17

Estuvo más de una hora sentado en el bordillo del paseo peatonal del East River. Observaba el agua helada que fluía calma delante de sus ojos. El temblor había remitido, pero se sentía destemplado. A pesar del frío exterior, debajo de su abrigo había un pequeño horno. Las intensas emociones y la falta de sueño le habían debilitado. Aun así, si hubiera estado en su cama, no habría conseguido pegar ojo.

Durante esa hora de inmovilidad aparente delante del río, tenían que haber ocurrido muchísimas cosas en el edificio. Si todo había ido como tenía que ir -y no había ninguna explicación lógica por la que no hubiera sido así-, Clara estaba viviendo el dolor más atroz e intenso de su vida. Era algo demasiado grande para poder comprenderlo totalmente. Incluso le daba miedo volver a casa y presenciarlo.

Cuando emprendió el camino de regreso, eran las cuatro y media de la tarde. No volvió a cruzar el puente de la Sesenta y tres. Bajó por el paseo hasta el puente de Queensboro, recorrió toda la calle Cincuenta y nueve y subió por la Quinta Avenida bordeando el parque. Caminó durante más de una hora, haciendo tiempo para descargar la batería del iPhone; en ningún momento tocó el dispositivo con las yemas desnudas.

Poco antes de doblar la última esquina, ralentizó el paso. Desconocía el procedimiento habitual en caso de suicidio. No sabía a qué se enfrentaba: si a un escandaloso despliegue de coches y sirenas, o a un simple coche fúnebre aparcado discretamente delante del portal. Había parado en un Deli a comprar comida y llevaba dos bolsas llenas hasta arriba. Quería tener una coartada para la clásica pregunta sobre dónde había pasado la tarde. Había pensado que no tenía sentido que buscara una coartada fuera del edificio para el momento de la muerte de Mark porque el encuentro con el señor Samuelson la desmontaría fácilmente. Pero sí consideraba oportuno justificar su ausencia durante las horas siguientes. Si la mirada de un encargado en una tienda le ponía nervioso, debía ir muy bien preparado para un eventual interrogatorio de la policía.

Le quedaban pocos metros en la ignorancia. Un par de pasos más y todo empezaría a aclararse. Inspiró y expiró despacio, estirando los músculos del cuello. Dobló la esquina.

Fue espectacularmente apoteósico. El tramo de calle delante del edificio estaba cortado por cintas policiales. Habían cerrado el paso a vehículos y peatones. Delante del portal, en un festival de luces rojas y azules, había una ambulancia y un camión de bomberos. Dos coches de la policía habían aparcado a un extremo del tramo clausurado, y un tercero al otro lado.

No era una imagen insólita en una ciudad como Nueva York, pero a Cillian le impactó enormemente, sobre todo porque él era el motor de toda esa parafernalia. Él era la mariposa cuyo aleteo había provocado consecuencias en la vida de decenas de personas. Mientras se acercaba, imaginaba a los bomberos, a los voluntarios de la ambulancia, a los agentes de la policía, a los vecinos… La muerte de Mark había modificado la vida de todos ellos. Y él, Cillian, era el titiritero.

Entró en el vestíbulo; llevaba su papel bien ensayado. Una mujer policía estaba al lado de los ascensores con una libreta y un bolígrafo.

– ¿Usted vive aquí?

– Soy el portero… ¿Qué ha ocurrido?

La mujer se acercó a la boca el micrófono de su transmisor.

– Tengo al conserje aquí abajo. -Apuntó esa misma información en su libreta, al lado de la hora de llegada.

– Bueno, ex portero… ya no estoy en funciones. -Cillian vio su rostro reflejado en la puerta dorada del ascensor. Le alegró esa conseguida expresión de inquietud y aprensión-. Pero… ¿qué ha ocurrido?

– Ha muerto uno de los vecinos -dijo la mujer policía en un tono carente de emoción.

– ¿Quién?

El transmisor produjo un ruido estático. Después una voz varonil contestó al mensaje: «El teniente dice que lo subas».

– Venga conmigo, por favor. -La mujer se mostraba impasible; mascaba chicle. Apretó el botón del ascensor.

– Pero ¿quién ha muerto?

– Un hombre, en el 8A.

– ¿El apartamento de la señorita King? ¿Qué ha pasado? -Cillian supo contener las emociones para que su actuación no resultara exagerada. Pero, a juzgar por la actitud de la policía, no era necesario. La mujer ni siquiera le miraba. Todo ese soberbio trabajo teatral desperdiciado.

– Ya le contará el teniente.

Cillian se dio cuenta de que aún llevaba las dos bolsas de la compra.

