DECIMOCUARTA PARTE Lago Fénix

Un disparo, el tañido de una campana, un coro ejecutando contrapuntos.

La tercera revolución marciana fue tan compleja y no violenta que resultó difícil considerarla como una verdadera revolución en aquel momento; pareció más bien el replanteamiento de una discusión, una fluctuación de la marea, una discontinuidad del equilibrio.

La toma del ascensor fue la semilla de la crisis, pero unas semanas más tarde las fuerzas militares terranas bajaron por el cable y la crisis floreció por doquier. En el mar del Norte, en una pequeña hendidura de la costa de Tempe Terra, un puñado de vehículos cayó del cielo, oscilando bajo sus paracaidas o emitiendo pálidos penachos de fuego: una nueva colonia, una incursión de inmigrantes no autorizada. El grupo procedía de Kampuchea; y en otros lugares del planeta desembarcaban inmigrantes de las Filipinas, Pakistán, Australia, Japón, Venezuela, Nueva York. Los marcianos no sabían cómo responder: eran una sociedad desmilitarizada incapaz de imaginar que una cosa así pudiera suceder, y por tanto incapaz de defenderse. O eso creían.

Una vez más fue Maya quien los empujó a la acción utilizando sin descanso su consola de muñeca, como Frank en otro tiempo, y aglutinó a todo el mundo en torno a la coalición que defendía un Marte abierto y orquestó la respuesta general. Vamos, le dijo a Nadia. Una vez más. Y el rumor se extendió por pueblos y ciudades y la población se echó a las calles o se dirigió en tren a Mángala.

En la costa de Tempe, los nuevos colonos camboyanos salieron de los desembarcadores y se metieron en los pequeños refugios que habían caído con ellos, igual que los Primeros Cien dos siglos antes. Y de las colinas bajaron gentes vestidas con pieles y armadas con arcos y flechas. Llevaban un colmillo rojo de piedra y en la coronilla un lazo recogía sus cabellos. Eh, ustedes, dijeron a los colonos, que se habían agrupado delante de uno de los refugios. Permítannos ayudarlos. Bajen esas armas. Les mostraremos dónde están. Ya no necesitan esos refugios, se han hecho anticuados. Esa colina que ven al oeste es el cráter Perepelkin. Hay huertos de manzanos y cerezos en sus faldas y pueden tomar lo que necesiten. Aquí tienen los planos de una casa-disco, el diseño más adecuado para esta costa. Después necesitarán un puerto y algunas barcas de pesca. Si nos permiten usar el puerto, los llevaremos adonde crecen las trufas. Sí, una casa-disco, una casa-disco Sattehneier. Es muy agradable vivir al aire libre. Ya lo verán.

Todas las ramas del gobierno marciano se habían reunido en el hemiciclo de Mángala para hacer frente a la crisis. La mayoría de Marte Libre en el senado, el consejo ejecutivo y el tribunal global medioambiental sostenía que la incursión ilegal de terranos equivalía a una declaración de guerra y requería una respuesta en consonancia. Algunos senadores propusieron alterar las órbitas de los asteroides para lanzarlos contra la Tierra, a menos que los colonos regresaran a casa y el cable recuperara el sistema de supervisión dual. Bastaba un impacto para emular el CT. Los diplomáticos de la UN señalaron que ésa era un arma de doble filo.

Durante aquellos tensos días alguien llamó a la puerta del hemiciclo en Mángala y entró Maya Toitovna, que dijo:

—Queremos hablar. —Y entonces dio paso a los que habían estado aguardando fuera y los impelió a ocupar el estrado como un impaciente perro ovejero: primero Sax y Ann; después Nadia y Art, Tariki y Nanao, Zeyk y Nazik, Mijail, Vasili, Ursula y Marina, incluso Coyote. Los ancianos issei, que venían a atormentar el presente, que volvían a ocupar el estrado para dar a conocer su opinión. Maya señaló las pantallas de la sala, que mostraban imágenes del exterior: el grupo del estrado se prolongaba en una fila que después de recorrer las salas del edificio salía a la gran plaza central que se abría al mar, donde había medio millón de personas reunidas. Las calles de la ciudad estaban igualmente abarrotadas de gente, que no perdía de vista las pantallas para estar al corriente de lo que sucedía en el hemiciclo. Y en la bahía Chalmers una flota de barcos-ciudad había brotado como un sorpresivo archipiélago, con banderas y pendones ondeando en los mástiles. Y en todas las ciudades marcianas las muchedumbres llenaban las calles y observaban las pantallas.

Ann se adelantó y declaró pausadamente que en los últimos años el gobierno de Marte había actuado al margen de la ley y del espíritu de compasión prohibiendo la inmigración. El pueblo marciano no lo aprobaba y por tanto necesitaban un nuevo gobierno. Aquello era un voto de no confianza. Las nuevas incursiones de colonos terranos eran ilegales y asimismo intolerables, aunque comprensibles, pues el gobierno marciano había sido el primero en violar la ley. Y el número de estos colonos no superaba el de colonos legítimos a quienes ilegalmente el gobierno actual les había impedido venir. Marte, continuó Ann, tenía que mantenerse abierto a la inmigración terrana en la medida de lo posible, dentro de los límites impuestos por el medio, durante todo el tiempo que persistiera la crisis demográfica, que en cualquier caso no se prolongaría mucho más. Su obligación para con sus descendientes consistía en pasar aquellos años de estrechez en paz.

