Vivimos en un tiempo en el que cualquier monja, como si fuera lo más natural del mundo, encuentra en el claustro al Niño Jesús o en el coro a un ángel tocando el arpa, y, si está encerrada en su celda, donde, por mor del secreto, son más corporales las manifestaciones, la atormentan los diablos agitando la cama, y sacudiéndole así los miembros, los superiores de modo que hasta los senos se le agitan, los inferiores, tanto que se estremece y transpira la hendidura de su cuerpo, ventana del infierno, si no puerta del cielo, ésta por estar gozando, aquélla porque gozó, y en todo esto se cree, sin embargo, no puede Baltasar Mateus, llamado Sietesoles, decir, Yo volé de Lisboa al Monte Junto, porque lo tomarían por loco, y eso si hay suerte, porque por tan poco no puede inquietarse el Santo Oficio, lo que sobran son locos en esta tierra barrida por la locura. Del dinero del padre Bartolomeu Lourenço habían vivido Baltasar y Blimunda hasta ahora, añadiéndole las coles y las habichuelas del huerto, un pedazo de carne cuando era tiempo de ella, sardina salada cuando no llegaba fresca, y cuanto se gastaba y comía, era mucho menos para sustentar el cuerpo propio que para alimentar el crecimiento de la máquina voladora, si entonces realmente creían que iba a volar.


Voló la máquina, si se cree tal cosa, y hoy está reclamando el cuerpo su alimento, para esto suben tan alto los sueños, ni siquiera el oficio de carretero puede tomar Sietesoles, fueron vendidos los bueyes, se rompió el carro, si no fuera Dios tan descuidado, los bienes de los pobres serían eternos. Con yunta de bueyes y carro suyo podría Baltasar ir a la veeduría general a ofrecerse para trabajar, y pese a ser manco lo aceptarían. Así, dudarían que fuese él capaz, con una sola mano, de gobernar los animales del rey o de los nobles y otros particulares que, para obtener gracias de la corona, los prestaban, En qué puedo trabajar yo, hermano, preguntó Baltasar a Álvaro Diego, su cuñado, la noche misma del día en que llegaron, moradores ahora todos de la casa paterna, habían acabado de cenar, pero antes oyeron de boca de Inés Antonia, él y Blimunda, el maravilloso caso del paso del Espíritu Santo por encima de la villa, Lo vi yo misma, con estos ojos que ha de comerse la tierra, hermana Blimunda, y lo vio también Álvaro Diego, que estaba en la obra, no es verdad que lo viste, marido, y Álvaro Diego, soplando un tizón de la fogata, respondió que sí, que pasó una cosa por encima de la obra, Fue el Espíritu Santo, insistió Inés Antonia, lo dijeron los frailes a quien quiso oírlo, y tanto fue el Espíritu Santo que hicimos una procesión, en acción de gracias, Pues sería, se resignó el marido, y Baltasar, con los ojos en Blimunda que sonreía, En el cielo hay cosas que no sabemos explicar, y Blimunda devolviéndole la intención, Si las conociéramos, las cosas del cielo tendrían otros nombres. Junto al lar dormitaba el viejo João Francisco, sin carro ni yunta de bueyes, sin tierra ni Marta María, parecía ajeno a la charla, pero dijo, e inmediatamente se ausentó de nuevo hacia sus sueños, En el mundo no hay más que muerte y vida, se quedaron todos a la espera del resto, por qué los viejos callan cuando debieran seguir hablando, de ahí que los jóvenes tienen que aprenderlo todo desde el principio. Hay aquí otro durmiendo, por eso no podría hablar aunque, si estuviese despierto, tal vez no se lo permitieran, porque sólo tiene doce años, puede la verdad estar en boca de niños, pero, para decirla, tienen primero que crecer, y entonces empiezan a mentir, éste es el hijo que quedó, llega por la noche deshecho del trabajo, andamio arriba, andamio abajo, acaba de cenar y se queda dormido, Queriendo, hay trabajo para todos, dice Álvaro Diego, puedes ir de peón y llevar piedras con la carretilla, basta tu gancho para sostener el varal, así son los tropezones de la vida, uno va a la guerra, vuelve de allá lisiado, vuela luego por artes misteriosas, confidenciales, y, al fin, si quiere ganar el pobre pan de cada día, ya ven, y puede darse por satisfecho, que hace mil años no fabricaban ganchos como éste para servir de mano, qué pasará de aquí a otros mil.

Por la mañana, muy temprano, partieron Baltasar y Álvaro Diego, más el chiquillo, está la casa de los Sietesoles, como ya dijimos, muy cerca de la iglesia de San Andrés y del palacio de los vizcondes, viven aquí en la parte más antigua de la villa, aún se ven los restos del castillo que los moros levantaron en sus tiempos, por la mañana temprano salieron, van encontrando por el camino a otros hombres de la tierra, gente a quien Baltasar conoce, todos camino de la obra, por eso, tal vez, están abandonados los campos, no bastan viejos y mujeres para trabajarlos y, como Mafra está en el fondo de un valle, tienen aquéllos que subir por senderos que ya no son los de antes, los cubrieron los escombros que arrojan desde el alto de la Vela. Mirando desde abajo, lo que de paredes se ve no promete ninguna torre de Babel, y, llegando más al pie de la vertiente, la construcción se oculta por completo, siete años llevan trabajando en esto, a este paso ni en el día del juicio, y entonces no valdrá la pena, La obra es grande, dice Álvaro Diego, cuando estés allí lo verás, y Baltasar, que se desdeña de canteros y picapedreros, tiene que callarse, no tanto por la cantería ya erguida, sino por la multitud de hombres que cubren el tajo, es un hormiguero de gente que acude de todas partes, si todos han venido a trabajar, entonces me muerdo la lengua, he hablado antes de tiempo. El chiquillo los ha dejado ya, fue a su trabajo, a carretar cubos de cal, y los dos hombres atraviesan la explanada hacia la izquierda, van a la veeduría, dirá Álvaro Diego que éste es mi cuñado, natural y vecino de Mafra, que ha vivido muchos años en Lisboa, pero ahora ha vuelto definitivamente a casa de su padre y quiere trabajo, no es que sea muy fuerte la recomendación, pero en fin Álvaro Diego está aquí desde los primeros días, es un operario capaz y cumplidor, y una ayuda siempre sirve. Baltasar abre la boca asombrado, viene de una aldea y entra en una ciudad, bien está que Lisboa sea lo que es, no podría ser menos la cabeza de un reino, no sólo señor de Algarve, que está cerca y es pequeño, sino también de otras partes grandes y distantes que son Brasil, África y la india, más un montón de sitios sueltos dispersos por el mundo, bien está, digo, que sea Lisboa aquella desmedida confusión, pero este ayuntamiento enorme de cobertizos y casas de muchos y muy variados tamaños es cosa en la que sólo cree uno si la ve de cerca, cuando hace tres días sobrevoló Sietesoles este lugar, llevaba tan agitada el alma que le pareció ilusión de los sentidos el caserío y la urbanización, y poco mayor que una capilla la iniciada basílica. Si Dios, que desde allá arriba lo ve todo, lo ve tan mal como lo vio él, entonces más le valía andar por el mundo, por su propio y divino pie, se ahorraban intermediarios y recados que nunca son de fiar, empezando por los ojos naturales, que ven pequeño a lo lejos lo que de cerca es grande, salvo si usa Dios anteojos como los del padre Bartolomeu Lourenço, ojalá me estuviera viendo ahora, si me dan trabajo o no.

Álvaro Diego se fue a lo suyo, poner piedra sobre piedra, si tardara más perdería un cuarto, gran perjuicio, ahora tiene Baltasar que acabar de convencer al escribano de la matrícula de que tanto vale un gancho de hierro como una mano de carne y hueso, pero el matriculador duda, no puede cargar con aquella responsabilidad, y pregunta dentro, qué pena que no pueda Baltasar presentar una credencial de constructor de aeronaves, o al menos explicar que anduvo en guerras, a ver si eso le servía de algo, han pasado ya catorce años, vivimos felizmente en paz, por qué tiene que venir éste ahora hablándonos de guerras, las guerras acabadas son como si nunca hubieran ocurrido. Volvió el matriculador, viene con buena cara, Cómo te llamas, y agarra la pluma de pato, la moja en la tinta parda, valió la pena que hablara Álvaro Diego, o por ser de la tierra el pretendiente, o por estar aún en la fuerza de la vida, treinta y nueve años, aunque con algunas canas, o simplemente porque, habiendo pasado por aquí hace tres días el Espíritu Santo, se podría ofender Dios si se negaba trabajo a quien lo pide, Cómo te llamas, Baltasar Mateus, de mote Sietesoles, Puedes venir a trabajar el lunes, empezarás la semana, vas a las carretillas. Baltasar dio las gracias como debía al matriculador y salió de la veeduría general, ni triste ni alegre, un hombre debe ser capaz de ganarse el pan de cualquier manera y en cualquier lugar, pero si ese pan no le alimenta también el alma, se satisface el cuerpo, el alma padece.

Sabía ya Baltasar que el lugar donde se encontraba era conocido por el nombre de Isla de Madeira, y bien puesto estaba el nombre, porque, fuera de unas pocas casetas de obra y cal, todo lo demás era tablado, pero construido para durar. Había talleres de herreros, bien podía Baltasar haber mencionado su experiencia en la fragua, uno no va a acordarse de todo, y de otras artes de las que nada sabía, más tarde llegarán los latoneros, los vidrieros, los pintores y muchos más. Muchas de aquellas casas de madera tenían piso alto, abajo se acomodaban las mulas y los bueyes, arriba las personas de cierta distinción, los capataces, los matriculadores, y otros señores de la veeduría general, y oficiales de guerra que gobernaban a los soldados. A esta hora de la mañana salían de las cuadras los bueyes y las mulas, otros habrían sido llevados más temprano, el suelo estaba empapado de orines y boñigas, y como en Lisboa, en la procesión del Corpus, los chiquillos corrían entre la gente y el ganado, se empujaban con violencia, y uno de ellos, queriendo huir de otro, cayó y fue rodando hasta parar bajo una yunta de bueyes, pero no lo pisaron, estaba allí el ángel custodio, se libró de una buena, sin más daño que quedar todo sucio de bosta y maloliente. Baltasar se rió como los otros, la obra tenía sus amenidades. Y su guardia también. Pasaban unos veinte soldados de infantería armados como para la guerra, serán maniobras, o irán a Ericeira, a rechazar un desembarco de piratas franceses, tantas veces lo intentan que un día van a aparecer por ahí abajo, muchos y muchos años después de estar concluida esta Babel, entrará Junot en Mafra, donde en el convento quedan sólo unos veinte frailes viejos, barrigones, y mandando avanzar al coronel Delagarde, o capitán, es igual, quiso éste entrar en el palacio y encontró la puerta cerrada, de modo que mandó llamar a fray Félix de Santa María da Arrábida, que era el guardián, pero el pobrecillo no tenía las llaves, que se las había llevado la familia real cuando escapó, y entonces el pérfido Delagarde, pérfido le llama el historiador, le soltó un tortazo al pobre fraile, el cual, oh evangélica mansedumbre, oh lección divina, le ofrece incontinenti la otra mejilla, si cuando Baltasar perdió la mano izquierda en Jerez de los Caballeros hubiera ofrecido la derecha, no podría ahora sostener los varales de la carretilla. Y, hablando de caballeros, también por allí pasan caballeros, armados como los infantes que están en la explanada, ahora se ve, colocando centinelas, no hay nada como trabajar con guardia a la vista.

En estos grandes barracones de madera duermen los hombres, en cada uno al menos doscientos, y desde aquí donde está no puede contar Baltasar los barracones todos, llegó a cincuenta y siete y se perdió, sin hablar de que a lo largo de estos años no ha mejorado en aritméticas, lo mejor sería ir con un balde de cal y una brocha, señal aquí, señal en este otro, señal en aquél, para no repetirse ni fallar, como quien pone cruces de San Lázaro en las puertas por el mal de la piel. En una estera o en un camarote como éstos dormiría Baltasar si no tuviera casa en Mafra y mujer para dormir acompañado, pobre gente ésta, venida de lejos, se dice que un hombre no es de palo, mucho peor y más costoso de aguantar es precisamente cuando se arma el palo en el hombre, seguro que no van a bastar las viudas de Mafra para satisfacer tanta urgencia, como será. Dejó Baltasar los barracones de acomodo y fue a ver el campamento militar, allí le dio un salto el corazón, tantas tiendas de campaña, fue como si el tiempo hubiera desandado, tal vez parezca imposible, pero hay momentos en los que un soldado retirado del servicio puede sentir añoranza hasta de la guerra, a Baltasar no es la primera vez que le pasa. Ya le había dicho Álvaro Diego que había en Mafra muchos soldados, unos para ayudar en los trabajos de minas y explosión de las cargas de pólvora, otros para guardar a los trabajadores y castigar los desórdenes, y, a juzgar por el número de tiendas de campaña, los muchos eran millares. Está un poco aturdido Sietesoles, qué nueva Mafra es ésta, cincuenta casas allá abajo, quinientas aquí arriba, sin hablar ya de otras diferencias, como esta hilera de casas de comida, barracones casi tan grandes como los dormitorios, con mesas y bancos corridos, sujetos al suelo, y largos mostradores, ahora no se ve gente por aquí, pero a media mañana se ponen al fuego los calderos para el almuerzo y, cuando la corneta toca a rancho, hay una carrera general por ver quién llega primero, vienen sucios como estaban en la obra, es una algazara ensordecedora, amigos llamando a amigos, siéntate aquí, guárdame el sitio, se sientan carpinteros con carpinteros, canteros con canteros, cavadores con cavadores, y la plebe del peonaje se acomoda allá en la punta, cada uno con su igual, menos mal que Baltasar va a comer a casa, con quién iba a hablar, si de carretillas nada sabe y de aviones es su único saber.

Diga Álvaro Diego lo que quiera, en abono suyo y de los demás operarios, la obra no está adelantada. Baltasar le ha dado la vuelta entera, con la calma de quien observa la casa donde vivirá, allá van aquéllos con las carretillas, otros subiendo a los andamios, unos llevando cal y arena, otros, a pares, transportando piedras a palo y cuerda por las rampas suaves, y los capataces empuñando un bastón, y los vigilantes con el ojo puesto en la diligencia del obrero y en la perfección del servicio. Las paredes no tienen más que tres veces la altura de Baltasar, y no abarcan todo el perímetro de la basílica, pero son gruesas como murallas de guerra, no llegan a tanto las que quedan del castillo de Mafra, eran también otros tiempos, sin artillería, sólo la piedra que esto lleva en anchura justifica la lentitud del crecimiento en altura. Allí, volcada, hay una carretilla, quiere probar Baltasar si se aprende fácilmente el oficio de llevarla, no cuesta nada, y si con una gubia le labra una medialuna en la parte inferior del varal izquierdo, va a poder medir fuerzas con cualquier par de manos.

Al fin baja por el mismo sendero que subió, detrás del talud quedan las obras y la Isla de Madeira, si no fuera que están constantemente rodandode lo alto piedras y tierra suelta, podría pensarse que no iba a haber allí basílica alguna, ni convento, ni palacio real, sólo Mafra otra vez, en su tamaño de tantos siglos, o poco más hasta hoy, como en tiempo de los romanos, que sembraron decretos, de los moros que vinieron después y plantaron huertos y pomares de los que apenas queda sombra y sitio, hasta nosotros, que nos volvimos cristianos por voluntad de quien mandaba, que, si Cristo en persona anduvo por el mundo, aquí no llegó, porque en ese caso habría sido en el alto de la Vela su calvario, ahora andan haciendo allá un convento, probablemente es lo mismo. Y, por pensar con más ahínco en estas cosas de religión, si en verdad son de Baltasar los pensamientos, de qué serviría preguntarle, se acuerda del padre Bartolomeu Lourenço, no es la primera vez, claro está, a solas con Blimunda casi no tienen otro tema, se acuerda y siente un dolor en el corazón, se arrepiente de haberlo maltratado brutalmente en la sierra, en aquella terrible noche, fue como si golpeara a un hermano enfermo, ya sé que es cura y yo ni soldado soy ya, pero tenemos la misma edad e hicimos la misma obra. Repite Baltasar para sí mismo, que en día favorable volverá a la sierra del Barregudo y al Monte Junto, a ver si está aún allí la máquina, que bien pudiera ser que hubiese vuelto el cura a escondidas y levantara el vuelo hacia tierras más propicias a invenciones, como, por ejemplo, Holanda, país por excelencia dado a fenómenos aeronáuticos, como comprobará un tal Hans Pfaall, quien, porque no le perdonaron ciertos delitos insignificantes, sigue aún hoy viviendo en la luna. Sólo faltaba que conociera Baltasar estos acontecimientos futuros, y otros más cabales, como el de que hayan ido dos hombres a la luna, que todos los vimos allá, sin dar con Hans Pfaall, será porque no lo buscaron bien. Por ser difíciles de hallar los caminos.

Éstos son más fáciles. Desde que el sol nace hasta que se pone, Baltasar, y con él muchos más, setecientos, mil, mil doscientos hombres, cargan las carretillas con tierra y piedras, en el caso de Baltasar, el gancho ampara el mango de la pala, el brazo derecho anda hace casi quince años triplicando la fuerza y la habilidad, y luego, infinita procesión de Corpus Homini, van uno tras otro a tirar los escombros por la cuesta abajo y no es sólo matorral lo que van cubriendo, también alguna tierra de cultivo, aparte de una huerta del tiempo de los moriscos, se le va a acabar la vida, pobrecilla, tantos siglos dando coles tiernas, lechugas que estallaban de frescor, oréganos, matas de perejil y menta, primicias y primores, y ahora adiós, ya no correrá más agua por estas acequias, ya no vendrá el hortelano a deshacer la barrera de tierra y desviar el agua para dar de beber al plantel sediento, mientras el de al lado se regala con la sed que mató. Y dando el mundo tantas vueltas, muchas más dan los hombres que en él viven, quizás aquel que allá arriba acaba de vaciar una carretilla, ahí vienen piedras a saltos y trompicones, la tierra resbalando, delante la más pesada, tal vez sea él el hortelano de la huerta, pero no debe de serlo, pues ni siquiera le caen las lágrimas.

Pasan los días, las semanas, y las paredes apenas crecen. Las cargas de pólvora van reventando la roca durísima que los soldados atacan ahora, buen provecho daría, y pago del trabajo que da, si pudiera servir, como la otra, para llenar las paredes, pero ésta, que agarrada al monte sólo consiente en desprenderse de él con gran violencia, puesta al aire no tarda en deshacerse en lascas, en poco tiempo se convertiría en terrón si no viniera la carretilla a echarla al fondo. Andan también en el transporte carros mayores, con grandes ruedas y tirados por mulas, a veces los cargan en exceso y, como estos días ha llovido, se atascan los animales en el barrizal, de donde por fin salen a latigazos que caen en rociada sobre el lomo, o en la cabeza cuando Dios no está mirando, aunque todo esto sea para gloria y servicio del mismo Dios, y así no se sabe si no estará quizá desviando los ojos adrede. Los hombres de las carretillas, como llevan menos carga, no se atascan tanto, aparte de que han hecho, con tablas en desuso de andamios viejos, unos pasadizos firmes, pero, como no llegan éstos para todos, hay siempre una guerra de mira y corre a ver quién primero llega, y, si llegan a la par, a ver quién más empuja, y a partir de ahí pueden venir tortas y puntapiés, si es que no unos cuantos palos cortando el aire, momento en que avanza la patrulla de soldados, maniobra suficiente por lo general para enfriar los ánimos exaltados, o, en otro caso, dos estacazos o un zurriagazo en el lomo, como a las mulas.

Está lloviendo, pero no tanto como para que tenga que interrumpirse el trabajo, excepto el de los albañiles, pues el agua deshace la argamasa, y se encharca en las anchísimas paredes, por eso se refugian los obreros en los cobertizos, a la espera de que escampe, mientras los canteros, que son gente fina, baten los mármoles abrigados, tanto los sillares como la obra de labra, probablemente preferirían descansar. A éstos tanto les da que las paredes crezcan de prisa como lentas, tienen el dibujo que han de seguir en la piedra, acantos, festones, acroterios, guirnaldas, acanaladuras, cuando la obra está lista la llevan a los cargadores de palo y cuerda, y acaba en el cobertizo donde con otras quedará guardada hasta que, llegada la hora, la vayan a buscar del mismo modo, salvo si es tan pesada que requiera cabrestante y plano inclinado. Pero tienen los canteros el privilegio de trabajar al abrigo, llueva o haga sol, con el jornal siempre seguro, bajo teja, blancos del polvo del mármol, parecen hidalgos de peluquín empolvado, truque-truque, truque-truque, con el cincel y la maceta, trabajo de dos manos. Esta lluvia de hoy no ha sido tan fuerte como para que los vigilantes mandaran recoger, aunque los de las carretillas son menos afortunados que las hormigas, que éstas, cuando el cielo está metido en agua, levantan la cabeza, olfatean los astros y se recogen en sus agujeros, no son hombres que tengan que trabajar bajo lluvia. Al fin, viene del lado del mar, avanzando sobre los campos, una oscura cortina de agua, dejan los hombres las carretillas en pleno desorden, y corren a los cobertizos o se ponen al cobijo de las paredes, si vale la pena, más mojados de lo que estaban no van a acabar. Las mulas atrailladas se quedan quietas bajo el chaparrón, el pelo empapado en sudor está ahora empapado en agua, los bueyes rumian, uncidos e indiferentes, cuando cae más fuerte la lluvia sacuden las cabezas, quién habrá ahí capaz de decir lo que sienten estos animales, qué fibras se les estremecen, y hasta dónde, si en el movimiento que hacen tropiezan sus cuernos brillantes quizá sólo, Estás ahí. Cuando la lluvia se aleja o se volvió soportable, vuelven los hombres al tajo y comienza todo de nuevo, cargar y descargar, tirar y empujar, arrastrar y levantar, hoy no hay cargas de pólvora por culpa de la humedad, mejor para los soldados que huelgan bajo los cobertizos, charlando con los centinelas, al resguardo también, es la alegría de la paz. Y como ha vuelto la lluvia, cayendo de un cielo oscurísimo, y tan pronto no va a escampar, se ha dado orden para que dejen los hombres el trabajo, sólo los canteros continuaron labrando la piedra, truque-truque, truque-truque, son amplios los cobertizos, ni las salpicaduras traídas por el viento manchan el grano de los mármoles.

Bajó Baltasar a la villa por un caminillo resbaladizo, uno que descendía delante de él cayó en el barro y todos se echaron a reír, con la risa cayó otro, suerte de estas distracciones, que en esta tierra de Mafra no hay patios de comedias, no hay tonadilleras ni actores, ópera sólo en Lisboa, para el cine faltan aún doscientos años, cuando haya passarolas a motor, mucho le cuesta al tiempo pasar, hasta que llegue la felicidad, hola. El cuñado y el sobrino ya habrán llegado a casa, mejor para ellos, no hay nada que valga una hoguera cuando un hombre está empapado, calentarse las manos en la llamarada alta, los cueros de los pies descalzos rozando las brasas, y el frío retirándose de los huesos, despacio, como el hielo que se derrite al sol. Realmente, mejor que esto, que lo hay, sólo una mujer en la cama, y si la mujer es la que uno ama, no precisa más que aparecer en el camino, como ahora vemos a Blimunda, que ha venido a compartir el mismo frío y la misma lluvia, y trae una saya de las suyas que lanza sobre la cabeza del hombre, este olor a mujer que hace subir lágrimas a los ojos, Estás cansado, preguntó ella, basta esto para que el mundo resulte soportable, una saya cubre las dos cabezas, mal comparando es el cielo, así viviese Dios con nuestros ángeles.

