TERCERA PARTE Una nueva constitución

Las hormigas llegaron a Marte como parte del proyecto del suelo, y pronto se extendieron por todas partes, como tienen por costumbre. Y fue así como el pequeño pueblo rojo las encontró, y se sorprendió. Fue como cuando los nativos norteamericanos descubrieron el caballo: aquellas criaturas tenían el tamaño apropiado para montarlas. Si las domaban, podrían hacer lo que quisieran.

Domesticar la hormiga no fue un asunto sencillo. Los pequeños científicos rojos ni siquiera creían posible que existieran criaturas semejantes, debido a las limitaciones superficie-volumen. Pero allí estaban, marchando por todas partes con paso firme, como robots inteligentes, de modo que los pequeños científicos rojos se vieron obligados a explicar su presencia. Para orientarse un poco, recurrieron a los libros de texto de los humanos. Conocieron así el papel de las feromonas de las hormigas y sintetizaron las que necesitaban para controlar a las hormigas-soldado de una especie roja, dócil y particularmente pequeña, y después de eso todo fue sencillo. La pequeña caballería roja. Viajaron por todas partes a lomos de las hormigas y lo pasaron en grande, veinte o treinta en cada hormiga, como pachas sobre elefantes. Observen de cerca a las hormigas y los descubrirán, allí arriba.

Pero los pequeños científicos rojos siguieron leyendo los libros y descubrieron las feromonas humanas. Informaron de ello al pequeño pueblo rojo, horrorizados y asombrados. Ahora sabemos por qué los seres humanos traen tantos problemas. No tienen más albedrío que las hormigas sobre las que cabalgamos. Son gigantescas hormigas de carne.

El pequeño pueblo rojo trató de comprender esa parodia.

Entonces una voz les habló a todos ellos a la vez: No, no lo son. Los miembros del pequeño pueblo rojo, como es sabido, se comunicaban telepáticamente, y aquello fue como un anuncio por megafonía telepática. Los humanos son seres espirituales, insistió la voz.

¿Cómo lo sabes?, preguntó el pequeño pueblo rojo telepáticamente.

¿Quién eres? ¿Eres el fantasma de John Boone?

Soy el Gyatso Rimpoche, respondió la voz. La decimoctava reencarnación del Dalai Lama. Estoy recorriendo el Bardo en busca de mi próxima reencarnación. Busqué por toda la Tierra pero no tuve suerte, y decidí explorar un lugar nuevo. El Tíbet sigue bajo el puño chino, que no da señales de querer aflojar. Aunque les tengo un gran cariño, los chinos son unos malditos cabezotas. Y los demás gobiernos del mundo hace mucho que le volvieron la espalda al Tíbet, de modo que nadie desafiará a los chinos. Era necesario hacer algo. Por eso vine a Marte.

Buena idea, dijo el pequeño pueblo rojo.

Sí, coincidió el Dalai Lama, pero debo admitir que me está resultando muy difícil encontrar un nuevo cuerpo para habitar. Para empezar, hay muy pocos niños. Y por otra parte no parece que a nadie le interese mucho. En Sheffield todos están enfrascados en sus conversaciones y en Sabishii no piensan en otra cosa que el suelo. Fui a Elysium, pero allí habían adoptado la postura del loto y no hubo manera de despertarlos. Después, a Christianopolis, pero tenían otros planes. Fui a Hiranyagarba, y allí me dijeron que ya habían hecho suficiente por el Tíbet. He estado por todo Marte, en cada tienda y estación, y en todas partes la gente está demasiado ocupada. Nadie quiere ser el decimonoveno Dalai Lama. Y el Bardo es cada vez más frío.

Buena suerte, dijo el pequeño pueblo rojo. Hemos estado buscando desde que John murió y no hemos encontrado a nadie con quien valiera la pena hablar, y mucho menos vivir en su interior. Esa gente grande está echada a perder.

El Dalai Lama se sintió descorazonado por esta respuesta. Estaba cada vez más cansado, y no podría resistir mucho más en el Bardo. Así que preguntó: ¿Y qué me dicen de uno de ustedes?

Bueno, sí, dijo el pequeño pueblo rojo. Nos sentiríamos honrados. Sólo que tendrá que ser en todos nosotros a la vez. Nosotros hacemos las cosas así, juntos.

¿Por qué no?, dijo el Dalai Lama, y transmigró a una de las pequeñas partículas rojas, y en ese mismo instante estuvo en el interior de todos ellos, por todo Marte. El pequeño pueblo rojo miró a los humanos, que andaban sobre ellos de aquí para allá con gran estrépito, un espectáculo que antes habían contemplado como una mala película, y que ahora, llenos de toda la compasión y la sabiduría de las dieciocho vidas anteriores del Dalai Lama, les hizo exclamar: ¡Ka, vaya!, esta gente está de veras hecha un lío. Antes juzgábamos que estaban muy mal, pero miren eso, es incluso peor de lo que pensábamos. Tienen suerte de no poder leerse las mentes, pues se exterminarían. No obstante se matan unos a otros; y debe de ser porque cada uno sospecha que los demás piensan lo mismo que ellos. Qué desagradable. Qué triste.

Necesitan de la ayuda de ustedes, dijo el Dalai Lama en el interior de ellos. Tal vez ustedes puedan ayudarlos.

Tal vez, dijo el pequeño pueblo rojo. A decir verdad, dudaban. Habían intentado ayudar a los humanos desde la muerte de John Boone: establecieron ciudades enteras en el porche de cada oreja del planeta y hablaron incesantemente desde entonces, con un estilo muy similar al de John, tratando de conseguir que la gente despertara y actuara con decencia. Pero sin ningún resultado fuera de numerosas visitas de los habitantes de Marte a los otorrinolaringólogos. Creían padecer de tinmtus, pero ninguno entendió nunca al pequeño pueblo rojo que habitaba en ellos. Bastaba para descorazonar a cualquiera.

Sin embargo, ahora poseían el espíritu compasivo que el Dalai Lama les infundía, y por eso decidieron intentarlo una vez más. Tal vez será necesario algo más que susurrarles al oído, señaló el Dalai Lama, y todos coincidieron. Tendremos que llamar su atención de algún otro modo.

¿Han probado la telepatía con ellos?, preguntó el Dalai Lama.

Oh, no, dijeron. Es imposible. Demasiado arriesgado. La fealdad de sus pensamientos nos mataría en el acto. O al menos nos pondría muy enfermos.

Puede que no, dijo el Dalai Lama. Si bloquean la recepción de sus pensamientos y se limitan a transmitir, tal vez todo irá bien. Se trata sólo de enviarles grandes cantidades de buenos pensamientos, haces de consejos. Compasión, amor, buena disposición, sabiduría, incluso un poco de sentido común.

Lo intentaremos, dijo el pequeño pueblo rojo. Pero tendremos que gritar al máximo volumen telepático, todos a coro, porque esos tipos no escuchan.

Tropiezo con lo mismo desde hace nueve siglos, dijo el Dalai Lama. Uno se acostumbra. Y ustedes, pequeños, tienen la ventaja del número. Así que inténtenlo.

Y entonces la totalidad del pequeño pueblo rojo, por todo Marte, miró hacia arriba y tomó aliento.


Art Randolph estaba pasándoselo en grande.

No durante la batalla por Sheffield, naturalmente —aquello había sido un desastre, el fracaso de la diplomacia, de todo lo que Art había estado intentando hacer—, unos días terribles durante los cuales había corrido de un lado a otro, insomne, tratando de hablar con cualquiera que pudiera ayudar a aliviar la crisis, y siempre con la sensación de que de algún modo él era el culpable, de que si hubiera hecho las cosas bien, aquello no habría sucedido. La lucha estuvo a punto de abrasar Marte, como en 2061; durante unas horas en la tarde del asalto rojo, habían estado colgando de un hilo, al borde del abismo.

Pero habían retrocedido. Algo, la diplomacia, o los avatares de la batalla (una victoria defensiva para los refugiados en el cable), el sentido común, el puro azar, algo había devuelto a la situación el precario equilibrio.

Y tras aquel intervalo de pesadilla, la gente había regresado a Pavonis con ánimo reflexivo. Las consecuencias del fracaso eran evidentes. Necesitaban consensuar un plan. Muchos radicales rojos habían muerto o huido a las tierras salvajes, y los rojos moderados que permanecían en Pavonis, aunque furiosos, al menos estaban presentes. Les esperaba un período incómodo e incierto. Pero allí estaban.

Una vez más Art empezó a vender la idea de un congreso constitucional. Iba de un lado a otro bajo la gran tienda, a través de un laberinto de almacenes industriales, pilas de suministros y dormitorios de hormigón, recorriendo calles anchas atiborradas de una colección de vehículos pesados digna de un museo, y en todas partes insistía en lo mismo: necesitaban una constitución.

Habló con Nadia, Nirgal, Jackie, Zeyk, Maya, Peter, Ariadne, Rashid, Tariki, Nanao, Sung y H. X. Borazjani, y también con Vlad, Ursula y Marina, y con Coyote. Habló con veintenas de jóvenes nativos que no conocía, todos figuras significativas en los recientes disturbios; había tantos que aquello le pareció un ejemplo de manual de la naturaleza policéfala de los movimientos sociales de masas. Y ante cada cabeza de esta nueva hidra, Art defendía lo mismo:

—Una constitución nos legitimaría a los ojos de la Tierra y nos proporcionaría el marco para solucionar las disputas que nos dividen. Y ya que estamos todos reunidos, podríamos empezar ahora mismo. Algunos ya tienen planes que pueden someterse a estudio. —Con los sucesos de la semana anterior todavía frescos en la memoria, la gente asentía y decía:

«Es posible», y se alejaban, pensativos.

Art llamó a William Fort y le explicó lo que se proponía, y ese mismo día recibió la respuesta. El anciano estaba en una nueva ciudad de refugiados en Costa Rica, y parecía tan distraído como siempre.

—Suena bien —comentó. A partir de ese momento la gente de Praxis empezó a consultar con Art a diario para ver en qué podían ayudar para organizarlo todo. Art estuvo más ocupado que nunca en lo que los japoneses llamaban nema-washi, los preparativos de un acontecimiento: ideó sesiones de estrategia para un grupo organizativo y volvió a hablar con todo el mundo.

—El método de John Boone —comentó Coyote con su risa quebrada—. ¡Buena suerte!

Sax, que empacaba sus pocas pertenencias para la misión diplomática en la Tierra, dijo:

—Deberías invitar a… a las Naciones Unidas.

La aventura en la nieve había tranquilizado un poco a Sax; ahora tendía a observar las cosas que ocurrían alrededor como si estuviera aturdido, como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. Art le dijo con amabilidad:

—Sax, se acaba de luchar para echarlos del planeta.

—Sí —dijo Sax, mirando al techo—. Pero ahora podemos cooptarlos.

—¡Cooptar a la UN! —Art consideró la propuesta. Cooptar a las Naciones Unidas; sonaba bien. Sería un reto, diplomáticamente hablando.

Poco antes de que los embajadores partieran hacia la Tierra, Nirgal pasó por las oficinas de Praxis para despedirse. Al abrazar a su joven amigo, un miedo irracional se apoderó de Art. ¡Partía hacia la Tierra!

Nirgal estaba tan alegre como siempre y sus ojos oscuros chispeaban de excitación. Después de despedirse de los demás en la recepción, se sentó con Art en una esquina vacía del almacén.

—¿Estás seguro de que quieres ir? —preguntó Art.

—Del todo. Quiero conocer la Tierra.

Art agitó una mano, sin saber qué decir.

—Además —añadió Nirgal—, alguien tiene que ir allí y mostrarles quiénes somos.

—Nadie mejor que tú para eso, amigo mío. Pero ten cuidado con las metanacionales. Quién sabe lo que andarán tramando. Y vigila la comida… en las zonas afectadas por la inundación es muy probable que tengan problemas de salubridad. Y los vectores infecciosos. Y cuídate de las insolaciones, eres muy sensible…

Jackie Boone entró en la sala y Art interrumpió sus consejos, aunque Nirgal ya no le escuchaba, pues miraba a Jackie con una expresión vacía, como si se hubiera puesto una máscara. Y ninguna podía hacerle justicia, ya que la movilidad del rostro era su característica principal; no parecía él. Jackie advirtió ese cambio al instante. Su antiguo compañero la excluía… y ella le echó una mirada furibunda. Art comprendió que algo se había torcido. Los dos jóvenes parecían haberse olvidado de él, y se habría escabullido de la habitación si hubiera podido, pues se sentía como si sostuviera un pararrayos en medio de una tormenta. Pero Jackie seguía junto a la puerta y Art no se atrevió a moverse.

