I

Yo tenía doce años la primera vez que anduve sobre el agua. El hombre vestido de negro me enseñó a hacerlo, y no voy a presumir de haber aprendido el truco de la noche a la mañana. El maestro Yehudi me encontró cuando yo tenía nueve años y era un huérfano que mendigaba monedas de cinco centavos por las calles de Saint Louis, y trabajó conmigo constantemente durante tres años antes de permitirme mostrar mi número en público. Eso fue en 1927, el año de Babe Ruth y Charles Lindbergh, precisamente el año en que la noche empezó a caer sobre el mundo para siempre. Lo representé hasta pocos días antes del crac de octubre del 29, y lo que hacía era más grande que nada de lo que esos dos caballeros hubiesen podido soñar. Hacía lo que ningún norteamericano había hecho antes que yo y nadie ha hecho desde entonces.

El maestro Yehudi me eligió porque yo era el más pequeño, el más sucio y el más abyecto.

– No eres mejor que un animal -dijo-, un pedazo de nada humana.

Ésa fue la primera frase que me dirigió, y aunque han pasado sesenta y ocho años desde esa noche, es como si todavía pudiese oír las palabras saliendo de la boca del maestro.

– No eres mejor que un animal. Si te quedas donde estás, habrás muerto antes de que acabe el invierno. Si vienes conmigo, te enseñaré a volar.

– No hay nadie que pueda volar, señor -dije-. Eso es lo que hacen los pájaros, y estoy seguro de que yo no soy un pájaro.

– Tú no sabes nada -dijo el maestro Yehudi-. No sabes nada porque no eres nada. Si no te he enseñado a volar antes de que cumplas los trece años, puedes cortarme la cabeza con un hacha. Te lo pondré por escrito si quieres. Si no cumplo con mi promesa, mi suerte estará en tus manos.

Era un sábado por la noche a principios de noviembre y estábamos de pie delante del Café Paraíso, una taberna fina del centro que tenía una orquesta de jazz compuesta por músicos de color, y vendedoras de cigarrillos con vestidos transparentes. Yo solía merodear por allí los fines de semana tendiendo la mano, haciendo recados y buscando taxis para los ricachos. Al principio pensé que el maestro Yehudi era sólo un borracho más, un rico buscador de alcohol que se tambaleaba por la noche vestido con un esmoquin negro y un sombrero de copa de seda. Su acento era extraño, por lo que me figuré que no era de la ciudad, pero eso me tenía absolutamente sin cuidado. Los borrachos dicen cosas estúpidas, y el asunto aquel de volar no era más estúpido que la mayoría de ellas.

– Si subes demasiado alto por los aires -dije-, puedes romperte el cuello cuando bajas.

– Hablaremos de la técnica más tarde -dijo el maestro-. No es una habilidad fácil de aprender, pero si me escuchas y obedeces mis instrucciones, los dos acabaremos siendo millonarios.

– Usted ya es millonario -dije-. ¿Para qué me necesita?

– Porque, mi desgraciado golfillo, apenas tengo dos monedas para que tintineen la una contra la otra. Puede que te parezca un capitalista sinvergüenza, pero eso es sólo porque tienes serrín en lugar de cerebro. Escúchame atentamente. Te estoy ofreciendo la oportunidad de tu vida, y sólo tendrás esa oportunidad una vez. Tengo billete para el Blue Bird Special que sale a las seis treinta de la mañana y si no subes tu esqueleto a ese tren, ésta será la última vez que me veas.

– Todavía no ha contestado usted a mi pregunta -dije.

– Porque eres la respuesta a mis plegarias, hijo. Por eso te necesito. Porque tienes el don.

– ¿Don? Yo no tengo ningún don. Y aunque lo tuviera, ¿cómo iba usted a saberlo, Señor Elegantón? Sólo hace un minuto que ha empezado a hablar conmigo.

– Te equivocas otra vez -dijo el maestro Yehudi-. Llevo una semana observándote. Y si crees que a tus tíos les daría pena que te fueses, entonces es que no sabes con quién has estado viviendo durante los últimos cuatro años.

– ¿Mis tíos? -dije, comprendiendo de repente que aquel hombre no era ningún borracho de sábado por la noche. Era algo peor que eso: un inspector de escolarización, y, tan seguro como que estaba allí de pie, me encontraba metido en la mierda hasta las rodillas.

– Tu tío Slim es un caso perdido -continuó el maestro, tomándose su tiempo ahora que tenía toda mi atención-. Yo no sabía que un ciudadano norteamericano pudiera ser tan tonto. No sólo huele mal, sino que es miserable y más feo que Picio. No me extraña que te hayas convertido en un pilluelo con cara de comadreja. Tu tío y yo tuvimos una larga conversación esta mañana, y está dispuesto a dejarte marchar sin que un solo centavo cambie de manos. Imagínate, muchacho. Ni siquiera he tenido que pagar por ti. Y esa cerda rolliza a quien llama su esposa se quedó allí sentada y no dijo una palabra en tu defensa. Si eso es lo mejor que has podido encontrar como familia, tienes suerte de librarte de ellos. La decisión es tuya, pero aunque me rechaces, quizá no sería muy buena idea que volvieses. Se llevarían una desilusión al verte, te lo aseguro. Se quedarían mudos de pena, no sé si me entiendes.

Puede que yo fuese un animal, pero incluso el animal más inferior tiene sentimientos, y cuando el maestro me dio esta noticia, me sentí como si me hubiesen dado un puñetazo. El tío Slim y la tía Peg no eran nada sensacional, pero yo vivía en su hogar y me dejó seco el enterarme de que no me querían. Después de todo, yo sólo tenía nueve años. Aunque era duro para esa edad, no era ni la mitad de duro de lo que fingía ser, y si el maestro no hubiese estado mirándome en ese momento con aquellos ojos oscuros que tenía, probablemente habría comenzado a berrear allí mismo, en la calle.

Cuando pienso ahora en aquella noche, todavía no estoy seguro de si me estaba diciendo la verdad o no. Puede que hubiese hablado con mis tíos, pero también es posible que se hubiese inventado toda la historia. No dudo de que los había visto -sus descripciones eran clavadas-, pero, conociendo a mi tío Slim, me parece casi imposible que me hubiese dejado ir sin sacar algún dinero del asunto. No digo que el maestro Yehudi le estafara, pero dado lo que sucedió después, no hay duda de que el muy bastardo se sintió perjudicado, tanto si la justicia estaba de su lado como si no. No voy a perder el tiempo ahora preguntándome por eso. El resultado fue que me tragué lo que el maestro me dijo, y a la larga eso es lo único que vale la pena contar. Me convenció de que no podía volver a casa, y una vez que acepté eso, me importó un comino lo que fuera de mí. Así es como él debía querer que me sintiera, completamente desconcertado y perdido. Si no ves ninguna razón para continuar viviendo, es difícil que te importe mucho lo que pueda ocurrirte. Te dices que desearías estar muerto y después de eso descubres que estás listo para cualquier cosa, incluso para un disparate como desaparecer en la noche con un extraño.

– De acuerdo, señor -dije, bajando la voz un par de octavas y dirigiéndole mi mejor mirada asesina-, ha hecho usted un trato. Pero si no cumple conmigo como ha dicho, puede usted despedirse de su cabeza. Puede que yo sea pequeño, pero nunca permito que un hombre olvide una promesa.

Aún era de noche cuando subimos al tren. Rodamos hacia el oeste adentrándonos en el amanecer y atravesamos el estado de Missouri mientras la débil luz de noviembre luchaba por abrirse paso entre las nubes. Yo no había salido de Saint Louis desde el día en que enterraron a mi madre, y fue un mundo sombrío el que descubrí aquella mañana: gris y yermo, con interminables campos de maíz marchito flanqueándonos a ambos lados. Llegamos a Kansas City un poco después de mediodía, pero en todas las horas que pasamos juntos creo que el maestro Yehudi no me dirigió mas de tres o cuatro palabras. Se pasó la mayor parte del tiempo dormido dando cabezadas con el sombrero tapándole la cara, pero yo estaba demasiado asustado para hacer cualquier cosa que no fuera mirar por la ventanilla, contemplando la tierra que se deslizaba junto a mí mientras reflexionaba sobre el lío en el que me había metido. Mis amigos de Saint Louis me habían advertido contra los tipos como el maestro Yehudi: hombres solitarios carentes de ocupación y con malvados designios, pervertidos que acechaban en busca de niños que obedecieran sus órdenes. Ya era bastante malo imaginar que él me quitaba la ropa y me tocaba donde yo no deseaba que me tocasen, pero eso no era nada comparado con algunos de los otros temores que entrechocaban dentro de mi cráneo. Había oído la historia de un niño que se había marchado con un desconocido y nunca se volvió a saber de él. Más adelante, el hombre confesó que lo había cortado en pedazos pequeños y lo había cocinado para cenar. A otro niño lo habían encadenado a la pared en un oscuro sótano y no le habían dado nada de comer excepto pan y agua durante seis meses. A otro le habían arrancado la piel a tiras. Ahora que tenía tiempo para considerar lo que había hecho, pensaba que tal vez me esperaba la misma suerte. Había caído en las garras de un monstruo, y si resultaba ser la mitad de siniestro de lo que parecía, lo más probable es que yo no volviera a ver amanecer.

Nos bajamos del tren y echamos a andar por el andén, avanzando entre el gentío.

– Tengo hambre -dije, tirando del abrigo del maestro Yehudi-. Si no me da usted de comer ahora, voy a entregarle al primer poli que vea.

– ¿Que pasó con la manzana que te di? -preguntó él.

– La tiré por la ventanilla del tren.

– Oh, así que no nos gustan demasiado las manzanas, ¿no es eso? Y ¿qué pasó con el emparedado de jamón? Por no hablar del muslo de pollo frito y la bolsa de rosquillas.

– Lo tiré todo. No esperará que me coma la manduca que usted me dé, ¿verdad?

– ¿Y por qué no, hombrecito? Si no comes, te consumirás y te morirás. Todo el mundo sabe eso.

– Por lo menos, así te mueres despacio. Si muerdes algo que está lleno de veneno, la palmas ahí mismo.

Por primera vez desde que le había conocido, el maestro Yehudi sonrió. Si no me equivoco, creo que incluso llegó a reírse.

– Me estás diciendo que no te fías de mi, ¿no es eso?

– Tiene usted toda la razón. No me fiaría de usted para ir mas allá de donde me llevaría una mula muerta.

– Anímate, chisgarabís -dijo el maestro, dándome unas palmaditas afectuosas en el hombro-. Tú eres mi vale de comida, ¿recuerdas? No te haría daño por nada del mundo.

Eso no eran más que palabras, en mi opinión, y yo no era tan tonto como para tragarme esa clase de palabrería azucarada. Pero entonces el maestro Yehudi metió la mano en su bolsillo, sacó un billete de dólar nuevo y tieso y me lo puso en la palma de la mano.

– ¿Ves ese restaurante que hay allí? -dijo, señalando un fonducho en medio de la estación-. Entra y zámpate el almuerzo más grande que puedas meterte en esa tripa. Te esperaré aquí.

– ¿Y usted? ¿Tiene algo contra el comer?

– No te preocupes por mí -respondió el maestro Yehudi-. Mi estómago sabe cuidarse. -Luego, justo cuando yo iba a dar media vuelta, añadió-: Un consejo, mequetrefe. En caso de que estés planeando escaparte, éste el momento de hacerlo. Y no te preocupes por el dólar. Puedes quedártelo por las molestias.

Entré en el restaurante yo solo, sintiéndome algo más apaciguado por sus últimas palabras. Si tuviera algún propósito siniestro, ¿por qué iba a ofrecerme una oportunidad de escapar? Me senté ante el mostrador y pedí un plato especial y una botella de zarzaparrilla. Antes de que hubiese podido parpadear, el camarero me puso delante una montaña de cecina y repollo. Era la comida más grande con la que yo me había encontrado nunca, una comida tan grande como el parque del Deportista en Saint Louis, y devoré hasta el último bocado, junto con dos rebanadas de pan y una segunda botella de zarzaparrilla. No hay nada que pueda compararse a la sensación de bienestar que me inundó ante aquel asqueroso mostrador. Una vez que tuve la panza llena, me sentí invencible, como si nada pudiera hacerme daño de nuevo. El remate fue cuando saqué el billete de dólar de mi bolsillo para pagar la cuenta. Todo aquello costaba solamente cuarenta y cinco centavos, e incluso después de dejar cinco centavos de propina para el camarero, me quedaron dos monedas de veinticinco del cambio. Hoy no parece mucho, pero en aquel entonces cincuenta centavos representaban una fortuna para mí. Ésta es mi oportunidad de huir, me dije, echándole una ojeada a aquel antro mientras me bajaba del taburete. Puedo escaparme por la puerta lateral y el hombre de negro nunca sabrá qué me ha ocurrido. Pero no lo hice, y de aquella elección depende toda la historia de mi vida. Volví a donde me esperaba el maestro porque me había prometido convertirme en millonario. Basándome en esos cincuenta centavos, pensé que quizá valía la pena ver si había algo de verdad en aquella fanfarronada.

Cogimos otro tren después de eso, y luego un tercero ya cerca del final del viaje que nos llevó hasta la ciudad de Cibola a las siete de esa noche. El maestro Yehudi, que había estado tan callado toda la mañana, casi no paró de hablar durante el resto del día. Yo ya estaba aprendiendo a no hacer suposiciones respecto a lo que iba a hacer o no hacer. Justo cuando creías que le habías calado, él hacía exactamente lo contrario de lo que tú esperabas.

– Puedes llamarme maestro Yehudi -dijo, comunicándome su nombre por primera vez-. Si quieres, puedes llamarme maestro para abreviar. Pero nunca, en ninguna circunstancia, puedes llamarme Yehudi. ¿Está claro?

– ¿Es ése el nombre que Dios le dio -dije-, o eligió usted mismo ese apodo?

