos Sacramentos como aseguran de todo el mundo, yo habría podido atestiguar que eso no era cierto. 'El entierro tendrá lugar hoy, día 19, a las once horas, en el cementerio de Nuestra Señora de la Almudena.' Y unos días después un funeral en una iglesia cuyo nombre me decía poco, nunca he conocido las de mi ciudad; arranqué la hoja, la doblé para recortar esa esquela, que fue a parar junto a aquel otro papel que ya resultaba inútil probablemente, Wilbraham Hotel de Londres.

Llegué al cementerio con un poco de antelación en una mañana de sol frío y desatento, para no perder la llegada de la comitiva ni extraviarme en una zona indebida. Unos empleados -no todos sepultureros- me indicaron dónde se iba a celebrar ese entierro, me fui hasta allí andando y esperé unos minutos leyendo lápidas y epitafios de la vecindad, ensayando el disimulo a que debería entregarme en cuanto aparecieran los Deán y los Téllez con su ataúd y sus flores y sus vestimentas negras. Me había puesto gafas oscuras como se ha hecho costumbre en las visitas a los cementerios, no tanto para velar las lágrimas como para ocultar su ausencia, cuando hay ausencia. Vi una lápida ya corrida -el hueco o fosa o abismo a la vista-, como preparada para recibir a un nuevo morador, sólo se importuna a los muertos para llevarles otro al que seguramente bien quisieron en vida, sin que podamos saber si ese acontecimiento los alegra por volver a ver a quien conocieron más joven o los entristece aún más al saberlo reducido a su mismo estado y contar con uno menos que los recuerde en el mundo. Miré la inscripción y supe que allí estaba la madre de Marta, Laura Ángulo Hernández, y también su abuela italiana, Bruna Orati Parenzan, tal vez véneta, y también descubrí que ya había muerto una hermana de Marta antes que la madre y la abuela, hacía ya muchos años y a la edad de cinco según las fechas inscritas, Gloria Téllez Ángulo, nacida dos años antes que la propia Marta, luego se habían conocido esas niñas, aunque Marta apenas habría recordado a su hermana mayor durante su vida, poco más de lo que su hijo Eugenio la recordaría a ella al transcurrir la suya. Me di cuenta de que una esquela y una lápida me habían dicho mucho más acerca de Marta o de su familia que cuanto ella me había contado a lo largo de tres encuentros preparativos. Preparativos de qué, de una fiesta modesta (solomillo irlandés y vino, un solo invitado) y de su adiós al mundo, ante mis propios ojos. En aquella tumba de mujeres inaugurada por una niña treinta y un años antes ella iba a ocupar el cuarto sitio, arrebatándoselo quizá a su padre, que habría comprado el terreno al morir esa niña y ahora habría contado con ser el siguiente, yacer junto a su madre, mujer e hija, esas tumbas suelen ser para cuatro, o no, pueden ser para cinco, y en ese caso le quedaría un sitio y al llegar ya sabría quiénes eran todos sus moradores. El nombre de Marta aún no estaba en la piedra, eso viene después de la sepultura.

Me aparté, me entretuve leyendo una especie de adivinanza en una tumba cercana de 1914: 'Cuantos hablan de mí no me conocen', decía a lo largo de sus diez líneas cortas (pero eran prosa), 'y al hablar me calumnian; los que me conocen callan, y al callar no me defienden; así, todos me maldicen hasta que me encuentran, mas al encontrarme descansan, y a mí me salvan, aunque yo nunca descanso.' Lo leí varias veces hasta que comprendí que no era el muerto quien hablaba ('León Suárez Alday 1890-1914', rezaba la inscripción, un joven), sino la muerte misma, una extraña muerte que se quejaba de su mala fama y desconocimiento entre los vivos tan lenguaraces, una muerte que se resentía de la maledicencia y quería salvarse: cansada, más bien amigable y al fin conforme. Aún estaba memorizando aquel acertijo como si fuera un teléfono o unos versos cuando a lo lejos vi dejar los coches y luego acercarse a una treintena de personas con paso lento siguiendo a los sepultureros de andar más rápido por el peso, uno de ellos llevaba un pitillo apagado en los labios que me hizo encender uno mío al instante. El cortejo se colocó en torno a la tumba abierta, más o menos en semicírculo, dejando espacio para las maniobras, y mientras se procedía a una breve oración y a bajar el ataúd con las dificultades inevitables -chirridos y golpes secos y tanteos y vacilaciones, madera encajando en piedra y ruido como de cantera o aún más agudo, como de ladrillos chocando o de clavo que no logra entrar, y alguna voz obrera que da una orden de vaho; y la aprensión enorme a que se dañe el cuerpo que ya no veremos-, pude ver a las personas que se habían