A Mafra llegan noticias sueltas de que en Lisboa ha habido un terremoto sin más estragos que caídas de cornisas y chimeneas, algunas grietas en las paredes viejas, pero como no hay mal que por bien no venga, hicieron negocio magnífico los cereros, que fue un remolino de velas a las iglesias, con particular preferencia por los altares de San Cristóbal, santo de gran ayuda en casos de peste, epidemias, rayos, incendios y tempestades, inundaciones, malos viajes y temblores de tierra, en competencia con Santa Bárbara y San Eustaquio, que tampoco son parcos en estas protecciones. Pero los santos son como los hombres, estos que andan aquí construyendo el convento, y quien dice éstos dice otros, en otras construcciones y destrucciones, los santos se cansan, aprecian en mucho su reposo, que sólo ellos saben cuánto trabajo da tener de la brida a las fuerzas naturales, que si fueran fuerzas de Dios bastaría ir a Él y pedirle, Oiga, no sople ahora, no sacuda, no prenda fuego, no inunde, no suelte plagas ni ladrones en el camino, y sólo si fuera un dios de maldad dejaría de atender estos ruegos, pero, como las fuerzas son naturales y los santos se distraen, apenas acabamos de suspirar de alivio por haber sido benigna la conmoción cuando tenemos encima una tempestad como no hay memoria de otra, pero sin lluvia y sin granizo, ojalá hubiera sido así, que tal vez quebraran esta fuerza del viento que juega libremente con los navíos anclados como cáscaras de nuez, arrastrando, estirando y rompiendo las amarras, o arrancando las anclas del fondo, y luego arrastra los barcos hacia los remolinos, y van a chocar unos con otros, tumbándolos y yendo a pique con los marineros clamando, sólo ellos sabrán a quién piden socorro, o encallando en tierra, donde la fuerza de las aguas acaba de despedazarlos. Los muelles se desmoronan sobre el río, el viento y las olas arrancan de raíz las piedras y las lanzan contra tierra, arrancando ventanas y puertas como guijarros, qué enemigo es éste que hiere sin hierro y sin fuego. En presunción de que sea el demonio el autor del desaguisado, toda cuanta mujer hay, ama, criada o esclava, está de rodillas en las iglesias, María Santísima, Virgen Nuestra Señora, mientras los hombres, pálidos de muerte, sin moro ni indio en quien meter la espada, desgranan las cuentas del rosario, padre nuestro, ave-maría, en fin, si tanto llamamos por éstos es que nos faltan padre y madre. Las olas baten con tanta fuerza en la playa de este lugar de Boavista, que las salpicaduras levantadas y llevadas por el viento van a caer de plano, como un chaparrón, contra los muros del convento de las Bernardas y, más lejos aún, en el monasterio de San Benito. Si el mundo fuera barca y bogase en un gran mar, se iría esta vez al fondo, juntándose agua y aguas en un diluvio al fin universal, del que no se salvarían ni Noé ni la paloma. Desde la Fundición hasta Belem, casi legua y media, no se ven más que destrozos en las playas, maderos rotos, y de las cargas de los navíos lo que por su peso no iba al fondo, a las playas venía a dar, con lastimosa pérdida de sus dueños y mucho perjuicio para el rey. A algunos navíos les cortaron los mástiles para que no virasen, e, incluso así, tres naves de guerra fueron empujadas contra la playa, donde se hubieran perdido de no haber acudido prontamente socorro particular. Eran incontables las barcas, lanchas y barcazas que fueron lanzadas contra las playas y se despedazaron, ciento veinte embarcaciones de mayor porte encallaron y se perdieron, y en cuanto a los muertos, ni vale la pena hablar, Dios sabe cuántos cadáveres se llevó la marea barra afuera o quedaron aprisionados en el fondo, lo que se sabe es que en las playas, arrojados por el mar, se contaron ciento sesenta, cuentas de un rosario que andan por ahí llorando las viudas y los huérfanos, ay mi pobre padre, son pocas las mujeres ahogadas, algún hombre dirá, ay mi pobre mujer, después de muertos todos somos pobres. Siendo tantos los muertos, los entierran donde se puede, al azar, de algunos ni se llegó a saber quiénes eran, vivían lejos sus parientes, no llegaron a tiempo, pero, a grandes males, grandes remedios, si el terremoto hubiera sido mayor, y extensa la mortandad, igual habría que enterrar a los muertos y cuidar de los vivos, queda el aviso para el futuro, por si se repite la calamidad, Dios nos libre.

Han pasado más de dos meses desde que Baltasar y Blimunda llegaron de Mafra y viven aquí. En un día de fiesta, parado el trabajo en la obra, fue Baltasar a Monte Junto a ver la máquina de volar. Estaba en el mismo sitio, en la misma posición, caída para un lado y apoyada en el ala, bajo su cobertura de ramas, secas ya. La vela superior, embreada, toda abierta, daba sombra sobre las bolas de ámbar. A causa de la inclinación del casco, la lluvia no había encharcado las lonas, y así no había peligro de que se pudrieran. Alrededor, en el suelo pedregoso, crecían matas nuevas y altas, hasta zarzales, caso sin duda singular por no ser éste tiempo ni lugar adecuado, parecía estar el ave defendiéndose por artes propias, todo se puede esperar de una máquina de éstas. Por si acaso, echó Baltasar una ayuda al camuflaje cortando ramas de los brezos, como la primera vez, pero ahora más cómodo, porque llevó un podón, y, concluido el trabajo, dio la vuelta a esta otra basílica y vio que estaba bien. Después, subió a la máquina, y, en una tabla del convés, con la punta del espigón, que en los últimos tiempos no había tenido que utilizar, dibujó un sol y una luna, es un recado para el padre Bartolomeu Lourenço, si aquí vuelve un día verá esta señal de sus amigos, no hay confusión posible. Se puso Baltasar de nuevo en camino, había salido de Mafra al amanecer, llegó cuando era ya noche cerrada, entre ir y volver anduvo más de diez leguas, quien anda con gusto, no se cansa, dicen, pero Baltasar llegó cansado, y nadie le había obligado a ir, quizá quien inventó el refrán había encontrado una ninfa y se acostó con ella, así cualquiera.

Un día, mediado diciembre, volvía Baltasar para casa al anochecer cuando vio a Blimunda, que, como casi siempre, había venido a esperarlo al camino, pero había en ella una agitación y un temblor insólitos, sólo quien no conoce a Blimunda no sabe que ella anda por el mundo como si ya lo conociera de otras vidas anteriores, y acercándose, preguntó, Está peor mi padre, No, y luego, bajando mucho la voz, El señor Escarlata está en casa del señor vizconde, qué habrá venido a hacer aquí, Estás segura, lo has visto, Con estos ojos, Será quizá un hombre parecido, Es él, a mí me basta ver una vez a alguien, y lo vi muchas. Entraron en casa, cenaron, luego fue cada uno a su jergón, cada pareja al suyo, el viejo João Francisco con el nieto, tiene éste el sueño inquieto, toda la noche coceando, con perdón, pero al abuelo no le importa, siempre es compañía para quien no consigue dormir. Por eso sólo él oyó, a las tantas, muy tarde para quien se acuesta temprano, una frágil música que entraba por las rendijas de la puerta y del tejado, gran silencio habría aquella noche en Mafra para que un simple clavicordio, tocado en el palacio del vizconde, con puertas y ventanas cerradas por el frío, y aunque no hiciera frío así lo imponía la decencia, pudiese ser oído por un viejo a quien la edad iba ensordeciendo, aunque si fuesen Blimunda y Baltasar, éstos dirían, Es el señor Escarlata que está tocando, es bien verdad que por un dedo se conoce al gigante, esto lo decimos nosotros, ya que existe el refrán y viene a cuento. Al día siguiente, de madrugada, mientras se acomodaba en un rincón junto al hogar, dijo el viejo, Esta noche oí música, no le dieron importancia Inés Antonia ni Álvaro Diego, ni el nieto, que los viejos están siempre oyendo cosas, pero Baltasar y Blimunda quedaron tristes de celos, si allí había alguien que tenía derecho a oír músicas así eran ellos, y nadie más. Fue Baltasar al trabajo, y ella se quedó rondando el palacio durante toda la mañana.

Domenico Scarlatti había pedido licencia al rey para ir a ver las obras del convento. Lo recibió el vizconde en su casa, no porque fuera excesivo su amor por la música, sino porque, siendo el italiano maestro de la capilla real y profesor de la infanta Doña María Bárbara, resultaba, por así decirlo, una emanación corpórea del palacio. Nunca se sabe cuándo agasajos traen mercedes y, no siendo la casa del vizconde hospedería, vale la pena en todo caso hacer el bien mirando a quien. Tocó Domenico Scarlatti en el clavicordio desafinado del vizconde, por la tarde lo oyó la vizcondesa teniendo en el regazo a su hija Manuela Xavier, de sólo tres años, de cuantos estaban en el salón la más atenta fue ella, agitaba los deditos como veía hacer a Scarlatti, cosa que acabó irritando a la madre, que la pasó a los brazos del ama. No va a haber mucha música en la vida de esta chiquilla, por la noche estará durmiendo mientras Scarlatti toca, morirá al cabo de diez años, y será enterrada en la iglesia de San Andrés, donde aún está, si en el mundo hay lugar y camino para prodigios y maravillas, tal vez bajo la tierra le lleguen las músicas que el agua estará tecleando en el clavicordio que fue tirado al pozo de San Sebastián da Pedreira, si sigue habiendo pozo, que el fin de los manantiales es secarse y después se llenan las minas de escombros.

Salió el músico a visitar el convento y vio a Blimunda, disimuló uno, el otro disimuló, que en Mafra no habría vecino que no se sorprendiera, y sorprendiéndose no hiciese luego juicios incómodos, si viese a la mujer de Sietesoles conversando de igual a igual con un músico que está en casa del vizconde, qué habrá venido este hombre a hacer aquí, habrá venido a ver las obras del convento, para qué, si no es ni albañil ni arquitecto, para organista todavía el órgano nos falta, la razón ha de ser otra, Vine a decirte, y a Baltasar, que el padre Bartolomeu de Gusmão ha muerto en Toledo, que es España, adonde había huido, dicen que loco, y como no se hablaba ni de ti ni de Baltasar decidí venir a Mafra para ver si estabais vivos. Blimunda unió las manos, no como si rezase, sino como quien estrangula sus dedos, Murió, Ésa es la noticia que ha llegado a Lisboa, Aquella noche, cuando la máquina cayó en la sierra, el padre Bartolomeu Lourenço huyó de nosotros y nunca más volvió, Y la máquina, Allí sigue, qué haremos con ella, Cuidadla, cuidadla, puede que vuelva a volar un día, Y cuándo murió el padre Bartolomeu Lourenço, Dicen que el diecinueve de diciembre, como si fuera una señal, hubo en Lisboa aquel día un gran temporal, si el padre Bartolomeu de Gusmão fuese santo, sería un signo de los cielos, Qué es ser santo, señor Escarlata, Qué es ser santo, Blimunda.

Al día siguiente, Domenico Scarlatti partió para Lisboa. En una revuelta del camino, fuera ya de la villa, lo esperaban Blimunda y Baltasar, éste había perdido un jornal por despedirlo. Se acercaron al coche como quien va a pedir limosna, Scarlatti mandó parar y les tendió las manos, Adiós, Adiós. A lo lejos se oía el estampido de las cargas de pólvora, parece una fiesta, el italiano va triste, no es extraño, si viene de la fiesta, pero tristes van los otros también, quién lo diría si vuelven a la fiesta.


En su trono entre el brillo de las estrellas, con su manto de noche y soledad, tiene a sus pies el mar nuevo y las muertas eras el único emperador que en verdad tiene el globo del mundo en su mano, este tal fue el infante Don Enrique, conforme lo cantará un poeta no nacido aún *, cada uno tiene sus simpatías, pero si es del globo del mundo de lo que se trata, y de imperio y de lo que los imperios dan, hace el infante Don Enrique flaca figura comparado con este Don Juan, quinto ya se sabe de su nombre en el orden de los reyes, sentado en un sitial de palosanto, para más cómodo estar y con mayor sosiego atender al contador que va escriturando en un rol los bienes y riquezas, de Macao las sedas, las estofas, las porcelanas, las lacas, el té, la pimienta, el cobre, el ámbar gris, el oro, de Goa los diamantes en bruto, los carbunclos, las perlas, la canela, más pimienta, los paños de algodón, el salitre, de Diu las alfombras, los muebles de taracea, las colchas bordadas, de Melinde el marfil, de Mozambique negros, oro, de Angola más negros, pero éstos no tan buenos, marfil, ése sí, el mejor de la parte occidental de África, de Santo Tomé la madera, la harina de mandioca, las bananas, los ñames, las gallinas, los carneros, los cabritos, el índigo, el azúcar, de Cabo Verde algunos negros, la cera, el marfil, los cueros, aclarando que no todo marfil es de elefante, de Azores y Madeira los paños, el trigo, los licores, los vinos secos, los aguardientes, las cascas de limón escarchadas, las frutas, y de los lugares que han de ser el Brasil, el azúcar, el tabaco, el copal, el índigo, la madera, los cueros, el algodón, el cacao, los diamantes, las esmeraldas, la plata, el oro, que sólo de éste llega al reino, un año por otro, el valor de doce a quince millones de cruzados, en polvo y amonedado, aparte del otro, y aparte también del que se va al fondo o se llevan los piratas, claro está que todo esto no es ingreso de la corona, rica sí, pero no tanto, no obstante, sumado todo, de dentro y de fuera, entran en las arcas del rey más de dieciséis millones de cruzados, sólo los derechos de paso de los ríos por donde se va a Minas Gerais rinden treinta mil cruzados, tanto trabajo tuvo Dios para abrir los cauces por donde las aguas habían de correr y viene ahora un rey portugués a cobrar un peaje ganancioso.

Medita Don Juan V en lo que va a hacer con tan grandes sumas de dinero, con tan extrema riqueza, medita hoy y meditó ayer, y concluye siempre que el alma debe ser la primera consideración, por todos los medios debemos preservarla, sobre todo cuando la pueden consolar también las amenidades de la tierra y del cuerpo. Vaya pues al fraile y a la monja lo necesario, vaya también lo superfluo, porque el fraile me pone en primer lugar en todas sus oraciones, porque la monja me alegra las sábanas y otras partes, y a Roma, si con buen dinero le pagamos para tener el Santo Oficio, vaya más de lo que pide por menos cruentos beneficios, a cambio de embajadas y presentes, y si de esta pobre tierra de analfabetos, de rústicos, de toscos artífices no se pueden esperar supremas artes y oficios, búsquense en Europa para mi convento de Mafra, pagándoles con el oro de mis minas y haciendas, los rellenos y ornamentos que dejarán, como dirá el fraile historiador, ricos a los artífices de allá, y a nosotros admirados, viendo los ornamentos y rellenos. De Portugal no se requiere más que piedra, ladrillos y leña de quemar, y hombres para la fuerza bruta, ciencia poca. Si el arquitecto es alemán, si italianos los maestros de los carpinteros y de los albañiles y de los canteros, si mercaderes ingleses, franceses, holandeses y otras reses todos los días nos venden y nos compran, es muy lógico que vengan de Roma, de Venecia, de Milán y de Génova, de Lieja y de Francia, y de Holanda las campanas y los carillones, y las lámparas, los velones, los candelabros, los colgantes, los grandes veladores de bronce, y los cálices, las custodias de plata sobredorada, los sagrarios y las estatuas de los santos de que el rey es más devoto, y los paramentos de los altares, los frontales, las dalmáticas, las planetas, las pluviales, los cordones, los doseles, los palios, las albas de peregrinas, los encajes y tres mil tablones de nogal para los cajones de la sacristía y sillería del coro, por ser madera muy estimada para ese fin por San Carlos Borromeo, y de los países del norte navíos enteros cargados de madera para andamios, cobertizos y barracones, y cuerdas y amarras para los cabrestantes y roldanas, y del Brasil tablas de angelín, incontables, para las puertas y ventanas del convento, para el suelo de celdas, dormitorios, refectorio y demás dependencias, incluyendo las rejas de los espulgaderos, por ser madera incorruptible, no como este quebradizo pino portugués, que sólo sirve para hacer hervir las cazuelas y sentarse en él gente de poco peso y aliviada de bolsillos. Desde que en la villa de Mafra, va ya para ocho años, se puso la primera piedra de la basílica, ésa de Pêro Pinheiro, gracias a Dios, toda Europa se vuelve consolada hacia nosotros, hacia el dinero que recibieron por adelantado, mucho más aún hacia el que cobrarán vencido cada plazo y acabada la obra, él es los aurífices de oro y plata, él es los fundidores de campanas, él es los escultores de estatuas y relieves, él es los tejedores, él es las encajeras y bordadoras, él es los entalladores, él es los relojeros, él es los pintores, él es los cordoneros, él es los aserradores y madereros, él es los pasamaneros, él es los tenedores y repujadores de cueros, él es los tapiceros, él es los transportistas, él es los armadores de navíos, y, ya que la vaca que tan dócilmente se deja ordeñar no puede ser nuestra, o mientras no lo sea, dejémosla quedar con los portugueses, que poco tardarán en comprarnos de fiado un cuartillo de leche para hacer merengues y golosinas, Si quiere repetir su majestad, no tiene más que decirlo, advierte la madre Paula.

Van las hormigas a la miel, al azúcar derramada, al maná que viene del cielo, cuántas serán, al menos veinte mil, todas vueltas del mismo lado, como ciertas aves marinas que a centenares se reúnen en las playas para adorar al sol, es igual que el viento les dé en la cola, que les levante las plumas, lo que les importa es seguir el ojo viajero del cielo, y, en carreritas cortas, van pasando unas delante de las otras hasta que se acaba la playa y el sol se esconde, mañana volveremos a este mismo lugar, si no nosotras, serán nuestros hijos quienes vengan. De los veinte mil, casi todos son hombres, las escasas mujeres se quedan en la periferia de la congregación, no tanto por costumbre de separar los sexos en la misa, sino porque, perdiéndose ellas entre la multitud, vivas, sí, tal vez salgan, pero violadas, como hoy diríamos, que no tentarás al Señor tu Dios, y, si lo tentares, no vengas luego aquejarte de que quedaste preñada.

Ya se ha dicho que es esto una misa. Entre la obra y la Isla de Madeira hay un espacio amplio, pisado por el ir y venir de los obreros, surcado por las rodadas de los carros que vienen y van, afortunadamente está ahora seco, es la virtud de la primavera cuando empieza a acercarse a los brazos del verano, dentro de poco los hombres podrán arrodillarse sin temer demasiado por las rodilleras de los calzones, aunque no sea ésta una gente extremada en la limpieza, se lava con el propio sudor. En una eminencia al fondo hay una capillita de madera, si creen los asistentes que hay milagro capaz de meterlos a todos allí dentro, se engañan de medio a medio, más fácil fue multiplicar los panes y los peces o que cupieran dos mil voluntades en un frasco de vidrio, eso no es ningún milagro, sino la cosa más natural del mundo, lo que falta es querer. Entonces rechinan los cabrestantes, con este ruido, o semejante, se abren las puertas del cielo y del infierno, cada cual de su correspondiente calidad, de cristal las de la casa de Dios, de bronce las de la casa de Satán, se nota pronto por la diferencia de los ecos, pero el ruido aquí es sólo el del roce de las maderas, se alza lentamente el frontis de la capilla, se va levantando hasta transformar la pared en alpende, al tiempo que se abren las partes laterales, es como si manos invisibles estuvieran abriendo un sagrario, la primera vez que ocurrió esto aún no había tanta gente trabajando en la obra, pero fueron al menos cinco mil personas las que dijeron Ah, siempre ha de haber una novedad que asombre a la gente, luego se van acostumbrando, se abrió al fin la capilla de par en par, mostrando allá dentro al celebrante y el altar, será ésta una misa como otra cualquiera, parece imposible, pero toda esta gente ha olvidado ya que un día Mafra fue sobrevolada por el Espíritu Santo, diferentes son las misas que preceden a las batallas campales, cuando se cuenten y entierren los muertos quién sabe si no estaré yo entre ellos, aprovechemos bien el santo sacrificio, salvo si el enemigo ataca antes, o porque ha ido a misa más temprano o porque es de una religión que la dispensa.

Desde su púlpito de madera predicó el celebrante al mar de gente, si el mar fuera de peces, qué hermoso sermón se hubiera podido repetir aquí, con su doctrina muy clara, muy sana, pero, no siendo peces, fue la predicación como merecían los hombres, y sólo la oyeron los fieles que más cerca estaban. Sin embargo, si es cierto que el hábito no hace al monje, lo hace sin duda la fe, cuando los que asisten a la misa oyen hielo, ya saben que el predicador ha dicho cielo, si eterno infierno, si visto Cristo, si dos Dios, y si nada más oye, palabra o eco, es que se acabó el sermón y ya podemos irnos. Es sorprendente que haya acabado la misa y no se hayan quedado muertos allí mismo, no los ha matado ni el sol cuando dio de lleno en la custodia, destelleante, cuánto han cambiado los tiempos, ya hace mucho que estando una vez los betsamitas en el campo segando sus trigos, levantaron por casualidad los ojos del trabajo, y vieron que venía el Arca de la Alianza de la tierra de los filisteos, y esto fue lo que bastó para que cayeran allí redondos cincuenta mil setenta, ahora miraron veinte mil, estabas allí, no me di cuenta. Es ésta una religión de grandes holganzas, mayormente cuando están reunidos tantos fieles, dónde se iba a encontrar tiempo e instalaciones para que confesaran todos o comulgaran todos, van a andar entre tanto por ahí, a lo que salga, bostezando, peleándose, tentándole las carnes a una mujer tras un vallado o en lugares de más bellaquería, hasta mañana, que es de nuevo día laboral.

Baltasar atraviesa la explanada, hay hombres que organizan inocentes partidas de tejo, y otros juegos que el rey prohíbe, como el cara y cruz, si aparece por ahí el corregidor no van a librarse éstos del potro. Esperan a Baltasar, en el sitio acordado, Blimunda e Inés Antonia, y por allí aparecerán también, si es que no están ya, Álvaro Diego y su hijo. Bajan todos juntos al valle, en casa los espera el viejo João Francisco, que apenas puede mover las piernas, se contenta con la misa discreta que el párroco dice en la iglesia de San Andrés, asiste toda la casa del vizconde, precisamente por eso son los sermones menos aterradores, aunque tengan la desventaja de que hay que oírlos enteros porque se nota de inmediato la distracción de quienes oyen, faltas de atención naturales, por otra parte, cuando los años son muchos o mucho han fatigado. Acaban de comer, Álvaro Diego duerme la siesta, el hijo va a cazar pájaros con otros de su edad, las mujeres remiendan y repasan la ropa discretamente, porque ésta es fiesta de guardar y Dios no quiere que se trabaje, no obstante, si no se remienda hoy este desgarrón, mañana será mayor, y si es verdad que Dios castiga sin piedra ni palo, verdad es también que remendar es trabajo sólo de aguja e hilo, aunque no sea mucha mi maña, y no es extraño, que cuando Adán y Eva fueron creados tanto sabía uno como otro, y cuando los expulsaron del paraíso, no consta que hubieran recibido del arcángel una lista con los trabajos de hombre y los trabajos de mujer, a ésta sólo se le dijo, Parirás con dolor, pero hasta esto se acabará un día. Baltasar deja en casa el espigón y el gancho, va con el muñón a la fresca, quiere ver si vuelve a sentir aquel confortante dolor en la mano, ahora cada vez más raro, y aquella comezón en la parte interna del pulgar, la sensación voluptuosa de rascarlo con la uña del índice, y que no le digan que todo esto sólo ocurre en su cabeza, porque él responderá que en la cabeza no tiene dedos, Pero tú, Baltasar, no tienes ya la mano, De eso nadie puede estar seguro, para qué discutir con gente así, que es capaz de negar hasta la propia realidad.