—Así que nos dejas —le dijo ella a Nirgal.

—Es sólo una visita.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué ahora? La Tierra no significa nada para nosotros.

—Es el lugar del que procedemos.

—No lo es. Procedemos de Zigoto. Nirgal negó con la cabeza.

—La Tierra es el planeta natal. Nosotros somos una extensión de ella aquí. Tenemos que relacionarnos con la Tierra.

Jackie agitó una mano con disgusto, o frustración.

—¡Te vas justo en el momento en que más te necesitamos!

—Míralo como una oportunidad.

—Lo haré —dijo ella bruscamente. Nirgal había conseguido ponerla furiosa—. Y no te gustará nada.

—Pero tendrás lo que quieres.

—¡Qué sabrás tú de lo que yo quiero! —dijo ella con fiereza.

Art sintió que se le erizaba el vello de la nuca; el rayo estaba a punto de caer. Él se habría definido como un indiscreto por naturaleza, casi como un voyeur, pero estar allí no era lo mismo, y descubrió que había algunas cosas que prefería no presenciar. Carraspeó, y el ruido sobresaltó a los dos jóvenes. Pasó junto a Jackie y salió de la habitación. A su espalda las voces se alzaron, amargas, acusadoras, llenas de dolor, frustración e ira.

Coyote miraba con gravedad a través del parabrisas mientras llevaba hacia el sur, al ascensor, a los embajadores que viajarían a la Tierra. Atravesaban despacio los barrios bombardeados que rodeaban el Enchufe, en la zona sudoeste de Sheffield, donde las calles habían sido diseñadas para acomodar enormes contenedores de mercancías; las grúas le daban al conjunto el aspecto ominoso de las construciones de Speer, inhumanas y ciclópeas. Sax le explicaba por enésima vez a Coyote que el viaje a la Tierra no apartaría a los viajeros del congreso constitucional, que ellos participarían a través del vídeo, que no acabarían como Thomas Jefferson en París, perdiéndoselo todo.

—Estaremos en Pavonis —dijo Sax—, en todo sentido necesario.

—Entonces, todo el mundo estará en Pavonis —comentó Coyote en tono lúgubre. El viaje a la Tierra de Sax, Maya, Michel y Nirgal no le hacía ninguna gracia, y tampoco parecía gustarle el congreso constitucional; nada le complacía esos días, estaba nervioso, inquieto, irritable—. Todavía no hemos salido del mal paso —murmuraba—, fíjense bien en lo que digo. Pronto tuvieron delante el Enchufe; el cable emergía negro y reluciente de la gran masa de hormigón, como un arpón clavado en Marte por los poderes terrenales, que lo aferraban con fuerza. Después de identificarse, los viajeros entraron en el complejo y avanzaron por un ancho y recto pasaje que desembocaba en la enorme cámara en la que el cable se encajaba en el anillo del Enchufe y quedaba suspendido sobre una red de pistas. El cable estaba tan exquisitamente equilibrado en su órbita que nunca tocaba Marte; el cabo de diez metros de diámetro flotaba en medio de la sala, y el anillo del techo no hacía sino estabilizarlo; en cuanto al resto, la posición dependía de los cohetes instalados a lo largo del cable y, sobre todo, del equilibrio entre la fuerza centrífuga y la gravedad, que lo mantenía en órbita areosincrónica.

Una hilera de cabinas flotaba en el aire, igual que el cable, aunque por una razón diferente, como suspendidas electromagnéticamente. Una de ellas levitó sobre una pista hasta el cable, se enganchó a la vía empotrada en el costado occidental, ascendió sin ruido y desapareció en el anillo a través de una puerta-válvula.

Los viajeros y sus escoltas salieron del coche. Nirgal estaba ausente, tenía ya la mente en el viaje; Maya y Michel parecían excitados; Sax era el mismo de siempre. Uno por uno abrazaron a Art y Coyote, empinándose hacia Art, inclinándose hacia Desmond. Todos hablaron a la vez, mirándose, tratando de asimilar el momento; sólo era un viaje, pero lo sentían como algo más. Al fin, los cuatro viajeros cruzaron la sala y se perdieron por una escalera de reacción que los llevó a la siguiente cabina del ascensor.

Coyote y Art se quedaron allí y miraron la cabina que flotaba hasta el cable, subía y desaparecía por la puerta-válvula. Una insólita expresión de preocupación, casi de miedo, crispaba el rostro asimétrico de Coyote. Aquél era su hijo, sí, y tres de sus mejores amigos, y viajaban a un lugar muy peligroso. Bueno, sólo era la Tierra, pero Art tuvo que admitir que entrañaba un cierto riesgo.

—Estarán bien —dijo Art, dándole un ligero apretón en el hombro al pequeño hombre—. Serán como estrellas de cine allí. Todo irá bien. — Seguramente sería así. Se sintió mejor tranquilizando a Coyote. Era el planeta natal, después de todo. Los humanos estaban hechos para vivir en él. Estarían bien, era el planeta natal; pero aun así…

En Pavonis Este, el congreso había comenzado.

Era obra de Nadia, en verdad. Ella trabajó en borradores parciales y la gente empezó a unírsele, y el proceso rápidamente adquirió grandes proporciones. Una vez que las reuniones se pusieron en marcha la gente se vio obligada a ir, pues de otro modo se arriesgaban a perder la oportunidad de hablar. Nadia se encogía de hombros si alguien se quejaba de que no estaban preparados, que tenían que organizarse mejor, que necesitaban saber más.

—Vamos —decía ella con impaciencia—. Ya que estamos aquí, manos a la obra.

Un grupo variable de unas trescientas personas empezó a reunirse diariamente en el complejo industrial de Pavonis Este. El almacén principal, diseñado para albergar porciones de pista y vagones de tren, era inmenso, y se instalaron oficinas de paredes móviles contra las paredes, de manera que el espacio central quedase disponible para colocar una colección más o menos circular de mesas mal emparejadas.

—Vaya —exclamó Art cuando las vio—, la mesa de mesas. Naturalmente había quienes querían una lista de delegados para saber a quién podían votar, quién hablaría, etcétera. Nadia, que estaba asumiendo la función de presidente, sugirió que se aceptara cualquier petición para presentarse como delegación, siempre que el grupo solicitante hubiese tenido una existencia tangible antes del comienzo del congreso.

—Podemos mostrarnos bastante receptivos.

Los eruditos constitucionales de Dorsa Brevia coincidieron en que el congreso debía ser dirigido por miembros de las delegaciones votantes, y sus conclusiones sometidas a sufragio popular.

Charlotte, que había colaborado en la redacción del documento de Dorsa Brevia doce años marcianos antes, había estado al frente de un grupo de trabajo, que preparaba planes de gobierno para cuando una revolución triunfara. No eran los únicos que habían tomado una iniciativa así; algunas escuelas de Fossa Sur y de la Universidad de Sabishii habían impartido cursos, y la mayoría de los nativos presentes en el almacén eran jóvenes versados en los temas que se abordaban.

—Da un poco de miedo —le comentó Art a Nadia—. Una revolución triunfa y un puñado de abogados sale de debajo de la mesa.

—Siempre.

El grupo de Charlotte había confeccionado una lista de los delegados potenciales a un congreso constitucional que incluía todos los asentamientos marcianos con una población superior a quinientos habitantes. Por tanto, algunas personas estarían representadas dos veces, señaló Nadia, por lugar de residencia y por afiliación política. Los pocos grupos que no estaban en la lista se quejaron a un nuevo comité, que permitió la inclusión de la mayoría de los solicitantes. Y Art llamó a Derek Hastings e invitó a la UNTA a enviar una delegación; el sorprendido Hastings respondió unos días después afirmativamente. Él mismo acudiría. Después de una semana de maniobras y de resolver muchas cuestiones al mismo tiempo, habían conseguido el consenso necesario para someter a voto la lista de delegados; y puesto que había sido tan inclusiva, fue aprobada casi por unanimidad. Y de pronto tenían un congreso de verdad, en el que participarían las siguientes delegaciones, formadas por entre uno y diez miembros:


Ciudades:

Acheron

Sheffield

Nicosia

Senzeni Na

Cairo

Mirador de Echus

Odessa

Dorsa Brevia

Harmakhis Vallis

Dao Vallis

Sabishii

Fossa Sur

Christianopolis

Rumi

Bogdanov Vishniac

Nueva Vanuatu

Hiranyagarba

Prometheus

Mauss Hyde

Gramsci

Nuevo Clarke

Mareotis

Punto Bradbury

Organización refugiados

Burroughs

Sergei Koroliov

Estación Libia

Cráter DuMartheray

Estación Sur

Reull Vallis

Caravasares sureños

Nuova Bologna

Nirgal Vallis

Montepulciano

Tharsis Tholus

Salientes

Plinto de Margaritifer

Caravasares del Gran Acantilado

Da Vinci

La Liga Elisia

La Puerta del Infierno


Partidos políticos y otras organizaciones:

Booneanos

Rojos

Bogdanovistas

Schnellingistas

Marteprimero

Marte Libre

El Ka

Praxis

Liga Qahiran Mahjari

Marte Verde

Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas

Kazake

Redacción de la Revista de estudios Areologicos

Autoridad del Ascensor Espacial

Democratacristianos

Comité de coordinación de la actividad económica metanacional

Neomarxistas boloñesos

Amigos de la Tierra

Biotique

Séparation de l'Atmosphére


Las reuniones generales empezaban por la mañana en torno a la mesa de mesas, y después se formaban numerosos grupitos de trabajo que se trasladaban a las oficinas del almacén o a los edificios cercanos. Todas las mañanas Art entraba en danza temprano y preparaba grandes cantidades de café, kava y kavajava, su favorito. Quizá no fuera una labor importante frente a la magnitud de la empresa que se desarrollaba, pero Art se sentía satisfecho. No dejaba de sorprenderse de que se estuviese celebrando un congreso, y al observar sus dimensiones se decía que ayudar a que se mantuviera en marcha sería su principal contribución. Él no era un experto y no tenía demasiadas ideas sobre lo que la constitución marciana debía incluir. Reunir a la gente era lo suyo, y ya lo había hecho, o lo habían hecho él y Nadia, porque ella se había puesto a la cabeza justo cuando la necesitaban. Era la única de los Primeros Cien en la que todo el mundo confiaba, lo cual le confería una cierta autoridad natural. Sin alboroto, casi inadvertidamente, ella estaba ejerciendo esa autoridad.

Y por eso fue un gran placer para Art convertirse, a todos los efectos, en el ayudante personal de Nadia. Le organizaba el día y hacía lo posible para asegurarse de que transcurriera sin contratiempos. Eso incluía en primer lugar preparar una buena taza de kavajava por la mañana, porque Nadia, como muchos congresistas, necesitaba de aquel empujón inicial hacia la sagacidad y la buena voluntad. Sí, pensaba Art, ayudante personal y dispensador de drogas, ésa era su función en aquel momento de la historia. Y se sentía feliz. Observar a la gente mirando a Nadia era un placer. Y también ver cómo ella devolvía las miradas: interesada, compasiva, escéptica, con una impaciencia súbita si pensaba que alguien le estaba haciendo perder el tiempo, con un destello de interés si le impresionaba una contribución. Y la gente advertía todo aquello, y deseaba complacerla. Intentaban ceñirse a los temas y contribuir a definirlos. Deseaban aquella mirada cálida en particular. Los ojos de Nadia eran en verdad extraños vistos de cerca: castaños, pero sembrados de innumerables partículas amarillas, negras, verdes, azules… Una mirada magnética. Nadia prestaba una profunda atención a las personas, deseosa de dar crédito, de apoyar, de asegurarse de que las opiniones no se perdían en la confusión; incluso los rojos, que la sabían enfrentada a Ann, confiaban en ella, porque no dudaban de que haría escuchar su voz. De manera que el trabajo se aglutinaba en torno a ella, y Art sólo tenía que mirarla trabajar y disfrutar, y ayudar cuando podía. Y los debates empezaron.

Durante la primera semana, muchas de las discusiones buscaban definir una constitución, qué forma debía tomar, y si era necesaria. Charlotte llamaba a esto el metaconflicto, la discusión sobre cuál era el tema de la discusión, algo de suma importancia, le comentó a Nadia cuando ésta miró de reojo con aire desdichado, «porque al definirlo definimos los límites de lo que decidiremos. Si decidimos incluir proposiciones económicas y sociales en la constitución, por ejemplo, eso difiere bastante de si simplemente nos atenemos a las cuestiones políticas o legales, o a una declaración general de principios».