—Nada de lo que hay sobre la mesa vale una guerra, lo hemos comprobado, lo sabemos.

Miró a Sax, que se adelantó y se colocó junto a ella ante los micrófonos.

—Marte tiene que ser protegido —dijo él. La biosfera era nueva y su capacidad de sostén limitada. No disponía de los recursos físicos de la Tierra y gran parte de su espacio vacío necesitaba mantenerse en ese estado. Los terranos debían comprenderlo y no desbordar los sistemas locales; si lo hacían, Marte ya no sería útil para nadie. No cabía duda de que el problema demográfico en la Tierra era grave, pero Marte solo no era la solución—. Hay que renegociar las relaciones Marte-Tierra.

Y empezaron a hacerlo. Exigieron la presencia de un delegado de la UN que explicara las incursiones. Discutieron y protestaron, y hubo gritos acalorados. En las tierras salvajes, los nativos se enfrentaron a los colonos e intercambiaron algunas amenazas, pero otros hablaron, engatusaron, riñeron, negociaron. En un momento dado del proceso, en mil lugares distintos, pudo haber estallado la violencia, pues había mucha gente furiosa, pero las cabezas frías prevalecieron. Todo se mantuvo dentro de los límites de la discusión. Muchos temían que aquello no durara, pero estaba sucediendo y la gente lo veía y mantenía el proceso en marcha. En algún momento tenía que manifestarse la mutación de valores, ¿por qué no allí y entonces? Había pocas armas en el planeta y costaba mucho dar un puñetazo o ensartar con una horca a alguien que discutía contigo. Aquél fue el momento de la mutación, un proceso histórico que se desarrollaba ante su mirada atónita, en las calles, las colinas, las pantallas, en el que tenían la oportunidad de intervenir…y la aprovecharon. Se persuadieron unos a otros, un nuevo gobierno, un nuevo tratado con la Tierra, una paz policéfala. Las negociaciones durarían años. Contrapuntos corales, cantaban una grandiosa fuga.

Con el tiempo ese cable nos traería problemas, siempre lo dije. Pero ustedes no, se pirraban por el cable. Lo único que le reprochaban era su lentitud. Decían: Tardas menos en llegar a la Tierra que a Clarke. Y es cierto, y ridículo. Pero no querían reconocer que nos traería problemas.

¡Camarero, eh, camarero! Tequila para todos y unas rodajas de lima. Estábamos trabajando en el Enchufe cuando bajaron; en la cámara interior no se pudo hacer nada, pero el Enchufe es un edificio muy grande. No sé si venían con un plan inadecuado o si no tenían ningún plan, pero cuando la tercera de sus cabinas llegó, el Enchufe estaba sellado y eran los orgullosos señores de un callejón sin salida de treinta y siete mil kilómetros. Fue una estupidez. Una pesadilla; esos perros salían siempre de noche y parecían lobos, sólo que más rápidos. Y se tiraban al cuello. Una plaga de perros rabiosos, tío, una pesadilla. Igual que en dos mil ciento veintiocho, no sé si sería verdad o no, pero allí estaban, policía terrana en Sheffield, y cuando la gente se enteró se echó a las calles. Yo soy bajito y muchas veces acababa con la cara aplastada contra la espalda de alguien o los pechos de una mujer. Me enteré por la vecina del apartamento de al lado cinco minutos después de que sucediera, a ella se lo había contado una amiga que vivía cerca del Enchufe. La respuesta de la población fue rápida y tumultuosa. Las tropas de asalto de la UN no sabían qué hacer con nosotros; un destacamento intentó tomar Hartz Plaza, pero no pudieron. Ese perro rabioso echando espumarajos que se me tiró al cuello, fue una condenada pesadilla. Los empujamos hasta el Parque del Borde y las jodidas tropas de la nave espacial no habrían podido dar un paso sin masacrar a miles de personas. Gente en las calles, eso es lo único que temen los gobiernos. Bueno, y también el final de los mandatos. ¡O las elecciones libres! O el asesinato político. O que se rían de ellos. Todas las ciudades importantes estaban en comunicación y en todas había tumultos en las calles. Estábamos en Lasswitz y todos fueron al parque del río con velas encendidas, y las cámaras tomaron una panorámica desde el Mirador y mostraron ese mar de velas, fue estupendo. Y Sax y Ann uno al lado del otro, algo sorprendente, increíble.

¡Seguramente los de la UN se cagaron de miedo al oírlos decir la parte del otro! La UN debió pensar que teníamos algún aparato de transferencia cerebral. Lo que más me gustó fue cuando Peter convocó nuevas elecciones para elegir a los líderes del partido rojo y desafió a Irishka a celebrarlas en ese momento a través de las consolas de muñeca. En resumen, un mano a mano, porque si Irishka se hubiese negado, eso habría acabado con ella, así que se vio obligada a aceptar. Deberías haberle visto la cara. Estábamos en Sabishii cuando nos enteramos, y cuando Peter ganó nos volvimos locos, Sabishii se convirtió en una fiesta. Y Senzeni Na, Nilokeras, La Puerta del Infierno y la Estación Argyre, tenías que haberlos visto. Un momento, el resultado fue sesenta a cuarenta, y en la Estación Argyre la cosa se salió de madre porque había muchos partidarios de Irishka con ganas de pelea. Fue Irishka quien salvó la cuenca de Argyre y los puntos secos bajos que quedan en el planeta, no lo olvides. Peter Clayborne es un viejo nisei que nunca ha hecho nada.