puesto en primera fila o más cerca de la parte superior de la fosa, seis o siete las que vi mejor desde mi tumba de 1914, junto a la que me quedé con las manos cruzadas caídas y en una de ellas el cigarrillo que de vez en cuando me llevaba a los labios; como si León Suárez Alday fuera mi antepasado ante cuyos restos antiguos podía cavilar y rememorar, e incluso susurrar las palabras más libres que podemos decir y las que más serenan, las que dirigimos a quien no puede oírnos. Y si bien es verdad que lo primero que busqué con la vista fue al niño -pero sin esperanza e inútilmente, a esas edades no se los lleva a un entierro-, la primera persona en la que me fijé no fue aquella que rezó en voz alta -un hombre mayor y robusto en quien me fijé después-, sino una mujer de parecido notorio con Marta Téllez, sin duda su hermana viva Luisa, que sin gafas oscuras ni velo ni nada -ya no se ven velos nunca- lloraba con un llanto estridente y continuo e indisimulable, aunque intentaba disimularlo: bajaba la cabeza y se tapaba la cara con las dos manos como a veces hacen quienes están horrorizados o sienten vergüenza y no quieren ver o ser vistos, o son víctimas confesas del abatimiento, o aun del malestar o el miedo o el arrepentimiento. Y ese gesto que esas víctimas suelen hacer a solas sentadas o echadas en sus dormitorios -quizá la cara contra la almohada, que hace las veces de manos, de lo que oculta y protege, o de aquello en lo que se ve refugio- lo hacía esta mujer de pie y vestida con extremado esmero y con sus manos cuidadas, en medio de un cortejo de gente y al aire libre de un cementerio, sus redondeadas rodillas visibles bajo el abrigo entreabierto, las medias negras y los zapatos de tacón tan limpios, los labios que se habría pintado inconscientemente con el gesto maquinal de todos los días antes de salir de casa le traerían ahora el sabor mezclado del carmín dulzón con el suyo salado y líquido e involuntario; en algunos momentos levantaba la cara y se mordía esos labios -esos labios- en un intento vano de reprimir no el dolor, sino su manifestación demasiado impúdica y reñida con la palabra, y era en esos momentos cuando yo la veía, y aunque su rostro se aparecía distorsionado vi el parecido con Marta porque el rostro de Marta también lo había visto distorsionado: por otra clase de dolor, pero igualmente manifiesto; una mujer más joven, dos o tres años, quizá más guapa o menos inconforme con lo que le hubiera tocado en suerte, era soltera según la esquela -o viuda-. Tal vez lloraba así porque sentía además la envidia o sensación de destierro que aqueja a los niños cuando se separan de sus hermanos, cuando uno de ellos se queda solo con los abuelos y los otros acompañan a los padres de viaje, o cuando uno de ellos va a un colegio distinto de aquel al que van los mayores, o cuando enfermo en la cama y recostado contra la almohada con sus tebeos y cromos y cuentos configurando su mundo (y en lo alto aviones), ve salir a los otros que se van a la playa o al río o al parque o al cine y escapan en bicicleta, y al oír las primeras risas y timbrazos tan veraniegos se siente prisionero o quizá exiliado, en buena medida porque los niños carecen de visión de futuro y para ellos sólo existe el presente -no el ayer malsano y rugoso y quebrado ni el mañana diáfano y plano-, pareciéndose en eso a algunas mujeres y también a los animales, y ese niño -o es niña- ve de pronto la cama como el lugar en el que vivirá ya siempre y desde el que indefinidamente deberá oír alejarse las ruedas sobre la grava y los timbrazos superfluos y alegres de sus hermanos para los que no cuenta el tiempo, ni siquiera el presente para ellos. Tal vez Luisa Téllez sentía también que Gloria y Marta, la hermana con la que no habría jugado y la hermana con la que lo había hecho, se reunían ahora en la tierra con la madre y la abuela, en un mundo femenino y estable y risueño en el que ya no se angustiarían con un sí y un no ni se fatigarían con un quizá y un tal vez y en el que no cuenta el tiempo -en un mundo haunted, o vale aquí nuestra palabra: encantado-, al que a ella no le tocaba incorporarse aún, del que quedaba desterrada literalmente y en cuya morada común no tendría seguramente cabida cuando le tocara; y mientras caía la tierra simbólica una vez más sobre aquella fosa ella permanecía con su padre y su hermano entre los vivos tan inconstantes, y tal vez un día con un marido que aún no había llegado -un marido brumoso por tanto-, en un mundo de hombres y por tebeos y cromos y cuentos configurado (y en lo alto aviones), que aún es víctima confesa del tiempo.