Es sabido que Baltasar va a beber, pero no se embriagará. Bebe desde que supo de la muerte del padre Bartolomeu Lourenço, triste muerte, fue una conmoción muy grande, como un terremoto profundo que le hubiera rasgado los cimientos, dejando fuera, en la superficie, las paredes aplomadas. Bebe porque constantemente recuerda la passarola, allá en la sierra del Barregudo, en una ladera del Monte Junto, quién sabe si la habrán encontrado ya los contrabandistas o los pastores, y sólo de pensarlo sufre como si estuvieran torturándolo en el potro. Pero, bebiendo, llega siempre un momento en que siente en su hombro la mano de Blimunda, no precisa nada más, está Blimunda tranquila en casa, Baltasar coge la jarra del vino, cree que va a beberlo como bebió los otros, pero la mano le toca el hombro, y una voz le dice, Baltasar, y la jarra vuelve a la mesa intacta, los amigos saben que ese día no va a beber más. Se quedará callado, escuchando sólo, mientras el sopor del vino se desvanece lentamente y las palabras de los otros vuelven a tener sentido aunque sea el de la misma y repetida historia, Me llamo Francisco Marques, nací en Cheleiros, aquí, cerca de Mafra, a unas dos leguas, tengo mujer y tres hijos pequeños, toda mi vida la he pasado trabajando a jornal, y, como no veía modo de salir de la miseria, decidí venir a trabajar para el convento, que fue un fraile de allá, de mi tierra, quien me dijo que viniera, eso por lo que oí decir, que yo entonces era un chiquillo, más o menos como tu sobrino ahora, pero la verdad es que no tengo motivos de queja, Cheleiros no está lejos, de vez en cuando le doy un poco de movimiento a las piernas, las dos que andan y la de en medio, el resultado es que la mujer está preñada otra vez, el dinero que ahorro allá se queda, pero los pobres tenemos que comprarlo todo, no nos viene nada de la India o de Brasil, ni tenemos empleos ni encomiendas en palacio, qué puedo hacer con los doscientos reales de jornal, tengo que pagar lo que como aquí y la jarra de vino que me bebo, la buena vida es para los dueños de las posadas, y si es verdad que vinieron obligados de Lisboa muchos de ellos, yo por necesidad vivo y necesitado sigo, Mi nombre es José Pequeno, no tengo padre ni madre, ni mujer que sea mía, ni siquiera sé si éste es mi verdadero nombre o si tuve otro antes, aparecí en una aldea junto a Torres Vedras y el párroco me bautizó, José es mi nombre de pila, lo de Pequeno me lo pusieron después, porque no crecí mucho, con esta chepa a cuestas ninguna mujer me quiso para vivir, y todas me piden más por ponerme encima de ellas, no tengo otra compensación, ven aquí, y ahora, vete, cuando sea viejo ya ni para eso sirvo, si vine a Mafra es porque me gusta trabajar con los bueyes, los bueyes andan prestados en este mundo, como yo, no somos de acá, Me llamo Joaquim da Rocha, nací en el término de Pombal, y allá está la familia, sólo mujer, hijos tuve cuatro, pero todos murieron antes de cumplir diez años, dos de la viruela, los otros no sé de qué, con la sangre chupada, tenía allá una tierra en aparcería, pero no daba para comer, entonces le dije a la mujer, me voy a Mafra, es trabajo seguro y por muchos años, mientras dure, duró, ahora hace ya seis meses que no voy por casa, y puede que no vuelva más, mujeres no faltan, y la mía debía de ser de mala raza para parir así cuatro hijos y dejarlos morir a todos, Me llamo Manuel Milho, vengo de la parte de Santarem, un día pasaron por allá los oficiales del corregidor con un pregón de que había buen jornal en estas obras de Magra, y aquí me vine, con algunos más, dos de los que vinieron conmigo se quedaron en aquel derrumbe de tierras que hubo el año pasado, no me gusta esto, y no porque hayan muerto dos paisanos, que el hombre no puede elegir dónde ha de morir, salvo si es él quien elige su propia muerte, sino porque echo en falta el río de mi tierra, bien sé que agua la hay en el mar de sobra, se ve desde aquí, pero a ver qué puede hacer un hombre en esa inmensidad, siempre las olas batiendo contra las piedras, siempre contra la arena, mientras que el río corre entre sus márgenes, es como una procesión penitente, él arrastrándose, y nosotros de pie, mirando, somos como los fresnos y los chopos, y cuando uno quiere ver cómo está su cara, si ha envejecido mucho, el agua es el espejo que pasa y está parado, y nosotros también estamos parados y vamos pasando, de dónde me vienen estas cosas a la cabeza, yo no sé decirlo, Mi nombre es João Anes, vine de Porto y soy tonelero, también para construir un convento se precisan toneleros, quién iba si no a concertar las duelas y a hacer cubas y tinas, si un albañil está en el andamio y le hacen llegar el cubo de la masa, tiene que mojar las piedras con la escobilla para que agarren bien, la que ya está y la que va a asentarse, y para eso tiene que tener el balde, y dónde van a beber los animales, pues beben en las tinas, y quién hace las tinas, pues los toneleros, no es por alabanza pero no hay oficio como el mío, hasta Dios fue tonelero, mirad esa gran tina que es el mar, si la obra no fuera perfecta, si las duelas no estuvieran bien ajustadas, entraría el mar tierra adentro y ya teníamos otro diluvio encima, sobre mi vida no tengo mucho que decir, dejé a la familia en Porto, y allá se las van arreglando, hace dos años que no veo a mi mujer, a veces sueño que estoy acostado con ella, pero si soy yo, no tengo mi cara, al día siguiente no adelanto en el trabajo, me gustaría verme completo en el sueño, en vez de aquella cara sin boca, sin ojos y sin nariz, qué cara estará mi mujer viendo ahora, no sé, pero me gustaría que fuera la mía, Mi nombre es Julián Maltiempo, soy del Alentejo y he venido a trabajar a Mafra por causa de las grandes hambres que hay en mi provincia, ni sé cómo queda allí nadie vivo, si no fuera porque nos hemos acostumbrado a comer hierbas y bellotas ya habría muerto todo el mundo, es una pena ver una tierra tan grande, eso sólo puede saberlo quien haya pasado por allí, y no hay más que un erial, pocas son las tierras trabajadas y sembradas, el resto sólo matojos y soledad, y es un país de guerras, con los españoles entrando y saliendo como de cacería, ahora está en paz todo aquello, a ver por cuánto tiempo, que los reyes y los hidalgos cuando no andan corriéndonos y matándonos a nosotros corren y matan la caza, por eso ay del pobre a quien cojan con un conejo en el saco, aunque lo haya encontrado ya muerto en el monte de enfermedad o de vejez, lo menos que le puede suceder es una docena de zurriagazos en las costillas, para que aprenda que Dios hizo los conejos para diversión y hartazgo de señores, y aún valdrían la pena los zurriagazos si pudiéramos quedarnos con la caza, si me vine a Mafra fue porque el párroco del pueblo predicaba en la iglesia que quien viniera a trabajar para el rey sería criado suyo, bueno, no exactamente, pero como si lo fuera, y que los criados del rey, decía el cura, no sufren privaciones de boca y andan siempre con las carnes tapadas, aún mejor que en el paraíso, porque si es cierto que Adán, no teniendo quien le disputara la pitanza, comía a su gusto y conforme a apetito, ya de vestidos andaba peor, al fin resultó que todo era mentira, no hablo del paraíso, que no soy de aquel tiempo, pero de Mafra sí, que si no muero de hambre es porque gasto cuanto gano, roto ando como andaba, y, en cuanto a ser criado del rey, aún espero no morir sin ver la cara de mi amo, a no ser que me muera de estar tanto tiempo lejos de la familia, un hombre, si tiene hijos, también se alimenta de verles la cara, ojalá se alimentaran ellos de ver la nuestra, es el destino, acabamos la vida mirándonos los unos a los otros, quién eres tú, qué has venido a hacer aquí, quién soy yo y qué hago, ya pregunté y no obtuve respuesta, no, ningún hijo mío tiene los ojos azules, pero tengo la seguridad de que todos son míos, esto de los ojos azules es cosa que aparece de vez en cuando en la familia, ya mi abuela los tenía así, Mi nombre es Baltasar Mateus, todos me conocen por Sietesoles, José Pequeno sabe por qué le llaman así, pero yo no sé desde cuándo y por qué nos metieron los siete soles en casa, si fuésemos siete veces más antiguos que el único sol que nos alumbra, entonces deberíamos ser nosotros los reyes del mundo, en fin éstas son charlas locas de quien ya estuvo cerca del sol y ahora ha bebido de más, si me oís decir cosas insensatas, o es del sol que llevo encima, o del vino que llevo dentro, lo que sí es cierto es que nací aquí, hace cuarenta años, mi madre ha muerto, se llamaba Marta María, mi padre apenas puede andar, creo que le están naciendo raíces en los pies, o es que el corazón busca ya descanso en la tierra, teníamos por ahí unas tierras, como Joaquim da Rocha, pero, con tanto terraplenar, ya ni el sitio sé, hasta yo llevé en mi carretilla alguna de aquella tierra que fue mía, quién habría de decirle a mi abuelo que un nieto suyo iba a tirar aquella tierra que fue cavada y sembrada, ahora le ponen un torreón encima, son vueltas que da la vida, la mía tampoco ha dado pocas, siendo mozo cavé y sembré para los labradores, nuestra tierra era tan pequeña que mi padre daba cuenta del trabajo y aún le quedaba tiempo de trabajar a jornal, bien, hambre, lo que se dice hambre, nunca pasamos, pero hartura o suficiencia nunca supimos lo que era, después fui a la guerra del rey, allá quedó mi mano izquierda, sólo más tarde supe que, sin ella, empezaba a ser igual a Dios, y como ya no servía para la guerra, volví a Mafra, pero antes estuve unos años en Lisboa, y sólo esto y nada más, Y en Lisboa, qué hiciste, preguntó João Anes, que era, de todos, el único oficial de oficio, Estuve en el matadero del Terreiro do Paço, pero era sólo para carretear la carne, Y cuándo estuviste cerca del sol, eso quiso saber Manuel Milho, probablemente por ser él quien solía contemplar el río pasando, Eso, fue una vez que subí a una sierra muy alta, tan alta que extendiendo el brazo tocaba el sol, ni sé si perdí la mano en la guerra o si el sol me la quemó, Y qué sierra era, en Mafra no hay sierras que lleguen al sol, y en el Alentejo tampoco, que el Alentejo lo conozco bien, preguntó Julián Maltiempo, Quizá haya sido una sierra que aquel día estaba alta y ahora está baja, Si para arrasar un monte de éstos son precisas tantas cargas de pólvora, para rebajar una sierra alta se gastaba toda la que hay en el mundo, dijo Francisco Marques, el que primero había hablado, y Manuel Milho insistió, Llegar cerca del sol, sólo volando como los pájaros, allá, a orillas del río, se ven a veces unos milanos que van subiendo, subiendo, dando vueltas, y luego desaparecen, quedan tan pequeños que ya no se pueden ver, y entonces van al sol pero nosotros no sabemos ni el camino por donde se llega, ni la puerta por donde se entra, pero tú eres hombre, no tienes alas, A no ser que seas brujo, dijo José Pequeno, como una de mi pueblo que se untaba con ungüentos, se ponía a caballo de una escoba e iba de noche de un sitio a otro, eso decían, que yo, ver, nunca la vi, No soy brujo, decid cosas como ésas y me lleva el Santo Oficio, y tampoco nadie me ha oído decir que volara, Pero has dicho que estuviste cerca del sol, y aún más, que empezaste a ser igual a Dios después de haberte quedado sin mano, si esa herejía llega a oídos del Santo Oficio no hay quien te salve, Nos salvaríamos todos si nos hiciéramos iguales a Dios, dijo João Anes, Si nos hiciéramos iguales a Dios podríamos juzgarlo por no haber recibido de él esa igualdad, dijo Manuel Milho, y Baltasar explicó al fin, con gran alivio al ver que no se hablaba ya del volar, Dios no tiene mano izquierda porque es a su diestra donde sienta a sus elegidos, y como los condenados van al infierno, a la izquierda de Dios no queda nadie, ahora bien, si allá no queda nadie, para qué iba a querer Dios la mano izquierda si la mano izquierda no sirve, esto quiere decir que no existe, mi mano no sirve porque no existe, es la única diferencia, Tal vez la izquierda de Dios sea otro dios, quizá Dios esté sentado a la derecha de otro dios, quizá Dios sea sólo un elegido de otro dios, quizá seamos todos dioses sentados, de dónde me vienen estas cosas a la cabeza, no sé, dijo Manuel Milho, y Baltasar remató, Entonces soy yo el último de la fila, a mi izquierda no puede sentarse nadie, conmigo se acaba el mundo, De dónde vienen estas cosas a las cabezas de estos rústicos, analfabetos todos, menos João Anes, que tiene algunas letras, es cosa que no sabemos.

La campana de la iglesia de San Andrés, en el fondo del valle, tocó el Ave María. Sobre la Isla de Madeira, en las calles y plazas, dentro de las tabernas y en los barracones se oye un murmullo continuo, como el del mar a lo lejos. Veinte mil hombres estaban rezando la oración de la tarde, o contándose sus vidas unos a otros, quién sabe.


Tierra suelta, escombros, lascas que la pólvora o el pico arrancaron al pedernal profundo, y que transportan luego los hombres en carretillas llenando el valle con lo que se va arrasando del monte o extrayendo de los nuevos fosos. Para desechos de mayor porte y peso andan los carros grandes, chapeados de hierro, que los bueyes o las mulas arrastran sin más pausa que cargar y descargar. En los andamios, por las rampas de tablones, suben hombres las piedras suspendidas del yugo que les asientan sobre la nuca y los hombros, sea por siempre alabado quien inventó la almohadilla de apoyo, fue sin duda alguien a quien le dolía. Son trabajos ya dichos, fáciles de referenciar por ser de fuerza bruta, pero la causa de su reiteración es evitar que olvidemos lo que, por ser tan común y de tan mínima arte, se suele mirar sin más consideración que aquella con la que distraídamente vemos nuestros propios dedos escribiendo, así de un modo y otro va quedando oculto aquel que hace bajo aquello que es hecho. Mucho mejor veríamos, y mucho más, si mirásemos desde arriba, por ejemplo, planeando en la máquina voladora sobre este lugar de Mafra, el paseado monte, el conocido valle, la Isla de Madeira que las estaciones han oscurecido con lluvia o sol, y algunos tablones se pudren ya, la tala del pinar de Leiria y en los términos de Torres Vedras y Lisboa, los humos diurnos y nocturnos de las tejeras y hornos de cal que entre Mafra y Cascais son centenares, los barcos que traen otros ladrillos del Algarve y de Entre-Douro-e-Minho y los van a descargar, Tajo adentro, por un canal abierto a brazo hasta el desembarcadero de San Antonio do Tojal, los carros que por Monte Achique y Pinheiro de Loures traen estas y otras materias al convento de su majestad, y aquellos otros que cargan las piedras de Pêro Pinheiro, no hay mejor mirador que este donde estamos, no nos haríamos idea de la grandeza de la obra si el padre Bartolomeu Lourenço no hubiera inventado la passarola, a nosotros nos sustentan en el aire las voluntades que Blimunda juntó en las esferas de metal, por allá abajo andan otras voluntades, presas al globo de la tierra por la ley de la gravedad y de la necesidad, si pudiéramos contar los carros que se mueven por estos caminos de ida y vuelta próximos o lejanos, llegaríamos a los dos mil quinientos, vistos desde aquí parecen estar parados, es por ser tan pesada la carga. Mas a los hombres, si los quisiéramos ver, tendría que ser de más cerca.

Durante muchos meses, Baltasar arrastró y empujó carretillas hasta que un día se cansó de ser mula de litera, unas veces delante y otras detrás, y, habiendo prestado públicas y buenas pruebas ante los oficiales del oficio, pasó a andar con una yunta de bueyes, de las muchas que el rey había comprado. Fue de buena ayuda en el ascenso José Pequeno, cuya corcova caía en gracia al mayoral, hasta el punto de decir que el boyero quedaba con la cara a la altura del hocico de los bueyes, y era casi verdad, pero, si pensó que con esto le ofendía, muy engañado estaba, porque José Pequeno, por primera vez, tuvo consciencia del placer que le causaba poder mirar por derecho con sus ojos de hombre los inmensos ojos de los animales, inmensos y mansos, donde veía reflejada su propia cabeza, el tronco, y, allá abajo, hundiéndose en la orla inferior del párpado, las piernas, cuando un hombre cabe entero en el ojo de un buey se puede en fin reconocer que el mundo está bien construido. Fue de buena ayuda José Pequeno por que instó al mayoral para que pasara Baltasar Sietesoles a boyero, que si ya andaba con los bueyes un lisiado bien podrían ser dos, se hacen compañía uno al otro, y si no se entiende con el trabajo, no se pierde nada, vuelve a las carretillas, en un día se podrá ver la habilidad del hombre. De bueyes sabía Baltasar lo suficiente, no en vano había lidiado con ellos tantos años, y en dos trayectos se vio que el gancho no era defecto y que la mano derecha no había olvidado ninguna de las cláusulas del arte de la aguijada. Cuando llegó a casa por la noche, iba tan contento como cuando, de chiquillo, descubrió el primer huevo en un nido, cuando de hombre estuvo con la primera mujer, cuando soldado oyó el primer toque de trompeta, y de madrugada soñó con sus bueyes y la mano izquierda, nada le faltaba, hasta Blimunda iba montada en uno de los animales, y que entienda esto quien sepa de sueños soñados.

Llevaba Baltasar poco tiempo en esta su nueva vida cuando hubo noticia de que era necesario ir a Pêro Pinheiro a buscar una piedra muy grande que allí había, destinada al balcón que quedará sobre el pórtico de la iglesia, tan excesiva la tal piedra que se calcularon en doscientas las yuntas necesarias para traerla, y muchos los hombres que tendrían que ir para ayudar. En Pêro Pinheiro se construiría el carro que tendría que cargar el pedrusco, especie de nave de India con ruedas, esto decía quien ya había visto algunos de sus elementos e igualmente pusiera los ojos, alguna vez, en la nao de la compración. Exageración será, seguro, mejor es que juzguemos con nuestros propios ojos, con todos estos hombres que se están levantando aún de noche y van a salir para Pêro Pinheiro, ellos y los cuatrocientos bueyes, y más de veinte carros que llevan los pertrechos para la conducción, a saber, cuerdas y amarras, cuñas, palancas, ruedas de reserva hechas por la medida de las otras, ejes para el caso de que se partan algunos de los primitivos, escoras de tamaños diversos, martillos, alicates, chapas de hierro, guadañas para cortar heno para los animales, y van también las provisiones que han de comer los hombres, fuera de lo que pudiera ser comprado en los lugares, un mundo de cosas cargando los carros, que quien creyó hacer a caballo el viaje hacia abajo va a tener que hacerlo a pie, no es mucho, tres leguas para allá, tres para acá, cierto es que los caminos no son buenos, pero tantas veces habían hecho ya los bueyes y los hombres esta jornada con otras cargas, que sólo con poner en el suelo la pata y la suela en seguida ven que están en tierra conocida, aunque costosa de subir y peligrosa de bajar. De aquellos hombres que conocimos el otro día, van en el viaje José Pequeno y Baltasar, llevando cada cual su yunta, y, entre el personal de a pie, sólo llamado para hacer fuerza, va el de Cheleiros, aquel que tiene allá mujer e hijos, Francisco Marques es su nombre, y también va Manuel Milho, el de las ideas que le vienen de no sabe dónde. Van otros Josés, y Franciscos, y Manueles, serán menos los Baltasares, y habrá Juanes, Álvaros, Antonios y Joaquines, tal vez Bartolomés, pero ninguno el ya sabido, y Pedros, y Vicentes, y Benitos, Bernardos y Cayetanos, todo cuanto es nombre de varón va aquí, todo cuanto es vida también, sobre todo si es atribulada, principalmente si es miserable, ya que no podemos hablarles de las vidas, por ser tantas, dejemos al menos aquí escritos sus nombres, ésa es nuestra obligación, sólo para eso escribimos, para hacerles inmortales, pues aquí están, si de nosotros depende, Alcino, Blas, Cristóbal, Daniel, Egas, Firmino, Gerardo, Horacio, Isidro, Juvino, Luis, Marcolino, Nicanor, Onofre, Paulo, Quiterio, Rufino, Sebastián, Tadeo, Ubaldo, Valerio, Xavier, Zacarías, una letra de cada uno para que queden todos aquí representados, quizá no todos esos nombres sean propios del tiempo y del lugar, menos aún de las personas, pero, mientras no se acabe quien trabaje, no se acabarán los trabajos, y algunos de éstos estarán en el futuro de alguno de aquéllos, a la espera de quien venga a tener el nombre y la profesión. De cuantos pertenecen al alfabeto de la muestra y van a Pêro Pinheiro, nos pesa dejar ir sin vida contada a aquel Blas que es pelirrojo y camões * del ojo derecho, no faltaría quien empezara a decir que es ésta una tierra de tarados, un jiboso, un manco, un tuerto, y que estamos cargando las tintas, que para héroes hay que elegir a los bellos y hermosos, a los esbeltos y galanes, a los enteros y completos, así lo habríamos querido, pero, la verdad es la verdad, y que nos agradezcan al menos que no hayamos metido en esta historia a todos los belfos y tartamudos, a los cojos y prognáticos, a los zambos y a los epilépticos, a los orejudos y a los tontos, a los albinos y canos, los de la sarna y los de la llaga, los de la tiña y los de la roña, entonces sí, se vería el cortejo de lázaros y quasimodos que está saliendo de la villa de Mafra, de madrugada aún, suerte que de noche todos los gatos son pardos y bultos todos los hombres, si Blimunda hubiera venido a la despedida sin haber comido su pan, qué voluntad vería en cada uno, la de ser otra cosa.

Apenas nació el sol, sube la temperatura del día, cosa nada rara pues estamos en julio. Tres leguas, para este pueblo de andarines, no es jornada matadora, tanto más cuanto que el común del personal regula el paso por la andadura de los bueyes, y éstos no tienen ningún motivo para ir de prisa. Sueltos de carga, sólo uncidos a pares, van incómodos con tanta holgura, y casi sienten envidia de los hermanos que tiran de los carros de los pertrechos, es como estar en la ceba antes del matadero. Los hombres, ya se dijo, van lentamente, callados unos, otros conversando, cada cual buscando los amigos que tiene, pero a uno de ellos pareció picarle una avispa y, apenas salió de Mafra, se largó con trote corto, parecía como si fuera a Cheleiros a librar al padre de la horca, era Francisco Marques, que aprovechaba la ocasión para ir a ahorcarse entre las piernas de su mujer, ahora que ha parido ya, o no será tal la idea quizá, sino sólo la de estar con los hijos, charlar un rato con la esposa, cortejarla sólo, sin pensar en fornicios que tendrían que ser apresurados porque vienen ahí atrás los compañeros, y por lo menos a Pêro Pinheiro conviene que llegue al mismo tiempo que ellos, ya están pasando por nuestra puerta, a ver si nos da tiempo, el pequeño está durmiendo, no se entera de nada, a los otros los mandamos que vayan a ver si llueve, y ellos entienden que el padre quiere estar con la madre, qué sería de nosotros si el rey hubiera mandado hacer el convento en el Algarve, y ella preguntó, Ya te vas, y él respondió, Qué remedio, pero, a la vuelta, si acampamos cerca me quedo contigo toda la noche.

Cuando Francisco Marques llegó a Pêro Pinheiro, echando los bofes por la boca, con las piernas temblándole, ya estaba armado el campamento, aunque no había barracas, no había tiendas, los soldados eran sólo los de la vigilancia acostumbrada, más parecía aquello una feria de ganado, con más de cuatrocientas cabezas, y los hombres andando entre los bueyes, apartándolos a un lado, y con eso se espantaban algunos animales, daban cabezadas, aparatosas pero sin malicia, después los dispusieron para comer el heno que descargaban de los carros, iban a tener que esperar mucho, ahora comían a toda prisa los hombres de la pala y el pico, que serán precisos más adelante. Estaba mediada la mañana, batía el sol con fuerza en el suelo duro y seco, cubierto de menudos fragmentos de mármol, lascas, esquirlas, y, a un lado y otro del rebaje del fondo de la cantera, grandes bloques esperaban su vez para ser llevados a Mafra. Tenían seguro el viaje, pero no hoy.

Algunos hombres se habían reunido en medio del camino, los de atrás intentaban ver por encima de las cabezas de los otros, o forcejeaban por abrirse paso entre éstos, y Francisco Marques se acercó, compensando el retraso con el empeño de saber, Qué están mirando ahí, quizá fue el pelirrojo quien le respondió, Es la piedra, y otro añadió, Nunca vi cosa semejante en mi vida, y movía la cabeza, asombrado. En esto llegaron los soldados y con órdenes y empujones disolvieron la reunión, A ver, apartaos, los hombres son tan curiosos como los chiquillos, y vino el oficial de la veeduría encargado de este transporte, Apártense, dejen sitio, los hombres se apartaron atropellándose, y ella apareció, bien había dicho el Blas pelirrojo y tuerto, La piedra.

Era una laja rectangular, enorme, una barbaridad de mármol rugoso asentado sobre troncos de pino, si nos acercáramos más, oiríamos sin duda el gemido de la savia, como oímos ahora el gemido de asombro que salió de la boca de los hombres, en este instante en que la piedra apareció en su real tamaño. Se acercó el oficial de la veeduría y le puso la mano encima, como si estuviera tomando posesión de ella en nombre de su majestad, pero si estos hombres y estos bueyes no hicieran la fuerza necesaria, todo el poder del rey sería viento, polvo, nada. Pero harán la fuerza. Para eso han venido, para eso dejaron tierras y trabajos suyos, trabajos que eran también de fuerza en tierras que la fuerza apenas amparaba, puede estar tranquilo el veedor, que aquí nadie va a negarse.