¡Camarero! Cerveza para todos, weiss beer, bitte. Así que llevó comida a esos pequeños terranos, ¿eh? No tenía ni idea. Nirgal estrechándoles las manos a todos. Y el doctor dice: ¿Cómo sabe que padece el declive súbito? Fue una condenada pesadilla. Fue una sorpresa ver a Ann trabajando con Sax, aquello parecía una traición. Pero pensándolo bien, no era para sorprenderse. Viajaban y lo hacían todo juntos, debían de haber estado en Venus. Los Pardos, los Azules, qué tontería. Deberíamos haber hecho algo así hace mucho tiempo. Bueno, para qué preocuparse, pronto la palmarán, dentro de diez años no quedará ni uno. No estés tan seguro de eso, ni tan ufano, sólo eres unos cuantos años más joven que ellos, idiota. Fue una semana muy interesante, dormíamos en los parques y la gente se mostraba muy amable. Werteswandel, lo llaman los alemanes. Ésos tienen palabras para todo. Tenía que ocurrir, eso es la evolución. Todos somos mutantes a estas alturas. Habla por ti, chico. Habla con el camarero. ¡Seis años! Es una buena noticia, me sorprende ver que estás sobrio. ¡Oh, yo no, ja, ja, ja, yo no! El pequeño pueblo rojo andando por ahí a lomos de hormigas rojas, creo que nos están ayudando, ¡paf!, han caído por el borde, esperemos que sean hormigas voladoras. No me extraña que haya encontrado tantas hormigas. Y el hombre dice: Bueno, doctor… Ya, ¿y qué más? Ése es el final del chiste, atontado, sólo le da tiempo a decir: Bueno, doctor, y se muere. Declive súbito, ¿lo captas? Ah, claro, ya entiendo, ja, ja. Muy divertido. Pero no vale la pena acalorarse por eso. Siempre que se tiene que apretar a alguien para que te ría un chiste hay que considerar que no es muy logrado. Vete al cuerno. Ni inteligente. En fin, allí estábamos cuando las tropas decidieron regresar al Enchufe. Lo hicieron con corrección, no creas, se pusieron en fila detrás de una pequeña carretilla eléctrica del hotel a la que habían echado el guante y todos nos apartamos un poco para dejarlos pasar, y mientras pasaban la gente les estrechaba las manos, como si todos fueran Nirgal, y a algunos les pedían que se quedaran. O los besaban en las mejillas. Fueron derechitos al Enchufe. ¿Y por qué no, si se han salido con la suya y nos han amenazado sin que el condenado gobierno traidor les plantara cara? Ese bufón no parece comprender los principios del juego. ¿Por qué? Eh, ¿quién demonios eres tú? Soy un forastero. ¿Qué? ¿qué? Perdone, señorita, ¿podría traernos otra ronda de kava? Pues, aún estamos intentando distribuirlas, pero no hemos tenido suerte. No me traiga Fassnacht, odio la Fassnacht, es el peor día del año para mí, asesinaron a Boone en Fassnacht, bombardearon Dresde en Fassnacht. El diablo tiene que expiar infinidad de males. Navegaban por el golfo de Chryse cuando un aullador levantó su barco y lo arrastro hasta las Montañas Cydonia. Una experiencia como ésa tiene que unir mucho. Oh, por favor, ¿quién es ese tipo? No es para tanto, cada semana el viento arrastra algún dirigible y lo sacude un poco. Ese mismo aullador nos atrapó a nosotros, cerca de Santorini, y el agua estaba hecha añicos hasta una profundidad de diez metros, y no bromeo. La IA del barco en el que navegábamos se asustó y nos llevó al fondo, justo encima de otro barco que ya estaba allí. Chocamos violentamente y fue como si hubiera llegado el fin del mundo: todo oscuro, la IA medio loca, muertos de miedo, te lo juro. Seguramente se rompió. Yo desde luego me rompí la clavícula. Son diez cequíes, gracias. Esos aulladores son peligrosos. Una vez, estando en el Mirador de Echus, nos atrapó uno y tuvimos que tendernos en el suelo. Me sujeté las gafas porque si no habrían salido volando. Los coches saltaban como pulgas. En el puerto no quedó ni un barco, fue como si un niño tomara su puerto de juguete y lo arrojara al otro lado de la habitación. También yo experimenté la furia de esa tormenta. Estaba visitando el barco-ciudad Ascensión en el mar del Norte, cerca de la isla Korolev. Eh, ahí es donde Witt Fort practica el surf. Sí, por lo que tengo entendido allí es donde las olas marcianas alcanzan mayor altura, y durante esa tormenta se alzaron cien metros, desde el seno hasta la cresta, y no exagero. Olas mucho más altas que los costados del barco-ciudad, que en medio de aquellas espantosas colinas negras parecía un bote salvavidas. Los animales estaban inquietos. Y para colmo el oleaje nos arrastraba hacia el extremo sur de Korolev. Las olas saltaban el cabo. De manera que cada vez que subíamos la gigantesca pared de una ola, el piloto del Ascensión viraba al sur y se deslizaba sobre la cresta un trecho, hasta que volvía a descender. A medida que nos aproximábamos al extremo de la isla las olas eran mayores y más empinadas, basculaban de derecha a izquierda y se estrellaban contra el arrecife cercano a la costa. En la última ola el Ascensión, gracias a una hábil maniobra del piloto, que hizo deslizarse a la ciudad sobre la cresta como si hiciera surf, nos libramos de dar contra aquellos arrecifes y dejamos atrás la isla. Y el doctor dice: ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo? Fue tan hermoso, un momento para el recuerdo. Voy a recuperar mi inversión y retirarme, las cosas ya no son como antes. Ésos son criminales. Me enteré de que ella había partido en una nave estelar, eso me dijeron. ¿Tú la viste? Tendrás que conseguirte un traductor mejor, no lo he dicho. No importa, doctor, me siento mejor. ¿Qué clase de cacharro es ése?