Y allí estaba el padre, Juan Téllez, quien había dicho unas breves y casi inaudibles palabras que serían una oración en la que él mismo no creería a sus años, qué difícil deshacerse del todo de las costumbres y creencias superficiales de los que nos preceden, cuyo simulacro conservamos a veces durante toda una vida -una vida más- por superstición y por respeto a ellos, las formas y los efectos tardan más en desaparecer y olvidarse que las causas y los contenidos. Había llegado hasta la tumba tambaleándose y sostenido por su hija superviviente y su nuera como si fuera un condenado a la horca sin fuerzas para ascender los peldaños o caminara sobre la nieve, emergiendo y hundiéndose a cada paso. Pero luego se había recompuesto y había inflado un poco el pecho convexo, había sacado un pañuelo azulado del bolsillo pectoral de la chaqueta y con él se había enjugado el sudor de la frente, no las lágrimas de los ojos, que no existían, aunque también se había frotado una seca mejilla y la sien, como para calmar un sarpullido. Había pronunciado sus palabras con una mezcla de gravedad y desgana, como si tuviera plena conciencia de la solemnidad del momento y a la vez quisiera terminar con él cuanto antes y volver ya a casa a buscar la almohada, quién sabe si a su pena no se añadía vergüenza (pero esa es una muerte horrible; pero esa es una muerte ridicula), aunque lo más probable era que no hubiese sido informado de las circunstancias, del aspecto semidesnudo y salvaje de su hija cuando la encontraron, de las huellas visibles de un hombre en la casa que no era Deán ni nadie, era yo, pero para ellos nadie. Le habrían dicho tan sólo: 'Marta ha muerto mientras Eduardo estaba ausente.' Y él se habría llevado las moteadas manos al rostro, buscando refugio. 'Pero habría muerto de todas formas, aunque no hubiera estado sola', habrían añadido para no indisponerlo más con su yerno, o como si saber que algo fue irremediable pudiera hacernos estar más conformes con ello. (No había estado sola, yo lo sabía y seguramente también ellos.) Es posible que ni siquiera le hubieran comunicado la causa, si la conocían, una embolia cerebral, un infarto de miocardio, un aneurisma disecante de aorta, las cápsulas suprarrenales destruidas por meningococos, una sobredosis de algo, una hemorragia interna, no sé bien cuáles son los males que matan tan rápidamente y sin titubeos ni tampoco me importa saber cuál mató a Marta, tampoco le importaría mucho a ese padre, quizá no habría pedido explicaciones ni se le habría ocurrido a nadie pensar en hacer una autopsia, él se habría limitado a encajar la noticia y ocultar la cara y a disponerse para su segundo entierro de un vastago y la despedida, adiós risas y adiós agravios, la vida es única y frágil. Es de suponer por tanto que ahora, mientras caía la tierra sobre un ser femenino por cuarta vez en aquella fosa, estaría recordando a las que yacían allí y él había dejado de ver mucho antes, la madre Bruna italiana que nunca habló bien del todo la lengua más áspera del país que adoptó, y que familiarizó a su hijo Juan con la suya más suave; la mujer Laura a la que quiso o no quiso, a la que idolatró o hizo daño, o quizá ambas cosas, primero una y después la otra o las dos al tiempo, como es la regla; la hija Gloria que fue la primera y murió en accidente acaso, quién sabe si ahogada en el río o desnucada -la nuca- tras una caída durante un verano, quién si fulminada por uno de esos males veloces y sin paciencia que se llevan a los niños sin el menor forcejeo porque ellos nunca se oponen, sin darles tiempo a cobrar memoria ni a tener deseos ni a saber del extraño funcionamiento del tiempo, como si los males se resarcieran así de la lucha interminable que libran con tantos adultos que se les resisten, aunque no con Marta, muerta dócilmente como una niña. Y al padre empezaría ya a aparecérsele esa segunda hija a la que acababa de ver (y a la que luego había dejado un mensaje) con los tintes de la rememoración y del ayer rugoso, y quizá pensaba también que su propia existencia se había hecho ahora aún más precaria. Tenía el pelo blanco y los ojos azules grandes y puntiagudas cejas de duende y la piel muy tersa para su edad, cualquiera que fuese; era un hombre alto y robusto y excelentísimo, una figura que llenaría los espacios cerrados y que llamaba la atención de inmediato por su corpulencia inestable, su tórax voluminoso disminuyendo el tamaño de las mujeres que tenía a ambos lados, la delgadez de las piernas y el leve bamboleo que también lo aquejaba en reposo haciendo pensar en una peonza, un brazalete negro en la manga del abrigo como prueba de su fuerte sentido antiguo de la circunstancia, los zapatos negros tan limpios como los de su hija viva, pies pequeños para su estatura, pies de bailarín retirado y el rostro como una gárgola, los ojos secos y estupefactos mirando hacia abajo a la fosa o hueco o abismo, mirando inmóviles caer la tierra simbólica y recordando embobados a las dos niñas, a la que sólo había sido niña y a la que fue aún más niña pero mucho mayor más tarde, asimilada en la tumba ahora por aquella otra a la que no vieron crecer ni envejecer ni torcerse ni mostrar desafecto ni dar disgustos, las dos ahora malogradas y obedientes y silenciosas. Vi que a Juan Téllez se le había desatado el cordón de un zapato, y él no se había dado cuenta.

Y a su derecha estaba sin duda su nuera, María Fernández Vera su nombre, ella sí con sus gafas oscuras y la piedad social pintada en el rostro, es decir, más que la pena el fastidio, más que el miedo contagiado la contrariedad de ver interrumpidas sus actividades diarias y a su familia mermada, amputada de un miembro y a su marido por tanto hundido, quién sabía durante cuánto intolerable tiempo; quien la cogía del brazo como pidiéndole perdón o ayuda debía de ser Guillermo -como pidiéndole congraciarse-, el hermano único de Luisa y Marta y algo menos de la niña Gloria, a la que no habría conocido y por la que tal vez ni siquiera se habría preguntado nunca. También llevaba gafas oscuras y tenía el rostro huesudo y pálido y los hombros abandonados, parecía muy joven -quizá estaba recién casado- a pesar de las notables entradas prematuras que no habría heredado de su padre sino de los varones de su familia materna, cráneos de tíos o primos mayores que podrían estar allí mismo, en segunda fila. No le vi el parecido con Marta ni por lo tanto tampoco con Luisa, como si en el engendramiento de los benjamines los padres pusieran siempre menos atención y empeño y fueran más negligentes a la hora de transmitirles las semejanzas, que quedan en manos de cualquier antepasado caprichoso que de pronto ve la ocasión de perpetuar sus rasgos sobre la tierra, y se inmiscuye para otorgarlos al que aún no ha nacido, o mejor, al que está siendo concebido. Aquel joven parecía pusilánime, pero es aventurado decir esto cuando sólo se ha visto a alguien en el momento de enterrar a una hermana y con la mirada oculta; con todo se lo veía como extraviado, él sí con el miedo a su propia muerte revelado de golpe, por vez primera en su vida seguramente, agarrado al brazo de su mujer más potente y erguida como se agarran los niños a los de sus madres al ir a cruzar una calle, y mientras caía la tierra simbólica sobre sus consanguíneas exangües ella no le apretaba la mano como consuelo, sino que se la aguantaba a distancia y con impaciencia -e1 codo picudo separado del cuerpo-, o era hastío. Los zapatos del recién casado estaban muy embarrados, habría pisado un charco del cementerio.

