Hay muchos modos de unir a un hombre y una mujer, pero, no siendo esto inventario ni vademécum de casamentero, queden registrados sólo dos, y el primero es que estén ella y él uno cerca del otro, ni sé de ti ni te conozco, en un auto de fe, por la banda de fuera, viendo pasar los penitentes, y de repente se vuelve la mujer al hombre y pregunta, Cuál es su gracia, no fue inspiración divina, no preguntó por su voluntad propia, fue orden mental que le vino de su propia madre, la que iba en la procesión, la que tenía visiones y revelaciones, y si, como dice el Santo Oficio, las fingía, no fingió éstas, no, que bien vio y se le reveló que este soldado manco habría de ser el hombre de su hija, y así los juntó. Otro modo es que estén él y ella lejos el uno del otro, ni sé de ti ni te conozco, cada cual en su corte, él en Lisboa, ella en Viena, él diecinueve años, ella veinticinco, y los casan por poderes unos embajadores, se vieron primero los novios en retratos favorecidos, él buena figura y morenillo, ella rolliza y blancaustríaca, y tanto daba si se gustaban o no, nacieron para casarse así y no de otra manera, pero él va a desbravarse bien, no ella, pobrecilla, que es mujer honesta, incapaz de alzar los ojos hacia otro hombre, que lo que en sueños pasa no cuenta.

En la guerra de Juan perdió la mano Baltasar, en la guerra de la Inquisición perdió Blimunda a su madre, ni Juan ganó, que hechas las paces quedamos como antes, ni ganó la Inquisición, que por cada bruja muerta nacen diez sin contar los machos, que tampoco son raros. Cada cual tiene su contabilidad, su razón y su diario, se escrituran los muertos a un lado de la página, se anotan los vivos al otro, también hay modos diferentes de pagar y cobrar el impuesto, con el dinero de la sangre y con la sangre del dinero, pero hay quien prefiere la oración, y éste es el caso de la reina, devota paridora que vino al mundo sólo para eso, y así dará seis hijos, pero las preces se cuentan por millones, ahora va a la casa del noviciado de la Compañía de Jesús, ahora a la parroquial de San Pablo, ahora hace la novena a San Francisco Javier, ahora visita la imagen de Nuestra Señora de las Necesidades, y ahora va al convento de San Bento dos Loios, y va a la iglesia parroquial de la Encarnación, y va al convento de la Concepción de Marvila, y va al convento de San Benito de la Salud, y va a visitar la imagen de Nuestra Señora de la Luz, y va a la iglesia del Cuerpo Santo, y va a la iglesia de Nuestra Señora de la Gracia, y a la iglesia de San Roque, y a la iglesia de la Santísima Trinidad, y al real convento de la Madre de Dios, y visita la imagen de Nuestra Señora del Recuerdo, y va a la iglesia de San Pedro de Alcántara, y a la iglesia de Nuestra Señora de Loreto, y al convento del Buen Suceso, y cuando sale del palacio para ir a sus devociones, toca el tambor y suena el pífano, no ella, claro está, qué idea, una reina tamborileando y soplando, forman los alabarderos, y si están las calles sucias como siempre están, por más avisos y decretos para que las manden limpiar, van ante la reina dos ganapanes con unas tablas largas a cuestas, sale ella del coche y ellos colocan las tablas en el suelo, parece un juego, la reina sobre tablas, los ganapanes llevándolas de atrás a delante, ella siempre en lo limpio, ellos siempre en la inmundicia, parece la reina nuestra señora Nuestro Señor Jesucristo cuando caminó sobre las aguas, y de esta milagrosa manera va al convento de las Trinitarias, y al convento de las Bernardas, y al del Santísimo Corazón, y al de San Alberto, y a la iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes, a ver si las hace, y a la iglesia de Santa Catalina, y al convento de los Paulistas, y al de la Buena Hora de los agustinos descalzos, y al de Nuestra Señora del Monte Carmelo, y a la iglesia de Nuestra Señora de los Mártires, que mártires somos todos, y al convento de Santa Juana Princesa, y al convento del Salvador, y al convento de las Mónicas, que fueron las tales, y al real convento del Desagravio, y al convento de las Comendadoras, pero adonde no se atreve a ir, bien lo sabemos nosotros, es al convento de Odivelas, todos adivinan por qué, es una triste y engañada reina que sólo de rezar no se desengaña, todos los días y todas las horas de ellos, unas veces con motivo, otras sin certeza de tenerlo, por el marido lujurioso, por los parientes tan lejanos, por la tierra que no es la suya, e hijos sólo por mitad, o aún menos, como jura el infante Don Pedro en el cielo, por el imperio portugués, por la peste que amenaza, por la guerra que acabó, por otra que empieza, por las infantas cuñadas, por los cuñados infantes, por Don Francisco también, y a Jesús María José, por las angustias de la carne, por el placer entrevisto, adivinado entre piernas, por la difícil salvación, por el infierno que ansía tenerla, por el horror de ser reina, por el dolor de ser mujer, por las dos penas juntas, por esta vida que se va, por esa muerte que viene.

Doña María Ana tiene ahora otros y más urgentes motivos para rezar. Anda el rey con achaques, sufre de flatos súbitos, debilidad que le sabemos antigua, pero agravada ahora, le duran los desmayos más que un vulgar vahído, ved ahí una excelente lección de humildad, tan gran rey sin dar acuerdo de sí, de qué le sirve ser señor de India, África y Brasil, no somos nada en este mundo, y cuanto tenemos acá se queda. Por costumbre y cautela le acuden en seguida con la extremaunción, no puede su majestad morir inconfeso como un vulgar soldado en el campo de batalla, allá donde no llegan capellanes ni quieren llegar, pero a veces ocurren dificultades, como estar en Setúbal viendo los toros desde la ventana y sobrevenirle sin aviso un desmayo profundo, acude el médico que le toma el pulso, y busca al sangrador, viene el confesor con los óleos, pero nadie sabe qué pecados habrá cometido Don Juan V desde la última vez que se confesó, que fue ayer, cuántos malos pensamientos y acciones malas se pueden tener y cometer en veinticuatro horas, aparte de la impropiedad de la situación de estar muriendo toros en la plaza mientras el rey, con los ojos en blanco, no se sabe si muere o no, y si muere no será de herida, como las que van desgarrando a los animales abajo, que aun así de vez en cuando pueden vengarse del enemigo, como ahora mismo aconteció con Don Henrique de Almeida, que fue por los aires con el caballo y se lo llevan con dos costillas rotas. Al fin el rey abrió los ojos, escapó, sale de ésta, pero queda con las piernas flojas, las manos trémulas, el rostro lívido, no parece aquel galán que revuelca monjas con un gesto, y quien dice monjas, dice las que no lo son, que aún el año pasado tuvo una francesa un hijo de su labra, si ahora lo viesen las amantes reclusas y las libertas, no reconocerían en este mustio y apagado hombrecillo al real e infatigable cubridor. Va Don Juan V hacia Azeitão, a ver si con medicinas y buenos aires se cura de esta melancolía, que así llaman los médicos a su dolencia, probablemente lo que tiene su majestad son los humores averiados, y de ello suelen resultar embarazos de tripa, flatulencias, obstrucciones de bilis, todo ello achaques segundos de la atrábilis, que ésa, sí, es la enfermedad del rey, y no sufrimiento de las partes pudendas, pese a sus excesos amatorios y a algunos riesgos de gálico, caso en que le aplicarían zumo de consuelda, remedio soberano para llagas de boca y de las encías, de los testículos y adyacencias superiores.

Doña María Ana se quedó en Lisboa rezando y luego fue a seguir sus rezos en Belem. Dicen que va disgustada por no querer Don Juan V confiarle el gobierno del reino, realmente no está bien que desconfíe así el marido de la mujer, son resistencias de ocasión, más adelante ya será regente la reina mientras el rey acaba de curarse en aquellos felices campos de Azeitão, teniendo para asistirlo a los frailes de la Arrábida, y el murmullo de las olas es el mismo, el mismo el color del mar, el olor del mar con el mismo sortilegio, y el bosque huele como antes, así queda el infante Don Francisco solo en Lisboa, haciendo corte, y empieza ya a urdir la trama y la tela, echando cuentas con la muerte del hermano y con su propia vida, Si de esta melancolía, que tan gravemente atormenta a su majestad, no hubiera remedio, y quisiera Dios que tan pronto acabe su vida terrenal para más pronto iniciar la eterna, podría yo, como hermano que le sigue, y por tanto su más próximo familiar, cuñado de su majestad y muy dedicado servidor de vuestra belleza y virtud, podría, oso decir, subir al trono y, de camino a vuestro lecho, casándonos en buena y canónica forma que por méritos de hombre puedo garantizar que no soy menos que mi hermano, Vaya, qué conversación tan impropia de cuñados, el rey está aún vivo y, por el poder de mis preces, si Dios las oye, no morirá, para mayor gloria del reino, tanto más que para la cuenta de los seis hijos que está escrito tendré de él, faltan aún tres, Pero vuestra majestad sueña conmigo casi todas las noches, que yo bien lo sé, Es verdad que sueño, son flaquezas de mujer guardadas en mi corazón y que ni al confesor confieso, pero, por lo visto, vienen al rostro los sueños, si así me los adivinan, Entonces, en muriendo mi hermano, nos casamos, Si ése es el interés del reino, y si de ahí no viene ofensa a Dios ni daño a mi honra, nos casaremos, Ojalá muera él, que yo quiero ser rey y dormir con vuestra majestad, que ya estoy harto de ser infante, Harta estoy yo de ser reina y no puedo ser otra cosa, pero, pese a todo, rezando estoy para que se salve mi marido, no vaya a ser peor otro que venga, Cree entonces vuestra majestad que yo iba a ser peor marido que mi hermano, Malos son todos los hombres, la diferencia está sólo en la manera de serlo, y con esta sabia y escéptica sentencia concluyó la conversación en palacio, primera de las muchas con que Don Francisco fatigará a la reina, en Belem donde ahora está ella, en Belas adonde irá con demora, en Lisboa cuando al fin sea regente, en cámaras y en quintas discurriendo, hasta el punto de que ya no son los sueños de Doña María Ana lo que antes eran, tan deliciosos en general, tan arrebatadores del espíritu, tan pungidores del cuerpo, ahora el infante sólo le aparece para decir que quiere ser rey, buen provecho le haga, que para esto ni vale la pena soñar, lo digo yo que soy reina. Enfermó tan gravemente el rey, murió el sueño de Doña María Ana, luego el rey sanará, pero los sueños de la reina no resucitarán.


Aparte de la conversación de las mujeres, son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita. Pero son también los sueños los que le ponen una corona de lunas, por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres, si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo. Regresó el padre Bartolomeu Lourenço de Holanda, si trajo o no trajo el secreto alquímico del éter es algo que más tarde sabremos, o no tiene este secreto que ver con alquimias de tiempos pasados, quizá baste una simple palabra para llenar las esferas de la máquina voladora, por lo menos Dios no hizo más que hablar y con ese poco, se creó todo, así se lo enseñaron en el seminario de Belem da Bahía al padre Bartolomeu y así se lo confirmaron, con otras argumentaciones y estudios más avanzados, en la Facultad de Cánones de Coimbra, antes de hacer subir en el aire sus globos primeros, y, ahora que ha vuelto de tierras holandesas, regresará a Coimbra, que un hombre puede ser gran volador, pero también le es conveniente que salga bachiller, licenciado y doctor, y entonces, aunque no vuele, lo considerarán.

Bartolomeu Lourenço fue a la quinta de San Sebastián da Pedreira, tres años enteros habían pasado desde que partió, estaba el chamizo de las herramientas completamente abandonado, dispersos por el suelo los materiales que no había valido la pena ordenar, nadie adivinaría lo que allí andaban perpetrando. Dentro del caserón revoloteaban gorriones, habían entrado por un resquicio del tejado, dos tejas partidas, ínfimas aves aquellas que nunca volarían más alto que el más alto fresno de la quinta, el gorrión es un ave de la tierra y del terruño, del estiércol y del sembrado, y cuando muere, uno se da cuenta de que no podría volar más alto, tan frágil de alas, tan mezquino de huesos, mientras esta mi passarola volará hasta donde lleguen los ojos, véase el fortísimo andamiaje de la concha que me ha de llevar, con el tiempo se oxidan los hierros, mala señal, no parece que Baltasar haya venido como le recomendé, pero, sí, vino, aquí están las huellas de sus pies descalzos, no trajo a Blimunda, o Blimunda murió, y durmió en el jergón, está retirada la manta hacia atrás como si acabara de levantarse ahora mismo, en este mismo jergón me voy a acostar, me cubriré con esta manta, yo, padre Bartolomeu Lourenço que volví de Holanda adonde fui a averiguar si ya saben en Europa volar con alas, si los estudios de esta ciencia van más adelantados de lo que yo estoy en mi país de marineros, y en Zwolle, Ede y Nijkerk estudié con algunos sabios viejos y alquimistas, de esos que hacen nacer soles en retortas, pero luego mueren de muerte extraña, se van resecando hasta no tener más sustancia que una brizna de paja quebradiza, y entonces arden como la paja, que eso es lo que todos piden a la hora de la muerte, sólo cenizas dejo, por sí mismos se inflaman, y a mí me estaba esperando aquí esta máquina voladora que aún no vuela, éstas son las esferas que tendré que llenar con el éter celeste, la gente cree que sabe de qué habla, miran al cielo y dicen, Éter celeste, yo sí sé qué es, algo al fin tan sencillo como que Dios dijera, Hágase la luz, y la luz se hizo, es un modo de hablar, que entre tanto se ha hecho de noche, enciendo esta vela que Blimunda dejó, apago este sol pequeñísimo que de mí depende atizar o extinguir, a la candela me refiero, no a Blimunda, que ningún ser humano puede tener cuanto desea en esta su única vida terrestre, tal vez soñando, buenas noches.

Pasadas algunas semanas, con todas las disposiciones, licencias y matriculaciones necesarias, partió el padre Bartolomeu Lourenço para Coimbra, ciudad tan ilustre, de tan viejos sabios, que, si en ella hubiera alquimistas, en nada desmerecería ante Zwolle, y va el Volador por ahora cabalgando en remansada mula de alquiler, como conviene a sacerdote sin extremadas artes de jinete y sólo de medianos bienes provisto, llegando a su destino volverá la montura con otro caballero, tal vez recién doctorado, aunque a esta dignidad mejor conviene una litera de viaje, es como ir balanceándose sobre las aguas del mar, si no fuese el macho de la delantera tan incontinente de vientos. Hasta la villa de Mafra, adonde primero va, no tiene el viaje historia, salvo la de las personas que por estos lugares moran, pero no podemos detenernos en el camino a preguntar, Quién eres, o qué haces, dónde te duele, y si el padre Bartolomeu Lourenço se paró algunas veces fue todo parar y andar, no más que el tiempo de una bendición que le pedían, a cuántos de éstos les ocurrirá que se les retuerza la historia que tenían para entrar en esta que vamos contando, el simple encuentro con el padre es una señal, porque, yendo él a Coimbra, no sería éste el camino si no tuviese que ir a la villa de Mafra por estar allá Baltasar Sietesoles y Blimunda Sietelunas. No es verdad que el día de mañana sólo a Dios pertenezca, que tengan los hombres que esperar cada día para saber qué les trae, que sólo la muerte sea cierta pero no el día de ella, son dichos de quien no es capaz de entender los signos que nos vienen del futuro, como este de aparecer un cura en el camino de Lisboa, bendecir porque la bendición le han pedido, y seguir en dirección a Mafra, quiere esto decir que el bendecido ha de ir a Mafra también, trabajará en las obras del convento real y allí morirá por caer de pared, o de la peste que atrapó, o de una cuchillada que le dieron, o aplastado por la estatua de San Bruno.

Es pronto aún para estos accidentes. Cuando el padre Bartolomeu Lourenço, en la última vuelta del camino, empezó a descender hacia el valle, dio con una multitud de hombres, exageración será decir multitud, en fin, unos centenares, y primero no entendió lo que pasaba, por qué toda aquella gente corría hacia un lado, se oía tocar una trompeta, sería fiesta, sería guerra, empezaron entonces a estallar tiros de pólvora, tierra y piedras violentamente lanzadas al aire, fueron los tiros veinte, volvió a sonar la trompeta, ahora un toque diferente, y los hombres avanzaron hacia el terreno revuelto, con carretillas y palas, llenando aquí, en el monte, descargando más allá, en la cuesta de Mafra, al paso que otros hombres, azada al hombro, bajaban a los fosos ya profundos, en ellos desaparecían, mientras otros hombres lanzaban cestos adentro y después tiraban de ellos hacia arriba, los sacaban llenos de tierra, y los iban a vaciar lejos, donde otros hombres iban a su vez a llenar las carretillas, que lanzaban en la explanación, no hay ninguna diferencia entre cien hombres y cien hormigas, se lleva esto de aquí para allá porque las fuerzas no dan para más, y luego viene otro hombre que llevará la carga hasta la próxima hormiga, hasta que, como de costumbre, todo acaba en un agujero, en el caso de las hormigas es el lugar de vida, en el caso de los hombres el lugar de muerte, como se ve, no hay diferencia alguna.

Con los calcañares, el padre Bartolomeu Lourenço espoleó la mula, experto animal que ni con la artillería se había asustado, es lo que hace no ser de raza pura, estos animales ya han visto mucho, el mestizaje los hizo poco espantadizos, que es la mejor manera de vivir en este mundo las bestias y los hombres. Por el camino atascado por el barro, señal de que las fuentes de la tierra andaban perdidas en aquella conmoción y brotaban donde no podían aprovecharse, o en muy delgadas linfas que se dividían hasta separarse del todo los átomos del agua y quedar el monte seco, por ese camino, tocando suavemente a la mula, descendió el padre Bartolomeu Lourenço a la villa y preguntó al vicario dónde vivían los Sietesoles. El cura había hecho un buen negocio con los terrenos por ser suyas algunas de las tierras del alto de la Vela, y, por valer las tierras mucho, o por mucho valer el propietario, se hizo una valoración por lo alto, ciento cuarenta mil reales, nada que se pueda comparar con los trece mil quinientos que fueron pagados a João Francisco. Es un párroco feliz, con la promesa de tan gran convento, ochenta frailes confirmados, allí mismo en la puerta de casa, con lo que mucho crecerá la villa en bautizos, casamientos y entierros, valiéndole cada sacramento su parte material y espiritual, reforzándose así tanto la caja como la esperanza de salvación, en la razón directa de los varios actos y prestaciones, Pues bien, padre Bartolomeu Lourenço, es un gran honor para mí recibirlo en esta casa, los Sietesoles viven aquí cerca, tenían un terreno al lado de los míos en el alto de la Vela, pero más pequeño, ahora el viejo y la familia viven de las rentas de una casa que tienen alquilada, quien volvió hace cuatro años fue el hijo, Baltasar, que estuvo en la guerra y volvió manco, manco de guerra, quiero decir, y trajo a la mujer, para mí que no están casados conforme a la Santa Iglesia, y ella tiene un nombre nada cristiano, Blimunda, dijo al padre Bartolomeu Lourenço, La conoce, Fui yo quien los casó, Ah, entonces sí están casados, Fui yo quien los casó, en Lisboa, y agradeciendo el Volador, que allí no era conocido como tal, las efusiones del párroco que mucho tenían que ver con las particulares recomendaciones de palacio, salió a buscar a los Sietesoles, contento por haber mentido así ante la faz de Dios y saber que a Dios no le importaba, un hombre tiene que saber por sí mismo cuándo las mentiras nacen ya absueltas.

Fue Blimunda quien abrió la puerta. Caía la tarde, pero ella lo reconoció al desmontar, cuatro años no es tanto tiempo, le besó la mano, si no anduvieran por allí vecinos curiosos otro sería el saludo, que estos dos, estos tres cuando esté Baltasar, tienen razones del corazón que los gobiernan, y, en tantas noches pasadas, una habrá habido, por lo menos, en que soñaron el mismo sueño, vieron la máquina de volar batiendo alas, vieron el sol estallando en luz mayor, y el ámbar atrayendo al éter, el éter atrayendo al imán, el imán atrayendo al hierro, todas las cosas se atraen entre sí, la cuestión es saber colocarlas en el orden justo, y entonces se romperá el orden, Ésta es mi suegra, señor padre Bartolomeu, se había aproximado Marta María, intrigada por no oír palabras, siendo cierto que Blimunda había ido a abrir la puerta sin que nadie llamara a ella, y ahora estaba allí un cura joven que preguntaba por Baltasar, no es así como suelen aparecer visitas en estos tiempos, pero hay excepciones, como en todo tiempo se dijo, venir un cura de Lisboa a Mafra para hablar con un soldado manco y con una mujer que es visionaria de la peor manera, porque ve lo que existe, como ya secretamente sabe Marta Mafra que, quejándose de un tumor en la barriga, Blimunda le respondió que no lo tenía, pero era verdad que sí, y ambas lo sabían, Come tu pan, Blimunda, come tu pan.

Estaba el padre Bartolomeu Lourenço sentado al fuego, que la noche refrescaba, cuando llegaron Baltasar y su padre. Vieron la mula a la puerta, arreada aún, bajo el olivo, Quién habrá venido, preguntó João Francisco, y Baltasar no respondió, pero adivino que sería cura, las mulas que cargan gente eclesiástica muestran cierta evangélica mansedumbre, quizá inducida, que contrasta con el vicio aún rebelde de las que sólo dan caballería a laicos, y siendo de cura la mula, con aire de venir de lejos, y no esperando allí legado de papa ni aviso del nuncio, tenía que ser Bartolomeu Lourenço, como luego se vio que era. Y a quien extrañe que tanto hubiera visto Baltasar cuando ya cerraba la noche, respóndasele que el resplandor de los santos no es espejismo vano del espíritu perturbado de los místicos o mera propaganda de la fe en pintura al óleo, y que, de tanto dormir con Blimunda, y con ella casi todas las noches tener dares y tomares de la carne, empezaba a haber en Baltasar un lucero espiritual de visión doble que, no dando para más profundas penetraciones, bastaba para una observación sumaria como ésta. Fue João Francisco a sacarle los arreos al animal y volvió a tiempo, pues estaba el cura diciendo a Baltasar y a Blimunda que iba a cenar con el párroco, que le había convidado, y que en su casa pasaría la noche, primero por no haber comodidades suficientes en la morada de los Sietesoles, segundo, porque no faltaría quien se sorprendiera en Mafra de que un cura venido de lejos escogiera para albergue este suelo, poco más abrigado que el portal de Belén, en vez de los mimos parroquiales o el palacio de los vizcondes, donde no iban a negar alojamiento a un futuro doctor en cánones, y Marta María dijo, Si estuviéramos advertidos de que venía su reverencia, al menos mataríamos el gallo, el resto que tenemos no es cosa de presentar, De eso mismo que tiene yo comería a gusto, pero es mejor para todos que aquí no quede ni coma, y, en cuanto al gallo, señora Marta María, déjelo cantar, que por bien que supiera en la cazuela, más alegría es su canto en la garganta, y no debemos hacer ese desfavor a las gallinas. Rió João Francisco el chiste, Marta María no pudo porque le dio el vientre una punzada de dolor, Blimunda y Baltasar sonrieron sólo, no precisaban más, si bien sabían que los dichos del cura iban siempre a caer del lado de las palabras esperadas, como por estas otras nuevamente se averiguaba, Mañana, una hora antes de salir el sol, me lleváis la mula a la casa del cura, arreada ya, y vais los dos, porque tenemos que hablar antes de que salga para Coimbra, y ahora, señor João Francisco, señora Marta María, mi bendición os doy, si para algo sirve a los ojos de Dios, que es fuerte presunción creer que somos jueces de la bondad de las bendiciones, repito, no se os olvide, una hora antes de salir el sol, y dicho esto, se fue. Salió Baltasar a acompañarlo con una candela que poco alumbraba, era sólo como si fuera diciéndole a la noche, Soy una luz, y durante el breve camino no habló nadie, volvió Baltasar a oscuras, que ven los pies dónde se asientan, y cuando entró en la cocina preguntó Blimunda, Dijo el padre Bartolomeu lo que quería, No dijo nada, mañana lo sabremos, y João Francisco, acordándose, reía, Tuvo gracia lo del gallo. Marta María, por su parte, estaba adivinando el misterio ahora, Vamos a cenar, se sentaron los dos hombres a la mesa, las mujeres aparte, la costumbre de las familias.