¡Camarero! Pueblos como los de mi país, pero sin castas. Si quieren castas que las conserven en su cabeza. Algunos issei lo intentan, pero los nisei se han convertido en salvajes. Lo que a mí me contaron es que el pequeño pueblo rojo se hartó de tantas tonterías y decidió hacer algo, pues hacía poco que habían domesticado a las hormigas. Y por eso pusieron en marcha esta campaña, para rescatarnos cuando los terranos nos invadieran. Tal vez pienses que pecaban de exceso de confianza, pero tienes que recordar que la biomasa de hormigas rojas de este planeta se acerca al metro cúbico de media; tanta biomasa acabará por sacarnos de la órbita. Deberían probar las hormigas en Mercurio. Cada hormiga lleva a cuestas una tribu del pequeño pueblo rojo, que vive en ciudades semejantes a sillas de elefante. No, no pecan de exceso de confianza, se apoyan en la fuerza de las cifras. Por eso hicieron actuar estúpidamente al gobierno, para provocar esta confrontación. Me pregunto qué excusa tienen esos bastardos, porque la necesitan. Por qué quienes van a Mángala se transforman de inmediato en estúpidos codiciosos y corruptos es algo que siempre me ha intrigado. Bajaron para zurrarnos. ¿Por que siempre es el pequeño pueblo rojo, fuese lo que fuese del Gran Hombre? Odio a ese pequeño pueblo rojo y sus cuentos populares. Hay que ser estúpido para contar cuentos, porque la realidad es mucho más interesante, y si los cuentas que al menos haya titanes y Gorgonas arrojando galaxias espiraladas como si fueran afilados bumeráns. Eh, cuidado, muchacho, despacio. Camarero, tráigale a esta boca motorizada un poco de kava. Necesita remojarse. Tranquilo, señorito, tranquilo. ¡Así que lanzando novas a diestro y siniestro! ¡Ka, bumm! ¡Eh, eh! ¡Calma! Estoy harto de ese pequeño pueblo. Quíteme las manos de encima. Es una pobre excusa para un gobierno de todas maneras. Siempre es lo mismo, chupópteros del poder. Les dije que siguiéramos con las tiendas, sin gobierno global, pero no me hicieron caso. Usted se lo dijo. Sí, se lo dije. Estaba allí. Nirgal, claro. Nirgal y yo estamos de vuelta de todo. ¿Qué quiere decir, honorable anciano; no es usted el Polizón? Caramba, sí, lo soy. Entonces es el padre de Nirgal, debe de estar de vuelta de todo, como dice. Sí, bueno, en Zigoto no siempre era así. Le digo que esa zorra nos daba gato por liebre en cuanto nos descuidábamos. Lo tuvo viviendo en un armario durante años. Vamos, hombre, usted no es Coyote. Bueno, ¿qué puedo decir? No hay muchos que me reconozcan. ¿Y por qué deberían hacerlo? Apuesto a que lo es. No puede serlo. Si es usted el padre de Nirgal, ¿por qué él es tan alto y usted tan bajo? Yo no soy bajo.

¿De qué se ríe? Mido cinco pies y cinco pulgadas. ¿Pies? ¿Pies? ¡Santo ka, aquí tenemos un hombre que mide en pies! ¡En pies! Tiene que estar de guasa. ¿Cinco pies? ¿Cuánto es eso en metros? Un pie era un tercio de un metro aproximadamente, un poco menos. ¿Así medían? No me extraña que la Tierra esté tan jodida. Eh, ¿Qué le hace pensar que su precioso metro es mejor? Es sólo una fracción de la distancia del polo Norte al ecuador terrestre, ¡Napoleón escogió esa fracción por capricho! ¡Es una barra de metal que se conserva en París, Francia, y su longitud la decidió el capricho de un loco! No vayan a creer que ahora son más racionales que antes. Oh, basta ya, por favor, voy a reventar de la risa. Ustedes muestran muy poco respeto por sus mayores, eso me gusta. Eh, tráigale al viejo Coyote otra copa; ¿qué toma? Tequila, gracias. Y un poco de kava. Este tipo sabe vivir. Es cierto, sé vivir. Esos salvajes lo averiguaron y tratan de imitarme, pero no hay que sacar las cosas de quicio. No camines, conduce, no caces, compra. Duerme cada noche en una cama de gel e intenta tener dos jóvenes nativas desnudas como sábanas. ¡Oh, oh!