Y allí estaba también Deán, cuyo rostro memorable reconocí al instante aunque ya no llevaba el bigote del día de su matrimonio y los años transcurridos le habían hecho mella y le habían dado carácter o se lo habían fortalecido. Tenía las manos metidas en los bolsillos de la gabardina color de zinc que no se había llevado a Londres y yo había visto colgada en su casa: una buena gabardina, pero estaría pasando frío. No llevaba gafas oscuras, no lloraba ni su mirada era estupefacta. Era un hombre de gran altura y muy flaco -o no tanto, y era un efecto-, con la cara alargada en consonancia con su estatura, una quijada enérgica como si fuera la del héroe de algún tebeo o tal vez la de algún actor con el mentón partido, Cary Grant, Robert Mitchum o el propio MacMurray, aunque su rostro era todo menos estulto, y nada tenía que ver tampoco con el del príncipe de la broma y el príncipe de la maldad sin mezcla, Grant y Mitchum. Sus labios eran finos, visibles aunque sin color, o del mismo que la piel hendida de estrías o hilos que con el tiempo serían arrugas o empezaban ya a serlo, como cortes superficiales en la madera (su rostro sería un día un pupitre). Llevaba el pelo castaño cuidadosamente peinado con raya a la izquierda, muy liso y tal vez peinado sólo con agua como si fuera el de un niño de antaño, un niño de su propia época que debía de ser más o menos la mía, costumbres que nunca se pierden y a las que no afectan ni nuestra edad ni el externo tiempo. En aquellos momentos -pero habría jurado que en cualquier momento- era una cara grave y meditativa y serena, es decir, una de esas caras que lo admiten todo o de las que puede esperarse cualquier transformación o cualquier distorsión, como si estuvieran siempre a la expectativa y nunca decisas, y en un instante anunciaran la crueldad y la piedad al siguiente, la irrisión después y más tarde la melancolía y luego la cólera sin llegar a mostrar del todo ninguna jamás, esos rostros que en situaciones normales son sólo potencialidad y enigma, tal vez debido a la contradicción de los rasgos y no a ninguna intencionalidad: unas cejas alzadas propias de la guasa y unos ojos francos que indican rectitud y buena fe y un poco de ensimismamiento; la nariz grande y recta como si fuera sólo hueso del puente a la punta, pero con las aletas dilatadas sugiriendo vehemencia, o quizá inclemencia; la boca delgada y tirante del maquinador incansable, del anticipador -los labios como cintas tensadas-, pero denotando también lentitud y capacidad de sorpresa y capacidad infinita de comprensión; la barbilla insumisa pero ahora abatida, una espada sin filo; las orejas un poco agudas como si estuvieran alerta permanentemente, queriendo oír lo no pronunciado en la lejanía. No habían oído nada desde la ciudad de Londres, no les había alcanzado el rumor de las sábanas con las que yo no había llegado a entrar en contacto, ni el ruido de platos durante nuestra cena casera ni el tintinear de las copas de Cháteau Malartic, tampoco las estridencias de la agonía ni el retumbar de la preocupación, los chirridos del malestar y la depresión ni el zumbido del miedo y el arrepentimiento, tampoco el canturreo de la fatigada y calumniada muerte una vez conocida y una vez encontrada. Tal vez sus oídos habían estado ocupados por su propio estruendo en la ciudad de Londres, por el rumor de sus sábanas y su ruido de platos y su tintineo de copas, por las estridencias del tráfico inverso y el retumbar de los autobuses tan altos, los chirridos de la excitación nocturna y el zumbido de las conversaciones en varias lenguas del restaurante indio, por el eco de otros canturreos no necesariamente mortales. 'Yo no lo busqué, yo no lo quise', le dije para mis adentros desde mi tumba de 1914, y fue entonces cuando Deán levantó la vista un momento y miró hacia donde yo estaba de pie con mi cigarrillo observándolo. Aunque me miró no abandonó su expresión cavilosa, y pude ver bien sus ojos de color cerveza, de mirada franca pero rasgados como los de un tártaro, no creo que en aquellos momentos me vieran, se dirigían a mí pero no los sentí posados, era como si me bordearan o me pasaran por alto, y en seguida volvieron a fijarse en la fosa o hueco o abismo con lo que ahora me pareció zozobra, como si Deán estuviera algo incómodo además de tan serio con su cara alargada y extraña, quizá como si hubiera ido a parar a una celebración que a él no podía pertenecerle porque era femenina tan sólo, un intruso necesario pero en el fondo decorativo, el marido de la recién llegada en cuyo honor -o era ya memoria, y él era el viudo- se reunían todas aquellas personas, no más de treinta, en realidad no conocemos a tanta gente. Deán era alguien que quedaría para siempre fuera de esa tumba de consanguíneos y que probablemente volvería a casarse, y esos cinco años de matrimonio y de convivencia serían representados y recordados sobre todo por la existencia del niño Eugenio, ahora y cuando ya no fuera niño al cabo del tiempo, no tanto por Marta Téllez que se iría relegando y ensombreciendo en su ya rápido viaje hacia la difuminación (cuan poco queda de cada individuo, de qué poco hay constancia, y de ese poco que queda tanto se calla). Cuan parecido Deán a la foto en que lo había visto, hasta empezó a morderse el labio inferior como en aquella ocasión nupcial en blanco y negro, cuando miró a