– No hay necesidad de que sepas mi verdadero nombre. Maestro Yehudi será suficiente.

– Bueno, yo soy Walter. Walter Claireborne Rawley. Pero puede usted llamarme Walt.

– Te llamaré como me dé la gana. Si quiero llamarte Gusano, te llamaré Gusano. Si quiero llamarte Cerdo, te llamaré Cerdo. ¿Entendido?

– Diantre, señor, no entiendo nada de lo que me dice.

– Tampoco toleraré mentiras ni duplicidades. Ni excusas, ni quejas, ni réplicas. Una vez que comprendas, vas a ser el chico más feliz de la tierra.

– Seguro. Y si un hombre sin piernas tuviera piernas, podría mear de pie.

– Conozco tu historia, hijo, así que no tienes que inventarte ningún cuento fantástico para mí. Sé que tu padre murió gaseado en Bélgica en el 17. Y también sé lo de tu madre, que hacía la calle en el este de Saint Louis por un dólar el revolcón, y lo que sucedió hace cuatro años y medio cuando aquel policía loco la apuntó con su revólver y le voló la cara. No creas que no te compadezco, muchacho, pero nunca llegarás a ninguna parte si eludes la verdad al tratar conmigo.

– De acuerdo, señor Sabihondo. Si tiene todas las respuestas, ¿por qué desperdicia su aliento contándome cosas que ya sabe?

– Porque tú sigues sin creer una palabra de lo que te he dicho. Piensas que esta historia de volar no es más que pura cháchara. Vas a trabajar duro, Walt, más duro de lo que has trabajado nunca, y vas a querer dejarme casi todos los días, pero si perseveras y confías en lo que te digo, al cabo de pocos años podrás volar. Te lo juro. Podrás elevarte del suelo y volar por el aire como un pájaro.

– Yo soy de Missouri, ¿recuerda? No lo llaman el estado de Si-no-lo-veo-no-lo-creo porque sí.

– Bueno, ya no estamos en Missouri, amiguito. Estamos en Kansas. Y en tu vida has visto un sitio más llano y desolado. Cuando Coronado y sus hombres lo atravesaron en 1540 buscando El Dorado, acabaron tan perdidos que la mitad de ellos se volvieron locos. No hay nada que te indique dónde estás. Ni montañas, ni árboles, ni accidentes en la carretera. Es tan monótono como la muerte, y cuando lleves aquí algún tiempo, entenderás que no hay donde ir excepto hacia arriba, que el cielo es el único amigo que tienes.

Ya había anochecido cuando entramos en la estación, así que no había forma de comprobar si la descripción del maestro de mi nuevo hogar era correcta. Por lo que yo podía ver, el pueblo no era distinto de lo que uno esperaría ver en un pueblo. Un poco más frío, quizá, y bastante más oscuro de lo que yo estaba acostumbrado, pero dado que yo nunca había estado en un pueblo, no tenía ni idea de lo que podía esperar. Todo era nuevo para mí: todos los olores eran extraños, todas las estrellas del cielo me parecían desconocidas. Si alguien me hubiera dicho que acababa de entrar en la Tierra de Oz, no creo que hubiese notado la diferencia.

Cruzamos el edificio de la estación y nos detuvimos delante de la puerta por un momento examinando el oscuro pueblo. Sólo eran las siete de la tarde, pero todo estaba cerrado y, exceptuando unas cuantas lámparas que ardían en las casas, no había señal de vida en ninguna parte.

– No te preocupes -dijo el maestro Yehudi-, nuestro coche llegará en cualquier minuto.

Trató de cogerme la mano, pero yo retiré el brazo de un tirón antes de que él pudiera agarrarme firmemente.

– Las manos quietas, señor maestro -dije-. Puede que crea que ahora le pertenezco, pero se equivoca.

Unos nueve segundos después de que yo hubiera pronunciado estas palabras, un caballo grande y gris apareció al final de la calle tirando de una calesa. Parecía algo sacado de una película del oeste de Tom Mix que yo había visto ese verano en el Picture Palace, pero estábamos en 1924, por Dios santo, y cuando vi aquel anticuado vehículo venir estruendosamente por la calle pensé que era una aparición. Pero hete aquí que el maestro Yehudi levantó el brazo y agitó la mano cuando lo vio, y entonces el viejo caballo gris se detuvo justo delante de nosotros, junto al bordillo, mientras chorros de vapor salían por sus narices. El cochero era una figura rechoncha con un sombrero de ala ancha cuyo cuerpo estaba envuelto en mantas, y al principio no supe si se trataba de un hombre, una mujer o un oso.

– Hola, madre Sue -dijo el maestro-. Mira lo que he encontrado.

La mujer me miró durante un par de segundos con ojos inexpresivos y fríos y luego, de repente, me dirigió una de las sonrisas más cálidas y amistosas que he tenido el placer de recibir. No habría más de dos o tres dientes en sus encías y por la forma en que brillaban sus ojos oscuros llegué a la conclusión de que era gitana. Era madre Sue, la Reina de los Gitanos, y el maestro Yehudi era su hijo, el Príncipe de las Tinieblas. Me llevaban secuestrado al Castillo de Irás y No Volverás, y si no me comían para cenar esa noche, me convertirían en un esclavo, un eunuco servil con un pendiente en la oreja y un pañuelo de seda atado a la cabeza.

– Sube, hijito -dijo madre Sue. Su voz era tan profunda y masculina, que me habría llevado un susto de muerte si no hubiera sabido que era capaz de sonreír-. Verás unas mantas en la parte de atrás. Si sabes lo que te conviene, úsalas. Tenemos un largo y frío paseo por delante, y no querrás llegar allí con el culo helado.

– Se llama Walt -dijo el maestro mientras se sentaba a su lado-. Es un pilluelo con el cerebro lleno de pus que encontré en la calle de las tabernuchas. Si mi intuición es correcta, es el que he estado buscando todos estos años. -Luego, volviéndose hacia mí, dijo bruscamente-: Ésta es madre Sue, muchacho. Trátala bien y ella te dará sólo bondad a cambio. Enfádala y lamentarás haber nacido. Puede que esté gorda y desdentada, pero es lo más próximo a una madre que tendrás nunca.

No sé cuánto tardamos en llegar a la casa. Estaba en alguna parte en el campo, a unos veinticinco kilómetros del pueblo, pero no me enteré de eso hasta más tarde, porque una vez que me metí debajo de las mantas y la calesa echó a rodar por el camino, me quedé profundamente dormido. Cuando abrí los ojos de nuevo, ya habíamos llegado, y si el maestro no me hubiese despertado con una palmada en la cara, probablemente habría dormido hasta la mañana siguiente.

Me llevó a la casa mientras madre Sue desenganchaba el jamelgo, y la primera habitación en la que entramos fue la cocina: un espacio desnudo y mal iluminado con una estufa de leña en un rincón y una lámpara de queroseno parpadeando en otro. Un muchacho negro de unos quince años estaba sentado a la mesa leyendo un libro. No era pardo como la mayoría de la gente de color con la que yo me había tropezado en mi ciudad, era del color de la pez, un negro tan negro que era casi azul. Era todo un etíope, un negrito de las selvas del África más profunda, y mi corazón estuvo a punto de dejar de latir cuando le vi. Era un tipo frágil y flaco con los ojos saltones y unos labios enormes, y tan pronto como se levantó de su silla para saludarnos, vi que sus huesos estaban todos torcidos, que tenía el cuerpo irregular y corcovado de un tullido.

– Éste es Aesop -me dijo el maestro-, el mejor chico que haya vivido nunca. Salúdale, Walt, y dale la mano. Él va a ser tu nuevo hermano.

– Yo no voy a darle la mano a ningún negro -dije-. Está usted loco si cree que haría semejante cosa.

El maestro Yehudi dejó escapar un fuerte y prolongado suspiro. No era tanto una expresión de disgusto como de pena, un monumental estremecimiento que salía de las profundidades de su alma. Luego, con la máxima premeditación y calma, curvó el dedo índice de la mano derecha hasta formar un gancho rígido y puso la punta de ese gancho directamente debajo de mi barbilla en el punto exacto donde la carne se encuentra con el hueso. Entonces empezó a presionar e inmediatamente un dolor horrible se extendió por mi nuca y penetró en mi cráneo. Yo nunca había sentido un dolor así antes. Me esforcé por gritar, pero tenía la garganta bloqueada y no pude hacer otra cosa que emitir un ruido como de arcadas. El maestro continuó apretando con su dedo y entonces noté que mis pies se levantaban del suelo. Me movía hacia arriba, elevándome por el aire como una pluma, y el maestro parecía conseguir esto sin el menor esfuerzo, como si yo no tuviera más peso para él que una mariquita. Finalmente me levantó hasta que mi cara se encontró al mismo nivel que la suya y yo estaba mirándole directamente a los ojos.

– Por aquí no hablamos así, muchacho -dijo-. Todos los hombres son hermanos y en esta familia a todo el mundo se le trata con respeto. Esa es la ley. Si no te gusta, lárgate. La ley es la ley, y quien va contra ella se transforma en una babosa y se revuelca en la tierra el resto de sus días.


Me alimentaron, me vistieron y me dieron una habitación para mí solo. No me abofetearon ni me zurraron, no me dieron patadas, ni puñetazos, ni coscorrones, y sin embargo, a pesar de que la situación era tolerable para mí, nunca había estado más abatido, más lleno de amargura y furia acumulada. Durante los primeros seis meses, sólo pensé en escapar. Yo era un chico de ciudad que había crecido con el jazz en la sangre, un golfo callejero con el ojo puesto en la mejor oportunidad, y amaba el bullicio de las multitudes, el chirrido de los tranvías, el latido del neón y el hedor del whisky ilegal corriendo por las cunetas. Era un bromista bailarín, un improvisador enano con la lengua rápida y cien artimañas, y me encontraba atrapado en mitad del desierto, viviendo bajo un cielo que, por lo general, sólo traía mal tiempo.

La propiedad del maestro Yehudi consistía en treinta y siete acres de tierra árida, una casa de dos plantas, un gallinero, una pocilga y un establo. Había una docena de gallinas en el gallinero, dos vacas y el caballo gris en el establo, y seis o siete cerdos en la pocilga. No había electricidad, ni agua corriente, ni teléfono, ni radio, ni fonógrafo, ni nada. La única fuente de entretenimiento era el piano de la sala, pero sólo Aesop sabía tocarlo, y hacía tal chapuza hasta con las canciones más sencillas, que yo siempre salía de la habitación en el momento en que él se sentaba y ponía los dedos sobre las teclas. Aquel lugar era un estercolero, la capital mundial del aburrimiento y yo estaba harto el primer día. En aquella casa ni siquiera conocían el béisbol, y yo no tenía a nadie con quien hablar de mis queridos Cardinals, que era casi el único tema que me interesaba entonces. Me sentía como si me hubiese caído por una grieta en el tiempo y hubiese aterrizado en la edad de piedra, en una región donde los dinosaurios aún recorrían la tierra. Según madre Sue, el maestro Yehudi había ganado la granja en una apuesta con un tipo en Chicago unos siete años antes. Menuda apuesta, dije. El perdedor resulta ser el ganador, y el ganador es un primo que echa a perder su futuro en Culodelmundo, Estados Unidos de América.

Yo era un irritable zopenco en aquel entonces, debo reconocerlo, pero no voy a disculparme. Era como era, el producto de la gente y los lugares de donde procedía, y no tiene ningún sentido lamentarse de ello ahora. Lo que más me impresiona de aquellos primeros meses es la paciencia que tuvieron conmigo, lo bien que parecían comprenderme y tolerar mis travesuras. Me escapé cuatro veces aquel primer invierno, y en una de ellas llegué hasta Wichita, y cada vez me recogieron sin hacerme preguntas. Yo estaba apenas un pelo por encima de la nada, una molécula o dos por encima del punto de desvanecimiento de lo que constituye un ser humano, y, puesto que el maestro consideraba que mi alma no era más elevada que la de un animal, allí es donde me hizo empezar: en el establo con los animales.

A pesar de lo mucho que detestaba aquellas gallinas y cerdos, prefería su compañía a la de la gente. Me resultaba difícil decidir a quién odiaba más, y todos los días reordenaba mis animosidades. Madre Sue y Aesop recibían su parte de mi desprecio interno, pero al final era el maestro el que provocaba mi máxima ira y resentimiento. Él era el truhán que me había engañado para que fuese allí, y si había que culpar a alguien por el apuro en el que me encontraba, el principal culpable era él. Lo que más me molestaba era su sarcasmo, las agudezas e insultos que me lanzaba constantemente, la forma en que me acosaba y perseguía sin ningún motivo excepto el de demostrar lo poco que yo valía. Con los otros dos siempre era cortés, un modelo de corrección, pero raras veces desperdiciaba una oportunidad de decir algo malévolo respecto a mí. La cosa comenzó la primera mañana y a partir de entonces no cesó nunca. Al poco tiempo me di cuenta de que no era mejor que el tío Slim. Aunque no me azotara como hacia éste, las palabras del maestro tenían fuerza y hacían tanto daño como un golpe en la cabeza.

– Bueno, mi golfillo de finas plumas -me dijo aquella primera mañana-, dame un informe confidencial de lo que sabes sobre las tres erres.

– ¿Tres? -dije, optando por la réplica rápida e ingeniosa-. Yo no tengo más que un culo y lo uso siempre que me siento. Igual que todo el mundo [1].

– Me refiero a la escuela, desgraciado. ¿Has puesto alguna vez el pie en un aula? Y, de ser así, ¿qué has aprendido allí?

– No necesito ninguna escuela para aprender. Tengo cosas mejores que hacer con mi tiempo.

– Excelente. Has hablado como un estudioso. Pero sé más específico. ¿Qué hay del abecedario? ¿Sabes escribir las letras del abecedario?

– Algunas de ellas. Las que sirven a mi propósito. Las otras no me importan. Sólo me fastidian. Así que no me preocupo por ellas.