¡Viejo libertino! Oh, honorable señor. Indecente. Bueno, a mí me va. Yo no duermo tan bien pero soy feliz. Oh, no le molesto, gracias. Lo comprendo. Salud. Por Marte.


Despertó, y el silencio era tan hondo que podía oír los latidos de su corazón. Al principio no recordó dónde estaba, pero luego le vino todo a la memoria: en casa de Art y Nadia, en la costa del mar de Hellas, al oeste de Odessa. Tap, tap, tap. Amanecer. El primer clavo de la mañana. Nadia construía fuera. Ella y Art vivían en el limite de la aldea costera, en el complejo de casas, pabellones, jardines y senderos entrelazados de su cooperativa. Una comunidad de unos cien miembros, vinculada a centenares semejantes a ella. Al parecer Nadia siempre estaba ocupada con la infraestructura. ¡Tap, tap, tap, tap! Lo que ahora tenía entre manos era una cubierta que rodeara una torre de bambú como las de Zigoto.

En la habitación contigua alguien respiraba profundamente. Una puerta abierta comunicaba ambas habitaciones. Se sentó en la cama. Tapices en las paredes. Espió por una rendija: faltaba poco para el amanecer y dominaban los grises. Una habitación austera. Sax dormía en el gran lecho de la otra habitación bajo unas gruesas colchas.

Tenía frío. Se levantó y miró a través de la puerta. El rostro relajado de Sax, el rostro de un anciano, descansaba sobre una ancha almohada. Entró y se acurrucó junto a él bajo las colchas. Estaba caliente. Sax era más bajo que ella, bajo y rechoncho, lo sabía bien por la sauna y la piscina de Zigoto. Otra parte de su cuerpo compartido. Tap, tap, tap. Sax se agitó en sueños y ella se abrazó a él, que la imitó, profundamente dormido.

Durante el experimento de la memoria ella se había concentrado en Marte. Michel le había dicho una vez: Tu tarea consiste ahora en ver el Marte que perdura. Y ver las colinas y hondonadas que rodeaban la Colina Subterránea le había devuelto un intenso recuerdo de los primeros años, cuando detrás de cada horizonte aguardaba algo nuevo. La tierra. En su mente perduraba. En la Tierra nunca sabrían cómo era de veras, nunca. La levedad, la intimidad del horizonte, todo casi al alcance de la mano, la súbita inmensidad cuando aparecían huellas del Gran Hombre: los vastos acantilados, los profundos cañones, los volcanes continente, la desolación del caos. La gigantesca caligrafía del tiempo areológico. Las dunas que envolvían el mundo. Nunca lo sabrían, ni siquiera alcanzarían a imaginarlo.

Pero ella lo había conocido, y durante los experimentos de la memoria se había concentrado en Marte, todo aquel día que había parecido durar diez años. Ni una sola vez volvió su pensamiento a la Tierra. Le supuso un gran esfuerzo, pero utilizaba un truco: ¡no pensar en la palabra elefante! Era un truco que había llegado a dominar, la lealtad de la gran negadora, que le daba fuerza. Y entonces Sax se había acercado corriendo, gritando: «¿Recuerdas la Tierra? ¿Recuerdas la Tierra?» Era casi divertido.

Pero eso había sido en la Antártida. Inmediatamente su mente, tramposa, concentrada, había dicho: Eso es sólo la Antártida, un pedacito de Marte en la Tierra, un continente extrapolado, y el año que habían vivido allí, un fugaz vislumbre del futuro que los aguardaba. En los Valles Secos habían estado en Marte sin saberlo. Por eso podía recordarlo sin tener que regresar a la Tierra, era una Colina Subterránea, una Colina Subterránea con hielo, y un campamento diferente, pero con la misma gente y situación. Y pensando en eso todos los recuerdos habían regresado en la magia del encantamiento anamnésico: las charlas con Sax, lo mucho que le atraía alguien tan recluido en la ciencia como ella. Nadie más había comprendido lo lejos que podía llegarse por el sendero de la ciencia. E inmersos en aquella distancia habían discutido, noche tras noche, sobre Marte, aspectos técnicos, aspectos filosóficos. No estaban de acuerdo, pero estaban allí fuera, y juntos.

Aunque no del todo. Él había dado un respingo cuando ella lo tocó. Carne mezquina, había pensado Ann. Pero por lo visto se equivocaba. Y eso había sido muy perjudicial, porque si ella hubiera comprendido, si él hubiera comprendido, tal vez la historia habría sido distinta. Pero no habían comprendido.

Y en aquel flujo de pasado ni una sola vez había visitado la Tierra más al norte, la Tierra de antes. Había permanecido en la convergencia antartica. De hecho había permanecido en Marte, en su Marte mental, en Marte rojo. En teoría el tratamiento anamnésico estimulaba la memoria y hacía que la conciencia repasara los complejos asociativos de nodo y red, saltando a diferentes años. Este repaso reforzaba los circuitos físicos de los recuerdos, un evanescente campo de oscilaciones cuánticas. Todo lo recordado quedaba reforzado; y lo que no se recuperaba acaso no fuera reforzado. Lo que no se reforzaba seguía sujeto a error, pérdida, colapso cuántico, decadencia. Y era olvidado.