Durmió cada cual como pudo, con sus propios y secretos sueños, que los sueños son como las personas, quizá parecidos, pero nunca iguales, tan poco riguroso sería decir, Vi un hombre, como Soñé con agua corriente, no basta esto para saber qué hombre era ni qué agua corría, el agua que corrió en el sueño es agua sólo del soñador, no sabremos qué significa al correr si no sabemos qué soñador es ése, y así vamos del soñador a lo soñado, de lo soñado al soñador, preguntando, Un día tendrán lástima de nosotros las gentes del futuro, por saber tan poco y tan mal, padre Francisco Gonçalves, esto dijo el padre Bartolomeu Lourenço antes de recogerse a su cuarto, y el padre Francisco Gonçalves como le competía respondió, Todo el saber está en Dios, Así es, respondió el Volador, pero el saber de Dios es como un río de agua que va a dar a la mar, es Dios la fuente, los hombres el océano, no valía la pena haber creado tanto universo si no fuera para ser así, y a nosotros nos parece imposible que pueda alguien dormir después de haber dicho y oído estas cosas.

De madrugada, llegaron Baltasar y Blimunda, llevaban la mula por la reata, pero el padre Bartolomeu Lourenço no precisó que lo llamaran, abrió la puerta apenas oyó batir las herraduras en las piedras, y salió luego, estaban ya hechas las despedidas, quedaba el cura de Mafra con materia para pensar, Si Dios era fuente y los hombres océano, y qué parte del saber general le cabrá de hoy en adelante, que del saber pasado lo ha olvidado casi todo, excepto, y eso gracias a una práctica continuada, el latín de la misa y de los sacramentos y el camino entre las piernas del ama, que esta noche, por mor del visitante, tuvo que dormir en el hueco de la escalera. Sostenía Baltasar la mula, y Blimunda estaba apartada unos pasos, con los ojos bajos, cubierta con el embozo, Buenos días, dijeron ellos, Buenos días, dijo el cura, y preguntó, Aún no ha comido Blimunda, y ella, desde la sombra de las ropas, respondió, No he comido, porque sí habían comentado algo Baltasar y el padre Bartolomeu, Dile a Blimunda que no coma, y así le fue dicho a ella, murmurado al oído, cuando ya estaban acostados, para que no los oyeran los viejos, que ya era misterio bastante.

Por las calles oscuras fueron subiendo hasta el alto de la Vela, aquél no era el camino para la aldea de Paz, obligado para el norte que el cura lleva, pero era como si tuvieran que alejarse de los lugares habitados, aunque en todos estos chamizos esté la gente durmiendo, o despertándose ya, son construcciones de fábrica precaria, lo más que hay por aquí son cavadores, gente de mucha fuerza y poco regalo, volveremos a pasar por estos sitios de aquí a unos meses, mejor aún si fueran años, y encontraremos una gran ciudad de tablas, mayor que Mafra, quien viva lo verá, esto y otras cosas, por ahora bastan los toscos aposentos para en ellos descansar sus huesos los fatigados hombres del pico y el azadón, pronto sonarán las cornetas, que también aquí hay tropa, ya no anda muriendo en la guerra, y lo que hace es guardar a estas groseras legiones, o ayudar donde no sufra desdoro el uniforme, en verdad apenas se distinguen los guardas de los guardados, rotos unos, desgarrados los otros. El cielo está ceniciento y perla por el lado del mar, pero sobre las lomas de enfrente se extiende lentamente un color de sangre aguada, después viva y vivísima, y pronto vendrá otro día, oro y azul, que la estación corre hermosa. Blimunda nada ve, tiene los ojos bajos, en el bolsillo el mendrugo que aún no puede comer, Qué querrán de mí.

Es el cura el que quiere, no Baltasar, éste sabe tan poco como Blimunda. Abajo se distingue confusamente el trazado de los fosos de cimentación, negro sobre sombra, ahí estará la basílica. El terraplén empieza a llenarse de hombres, encienden hogueras, un bocado caliente para empezar el día, restos de ayer, pronto estarán bebiendo el caldo de la escudilla, mojando miga de pan, sólo Blimunda tendrá que esperar. Dice el padre Bartolomeu Lourenço, En el mundo te tengo a ti, Blimunda, y a ti, Baltasar, están mis padres en Brasil, en Portugal mis hermanos, padres y hermanos tengo pues, pero para esto no sirven hermanos ni padres, amigos se requieren, oíd pues, en Holanda supe que el éter no es eso que generalmente se cree y enseña, y no se puede alcanzar por las artes de alquimia, para ir a buscarlo allá donde está, en el cielo, tendríamos que volar, y aún no volamos, pero el éter, y ahora mucha atención a lo que digo, antes de subir a los aires para ser aquello de donde las estrellas cuelgan y el aire que Dios respira, vive dentro de los hombres y mujeres, Es el alma, concluyó Baltasar, No lo es, también yo, al principio, pensé que fuera el alma, también creí que el éter, en definitiva, estaba formado por las almas que la muerte libera del cuerpo antes de ser juzgadas en el fin de los tiempos y del universo, pero el éter no se compone de las almas de los muertos, se compone, oídlo bien, de las voluntades de los vivos.

En el tajo, empezaban los hombres a bajar a los fosos, donde apenas se veía nada. Dijo el cura, Dentro de nosotros existen voluntad y alma, el alma se retira con la muerte, y va allá donde las almas esperan el juicio, nadie sabe, pero la voluntad, o se separó del hombre estando vivo, o se separa de él con la muerte, ella es el éter, es, pues, la voluntad del hombre lo que sostiene las estrellas, y es la voluntad del hombre lo que Dios respira, Y yo qué hago, preguntó Blimunda, pero adivinaba la respuesta, Verás la voluntad dentro de las personas, Nunca la he visto, y tampoco vi nunca el alma, No ves el alma porque el alma no se puede ver, no veías la voluntad porque no la buscabas, Cómo es la voluntad, Es una nube cerrada, Qué es una nube cerrada, La reconocerás cuando la veas, prueba con Baltasar, para eso hemos venido aquí, No puedo, he jurado que nunca lo vería por dentro, Entonces, hazlo conmigo.

Blimunda alzó la cabeza, miró al cura, vio lo que siempre veía, más iguales las personas por dentro que por fuera, sólo cuando están enfermas no lo son, volvió a mirar, dijo, No veo nada. El cura sonrió, Quizá es que yo no tengo voluntad, mira mejor, Veo, veo una nube cerrada sobre la boca del estómago. El padre se santiguó, Gracias, Dios mío, ahora volaré. Sacó de la alforja un frasco de cristal que tenía presa en el fondo una pastilla de ámbar amarillo, Este ámbar, también llamado electro, atrae al éter, andarás siempre con él allá donde ande gente, en procesiones, autos de fe, aquí en las obras del convento, y cuando veas que la nube va a salir de uno de ellos, cosa que está ocurriendo siempre, acercas el frasco abierto, y la voluntad entrará en él, Y cuando esté lleno, Cuando hay una voluntad dentro, está lleno ya, pero ése es el indescifrable misterio de las voluntades, donde cabe una, caben millones, el uno es igual al infinito, Y qué haremos entre tanto, preguntó Baltasar, Voy a Coimbra, desde allá, a su tiempo, mandaré recado, entonces iréis los dos a Lisboa, tú construirás la máquina, tú recogerás voluntades, nos encontraremos los tres cuando llegue el día de volar, te abrazo, Blimunda, no me mires de tan cerca, te abrazo, Baltasar, hasta la vuelta. Montó en la mula y empezó a bajar por la ladera. El sol había aparecido sobre las lomas. Come el pan, dijo Baltasar, y Blimunda respondió, Aún no, primero quiero ver la voluntad de aquellos hombres.


Vinieron de misa y están sentados bajo el cobertizo del horno. Cae una lluvia blanda entre el sol, Otoño precoz, por eso, Inés Antonia dice a su hijo, Sal de ahí, que te mojas, y el chiquillo hace como que no oye, ya en estos tiempos es costumbre de los chiquillos, mientras no declaran desobediencias más radicales, e Inés Antonia, habiéndolo dicho ya una vez, no insiste, si aún no hace tres meses se murió el pequeño, por qué ha de atormentar ahora a éste, dejarlo jugar, allí, tan feliz, metiendo los pies descalzos en los charcos del huerto, Nuestra Señora lo proteja de las viruelas que se llevaran al hermano. Dice Álvaro Diego, Ya tengo promesa de trabajo en las obras del convento real, de esto estaban hablando, pero la madre piensa en su hijo muerto, así se dividen los pensamientos, y menos mal, para no sobrecargar tanto, que acabarían por resultar insoportables, como este dolor de Marta María, tenacísimo dolor que le traspasa el vientre como las espadas traspasaron el corazón de la Madre de Dios, por qué el corazón, si es en el vientre donde se generan los hijos, ahí está el horno de la vida, y cómo habría de alimentarse la vida, sino con trabajo, razón ésta por la que está Álvaro Diego tan contento, un convento así es obra para muchos y muchos años, garantía de pan para quien sabe las artes de cantero, trescientos reales de jornal, quinientos si se tercia, Y tú, Baltasar, estás decidido a volver a Lisboa, mira que haces mal, porque aquí no va a faltar trabajo, No querrán lisiados teniendo tanta gente donde escoger, Con ese gancho haces tú todo lo que otros hacen, Haría, si es que no lo dices por confortarme pero tenemos que volver a Lisboa, verdad, Blimunda, y Blimunda, callada hasta entonces, asintió con la cabeza. Un poco retirado el viejo João Francisco trenza una soga de cuero, oye hablar, pero no presta atención a lo que están diciendo, ya sabe que el hijo se irá una de estas semanas y está irritado por eso, irse otra vez, así, después de andar aquellos años en la guerra, Le estaría bien empleado si volviera sin la mano derecha, es tal el amor que llegan a pensarse cosas así. Blimunda se levantó, atravesó el patio y salió al campo, bajo los olivos que subían por la cuesta hasta los hitos de la obra, se le iban hundiendo las almadreñas en el barbecho que la lluvia había ablandado, si fuera descalza y pisara piedras agudas, no las sentiría, cómo es posible que le duela tan poco si toda ella está llena de horror por haberse atrevido a lo que esta mañana se atrevió, acercarse a la mesa de la comunión en ayunas, fingió comer su pan aún acostada, como de costumbre y necesidad, pero no lo comió, anduvo después siempre con los ojos bajos, fingiendo compunción y devoción en casa, y así entró en la iglesia, estuvo en el oficio como si la postrase la presencia de Dios, oyó el sermón sin levantar cabeza, aplastada, al parecer, por todas las amenazas de infierno que caían del púlpito, y al fin recibió la sagrada forma, y vio. Durante todos estos años, desde que se le había revelado su don, siempre había comulgado en pecado, con alimento en el estómago, y hoy había decidido, sin decirle nada a Baltasar, que iría en ayunas, no para recibir a Dios, sino para verlo, si allí estaba.

Se sentó en la raíz alzada de un olivo, se veía desde allí el mar confundido con el horizonte, seguro que llovía con fuerza sobre las aguas, entonces se llenaron de lágrimas los ojos de Blimunda, un gran sollozo sacudió sus hombros, y Baltasar le tocó la

cabeza, se había acercado y ella no lo oyó, Qué viste en la hostia, no lo había engañado, cómo sería posible si duermen juntos y todas las noches se buscan y encuentran, es decir, no serán todas, pero hace seis años que viven como marido y mujer, Vi una nube cerrada, respondió ella. Baltasar se sentó en el suelo, allí no había llegado la reja del arado, había hierbas secas, ahora húmedas de lluvia, pero esta gente del pueblo no tiene manías, se sienta o se acuesta donde le apetece, mejor si puede un hombre posar la cabeza en el regazo de la mujer, seguro que fue ése el último gesto cuando las aguas del diluvio estaban ya anegando el mundo. Y Blimunda dijo, Esperaba ver a Cristo crucificado, o resurrecto en gloria, y vi una nube cerrada, No pienses más en lo que viste, Pienso, cómo no voy a pensar, si lo que está dentro de la hostia es lo que está dentro del hombre, qué es la religión al fin, aquí nos falta el padre Bartolomeu Lourenço, tal vez él supiera explicarnos ese misterio, Tal vez no lo supiera, tal vez no todo tenga explicación, quién sabe, y, apenas dichas estas palabras, empezó la lluvia a caer con más fuerza, señal de que sí, señal de que no, el cielo ahora una nube compacta, mujer y hombre bajo un árbol, ningún hijo en los brazos, no es cierto que las situaciones se repitan, y los lugares son otros, y los tiempos también, diferente el árbol, pero de la lluvia diremos que es el mismo consuelo de la piel y de la tierra, vida que siendo excesiva mata, pero a eso nos acostumbramos desde el comienzo del mundo, siendo el viento manso muele el cereal, pero si es de tormenta, rasga las velas del molino, Entre la vida y la muerte, dijo Blimunda, hay una nube cerrada.

El padre Bartolomeu Lourenço escribió puntualmente tras instalarse en Coimbra, noticia sólo de haber llegado bien, pero ahora vino una nueva carta, que sí, que siguieran para Lisboa tan pronto como pudiesen, que él, aliviado su estudio, los iría a visitar, tanto más cuanto que tenía obligaciones eclesiásticas en la corte, y entonces se aconsejarían sobre la obra magna en que estaban ocupados, Y ahora decidme, cómo vamos de voluntades, pregunta inocente, parecía que se informaba de las voluntades de ellos, cuando de las otras quería saber, y de los que las perdían, pero lo decía sin contar con la respuesta, es como en las guerras, grita el capitán o manda decir el clarín por él, Adelante, y no va a quedarse a la espera de que los soldados se consulten y respondan, Vamos o no vamos, sino de que avancen, y sin demora, o van a dar en un consejo de guerra, Nos iremos la semana que viene, declaró Baltasar, y todavía pasaron dos meses porque entre tanto empezó a decirse en Mafra, y lo confirmó el párroco en el sermón, que vendría el rey a inaugurar la obra desde la raíz de los cimientos hacia arriba, colocando con sus reales manos la primera piedra. Primero se anunció que sería a tantos de octubre, pero no hubo tiempo de excavar los cimientos hasta la hondura conveniente por más que pusieron seiscientos hombres al trabajo, pese a los muchos tiros de pólvora que atronaban los aires a todas horas del día, será entonces en noviembre, a mediados, después no puede ser, que estaríamos ya en invierno, y no va a andar por ahí el rey enterrado en barro hasta las ligas de las piernas. Venga pues su majestad para que se inicien los días gloriosos de la villa de Mafra, para que sus moradores alcen las manos al cielo, ellos que con sus ojos perecederos van a ver a cuánto alcanza la grandeza de un rey monarca sublime, gracias a quien podremos gozar de estas antecámaras del paraíso mientras no accedemos a las moradas celestiales, y que sea tarde, que más apetece estar vivo que muerto, Veremos la fiesta y nos iremos luego, decidió Baltasar.

Ya está contratado Álvaro Diego, tiene que cortar la piedra que traen de Pêro Pinheiro, grandes bloques transportados en carros arrastrados por diez o veinte yuntas de bueyes, mientras otros obreros parten con los mazos el cascajo que ha de servir para los cimientos, éstos de casi seis metros de profundidad, metros es lo que decimos hoy, que entonces todo se medía por palmos, y por ellos siguen midiéndose los hombres, los grandes y los pequeños, por ejemplo, más alto es Baltasar Sietesoles que Don Juan V, y no fue rey, y Álvaro Diego, aun no siendo de flaca figura, es cantero de obra gruesa, ahí está a mazazos con la piedra, desbastando una cara, pero éste llegará a hacer más de lo que hace, habiendo ayudado a poner unas sobre otras, llegará a cantero de obra fina que ya es trabajo serio el poner una pared derecha, a hilo de plomada, no es ése oficio de clavos y listones, como los carpinteros que alzan la armazón de aquella iglesia de madera donde se celebrará el acto de bendición e inauguración cuando el rey venga. Lleva dicha iglesia unos altos y fuertes mástiles, dispuestos según la misma formalidad de los fundamentos, es decir, según el perímetro que tendrá la iglesia definitiva, y el techo será armado con velas de navíos, forradas de paño, planta de cruz, como iglesia que se precie, de madera sí, y provisional, pero con la dignidad de anunciadora de la que de piedra aquí se construirá, y para ver estos preparativos descuidan los moradores de la villa de Mafra menesteres y trabajos, convertidos en algo mezquino ahora por la gran fábrica que se yergue en lo alto de la Vela y esto es sólo el principio. Hay quien tiene mejores razones, es el caso de Baltasar y Blimunda, que llevan al sobrino a ver al padre, y siendo hora de almorzar, viene Inés Antonia con la tartera de las coles cocidas y el pedazo de tocino, aquí está una familia completa, sólo faltan los viejos, si esto no fuese lo que sabemos, resultado del voto piadoso por haber nacido un hijo al rey, diríamos que es todo romería, pago de promesas generales, cada cual la suya, Pero a mi hijo seguro que nadie me lo devuelve, pensó Inés Antonia, y casi llega a querer mal a este que anda jugando entre las piedras.

Unos días antes había ocurrido en Mafra un milagro, que fue el venir del mar una gran tempestad de viento que dio con la iglesia de madera en tierra, mástiles, tablas, vigas, listones, una confusión con los paños, fue como el soplo gigantesco de Adamástor *, si es que Adamástor sopló cuando le doblaban el cabo de sus y nuestros trabajos, y a quien se escandalice por que demos a esto nombre de milagro, siendo destrucción, qué otro nombre se le había de dar, sabiendo que el rey, llegado a Mafra e informado del suceso, se puso, él, a distribuir monedas de oro, así, con esta misma facilidad con que lo contamos, porque los oficiales de obra en dos días lo habían vuelto a alzar todo, se multiplicaron las monedas, que fue mucho mejor que si se hubieran multiplicado los panes. Es el rey un monarca providente que siempre lleva las arcas de oro allá donde va, en previsión de estos y otros temporales.

Al fin llegó el día de la inauguración, había dormido Don Juan V en el palacio del vizconde, guardándole las puertas el sargento-mayor de Magra, con una compañía de soldados auxiliares, y no quiso Baltasar perder la ocasión y fue a hablar con los de la tropa, pero no valía la pena, nadie lo conocía, y qué quería él, qué idea era aquella de ir a hablar de guerras en tiempo de paz, Hombre, no se me ponga aquí, en medio de la puerta, que va a salir el rey, visto esto subió Baltasar al alto de la Vela, iba Blimunda con él, y tuvieron suerte, que pudieron entrar en la iglesia, no todos podrían presumir de eso, y era un pasmo allá dentro, el techo entoldado todo y forrado de tafetanes rojos y amarillos, repartidos en matices vistosos, y las paredes cubiertas de ricos tapices, guardando la forma de puertas y ventanas, a imitación de la verdadera iglesia, todo en igual correspondencia, armadas todas de cortinas de damasco carmesí, guarnecidas de galones y franjas de oro. Cuando llegue el rey, se encontrará primero con las tres grandes puertas de la fachada, que tienen encima un cuadro que representa a los santos Pedro y Juan en aquel acto de sanar al mendigo que les pidió limosna a la entrada del templo de Jerusalén, insinuada esperanza de que otros milagros vengan a producirse aquí, pero ninguno tan famoso como el ya relatado de las monedas de oro, y, sobre todo, aquel cuadro que representa a San Antonio, que a éste está dedicada la basílica por voto particular del rey, no sé si quedó dicho ya, siempre son seis años de cosas ocurridas y algo se puede olvidar.

Allá dentro, como ya comenzamos a ser dicho, esto sí, el lujo es tal que ni parece barraca para echar abajo pasado mañana. Del lado del evangelio, es decir del izquierdo mirando al altar, que sólo no es mayor porque es único, y nadie se ofenda por estas explicaciones, que no somos unos ignorantes, y si se dan estas minucias es porque tras la ciencia y la fe siempre vienen tiempos incrédulos y ciencias diferentes, sabe Dios quién acabará leyéndonos, del lado del evangelio, pues, sobre seis escalones, hay un sitial decorado con tela blanca preciosa y encima un dosel, y lindando, del lado de la epístola, otro sitial, pero éste se asienta sólo en tres escalones, en vez de los seis que alzan el otro, lo que se repite para que se entienda bien la diferencia, y no tiene dosel, será para menos importante ocupación. Aquí es donde están los paramentos de que se revestirá Don Tomás de Almeida, el patriarca, y mucha plata para el servicio divino, demostrando todo la suma grandeza de este monarca que ya viene entrando. No falta nada en la iglesia, a la izquierda del crucero se montó un coro para los músicos, forrado de damasco carmesí, con un órgano que tocará en las ocasiones propias, y allí estarán también, en bancos reservados, los canónigos de la patriarcal y al lado derecho está la tribuna donde Don Juan V se encamina, desde allí asistirá a la ceremonia, los hidalgos y otras personas de merecimiento sentados abajo, en los bancos. El pavimento fue cubierto de juncos y espadañas, y encima se tendieron paños verdes, ya viene de muy lejos, como se ve, ese gusto portugués por el verde y por el rojo que, cuando venga una república, dará en bandera.

Se bendijo la cruz el primer día, enorme palo de cinco metros de altura que daría para un gigante, Adamástor u otro, o para el tamaño natural de Dios, y ante ella se prosternan todos los presentes, y máximamente el rey, derramando muy devotas lágrimas, y cuando acabó la adoración de la cruz, cuatro sacerdotes la alzaron a pulso, cada cual por su extremo, y la arbolaron sobre una piedra, allí dispuesta adrede, pero ésta no la cortó Álvaro Diego, con un agujero donde se encajó el pie, que, incluso siendo la cruz divino emblema, no se aguanta si no se entabla bien, es lo contrario de los hombres, que hasta sin piernas se mantienen derechos, la cuestión es que quieran. Tocaba airoso el órgano, soplaban los músicos, entonaban las voces los cantores, y, aquí fuera, el pueblo que no cabía o estaba sucio de más para entrar, el pueblo que había venido de la villa o de los alrededores, no admitido en el sacro interior, se contentaba con los ecos de las antífonas y de las salmodias, y así acabó el primer día.

Ay al día siguiente, pasado que fue aquel primer susto de repetirse la racha de viento del mar, que agitó todo aquel tablado, pero, en fin sopló y pasó, ay al día siguiente, volvamos a la exclamación y atentos a la fecha, diecisiete de noviembre de este año de gracia de mil setecientos diecisiete, se multiplicaron las pompas y ceremonias en el atrio desde las siete de la mañana, con un frío que partía las piedras, estaban reunidos los párrocos de todas las parroquias de alrededor, con sus clérigos y mucho pueblo, y está bien que se haya presentado esta ocasión de decirlo, para uso de los siglos y de las gacetas. Llegó el rey hacia las ocho y media, tomado ya el chocolate matinal, que se lo sirvió con sus propias manos el vizconde, y entonces se formó la procesión, delante sesenta y cuatro religiosos de la Arrábida, luego el clero del lugar, la cruz patriarcal, seis hombres con hopas rojas, los músicos, capellanes con sobrepellices, gran copia de clérigos varios, un espacio libre preparando lo que seguía, y eran los canónigos de pluviales de tela blanca y otras bordadas, delante de cada uno sus criados nobles, detrás, sustentándoles las colas, los caudatorios, y atrás el patriarca con preciosos paramentos y mitra de mayor coste, adornada con piedras del Brasil, después el rey con su corte, juez y alcaldes del lugar, corregidor de la comarca, y gran número de gente, más de tres mil, si no se engañó quien cuidó de contarla, y todo esto por una simple piedra, por eso se juntó aquí un poder inmenso, clarines y timbales atronando los aires superiores e inferiores, y la tropa de caballería y de infantería, más la guardia alemana, y otra vez el pueblo, mucho pueblo, tanto pueblo que jamás en la villa de Mafra se había visto ayuntamiento tal, pero, no cabiendo todos en la iglesia, entran los grandes, y de los pequeños sólo los que caben y tuvieron artes de colarse, antes hicieron los soldados salvas de ordenanza, ocurría esto aún por la mañana, se había serenado otra vez el viento fuerte, y el que corría era sólo una brisa que ondeaba las banderas y las faldas de las mujeres, vientecillo fresco propio de la estación, pero los corazones ardían de pura fe, exultaban las almas, y si, de tan extenuadas, algunas voluntades querían ya retirarse de los cuerpos, venía Blimunda y no se perdían ni subían a las estrellas.