– Y ¿cuáles son las que sirven a tu propósito?

– Bueno, veamos. Está la A, ésa me gusta, y la W. Luego está la comosellame, la L, y la E, y la R, y la que parece una cruz. La T. Esas letras son mis amigas, y el resto se pueden ir a hacer puñetas.

– Así que sabes escribir tu nombre.

– Eso es lo que le estoy diciendo, jefe. Sé escribir mi nombre, sé contar hasta donde haga falta y sé que el sol es una estrella en el cielo. También sé que los libros son para las niñas y los mariquitas, y si usted está planeando enseñarme algo que venga en los libros, podemos anular nuestro acuerdo ahora mismo.

– No te enfades, muchacho. Lo que acabas de decirme es música en mis oídos. Cuanto más tonto seas, mejor para los dos. Así hay menos que deshacer y eso nos ahorrará mucho tiempo.

– Y ¿qué me dice de las lecciones de vuelo? ¿Cuándo las empezamos?

– Ya las hemos empezado. A partir de ahora todo lo que hagamos estará relacionado con tu entrenamiento. Eso no siempre te parecerá evidente, así que intenta recordarlo. Si no lo olvidas, podrás aguantar cuando el camino se vuelva duro. Nos estamos embarcando en un largo viaje, hijo, y la primera cosa que tengo que hacer es quebrar tu voluntad. Me gustaría que pudiera ser de otra manera, pero no es posible. Considerando la inmundicia de donde vienes, no debería ser una tarea demasiado difícil.

Así que yo pasaba mis días apaleando estiércol en el establo, congelándome como un carámbano, mientras los demás estaban cómodos y calentitos dentro de la casa. Madre Sue se ocupaba de cocinar y hacer las tareas domésticas, Aesop haraganeaba en el sofá leyendo libros y el maestro Yehudi no hacía nada en absoluto. Su principal ocupación parecía consistir en estar sentado en una silla de madera de respaldo recto mirando por la ventana desde que el sol salía hasta que se ponía. Exceptuando sus conversaciones con Aesop, eso fue lo único que le vi hacer hasta la primavera. A veces les escuchaba cuando hablaban, pero nunca pude entender lo que decían. Utilizaban tantas palabras complicadas que era como si se comunicaran en su propia jerga privada. Más adelante, cuando me adapté un poco más al ritmo de las cosas, me enteré de que estaban estudiando. El maestro Yehudi había asumido la responsabilidad de educar a Aesop en las artes liberales, y los libros que leían trataban de muchos temas diferentes: historia, ciencias, literatura, matemáticas, latín, francés, etcétera. Tenía su proyecto de enseñarme a volar, pero también estaba decidido a convertir a Aesop en un estudioso, y por lo que yo podía ver, ese segundo proyecto le importaba mucho más que el mío. El maestro me lo expuso así una mañana poco después de mi llegada:

– Él estaba en una situación aún peor que la tuya, enano. Cuando le encontré hace doce años iba arrastrándose por un campo de algodón en Georgia vestido con harapos. No comía desde hacía dos días, y su madre, que no era más que una niña, estaba muerta a causa de la tuberculosis en su choza a veinte kilómetros de allí. Ésa era la distancia que el niño había recorrido desde su casa. Deliraba a causa del hambre, y si yo no le hubiera encontrado por casualidad en ese momento, cualquiera sabe lo que le habría sucedido. Puede que su cuerpo esté contorsionado y tenga una forma trágica, pero su mente es un instrumento glorioso, y ya me ha sobrepasado en la mayoría de los campos. Mi plan es mandarle a la universidad dentro de tres años. Allí podrá continuar sus estudios, y una vez que se licencie y salga al mundo, se convertirá en un líder de su raza, un deslumbrante ejemplo para todos los negros pisoteados de este país violento e hipócrita.

No pude entender ni una palabra de lo que el maestro estaba diciendo, pero el amor que habla en su voz me quemó y se grabó en mi mente. A pesar de toda mi estupidez, eso lo pude comprender. Amaba a Aesop como si fuera su propio hijo, y yo no era mejor que un chucho, un animal de raza indefinida al que escupir y dejar bajo la lluvia.

Madre Sue era mi compañera en la ignorancia, analfabeta y holgazana como yo, y aunque esto podría haber contribuido a crear un vinculo entre nosotros, no ocurrió así. No había ninguna hostilidad manifiesta en ella, pero al mismo tiempo me daba repeluznos, y creo que tardé más en acostumbrarme a su rareza que a la de los otros dos, a los cuales tampoco se les podía llamar normales. Incluso sin las mantas envolviendo su cuerpo y sin el sombrero cubriendo su cabeza, yo tenía dificultad para determinar a qué sexo pertenecía. Esto me resultaba perturbador, e incluso después de que la vislumbré desnuda a través del ojo de la cerradura de su puerta y vi con mis propios ojos que poseía un par de tetas y que no había ningún miembro colgando de su matorral, aún no quedé plenamente convencido. Sus manos eran fuertes como las de un hombre, tenía los hombros anchos y músculos abultados en los brazos, y exceptuando cuando me dirigía una de sus infrecuentes y hermosas sonrisas, su cara era tan remota e inexpresiva como un bloque de madera. Quizá fuera esto lo que más me inquietaba de ella: su silencio, la forma en que parecía mirar a través de mí, como si yo no estuviera allí. En el orden jerárquico de la casa yo estaba directamente debajo de ella, lo cual significaba que tenía más tratos con madre Sue que con ningún otro. Ella era la que me asignaba las tareas y me vigilaba, la que se aseguraba de que me lavara la cara y me cepillara los dientes antes de acostarme, y sin embargo, a pesar de todas las horas que pasaba en su compañía, hacía que me sintiera más solo que si hubiese estado verdaderamente solo. Una sensación de vacío se insinuaba en mis tripas cada vez que ella estaba cerca, como si su mera presencia fuera a hacer que me encogiese. No importaba cómo me comportase. Podía brincar o estarme quieto, podía vociferar o quedarme callado, el resultado no variaba nunca. Madre Sue era una pared, y cada vez que yo me aproximaba a esa pared me convertía en una bocanada de humo, una diminuta nube de cenizas esparcidas al viento.

El único que me mostraba verdadera bondad era Aesop, pero yo estaba en contra de él desde el principio, y nada de lo que él pudiera decir o hacer cambiaría eso. Yo no podía remediarlo. Estaba en mi sangre sentir desprecio por él, y dado que era el ejemplar más feo de su raza que yo había tenido la desgracia de ver, me parecía disparatado que estuviésemos viviendo bajo el mismo techo. Iba contra las leyes de la naturaleza, transgredía todo lo que era sagrado y correcto, y yo no iba a permitirme aceptarlo. Cuando a eso se sumaba el hecho de que Aesop hablaba como ningún otro muchacho de color en la faz de la tierra -más como un lord inglés que como un americano- y también el hecho adicional de que era el favorito del maestro, yo ni siquiera podía pensar en él sin sucumbir a un ataque de nervios. Para empeorar las cosas, tenía que mantener la boca cerrada siempre que él estaba presente. Unos cuantos comentarios seleccionados habrían desahogado parte de mi rabia, supongo, pero recordaba el dedo del maestro clavado debajo de mi barbilla y no tenía ganas de someterme a esa tortura de nuevo.

Lo peor de todo era que a Aesop no parecía importarle que yo le despreciara tanto. Perfeccioné todo un repertorio de miradas ceñudas y muecas para utilizarlo en su compañía, pero cada vez que le lanzaba una de esas miradas, él se limitaba a menear la cabeza y sonreír para sí. Lo cual hacía que me sintiera como un idiota. Por mucho que me esforzara por herirle, él nunca me permitía exasperarle, nunca me daba la satisfacción de marcar un tanto contra él. No estaba simplemente ganando la guerra entre nosotros, estaba ganando cada maldita batalla de esa guerra, y pensé que si ni siquiera podía superar a un diablo negro en un limpio intercambio de insultos, entonces toda aquella pradera de Kansas debía de estar embrujada. Debían haberme llevado con engaños a una tierra de malos sueños, y cuanto más luchaba por despertarme, más terrorífica se volvía la pesadilla.

– Deberías ser más flexible -me dijo Aesop una tarde-. Estás tan seguro de tus propias convicciones, que eso te ciega respecto a lo que te rodea. Y si no puedes ver lo que tienes delante de las narices, nunca podrás mirarte a ti mismo y saber quién eres.

– Sé quién soy -dije-. Eso no me lo puede robar nadie.

– El maestro no te está robando nada. Te está dando el don de la grandeza.

– Escucha, hazme un favor, ¿quieres? No menciones el nombre de ese buitre delante de mí. Ese maestro tuyo me da escalofríos, y cuanto menos tenga que pensar en él, mejor estaré.

– Te quiere, Walt. Cree en ti con toda su alma.

– Y un cuerno. A ese farsante no le importa nada, absolutamente nada. Es el rey de los gitanos, eso es lo que es, y si tuviera alma, y no digo que la tenga, entonces la tendría llena de maldad.

– ¿El rey de los gitanos? -Los ojos de Aesop se salieron de sus órbitas por el asombro-. ¿Es eso lo que piensas? -La idea debió de hacerle gracia, porque un momento más tarde se agarró el estómago y empezó a sacudirse con un ataque de risa-. La verdad es que se te ocurre cada cosa… -dijo, limpiándose las lágrimas-. ¿Cómo se te ha metido esa idea en la cabeza?

– Bueno -dije, notando las mejillas sonrojadas por la vergüenza-, si no es gitano, ¿qué diablos es?

– Húngaro.

– ¿Qué? -tartamudeé.

Era la primera vez que oía a alguien usar esa palabra y me quedé tan perplejo que momentáneamente perdí el habla.

– Húngaro. Nació en Budapest y vino a los Estados Unidos de niño. Creció en Brooklyn, Nueva York, y tanto su padre como su abuelo eran rabinos.

– Y ¿qué es eso, una forma inferior de roedor?

– Es un profesor judío. Una especie de ministro o sacerdote, sólo que para los judíos.

– Bueno, entonces está claro -dije-. Eso lo explica todo, ¿no? Es peor que un gitano, el viejo doctor Cejas Negras es un fariseo. No hay nada peor en todo este miserable planeta.

– Más vale que no te oiga hablar así -dijo Aesop.

– Conozco mis derechos -dije-. Y ningún judío me va a mangonear. Lo juro.

– Tómatelo con calma, Walt. No haces más que buscarte problemas.

– Y ¿qué me dices de esa bruja, madre Sue? ¿Es otra de esos fariseos?

Aesop negó con la cabeza mirando al suelo. En mi voz hervía la cólera de tal modo que él no se atrevía a mirarme a los ojos.

– No -dijo-. Es una sioux oglala. Su abuelo era el hermano de Toro Sentado, y cuando era joven fue la principal amazona en el Espectáculo del Salvaje Oeste de Búfalo Bill.

– Me estás tomando el pelo.

– No se me ocurriría. Lo que te estoy diciendo es la pura y simple verdad. Estás viviendo en la misma casa con un judío, un negro y una india, y cuanto antes lo aceptes, más feliz serás.

Había resistido tres semanas hasta entonces; pero después de esa conversación con Aesop supe que no podría soportarlo más. Me fugué de allí aquella misma noche; esperé hasta que todos estuvieron dormidos y luego me levanté de la cama a hurtadillas, me escabullí por las escaleras y salí de puntillas a la helada oscuridad de diciembre. No había luna en el cielo, ni siquiera una estrella que me iluminara, y en el mismo momento en que crucé el umbral me golpeó un viento tan furioso que me empujó directamente contra el costado de la casa. Mis huesos no eran más pesados que el algodón en aquel viento. La noche era un estruendo y el aire soplaba y atronaba como si llevara la voz de Dios, aullando su ira sobre cualquier criatura lo bastante idiota como para levantarse contra ella. Me convertí en ese idiota, y una y otra vez me levanté del suelo y luché para adentrarme en el torbellino, girando como un molinillo mientras mi cuerpo avanzaba centímetro a centímetro por el patio. Después de diez o doce intentos estaba completamente agotado, era un casco de buque vacío y baqueteado. Había llegado hasta la pocilga, y justo cuando estaba a punto de ponerme de rodillas una vez más, mis ojos se cerraron y perdí la conciencia. Pasaron las horas. Me desperté al romper el alba y me encontré rodeado de cuatro cerdos dormidos. Si no hubiera caído entre aquellos puercos, es muy probable que hubiera muerto congelado durante la noche. Pensando en ello ahora, supongo que fue un milagro, pero cuando abrí los ojos aquella mañana y vi dónde estaba, lo primero que hice fue levantarme de un salto y escupir, maldiciendo mi mala suerte.

No tenía ninguna duda de que el maestro Yehudi era el responsable de lo que me había sucedido. En aquella primera etapa de nuestra historia juntos le atribuía toda clase de poderes sobrenaturales, y estaba plenamente convencido de que él había provocado aquel viento feroz sin otro motivo que impedirme la huida. Durante varias semanas después de eso mi cabeza estuvo llena de multitud de teorías y especulaciones disparatadas. La más aterradora tenía que ver con Aesop, y era mi creciente certidumbre de que él había nacido blanco. Era terrible pensar eso, pero todas las pruebas parecían apoyar mi conclusión. Hablaba como un blanco, ¿no? Actuaba como un blanco, pensaba como un blanco, tocaba el piano como un blanco, y sólo porque su piel fuera negra, ¿por qué iba yo a creer a mis ojos cuando mis tripas me decían otra cosa? La única respuesta era que él había nacido blanco. Hacía años, el maestro le había elegido para que fuese su primer alumno en el arte de volar. Le había dicho a Aesop que saltara desde el tejado del establo y Aesop había saltado, pero en lugar de coger las corrientes de viento y elevarse por los aires, había caído al suelo y se había roto todos los huesos de su cuerpo. Eso explicaba su lamentable y torcida osamenta, pero luego, para empeorar las cosas, el maestro Yehudi le había castigado por su fracaso. Invocando el poder de cien demonios judíos, había señalado a su discípulo con el dedo y le había convertido en un espantoso negro. La vida de Aesop había quedado destruida, y no había duda de que la misma suerte me esperaba a mí. No sólo acabaría con la piel negra y el cuerpo lisiado, sino que me vería obligado a pasar el resto de mis días estudiando libros.