Por tanto era una nueva Ann ahora. No la Contra-Ann ni la esquiva tercera persona que la había perseguido tanto tiempo. Una Ann nueva, completamente marciana al fin. En un Marte pardo en cierto modo nuevo también, rojo, verde, azul, todo en un remolino único. Y si aún quedaba una Ann terrestre escondida en algún armario cuántico perdido, qué le iba a hacer, así era la vida. Ninguna cicatriz desaparecía por completo hasta la muerte y la disolución final y quizás era bueno que las cosas fueran así. Uno nunca deseaba perder demasiado pues eso provocaría problemas de otra índole. Había que mantener un cierto equilibrio. Y allí, en ese momento, en Marte, ella era la Ann marciana, ya no una issei, sino una nativa envejecida, una yonsei nacida en la Tierra. La Ann Clayborne marciana en el momento y sólo en el momento. Era agradable estar tendida en aquella cama.

Sax se agitó entre sus brazos y ella contempló su rostro. Una cara distinta, pero todavía Sax. Le acarició el pecho con una mano fría. El se despertó y al verla esbozó una sonrisa adormilada. Se desperezó, se volvió y ocultó el rostro en el hombro de ella, y le dio un suave mordisco en el cuello. Se abrazaron como en el barco volador durante la tormenta. Un viaje frenético. Sería divertido hacer el amor en el cielo, aunque impracticable con un viento como aquél. Otra vez sería. Ann se preguntó de qué estarían hechos los colchones modernos; aquél era duro. Y Sax no era tan blando como parecía. Un abrazo interminable, un congreso sexual. Sax se movía dentro de ella y Ann se aferró a él con frenesí. Bajo las colchas, Sax recorría su cuerpo con besos. De cuando en cuando sentía sus dientes, porque la mordisqueaba con suavidad, y le lamía la piel como un gato. Era agradable. Él susurraba o canturreaba, su pecho vibraba con un sonido pacífico y voluptuoso que producía en Ann una sensación de bienestar. Levantó la colcha como si fuera una tienda de campaña y lo miró.

—¿Qué te gusta más? —murmuró él—. ¿A? —La besó.— ¿O B? —La besó en un lugar distinto.

Tuvo que reírse.

—Oh, Sax, cállate y hazlo.

—Ah, bueno.

Almorzaron con Art y Nadia y los miembros de su familia que andaban por allí. Nikki, la hija de ambos, había emprendido un viaje con los salvajes de las Montañas Hellespontus, con su marido y otras tres parejas de su cooperativa. Habían partido la noche anterior, excitados como criaturas, y dejaron allí a su hija Francesca y los hijos de sus amigos: Nanao, Boone y Tati. Francesca y Boone tenían cinco años, Nanao, tres y Tati, dos, todos muy ilusionados por estar juntos, y con los abuelos de Francesca por añadidura. Ese día irían a la playa. Una gran aventura. Discutieron la logística durante el desayuno. Sax se quedaría en casa con Art y le ayudaría a plantar algunos árboles jóvenes en el olivar que Art cultivaba en la colina, detrás de la casa. Se quedaba además porque esperaba a dos invitados: Nirgal y una matemática de Da Vinci llamada Bao. Ann se dio cuenta de que Sax estaba impaciente por presentarlos.

—Es un experimento —le confesó. Estaba tan entusiasmado como los niños.

Nadia continuaría trabajando con su cubierta. Ella y Art tal vez bajarían más tarde a la playa con Sax y sus invitados. Esa mañana los niños estarían al cuidado de la tía Maya. Estaban tan excitados ante la perspectiva que no podían estarse quietos; correteaban como potrillos.

Y Ann, al parecer, sería la auxiliar de Maya con los niños, que la miraban con desconfianza. ¿Estás lista, tía Ann? Ella asintió. Tomarían el tranvía.

Ella, Francesca, Nanao y Tati estaban sentados detrás del conductor, Tati en el regazo de Ann. Y detrás de ellos, Boone y Maya. Maya hacía ese trayecto a diario; vivía sola en la otra punta del pueblo, en una casita sobre los acantilados que dominaban la playa. Trabajaba en la cooperativa y muchas tardes con su compañía teatral. Era asidua de los cafés-teatro y al parecer la canguro habitual de aquellos niños.

En ese momento estaba enzarzada en una feroz pelea de cosquillas con Boone, y ambos se toqueteaban enérgicamente y reían con descaro. Algo nuevo que añadir al acervo erótico de la época: un encuentro sensual entre un niño de cinco años y una mujer de doscientos treinta, la interacción de dos humanos muy experimentados en los placeres del cuerpo. Ann y los otros niños permanecían en silencio, algo embarazados por la escena.

—¿Qué pasa? —preguntó Maya mientras se daba un respiro—. ¿Te ha comido la lengua el gato?

Nanao miró a Ann, espantado.

—¿Te ha comido la lengua un gato?

—No —contestó Ann.

Maya y Boone rieron a carcajadas. Los pasajeros los miraban, algunos sonriendo, otros escandalizados. Ann descubrió que Francesca había heredado los extraños ojos moteados de Nadia, pero eso era todo, porque se parecía más a Art, aunque no demasiado. Era una belleza.

Llegaron a la parada de la playa: la pequeña estación de tranvías, un refugio para la lluvia y un quiosco, un restaurante, un aparcamiento de bicicletas, algunas carreteras rurales que llevaban al interior y un ancho sendero que cruzaba las dunas herbosas y bajaba a la playa. Se apearon, Maya y Ann cargadas con bolsos llenos de toallas y juguetes.