Fue bendecida la primera piedra, luego la piedra segunda y la urna de jaspe, las tres cosas serían enterradas en los cimientos, y luego llevaron todo en procesión, en andas, dentro de una urna los dineros de la época, oro, plata y cobre, unas medallas, oro, plata y cobre, y el pergamino donde constaba el voto, dio la procesión una vuelta entera para mostrarse al pueblo, arrodillado al paso, y teniendo constantemente motivos para arrodillarse, ora la cruz, ora el patriarca, ora el rey, ora los frailes, ora los canónigos, la gente ya ni se levantaba, bien podremos decir que había mucha gente de rodillas. Al fin, el rey, el patriarca y los acólitos se dirigieron al sitio donde se había de colocar la piedra y las piedras, bajando por una espaciosa escalera de madera con treinta peldaños, quizá en recuerdo de los treinta dineros, y de más de dos metros de anchura. Llevaba el patriarca la piedra principal, ayudado por los canónigos, y otros de éstos la piedra segunda y la urna de jaspe, detrás el rey y el general de la Sagrada Orden de San Bernardo, como limosnero mayor, y que, por serlo, llevaba el dinero.

Así bajó el rey treinta peldaños tierra adentro, que parece una despedida del mundo, sería un descenso a los infiernos si no estuviera tan bien defendido por bendiciones, escapularios y oraciones, y se derrumbaran estas altas paredes que forman el foso, pero no tema vuestra majestad, fíjese cómo las hemos estibado con buena madera del Brasil, para mayor fortaleza, aquí hay un banco cubierto de terciopelo carmesí, es color que usamos mucho en ceremonias de estilo y de estado, con el pasar de los tiempos lo veremos en cenefas de teatro, y sobre el banco hay un cubo de plata lleno de agua bendita, y también dos escobillas de brezo verde con los cabos guarnecidos por cordón de seda y plata, y yo, maestro de obra, vierto una artesilla de cal, y vuestra majestad, con esta paleta de cantero de plata, perdón, señor, de plata de cantero, si es que los canteros la tienen, extiende la cal, pero antes la roció con la escobilla mojada en agua bendita, y ahora, ayúdenme aquí, podemos asentar la piedra, pero que sean las manos de vuestra majestad las últimas en tocarla, a ver, un toque más para que todos lo vean, ya puede vuestra majestad subir, cuidado no se caiga, que el resto del convento ya lo construiremos nosotros, y ahora pueden ser colocadas ya las otras piedras, cada una en su respectiva cabecera, y traigan los hidalgos doce más, número de buena fortuna desde los apóstoles, y cal en cestos de plata, así quedará más sujeta la piedra principal, y el vizconde del lugar quiere hacer como ve hacer a los ayudantes de cantero, lleva la artesilla de albañil en la cabeza, mostrando así mayor devoción, ya que no estuvo a tiempo de ayudar a Cristo a llevar la cruz, echa la cal que lo habrá de comer, no era malo el efecto de estilo, pero esta cal no está viva, señor mío, sino apagada, Como las voluntades, dirá Blimunda.

Al día siguiente, tras partir para la corte el rey, se vino abajo la iglesia sin ayuda del viento, sólo llovía agua a Dios dar, se pusieron a un lado las tablas y los mástiles, para necesidades menos reales, andamios, por ejemplo, o tarimas, o camarotes, o mesas de comer, o almadreñas, y los tapices, tafetanes y damascos, las velas de los navíos, cada cosa volvió a su natural, las platas al tesoro, los hidalgos a la hidalguía, el órgano a otras solfas, y los cantores, los soldados a lucir semejantes paradas, quedaron sólo los frailes, con los ojos muy abiertos, y sobre la piedra horada, cinco metros de madera crucificada, la cruz. A los fosos inundados volvieron a bajar hombres, porque no en todos los lugares se había alcanzado la profundidad requerida, su majestad no lo vio todo, y sólo dijo, con otras palabras, cuando entraba en el coche que había de llevarlo, Ahora dense prisa con esto, hace ya más de seis años que hice el voto, no quiero andar lidiando con los franciscanos constantemente, y nuestro convento, por cuestión de dinero que no haya atrasos, gasten lo que sea necesario. Pero en Lisboa el guardalibros le dirá al rey, Sepa vuestra real majestad que en la inauguración del convento de Mafra se han gastado, en números redondos, doscientos mil cruzados, y el rey respondió, Ponlos en cuenta, lo dijo porque estamos aún en los comienzos de la obra, un día llegará en que querremos saber, En definitiva, cuánto habrá costado todo eso, y nadie dará satisfacción del dinero gastado, ni facturas, ni recibos, ni cédulas de registro de importación, sin hablar ya de muertes y sacrificios, que ésos son baratos.

Cuando se levantó el tiempo, pasada una semana, partieron Baltasar Sietesoles y Blimunda Sietelunas hacia Lisboa, en la vida cada uno tiene su fábrica, éstos se quedan aquí levantando paredes, nosotros vamos a tejer mimbres, alambres y hierros, y también a recoger voluntades, para que con todo junto nos levantemos, que los hombres son ángeles nacidos sin alas, y eso es lo más bonito, nacer sin alas y hacerlas crecer, lo mismo hicimos con el cerebro, y si con él lo hicimos, con ellas lo haremos, adiós madre, adiós padre. Sólo dijeron adiós, nada más, ni unos saben componer frases ni los otros entenderlas, pero, pasado el tiempo, siempre se encontrará a alguien para imaginar que estas cosas podrían haber sido dichas, o para fingirlas y, fingiendo, pasan entonces las historias a ser más verdaderas que los casos verdaderos que ellas cuentan, aunque ya sea difícil poner palabras diferentes en el lugar de éstas, que es cuando Marta María dice, Adiós, que no volveré a veros, y esto sí, esto va a ser verdad genuina, que aún no alzarán las paredes de la basílica un metro sobre el suelo y ya Marta María estará enterrada. Entonces, João Francisco, de pronto doblemente viejo, irá a sentarse bajo el cobertizo del horno, con la mirada vacía, como ahora está, viendo alejarse al hijo Baltasar, a la hija Blimunda, que nuera es nombre ingrato, aunque ahí tiene todavía cerca a Marta María, es cierto que ya ausente, con un pie al otro lado, las manos cruzadas sobre el vientre donde se generó vida y ahora se genera muerte. Le salieron por la mina del cuerpo hijos, unos murieron aquí, se libraron dos, éste no es hijo que nazca, es su muerte. Ya no se ven desde aquí, vamos adentro, dice João Francisco.

Es diciembre, los días son cortos, el cielo está cubierto de nubes, y anochece antes, por eso Baltasar y Blimunda dormirán una noche en el camino, en un pajar de Morelena, dijeron que vienen de Mafra y que van hacia Lisboa, vio el casero que eran gente honrada y les dejó una manta para que se cubrieran, que a tanto puede llegar la confianza. Ya sabemos que de estos dos se aman las almas, los cuerpos y las voluntades, pero, estando acostados, asisten las voluntades y las almas al gusto de los cuerpos, o quizá se agarren aún más a ellos para tomar parte en el gusto, difícil es saber qué parte hay en cada parte, si está perdiendo o ganando el alma cuando Blimunda se alza las faldas y Baltasar se afloja los calzones, si está la voluntad ganando o perdiendo cuando ambos suspiran o gimen, si quedó el cuerpo vencedor o vencido cuando Baltasar descansa en Blimunda o ella descansa en él, ambos descansando. Éste es el aroma mejor del mundo, el de la paja removida, de los cuerpos bajo la manta, de los bueyes que rumian en el comedero, el olor del frío que entra por las rendijas del pajar, tal vez el olor de la luna, todo el mundo sabe que la noche tiene otro olor cuando hay luna, hasta un ciego, incapaz de distinguir la noche del día, dirá, Hay luna, se cree que fue Santa Lucía quien hizo el milagro, y al fin es sólo cuestión de aspirar, de olor, Sí señores, qué hermosa luna la de esta noche.

De madrugada, aún no había salido el sol, se levantaron. Blimunda ya ha comido el pan. Dobló la manta, era sólo una mujer repitiendo un gesto antiguo, abriendo y cerrando los brazos, sujetando bajo la barbilla los dobleces hechos, luego bajando las manos hasta el centro de su propio cuerpo y haciendo ahí el doblez final, quien la viera no diría que tiene extraños poderes de ver, que, si esta noche estuviera fuera de su cuerpo, a sí misma se vería bajo Baltasar, en verdad, de Blimunda se puede afirmar que ve sus propios ojos viendo. Cuando entre el casero, verá la manta doblada, como señal de agradecimiento, y, siendo hombre alegre, preguntará a los bueyes, A ver, decidme, hubo misa esta noche, y ellos volverán las cabezas mal armadas, sin sorpresa, los hombres siempre tienen algo que decir, y a veces aciertan, éste fue el caso, que entre el amor de los que allí durmieron y la santa misa no hay diferencia alguna, o, si la hubiera, la misa perdería.

Van ya Blimunda y Baltasar camino de Lisboa, bordeando las colinas donde se levantan molinos, el cielo está cubierto, apenas salió el sol se escondió, el viento del sur amenaza mucha lluvia, y Baltasar dice, Si empieza a llover no tendremos donde refugiarnos, luego alza los ojos hacia las nubes, es una placa sombría, pizarrosa, Si las voluntades son nubes cerradas, quién sabe si no quedarán presas en éstas, tan oscuras y gruesas que ni el mismo sol se ve tras ellas, y Blimunda respondió, Ojalá pudieras ver tú una nube cerrada que llevas dentro de ti, O de ti, O de mí, si pudieras verla tú, y sabrías que es muy poco una nube del cielo comparada con una nube que está dentro del hombre, Pero tú nunca has visto mi nube, ni la tuya, Nadie puede ver su propia voluntad, y de ti juré que nunca te vería por dentro, pero tú, Baltasar Sietesoles, mi madre no me engañó, cuando me das la mano, cuando te acercas a mí, cuando me abrazas, no necesito verte por dentro, Si yo muero antes que tú, te pido que me veas, Muriendo, se te va la voluntad del cuerpo, Quién sabe.

No llovió en todo el camino. Sólo el gran techo oscuro que se prolongaba hacia el sur y flotaba sobre Lisboa, raso como las colinas en el horizonte, parecía que alzando la mano se iba a tocar la primera flor del agua, a veces la naturaleza es buena compañía, va el hombre, va la mujer, las nubes se dijeron unas a otras, A ver si llegan a casa, después ya podremos llover. Entraron Baltasar y Blimunda en la quinta, en el cobertizo de los aperos, y al fin empezó el agua a caer, y como había algunas tejas partidas, el agua caía dentro, pero discretamente, sólo murmurando, Aquí estoy, han llegado bien. Y cuando Baltasar se acercó a la concha voladora y la tocó, crujieron los hierros, y los alambres, pero es difícil saber qué querían decir.


Se cubren de herrumbre alambres y hierros, se cubren de moho los paños, se destrenza el mimbre reseco, obra que ha quedado a medias no precisa envejecer para convertirse en ruina. Baltasar dio dos vueltas a la máquina voladora, nada contento de ver lo que veía, con el gancho del brazo izquierdo tiró violentamente del esqueleto metálico, hierro contra hierro, probándole la resistencia, y era poca, Me parece que mejor va a ser desmontarlo todo y volver a empezar, Desmontarlo, sí, respondió Blimunda, pero; sin que venga el padre Bartolomeu Lourenço, no vale la pena que empieces el trabajo, Podríamos habernos quedado en Mafra algún tiempo más, Si él dijo que viniéramos es porque no va a tardar, quién sabe si no ha estado aquí mientras esperábamos la fiesta, No estuvo, no hay señales, Ojalá, Dios lo quiera, Sí, que Dios lo quiera.

En menos de una semana dejó la máquina de ser máquina o su proyecto, cuanto allí se mostraba podría servir para mil diferentes cosas, no son muchas las materias de las que los hombres se sirven, todo está en la manera de componerlas, ordenarlas y juntarlas, véase el azadón, véase la garlopa, un poco de hierro, otro poco de madera, y lo que aquél hace no lo hace ésta. Dijo Blimunda, Mientras el padre Bartolomeu Lourenço no llega, construiremos aquí la fragua, Y cómo vamos a hacer el fuelle, Vas a un herrero, ves cómo es y haces uno igual, si a la primera no te sale, saldrá a la segunda, si no lo consigues a la segunda, lo conseguirás a la tercera, nadie espera que hagamos otra cosa que no sea esto, No sería preciso tanto trabajo, con el dinero que el cura nos dejó, podemos comprar el fuelle, Y alguien se empeñaría en saber para qué quiere Baltasar Sietesoles un fuelle si no es ni herrero ni herrador, mejor es que lo hagas tú, aunque tengas que empezar cien veces.

Baltasar no fue solo. Aunque para esta diligencia no se necesiten visiones dobles, Blimunda tenía más rigor en la mirada, más precisión en el trazo, y no erraba tan desastrosamente en lo tocante a la proporción de las diferentes partes de la obra. Con el dedo mojado en el aceite fuliginoso del candil, dibujó en la pared las diversas piezas, el cuero según el corte que convenía, la punta agujereada por donde saldría el viento, la parte inferior y fija de la madera, la otra parte articulada, sólo faltaba un muñeco dándole al fuelle. En un rincón apartado dispusieron piedras regulares, formando con ellas cuatro muros en cuadrado, a la altura de los riñones de un hombre, y los afirmaron con alambres que iban de lado a lado, por dentro y por fuera ceñían toda la construcción, que luego llenaron de tierra y piedra menuda. A causa de esto quedó el duque de Aveiro con algunos muretes de su finca arruinados, pero esta obra, aunque no sea como el convento, tiene también licencia regia de su majestad, probablemente ya olvidada, ni siquiera se le ocurrirá a Don Juan V averiguar si el padre Bartolomeu Lourenço aún tiene esperanzas de volar un día, o si esto es sólo una manera de que tres personas vivan un sueño, cuando esas tres personas podrían ser más útiles en otro empleo, el cura predicando la palabra de Dios, Blimunda sondeando fuentes de agua, Baltasar pidiendo limosna para abrir las puertas del paraíso a quien se la diera, porque eso de volar está demostrado que sólo lo pueden hacer los ángeles y el diablo, aquéllos, como nadie ignora y por algunos fue testimoniado, éste por certificación de las propias Sagradas Escrituras, pues allá se dice que el diablo llevó a Jesús al pináculo del templo, luego por los aires lo llevó, no fueron por la escalera, y le dijo, Lánzate de aquí abajo, y él no se lanzó, no quiso ser el primer hombre en volar, Un día volarán los hijos del hombre, dijo el padre Bartolomeu Lourenço cuando llegó y vio la fragua hecha, más la pila de agua donde se templarían los hierros, falta sólo el fuelle, a su tiempo soplará el viento, que el espíritu ya sopló en este lugar.

Cuántas voluntades has recogido hasta hoy, Blimunda, preguntó el cura por la noche, mientras cenaban, Por lo menos treinta, dijo ella, Es poco, y la mayoría, son de hombre o de mujer, volvió a preguntar, De hombre, parece que las voluntades de mujer se resisten a separarse del cuerpo, por qué será. A esto no respondió el cura, pero Baltasar dijo, Cuando mi nube cerrada está sobre tu nube cerrada, falta a veces bien poco para que la tuya y la mía se junten, Entonces me pareces tú más vacío de voluntad que yo, respondió Blimunda, menos mal que el padre Bartolomeu Lourenço no se escandaliza con estas libres conversaciones, acaso tenga también su culpa en lo de las voluntades desfallecidas, en Holanda por donde anduvo, o aquí sin que lo sepa la Inquisición, o haciendo como que no lo sabe, por no andar la falta acompañada de pecados menos veniales.

Hablemos ahora en serio, dijo el padre Bartolomeu Lourenço, siempre que pueda vendré aquí, pero la obra sólo puede adelantarse con el trabajo de ambos, fue una buena idea construir la fragua, ya me las arreglaré para lo del fuelle, no te has de fatigar con ese trabajo, pero tendrás que cuidarlo muy bien porque va a ser preciso que sea grande, porque en la máquina, faltando viento en la atmósfera trabajarán los fuelles y volaremos, y tú, Blimunda, acuérdate de que necesitamos al menos dos mil voluntades, dos mil voluntades que hayan querido soltarse porque las almas no las merecen, o porque no las merecen los cuerpos, con esas treinta que tienes no se alzaría el caballo Pegaso a pesar de tener alas, pensad que grande es la tierra que pisamos, y que tira de los cuerpos hacia abajo, y que siendo el sol tan grande como es, ni siquiera así atrae a la tierra, y para que nosotros volemos en la atmósfera, son precisas las fuerzas concertadas del sol, del ámbar, de los imanes y de las voluntades, pero, de todo esto, lo más importante son las voluntades, sin ellas, la tierra no nos dejaría subir, y si quieres recoger voluntades, Blimunda, vete a la procesión del Corpus, en una multitud tan numerosa ha de haber forzosamente muchas que se retiren, porque las procesiones, y bueno es que lo sepas, son ocasiones en las que almas y cuerpos se debilitan hasta el punto de no ser capaces siquiera de sostener las voluntades, pero no sucede lo mismo en las corridas y en los autos de fe, hay en ellas y en ellos un furor que hace más cerradas las nubes cerradas que las voluntades son, más cerradas y más negras, es como en la guerra, tiniebla general en el interior de los hombres.

Dijo Baltasar, Y la máquina de volar, cómo la haré, Como la habíamos empezado, la misma ave grande que está en mi dibujo, y éstas son las partes de que se compone, aquí tienes este otro dibujo, con las indicaciones de tamaño de las distintas piezas, y la irás construyendo de abajo arriba, como si estuvieras construyendo un barco, trenzarás el mimbre y el hierro, es como si estuvieras ligando plumas y hueso, ya te lo he dicho, vendré siempre que pueda, para comprar el hierro irás a este lugar, buscarás en los mimbrales de los alrededores el mimbre que precises, y en el matadero comprarás las pieles para los fuelles de la máquina, ya te diré cómo tienes que curtirlas y cortarlas, esos dibujos de Blimunda son buenos para fuelles de fragua, no para fuelles de volar, y aquí tienes más dinero, compra un burro, sin él no podrías transportar los materiales, y compra también unos serones grandes, pero tendrás siempre a mano hierba o paja para poder esconder lo que en ellos lleves, recordad que toda esta obra tiene que hacerse en absoluto secreto, no lo pueden saber ni parientes ni amigos, amigos, más de lo que lo somos nosotros tres no hay, y si alguien viene con preguntas, decidle que estáis guardando la quinta por orden del rey, y que ante el rey el responsable soy yo, el padre Bartolomeu Lourenço de Gusmão, De qué, preguntaron al mismo tiempo Baltasar y Blimunda, De Gusmão, fue así como pasé a llamarme, por vía de un sacerdote que me educó en Brasil, Bartolomeu Lourenço era cuanto bastaba, dijo Blimunda, no me voy a acostumbrar a llamarle Gusmão, Ni lo precisarás, para ti y para Baltasar seré siempre el mismo Bartolomeu Lourenço, pero la corte y las academias tendrán que llamarme Bartolomeu Lourenço de Gusmão, pues quien, como yo, va a ser doctor en cánones, precisa tener un nombre que corresponda a su dignidad, Adán no tuvo otro nombre, dijo Baltasar, Y Dios no tiene ninguno, respondió el cura, pero Dios, en verdad, no es nombrable, y en el paraíso no había ningún otro hombre de quien Adán hubiera de distinguirse, Y Eva no fue más que Eva, dijo Blimunda, Eva continúa siendo sólo Eva, creo que la mujer es una sola en el mundo, sólo múltiple en la apariencia, por eso no son necesarios otros nombres, y tú eres Blimunda que no necesitas el de Jesús, Soy cristiana, Quién lo duda, preguntó el padre Bartolomeu Lourenço, y terminó, Bien me entiendes, pero llamarse alguien de Jesús, creencia o nombre, no es más que viento de boca afuera, déjate ser Blimunda, no darás otra respuesta cuando seas preguntada.

Volvió el cura a los estudios, ya bachiller, ya licenciado, no tardará en ser doctor, mientras Baltasar acerca los hierros a la forja y los templa en el agua, mientras Blimunda raspa las pieles traídas del matadero, mientras ambos cortan el mimbre y trabajan en el yunque, sujetando ella la lámina con las tenazas, batiendo él con el mazo, y tienen que entenderse muy bien para que no se pierda ningún golpe, ella presentando el hierro al rojo, él pegando el golpe seguro, en fuerza y dirección, ni hablar necesitan. Así se fue el invierno, así la primavera, algunas veces venía el cura a Lisboa, llegaba, guardaba en el arca las esferas de ámbar amarillo que traía sin decir de dónde, preguntaba cómo iba lo de las voluntades, miraba por todos los lados la máquina, que iba ganando dimensión y forma, hasta el punto de exceder lo que era cuando Baltasar la desmontó, daba consejos y avisos, y se volvía a Coimbra, a las decretales y a los decretalistas, ahora no era ya estudiante, ya leía en las aulas, Iuris ecclesiastici universi libri tre, Colectanea doctorum tam veteram quam recentiorum in ius pontificum universum, Repertorium iuris civilis et canonici, et coetera, pero nada en lo que estuviera escrito, Volarás.

Ahí está junio. Corre por Lisboa la nada fausta noticia de que este año la procesión del Corpus no traerá las antiguas figuras de los gigantes, ni la sierpe silbadora, ni el flameante dragón, y que no saldrán las vaquillas ni habrá danzas en la ciudad, ni marimbas, ni charamelas, y no vendrá el rey David bailando ante el palio. Se pregunta el pueblo qué procesión va a ser ésa, si no pueden salir los foliones de Arruda atronando las calles con sus panderos, si se prohibe a las mujeres de Frielas danzar la chacona, si no habrá tampoco danza de espadas, si no salen castillos, si no se toca la gaita y el tamboril, si no van saltando los sátiros y las ninfas bajo modos encubiertos de otros bailes, si no se hace ya la danza de la retorcida, si no va a navegar a hombros de los portantes la nao de San Pedro, qué procesión vamos a tener, qué placer nos quitan, si al menos nos dejaran el carro de los hortelanos, no volveremos a oír el silbido de la serpiente, primo, que tanto me horrorizaba cuando pasaba silbando, que ni sé explicar los temblores que sentía, ay.

Baja el pueblo al Terreiro do Paço, a ver los preparativos de la fiesta, y no está mal, no señor, con esa columnata de sesenta y una columnas y catorce pilares, que no tiene menos de ocho metros de altura, y en extensión excede los seiscientos metros, sólo los frontispicios son cuatro, y ni se cuentan las figuras, los medallones, las pirámides y demás ornatos. Empieza el pueblo a apreciar el nuevo aparato, que no queda aquí, basta ver esas calles, todas entoldadas, y los mástiles que sustentan los toldos, están adornados de seda y oro, y los medallones que de dichos toldos cuelgan, dorados, teniendo a un lado y a otro el blasón del patriarca, esto unos, que los otros llevan los blasones del Senado de la Cámara, Y las ventanas, mira las ventanas, tiene razón quien lo ha dicho, se regalan los ojos en las cortinas y cenefas de damasco carmesí franjado de oro, Nunca tal se vio, ya está el pueblo medio conforme, le han quitado una fiesta pero le van a dar otra, no es fácil decidir con cuál de ellas se pierde o gana, quizá valga la una por la otra, con razón dijeron los orfebres que van a iluminar todas las calles, y tal vez sea por igual razón por lo que están cubiertas de sedas y damascos las ciento cuarenta y nueve columnas de los arcos de la Rua Nova, quizá sean maneras de vender, hoy así, mañana peor. Pasa el pueblo, llega al fin de la calle y vuelve, pero no extiende siquiera la punta de los dedos para tocar tanta riqueza de paños, se contenta con gozar los ojos en ellos y en los otros de Atrás que adornan las tiendas bajo los arcos, parece que vivimos en el reino de la confianza, pero tiene cada tienda su esclavo negro a la puerta, con un palo en una mano y un espadín en la otra, si alguien se pasa va a llevarse un estacazo en el lomo, y si la osadía va a más no tardarán los cuadrilleros, que ya no llevan visera ni yelmo, ni escudo llevan, diciendo el corregidor, Alto al Limoeiro, qué remedio sino obedecer y perderse la procesión, tal vez por eso no hay muchos hurtos en el Corpus.

Tampoco se hurtarán voluntades. Es tiempo de luna nueva, Blimunda no tiene por ahora más ojos que el resto de la gente, igual es que ayune o que coma, y esto le da paz y alegría, dejar que las voluntades hagan lo que quieran, quedarse en el cuerpo o salir de él, sea éste mi descanso, pero de repente la conturba un pensamiento, Qué otra nube cerrada vería en el Cuerpo de Dios, en su carnal cuerpo, en voz baja se lo dijo a Baltasar, y él respondió, también en secreto, Pues sería tal que ella sola levantaría la passarola, y Blimunda añadió, Quién sabe si todo lo que vemos no es la nube cerrada de Dios.