Me fugué por segunda vez en mitad de la tarde. La noche me había frustrado con su magia, así que contraataqué con una nueva estrategia y me marché a plena luz del día, pensando que si podía ver por dónde iba, no habría ningún duende que amenazara mis pasos. Durante la primera hora o dos, todo fue de acuerdo con mis planes. Salí furtivamente del establo justo después del almuerzo y me encaminé a Cibola, decidido a mantener un paso rápido para llegar al pueblo antes de que anocheciera. Allí iba a subirme a un tren de mercancías y dirigirme al Este. Si no me metía en líos, al cabo de veinticuatro horas estaría de nuevo paseando por los bulevares de la vieja y querida Saint Louis.

Así que ahí iba yo, trotando por la llana y polvorienta carretera con los ratones del campo y los cuervos, sintiéndome más confiado a cada paso que daba, cuando de pronto levanté los ojos y vi una calesa que venía en dirección contraria. Se parecía sorprendentemente a la calesa que pertenecía al maestro Yehudi, pero puesto que acababa de verla en el establo antes de salir, me encogí de hombros pensando que era una coincidencia y continué andando. Cuando estaba a unos doce metros de ella, levanté la vista de nuevo. La lengua se me quedó pegada al paladar; los ojos se me salieron de las órbitas y cayeron a mis pies. Efectivamente, era la calesa del maestro Yehudi, y sentado en el pescante iba el maestro en persona, que me miraba con una gran sonrisa en la cara. Detuvo la calesa y me saludó quitándose el sombrero de un modo despreocupado y amistoso.

– Hola, hijo. Hace un poco de frío para pasear esta tarde, ¿no crees?

– El tiempo que hace me va bien -dije-. Por lo menos aquí se puede respirar. Si te quedas demasiado tiempo en el mismo sitio, empiezas a ahogarte con tu propio aliento.

– Claro, lo comprendo. Un chico necesita estirar las piernas. Pero la salida ha terminado ya, es hora de volver a casa. Sube, Walt, y veremos si podemos llegar antes de que los otros se den cuenta de que hemos salido.

No tenía elección, así que subí y me senté a su lado mientras él sacudía las riendas para que el caballo se pusiera de nuevo en marcha. Por lo menos no me estaba tratando con su habitual grosería, y aunque yo estaba deshecho porque mi escapada se había frustrado, no iba a permitir que supiera lo que me proponía. Probablemente ya lo había adivinado, pero antes que revelar lo decepcionado que estaba, le seguí la corriente y fingí que había salido a dar un paseo.

– No es bueno para un chico estar tan encerrado -dije-. Le pone triste y malhumorado, y entonces no emprende sus tareas con el espíritu adecuado. Si le das un poco de aire fresco, entonces está mucho más dispuesto a hacer su trabajo.

– Oigo lo que dices, compañero -dijo el maestro-, y entiendo cada palabra.

– Bueno, ¿qué le parece, capitán? Ya sé que Cibola no es una gran ciudad, pero apuesto a que tendrán un cine o algo. Podría estar bien ir allí una tarde. Ya sabe, una pequeña excursión para romper la monotonía. O puede que haya algún club de béisbol por aquí, uno de esos equipos de la liga menor. Cuando llegue la primavera, ¿por qué no ir a ver un partido o dos? No tiene por qué ser un equipo importante como los Cardinals. Quiero decir que me basta con uno de tercera división. Con tal de que usen bates y balones, no oirá una palabra de queja de mis labios. Y nunca se sabe, señor. Si se deja caer por un campo de béisbol, a lo mejor incluso llega a aficionarse, ¿no cree?

– Estoy seguro de ello. Pero todavía tenemos una montaña de trabajo por delante y mientras tanto la familia tiene que esconderse temporalmente. Cuanto más invisibles seamos, más seguros estaremos. No quiero asustarte, pero las cosas no son tan aburridas como parecen por estos andurriales. Tenemos poderosos enemigos por aquí y no están demasiado entusiasmados con nuestra presencia en su condado. A muchos de ellos no les importaría que dejásemos de respirar de repente, y no queremos provocarles mostrando nuestro variopinto grupo en público.

– Con tal de que nos ocupemos de nuestros asuntos, ¿a quién le importa lo que piense otra gente?

– Ésa es justamente la cuestión. Algunas personas piensan que nuestros asuntos son los suyos, y mi objetivo es mantenerme apartado de esos entrometidos. ¿Me captas, Walt?

Le dije que sí, pero la verdad era que no le captaba en absoluto. Lo único que sabía era que había gente que quería matarme y que él no me permitiría ir a ningún partido. Ni siquiera el tono de simpatía que había en la voz del maestro podía hacerme comprender esto, y durante todo el camino de vuelta estuve repitiéndome que tenía que ser fuerte y no darme nunca por vencido. Antes o después encontraría la manera de escapar de allí, antes o después dejaría tirado en el polvo al Hombre del Vudú.

Mi tercer intento fracasó tan miserablemente como los otros dos. Me marché por la mañana esa vez, y aunque llegué hasta las afueras de Cibola, el maestro Yehudi me estaba esperando de nuevo subido en la calesa con la misma sonrisa satisfecha en su cara. Me quedé totalmente trastornado por aquel suceso. Contrariamente a la vez anterior, ya no podía considerar que su presencia allí era una casualidad. Era como si hubiese sabido que iba a escaparme antes de que lo supiera yo mismo. El muy bribón estaba dentro de mi cabeza, chupando los jugos de mi cerebro, y ni siquiera podía ocultarle mis pensamientos más íntimos.

Sin embargo, no renuncié. Simplemente, iba a tener que ser más listo, más metódico en la forma de realizarlo. Después de amplia reflexión, llegué a la conclusión de que la causa principal de mis problemas era la granja misma. No podía salir de allí porque el lugar estaba muy bien organizado y era totalmente autosuficiente. Teníamos leche y mantequilla gracias a las vacas, huevos de las gallinas, carne de los cerdos, verduras del huerto, abundantes existencias de harina, sal, azúcar y telas, y no era necesario que nadie fuera al pueblo para comprar provisiones. Pero ¿y si nos quedáramos sin algo, me dije, y si hubiera una repentina escasez de algo vital sin lo cual no pudiésemos vivir? El maestro tendría que ir a buscar más, ¿no? Y tan pronto como se marchara, yo saldría furtivamente de allí y me escaparía.

Era todo tan sencillo, que estuve a punto de gritar a causa de la alegría cuando se me ocurrió esta idea. Debíamos estar ya en febrero, y durante el mes siguiente casi no pensé en otra cosa que en el sabotaje. Mi mente hervía con incontables conjuras y maquinaciones, inventando actos de indecible terror y devastación. Pensé que empezaría a pequeña escala -acuchillando un saco de harina o dos, quizá orinando en el barril del azúcar-, pero si esto no producía el resultado deseado, no tenía nada en contra de formas más grandiosas de vandalismo: soltar a las gallinas del gallinero, por ejemplo, o cortarles el cuello a los cerdos. No había nada que no estuviera dispuesto a hacer para salir de allí, y, si era preciso, estaba dispuesto incluso a prenderle fuego a la paja y quemar el establo.

Nada de ello salió como yo había imaginado. Tuve mis oportunidades, pero cada vez que estaba a punto de poner en marcha un plan, me faltaba misteriosamente el valor. El miedo llenaba mis pulmones, mi corazón empezaba a latir apresuradamente y justo cuando mi mano estaba preparada para cometer el acto, una fuerza invisible me robaba la energía. Nunca me había ocurrido nada semejante. Yo siempre había sido un enredador de tomo y lomo, con pleno dominio de mis impulsos y deseos. Si quería hacer algo, lo hacía, lanzándome con la temeridad de un delincuente nato. Ahora estaba bloqueado por una extraña parálisis de la voluntad y me despreciaba por actuar como un cobarde; no podía comprender que un truhán de mi calibre hubiera podido caer tan bajo. El maestro Yehudi me había derrotado de nuevo. Me había convertido en una marioneta, y cuanto más luchaba por vencerle, más tiraba él de los hilos.

Pasé un mes infernal antes de encontrar el valor necesario para volver a intentarlo. Esta vez la suerte parecía estar de mi parte. Unos diez minutos después de echar a andar por la carretera, me recogió un automovilista que pasaba y me llevó hasta Wichita. Era uno de los tipos más simpáticos que había conocido, un universitario que iba a ver a su prometida, y nos llevamos bien desde el principio; no paramos de contarnos cosas durante las dos horas y media de viaje. ¡Ojalá pudiera recordar su nombre! Era un muchacho rubio con pecas en la nariz y una bonita gorra de cuero. Por alguna razón, recuerdo que el nombre de su novia era Francine, pero eso debe ser por lo mucho que me habló de ella, explayándose detalladamente acerca de los rosados pezones de sus pechos y los volantes de encaje de su ropa interior. Gorra de Cuero tenía un Ford nuevo y brillante y corría por aquella vacía carretera como si le fuera en ello la vida. Me entró la risa por lo libre y feliz que me sentía, y cuanto más parloteábamos de una cosa y otra, mayor era mi sensación de libertad y felicidad. Esta vez lo había conseguido, me dije. Realmente me había escapado de allí, y a partir de ahora no habría forma de detenerme.

No sabría decir qué esperaba exactamente de Wichita, pero ciertamente no el deprimente poblacho ganadero que descubrí aquella tarde de 1925. Aquello parecía la meca del aburrimiento. ¿Dónde estaban los bares, los pistoleros y los jugadores profesionales? ¿Dónde estaba Wyatt Earp? Al margen de lo que hubiera sido Wichita en el pasado, por aquel entonces era una sobria y triste mezcolanza de tiendas y casas, una ciudad construida tan pegada a la tierra que tu codo chocaba contra el cielo cada vez que te detenías a rascarte la cabeza. Había pensado montarme algún asuntillo, quedarme por allí unos días mientras reunía algún dinero y luego volver a Saint Louis lujosamente. Un rápido recorrido de las calles me convenció de abandonar la idea, y media hora después de haber llegado ya estaba buscando un tren para salir de allí.

Me sentía tan triste y desanimado, que ni siquiera me di cuenta de que había empezado a nevar. Marzo era el peor mes para las tormentas en aquella región, pero el día había amanecido tan soleado y claro que ni siquiera se me había ocurrido pensar que el tiempo pudiera cambiar. Empezó con una pequeña nevisca, unas cuantas rociadas de blancura que se escurrían de las nubes, pero mientras que yo continuaba mi paseo por la ciudad en busca de la estación de ferrocarril, los copos se hicieron más gruesos y más intensos, y cuando me detuve para orientarme cinco o diez minutos después, la nieve me llegaba hasta los tobillos. Nevaba mucho. Antes de que pudiera decir tempestad de nieve, el viento se levantó y empezó a arremolinar la nieve en todas direcciones a la vez. Era extraño lo rápido que sucedió. Un minuto yo iba caminando por las calles del centro de Wichita y al minuto siguiente estaba perdido, tropezando ciegamente en una tormenta blanca. Ya no tenía ni idea de dónde estaba. Tiritaba dentro de mi ropa mojada, el viento era un torbellino y yo estaba atrapado en medio, dando vueltas en circulo.

No estoy seguro de cuánto tiempo anduve dando tumbos bajo aquella nevada. No menos de tres horas, diría yo, quizá cinco o seis. Había llegado a la ciudad a primera hora de la tarde y seguía andando después de que cayera la noche, abriéndome paso a través de montañas de nieve, hundido en ella hasta las rodillas, luego hasta la cintura, luego hasta el cuello, buscando frenéticamente un refugio antes de que la nieve se tragara todo mi cuerpo. Tenía que continuar moviéndome. La más ligera pausa me enterraría, y antes de que pudiese salir habría muerto congelado o sofocado. Así que seguía avanzando con gran esfuerzo, aunque sabía que era inútil, aunque sabía que cada paso me llevaba más cerca de mi fin. ¿Dónde están las luces?, me preguntaba insistentemente. Me estaba alejando cada vez más del pueblo, saliendo al campo, donde no vivía nadie, y, sin embargo, cada vez que cambiaba de rumbo, me encontraba en la misma oscuridad, rodeado por una noche y un frío sin fisuras.

Al cabo de algún tiempo ya nada me parecía real. Mi mente había dejado de funcionar y si mi cuerpo continuaba arrastrándose era sólo porque no sabía qué otra cosa hacer. Cuando vi el débil brillo de una luz en la distancia, apenas me di cuenta. Fui tambaleándome hacia ella, no más consciente de lo que hacía que una falena cuando se lanza contra una vela. Como máximo, me parecía un sueño, una ilusión producida por las sombras de la muerte, y aunque permanecía delante de mí todo el tiempo, intuía que desaparecería antes de que llegara a ella.

No recuerdo haber subido a gatas los escalones de la casa ni estar de pie en el porche delantero, pero aún veo mi mano alargándose hacia el esférico tirador de porcelana blanca y recuerdo mi sorpresa cuando noté que giraba y la puerta se abría con un clic. Entré en el vestíbulo, y todo era tan luminoso allí, tan intolerablemente radiante, que tuve que cerrar los ojos. Cuando los abrí de nuevo había una mujer de pie ante mí, una hermosa mujer de cabello rojo. Llevaba un vestido blanco largo, y sus ojos azules me miraban con tal asombro, con tal expresión de alarma, que casi me eché a llorar. Durante un segundo o dos cruzó por mi mente la idea de que era mi madre, y cuando recordé que mi madre había muerto, imaginé que yo también debía de estar muerto y acababa de cruzar las puertas del más allá.