Los hombres de la cantera se aproximan, van a terminar de apurar el corte de la pequeña elevación por donde la piedra había sido arrastrada, para hacerle una pared vertical por el lado más estrecho de la laja. Es aquí donde vendrá a colocarse la nao de la India, pero, primero, los hombres venidos de Mafra tendrán que abrir una larga avenida por donde bajará el carro, una rampa que suavemente vaya hasta la carretera, sólo después podrá empezar el viaje. Armados de picos y azadones, los hombres de Mafra avanzaron, el oficial marcó en el suelo el trazado del rebaje, y Manuel Milho, que estaba al lado del de Cheleiros, midiéndose con la laja ahora tan próxima, dijo, Es la madre de la piedra, no dijo que era el padre de la piedra, sí la madre, tal vez porque venía de las profundidades, manchada aún por el barro de la matriz, madre gigantesca sobre la que podrían acostarse cuántos hombres, o ella aplastarlos, a cuántos, que haga las cuentas quien quiera, que la laja tiene una anchura de treinta y cinco palmos, una longitud de quince, y un grosor de cuatro, y, para ser completa la noticia, después de labrada y pulida, allá en Mafra, quedará sólo un poco más pequeña, treinta y dos palmos, catorce, tres, por el mismo orden y partes, y cuando un día se acaben los palmos y los pies por haberse encontrado metros en la tierra, irán otros hombres a sacar otras medidas, y encontrarán siete metros, tres metros, sesenta y cuatro centímetros, tomen nota, y como los pesos viejos llevaron el mismo camino de las medidas viejas, en vez de dos mil ciento doce arrobas, diremos que el peso de la piedra del balcón de la casa a la que se llamará de Benedictiones es de treinta y un mil veintiún kilos, treinta y una toneladas en números redondos, señoras y señores visitantes, y ahora pasemos a la sala siguiente, que aún tenemos mucho que andar.

Entre tanto, durante todo el día, los hombres cavaron la tierra. Vinieron los boyeros a echar una mano, Baltasar Sietesoles volvió a la carretilla, sin desdoro, es bueno no olvidar los trabajos pesados, nadie está libre de volver a necesitar de ellos, imaginemos que mañana se pierde el sentido de la palanca, no habrá más remedio que arrimar el hombro y el brazo, hasta que resucite Arquímedes y diga, Dadme un punto de apoyo para que ustedes muevan el mundo. Cuando se puso el sol estaba abierto el camino en una extensión de cien pasos hasta la carretera pavimentada, que habían recorrido durante la mañana con más comodidad. Cenaron los hombres y se fueron a dormir, dispersos por los campos, bajo los árboles, al abrigo de los bloques de piedra, blanquísimos, que se volvieron fulgurantes cuando salió la luna. Estaba cálida la noche. Si ardían algunas hogueras era sólo como compañía de los hombres. Los bueyes rumiaban, dejando caer un hilo de baba que devolvía al suelo los jugos de la tierra, adonde todo vuelve, hasta las piedras con tanto trabajo alzadas, los hombres que las yerguen, las palancas que las soportan, los calzos que las amparan, no imaginan ustedes la suma de trabajo que es este convento.

Oscuro aún, sonó la corneta. Los hombres se levantaron, enrollaron las mantas, los boyeros uncieron los bueyes, y de la casa donde había dormido bajó el veedor a la cantera con sus ayudantes, más los vigilantes, para que éstos supieran qué ordenes tenían que dar y para qué. Se descargaron de los carros las cuerdas y los amarres, se dispusieron las yuntas camino arriba, en dos hileras. Pero aún no había llegado la nao de la India. Era una plataforma de gruesos maderos asentada sobre seis ruedas macizas, de ejes rígidos, de tamaño un poco mayor que la losa que tendría que transportar. Venía arrastrada a brazo, con gran alarido de quien hacía fuerza y de quien la mandaba hacer, un hombre se distrajo, dejó un pie bajo la rueda, se oyó un chillido, un grito de dolor insoportado, empezaba mal el viaje. Baltasar estaba cerca con sus bueyes, vio brotar la sangre, y de repente se halló en Jerez de los Caballeros, quince años atrás, cómo pasa el tiempo. Con él suele pasar el dolor, pero para que pase éste es aún pronto, el hombre ya va allí, sin parar de gritar, lo llevan en una parihuela a Morelena, donde hay enfermería, tal vez escape con un trozo de pierna menos, mierda. También en Morelena durmió Baltasar una noche con Blimunda, así es el mundo, reúne en el mismo lugar el gran placer y el gran dolor, el buen olor de los humores sanos y la podredumbre fétida de la herida gangrenada, para inventar cielo e infierno sólo sería necesario conocer el cuerpo humano. Ya no se ve señal de la sangre que quedó en el suelo, pasaron las ruedas del carro, pisaron los pies de los hombres, las patas hendidas de los bueyes, la tierra absorbió y confundió el resto, sólo un guijarro que fue apartado a un lado conservaba todavía algún color.

La plataforma bajó muy lentamente, amparada en el declive por los hombres que prudentemente iban dando holgura a las cuerdas hasta llegar finalmente a la pared de tierra que los albañiles habían alisado. Ahora sí, se verían ciencia y arte. Con grandes piedras calzaron las ruedas todas del carro, para que no se alejara de la pared cuando la laja fuera elevada de su lecho de troncos y cayera y se deslizase sobre la plataforma. Toda la superficie de ésta fue cubierta de barro para reducir el roce de la piedra contra la madera, y al fin empezaron a pasar las amarras, de modo que abrazaran la laja en sentido de la anchura, una de cada lado, por fuera de los troncos, otro amarre la ceñía en longitud, formando así seis cabos que se juntaron en la delantera del carro y ataron a un recio madero reforzado con agarres de hierro, de donde nacían otras dos amarras, más gruesas, que eran los tirantes principales, sucesivamente acrecentados con ramas de menor grosor, por los que deberían tirar los bueyes. No es éste el caso de emplear menos tiempo haciéndolo que explicándolo, al contrario, el sol ya nació, se levantó por encima de los montes que vemos allá, y todavía están reforzando los últimos nudos, echaron agua sobre el barro que se había secado, pero antes es preciso disponer las yuntas a buena distancia, tensas todas las cuerdas lo suficiente como para que no se pierda la fuerza de arrastre por culpa de un desajuste, tiro yo, tiras tú, tanto más cuanto que, en definitiva, no hay espacio que llegue para las doscientas yuntas y la tracción tiene que hacerse por derecho, de frente y hacia arriba, Menuda obra, dijo José Pequeno, que era el primero del cordón de la izquierda, si de Baltasar salió alguna opinión no llegó a oírse porque estaba más lejos. Allá, en lo alto, va a dar la voz el capataz de maniobra, un grito que empieza arrastrado y luego acaba secamente como una carga de pólvora, sin ecos, Eeeeeiiiiiii-ó, como los bueyes tiren más de un lado que del otro, apañados estamos, Eeeeeiiiiiii-ó, ahora salió el grito, doscientos bueyes se agitaron, tiraron, primero de un estirón, luego con fuerza continua, después interrumpida, porque algunos resbalan, otros se inclinan hacia fuera o hacia dentro, cuestión de ciencia del boyero, las cuerdas rozan ásperamente los costados, al fin, entre clamores, insultos, palabras de aliento, se acertó la tracción por unos segundos y la losa avanzó un palmo, triturando los troncos. El primer impulso fue bueno, el segundo, no, el tercero tuvo que ajustar los dos anteriores, ahora sólo tiran éstos y los otros aguantan, al fin la losa empezó a avanzar sobre la plataforma, mantenida aún encima de ella por la altura de los troncos, hasta que se desequilibró, bajó bruscamente y cayó sobre el carro, la arista rugosa mordió los maderos y ahí se inmovilizó la piedra, tener o no tener extendido allí el barro sería igual que nada si no apareciesen otras providencias. Subieron hombres a la plataforma con largas y fortísimas palancas, esforzadamente alzaron la piedra aún inestable, y otros introdujeron por debajo unos calzos para que pudiera deslizarse sobre el barro, ahora va a ser fácil, Eeeeeeiiii-ó, Eeeeeeeiii-ó, Eeeeeeeiiii-ó, todo el mundo tira con entusiasmo, hombres y bueyes, la pena es que no esté aquí Don Juan V en lo alto de la subida, no hay pueblo que tire mejor que éste. Ya han soltado las amarras laterales, toda la tracción se ejerce sobre aquella que abraza la piedra a lo largo, es cuanto basta, parece leve la losa, tan fácilmente se desliza por la plataforma, sólo cuando al fin cae por entero se oye retumbar el peso, todo el armazón del carro rechina, si no estuviera calzado, piedras sobre piedras, se enterrarían las ruedas hasta los cubos. Retiraron los grandes bloques de mármol que servían de calzos, ya no hay peligro de que el carro huya. Ahora avanzan los carpinteros, con mazos, taladros y formones, abren espacios, en la espesa plataforma, en el mismo borde de la laja, ventanas rectangulares donde van encajando y batiendo cuñas, luego las fijan con clavos gruesos, es un trabajo que lleva tiempo, el resto del personal anda por allí, descansando por las sombras, los bueyes rumian y espantan a los moscardones con el rabo, hace mucho calor. Cuando los carpinteros acabaron su tarea, la corneta tocó a comer, y el veedor vino a dar orden de que ataran la losa al carro, es operación que está a cargo de los soldados, tal vez porque es cosa de disciplina y responsabilidad, tal vez por estar habituados con la artillería, en menos de media hora queda la piedra fija, atada sólidamente, cuerdas y más cuerdas, como si formara cuerpo con la plataforma, a donde vaya una, va la otra. No hay nada que enmendar, la obra está bien hecha. Visto de largo, el carro es un animal de caparazón, una tortuga amarrada con fuerza, sobre piernas cortas y, como está sucio de barro, parece como si acabara de salir de las profundidades de la tierra, la misma tierra que prolonga la elevación en que aún está apoyado. Los hombres y los bueyes están ya comiendo, luego habrá que echar una siesta, si la vida no tuviera estas cosas tan buenas como comer y descansar, no valía la pena construir conventos.

Se dice que el mal no persevera, aunque, por la fatiga que trae consigo, parezca a veces que sí, pero de lo que no hay duda es de que el bien no dura siempre. Está un hombre en suavísima modorra, oyendo las cigarras, no fue la comida de mucha abundancia, pero un estómago advertido sabe encontrar mucho en lo escaso y además tenemos el sol, que también alimenta, de pronto resuena la corneta, si estuviéramos en el valle de Josafat mandábamos despertar a los muertos, aquí no hay más remedio que levantarse los vivos. Se guardan en los carros los pertrechos diversos, que de todo hay que dar cuenta en el inventario, se comprueban los nudos, se atan las amarras al carro, y, a la nueva voz de Eeeeeeiii-ó, los bueyes, en desajustada agitación, empiezan a tirar, hincan las pezuñas en el suelo irregular de la cantera, las aguijadas pican en las cervices, y el carro, como si fuera arrancado del horno de la tierra, se mueve lentamente, las ruedas trituran los fragmentos de mármol que alfombran el suelo, losa como ésta no salió jamás de aquí. El veedor y algunos de sus ayudantes graduados han montado ya en las mulas, otros de ellos harán el camino a pie, por necesidad de la obligación, son subalternos, pero todos tienen una parte de ciencia y otra de mando, la ciencia por causa del mando, el mando por causa de la ciencia, no es éste el caso de esta multitud de hombres y bueyes, que sólo son mandados, unos y otros, y el mejor es siempre el que más fuerza es capaz de hacer. A los hombres se les pide, por añadidura, alguna habilidad, no tirar al revés, meter a tiempo el calzo en la rueda, decir las palabras que estimulan a los animales, saber unir fuerza a la fuerza y multiplicar ambas, lo que, en fin, no es ciencia despreciable. El carro ha subido ya hasta media rampa, cincuenta pasos, si llegan, y sigue, oscilando duramente en los resaltes de las piedras, que esto no es coche de alteza ni calchona de eclesiástico, ésos llevan amortiguadores como Dios manda. Aquí los ejes son rígidos, las ruedas macizas, no lucen arreos en las lomeras de los bueyes ni los hombres visten libreas en los estribos, es una tropa de andrajosos que no iría en triunfales cortejos ni sería admitida en la procesión del Corpus. Una cosa es transportar la piedra para el balcón donde el patriarca, de aquí a unos años, nos bendecirá a todos, otra, y mejor sería, que fuéramos nosotros la bendición y el que bendice, lo mismo que sembrar pan y comerlo.

Va a ser una gran jornada. De aquí a Mafra, aunque el rey haya mandado arreglar las calzadas, es camino difícil, siempre subir y bajar, unas veces bordeando los valles, otras empinándose a las alturas, otras hundiéndose en el fondo, quien calculó los cuatrocientos bueyes y seiscientos hombres, si se equivocó, fue por falta, no porque estén de sobra. Los vecinos de Pêro Pinheiro bajaron al camino para admirar el aparato, nunca se vio tanta yunta desde que empezó la obra, nunca se oyó tanto griterío, y hay quien empieza a sentir que se vaya aquella hermosa piedra, criada aquí, en esta tierra nuestra de Pêro Pinheiro, Dios quiera que no se parta por el camino, para eso no valía la pena haber nacido. El veedor está al frente, es como un general en batalla con su estado mayor, sus ayudantes de campo, sus ordenanzas van a reconocer el terreno, medir la curva, calcular el declive, disponer la acampada. Luego regresan al encuentro del carro, cuánto anduvo, si de Pêro Pinheiro salió, en Pêro Pinheiro está aún. En este primer día, que fue sólo la tarde, no avanzaron más que quinientos pasos. El camino era estrecho, se atropellaban las yuntas, una hilera a cada lado, sin espacio de maniobra, la mitad de la fuerza de tracción se perdía por no haber igualdad en el arranque, las órdenes se oían mal. Y allá estaba el peso asombroso de la piedra. Cuando el carro tenía que pararse, o porque una rueda se metía en un bache o porque el esfuerzo acompasado de los bueyes se midiera de repente con una subida y obligara a una pausa, parecía que ya no iba a ser posible moverlo más. Y cuando, al fin, avanzaba, todos los maderos rechinaban como si fueran a liberarse de las ataduras y de los garfios de hierro. Y ésta era la parte más fácil del viaje.

Aquella noche fueron descargados los bueyes, pero los dejaron en el camino, no los reunieron en un hato. La luna salió más tarde, muchos hombres dormían ya con la cabeza sobre las botas, los que las tenían. A algunos les atraía aquella luz fantasmal, se quedaban mirando al astro y en él veían distintamente la silueta de un hombre que fue a cortar zarzales un domingo y a quien el Señor castigó, obligándole a cargar por toda la eternidad el haz que había juntado antes de que le fulminara la sentencia, quedando así, en destierro lunar, sirviendo de emblema visible de la justicia divina, para escarmiento de irreverentes. Baltasar buscó a José Pequeno, los dos encontraron a Francisco Marques, y, con algunos más, se sentaron alrededor de una hoguera, pues hacía frío en la noche. Más tarde se les acercó Manuel Milho, que contó una historia, Érase una vez una reina que vivía con su real marido en palacio, y con ellos los hijos, que eran un infante y una infanta, así de este tamaño, y se dice que al rey le gustaba mucho ser rey, pero la reina no sabía si le gustaba o no le gustaba ser lo que era, porque nunca le habían enseñado otra cosa, por eso no podía escoger y decir, me gusta más ser reina, aunque si ella fuera como el rey, que a ése sí le gustaba ser lo que era porque otra cosa tampoco le habían enseñado, pero la reina era diferente, si fuera igual no habría cuento, entonces ocurrió que allá en el reino había un ermitaño que había corrido muchas aventuras y, después de llevar años y años corriéndolas, fue a meterse en aquella cueva, él vivía en una cueva del monte, no sé si lo había dicho ya, y no era ermitaño de esos de rezos y de penitencias, le llamaban ermitaño porque vivía solo, su comida era lo que cogía por ahí, si le daban otra, no la rechazaba, pero, pedir, nunca pidió, pues bien una vez fue la reina a dar una vuelta por el monte con su séquito y le dijo al aya más antigua que quería hablar con el ermitaño para hacerle una pregunta, y el aya respondió, sepa su majestad que ese ermitaño no es de iglesia, es hombre como los otros, la diferencia es que vive solo en un agujero, eso dijo el aya, pero nosotros lo sabíamos ya, y la reina contestó, la pregunta que quiero hacerle no es de religión, entonces fueron andando, y cuando llegaron a la boca de la cueva un paje gritó para dentro y el ermitaño apareció, era un hombre ya mayor, pero robusto, como un árbol en una encrucijada, y cuando apareció, preguntó, quién me llama, y el paje dijo, su majestad la reina, pero bueno, basta ya, por hoy se ha acabado la historia, todos a dormir. Protestaron los otros, querían saber el resto de la historia de la reina y el ermitaño, pero Manuel Milho no se dejó convencer, que mañana también era día de trabajo duro, tuvieron que conformarse, fue cada cual a su sueño, cada cual pensando, antes de adormecerse de acuerdo con sus conocidas inclinaciones, José Pequeno que el rey ya no se atrevía con la reina, pero si el ermitaño es viejo, cómo van a hacer, Baltasar que la reina es Blimunda, y él mismo el ermitaño, esto se confirma por ser la historia de hombre y mujer, aunque las diferencias sean tantas, Francisco Marques que bien que sé yo cómo acaba la historia, en cuanto llegue a Cheleiros la explico. La luna ya va allí, no es que pese mucho un haz de zarzas, lo peor son las espinas, que parece que se vengara Cristo de la corona que le pusieron.

El día siguiente fue de gran aflicción. La carretera se ensanchaba un poco, podían, pues, las yuntas maniobrar con más comodidad sin atropellos, pero el carro, por su tamaño, por la rigidez de los ejes, y también por la carga soportada, giraba con dificultad en las curvas, por eso tenían que arrastrarlo lateralmente, primero hacia delante, luego hacia atrás, las ruedas se resistían, las frenaban las piedras, que había que hacer añicos a mazazos, y aun así no se quejaban los hombres si había espacio para desuncir y volver a uncir los bueyes suficientes para desplazar el carro y llevarlo nuevamente al camino. Las subidas, si no había curvas, se resolvían a base de fuerza bruta, tirando, los bueyes echando el cuello hacia delante, tocando casi con el morro los cuartos traseros del que los precede, resbalando a veces en el fiemo y en los orines, que formaban arroyos en las regueras abiertas por la presión de las patas y el desplazamiento de las ruedas. Con cada dos yuntas iba un hombre, se veían las cabezas y las aguijadas hasta lejos, entre los yugos, sobre los lomos pardos, sólo José Pequeno no se veía, nada extraño es, que estaría hablándoles al oído a sus bueyes, hermanos en altura, Tira, pequeño, tira.

Pero la aflicción se convertía en agonía si el camino era de bajada. Constantemente el carro se escapaba, había que meterle los calzos a toda prisa, desuncir las yuntas, casi todas, tres o cuatro de cada lado bastaban para mover la piedra, pero entonces tenían los hombres que agarrar las cuerdas de detrás de la plataforma, centenares de hombres como hormigas, con los pies hincados en el suelo, los cuerpos inclinados hacia atrás, los músculos tensos, sosteniendo el carro que amenazaba arrastrarlos hacia el valle, lanzarlos fuera de la curva como un trallazo. Los bueyes, más allá, rumiaban sosegadamente mirando aquella agitación, las carreras de los hombres que daban órdenes, el veedor en su mula, los rostros congestionados y empapados en sudor, y ellos allí, quietos, a la espera de su turno, tan tranquilos que ni la aguijada se movía, apoyada contra el yugo. A alguien se le ocurrió la idea de uncir bueyes en la parte trasera de la plataforma, pero tuvieron que dejarlo porque el buey no entiende una aritmética del esfuerzo que acabe en dos pasos adelante y tres atrás. El buey, o vence la rampa y hace subir lo que debería descender, o es arrastrado sin resistencia y llega destrozado a donde debería poder descansar.

Aquel día, desde el amanecer hasta la caída de la tarde, hicieron unos mil quinientos pasos, menos de media legua de las nuestras, o, si queremos juzgar por comparación, el equivalente a doscientas veces la anchura de la laja. Tantas horas de esfuerzo para tan poco andar, tanto sudor, tanto miedo, y aquel monstruo de piedra resbalando cuando debía estar parado, inmóvil cuando debería moverse, maldito seas, pero quién mandó sacarte de la tierra y a nosotros arrastrarte por estos yermos. Los hombres se tumban en el suelo, sin fuerzas, arqueando la barriga hacia arriba, mirando al cielo que se va oscureciendo lentamente, primero de un modo que parece que está naciendo el día y no acabando, luego haciéndose transparente a medida que disminuye la luz, y de repente donde había un cristal surge un espesor profundo y aterciopelado, es la noche. La luna, hoy, vendrá mucho más tarde, ya menguante, todo el campamento estará durmiendo. Cenan a la luz de las fogatas y la tierra está haciendo competencia al cielo, donde allá hay estrellas hay aquí fuegos, quizás alrededor de ellas, en el inicio de los tiempos, se habían sentado también los hombres que arrastraron las piedras con que se hizo la bóveda terrestre, quién sabe si tendrían estos mismos rostros fatigados, estas barbas crecidas, estas manos callosas y deformes, sucias, las uñas de luto, como se suele decir, este intenso sudor. Entonces Baltasar pidió, Cuenta aquello, Manuel Milho, qué fue lo que la reina le preguntó al ermitaño cuando apareció en la boca de la cueva, y José Pequeno se tumbó a adivinarlo, Mandaría que se fueran las ayas y los pajes, este José Pequeno es malicioso, en fin, dejémoslo entregado a la penitencia que le impondrá el confesor, si es que es hombre de buena y recta confesión, cosa de la que hay que dudar, y prestemos atención a Manuel Milho que está diciendo, Cuando el ermitaño apareció en la boca de la cueva, la reina avanzó tres pasos y preguntó, si una mujer es reina, si un hombre es rey, qué han de hacer para sentirse mujer y hombre y no sólo reina y rey, esto fue lo que preguntó, y el ermitaño respondió con otra pregunta, si un hombre es ermitaño, qué tendrá que hacer para sentirse hombre y no sólo ermitaño, y la reina lo pensó un rato y dijo, dejará la reina de ser reina, el rey no será rey, el ermitaño saldrá de su ermita, eso es lo que tendrán que hacer, pero ahora haré yo otra pregunta, qué mujer y qué hombre son esos que no son reina ni ermitaño, y sólo mujer y hombre, qué es ser hombre y ser mujer no siendo éstos ermitaño y reina, qué es ser no siendo lo que se es, y el ermitaño respondió, nadie puede ser no siendo, hombre y mujer no existen, sólo existe lo que son y la rebelión contra lo que son, y la reina dijo, yo me rebelo contra lo que soy, dime ahora tú si te rebelas contra lo que eres, y él respondió, ser ermitaño es lo contrario de ser piensan los que viven en el mundo, pero aún es ser algo, y ella, entonces dónde está el remedio, y él, tienes que ser la mujer que quieres ser, deja de ser reina, el resto lo sabrás sólo después, y ella, si quieres ser hombre, por qué continúas siendo ermitaño, y él, porque lo que más se teme es ser hombre, y ella, qué sabes tú lo que es ser hombre y ser mujer, y él, nadie lo sabe, con esta respuesta se retiró la reina, llevando tras ella el séquito que murmuraba, mañana diré el resto. Bien hizo Manuel Milho en callarse, porque dos de los oyentes, José Pequeno y Francisco Marques, ya estaban roncando envueltos en las mantas. Las hogueras se iban apagando. Baltasar se puso a mirar a Manuel Milho, insistentemente, Esa historia no tiene ni pies ni cabeza, no se parece nada a las que oímos contar siempre, la de la princesa que guardaba los patos, la de la chiquilla que tenía una estrella en la frente, la del leñador que encontró una doncella en el bosque, la del toro azul, la del diablo del Alfusqueiro, la de la sierpe de siete cabezas, y Manuel Milho dijo, Si en el mundo hubiese un gigante tan grande que llegara al cielo, dirías que los pies eran montañas y la cabeza la estrella de la mañana, para un hombre que ha dicho que ha volado y que es igual a Dios, es ésa mucha desconfianza. Con esta censura quedó Baltasar mudo, después dio las buenas noches, se volvió de espaldas al fuego y en poco tiempo se quedó dormido. Manuel Milho aún permaneció despierto, pensando en la mejor manera de salir de la historia en que se había metido, si hacer rey al ermitaño, si hacer a la reina ermitaña, por qué será que los cuentos tienen siempre que acabar así.