Son dichos de manco y visionaria, él porque le falta, ella porque le sobra, hay que perdonarles que no tengan las medidas comunes y que hablen de cosas trascendentes mientras, de noche ya, van paseando por las calles entre Rossío y el Terreiro do Paço, en medio de mucha otra gente que hoy no se va a acostar y que corno ellos, va pisando la arena roja y las hierbas que alfombran el pavimento, traídas por los aldeanos, de tal manera que nunca se vio la ciudad tan limpia, precisamente ésta, que, los otros días, no tiene igual en suciedad. Tras las ventanas acaban las damas de armar los peinados, enormes fábricas de lucimientos y postizos, pronto se pondrán en exposición en la ventana, ninguna va a querer ser la primera, es cierto que inmediatamente atraería las miradas de quien pasa o se muestra en la calle, pero este gusto que tan de prisa viene, se pierde pronto, porque al abrirse la ventana de la casa de enfrente aparece en ella una dama, que por ser vecina es rival, se desvían las miradas de quien me está contemplando, celos que no soporto, tanto más cuanto que es ella mezquinamente fea y yo divinamente bella, ella tiene la boca grande y la mía es un botón, y antes de que ella lo diga, digo yo, Va mote. Para este torneo están mejor servidas las que moran en los pisos bajos, los galanes se ponen a retorcer el mote en sus seseras, palpitando la métrica y la rima, pero entre tanto, de lo alto de la casa, ha bajado otra divisa buscando réplica, gritada para que la oigan bien, mientras el primer poeta dice hacia arriba la glosa al fin compuesta y los otros, de rabia y de despecho, miran fríos al competidor, que recibe ya las gracias de la dama, sospechando que están de acuerdo glosa y mote por haberse puesto también de acuerdo ella y él. Esto se sospecha, esto se calla, porque de esto se distribuyen por igual las culpas.

Está caliente la noche. Pasa gente tocando y cantando, los chiquillos corren unos tras otros, es una peste que anda haciendo esto desde el principio del mundo, incurable, se lían en las sayas de las mujeres, llevan puntapiés y capones de los hombres que las escoltan, y luego, lejos ya, responden con cortes de mangas y muecas, para dispararse más tarde en otra carrera, en otra persecución. Arman una corrida de improviso, con una vaquilla muy simple, dos cuernos de carnero, desparejados quizá, y un cabezal cortado, todo se clava en una tabla ancha, con un puño delante, la parte de atrás apoyada en el pecho, y el que así hace de toro embiste con magnífica nobleza, recibe bramando de fingido dolor las banderillas de palo que se clavan en el cabezal, pero si el banderillero marró el golpe y fue a la mano del que embiste, se pierde así la nobleza de la casta, es otra carrera que se desmanda calle arriba, perturbando a los poetas que se hacen repetir los motes, preguntando hacia arriba, Qué es lo que ha dicho, y ellas, con mucho dengue, Mil pajarillos me traen, y así en estos galanteos, ocios y tropiezos va pasando la noche fuera de las casas, dentro hay endechas y chocolate, y cuando la madrugada se anuncia, empiezan a reunirse las tropas que han de formar carrera a la procesión, estrenando uniformes en honor del Santísimo Sacramento.

En Lisboa no durmió nadie. Se acabaron los torneos, las damas se han retirado de los balcones para componer la pintura corrida o deslucida, pronto volverán a la ventana, otra vez gloriosas de carmín y albayalde. El pueblo llano de blancos, negros y mulatos de todos los colores, éstos, aquéllos y los de más allá, se dispersa por las calles aún turbias en las primeras horas del alba, sólo el Terreiro do Paço, abierto al río y al cielo, es azul en las sombras, y luego súbitamente rosa por el lado del palacio y de la iglesia patriarcal cuando el sol rompe sobre las tierras del otro lado y deshace la bruma con un soplo luminoso. Es entonces cuando empieza a salir la procesión. Vienen delante los pendones de los oficios de la Casa de los Veinticuatro, el primero el de los carpinteros, representando a San José, que de ese oficio fue oficial, y las otras enseñas, grandes pendones, cada uno con su santo pintado, hechos de brocado, de damasco y con bordados de oro, y tan excesivos de tamaño que se precisan cuatro hombres para sostenerlos, relevándose con otros cuatro, descansando unos ahora y otros después, menos mal que no hay viento, y al compás de la andadura se columpian los cordones de oro y seda, y las borlas del mismo metal, colgando de las puntas refulgentes de las varas. Detrás viene la imagen de San Jorge, con toda su escolta, los tambores a pie, los trompeteros a caballo, redoblando unos, otros soplando, rataplán, rataplán, tataratá, tataratá, ta, tatá, no está Baltasar en el Terreiro do Paço, pero oye las trompetas desde lejos y se horroriza como si estuviera en el campo de batalla, viendo al enemigo dispuesto en línea de combate, atacan ellos, atacamos nosotros, y nota entonces que la mano le duele, hace ya mucho tiempo que no le dolía, quizá sea porque hoy no ha puesto ni gancho ni espigón, el cuerpo tiene estos y otros recuerdos e ilusiones, Blimunda, si no fueras tú, a quién tendría yo a mi derecha para ceñir con este brazo, eres tú, ciño con la mano buena tu hombro o tu cintura, aunque se asombre el pueblo por falta de costumbre de estar así hombre y mujer. Pasaron las banderas, atronaron las trompetas y los tambores, ahora viene el alférez de San Jorge, el rey de armas, el hombre-de-hierro, de hierro vestido y calzado, con plumas en el yelmo y visera caída, ayudante del santo en las batallas, para sostenerle la bandera y la lanza, para adelantarse a ver si ya ha salido el dragón o si duerme, excusada prudencia hoy, que no salió y no estará durmiendo, quejoso sí de no poder volver jamás a la procesión del Corpus, esto no es cosa que se le deba hacer ni a dragón, ni a tarascas, ni a gigantes, triste mundo este que así consiente que le roben las bellezas, en fin, algunas quedarán, o son de belleza tanta que no se atreven los reformadores de las procesiones a dejar, por hablar sólo de éstos, los caballos en las caballerizas, o a abandonarlos, míseros leprosos, en las amplias campiñas libremente, pastando lo que puedan, ahí vienen cuarenta y seis, negros y cenicientos, de hermosas gualdrapas, lléveme Dios si no es verdad que mejor visten las bestias que los hombres que las ven pasar, y esto siendo Corpus, que se han puesto todos sobre el cuerpo lo mejor que en casa había, las galas de ver al Señor, que habiéndonos hecho desnudos sólo vestidos nos admite en su presencia, a ver quién entiende a este dios o a la religión que le han hecho, verdad es que desnudos no siempre somos bellos, se ve por la cara si no la pintan, imaginemos, por ejemplo, qué cuerpo tendrá el San Jorge que ahí viene si le quitamos la armadura de plata y el gorro de plumas, un muñeco lleno de bisagras, sin sombra de pelo en los lugares donde los hombres lo tienen, que puede un hombre ser santo y tener lo que otros hombres tienen, ni debía concebirse una santidad que no conociera la fuerza de los hombres y la flaqueza que a veces en esa fuerza hay, y aún más, cómo se explicará esto a San Jorge, que viene montado en su caballo blanco, si esto es caballo que merezca el nombre, siempre viviendo en las reales caballerizas, con su criado para tratarlo y pasearlo, caballo sólo para que lo monte el santo, caballo nunca montado por el diablo, ni por hombre siquiera, triste bestia que ha de morir sin haber vivido, Dios quiera que, muerto y desollado, seas piel de tambor, y alguien redoblando en ella despierte tu indignado corazón, tan viejo, sin embargo todo en este mundo se equilibra y compensa, como ya se comprobó con lo de las muertes del chiquillo de Mafra y del infante Don Pedro y aún más se comprueba hoy, es un niño escudero el paje de San Jorge, y viene montado en un caballo negro, alzando lanza y emplumado yelmo, cuántas madres, puestas a los lados de las calles, mirando la procesión por encima de los hombros de los soldados, van a soñar luego por la noche con que sobre aquel caballo es su hijo quien va, paje de San Jorge en la tierra, y quizá en el cielo, que sólo por esto valió ya la pena haberlo parido, y de nuevo San Jorge se aproxima ahora en un gran estandarte llevado por la hermandad de la Real Iglesia del Hospital Real, y en fin, para conclusión de esta primera gloria, avanzan timbaleros y trompeteros, de terciopelo vestidos y plumas blancas, ahora una pausa brevísima, porque ya de la capilla real están saliendo las hermandades, hombres y mujeres a miles, puestos en orden de pertenencia y sexo, aquí no se mezclan evas con adanes, mira, ahí va Antonio María, y Simón Nunes, y Manuel Caetano, y José Bernardo, y Ana da Conceição, y Antonio de Beja, y trivialmente José dos Santos, y Bras Francisco, y Pedro Caim, y María Caldas, tan variados son los nombres como los colores, capas rojas, azules, blancas, negras y carmesí, hopas cenicientas, mucetas pardas y azules y rojas, y blancas y amarillas, y carmesí y verdes y negras, como negros son algunos de los cofrades que pasan, lo peor es que esta fraternidad, incluso yendo en procesión, no llega a los grados de Nuestro Señor Jesucristo, pero promete, basta que Dios un día se disfrace de negro y proclame en las iglesias, Cada blanco vale medio negro, arréglenselas ahora para entrar en el paraíso, por eso un día las playas de este jardín, plantado por azar junto al mar, estarán llenas de postulantes ennegreciéndose el lomo, idea que hoy haría reír, algunos ni a la playa irán, se quedan en casa y se pringan con untos varios, y cuando salen no los reconoce ni el vecino, Qué hace aquí este loco, ésa es la gran dificultad de las hermandades de color, mientras tanto van saliendo éstas, la de Jesús María, la del Rosario, la de San Benito, el que come poco y anda gordito, la de Nuestra Señora de la Gracia, la de San Crispín, la de la Madre de Dios de San Sebastián da Pedreira, que es donde viven Baltasar y Blimunda, la de la Vía Sacra de San Pedro y San Pablo, otra también de la Vía Sacra, pero del Alecrim, la de Nuestra Señora da Ajuda, la de Jesús, la de Nuestra Señora del Recuerdo, la de Nuestra Señora de la Salud, sin ella cómo tendrá virtud Rosa María, y la Severa qué virtud tendría, y vienen luego la hermandad de Nuestra Señora del Olivo, a cuya sombra un día comió Baltasar, la de San Antonio de las Franciscanas de Santa Marta, la de Nuestra Señora de la Quietud de las Flamencas de Alcántara, la del Rosario, la del Santo Cristo y San Antonio, la de Nuestra Señora de la Cadena, la de Santa María Egipcíaca, si fuese Baltasar de la guardia real ésta sería su hermandad, qué pena que no haya una de mancos, y ahora la hermandad de la Piedad, ésta podría ser, otra de Nuestra Señora de la Cadena, pero del convento del Carmen, la primera era de las Terciarias de San Francisco, parece que faltan invocaciones y las repiten ya, vuelve el Santo Cristo, pero el de la Trinidad, que el otro era de los Paulistas, y la hermandad de la Buena Ayuda, a Baltasar de nada le ayudó la Oficina de Palacio, la de Santa Lucía, la de Nuestra Señora de la Buena Muerte, si es que la hay buena, la de Jesús de los Olvidos, por este detalle se descubre cómo anda perdida una religión que anda dejando por ahí olvidados y les manda un Jesús mal encomendado, si fuera él el auténtico se acababan los olvidos, y la de las Almas de la Iglesia de la Concepción, sol haga y llueva no, la de Nuestra Señora de la Ciudad, la de las Almas de Nuestra Señora da Ajuda, la de Nuestra Señora de la Peña, la de San José de los Carpinteros, la del Socorro, la de la Piedad, la de Santa Catalina, la del Niño Perdido, unos perdidos y otros olvidados, ni encontrados ni recordados, que ni el Recuerdo les vale la de Nuestra Señora de las Candelas, otra de Santa Catalina, primero de los libreros, ahora de los calceteros, la de Santa Ana, la de San Eloy, santito rico de los orfebres, la de San Miguel y de las Almas, la de San Marcial, la de Nuestra Señora del Rosario, la de Santa Justa, la de Santa Rufina, la de las Almas de los Mártires, la de las Llagas, la de la Madre de Dios de San Francisco de la Ciudad, la de Nuestra Señora de las Angustias, que ya faltaban aquí, en fin, la de los Remedios, que los remedios vienen siempre después y a veces demasiado tarde, caso este en que las esperanzas, si es que aún quedan, son puestas en el Santísimo Sacramento que ahí viene, representado en estandarte, llevando al frente, por ser el precursor, a San Juan Bautista en figura de niño, vestido de pieles, con cuatro ángeles que van tirando flores, no existe otra tierra donde más circulen los ángeles por las calles del común, basta extender un dedo y se ve de inmediato qué reales son y verdaderos, volar no vuelan, eso es verdad, y qué, volar no es prueba suficiente de angelidad, si el padre Bartolomeu de Gusmão, o sólo Lourenço, llega a volar un día, no se volverá ángel por tan poco, se requieren otras cualidades, pero todavía es pronto para tales averiguaciones, aún no están recogidas todas las voluntades, por ahora va la procesión mediada, se nota el calor de la mañana adelantada, ocho de junio de mil setecientos diecinueve, quién viene ahora ahí, vienen las comunidades, pero la gente ya no está atenta, pasan frailes y, ni caso, ni siquiera fueron señaladas con el dedo todas las hermandades, Blimunda miraba al cielo, Baltasar a Blimunda, ella dudando de si sería luna nueva, si no aparecería sobre el convento del Carmen un leve creciente, curva navaja, afiladísimo alfanje que abriría a sus ojos todos los cuerpos, y en esto pasó la primera comunidad, quiénes eran aquéllos, no lo vi, no me he fijado, frailes eran, terciarios de San Francisco de Jesús, capuchinos, religiosos de San Juan de Dios, franciscanos, carmelitas, dominicos, cistercienses, jesuitas de San Roque y de San Antón, con tantos nombres y colores se le va a uno la cabeza y la retentiva, es hora de comer del fardel traído o el alimento comprado, y mientras se come se va hablando de lo que ha pasado, ya las cruces doradas, las mangas generosas, los lienzos blanquísimos, las casacas anchas, las medias altas, los zapatos de hebilla, los tufos, las tocas, las sayas rodadas, los mantos de fantasía, las golas de encaje, las casaquillas, sólo los lirios del campo no saben hilar ni tejer y por eso están desnudos, si Dios quisiera que así anduviésemos habría hecho hombres liliales, las mujeres afortunadamente lo son ya, pero lirios vestidos, Blimunda, vestida o no, qué pensamientos son ésos, Baltasar qué recuerdos pecadores, si ahora viene la cruz de la iglesia matriarcal, y luego la comunidad de la Congregación de las Misiones, y la del Oratorio, y la multitud innúmera de curas de las parroquias, oh señores, tanta gente preocupada por salvar nuestras almas y éstas aún extraviadas, no te preocupes tú, Baltasar, que por ser soldado, aunque inválido, eres de la feligresía de estos que pasan, ciento ochenta y cuatro caballeros de la Orden Militar de Santiago de la Espada, ciento cincuenta caballeros de la Orden de Avis, y otros tantos de la Orden de Cristo, éstos son frailes que eligen a los que han de ser sus hermanos, aparte de no querer Dios en sus altares animales con defectos, máxime si son de sangre vulgar, quédese así Baltasar donde está, viendo pasar la procesión, los pajes, los cantores, los cubicularios, los dos tenientes de la guardia real, uno, dos, con el uniforme principal, hoy diríamos de gala, y la cruz patriarcal llevando al lado las cintas bermejas, los capellanes de varas alzadas y haces de claveles en las puntas, ay el destino de las flores, un día las meterán en los cañones de los fusiles, los monaguillos, la basílica de Santa María Mayor, que lleva sombrilla y también la basílica patriarcal, ambas de gajos alternados, blancos y rojos, si dentro de doscientos o trescientos años empiezan a llamar basílicas a los paraguas, Mi basílica tiene una varilla rota, He olvidado mi basílica en el coche, He mandado poner un puño nuevo a mi basílica, Cuándo estará acabada mi basílica de Mafra, piensa el rey, que viene ahí detrás sosteniendo una vara del palio, pero antes pasó el cabildo, primero los canónigos diáconos de dalmática blanca, luego los presbíteros con casullas del mismo color, más tarde las dignidades, con amito, pluvial y formalio, qué sabrá este pueblo de estos nombres, de la mitra conoce la palabra y la forma, que tanto está en el culo de la gallina como en la cabeza de los canónigos, cada uno de éstos asistido por tres familiares de su casa, uno con antorcha encendida, otro llevando el sombrero, ambos trajeados a lo cortesano, y el caudatario lleva la cola y viste sotana y cota, ahora sí, ahora empieza el cortejo del patriarca, vienen primero seis hidalgos, parientes suyos, con antorchas encendidas, luego el beneficiado asistente con el báculo, otro capellán con la naveta del incienso, detrás dos acólitos bamboleando turíbulos de plata labrada, y dos maestros de ceremonias, y doce escuderos llevando también antorchas, Ah, gente pecadora, hombres y mujeres que condenados os obstináis en vivir esas vuestras transitorias vidas, fornicando, comiendo, bebiendo de más, faltando a los sacramentos y al diezmo, que del infierno osáis hablar con descaro y sin pavor, vosotros, hombres, que pudiendo palpáis el trasero a las mujeres en la iglesia, vosotras, mujeres, que sólo por un resto de vergüenza no tanteáis en la iglesia las partes a los hombres, ved lo que pasa ahora, el palio de ocho varas, y yo, patriarca, bajo él, con la sagrada custodia en la mano, arrodillaos, arrodillaos, pecadores, que ahora mismo debierais caparos para no fornicar más, ahora mismo debierais ataros las mandíbulas para no ensuciar más vuestras almas en comilonas y borracheras, ahora mismo debierais volver y vaciar vuestros bolsillos, porque en el paraíso no se requiere dinero, en el infierno tampoco, en el purgatorio se pagan las deudas con oraciones, aquí sí que el dinero es preciso, para el oro de otra custodia, para sustentar la plata de toda esta gente, a los dos canónigos que me levantan la cola de la pluvial y llevan las mitras, y los dos subdiáconos que me alzan la orla del faldón, los caudatorios que van atrás, por eso son caudatorios, este mi hermano, que es conde y me sostiene la cola de la pluvial, los dos escuderos con los dos flabelos, los maceros con las varas de plata, el primer subdiácono con el velo de la mitra aurifrigiata, que no la pueden tocar manos, loco fue Cristo que nunca puso mitra en su cabeza, sería hijo de Dios, de eso no dudo, pero rústico era, porque desde siempre se sabe que ninguna religión prosperará sin mitra, tiara o sombrero hongo, si se lo hubiera puesto pasaba de inmediato a sumo sacerdote, habría sido gobernador en vez de Poncio Pilatos, mira de lo que me he librado, así está bien el mundo, si no lo hubieran hecho así yo no me vería de patriarca, pagué, pues, lo debido, di al César lo que es de Dios, y a Dios lo que es del César, después haremos las cuentas y partiremos el dinero, un chavo para ti, otro para mí, en verdad os digo y diré, Y Yo, vuestro rey, de Portugal, los Algarves y el resto, que devotamente voy sosteniendo una de estas varas sobredoradas, ved cómo se esfuerza un soberano por guardar, en lo temporal y en lo espiritual, a la patria y al pueblo, que bien podía yo haber mandado en mi lugar a un criado, un duque o un marqués haciendo las veces, pero aquí estoy, y en persona, y también en persona están los infantes mis hermanos y señores vuestros, arrodillaos, arrodillaos, que pasa la custodia y paso yo, Cristo va en ella, en mí la gracia de ser rey en la tierra, cuál de los dos ganará, el que sea de carne para sentir, yo, rey y verraco, bien sabéis cómo las monjas son esposas del Señor, es una verdad santa, pues a mí, como al Señor, me reciben en sus lechos, y por ser yo el Señor gozan y suspiran sosteniendo en la mano el rosario, carne mística, mezclada, confundida, mientras los santos en el oratorio aguzan el oído a las ardientes palabras que bajo el sobrecielo se murmuran, sobrecielo que sobre el cielo está, éste es el cielo y no lo hay mejor, y el Crucificado deja caer la cabeza hacia el hombro, pobrecillo, quizá dolorido por los tormentos, quizá para mejor poder ver a Paula cuando se desnuda, quizá celoso porque le están robando a esta esposa, flor de claustro perfumada de incienso, carne gloriosa, pero en fin, después yo me voy y ella queda para él, si quedó preñada, el hijo es mío, pero no vale la pena proclamarlo otra vez, ahí atrás vienen cantores entonando motetes e himnos sacros, y eso me da una idea, no hay como los reyes para tenerlas, las ideas, si no cómo iban a reinar, que vengan las monjas de Odivelas a cantar el Bendito al cuarto de Paula cuando estemos acostados, antes, durante y después, amén.

Tronaron salvas y descargas de las naos, disparó salvas también el baluarte del Terreiro do Paço, a dos pasos, y se fueron comunicando los ecos de aquí a allá, retumbaron los cañones de los fuertes y las torres, presentaron armas los regimientos de la corte, de Peniche y de Setúbal, formados en la plaza. Anda el Cuerpo de Dios paseándose por la ciudad de Lisboa, sacrificado cordero, señor de los ejércitos, contradicción insoluble, sol de oro, cristal y custodia derribadora de cabezas, divinidad devorada y hasta las heces digerida, quién se asombrará de verte carne y uña con estos habitantes, degollados carneros, soldados sin armas propias, osamentas blancas en el desierto, comedores por sí mismos comidos, por eso se arrastran por las calles mujeres y hombres, pegan bofetadas en sus caras y en las próximas, tienden las manos hacia las orlas que pasan, a los brocados y a los encajes, a los terciopelos y a los lazos, a las cintas, a los bordados y a las joyas, Pater noster que non estis in coelis.

Cae la tarde, casi invisible, está la primera señal de la luna. Mañana Blimunda tendrá sus ojos, hoy es día de ceguera.


Ya ha vuelto de Coimbra el padre Bartolomeu Lourenço, ya es doctor en cánones, confirmado como Gusmão por apelativo onomástico y firma escrita, y nosotros, quiénes somos nosotros para atrevernos a acusarlo de pecado de orgullo, mejor sería para el alma perdonarle su falta de humildad en nombre de las razones que dio, y que así puedan sernos perdonados nuestros propios pecados, ése y los otros, que aún lo peor de todo será mudar, no de nombre sino de cara, o de palabra. De palabra y de cara no parece que haya mudado, para Baltasar y Blimunda tampoco de nombre, y si el rey lo hizo hidalgo capellán de su casa y académico de su academia, son de quita y pon esas caras y palabras, que, con el nombre adoptado, quedan en el portalón de la quinta del duque de Aveiro, y no entran, aunque se adivine lo que harían los tres si llegaran a la vista de la máquina, diría el hidalgo que sus trabajos son mecánicos, conjuraría el capellán la obra diabólica allí manifiesta, y por ser eso cosa del futuro se retiraría el académico, para sólo volver cuando fuese cosa pasada. Pues bien, ese día es el día de hoy.

Vive el cura en los miradores del Terreiro do Paço, en casa de una mujer, viuda desde hace muchos años, cuyo marido fue portero de mala hasta que murió de una estocada en un riña, episodio ocurrido cuando aún reinaba Pedro II, caso, pues, antiguo, que sólo viene a cuento por vivir la mujer donde el cura está viviendo, y mal sería no mencionar de ella al menos este dato, no el nombre, que es lo mismo que nada, como explicado queda. Vive el cura cerca del palacio, menos mal, pues mucho lo frecuenta, no tanto por obligaciones firmes de su título de capellán hidalgo, más honorífico que efectivo, sino por quererle bien el rey, que aún no ha perdido del todo las esperanzas, y ya han pasado once años, por eso pregunta, benévolo, Va a volar la máquina algún día, a lo que el padre Bartolomeu Lourenço, honestamente, no puede responder más que esto, Sepa vuestra majestad que la máquina un día volará, Pero viviré para verlo, No tendrá su majestad que vivir tanto como vivieron los patriarcas del Antiguo Testamento, y no sólo verá volar la máquina sino que volará en ella. La respuesta parece tener un no sé qué de impertinente, pero el rey no repara en ello, o reparó y usa de indulgencia, o lo distrae el recordar que va a asistir a la lección de música de su hija, la infanta Doña María Bárbara, eso habrá sido, le hace una seña al padre para que se una al séquito, no todos pueden presumir de semejantes favores.

