NOVENA PARTE Historia natural

Después de eso Nirgal acompañó a Sax a Da Vinci y se instaló en el apartamento de éste. Una noche Coyote se dejó caer por allí después del lapso marciano, cuando a nadie se le hubiera ocurrido hacer una visita.

Nirgal le explicó brevemente lo sucedido en la cuenca.

—Ya, ¿y qué? —dijo Coyote. Nirgal apartó la mirada.

Coyote fue a la cocina y empezó a hurgar en el refrigerador de Sax.

—¿Qué esperabas en una ladera ventosa como aquélla? —dijo con la boca llena, gritando para que Nirgal le oyera desde la sala de estar—. Este mundo no es un jardín, chico. Una parte de él queda sepultada cada año; así son las cosas. Dentro de un año o de diez vendrá otro viento que barrerá todo el polvo de tu colina.

—Para entonces no quedará nada vivo.

—Así es la vida. Ahora tienes que dedicarte a algo distinto. ¿Qué estabas haciendo antes de instalarte allí?

—Buscar a Hiroko.

—Mierda. —Coyote apareció en el vano de la puerta y señaló a Nirgal con un gran cuchillo de cocina.— ¿Tú también?

—Sí, también yo.

—Oh, vamos… ¿Cuándo vas a crecer? Hiroko está muerta. Será mejor que te acostumbres a eso.

Sax salió de su despacho parpadeando enérgicamente.

—Hiroko está viva —dijo.

—¡Tú también! —exclamó Coyote—. ¡Sois como criaturas!

—La vi en el flanco sur de Arsia Mons, durante una tormenta.

—¡Vaya, te has unido al jodido grupo! Sax lo miró parpadeando.

—¿Qué quieres decir?

—iJoder!

Coyote, volvió a la cocina.

—Otras personas la han visto —adujo Nirgal—. Corren muchos rumores.

—Sé que.

—¡Los rumores son diarios! —gritó Coyote desde la cocina, y volvió a la sala de estar como una tromba—. ¡La gente la ve cada día! ¡Hasta hay una página en la red para relatar los encuentros! ¡La semana pasada había aparecido en dos sitios diferentes la misma noche, en Noachis y en Olympus! ¡En los dos extremos del mundo!

—Eso no prueba nada —objetó Sax con obstinación—. Dicen lo mismo de ti, y por lo visto estás vivo.

Coyote sacudió la cabeza con violencia.

—No, yo soy la excepción que confirma la regla. En cuanto al resto de la gente, cuando se afirma que se los ha visto en dos lugares a la vez significa que están muertos. Una señal infalible. —Se interrumpió, y anticipándose a la respuesta de Sax gritó:—¡Está muerta! ¡Acéptalo!

¡Murió en el asalto a Sabishii! Las tropas de la UNTA la capturaron, y a Iwao, Gene y Rya, a todos, los metieron en una habitación y los dejaron sin aire o apretaron el gatillo. ¡Eso fue lo que ocurrió! ¿Es que crees que eso es insólito? ¿Crees que la poli secreta no ha matado nunca disidentes y ha hecho desaparecer los cadáveres? ¡Pues sucede! ¡Vaya si sucede, incluso aquí, en tu precioso Marte, sí, y más de una vez! ¡Sabes que es cierto! Así es la gente, hace lo que sea, asesina y se justifica diciendo que está ganándose el sustento o alimentando a sus hijos o haciendo del mundo un lugar seguro. Y eso es todo. Asesinaron a Hiroko y a los demás. Nirgal y Sax miraban fijamente a Coyote, que temblaba y parecía a punto de acuchillar la pared. Sax carraspeó.

—Desmond… ¿por qué estás tan seguro?

—¡Porque la busqué! La busqué como nadie habría podido hacerlo. No está en ninguno de sus escondrijos. No está en ningún sitio. No consiguió escapar. En verdad nadie la ha visto desde lo de Sabishii. Por eso no hemos tenido noticias suyas. No era tan inhumana como para dejar pasar tanto tiempo sin hacernos saber que estaba viva.

—Pero yo la vi —insistió Sax.

—En una tormenta, dijiste. Supongo que en una situación apurada. La viste un momento: te sacó del apuro y luego se esfumó.

Sax parpadeó.

Coyote soltó una risa áspera.

—¡Clavado! Bien, sueñen con ella tanto como quieran. Pero no confundan el sueño con la realidad. Hiroko está muerta.

Callaron. Nirgal miró alternativamente a los dos hombres silenciosos.

—Yo también la he buscado —dijo, y al ver la cara de desolación de Sax añadió—: Todo es posible.

Coyote meneó la cabeza. Regresó a la cocina murmurando para sí. Sax traspasó a Nirgal con la mirada.

—Tal vez empiece a buscarla otra vez —dijo el joven. Sax asintió.

—De batida por el exterior —comentó Coyote.


Recientemente Harry Whitebook había descubierto un método para aumentar la tolerancia de los anímales al CO2 que consistía en introducir en los mamíferos un gen que codificaba ciertas características de la hemoglobina de los cocodrilos. Los cocodrilos podían permanecer mucho tiempo sumergidos sin respirar, y el CO2, que habría debido acumularse en la sangre, se disolvía y formaba iones de bicarbonato ligados a los aminoácidos de la hemoglobina en un complejo que permitía a esta proteína liberar moléculas de oxígeno. La alta tolerancia al CO2 se combinó así con la creciente eficiencia de la oxigenación, una adaptación elegante, bastante sencilla de introducir en los mamíferos (una vez que Whitebook mostró la manera de hacerlo) utilizando la tecnología de transcripción genética más moderna: se ensamblaban cadenas manufacturadas de la enzima fotoliasa de reparación del ADN y éstas fijaban la descripción del rasgo en el genoma durante el tratamiento gerontológico, alterando ligeramente las propiedades de la hemoglobina del sujeto.

Sax fue uno de los primeros en probarlo. Le atraía la idea porque hacía innecesaria las máscaras en el exterior y él pasaba mucho tiempo fuera. Los niveles de dióxido de carbono de la atmósfera representaban todavía unos cuarenta milibares de los 500 al nivel del mar; el resto lo constituían 260 milibares de nitrógeno, 170 de oxígeno y 30 de un combinado de gases nobles. Por tanto, seguía habiendo demasiado CO2 para los humanos. Pero después de la transcripción Sax caminó al aire libre, observando la amplia variedad de animales con transcripciones similares que pululaban por el exterior. Todos ellos monstruos que se acomodaban en sus nichos ecológicos, en un confuso flujo de oleadas, extinciones, invasiones y retrocesos, buscando un equilibrio que no podía existir dado el clima cambiante. En otras palabras, nada diferente de la vida que habían llevado en el planeta Tierra; pero en Marte todo sucedía a un ritmo más rápido, espoleado por cambios, modificaciones, introducciones, transcripciones, traslados provocados por los humanos, intervenciones que daban buenos resultados, otras que salían mal, efectos involuntarios, imprevistos, inadvertidos. Algunos científicos serios habían abandonado cualquier pretensión de gobernar nada. «Que suceda lo que tenga que suceder», decía Spencer cuando llevaba encima una buena curda. El comentario ofendía la percepción de Michel de lo que era significativo, pero no podía hacerse nada al respecto a excepción de cambiar la manera de percibirlo. Contingencia, el flujo de la vida; en una palabra, evolución. De la palabra latina usada para referirse al desarrollo de un libro. Pero tampoco evolución dirigida, ni mucho menos. Evolución influenciada quizás, evolución acelerada sin duda (en algunos aspectos al menos). Pero no gobernada. No sabían lo que estaban haciendo y les llevaría algún tiempo acostumbrarse a ello.

Sax recorría la península de Da Vinci, un rectángulo limitado por los fiordos Simud, Shalbatana y Ravi, que desembocaban en el extremo meridional del golfo de Chryse. Al oeste, en las bocas de los fiordos Ares y Tiu, había dos islas, Copérnico y Galileo. Un rico entramado de tierra y mar, idóneo para la aparición de la vida: los técnicos de Da Vinci no podían haber escogido un sitio mejor, aunque Sax estaba seguro de que no se habían fijado en las tierras adyacentes cuando instalaron allí los laboratorios espaciales de la resistencia. Todo lo que habían tenido en cuenta era que el cráter tenía un borde grueso y estaba lejos de Burroughs y Sabishii. Habían tropezado con el paraíso, que les proporcionaría toda una vida de estudio sin necesidad de salir de casa.

Hidrología, biología de invasión, areología, ecología, ciencia de los materiales, física de las panículas, cosmología: todos esos campos interesaban sobremanera a Sax, pero buena parte de su trabajo cotidiano durante aquellos años se relacionaba con el clima. La península de Da Vinci sufría unos cambios brutales: tormentas cargadas de agua que viajaban hacia el sur cruzando el golfo, vientos katabáticos secos procedentes de las tierras altas del sur que se encauzaban por los cañones de los fiordos y originaban enormes olas con dirección norte en el mar. Debido a que estaban muy cerca del ecuador, el ciclo perihelio/afelio los afectaba mucho más que la inclinación ordinaria de las estaciones. El afelio llevaba tiempo frío al menos hasta los 20 grados de latitud al norte del ecuador, mientras que el perihelio abrasaba el ecuador tanto como el sur. Durante los eneros y los febreros, el aire calentado por el sol subía hasta la estratosfera, viraba al este en la tropopausa y se unía a las corrientes del chorro en sus circunnavegaciones. Las corrientes del chorro difluían alrededor de la mole de Tharsis; la corriente meridional traía agua de la bahía de Amazonis y la descargaba sobre Daedalia e Icaria, y a veces incluso en la cara occidental de las montañas de la cuenca de Argyre, donde se estaban formando glaciares. El brazo septentrional corría sobre las tierras altas de Tempe/Mareotis y luego sobre el mar del Norte, donde se cargaba del agua que alimentaba las continuas tormentas. Más al norte, sobre el casquete polar, el aire se enfriaba y caía sobre el planeta en rotación, originando vientos de superficie que soplaban desde el nordeste. Esos vientos secos y fríos se deslizaban a veces bajo el aire más cálido y húmedo de las brisas templadas del oeste y favorecían la formación de enormes frentes de cumulonimbos que subían desde el mar del Norte, cumulonimbos de veinte kilómetros de altura.

El hemisferio sur, más uniforme que el septentrional, tenía vientos que obedecían con mayor claridad si cabe a las leyes de la física del aire sobre una esfera en rotación: alisios del sudeste desde el ecuador a la latitud 30; vientos generales del oeste desde la latitud 30 hasta la 60; vientos polares del este desde allí hasta el polo. Existían vastos desiertos en el sur, sobre todo entre las latitudes 15 y 30, donde el aire que subía en el ecuador volvía a bajar, provocando altas presiones y un aire tórrido que contenía gran cantidad de vapor de agua sin condensar; apenas llovía en aquella franja, que incluía las provincias hiperáridas de Solis, Noachis y Hesperia. En esas regiones los vientos incorporaban el polvo del suelo seco, y las tormentas de polvo, si bien más localizadas que antes, eran también más densas, como Sax había comprobado, desgraciadamente, en Tyrrhena en compañía de Nirgal.