– ¿Qué hago con esto? ¿Puedo pasar un momento por casa?

La mujer, sin dejar de mascar chicle, señaló una esquina con un movimiento de la cabeza.

– Déjelo ahí, lo recogerá después.

Subieron. Estaba claro que la agente no le daría ninguna pista sobre cómo las fuerzas del orden habían interpretado el escenario del crimen. La mujer, cansada, se miraba las uñas pintadas de rojo. Cillian no pudo evitar meter la mano enguantada en el abrigo y comprobar que el iPhone de Mark seguía allí.

Se sorprendió al ver a tanta gente reunida en el pasillo en absoluto y respetuoso silencio. Vecinos de distintas plantas estaban allí para dar ánimo, con su taciturna presencia, a la pobre propietaria del apartamento 8A. La agente se abrió paso entre la muchedumbre.

Cillian percibía las miradas de los vecinos posadas en él. Le pareció detectar una ausencia importante. Ni la señora Norman ni sus perros estaban allí.

A pocos metros de la puerta de Clara, una cinta amarilla y negra acordonaba un pequeño espacio, como un privado de club nocturno. No había vecinos al otro lado. Un agente levantó la cinta para permitir el paso a Cillian y a su escolta.

La puerta del 8B estaba abierta, pero, contrariamente a lo que Cillian esperaba, Ursula no estaba allí asomada. Del apartamento de Clara salían y entraban bomberos y forenses con su traje azul oscuro.

– Por aquí.

– ¿Aquí?

La policía había entrado en el 8B, en el piso de Ursula, sin darle explicaciones, esperando simplemente que Cillian le siguiera.

El portero obedeció. En el descarado intento de escrutar lo que ocurría en el apartamento de enfrente miró hacia atrás. Sólo vio que todo el suelo estaba cubierto por un esponjoso tejido blanco.

– Por aquí.

Entonces Cillian se encontró cara a cara con Ursula y su hermano. Los dos niños se asomaban al pasillo desde su dormitorio, como si les hubieran dado estrictas consignas de no moverse de allí. La niña le miró muy seria, sin su habitual malicia. Parecía afectada.

De una de las habitaciones del fondo llegó el lamento desesperado de una mujer. Un sollozo áspero, duro al salir de la garganta.

– Clara -susurró Cillian, animado por la presencia de la pelirroja.

– ¡Quédese ahí!

Cillian se detuvo en el umbral del salón mientras la agente se acercaba a hablar con los dos únicos hombres que se encontraban en el lugar. Uno iba uniformado; el otro, de paisano, con un traje gris corriente y una camisa blanca.

La mujer habló en susurros, pero Cillian oyó el informe que le hizo al inspector:

– Es el portero. Estaba de compras, parecía realmente sorprendido. Ha especificado que ya no está en funciones no sé si por justificar algo. Por el resto, nada anormal.

– Gracias, agente -le respondió el hombre de paisano.

El inspector le llamó con un gesto de la mano mientras la agente se iba por donde había venido.

– Me han dicho que es usted el conserje. -El hombre tenía unos cincuenta años muy bien llevados. Un físico imponente; el pelo corto y oscuro.

– Ya no, desde hace unos días.

– Explíqueme eso.

– Hubo quejas de un vecino. Y me han despedido.

– ¿Y que hizo usted para que el vecino se quejara?

Cillian, delante de un profesional especializado en detectar la mentira, prefirió ser sincero. Al menos parcialmente.

– Dejé morir unas plantas.

El policía levantó una ceja para resaltar su perplejidad. Cillian entró en detalles:

– Displadenias… Por lo visto son muy caras.

Ese comentario suscitó una sonrisa de simpatía en el investigador.

– ¿Sabe qué ha ocurrido?

Cillian fingió un tímido nerviosismo.

– Una desgracia, en el 8A… no sé más.

– Sí, una desgracia. ¿Conocía al señor Mark Kunath?

– ¿El novio de la señorita King? -Puso cara de desolación-. Le conocí ayer… ¿Qué le ha pasado?

– Estamos intentando averiguarlo. -El hombre le observaba, pero Cillian no se sentía violento. Imaginaba que hacía lo mismo con todo el mundo. Era su trabajo-. Le hemos encontrado en la bañera, sin vida. El agua se ha desbordado por todo el apartamento, por eso estamos aquí.

Cillian sacudió la cabeza, incrédulo.

– ¿Ha visto entrar a algún desconocido esta mañana?

– Ya no ejerzo de portero. No estuve en la garita…

– Correcto, ya me lo había dicho. Por cierto, ¿dónde estuvo?