Era un día nuboso y destemplado y la playa estaba casi desierta. Pequeñas y veloces olas rompían a poca distancia de la orilla en abruptas líneas blancas. El mar estaba oscuro y las nubes eran espigas de color gris perla bajo el pálido lavanda del cielo. Maya soltó su carga y en compañía de Boone corrió hasta el borde del agua. Más allá de la playa, al este, Odessa se alzaba en su colina, y sus muros blancos resplandecían. Las gaviotas revoloteaban buscando comida y el viento les agitaba las plumas. Un pelícano flotaba sobre las olas y por encima de él volaba un hombre con un gran traje de pájaro. Ann recordó a Zo. Algunos morían jóvenes: en los cuarenta, los treinta, los veinte, algunos incluso en la adolescencia, cuando empezaban a adivinar lo que podían perder; otros a la edad de esos niños. De pronto, como las ranas en una helada. En cualquier momento el aire podía arrastrarte y matarte, pero eso era un accidente. Aunque las cosas habían cambiado, había que admitirlo: si se libraban de los accidentes aquellos niños tendrían una larga vida, muy larga. Por el momento.

Los amigos de Nikki habían dicho que era preferible mantener a su hija Tati lejos de la arena, porque tenía una cierta tendencia a comérsela. Ann intentó retenerla en la estrecha franja de césped que había entre las dunas y la playa, pero la niña escapó corriendo torpemente hacia donde estaban los demás y se sentó bruscamente en la arena con expresión satisfecha.

—Muy bien —dijo Ann, dándose por vencida, mientras se acercaba a ella—, pero no te la comas.

Maya ayudaba a Nanao, Boone y Francesca a cavar un hoyo.

—Cuando encontremos arena mojada pondremos los cimientos del castillo —declaró Boone. Maya asintió, absorta en la tarea.

—¡Miren! —gritó Francesca—. ¡Estoy describiendo círculos alrededor de ustedes!

Boone levantó la vista.

—No, son óvalos —corrigió.

Retomó la lección que le estaba impartiendo a Maya sobre el ciclo vital de los cangrejos de arena. Ann recordó que un año antes apenas hablaba, sólo repetía frases tontas como las de Nanao y Tati, y ahora estaba hecho un pedante. La manera en que el lenguaje llegaba a los niños era increíble. A esa edad todos eran genios; se necesitaban años de vida adulta para retorcerlos y convertirlos en las criaturas bonsai que acababan siendo. ¿Quién lo haría, quién deformaría a aquel niño dotado? Nadie, pero sin embargo ese proceso parecía inevitable. Aunque mientras empacaban para ir a las montañas, Nikki y sus amigos le habían parecido niños. Y ya casi tenían ochenta años. Así que tal vez no era inevitable. Por el momento.

Francesca interrumpió sus círculos o sus óvalos y le quitó una pala de plástico a Nanao, que protestó llorando. Francesca se volvió de espaldas y se puso de puntillas, como para demostrar lo ligera que era su conciencia.

—Es mi pala —dijo por encima del hombro.

—¡No es verdad!

—Devuélvesela —dijo Maya sin levantar la mirada. Francesca se alejó bailando.

—No le hagan caso —le dijo Maya a Nanao. Nanao lloró con rabia y se puso de color magenta. Maya miró a Francesa—. ¿Quieres helado o no?

Francesca volvió y soltó la pala sobre la cabeza de Nanao. Boone y Maya seguían cavando.

—Ann, ¿podrías traer unos helados para los niños?

—Claro.

—Llévate a Tati, ¿quieres?

—¡No! —protestó Tati.

—Helado —dijo Maya.

Tati lo pensó mejor y se puso de pie laboriosamente.

Ella y Ann fueron hasta el quiosco de la parada de tranvías tomadas de la mano. Compraron seis helados y Ann llevó cinco en una bolsa, porque Tati insistió en comerse el suyo por el camino. Todavía le costaba realizar dos operaciones a la vez, y el regreso fue lento. El helado derretido chorreaba y Tati lamía el palito y su mano indiscriminadamente.

—Bonito —dijo—. Sabe bonito.

Un tranvía se detuvo y luego continuó su camino. Unos minutos después tres personas bajaron por el sendero en bicicleta: Sax, que abría la marcha, Nirgal y una nativa. Nirgal frenó a la altura de Ann y la abrazó. Hacía muchos años que ella no lo veía y lo encontró envejecido. Lo abrazó con fuerza y le sonrió a Sax; también quería abrazarlo a él.

Bajaron a la playa. Maya se levantó para abrazar a Nirgal y estrechó la mano de Bao. Sax no dejó la bicicleta sino que empezó a recorrer la franja de césped arriba y abajo; en un momento dado soltó el manillar y saludó al grupo para lucir la hazaña. Boone, que aún llevaba un par de ruedas de apoyo en su bici, lo vio y se quedó pasmado.

—¿Cómo haces eso? —preguntó.

Sax agarró abruptamente el manillar, detuvo la bicicleta y se quedó mirando a Boone con el entrecejo fruncido. Boone caminaba hacia él con torpeza, con los brazos extendidos, y chocó contra la bicicleta.

—¿Algo va mal? —inquirió Sax.

—¡Estoy tratando de caminar sin usar el cerebelo!

—Buena idea —dijo Sax.