Aquéllas eran las pautas generales del clima marciano: violento en torno al afelio, benigno durante los helioequinoccios; el sur, el hemisferio de los extremos, el norte, el de la moderación. O eso sugerían algunos modelos. A Sax le gustaba jugar con los simuladores, pero sabía que su correspondencia con la realidad era en el mejor de los casos aproximada; cada año era excepcional por un motivo u otro, y los distintos estadios de la terraformación determinaban cambios en las condiciones. El futuro del clima era impredecible, incluso si se congelaban las variables y se pretendía que la terraformación se había estabilizado, cosa que no había ocurrido. Una y otra vez estudió Sax mil años de clima, alterando variables en los modelos, y en cada ocasión pasaba velozmente un milenio distinto. Fascinante. La ligera gravedad y la escala de altura de la atmósfera resultante, el vasto relieve vertical de la superficie, la presencia del mar del Norte, cuya superficie podía helarse o no, el aire cada vez más denso, el ciclo perihelio/afelio, cuya excentricidad iba precediendo lentamente en el curso de las estaciones… Todo esto quizá tuviera efectos predecibles, pero combinados convertían el clima marciano en algo incomprensible, y cuanto más lo estudiaba Sax, menos creía saber. Pero era fascinante y podía pasarse el día observando la representación de las iteraciones.

O bien sentado en el exterior, en Punto Simshal, observando el paso veloz de las nubes en los cielos color jacinto. El fiordo de Kasei, al noroeste, canalizaba las ráfagas katabáticas más violentas del planeta, que desembocaban en el golfo de Chryse a velocidades que en ocasiones alcanzaban los quinientos kilómetros por hora. Unas nubes de color canela sobre el horizonte septentrional solían revelar la presencia de esos vientos aulladores, y diez o doce horas más tarde se levantaban grandes olas que avanzaban desde el norte y embestían furiosamente los acantilados, espumosas cuñas de agua de cincuenta metros de altura que chocaban contra la roca y convertían el aire sobre la península en una espesa niebla blanquinosa. Era peligroso ser sorprendido en el mar por una de esas galernas, como descubrió navegando por las aguas costeras del golfo meridional en un pequeño catamarán.

Era mucho más agradable observar las tormentas desde los acantilados. Ese día sólo reinaba un viento continuo y fuerte y la distante oscuridad de una borrasca sobre las aguas al norte de Copérnico, y el calor del sol en la piel. La tendencia de la temperatura media global era ascendente; si en las gráficas la abscisa correspondía al tiempo, se observaba una cadena montañosa que subía. El Año Sin Verano sólo era una antigua sima; en realidad había durado tres años, pero no iban a cambiar el nombre por un simple dato. Tres Años Inusualmente Fríos… No, no tenía lo que los humanos exigían, una suerte de condensación de la verdad que dejaba una intensa huella en la memoria. Pensamiento simbólico: los humanos necesitaban asociar cosas. Sax lo sabía porque había pasado mucho tiempo en Sabishii con Michel y Maya. La gente adoraba lo dramático, Maya quizá más que la mayoría, pero servía como ejemplo, el caso límite que confirmaba la norma. A Sax le preocupaba el efecto que esto podía tener en Michel. Su viejo amigo parecía no disfrutar de la vida. Nostalgia, del griego nostos, «regreso al hogar», y algos, «dolor». Dolor del regreso a casa. Una descripción muy adecuada; a pesar de su vaguedad las palabras podían a veces ser muy precisas. Era paradójico hasta que uno estudiaba el funcionamiento del cerebro: un modelo de la interacción entre la mente y la realidad física con los bordes desdibujados. Incluso la ciencia tenía que admitirlo. ¡Pero eso no significaba renunciar al intento de explicar las cosas!

Sax apremiaba a Michel.

—Acompáñame a hacer algunos estudios de campo.

—Pronto.

—Concéntrate en el momento —sugirió Sax—. Cada momento tiene una identidad particular. No puedes predecir, pero puedes explicar, o al menos intentarlo. Si eres observador y tienes suerte puedes decir «¡Ésta es la razón por la que sucede!» ¡Es apasionante!

—Sax, ¿cuándo te convertiste en poeta?

Sax no supo qué responder. Michel seguía invadido por una inmensa nostalgia. Finalmente Sax dijo:

—Reserva algo de tiempo para salir al campo.

En los inviernos benignos, cuando los vientos eran apacibles, Sax navegaba alrededor del extremo meridional del golfo de Chryse, el golfo dorado. El resto del año permanecía en la península y salía del cráter Da Vinci a pie o en un vehículo pequeño si tenía intención de pernoctar fuera. Estudiaba sobre todo la meteorología, aunque naturalmente le interesaba todo. Cuando navegaba le agradaba permanecer sentado y sentir el empuje del viento en la vela mientras recorría todos los recovecos de la costa. En tierra firme conducía hasta que encontraba un buen sitio. Entonces aparcaba y salía a pasear.

Pantalones, camisa, impermeable, botas de marcha, su viejo sombrero, todo lo que necesitaba ese día del año marciano 65, un hecho que nunca dejaba de sorprenderlo. Por lo general estaban a 280° kelvins, una temperatura estimulante con la que se sentía cómodo. La media global rondaba los 275° K; una buena media, por encima del punto de congelación, que enviaba un impulso térmico hacia el permafrost. Por sí solo, ese calor tardaría diez mil años en derretir el permafrost, pero naturalmente no estaba solo.

Vagaba sobre musgo de la tundra e hinojo marino, sobre anclote y pastos. La vida en Marte, la vida en cualquier lugar, era un hecho extraño, porque no era en absoluto obvio por qué aparecía. Sax había meditado mucho sobre ello en los últimos tiempos. ¿Por qué existía un orden cada vez mayor en cualquier punto del universo cuando uno esperaría encontrar entropía en todas partes? Esto lo desconcertaba enormemente. Le había intrigado la explicación improvisada que había propuesto Spencer una noche etílica en la cornisa de Odessa: en un universo en expansión, había dicho, el orden no era un verdadero orden, sino meramente la diferencia entre la entropía del momento y la máxima entropía posible. Esa diferencia era lo que los humanos percibían como orden. A Sax le había sorprendido escuchar una idea cosmológica tan interesante en boca de Spencer, pero su amigo era un hombre sorprendente, aunque bebiera demasiado.

Tendido en la hierba, mirando las flores de la tundra, uno no podía evitar reflexionar sobre la vida. A la luz del sol, las delicadas florecillas se erguían sobre sus tallos llenas de color, resplandeciendo debido a la presencia de las antracinas. Ideogramas del orden. No parecían en absoluto una simple diferencia de niveles entrópicos. Una textura primorosa en un simple pétalo: bañado por la luz parecía mostrar sus moléculas, aquí una blanca, allí una lavanda o azul clemátide. Esas motas no eran moléculas, claro está, muy por debajo del poder de resolución del ojo, pero incluso si hubiesen sido visibles, no se estaría ante las últimas unidades constructivas del pétalo, que eran aún más pequeñas, tanto que costaba imaginarlas; más finas que la resolución conceptual de uno, podía decirse. Sin embargo, el grupo teórico de Da Vinci había empezado a susurrar sobre los avances que estaban haciendo en la teoría de las supercuerdas y la gravedad cuántica; habían llegado a predicciones comprobables, históricamente el gran punto débil de la teoría de las cuerdas. Intrigado por esta reconexión con el experimento, Sax se había entregado a la labor de comprender lo que estaban haciendo. Esto significaba cambiar los acantilados por salas de seminario, pero lo había hecho durante las estaciones lluviosas: acudía a las sesiones de grupo de la tarde, escuchaba las ponencias y las discusiones que las seguían, estudiaba los garabatos matemáticos de las pantallas y pasaba las mañanas trabajando con superficies de Riemann, álgebras de Lie y números de Euler, topologías de los espacios compactos hexadimensionales, geometrías diferenciales, variables de Grassmann, operadores de emergencia de Vlad y el resto de las matemáticas necesarias para entender lo que decía la nueva generación.

Sax ya había estudiado antes parte de las matemáticas relacionadas con las supercuerdas. La teoría llevaba dos siglos en vigencia, pero había sido enunciada mucho antes de que dispusieran de la matemática o la capacidad experimental para investigarla con propiedad. La teoría describía las partículas más pequeñas del espaciotiempo no como puntos geométricos sino como bucles ultramicroscópicos que vibraban en diez dimensiones, seis de las cuales estaban compactadas alrededor de los bucles, lo que los convertía en exóticos objetos matemáticos. El espacio en el que vibraban había sido cuantizado por los teóricos del siglo XXI en formaciones de bucles llamadas redes de spin, en las cuales las líneas de fuerza en las fibras más finas del campo gravitatorio actuaban en cierto modo como las líneas de fuerza magnética alrededor de un magneto, permitiendo que las cuerdas vibraran sólo en ciertas armonías. Estas cuerdas supersimétricas que vibraban armónicamente en redes de spin decadimensionales explicaban de manera elegante y plausible las diferentes fuerzas y partículas detectadas en el nivel subatómico, los bosones y fermiones, así como sus efectos gravitatorios. La teoría completa pretendía mezclar con éxito la mecánica cuántica con la gravedad, que había sido el gran problema de la física teórica durante más de dos siglos.

Todo muy excitante. Pero el problema, para Sax y otros muchos escépticos, estribaba en la dificultad de confirmar esa hermosa matemática experimentalmente, una dificultad causada por los extremadamente diminutos tamaños de los bucles y espacios sobre los que se teorizaba, del orden de los 10-33 centímetros, la llamada longitud de Planck, tan pequeña comparada con las partículas subatómicas que costaba imaginarla. Un núcleo atómico típico tenía unos 10-13 centímetros de diámetro, o una millonésima de mil millonésima parte de un centímetro. Durante un tiempo Sax se había esforzado en vano por visualizar esa distancia, pero había que intentarlo; uno tenía que contener en la mente esa inconcebible pequeñez al menos un instante. Y luego recordar que en la teoría de las cuerdas se hablaba de una distancia ¡veinte órdenes de magnitud más pequeña que el tamaño de un núcleo atómico! Sax intentaba aprehender la proporción; una cuerda, pues, era al tamaño de un átomo como un átomo al tamaño de… el sistema solar. Una proporción que la racionalidad apenas alcanzaba a comprender.