– ¡Qué aspecto tienes! -exclamó la mujer-. ¡Pobrecito! ¡Hay que ver cómo te has puesto!

– Perdone la intromisión, señora -dije-. Mi nombre es Walter Rawley y tengo nueve años. Sé que esto puede sonarle extraño, pero le agradecería que me dijera dónde estoy. Tengo la sensación de que esto es el cielo y eso no me parece correcto. Después de todas las cosas malas que he hecho, siempre pensé que acabaría en el infierno.

– ¡Dios mío! -dijo la mujer-. ¡Vaya facha tienes! Estás medio congelado. Entra en la sala y caliéntate junto al fuego.

Antes de que pudiera repetir mi pregunta, me cogió de la mano y me guió rodeando las escaleras hasta la sala. Justo cuando ella abría la puerta, le oí decir:

– Querido, quítale la ropa a este niño y siéntale junto al fuego. Yo voy arriba a coger unas mantas.

Así que crucé el umbral yo solo y entré en el calor de la sala al tiempo que puñados de nieve caían de mi cuerpo y empezaban a derretirse a mis pies. Había un hombre sentado junto a una mesita en un rincón bebiendo café en una delicada taza de porcelana china. Iba esmeradamente vestido con un traje gris perla y su pelo estaba peinado hacia atrás, sin raya, reluciente de brillantina bajo la luz amarilla de las lámparas. Estaba a punto de decirle algo cuando levantó la cabeza y me sonrió, y en ese mismo momento pensé que debía de haber muerto y había ido derecho al infierno. De todos los sustos que he sufrido en mi larga carrera, ninguno ha sido mayor que la electrocución que recibí aquella noche.

– Ahora ya lo sabes -dijo el maestro-. Vayas donde vayas, allí estaré yo. Por muy lejos que llegues, siempre estaré esperándote al final del camino. El maestro Yehudi está en todas partes, Walt, y no es posible escapar de él.

– ¡Maldito hijo de puta! -dije-. ¡Canalla traicionero! ¡Cara de mierda, saco de basura!

– Vigila tu lengua, muchacho. Ésta es la casa de la señora Witherspoon, y ella no tolerará palabrotas aquí. Si no quieres que te echemos a la tormenta, quítate esa ropa y pórtate bien.

– ¡Oblígueme, judío de mierda! -le escupí-. ¡Intente obligarme!

Pero el maestro no tuvo que hacer nada. Un segundo después de darle esa respuesta, sentí que un río de lágrimas calientes y saladas corría por mis mejillas. Respiré hondo, acumulando en mis pulmones todo el aire que pude, y luego solté un aullido, un grito de pura e incontenible infelicidad. Cuando éste había salido a medias de mi cuerpo, sentí la garganta áspera y me atraganté, y empezó a darme vueltas la cabeza. Me detuve para coger aire otra vez, y entonces, antes de que supiera lo que me estaba ocurriendo, me desmayé y caí al suelo.


Estuve enfermo mucho tiempo después de eso. Mi cuerpo estaba en llamas, y mientras la fiebre ardía dentro de mí cada vez parecía más probable que mi próxima dirección postal fuera una caja de madera. Pasé los primeros días en casa de la señora Witherspoon, languideciendo en el cuarto de invitados del piso de arriba, pero no recuerdo nada de eso. Tampoco recuerdo cuándo me llevaron a casa, ni ninguna otra cosa, en realidad, hasta que pasaron varias semanas. Según lo que me dijeron, me habría muerto de no ser por madre Sue, o madre Sioux, como finalmente llegué a llamarla. Se pasaba el día entero sentada junto a mi cama, cambiándome las compresas y echándome cucharadas de líquido por la garganta, y tres veces al día se levantaba de su silla y bailaba una danza alrededor de mi cama tocando un ritmo especial en su tambor oglala mientras entonaba oraciones al Gran Espíritu implorándole que me mirara con simpatía y me curase. Supongo que eso no me perjudicó, ya que ningún médico profesional fue llamado para examinarme, y considerando que volví en mí y me recuperé por completo, es posible que fuera su magia lo que surtió efecto.

Nadie le dio un nombre médico a mi enfermedad. Mi propia opinión era que había sido causada por las horas que había pasado en la tormenta, pero el maestro desechó esa explicación por considerarla irrelevante. Había sido la «tensión espiritual», dijo, entre el ansia de afirmar mi personalidad y la inevitabilidad de someterme a él, y tenía que afectarme antes o después. Era preciso purgar los venenos de mi organismo antes de que pudiera avanzar a la siguiente etapa de mi entrenamiento, y lo que podría haberse prolongado seis o nueve meses más (con incontables escaramuzas entre nosotros) se había abreviado gracias a nuestro afortunado encuentro en Wichita. El susto me había sometido, dijo, aplastado por la comprensión de que nunca triunfaría frente a él, y ese golpe mental había sido la chispa que desencadenó la enfermedad. Después de eso había quedado limpio de rencor, y cuando desperté de aquella pesadilla que me había tenido a un paso de la muerte, el odio que hervía dentro de mi se había transformado en amor.

No quiero contradecir la opinión del maestro, pero me parece que mi cambio de actitud fue mucho más simple que eso. Puede que comenzara justo después de que me bajase la fiebre, cuando me desperté y vi a madre Sioux sentada a mi lado con una de aquellas extasiadas y beatificas sonrisas en la cara.

– Vaya -dijo-. Mi pequeño Walt ha vuelto a la tierra de los vivos.

Había tanta alegría en su voz, tan evidente preocupación por mi bienestar, que algo dentro de mí empezó a derretirse.

– No se angustie, hermana Ma -dije, casi sin saber lo que decía-. He estado durmiendo un rato, eso es todo.

Inmediatamente cerré los ojos y me hundí de nuevo en mi sopor, pero justo cuando estaba durmiéndome, noté claramente que los labios de madre Sioux rozaban mi mejilla. Era el primer beso que me daban desde que murió mi madre, y me produjo un calor tan agradable que comprendí que no me importaba de dónde viniera. Si aquella india rolliza quería besarme así, que lo hiciera, yo no iba a impedírselo.

Ése fue el primer paso, creo, pero hubo otros incidentes, y lo que ocurrió unos días después, en un momento en que mi fiebre había vuelto a subir mucho, no fue el menor de ellos. Me desperté a primera hora de la tarde y me encontré la habitación vacía. Estaba a punto de salir a rastras de la cama para intentar usar el orinal, pero cuando separé las orejas de la almohada, oí un murmullo fuera de mi puerta. El maestro Yehudi y Aesop estaban en el vestíbulo, sosteniendo una conversación susurrada y, aunque no pude entender todo lo que decían, cogí lo suficiente como para determinar su contenido. Aesop estaba reprendiendo al maestro allí fuera, enfrentándose al gran hombre y diciéndole que no fuese tan duro conmigo. Yo no podía creer lo que oía. Después de todos los problemas y los momentos desagradables que le había causado, me sentí mortalmente avergonzado al saber que Aesop estaba de mi parte.

– Usted ha aplastado su alma -murmuró Aesop- y ahora él yace ahí dentro en su lecho de muerte. No es justo, maestro. Sé que es un camorrista y un golfo, pero hay algo más que rebeldía en su corazón. Lo he sentido, lo he visto con mis propios ojos. Y aunque yo estuviera equivocado, él no merece la clase de tratamiento que le está dando. Nadie la merece.

Era una sensación extraordinaria el que alguien hablase de esa manera en mi defensa, pero aún más extraordinario fue que la arenga de Aesop no cayese en oídos sordos. Esa misma noche, cuando yo estaba agitándome y dando vueltas en la oscuridad, el maestro Yehudi en persona entró sin hacer ruido en mi cuarto, se sentó en la cama empapada de sudor y me cogió la mano. Mantuve los ojos cerrados y no emití ni un sonido, fingiendo estar dormido mientras permaneció allí.

– No te me mueras, Walt -dijo en voz baja, como si hablara para sí-. Eres un bribonzuelo fuerte y aún no ha llegado el momento de que entregues el alma a Dios. Nos aguardan grandes cosas, cosas maravillosas que ni siquiera puedes imaginar. Puede que pienses que estoy contra ti, pero no es así. Lo que pasa es que sé cómo eres y sé que puedes soportar la presión. Tienes el don, hijo, y voy a llevarte más lejos de lo que nadie ha llegado nunca. ¿Me oyes, Walt? Te estoy diciendo que no te mueras. Te estoy diciendo que te necesito y que no debes morirte aún.

Vaya si le oía. Su mensaje me llegaba fuerte y claro y aunque tuve la tentación de responder algo, vencí el impulso y me mordí la lengua. Siguió un largo silencio. El maestro Yehudi se quedó allí sentado en la oscuridad acariciando mi mano, y al cabo de un rato, si no me equivoco, si no me dormí y soñé lo que sucedió a continuación, oí, o por lo menos creí oír, una serie de sollozos entrecortados, un rumor casi inaudible que se derramaba del pecho del gran hombre y traspasaba el silencio de la habitación, una, dos, una docena de veces.

Sería una exageración decir que abandoné mis sospechas inmediatamente, pero no hay duda de que mi actitud empezó a cambiar. Había aprendido que escapar era inútil, y puesto que estaba atrapado allí tanto si me gustaba como si no, decidí aprovechar al máximo lo que me habían dado. Quizá mi roce con la muerte tuvo algo que ver en ello, no lo sé, pero una vez que dejé mi cama de enfermo y volví a ponerme de pie, el rencor que había llenado mi corazón desapareció. Estaba tan contento de estar bien nuevamente, que ya no me importaba vivir con los parias del universo. Eran un curioso y desagradable grupo, pero a pesar de mis constantes gruñidos y mal comportamiento, cada uno de ellos había llegado a cogerme cierto afecto, y yo habría sido un patán si no lo hubiera valorado. Quizá todo se reducía al hecho de que finalmente me estaba acostumbrando a ellos. Si miras la cara de alguien durante el tiempo suficiente, acabarás por sentir que te estás mirando a ti mismo.

Dicho esto, no pretendo insinuar que mi vida se hizo más fácil. A corto plazo, resultó aún más dura que antes, y sólo porque había sofocado un poco mi resistencia, no me volví menos sabelotodo, menos belicoso o menos vago de lo que había sido siempre. Estábamos en primavera y al cabo de una semana de mi recuperación me encontraba en los campos arando la tierra y sembrando, partiéndome la espalda como un sucio y lerdo paleto. Detestaba el trabajo manual, y dado que no tenía ninguna habilidad para él, consideré aquellos días como una penitencia, una interminable mortificación de ampollas, dedos sangrantes y pies machacados. Pero por lo menos no estaba allí solo. Los cuatro trabajamos juntos durante aproximadamente un mes suspendiendo todos los demás asuntos mientras nos apresurábamos para sembrar los cultivos a tiempo (maíz, trigo, avena, alfalfa) y para preparar el suelo del huerto de madre Sioux, que mantendría nuestros estómagos llenos durante todo el verano. El trabajo era demasiado duro para que nos detuviésemos a charlar, pero ahora tenía un público para mis quejas, y cada vez que soltaba uno de mis cáusticos apartes, siempre conseguía provocar la risa de alguien. Ésa era la gran diferencia entre los días anteriores y posteriores a mi enfermedad. Mi boca nunca cesaba de hablar, pero mientras que antes mis comentarios habían sido interpretados como crueles y desagradecidos puyazos, ahora eran vistos como bromas, el travieso parloteo de un pequeño payaso listo.

El maestro Yehudi trabajaba como un buey, afanándose en sus tareas como si hubiese nacido para la tierra, y siempre hacía más que el resto de nosotros juntos. Madre Sioux era perseverante, diligente y silenciosa, y avanzaba constantemente agachada mientras su enorme trasero se levantaba hacia el cielo. Venía de una raza de cazadores y guerreros y la agricultura era tan antinatural para ella como para mí. Pero, a pesar de lo inepto que yo era, Aesop era aún peor, y me consolaba saber que no estaba ni un ápice más entusiasmado que yo con perder su tiempo en aquella fatigosa labor. Quería estar en casa leyendo sus libros, soñando sus sueños y empollando sus ideas, y aunque nunca se enfrentó abiertamente al maestro con sus agravios, era particularmente receptivo a mis agudezas, interrumpiendo mis gracias con espontáneas carcajadas, y cada vez que se reía era como si exhalara un fuerte amén, confirmándome que había dado en el clavo. Yo siempre había pensado que Aesop era un santurrón, un inofensivo aguafiestas que nunca quebrantaría las reglas, pero después de escuchar su risa allí en el campo, empecé a formarme una nueva opinión de él. Había más picardía en aquellos huesos torcidos de lo que yo había imaginado, y a pesar de su formalidad y sus maneras altivas buscaba la diversión tanto como cualquier otro muchacho de quince años. Lo que yo hacía era proporcionarle un alivio cómico. Mi lengua afilada le hacía gracia, mi insolencia y coraje levantaba su espíritu, y a medida que pasaba el tiempo comprendí que ya no era un obstáculo ni un rival. Era un amigo, el primer amigo de verdad que yo había tenido.

No quiero ponerme sentimental, pero es de mi infancia de lo que estoy hablando, el entramado de mis primeros recuerdos, y con tan pocos vínculos afectivos de los que hablar respecto a años posteriores, mi amistad con Aesop es digna de mención. Tanto como el propio maestro Yehudi, él me marcó de un modo que alteró quién era yo, que cambió el curso y la sustancia de mi vida. No me estoy refiriendo sólo a mis prejuicios, a la vieja intransigencia de no prescindir nunca del color de la piel de una persona, sino al hecho de la amistad misma, al vínculo que creció entre nosotros. Aesop se convirtió en mi camarada, mi ancla en un mar de cielo sin matices, y si él no hubiese estado allí para animarme, nunca habría encontrado el valor necesario para soportar los tormentos en que me vi sumido durante los próximos doce o catorce meses. El maestro había llorado en la oscuridad de mi cuarto de enfermo, pero una vez que estuve bien de nuevo, se convirtió en un déspota, sometiéndome a torturas que ninguna alma viviente debería tener que sufrir. Cuando recuerdo ahora aquellos días, me asombro de no haber muerto, de estar aún aquí para hablar de ellos.