la cámara. Y mientras caía la tierra simbólica sobre su mujer Marta Téllez vi cómo él sacaba de pronto las manos de la gabardina y se las llevaba a las sienes -sus pobres sienes-; le flaquearon las piernas y estuvo a punto de caer desmayada su larga figura, y habría caído seguramente -perdió pie, resbaló hacia la fosa un momento- si no la hubieran sostenido a la vez varias manos y el rumor alarmado de voces: alguien desde atrás le agarró de la nuca -la nuca-, alguien le tiró de la gabardina tan buena, y la mujer que estaba a su lado le sujetó del brazo mientras él quedaba un instante con una rodilla en tierra, el último resto del equilibrio, la rodilla como navaja mal clavada en madera y las manos apretando las sienes, incapaces de adelantarse en aquel momento para parar el golpe posible si hubiera llegado a desvanecerse de bruces: 'pese yo mañana sobre tu alma; caiga tu espada sin filo'. Se incorporó con ayudas, se alisó los faldones de la gabardina, se acarició la rodilla, se peinó un poco con una mano, volvió a metérselas en los bolsillos y recuperó su expresión pensativa que ahora pareció más doliente o quizá avergonzada. Al verle desfallecer un sepulturero se había detenido con la pala en alto, ya cargada de tierra, y durante los segundos en que el viudo reciente había interrumpido el silencio de la ceremonia la figura se quedó paralizada como si fuera una estatua obrera o tal vez minera, la pala empuñada y alzada, los pantalones anchos, unas botas bajas, un pañuelo al cuello y en la cabeza una gorra anticuada. Podía ser un fogonero, ya no hay calderas, las botas le comían sus blancos calcetines gruesos. Y cuando Deán se repuso echó al hueco la tierra aplazada. Pero había perdido la orientación y el ritmo durante el momento suspenso, y algunas motas de aquella palada saltaron sobre Deán -sobre su gabardina- que se había quedado más al pie del abismo tras enderezarse, y que probó la tierra. Juan Téllez miró de reojo con visible fastidio, no sé si a Deán o al sepulturero. Y fue entonces cuando vi también -o la reconocí, o me fijé en ella- a la mujer que había sujetado del brazo a Deán con su guante beige, la vecina que ya me había visto dos veces, saliendo de la casa de Conde de la Cimera mientras ella discutía o besaba de madrugada y esperando junto a mi taxi mientras ella se iba en su coche con su collar de perlas y su bolso tirado, y en ese momento me di la vuelta en un acto de temor inútil, puesto que si me había visto y reconocido ya era demasiado tarde (la veía por tercera vez en tres días). Pasados los segundos del miedo reflejo me volví de nuevo (al fin y al cabo yo llevaba ahora mis gafas oscuras, y no era de noche), y aunque me pareció ser observado o incluso escudriñado por ella, como si quisiera cerciorarse de que yo era yo mismo -nadie-, no sentí en sus ojos castaños sospecha ni recelo ni tan siquiera extrañeza, quizá al contrario: quizá suponía que yo era asimismo vecino o amigo de la familia, un amigo pasado o lejano y discreto -un amigo sólo de la muerta acaso- que asistía al entierro pero se mantenía apartado. Eso debió de pensar, porque cuando la lápida fue corrida como yo había corrido la colcha y las sábanas, y la fosa tapada y todas las personas empezaron a moverse -aunque poco, porque se saludaban o remoloneaban para hacerse algún comentario, como si aún no quisieran abandonar el lugar en que ahora permanecería su más o menos querida Marta-, esa joven me dijo 'Hola' con una media sonrisa apenada al pasar ante mí hacia los coches y yo le respondí con la misma palabra y tal vez sonrisa, mientras la veía pasar y seguir adelante con sus graciosos andares centrífugos, acompañada, me pareció, de una amiga o hermana y una señora (me fijé de nuevo en sus pantorrillas). Ese leve cruce me hizo atreverme a abandonar mi tumba ('y a mí me salvan') y mezclarme algo con ellos, con la gente del duelo, no con descaro sino como si también yo fuera en busca de la salida. Vi que el padre de Marta aún no arrancaba: tenía un pie en alto, encima de otra tumba cercana, había reparado en el cordón suelto de su zapato y lo señalaba con el dedo índice como acusándolo y sin decir nada; aquel hombre excelente era demasiado bamboleante y pesado para agacharse o para inclinarse, y su hija Luisa, con la rodilla en tierra (ya no lloraba, tenía algo de que ocuparse), se lo estaba anudando como si él fuera un niño y ella su madre. Tres o cuatro personas más se habían quedado a esperarlos. Y entonces oí la voz a mi espalda, la voz eléctrica que decía: 'No me digas que no te has traído el coche, mierda, y ahora qué hacemos. A mí me ha traído Antonio, pero le dije que se largara suponiendo que tú venías con el tuyo'. No me volví, pero aminoré mi paso para que pudieran las dos alcanzarme, la voz que afeitaba con sus cuchillas ocultas y la de mujer que le contestó en seguida: 'Bueno, no pasa nada, ya nos meteremos en el coche de alguien, o supongo que habrá taxis fuera'. 'Qué taxis ni qué leches', dijo él mientras se ponía a mi altura y yo empezaba a ver su perfil de reojo, un individuo chato, o era efecto de las gafas negras un poco grandes; 'va a haber taxis en el cementerio; qué te crees, que esto es la puerta del Palace. Mira que venir sin coche, sólo a ti se te ocurre.' 