Y lo que era peor, era demasiado pequeña para detectarla experimentalmente. Ésa era para Sax la esencia del problema. Los físicos habían realizado experimentos en aceleradores a niveles de energía del orden de 100 GeV, o cien veces la masa-energía de un protón. A partir de esos experimentos habían formulado, con gran esfuerzo, después de largos años, el llamado modelo estándar revisado de la física de partículas, que explicaba muchas cosas, un logro sorprendente, pues hacía predicciones que podían probarse o descartarse mediante experimentos de laboratorio u observaciones cosmológicas, y habían permitido a los físicos explicar con confianza la mayor parte de lo sucedido en la historia del universo desde el Big Bang, remontándose hasta la primera millonésima de segundo del tiempo.

Sin embargo, los teóricos de las cuerdas querían dar un salto fantástico más allá del modelo estándar revisado, hasta la distancia de Planck, que era el espacio más pequeño posible, el movimiento cuántico mínimo, que no podía reducirse sin contradecir el principio de exclusión de Pauli. En cierto modo era razonable pensar en ese tamaño mínimo de las cosas, pero analizar los sucesos a esa escala requeriría niveles de energía experimentales de al menos 1019 GeV, y por el momento no podían crearlos. Ningún acelerador se acercaría siquiera, pues sería como estar en el corazón de una supernova. No, una gran línea divisoria, semejante a un vasto abismo o desierto, los separaba del dominio de Planck. Era un nivel de realidad destinado a permanecer inexplorado en cualquier sentido físico.

Al menos eso afirmaban los escépticos. Pero los interesados en la teoría nunca se habían dejado desalentar. Buscaban una confirmación indirecta de la teoría en el nivel subatómico, que desde esa perspectiva parecía ahora gigantesco, cosmológico. Las anomalías en los fenómenos para las que el modelo revisado no tenía explicación podían explicarse con predicciones de la teoría de cuerdas sobre el dominio de Planck. Esas predicciones eran pocas, sin embargo, y los fenómenos predichos difícilmente perceptibles. No se habían encontrado argumentos verdaderamente decisivos, pero con el transcurso de las décadas unos pocos entusiastas de las cuerdas habían continuado explorando nuevas estructuras matemáticas que tal vez revelaran otras ramificaciones de la teoría o predijeran otros resultados indirectos detectables. Eso era cuanto podían hacer y era un sendero muy atractivo para los físicos, en opinión de Sax, que creía en la comprobación experimental de las teorías de todo corazón, pues si no podían comprobarse no eran más que matemática y su belleza era inútil. Había infinidad de campos matemáticos hermosos y exóticos, pero si no daban forma al mundo fenomenológico, no le interesaban.

Sin embargo, en esos momentos, tras décadas de trabajo, estaban empezando a hacer progresos en aspectos interesantes. En el nuevo supercolisionador del cráter Rutherford habían encontrado la segunda partícula Z, cuya presencia había predicho la teoría de las cuerdas mucho antes. Y un detector magnético de monopolos, en órbita alrededor del Sol fuera del plano de la eclíptica había captado un vestigio de lo que parecía una partícula libre de carga ínfima con la masa de una bacteria: un raro vislumbre de una «partícula masiva de interacción débil», o PMID. La teoría de las cuerdas había predicho la existencia de las PMID, mientras que la estándar revisada no las contemplaba. Eso daba que pensar, porque las formas de las galaxias indicaban que tenían masas gravitatorias diez veces más grandes que las sugeridas por su luz visible; Sax opinaba que si la materia oscura podía explicarse satisfactoriamente como partículas masivas de interacción débil, había que tomar muy en serio la teoría que enunciaba su existencia.

Interesante por otros motivos era el hecho de que uno de los principales teóricos de este nuevo estadio trabajaba en Da Vinci y formaba parte del impresionante grupo al que Sax se había unido. Se llamaba Bao Shuyo, era de ascendencia japonesa y polinesia y había nacido y crecido en Dorsa Brevia. Era baja para ser nativa, aunque le sacaba medio metro a Sax, y tenía cabellos negros, piel oscura y rasgos polinesios, regulares y en cierto modo vulgares. Se mostraba tímida, con Sax y con todo el mundo, y a veces hasta tartamudeaba, lo que a Sax le parecía conmovedor. Pero cuando se levantaba para presentar un trabajo en el seminario, su mano, si no su voz, adquiría una notable firmeza y escribía sus notas y ecuaciones en la pizarra deprisa, como una taquígrafa consumada. En esos momentos todos la miraban como hipnotizados. Llevaba un año trabajando en Da Vinci, y cualquiera lo suficientemente listo para reconocer a un genio sabía que se encontraba delante de uno de los miembros del panteón en acción, revelándoles los secretos de la realidad.

Los otros jóvenes vanguardistas la interrumpían con preguntas, pues había buenos cerebros en aquel grupo, y a veces modelaban matemáticamente al unísono gravitones y gravitinos, materia oscura y materia de sombras en sesiones muy productivas y estimulantes; y era evidente que Bao era la fuerza motriz del grupo, la persona en la que confiaban y con la que se tenía que contar.

Sax estaba desconcertado. Había conocido a otras mujeres en los departamentos de matemáticas y física, pero ella era el único genio femenino del que tenia noticia en la larga historia del progreso matemático, que, ahora que lo pensaba, había sido un negocio extrañamente masculino. ¿Había algo más masculino en la vida que las matemáticas? ¿Y por qué era así?

Desconcertante por otras razones era que los trabajos de Bao se basaran en los trabajos no publicados de un matemático tailandés del siglo anterior, un tal Samui, un joven inestable que había vivido en los burdeles de Bangkok y se había suicidado a los veintitrés años, dejando varios «problemas pendientes» a la manera de Fermat, y había insistido hasta el fin en que toda su matemática le había sido dictada telepáticamente por alienígenas. Bao no hizo caso de aquello y explicó algunas de las innovaciones más oscuras de Samui, que posteriormente utilizó para desarrollar un grupo de expresiones llamadas operadores Rovelli-Smolin avanzados, con los cuales estableció un sistema de redes de spin que encajaba con las supercuerdas. En efecto, ahí tenian al fin la unión completa de la mecánica y la gravedad cuánticas, el gran problema solucionado… si aquello era acertado; pero, lo fuera o no, le había permitido a Bao hacer varias predicciones específicas en los dominios mayores del átomo y el cosmos; y algunas ya habían sido verificadas.

Ella era la reina de la física, la primera reina de la física, y los experimentadores de todos los laboratorios de Marte se mantenían en contacto con Da Vinci, ansiosos de recibir sus sugerencias. En las sesiones de seminario de las tardes la tensión y el entusiasmo eran palpables; Max Schnell abría la sesión y en algún momento se dirigía a Bao, y ella iba a la pizarra, sencilla, grácil, recatada, firme, y el marcador volaba mientras les explicaba la manera de calcular con precisión la masa de un neutrino, o describía cómo vibraban las cuerdas para formar los diferentes quarks, o cuantizaba el espacio de manera que los gravitinos quedaban divididos en tres familias; y así sucesivamente. Y sus colegas y amigos, unos veinte hombres y otra mujer, la interrumpían para hacer preguntas o añadir ecuaciones que explicaban cuestiones secundarias o compartir con los demás los últimos resultados de Ginebra, Palo Alto o Rutherford. Y durante esa hora, todos sabían que estaban en el centro del mundo.

Y en los laboratorios de la Tierra y de Marte y del cinturón de asteroides, que seguían sus trabajos, se captaron ondas gravitatorias inusuales en delicados y difíciles experimentos; las finas fluctuaciones de la radiación cósmica de fondo revelaron peculiares pautas geométricas; buscaban las PMID de la masa oscura y las PLID de la materia de sombras; se explicaron las diferentes familias de leptones, fermiones y leptoquarks; el colapso de las galaxias en la primera inflación quedó provisionalmente resuelto, así como muchas otras cuestiones. Parecía como si la física estuviera a punto de enunciar la Teoría Final, o como mínimo, al borde del Próximo Gran Paso.

Dada la importancia del trabajo realizado por Bao, a Sax le daba apuro dirigirse a ella. No quería hacerle perder el tiempo con cuestiones triviales, pero una tarde, en una fiesta de kava, en uno de los balcones arqueados que daba sobre el lago del cráter, Bao lo abordó, más vacilante y tímida aún que él, y Sax se vio en la insólita posición de intentar que otra persona se sintiera cómoda, por ejemplo terminando frases por ella. Hizo cuanto pudo y charlaron a trompicones sobre sus viejos diagramas Russell para los gravitinos, inútiles ahora, aunque ella dijo que la ayudaban a ver la acción gravitatoria. Y cuando Sax preguntó sobre algo que se había discutido en el seminario del día, ella pareció mucho más relajada. Sí, aquélla era la manera de hacerla sentir cómoda, debía de haber pensado en ello de inmediato. Y además era lo que le gustaba a él.

Después de eso hablaron de cuando en cuando. Siempre tenía que arrastrarla a la conversación, pero era una tarea interesante. Y cuando llegó la estación seca, en el helioequinoccio de otoño, y empezó a salir al mar desde el pequeño puerto Alfa, le propuso vacilante que lo acompañara. Tartamudearon largamente y aquella torpe interacción los llevó a navegar juntos en un pequeño catamarán del laboratorio el primer día que hizo buen tiempo.

Cuando hacía travesías cortas, Sax se quedaba en una pequeña bahía llamada La Florentina, al sudeste de la península, en el punto donde el fiordo Ravi se ensanchaba, antes de que se convirtiera en la bahía Hydroates. Allí era donde había aprendido a navegar y donde conocía bien los vientos y las corrientes. En travesías más largas había explorado el delta de los fiordos y bahías del extremo inferior del sistema de Marineris, y en tres o cuatro ocasiones había bordeado el lado oriental del golfo de Chryse hasta el fiordo Mawrth y la península de Sinaí.

Ese día se ciñó a La Florentina. El viento soplaba del sur y Sax viró para aprovecharlo, requiriendo la ayuda de Bao para las bordadas. Ninguno de los dos dijo mucho. Finalmente, para caldear el ambiente, Sax tuvo que sacar el tema de la física. Hablaron de cómo las cuerdas constituyen el tejido del espaciotiempo, más que ser meras sustitutas de puntos en alguna cuadrícula abstracta absoluta.

—¿Te preocupa que tu trabajo en un dominio tan distante de la experimentación se revele como un castillo de naipes que una discrepancia mínima en la matemática o una teoría posterior pueda derribar? —preguntó Sax después de meditarlo.

—No —dijo Bao—. Algo tan hermoso tiene que ser cierto.

—Humm. —Sax le echó una mirada fugaz.— Debo admitir que preferiría tener algo más sólido, algo como el Mercurio de Einstein, una discrepancia conocida en la teoría anterior que la nueva resuelva.

—Algunos dirían que la materia de sombras que no encontramos satisface ese requisito.

—Tal vez. Ella rió.

—Ya veo que necesitas más. Quizás algo que podamos hacer.

—No necesariamente —dijo Sax—. Aunque no estaría mal. Bastaría con que fuera convincente, con que nos diera una mayor comprensión de algo, lo cual nos permitiría manipularlo mejor. Como el plasma de los reactores de fusión, un problema en el que se trabaja actualmente en los laboratorios de Da Vinci.