Está la niña sentada al clavicordio, tan jovencita aún, que no ha hecho nueve años y ya grandes responsabilidades pesan sobre su redonda cabeza, aprender a colocar los deditos cortos en las teclas correspondientes, saber, si es que lo sabe, que en Mafra se está construyendo un convento, muy verdad es el dicho de que a pequeñas causas grandes efectos, porque nace una niña en Lisboa se levanta en Mafra un monte de piedra y viene de Londres contratado Domenico Scarlatti. A la lección asisten sus majestades, en pequeño estado, unas treinta personas, si llegan, contando con los camaristas de semana de él y de ella, ayas, azafatas varias, más el padre Bartolomeu de Gusmão, allá atrás, y otros eclesiásticos. Il maestro va corrigiendo la digitación, fa la do, fa do la, su alteza se pone muy nerviosa, muerde el labio, no se distingue en esto de cualquier otra chiquilla, nacida en palacio o en cualquier otro lugar, la madre intenta disimular cierta impaciencia, el padre está real y severo, sólo las mujeres, tiernos corazones, se dejan arrastrar por la música y por la chiquilla, incluso tocando ella tan mal, que nada tiene de extraño, qué esperaría Doña María Ana, milagros, está la pequeña empezando, el signor Scarlatti ha llegado hace sólo unos meses, y por qué tienen esos extranjeros nombres tan difíciles, si tan poco cuesta descubrir que es Escarlata el nombre de éste, y le queda bien, hombre de completa figura, rostro grande, boca ancha y firme, ojos separados, no sé qué tienen los italianos, como éste, nacido en Nápoles hace treinta y cinco años, Es la fuerza de la vida, hermana.

Terminó la lección, se deshizo el grupo, el rey fue para un lado, la reina para otro, la infanta no sé para dónde, todos observando precedencias y preceptos, haciendo múltiples reverencias, al fin se alejó el rumor de los guardainfantes y de las calzas de cintas, y en el salón de música quedaron sólo Domenico Scarlatti y el padre Bartolomeu de Gusmão. El italiano hizo una pasada de dedos por el teclado, primero sin objeto, luego, como si buscara un tema o quisiera enmendar los ecos, y de repente pareció encerrado en la música que tocaba, corrían sus manos por el teclado como un barco florido en la corriente, demorada aquí y allá por las ramas que de las márgenes se inclinan, luego velocísima, después deteniéndose en las aguas dilatadas de un lago profundo, bahía luminosa de Nápoles, secretos y sonoros canales de Venecia, luz refulgente y nueva del Tajo, allá va el rey, se recogió la reina en su cámara, la infanta se inclina sobre el bastidor, de pequeñita aprende, y la música es un rosario profano de sonidos, madre nuestra que estás en la tierra. Señor Scarlatti, dice el cura cuando termina la improvisación y todos los ecos quedan corregidos, señor Scarlatti, no es tanta mi vanidad que crea saber de ese arte, pero estoy seguro de que hasta un indio de mi país, que de ella sabe aún menos que yo, se sentiría arrebatado por esas armonías celestes, Quizá no, respondió el músico, pues sabido es que ha de estar el oído debidamente educado si quiere estimar los sonidos musicales, como los ojos tienen que aprender a orientarse en el valor de las letras y en su conjunción de lectura, y los mismos oídos en el entendimiento del habla, Son palabras ponderadas ésas, que enmiendan la liviandad de las mías, es un defecto común en los hombres el decir más fácilmente lo que quieren que sea oído por otro que ceñirse a la verdad, Pero, para que los hombres puedan ceñirse a la verdad, tendrán primero que conocer los errores, Y practicarlos, No sabría responder a la pregunta con un simple sí o un simple no, pero creo en la necesidad del error.

El padre Bartolomeu de Gusmão apoyó los codos en la tapa del clavicordio, miró demoradamente a Scarlatti, y, mientras no hablan, digamos nosotros que esta fluida conversación entre un cura portugués y un músico italiano no será, probablemente, invención pura, sino transposición admisible de frases y cumplidos que sin duda cambiaron el uno con el otro durante estos años, en palacio o fuera de él, como se verá a continuación. Y si alguien se sorprende de que este Scarlatti en tan pocos meses sepa así hablar portugués, no olvidemos, primero, que era músico, y, luego, hay que decir que la lengua le es familiar desde hace siete años, pues en Roma entró al servicio de nuestro embajador, y en sus andanzas por el mundo, por cortes reales y episcopales, no olvidó lo que había aprendido. En cuanto al carácter erudito del diálogo, a la pertinencia y al redondeo de las frases, alguien ayudó.

Tenéis razón, dijo el cura, pero así no está el hombre libre de creer abrazar la verdad y hallarse ceñido por el error, Como tampoco está libre de creer que abraza el error y encontrarse ceñido a la verdad, respondió el músico, y luego dijo el cura, Recordad que cuando Pilatos preguntó a Jesús qué era la verdad, ni esperó la respuesta para esa pregunta, ni el Salvador se la dio, Tal vez supiesen ambos que no existe respuesta para tal pregunta, Entonces, en ese punto, sería Pilatos igual a Jesús, En última instancia, sí, Si la música puede ser tan excelente maestra de la argumentación, quiero ser músico y no predicador, Gracias por la cortesía, qué más quisiera, señor padre Bartolomeu de Gusmão, que mi música fuese un día capaz de exponer, contraponer y concluir como hace sermón y discurso, Aunque, reparando bien en lo que se dice y cómo, señor Scarlatti, es posible que se expongan y contrapongan, las más de las veces, humo y niebla, y nada se concluya. A esto no respondió el músico, y el cura remató, Todo predicador honrado lo nota al descender del púlpito. Dijo el italiano, encogiéndose de hombros, Queda el silencio después de la música y después del sermón, qué importa que se alabe el sermón y se aplauda la música, tal vez sólo el silencio exista verdaderamente.

Bajaron Scarlatti y Bartolomeu de Gusmão al Terreiro do Paço, allí se separaron, el músico fue a inventar músicas por la ciudad mientras no eran horas de empezar el ensayo en la capilla real, el padre volvió a casa, a su mirador desde donde se veía el Tajo, en la otra orilla las tierras bajas de Barreiro, las colinas de Almada y de Pragal, hasta la, ya invisible, Cabeza Seca de Bugio, qué día luminoso, cuando Dios estaba creando el mundo no dijo Fiat, si así fuera habría quedado el mundo por igual, una palabra y basta, sino que fue andando y haciendo, hizo el mar y navegó en él, luego hizo la tierra para poder desembarcar, y en algunos lugares se detuvo, pero por otros pasó sin mirar, aquí descansó, y, no habiendo nadie de la humana especie que lo viera, tomó un baño, y, porque aún recuerdan eso, las gaviotas se reúnen en tan grandes bandadas en la orilla, siguen esperando que Dios vuelva a bañarse en las aguas del Tajo, aunque sean otras, una vez al menos, como pago por haber nacido gaviotas. Y quieren saber también si Dios ha envejecido mucho. Vino la viuda del macero a decirle al cura que tenía servida la comida, pasó por abajo una compañía de alabarderos rodeando un coche. Desgarrada de sus hermanas, una gaviota se quedó parada sobre el alero del tejado, la sustentaba el viento que soplaba de tierra, y el cura murmuró, Bendita seas, ave, y en su corazón se encontró hecho de la misma carne y de la misma sangre, sintió un escalofrío, como si le estuvieran naciendo plumas en la espalda, y, al desaparecer la gaviota, se vio perdido en un desierto, En ese caso Pilatos sería igual a Jesús, esto pensó de repente y regresó al mundo, transido por sentirse desnudo, desollado como si hubiera dejado la piel dentro del vientre de su madre, y entonces dijo en voz alta, Dios es uno.

Durante todo este día permaneció el padre Bartolomeu Lourenço encerrado en su cuarto, gimiendo, suspirando, tardó en hacerse de noche, llamó a la puerta la viuda del macero y dijo que estaba dispuesta la cena, pero el cura no comió, parecía que estaba preparando su gran ayuno, aguzando ojos nuevos de entendimiento, aunque no sospechase que más cosas habría que entender después de haber proclamado la unidad de Dios a las gaviotas del Tajo, supremo arrojo, que sea Dios uno en esencia es punto que ni los herejes niegan, pero al padre Bartolomeu Lourenço le enseñaron que Dios, si es uno en esencia es trino en persona, y hoy las mismas gaviotas le han hecho dudar. Se cerró la noche por completo, la ciudad duerme y si no duerme se ha callado, sólo se oye a ratos el grito de alerta de los centinelas, no vayan a desembarcar los corsarios franceses, y Domenico Scarlatti habiendo cerrado puertas y ventanas, se sienta al clavicordio, qué sutil música es esta que sale hacia la noche de Lisboa por rendijas y chimeneas, la oyen los soldados de la guardia portuguesa y de la guardia alemana, y la entienden unos y otros, la oyen soñando los marineros que duermen a la fresca en los conveses y despertando, la reconocen, la oyen los vagabundos que reposan en la Ribeira, en las lanchas varadas en tierra, la oyen los frailes y las monjas de mil conventos, y dicen, Son los ángeles del Señor, tierra esta, para milagros, ubérrima, la oyen los embozados que van a matar y los apuñalados que, oyéndola, ya no piden confesión y mueren absueltos, la oyó un preso del Santo Oficio en su profunda celda, y estando cerca un guarda le echó las manos a la garganta y lo estranguló, por este asesinato no tendrá peor muerte, la oyen, tan lejos de aquí, Baltasar y Blimunda, que acostados preguntan, Qué música es ésta, la oyó, antes que nadie, Bartolomeu Lourenço, por vivir cerca, y, levantándose de la cama, encendió el candil y se asomó a la ventana para oírla mejor. También entraron grandes mosquitos que fueron a posarse en el techo y allí quedaron, oscilando primero en las altas piernas, inmóviles luego, como si la luz minúscula no pudiera atraerlos, tal vez hipnotizados por el rechinar de la pluma, se había sentado el padre Bartolomeu Lourenço a escribir, Et ego in illo, Y yo estoy en él, al amanecer aún estaba escribiendo, era el sermón del Corpus, y del cuerpo del cura no se alimentaron esta noche los mosquitos.

Días después, estando Bartolomeu de Gusmão en la capilla real, se acercó el italiano a hablarle. Cambiadas las palabras de saludo, salieron por una de las puertas que, bajo las tribunas del rey y de la reina, daban a la galería por donde se entraba en el palacio. Pasearon arriba y abajo, mirando de vez en cuando los tapices colgados de las paredes, la Historia de Alejandro Magno, los Triunfos de la Fe y del Sacramento, según dibujos de Rubens, la Historia de Tobías, según dibujos de Rafael, la conquista de Túnez, si un día arden estos tapices, ni un hilo de seda se salvará. En tono que fácilmente daba a entender que no iba a ser ésta la materia importante que allí se trataría, dijo Domenico Scarlatti al cura, El rey tiene en su tribuna una copia de la Basílica de San Pedro de Roma, la armó ayer en mi presencia, fue un gran honor para mí, Honor con el que nunca me ha distinguido a mí pero no lo digo con envidia, sino que, más bien, me complazco en ver honrada en un hijo suyo a la nación italiana, Me han dicho que el rey es un gran constructor, será por eso este gusto por levantar con sus propias manos la cabeza arquitectónica de la Santa Iglesia, aunque en escala reducida, Muy distinta es la dimensión de la basílica que está construyendo en la villa de Mafra, gigantesca fábrica que será el asombro de los siglos, Cuán variadas se muestran las obras de la mano del hombre, son las mías de sones, Habla de las manos, Hablo de las obras, tan pronto nacen como mueren, Habla de las obras, Hablo de las manos, qué sería de ellas si les faltase la memoria y el papel en que las escribo, Habla de las manos, Hablo de las obras.

Parece sólo un gracioso juego de palabras, un juego con los sentidos que ellas tienen, como en esta época se usa, sin que importe demasiado el entendimiento, o bien oscureciéndolo adrede. Es lo mismo cuando un predicador grita hacia la imagen de San Antonio, y clama en la iglesia, Negro, ladrón, borracho, y, cuando ha escandalizado al auditorio, explica la intención y el artificio, muestra cómo todo apóstrofe fue apariencia, ahora sí va a decir por qué, Negro porque tuvo la piel tiznada por el demonio, que no consiguió ennegrecerle el alma, ladrón porque de los brazos de María robó a su divino hijo, borracho porque vivió embriagado en la divina gracia, pero yo te diré, Cuidado, oh predicador, que cuando vuelves el concepto de pies a cabeza, estás dando involuntaria voz a la tentación herética que duerme en ti y se revuelve en sueños, y clamas otra vez, Maldito sea el Padre, maldito sea el Hijo, maldito el Espíritu Santo, y luego añades, Braman los demonios en el infierno, y de esa manera crees escapar a la condenación, pero aquel que todo lo ve, no este ciego Tobías sino el otro para quien no existen tinieblas y ceguera, ése sabe que dijiste dos verdades profundas, y de las dos escogerá una, la suya, porque ni tú ni yo sabemos cuál es la verdad de Dios, mucho menos si es verdadero Dios.

Parecen juegos de palabras, las obras, las manos, el sonido, el vuelo, Me han dicho, padre Bartolomeu de Gusmão, que por obra de esas manos se levantó en el aire un ingenio y voló, Dijeron la verdad de lo que entonces vieron, después quedaron ciegos para la verdad que la primera ocultó, Me gustaría entender mejor, Esto ocurrió hace doce años, desde entonces la verdad ha cambiado mucho, Repito que me gustaría entender, Qué es un secreto, A esa pregunta responderé que, de cuanto imagino, sólo la música es aérea, Entonces iremos mañana a ver un secreto. Están parados ante el último tapiz de la Historia de Tobías, aquel donde la amarga hiel del pez devuelve la vista al ciego, La amargura es la mirada de los videntes, señor Domenico Scarlatti, Un día eso se pondrá en música, señor padre Bartolomeu de Gusmão.

Al día siguiente, cada uno en su mula, fueron a San Sebastián da Pedreira. Entre el palacio, de un lado, y el granero y el cobertizo de los aperos de otro, el patio aparecía barrido. Corría agua en una acequia, se oía girar una noria. Los planteles próximos estaban cultivados, habían sido podados los frutales, nada había a la vista que pudiera recordar la brava selva de diez años atrás, cuando entraron por primera vez aquí Baltasar y Blimunda. Más delante, la quinta continúa sin cultivar, por fuerza ha de ser así, si para trabajar la tierra sólo hay tres manos, y ésas ocupadas, gran parte del tiempo, en obra que de la tierra no es. Desde el cobertizo, puertas abiertas, vienen rumores de taller. El padre Bartolomeu Lourenço pidió al italiano que esperase, y entró. Baltasar estaba solo, desbastando un tronco ancho con una azuela. Dijo el cura, Buenas tardes, Baltasar, traigo conmigo hoy un visitante para ver la máquina, Quién es, Uno de palacio, No puede ser el rey, Un día vendrá, hace poco que me preguntó cuándo iba a volar la máquina, es otro quien viene, Pues se va a enterar de algo que era secreto, no fue ése nuestro acuerdo, tantos años que estuvimos callándolo, Yo soy el inventor de la passarola y decido lo que conviene, Pero somos nosotros quienes lo estamos construyendo, si quiere, nos vamos ahora mismo, Baltasar, no sé explicártelo, pero siento que la persona que viene conmigo es de toda confianza, pondría por ella las manos en el fuego o dejaría el alma en prenda, Es mujer, Es hombre, italiano de nación, lleva pocos meses en la corte, y es músico, maestro de clavicordio de la infanta, maestro de la capilla real, se llama Domenico Scarlatti, Escarlata, No es así exactamente como se pronuncia, pero la diferencia es tan poca que puedes llamarle Escarlata, en definitiva es así como todos le llaman, hasta cuando creen estar pronunciándolo bien. Se dirigía el cura hacia la puerta, pero se detuvo para preguntar, Dónde está Blimunda, Anda en el huerto, respondió Baltasar.

El italiano se había abrigado a la sombra fresca de un gran plátano, no parecía interesarle lo que le rodeaba, miraba tranquilo las ventanas cerradas del palacio, la cornisa donde crecían hierbas, el canalón de agua por encima del cual pasaban golondrinas rasantes a la caza de insectos. El padre Bartolomeu Lourenço se acercó, llevaba en la mano un pañuelo que había sacado del bolsillo, Sólo con los ojos vendados se llega al secreto, dijo sonriendo, y el músico respondió, en tono igual, Cuántas veces así mismo se vuelve, No será éste el caso, señor Scarlatti, cuidado con el umbral, hay aquí un escalón, ahora, antes de quitarle la venda, quiero decirle que viven aquí dos personas, un hombre, llamado Baltasar Sietesoles, y una mujer, Blimunda, a quien, por vivir con Sietesoles, llamé Sietelunas, son ellos quienes están construyendo la obra que le voy a mostrar, yo les explico lo que deben hacer, ellos lo ejecutan, y, ahora, ya puede quitarse el pañuelo, señor Scarlatti. Sin precipitación, tan tranquilo como antes había estado mirando las golondrinas, el italiano se quitó la venda.

Ante él estaba un ave gigantesca, de alas abiertas, cola en abanico, cuello largo, la cabeza aún por trabajar, por eso no se sabía aún si iba a ser de halcón o de gaviota, Es éste el secreto, preguntó, Éste es, hasta hoy, de tres personas, ahora de cuatro, aquí está Baltasar Sietesoles, y Blimunda no ha de tardar, anda en el huerto. El italiano hizo una leve reverencia dirigida a Baltasar, que respondió con otra más profunda, aunque torpe, que él era mecánico, y además estaba sucio, cubierto de hollín de la fragua, en él sólo brillaba el gancho, del mucho y constante trabajo. Domenico Scarlatti se acercó a la máquina, que se equilibraba sobre unos puntales a los lados, posó las manos sobre una de las alas, como si fuese un teclado, y, singularmente, toda el ave vibró, a pesar de su gran peso, osamenta de madera, laminillas de hierro, mimbre entrelazado, si hay fuerza que levante esto, es que para el hombre nada es imposible, Estas alas son fijas, Así es, Ningún ave puede volar sin batir las alas, A eso Baltasar respondería que basta tener forma de ave para volar, pero yo respondo que el secreto del vuelo no es en las alas donde está, Y no puedo saber yo ese secreto, No puedo hacer más que mostrarle lo que aquí se ve, Esto me basta para agradecérselo, pero, si el ave esta tiene que volar, cómo va a salir si no cabe por la puerta.

Baltasar y el padre Bartolomeu Lourenço se miraron perplejos, y luego hacia fuera. Blimunda estaba allí, en la puerta, con un cesto lleno de cerezas, y respondía, Hay un tiempo para construir y un tiempo para destruir, unas manos asentaron las tejas de este tejado, otras lo echarán abajo, y todas las paredes si es preciso. Ésta es Blimunda, dijo el cura, Sietelunas, añadió el músico. Llevaba ella pendientes de cerezas, las traía así para que lo viera Baltasar, y por eso se acercó a él sonriendo y tendiéndole el cesto, Es Venus y Vulcano, pensó el músico, perdonemos la obvia comparación clásica, qué sabe él cómo es el cuerpo de Blimunda bajo las ropas groseras que viste, y Baltasar no es sólo el tizón negro que parece, aparte de no ser cojo, como Vulcano, sino manco, pero eso también lo es Dios. Y qué más quisiera Venus que tener los ojos que Blimunda tiene, vería así fácilmente en los corazones de los amantes, que en algo ha de prevalecer un simple mortal sobre las divinidades. Y eso sin contar que hay algo en lo que también Baltasar gana a Vulcano, porque si el dios perdió a la diosa, este hombre no perderá a su mujer.

Se sentaron todos en torno de la merienda, metiendo la mano en el cesto a la vez, sin mirar más conveniencias que no atropellar los dedos de los otros, ahora el cepo que es la mano de Baltasar, rasposa como un tronco de olivo, después la mano eclesiástica y blanda del padre Bartolomeu Lourenço, la mano exacta de Scarlatti, Blimunda al fin, mano discreta y maltratada, con las uñas sucias como quien vino de la huerta y anduvo cavando antes de coger cerezas. Tiran todos los huesos al suelo, el rey, si aquí estuviera, haría lo mismo, en pequeñas cosas como ésta se ve que los hombres son iguales. Las cerezas son gruesas, carnosas, algunas vienen picadas por los pájaros, qué cerezal habrá en el cielo para que también pueda ir allá a alimentarse, llegada la hora, este pájaro que aún no tiene cabeza, pero si llega a ser de gaviota o de halcón, pueden los ángeles y los santos confiar en que van a comer las cerezas intactas, pues, como se sabe, estas aves desprecian el vegetal.

Dijo el padre Bartolomeu Lourenço, No voy a revelar el secreto último del vuelo, pero, tal como escribí en la petición y en la memoria, toda la máquina se moverá por obra de una virtud atractiva contraria a la caída de los graves, si yo tiro este hueso de cereza, cae al suelo, ahora bien, la dificultad está en hallar lo que lo haga subir, Y lo ha encontrado, El secreto lo he descubierto yo, en cuanto a encontrar, coger y reunir es trabajo de nosotros tres, Es una trinidad terrestre, el padre, el hijo y el espíritu santo, Baltasar y yo tenemos la misma edad, treinta y cinco años, no podríamos ser padre e hijo naturales, es decir, según la naturaleza, pero sí fácilmente hermanos, aunque, siéndolo, tendríamos que ser gemelos, ahora bien, él nació en Mafra y yo en Brasil, y no nos parecemos en nada, En cuanto al espíritu, Ése sería Blimunda, quizá sea ella quien más cerca esté de ser parte en una trinidad no terrenal, Treinta y cinco años es también mi edad, pero nací en Nápoles, no podríamos ser una trinidad de gemelos, y Blimunda, qué edad tiene, Tengo veintiocho, y sin hermano o hermana, y diciendo esto alzó Blimunda los ojos, casi blancos en la semipenumbra del cobertizo, y Domenico Scarlatti oyó resonar en sí la cuerda grave de un arpa. Ostensivamente, Baltasar levantó el cesto casi vacío con su gancho, y dijo, Se acabó la merienda, vamos a trabajar.

El padre Bartolomeu Lourenço acercó una escalera al pájaro, Señor Scarlatti, venga si quiere ver por dentro mi máquina de volar. Subieron ambos, el cura llevaba el dibujo, y, allá dentro, andando sobre lo que parecía la cubierta de un barco, explicó las posiciones y funciones de las diversas partes, los alambres con el ámbar, las esferas, las laminillas de hierro, repitiendo que todo operaría por atracción mutua, pero no habló del sol ni de lo que contendrían las esferas, aunque el músico preguntó, Qué es lo que atraerá al ámbar, Quizá Dios, en quien toda fuerza reside, respondió el cura, Y el ámbar, a qué atraerá, A lo que habrá en las esferas, Éste es el secreto, Sí, éste es el secreto, Es mineral, vegetal o animal, No es ni mineral, ni vegetal, ni animal, Todo es mineral, vegetal o animal, No todo, hay cosas que no lo son, la música, por ejemplo, Padre Bartolomeu de Gusmão, no me dirá que esas esferas van a contener música, No, pero quién sabe si con ella ascendería también mi máquina, tengo que pensarlo, en realidad poco falta para que ascienda yo en el aire cuando le oigo tocar el clavicordio, Es un chiste, Menos de lo que parece, señor Scarlatti.

Atardecía cuando el italiano se retiró. El padre Bartolomeu Lourenço pasaría allí la noche, aprovechaba la venida para ensayar su sermón, faltaban ya pocos días para la fiesta del Corpus. Al despedirse, dijo, Señor Scarlatti, cuando se canse en palacio, recuerde este lugar, Lo recordaré, seguro, y si con eso no estorbo a Blimunda y Baltasar, traeré un clavicordio y tocaré para ellos y para su pájaro, tal vez mi música pueda conciliarse dentro de las esferas con ese misterioso elemento, Señor Escarlata, dijo Baltasar tomando bruscamente la palabra, venga cuando quiera, si el señor padre Bartolomeu lo autoriza, pero, Pero, En lugar de mi mano izquierda tengo este gancho, o un espigón, y sobre el corazón, una cruz de sangre, Sangre mía, añadió Blimunda, Soy hermano de todos, si me aceptan, dijo Scarlatti. Baltasar lo acompañó hasta fuera, le ayudó a montar en la mula, Señor Escarlata, si quiere que le ayude a traer el clavicordio, no tiene más que decírmelo.