—Iré a buscar más helados —ofreció Ann, y esa vez no llevó a Tati. Era agradable caminar contra el viento.

Cuando regresaba con una segunda bolsa de helados, el aire se enfrió de pronto. Sintió una sacudida interior y luego un desfallecimiento. Sobre la superficie del mar flotaba una lámina reluciente de color púrpura y ella tenía mucho frío. Oh, mierda, ya está aquí. El declive súbito: había leído sobre los distintos síntomas que relataban los pocos que habían podido ser resucitados. El corazón le latía furiosamente, como un niño tratando de salir de un armario oscuro, y sentía el cuerpo inmaterial, como si algo hubiese aliviado su sustancia y le hubiese dejado un cuerpo poroso; un golpecito con el dedo y se desmoronaría convertida en polvo. Gruñó de sorpresa y dolor, y se encogió. Le dolía el pecho. Dio un paso hacia un banco junto al camino y una nueva puñalada la detuvo.

—¡No! —exclamó, y aferró la bolsa de los helados. Su corazón saltaba, alocadamente, arrítmico, bump, bump, bump. No, se dijo. Todavía no. La nueva Ann, sin duda, pero no había tiempo para aquello. El esfuerzo para no disgregarse la absorbió por completo. ¡Corazón, tienes que latir! Se oprimió el pecho con tanta fuerza que se tambaleó. No, todavía no. El viento era gélido y la traspasaba, traspasaba el fantasma de su cuerpo, que sólo su voluntad mantenía unido. El sol la deslumhraba y sus violentos rayos penetraban oblicuamente en su caja torácica… la transparencia del mundo. De pronto todo quedó incluido en un gran latido y el viento sopló a través de ella, y tuvo que exigir a sus músculos agarrotados para no desmoronarse. El tiempo se detuvo, todo se detuvo.

Tomó aliento. El ataque había pasado. El viento recuperó lentamente su calidez y el aura del mar desapareció, dejando unas aguas azules y lisas. Su corazón latió al ritmo acostumbrado, recuperó la sustancia, el dolor remitió. El aire era salado y húmedo, pero no frío. Hasta se podía sudar.

Con qué energía avisaba el cuerpo. Pero había conseguido mantenerse unida. Viviría. Al menos por un tiempo. Dio unos pasos indecisos. Todo parecía funcionar. Había escapado, la muerte sólo la había rozado.

Desde el castillo de arena Tati vio a Ann y anadeó hacia ella, muy interesada en los helados. Pero iba demasiado deprisa y cayó de bruces. Cuando se incorporó con la cara embadurnada de arena Ann supuso que se echaría a llorar, pero en lugar de eso se lamió el labio superior, como un connoisseur.

Ann fue a ayudarla. La levantó e intentó quitarle la arena de los labios, pero ella trató de evitarlo sacudiendo la cabeza. En fin, ¿qué daño podía hacerle comer un poco de arena?

—No demasiada, ¿eh? No, ésos son para Nirgal, Sax y Bao. ¡No! ¡Eh, mira las gaviotas! ¡Mira las gaviotas!

Tati miró al cielo y vio las gaviotas, y al intentar seguirlas con la vista cayó de culo.

—¡Ooh! —dijo—. ¡Bonitas! ¡Bonitas! ¡Son bonitas!

Ann la levantó y caminaron tomadas de la mano hacia el grupo, que rodeaba el alto castillo de arena. Nirgal y Bao conversaban a la orilla del agua. Las gaviotas planeaban en el cielo. En la playa una anciana asiática pescaba. El mar tenía un azul profundo, el cielo derivaba hacia un malva pálido y el viento arrastraba las nubes hacia el este. Unos cuantos pelícanos se deslizaban en fila india sobre la cresta de una ola y Tati tironeó de Ann para que se detuviera y los señaló.

—¿No son bonitos?

Ann trató de reanudar la marcha, pero Tati se negaba a moverse e insistía:

—¿Son bonitos? ¿Son bonitos?

—Sí.

Tati la soltó y avanzó sobre la arena manteniendo un precario equilibrio; su pañal se contoneaba como la cola de un pato y detrás de las rodillas regordetas se le formaban hoyuelos.

Y sin embargo se mueve, pensó Ann. Siguió a la niña sonriendo por su ocurrencia. Galileo podía haberse negado a retractarse, podía haber acabado en la hoguera en aras de la verdad, pero habría sido una estupidez. Era mejor decir lo que había que decir y continuar. Una escaramuza con la muerte le recordaba a uno lo que de verdad era importante. ¡Oh, sí, muy bonitos! Ella lo admitió y se le permitió seguir viva. Late, corazón. ¿Y por qué no admitirlo? En ningún lugar de aquel planeta los hombres se mataban unos a otros, ni se desesperaban por el alimento y la vivienda, ni temían por sus hijos. La arena rechinaba bajo sus pies. La examinó: oscuros granos de basalto mezclados con diminutos fragmentos de conchas marinas y guijarros de distintos colores, algunos sin duda brechas de impacto de la cuenca de Hellas. Alzó los ojos a las colinas, al oeste del mar, oscuras bajo el sol. Los huesos de las cosas asomaban por doquier. Las olas se convertían en sinuosas líneas en la orilla, y ella caminó sobre la arena al encuentro de sus amigos, acariciada por el viento, en Marte, en Marte, en Marte.

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