—La naturaleza de los plasmas se comprendería mejor si se les atribuyera un comportamiento determinado por las redes de spin.

—¿En serio?

—Eso creo.

La joven cerró los ojos, como si pudiera verlo todo escrito en la cara interna de sus párpados, el universo entero. Sax sintió una aguda punzada de envidia, casi de pérdida. Siempre había deseado poseer esa capacidad de penetración, y ahí la tenía, junto a él en el barco. Era extraño presenciar la genialidad.

—¿Crees que esa teoría supondrá el fin de la física? —le preguntó él.

—No. Aunque gracias a ella podríamos elaborar las cuestiones fundamentales, es decir, las leyes básicas. Eso es perfectamente posible. Pero todo nivel de emergencia por encima de eso genera sus propios problemas. El trabajo de Taneev sólo raspa la superficie en ese aspecto. Es como en el ajedrez: podemos conocer todas las reglas, pero eso no garantiza que juguemos bien, porque las propiedades emergentes, como por ejemplo que las piezas son más fuertes si ocupan el centro del tablero, no figuran entre las reglas, se derivan de la aplicación conjunta de ellas.

—Como el clima.

—Exacto. Siempre hemos entendido mejor las tormentas que el clima. Las interacciones de los elementos son demasiado complejas.

—Eso es holonomia, el estudio global de un sistema.

—Que por el momento es poco más que especulación, y si funciona pondrá las bases de una ciencia.

—¿Y qué me dices de los plasmas?

—Son muy homogéneos. Intervienen muy pocos factores, por tanto pueden explicarse mediante el análisis de las redes de spin.

—No estaría nada mal que explicaras eso al grupo que trabaja en la fusión.

—¿De veras? —dijo ella, sorprendida.

—Sí.

Se levantó un viento brusco y durante unos minutos se concentraron en el comportamiento del barco, en el mástil que recogía las velas con un sonoro siseo y las reajustaba para hacer frente a la recia brisa. La luz chispeaba en los cabellos negros de Bao, que llevaba recogidos en la nuca, y a lo lejos se perfilaban los acantilados de Da Vinci. Redes que temblaban al tacto del sol… Pero no, él no podía verlas, tuviera los ojos abiertos o cerrados.

—¿Alguna vez te has parado a pensar que eres una de las primeras matemáticas importantes? —preguntó Sax con cautela.

La pregunta pareció incomodarla, pues lo miró y luego volvió la cabeza. Evidentemente lo había pensado.

—Los átomos de un plasma se mueven siguiendo pautas que son grandes fractales de las pautas de la red de spin —dijo por toda respuesta.

Sax asintió e hizo algunas preguntas más sobre el tema. Tenía la impresión de que la joven podía ser de gran ayuda para resolver los problemas del grupo de Da Vinci para crear un aparato de fusión ligero.

—¿Has hecho alguna vez ingeniería o algo de física?

—Soy una física —dijo ella, afrentada.

—En todo caso, una física matemática. Me refería a la parte de ingeniería.

—Todo es física.

—Cierto.

Sax sólo insistió una vez más, de forma indirecta.

—¿Cuándo empezaste a estudiar matemáticas?

—Mi madre me introdujo en las ecuaciones cuadráticas a los cuatro años, además de otros juegos matemáticos. Era una estadística entusiasmada con su especialidad.

—Y las escuelas de Dorsa Brevia…

—Estaban bien, pero la matemática es algo que aprendí sobre todo leyendo y a través de la correspondencia con el departamento de Sabishii.

—Comprendo.

Y después comentaron los últimos resultados del CERN, hablaron del clima, de la capacidad del velero para navegar sin apenas desviarse. La semana siguiente la joven volvió a acompañarlo, esta vez en uno de sus paseos por los acantilados de la península. A Sax le reportó un gran placer mostrarle un pequeño pedazo de tundra. Y poco a poco, ella consiguió convencerle de que estaban a punto de comprender lo que sucedía en el nivel de Planck, algo extraordinario para Sax, intuir ese nivel y hacer las especulaciones y deducciones necesarias para explicarlo y comprenderlo, creando una física compleja y poderosa para un dominio tan pequeño y tan fuera del alcance de los sentidos, el tejido de la realidad. Impresionante. Aunque los dos concordaban en que, como había ocurrido con teorías anteriores, dejaba muchas cuestiones fundamentales sin resolver. Era inevitable. Bajo el sol, podían tenderse uno junto a otro sobre la hierba y observar los pétalos de una flor de la tundra con extremada atención, y sin importar lo que estuviera ocurriendo en el nivel de Planck, allí y entonces el azul de los pétalos resplandecía bajo la luz con un misterioso poder hipnótico.

Tenderse en la hierba también ponía de manifiesto el alcance de la fusión del permafrost. Sobre el suelo aún helado la superficie se encharcaba y se formaban zonas pantanosas. Cuando Sax se puso de pie, el viento enfrió súbitamente la parte frontal de su cuerpo, y él tendió los brazos hacia el sol, hacia la lluvia de fotones vibrantes que atravesaba las redes de spin. De camino al rover le dijo a Bao que en muchos lugares el calor generado por las plantas de energía nuclear era canalizado a galerías capilares que penetraban en el permafrost, lo cual causaba problemas en las zonas húmedas, donde el agua tendía a estancarse en la superficie. La tierra se derretía, por así decirlo, y formaba un bioma muy activo. Los rojos se quejaban, aunque lo cierto era que buena parte de las tierras que se habrían visto afectadas por la fusión del permafrost estaban ahora bajo las aguas del mar del Norte; lo poco que quedaba emergido sería protegido como pantanos y marjales.

El resto de la hidrosfera ejercía una acción transformadora sobre la superficie igualmente radical. Era inevitable: el agua era un enérgico agente excavador de la roca, aunque no lo pareciera cuando se contemplaba la red de plata de una cascada derramarse por un acantilado y convertirse en bruma blanca mucho antes de alcanzar el mar. Sin embargo, podían verse también las gigantescas olas que bramaban y batían las paredes de roca con tanta violencia que el suelo temblaba. Unos cuantos millones de años así y la erosión de esos acantilados sería significativa.

—¿Has visto alguna vez los cañones ribereños? —le preguntó ella.

—Sí, he visitado Nirgal Vallis. Me sorprendió la satisfacción que se siente al ver correr agua en el fondo. Parece tan adecuado. Una buena experiencia.

—No sabía que hubiera tanta zona de tundra por aquí.

La tundra era la ecología dominante en la mayor parte de las tierras altas meridionales, dijo Sax. Tundra y desierto. En la tundra, las partículas quedaban fijadas al suelo con firmeza; ningún viento podía arrastrar barro o arenas movedizas, de las que había grandes porciones que hacían peligroso viajar por ciertas regiones. Pero en los desiertos los fuertes vientos levantaban grandes cantidades de polvo que oscurecían la atmósfera, bajaban las temperaturas y causaban graves problemas allí donde se depositaban, como en la cuenca de Nirgal.

—¿Conoces a Nirgal? —preguntó, de pronto intrigado.

—No.

Las tormentas de arena de aquellos días no tenían ni punto de comparación con la Gran Tormenta, pero seguían siendo un factor a tener en cuenta. El suelo desértico formado por microbacterias era una de las soluciones más prometedoras, aunque sólo fijaba el centímetro superior de los depósitos, y si el viento desgarraba esa costra, lo que había debajo salía volando. No era un problema de fácil solución, y las tormentas de polvo los acompañarían durante siglos.

Con todo, tenían una hidrosfera activa, lo que significaba vida en todas partes.

La madre de Bao murió en un accidente de avión y ella, como la hija más joven, tuvo que regresar a casa y hacerse cargo de todo, incluyendo la casa familiar. La ultimogenitura en acción, según las normas del matriarcado de los hopi, le explicaron. Bao no sabía cuándo podría regresar; incluso cabía la posibilidad de que no regresara. Se mostraba resignada al respecto, como si fuera algo inevitable, retirada ya a un mundo interior. Sax sólo pudo agitar una mano para despedirla, y regresó caviloso a su habitación. Conseguirían desentrañar antes las leyes fundamentales del universo que aquellas que regían el comportamiento social, un sujeto de estudio particularmente oscuro. Llamó a Michel y comentó con él ese parecer, y Michel aseveró:

—Eso se debe a que la cultura se mantiene en constante progreso. Sax creyó entender a qué se refería: las actitudes hacia numerosas cuestiones estaban cambiando rápidamente. Bela lo llamaba Werteswandel, mutación de valores. A pesar de todo, seguían viviendo en una sociedad entorpecida por toda suerte de arcaísmos: primates que se agrupaban en tribus, protegían un territorio, veneraban a una caricatura del padre que llamaban dios…

—A veces creo que no hemos progresado nada —dijo, con un extraño sentimiento de desconsuelo.

—Pero Sax —protestó Michel—, en Marte hemos sido testigos del fin del patriarcado y la propiedad. Ése es uno de los logros más importantes de la historia de la humanidad.

—Si es que es cierto.

—¿Acaso no crees que las mujeres tienen ahora tanto poder como los hombres?

—Por lo que yo sé, sí.

—Y yo diría que incluso más, en lo que respecta a la reproducción.

—Hasta cierto punto es lógico.

—Y la tierra es una obligación compartida por todos. Nuestros efectos personales son la única propiedad que mantenemos, pero la posesión de la tierra es algo desconocido en Marte, y eso supone una nueva realidad social con la que luchamos cada día.

En verdad lo hacían. Y Sax recordó cuan amargos habían sido los conflictos en el pasado. Sí, tal vez fuera cierto: el patriarcado y la propiedad estaban en vías de extinción. Al menos en Marte, y por el momento. Como había ocurrido con la teoría de las cuerdas, acaso les llevara mucho tiempo crear un estado decente. Después de todo, Sax, que no era un hombre de prejuicios, se había sorprendido al ver a una mujer matemática en acción. O, para ser más precisos, a un genio femenino bajo cuyo embrujo había caído al instante, igual que el resto de miembros masculinos del grupo teórico, hasta el punto de sentirse profundamente turbado por su marcha.

—En la Tierra parecen seguir enzarzados en las mismas peleas de siempre —comentó con malestar.

—Es por la presión demográfica —admitió Michel con renuencia, como restándole importancia—. Hay demasiada gente y la población aumenta constantemente. Ya viste cómo estaban las cosas durante nuestra visita. Mientras persista esa situación en la Tierra, Marte estará amenazado. Y eso provoca conflictos también aquí.

Sax asintió. Era consolador presentar el comportamiento humano no como irremediablemente estúpido o malvado, sino como respuesta medio racional a una situación histórica dada, a una amenaza: acaparar lo que se pueda, con vistas a proteger a los hijos porque se sospecha que no habrá para todos, lo que naturalmente ponía en peligro a todos los hijos debido a la multiplicación de las acciones egoístas. Pero al menos podía interpretarse como un intento, una primera aproximación a la razón.