Tan grande había sido el sufrimiento durante este arrastrado día, que todos decían, Mañana no puede ser peor, y sin embargo sabían que sería peor mil veces. Recordaban el camino que bajaba hacia el valle de Cheleiros, aquellas curvas cerradas, aquellos declives terroríficos, aquellas empinadas cuestas que caían casi a pico sobre la carretera, A ver cómo lo pasamos, murmuraban para sí. En todo aquel verano no hubo día de más calor, la tierra parecía un brasero, el sol una espuela clavada en la espalda. Los aguadores recorrían las filas con cántaros al hombro, iban a buscar el agua a los pocos pozos que por allí había, en las tierras bajas, a veces muy alejados, y tenían que trepar monte arriba por senderuelos empinados para llevar los cántaros, no pueden ser peores que esto las galeras. Cerca de la hora de comer, llegaron a un alto desde el que se veía Cheleiros, en el fondo del valle. Con esto contaba ya Francisco Marques, consiguieran bajar o no, una noche en compañía de la mujer nadie se la iba a quitar. Llevando consigo a los ayudantes, el veedor bajó hasta el río que pasaba allí abajo, fue de camino señalando los lugares más peligrosos, los sitios donde el carro debería ser detenido para garantizar el reposo y la mayor seguridad de la piedra, y al fin tomó la decisión de mandar desuncir los bueyes y conducirlos a un espacio desahogado, después de la tercera curva, lo bastante alejados como para no dificultar la maniobra, y lo bastante próximos para ser traídos sin mayor demora si la maniobra lo requería. Así, la plataforma iba a bajar a pulso. No había otra manera. Mientras llevaban las yuntas, los hombres, dispersos por la cima del monte, tostándose al sol, miraban el valle sosegado, los huertos, las sombras frescas, las casas que parecían irreales, tan aguda era la impresión de calma que irradiaba de ellas. Pensarían en eso o no, quizá sólo esta simpleza, Si llego allá abajo, me va a parecer mentira.

Cómo fue, que lo digan otros que más sepan. Seiscientos hombres agarrados desesperadamente a las doce amarras que habían sido fijadas a la trasera de la plataforma, seiscientos hombres que sentían, con el tiempo y el esfuerzo, que se les iba yendo poco a poco la fuerza de los músculos, seiscientos hombres que eran seiscientos miedos de ser, ahora sí, lo de ayer había sido un juego de niños, y la historia de Manuel Milho una fantasía, qué es realmente un hombre cuando se le va la fuerza que tiene, y menos aún cuando le domina el miedo de que no baste esta fuerza para retener al monstruo que implacablemente lo arrastra, y todo por una piedra que no precisaría ser tan grande, con tres o diez más pequeñas se haría del mismo modo el balcón, sólo que no tendríamos el orgullo de poderle decir a su majestad, esto es una sola piedra, y a los visitantes, antes de pasar a la otra sala, Es una sola piedra, por vía de éste y de otros locos orgullos se va difundiendo el escarnio general, con sus formas nacionales y particulares, como la de afirmar en los compendios e historias, Se debe la construcción del convento de Mafra al rey Juan V, por un voto que hizo si le nacía un hijo, van aquí seiscientos hombres que no le hicieron ningún hijo a la reina y son ellos quienes pagan el voto, que se jeringuen, con perdón de la anacrónica voz.

Si bajara el camino derecho hacia el valle, todo se reduciría a un juego alternado, acaso divertido el juego, de liberación y retención de esta cometa de piedra, darle cuerda y enrollarla, dejarla deslizarse mientras la aceleración no la hiciera indominable, y frenarla a tiempo para que no se precipitara en el valle, aplastando de camino a los hombres que no hubieran conseguido soltarse, cometas ellos de estos y otros cordeles, pero está la pesadilla de las curvas. Mientras el camino era llano, los bueyes fueron utilizados como quedó explicado, tirando algunos lateralmente por la delantera del carro hasta conseguir alinearlo con la recta, breve o extensa, en que la curva se prolongaba. Era sólo un trabajo de paciencia, que de tan repetido se volvía rutinario, desuncir, uncir, desuncir, uncir, la fatiga era para los bueyes, los hombres poco más hacían que gritar. Ahora gritarían éstos de desesperación ante la diabólica combinación de curva y declive que van a tener que vencer muchas veces, pero gritar, en tal caso, no es más que perder huelgos, que ya no son muchos los que les quedan. Estúdiese antes la manera de hacerlo, dejemos los gritos para cuando puedan ser de alivio. El carro va bajando hasta la entrada de la curva, lo más ceñido posible a su parte interior, y ahí se calza la rueda de delante de ese lado, pero no ha de ser el calzo tan sólido que frene el carro entero, ni tan frágil que lo aplaste el peso, si alguien cree que esto no tiene demasiadas dificultades es porque no ha llevado esta piedra de Pêro Pinheiro a Mafra y sólo asistió sentado, o se limita a mirar de lejos, desde el lugar y el tiempo de esta página. Así peligrosamente frenado, el carro puede tener el demoníaco capricho de quedarse tan quieto como si tuviera todas las ruedas clavadas en el suelo. Es lo más común. Sólo en rarísimas condiciones conjuntas de inclinación de la curva hacia el lado de fuera, mínimo roce del terreno, acentuación conveniente del declive, todo a un tiempo y favorable, sólo así la plataforma cederá sin dificultad al impulso lateral que será dado en su parte de atrás, o, milagro aún mayor, rodará por sí propia sobre su único punto de apoyo, allá delante. Lo normal es otra cosa, lo normal es la enorme fuerza que va a ser preciso aplicar en los sitios óptimos, y por el tiempo rigurosamente necesario para que el movimiento no sea demasiado amplio, y fatal en consecuencia, o a Dios gracias por el mal menor, exigiendo nuevo y penoso esfuerzo en sentido contrario. Se aplican las palancas a las cuatro ruedas posteriores, se intenta desplazar el carro, aunque sólo sea medio palmo, hacia el lado exterior de la curva, los hombres que trabajan en las cuerdas ayudan tirando en la misma dirección, es una confusión inmensa, con los de las palancas de fuera entre una selva de amarras tensas como filos de espada, con los de las cuerdas a veces dispuestos por la cuesta abajo, muchas veces resbalando y cayendo, por ahora sin mal mayor. Cedió al fin el carro, se desplazó unos dos palmos, pero, allá delante, durante el tiempo que duró la maniobra, la rueda del lado de fuera fue sucesivamente calzada y descalzada, para prevenir el peligro de que se desmandara la plataforma en medio de uno de estos movimientos, en el mismo segundo en que está como suspendida y sin apoyo, y sin hombres suficientes para sostenerla, pues la mayoría, con todas estas confusas operaciones, ni espacio tienen para moverse. Sobre un vallado muy cómodo, asiste el diablo al espectáculo, pasmado de su propia inocencia y misericordia por no haber imaginado jamás suplicio como éste para la coronación de los castigos de su infierno.

Uno de los hombres que trabajan en los calzos es Francisco Marques. Demostró ya su destreza, una curva mala, dos pésimas, tres peores que todas, cuatro sólo para locos, y en cada una de ellas veinte movimientos, tiene conciencia de que está haciendo bien el trabajo, quizás ahora ni piensa en la mujer, cada cosa en su tiempo, toda la atención clavada en la rueda que va a empezar a moverse, que será preciso frenar, no tan pronto como para hacer inútil el esfuerzo que allá atrás están haciendo los compañeros, no tan tarde como para que el carro gane velocidad y se escape del calzo. Como acaba de ocurrir ahora. Se distrajo tal vez Francisco Marques, o se secó con el antebrazo el sudor de la frente, o miró desde aquí arriba su pueblo, Cheleiros, acordándose al fin de su mujer, se le escapó el calzo de la mano en el preciso momento en que la plataforma se deslizaba, no se sabe cómo fue, sólo que el cuerpo está debajo del carro, aplastado, le pasó la primera rueda por encima, más de dos mil arrobas sólo de piedra, si no recordamos mal. Se dice que las desgracias nunca vienen solas, y suele ser verdad, cualquiera de nosotros puede decirlo, pero esta vez el que manda las desgracias encontró que ya era bastante que hubiera muerto un hombre. El carro, que bien podría haberse precipitado a saltos por la cuesta abajo, se paró inmediatamente, presa una rueda en un bache de la calzada, no siempre la salvación está donde debería estar.

Sacaron a Francisco Marques de debajo del carro. La rueda le había pasado por el vientre, que quedó hecho un amasijo de vísceras y huesos, casi tenía separadas las piernas del tronco, hablamos de su pierna izquierda y de su pierna derecha, que de la otra, la tal del medio, la inquieta aquella, por cuya satisfacción hizo Francisco Marques tantas caminatas, de ésa no hay señal, ni vestigio, ni un simple andrajo. Trajeron una camilla, pusieron el cuerpo encima, envuelto en una manta que quedó empapada en sangre, dos hombres cogieron los varales, otros dos los acompañaron para relevarlos, los cuatro para decirle a la viuda, Aquí traemos a su hombre, se lo van a decir a esta mujer que asomó ahora al postigo, que mira hacia el monte donde está su marido, y les dice a los hijos, Vuestro padre esta noche duerme en casa.

Cuando la piedra llegó al fondo del valle, las yuntas volvieron a ser uncidas, quizá el mandador de las desgracias se arrepintió de su primera parsimonia, pues fue el caso que la plataforma cedió hacia atrás sobre un afloramiento de roca y apresó a dos animales contra la ladera cortada a pico, partiéndoles las piernas. Fue preciso acabar con ellos, a hachazos, y cuando se difundió la noticia vinieron los vecinos de Cheleiros al reparto, allí mismo fueron descuartizados los bueyes, corría la sangre por el camino, en regueros, de nada sirvieron a los soldados los varazos que repartieron, mientras hubo carne agarrada a los huesos estuvo el carro parado. Entre tanto, anocheció. Armóse el campamento en aquel lugar, unos en el camino, otros dispersos por la orilla del río. El veedor y algunos de sus auxiliares fueron a dormir bajo techado, los demás, en la forma de costumbre, enrollados en las mantas, extenuados por el descenso al centro de la tierra, sorprendidos aún por estar vivos, y algunos resistiéndose al sueño, por miedo a que viniera la muerte. Los más amigos de Francisco Marques fueron a velarlo, Baltasar, José Pequeno, Manuel Milho, unos cuantos más, Bras, Firmino, Isidro, Onofre, Sebastián, Tadeo, y otro de quien no he hablado, Damián. Entraban, miraban al muerto, cómo es posible que muera un hombre de muerte tan violenta y parezca tan sereno, como si durmiera, sin pesadillas, sin molestias, después murmuraban una oración, ésa es la viuda, no sabemos cómo se llama, y de nada serviría a nuestra historia que la preguntásemos, si es que de algo sirvió escribir el nombre de Damián, sólo por escribir. Al día siguiente, antes de salir el sol, reanudará la piedra su viaje, en Cheleiros quedó un hombre por enterrar, queda también la carne de dos bueyes para comer.

No se nota su falta. El carro va cuesta arriba, tan lentamente como vino, si Dios tuviera piedad de los hombres hubiera hecho un mundo raso como la palma de la mano, tardarían las piedras menos en llegar. Ésta ya lleva cinco días, ahora por mejor camino, cuando esté vencida la cuesta, pero siempre en desasosiego de espíritu, que del cuerpo ya no vale la pena hablar, les duelen a los hombres todos los músculos, pero quién se queja si para esto precisamente les fueron dados. La boyada no discute ni se queja, sólo se niega, hace que tira y no tira, el remedio es dejarlos descansar un rato, acercarles un puñado de paja al hocico, al cabo de un rato están como si holgaran desde ayer, ondulan las grupas camino adelante, es un gusto verlos. Mientras no aparece otra bajada, otra subida. Entonces se agrupan las huestes, se reparten los esfuerzos, tantos para aquí, tantos para allá, tiren, Eeeeiiii-ó, grita la voz, tataratatá, sopla la corneta, realmente, esto es un campo de batalla, no faltan ni los muertos y heridos, no siendo todos de la misma calidad, cómo diríamos, cuatro cabezas, que es buena manera de contar.

Por la tarde cayó un aguacero, y bienvenido fue. Volvió a llover cuando ya había cerrado la noche, pero nadie protestó. Ésta es la mejor sabiduría, no dar importancia a lo que el cielo manda, lluvia o sol, salvo si pasa a más, e incluso así, que no bastó un diluvio para ahogar a todos los hombres, ni la sequía es nunca tan grande que no se salve una brizna de hierba o la esperanza de encontrarla. Llovió como una hora, si llegó a tanto, después las nubes se alejaron, que hasta las nubes se sienten humilladas si no se les da importancia. Se atizaron las hogueras, hombre hubo que se quedó en pelota para secar los andrajos, se diría que era ésta una juntanza de paganos, cuando sabemos que es la más católica de las acciones, llevar la piedra a García, la carta a Mafra, el esfuerzo avante, la fe a quien pudiese merecerla, condición sobre la que discutiríamos sin fin si no fuera porque está Manuel Milho contando su historia, falta aquí un oyente, sólo yo, y tú, y tú, notamos su ausencia, otros ni sabían que existiera Francisco Marques, algunos lo vieron muerto, la mayor parte ni eso, no vayamos a pensar que desfilaron seiscientos hombres ante el cadáver en un último y conmovido homenaje, ésas son cosas que sólo acontecen en las epopeyas, vamos, pues, con nuestra historia, Un día, la reina desapareció del palacio donde vivía con su marido rey y con sus hijos infantes, y, como habían corrido rumores de que la charla en la cueva no había sido la cabal entre reinas y ermitaños, que más bien pareció paso de danza y cola de pavo real, le entraron al rey unos celos furiosos y fue a la cueva, imaginándose ya con su honra manchada, que los reyes son así, tienen una honra mayor que la de los otros hombres, se nota en seguida por la corona, y, cuando llegó, no vio ni al ermitaño ni a la reina, y eso le puso aún más furioso, porque era señal cierta de que habían huido los dos, por lo que mandó al ejército en busca de los fugitivos por todo el reino, y mientras los buscan, vámonos a dormir, que ya es hora. José Pequeno protestó, Nunca se ha oído una historia así, a trocitos, y Manuel Milho enmendó, Cada día es un trozo de historia, nadie puede contarla toda, y Baltasar iba pensando, A quien le gustaría este Manuel Milho era al padre Bartolomeu Lourenço.

Al día siguiente, que fue domingo, hubo misa y sermón. Para ser oído con más provecho, predicó el cura desde encima del carro, tan airoso como si estuviera en el púlpito, y no se daba cuenta el imprudente de que estaba cometiendo la mayor de las profanaciones, ofendiendo con las sandalias esta piedra de altar, que lo es por haberle sido sacrificada sangre inocente, la sangre del hombre de Cheleiros que tenía hijos y mujer, el que quedó sin un pie en Pêro Pinheiro cuando aún no se había puesto en marcha el cortejo, y los bueyes, no debemos olvidar a los bueyes, por lo menos no los olvidarán tan pronto los vecinos que fueron al reparto y que hoy mismo, domingo, tienen comida mejorada. Predicó el fraile y dijo, como dicen todos, Amados hijos, desde el cielo nos ve Nuestra Señora y su Divino Hijo, desde el cielo nos contempla también nuestro padre San Antonio, por cuyo amor llevamos esta piedra a Mafra, piedra pesada, cierto es, pero mucho más pesados son vuestros pecados, y sin embargo andáis con ellos en el corazón como si no os pesaran, por eso debéis tomar este transporte como penitencia, y amorosa oferta también, singular penitencia, oferta extraña, pues no sólo os pagan el salario del contrato, sino que también os la remunerará la indulgencia del cielo, porque en verdad os digo que llevar esta piedra a Mafra es obra tan santa como fue la de los antiguos cruzados cuando partieron para liberar los Santos Lugares, sabed que todos cuantos allá murieron gozan hoy de la vida eterna, y junto a ellos contemplando la faz del Señor, está allí ya ese vuestro compañero que murió anteayer, precioso suceso fue que su muerte ocurriera en viernes, sin duda murió sin confesión, no hubo tiempo de que se acercara un sacerdote a su cabecera, ya estaba muerto cuando fuisteis por él, pero lo salvó el ser cruzado de esta cruzada, como a salvo están los que en Mafra han muerto en las enfermerías o cayeron de las paredes, excepto aquellos irredimibles pecadores que fueron llevados por enfermedades vergonzosas, y es tanta la misericordia del cielo que se abren las puertas del paraíso incluso para aquellos que mueren de cuchilladas, en esas peleas en que siempre andáis metidos, que nunca se ha visto gente tan creyente y tan díscola y turbulenta, pero, así y todo, la obra sigue, Dios nos dé paciencia a nosotros, a vosotros fuerza y al rey dinero para llevarla a buen fin, que muy necesario es este convento para el fortalecimiento de la orden y triunfo prolongado de la fe, amén. Se acabó el sermón, bajó del carro el fraile y como era domingo, fiesta santa y de guardar, no había nada más que hacer, algunos fueron a confesarse, otros comulgaron, no todos, no sería bastante la reserva de sagradas formas, salvo si se diera allí el milagro de la multiplicación de las hostias, caso no verificado. A la caída de la tarde se armó una pelea entre cinco cruzados de esta cruzada, episodio que pasa sin más detallado relato, no hubo más que puñetazos y sangre en alguna nariz. Si hubiera muertos, iban todos directos al paraíso.

Aquella noche contó Manuel Milho el final de la historia. Le había preguntado Sietesoles si los soldados del rey habían conseguido encontrar a la reina y al ermitaño, y él respondió, No los atraparon, recorrieron el reino de punta a punta, buscaron casa por casa, y no los encontraron, y tras decir esto, se calló. Preguntó José Pequeno, Bueno, y ésa es una historia para andarla contando toda una semana, y Manuel Milho respondió, El ermitaño dejó de ser ermitaño, la reina de ser reina, pero no se ha averiguado si el ermitaño llegó a hacerse hombre y si la reina llegó a hacerse mujer, para mí que no fueron capaces, si no, nos habríamos enterado, si un día pasa una cosa así no será sin que haya una gran señal, pero con éstos no, ya hace tantos años que ocurrió el caso que no pueden estar vivos ni el uno ni el otro, y con la muerte siempre se acaban las historias. Baltasar golpeó con el gancho de hierro una piedra suelta. José Pequeno se frotó la mandíbula, áspera de barba, y preguntó, Cómo se hace hombre un boyero, y Manuel Milho respondió, No lo sé. Sietesoles tiró el guijarro a la hoguera y dijo, Tal vez volando.

Durmieron aún otra noche en el camino. Entre Pêro Pinheiro y Mafra emplearon ocho días completos. Cuando entraron en la explanada fue como si llegaran de una guerra perdida, sucios, andrajosos, sin riquezas. Todos quedaron asombrados ante el tamaño desmedido de la piedra, Qué grande. Pero Baltasar murmuró, mirando la basílica, Qué pequeña.


Desde que la máquina voladora descendió en las laderas del Monte Junto, se contaban por seis, o quizá siete, las veces que Baltasar Sietesoles se puso en marcha para ver y remediar en lo posible los estragos que el tiempo iba causando, pese a la protección del bosque y de los brezos. Cuando vio que empezaban a oxidarse las planchas de hierro, llevó una cazuela con sebo y las untó cuidadosamente, renovando la operación cada vez que volvía por allí. También se había acostumbrado a cargar a cuestas un haz de mimbres, que cortaba en una tierra medio pantanosa que le quedaba de camino, y con ellos remendaba los fallos y desgarrones del trenzado, no siempre de causa natural, como cuando encontró dentro de la carcasa una camada de seis rapositos. Los mató como si fuesen conejos, dándoles con el gancho en lo alto de la cabeza, y luego los tiró lejos, unos aquí, otros allá, al azar. El padre y la madre encontrarían a los hijos muertos, olerían la sangre, lo más seguro es que nunca volvieran a aquel lugar. Durante la noche les oyó los chillidos. Le habían seguido el rastro. Cuando encontraron los cadáveres soltaron alaridos, pobrecillos, y, como no sabían contar, o, sabiendo, no tenían la seguridad de que estuvieran muertas todas las crías, se acercaron a lo que había sido refugio suyo y era máquina de volar ajena, aunque posada en tierra, prudentemente se fueron acercando, temerosos del olor del hombre, y, al fin, olfatearon otra vez la sangre derramada de su sangre y retrocedieron con el pelo erizado, roznando. No volvieron a aparecer. Sin embargo, el remate del caso podría haber sido diferente si en vez de raposos hubieran sido lobos. Y por pensarlo así, Sietesoles, desde aquel día, llevaba la espada, con el filo bastante comido de herrumbre, pero aún muy capaz de degollar lobos y lobas.

Iba siempre solo, solo está pensando que de nuevo irá, pero hoy Blimunda le dice, en tres años es la primera vez, Yo voy también, y él se sorprendió, Hay mucho que andar, te cansarás, Quiero conocer el camino por si alguna vez tengo que ir allá sin ti. Era una buena razón, aunque Baltasar no olvidara la probabilidad del lobo, Pase lo que pase, no irás nunca sola, los caminos son malos, el sitio es un desierto, aún lo recordarás, y no estás libre de que te ataque una alimaña, y Blimunda respondió, jamás hay que decir pase lo que pase, porque siempre pueden ocurrir primero cosas con las que no contábamos cuando dijimos pase lo que pase, Pues sí, te pareces a Manuel Milho hablando, Quién es ese Manuel Milho, Andaba conmigo en la obra, pero resolvió volverse a su tierra, dijo que prefería morir ahogado en una crecida del Tajo antes que quedar aplastado por una piedra de Mafra, porque al contrario de lo que se suele decir, la muerte no es toda igual, lo que es igual es estar muerto, y se iba para su tierra, donde las piedras son pequeñas y pocas y es dulce el agua.

No quiso Baltasar que hiciera Blimunda aquella caminata a pie, y alquiló un burro, y, hechas las despedidas, se pusieron en marcha dejando sin respuesta las preguntas de Inés Antonia y del cuñado, Adónde vais, que por ese viaje vas a perder dos jornales, y si ocurre algo malo no sabremos dónde avisar, probablemente la fatalidad de que hablaba Inés Antonia era la muerte de João Francisco, que ya andaba rondándole la puerta, daba un paso para entrar, se arrepentía, tal vez le intimidara el silencio del viejo, cómo se va a decir a un hombre, Ven conmigo, si él no pregunta ni responde, sólo mira, con una mirada así hasta la muerte se acobarda. No sabe Inés Antonia, no sabe Álvaro Diego, el hijo de ellos está en la edad de sólo querer saber de sí mismo, que a João Francisco le dijo Baltasar adónde iban, Padre, voy con Blimunda al Monte Junto, a la sierra del Barregudo, a ver cómo está la máquina en que volamos desde Lisboa, se acuerda, cuando dijeron por aquí que el Espíritu Santo había pasado por el aire, sobre la obra, no fue el Espíritu Santo, fuimos nosotros, con el padre Bartolomeu Lourenço, se acuerda, aquel cura que estuvo aquí en casa cuando madre aún vivía, y ella quiso matar el gallo, pero él no la dejó, y dijo que mucho mejor que comer el gallo era oírlo cantar, y que no podíamos hacerles una cosa así a las gallinas. Oyó estos recuerdos João Francisco, y él, que solía no hablar, dijo, Me acuerdo de todo, y tú vete tranquilo, que aún no estoy para morirme, si llega la ocasión ya daré contigo donde estés, Pero padre, cree de verdad que yo volé, Cuando somos viejos es cuando las cosas del porvenir empiezan a ocurrir, y una razón de que sea así es que ya somos capaces de creer en aquello de que dudábamos, e, incluso no creyendo que haya ocurrido, creemos que ocurrirá, Yo he volado, padre, Y yo te creo, hijo.

Toque-toque-toque, lindo borriquito, de éste no podría el verso decir tal cosa, que tiene, él, no el verso, no pocas mataduras bajo la albarda, pero camina contento el asno, la carga es leve y se hace ligera, dónde queda ya la esbeltez aérea de Blimunda, dieciséis años pasaron desde que la vimos por primera vez, pero de esta madurez se harían admirables mocedades, no hay nada que conserve tanto la juventud como guardar un secreto. Llegaron ala zona encharcada, Baltasar cortó un haz de mimbres, entre tanto cogía Blimunda lirios de agua, con ellos tejió un ramillete que colocó en las orejas del burro, y qué gracioso quedó, que nunca tales fiestas le habían hecho, parece esto un episodio de la Arcadia, el pastor, aunque manco, la zagala, guardadora de voluntades, el asno, que normalmente no entra en historias de éstas, pero ahora sí, vino alquilado, porque no quiso el pastor que se cansara la zagala, y quien crea que éste es alquiler común, es porque no sabe cómo tantas veces andan los burros contrariados con erradas cargas, por eso les crecen las mataduras y atormentan los afanes. Atados los mimbres en haz, aumentó la carga, pero carga con gusto no pesa, menos aún si Blimunda decide bajar del burro y seguir a pie, son tres que van de paseo, uno lleva las flores, los otros lo acompañan.