Una vez terminada la época de la siembra y cuando nuestros alimentos ya estaban en la tierra, empezó el verdadero trabajo. Fue justo después de mi décimo cumpleaños, una bonita mañana de finales de mayo. El maestro me llevó aparte después del desayuno, y me murmuró al oído:

– Prepárate, muchacho. La diversión está a punto de empezar.

– ¿Quiere decir que no hemos estado divirtiéndonos? -dije-. Corríjame si me equivoco, pero pensaba que esos trabajos agrícolas eran lo más divertido que había hecho desde la última vez que jugué a las damas chinas.

– Trabajar la tierra es una cosa, una tarea aburrida pero necesaria. Pero ahora vamos a dirigir nuestros pensamientos al cielo.

– ¿Quiere decir como los pájaros de los que me habló?

– Eso es, Walt, igual que los pájaros.

– ¿Me está usted diciendo que sigue pensando en serio en ese plan suyo?

– Completamente en serio. Estamos a punto de pasar a la decimotercera etapa. Si haces lo que te digo, te mantendrás en el aire en las navidades del año próximo.

– ¿Decimotercera etapa? ¿Quiere usted decir que ya he pasado doce etapas?

– Eso es. Doce. Y las has pasado con completo éxito.

– ¡Vaya, que me aspen! ¡Y yo sin tener ni idea! ¡Que callado se lo tenía, jefe!

– Sólo te digo lo que necesitas saber. Yo soy quien tiene que preocuparse del resto.

– Doce etapas, ¿eh? Y ¿cuántas faltan?

– Hay treinta y tres en total.

– Si paso las próximas doce tan deprisa como las primeras, estaré ya en la recta final.

– No será así, te lo aseguro. Por mucho que creas haber sufrido hasta ahora, no es nada comparado con lo que te espera.

– Los pájaros no sufren. Simplemente, extienden las alas y levantan el vuelo. Si yo tengo el don, como usted dice, no veo por qué no va a ser fácil.

– Porque, mi pequeño zoquete, tú no eres un pájaro. Tú eres un hombre. Para que te levantes del suelo, tenemos que partir el cielo en dos. Tenemos que volver del revés todo el maldito universo.

Una vez más, no entendí ni la décima parte de lo que el maestro decía, pero asentí cuando me llamó hombre, percibiendo en esa palabra un nuevo tono de aprecio, un reconocimiento de la importancia que yo había adquirido a sus ojos. Me puso la mano suavemente en el hombro y me guió para salir a la mañana de mayo. En aquel momento no sentí más que confianza hacia él, y aunque su cara tenía una expresión severa y ensimismada, no se me pasó por la cabeza que fuera a hacer algo que quebrara esa confianza. Probablemente así es como se sentía Isaac cuando Abraham le llevó a aquella montaña según el Génesis, capítulo veintidós. Si un hombre dice que es tu padre, aunque sepas que no lo es, bajas la guardia y te vuelves estúpido por dentro. No imaginas que vaya a conspirar contra ti con Dios, el Señor de los Angeles y de los Cielos. El cerebro de un niño no trabaja tan deprisa, no es lo bastante sutil para adivinar semejante engaño. Lo único que sabes es que ese tipo grande te ha puesto una mano en el hombro y te ha dado un apretón amistoso. Él te dice: ven conmigo, así que te vuelves en esa dirección y le sigues a donde vaya.

Pasamos por delante del establo y nos dirigimos al cobertizo de las herramientas, una desvencijada y pequeña estructura con el tejado hundido y las paredes hechas de tablas sin pintar. El maestro Yehudi abrió la puerta y se quedó allí en silencio durante un largo momento, mirando fijamente la oscura mezcolanza de objetos de metal que había dentro. Al fin alargó el brazo y sacó una pala, un utensilio herrumbroso que debía de pesar ocho o diez kilos. Me puso la pala en las manos y yo me sentí orgulloso de llevársela cuando echamos a andar de nuevo. Seguimos el borde del maizal más próximo, y recuerdo que hacía una mañana espléndida, llena de petirrojos y azulejos que volaban como saetas, y mi piel cosquilleaba con una extraña sensación de vitalidad por la bendición del calor del sol que caía sobre mi. Poco a poco llegamos a un trozo de tierra sin labrar, un trecho pelado en la linde entre dos campos, y el maestro se volvió hacia mí y me dijo:

– Aquí es donde vamos a hacer el hoyo. ¿Quieres cavar tú o prefieres que lo haga yo?

Lo intenté con mi mejor voluntad, pero mis brazos no pudieron. Yo era demasiado pequeño para manejar una pala tan pesada, y cuando el maestro me vio esforzándome para clavarla en la tierra, no digamos para que la pala se deslizara bajo ella, me dijo que me sentara y descansara, que él terminaría el trabajo. Durante las dos horas siguientes vi cómo transformaba aquel pedazo de tierra en una inmensa cavidad, un hoyo tan ancho y profundo como la tumba de un gigante. Trabajaba tan deprisa que parecía que la tierra se lo iba tragando, y al cabo de un rato había cavado tan hondo que yo ya no veía su cabeza. Oía sus gruñidos, los resoplidos de locomotora que acompañaban cada golpe de la pala, y luego una paletada de tierra suelta salía volando a la superficie, permanecía un segundo en el aire y caía sobre el montón que iba creciendo alrededor del hoyo. Siguió en la tarea como si hubiera diez hombres, un ejército de cavadores decididos a hacer un túnel que llegara hasta Australia, y cuando finalmente se detuvo y salió de la fosa, estaba tan manchado de tierra y sudor que parecía un hombre hecho de carbón, un demacrado actor de variedades a punto de morirse con el maquillaje negro sobre la cara. Yo nunca había visto a nadie jadear tan fuerte, nunca había visto un cuerpo tan falto de aliento, y cuando se tiró al suelo y no se movió durante diez minutos yo estaba seguro de que el corazón estaba a punto de fallarle.

Estaba demasiado asustado para hablar. Estudiaba la caja torácica del maestro en busca de señales de colapso, pasando de la alegría a la tristeza a medida que su pecho subía y bajaba, subía y bajaba, hinchándose y encogiéndose contra el largo horizonte azul. Hacia la mitad de mi vigilia, una nube se situó delante del sol y el cielo se volvió ominosamente oscuro. Pensé que era el ángel de la muerte que pasaba sobre nuestras cabezas, pero los pulmones del maestro Yehudi continuaron bombeando, mientras el aire se iluminaba de nuevo lentamente, y un momento más tarde él se sentó y sonrió, limpiándose la suciedad de la cara.

– Bueno -dijo-, ¿qué te parece nuestro hoyo?

– Es un hoyo estupendo -dije-, tan profundo y bonito como pueda serlo un hoyo.

– Me alegro de que te guste, porque tú y ese hoyo vais a tener una relación íntima durante las próximas veinticuatro horas.

– No me importa. Me parece un sitio interesante. Con tal de que no llueva, puede ser divertido estar sentado ahí algún tiempo.

– No tienes por qué preocuparte de la lluvia, Walt.

– ¿Es usted el hombre del tiempo, o qué? Puede que no se haya dado cuenta, pero aquí las condiciones cambian cada quince minutos o cosa así. Tratándose del tiempo, Kansas es de lo más voluble que hay.

– Cierto. No se puede confiar en los cielos en esta región. Pero no digo que no vaya a llover. Sólo que no tienes por qué preocuparte si llueve.

– Claro, déme algo para cubrirme, una de esas cosas de lona, una tela encerada. Esa es una buena idea. Uno no puede equivocarse si prevé lo peor.

– No voy a meterte ahí para que te diviertas. Tendrás un respiradero, por supuesto, un largo tubo que tendrás que mantener en la boca para respirar, pero por lo demás vas a estar bastante húmedo e incómodo. Una incomodidad claustrofóbica y agusanada, si me perdonas por decírtelo. Dudo que olvides la experiencia mientras vivas.

– Ya sé que soy lerdo, pero si no deja usted de hablar en acertijos, estaremos aquí todo el día antes de que yo pille lo que quiere decir.

– Voy a enterrarte, hijo.

– ¿Qué ha dicho?

– Voy a meterte en ese hoyo, cubrirte de tierra y enterrarte vivo.

– ¿Y espera usted que acepte eso?

– No tienes elección. O te metes ahí por tu propia voluntad, o te estrangulo con mis dos manos desnudas. En un caso vivirás una vida larga y próspera; en el otro tu vida termina dentro de treinta segundos.

Así que me dejé enterrar vivo, una experiencia que no le recomendaría a nadie. Por muy desagradable que suene la idea, la realidad resulta muchísimo peor, y una vez que has pasado algún tiempo en las entrañas de la nada como me ocurrió a mí, el mundo nunca vuelve a parecerte el mismo. Se vuelve inexpresablemente más bello, pero esa belleza está empapada de una luz tan efímera, tan irreal, que nunca adquiere ninguna sustancia, y aunque puedes verla y tocarla como siempre, una parte de ti entiende que no es más que un espejismo. No es agradable sentir la tierra encima de ti, su peso y su frialdad, ser presa del pánico de una inmovilidad que parece la de la muerte, pero el verdadero terror no empieza hasta más tarde, hasta que te han desenterrado y puedes volver a andar nuevamente. A partir de entonces, todo lo que te sucede en la superficie está relacionado con esas horas que pasaste bajo tierra. Una pequeña semilla de locura ha quedado plantada en tu cabeza, y aunque has ganado la batalla de la supervivencia, casi todo lo demás lo has perdido. La muerte vive dentro de ti, comiéndose tu inocencia y tu esperanza, y al final no te queda nada más que la tierra, la solidez de la tierra, el eterno poder y triunfo de la tierra.

Así fue como empezó mi iniciación. Durante las semanas y los meses que siguieron viví más experiencias similares, un continuo alud de vejaciones. Cada prueba era más terrible que la anterior, y si conseguí no echarme atrás, fue sólo por una pura obstinación de reptil, una estúpida pasividad que se escondía en el centro de mi alma. No tenía nada que ver con la voluntad, la determinación o el valor. Yo no tenía ninguna de esas cualidades, y cuanto más me espoleaban, menos orgullo sentía por mis logros. Me flagelaron con un látigo; me tiraron de un caballo al galope; estuve atado al tejado del establo durante dos días sin comida ni agua; me untaron el cuerpo de miel y me dejaron desnudo bajo el calor de agosto mientras miles de moscas y avispas bullían sobre mí; estuve sentado en medio de un círculo de fuego toda una noche mientras mi cuerpo se chamuscaba y se cubría de ampollas; me sumergieron repetidas veces durante seis horas seguidas en una tina de vinagre; me cayó un rayo; bebí orines de vaca y comí excrementos de caballo; cogí un cuchillo y me cercené la primera falange del meñique izquierdo; colgué de las vigas del desván dentro de un haz de cuerdas durante tres días y tres noches. Hice estas cosas porque el maestro Yehudi me dijo que las hiciera, y aunque no pude llegar a amarle, tampoco le odié ni le guardé rencor por los sufrimientos que soporté. Él ya no tenía que amenazarme. Yo seguía sus órdenes con ciega obediencia, sin molestarme nunca en preguntarle cuál era su propósito. Me decía que saltara y yo saltaba. Me decía que dejara de respirar y yo dejaba de respirar. Era el hombre que me había prometido hacerme volar, y aunque nunca le creí, dejé que me utilizara como lo hacía. Teníamos un trato, después de todo, el pacto que habíamos hecho aquella primera noche en Saint Louis, y yo nunca lo olvidé. Si no cumplía lo prometido antes de mi decimotercer cumpleaños, le cortaría la cabeza con un hacha. No había nada personal en ese acuerdo; era una simple cuestión de justicia. Si el hijo de puta me fallaba, le mataría, y él lo sabía tan bien como yo.

Mientras duraron estas penosas pruebas, Aesop y madre Sioux me apoyaron como si yo fuera carne de su carne, la niña de sus ojos. Había períodos de calma entre las distintas etapas de mi desarrollo, a veces días, a veces semanas, y con mucha frecuencia el maestro Yehudi desaparecía, abandonando por completo la granja mientras mis heridas se curaban y yo me recuperaba para enfrentarme al siguiente asalto a mi persona. No tenía ni idea de adónde iba en esas pausas y tampoco se lo pregunté a los otros, ya que siempre me sentía aliviado cuando se marchaba. No sólo estaba a salvo de nuevas pruebas, sino que me sentía liberado de la carga de la presencia del maestro -sus cavilosos silencios y atormentadas miradas, la enormidad del espacio que ocupaba-, y eso me tranquilizaba, me daba la oportunidad de respirar de nuevo. La casa era un lugar más feliz sin él, y nosotros tres vivíamos juntos con notable armonía. La gorda madre Sioux y sus dos flacos muchachos. Aquellos fueron los días en que Aesop y yo nos convertimos en compañeros, y aunque la mayor parte de esa época fue desgraciada para mí, también contiene algunos buenos recuerdos, quizá los mejores de todos. Aesop era magnífico contando cuentos, ¡vaya si lo era!, y a mí nada me gustaba más que escuchar aquella dulce voz suya largando los cuentos increíbles que llenaban su cabeza. Sabía cientos de ellos, y siempre que se lo pedía, mientras yacía en la cama magullado y dolorido por mi última paliza, se sentaba allí durante horas recitando un cuento tras otro. Jack el Gigante Asesino, Simbad el Marino, Ulises el Errante, Billy el Niño, Lancelote y el Rey Arturo, Paul Bunyan, se los oí todos. Los mejores, sin embargo, los que reservaba para cuando yo me sentía particularmente abatido, eran los de mi tocayo, Sir Walter Raleigh. Recuerdo lo pasmado que me quedé cuando me dijo que yo tenía un nombre famoso, el nombre de un héroe y aventurero de la vida real. Para demostrarme que no se lo estaba inventando, Aesop fue a la librería y sacó un grueso volumen que tenía el retrato de Sir Walter. Yo nunca había visto una cara más elegante y pronto cogí la costumbre de estudiarla durante diez o quince minutos todos los días. Me encantaban la barba puntiaguda y los ojos penetrantes, el pendiente con una perla en el lóbulo izquierdo. Era la cara de un pirata, un auténtico caballero bravucón, y a partir de entonces llevé a Sir Walter dentro de mi como un segundo yo, un hermano invisible que me apoyaría contra viento y marea. Aesop me contó las historias de la capa que tendió sobre un charco para que la reina Isabel no se mojara los pies, de la búsqueda de El Dorado, de la colonia perdida de Roanoke, de los trece años en la Torre de Londres, las valientes palabras que pronunció antes de que le decapitaran. Fue el mejor poeta de su tiempo; fue un erudito, un científico y un librepensador. Fue un gran amante.