—La situación no es tan mala como antes —continuó Michel—. Incluso en la Tierra la gente tiene muchos menos hijos, y se están reorganizando en colectivos con bastante eficacia, teniendo en cuenta la inundación y los problemas que la precedieron. Han aparecido numerosos movimientos sociales que se inspiran en la forma de actuar marciana, y también en la actitud de Nirgal, pues siguen observándolo y escuchándolo aunque ha dejado de hablar. Lo que dijo durante nuestra visita sigue causando un gran efecto.

—Lo creo.

—¡Caramba, pues ahí lo tienes! Tienes que admitir que las cosas están mejorando. Y cuando el tratamiento de longevidad deje de funcionar, se alcanzará un equilibrio entre nacimientos y defunciones.

—No tardaremos en llegar a ese punto —predijo Sax con aire sombrío.

—¿Por qué lo dices?

—Los síntomas se acumulan. La gente muere de una cosa u otra. No es una cuestión sencilla. Seguir vivos cuando la senectud debiera haber hecho acto de presencia… Es sorprendente que hayamos conseguido lo que hemos conseguido. Sin embargo, probablemente la senectud tenga su razón de ser, tal vez evitar la superpoblación, o dejar espacio para material genético nuevo.

—Eso no presagia nada bueno para nosotros.

—Ya hemos sobrepasado en un doscientos por ciento la antigua duración máxima de la vida.

—De acuerdo, pero aún así, no es razón para desear el fin.

—No, pero tenemos que vivir el momento. Y hablando de momentos, ¿por qué no me acompañas al campo? Allí seré todo lo optimista que quieras. Es muy interesante.

—Intentaré hacer un hueco en mi agenda. Tengo muchos pacientes.

—Tienes mucho tiempo libre. Ya verás que sí.

El sol estaba alto. Las nubes, blancas y abultadas, se agrupaban en grandes masas irrepetibles, marmóreas sobre sus vientres oscuros. Cumulonimbos. Se encontraba en los acantilados occidentales de la península de Da Vinci y contemplaba las paredes de roca que delimitaban la cara oriental de Lunae Planum en la parte opuesta del fiordo Shalbatana. A su espalda se elevaba la colina de cima chata del cráter Da Vinci, el hogar base. Ya llevaba cierto tiempo viviendo allí, y en aquel momento su cooperativa construía buena parte de los satélites que se ponían en órbita, así como los motores de propulsión, en colaboración con el equipo de Spencer en Odessa y otros laboratorios. Se trataba de una cooperativa tipo Mondragón que dirigía el círculo de laboratorios y hogares del borde y los campos y el lago del fondo del cráter. Algunos se burlaban de las restricciones impuestas por los tribunales a los proyectos de la cooperativa, como las nuevas plantas energéticas que liberarían demasiado calor. Desde hacía algunos años el TMG repartía las llamadas raciones K, que daban a una comunidad el derecho a añadir fracciones de una unidad kelvin a la temperatura global. Algunas comunidades rojas se esforzaban por conseguir esas raciones y luego no las usaban. Esto, señalaban las otras comunidades, unido a los reiterados actos de ecosabotaje, impedía que la temperatura global subiese con rapidez. Pero las raciones K seguían concediéndose con cuentagotas. Las solicitudes eran estudiadas por los ecotribunales provinciales, y el veredicto ratificado por el TMG; no se admitían apelaciones a menos que otras cincuenta comunidades firmaran apoyándolas, e incluso entonces la apelación caía en el pantano legislativo, donde su destino era discutido por la indisciplinada tropilla de la duma.

El progreso era lento, pero a Sax no le parecía mal, pues se conformaba con que la temperatura media global se mantuviese por encima del punto de congelación. Sin las restricciones del TMG era muy probable que todo se calentara demasiado. No, ya no tenía prisa: se había convertido en un defensor de la estabilización.

Paseaba por el borde de los acantilados de Da Vinci en un soleado día del perihelio, a 281° K, una temperatura vigorizante, observando las flores alpinas refugiadas en las grietas de las rocas y, más allá, el distante espejeo del sol en la superficie del fiordo, cuando advirtió que una mujer alta iba a su encuentro; llevaba máscara y mono, y grandes botas. Era Ann. La reconoció al instante, su zancada era inconfundible. Ann Clayborne en carne y hueso.

La sorpresa provocó un doble sobresalto en su memoria: Hiroko, surgiendo de la nieve para llevarlo a su rover, y Ann, en la Antártida avanzando sobre la roca a su encuentro…

Confuso, intentó seguir el hilo del recuerdo. ¿Una imagen superpuesta, una única imagen fugaz?

Y de pronto Ann estaba ante él y olvidó los recuerdos como se olvida un sueño.

No la había visto desde que le administrara el tratamiento gerontológico en Tempe, y se sentía muy incómodo, seguramente a causa del miedo. Era improbable que ella lo atacara físicamente, aunque lo había hecho con anterioridad. Pero esa clase de ataque nunca le había inquietado. Aquella vez en la Antártida… intentó atrapar el recuerdo esquivo, perdido de nuevo. Los recuerdos en el límite de la conciencia se perdían invariablemente si uno hacía un esfuerzo deliberado por recuperarlos, lo cual seguía siendo un misterio.

—¿Es que ahora eres inmune al dióxido de carbono? —preguntó ella a través de la máscara.

Él le habló entonces del nuevo tratamiento de la hemoglobina, esforzándose por encontrar las palabras, como después de sufrir la embolia. Ella lo interrumpió con una sonora carcajada.

—Así que ahora tienes sangre de cocodrilo, ¿eh?

—Sí —dijo él, leyéndole el pensamiento—. Sangre de cocodrilo, cerebro de rata.

—De cien ratas.

—Sí, ratas especiales —precisó él. Al fin y al cabo, los mitos tenían una lógica rigurosa, como había demostrado Lévi-Strauss. Hubiera querido añadir que eran ratas geniales, cien ratas y todas genios. Incluso sus desgraciados estudiantes habían tenido que admitirlo.

—Con los cerebros alterados —dijo ella, aprovechando el filón.

—Sí.

—Y después de la lesión cerebral que sufriste, alterado por partida doble.

—Cierto. —Resultaba deprimente si se miraba desde ese punto de vista. Aquellas ratas estaban lejos de su hogar.— Aumento de la plasticidad. ¿Lo probaste…?

—No, no lo probé.

De modo que seguía siendo la Ann de siempre. Se le había ocurrido que tal vez probara las drogas por iniciativa propia, que habría visto la luz. Pero no. Sin embargo, la mujer que tenía delante no era del todo Ann. Algo en la mirada… Se había acostumbrado a recibir de ella una mirada de odio desde sus célebres discusiones en el Ares, quizá desde antes. Había tenido tiempo de acostumbrarse, o al menos de aprender a distinguirla.

Sin embargo, en ese momento, con la máscara y una expresión nueva en la mirada, casi parecía una cara distinta. Ann lo observaba con atención, pero la piel alrededor de los ojos no estaba fruncida. Sí arrugada, ambos estaban profusamente arrugados, pero las arrugas eran las de unos músculos relajados. Incluso parecía que la máscara ocultaba una leve sonrisa. No sabía qué pensar.

—Me administraste el tratamiento gerontológico —dijo ella.

—Sí.

¿Debía decir que lo sentía, aunque no fuera así? Mudo, la mandíbula tensa, la miraba como un pájaro paralizado por una serpiente, esperando una señal que le dijera que todo iba bien, que había hecho lo correcto.

Ella señaló con gesto brusco el paisaje que los rodeaba.

—¿En qué andas metido ahora?

Intentó comprender el sentido de la pregunta, tan enigmático para él como un koan.

—Sólo he salido a mirar —dijo. No se le ocurría nada más. Todas esas hermosas palabras del lenguaje de pronto se habían dispersado como una bandada de pájaros asustados, fuera de su alcance, y los significados con ellas. Sólo eran dos animales de pie, bajo el sol. ¡Mira, mira, mira!

Ann ya no sonreía, si es que lo había hecho. Ni tampoco lo atravesaba con la mirada. Lo observaba con ojo evaluador, como sí él fuera una roca. Una roca; con Ann eso indicaba con toda seguridad algún progreso.

Entonces ella se volvió y empezó a bajar por el acantilado hacia el pequeño puerto de Zed.

Sax regresó a Da Vinci aturdido. Estaba celebrándose la fiesta anual de la Ruleta Rusa, durante la cual se elegía a los representantes de ese año para el cuerpo ejecutivo global, además de asignar los cargos de la comunidad. Tras el ritual de sacar los nombres de un sombrero, se les dieron las gracias a los que habían desempeñado esos cargos el año anterior y se consoló a quienes había señalado la suerte; los que se habían librado lo celebraron. En Da Vinci se había adoptado la asignación por sorteo de los puestos administrativos porque era la única manera de que la gente los ocupara. Irónicamente, después de esforzarse tanto para dar a todos los ciudadanos la mayor autonomía posible en la autogestión, los técnicos de Da Vinci habían resultado ser alérgicos a las obligaciones que eso comportaba. Lo único que deseaban era dedicarse a sus investigaciones. «Podríamos dejar la administración en manos de las IA», decía Kouta Arai, como cada año, entre sorbo y sorbo de espumosa cerveza. Aonia, representante en la duma el año anterior, aconsejaba al que le sucedería: «Sólo tienes que ir a Mángala y discutir, y los auxiliares se encargan de hacer el trabajo. La mayor parte de las cuestiones a debate ya han pasado por el consejo o los tribunales, o por los partidos. Son los aparatchiks de Marte Libre quienes rigen el planeta en realidad. Pero la ciudad es muy hermosa y es muy agradable navegar en la bahía y deslizarse en trineo de vela en invierno».

Sax se alejó. Alguien se quejaba de las ciudades costeras que brotaban como hongos en el golfo meridional, demasiado próximas unas de otras. La política en su forma más común: la queja. Nadie quería desempeñar los cargos, pero todos estaban dispuestos a quejarse. Esa charla les ocuparía media hora más, y luego retomarían las discusiones de trabajo. Algunos ya lo habían hecho, a juzgar por el tono de sus voces. Sax se detuvo al oír que hablaban sobre la fusión, entusiasmados por los recientes avances en el desarrollo de un pulsorreactor. La fusión continua se había conseguido algunas décadas antes, pero requería enormes tokamaks, ingenios demasiado grandes, pesados y caros. Ese laboratorio estaba intentando implosionar repetidas veces, en una rápida secuencia, pequeñas bolas de combustible para proporcionar energía.

—¿Fue Bao quién les habló de eso? —preguntó Sax.

—Caramba, pues sí, antes de marcharse nos habló de las pautas de los plasmas, nada inmediatamente útil pues el tema es realmente macro comparado con lo que la ocupa; pero ella es condenadamente inteligente y algo que dijo puso a Yananda sobre la pista de cómo podíamos sellar la implosión y al mismo tiempo dejar espacio para la posterior emisión.