El tiempo es de primavera, se cubre el campo de blancas margaritas, si para atajar cortan camino los viajeros entre ellas, rozan las duras cabezas de las flores los pies descalzos de Blimunda y Baltasar, tienen ambos zapatos o botas, pero las llevan guardadas en la alforja para cuando el camino sea de piedras, y del suelo asciende un olor acre, es la savia de las margaritas, perfume del mundo en su primer día, antes de que Dios hubiera inventado la rosa. Hace un tiempo hermoso para ir a ver la máquina de volar, pasan por el cielo grandes nubes blancas, qué bonito sería volar en la máquina aunque sólo fuese una vez más, subir por los aires, rodear esos castillos suspendidos, atreverse a lo que las aves no se atreven, entrar por ellos gloriosamente, temblar de miedo y de frío, y salir luego para el azul y para el sol, ver la tierra hermosa y decir, Tierra, qué bella es Blimunda. Pero este camino es pedestre, Blimunda menos bella, hasta el burro dejó caer los lirios, muertos, marchitos por la sed, vamos a sentarnos aquí a comer el duro pan del mundo, comemos y seguimos luego, que aún tenemos mucho por andar. Va Blimunda tomando nota del camino en su memoria, aquel monte, aquellos matorrales, cuatro piedras alineadas, seis colinas alrededor, los pueblos cómo se llaman, pasamos por Codeçal y Gradil, Cadriceira y Furadoiro, Merceana y Pena Firme, tanto hemos andado que llegamos ya, Monte Junto, la passarola.

Era así en los cuentos antiguos, se decía una palabra secreta y ante la gruta maravillosa se alzaba un bosque de robles, impenetrable para quien no supiese la otra palabra mágica, aquella que pondría en lugar del bosque un río, y en el río una barca con sus remos. En este lugar también fueron dichas las palabras, Si tengo que morir en una hoguera, que sea al menos ésta, les dijo, loco, el padre Bartolomeu Lourenço, quizá sean estos zarzales el bosque de robles, este brezo florido los remos y el río, será barca esta ave herida, qué palabra se dirá que dé sentido a esto. Le quitaron la albarda al burro, le puso Baltasar una traba en las patas de delante, para que no se alejara demasiado, y ahora que coma lo que quiera, si alguna elección hay en lo que es simplemente posible, y, entre tanto, fue Baltasar abriendo camino entre las zarzas que protegían la máquina, es un trabajo que tiene que hacer siempre que allí va, porque, apenas vuelve la espalda, avanzan los brotes, los zarcillos, mucho trabajo cuesta mantener aquí un paso, un túnel por dentro y alrededor, sin él cómo se iban a restaurar los entramados de mimbre, cómo se ampararían las alas que el tiempo aflojó, la erecta cabeza caída, la sustentación de la cola, hay que afinar los timones, es verdad que estamos, nosotros y la máquina, caídos en el suelo, pero preparados. Trabajó Baltasar mucho tiempo, hiriéndose la mano en los espinos, y cuando el acceso estuvo fácil, llamó a Blimunda, incluso así tuvo ella que avanzar arrastrándose sobre las rodillas, llegó al fin, estaban inmersos en una sombra verde, translúcida, tal vez por las ramas jóvenes que pasaban por encima de la vela negra sin esconderla, tiernas hojas que aún dejaban pasar la luz, y sobre esta cúpula, otra de silencio, y sobre el silencio, una bóveda de luz azul, vista a trozos, a desgarrones, confidencias. Subiendo por el ala que se apoyaba en el suelo, se llegaba al convés de la máquina. Allí estaban el sol y la luna, grabados en una tabla, ninguna otra señal se les había unido, era como si no hubiera nadie más en este mundo. En algunos lugares el piso se había podrido, otra vez tendría Baltasar que traer unas tablas de la obra del convento, desechos de los andamios, de nada valdría cuidar las laminillas de hierro y del cesto exterior si bajo los pies se deshacían las maderas. Lucían mortecinas las bolas de ámbar bajo la sombra de la vela, como ojos que no pudieran cerrarse o que resistieran al sueño para no perderse la hora de la partida. Pero hay en todo esto un aire de abandono, las hojas muertas oscurecen el agua que se estancó y aún aguanta los primeros calores, si no fuese por la constancia de Baltasar, encontraríamos aquí una triste ruina, los huesos de un pájaro muerto.

Sólo las esferas, fabricadas de materia misteriosa, brillan como en el primer día, foscas pero luminosas, nítidas las nervaduras, preciosos los encajes, no se creería que llevan aquí cuatro años. Blimunda se acercó a una, le puso la mano encima, no estaba caliente, no estaba fría, fue como si hubiera juntado las dos manos, no siente frío, no siente calor, sólo que ambas están vivas, Aún viven las voluntades aquí dentro, no han salido si veo enteras las esferas, incorrupto el metal, pobrecillas, encerradas desde hace tanto tiempo, esperando qué. Baltasar ya estaba trabajando abajo, oyó una parte cualquiera de la pregunta, o la adivinó, Si las voluntades salieran de las esferas, la máquina no serviría para nada, ni valdría la pena volver aquí, y Blimunda dijo, Mañana lo sabré.

Trabajaron los dos hasta que el sol se puso. Con ramas de brezo Blimunda hizo una escoba para barrer las hojas y los detritus, luego ayudó a Baltasar a sustituir los mimbres partidos, a untar con sebo las laminillas. Cosió, su trabajo de mujer, la lona que se rompía por dos lados, como Baltasar había hecho otras veces su trabajo de soldado, y ahora remataba cubriendo de pez la superficie restaurada. Cayó la noche entre tanto. Baltasar fue a liberar al burro de las trabas para que el pobre no anduviera por allí tan incómodo, y lo ató cerca de la máquina, de paso daría señal si se acercaba una alimaña. Ya antes había inspeccionado el interior de la passarola, bajando por una abertura del convés, escotilla de esta nave aérea, o aeronave, nombre que fácilmente podrá formarse en el futuro cuando sea preciso. No había señal de vida, ni una culebra, ni la simple lagartija que en todo lo oculto corre, de arañas ni un hilo de tela, qué moscas iba a haber allí. Era como el interior de un huevo, la cáscara, el silencio que allí hay. Allí se acostaron, en un lecho de hojas, sirviéndoles sus propias ropas de abrigo y de colchón, en profunda oscuridad se buscaron, desnudos, ansioso entró él en ella, ella lo recibió ansiosa, después, el ansia de ella, el ansia de él, al fin, los cuerpos encontrados, los movimientos, la voz que viene del ser profundo, aquel que no tiene voz, el grito nacido, prolongado, interrumpido, el sollozo seco, la lágrima inesperada, y la máquina estremeciéndose, vibrando, es posible que no esté ya en la tierra, se desgarró la cortina de zarzales y trepadoras, planeó en la alta noche, entre las nubes, Blimunda, Baltasar, pesa el cuerpo de él sobre el de ella, y ambos pesan sobre la tierra, al fin están aquí, fueron y vinieron.

Cuando apareció la primera luz del día filtrándose entre los mimbres, Blimunda, desviando los ojos de Baltasar, se levantó lentamente, desnuda como había dormido, y salió por la escotilla. La estremeció el aire frío de la mañana, la estremeció tal vez más la ya casi olvidada visión de un mundo hecho de transparencias sucesivas, tras la amurada de la máquina y la red de zarzas y trepadoras, la silueta irreal del asno, y a través de él matojos y árboles que parecían fluctuar, al fin, la más sólida espesura del monte próximo, si allí no estuviera, veríamos los peces del mar distante. Blimunda se aproximó a una de las esferas y miró. Allá dentro, circularmente, se movía una sombra, como un torbellino de viento visto a gran distancia. En la otra esfera había una sombra igual. Blimunda volvió a bajar por la escotilla, se hundió en la penumbra del huevo, buscó entre las ropas su pedazo de pan. Baltasar no se había despertado aún, tenía el brazo izquierdo medio oculto por el follaje, a la vista el hombre entero. Blimunda se quedó dormida otra vez. Era día claro cuando sintió que despertaba con el contacto instantáneo de Baltasar. Antes de abrir los ojos, dijo, Puedes venir, ya he comido el pan, y entonces Baltasar entró en ella sin miedo, porque ella no entraría en él, así fuera prometido. Cuando salieron del interior de la máquina, mientras se iban vistiendo, preguntó Baltasar, Has ido a ver las voluntades, Sí, respondió ella, Y están ahí, Están, A veces pienso que deberíamos abrir las esferas y dejarlas ir, Si las dejamos ir, será igual que si no hubiera ocurrido nada, sería como si no hubiéramos nacido, ni tú, ni yo, ni el padre Bartolomeu Lourenço, Siguen pareciendo nubes cerradas, Son nubes cerradas.

Mediada la mañana acabaron el trabajo. Más por haberla cuidado hombre y mujer que por haber sido dos los cuidadores, la máquina parecía renovada, tan despierta como en su primer vuelo. Tirando de los zarzales y enredándolos, Baltasar cerró el paso de entrada. A fin de cuentas, esto es un cuento de hadas. Ante la gruta hay un bosque de robles, si lo que vemos no es más bien un río sin barca ni remos. Sólo desde lo alto se vería el singular techo negro de la gruta, sólo una passarola que pasase por encima, pero la única que existe está derrumbada aquí, y las aves comunes, las que Dios hizo o mandó hacer, pasan y vuelven a pasar, miran y vuelven a mirar, y no lo entienden. Tampoco el burro sabe a lo que vino. Bestia alquilada, va a donde lo llevan, carga cuanto le pongan encima, todos los viajes son iguales para él, pero ojalá todos los de su vida fuesen como éste que la mayor parte del camino vino sin carga, con lirios en las orejas, algún día había de ser la primavera de los burros.

Bajaron la sierra, tomaron por prudencia otros caminos, Lapaduços y Vale Benfeito, siempre bajando, y porque cuanta más gente hubiera menos se fijarían en ellos, ladearon Torres Vedras, luego hacia el sur, por la ribera de Pedrullos, si no hubiera tristeza ni miseria, si en todo lugar corriesen las aguas sobre las piedras, si cantasen aves, la vida podría ser siempre estar sentado en la hierba, coger una margarita y no arrancarle los pétalos por ser ya sabidas las respuestas o por ser éstas de tan poca importancia que descubrirlas no valdría la vida de una flor. Hay también otros simples y rústicos placeres, como lavarse Baltasar y Blimunda los pies en el agua, ella levantando la saya hasta la curva de la pierna, va a ser mejor que la baje, porque por cada ninfa que se baña, hay siempre un fauno al acecho, y éste está cerca y arremete. Blimunda huye del agua riendo, él la agarra por la cintura, caen ambos, cuál debajo, cuál encima, ni parecen personas de este siglo. El burro levanta la cabeza, aguzando las largas orejas, pero no ve lo que nosotros vemos, sólo una agitación entre las sombras, los árboles cenicientos, el mundo de cada uno es los ojos que tiene. Baltasar levanta a Blimunda en brazos, va a posarla en la albarda, arre burro, toque-toque. Es la hora del atardecer, no corre viento, ni brisa, ni un soplo mínimo, siente en la piel el suspiro del aire como otra piel, no se encuentra diferencia alguna entre Baltasar y el mundo, entre el mundo y Blimunda qué diferencia podría haber. Es de noche cuando llegan a Mafra. Arden hogueras en el alto de la Vela. Si las llamas se prolongan y se ensanchan se ven los muros de la basílica, irregulares, las hornacinas vacías, los andamios, los agujeros negros de las ventanas, más ruina que construcción nueva, siempre es así cuando se ausenta el trabajo de los hombres.

Fatigosos días, mal dormidas noches. En estos barracones reposan los obreros, pasan de veinte mil, acomodados en cubículos toscos, para muchos, no obstante, mejor cama que la que en sus casas no tienen, sólo la estera en el suelo, el dormir vestido, la capa por único agasajo, al menos en tiempo de fríos se calientan aquí los cuerpos unos a otros, peor es cuando viene el calor con rebaños de pulgas y de chinches chupando sangre, y también los piojos de cabeza, los otros del cuerpo, los pruritos torturadores. Y la comezón del sexo, el tragarse los humores, las descargas seminales del sueño, el vecino del camastro refocilándose, si no hay mujeres, qué vamos a hacer. Es cierto que hay mujeres, pero no llegan para todos. Los más afortunados son los de la primera leva, que pudieron juntarse con viudas y abandonadas, pero Mafra es pequeña, en poco tiempo no quedó mujer vacante, ahora la preocupación de los hombres es defender de tentaciones y asaltos su jardín, aunque sea de pocos o ningunos encantos. Algunas cuchilladas ha habido por razones de este tipo. En caso de muerte, viene el corregidor del crimen, vienen los cuadrilleros, si es preciso echa una mano la tropa, va el matador para la cárcel, caso en el que, de dos una, si el criminal fue el hombre de la mujer, en poco tiempo tiene sucesor, si de la mujer era el hombre muerto, en menos tiempo aún sucesor tiene.

Y los otros, qué hacen los otros. Éstos rondan por estas calles siempre cenagosas de las aguas perdidas, van a ciertos rincones donde las casas son también de tablas, tal vez construidas por previsión de la veeduría, que no ignora lo que son necesidades de hombre, tal vez por la usura de un contratista de burdeles, quien hizo la casa, la vendió, quien la compró, la alquiló, quien la alquiló, se alquiló, más afortunado fue el burro que Baltasar y Blimunda llevaron al monte, que le pusieron lirios en la cabeza, a estas mujeres nadie les lleva flores por detrás de sus postigos, sólo un sexo impaciente que a oscuras entró y salió, cuántas veces llevando consigo el principio de podredumbre, el gálico, y entonces gimen los pobres, tan desgraciados como las desgraciadas que los contaminaron, corre el pus por las piernas abajo en flujo sin fin, no es enfermedad que los cirujanos admitan en las enfermerías, el remedio, si lo hay, es aplicar en las partes un zumo de consuelda, que es planta milagrosa que da para todo y no cura nada. Aquí llegaron chicarrones que hoy, pasados tres o cuatro años, están podridos de pies a cabeza. Vinieron limpias mujeres que cuando acabaron de morir tuvieron que ser enterradas en lo más profundo porque se deshacían en pura purulencia y envenenaban el aire. Al día siguiente, la casa tiene nueva inquilina. El jergón es el mismo, los trapos ni siquiera han sido lavados, un hombre llama a la puerta y entra, no hay preguntas que hacer ni respuestas que dar, el precio es conocido, se afloja él los calzones, levanta ella las sayas, gimió él su goce, ella no precisa fingir, estamos entre gente seria.

Pasan de largo los frailes del hospicio, por apariencia de virtud, no tengamos lástima de éstos, que jamás se ha visto congregación tan conocedora de cómo se alternan y compensan mortificaciones y consuelos. Van con los ojos bajos, tintineando las camándulas, las del rosario que llevan a la cintura, las de la parte que ocultamente dan a besar a las penitentes, y si algún cilicio de crines les ciñe los riñones, o de púas en caso extravagante, podemos apostar que a ellos no les ciñen los riñones ciliciosamente, y léase esto con mucha atención para que no escape su entendimiento. Si no acuden a otras obras y obligaciones, van a asistir a las dolencias del hospital, a soplar y acercar el caldo, a encomendar a los moribundos, que días hay en que mueren dos o tres, sin que les valgan los santos de invocación de las enfermerías, a saber, San Cosme y San Damián patrones de los médicos, San Antonio, tan capaz de pegar huesos como de remendar botijas, San Francisco, por saber de estigmas, San José, por carpintear muletas, San Sebastián, que mucho resistió a la muerte, San Francisco Xavier, por ser entendido en medicinas orientales, Jesús María José, la sagrada familia, pero en todo apartada la ralea de las personas de distinción y de los oficiales militares, que ésos tienen enfermería aparte, y por esa desigualdad, sabiendo los frailes de dónde les viene el convento, se pueden evaluar las diferencias de trato y extremaunción. Tíreles la segunda piedra quien no cayó nunca en pecados afines, el mismo Cristo favoreció a Pedro y animó a Juan, y eran doce los apóstoles. Un día se averiguará que judas traicionó por celos y abandono.

En una hora de éstas murió João Francisco Sietesoles. Esperó a que el hijo bajara de la obra, primero entró Álvaro Diego, que tenía prisa por comer y volver al cobertizo de los albañiles, estaba migando pan en la sopa cuando entró Baltasar, Buenas noches, déme su bendición, padre, esta noche parecía igual a cualquier otra, sólo faltaba el más joven de la familia, que es siempre el último en aparecer, quizás anda ya zascandileando por las calles de mujeres, a escondidas, cómo se las arreglará para pagar si tiene que dar a su padre el jornal entero, sin quiebra de un real, y es Álvaro Diego quien justamente está preguntando, No ha llegado aún Gabriel, imagínense, hace tantos años que conocemos al mozo y hasta ahora no sabíamos su nombre, tuvo que esperar a hacerse hombre para que lo supiéramos, e Inés Antonia responde, encubridora, No tardará, es una noche como las otras, son las mismas palabras, y nadie repara en el espanto que apareció en la cara de João Francisco, sentado junto al fuego pese al calor que hace, ni Blimunda distraída con Baltasar que acaba de entrar, dio las buenas noches al padre y le pide la bendición sin ver siquiera si se la daba, cuando durante muchos años se es hijo se cae en estas desatenciones, y así fue, Déme su bendición, padre, y el viejo levanta lentamente la mano, la lentitud de quien para eso aún tiene fuerzas, fue su último gesto, no concluido, no rematado, cayó la mano junto a la otra, sobre las dobleces de la manta, y cuando al fin Baltasar se vuelve hacia el padre, va a recibir la bendición, lo ve apoyado en la pared, con las manos abiertas, la cabeza caída en el pecho, Está enfermo, es una pregunta inútil, qué sorpresa ahora si João Francisco respondiera, Estoy muerto, y ésta sería la mayor de las verdades. Se lloraron las lágrimas normales, Álvaro Diego no fue a trabajar, y cuando Gabriel entró en casa no tuvo más remedio que mostrarse triste, él que tan contento venía del paraíso, ojalá no le queme el infierno entre las piernas.

João Francisco Mateus dejó un huerto y una casa vieja. Tenía unas tierras en el alto de la Vela. Pasó años limpiándolas de piedras hasta que la azada pudo entrar en tierra blanda. No ha valido la pena, las piedras están allí otra vez, en definitiva, para qué viene un hombre a este mundo.


San Pedro de Roma no ha salido muchas veces de las arcas en estos años pasados. Y es que, muy al contrario de lo que piensa el vulgo ignaro, los reyes son exactamente como los hombres comunes, crecen, maduran, cambian sus gustos con la edad, cuando por complacer al público no los ocultan de propósito, al tiempo que por necesidad política se fingen otros. Aparte de eso, la sabiduría de las naciones y la experiencia de los particulares dice que la repetición trae la saciedad. La basílica de San Pedro ya no tiene secretos para Don Juan V. Podría armarla y desarmarla con los ojos cerrados, sólo o con ayuda, empezando por el norte o por el sur, por la columnata o por el ábside, pieza por pieza o en partes conjuntas, pero el resultado final es siempre el mismo, una construcción de madera, un lego, un mecano, un lugar de ficción donde nunca se dirán misas verdaderas, aunque Dios esté en todas partes.

La suerte, pese a todo, es que un hombre se prolongue en los hijos que tiene, y si es cierto que, por despecho de viejo o por vecindad de ese estado, no siempre aprecia el ver continuados sus actos cuando éstos han sido piedra de escándalo o defecto por demás visible, igualmente ocurre que el hombre se deleita cuando convence a los hijos para que repitan algunos gestos suyos, algunos pasos de su vida, incluso palabras, recuperando en apariencia así nuevo fundamento lo que él mismo fue e hizo. Los hijos, claro está, fingen. Por decirlo de otro modo, y ojalá más claro, no sintiendo ya Don Juan V gusto que valga el trabajo de armar y desarmar la basílica de San Pedro, encontró modo indirecto de recobrarlo, probando con un mismo gesto su amor paternal y real, al llamar, para que vinieran a auxiliarlo, a sus hijos Don José y Doña María Bárbara. De ambos hemos hablado ya, de ambos volveremos a hablar, ahora de ella, pobrecilla, sólo diremos que la desfiguraron mucho las viruelas, pero tienen las princesas tanta suerte que no pierden casamiento por verse comidas de viruelas y feas, si así conviene a la corona de su señor padre. Claro que, en esto de armar San Pedro de Roma, no hacen los infantes mucha fuerza. Si Don Juan V tenía gentileshombres de cámara que le ayudaban a levantar y asentar la cúpula de Miguel Ángel, recordando, con relación a esto, cuán proféticamente resonó la gran arquitectura en la noche en que el rey fue al cuarto de la reina, mayor ayuda necesitan los pobres niños, ella de diecisiete años, él de catorce. No obstante, aquí, lo que cuenta es el espectáculo, está media corte reunida para asistir al juego de los infantes, sus majestades sentadas bajo dosel, los frailes cuchicheando goces conventuales, los hidalgos componiendo la expresión para que ella exprese, al mismo tiempo, el respeto debido a los príncipes, el enternecimiento ante la poca edad suya, la devoción por el santo lugar que en copia allí se muestra, todo esto en una cara sólo, y todo esto al unísono, no es de sorprender que parezcan estar sufriendo de un dolor oculto y tal vez impropio. Cuando Doña María Bárbara lleva con sus propias manos una de las estatuillas que ornamentan la cornisa, la corte aplaude. Cuando con sus propias manos coloca Don José la cruz cimera del cimborrio, poco falta para que se arrodillen cuantos allí están, que este infante es el heredero. Sus majestades sonríen, después, Don Juan V llama a sus hijos, alaba su habilidad y los bendice, bendición que ellos reciben de rodillas. El mundo vive en una armonía tal, que parece, al menos en esta sala, reflejo de ese espejo de perfección que es el cielo. Cada gesto es aquí noble, podríamos decir divino en su gravedad y pausa, y las palabras se dicen como partes de una frase que no tiene prisa en acabar ni motivo para acabarse. Así hablan y proceden los moradores de los aposentos celestes cuando salen a las diamantinas calles, cuando los recibe en audiencia el padre de los universos en su palacio dorado, cuando en corte reunidos asisten al juego del hijo, que hace, deshace y vuelve a hacer una cruz de palo.

Dio Don Juan V orden de que no fuese desarmada la basílica, y así entera la mantienen. La corte salió, se retiró la reina, se fueron los infantes, los frailes tras ellos, con sus letanías, ahora está el rey midiendo gravemente con la mirada la construcción, mientras los hidalgos de semana intentan imitar su gravedad, es siempre lo más seguro. No menos de media hora permanecieron el rey y sus acompañantes en esta contemplación. Librémonos de averiguar los pensamientos de los camaristas, sabe Dios lo que pasará por aquellas cabezas, el calambre que le ha cogido un pie, el recuerdo de la perra preferida que ha de parir mañana, la apertura en la aduana de los fardos llegados a Goa, un súbito apetito de caramelos, la manecita blanda de la monja del convento, la comezón bajo la cabellera, todo cuanto se quiera excepto la sublimidad del pensamiento real, que era éste, Quiero tener una basílica igual en mi corte, esto sí que no lo esperábamos.

Al día siguiente, Don Juan V mandó llamar al arquitecto de Mafra, un tal João Frederico Ludovice, que es alemán escrito a la portuguesa, y le dijo sin más rodeos, Es mi voluntad que sea construida en la corte una iglesia como la de San Pedro de Roma, y, dicho esto, miró severamente al artista. Ahora bien, a un rey nunca se le dice que no, y este Ludovice que mientras vivió en Italia se llamó Ludovisi, abandonando así ya por dos veces el nombre familiar Ludwig, sabe que una vida, para que sea afortunada, tiene que ser conciliadora, sobre todo para quien la viva entre las gradas del altar y las del trono. No obstante, hay límites, y este rey no sabe lo que pide, está loco, es necio si cree que la simple voluntad, aunque sea real, hace nacer un Bramante, un Rafael, un Sangallo, un Peruzzi, un Buonarotti, un Fontana, un Della Porta, un Maderno, cree que es suficiente con venir y decirme, Ludwig, o Ludovisi, o Ludovice, si es para orejas portuguesas, Quiero San Pedro, y San Pedro aparece hecho, cuando yo lo que sé hacer es sólo Mafras, artista soy, es verdad, y muy vanidoso, como todos, pero conozco el pie que calzo, y también las maneras de esta tierra donde vivo desde hace veintiocho años, mucha arrogancia, poca perseverancia, lo que hay que hacer es llevarle la corriente, ese no que lisonjea más que el sí lisonjearía, trabajoso por otra parte, Dios me libre de él, La voluntad de vuestra majestad es digna del gran rey que ha mandado construir Mafra, pero las vidas son breves, majestad, y San Pedro, entre la bendición de la primera piedra y la consagración, consumió ciento veinte años de trabajos y riquezas, vuestra majestad, que yo sepa, nunca estuvo allí, juzga por el modelo de armar que tiene, quizá de aquí a doscientos cuarenta años lo consiguiéramos, estaría vuestra majestad muerto, muertos estarían vuestros hijos, nieto, bisnieto y tataranieto, y, con todo respeto, me pregunto si vale la pena construir una basílica que no va a terminarse hasta el año dos mil, suponiendo que para entonces haya aún mundo, no obstante, vuestra majestad decidirá, Que haya aún mundo, No, majestad, que se haga otro San Pedro en Lisboa, aunque a mí me parece que va a ser más fácil que llegue el mundo a su fin que repetir la basílica de Roma, Eso quiere decir que no he de satisfacer esta mi voluntad, Su majestad va a vivir eternamente en el recuerdo de sus súbditos, eternamente vivirá en la gloria de los cielos, pero la memoria no es buen terreno para abrir cimientos en ella, más bien van cayendo las paredes poco a poco, y los cielos son una sola iglesia donde San Pedro de Roma no haría más bulto que un grano de arena, Si es así, para qué construimos iglesias y conventos en la tierra, Porque no comprendemos que la tierra era ya una iglesia y un convento, lugar de fe y de responsabilidad, lugar de clausura y de libertad, No entiendo bien lo que dice, Yo no entiendo bien lo que estoy diciendo, pero, volviendo al caso, si vuestra majestad quiere llegar al fin de su vida viendo al menos levantado un palmo de pared, tiene que dar ya las órdenes necesarias, si no, nunca pasará de los fundamentos, Es que voy a vivir tan poco, Es que la obra es larga, y la vida corta.