'Pensé que habrías traído el tuyo', dijo ella mientras ya me adelantaban. '¿Te lo dije que lo traía? ¿Te lo dije yo? Pues entonces', contestó él con chulería y poniendo así término a la disputa. Era un hombre de mediana estatura pero corpulento, carne de gimnasio o piscina, sin duda opresor y mal educado. Tampoco debía de conocer bien las normas sociales o no le importaban mucho, ya que su abrigo era de color claro (pero tampoco Deán llevaba luto en su gabardina). Tenía los dientes largos como el sujeto que había esperado en un Vips a que yo colgara el teléfono dos noches antes, pero no era el mismo, sino sólo del mismo estilo: convencionalmente adinerado, convencionalmente trajeado y con un léxico voluntariamente plebeyo, en Madrid se cuentan por millares, verdaderas oleadas de medradores provinciales a quienes se deja el campo, una plaga secular, perpetua, ninguno sabe pronunciar la d final de Madrid, una d relajada. Tendría unos cuarenta años, labios gruesos, la mandíbula recia y la piel aldeana que delataban su origen, un origen no tan remoto cuanto olvidado o más bien tachado. Llevaba laca en el pelo, se peinaba hacia atrás como si fuera un gomoso, pero hablando así no podía ser uno auténtico. '¿Se ha sabido algo del tío?', le oí decir en un tono más bajo -entre dientes, y así su voz era como un secador de pelo- mientras caminaba yo ahora un poco por detrás de ellos. Y su mujer, Inés, la magistrada o farmacéutica o enfermera, bajó el tono a su vez y contestó: 'Nada. Pero no han hecho sino empezar, y por lo visto Eduardo está dispuesto a encontrarlo. Pero Vicente: no quieren que se sepa, así que haz el favor de ser discreto por una vez y no andar por ahí comentándolo.' 'Así que es un bocazas', pensé, 'por eso tiene siempre alguna historia que contar aplazada. Qué gran favor te he hecho por ahora, Vicente, llevándome esa cinta del contestador. Qué suerte para ti que yo estuviera con ella.' 'Pero si ya lo sabe todo dios', respondió Vicente con desdén, 'pues no le gusta rajar a la gente; la discreción ya no existe, se acabó, ni siquiera es una virtud. Pobre Marta. Como mucho lograrán que no se entere su padre, pero lo que es los demás. Aunque ya se olvidarán, nada dura, esa es la única forma de discreción que queda, que todo se pasa pronto. Anda a ver a quién pillamos, ve preguntando por ahí quién tiene sitio', y con un rápido encogimiento de hombros se colocó mejor el abrigo y estiró luego el cuello. Seguro que con parecidos gestos se colocaría también el paquete, cuando estuviera incómodo. La gente del entierro iba llegando a los coches, y yo con ellos. Inés se apartó de Vicente para indagar quién podría acercarlos al centro, a ella la había visto menos al quedar tapada por él mientras caminábamos, tenía unos andares pausados, las piernas demasiado musculadas, como de deportista o de norteamericana, ese tipo de pantorrilla que da la sensación de estar a punto de estallar todo el rato, hay hombres que las aprecian mucho, yo sólo un poco. Llevaba tacones altos, no debería llevarlos. Me figuré que sería una magistrada, más que policía o farmacéutica o enfermera. Tal vez era suya la voz infantilizada y llorosa del contestador, y lo que le imploraba a Marta ('por favor… por favor…') era que se apartara de su marido. En ese caso sus sentimientos serían ahora encontrados, cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro. El hombre se quedó esperando con los brazos cruzados, saludando con la cabeza de lejos a alguna que otra persona conocida que ya se montaba en un coche, silboteando sin darse cuenta de que lo hacía y de que aún estaba en el cementerio, no parecía muy afectado ni preocupado, seguramente había oído ya para entonces de la desaparición de esa cinta en la que llamaba imbécil a quien ahora llamaba pobre, pobre Marta. 'Te tengo', pensé, 'te tengo, aunque tendría que descubrirme. Tendría que dejar de ser nadie.' Vi que Inés, junto a la puerta de un coche, le hacía un gesto repetido con el brazo para que fuera hasta allí, la juez ya había encontrado vehículo. Busqué entonces con la mirada a Téllez y a Deán y a Luisa: el padre y la hermana aún no habían llegado, marchaban juntos, agarrado el uno al brazo del otro con un poco de dificultad, él con su zapato ya atado, María Fernández Vera y Guillermo los seguían de cerca, atentos a un posible traspié y caída del hombre robusto y viejo, o a no pisar más charcos. Deán sí había llegado hasta donde estaban los coches, había abierto la portezuela del suyo y estaba junto a él esperando, miraba hacia su familia política que avanzaba más lenta, hacia la tumba también por tanto. Miraba más bien hacia la tumba cerrada, ya que cuando por fin llegaron su cuñado y cuñada, su concuñada y su suegro, se montaron los cuatro en otro coche que conduciría Guillermo, y Deán, en cambio, permaneció unos segundos más con una mano apoyada en la portezuela, sin poder estar esperando ya a nadie, mirando cavilosamente hacia donde miraba, una mirada encantada. Luego se metió dentro, cerró la puerta y puso el motor en marcha. Volvía solo, tenía sitio de sobra, no llevaba ningún pasajero, Inés y Vicente habrían muy bien cabido. 'Podía haberme llevado a mí', pensé al poco rato, cuando ya se hubieron marchado todos y me dispuse a salir, seguro de que aquello no era la puerta del Palace. Y en seguida me vino este otro pensamiento: 'Pero en ese caso, si me hubiera llevado', pensé, 'en ese caso también habría tenido que dejar de ser nadie'.