Era necesario que los láseres alcanzaran las bolitas por todos los lados a la vez, pero también necesitaban una válvula que permitiera a las partículas cargadas escapar, y el reto había interesado a Bao. Los científicos se enzarzaron en una animada discusión del problema, que creían haber resuelto al fin, y cuando alguien se acercó y mencionó los resultados del sorteo, lo despidieron con cajas destempladas.

—Ka, política no, gracias.

Mientras deambulaba por la sala, escuchando a medias las distintas conversaciones, a Sax volvió a sorprenderle la naturaleza apolítica de los científicos y técnicos. Algo en la política parecía repelerlos, y tenía que admitir que a él le ocurría lo mismo. Era irremediablemente subjetiva y comprometedora, rasgos que la oponían frontalmente a la esencia del método científico. ¿Era eso cierto? Esos sentimientos y prejuicios eran también subjetivos. Se podía intentar contemplar la política como una especie de ciencia, una larga serie de experimentos sobre la vida en comunidad, por ejemplo, cuyos datos habían sido adulterados. Por esa razón se proponía un sistema de gobierno, se ponía en práctica, se examinaban los resultados, se descartaba el sistema y vuelta a empezar. Si se estudiaban los experimentos y paradigmas se advertía que con el paso de los siglos habían aparecido ciertas constantes y principios que habían intentado sucesivas aproximaciones a los sistemas que promovían cualidades como el bienestar físico, la libertad individual, la igualdad, el cuidado de la tierra, mercados tutelados, el imperio de la ley, la compasión. Repetidos experimentos habían hecho patente —en Marte al menos— que todos esos objetivos, a veces contradictorios, podían alcanzarse a través de la poliarquía, un sistema complejo en el que el poder se repartía entre un gran número de instituciones. En teoría esa difusa red de poder a la vez centralizado y descentralizado, originaba el mayor grado de libertad individual y bienestar común maximizando el dominio de cada individuo sobre su propia vida.

De ahí la ciencia política, en teoría adecuada. Pero, consecuentemente, si se tomaba en serio la teoría, la gente tenia que dedicar mucho tiempo al ejercicio del poder. Eso era la definición tautológica de autogobierno, el yo gobernado. Y precisaba tiempo.

«Quienes valoran la libertad tienen que hacer el esfuerzo necesario para defenderla», había dicho Tom Paine. Bela había tomado la mala costumbre de colgar en las paredes carteles con sentencias de ese estilo.

«La ciencia es política de otra clase» era el críptico mensaje de uno de ellos.

Pero la mayoría de los habitantes de Da Vinci no querían emplear su tiempo de esa manera. «El socialismo nunca triunfará, ocupa demasiadas tardes», rezaba otro cartel manuscrito, palabras de Oscar Wilde. Y era cierto; la solución era conseguir que tus amigos ocuparan sus tardes en beneficio tuyo. De ahí el método de la elección por sorteo, un riesgo calculado, porque uno mismo podía verse atrapado cualquier día. Pero por lo general el riesgo merecía la pena, lo que justificaba la alegría de la fiesta anual; la gente entraba y salia a raudales por los ventanales de las salas comunes y ocupaba las terrazas que miraban sobre el lago del cráter, hablando con gran animación. Incluso los elegidos empezaban a recuperar la alegría con el kavajava y el alcohol, y tal vez con el pensamiento de que, al fin y al cabo, el poder era el poder; era una imposición, sí, pero les daría la oportunidad de hacer pequeñas cosas que sin duda ya tenían en mente: crear problemas a sus rivales, hacer favores a gente que querían impresionar, etcétera. Y así, una vez más el sistema había funcionado. Unos cuerpos cálidos ocupaban la red poliárquica, las juntas vecinales, la junta agrícola, la hidrológica, la de análisis arquitectónico, el consejo de análisis de proyectos, el grupo de coordinación económica, el consejo de la ciudad para coordinar todos esos cuerpos menores, la junta asesora de delegados globales… la entera red de pequeños cuerpos de gestión que los teóricos políticos habían ido sugiriendo en sus diferentes variantes durante siglos, incorporando aspectos del casi olvidado socialismo corporativo de Gran Bretaña, la gestión obrera yugoslava, el sistema de propiedad de Mondragón, la tenencia de tierras en Kerala y muchos otros. Por lo visto un experimento de síntesis con buenos resultados, pues los técnicos de Da Vinci parecían tan autodeterminados y felices como durante los años de la clandestinidad, cuando todo se había hecho aparentemente por instinto o, para ser más precisos, por consenso de la población (mucho más reducida entonces) de la ciudad.

Ciertamente se los veía felices: en las terrazas hacían cola ante grandes cacerolas de kavajava y café irlandés o ante barriles de cerveza, charlando con animación, una algarabía que semejaba el rumor de las olas, como en cualquier cóctel, el sonido extraordinario de muchas voces reunidas al que nadie excepto Sax parecía prestar atención; y tuvo la sospecha de que ese sonido, escuchado de manera inconsciente, era una de las razones por las que los asistentes a una fiesta se sentían tan alegres y gregarios.

Así pues, el procedimiento de Da Vinci era un experimento con éxito a pesar de que sus habitantes no mostraran ningún interés en ello. De haberlo hecho, tal vez se hubieran sentido menos felices. Probablemente la despreocupación en materia de política era una estrategia acertada, y un buen gobierno era aquel que se podía olvidar sin peligro, «¡para volver a mi trabajo al fin!», como un entusiasmado ex jefe de la junta hidrológica decía en ese momento. ¡No consideraban el autogobierno parte del trabajo propio!

Aunque desde luego había gente que disfrutaba de las tareas políticas, de la interacción de teoría y práctica, del debate, la solución de problemas, la colaboración con otras personas, el servicio prestado a los demás como una forma de regalo, la chachara incesante, el poder. Y esa gente permanecía en los puestos dos períodos, o tres si se les permitía, y después se hacía cargo de alguna tarea que nadie quería; por lo general esas personas solían desempeñar varios cometidos al mismo tiempo. Bela, por ejemplo, había proclamado que no quería ser presidente del laboratorio de laboratorios, pero se había metido en el grupo voluntario de asesores, cuyos puestos corrían el riesgo permanente de quedar vacantes. Sax lo abordó:

—¿Estás de acuerdo con Aonia en que Marte Libre domina la política global?

—Oh, sin duda alguna. Son muchos, han copado los tribunales y amañado las cosas. Creo que pretenden manejar las nuevas colonias en los asteroides, y llegado el caso, conquistar la Tierra. Todos los nativos con ambiciones políticas acuden al partido, como las abejas a la flor.

—Intentan dirigir otros asentamientos, ¿no?

—Eso traerá problemas.

—Sin duda.

—¿Has oído hablar del ingenio ligero de fusión que están desarrollando?

—Algo he oído, si.

—No estaría mal que respaldáramos ese proyecto con más decisión.

Si pudiésemos aplicar esos ingenios a las naves espaciales…

—¿Qué…?

—Un transporte tan rápido podría resquebrajar la supremacía de cualquier partido.

—¿Tú crees?

—Bueno, podría entorpecer cualquier intento de hegemonía.

—Sí, supongo que sí. Humm… en fin, tengo que meditarlo.

—Pues claro. Recuerda que la ciencia es política de otra clase.

—¡Por supuesto que lo es! Por supuesto. —Y Bela se alejó en dirección a los barriles de cerveza, murmurando para sí.

Con esa espontaneidad surgía allí la clase burocrática que había sido el terror de tantos teóricos políticos, los expertos que se hacían con el control del gobierno y nunca renunciaban a él. Pero ¿en manos de quién iban a delegarlo? ¿Quién más lo quería? Nadie, por lo que Sax sabía. Bela podía quedarse en el consejo asesor para siempre si lo deseaba. Experto, del latín experiri, «intentar». Como en un experimento. Por tanto era el gobierno de los experimentadores, los probadores probaban. A todos los efectos, el gobierno de los interesados, y por tanto una clase distinta de oligarquía. Pero ¿qué otra alternativa les quedaba? Cuando se tenía que elegir por sorteo a los miembros de un cuerpo gobernante, la idea del autogobierno como una faceta de la libertad individual resultaba un tanto paradójica.

Héctor y Sylvia, del seminario de Bao, interrumpieron las lucubraciones de Sax y lo invitaron a escuchar al conjunto musical del que formaban parte interpretando una selección de canciones de Maria dos Buenos Aires. Sax aceptó gustoso.

En el exterior del pequeño anfiteatro, Sax se sirvió otra tacita de kavajava. El espíritu festivo se palpaba. Héctor y Sylvia lo dejaron para ir a prepararse, expectantes y excitados. Mirándolos, Sax recordo su reciente encuentro con Ann. ¡Si al menos hubiera podido pensar!

¡Caramba, sólo había soltado incoherencias! Convertirse en Stephen Lindholm tal vez le hubiera facilitado las cosas. ¿Dónde estaría Ann en ese momento, qué pensaría? ¿Qué había estado haciendo? ¿Se limitaba a vagar por Marte como un fantasma, yendo de una estación roja a otra?

¿Qué hacían los rojos ahora, cómo vivían? ¿Pretendían volar Da Vinci y su encuentro casual con Ann lo había evitado? No, no. Aún quedaban ecosaboteadores estúpidos que andaban desarbolando proyectos, pero gracias a los límites legales impuestos a la terraformación muchos rojos se habían reintegrado en la sociedad; eran una importante corriente política, vigilantes, prestos a litigar, y por cierto mucho más interesados en ocuparse de las tareas políticas que otros ciudadanos menos ideológicos. Pero justamente por eso se habían normalizado. ¿Dónde encajaba Ann?

¿Con quién se asociaría?

Bueno, podía llamarla y preguntárselo.

Pero temía hacerlo, tener que preguntar. ¡Temía hablar con ella! Por la consola y también en persona. Ann no le había dicho qué opinaba de que le hubiese administrado el tratamiento gerontológico contra su voluntad. Ni agradecimientos ni maldiciones; nada. ¿Qué pensaba?

Suspiró y bebió el kava. En el escenario el espectáculo había empezado, y Héctor recitaba algo en español con una voz tan musical y expresiva que a Sax le parecía entenderlo todo.

Ann, Ann, Ann. Ese interés obsesivo le causaba un gran malestar. Habría sido tan sencillo concentrarse en el planeta, en la roca y el aire, en la biología. Era una táctica que Ann comprendería. Y había en la ecopoesis algo fundamentalmente fascinante. El nacimiento de un mundo, un fenómeno que no podían dominar. Sin embargo, seguía preguntándose cómo lo veía Ann. Tal vez tropezara con ella otra vez.