– En mi estudio hasta media mañana. Bueno, antes fui a desayunar a la calle Sesenta y cinco. Después volví, hice algunas tareas domésticas, y me fui antes de la comida. Acabo de regresar…

– ¿Y la señorita King? ¿La ha visto esta mañana?

Cillian negó con decisión.

– ¿Seguro?

– Seguro.

El inspector le sonrió. Una estrategia, pensó Cillian, para ganarse su confianza. Le hacía creer que se tragaba todo lo que Cillian le contaba.

– Usted tiene acceso a las llaves de los apartamentos, ¿verdad?

Desde la zona de los dormitorios, llegó otra ráfaga de sollozos, aún más violentos, descontrolados. Cillian oyó la voz de una mujer que trataba de calmar a Clara. Cillian echó la cabeza hacia atrás para intentar ver la escena. «El rostro… quiero ver tu rostro», pensó.

– ¿Entonces? -El investigador reclamaba su respuesta.

– Ya no. Todas las llaves están guardadas bajo candado. El administrador tiene la llave.

– En ese caso, la copia de las llaves del 8A debería… -Se detuvo. Ursula había entrado en el salón-. Lo siento, cariño -dijo el policía en tono amable-, sé que hemos ocupado tu casa de repente, pero necesito estar a solas con este señor un rato más.

– Tengo sed -protestó la niña. Y se fue hacia la cocina.

Por la mirada que le dedicó, Cillian sabía que Ursula habría devuelto todo el dinero que le había extorsionado y hasta la película porno por saber qué estaba pasando, entre el investigador y él.

– Entonces, ¿me decía que la copia de las llaves del 8A deberían de estar en esa caja?

Cillian se puso tenso. «En la mesa de mi estudio», pensó.

– Sí, en la caja cerrada con candado que hay en la garita.

El investigador llamó al otro agente uniformado.

– Acompáñale abajo. Comprueba que el juego de llaves del apartamento está en la caja. -Dedicó una sonrisa al portero-. Muchas gracias por su tiempo. -Después se sentó en un sillón para anotar el resumen de la charla en su libreta.

El policía uniformado abandonó la sala pero se dio cuenta de que Cillian no le seguía y se detuvo en el pasillo.

– Venga conmigo, por favor.

– Me gustaría… -Cillian miraba la puerta entreabierta del dormitorio-. Me gustaría dar mi pésame a la señorita King… si es posible.

El inspector levantó la mirada pero no dijo nada. Ursula regresaba de la cocina con un vaso lleno de agua. Cruzó el salón muy despacio, hasta llegar a su cuarto.

– Pequeña fisgona -soltó el inspector en voz baja, para que la niña no pudiera oírle. Se dirigió a Cillian-: Más tarde. Ahora la señorita King no está en condiciones de ver a nadie. La señora que vive aquí se está ocupando de ella.

Cillian tuvo que resignarse, otra vez, a no ver el rostro de su vecina preferida en el día de su triunfo.

En el ascensor se aventuró a sonsacar alguna información al joven policía.

– Entonces, si creen que ha entrado un desconocido… ¿ha sido un asesinato?

El policía le miró y no contestó. Llegaron al vestíbulo, donde la agente había vuelto a posicionarse al lado de los ascensores.

– ¿Dónde está la caja?

Cillian señaló la garita.

– Usted puede irse, esperaremos aquí al administrador.

– ¿Necesita su número de teléfono?

– Mi compañera ya le ha llamado. Está de camino.

Cillian asintió con la cabeza.

– Bueno, entonces… si me necesitan, estaré en el estudio, al final del sótano. -Cogió despacio sus bolsas de la compra y se fue abajo.

No llegó a su estudio. Se quedó en el pasillo del sótano, entre la escalera y el cuarto de las lavadoras. Intentó convencerse de que, aunque le desenmascararan, había vencido sobre Clara. Había ganado, y eso nadie se lo podía quitar, ni unas llaves que no estaban donde debían, ni su retorcida mente. Pero no podía reprimir una sensación de rabia y frustración por cómo un insignificante detalle estaba comprometiendo una actuación casi perfecta. Se había convertido en una cuestión de orgullo.

De pronto oyó alboroto arriba. Mujeres que gritaban histéricas. Parecía que la policía intentaba retenerlas allí abajo y las recién llegadas se rebelaban. Reconoció la voz de la agente pidiendo a todo el mundo que se tranquilizara. Otras voces, confusas. Hasta que un chillido desesperado y nítido se sobrepuso al griterío general:

– ¡Quiero ver a mi hija ya!

Abandonó la compra en el pasillo y subió algunos escalones. Despacio. Poco a poco. Hasta llegar a la puerta del vestíbulo. A falta del plato principal, el rostro apenado de la madre de Clara podía valer como interesante entremés. Pero tampoco en este caso llegó a saborear nada.