Para ayudar a estructurar este debate, ella y los expertos de Dorsa Brevia habían traído varias «constituciones en blanco», que esbozaban distintos modelos de constitución simplemente cuando se llenaban los espacios en blanco, lo cual no impidió las objeciones de quienes mantenían que los aspectos sociales y económicos de la vida no debían estar sujetos a regulación. Los principales defensores de aquella forma de «estado mínimo» tenían credos muy dispares, constituyendo así un grupo de extraños compañeros de cama: anarquistas, libertarios, capitalistas neotradicionales, algunos verdes… Para los antiestatistas más radicales, designar un gobierno equivalía ya a una derrota, y consideraban que su papel en el congreso era procurar que se aprobara el mínimo de gobierno posible.

Sax supo de estas discusiones en una de las llamadas que hacían cada noche Art y Nadia, y declaró que meditaría seriamente en el tema, como era su costumbre.

—Se ha descubierto que unas pocas reglas simples pueden regular comportamientos muy complejos. Existe un modelo informático clásico para las bandadas de pájaros, por ejemplo, que sólo tiene tres reglas: mantener la distancia mínima entre individuos, no cambiar de velocidad bruscamente y evitar los objetos estacionarios. Esas reglas definen el modelo de vuelo de una bandada con bastante exactitud.

—De una bandada virtual tal vez —se mofó Nadia—. ¿Has observado alguna vez a los vencejos de las chimeneas al anochecer?

Después de una pausa llegó la respuesta de Sax.

—No.

—Bueno, pues échales un vistazo cuando llegues a la Tierra. Mientras tanto, no podemos tener una constitución que diga solamente «no cambien de velocidad bruscamente».

A Art la idea le parecía divertida, pero Nadia no le veía la gracia. No tenía demasiada paciencia para discutir las menudencias.

—¿No es eso el equivalente de permitir que las metanacionales lo dirijan todo? —dijo—. ¿Sería correcto permitirlo?

—No, no —protestó Mijail—. ¡No es eso lo que queremos decir!

—Pues se parece bastante. Y para algunos es una especie de tapadera, un simulacro de principio que en realidad pretende mantener las reglas que protegen sus propiedades y privilegios, y que lo demás se vaya al infierno.

—No, de ninguna manera.

—Entonces deben probarlo en la mesa. Tienen que presentar argumentos, y discutirlos punto por punto.

E insistía tanto, no regañándolos como habría hecho Maya, sino simplemente mostrándose inflexible, que tuvieron que acceder: todo estaba sobre la mesa, al menos para discutirlo. Por tanto las distintas constituciones en blanco tenían su razón de ser, como puntos de partida, y en consecuencia tenían que ponerse a trabajar. Se votó y la mayoría decidió que valía la pena intentarlo.

Y allí estaban, habían salvado el primer escollo. Todos habían acordado trabajar de acuerdo con el mismo plan. Era sorprendente, pensaba Art, que pasaba zumbando de una reunión a otra, lleno de admiración por Nadia. Ella no era una diplomática típica, de ningún modo seguía el modelo de recipiente vacío al que aspiraba Art; pero las cosas se hacían. Nadia tenía el carisma de la sensatez. Cada vez que pasaba junto a ella la abrazaba, le besaba la coronilla; la amaba. Y Art correteaba de aquí para allá con todo ese bienestar y lo derramaba en todas las sesiones que visitaba, atento a cualquier detalle que le indicara cómo mantener las cosas en marcha. Con frecuencia sólo era cuestión de proporcionarle a la gente comida y bebida, de manera que pudieran trabajar todo el día sin volverse irritables.

La mesa de mesas estaba llena a todas horas: jóvenes valkirias de rostros frescos que se alzaban sobre ancianos veteranos curtidos por el sol; todas las razas, todos los tipos; eso era Marte en el año marciano 52, una suerte de naciones unidas defacto a su aire, con toda la susceptibilidad potencial de un cuerpo notoriamente susceptible. Algunas veces, observando los rostros dispares y escuchando la babel de lenguas, Art se sentía casi abrumado por tanta variedad.

—Ka, Nadia —dijo en una ocasión, mientras comían bocadillos y repasaban las notas del día—, ¡estamos intentando redactar una constitución que todas las culturas terranas puedan aceptar!

Ella apartó el problema con un ademán mientras mascaba.

—Ya iba siendo hora —comentó.

Charlotte sugirió que tomaran la declaración de Dorsa Brevia como punto de partida lógico para discutir cuáles serían los contenidos de la constitución. La sugerencia provocó aún más problemas que las constituciones en blanco, porque los rojos y varias delegaciones discrepaban en algunos de los puntos de la vieja declaración, y afirmaban que utilizarla sería encauzar el congreso de manera tendenciosa desde el principio.

—¿Y qué? —dijo Nadia—. Podemos cambiarla palabra por palabra si queremos, pero tenemos que empezar por algún sitio.

Este punto de vista era popular entre la mayoría de los antiguos grupos de la resistencia, muchos de los cuales habían estado presentes en Dorsa Brevia en M-39. La declaración seguía siendo el esfuerzo más fructífero de la resistencia por consignar los puntos de coincidencia generales en los tiempos en que no tenían poder, y parecía adecuado empezar por ahí. Les daba un cierto precedente, una cierta continuidad histórica.

Cuando le echaron una ojeada, sin embargo, descubrieron que la vieja declaración era aterradoramente radical. ¿Nada de propiedad privada? ¿Nada de apropiarse de los excedentes? ¿De verdad habían aprobado todo aquello? ¿Cómo se suponía que iban a funcionar las cosas? Los asistentes estudiaban detenidamente las desnudas declaraciones no vinculantes y sacudían la cabeza. La declaración no se había molestado en definir cómo se alcanzarían todos aquellos nobles objetivos, sólo los había enumerado. El sistema de las tablas de piedra, como Art lo definió. Pero ahora la revolución había triunfado y había llegado el momento de hacer algo en el plano real. ¿Podían mantener conceptos tan radicales como los de la declaración de Dorsa Brevia?

Era difícil saberlo.

—Al menos podemos discutir los puntos —dijo Nadia.

Y además de los puntos, en las pantallas de todos estaban las constituciones en blanco con sus títulos, que sugerían por sí mismos los numerosos problemas a los que tendrían que enfrentarse: «Estructura de gobierno, Ejecutivo; Estructura de gobierno, Legislativo; Estructura de gobierno, Judicial; Derechos de los ciudadanos; Ejército y policía; Sistema tributario; Procedimientos electivos; Legislación sobre propiedad; Sistemas económicos; Legislación medioambiental; Procedimiento para las enmiendas», y así hasta un largo etcétera de páginas en blanco que debían llenar; se hacían juegos malabares en las pantallas, se revolvía, se formateaba, se discutía hasta la saciedad.

—Sólo hay que ir llenando los blancos —cantó una noche Art, mientras miraba por encima del hombro de Nadia un diagrama particularmente inhóspito, que parecía salido de una de las combinatoires alquímicas de Michel. Y Nadia rió.

Los grupos de trabajo se consagraron a los diferentes aspectos del gobierno bosquejado en una de las constituciones en blanco, llamada ahora el blanco de los blancos. Partidos políticos y grupos de interés gravitaban en torno a las cuestiones que más les concernían, y las delegaciones de las numerosas ciudades-tienda eligieron, o recibieron, las restantes áreas. A partir de ahí, era cuestión de ponerse a trabajar.

Por el momento, el grupo técnico del Cráter Da Vinci mantenía el control del espacio marciano. Estaban impidiendo a los transbordadores espaciales atracar en Clarke o aerofrenar en la órbita marciana. Nadie creía que con esa simple acción tendrían garantizada la libertad, pero les proporcionaba un cierto espacio físico y psíquico en el que trabajar; ése era el regalo de la revolución. Se sentían espoleados además por el recuerdo de la batalla por Sheffield; el miedo a una guerra civil había arraigado profundamente en todos. Ann se había exiliado junto con los miembros del Kakaze, y los sabotajes en las tierras del interior eran el pan de cada día. Algunas tiendas se habían declarado independientes, y quedaban aún algunos núcleos de resistencia metanacional; reinaba el desorden general y una sensación de confusión apenas disimulada. Se encontraban en una burbuja de la historia, que podía colapsarse en cualquier momento, y si no actuaban con presteza, se colapsaría. Hablando en plata, había llegado el momento de actuar.

Eso era lo único en que todos estaban de acuerdo, pero era de importancia capital. A medida que pasaban los días, fue surgiendo un grupo de gente laboriosa, reconocible por su voluntad de llevar a cabo el trabajo, por el deseo de terminar párrafos antes que por su posición. Inmersos en el debate general, estas personas perseveraban, guiadas por Nadia, que tenía una habilidad especial para reconocerlas y facilitarles toda la ayuda posible.

Mientras tanto, Art correteaba de un lado a otro, como siempre. Se levantaba temprano y proporcionaba alimentos, bebidas e información concerniente al trabajo que se estaba desarrollando en las diferentes salas. Tenía la impresión de que las cosas marchaban bastante bien. Muchos de los subgrupos se habían tomado muy en serio la responsabilidad de rellenar los apartados en blanco: redactaban y volvían a redactar borradores, se ponían de acuerdo sobre ellos, concepto por concepto, frase por frase. Les alegraba ver aparecer a Art en el curso del día, porque él representaba el descanso, algo de comer, algunos chistes. Uno de los grupos que trabajaban en los aspectos judiciales le pegó unas alas de espuma en los zapatos y lo envió con un mensaje cáustico a un grupo que se ocupaba del ejecutivo y con el que andaban a la greña. Complacido, Art se dejó las alas, ¿por qué no? Lo que estaban haciendo tenía una suerte de absurda majestad, o en todo caso era un majestuoso absurdo: reescribían las reglas, y él volaba de aquí para allá como Hermes o Puck. Volaba durante las largas horas, hasta la noche, y cuando las sesiones se suspendían, al caer la tarde, regresaba a las oficinas de Praxis que compartía con Nadia y comían juntos y comentaban los progresos del día y llamaban a la delegación en viaje hacia la Tierra y conversaban con ellos. Y tras eso, Nadia regresaba al trabajo y se instalaba ante la pantalla, y por lo general acababa durmiéndose allí. Entonces Art regresaba al almacén, y a los edificios y rovers apiñados en torno. Como estaban celebrando el congreso en una tienda de almacenaje, no disfrutaban del mismo marco festivo que reinaba en Dorsa Brevia después de las horas de trabajo; pero los delegados a menudo se quedaban sentados en el suelo de las habitaciones, bebiendo y hablando del trabajo del día o de la reciente revolución. Muchos de ellos ni siquiera se conocían, pero empezaban a hacerlo. Nacían relaciones de todo tipo: amistades, amoríos, enemistades. Era un buen momento para hablar y aprender acerca de lo que en verdad estaba ocurriendo en el congreso diurno; era la otra cara del congreso, la hora social, diseminada por las habitaciones de hormigón. Art la disfrutaba. Y de pronto llegaba el momento en que se dejaba caer contra la pared, abatido por una oleada de somnolencia que a veces ni siquiera le dejaba tiempo ara llegar tambaleándose a la oficina, al sofá contiguo al de Nadia; se dejaba caer en el suelo y allí dormía, y se despertaba tieso de frío y se encaminaba presuroso al baño, tomaba una ducha y de vuelta a las cocinas, a preparar el kava y el java. Sus días se desdibujaban en esa rutina; le parecía glorioso.

En las sesiones sobre las diferentes materias, los participantes se veían obligados a resolver cuestiones de escala. Sin naciones, sin unidades políticas naturales o tradicionales, ¿quién gobernaba qué? ¿Y cómo encontrarían el equilibrio entre lo local y lo global, entre el pasado y el futuro, entre las numerosas culturas ancestrales y la cultura marciana única?

Sax, que estudiaba este problema tenaz desde la nave en tránsito a la Tierra, envió un mensaje en el que proponía que las ciudades-tienda y los cañones cubiertos se convirtieran en las unidades políticas principales: ciudades-estado por encima de las cuales no hubiera otra unidad política mayor que el gobierno global, que se limitaría a regular cuestiones globales. De ese modo, serían locales y globales, pero no habría naciones-estado en medio.