– Piensa en ti y en mí juntos -dijo Aesop- y empezarás a tener una idea de cómo era. Un hombre con mi cerebro y tu coraje y además alto y guapo, así era Sir Walter Raleigh, el hombre más perfecto que ha existido.

Todas las noches madre Sioux entraba en mi habitación, me arropaba y se sentaba en mi cama durante todo el tiempo que yo tardaba en dormirme. Llegué a depender de este ritual, y aunque estaba creciendo muy deprisa en todos los demás aspectos, seguía siendo sólo un niñito con ella. Nunca me permitía llorar delante del maestro Yehudi o de Aesop, pero con madre Sioux dejé correr las lágrimas en innumerables ocasiones, lloriqueando en sus brazos como un desventurado niño de mamá. Recuerdo que una vez incluso llegué a mencionar el tema del vuelo, y lo que ella me dijo fue tan inesperado, tan sereno en su seguridad, que calmó el torbellino que había dentro de mí durante las semanas que siguieron; no porque yo lo creyera, sino porque lo creía ella, y ella era la persona en quien yo más confiaba en el mundo.

– Es un hombre malvado -dije, refiriéndome al maestro-, y para cuando acabe conmigo, estaré tan jorobado y tullido como Aesop.

– No, hijito, no es así. Estarás bailando con las nubes en el cielo.

– ¿Por qué no me lo ha dicho usted antes?

– Porque antes no me habrías creído. Por eso te lo digo ahora. Porque el momento está cada vez más cercano. Si haces caso de lo que el maestro te diga, llegará antes de lo que tú piensas.

– Con un arpa en las manos y alas saliéndome de la espalda.

– Dentro de tu propia piel. Con tu propia carne y tus propios huesos.

– Es una fanfarronada, madre Sioux, un montón de asquerosas mentiras. Si pretende enseñarme lo que dice, ¿por qué no se pone a ello? Durante un año entero he sufrido todas las indignidades conocidas por el hombre. Me ha enterrado, me ha quemado, me ha mutilado, y sigo tan sujeto a la tierra como siempre.

– Esas son las etapas. Hay que hacerlo así. Pero lo peor ya casi ha pasado.

– Así que él también la ha engañado a usted y le ha hecho creerlo.

– Nadie engaña a madre Sioux. Soy demasiado vieja y demasiado gorda para tragarme lo que la gente me dice. Las palabras falsas son como huesos de pollo. Se me atragantan y los escupo…

– Los hombres no pueden volar. Es así de sencillo. Los hombres no pueden volar porque Dios no lo quiere.

– Se puede hacer.

– En otro mundo quizá. Pero no en éste.

– Yo lo he visto. Cuando era niña. Lo vi con mis propios ojos. Y si sucedió antes puede volver a suceder.

– Lo soñó. Creyó verlo, pero era sólo en sueños.

– Mi propio padre, Walt. Mi propio padre y mi propio hermano. Les vi moverse por el aire como espíritus. No era volar como tú te imaginas. No como los pájaros o las mariposas, no con alas ni nada semejante. Pero se sostenían en el aire y se movían. Muy despacio y de un modo extraño. Como si estuvieran nadando. Avanzaban por el aire como nadadores, como espíritus andando por el fondo de un lago.

– ¿Por qué no me lo ha dicho usted antes?

– Porque antes no me habrías creído. Por eso te lo digo ahora. Porque el momento está cada vez más cercano. Si haces caso de lo que el maestro te diga, llegará antes de lo que tú piensas.


Cuando la primavera llegó por segunda vez, el trabajo agrícola fue como unas vacaciones para mí, y me volqué en él con maníaco buen ánimo, encantado de tener la oportunidad de vivir nuevamente como una persona normal. En lugar de rezagarme y protestar por mis dolores, avanzaba a toda velocidad, desafiándome a continuar, recreándome en mi propio esfuerzo. Yo seguía siendo pequeño para mi edad, pero ahora era mayor y más fuerte, y aunque era imposible, hice todo lo que pude para mantenerme a la altura del maestro Yehudi. Supongo que me proponía demostrar algo, asombrarle para que me respetara y se fijara en mí. Esta era una nueva manera de luchar, y cada vez que el maestro me decía que redujera la marcha, que me lo tomara con calma y no trabajara tanto («Esto no es un deporte olímpico», me decía. «No estamos compitiendo para conseguir medallas, muchacho»), yo sentía que había logrado una victoria, como si estuviera recobrando gradualmente la posesión de mi alma.

La articulación de mi meñique había sanado para entonces. Lo que había sido una masa sanguinolenta de tejidos y hueso se había cerrado y alisado hasta convertirse en un extraño muñón sin uña. Ahora me gustaba mirarlo y pasar el pulgar sobre la cicatriz, tocando el trocito de mí que había desaparecido para siempre. Debía hacerlo cincuenta o cien veces al día, y cada vez que lo hacia, repetía las palabras Saint Louis en mi cabeza. Luchaba por conservar mi pasado, pero para entonces las palabras eran solo palabras un ejercicio ritual de memoria. No evocaban ninguna imagen, no me llevaban en ningún viaje de vuelta al lugar de donde procedía. Tras dieciocho meses en Cibola, Saint Louis se había convertido para mí en una ciudad fantasma, y cada día se desvanecía un poco más.

Una tarde de esa primavera el tiempo se volvió desmedidamente caluroso, ascendiendo hasta niveles de pleno verano. Estábamos los cuatro trabajando en los campos, y cuando el maestro se quitó la camisa para mayor comodidad, vi que llevaba algo alrededor del cuello: una correa fina con un pequeño globo transparente que colgaba de la misma como una joya o un adorno. Cuando me acerqué a él para mirarlo mejor -por simple curiosidad, sin ningún motivo ulterior-, vi que era la falange de mi meñique, encapsulada en el colgante junto con un líquido claro. El maestro debió de advertir mi sorpresa, porque se miró el pecho con expresión de alarma, como si creyera que una araña corría por él. Cuando vio de qué se trataba, cogió el globo entre sus dedos y me lo enseñó, sonriendo con satisfacción.

– Bonito chisme, ¿eh, Walt? -dijo.

– No sé si es bonito -dije-, pero me resulta muy familiar.

– Claro. Antes te pertenecía. Durante los primeros diez años de tu vida fue parte de ti.

– Aún lo es. Sólo porque esté separado de mi cuerpo no quiere decir que sea menos mío que antes.

– Está metido en formaldehído. Conservado como un feto muerto en un frasco. Ya no te pertenece. Pertenece a la ciencia.

– ¿Sí? Entonces, ¿qué está haciendo alrededor de su cuello? Si pertenece a la ciencia, ¿por qué no lo dona al museo de cera?

– Porque tiene un significado especial para mi, compañero. Lo llevo para que me recuerde la deuda que tengo contigo. Como el lazo corredizo de un ahorcado. Esto es el nudo que he hecho en mi conciencia y no puedo dejar que caiga en manos de un extraño.

– Y ¿qué me dice de mis manos? Lo que es justo es justo, y quiero recuperar mi falange. Si alguien lleva ese collar, tengo que ser yo.

– Haré un trato contigo. Si me dejas conservarlo un poco más, lo consideraré tuyo. Te lo prometo. Lleva tu nombre, y una vez que consiga que te eleves del suelo, podrás quedártelo.

– ¿Para siempre?

– Sí, claro, para siempre.

– Y ¿cuánto tiempo será ese «un poco más»?

– No mucho. Ya estás al borde.

– El único borde en el que estoy es el borde de la perdición. Y si es ahí donde estoy, también es ahí donde está usted. ¿No es así, maestro?

– Aprendes rápido, hijo. Unidos nos mantenemos en pie, divididos caemos. Tú para mí y yo para ti, y nadie sabe dónde nos detendremos.

Ésta era la segunda vez que recibía noticias alentadoras acerca de mis progresos. La primera me la dio madre Sioux y ahora el maestro. No negaré que me sentí halagado, pero a pesar de su confianza en mis habilidades, yo no veía que estuviera ni un ápice más cerca del éxito. Después de aquella tarde sofocante de mayo, pasamos un período de calor épico, el verano más caluroso del que se tenía memoria. El suelo era un caldero, y cada vez que andabas sobre él, notabas que las suelas de tus zapatos se derretían. Todas las noches, a la hora de la cena, rezábamos pidiendo lluvia, pero durante tres meses ni una sola gota cayó del cielo. El aire estaba tan reseco, tan delirante en su deshidratación, que podías oír el zumbido de un moscardón a cien metros. Todo parecía picar y chirriar como los cardos al rozar contra el alambre de espino, y el olor del retrete exterior era tan fétido que te chamuscaba los pelos de la nariz. El maíz se agostó, languideció y murió; las lechugas crecieron hasta alturas enormes y grotescas, alzándose en el huerto como torres mutantes. A mediados de agosto podías tirar un guijarro al pozo y contar hasta seis antes de que diera en el agua. No hubo judías verdes, ni mazorcas de maíz, ni suculentos tomates como el verano anterior. Subsistimos a base de huevos, puré de patatas y jamón ahumado, y aunque teníamos lo suficiente para llegar hasta el final del verano, nuestras decrecientes existencias no presagiaban nada bueno para los meses venideros.

– Apretaos el cinturón, niños -nos decía el maestro durante la cena-, apretaos el cinturón y masticad la comida hasta que ya no sepa a nada. Si no estiramos lo que tenemos, vamos a pasar un invierno hambriento y muy largo.

A pesar de todas las calamidades que nos asaltaron durante la sequía, yo era feliz, mucho más feliz de lo que habría parecido posible. Había resistido las partes más horribles de mi iniciación, y lo que me esperaba ahora eran las etapas de lucha mental, la confrontación decisiva conmigo mismo. El maestro Yehudi ya apenas era un obstáculo. Daba sus órdenes y luego desaparecía de mi mente, llevándome a lugares tan interiores que ya no recordaba quién era yo. Las etapas físicas habían sido una guerra, un acto de desafío contra la destructiva crueldad del maestro, y él nunca se apartaba de mi vista, permaneciendo a mi lado mientras estudiaba mis reacciones, observando mi cara para no perderse ni un microscópico estremecimiento de dolor. Todo eso había terminado. Se había convertido en un amable y munificente guía que me hablaba con la voz suave de un seductor mientras me inducía a aceptar una extravagante tarea tras otra. Me hizo entrar en el establo y contar cada brizna de paja del pesebre del caballo. Me hizo sostenerme sobre una sola pierna durante toda una noche y luego sobre la otra durante toda la noche siguiente. Me ató a un poste bajo el sol de mediodía y me ordenó que repitiera su nombre diez mil veces. Me impuso un voto de silencio y durante veinticuatro horas no le hablé a nadie, ni emití un sonido incluso cuando estaba solo. Me hizo rodar por el patio, me hizo brincar, me hizo saltar por unos aros. Me enseñó a llorar a voluntad, y luego me enseñó a reír y a llorar al mismo tiempo. Me hizo enseñarme a mí mismo juegos malabares, y una vez que pude hacer malabarismos con tres piedras, me obligó a utilizar cuatro. Me tuvo con los ojos vendados durante una semana, luego con los oídos taponados otra semana, luego me ató los brazos y las piernas durante una semana más y me hizo arrastrarme sobre el vientre como un gusano.

El tiempo cambió a principios de septiembre. Aguaceros, rayos y truenos, fuertes vientos, un tornado que casi se llevó nuestra casa. Los niveles de agua subieron, pero por lo demás no estábamos mejor que antes. Las cosechas se habían perdido, y sin nada que añadir a nuestras reservas de alimentos no perecederos, las perspectivas de futuro eran sombrías, precarias en el mejor de los casos. El maestro nos informó de que las granjas de toda la región habían quedado similarmente devastadas y que el ambiente en la ciudad se estaba poniendo feo. Los precios habían bajado, casi nadie quería vender al fiado y se hablaba de que los bancos iban a ejecutar las hipotecas. Cuando las cartillas de ahorros están vacías, decía el maestro, los cerebros se llenan de cólera y pensamientos aviesos.

– Por lo que a mí respecta, esos pobres diablos pueden pudrirse -continuó-, pero pasado algún tiempo van a buscar a alguien a quien culpar de sus problemas, y cuando eso suceda, más nos vale a los cuatro agachar la cabeza.

Durante todo ese extraño otoño de tormentas y mojaduras, el maestro Yehudi parecía distraído a causa de la preocupación, como si estuviera contemplando un desastre innombrable, algo tan negro que no se atrevía a decirlo en voz alta. Después de mimarme durante todo el verano, animándome a seguir adelante con los rigores de mis ejercicios espirituales, de repente parecía haber perdido el interés por mí. Sus ausencias se hicieron más frecuentes, una o dos veces volvió tambaleándose y su aliento parecía oler a alcohol, y prácticamente había abandonado sus sesiones de estudio con Aesop. Una nueva tristeza había aparecido en sus ojos, una mirada de añoranza y malos presagios. La mayor parte de todo esto me resulta oscuro ahora, pero recuerdo que durante los breves momentos en que me honraba con su compañía, se comportaba con sorprendente cordialidad. Un incidente destaca en medio de las imágenes borrosas: una tarde de principios de octubre cuando entró en la casa con un periódico bajo el brazo y una gran sonrisa en el rostro.