Se hizo de noche, cenó el padre Bartolomeu Lourenço con Sietesoles y Sietelunas, sardinas saladas y una fritada de huevos, un cántaro de agua, pan grosero y duro. Dos candiles iluminaban precariamente el cobertizo. En los rincones, la oscuridad parecía cerrarse, avanzando y retrocediendo según las oscilaciones de las pequeñas y pálidas luces. La sombra de la passarola se movía sobre la pared blanca. Estaba la noche caliente. Por la puerta abierta, sobre el tejado del palacio frontero, se veían estrellas en el cielo ya cóncavo. El cura salió al patio, aspiró profundamente el aire, luego contempló el camino luminoso que atravesaba la bóveda celeste de un lado a otro, el camino de Santiago, si es que los ojos de los peregrinos, de tanto mirar al cielo, no dejaron en él su propia luz, Dios es uno en esencia y en persona, gritó Bartolomeu Lourenço súbitamente. Se asomaron Blimunda y Baltasar a la puerta para saber qué grito era aquél, no es que les extrañaran las declamaciones del cura, pero así, fuera, clamando violento contra el cielo, nunca había ocurrido. Hubo una pausa, pero los grillos no interrumpieron su chirriar, y luego se alzó otra vez la voz, Dios es uno en esencia y trino en persona. Nada había ocurrido antes, nada ocurrió ahora. Bartolomeu Lourenço volvió al cobertizo y dijo a los otros, que lo seguían, He hecho dos afirmaciones contrarias entre sí, respondedme, cuál es la verdadera según vosotros, No sé, dijo Baltasar, Tampoco yo, dijo Blimunda, y el cura repitió, Dios es uno en esencia y en persona, Dios es uno en esencia y trino en persona, dónde está la verdad, dónde está la falsedad, No sabemos, respondió Blimunda, y no entendemos esas palabras, Pero crees en la Santísima Trinidad, en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, hablo de lo que enseña la Santa Madre Iglesia, no de lo que dijo el italiano, Creo, Entonces, Dios, para ti, es trino en persona, Pues será, Y si yo te digo ahora que Dios es una sola persona, que era Él solo cuando creó el mundo y los hombres, lo creerás, Si me dice que es así, lo creo, Te digo sólo que creas lo que ni yo mismo sé, pero de estas palabras mías no hables con nadie y tú, Baltasar, qué piensas, Desde que empecé a construir la máquina de volar he dejado de pensar en estas cosas, tal vez Dios sea uno, quizá sea tres, puede muy bien ser cuatro, la diferencia no se nota, puede que Dios sea el único soldado vivo de un ejército de cien mil, por eso es al mismo tiempo soldado, capitán y general, y también manco, como me explicó ya, y eso, sí, lo creo, Pilatos le preguntó a Jesús qué era la verdad, y Jesús no respondió, Quizá fuera aún muy pronto para saberlo, dijo Blimunda, y fue a sentarse con Baltasar en una piedra al lado de la puerta, la misma piedra donde a veces se quitaban los piojos, ahora le liberó ella de las correas que prendían el gancho, luego le puso el muñón en el regazo para aliviarle de aquel grande e irreparable dolor.

Et ego in illo, dijo el padre Bartolomeu Lourenço en el cobertizo, pregonaba así el tema del sermón, pero hoy no buscaba efectos de voz, los trémulos rodados que conmoverían a los oyentes, la instancia de las inyunciones, la suspensión insinuante. Decía las palabras que había escrito, y otras que de improviso le venían ahora a la mente, y éstas negaban a aquéllas, o las ponían en duda, o hacían que expresaran sentidos diferentes, Et ego in illo, sí, y yo estoy en él, yo Dios, en el hombre, en mí, que soy hombre, estás tú, que eres Dios, Dios cabe dentro del hombre, pero cómo puede Dios caber en el hombre si es inmenso Dios y el hombre tan pequeña parte de sus criaturas, la respuesta es que queda Dios en el hombre por el sacramento, claro está, clarísimo, pero, quedando en el hombre por el sacramento, es preciso que el hombre lo tome, y así Dios no queda en el hombre cuando quiere, sino cuando el hombre lo desea tomar, de lo que se deduce que de algún modo el Creador se hizo criatura del hombre, ah, pero entonces grande fue la injusticia que se cometió contra Adán, dentro de quien no moró Dios porque aún no había sacramento, y Adán bien podrá argüir contra Dios que, por un solo pecado, le prohibió para siempre el árbol de la Vida y le cerró para siempre las puertas del paraíso, al paso que los descendientes del mismo Adán, con tantos y más terribles pecados, tienen a Dios en sí y comen del árbol de la Vida sin ninguna duda o impedimento, si a Adán castigaron por querer ser semejante a Dios, como tienen ahora los hombres a Dios dentro de sí y no son castigados, o no lo quieren recibir y castigados no son, que tener y no querer tener a Dios dentro de sí es el mismo absurdo, la misma imposibilidad, y, sin embargo, Et ego in illo, Dios está en mí, o en mí no está Dios, cómo podré encontrarme en esta selva de sí y no, de no que es sí, del sí que es no, afinidades contrarias, contrariedades afines, cómo atravesaré a salvo sobre el filo de la navaja, ahora bien, resumiendo, antes de haberse hecho hombre Cristo, Dios estaba fuera del hombre y no podía estar en él, después, por el sacramento, pasó a estar en él, así el hombre es casi Dios, o será en definitiva el mismo Dios, sí, sí, si en mí está Dios, yo soy Dios, Dios nosotros, él yo, yo él, Durus est hic sermo, et quis potest eum audire.

La noche iba refrescando. Blimunda se había quedado dormida con la cabeza apoyada en el hombro de Baltasar. Más tarde, él la llevó adentro, se acostaron. El cura salió al patio, estuvo allí toda la noche, de pie, mirando al cielo y murmurando en tentación.


Pasados unos meses, un fraile consultor del Santo Oficio, en su censura del sermón, escribió que, por tal papel, quedaban deudores al autor de más aplausos que censuras, de más admiraciones que dudas. Alguna sombra de incomodidad habrá experimentado este fray Manuel Guilherme, al tiempo que iba aprobando las admiraciones y reconociendo los aplausos, algún humillo herético le habrá pasado por la pituitaria para no conseguir acallar así los sustos y las dudas que la lectura del sermón le habría provocado en su piadoso espulgar. Y otro reverendo padre maestro, Dom Antonio Caetano de Sousa, llegada que le fue la vez de leer y censurar, confirma que el papel nada contiene contra la santa fe o las buenas costumbres, no muestra las dudas y los sustos que parece haber provocado en primera instancia, y, por argumento conclusivo, encarece las atenciones con que la corte por extenso distingue al doctor Bartolomeu Lourenço de Gusmão, blanqueando así por vía palaciega negruras doctrinales quizá exigentes de más hondo desbaste. Pero, la palabra última vendrá dada por el padre fray Boaventura de São Gião, censor de palacio, que, después de excederse en loores y pasmos, remata que sólo la voz del silencio podría ser mejor expresión de sus voces, que, dice él, suspensas quedarían más atentas, y enmudecidas, más reverentes. Caso es para preguntarnos, nosotros, que de la verdad conocemos la parte mayor, qué otras atronadoras voces o más terribles silencios responderían a las palabras que las estrellas oyeron en la quinta del duque de Aveiro, mientras Baltasar y Blimunda, cansados, dormían, y la passarola, en la oscuridad del chamizo, forzaba todos sus hierros para entender lo que estaba diciendo allá fuera su creador.

Tres, si no cuatro, vidas diferentes tiene el padre Bartolomeu Lourenço, y una sólo cuando duerme, que incluso soñando diversamente no sabe destrenzar, despierto ya, si en el sueño fue el cura que sube al altar y dice canónicamente la misa, si el académico tan estimado que va de incógnito el rey a oír su sermón tras un repostero, en el vano de la puerta, si el inventor de la máquina de volar o de los varios modos de achicar sin gente las naos que hacen agua, si ese otro hombre conjunto, lleno de miedos y de dudas, que es predicador en la iglesia, erudito en la academia, cortesano en palacio, visionario y hermano de gente mecánica y plebeya en San Sebastián da Pedreira, y que vuelve ansiosamente al sueño para reconstruir una frágil, precaria unidad, fragmentada apenas se abren sus ojos, que ni precisa estar en ayunas como Blimunda. Había abandonado la lectura consabida de los doctores de la Iglesia, de los canonistas, de las formas variantes de la escolástica sobre esencia y persona como si tuviera ya extenuada el alma de palabras, pero como el hombre es el único animal que habla y lee, cuando le enseñan, aunque entonces le falten aún muchos años para ascender a hombre, examina por menudo y estudia el padre Bartolomeu Lourenço el Viejo Testamento, sobre todo los cinco primeros libros, el Pentateuco, por los judíos llamado Tora, y el Corán. Dentro del cuerpo de cualquiera de nosotros podría Blimunda ver los órganos, y también las voluntades, pero no puede leer los pensamientos, ni ella los entendería, ver a un hombre pensando, como en un pensamiento solo, tan opuestas y enemigas verdades, y con eso no perder el juicio, ella si lo viera, él porque tal piensa.

La música es otra cosa. Domenico Scarlatti trajo a la quinta un clavicordio, no cargó él con el instrumento, sino dos faquines, a palo, cuerda, almohadilla y mucho sudor en la frente, desde la Rua Nova dos Mercadores donde fue comprado, hasta San Sebastián da Pedreira donde sería oído, vino Baltasar con ellos para indicar el camino, otra ayuda no le pidieron, que este transporte no se hace sin ciencia y arte, distribuir el peso, combinar las fuerzas como en la pirámide de la Danza da Bica, aprovechar el mollejo de cuerdas y palo para afirmar el paso, secretos del oficio que valen tanto como los otros, y cree cada cual que los del suyo son máximos. Los gallegos dejaron el clavicordio fuera del portalón, sólo faltaba que vieran la máquina de volar, y lo llevaron al cobertizo, con gran esfuerzo, Baltasar y Blimunda, no tanto por el peso, como porque les faltaban arte y ciencia, sin contar con que las vibraciones de las cuerdas parecían quejas lastimeras que les oprimían el corazón, también dubitativo y asustado de tan extrema fragilidad. Aquella misma tarde vino Domenico Scarlatti, se sentó a afinar el clavicordio mientras Baltasar trenzaba mimbre y Blimunda cosía lonas, trabajos silenciosos que no perturbaban la obra del músico. Y, afinado ya el instrumento, ajustadas las combas que el transporte había desacordado, comprobadas las plumas de pato una a una, Scarlatti empezó a tocar, primero dejando correr los dedos sobre las teclas, como si las liberara de sus prisiones, luego organizando los sonidos en peque ños segmentos, como si eligiera entre el bueno y el errado, entre la forma repetida y la forma perturbada, entre la frase y su corte, articulando al fin en discurso nuevo lo que antes había parecido contradictorio y fragmentario. De música sabían poco Baltasar y Blimunda, la salmodia de los frailes, raramente la estridencia operativa del Te Deum, tonadas populares, campesinas y urbanas, cada cual las suyas, pero nada que se pareciera a estos sonidos que el italiano extraía del clavicordio, que parecían unas veces un juguete infantil y otras una reprensión colérica, tanto parecían divertirse los ángeles como enfadarse Dios.

Al cabo de una hora se levantó Scarlatti del clavicordio, lo cubrió con una lona y dijo luego, hablando con Baltasar y Blimunda, que habían interrumpido su trabajo, Si la passarola del padre Bartolomeu de Gusmão llega a volar un día, me gustaría ir en ella y tocar en el cielo, y Blimunda respondió, Si vuela la máquina, todo el cielo será música, y Baltasar, acordándose de la guerra, Si no es infierno todo el cielo. No saben estos dos leer ni escribir, y, pese a ello, dicen cosas como éstas, imposibles en tal tiempo y lugar, si todo tiene su explicación, busquemos ésta, y si ahora no la encontramos, otro día será. Muchas veces volvió Scarlatti a la quinta del duque de Aveiro, no siempre tocaba, pero en ciertas ocasiones pedía que no se interrumpieran los trabajos ruidosos, la fragua rugiendo, el mazo retumbando en el yunque, el agua hirviendo en la tinaja, apenas se oía el clavicordio en medio de aquel gran clamor del cobertizo, y sin embargo el músico encadenaba serenamente su música, como si lo rodeara el gran silencio del espacio donde deseaba tocar un día.

Busca cada cual, por su propio camino, la gracia, sea ella lo que fuere, un simple paisaje con un poco de cielo encima, una hora del día o de la noche, dos árboles, tres si son los de Rembrandt, un murmullo, véase este cura que anda sacando de sí a un Dios y poniendo otro sin saber qué provecho habrá en el cambio, y, si provecho hay, quién se va a aprovechar al fin de él, véase este músico que no sabría componer otra música que no sea ésta, que no estará vivo de aquí a cien años para oír la primera sinfonía del hombre, erradamente llamada Novena, véase a este soldado manco que, por ironía del azar, es fabricante de alas, sin haber pasado nunca de la infantería, alguna vez sabe el hombre lo que le espera, éste menos que cualquier otro, véase esta mujer de ojos excesivos, que ha nacido para descubrir voluntades, no pasaban de menudencias e insignificancias sus demostraciones de tumor, feto estrangulado y moneda de plata, ahora sí, ahora se verán las obras mayores de su destino, cuando el padre Bartolomeu Lourenço llegue a la quinta de San Sebastián da Pedreira y diga, Blimunda, está Lisboa atormentada por una peste, muere gente en todas las casas, creo que no vamos a tener mejor ocasión de recoger las voluntades de los moribundos, si aún las conservan, pero mi deber es decirte que correrás grandes peligros, no vayas si no quieres, ni yo te obligaría aunque obligarte estuviera en mi mano, Qué enfermedad es ésa, Dicen que fue traída por una nave del Brasil y que se manifestó primero en Ericeira. Está cerca mi tierra, dijo Baltasar, y el cura respondió, No hay noticia de que haya muerto gente en Mafra, pero, sobre la enfermedad, por las señales, es vómito negro o fiebre amarilla, el nombre poco importa, el caso es que mueren como tordos, qué decides tú, Blimunda. Se levantó Blimunda del desmochado donde estaba sentada, alzó la tapa del arca y de allí dentro sacó el frasco de vidrio, cuántas voluntades habría allí, tal vez unas cien, casi nada para lo que necesitaban, e incluso así había sido una larga y difícil caza, mucho ayuno, a veces perdida en un laberinto, dónde está la voluntad, que no la veo, sólo vísceras y huesos, la red agónica de los nervios, el mar de sangre, la comida pastosa en el estómago, el excremento final, Irás, preguntó el cura, Iré, respondió ella, Pero no sola, dijo Baltasar.

Al día siguiente, muy temprano, estaba el día de lluvia, salieron Blimunda y Baltasar de la quinta, ella en ayuno natural, él llevando en la alforja el sustento de ambos, para cuando, por la extenuación del cuerpo o por llevar una recogida satisfactoria, ya Blimunda pudiera o tuviera que alimentarse. Durante muchas horas de ese día no verá Baltasar el rostro de Blimunda, ella siempre delante, avisando si tiene que volverse, es un extraño juego el de estos dos, ni uno quiere ver ni el otro quiere ser visto, parece tan fácil y sólo ellos saben cuánto les cuesta no mirarse. Por eso, acabando el día, cuando Blimunda ya haya comido y sus ojos regresen a la común humanidad, Baltasar podrá sentir despertar su propio y entorpecido cuerpo, menos cansado de la caminata que de no ser mirado.

Pero antes ha visitado Blimunda a los agonizantes. A donde llega la reciben con loores y gratitud, ni le preguntan si es parienta o amiga, si vive en aquella misma calle o en otro barrio, y como esta tierra está tan ejercitada en obras de misericordia, a veces ni en ella reparan, se ha llenado el cuarto del enfermo, está lleno el corredor, la escalera es un sube y baja, un remolino, el cura que dio o va a dar la extremaunción, el médico si valió la pena llamarlo y había con qué pagarle, el sangrador que va de casa en casa afilando las navajas, y nadie se fija si entra o sale una ladrona, con su frasco de vidrio envuelto en paños, pegado en el fondo de él el ámbar amarillo al que las hurtadas voluntades se quedan pegadas como pájaros a la liga. Entre San Sebastián da Pedreira y la Ribeira entró Blimunda en treinta y dos casas, cogió veinticuatro nubes cerradas, en seis enfermos ya no las había, tal vez las hubieran perdido mucho tiempo atrás, y las otras dos estaban tan agarradas al cuerpo que, probablemente, sólo la muerte sería capaz de arrancarlas de allí. En otras cinco casas que visitó ya no había ni voluntad ni alma, sólo el cuerpo muerto, algunas lágrimas y muchos gritos.

Por todas partes quemaban romero para alejar la epidemia, en las calles, en las entradas de las casas, principalmente en los cuartos de los enfermos, quedaba el aire azulado de humo, y oloroso, que no parecía aquella fétida ciudad de los días saludables. Buscaban todos lenguas de San Pablo, que son piedras con aspecto de lengua de pájaro, encontradas en las playas que de São Paulo van hasta Santos, será por la santidad propia de los lugares o por la santificación que los nombres les dan, lo que todos saben es que tales piedras, y otras, redondas, del tamaño de garbanzos, son de soberana virtud contra las fiebres malignas precisamente, porque, siendo hechas de sutilísimo polvo, pueden mitigar el excesivo calor, aliviar las arenas, y a veces provocar sudor. El mismo polvo, resultante de la molienda de las piedras, es conclusivo contra el veneno, cualquiera que sea y cualquiera que haya sido la forma de administración, máxime en caso de mordedura de bicho venenoso, basta colocar la lengua de San Pablo o el garbanzo sobre la herida, y en un instante absorbe el veneno. Por eso se llama también a estas piedras ojos de víbora.

Con todo esto, parece imposible que aún muera gente, habiendo tanto remedio y tanta salvaguarda, alguna irreparable falta a los ojos de Dios habrá cometido Lisboa para que mueran en esta epidemia cuatro mil personas en tres meses, lo que representa más de cuarenta cadáveres por enterrar cada día. Quedaron las playas sin piedras y calladas las lenguas de los que murieron, impedidos éstos de explicar que tal farmacia no iba a curarlos. Pero, aunque lo dijeran, eso mismo demostraría su impenitencia, pues no debía ser causa de asombro que curaran las piedras fiebres malignas sólo por reducirse a polvo y mezclarse en el cordial o en caldo, cuando tan divulgado fue lo acontecido con la madre Teresa de la Anunciación, que cuando estaba haciendo pastelillos y faltándole azúcar, la mandó pedir a una religiosa de otro monasterio, y habiendo contestado ésta que no valía la pena que se la mandara, pues era de mala calidad, quedó la madre en aflicción extrema, y qué voy a hacer ahora con mi vida, pues haré caramelos, que es obra menos fina, entendámonos bien, no fue con su propia vida con lo que hizo los caramelos, fue con azúcar, pero en cuanto ésta tomó el punto respectivo, se abatió tanto y quedó tan amarilla que más parecía resina que dulzor aprovechable, ay qué aflicción, a quién voy a reclamar, volvióse la madre al Señor y lo puso ante sus responsabilidades, el método suele resultar, recordemos lo de San Antonio y las lámparas de plata, Vos, Señor, sabéis muy bien que no tengo más azúcar ni de donde me venga, la obra no es mía, sino vuestra, disponed vos como bien entendáis, la virtud la pondréis vos, no yo, y habiendo dicho esto, recordando que quizá no bastara con la intimación, cortó una parte de la cuerda que el Señor llevaba en la cintura y la echó al tacho, y dicho y hecho, empieza el azúcar, de amarillenta y abatida, a volverse blanca y alzada, y de allí se hicieron caramelos como en tiempo alguno se había visto en toda la historia de los monasterios. Ya ven. Y si hoy no siguen haciéndose milagros de esta confitería es porque se le acabó la cuerda al Señor, partida en pedacitos y distribuida por cuantas congregaciones había de monjas confiteras, son tiempos que no volverán jamás.

Cansados de la caminata, de tanto subir y bajar escaleras, se recogieron Blimunda y Baltasar en la quinta, siete mortecinos soles, siete pálidas lunas, ella sufriendo de una insoportable náusea, como si volviera del campo de batalla, de ver mil cuerpos destrozados por la artillería, y él, si quisiera adivinar lo que vio Blimunda, le bastaría reunir en un solo recuerdo la guerra y el matadero. Se acostaron, y aquella noche no se quisieron sus cuerpos, no tanto por fatiga, que bien sabemos hasta qué punto es tantas veces buena consejera de los sentidos, sino por algo así como una consciencia excesiva de los órganos internos, como si éstos se les hubieran salido de la piel, tal vez sea difícil de explicar, pues es con la piel como los cuerpos se conocen, reconocen y aceptan, y si ciertas profundas penetraciones, ciertos íntimos contactos son entre mucosa y piel, casi no se nota la diferencia, es como si se hubiera buscado y encontrado una piel más remota. Duermen los dos, cubiertos por una manta vieja, ni se desnudaron, causa admiración ver tan grande empresa entregada a dos vagabundos, peor ahora, que ya se les ha apagado la lozanía de la juventud, son como piedras de fundamentos, sucias de tierra que refuerzan, y también como ellas aplastados bajo el peso de lo que ha de venir. La luna, esa noche, nació tarde, estaban durmiendo y no la vieron, pero su luz entró por las rendijas, recorrió lentamente todo el chamizo, la máquina de volar, y, al pasar, iluminó el frasco de vidrio, distintamente se veían dentro de él las nubes cerradas, quizá porque nadie estaba mirando, quizá porque la luz de la luna sea capaz de mostrar lo invisible.

Quedó el padre Bartolomeu Lourenço satisfecho con el lance, era el primer día, mandados así, a la ventura, en medio de una ciudad afligida por la enfermedad y el luto, ahí hay veinticuatro voluntades para asentar en el papel. Pasado un mes, calcularán haber guardado en el frasco un millar de voluntades, fuerza de elevación que el cura suponía suficiente para una esfera, con lo que entregó un segundo frasco a Blimunda. Ya en Lisboa se hablaba mucho de aquella mujer y de aquel hombre que recorrían la ciudad de punta a punta, sin miedo a la epidemia, él atrás, ella delante, siempre silenciosos, en las calles por donde andaban, en las casas donde no se entretenían más que un momento, ella bajando los ojos cuando tenía que pasar ante él, y si el caso, repetido todos los días, no causó mayores sospechas ni extrañeza, fue porque empezó a correr la noticia de que estaban cumpliendo una penitencia, patraña inventada por el padre Bartolomeu Lourenço cuando se oyeron las primeras murmuraciones. Con un poco más de imaginación habría hecho de la misteriosa pareja dos enviados del cielo, propiciatorios de un buen final para los moribundos, refuerzo de la extremaunción, quizá debilitada por el uso continuado. Un nada basta para deshacer reputaciones, un casi nada las hace y rehace, la cuestión es encontrar el camino cierto para la credulidad o para el interés de los que van a ser eco inocente o cómplice.

Cuando la epidemia terminó, ya iban rareando los casos mortales y de repente empezó la gente a morir de otra cosa, había ya en los frascos dos mil voluntades. Entonces enfermó Blimunda. No tenía dolores, fiebre no se le notaba, sólo una extrema delgadez, una palidez profunda que daba transparencia a su piel. Yacía en el jergón, con los ojos siempre cerrados, noche y día, pero no como si durmiera o reposara, sino con los párpados crispados y una expresión de agonía en el rostro. Baltasar no salía de su lado, a no ser para preparar la comida o para satisfacer necesidades expulsorias del cuerpo, que no quedaba bien hacerlo allí mismo. El padre Bartolomeu Lourenço, sombrío, se sentaba en el tronco y permanecía horas allí. De vez en cuando parecía rezar, pero nadie pudo nunca comprender las palabras que murmuraba y a quién las dirigía. Dejó de oírlos en confesión, y dos veces que Baltasar, sintiéndose obligado, hizo vaga mención a pecados que, por acumularse, se van olvidando, respondió que Dios ve en los corazones y no necesita que alguien absuelva en su nombre, y si los pecados son tan graves que no deben pasar sin castigo, éste vendrá por el camino más corto, si el mismo Dios lo quiere, o serán juzgados en lugar propio, cuando llegue el fin de los tiempos, si, entre tanto, las buenas acciones no han compensado por sí mismas las malas, pudiendo ocurrir también que acabe todo en un perdón general o en universal castigo, sólo está por saber quién ha de perdonar a Dios o castigarlo. Pero, mirando a Blimunda, consumida y retirada del mundo, el cura se mordía las uñas, se arrepentía de haberla mandado a las instancias vecinas de la muerte con tanta continuidad que su vida tendría que padecer, como se estaba viendo, esa otra tentación de pasar al lado de allá, sin ningún dolor, sólo como quien renuncia a la seguridad de las orillas del mundo y se deja ir al fondo.