Podían quedarse hablando el resto del día, pero Don Juan V, que en general no admite resistencias a su arbitrio, cayó en melancolía al ver, en la imaginación, el mortuorio cortejo de sus descendientes hijo, nieto, bisnieto, tataranieto, muriendo todos sin ver la obra acabada, para eso no vale la pena empezarla. João Frederico Ludovice disimula su contento, ha entendido que no habrá ya San Pedro de Lisboa, bastante trabajo tiene con la capilla mayor de la catedral de Évora y las obras de San Vicente de Fora, que son cosas a escala portuguesa, todo se queda en su según. Están en una pausa, el rey no habla, el arquitecto tampoco, así se desvanecen en el aire los grandes sueños, y nunca llegaríamos a saber que Don Juan V quiso un día construir San Pedro de Roma en el Parque Eduardo VII, de no ser por la incontinencia de Ludovice, que lo dijo a su hijo, y éste en secreto lo transmitió a una monja amiga, de quien era visita, que a su vez se lo dijo al confesor, que se lo dijo al general de la orden, que se lo dijo al patriarca, que fue a preguntarle al rey, que le respondió que si alguien volvía a hablarle del asunto incurriría en su cólera, y así ocurrió, todos se callaron, y si hoy sale a luz el proyecto es porque la verdad camina siempre en la historia por su propio pie, no hay más que darle tiempo, y un día aparece y declara, Aquí estoy, no tenemos más remedio que creer en ella, viene desnuda y sale del pozo como la música de Domenico Scarlatti, que aún vive en Lisboa.

En fin, el rey se da una palmada en la cabeza, le resplandece la frente, le rodea el nimbo de la inspiración, Y si aumentáramos el convento de Mafra hasta dar cabida a doscientos frailes, y quien dice doscientos dice quinientos, dice mil, estoy convencido de que sería algo no menor en grandeza que la basílica que no puede haber. El arquitecto ponderó, Mil frailes, quinientos frailes, es mucho fraile, majestad, acabaríamos por hacer una iglesia tan grande como la de Roma para que cupieran todos, Entonces, cuántos, Digamos trescientos, e incluso así ya va a ser pequeña para ellos la basílica que proyecté y está siendo construida, muy lentamente, si se me permite la observación, Sean trescientos, no se discuta más, ésta es mi voluntad, Así se hará, dando vuestra majestad las órdenes necesarias.

Fueron dadas. Pero primero se reunieron, otro día, el rey y el provincial de los franciscanos de la Arrábida, el almojarife y nuevamente el arquitecto. Ludovice llevó sus planos, los tendió sobre la mesa, explicó la planta, Aquí está la iglesia, hacia el norte y el sur estas galerías y estos torreones son el palacio real, por la parte de atrás quedan las dependencias del convento, ahora bien, para satisfacer las órdenes de su majestad, tendremos que construir, más atrás aún, otros cuerpos, hay aquí un monte de piedra compacta que va a haber que minar y allanar, con lo que nos costó ya morderle la falda para hacer la explanación. Al oír que quería el rey ampliar el convento para tan gran número de frailes, de ochenta a trescientos, imagínense, el provincial, que había ido allí sin saber de la novedad, se derrumbó en el suelo dramáticamente, besó con exuberancia las manos de su majestad, y declaró al fin con voz estrangulada, Señor, podéis estar seguro de que en este mismo momento está Dios mandando preparar nuevos y más suntuosos aposentos en su paraíso para premiar a quien en la tierra lo engrandece y loa en piedras vivas, estad seguro de que por cada nuevo ladrillo que sea colocado en el convento de Mafra, será dicha en vuestra intención una plegaria, no por la salvación de vuestra alma, que está ya garantizadísima por las obras, pero sí como flores de la corona con que habéis de presentaros ante el supremo juez, quiera Dios que de aquí a muchos años, para que no mengüe la felicidad de vuestros súbditos y perdure la gratitud de la Iglesia y de la orden a la que sirvo y represento. Don Juan V se levantó de su sitial, besó la mano del provincial, humillando el poder de la tierra ante el poder del cielo, y cuando volvió a sentarse se le repitió el halo en torno de la cabeza, este rey, si no anda con cuidado, va a acabar santo. El almojarife seca sus ojos húmedos de copiosas lágrimas, Ludovice conserva la punta del dedo índice de la mano derecha sobre el lugar del plano que representa aquel monte que tanto va a costar arrasar, el provincial alza los ojos al techo, que se supone representa aquí el empíreo, y el rey los va mirando sucesivamente a los tres, grande, pío, fidelísimo que ha de ser, no todos los días se ordena la ampliación de un convento de ochenta frailes a trescientos, el mal y el bien a la cara vienen, dice el pueblo, en este caso de hoy, vino lo mejor.

Se retiró repitiendo reverencias João Frederico Ludovice para ir a modificar los planos, se recogió el provincial a la provincia para ordenar los actos congratulatorios adecuados y dar la buena nueva, se quedó el rey, que está en su casa, esperando ahora a que regrese el almojarife que ha ido a por los libros de contabilidad y cuando vuelve, le pregunta, después de colocados sobre la mesa los enormes infolios, Hablemos ahora de cómo estamos de debe y haber. El contador se lleva la mano a la barbilla pareciendo que va a entrar en meditación profunda, abre uno de los libros como para mostrar un registro decisivo, pero enmienda ambos movimientos y se contenta con decir, Sepa vuestra majestad que haber, habemos cada vez menos, y deber, debemos cada vez más, Ya me dijiste lo mismo el mes pasado, Y el otro mes, y el año pasado, a este paso, majestad, vamos a ver el fondo del saco, Está lejos de aquí el fondo de nuestros sacos, uno en el Brasil, otro en la India, cuando se agoten lo sabremos con un retraso tan grande que podremos decir, éramos pobres y no lo sabíamos, Si su majestad me perdona la osadía, me atrevería a decir que somos pobres y lo sabemos, Pero, gracias sean dadas a Dios, el dinero no nos falta, Pues no, y mi experiencia contable me recuerda todos los días que el peor pobre es aquel a quien no falta el dinero, eso es lo que pasa en Portugal, que es un saco sin fondo, le entra el dinero por la boca y le sale por el culo, con perdón de vuestra majestad, Ja, ja, ja, se río el rey, eso tiene mucha gracia, sí señor, quieres decir que la mierda es dinero, No, majestad, es el dinero lo que es mierda, y estoy en muy buena posición para saberlo, en cuclillas, que es como siempre debe estar quien hace cuentas del dinero de los otros. Este diálogo es falso, apócrifo, calumnioso, y también profundamente inmoral, no respeta al trono ni al altar, pone al rey y a un tesorero hablando como arrieros en taberna, sólo faltaba que les inflamaran ardores de maritornes, sería el colmo, pero esto que se ha leído es sólo la traducción moderna del portugués de siempre, y luego dijo el rey, A partir de hoy, te doblo el sueldo para que no te cueste tanto hacer fuerza, Beso las manos de su majestad, respondió el contador.

Aun antes de terminar João Frederico Ludovice los planos del convento ampliado, galopó un correo real a Mafra con órdenes imperiosas de que, inmediatamente, se empezara a allanar el monte, ganándose así algún tiempo. Se apeó el correo a la puerta de la veeduría general, más la escolta, se sacudió el polvo, subió por la escalera, entró en el salón, El doctor Leandro de Melo, éste era el nombre del veedor, Yo soy, le dijo el tal señor, Traigo cartas urgentes de su majestad, aquí están, y páseme vuesa merced recibo y quitanza, que vuelvo inmediatamente a la corte, no tarde. Así se hizo, se fueron el correo y la escolta, ahora al paso, y el veedor abrió las órdenes, después de haber besado reverentemente el sello, pero, cuando acabó de leerlas, se quedó pálido, tanto que el subveedor creyó que allí venía la destitución de su cargo, cosa que quizá podría beneficiar a su carrera, pero pronto se desengañó, el doctor Leandro de Melo se levantaba ya y decía, Vamos a la obra, vamos a la obra, y en pocos minutos se reunieron el tesorero, el maestro de los carpinteros, el de los albañiles, el de los canteros, el carrero mayor, el ingeniero de las minas, el capitán de la tropa, todos cuantos en Mafra tenían vara de mando y estando reunidos les habló el veedor general, Señores, su majestad ha determinado, en su piedad y amplia sabiduría, que se aumente la capacidad del convento a trescientos monjes, y que de inmediato empiecen las obras de explanación del monte situado a levante, por ser ahí donde se erigirá el nuevo cuerpo de la construcción, de acuerdo con medidas aproximadas que vienen en estas cartas, y como las órdenes de su majestad hay que cumplirlas, vamos todos a la obra a ver cómo hay que poner mano a la empresa. Dijo el tesorero que para pagar los gastos consiguientes no precisaba tasar el monte, dijo el maestro de los carpinteros que su oficio era la madera y la aserradura, dijo el maestro de los albañiles que lo llamaran cuando se tratara de levantar paredes y asentar pavimentos, dijo el de los canteros que él sólo trabajaba con piedra arrancada, no por arrancar, dijo el carrero mayor que los bueyes y las mulas irían allí si eran precisos, y estas respuestas, que parecen de gente insumisa, son de gente sensata, de qué serviría que fuera todo el personal al monte cuando bien sabía lo que iba a costar aquello. Dio el veedor por buenas las explicaciones, y al fin salió llevando consigo al ingeniero de las minas, que era el que cargaba con la mayor responsabilidad, y al capitán de la tropa, por ser el desmonte principalmente tarea de soldados.

En una parte del terreno, tras las paredes alzadas por el lado de levante, ya el fraile hortelano del hospicio había plantado frutales, y planteles diversos, unos de legumbres con flores en los bordes, alguna promesa de pomar y huerto, un suspiro de jardín. Todo tendría que arrancarse. Los trabajadores vieron pasar al veedor general y al español de las minas, luego miraron el fantasma del monte, pues ya había corrido la noticia de que iba a prolongarse el convento por aquel lado, parece imposible la rapidez con que se divulgan órdenes que deberían ser de alguna confidencia, al menos mientras el destinatario no las hace públicas, es como para creer que, antes de escribir al doctor Leandro de Melo, mandó Don Juan V aviso al Sietesoles, o a José Pequeno diciendo, Tened paciencia, se me ha ocurrido la idea de meter ahí trescientos frailes en vez de los ochenta acordados, por otra parte, es bueno para todos los que trabajan ahí, que quedan por más tiempo con el empleo garantizado, que el dinero, aún me lo dijo hace unos días mi almojarife, es seguro, ése no falta, somos la nación más rica de Europa, a ver si se enteran, no debemos nada a nadie y pagamos a todos, y con esto no os molesto más, recuerdos a mis queridos treinta mil portugueses que andan ahí haciendo por la vida, esforzándose por dar a su rey el supremo placer de ver alzado en los aires y en los tiempos el mayor y más hermoso monumento sacro de la historia, que hasta me han dicho ya que, comparado con él, San Pedro de Roma es una capilla, adiós, hasta un día de éstos, saludos a Blimunda, de lo que no he vuelto a saber nada es de la máquina voladora del padre Bartolomeu Lourenço, tanto como lo protegí, tanto dinero gastado, el mundo está lleno de ingratos, adiós.

El doctor Leandro de Melo está abrumado al pie del monte, desmedido accidente que se empina más alto que las paredes que aún han de ser, y siendo su oficio sólo corregidor de Torres Vedras, se acoge al amparo del ingeniero de las minas, que por ser andaluz e hiperbólico, habla claro, Aunque fuera la Sierra Morena, yo la arrancaría con mis brazos y la precipitaría al mar *, que traducido viene a ser, Déjenme a mí, que en poco tiempo armo aquí una plaza que va a dejar pálida a la del Rossío de Lisboa. Durante todos estos años, once van ya vencidos, se han sobresaltado los ecos de las quebradas de Mafra con las continuas cargas de pólvora, espaciadamente en los últimos tiempos, sólo cuando un renitente espolón de piedra se interpone en el suelo ya rendido. Un hombre nunca sabe cuándo la guerra acaba. Dice, Mira, se acabó, y de repente no se acabó, vuelve a empezar, y viene diferente, la muy puta, aún ayer eran floreos de espada y son hoy cañonazos, aún ayer se derrumbaban murallas y hoy se desmoronan ciudades, aún ayer se exterminaban países, y hoy se revientan mundos, aún ayer morir era una tragedia y hoy es una banalidad el que se evapore un millón, no va a ser éste el caso de Mafra, donde nunca veremos reunida tanta gente, que si ya era mucha, más, y para quien se había habituado a oír unos cincuenta, cien estampidos por día, resulta ahora el fin del mundo el tremebundo resonar de mil cargas entre el amanecer y la puesta del sol, en rosarios de veinte, con tal violencia tirando tierras y piedras al aire que tenían los trabajadores de la obra que abrigarse tras las paredes o acogerse a la protección de los andamios, e incluso así algunos quedan heridos, por no hablar de aquellas cinco minas que hicieron explosión inesperadamente y destrozaron a tres hombres.

Sietesoles no le ha respondido aún al rey, lo va aplazando siempre, le molesta tener que pedirle a alguien que escriba la carta, pero, si un día vence la vergüenza, dirá esto, Mi querido rey, recibí su carta y vi todo lo que me dice, aquí no falta trabajo, sólo paramos cuando le da por llover y hasta los patos dicen basta, o cuando se atrasó la piedra en el camino, o cuando salieron malos los ladrillos y tenemos que esperar a que vengan otros, ahora anda por aquí todo muy liado con la idea esa de agrandar el convento, lo que pasa es que mi querido rey no puede ni imaginar el tamaño del monte ese y la cantidad de hombres que tendrán que ponerse a la obra, han tenido que dejar la del palacio y la de la iglesia, va a ser un atraso, hasta canteros y carpinteros andan acarreando piedra, yo unas veces con los bueyes, otras con la carretilla, me dieron pena los limoneros y los melocotoneros que arrancaron, a las flores fue un aire que les dio, que no valía la pena haberlas sembrado para tratarlas luego con tanta crueldad, pero, en fin, como mi querido rey dice que no debemos nada a nadie, siempre es una satisfacción, es lo que decía mi madre, paga la deuda bien y no mires a quién, pobrecilla, muerta ya, no verá el mayor y más hermoso monumento sacro de la historia, como me dice en su carta, aunque, para serle franco, en las historias que conozco nunca se habla de monumentos sacros, sólo de moras encantadas y tesoros escondidos, y hablando de tesoros y de moras, Blimunda está muy bien, gracias, ya no es tan bonita como fue, pero lo que darían muchas mozas por estar como ella, José Pequeno me manda preguntarle que para cuándo es la boda del infante Don José, que le va a mandar un regalo, a lo mejor es por llevar los dos el mismo nombre, y los treinta mil portugueses le saludan y agradecen, de salud van así así, el otro día hubo aquí una cagalera general, Mafra apestaba en tres leguas a la redonda, algo que comimos nos sentó mal, que eran los gusanos más que la harina, o las moscas que la carne, pero tuvo gracia ver un montón de gente culo al aire, con el frescor que venía del mar, muy aliviador él, y cuando unos acababan había otros tantos, a veces era tal la urgencia que aliviaban allí donde estaban, ah, es verdad, me olvidaba, tampoco he vuelto a oír nada de la máquina voladora, quizá se la haya llevado el padre Bartolomeu Lourenço para España, quién sabe si la tendrá ahora el rey de allí, que, según oigo decir, va a ser su compadre, ojo con él, y no le molesto más, recuerdos a la reina, adiós, mi querido rey, adiós.

Esta carta nunca fue escrita, pero los caminos de la comunicación de las almas son muchos, y aún misteriosos, y de tantas palabras que Sietesoles no llegó a dictar, algunas fueron a herir el corazón del rey, tal como aquella fatal sentencia que, para aviso de Baltasar, apareció grabada a fuego en una pared, pesado, contado, dividido, ese Baltasar no es el Mateus que conocemos, sino aquel otro que fue rey de Babilonia y que, habiendo profanado en un festín los vasos sagrados del templo de Jerusalén, fue castigado, muerto a manos de Ciro, que para ejecución de esa divina sentencia había nacido. Las culpas de Don Juan V son otras, si algunos vasos profana son los de las esposas del Señor, pero a ellas les gusta y a Dios no le importa, adelante pues. A los oídos de Don Juan V lo que sonó como un redoble fue aquel párrafo, cuando Baltasar, hablando de su madre, con mucho sentimiento porque ya no va a poder ver el mayor y más hermoso de los monumentos sacros, Mafra. Súbitamente, el rey comprende que su vida será corta, que cortas son todas las vidas, que mucha gente murió y morirá antes de que se acabe de construir Mafra, que él mismo podría cerrar los ojos mañana para todo y para siempre. Se acuerda que desistió de edificar San Pedro de Roma, justamente por haberle convencido Ludovice de esta misma cortedad de las vidas, y que el mismo San Pedro, palabras dichas, entre la bendición de la primera piedra y la consagración, consumió nada menos que ciento veinte años de trabajos y riquezas. Mafia lleva engullidos ya once años de trabajo, de riquezas no se debe hablar, Quién me asegura que estaré vivo cuando se haga la consagración, si aún hace pocos años nadie daba nada por mí, con aquella melancolía que me iba llevando antes de tiempo, el caso es que la madre de Sietesoles, pobrecilla, vio el principio, pero no verá el fin, y un rey no está libre de que le ocurra lo mismo.

Don Juan V está en una sala del torreón, cara al río. Mandó salir a los gentileshombres, a los secretarios, a los frailes, a una cantante de comedia, no quiere ver a nadie. Tiene dibujado en la cara el miedo a morir, vergüenza suprema en monarca tan poderoso. Pero ese miedo a morir no es el de que un día el cuerpo se abata y se le vaya el alma, y sí el de que no estén abiertos y relucientes sus propios ojos cuando, consagradas, se alcen las torres y la cúpula de Mafra, es el de que no sean ya sensibles y sonoros sus propios oídos cuando suenen gloriosamente los carillones y las músicas, es el no poder palpar con sus manos los ricos paramentos y los paños de fiesta, es el de que no llegue a oler su nariz el incienso de los turíbulos de plata, es el de ser sólo el rey que mandó hacer y no el que lo ve hecho. Va allá un barco, quién sabe si llegará a puerto, Pasa una nube por el cielo, puede que la veamos en lluvia derramada, Bajo aquellas aguas nada el cardumen al encuentro de las redes. Vanidad de vanidades, dijo Salomón, y Don Juan V repite, Todo es vanidad, vanidad es desear, tener es vanidad.

Pero la victoria sobre la vanidad no es la modestia, y menos aún la humildad, es más bien su exceso. De esta meditación y agonía no salió el rey para vestir sayal de la penitencia y renuncia, sino para hacer volver a los gentileshombres, a los secretarios y a los frailes, la cantante vendría más tarde, para preguntarles si era verdad, según creía saber, que la consagración de las basílicas debe hacerse los domingos, y ellos respondieron que sí, de acuerdo con el Ritual, y entonces el rey mandó que miraran cuándo caería en domingo el día de su cumpleaños, veintidós de octubre, los secretarios, tras cuidadosa comprobación del calendario, respondieron que tal coincidencia se daría dentro de dos años, en mil setecientos treinta, Pues en ese día quiero que se haga la consagración de la basílica de Mafra, así lo quiero, ordeno y determino, y cuando esto oyeron, los gentileshombres de cámara besaron la mano de su señor, ya me diréis qué es mejor, si ser del mundo rey, o de esta gente.

Echaron reverentemente en aquel entusiasmo un jarro de agua fría João Frederico Ludovice y el doctor Leandro de Melo, llamados a toda prisa de Mafra, adonde el primero había ido y el segundo estaba, quienes con la memoria fresca de lo que allí veían, dijeron que el estado de la obra no permitía tan feliz previsión, tanto en lo referente al convento, cuyo segundo cuerpo se iba levantando lentamente de paredes, como a la iglesia, por su naturaleza de delicada construcción, una conjunción de piedras que no podía realizarse a la ligera, vuestra majestad lo sabe mejor que nadie, cuando tan armoniosamente concilia y equilibra las partes que forman la nación. Se cargó el ceño de Juan V, porque la forzada lisonja en nada le había aliviado, y cuando iba a abrir la boca para responder desabrido, prefirió llamar otra vez a los secretarios y preguntarles en qué fecha volvería a caer en domingo el día de su cumpleaños, pasada la de mil setecientos treinta, que, por lo visto, era plazo que no bastaba. Trabajaron los secretarios afanosamente en sus aritméticas, y con alguna duda respondieron que el acontecimiento se repetiría diez años después, en mil setecientos cuarenta.


Estaban allí ocho o diez personas, entre rey, Ludovice, Leandro, secretarios e hidalgos de semana, y todos asintieron gravemente con la cabeza, como si Halley en persona acabara de explicarles la periodicidad de los cometas, las cosas que son capaces de descubrir los hombres. Pero, Don Juan V tuvo un negro pensamiento, se le vio en la cara, e hizo cuentas rápidas, mentalmente, con ayuda de los dedos, En mil setecientos cuarenta tendré cincuenta y un años, y añadió lúgubre, Si estoy vivo. Y durante unos terribles minutos volvió a subir este rey al Monte de los Olivos, y agonizó allí con el miedo a la muerte y el pavor del robo que le harían, ampliado ahora con un sentimiento de envidia, imaginar a su hijo ya rey, con la reina nueva que va a venir de España, gozando ambos de las delicias de inaugurar y ver consagrar Mafra, mientras él va a estar pudriéndose en San Vicente de Fora, junto al pequeño infante Don Pedro, muerto, tan niño aún, a causa del brutal destete. Estaban los circunstantes mirando al rey, Ludovice con cierta curiosidad científica, Leandro de Melo indignado contra la severidad de la ley del tiempo que ni a las majestades respeta, los secretarios dudando si habrían acertado en los bisiestos, los camaristas evaluando sus propias posibilidades de supervivencia. Todos esperaban. Y entonces Don Juan V dijo, La consagración de la basílica de Mafra se hará el veintidós de octubre de mil setecientos treinta, me da igual que falte o que sobre tiempo, haga sol o llueva a cántaros, caiga nieve o sople el viento, aunque se inunde el mundo o le dé un tembleque.

Dejando aparte las expresiones enfáticas, esta misma orden ya la había dado antes, y no parece más que una declaración solemne para la historia como aquélla, tan conocida, Padre, en tus manos entrego mi espíritu, o sea que Dios no es manco, no señor, por ahí anduvo el padre Bartolomeu Lourenço en domésticos sacrilegios, apartando a Baltasar Sietesoles del camino recto, cuando bastaría con preguntarle al Hijo, que tiene la obligación de saber cuántas manos tiene el Padre, pero, a lo que Don Juan V dijo ya, deberá añadirse ahora lo que resulta de saber nosotros cuántas manos tienen los hijos súbditos y para qué sirven ellos y ellas, Ordeno a todos los corregidores del reino se mande que reúnan y envíen a Mafra cuantos operarios se encuentren en sus jurisdicciones, sean ellos carpinteros, albañiles o peones, retirándolos, aunque sea mediante violencia, de sus menesteres, y que bajo ningún pretexto los dejen quedar, no valiendo para ello consideraciones de familia, dependencia o anterior obligación, porque nada está por encima de la voluntad real, salvo la voluntad divina, y a ésta nadie podrá invocar, que lo hará en vano, porque precisamente para servicio de ella se ordena esta providencia, he dicho. Ludovice movió la cabeza gravemente, como quien acaba de comprobar la regularidad de una reacción química, los secretarios escrituraron velocísimas notas, los gentileshombres de cámara se miraron y sonrieron, esto es un rey, el doctor Leandro de Melo estaba a salvo de esta nueva obligación porque en su comarca ya no había quien trabajara en oficios que no sirvieran al convento por vía directa o indirecta.