En un sentido dejé de serlo un mes después, en otro tardé un poco más, con Deán unos días y unas horas con Luisa. Quiero decir que al cabo de un mes fui alguien para Téllez y su yerno y su primera o tercera hija (tercera de las nacidas y ahora primera viva), tuve nombre y rostro para ellos y almorcé con ellos, pero el hombre que había asistido a la muerte de Marta o la había mal asistido en su muerte siguió siendo nadie durante ese almuerzo, aunque no era sino yo, de eso estaba seguro, para ellos en cambio sólo sospechosos con nombre y sin nombre y con rostro y sin rostro: no para Téllez, a quien lograron ocultar la forma y las circunstancias, él ni siquiera tenía que sospechar de nadie.

Fue a través del padre como conocí a esos hijos casi simultáneamente, y a Téllez procuré conocerlo y lo conocí de hecho a través de un amigo al que en más de una ocasión he suplantado, o al que había prestado mi voz y ahora tuve que prestar mi presencia, y además busqué y quise hacerlo, a diferencia de otras veces. Ese amigo se llama o hace llamar Ruibérriz de Torres y tiene un aspecto indecoroso. Es escritor aplicado y con buen oído, de convencional talento y más bien mala suerte (literaria), ya que otros menos aplicados, con atroz oído y sin talento de ninguna clase son tenidos por figuras y ensalzados y premiados (literariamente). Publicó tres o cuatro novelas siendo bastante joven, hace ya años; tuvo un poco de éxito con la primera o segunda, ese éxito no cuajó sino que disminuyó, y aunque no es muy mayor su nombre sólo suena a la gente mayor, es decir, como autor está olvidado excepto por los que llevan ya tiempo en la profesión y además no se enteran muy bien de los vuelcos y sustituciones, gente enquistada y poco atenta, funcionarios de la literatura, críticos vetustos, profesores rencorosos, académicos sesteantes y sensibles al halago y editores que ven en la perpetua queja de la insensibilidad lectora contemporánea la justificación perfecta para holgazanear y no hacer nada, y eso en todas las sucesivas contemporaneidades. Ahora hace años que Ruibérriz no publica, no sé si porque ya abandonó o porque espera a ser olvidado del todo para poder empezar de nuevo (no suele hablarme de sus proyectos, no es confidencial ni fantasioso). Sé que tiene vagos y variados negocios, sé que es noctámbulo, vive un poco de sus mujeres, es muy simpático; frena su causticidad ante quien debe hacerlo, es adulador con quien le conviene, conoce a muchísima gente de diferentes esferas, y la mayoría de los que lo conocen a él ignoran que sea o haya sido escritor, él no alardea, tampoco es dado a rescatar lo perdido. Su aspecto es indecoroso en algunos ambientes, no en todos: no queda mal en los bares de copas, en los cafés nocturnos si no son muy modernos, en las verbenas; se lo ve aceptable en fiestas privadas (mejor en jardines junto a piscinas, en las veraniegas) y da muy bien en los toros (para San Isidro suele tener abono); con gente de cine, televisión y teatro resulta pasable aunque un poco anticuado, entre periodistas montaraces y zafios de las viejas escuelas franquista y antifranquista (éstos más montaraces, aquéllos más zafios) se lo ve plausible, aunque no como uno de ellos, ya que es atildado y aun presumido físicamente. Pero entre sus verdaderos colegas los escritores parece un intruso y éstos como a tal lo tratan, es demasiado bromista y risueño en persona, siempre habla mucho y con ellos no rehuye las inconveniencias. Y en actos oficiales o en un ministerio su presencia causa directamente alarma, lo cual le supone un no pequeño problema, habida cuenta de que parte de sus ingresos provienen precisamente del mundo oficial y de los ministerios. Su estilo escrito es tan solemne como desenfadada su habla, sin duda uno de esos casos en los que la literatura se vive tan reverencialmente que, enfrentado su practicante con un folio en blanco y por mucho que su carácter sea el de un sinvergüenza, no sabrá transmitir ni un solo rasgo de ese carácter irreverente y desaprensivo al papel venerado, sobre el que jamás verterá una broma, una mala palabra, una incorrección deliberada, una impertinencia ni una audacia. Jamás se permitirá plasmar su personalidad verdadera, considerándola tal vez indigna de ser registrada y temeroso de que mancille tan elevado ejercicio, en el que, por así decir, el sinvergüenza se salva. Ruibérriz de Torres, para quien no debe de haber nada muy respetable, ve la escritura como algo sagrado (de ahí en parte, probablemente, su falta de éxito). Unido a una buena formación humanística, su campanudo estilo es por tanto perfecto para los discursos que nadie escucha cuando se pronuncian ni nadie lee cuando al día siguiente los reproduce en resumen la prensa, es decir, los discursos e intervenciones públicas (incluidas conferencias) de los ministros, directores generales, banqueros, prelados, presidentes de fundaciones, presidentes de gremios, académicos sonados o perezosos y demás prohombres preocupados por sus facultades e imagen intelectivas en las que nadie se fija nunca o que todo el mundo da por inexistentes. Ruibérriz recibe muchos encargos y aunque no publica escribe continuamente, o mejor dicho escribía, ya que en los últimos tiempos, gracias a algún golpe de suerte concreto en algún vago negocio y a su trato asiduo