Todas las noches, el cura, cuando volvía a la ciudad por caminos oscuros y senderos que bajaban hacia Santa Marta y Valverde, se ponía a desear, medio delirante, que le saliesen facinerosos al camino, quizá el mismo Baltasar, con la espada herrumbrosa y el espigón mortal, para vengar a Blimunda, y así acabaría todo. Pero Sietesoles, a esa hora, estaba ya acostado, cubría a Sietelunas con el brazo sano y murmuraba, Blimunda, y entonces el nombre atravesaba un ancho y oscuro desierto lleno de sombras, tardaba mucho tiempo en llegar a su destino, y luego, al regresar, las sombras penosamente apartadas, los labios se movían dificultosamente, Baltasar, allá fuera se oía el rumor de las ramas de los árboles, a veces el grito de un ave nocturna, bendita seas tú, noche, que cubres y proteges lo bello y lo feo con la misma capa indiferente, noche antiquísima e idéntica, ven. Cambiaba la cadencia de la respiración de Blimunda, señal de que se había quedado dormida, y Baltasar, extenuado por la ansiedad, podía también entrar en el sueño para reencontrar la risa de Blimunda, qué sería de nosotros si no soñásemos.

Muchas veces, durante la enfermedad, si enfermedad fue, si no fue sólo un largo regreso de la propia voluntad, refugiada en confines inaccesibles del cuerpo, muchas veces vino Domenico Scarlatti, primero sólo para visitar a Blimunda, para informarse de la mejoría que tardaba, después demorándose en la conversación con Sietesoles, y un día retiró la lona que cubría el clavicordio, se sentó y empezó a tocar, blanda, suave música que apenas osaba desprenderse de las cuerdas levemente heridas, vibraciones sutiles de insecto alado que, inmóvil, flota y de pronto pasa de una altura a otra, arriba abajo, no tiene esto nada que ver con los movimientos de los dedos sobre las teclas, como si unos a otros se anduvieran persiguiendo, no nace de ellos la música, cómo podría nacer de ellos si el teclado tiene una primera tecla y una última tecla, y la música no tiene ni fin ni principio, viene de este más allá que está a mi mano izquierda, y va a aquel otro que está a mi mano derecha, al menos la música tiene dos manos, no es como ciertos dioses. Quizá era ésta la medicina que Blimunda esperaba, o, dentro de ella, se esperase, que cada uno de nosotros conscientemente sólo espera lo que conoce, lo que para cada caso nos dijeron que era de utilidad, una sangría si la debilidad no fuera tanta, una lengua de San Pablo si la epidemia no hubiera dejado las playas escudriñadas, unas bayas de alquequenje, una raíz de cardo corredor, el elixir del Francés, si no fuera todo esto un inocente revoltijo que de bueno sólo tiene el no hacer ningún mal. No esperaría Blimunda que, oyendo la música, el pecho se le dilatase tanto, un suspiro así, como de quien muere o de quien nace, se inclinó Baltasar sobre ella temiendo que allí acabara quien, no obstante, estaba regresando. Aquella noche Domenico Scarlatti se quedó en la quinta, y tocó horas y horas, hasta la madrugada, ya Blimunda tenía los ojos abiertos, le fluían despacio las lágrimas, si hubiera aquí un médico diría que así purgaba los humores del nervio óptico ofendido, tal vez tuviera razón, quizá las lágrimas no sean más que eso, el alivio de una ofensa.

Durante una semana, todos los días, sufriendo el viento y la lluvia por los caminos encharcados de San Sebastián da Pedreira, fue el músico a tocar dos, tres horas, hasta que Blimunda tuvo fuerzas para levantarse, se sentaba junto al clavicordio, pálida aún, rodeada de música como si se sumergiera en un profundo mar, diremos nosotros, que ella nunca por ahí navegó, su naufragio fue otro. Después, la salud volvió de prisa, si es que realmente había faltado. Y, no regresando el músico, por discreto, o retenido al fin por sus obligaciones de maestro de capilla real, acaso descuidadas, y por las lecciones de la infanta, ésta seguramente nada quejosa de las ausencias, Baltasar y Blimunda echaron en falta al padre Bartolomeu Lourenço, y eso les inquietó. Una mañana, habiéndose aliviado el mal tiempo, bajaron a la ciudad, ahora uno al lado del otro, y, mientras iban hablando, podía Blimunda mirar a Baltasar y no ver más que él, afortunadamente, para alivio de ambos. La gente que encontraban en su camino eran arcas cerradas, cofres con candado, si por fuera sonreían o mostraban mala cara, era igual, el mirador no debe saber de aquel a quien mira más que el mismo mirado. Por eso Lisboa parecía tan quieta, pese a los pregones de las calles, las riñas de vecindad, los distintos sones de campanas, las oraciones gritadas ante las hornacinas, una trompeta a lo lejos, un redoble de tambor, un cañonazo de partida o llegada de naves del Tajo, la letanía y la campanilla de los frailes mendicantes. Quien tenga voluntad que la guarde y que la use, quien no la tenga, que se aguante, Blimunda no quiere saber más de cuentos, ya tiene su cuenta en la quinta del duque, sólo ella sabe lo que le costó.

El padre Bartolomeu Lourenço no estaba en casa, quizá haya ido al palacio, dijo la viuda del macero, o a la Academia, Si quieren dejar algún recado, pero Baltasar respondió que no, que volverían más tarde o se quedarían por la plaza a su espera. Al fin, hacia el mediodía, apareció el cura, enflaquecido por otra especie de enfermedad, por otras visiones, y, contra su costumbre, con el traje arrugado, como si hubiera dormido con él. Viéndolos allí, a la puerta de la casa, sentados en un poyo, se cubrió la cara con las manos, pero pronto las retiró y fue hacia ellos como si acabara de salvarse de un gran peligro, no este que parecía por sus primeras palabras, He pasado todo este tiempo esperando que viniera Baltasar para matarme, pensaríamos que temía por su vida, y no era verdad, No se haría justicia más justa contra mí, Blimunda, si te hubieras muerto, El señor Escarlata sabía que estaba mejor, No quise ir a verlo, y cuando él me vino a ver, inventé mil pretextos para no recibirlo, y esperé mi destino, El destino llega siempre, dijo Baltasar, el que no muriera Blimunda fue mi y nuestro buen destino, y qué vamos a hacer ahora, si se ha ido ya la enfermedad, si están recogidas las voluntades, si está acabada la máquina, si no hay más hierro por batir, ni lonas que coser y embrear, ni mimbres que trenzar, si con el ámbar amarillo que tenemos se podrán hacer tantas bolas como alambres se cruzan en el techo, si está dispuesta la cabeza del ave, que no es gaviota, pero se parece, si en fin se ha terminado ya nuestro trabajo, cuál va a ser su destino y el nuestro, padre Bartolomeu Lourenço. El cura se puso aún más pálido, miró alrededor como si temiera que alguien estuviese oyendo, luego respondió, Tendré que informar al rey de que la máquina está construida, pero antes tenemos que probarla, no quiero que vuelvan a reírse de mí como hicieron hace quince años, y ahora volved a la quinta, que ya iré por allí un día de éstos.

Se alejaron los dos algunos pasos, luego se paró Blimunda, Está usted enfermo, padre Bartolomeu Lourenço, tiene la cara blanca, ojeras, ni siquiera le ha alegrado la noticia, Sí me alegró, Blimunda, me alegró, pero las noticias del destino son siempre medias noticias, lo que vale es lo que viene mañana, el hoy es siempre nada, Dénos su bendición, padre, No puedo, no sé en nombre de qué Dios os la iba a dar, bendecíos el uno al otro, eso basta, ojalá todas las bendiciones fuesen como ésa.


Dicen que anda el reino mal gobernado, que no hay justicia, y no comprenden que la justicia está como debe estar, con su venda en los ojos, su balanza y su espada, qué más quisiéramos, y era lo que faltaba, que ser los tejedores de la venda, contrastar las pesas y bruñir la espada, constantemente remendando los agujeros, restituyendo las pérdidas de peso, pasando el filo por la muela y, en definitiva, preguntando al ajusticiado si va contento de la justicia que le hacen, ganado o perdido el pleito. De los juicios del Santo Oficio no se habla aquí, que ése tiene los ojos bien abiertos, en vez de balanza, una rama de olivo, y una espada afilada que hace que la otra parezca roma y mellada. Hay quien cree que la ramita es oferta de paz, cuando está muy claro que se trata del primer garrancho de la futura hoguera, o te corto, o te quemo, por eso, puestos a faltar a la ley, más vale apuñalar a la mujer, por sospecha de infidelidad, que no honrar a los fieles difuntos, la cuestión es tener padrinos que disculpen el homicidio y mil cruzados que poner en la balanza, que para eso la lleva en la mano la justicia. Castíguese a los negros, y a los villanos, para que no se pierda el valor del ejemplo, pero hónrese a la gente de bien y de bienes, sin exigirle que pague las deudas contraídas, que renuncie a la venganza, que enmiende el odio, y, corriendo pleitos, por no poderse evitar del todo, vengan embrollos, trapacerías, apelaciones, pragmáticas, amaños y evasivas, para que venza tarde quien por justa justicia debiera vencer pronto, para que tarde pierda quien debiera perder de inmediato. Y, entre tanto, se van ordeñando las ubres de la buena leche que es el dinero, requesón precioso, supremo queso, manjar de alguaciles y procuradores, de abogados y fiscales, de testigos y juzgadores, si falta alguien es porque lo olvidó el padre Antonio Vieira y no lo recuerda ahora. Éstas son las justicias visibles. De las invisibles, lo menos que se podría decir es que son ciegas y desastradas, como quedó definitivamente demostrado con el naufragio del barco en el que venían de cazar de la otra orilla del Tajo el infante Don Francisco y el infante Don Miguel, hermanos ambos del rey, vino sobre ellos, sin avisar, una racha de viento y viró la vela, el caso fue que murió ahogado Don Miguel y se salvó Don Francisco, cuando en honrada justicia debería de ser lo contrario, conocidas como son las maldades de éste, intentando extraviar a la reina, codiciando el trono del rey, disparando contra los marineros, al paso que del otro no constan, o son inferiores en calidad. Pero no debemos juzgar con liviandad, quién sabe si no se arrepintió ya Don Francisco, quién sabe si no habrá pagado Don Miguel con la vida el haber puesto cuernos al patrón de la barca, o revolcarle a la hija, que la historia de las familias reales está llena de acciones de éstas.

Lo que sí se ha sabido al fin es que el rey ha perdido el pleito en que andaba, no él en persona, sino la corona, con el duque de Aveiro, desde mil seiscientos cuarenta, durante más de ochenta años metidas en tribunales las dos casas, la casa de Aveiro y la casa real, y no se trataba de un quitamealláesaspajas, no era cuestión de aguas o servidumbres, doscientos mil cruzados de renta, imagínense, tres veces los derechos que el rey cobra por los negros que van a las minas del Brasil. Al fin siempre hay justicia en este mundo, y, por haberla, va a tener el rey que restituir ahora al duque todos sus bienes, incluyendo la quinta de San Sebastián da Pedreira, llave, pozo, pomar y palacio, que al padre Bartolomeu Lourenço poco importan, lo peor es el chamizo de los aperos. Pero no vienen juntos todos los males, ha llegado la sentencia en buen tiempo, pues está rematada y dispuesta la máquina de volar, ya puede dar cuenta al rey, que tantos años esperó sin que se alterase su real paciencia, siempre afable de modos, siempre benévolo, pero ahora está el cura en aquella conocida situación del creador que no sabe separarse de su criatura, del soñador que va a perder su sueño, Cuando vuele la máquina, qué voy yo a hacer luego, cierto es que no le faltan ideas de invención, el carbón hecho de barro y zarzas, un nuevo sistema de molienda para los ingenios de azúcar, pero la passarola era su suprema invención, jamás habrá alas que igualen a éstas, excepto, las más poderosas de todas, las que nunca fueron sometidas a prueba de vuelo.

En San Sebastián da Pedreira, Baltasar y Blimunda quieren saber qué rumbo han de dar a la vida, que no tardarán los criados del duque de Aveiro en tomar posesión de la finca, Lo mejor sería que nos volviéramos a Mafra. Pero el padre dice que no, que hablará al rey un día de éstos, se probará entonces la máquina, y, si todo va bien, como espera, para todos habrá gloria y provecho, la fama llevará a todas las partes del mundo la noticia de la hazaña portuguesa, y con la fama vendrá la riqueza, Lo que sea mío es de los tres, que sin tus ojos, Blimunda, no habría passarola, ni sin tu mano derecha y tu paciencia, Baltasar. Pero el cura anda inquieto, se diría que no cree en lo que dice, o tiene lo que dice tan poco valor que no le alivia otras inquietudes, por eso Blimunda pregunta, en voz muy baja, es de noche, la fragua está apagada, la máquina sigue aún allí pero parece ausente, Padre Bartolomeu Lourenço, de qué tiene miedo, y el cura, así interpelado directamente, se estremece, se levanta agitado, va hasta la puerta, mira hacia fuera, y, habiendo vuelto, responde en voz baja, Del Santo Oficio. Se cruzan las miradas de Blimunda y Baltasar, y él dice, No es pecado, que yo sepa, querer volar, ni herejía, hace aún quince años hizo volar un globo en palacio, y de eso no le vino ningún mal, Un globo no es nada, respondió el cura, pero si vuela ahora la máquina, tal vez el Santo Oficio considere que hay en ello arte demoníaca, y cuando quieran saber qué partes hacen navegar la máquina por los aires, no podré responderles que hay voluntades humanas dentro de las esferas, para el Santo Oficio no hay voluntades, hay sólo almas, dirán que tenemos presas a las almas cristianas, impidiéndoles así subir al paraíso, bien sabéis que, en queriendo el Santo Oficio, son malas todas las razones buenas, y buenas todas las razones malas, y cuando unas y otras falten, allá están los tormentos del agua y del fuego, del potro y de la polea, para hacerlas nacer de la nada a discreción, Pero, estando el rey de nuestro lado, el Santo Oficio no va a ir contra el gusto y la voluntad de su majestad. El rey, siendo el caso dudoso, sólo hará lo que el Santo Oficio le diga que haga.

Volvió Blimunda a preguntar, De qué tiene más miedo, padre Bartolomeu Lourenço, de lo que pueda ocurrir o de lo que está ocurriendo, Qué quieres decir, Que quizá ya se esté acercando el Santo Oficio como se aproximó a mi madre, que conozco muy bien las señales, es como un aura que envuelve a quienes se han vuelto sospechosos a los ojos de los inquisidores, aún no saben de qué van a ser acusados y ya parecen culpables, Yo sí sé de qué me acusarán, si llega mi hora, dirán que me he convertido al judaísmo, y es verdad, dirán que me entrego a hechicerías, y es también verdad si hechicería es esta passarola y otras artes en las que no paro de meditar, y con lo que acabo de decir estoy en vuestras manos y perdido estaré si me denunciáis. Dijo Baltasar, Pierda yo la otra mano si tal hago. Dijo Blimunda, Si tal hago, que no pueda cerrar los ojos nunca y que siempre vean como en ayuno constante.

Encerrados en la quinta, Baltasar y Blimunda asisten al paso de los días. Ha acabado agosto, setiembre va mediado, ya andan las arañas tejiendo sus hilos en la passarola, levantando sus propias velas, añadiéndole alas, el clavicordio del señor Escarlata hace tiempo que no toca, no hay lugar más triste en el mundo que San Sebastián da Pedreira. Empieza a hacer frío ya, el sol se esconde muchas horas, cómo se ha de hacer la prueba de la máquina estando cubierto el cielo, si el padre Bartolomeu Lourenço ha olvidado que sin sol no se levanta la máquina del suelo y aparece con el rey, será la peor de las vergüenzas, capaz de ponerme la cara negra. No vino el rey, no vino el cura, el cielo apareció limpio otra vez, brilló el sol, y Blimunda y Baltasar volvieron a la misma ansiosa espera. Entonces llegó el cura. Oyeron fuera, en el portón, los cascos de la mula batiendo recio, insólito caso, que éste no es animal para arrebatos, habrá novedad, quizá al fin venga el rey a asistir al vuelo de la passarola pero así, sin aviso, sin que vengan primero criados de su casa a comprobar la limpieza del lugar, a asegurarse de las comodidades, a levantar pabellones, ha de ser otra cosa. Era otra cosa. El padre Bartolomeu Lourenço entró violentamente en el cobertizo, venía pálido, lívido, ceniciento, como alguien resucitado cuando ya iba medio podrido, Tenemos que huir, el Santo Oficio me busca, quieren cogerme, dónde están los frascos. Blimunda abrió el arca, apartó unas ropas, Aquí están, y Baltasar preguntó, Qué vamos a hacer ahora. El padre Bartolomeu Lourenço temblaba todo él, apenas podía sostenerse en pie, Blimunda lo sostuvo, Qué vamos a hacer, repitió, y gritó él, Huiremos en la máquina, después, como súbitamente asustado murmuró de manera casi inaudible indicando el artefacto, Huiremos en la máquina, Adónde, No lo sé, pero hay que escapar de aquí. Baltasar y Blimunda se miraron largamente, Estaba escrito, dijo él, Vamos, dijo ella.

Son las dos de la tarde y hay tanto que hacer, no se puede perder un minuto, retirar las tejas, cortar los tablones y los barrotes que no han podido arrancar, pero antes hay que colocar las bolas de ámbar en el cruce de los alambres, abrir las lonas superiores para que la luz del sol no caiga demasiado pronto sobre la máquina, transferir a las esferas las dos mil voluntades, mil a este lado, mil a aquél, que no suba de un lado más que del otro, con peligro de que la máquina dé un tumbo en el aire, y si al fin lo da, que sea por razones que no pudimos prever. Tanto trabajo aún, y tan escaso el tiempo. Baltasar está en el tejado, retirando las tejas y lanzándolas abajo, hay un montón de cascotes alrededor del chamizo, y el padre Bartolomeu Lourenço ha logrado vencer la postración en que estaba, y usa de sus flacas fuerzas para arrancar, desde dentro, las tablas más delgadas, que los barrotes requieren un vigor que le falta, ésos van a tener que esperar, mientras Blimunda, tranquila, como si en toda su vida no hubiera hecho más que volar, comprueba el estado de las lonas, si la brea está extendida por igual, y refuerza algunas vainas.

Y ahora qué harás tú, ángel custodio, nunca tan necesario fuiste desde que te nombraron para ese lugar, aquí tienes a estos tres que van a alzarse en los aires, hasta allá adonde nunca llegaron los hombres, y precisan de quien los proteja, ellos por sí ya hicieron cuanto podían, reunieron los materiales y las voluntades, conjugaron lo sólido y lo evanescente, unieron a todo su propia osadía, están dispuestos, sólo falta acabar de echar abajo este tejado, cerrar las velas, dejar entrar el sol, y, adiós, ahí vamos, si tú, ángel custodio, no ayudas al menos un poquito, ni eres ángel ni cosa que lo valga, claro está que no faltan santos invocables, pero ninguno es, como tú, aritmético, tú sí, que sabes las trece palabras, y de la una a la trece, sin falta, las enumeras, y siendo ésta una obra que requiere todas las geometrías y todas las matemáticas que se puedan reunir, puedes empezar ya por la primera palabra, que es la Casa de Jerusalén, donde murió Jesucristo por todos nosotros, es lo que dicen, y ahora las dos palabras, que son las dos Tablas de la Ley donde Jesucristo puso los pies, es lo que dicen, y ahora las tres palabras, que son las tres personas de la Santísima Trinidad, es lo que dicen, y ahora las cuatro palabras, que son los cuatro Evangelistas, Juan, Mateo, Marcos y Lucas, es lo que dicen, y ahora las cinco palabras, que son las cinco llagas de Jesucristo, es lo que dicen, y ahora las seis palabras, que son los seis cirios benditos que Jesucristo tuvo en su nacimiento, es lo que dicen, y ahora las siete palabras, que son los siete sacramentos, es lo que dicen, y ahora las ocho palabras, que son las ocho bienaventuranzas, es lo que dicen, y ahora las nueve palabras, que son los nueve meses que Nuestra Señora llevó a su bendito hijo en su purísimo vientre, es lo que dicen, y ahora las diez palabras, que son los diez mandamientos de la ley de Dios, es lo que dicen, y ahora las once palabras, que son las once mil vírgenes, es lo que dicen, y ahora las doce palabras, que son los doce apóstoles, es lo que dicen, y ahora las trece palabras, que son los trece rayos de la luna, y esto sí, no es preciso que lo digan, porque, por lo menos, está Sietelunas aquí, es aquella mujer que tiene en la mano un frasco de vidrio, cuida de ella, ángel custodio, que si se rompe el vidrio se acabó el viaje y no podrá huir ese sacerdote que por sus modos parece loco, y cuida también del hombre que está en el tejado, manco de la mano izquierda, fue culpa tuya, estabas desatento en la batalla, es posible que no supieras aún tu cometido.

Son las cuatro de la tarde, el chamizo es sólo paredes, parece inmenso, la máquina de volar en medio, la fragua minúscula cortada por una franja de sombra, en el otro extremo el jergón donde durante seis años durmieron Baltasar y Blimunda, el arca ya no está, la metieron dentro del artilugio, qué más nos falta, las alforjas, algo de comer, y el clavicordio, qué hacemos con el clavicordio, que se quede, es egoísmo que debemos comprender y disculpar, tanta es la aflicción, ninguno de estos tres recuerda que, dejando aquí el clavicordio, las justicias eclesiásticas y seculares sentirán su curiosidad despierta, por qué y para qué hay aquí un instrumento tan poco adecuado para este lugar, y si fue un tifón lo que arrancó las tejas y el entramado, cómo es posible que no haya destruido el clavicordio, tan delicado que incluso a hombros de los faquines se desconciertan sus teclas, No va a tocar el señor Escarlata en el cielo, dijo Blimunda.

Ahora, sí, ahora pueden partir. El padre Bartolomeu Lourenço mira el espacio celeste descubierto, sin nubes, el sol parece una custodia de oro, Baltasar sostiene la cuerda con que van a cerrar las velas, después, Blimunda, ojalá adivinaran sus ojos el futuro, Encomendémonos al Dios que haya, lo dijo en un murmullo, y otra vez, con un susurro estrangulado, Tira, Baltasar, no lo hizo de inmediato Baltasar, le tembló la mano, que esto será como decir Fiat, se dice y está hecho, qué, se tira y cambiamos de lugar, hacia dónde. Blimunda se acercó, puso sus dos manos sobre la mano de Baltasar y, con un solo movimiento, como si sólo así debiera ser, tiraron ambos de la cuerda. La vela corrió toda hacia un lado, el sol batió de lleno en las bolas de ámbar, y ahora, qué va a ser de nosotros. La máquina se estremeció, osciló como si buscara un equilibrio súbitamente perdido, se oyó un crujido general, eran las laminillas de hierro, los mimbres trenzados, y, de repente, como si la aspirara un torbellino luminoso, giró dos veces sobre sí misma mientras subía, apenas rebasada aún la altura de las paredes, hasta que, firme, de nuevo equilibrada, irguiendo su cabeza de gaviota, se lanzó en flecha, cielo arriba. Sacudidos por los bruscos volteos, Baltasar y Blimunda habían caído en el suelo de tablas, pero el padre Bartolomeu Lourenço se había agarrado a una de las argollas que sustentaban las velas, y así pudo ver alejarse la tierra a una velocidad increíble, apenas se distinguía ya la quinta, perdida pronto entre las colinas, y aquello de más allá, qué es, Lisboa, claro, y el río, oh, el mar, ese mar por el que yo, Bartolomeu Lourenço de Gusmão, vine en dos ocasiones del Brasil, el mar por donde viajé a Holanda, a qué más continentes de la tierra y del aire me llevarás tú, máquina, el viento ruge en mis oídos, nunca ave alguna subió tan alto, si me viera el rey, si me viera aquel Tomás Pinto Brandão que se rió en verso de mí, si el Santo Oficio me viera, sabrían todos que soy el hijo predilecto de Dios, yo, sí, que estoy subiendo al cielo por obra de mi genio, por obra también de los ojos de Blimunda, habrá en el cielo ojos como ellos, por obra de la mano derecha de Baltasar, aquí te llevo, Dios, a uno que tampoco tiene mano izquierda, Blimunda, Baltasar, venid a ver, levantaos de ahí, no tengáis miedo.