Mientras tanto, el mundo. Volvió a recorrer la tierra rugosa que se extendía bajo la cúpula del cielo, cuyo color cambiaba a diario en la primavera ecuatorial; se necesitaba una carta cromática incluso para aproximarse a los tonos. Algunas veces tenia un intenso azul violeta, azul de clemátide, de jacinto o de lapislázuli, o un índigo purpúreo. O azul de Prusia, un pigmento que provenía del ferrocianuro; interesante, pues había mucho material férrico allí. Azul de hierro, con más púrpura que el de los cielos himalayos de las fotografías, pero por lo demás como los cielos terranos vistos desde esas grandes alturas. Todo en aquel lugar rocoso y recortado contribuía a la sensación de gran altitud: el color del cielo, la roca rugosa, el aire, tan gélido, tenue y puro. Caminaba con el viento a favor, en contra, oblicuo, un tacto siempre diferente que introducía por sus fosas nasales una droga suave que le inundaba el cerebro. Avanzaba pisando rocas cubiertas de liquen, de una losa a la siguiente, como si siguiera un mágico sendero particular que brotaba de la tierra fracturada, arriba y abajo, un paso detrás de otro, un momento detrás de otro, atento sólo a la identidad de cada instante, único, como los bucles de espaciotiempo de Bao, como las sucesivas posiciones de la cabeza de un pinzón, que pasaba de una posición cuántica a la siguiente. Tras un concienzudo examen esos momentos se revelaban como unidades irregulares cuya duración variaba según lo que ocurriera en ellos. Cesó el viento, los pájaros desaparecieron; de pronto todo se había detenido y en el silencio sólo se escuchaba el zumbido de los insectos. Esos momentos podían prolongarse muchos segundos. Mientras que eran infinitesimales cuando los gorriones ahuyentaban a un cuervo. Había que estar atento: a veces era una corriente fluida; otras, sucesivas quietudes cuánticas.

Saber. Existían distintas formas de saber, pero ninguna tan satisfactoria, decidió Sax, como el conocimiento directo proporcionado por los sentidos. Inmerso en la luz fría de aquella ventosa y brillante primavera, alcanzó el borde de un acantilado y contempló la lámina de azul ultramarino del fiordo Simud, azogado por el centelleo de innumerables lascas de luz en la superficie de las aguas. Los acantilados de la pared opuesta mostraban las bandas de los distintos estratos, que en algunos casos constituían verdes cornisas en el basalto. Gaviotas, frailecillos, golondrinas de mar, araos, halcones pescadores, volaban en los abismos aéreos que se abrían ante él.

Entre todos los fiordos, Sax tenía sus favoritos. La Florentina, al sudeste de Da Vinci, era un hermoso óvalo de agua. Un paseo por los acantilados bajos proporcionaba unas vistas espectaculares. La apretada hierba extendía un manto verde sobre la roca, y el conjunto recordaba la costa irlandesa. Las aristas de la roca iban suavizándose a medida que el mantillo y la flora llenaban las grietas y tomaban montículos que desafiaban los ángulos de reposo, y uno avanzaba sobre cojines que emergían entre los afilados dientes de las rocas aún desnudas.

Las nubes se precipitaban tierra adentro, hacia el norte, y la lluvia caía en continuas cortinas que lo empapaban todo. El día siguiente a una de esas tormentas el aire estaba lleno de vapor, el suelo rezumaba agua y cada paso fuera de la roca implicaba un cenagoso chapoteo. Brezales, páramos, pantanos. Diminutos bosques nudosos en los grábenes bajos. Un veloz zorro pardo entrevisto por el rabillo del ojo antes de desaparecer tras un enebro. ¿Huía de él, andaba tras alguna presa…? Ocupado en sus asuntos. Las olas que batían los acantilados luego retrocedían y se interponían en el camino de las que llegaban, que podían muy bien haber salido del tanque de olas de un laboratorio de física. Eran tan hermosas… Y era tan extraño que el mundo se conformara tan bien con la formulación matemática… La irrazonable efectividad de las matemáticas se hallaba en el corazón de la gran incógnita.

Cada atardecer era distinto como resultado de las partículas residuales en las capas altas de la atmósfera, que subían tanto que a menudo seguían recibiendo la luz del sol mucho después de que todo lo demás hubiese caído bajo la gran sombra del ocaso. Sax se sentaba en el acantilado occidental y contemplaba extasiado la puesta de sol, y después, durante la hora que duraba el crepúsculo, observaba el cambio de los colores del cielo hasta que todo se oscurecía. A veces aparecían nubes noctilucientes, treinta kilómetros por encima del planeta, anchas franjas que centelleaban como la concha de una oreja de mar.

El cielo de peltre de un día calinoso. El arrebol crepuscular y el fuerte viento. La cálida caricia del sol en la piel en una tranquila tarde sin viento. Los dibujos de las olas marinas. El roce del viento, sus manifestaciones.

Pero cierto día, durante un crepúsculo embebido de añil, bajo una centelleante red de estrellas, se sintió inquieto. «Los polos nevados del Marte sin lunas», había escrito Tennyson. Marte sin lunas. En otro tiempo aquella era la hora en que Fobos cruzaba el horizonte occidental como una llamarada. Un momento que representaba la areofanía como ningún otro. Terror y Pavor. Y él había coronado la desatelización. Habrían podido destruir cualquier base militar instalada en Deimos; ¿en qué estaba pensando cuando lo hizo? No lo recordaba. Tal vez el deseo de mantener la simetría; arriba, abajo; pero la simetría era una cualidad sobrevalorada por los matemáticos. Arriba. En algún lugar Deimos orbitaba aún alrededor del sol. Lo comprobó en su consola. Se establecían muchas colonias en los asteroides: se los vaciaba, se les imprimía un giro para crear un efecto gravitatorio en su interior y luego se habitaban. Nuevos mundos.

Una palabra captó su atención: Pseudofobos. Buscó la referencia y leyó: nombre informal de un asteroide semejante en forma y tamaño a la luna perdida. Sax pidió una fotografía. Bueno, la semejanza era superficial: un elipsoide triaxial, pero ¿acaso no lo eran todos los asteroides? Figura de patata, la medida apropiada, aplastado por un extremo, con un cráter como el que albergara Stickney, aquella hermosa ciudad. ¿Qué era un nombre? Podían eliminar el Pseudo, instalar un par de conductores de masa, algunas IA y cohetes de posición… Ese momento tan peculiar en que Fobos cruzaba el horizonte occidental… Sax siguió rumiando.

Los días pasaban, y las estaciones. Ocupaba su tiempo en estudios de campo y de meteorología. Los efectos de la presión atmosférica en la formación de nubes; eso significaba salir a recorrer la península en coche y a pie, y luego soltar globos y cometas. Los globos sonda modernos eran ingenios elegantes, paquetes de instrumentos de menos de diez gramos de peso elevados por un globo de ocho metros de altura capaz de alcanzar la exosfera.

Sax disfrutaba extendiendo el globo sobre una porción lisa de arena o hierba, con el extremo a favor del viento. Luego se sentaba y sostenía el delicado paquete en la mano, accionaba la palanca para inyectar hidrógeno comprimido en el interior del globo y éste subía velozmente hacia el cielo. Si asía la cuerda, su fuerza casi lo levantaba, y sin guantes le habría cortado la palma, como sabía por experiencia. La soltaba, pues, volvía a desplomarse en la arena y observaba la mancha roja hasta que se convertía en un punto y desaparecía. Eso ocurría a unos mil metros, aunque dependía de la transparencia del aire; una vez había dejado de verla a cuatrocientos setenta y nueve metros, y en un día particularmente claro, a mil trescientos cincuenta y dos. Después echaba una ojeada a las lecturas en su consola, con la sensación de que una pequeña parte suya volaba por el espacio. Las cosas que lo hacían a uno feliz, qué extraño…

Las cometas eran igualmente hermosas; algo más complejas que los globos, proporcionaban un placer singular durante el otoño, cuando los alisios soplaban con fuerza a diario. En uno de los acantilados occidentales, y tras una corta carrera de Sax contra el viento, la cometa alzaba el vuelo, una gran cometa de color anaranjado que se balanceaba. Cuando encontraba viento constante, se estabilizaba y Sax soltaba cordel, sintiendo las sacudidas en los razos. O bien encajaba un palo con bobina en alguna grieta, lo afirmaba y observaba la cometa subir cada vez más. El cordel era casi invisible y murmuraba al desenrollarse, y sí lo rozaba con los dedos percibía las fluctuaciones del viento como una música. Las cometas podían permanecer semanas en el aire, invisibles o, si estaban lo suficientemente bajas, pequeñas manchas en el cielo, transmitiendo datos de continuo. Un objeto cuadrangular era visible a mucha mayor distancia que uno circular de la misma área. La mente era un animal extraño.

Michel lo llamó sin ningún motivo concreto. Ésa era la clase de conversación más difícil para Sax. La imagen de Michel miraba al suelo y mientras hablaba era evidente que tenía la cabeza en otro sitio, que se sentía infeliz, y Sax tenía que tomar la iniciativa.

—Ven a verme y saldremos a pasear —le pidió Sax por enésima vez—. De veras creo que te convendría. —¿Cómo podía darle más énfasis?—. Te gustará. Da Vinci se parece a la costa del oeste de Irlanda. El límite de Europa, acantilados verdes que miran sobre una vasta lámina de agua.

Michel asintió, indeciso.

Y dos semanas más tarde allí estaba, acercándose por un pasillo en Da Vinci.

—No me importaría ver el límite de Europa.

—Buen chico.

Ese día salieron de excursión. Sax lo llevó hacia el oeste, a los acantilados de Shalbatana, desde donde siguieron a pie hasta el Punto Simshal, más al norte. Era estupendo gozar de la compañía de un viejo amigo en un lugar tan hermoso. Ver a cualquiera de los Primeros Cien era una grata interrupción de la rutina, un suceso que atesoraba por su rareza. Las semanas transcurrían sin sobresaltos y de pronto algún miembro de la vieja familia aparecía y él se sentía como si hubiese regresado al hogar, pero sin el hogar, lo que le hacía pensar que acaso debiera ir a vivir a Sabishii o a Odessa para experimentar esa sensación con más frecuencia.

Y ninguna compañía lo complacía más que la de Michel, aunque ese día su amigo se rezagase, distraído y evidentemente preocupado. Sax no sabía cómo ayudarlo. Durante los largos meses de su vuelta al habla Michel le había sido de gran ayuda; de hecho le había enseñado a pensar de nuevo, a ver las cosas de un modo distinto, y estaría bien hacer algo para corresponder a un regalo tan valioso, aunque no fuese más que parcialmente.

Bueno, sólo ocurriría si decía algo. Así que cuando se detuvieron y Sax sacó la cometa y la montó, le tendió la bobina a Michel.

—Toma —dijo—. Yo la sostengo y tú corres, contra el viento, ¿de acuerdo? —Y sostuvo la cometa mientras Michel se alejaba por los montículos herbosos hasta que la cuerda se tensó; Sax soltó entonces la cometa y Michel echó a correr y la caja se elevó en el aire.