con una adinerada mujer que en verdad lo idolatra y consiente, ha optado por gandulear y se ha permitido rechazar la mayoría de las encomiendas, o más exactamente las ha aceptado y me las ha pasado junto con el setenta y cinco por ciento de los beneficios para que fuera yo quien cumpliera con ellas en la sombra y en secreto (no sumo secreto), mi formación no es inferior a la suya. Así, él es lo que se llama un negro en el lenguaje literario -en otras lenguas un escritor fantasma-, y yo he oficiado por tanto de negro del negro, o fantasma del fantasma si pensamos en las otras lenguas, doble fantasma y doble negro, doble nadie. Eso no tiene mucho de excepcional en mi caso, ya que la mayoría de los guiones que escribo (los de las series de televisión sobre todo) no suelo firmarlos: el productor o el director o el actor o la actriz acostumbran a pagarme una buena cantidad extraordinaria a cambio de la desaparición de mi nombre de los títulos de crédito en favor de los suyos (así se sienten más autores de sus celuloides), lo cual, supongo, me convierte asimismo en negro o fantasma de mi principal actividad actual y fuente de considerables ingresos. No siempre, empero: hay ocasiones en las que mi nombre aparece sobre las pantallas, mezclado con el de otros cuatro o cinco guionistas a los que por lo general nunca he visto enmendar o añadir una línea, o ni siquiera he visto la cara: suelen ser parientes del productor o el director o el actor o la actriz a los que así se saca de algún apuro momentáneo o se resarce simbólicamente de alguna estafa previa que liquidó sus ahorros. Y en un par de trabajos en los que cometí la imprudencia de sentirme anómalamente orgulloso, no acepté el soborno y exigí que ese nombre mío figurara aparte, bajo el rótulo pomposo de 'Diálogos adicionales', como si fuera Michel Audiard en sus más cotizados tiempos. Así, sé bien que en el mundo de la televisión y el cine y en el de los discursos y peroratas casi nadie escribe lo que se supone que escribe, sólo que -es lo más grave, aunque no tan raro si bien se piensa- los usurpadores, una vez que han leído en público los parlamentos y han oído los corteses o cicateros aplausos, o bien han visto pasar por la televisión las escenas y diálogos que han firmado y no imaginado, acaban por convencerse de que las palabras prestadas o más bien compradas salieron en verdad de sus plumas o sus cabezas: realmente las asumen (sobre todo si son alabadas por alguien, sea un ujier o un monaguillo cobista) y son capaces de defenderlas a capa y espada, lo cual no deja de ser simpático y halagador por su parte, desde el punto de vista del negro. El convencimiento llega tan lejos que los ministros, directores generales, banqueros, prelados y demás oradores habituales son los únicos ciudadanos que vigilan y siguen los discursos de los otros, y son tan feroces y quisquillosos con las piezas ajenas como pueden serlo los novelistas de mayor fama con las obras de sus rivales. (A veces, y sin saberlo, denuestan un texto escrito por la misma persona que se los redacta a ellos, y no sólo por su contenido o ideas, que han de variar a la fuerza, sino estilísticamente.) Y tan a pecho se toman su faceta oratoria que llegan a exigir exclusividad a sus fantasmas a cambio de incrementar sus tarifas y soltarles aguinaldos o intentan apropiarse de los de otros -robárselos- si un ministro, por ejemplo, ha sentido celos del subgobernador del Banco de España en una fiesta petitoria, o el presidente de una junta de accionistas ha visto muerto de envidia en el telediario cómo se saludaba con hurras la arenga de un militar espumante. (La exclusividad, dicho sea de paso, es una pretensión inútil en un oficio basado en el secreto y el anonimato: todos los negros la aceptan y se comprometen a ella; luego, en clandestinidad duplicada, trabajan gustosamente para el enemigo.) Hay quien contrata los servicios de escritores célebres y en activo (casi todos se venden, o aun se prestan gratis, por hacer contactos e influir y lanzar mensajes), en la creencia de que el estilo de éstos, por lo general pretencioso y florido, realzará sus discursos y embellecerá sus lemas, sin darse cuenta de que los autores famosos y veteranos son los menos indicados para esta clase de tareas abyectas, en las que la personalidad del que escribe no sólo debe borrarse, sino interpretar y encarnar la del procer al que se sirve, algo a lo que estas figuras no suelen estar dispuestas: es decir, más que pensar en lo que diría el ministro reinante, piensan en lo que dirían ellos si fueran ministros reinantes, idea que no les desagrada e hipótesis en la que no les cuesta ponerse. Pero muchos dignatarios ya se van percatando del inconveniente, y sobre todo han visto enormes dificultades para sentir como propias frases tan encumbradas y cursis como 'El hombre, ese doloroso animal en malaventura', o 'Hagamos nuestra obra con la longanimidad del mundo'. Les dan sonrojo. De modo que gente como Ruibérriz de Torres o como yo mismo somos los más adecuados, gente cultivada y más bien anónima, con conocimiento de la sintaxis, buen léxico y capacidad de simulación; o capacidad para quitarnos de en medio cuando hace falta. No muy ambiciosos y sin demasiada suerte. Aunque la suerte cambia.

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