No tenían miedo, sólo estaban asustados de su propio valor. El cura se reía, daba gritos, había dejado ya la seguridad de la sonda de navegación y recorría el convés de la máquina de un lado a otro para poder mirar la tierra en todos sus puntos cardinales, tan grande ahora que estaban lejos de ella, al fin se levantaron Baltasar y Blimunda, agarrándose nerviosamente a las sondas, después a la amurada, deslumbrados de luz y viento, luego ya sin temor, Ah, y Baltasar gritó, Lo hemos conseguido, se abrazó a Blimunda y rompió a llorar, parecía un niño perdido, un soldado que anduvo en guerras, que en Pegões mató a un hombre con su espigón, y ahora solloza de felicidad abrazado a Blimunda, que le besa la cara sucia. El cura se acercó a ellos y se abrazó también, súbitamente perturbado por una analogía, así lo había dicho el italiano, Dios él mismo, Baltasar su hijo, Blimunda el Espíritu Santo, y estaban los tres en el cielo, Sólo hay un Dios, gritó, pero el viento le arrebató las palabras de la boca. Entonces, Blimunda dijo, Si no abrimos la vela, seguiremos subiendo, adónde iremos a parar, quizás al sol.

Nunca preguntamos si habrá algo de juicio en la locura sino que vamos diciendo que de loco todos tenemos un poco. Son maneras de asegurarnos desde nuestra perspectiva, imagínense, que la presenten los locos como pretexto para exigir igualdades con el mundo de los cuerdos, sólo un poco locos, el mínimo juicio que conserven, por ejemplo, salvaguardar su propia vida, como está haciendo el padre Bartolomeu Lourenço, Si abrimos la vela de repente, caeremos en la tierra como una piedra, y es él quien va a maniobrar la cuerda, darle la holgura precisa para que se extienda la lona sin esfuerzo, todo depende ahora de la habilidad, y la vela se abre lentamente, hace descender la sombra sobre las bolas de ámbar, y la máquina disminuye la velocidad, quién diría que con tanta facilidad se puede ser piloto en los aires, ya podemos ir en busca de nuevas Indias. La máquina ha dejado de subir, está parada en el cielo, con las alas abiertas, el pico virado hacia el norte, se está moviendo, no lo parece. El cura abre más la vela, tres cuartas partes de las bolas de ámbar están ya en sombra, y la máquina desciende suavemente, es como estar dentro de un bote en un lago tranquilo, un toque de timón, un leve impulso de remos, las cosas que un hombre es capaz de inventar. Lentamente se aproxima la tierra, Lisboa se distingue mejor, el rectángulo torcido del Terreiro do Paço, el laberinto de calles y travesías, el friso de los miradores donde el cura vivía, y donde ahora están entrando los familiares del Santo Oficio para prenderlo, tarde piaron, gente tan escrupulosa de los intereses del cielo y no se les ocurre mirar hacia arriba, aunque seguro que, a tal altura, la máquina es un puntito en el azul, y cómo van a levantar los ojos si están aterrados ante una Biblia desgarrada a la altura del Pentateuco, un Corán convertido en añicos indescifrables, y salen ya, van en dirección a Rossío, al palacio de los Estaus, para informar de que ha huido el padre Bartolomeu Lourenço, a quien iban a buscar para encarcelarlo, y no adivinan que lo protege la gran bóveda celeste adonde ellos nunca irán, es bien verdad que Dios elige a sus favoritos, locos, tarados, excesivos, pero no familiares del Santo Oficio. Baja la passarola un poco más, con algún esfuerzo se observa la quinta del duque de Aveiro, cierto es que estos aviadores son principiantes, les falta experiencia para identificar de un vistazo los accidentes principales, los ríos, las lagunas, los pueblos, como estrellas derramadas en el suelo, los bosques oscuros, pero allí están las cuatro paredes del chamizo, el aeropuerto de donde alzaron el vuelo, se acuerda el padre Bartolomeu Lourenço de que tiene unos anteojos en el arca, en dos tiempos los va a buscar y apunta, oh, qué maravilla es vivir e inventar, se ve claramente el jergón a un lado, la fragua, sólo el clavicordio ha desaparecido, qué habrá sido de él, nosotros lo sabemos y vamos a decirlo, que yendo Domenico Scarlatti a la quinta, vio, estando ya cerca, la máquina alzándose con gran soplo de alas, que haría si batieran, y, entrando, dio con todo aquel destrozo de tejas partidas, tablones caídos, barrotes cortados o arrancados, no hay nada más triste que una ausencia, corre el avión por la pista, se levanta en el aire, sólo queda una pungente melancolía, esta que obliga a sentarse a Domenico Scarlatti al clavicordio y tocar un poco, casi nada, sólo un pasar de dedos por las teclas como si estuvieran rozando un rostro cuando ya las palabras han sido dichas o son lo de menos, y luego, porque sabe muy bien que es peligroso dejar allí el clavicordio, lo arrastra afuera, sobre el suelo irregular, a trompicones, gimen desconcertadas las cuerdas, ahora sí que se van a desencajar los macillos, y para siempre, llevó Scarlatti el clavicordio hasta el brocal del pozo, por suerte es bajo, y, levantándolo a pulso, mucho le cuesta, lo lanza al fondo, tropieza por dos veces la caja en las paredes, todas las cuerdas gritan, y cae al fin al agua, nadie sabe el destino para que está guardado, un clavicordio que sonaba tan bien, hundiéndose ahora, borboteando como un ahogado hasta asentarse en el lodo. Desde lo alto ya no se ve el músico, va por ahí, por los senderos, quizá desviado del camino, quizá mirando para arriba, vuelve a ver el aparato, saluda con el sombrero, una vez sólo, es mejor disimular, fingir que no sabe nada, por eso no lo vieron desde la nave, quién sabe si volverán a encontrarse.

Viene el viento del sur, es una brisa que apenas agita los cabellos de Blimunda, con tan leve soplo no podrán ir a ningún sitio, sería lo mismo que atravesar el océano a nado, por eso pregunta Baltasar, Le doy al fuelle, todas las monedas tienen dos caras, primero dijo el cura, Sólo hay un Dios, y ahora quiere Baltasar saber, Le doy al fuelle, primero lo sublime, después lo trivial, cuando Dios no sopla, el hombre tiene que hacer fuerza. Pero el padre Bartolomeu Lourenço parece haber sido tocado por un punto de estupor, no habla, no se mueve, sólo mira el gran círculo de la tierra, una parte de río y mar, una parte de monte y llanura, si aquello no es espuma, más allá, será la vela blanca de una nave, si no es paño de niebla es humo de chimenea, y, pese a todo, se diría que el mundo se ha acabado, y los hombres con él, el silencio aflige, y el viento se calmó, ni un pelo de Blimunda se mueve, Dale al fuelle, Baltasar, dijo el cura.

Es como los pedales de un órgano, tiene unas zapatas para encajar los pies, y, a la altura del pecho, fijada al cavernamen de la máquina, una barra de apoyo para los brazos, no es ninguna invención complementaria del padre Bartolomeu Lourenço, bastó ir a la catedral a ver el órgano, aunque aquí no hay música que oír, sólo el resoplar del fuelle lanzando aire a las alas y a la cola de la passarola, que al fin empieza a moverse, despacio, tan despacio que sólo de verla así se cansa uno, y aún no ha llegado a volar un tiro de ballesta y ya está Baltasar cansado, tampoco así vamos a ninguna parte. Con la cara grave, mide el cura los esfuerzos de Sietesoles, comprende que su gran invento tiene un punto flaco, en el espacio celeste no se puede hacer como en el agua, meter los remos en el aire cuando falta viento, Para, no le des más al fuelle, y Baltasar, agotado, se sienta en el fondo de la máquina.

El temor, el júbilo, cada uno en su tiempo, pasaron ya, ahora viene el desánimo, subir y bajar saben hacerlo, están como un hombre que fuera capaz de levantarse y de acostarse, pero no de andar. El sol va bajando por el lado de la barra, ya se tienden las sombras sobre la tierra. El padre Bartolomeu Lourenço siente una inquietud cuya causa no consigue discernir, pero de ella lo distrae la súbita observación de que se orientan hacia el norte las nubes de humo de una quemada distante, esto quiere decir que, próximo a tierra, no ha dejado de soplar el viento. Maniobra la vela, la extiende un poco más para cubrir de sombra otra hilera de bolas de ámbar, y la máquina desciende bruscamente, pero no lo bastante como para coger viento. Otra hilera deja de recibir la luz del sol, la caída es tan violenta que el estómago parece querer salírseles por la boca, y, ahora sí, el viento coge la máquina con mano poderosa e invisible y la lanza hacia delante, a tal velocidad que de repente queda Lisboa atrás, ya en el horizonte, diluida en una bruma seca, es como si al fin hubieran abandonado el puerto y sus amarras para ir a descubrir caminos ocultos, por eso sienten oprimido el corazón, quién sabe qué peligros los esperan, qué adamástores, qué fuegos de santelmo, acaso se levantan del mar, que a lo lejos se ve, trombas de agua que van a absorber el aire y empaparlo en sal. Entonces Blimunda preguntó, Adónde vamos, y el cura respondió, Allá donde no pueda llegar el brazo del Santo Oficio, si es que existe ese lugar.

Este pueblo, que tanto espera del cielo, mira poco hacia lo alto, donde se dice que el cielo está. Anda la gente trabajando en los campos, en las aldeas, hombres y mujeres entran y salen de las casas, van al huerto, a la fuente, se ocultan tras un pino, sólo una mujer que está tumbada en una rastrojera con un hombre encima cree ver pasar algo por el cielo, pero considera que son visiones propias de quien tanto está gozando. Sólo las aves, curiosas, vuelan, y preguntan, dando vueltas ansiosas en torno de la máquina, qué es, qué es, quizá sea éste el mesías de los pájaros, comparada con él, el águila no pasa de ser un San Juan Bautista cualquiera, Después de mí vendrá quien es más fuerte que yo, la historia de la aviación no acaba aquí. Durante un tiempo volaron acompañados de un milano que asustó e hizo huir a todos los pájaros, iban sólo los dos, el milano, aleteando y planeando, se entiende que vuele, la passarola sin mover las alas, si no supiéramos que esto está hecho de sol, ámbar, nubes cerradas, imanes y laminillas de hierro, no creeríamos lo que nuestros ojos ven, aparte de que no tendríamos la disculpa de la mujer que estaba tumbada en la rastrojera y ya no está, se le ha acabado el gusto, desde aquí ni el sitio se ve ya.

El viento viró hacia el sudoeste, sopla con mucha fuerza, y la tierra pasa por debajo como la superficie móvil de un río que llevase en su caudal campos, bosques, aldeas, colores verde y amarillo, ocres y pardos, paredes blancas, aspas de molinos, y también ríos de agua sobre el agua, qué fuerzas serían capaces de hacer la separación de estas aguas, el gran río que pasa y lo lleva todo consigo, los arroyos que en él buscan camino, agua en el agua, y no lo saben.

Están los tres voladores en la proa de la máquina, van hacia el poniente, y el padre Bartolomeu Lourenço siente que la inquietud le ha vuelto y crece, es pánico ya, al fin va a tener voz, y esa voz será un gemido, cuando el sol se ponga descenderá irremisiblemente la máquina, tal vez caiga, quizá se haga añicos y mueran todos, Es Mafra, ahí, grita Baltasar, y parece el vigía gritando en la cofa, Tierra, nunca comparación alguna fue tan exacta, porque ésta es la tierra de Baltasar, la reconoce, aunque nunca la haya visto desde el aire, quizá llevemos en el corazón una orografía particular que, para cada uno de nosotros, acertará con el lugar particular en que nacimos, lo cóncavo mío en tu convexo, en mi convexo tu cóncavo, es lo mismo que hombre y mujer, mujer y hombre, tierra somos en la tierra, por eso grita Baltasar, Es mi tierra, la reconoce como un cuerpo. Pasan velozmente sobre las obras del convento, pero esta vez hay quien los ve, gente que huye despavorida, gente que se arrodilla y alza las manos implorando misericordia, gente que tira piedras, se apodera la inquietud de miles de hombres, quien no ha llegado a verlo, duda, quien lo vio, jura y pide el testimonio del vecino, pero pruebas ya nadie puede presentar, porque la máquina se ha alejado en dirección al sol, se ha vuelto invisible contra el disco refulgente, tal vez no haya sido más que una alucinación, los escépticos triunfan sobre la perplejidad de los que creyeron.

En pocos minutos la máquina alcanza la costa, parece que está tirando de ella el sol para llevársela al otro lado del mundo. El padre Bartolomeu Lourenço comprende que van a caer en el agua, tira violentamente de la cuerda, la vela corre toda hacia un lado, se cierra de golpe, y la subida es tan rápida que la tierra se ensancha de nuevo y surge el sol muy por encima del horizonte. Es demasiado tarde, sin embargo. Por oriente ya se avistan sombras, la noche se está acercando, no es posible huir de ella. Poco a poco, la máquina empieza a derivar hacia nordeste, en línea recta, oblicua en dirección a la tierra, sujeta a una doble atracción, la de la luz, que se debilita rápidamente, pero aún tiene fuerzas para sostenerla en el espacio, y la de la oscuridad nocturna, que oculta ya los valles distantes. No se nota ahora el viento natural, vencido por la violenta corriente de aire provocada por la caída, por el silbido agudo que el descenso hace vibrar en la cobertura de mimbres. El sol está posado en el horizonte del mar como una naranja en la palma de la mano, es un disco metálico retirado de la fragua para enfriarse, su brillo no hiere ya los ojos, fue blanco, cereza, rosa, rojo, fulge aún, pero sombríamente, está despidiéndose, adiós, hasta mañana, si hay mañana para los tres nautas aéreos que caen como un ave herida de muerte, mal equilibrada en las alas cortas, con su diadema de ámbar, en círculos concéntricos, caída que parece sin fin y va a acabar. Frente a ellos se yergue una silueta oscura, será el adamástor de este viaje, montes que se alzan redondos de la tierra, teñidos aún de luz roja en las cumbres. El padre Bartolomeu Lourenço mira indiferente, está fuera del mundo, más allá de la propia resignación, espera el fin que no va a tardar. Pero, de súbito, Blimunda se suelta de Baltasar, a quien se había agarrado convulsa cuando la máquina precipitó su descenso, y rodea con los brazos una de las esferas que contienen las nubes cerradas, las voluntades, dos mil son pero no bastan, las cubre con el cuerpo como si las quisiera meter dentro de sí o unirse a ellas. La máquina da un salto brusco, levanta la cabeza como un caballo a quien tiraran de la brida, queda un segundo en suspenso, vacila, luego vuelve a caer, pero no tan de prisa, y Blimunda grita, Baltasar, Baltasar, no tuvo que llamar tres veces, ya él se había abrazado a la otra esfera, formaba cuerpo con ella, Sietelunas y Sietesoles sustentando con sus nubes cerradas la máquina en descenso, ahora lento, tan lento que apenas rechinan los mimbres cuando toca el suelo, sólo se bandeó hacia un lado, no había allí puntales para sostenerla. No se puede tener todo. Flojos los miembros, extenuados, los tres viajeros saltaron fuera, intentaron aún sostener la amurada, no lo consiguieron, y, rodando, se hallaron tendidos en el suelo, sin un rasguño siquiera, bien es verdad que aún no se han acabado los milagros, y éste ha sido de los buenos, que ni preciso fue invocar a San Cristóbal allí estaba él, vigilando el tráfico, vio aquel avión desgobernado, le echó la manaza y evitó la catástrofe, para ser su primer milagro aéreo, no estuvo nada mal.

Se despide el último aire del día, no tardará en cerrar la noche completamente, lucen en el cielo las primeras estrellas, ni llegando tan cerca pudieron alcanzarlas, a fin de cuentas qué fue esto, el salto de una pulga, subimos por el aire en Lisboa, sobrevolamos la villa de Mafra y la obra del convento, estuvimos a punto de caer al mar, y ahora, Dónde estamos, preguntó Blimunda, y gimió porque el estómago le dolía mucho, los brazos los tenía sin fuerza, inertes, de lo mismo se quejaba Baltasar mientras se ponía en pie e intentaba enderezarse, vacilando como los toros antes de caer con el cráneo perforado por el puntazo del descabello, mucha suerte la suya, que, al contrario de los toros, pasaba de casi la muerte a la vida, no le hizo mal ninguno el vacilar, para que sepa cuánto vale el poder asentar los pies en el suelo, No sé dónde estamos, nunca he estado aquí, a mí me parece una montaña, quizá el padre Bartolomeu Lourenço tenga información. El cura estaba levantándose, no le dolían los miembros ni el estómago, sólo la cabeza, era como si un estilete le perforara las sienes de lado a lado, Estamos en un peligro tan grande como si no hubiéramos salido de la quinta, si no nos encontraron ayer, nos encontrarán mañana, Pero, este lugar donde estamos, cómo se llama, Todo lugar en la tierra es la antecámara del infierno, unas veces se llega muerto, otras se va vivo y la muerte viene después, Por ahora aún estamos vivos, Mañana estaremos muertos.

Blimunda se acercó al cura, dijo, Pasamos por un gran peligro cuando descendíamos, si fuimos capaces de librarnos de ése, de otros también nos libraremos, díganos por dónde debemos ir, No sé dónde estamos, Cuando nazca el día veremos mejor, subiremos a uno de esos montes, y, desde allí, orientándonos por el sol, encontraremos el camino, y Baltasar añadió, Haremos subir la máquina, ya conocemos las maniobras, si no nos falta viento, en un día podemos llegar muy lejos, donde no nos alcance el Santo Oficio. El padre Bartolomeu Lourenço no respondió, apretaba la cabeza entre las manos, luego hacía gestos como si hablara con un ser invisible, y su silueta se volvía cada vez más imprecisa en la oscuridad. La máquina se había posado en un espacio cubierto de matorrales bajos, pero, a un lado y otro, a unos treinta pasos, había matojos que se alzaban contra el cielo. Por lo que desde allí se podía juzgar, no había señal de gente en los alrededores. Hacía frío, cosa nada rara, porque setiembre estaba llegando a su fin y el día no había sido caluroso. Protegido por la máquina, abrigado del viento, Baltasar encendió una pequeña hoguera, más por sentirse acompañados que para calentarse, por otra parte, no era conveniente hacer una hoguera grande que podría ser vista desde lejos. Se sentaron, él y Blimunda, a comer de lo que habían traído en la alforja, primero llamaron al cura, pero él no respondió ni se aproximó, se veía su silueta, en pie, quieto ahora, quizá estuviera mirando las estrellas, quizá el valle profundo, las tierras bajas donde no brillaba una sola luz, parecía que el mundo hubiera sido abandonado por sus habitantes, quizá no faltaran por ahí máquinas voladoras capaces de viajar con cualquier tiempo, hasta de noche, y se había ido toda la gente, quedando sólo estos tres con un pajarraco que no sabe adónde ir si le quitan el sol.

Tras haber comido se acostaron sobre el casco de la máquina, cubiertos con la capa de Baltasar y una lona que sacaron del arca, y Blimunda murmuró, El padre Bartolomeu Lourenço está enfermo, no parece el mismo hombre, Hace mucho tiempo que no es el mismo hombre, qué le vamos a hacer, Y nosotros, qué haremos, No sé, a ver si él toma mañana una resolución. Oyeron que el cura se levantaba, que arrastraba los pies por los matojos, lo oyeron murmurar, con eso se tranquilizaron, lo peor era el silencio, y, pese al frío y a la incomodidad, se queda ron dormidos, pero no profundamente. Soñaban ambos que viajaban por el aire, Blimunda en un coche tirado por caballos alados, Baltasar cabalgando un toro que llevaba una manta de fuego, de repente los caballos perdieron las alas y se prendió fuego en la mecha y empezaron a estallar los cohetes, y en la aflicción de la pesadilla despertaron ambos, no habían dormido mucho, había una luz como si el mundo estuviera ardiendo, era el cura que, con una rama encendida prendía fuego a la máquina, estaba estallando ya el casco de mimbres, y de un salto Baltasar se puso en pie, y echándole los brazos a la cintura intentó alejarlo, pero el cura se resistía, de modo que Baltasar lo apartó con violencia, lo tiró al suelo, apagó la rama con los pies mientras Blimunda golpeaba con la lona las llamas que habían prendido ya en los matorrales y ahora, poco a poco, se dejaban apagar. Vencido y resignado, se levantó el cura. Baltasar cubría la hoguera con tierra. Apenas conseguían verse en la oscuridad. Blimunda preguntó en voz baja, en un tono neutro, como si conociera de antemano la respuesta, Por qué ha prendido fuego a la máquina, y Bartolomeu Lourenço respondió, en el mismo tono, como si hubiera estado esperando la pregunta, Si he de arder en una hoguera, al menos que sea en ésta. Se alejó hacia la espesura que se alzaba por el lado del declive, lo vieron bajar rápidamente, y en la siguiente mirada, ya no estaba, alguna necesidad urgente del cuerpo, si es que aún las tiene un hombre que ha querido prender fuego a un sueño. Pasaba el tiempo y el cura no volvía. Baltasar fue a buscarlo. No estaba. Lo llamó, no tuvo respuesta. Empezaba a salir la luna cubriéndolo todo de alucinaciones y de sombras, y Baltasar sintió que se le erizaban los pelos de la cabeza y de todo el cuerpo. Pensó en hombres-lobo, en espectros de hechura y porte vario, quizás andaban por allí almas en pena, creyó firmemente que el cura había sido llevado por el diablo en persona, y antes de que el mismo diablo apareciera allí para llevárselo perneando también, rezó un padrenuestro a San Egidio, auxiliar e intercesor en casos y situaciones de pánico, epilepsia, locura y temores nocturnos. Quizá el santo oyó la invocación, al menos no vino el diablo a buscar a Baltasar, pero los temores no se disiparon, de repente, toda la tierra empezó a murmurar, o al menos eso parecía, quizá por efecto de la luna, mejor santa me será Sietelunas, por eso volvió a ella, temblando aún de susto, Ha desaparecido, y Blimunda dijo, Se fue, no volveremos a verlo.


Durmieron mal aquella noche. El padre Bartolomeu Lourenço no volvió. Al amanecer, cuando estaba a punto de salir el sol, dijo Blimunda, Si no tiendes la vela, si no tapas bien tapadas las bolas de ámbar, la máquina se irá sola, ni siquiera precisa de alguien que la gobierne, y quizá fuera mejor dejarla ir, a lo mejor se encontraba en algún lugar de la tierra o del cielo con el padre Bartolomeu Lourenço, y Baltasar respondió, con cierta violencia, O en el infierno, la máquina se queda donde está, y fue a extender la lona embreada, cubriendo de sombra el ámbar, pero no quedó satisfecho, la vela podía desgarrarse, ser apartada por el viento. Con el cuchillo cortó ramas de los brezales, cubrió con ellas la máquina y, pasada una hora, ya claro el día, quien de lejos mirara en aquella dirección no vería más que un montón de ramas en medio de un espacio de matorral enano, no queda mal así, lo malo será cuando las ramas se sequen. De lo que sobró de la víspera almorzó Baltasar un poco, Blimunda antes, es siempre la primera en comer, cerrados los ojos, ya lo recordamos, hoy hasta esconderá la cabeza bajo la capa de Baltasar. Ya no tienen nada que hacer aquí, Y ahora qué, preguntó uno, y el otro respondió, Ya no tenemos nada que hacer aquí, Entonces vámonos, Bajaremos por el sitio por donde el padre Bartolomeu Lourenço desapareció, tal vez encontremos el rastro. Durante toda la mañana buscaron por aquel lado de la sierra mientras iban bajando, grandes montes redondos y silenciosos, ni nombre tendrían, y no descubrieron ni rastro del cura, ni una huella, ni un andrajo negro desgarrado por los espinos, parecía como si el cura hubiera desaparecido en el aire, dónde estará, Y ahora, qué hacemos, fue la pregunta de Blimunda, Ahora seguimos hacia delante, el sol está más allá, a la derecha queda el mar, llegando a un sitio habitado sabremos dónde estamos, qué sierra es ésta, por si algún día queremos volver, Ésta es la sierra del Barregudo, les dijo un pastor, cuando llevaban andada una legua, y aquel monte de allí, muy grande, es Monte Junto.

Tardaron dos días en llegar a Mafra, después de un amplio rodeo, para fingir que venían de Lisboa. Andaba una procesión por la calle, todos dando gracias por el prodigio que Dios se había servido hacer mandando a su Espíritu Santo volar por encima de las obras de la basílica.

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