La reacción a esta propuesta fue bastante positiva. Para empezar, tenía la ventaja de que se ajustaba a la situación existente. Mijail, líder del partido bogdanovista, señaló que era una variante de la antigua comuna de comunas, y puesto que la sugerencia había partido de Sax, muy pronto fue conocida como el plan del «laboratorio de laboratorios». Pero el problema de fondo persistía, como se apresuró a señalar Nadia; Sax se había limitado a definir lo local y lo global. Todavía tenían que analizar cuánto poder tendría la confederación global sobre las ciudades-estado semiautónomas. Demasiado, volvían otra vez a un gran estado centralizado, Marte mismo como nación, una perspectiva que la mayoría de las delegaciones aborrecía.

—Pero si es demasiado restringido —declaró Jackie enfáticamente en el seminario sobre derechos humanos—, habrá tiendas que decidan que la esclavitud es admisible, o la mutilación sexual femenina, o cualquier otro crimen basado en la barbarie terrana, excusable en nombre de los «valores culturales». Y eso es inaceptable.

—Jackie tiene razón —dijo Nadia, hecho suficientemente inusual como para llamar la atención de los asistentes—. Afirmar que algún derecho fundamental es ajeno a una cultura… apesta, no importa quién lo diga, fundamentalistas, patriarcas, leninistas, metanacs, cualquiera. No se saldrán con la suya aquí, no si yo puedo evitarlo.

Art advirtió que más de un delegado fruncía el entrecejo ante esta declaración, que sin duda les parecía una versión del secular relativismo de Occidente o hasta del hipernorteamericanismo de John Boone. La oposición a las metanacs incluía a muchos que intentaban preservar viejas culturas, y éstas a menudo mantenían sus jerarquías casi intactas; a los que ocupaban los escalones superiores en esas jerarquías les gustaba esa forma de vida, igual que a un número sorprendentemente elevado de los que ocupaban los escalones inferiores.

Los jóvenes nativos marcianos, sin embargo, parecían sorprendidos de que aquello se discutiese siquiera. Para ellos los derechos fundamentales eran innatos e irrevocables, y cualquier desafío les parecía una más de las cicatrices emocionales que los issei revelaban como resultado de sus traumáticas y disfuncionales educaciones terranas. Ariadne, una de las nativas más prominentes, se levantó para decir que el grupo de Dorsa Brevia había estudiado muchas declaraciones de derechos humanos terranas y que habían confeccionado una lista propia de derechos fundamentales del individuo, que se podía someter a discusión o, insinuó, aprobar sin más. Algunos rebatieron este o aquel punto, pero más o menos de forma unánime se decidió que era necesario tener una declaración de derechos de algún tipo sobre la mesa. De modo que muchos valores imperantes en Marte en el año 52 estaban a punto de ser codificados y pasar a ser el componente principal de la constitución.

La naturaleza exacta de esos derechos era todavía materia de controversia. Los llamados «derechos políticos» en general se consideraban «evidentes»: aquello que los ciudadanos podían hacer libremente, lo que el gobierno tenía prohibido hacer, hábeas corpus, libre circulación, libertad de expresión, de asociación, de religión, prohibición de armamentos… todo esto fue aprobado por una vasta mayoría de nativos marcianos, aunque algunos issei originarios de lugares como Singapur, Cuba, Indonesia, Tailandia y China miraban con recelo tanto énfasis en la libertad individual. Otros delegados tenían reservas sobre una clase distinta de derechos, la de los llamados «derechos sociales o económicos», como por ejemplo el derecho a una vivienda, atención médica, educación, empleo, una parte de los beneficios generados por el uso de los recursos naturales, etcétera. A muchos delegados issei con experiencia real en gobiernos terranos les preocupaba bastante este sector de derechos, y señalaban que era peligroso incluirlos en la constitución. Se había hecho en la Tierra, dijeron, para descubrir que era imposible mantener esas promesas, y la constitución que los garantizaba empezó a verse como un truco publicitario del que todos se burlaban, y que había acabado siendo un mal chiste.

—Incluso así —dijo Mijail con acritud—, si no puedes permitirte tener un hogar, entonces es tu derecho al voto lo que es un mal chiste.

Los jóvenes nativos compartían este parecer, igual que muchos otros. De manera que los derechos económicos o sociales también estaban sobre la mesa, y las discusiones sobre cómo iban a garantizarse en la práctica ocuparon más de una larga sesión.

—Político, social, es todo lo mismo —dijo Nadia—. Hagamos que todos los derechos funcionen.

El trabajo continuaba, tanto alrededor de la gran mesa como en las oficinas donde se reunían los subgrupos. Incluso la UN estaba presente, en la persona de Derek Hastings, que había bajado del ascensor y participaba vigorosamente en los debates; su opinión tenía un peso peculiar. Incluso empezaba a mostrar síntomas del síndrome de Estocolmo, pensó Art: cuanto más tiempo pasaba discutiendo con unos y otros en el almacén, más comprensivo era. Y eso afectaría a sus superiores en la Tierra.

Los comentarios y sugerencias llovían de todo Marte, y desde la Tierra también, llenaban las pantallas que cubrían una de las paredes de la gran sala. El interés por lo que estaba ocurriendo en el congreso era alto, y rivalizaba incluso con la gran inundación de la Tierra en la atención del público.

—La telenovela del momento —le dijo Art a Nadia.

Todas las noches los dos se encontraban en la pequeña oficina y hacían la llamada habitual a Nirgal y los otros. La demora de las respuestas de los viajeros iba aumentando, pero a ellos no les importaba; tenían mucho en qué pensar mientras esperaban.

—El problema local contra global va a ser duro de pelar —comentó Art una noche—. Es una verdadera contradicción, pienso. Me refiero a que no es sólo el resultado de un pensamiento confuso. Queremos desde luego un cierto control global, y sin embargo, queremos también libertad para las tiendas. Dos de nuestros valores fundamentales están en contradicción.

—Tal vez sirva el sistema suizo —sugirió Nirgal unos minutos después—. Eso es lo que John Boone solía decir siempre.

Pero a los suizos de Pavonis la idea no les entusiasmaba lo más mínimo.

—Sería mejor un contramodelo —dijo Jurgen, con una mueca—. Estoy en Marte a causa del gobierno federal suizo. Lo sofoca todo. Necesitas permiso hasta para respirar.

—Y los cantones ya no tienen ningún poder —añadió Priska—. El gobierno federal se lo arrebató.

—En algunos de los cantones eso fue apropiado —señaló Jurgen.

—Más interesante que Berna sería el Graubunden, la Liga Gris — continuó Priska—. Una confederación abierta de ciudades en el sudeste suizo que existía hace cuatrocientos años. Una organización muy provechosa.

—¿Podrías hacernos llegar toda la información disponible sobre ella?

—dijo Art.

La noche siguiente él y Nadia estudiaron las descripciones del Graubunden que Priska había enviado. Bien, durante el Renacimiento los asuntos eran en cierto modo simples, pensó Art. Tal vez se equivocaba, pero por alguna razón los acuerdos extremadamente abiertos de las pequeñas ciudades suizas de montaña no parecían aplicables a las densamente interconectadas economías de los asentamientos marcianos. El Graubunden no había tenido que preocuparse de si generaba cambios no deseados en la presión atmosférica, por ejemplo. No, lo cierto era que se encontraban en una situación nueva. No existía ninguna analogía histórica que pudiera ayudarlos.

—Hablando de lo local contra lo global —dijo Irishka—, ¿qué hay de la tierra que queda fuera de las tiendas y de los cañones cubiertos? —La mujer había emergido como líder de los rojos presentes en Pavonis, una moderada que podía hablar en nombre de casi todas las facciones del movimiento rojo, y que por tanto se había ido convirtiendo en una figura poderosa con el paso de las semanas.— Eso representa el grueso de la tierra de Marte, y en Dorsa Brevia acordamos que no podía pertenecer a nadie, que todos la administraríamos en comunidad. La cosa ha funcionado bien hasta el momento, pero a medida que crezca la población y se construyan nuevas ciudades, va a suponer un problema cada vez más complicado decidir quién la controla.

Art suspiró. Tenía razón, pero la cuestión era demasiado compleja para ser bienvenida. Hacía poco había resuelto concentrar el grueso de su esfuerzo en atacar lo que Nadia y él considerasen el problema pendiente más difícil, y en teoría tendría que alegrarse de haberlo encontrado. Pero ellos eran a veces tan complicados…

Como en este caso. El uso de la tierra, la objeción roja: un nuevo aspecto del problema global-local, pero ostensiblemente marciano. No existían precedentes. Con todo, como seguramente era el problema pendiente más importante…

Art fue a hablar con los rojos. Lo recibieron Marión, Irishka y Tiu, uno de los compañeros de creciente de Nirgal y Jackie en Zigoto, y lo llevaron a su campamento de rovers. Esto alegró a Art, porque significaba que a pesar de su pasado en Praxis lo veían como una figura neutral o imparcial, como él quería ser. Un gran recipiente vacío, lleno de mensajes, que pasaba de unos a otros.

El campamento de los rojos estaba al oeste de los almacenes, en el borde de la caldera. Se sentaron con Art en uno de los espaciosos compartimientos superiores, bajo el resplandor del sol poniente, y hablaron y contemplaron el gigantesco paisaje recortado de la caldera.

—Así pues, ¿qué les gustaría ver en esta constitución? —dijo Art. Bebía el té que le habían ofrecido. Sus anfitriones se miraron, algo sorprendidos. Al fin Marión habló.

—Lo ideal sería que viviésemos en el planeta original, en cuevas de los riscos, o en el borde vaciado de los cráteres. Nada de ciudades ni de terraformación.

—Tendrían que vestir trajes para siempre.

—Eso no nos importa.

—Bien. —Art meditó.— Muy bien, pero empecemos desde este momento. Dada la situación actual, ¿qué les gustaría que ocurriese ahora?

—Que no se terraformara más.

—Que el cable desapareciera y no hubiese más inmigración.

—De hecho no estaría mal que algunos volvieran a la Tierra.

Callaron y lo observaron. Art trató de no dejar traslucir su consternación.

—¿No creen probable que la biosfera continúe desarrollándose por su cuenta a estas alturas? —preguntó.

—No es seguro —dijo Tiu—. Pero si se detiene el bombeo industrial, cualquier desarrollo futuro se produciría mucho más despacio. Tal vez incluso retroceda, como ahora, con la edad glacial que está comenzando.

—¿No es eso lo que algunos llaman ecopoesis?

—No. Los ecopoetas sólo usan métodos biológicos, pero de manera muy intensiva. Nuestro parecer es que todos tienen que suspender su actividad, ecopoetas, industrialistas o lo que sean.

—Pero sobre todo los métodos industriales pesados —dijo Marión—. Y muy especialmente la inundación del norte. Eso es criminal. Volaremos esas estaciones sin importar lo que se decida aquí si no se detienen.

Art señaló la enorme caldera rocosa.

—Las zonas más altas se conservan casi en el mismo estado, ¿no es cierto?

Detestaban tener que admitir que así era, y por eso Irishka dijo:

—Incluso las zonas más altas revelan depósitos de hielo y vida vegetal. No olvides que la atmósfera se eleva mucho aquí. Ningún lugar escapa cuando los vientos son fuertes.

—¿Y si cubriésemos las cuatro grandes calderas con tiendas? — propuso Art—. Para mantener el espacio interior estéril, y la presión atmosférica y la mezcla de gases originales. Serían vastos parques naturales, preservados en su estado primitivo.

—Sólo serían parques.

—Lo sé. Pero tenemos que trabajar con lo que tenemos ahora. No podemos regresar al primer año marciano y recomenzar. Y dada la situación actual, sería bueno conservar tres o cuatro lugares en su estado original, o casi.

—También estaría bien proteger algunos cañones —dijo Tiu, titubeante. Era evidente que no habían considerado esa posibilidad antes, y que tampoco les satisfacía en exceso. Pero la situación presente no se desvanecería como por ensalmo; tenían que empezar desde allí.

—O la Cuenca de Argyre.

—Como mínimo, mantener Argyre seca. Art habló con tono alentador.

—Combinen esa clase de conservación con los límites de la atmósfera fijados en el documento de Dorsa Brevia. Eso supone un techo de respiración de cinco mil metros, y queda infinidad de tierra por encima de ese nivel. No hará desaparecer el océano boreal, aunque nada lo hará a estas alturas. Alguna forma de ecopoesis lenta es lo mejor a lo que pueden aspirar ahora.