Fueron las órdenes, vinieron los hombres por su voluntad algunos, atraídos por la promesa de un buen salario, otros por gusto de la aventura, por desprendimiento de afectos también, a la fuerza casi todos. Se pregonaba la orden en las plazas, y, siendo escaso el número de voluntarios, iba el corregidor por las calles, acompañado por los cuadrilleros, entraba en las casas, empujaba las cancelas de los huertos, salía al campo a ver dónde se ocultaban los relapsos, al cabo del día juntaba diez, veinte, treinta hombres, y cuando eran más que los carceleros, los ataban con cuerdas, variando el modo, presos por la cinturas unos a otros, o con una improvisada cogotera, o atados por los tobillos, como lazarinos o esclavos. En todos los lugares se repetía la escena, Por orden de su majestad vais a trabajar en las obras del convento de Mafra, y si el corregidor era hombre de celo, era igual que estuviera el requisado en la fuerza de la vida o que ya no pudiera con los calzones, o que fuese aún un niño. Se negaba el hombre primero, intentaba escapar, alegaba pretextos, la mujer fuera de cuentas, la madre vieja, una camada de hijos pequeños, la pared a medio alzar, el arca por reforzar, la barbechera, y si empezaba a explicar sus razones, no acababa, le echaban la mano encima los cuadrilleros, lo golpeaban si se resistía, muchos iniciaban la marcha sangrando.

Corrían las mujeres, lloraban, y los niños aumentaban el alarido, era como si anduvieran los corregidores cogiendo gente para la tropa o para las naves de la India. Reunidos en la plaza de Celorico da Beira, o de Tomar, o en Leiria, en Vila Pouca o en Vila Muita, en la aldea sin más nombre que el saberlo sus moradores, en las tierras de la frontera o en la orilla de la mar, alrededor de las picotas, en el atrio de las iglesias, en Santarem y Beja, en Faro y Portimao, en Portalegre y en Setúbal, en Évora y en Montemor, en las montañas y en la llanura, y en Viseu, y en Guarda, en Bragança, en Vila Real, en Miranda, Chaves, Amarante, en Vianas y Póvoas, en todos los lugares adonde puede llegar la justicia de su majestad, los hombres, atados como reses, sin más holgura que la bastante para que no se atropellasen, veían a sus mujeres y a los hijos implorando al corregidor, procurando sobornar a los cuadrilleros con algunos huevos, una gallina, míseros expedientes que de nada servían, pues la moneda con que el rey de Portugal cobra sus tributos es el oro, es la esmeralda, es el diamante, la pimienta y la canela, es el marfil y el tabaco, es el azúcar y la sucupira del Brasil, las lágrimas no entran en la aduana. Y si para ello tuvieron tiempo, cuadrilleros hubo que gozaron a las mujeres de los presos, que a tanto se sujetaron las pobres para no perder a sus maridos pero, desesperadas, los veían partir luego, mientras los aprovechados se reían de ellas. Maldito seas hasta la quinta generación, de lepra se te cubra todo el cuerpo, puta veas a tu madre, puta a tu mujer, puta a tu hija, empalado seas por el culo hasta la boca, maldito, maldito, maldito. Ya va avanzando la recua de los hombres de Arganil, los acompañan hasta fuera del pueblo las infelices, que van clamando, ésta con el pelo suelto, Oh dulce y amado esposo, y otra protestando, Oh hijo, a quien tenía por consuelo y dulce amparo de esta fatigada vejez mía, no se acaban las lamentaciones, tantas que los montes más cercanos respondían, casi movidos por alta piedad, en fin ya los llevados se alejan y desaparecen en la revuelta del camino, arrasados en lágrimas, cayéndoles los lagrimones a los más sensibles, y entonces se alza una gran voz, es un labriego de tanta edad que ya no lo quisieron, y grita subido a una cerca que es el púlpito de los rústicos, Oh gloria de mandar, oh vana codicia, oh rey infame, oh patria sin justicia, y habiendo así clamado le dio el cuadrillero un golpe en la cabeza y allí mismo lo dejó por muerto.

Cuánto puede un rey. Está sentado en su trono, se alivia conforme a la necesidad en el orinal o en el vientre de las madres, y de aquí, de allí o de más allá, si lo requieren los intereses del Estado, que es él, despacha órdenes para que de Penamacor vengan los hombres válidos, o no tanto, para trabajar en este mi convento de Mafra, levantado porque lo pedían los franciscanos desde mil seiscientos veinticuatro, y por al fin haber quedado la reina preñada de una hija que ni reina de Portugal va a ser, sino de España, por intereses dinásticos y particulares. Y los hombres, que nunca verán al rey, los hombres que el rey nunca vio, los hombres incluso no queriéndolo ver, vienen, entre soldados y cuadrilleros, sueltos si son de ánimo pacífico o si ya se han resignado, atados como fue explicado, si rebeldes, atados siempre si por malicia villana mostraron ir de grado y luego intentaron huir, peor aún si alguno consiguió escapar. Atraviesan los campos, de comarca en comarca, por los pocos caminos reales, a veces por aquellos que los romanos hicieron construir, casi siempre por senderos de cabras, y el tiempo es lo variable, sol que asa las piedras, lluvia que inunda los campos, frío que hiela, en Lisboa su majestad espera que cada uno cumpla su deber.

A veces hay encuentros. Venían unos de más al norte, otros más bien de levante, aquellos de Penela, estos de Proença-a-Nova, se juntaron en Porto de Mos, ninguno de ellos sabe qué lugares son éstos en el mapa, ni qué forma tiene Portugal, si es cuadrado, o redondo, o con picos, si es puente de paso o cuerda de horca, si grita cuando le pegan o si se esconde por los rincones. De las dos levas se hace una, y teniendo ya sus refinamientos las artes carceleras, se emparejan los hombres al modo místico, uno de Proença, otro de Penela, dificultándose así las subversiones, con el evidente beneficio de dar a conocer Portugal a los portugueses, Y cómo es tu tierra, y mientras hablan de esto no piensan en otra cosa. A no ser que muera alguno por el camino. Puede caer fulminado de un ataque echando espumarajos por la boca, o ni siquiera eso, sólo cayendo y arrastrando en la caída al compañero de delante y al de detrás, súbitamente y con pánico atados a un muerto, puede uno enfermar en un descampado, y hay que llevarlo en la sillita de la reina, bamboleando piernas y brazos, hasta morir un poco más allá y ser enterrado al borde del camino, con una cruz de palo hincada por el lado de la cabeza, o, si tiene suerte, recibe en poblado los últimos sacramentos, mientras los desterrados esperan sentados en el suelo que se aclare el caso, Hoc est enim corpus meum, este cuerpo cansado de tantas leguas andadas, este cuerpo desollado por los tirones de la cuerda, este cuerpo gastado por la comida aún más escasa que la ya mínima de costumbre. Pasan las noches en pajares, en porterías de conventos, en almacenes vacíos, y, si Dios lo quiere y el buen tiempo, al raso, uniéndose así la libertad del aire y la prisión de los hombres, extensas filosofías que debatiríamos aquí si tuviéramos tiempo para ello. De madrugada, mucho antes de que salga el sol, y menos mal, porque esas horas son más frescas, se levantan los trabajadores de su majestad, entumecidos y hambrientos, afortunadamente los habían liberado de las cuerdas los cuadrilleros porque hoy entraremos en Mafra y sería de pésimo efecto aquel cortejo de andrajosos, atados como esclavos del Brasil o recua de cabalgaduras. Cuando de lejos ven los muros blancos de la basílica, no gritan Jerusalén, Jerusalén, por eso es mentira lo que dijo aquel fraile que predicó cuando llevaron la losa de Pêro Pinheiro a Mafra, que todos estos hombres son cruzados de una nueva cruzada, qué cruzados son éstos que tan poco saben de su cruzadía. Hacen alto los cuadrilleros para que desde esta eminencia puedan los traídos apreciar el amplio panorama en medio del cual van a vivir, a la derecha el mar por el que navegan nuestras naves, señoras del líquido elemento, enfrente, hacia el sur, está la hermosísima sierra de Sintra, orgullo de nacionales y envidia de extranjeros, que daría un buen paraíso si Dios hiciera otra tentativa, y esa ciudad, allá abajo, hundida, es Mafra, que dicen los eruditos que es eso precisamente lo que quiere decir, pero un día habrán de rectificar y en ese nombre leerán letra por letra, muertos, asados, fundidos, robados, arrastrados, y no soy yo, simple cuadrillero, un mandado, quien se atreva a tal lectura, sino un abad benedictino a su tiempo, y ésa será la razón que tiene para no asistir a la consagración de aquel exceso, pero no nos anticipemos que aún hay mucho trabajo por hacer, para eso habéis venido de luengas tierras donde vivíais, no reparéis en la falta de concordancia, que a nosotros nadie nos ha enseñado a hablar, aprendimos con las faltas de nuestros padres, y, aparte de eso, estamos en tiempos de transición, y ahora que han visto ya lo que les espera, sigan adelante, que nosotros, cuando los hayamos entregado, tenemos que ir a buscar más.

Para llegar a la obra, venidos de donde vienen, tienen que atravesar la villa, pasan a la sombra del palacio del vizconde, bordean la casa de los Sietesoles, y tanto saben de éstos como saben de aquél, pese a genealogías y memoriales, Tomás da Silva Teles, vizconde de Vila Nova da Cerveira, Baltasar Mateus, fabricante de aviones, ya veremos con el paso del tiempo quién va a ganar esta guerra. Las ventanas del palacio no se abren para ver pasar el cortejo de los miserables, sólo el olor que dejan, señora vizcondesa. Se abrió, sí, el postigo de la casa de los Sietesoles y asomó Blimunda, no es ninguna novedad, cuántas levas han pasado ya por aquí, pero, estando ella en casa, siempre sale a ver, es una manera de recibir a quien llega, y cuando vuelve Baltasar, por la noche, ella dice, Por aquí pasaron hoy más de cien, perdónese la imprecisión de quien no aprendió más rigurosas cuentas, fueron muchos, fueron pocos, es como cuando se habla de años, pasé ya de los treinta, y Baltasar dice, He oído decir que en total llegaron quinientos, Tantos, se asombra Blimunda, y ni uno ni otro saben exactamente cuántos son quinientos, sin hablar ya de que el número es, de todas las cosas que hay en el mundo, la menos exacta, se dice quinientos ladrillos, se dice quinientos hombres, y la diferencia que hay entre un ladrillo y un hombre es la diferencia que se cree no hay entre quinientos y quinientos, quien no entienda esto la primera vez no merece que se lo expliquen la segunda.

Se reúnen los hombres que han entrado hoy, duermen donde pueden, mañana los escogerán. Como los ladrillos. Los que no sirven, si fue de ladrillos la carga, quedan por ahí, y acabarán por servir en obras de menos fuste, no faltará quien los aproveche, pero, si fueron hombres, los largan, en buena o mala hora, No sirves, vuélvete a tu tierra, y ellos se van, por caminos que no conocen, se pierden, vagabundean, mueren en los caminos, a veces roban, a veces matan, a veces llegan.


No obstante, hay aún familias felices. La real de España es una. La de Portugal es otra. Se casan hijos de aquélla con hijos de ésta, de allá viene Mariana Victoria, de aquí va María Bárbara, los novios son José el de acá y Fernando el de allá, respectivamente, como se suele decir. No son combinaciones improvisadas, las bodas están pactadas desde mil setecientos veinticinco. Mucha charla, mucha conversa, mucho embajador, mucho regateo, muchas idas y venidas de plenipotenciarios, discusiones sobre las cláusulas de los contratos de matrimonio, las prerrogativas, las dotes de las novias y, como no pueden estas uniones hacerse a la ligera, ni a matacaballo, ni a la puerta de la taberna, donde se dice que las hacen los tratantes, sólo ahora, cuando ha pasado casi un lustro, se hará el intercambio de princesas, ésta para ti, ésa para mí.

María Bárbara tiene diecisiete años cumplidos, cara de luna llena, picada de viruelas como se dijo, pero es una buena chica, musical al máximo que pueda serlo una princesa, por lo menos no cayeron aquí en saco roto las lecciones de su maestro Domenico Scarlatti, que la seguirá a Madrid, de donde no volverá. La espera un novio que tiene dos años menos que ella, el tal Fernando, que será el sexto del orden real de España y de rey poco más tendrá que el nombre, información apenas de paso dicha, para que no se insinúe que estamos interfiriendo en cuestiones internas del país vecino. Del cual, y queda así excelentemente expuesta la vinculación a la historia de este nuestro, del cual, repetimos, vendrá Mariana Victoria, una chiquilla de once años que, pese a su escasa edad, tiene ya una dolorosa experiencia de la vida, basta decir que estuvo a punto de casarse con Luis XV de Francia y fue por él repudiada, palabra que parece excesiva y nada diplomática, pero qué otra se ha de usar si una criatura, a la tierna edad de cuatro años, va a vivir a la corte francesa a fin de educarse para dicho casamiento, y dos años después es enviada a casa porque de repente le dio la fiebre al prometido, o a los intereses de quien lo orientaba, de tener rápidamente herederos de la corona, necesidad que la pobrecilla, por dificultades fisiológicas, no podría satisfacer hasta transcurridos unos ocho años. Vino devuelta la infeliz, flacucha y delicada, que comía como un pajarito, con el mal inventado pretexto de visitar a los padres, el rey Felipe y la reina Isabel, y se quedó en Madrid, a la espera de que le buscaran novio con menores urgencias, y resultó ser nuestro José, ahora con quince años por cumplir. De los placeres de María Victoria no hay mucho que decir, le gustan las muñecas, adora los confites, nada raro, está en la edad, pero es ya habilísima cazadora y, creciendo, apreciará la música y la lectura. Hay quien gobierna más sabiendo menos.

La historia de los casamientos está llena de gente que se quedó en el lado de fuera de la puerta, por eso, para evitar humillaciones, se avisa que a boda, y también a bautizo, vas sólo si convidado. Convidado no fue, seguro, aquel João Elvas, amigo de Sietesoles en los tiempos en que éste vivió en Lisboa antes de conocer a Blimunda y juntarse con ella, llegó a darle abrigo en la barraca donde dormía, con otros vagabundos como él, allí junto al convento de la Esperanza, como todos recordamos. Ya entonces no era joven, hoy es viejo, sesenta años súbitamente mordidos por la añoranza de volver a la tierra donde nació y de la que tomó nombre, son deseos que asaltan a los viejos precisamente cuando ya no pueden tener otros. Dudaba no obstante en lanzarse al camino, no por flaqueza de sus piernas, recias aún para la edad, sino por aquellos grandes descampados del Alentejo, que nadie está libre de malos encuentros, recordemos lo que le ocurrió a Baltasar en el pinar de Pegões, si bien en este caso hay que decir que el mal encuentro fue el del salteador que allí quedó, expuesto a los cuervos y a los canes, si no lo enterró luego el camarada. Pero, en verdad, un hombre nunca sabe para qué está guardado, qué parte del bien y del mal le espera. Quién le iba a decir a João Elvas, en sus antiguos tiempos de soldadía, y en éstos ahora de vagabundo, aunque pacífico, que iba a llegarle la hora de acompañar al rey de Portugal en su ida al río Caia, para llevar una princesa y traer otra, sí, quién lo diría. Nadie lo dijo, nadie lo previó, sólo lo sabía el azar que de lejos venía eligiendo y atando los hilos del destino, diplomáticos y dinásticos los de las dos cortes, de añoranza de la tierra y desamparo por lo que al viejo soldado se refiere. Si un día llegáramos a descifrar estas mallas cruzadas, enderezaríamos el hilo de la vida y alcanzaríamos la sabiduría suprema, si en la existencia de tal cosa insistimos en creer.

Claro está que João Elvas no fue en coche ni a caballo. Ya quedó dicho que tiene buenas piernas para andar, pues que se sirva de ellas. Pero, más por delante o retrasado, siempre Don Juan V le hará compañía, como igualmente se la harán la reina y los infantes, el príncipe y la princesa, y todo el poder del mundo que en el viaje va. Nunca la suma grandeza de estos señores sospechará que va escoltando a un vagabundo, asegurándole vida y bienes, tan cerca de acabarse. Pero, para que no se acaben demasiado pronto, sobre todo la vida, bien precioso, no conviene a João Elvas entrometerse en el cortejo, sabido es cuán ligera tienen la mano los soldados, y pesada, Dios los bendiga, si piensan que corre peligro la también preciosa seguridad de su majestad.

Así precavido, salió João Elvas de Lisboa y pasó Aldeagalega en los primeros días de este mes de enero de mil setecientos veintinueve, y allí se demoró asistiendo al desembarco de los carruajes y cabalgaduras que van a servir en el camino. Para su ilustración iba haciendo preguntas, qué es esto, de dónde vino, quién lo hizo, quién lo va a usar, parecen desatinadas indiscreciones, pero a este viejo de aspecto venerando, aunque sucio, cualquier servidor de caballeriza cree que debe responder, y, creciendo la confianza, hasta al carrero mayor se le pregunta, basta con que João Elvas se muestre piadoso, por más que, aunque de rezos sabe poco, tiene fingimiento de sobra. Y si, en vez de respuesta plausible, recibe un empujón, malos modos o un revés, por ahí mismo se adivinará lo que no fue dicho, y al fin se acertarán las cuentas de los errores con que se hace la historia. Así, cuando Don Juan V atravesó el río, el ocho de enero, para iniciar su gran viaje, había en Aldea galega, a su espera, más de doscientas carrozas, entre estufas, calesas, coches de campo, galeras, carromatos, andas, unos venidos de París, otros hechos de propósito en Lisboa para esta ocasión, sin hablar de los coches reales, con los dorados frescos, los terciopelos renovados, las borlas y las cenefas bien peinadas.

De la real caballeriza, sólo en mulas, eran casi dos mil, sin incluir los caballos de la guardia y de los regimientos de tropa que acompañaban al cortejo. Aldeagalega, que, por ser punto obligado de paso para el Alentejo, ha visto mucho, nunca vio tanto, hasta este pequeño registro de servidores, los cocineros son doscientos veintidós, los encargados de las arcas reales, doscientos, setenta los reposteros, ciento tres los mozos de plata, más de mil mozos de cuadra, y una multitud de otros criados y esclavos de diversos tonos de negro. Aldeagalega es un mar de gente, y mucho mayor sería si aquí estuviesen los hidalgos y otros señores que ya van delante, camino de Elvas y de Caia, otro remedio no tenían, que si todos salieran al mismo tiempo, se casaban los príncipes y aún el último invitado estaría entrando en Vendas Novas.

Pasó el rey en su bergantín, primero había ido a visitar la imagen de la Señora de la Madre de Dios, y con él desembarcaron el príncipe Don José, el infante Don Antonio, más los criados que lo servían, que eran el señor duque de Cadaval, el señor marqués de Marialva, el señor marqués de Alegrete, un gentilhombre del señor infante, y otros señores, no nos extrañemos de que les llamen criados, porque serlo de la familia real es honra. João Elvas estaba entre el pueblo que aclamaba real, real, real, por Don Juan V, rey de Portugal, que si no era esto lo que decían qué sería entonces ese vocerío que sólo por el tono permite distinguir entre el aplauso y el abucheo, líbrese cualquiera de lanzar un denuesto, nadie se imagina que sea posible faltar al respeto que se debe a un rey, mayormente siendo portugués. Don Juan V se alojó en las casas del escribano de cámara, João Elvas había sufrido ya su primer desengaño cuando descubrió que no faltaban pedigüeños y otros vagabundos para acompañar al cortejo, con la vista puesta en sobras y limosnas. Paciencia. Donde éstos comiesen también él comería, pero, de todas, era la razón de su viaje la más merecedora.

De madrugada, oscuro aún, serían las cinco y media, salió el rey para Vendas Novas, pero antes que él salió João Elvas, porque quería, con sus ojos, ver pasar la comitiva en aparato completo, no la confusa turba de partida, con los coches buscando sus lugares, a las órdenes del maestro de ceremonias, entre gritos de pajes y cocheros, gente suelta de lengua, como es conocido. No sabía João Elvas que aún tenía el rey que oír misa en la Señora de la Atalaya, por eso, tardándole el cortejo, ya de mañana clara, aflojó el paso y se paró al fin, dónde rayos se habrán metido ésos, se sentó en una cerca, abrigado de la brisa matinal por un seto de pitas. Estaba el cielo cubierto, con nubes bajas, prometiendo lluvia, el frío cortaba. João Elvas se envolvió en su capote, bajó las alas del sombrero y se quedó a la espera. Pasó así una hora, tal vez más, eran raros los que transitaban el camino, ni parecía día de fiesta.

Pero la fiesta viene ahí. Ya se oyen a lo lejos toque de trompetas y resonar de atabales, se acelera la vieja sangre militar de João Elvas, son emociones olvidadas que vuelven de repente, es como ver pasar a una mujer cuando de ellas no hay más que recuerdos, y, o por una sonrisa, o por el balance de una saya, o por un movimiento del pelo, siente un hombre que se le derriten los huesos, llévame, haz de mí lo que quieras, como si la guerra nos llamase. Y ahí está el triunfal cortejo, João Elvas sólo ve caballos, gente y carruajes, no sabe quién va dentro ni quién va fuera, pero a nosotros no nos cuesta nada imaginar que a su lado se sentó un hidalgo caritativo y filantrópico, que los hay, y como este hidalgo es de esos que todo lo saben de corte y cargos, oigámoslo con atención, mira, João Elvas, después del teniente y de las trompetas y atabales que han pasado ya, pero a ésos ya los conocías, que fuiste del arte, viene ahora el aposentador de la corte con sus subalternos, es él quien tiene la responsabilidad de los acomodos, aquellos seis de a caballo son correos de gabinete, llevan y traen informaciones y órdenes, ahora pasa la berlina con los confesores del rey, del príncipe y del infante, no imaginas la carga de pecados que ahí va, pesan mucho menos las penitencias, después aparece la berlina de los mozos del guardarropa, por qué tanto asombro, su majestad no es un pobretón como tú, que sólo tienes lo que llevas sobre el cuerpo, cosa extraña tener sólo lo que uno lleva sobre el cuerpo, y no te asombres de nuevo con esas berlinas llenas de clérigos y padres de la Compañía de Jesús, ni siempre gallina, ni siempre sardina, unas veces compañía de Jesús y otras veces compañía de Juan, reyes ambos, pero estas acolitancias no son de sabor menor, y, hablando de esto, ahí tienes la berlina del estribero menor, las tres que vienen detrás son del corregidor de corte y de los hidalgos de la casa del rey, sigue la estufa del estribero mayor, después los coches de los camaristas de los infantes, y ahora atención, ahora empieza a valer la pena, estos coches y estufas vacíos son los coches y estufas de respeto de las reales personas, luego, a caballo, sigue el estribero menor, al fin ha llegado el momento, pon la rodilla en tierra, João Elvas, que están pasando el rey y el príncipe Don José, y el infante Don Antonio, es tu rey quien pasa, papagayo real que va de caza, mira qué majestad, qué presencia incomparable, qué gracioso y severo semblante, así estará Dios en el cielo, no lo dudes, ay João Elvas, João Elvas, por muchos años de vida que tengas aún, nunca olvidarás este momento de felicidad perfecta, cuando viste a Don Juan V pasando en su coche, estando tú de rodillas al pie de estas pitas, guarda bien en la memoria estas imágenes, oh privilegiado, y ahora puedes levantarte, ya han pasado, allá van, iban también seis mozos de estribos, a caballo, estas cuatro estufas llevan la cámara de su majestad, después viene el coche del cirujano, si van tantos de los que curan almas, alguien había de venir para cuidar del cuerpo, de ahí hacia atrás ya no hay mucho que ver, seis coches de reserva, siete caballos de mano, la guardia de caballería con su capitán, y otros veinticinco coches que son los del barbero real, de los coperos, de los mozos de cámara, de los arquitectos, de los capellanes, de los médicos, de los boticarios, de los oficiales de secretaría, de los reposteros, de los sastres, de las lavanderas, del cocinero mayor, del menor, y más y más y más, dos galeras que llevan el guardarropa del rey y del príncipe, y, cerrando la comitiva, veintiséis caballos de mano, viste alguna vez un cortejo como éste, João Elvas, ahora únete al rebaño de mendigos, que es ése tu lugar, y no me agradezcas la caridad de habértelo explicado todo, todos somos hijos del mismo Dios.

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