Se asomó sigiloso para descubrir que en el vestíbulo no había nadie. Una de las dos luces de los ascensores estaba encendida, el ascensor estaba subiendo.

Aprovechó el momento. Entró en la garita y fue a por la caja de metal, escondida debajo de la mesa. Patoso, nervioso, tardó más tiempo que nunca en meter la pequeña llave que llevaba al cuello en el candado. La luz del ascensor cambió de tonalidad; había llegado a la planta solicitada. Una vez abierta la caja, metió la mano en el bolsillo, pero lo único que encontró fue el móvil de Mark. La fiebre y los nervios le habían jugado una mala pasada: las llaves de Clara seguían en su estudio.

El ascensor empezó a bajar.

– ¡Joder! -susurró. La rabia por haber desperdiciado la oportunidad de arreglar el fallo hizo que la situación le resultara aún más desesperante. Miró, decepcionado y rabioso, el montón de llaves desordenadas en el interior del contenedor metálico. El tiempo de cerrar el candado y salir de la garita empezaba a escasear. Pero no se daba por vencido. Se fijó en la pegatina desgastada que llevaba cada llave. Y entonces tuvo una intuición. Buscó, frenético, el juego del 9A o del 6A. El que encontrara primero. Le tocó al 9A. Histérico, cogió un boli y corrigió rudamente el 9 hasta convertirlo en un 8.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, tuvo que justificar su presencia en el vestíbulo.

– Discúlpeme otra vez, agente, pero esta situación me ha trastornado… Me preguntaba si podía serles de alguna ayuda. ¿Puedo traerles algún refresco?

– No es necesario -dijo la mujer.

– ¿Algo para comer?

– De verdad, si quiere ayudar, lo mejor que puede hacer ahora es retirarse y dejarnos trabajar.

Cillian asintió con la cabeza, como asumiendo una verdad dura de aceptar.

– Pues entonces… les dejo.

– Muchas gracias, se lo agradecemos mucho.

– Buenas noches.

Por fin regresó al estudio. No estaba seguro de que su apaño de última hora funcionara. Pero bastaba con que diera el pego esa tarde. Por la noche, cuando todo estuviera en silencio y desierto, regresaría a la garita y arreglaría definitivamente ese asunto. Recordó que el inspector había ordenado al agente que comprobara si la llave del 8A estaba en la caja, no si además entraba en la cerradura. Hizo un esfuerzo por tranquilizarse.

El día en que se había convertido en un asesino se estaba acabando. Dentro de poco se llevarían el fiambre a la morgue para la autopsia. Después, con toda probabilidad, la madre o algún otro familiar se llevaría a Clara. O tal vez los mismos agentes se ofrecerían para acompañarla donde fuera oportuno.

Se tumbó en el colchón. Salvo por la corta siesta de la mañana, llevaba una eternidad sin dormir. Aun así, no tenía sueño. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de Mark. Aquellos ojos incrédulos que reclamaban una improbable piedad. La sangre que manaba con profusión de la herida. Sus manos manchadas de sangre.

Intentó engañarse recuperando recuerdos aburridos de su infancia, eventos lejanos e insignificantes. Pero al rato se descubrió dándole vueltas a la charla con el inspector. Más allá de las preguntas de rutina, parecía que no descartara a priori la hipótesis de un homicidio. Y la niña. Por una vez había echado de menos una señal de la pequeña Ursula. Una mirada de amenaza o un mensaje colgado en la pared le hubieran dejado tranquilo. Pero ese silencio, en ella y en un día tan delicado, le preocupaba. ¿Y si Ursula había metido al inspector sobre su pista?

¿Y qué pasaría con las llaves?

Volvió a repetirse que si le detenían no sería ninguna tragedia. Intentó convencerse de que en la cárcel también se podía jugar a la ruleta rusa. Pero el cansancio y los nervios podían con su racionalidad. Aguzó el oído al tiempo que sentía un inusitado terror a oír pasos en el pasillo. Cualquier ruido o crujido le sobresaltaba.

En un momento de lucidez, se levantó y se metió en la ducha, bajo un chorro de agua fría. A pesar del agotamiento físico, si se acostaba, los nervios difícilmente le dejarían pegar ojo. Pensó entonces en cómo mantenerse ocupado sin que acabara volviéndose loco.

A la una de la madrugada ya estaba de nuevo vestido. La temperatura de su cuerpo, por la casera sauna finlandesa, había bajado algunos grados. Preparó la mochila, listo para volver a abrir la caja de metal y pasar la noche en otro lugar.

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