Tal vez estaba exponiendo el asunto de una manera demasiado descarnada. Los rojos miraron el fondo de la caldera de Pavonis con expresión de desaliento, sumidos en sus pensamientos.

—Diría que los rojos subirán a bordo —le dijo Art a Nadia—. ¿Cuál crees que es el peor de los problemas pendientes?

—¿Qué? —murmuró ella. Casi se había dormido escuchando el sonido metálico del viejo jazz en su IA—. Ah, Art. —Hablaba en voz baja y sosegada, con un leve pero perceptible acento ruso. Estaba medio tendida en el sofá y había bolas de papel desparramadas a sus pies, en el suelo, piezas de alguna estructura que estaba construyendo. El estilo de vida marciano. Art contempló el rostro oval bajo un casquete de pelo cano y lacio en el que las arrugas de la piel parecían desdibujarse, como si ella fuera un guijarro en la corriente de los años. Abrió los ojos moteados, luminosos y arrebatadores bajo las cejas cosacas. Un rostro hermoso, que miraba a Art totalmente relajado—. El problema siguiente.

—Sí.

Ella sonrió. ¿De dónde venía aquella calma, aquella sonrisa serena? Esos días no parecía preocuparse por nada. A Art le sorprendía, porque se encontraban en la cuerda floja política. Pero no era más que política, no la guerra. Y de la misma manera que durante la revolución Nadia había estado terriblemente asustada, siempre tensa, esperando el desastre, ahora parecía disfrutar de cierta calma, como si pensara: nada de lo que ocurre aquí importa demasiado; jugueteen tanto como quieran con los detalles; mis amigos están a salvo, la guerra ha terminado, lo que queda es una especie de juego, o como el trabajo de construcción, lleno de placeres.

Art rodeó el sofá, se colocó detrás de Nadia y empezó a masajearle los hombros.

—Ah —suspiró ella—. Problemas. Caramba, hay un montón de problemas peliagudos.

—¿Cuáles?

—Me pregunto si los mahjaris serán capaces de adaptarse a la democracia. Me pregunto si todos aceptarán la economía de Vlad y Marina. Si podremos formar una policía decente. Si Jackie intentará crear un sistema con una presidencia fuerte y utilizar la superioridad numérica de los nativos para convertirse en reina. —Miró por encima del hombro y rió al ver la expresión de Art.— Me pregunto muchas cosas. ¿Quieres que siga?

—Mejor que no. Nadia rió.

—Pues tú sí que vas a seguir. Es un masaje muy agradable. Esos problemas… no son tan difíciles. Sólo tenemos que ir a la mesa y seguir machacando. No estaría mal que hablaras con Zeyk.

—De acuerdo.

—Pero no dejes de masajearme el cuello.

Art habló con Zeyk y Nazik esa misma noche, después de que Nadia se quedara dormida.

—¿Qué es lo que piensan los mahjaris de todo esto? Zeyk gruñó.

—Por favor, no hagas preguntas estúpidas —dijo—. Los sunníes están en guerra con los chiítas, el Líbano está devastado, los estados pobres en petróleo aborrecen a los estados ricos en petróleo, los países del norte de África han formado una metanacional, Siria e Irak se odian, Irak y Egipto se odian, todos odiamos a los iraníes, excepto los chiítas, y todos odiamos a Israel, por supuesto, y también a los palestinos. Y aunque yo procedo de Egipto, en realidad soy un beduino, y despreciamos a los egipcios del Nilo, y tampoco nos llevamos demasiado bien con los beduinos del Jordán. Y todo el mundo odia a los saudíes, que son todo lo corruptos que se puede llegar a ser. Así que, si me preguntas qué piensan los árabes, ¿qué puedo decirte? —Y meneó la cabeza con aire sombrío.

—Suponía que la considerarías una pregunta estúpida —dijo Art—. Perdona. Estaba pensando en circunscripciones electorales, es una mala costumbre. A ver qué te parece esto: ¿qué me dices de lo que tú piensas?

Nazik se echó a reír.

—Podrías preguntarle qué piensa el resto de los Qahiran Mahjaris. Lo sabe demasiado bien.

—Demasiado bien —repitió Zeyk.

—¿Crees que aceptarán la sección de derechos humanos? Zeyk frunció el ceño.

—Sin duda, firmaremos la constitución.

—Pero esos derechos… tengo entendido que aún no existe ninguna democracia árabe.

—Hombre… Está Egipto, Palestina… De todas maneras, es Marte lo que nos concierne. Y aquí cada caravana ha constituido su propio estado desde el principio.

—¿Líderes fuertes, líderes hereditarios?

—Hereditarios, no. Fuertes, sí. No creemos que la nueva constitución vaya a poner fin a eso, en ningún lugar. ¿Por qué habría de hacerlo? Tú mismo eres un líder poderoso.

Art rió, incómodo.

—Sólo soy un mensajero. Zeyk sacudió la cabeza.

—Cuéntaselo a Antar. Ahí es adonde tienes que ir si quieres saber lo que piensan los Qahiran. Él es nuestro rey ahora.

Por su expresión parecía que aquello le resultaba amargo, y Art dijo:

—¿Qué crees que quiere él?

—No es más que el juguete de Jackie —musitó Zeyk.

—Diría que eso es un punto en su contra. Zeyk se encogió de hombros.

—Depende de con quién hables —dijo Nazik—. Para los viejos inmigrantes musulmanes, es una mala asociación, porque aunque Jackie es poderosa, ha tenido más de un consorte, y por eso la posición de Antar es…

—Comprometida —sugirió Art, anticipándose a alguna palabra menos caritativa del furioso Zeyk.

—Sí —dijo Nazik—. Pero, por otro lado, Jackie es muy influyente. Y todos aquellos que lideran ahora Marte Libre pueden obtener todavía más poder en el nuevo estado. Y a los jóvenes árabes les gusta eso. Son más nativos que árabes, me parece. Les importa más Marte que el Islam. Desde ese punto de vista, una estrecha asociación con los ectógenos de Zigoto es provechosa. Los ectógenos son vistos como los líderes naturales del nuevo Marte, sobre todo Nirgal, por supuesto, pero como él está en la Tierra se ha producido una cierta transferencia de su influencia a Jackie y su banda. Y por tanto, a Antar.

—Ese chico no me gusta nada —dijo Zeyk. Nazik sonrió a su marido.

—Lo que no te gusta es que hay muchos nativos musulmanes que lo siguen a él y no a ti. Pero ya somos viejos, Zeyk. Ya es hora de retirarnos.

—No veo por qué —objetó Zeyk—. Sí vamos a vivir mil años, ¿qué cambian cien años más o menos?

Art y Nazik se rieron del comentario, y una fugaz sonrisa se dibujó en el rostro de Zeyk. Era la primera vez que Art lo veía sonreír.

En realidad, la edad no importaba. La gente deambulaba de aquí para allá, viejos o jóvenes, o de una edad intermedia, discutían y conversaban, y hubiera sido en verdad extraño que las expectativas de vida influyeran en el curso de esas discusiones.

Y la juventud o la vejez no eran centro de atención del movimiento nativo de todas maneras. Si uno había nacido en Marte, la perspectiva era diferente, areocéntrica de una forma que un terrano ni siquiera podía sospechar, no sólo por el complejo conjunto de areorrealidades que habían conocido desde el nacimiento, sino también a causa de lo que desconocían. Los terranos sabían cuan vasta era la Tierra, mientras que para los nacidos en Marte esa vastedad cultural y biológica era inimaginable. Habían visto las imágenes de las pantallas, pero eso no bastaba. Ésa era una de las razones por las que Art se alegraba de que Nirgal hubiese elegido unirse a la misión diplomática a la Tierra: así sabría contra qué luchaban.

Pero la gran mayoría de los nativos, no. Y la revolución se les había subido a la cabeza. A pesar de su inteligencia en la mesa a la hora de moldear la constitución de manera que los privilegiara, en algunos aspectos básicos eran demasiado ingenuos: no podían ni imaginar las pocas probabilidades que tenían de conseguir la independencia, ni tampoco lo fácil que era perderla. Y por eso estaban presionando hasta el límite, dirigidos por Jackie, que navegaba por el complejo de almacenes tan bella y entusiasta como siempre, ocultando su deseo de poder tras su amor por Marte y su devoción por los ideales de su abuelo, y tras su buena voluntad esencial, rayana en la inocencia, la joven universitaria con el deseo ferviente de que el mundo fuera justo.

O eso parecía. Pero ella y sus colegas de Marte Libre también parecían desear el control de la situación. La población marciana era de doce millones de personas, y siete de esos millones habían nacido allí; y podía afirmarse que casi todos esos nativos apoyaban a los partidos políticos nativos, en particular a Marte Libre.

—Es peligroso —dijo Charlotte cuando Art sacó a relucir el tema durante la reunión nocturna con Nadia—. Cuando tienes una nación formada por un montón de grupos que se miran con recelo, y uno de ellos está en clara mayoría, tienes lo que llaman «votación por censo», en la cual los políticos representan a sus grupos y obtienen sus votos, y los resultados de las elecciones son siempre sólo un reflejo numérico. En esa situación, el resultado se repite una y otra vez, de manera que el grupo mayoritario monopoliza el poder, y las minorías se sienten impotentes y con el tiempo se rebelan. Algunas de las guerras civiles más cruentas de la historia empezaron en esas circunstancias.

¿Y qué podemos hacer? —preguntó Nadia.

—Bien, ya estamos tomando algunas medidas al diseñar estructuras que distribuyen el poder y minimizan los peligros del dominio de la mayoría. La descentralización es importante, porque crea numerosas mayorías locales pequeñas. Otra estrategia es idear un sistema madisoniano de controles y equilibrio, de manera que el gobierno sea algo así como un entrelazamiento de fuerzas en competencia. La denominan poliarquía, y reparte el poder entre el mayor número posible de grupos.

—Creo que en este momento somos demasiado poliárquicos —dijo Art.

—Tal vez. Otra táctica es desprofesionalizar el gobierno. Conviertes una buena parte de la labor gubernativa en una obligación pública, como la de ejercer como jurado, y reclutas por sorteo a ciudadanos corrientes para ocupar los cargos durante períodos cortos. Reciben orientación profesional, pero son ellos quienes toman las decisiones.

—Nunca había oído nada semejante —dijo Nadia.

—Es natural. Se ha propuesto muchas veces, pero nunca se ha llevado a la práctica. Sin embargo, creo que vale la pena considerarlo. Tiende a convertir el poder más en una carga que en una ventaja. Un día recibes una carta y, oh, no, te ha tocado servir dos años en el congreso. Es una lata, pero también es una distinción, la oportunidad de añadir algo al discurso público. El gobierno de los ciudadanos.

—Me gusta —dijo Nadia.

—Otra manera de limitar el abuso de poder de las mayorías es votar mediante alguna versión del sistema electoral australiano, en el que los votantes eligen dos o más candidatos en orden de preferencia, hasta tres opciones. Los candidatos obtienen un número determinado de puntos según el orden que ocupan, de manera que para ganar las elecciones tienen que recurrir a gente que no es de su partido. Eso tiene un efecto moderador en los políticos, y a la larga crea una confianza entre los distintos grupos que no existía antes.

—Interesante —exclamó Nadia—. Como los modillones en un muro.

—Sí. —Charlotte mencionó varios ejemplos de «sociedades terranas fracturadas» que habían remediado sus disensiones internas mediante una estructura gubernamental inteligente: Azania, Camboya, Armenia… Art se sorprendió, pues aquéllos habían sido países muy sangrientos.

—Parece que las estructuras políticas por sí solas pueden lograr mucho —comentó.

—Es cierto —dijo Nadia—, pero nosotros todavía no tenemos que lidiar con todos esos odios. Lo peor que tenemos aquí son los rojos, y han quedado en cierta manera marginados por el grado de terraformación ya alcanzado. Apuesto a que podríamos usar esos métodos para arrastrarlos a participar en el proceso.

Era evidente que las opciones que había descrito Charlotte la habían animado enormemente; al fin y al cabo eran estructuras. Ingeniería imaginaria, que sin embargo se parecía a la ingeniería real. Nadia empezó a teclear en el ordenador, esbozando estructuras como si trabajara en un edificio, con una pequeña sonrisa estirándole la boca.

—Te sientes feliz —musitó Art.

Ella no le oyó. Pero esa noche, durante la conversación por radio con los viajeros, le dijo a Sax:

—Fue muy agradable descubrir que la ciencia política había abstraído algo útil de todos estos años.