Michel regresó sonriente.

—Toca la cuerda, aquí… se siente el viento.

—Aja es cierto —dijo Sax, y la cuerda casi invisible tamborileó entre sus dedos.

Se sentaron, abrieron la cesta de mimbre de Sax y sacaron el pequeño refrigerio que éste había preparado. Michel volvió a quedar silencioso.

—¿Te preocupa algo? —preguntó Sax. Michel agitó un pedazo de pan y tragó.

—Creo que quiero volver a Provenza.

—¿Para siempre? —dijo Sax, azorado. Michel frunció el entrecejo.

—No necesariamente. Sólo de visita. Estaba empezando a disfrutar de la última cuando tuvimos que salir corriendo.

—La Tierra es pesada.

—Sí, pero me resultó sorprendentemente fácil adaptarme.

A Sax no le había gustado la vuelta a la gravedad terrana. Era cierto que la evolución había adaptado sus cuerpos a ella, y también que vivir en.38 g causaba numerosos problemas de salud. Pero se había acostumbrado a la gravedad marciana y ya ni siquiera la notaba, y cuando no era así, la sensación resultaba agradable.

—¿Sin Maya? —preguntó.

—Supongo que tendrá que ser sin ella. No quiere ir. Dice que algún día, pero siempre es más adelante, más adelante. Trabaja para el banco de crédito de la cooperativa de Sabishii y se cree indispensable. Bueno, no estoy siendo justo. Sencillamente no quiere perderse nada.

—¿No puedes crear una especie de Provenza donde vives, por ejemplo plantando un olivar?

—No es lo mismo.

—No, pero…

Sax no supo qué decir. Él no sentía nostalgia de la Tierra. Y en cuanto a vivir con Maya, lo imaginaba como vivir en una centrifugadora errática averiada; el efecto debía de ser el mismo. Eso explicaría quizás el deseo de Michel de pisar tierra firme, de pisar la Tierra.

—Tienes que ir —dijo Sax—. Pero espera un poco más. Si consiguen incorporar la pulsofusión a las naves espaciales, estarás allí en un abrir y cerrar de ojos.

—Pero eso tal vez nos cause problemas serios en la gravedad terrestre. Creo que se necesitan los meses de viaje para adaptarse.

Sax asintió.

—Necesitarías un exoesqueleto que te sostuviera, y te sentirías como en una gravedad menor. Esos nuevos trajes de pájaro de los que he oído hablar han de tener la capacidad de endurecerse como una especie de exoesqueleto, pues de otro modo sería imposible mantener las alas en posición.

—Un caparazón cambiante de carbono —dijo Michel con una sonrisa—. Una concha fluida.

—Sí. Seguramente pronto se dispondrá de algo así y será más fácil moverse.

—Es decir que primero nos mudamos a Marte, donde nos vemos obligados a llevar traje durante todo un siglo; lo cambiamos todo, hasta el punto de que podemos sentarnos al sol sintiendo sólo un poco de frío, y después regresamos a la Tierra, donde tendremos que llevar traje otros cien años más.

—O para siempre —dijo Sax—. Correcto. Michel rió.

—Bueno, quizá vaya. Cuando se llegue a ese punto. —Meneó la cabeza.— Algún día podremos hacer todo lo que se nos antoje, ¿no?

El sol caía sobre ellos, el viento susurraba en la hierba, cada brizna una luminosa pincelada verde. Michel habló de Maya, al principio quejándose, luego haciendo concesiones y enumerando sus buenas cualidades, las que la hacían indispensable, la fuente de una vida excitante. Sax asentía benévolamente a pesar de que las declaraciones eran contradictorias. Era como escuchar a un adicto; pero así eran los humanos, y él tampoco era ajeno a las contradicciones.

Cuando uno de los silencios se prolongó demasiado, Sax dijo:

—¿Cómo crees que ve Ann este paisaje ahora? Michel se encogió de hombros.

—No lo sé. Hace años que no la veo.

—Rehusó el tratamiento de plasticidad cerebral.

—Cierto. Es muy testaruda, ¿eh? Quiere seguir siendo ella. Pero, en este mundo, temo que…

Sax estuvo de acuerdo. Si uno veía todos los signos de vida como contaminaciones, como un moho horrible que cubría la belleza pura del mundo mineral, incluso el azul del oxígeno en el cielo sería culpable y contemplarlo pondría en peligro la cordura. Michel compartía ese parecer.

—Temo que nunca recupere el juicio del todo.

—Lo sé.

Pero por otra parte, ¿quiénes eran ellos para juzgar? ¿Acaso Michel estaba loco por pensar obsesivamente en una región de otro planeta o por estar enamorado de una mujer muy complicada? ¿Acaso estaba loco él mismo porque ya nunca hablaría bien y tenía dificultades con ciertas operaciones mentales de resultas de una embolia y una cura experimental? Él no lo creía. Pero creía firmemente que Hiroko lo había rescatado en una tormenta, no importaba lo que dijera Desmond. Algunos considerarían eso un proceso mental puramente imaginario percibido como una realidad externa, lo que solía interpretarse como signo de locura, según recordaba Sax.

—Como esa gente que cree haber visto a Hiroko —murmuró para ver qué contestaba Michel.

—Ah, sí. Pensamiento mágico. Es una forma de pensamiento muy persistente. No dejes que tu racionalidad te ciegue hasta el punto de hacerte olvidar que la mayor parte de nuestro pensamiento es mágico, y por tanto persigue arquetipos, como Hiroko, que es una suerte de Perséfone o Cristo. Supongo que cuando alguien así muere, el impacto de la pérdida es casi insoportable, y basta con que un discípulo o un amigo apenado sueñe con el desaparecido y se despierte gritando que lo ha visto para que a la semana todo el mundo esté convencido de que el profeta ha regresado de entre los muertos o de que nunca murió. Eso es lo que ha ocurrido con Hiroko, a la que suelen ver con regularidad.

Pero yo la vi de verdad, quiso decir Sax. Me agarró de la muñeca.

Sin embargo la explicación de Michel lo había turbado, pues era congruente y encajaba con lo que había dicho Desmond. Los dos hombres extrañaban dolorosamente a Hiroko y no obstante afrontaban su desaparición y la explicación más plausible de la misma. Los procesos mentales extraños solían aparecer como consecuencia de una crisis física. Tal vez había sufrido una alucinación. Pero no, no, eso no podía ser cierto; ¡recordaba cada detalle de lo ocurrido con absoluta claridad!

Pero al meditarlo mejor comprendió que sólo era un fragmento, como el de un sueño que se recuerda al despertar, y todo lo demás escapaba dejando tras de sí una agitación casi tangible, resbaladiza y esquiva. Ni siquiera podía recordar lo sucedido antes y después de la aparición de Hiroko.

Entrechocó los dientes con impaciencia. Existían diversas clases de locura: Ann vagaba por el viejo mundo, sola; el resto avanzaba a trancas y barrancas por el nuevo mundo como fantasmas, forzándose por construirse una vida. Quizá Michel estaba en lo cierto y nunca podrían adaptarse a la longevidad conseguida: no sabían cómo emplear el tiempo ni cómo construir una vida.

Bueno, aún así, allí estaban, sentados en los acantilados de Da Vinci. No había necesidad de calentarse la cabeza con aquellas cuestiones. Como hubiera dicho Nanao, ¿qué les faltaba en ese momento? Habían disfrutado de un buen almuerzo, no tenían sed, estaban sentados al sol y al viento, contemplando una cometa que volaba muy arriba en el intenso azul aterciopelado; dos viejos amigos que charlaban sentados en la hierba.

¿Qué les faltaba? ¿Paz mental? Nanao se habría reído. ¿La presencia de otros viejos amigos? Bueno, ya habría oportunidades para eso. En ese momento eran dos viejos compañeros de armas sentados al borde de un acantilado. Después de los años de lucha podían pasarse la tarde allí si querían, con su cometa en el cielo y conversando, hablando de los amigos y del tiempo. Había habido problemas y volvería a haberlos, pero allí estaban.

—Cómo le habría gustado esto a John —dijo Sax, vacilante; le costaba mucho hablar de esas cosas—. Me pregunto si habría podido hacérselo apreciar a Ann. Cómo lo echo de menos. Cuánto me gustaría que ella viera todo esto… no como lo veo yo, desde luego, sino simplemente como algo bueno y hermoso. Que apreciara cómo se organiza por sí mismo. Presumimos de gobernarlo, pero no es cierto. Es demasiado complejo. Nosotros sólo intentamos empujarlo en esta o aquella dirección, pero la biosfera global… se está organizando por su cuenta. No hay nada antinatural en ello.

—Bueno… —murmuró Michel.

—¡No lo hay! Podemos juguetear cuanto queramos, pero sólo somos aprendices de brujo. El proceso ha adquirido vida propia.

—Pero la vida que tenía antes… Eso es lo que Ann atesora. La vida de la roca y el hielo.

—¿Vida?

—Una suerte de lenta existencia mineral, llámala como quieras. Una areofanía de roca. Además, ¿quién puede afirmar que estas rocas no tienen una lenta conciencia propia?

—Suponía que la conciencia tenía relación con los cerebros —dijo Sax, puntilloso.

—Tal vez, pero ¿quién puede asegurarlo? Y si no conciencia según la definimos, sí al menos existencia. Un valor intrínseco por el mero hecho de que existe.

—Todavía conserva ese valor. —Sax levantó una piedra del tamaño de una pelota de béisbol. Por el aspecto, brecha: un cono de impacto. Tan común como la tierra, en realidad mucho más abundante que la tierra. La observó con atención. Hola, roca. ¿Qué piensas?—. Quiero decir que todavía está aquí.

—Pero no es igual.

—Nada es inalterable. De un momento al siguiente todo cambia. Y en cuanto a la conciencia mineral, demasiado místico para mí. No es que me oponga al misticismo por sistema, pero…

Michel rió.

—Has cambiado mucho, Sax, pero sigues siendo el mismo.

—Eso espero. Pero no creo que Ann sea una mística tampoco.

—¿Qué, entonces?

—¡No lo sé! No lo sé. ¿Un científico tan purista que no soporta que se contaminen los datos? No, ésa es una estúpida manera de definirlo. Reverencia los fenómenos. ¿Sabes a lo que me refiero? Adora lo que es. Vive con ello y venéralo, pero no intentes alterarlo ni ensuciarlo, arruinarlo. Creo que eso es lo que ella piensa. Aunque a decir verdad, no sé lo que piensa, pero quiero saberlo.

—Siempre quieres saber.

—Es cierto. Pero es lo que deseo saber por encima de todo. De veras.

—Ah, Sax… Yo quiero a Provenza, tú quieres a Ann. —Michel sonrió.— ¡Los dos estamos locos!

Se echaron a reír. Una lluvia de fotones caía sobre ellos y los atravesaba, allí, transparentes ante el mundo.

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