Ocho minutos más tarde, llegó al contestación de Sax.

—Nunca entendí por qué la llaman así.

Nadia rió y el sonido de su risa llenó de felicidad a Art. ¡Nadia Cherneshevski, estallando de alegría! Y de pronto Art supo que lo conseguirían.

Art regresó a la gran mesa, dispuesto a afrontar otro problema de difícil solución. Eso le llevó de nuevo a la Tierra. Había un centenar de problemas pendientes, al parecer de poca entidad, hasta que los abordabas y descubrías que eran insolubles. En medio de tantas disputas era difícil distinguir señales de algún acuerdo. En algunos temas, de hecho, parecía que las disensiones se agudizaban. Los puntos centrales del documento de Dorsa Brevia encrespaban los debates; cuanto más los consideraban, más radicales parecían. Muchos pensaban que, aunque había funcionado en el seno de la resistencia, el sistema eco-económico de Vlad y Marina no debía ser incluido en la constitución. Algunos se quejaban porque se inmiscuía en la autonomía local, otros porque tenían más fe en la economía capitalista tradicional que en cualquier nuevo sistema. Antar hablaba a menudo en nombre de este último grupo, y Jackie, sentada junto a él, evidentemente lo apoyaba. Esto, junto con los lazos que lo unían a la comunidad árabe, confería a sus declaraciones mucho peso, y la gente le escuchaba.

—Esta nueva economía que proponen —reiteró un día en la mesa de mesas—, supone una intrusión radical y sin precedentes del gobierno en los negocios.

De súbito, Vlad Taneev se puso de pie. Sobresaltado, Antar dejó de hablar, tratando de averiguar qué pasaba.

Vlad lo miraba con ira. Encorvado, cargado de espaldas, con las espesas cejas enmarañadas, Vlad raras veces hablaba en público; hasta aquel momento no había dicho ni una sola palabra en el congreso. Poco a poco, el almacén fue quedando en silencio y todos lo miraron. Art se estremeció; de todas las mentes de los Primeros Cien, Vlad era quizá la más brillante y, con la excepción de Hiroko, la más enigmática. Ya viejo cuando abandonó la Tierra, muy reservado, había construido los laboratorios de Acheron en seguida y había permanecido allí todo el tiempo que le fue posible, viviendo aislado con Ursula Kohl y Marina Tokareva, otras dos de los grandes primeros. Nadie sabía nada a ciencia cierta sobre ellos tres, eran un caso extremo de la naturaleza insular de algunas personas; pero eso no había puesto fin a los chismes; por el contrario, la gente hablaba de ellos continuamente: decían que Marina y Ursula constituían una pareja y que Vlad era una especie de amigo o de mascota; o que Ursula era la autora casi exclusiva de la investigación del tratamiento de longevidad y Marina de la eco-economía; o que formaban un perfecto triángulo equilátero, que colaboraba en todo lo que salía de Acheron; o que Vlad era un bígamo que utilizaba a sus esposas como portavoces de sus trabajos en los campos independientes de la biología y la economía. Pero nadie sabía nada con seguridad, porque ninguno de los tres hizo nunca un comentario al respecto.

Viéndolo de pie junto a la mesa, sin embargo, uno sospechaba que la teoría de que era un mero comparsa iba del todo desencaminada. Recorrió lentamente la mesa con una mirada intensa y feroz, que los capturó a todos, antes de dirigirse a Antar.

—Lo que acabas de decir sobre gobierno y negocios es absurdo — declaró con frialdad. Era un tono de voz que no se había escuchado demasiado en el congreso hasta ese momento, despectivo—. Los gobiernos siempre regulan qué clase de negocios permiten. La economía es una cuestión legal, un sistema de leyes. Hasta ahora, hemos estado diciendo en la resistencia marciana que la democracia y el autogobierno son derechos innatos de toda persona, y que esos derechos no tienen por qué suspenderse cuando la persona va a trabajar. Tú… —agitó una mano para indicar que no sabía el nombre de Antar— ¿crees en la democracia y la autodeterminación?

—¡Pues claro! —dijo Antar a la defensiva.

—¿Crees que la democracia y la autodeterminación son los valores fundamentales que el gobierno debería fomentar?

—¡Pues claro! —repitió Antar, cada vez más molesto.

—Muy bien. Si la democracia y la autodeterminación son derechos fundamentales, entonces ¿por qué habría de renunciar nadie a ellos cuando entra en su lugar de trabajo? En política, luchamos como tigres por la libertad, por el derecho a elegir a nuestros dirigentes, por la libre circulación, elección del lugar de residencia de trabajo… en suma, por el derecho a controlar nuestras vidas. Y luego nos levantamos por la mañana y vamos a trabajar y todos esos derechos desaparecen. Ya no insistimos en que son nuestros. Y de esa manera, durante la mayor parte del día, volvemos al feudalismo. Eso es el capitalismo, una versión del feudalismo en la que el capital sustituye a la tierra, y los empresarios sustituyen a los reyes. Pero la jerarquía subsiste. Y así, seguimos entregando el fruto del trabajo de nuestra vida, bajo coacción, para alimentar a unos gobernantes que no hacen ningún trabajo real.

—Los empresarios trabajan —dijo Antar con acritud—. Y asumen los riesgos financieros…

—El llamado riesgo del capitalismo es simplemente uno de los privilegios del capital.

—La gestión…

—Sí, sí. No me interrumpas. La gestión es algo real, una cuestión técnica. Pero no puede ser controlada por el trabajo tan bien como por el capital. El capital no es más que el residuo útil del trabajo de los trabajadores del pasado, y puede pertenecer a todos y no sólo a unos pocos. No hay ninguna razón que justifique que una pequeña nobleza posea el capital y los demás tengan que estar a su servicio. Nada justifica que nos den un sueldo para vivir y ellos se queden con el resto de lo que nosotros producimos. ¡No! El sistema llamado democracia capitalista no tenía nada de democrático. Por eso fue tan fácil que se transformara en el sistema metanacional, en el que la democracia se debilitó aún más y el capitalismo se hizo aún más fuerte. En el que el uno por ciento de la población poseía la mitad de la riqueza y el cinco por ciento de la población poseía el noventa y cinco por ciento de la riqueza restante. La historia ha mostrado qué valores eran reales en ese sistema. Y lo más triste es que la injusticia y el sufrimiento causados por él no eran necesarios, puesto que desde el siglo dieciocho han existido los medios técnicos para proveer a todo el mundo de lo necesario para la vida.

»De manera que tenemos que cambiar. Ahora es el momento. Si la autodeterminación es un valor fundamental, si la justicia es un valor, entonces son valores en todas partes, incluyendo el lugar de trabajo en el que pasamos buena parte de nuestras vidas. Eso es lo que se declaraba en el punto cuarto del acuerdo de Dorsa Brevia, que el fruto del trabajo pertenece a quien lo efectúa, y que el valor de ese trabajo no puede serle arrebatado. Declara que los diferentes modos de producción pertenecen a quien los crea y al bienestar común de las futuras generaciones. Declara que el mundo es algo que todos administramos conjuntamente. Eso es lo que dice. Y en nuestros años en Marte hemos desarrollado un sistema económico que puede cumplir todas esas promesas. Ésa ha sido nuestra labor en los últimos cincuenta años. En el sistema que hemos desarrollado, todas las empresas económicas tienen que ser pequeñas cooperativas, propiedad de los mismos trabajadores y de nadie más. Ellos contratan a alguien para gestionarlas o las gestionan ellos mismos. Los gremios industriales y las asociaciones de cooperativas formarán estructuras más amplias necesarias para regular el comercio y el mercado, distribuir el capital y crear créditos.

—Eso no son más que ideas —dijo Antar con desdén—. No son más que utopías.

—De ninguna manera. —De nuevo Vlad lo hizo callar.— El sistema se basa en modelos de la historia terrana, y sus diferentes apartados se han probado en los dos mundos y han tenido bastante éxito. No sabes nada acerca de ellos en parte por ignorancia y en parte porque el mismo metanacionalismo hace caso omiso de todas las alternativas y las niega. Pero gran parte de nuestra microeconomía lleva siglos funcionando con éxito en la región vasca de Mondragón. Diferentes partes de la macroeconomía se han empleado en la pseudometanac Praxis, en Suiza, en el estado indio de Kerala, en Butan, en Bolonia, Italia, y en muchos otros lugares, incluyendo la resistencia marciana. Esas organizaciones fueron las precursoras de nuestra economía, que será auténticamente democrática, lo que el capitalismo nunca intentó ser.

Una síntesis de sistemas. Y Vladimir Taneev era un gran sintetizador; se decía que todos los componentes del tratamiento de longevidad ya existían antes, por ejemplo, y que Vlad y Ursula se habían limitado a unirlos. Y en su trabajo económico con Marina afirmaba haber hecho lo mismo. Y aunque no había mencionado el tratamiento de longevidad en su disertación, sin embargo estaba tan presente como la mesa, un apaño que era un gran logro, parte de las vidas de todos. Art miró los rostros en torno a la mesa y le pareció leer lo que la gente pensaba: caramba, ya lo hizo una vez en el campo de la biología, y funcionó; ¿puede acaso ser más complicada la economía?

Contra ese pensamiento tácito, ese sentimiento inesperado, las objeciones de Antar no parecían gran cosa. Una ojeada al historial del capitalismo metanacional en ese momento no diría mucho a su favor; en el último siglo había precipitado una guerra global, había arruinado la Tierra y destrozado sus sociedades. ¿Por qué no habrían de probar algo nuevo, en vista de esos antecedentes?

Un delegado de Hiranyagarba se levantó e hizo una objeción en el sentido contrario, pues apuntó que parecían estar abandonando la economía del regalo que había regido en la resistencia marciana.

Vlad sacudió la cabeza con impaciencia.

—Creo en la economía de la resistencia, se lo aseguro, pero siempre ha sido una economía mixta. El intercambio de regalos puro ha coexistido con el intercambio monetario, en el cual la racionalidad neoclásica del mercado, que es lo mismo que decir el mecanismo de beneficios, estaba delimitado y contenido por la sociedad, que lo ponía al servicio de valores más elevados, tales como la justicia y la libertad. La racionalidad económica no es el valor más elevado. Es una herramienta para calcular costes y beneficios, una parte más de una ecuación que concierne al bienestar humano. La ecuación mayor es la economía mixta y eso es lo que estamos construyendo aquí. Estamos proponiendo un sistema complejo, con esferas públicas y privadas de actividad económica. Tal vez pidamos que todos entreguen un año de sus vidas al bien público, como en el servicio civil suizo. Ese fondo común de trabajo, además de los impuestos que pagarán las cooperativas privadas por el uso de la tierra y sus recursos, nos permitirá garantizar los llamados derechos sociales que hemos estado discutiendo: vivienda, atención médica, alimentos, educación… cosas que no deberían estar a merced de la racionalidad del mercado. Porque la salute non si paga, como solían decir los trabajadores italianos. ¡La salud no está en venta!

Eso era especialmente importante para Vlad, estaba claro. Y tenía sentido; porque en el orden metanacional la salud había estado en venta, no sólo la atención médica, el alimento y la vivienda, sino también el tratamiento de longevidad, que hasta entonces sólo habían recibido quienes podían pagárselo. En otras palabras, la invención más importante de Vlad se había convertido en propiedad de los privilegiados, la distinción de clase definitiva: larga vida o muerte prematura, una materialización de las clases que casi creaba especies divergentes. No era extraño que estuviese furioso, y que hubiese volcado sus esfuerzos en diseñar un sistema económico que convirtiera el tratamiento de longevidad en una bendición disponible para todos en lugar de una posesión catastrófica.

—Entonces no se dejará nada para el mercado —dijo Antar.

—No, no, no —dijo Vlad, con un gesto aún más irritado—. El mercado existirá siempre. Es el mecanismo mediante el cual se intercambian los bienes y los servicios. La competencia para producir el mejor producto al mejor precio es inevitable y además saludable. Pero en Marte será dirigido por la sociedad de una forma más activa. Los productos esenciales para el soporte vital no serán vehículo de beneficio, y la porción más libre del mercado dejará de lado los productos esenciales y se concentrará en los no esenciales, y las cooperativas de propiedad obrera podrán acometer empresas comerciales arriesgadas, si así lo deciden. Si las necesidades básicas están cubiertas y los trabajadores son los propietarios de sus negocios, ¿por qué no? Lo que estamos discutiendo es el proceso de creación.

Jackie, que parecía molesta por el trato desdeñoso que Vlad dispensaba a Antar, y quizá con la intención de distraer al anciano o de ponerle la zancadilla, dijo:

—¿Y qué hay de los aspectos ecológicos de esa economía a los que solías dar tanto énfasis?

—Son fundamentales —dijo Vlad—. El punto tercero de Dorsa Brevia establece que la tierra, el aire y el agua de Marte no pertenecen a nadie y que nosotros somos los administradores para las futuras generaciones.

Esa administración es responsabilidad de todos, pero en caso de conflictos proponemos la existencia de tribunales medioambientales poderosos, quizá como parte del tribunal constitucional, que estimará los costes reales y totales de las actividades económicas en el medioambiente, y ayudará a coordinar planes para aliviar el impacto.

—¡Pero eso es una economía planificada! —gritó Antar.

—Las economías son planes. El capitalismo planificaba tanto como nosotros, y el metanacionalismo trataba de planearlo todo. Una economía es un plan.

Frustrado y furioso, Antar dijo:

—Eso no es más que el regreso del socialismo. Vlad se encogió de hombros.

—Marte es una nueva totalidad. Los nombres procedentes de anteriores totalidades son engañosos. Se convierten en poco menos que términos teológicos. Hay elementos que podrían llamarse socialistas en este sistema, por supuesto. ¿De qué otra manera eliminar la injusticia de la economía si no? Pero las empresas privadas serán propiedad de quienes trabajen en ellas en vez de ser nacionalizadas, y eso no es socialismo, al menos no el socialismo que se ha intentado practicar en la Tierra. Y todas las cooperativas son negocios, pequeñas democracias dedicadas a un trabajo u otro, todas necesitadas de capital. Habrá un mercado, habrá capital. Pero en nuestro sistema serán los trabajadores los que contratarán al capital, en vez de lo contrario. Eso es más democrático, más justo. Compréndanme, hemos intentado evaluar cada detalle de esta economía según su grado de acercamiento a los objetivos de mayor justicia y mayor libertad. Y la justicia y la libertad no se contradicen tanto como se pretendía, porque la libertad en un sistema injusto no es libertad, ambas emergen a la vez. Y por eso su conciliación es posible. Sólo hay que crear un sistema mejor, combinando elementos cuya compatibilidad está avalada por la experiencia. Ahora es el momento de hacerlo. Nos hemos estado preparando durante setenta años. Y ahora que se ha presentado la oportunidad, no veo razón para arredrarse sólo porque algunos tienen miedo de viejas palabras. Si tienes alguna sugerencia específica de mejora, con gusto la oiremos.

Miró largamente y con severidad a Antar, pero este no habló; no tenía ninguna sugerencia específica.

Un silencio opresivo se hizo en la sala. Era la primera vez en el congreso que uno de los issei apaleaba a un nisei. La mayoría de los issei se decantaban por una línea más sutil. Pero ahora un viejo radical se había puesto furioso y había aplastado a uno de los jóvenes traficantes de poder neoconservadores, que parecían abogar por una nueva versión de una vieja jerarquía, en provecho propio. Un pensamiento cabalmente transmitido por la insistente mirada de Vlad a Antar, llena de repugnancia por el egoísmo reaccionario del joven, por su cobardía ante el cambio. Vlad se sentó; Antar había sido derrotado.

Pero seguían discutiendo. Conflicto, metaconflicto, detalles, cuestiones fundamentales; todo estaba sobre la mesa, incluyendo un fregadero de cocina de magnesio que alguien había instalado en un segmento de la mesa de mesas unas tres semanas después de empezar el proceso.

Y en verdad los delegados presentes en el almacén sólo eran la punta del iceberg, la parte más visible de un gigantesco debate que incumbía a los dos mundos. La transmisión en vivo de cada minuto de la conferencia estaba disponible en todo Marte y en la mayor parte de la Tierra, y aunque la retransmisión en tiempo presente tenía la tediosidad de un documental, Mangalavid confeccionaba un extracto con lo esencial del día que se emitía todas las noches durante el lapso marciano y se enviaba a la Tierra para su distribución. Se convirtió en «el espectáculo más grande de la Tierra», como lo calificó curiosamente un programa norteamericano.

—Tal vez la gente esté harta de la basura televisiva de siempre —le comentó Art a Nadia una noche mientras seguían un breve y extrañamente distorsionado informe de las negociaciones del día en la televisión estadounidense.

—O de la misma basura mundial.

—Sí, es verdad. Quieren algo diferente.

—O quizá están evaluando las distintas opciones de actuación que tienen, y nosotros les servimos como modelo a pequeña escala —sugirió Nadia—. Algo más fácil de comprender.

—Puede ser.

En cualquier caso, los dos mundos observaban, y el congreso, junto con todas sus implicaciones, se convirtió en una telenovela por capítulos, que parecía tener un atractivo adicional para sus espectadores, como si por algún extraño motivo encerrara la clave de sus vidas. Y quizá como resultado de ello, miles de espectadores no se limitaban a mirar: los comentarios y sugerencias afluían a raudales, y aunque a los de Pavonis les parecía improbable que algo de lo que se recibía contuviese una verdad sorprendente que les hubiera pasado inadvertida, todos los mensajes eran leídos por un grupo de voluntarios en Sheffield y Fossa Sur, que pasaron algunas propuestas «a la mesa». Algunos incluso pretendían incluirlas en la constitución final, se oponían a un «documento partidario del estatismo», querían que fuese algo más grande, una declaración de colaboración filosófica o incluso espiritual que expresara los valores, objetivos, sueños y reflexiones de todos.

—Eso no es una constitución —objetó Nadia—, es una cultura. No somos una maldita biblioteca. —Pero los incluyesen o no, los largos comunicados continuaron llegando, desde las tiendas y los cañones y las costas inundadas de la Tierra, firmados por personas, comités, ciudades enteras.

Las discusiones en el complejo de almacenes eran tan dispares como el correo. Un delegado chino se acercó a Art y le habló en mandarín, y cuando hizo una pausa, la IA empezó a hablar con un encantador acento escocés.

—A decir verdad, empiezo a dudar de que hayan estudiado con la debida profundidad la importante obra de Adam Smith Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones.

—Puede que tenga razón —concedió Art, y remitió al hombre a Charlotte.

Muchos de los presentes en el complejo de almacenes hablaban idiomas que no eran el inglés, y confiaban en las IA de traducción para comunicarse con los demás. En un momento dado se mantenían conversaciones en doce idiomas distintos, y la utilización de las IA era intensivo. A Art lo desconcertaban. Hubiera deseado conocer todas esas lenguas, a pesar de que la última generación de traductoras era excelente: voces bien moduladas, vocabularios amplios y precisos, gramática cuidada, una fraseología casi exenta de los errores de los programas anteriores que habían provocado tantas situaciones jocosas. Los nuevos programas eran tan buenos que incluso parecía posible que el dominio del idioma inglés que había creado una cultura marciana casi monóglota empezara a retroceder. Los issei naturalmente habían traído consigo sus idiomas nativos, pero el inglés había sido su lingua franca; por consiguiente, los nisei habían utilizado el inglés para hablar entre ellos, mientras que sus idiomas «primarios» habían quedado relegados a la comunicación con sus progenitores, y así durante un tiempo el inglés se convirtió en la lengua nativa de los nativos. Pero ahora, con las nuevas IA traductoras y el continuo flujo de inmigrantes, que hablaban toda la gama de los idiomas terranos, parecía que las cosas tomaban un nuevo giro, pues los nuevos nisei conservaban sus idiomas primarios y utilizaban las IA como lingua franca en vez del inglés.

La cuestión lingüística revelaba una complejidad en la población nativa que Art no había advertido hasta entonces. Algunos nativos eran yonsei, la cuarta generación o aún más jóvenes, y eran definitivamente hijos de Marte; pero otros nativos de la misma edad eran los hijos nisei de issei recién llegados, y tendían a mantener unos vínculos más estrechos con la culturas terranas de las que procedían, con todo el conservadurismo que ello implicaba. Podía decirse, pues, que entre estos jóvenes nativos había «conservadores» y «radicales», procedentes de viejos colonos. Y esa división sólo ocasionalmente tenía relación con la etnia o la nacionalidad, si es que estas categorías seguían importándole a alguien. Una noche Art, conversando con dos nativos, un defensor del gobierno global y un anarquista que apoyaba cualquier propuesta de autonomía local, les preguntó por sus orígenes. El padre del globalista era medio japonés, un cuarto irlandés y otro cuarto tanzano; su madre era de madre griega y de padre medio colombiano, medio australiano. El anarquista era de padre nigeriano y de madre hawaiana, y tenía una mezcla de ascendencias filipina, japonesa, polinesia y portuguesa. Art los observó con atención: si uno tuviese que pensar en la votación por bloques étnicos, ¿cómo iban a catalogar a personas como aquéllas? Era imposible. Eran nativos marcianos, nisei, sansei, yonsei: sin importar a qué generación pertenecieran, era la experiencia marciana lo que los había moldeado, areoformado, como Hiroko había predicho. Muchos habían elegido cónyuges con sus mismos antecedentes étnicos o nacionales, pero muchos otros, no. Y cualquiera que fuese su procedencia, sus opiniones políticas por lo general no reflejaban esa procedencia (¿cuál podía ser la posición greco-colombiana-australiana?, se preguntaba Art), sino sus experiencias, que por cierto habían sido diferentes: algunos habían crecido en el seno de la resistencia, otros en las grandes ciudades controladas por la UN, y sólo habían tomado conciencia del movimiento de resistencia con los años, o incluso en el momento mismo de la revolución. Esas diferencias los afectaban mucho más que los lugares en que sus antepasados habían vivido.

Art asentía mientras los nativos le explicaban estas cosas, en las fiestas que se prolongaban hasta bien entrada la noche y en las que circulaba profusamente el kava. Los asistentes a ellas estaban cada vez de mejor humor, pues veían que el congreso progresaba. No se tomaban los debates entre los issei demasiado en serio; confiaban en que sus creencias más arraigadas prevalecerían. Marte sería independiente, y gobernado por marcianos, lo que la Tierra quisiera no importaría; lo demás eran matices. Por eso seguían con su trabajo en los comités sin prestar excesiva atención a las disquisiciones filosóficas que se desarrollaban alrededor de la mesa de mesas. «Los perros viejos siguen ladrando», decía uno de los mensajes del gran tablón de anuncios, y parecía expresar una opinión generalizada entre los nativos. Y el trabajo en los comités proseguía.

El gran tablero de anuncios era un buen indicador del talante del congreso. Art leía allí como quien lee los mensajes de las galletas de la fortuna, y de hecho cierto día encontró uno que decía «Te gusta la comida china»; aunque por lo general los mensajes solían tener una mayor carga política. A menudo eran comentarios surgidos en las reuniones: «Ninguna tienda es una isla»; «Si no puedes permitirte tener un hogar, entonces es tu derecho al voto lo que es un mal chiste»; «Mantenga la distancia, no cambie de velocidad bruscamente, no choque contra nada»; «La salute non si paga». Y también había cosas que nadie había dicho: «Haz para los demás»; «Los rojos tienen raíces verdes»; «El mayor espectáculo de la Tierra»; «Ni reyes ni presidentes»; «El Gran Hombre detesta la política»; «En fin, somos el pequeño pueblo rojo».

A Art ya no le sorprendía que lo abordasen personas que hablaban en árabe o hindi o en algún idioma que no reconocía, que lo miraban a los ojos mientras la IA traducía al inglés con acento de la BBC o del Medio Oeste o del funcionariado de Nueva Delhi, expresando un parecer político impredecible. Era alentador, no por la traducción de la IA, que no hacía sino poner distancia, de manera menos extremada que la teleparticipación, pero aun así radicalmente distinta del «hablar cara a cara», sino por la mezcla política, que hacía impracticable el voto por cabeza de delegación o incluso pensar en los distritos electorales corrientes.

Formaban una extraña congregación. Pero el proceso continuó, y todos acabaron por acostumbrarse a él; adquirió esa cualidad de sempiterno que los acontecimientos que se prolongan ganan con el tiempo. Pero cierta noche, ya muy tarde, después de una extravagante conversación traducida durante la cual la IA de la joven interlocutora de Art habló en pareados que rimaban (y él no pudo averiguar en qué idioma hablaba ella), Art regresó a la oficina paseando por los almacenes, rodeó la mesa de mesas, donde todavía se estaba trabajando, a pesar de que ya había pasado el lapso marciano, y se detuvo para saludar a un grupo; y después, perdido el ímpetu, se dejó caer contra una pared lateral, a medias alerta, a medias dormido, pues el agotamiento apagaba el burbujeo del kavajava ingerido. Y volvió a experimentar esa sensación de extrañeza. Fue una suerte de visión hipnagógica. Las sombras se congregaban en las esquinas, innumerables sombras, y había ojos en esas sombras. Formas, como cuerpos inmateriales: todos los muertos y todos los no nacidos estaban en el almacén para ser testigos de aquel momento. Como si la historia fuese un tapiz y el congreso el telar en el que todo estaba cobrando forma, el momento con su milagrosa presencia, y todo su potencial estaba concentrado en los átomos de los participantes, en sus voces. Volvían la vista al pasado y eran capaces de verlo como un largo y único tapiz de acontecimientos entrelazados; y miraban hacia el futuro, incapaces de anticipar nada de lo que les aguardaba allí, aunque las hebras se bifurcaban y mostraban una explosión de posibilidades, y el futuro podía ser entonces cualquier cosa: existían dos clases de inmensidad inalcanzable. Y todos viajaban juntos, del pasado al futuro, a través del gran telar del presente, del ahora: los fantasmas podían observar, desde el pasado y desde el futuro, pero aquél era el momento en que debían entretejer toda la sabiduría que pudiesen reunir para transmitirla a las futuras generaciones.

Podían hacer cualquier cosa. Eso era, en parte, lo que dificultaba que el congreso llegase a una conclusión. Las posibilidades infinitas iban a colapsarse, en el acto de escoger, en la línea única de la historia mundial. El futuro se convertía en el pasado: había algo decepcionante en este paso por el telar, en esta abrupta disminución de infinito a uno, en el colapso de lo potencial en lo real, que era la acción del tiempo. Lo potencial era tan delicioso: podían acceder, potencialmente, a lo mejor de los mejores gobiernos de todos los tiempos y combinar mágicamente todo aquello en una soberbia síntesis nunca vista; o dejar todo a un lado y emprender un nuevo camino hacia el corazón de un gobierno justo… Ir de todo eso a la problemática mundana de la redacción de la constitución era una desilusión necesaria, y la gente, instintivamente, tendía a diferirla.

Por otra parte, era aconsejable que la misión diplomática enviada a la Tierra llegara con un documento definitivo para presentar ante la UN y los pueblos de la Tierra. No podían seguir aplazándolo, tenían que terminar lo que habían empezado; y no para presentar ante la Tierra un gobierno establecido, sino para empezar a vivir la vida después de la crisis, fuere la que fuese.

Nadia era muy consciente de ello, y empezó a exigirse hasta el límite.

—Es hora de colocar la clave del arco —le dijo a Art una mañana. Y desde ese momento se mostró infatigable: se reunía con delegaciones y comités, insistiendo en que debían terminar aquello en lo que estuviesen trabajando, en que lo presentaran a la mesa para decidir sobre su inclusión final. Esta insistencia invariable revelaba algo que hasta entonces no había sido evidente; todos los temas se habían resuelto de manera satisfactoria para la mayoría de las delegaciones. Habían confeccionado algo viable, que agradaba a la mayoría, o que al menos en opinión de la mayoría valía la pena intentar, con procedimientos de enmienda que les permitirían realizar modificaciones más adelante. Los nativos jóvenes en particular parecían felices, estaban orgullosos del trabajo que habían realizado y satisfechos de haber mantenido el énfasis en la semiautonomía local e institucionalizado la forma de vida de la mayoría de ellos bajo la Autoridad Transitoria.

De manera que las numerosas restricciones al gobierno de una mayoría no los inquietaban, a pesar de que ellos eran la mayoría en aquellos momentos. Con el propósito de no parecer derrotados por esa circunstancia, Jackie y su círculo se vieron obligados a simular que nunca habían defendido una presidencia fuerte y un gobierno central; juraban y perjuraban que la idea de un consejo ejecutivo, elegido por un cuerpo legislativo, a la manera suiza, había partido de ellos. Afirmaciones de esta clase se repetían a menudo, y Art las corroboraba gustosamente:

—Sí, lo recuerdo, fue aquella noche, que nos quedamos levantados para ver la salida del sol y nos preguntábamos qué hacer, cuando se les ocurrió esa buena idea.

Buenas ideas por todas partes, que iniciaron la espiral de la clausura. El gobierno global diseñado sería una confederación dirigida por un consejo ejecutivo de siete miembros, elegido por un cuerpo legislativo de dos cámaras. Una rama legislativa, la duma, estaría compuesta por un amplio grupo de representantes elegidos entre la población; la otra, el senado, por un grupo más reducido de representantes de ciudades o pueblos con más de quinientos habitantes. El cuerpo legislativo sería, considerándolo todo, bastante débil; elegiría el consejo ejecutivo y ayudaría a seleccionar los jueces de los tribunales, y se les encomendarían las tareas legislativas de las ciudades. La rama judicial tendría más poder; incluiría no sólo los tribunales penales, sino también una suerte de doble tribunal supremo, una mitad, un tribunal constitucional y la otra, un tribunal medioambiental, y los miembros de ambos cuerpos serían designados por sorteo. El tribunal medioambiental fallaría en las disputas concernientes a la terraformación y otros cambios medioambientales, mientras que el tribunal constitucional decidiría la constitucionalidad del resto de los asuntos, incluyendo leyes ciudadanas recusadas. Un brazo del tribunal medioambiental formaría una comisión de tierras, encargada de supervisar la administración de la tierra, que sería propiedad del conjunto de los marcianos, de acuerdo con el punto tercero del acuerdo de Dorsa Brevia; no existiría propiedad privada, sólo diversos derechos de ocupación regulados mediante contratos de arrendamiento, y la comisión de tierras debía resolver en esas cuestiones. La correspondiente comisión económica funcionaría bajo el tribunal constitucional, y estaría compuesta en parte por representantes de las cooperativas gremiales, que serían creadas para las diferentes profesiones e industrias. Esta comisión supervisaría el establecimiento de una versión de la eco-economía de la resistencia, con empresas sin ánimo de lucro, concentradas en la esfera pública, y empresas con fines lucrativos, gravadas con impuestos, que tendrían límites fijados por ley y serían propiedad de sus trabajadores.

Esta expansión del poder judicial satisfacía el deseo que tenían de un gobierno global fuerte, sin dar a un cuerpo ejecutivo demasiado poder; era además una respuesta al papel heroico jugado por el Tribunal Mundial de la Tierra en el siglo anterior, cuando casi todas las demás instituciones terranas habían sido compradas o se habían hundido bajo las presiones metanacionales; sólo el Tribunal Mundial se había mantenido firme, y había emitido un fallo detrás de otro en favor de los desposeídos de los derechos civiles y de las tierras, en una acción de retaguardia, casi menospreciada y sin duda simbólica, contra los desmanes de las metanacs; una fuerza moral que, si hubiera tenido más dientes, podría haber conseguido mucho. La resistencia marciana recordaba su valentía.

De ahí el gobierno marciano. La constitución contenía una larga lista de derechos humanos, incluidos los derechos sociales; las directrices para las comisiones económica y de la tierra; el sistema australiano de voto para los cargos electivos; una previsión de enmiendas; etcétera. A última hora añadieron al texto de la constitución la vasta colección de materiales que habían acumulado durante el proceso, que llamaron Notas de Trabajo y Comentarios, para ayudar a los tribunales a interpretar el documento principal, e incluía todo lo que las delegaciones habían dicho en la mesa de mesas, lo que se había escrito en las pantallas del complejo de almacenes y lo recibido en el correo.

La mayor parte de las cuestiones peliagudas se habían resuelto, o al menos se las había barrido bajo la alfombra; el asunto pendiente de mayor importancia era la objeción roja. Art intervino, orquestando varias concesiones de última hora a los rojos, como por ejemplo la concertación de numerosas reuniones con los tribunales medioambientales. Esas concesiones fueron denominadas posteriormente el «Gran Gesto». Como respuesta, Irishka, hablando en nombre de todos los rojos que aún intervenían en el proceso político, aceptó la permanencia del cable, que la UNTA estuviera presente en Sheffield, que la inmigración terrana continuara, aunque sujeta a restricciones, y por último que prosiguiera la terraformación, de forma lenta y no agresiva, hasta que la presión atmosférica a seis mil metros sobre la línea de referencia alcanzase los 350 milibares, cifra que sería revisada cada cinco años. Y de esa manera se salvó el escollo rojo, o al menos se limó.

Coyote movió la cabeza al ver el desarrollo de los acontecimientos.

—Después de toda revolución se da un interregno, durante el cual las comunidades se rigen a sí mismas y las cosas funcionan, y entonces llega el nuevo régimen y lo fastidia todo. Creo que ahora se debería visitar las tiendas y los cañones, y preguntarles con toda humildad cómo han estado llevando las cosas estos últimos meses, y entonces tirar esta quimérica constitución y decir adelante.

—Pero si eso es lo que dice la constitución —bromeó Art. Coyote no se rió.

—Hay que ser muy escrupuloso para no reunir el poder en el centro sólo porque uno puede hacerlo. El poder corrompe, ésa es la ley básica de la política. Quizá la única ley.

En cuanto a la UNTA, era difícil saber qué pensaban, porque las opiniones en la Tierra estaban divididas: una facción estrepitosa exigía la reconquista de Marte, y que todos los congresistas de Pavonis fueran encarcelados o colgados. La mayoría de los terranos se mostraba más flexible, sin duda porque seguían muy preocupados por la crisis que se desarrollaba en su propia casa. Por el momento, la UNTA importaba menos que los rojos. Aquél era el espacio que les había proporcionado la revolución a los marcianos. Ahora estaban a punto de llenarlo.

Todas las noches de esa semana final, Art se acostaba con el juicio perturbado por los peros y el kava, y aunque estaba exhausto se despertaba a menudo y se revolvía bajo la fuerza de algún pensamiento aparentemente lúcido que a la mañana había desaparecido o se revelaba descabellado. Nadia dormía tan mal como él, en el sofá contiguo o en la silla. A veces se quedaban dormidos comentando un tema u otro, y se despertaban vestidos y entrelazados, aferrados el uno al otro como niños en una tormenta. El calor de otro cuerpo era el mejor de los consuelos. Y una vez, a la pálida luz ultravioleta que precede al alba, se despertaron y hablaron largamente rodeados por el frío silencio del edificio, en un pequeño capullo de calor y camaradería. Otra mente con la que conversar. De colegas a amigos; de amigos a amantes, quizá, o a algo semejante. Nadia no parecía muy propensa a ningún género de romanticismo; pero Art estaba enamorado, sin ninguna duda, y en los ojos moteados de Nadia centelleaba un nuevo afecto, o así lo creía él. De modo que al término de los largos días de la fase final del congreso yacían en los sofás y hablaban, y ella le masajeaba los hombros, o él a ella, y entonces caían en una especie de coma, derribados por el agotamiento. La aprobación de ese documento generaba en ellos mucha más tensión de la que estaban dispuestos a admitir, excepto en aquellos momentos, abrazados contra el frío mundo exterior. Un nuevo amor; a pesar de que Nadia no era nada sentimental, Art no encontraba otra manera de definirlo. Se sentía feliz.

Y le divirtió, pero no le sorprendió, que una mañana al despertarse, Nadia dijera:

—Sometámosla a voto.

Art habló con los suizos y los expertos de Dorsa Brevia, y los primeros propusieron al congreso la votación de la constitución que tenían sobre la mesa en aquellos momentos: votarían punto por punto, como se había acordado al comenzar. Inmediatamente se produjo un frenético comercio de votos, ante el cual la bolsa terrana pareció un juego de niños. Entretanto los suizos fijaron el sistema que se emplearía en los tres días siguientes: se concedió un voto a cada grupo para los párrafos numerados del borrador de la constitución. Los ochenta y nueve párrafos fueron aprobados, y la enorme colección de «material explicativo» se añadió oficialmente al texto principal.

Después de eso, llegó la hora del sufragio de la población marciana. En Ls 158, el 11 del primer octubre, año marciano 52 (en la Tierra, 27 de febrero de 2128), la población de Marte, los de más de cinco años marcianos, votó mediante la consola de muñeca sobre el documento resultante. Hubo una participación del noventa y cinco por ciento, lo que supuso unos nueve millones de votos. Tenían un gobierno.

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