– Tengo buenas noticias para ti -me dijo, sentándose y extendiendo el periódico sobre la mesa, de la cocina-. Tu equipo ha ganado. Espero que eso te alegre, porque dice aquí que hacía treinta y ocho años que no quedaban los primeros.

– ¿Mi equipo? -dije.

– Los Cardinals de Saint Louis. Ése es tu equipo, ¿no?

– Claro que sí. Estaré con esos cardenales hasta el final de los tiempos.

– Bueno, pues acaban de ganar la Serie Mundial. Según lo que dice aquí, el séptimo juego fue la competición más emocionante y fascinante que se haya visto nunca.

Así fue como me enteré de que mis chicos se habían convertido en los campeones de 1926. El maestro Yehudi me leyó el relato de la espectacular séptima entrada, cuando Grover Cleveland Alexander entró para eliminar a Tony Lazzeri con las bases llenas. Durante los primeros minutos, pensé que el maestro se lo estaba inventando. La última vez que había oído hablar de él, Alexander era el mandamás en la plantilla del Filadelfia, y Lazzeri era un nombre que no me decía nada. Sonaba como un montón de tallarines extranjeros cubiertos con salsa de ajo, pero el maestro me informó de que era un novato y de que Grover había sido traspasado a los Cardinals en mitad de la temporada. Había lanzado nueve entradas justamente el día anterior, obligando a los Yanks a terminar la serie con tres juegos por barba, y aquí estaba Rogers Hornsby sacándole del banquillo para parar una gran serie del equipo contrario. Y el tipo salió tranquilamente, borracho como una cuba por la juerga de la noche anterior, y se cargó a la joven estrella de Nueva York. De no ser por unos cinco centímetros, la historia habría sido otra. En el lanzamiento anterior al tercero, Lazzeri echó una pelota contra los asientos de la parte izquierda del campo, un gran golpe, ciertamente, que salió fuera en el último segundo. Era como para darle un ataque a cualquiera. Alexander aguantó durante la octava y la novena entradas para asegurarse la victoria, y, como remate, el juego y la serie terminaron cuando Babe Ruth, el único Sultán del Golpe Seco, fue eliminado al tratar de ganar la segunda base. Nunca se había visto nada semejante. Fue el partido más loco e infernal de la historia, y mis cardenales eran los campeones, el mejor equipo del mundo.

Aquello fue un hito para mí, un suceso crucial en mi joven vida, pero por lo demás el otoño fue una época sombría, un largo interludio de aburrimiento y tranquilidad. Al cabo de algún tiempo, me puse tan nervioso que le pregunté a Aesop si no le importaría enseñarme a leer. Él estaba más que dispuesto, pero primero tenía que hablarlo con el maestro Yehudi, y cuando el maestro dio su aprobación, confieso que me sentí un poco dolido. Siempre había dicho que quería mantenerme estúpido -que eso era una ventaja en lo que se refería a mi entrenamiento- y ahora se volvía atrás alegremente sin una explicación. Durante algún tiempo pensé que eso significaba que me había dado por imposible, y la decepción emponzoñó mi corazón, una pena solapada que derribaba todos mis brillantes sueños y los convertía en polvo. ¿Qué había hecho mal?, me preguntaba. ¿Por qué me abandonaba cuando más le necesitaba?

Así que aprendí las letras y los números con ayuda de Aesop, y una vez que empecé, me entraban tan rápidamente que me pregunté por qué le daban tanta importancia. Si no iba a volar, por lo menos podría convencer al maestro de que no era ningún imbécil, pero exigía tan poco esfuerzo que pronto me pareció una victoria vacía. Los ánimos de la casa se levantaron durante algún tiempo en noviembre cuando nuestra escasez de comida quedó eliminada de repente. Sin decirle a nadie de dónde había sacado el dinero para hacer tal cosa, el maestro había hecho en secreto un pedido de alimentos enlatados. Nos pareció un milagro cuando sucedió, un inesperado golpe de suerte. Una mañana llegó un camión a nuestra puerta y dos hombres corpulentos empezaron a descargar cajas de cartón de la trasera. Había cientos de cajas y cada una contenía dos docenas de latas: verduras de todas clases, carnes y caldos, pudines, albaricoques y melocotones en conserva, un río de inimaginable abundancia. Los hombres tardaron más de una hora en trasladar el cargamento al interior de la casa, y el maestro permaneció allí durante todo el tiempo con los brazos cruzados sobre el pecho y, sonriendo como un viejo búho astuto. Aesop y yo nos quedamos con la boca abierta, y al cabo de un rato él nos llamó para que nos acercáramos y nos puso una mano en el hombro a cada uno.

– No le llega ni a la suela del zapato a los platos cocinados por madre Sioux -dijo-, pero es mucho mejor que el puré de patatas, ¿eh, muchachos? Cuando vengan mal dadas, recordad con quién podéis contar. Por muy negras que sean nuestras dificultades, yo siempre encontraré la forma de salir de ellas.

No sé cómo se las había arreglado para resolverla, pero la crisis había terminado. Nuestra despensa estaba llena nuevamente y ya no nos levantábamos de la mesa ansiando más, ya no nos quejábamos de nuestras sonoras tripas. Se podría haber pensado que este cambio de situación le habría ganado nuestra imperecedera gratitud, pero la realidad fue que nos acostumbramos rápidamente a darlo por sentado. Al cabo de diez días nos parecía perfectamente normal comer bien, y al final del mes nos resultaba difícil recordar los días en que no había sido así. Eso es lo que ocurre con la necesidad. Mientras te falta algo, lo ansías sin cesar. Si pudiera tener eso, te dices a ti mismo, todos mis problemas se resolverían. Pero una vez que lo consigues, una vez que te ponen en las manos el objeto de tus deseos, empieza a perder su encanto. Otras necesidades se afirman, otros deseos se hacen sentir, y poco a poco descubres que estás de nuevo en el punto de partida. Así ocurrió con mis lecciones de lectura; así ocurrió con la recién encontrada abundancia que abarrotaba los armarios de la cocina. Yo había pensado que esas cosas supondrían una diferencia, pero al final no eran más que sombras, anhelos sustitutorios de lo único que realmente deseaba, que era precisamente lo que no podía tener. Necesitaba que el maestro me amara de nuevo. A eso se reducía la historia de aquellos meses. Ansiaba el afecto del maestro, y ninguna cantidad de comida iba a satisfacerme nunca. Después de dos años, había aprendido que todo lo que yo era venía directamente de él. Me había hecho a su propia imagen, y ahora ya no estaba allí para mí. Por razones que yo no podía comprender, sentía que le había perdido para siempre.

Nunca se me ocurrió pensar en la señora Witherspoon. Ni siquiera cuando madre Sioux dejó caer una indirecta una noche acerca de la «viuda» del maestro en Wichita até cabos. Yo estaba retrasado a ese respecto, era un sabelotodo de once años que no entendía nada de lo que sucedía entre los hombres y las mujeres. Suponía que era todo carnal, intermitentes espasmos de caprichosa lujuria, y cuando Aesop me habló de plantar su polla tiesa en un cálido chochito (él acababa de cumplir diecisiete años), inmediatamente pensé en las putas que había conocido en Saint Louis, las desaliñadas y chistosas muñecas que se paseaban arriba y abajo por las callejuelas a las dos de la madrugada, vendiendo sus cuerpos a cambio de frías y duras monedas. No sabía nada del amor adulto, del matrimonio o de los llamados sentimientos elevados. El único matrimonio que yo había visto era el de tío Slim y tía Peg, y aquélla era una combinación tan brutal, tal frenesí de mala baba, insultos y gritos, que probablemente era natural que fuese tan ignorante. Cuando el maestro se marchaba, yo me figuraba que estaría jugando al póquer en alguna parte o echándose al coleto una botella de matarratas en alguna taberna ilegal de Cibola. Nunca pensé que estuviera en Wichita cortejando a una señora de clase alta como Marion Witherspoon, y dejándose romper el corazón gradualmente en el proceso. Yo la había visto, pero estaba tan enfermo y febril en aquel momento que apenas la recordaba. Era una alucinación, una ficción nacida en las angustias de la muerte, y aunque su cara se iluminaba en mi mente de vez en cuando, no la creía real. En todo caso, pensaba que era mi madre, pero luego me asustaba, espantado de no poder reconocer al fantasma de mi propia madre.

Fueron precisos un par de casi desastres para que yo viera las cosas claras. A principios de diciembre Aesop se cortó en un dedo al abrir una lata de melocotón. Al principio parecía que no era nada, un simple arañazo que sanaría enseguida, pero en lugar de formársele una costra, como debería haber sucedido, se le hinchó terriblemente y se le llenó de pus y dolor, y al tercer el día el pobre Aesqp languidecía en la cama con fiebre alta. Fue una suerte que el maestro Yehudi estuviera en casa entonces, porque, además de sus otros talentos, tenía conocimientos bastante amplios de medicina, y cuando subió a la habitación de Aesop a la mañana siguiente para ver cómo iba el paciente, volvió a salir dos minutos después meneando la cabeza y parpadeando para contener las lágrimas.

– No hay tiempo que perder -me dijo-. Tiene gangrena y, a menos que amputemos ese dedo ahora, es probable que se extienda por la mano y el brazo. Sal corriendo y dile a madre Sioux que deje lo que esté haciendo y ponga dos ollas de agua a hervir. Yo bajaré a la cocina y afilaré los cuchillos. Tenemos que operar antes de una hora.

Hice lo que me ordenaba y, una vez que encontré a madre Sioux delante del establo, volví corriendo a la casa, subí las escaleras hasta el segundo piso y me estacioné al lado de mi amigo. Aesop tenía una cara malísima. El negro lustroso de su piel se había convertido en un gris polvoriento y moteado, y yo oía las flemas en su pecho mientras su cabeza giraba de izquierda a derecha sobre la almohada.

– Aguanta, compañero -le dije-. Ya no falta mucho. El maestro te va a curar, y dentro de nada estarás abajo dándoles otra vez a las teclas, tocando una de tus tontas melodías de jazz.

– ¿Walt? -dijo él-. ¿Eres tú, Walt?

Abrió sus ojos inyectados en sangre y miró en dirección a mi voz, pero sus pupilas estaban tan vidriosas, que no estaba seguro de que pudiera verme.

– Claro que soy yo -contesté-. ¿Quién, si no, iba a estar sentado aquí en un momento como éste?

– Me va a cortar el dedo, Walt, estaré deformado para el resto de mi vida y ninguna chica me querrá nunca.

– Ya estás deformado para el resto de tu vida, y eso no te ha quitado las ganas de follar, ¿verdad? No te va a cortar el pito, Aesop. Sólo un dedo, y un dedo de la mano izquierda, además. Mientras tengas tu picha, podrás ir de putas hasta que te mueras.

– No quiero perder el dedo -gimió-. Si pierdo el dedo, significará que no hay justicia. Significará que Dios me ha vuelto la espalda.

– Yo tampoco tengo más que nueve dedos y medio, y no me preocupa nada. Una vez que pierdas el tuyo, seremos como gemelos. Socios de honor del Club de los Nueve Dedos, hermanos hasta el día que la diñemos, como siempre ha dicho el maestro.

Hice lo que pude para tranquilizarle, pero una vez que comenzó la operación me echaron a un lado y me olvidaron. Me quedé en el umbral con las manos sobre la cara, mirando por entre los dedos de vez en cuando mientras el maestro y madre Sioux hacían su trabajo. No había éter ni anestesia, y Aesop aulló y aulló, emitiendo unos sonidos terroríficos que helaban la sangre y no amainaron desde el principio hasta el final. A pesar de la pena que me daba, aquellos aullidos casi me destrozaron. Eran inhumanos, y el terror que expresaban era tan profundo y tan prolongado, que estuve a punto de empezar a gritar yo también. El maestro Yehudi llevó a cabo su tarea con la calma de un médico profesional, pero los aullidos afectaron a madre Sioux tanto como a mí. Eso era lo último que yo esperaba de ella. Siempre había pensado que los indios ocultaban sus sentimientos, que eran más valientes y más estoicos que los blancos, pero la verdad es que madre Sioux es taba deshecha, y mientras la sangre seguía manando y el dolor de Aesop continuaba aumentando, ella resollaba y gemía como si el cuchillo estuviera desgarrando su propia carne. El maestro Yehudi le dijo que se dominara. Ella se dominó, pero quince segundos más tarde empezó a sollozar de nuevo. Era una enfermera lamentable, y al cabo de un rato sus llorosas interrupciones distrajeron tanto al maestro, que tuvo que echarla de la habitación.

– Necesitamos un nuevo cubo de agua hirviendo -le dijo-. ¡Date prisa, mujer! ¡Rápido!

No era más que una excusa para librarse de ella, que cuando pasó apresuradamente por mi lado y salió al rellano de la escalera se tapaba la cara con las manos y continuó llorando ciegamente hasta llegar al primer escalón. Tuve una visión clara de todo lo que sucedió después: la forma en que su pie tropezó al empezar a descender, y cómo se le dobló la rodilla cuando intentó recuperar el equilibrio, y luego la caída de cabeza rodando por las escaleras, los golpes sordos, los tumbos que dio su enorme cuerpo hasta que se estrelló abajo. Aterrizó con un golpe tal que toda la casa se estremeció. Un instante más tarde soltó un chillido, luego se agarró la pierna izquierda y empezó a retorcerse por el suelo.

– ¡Estúpida vieja zorra! -se dijo a sí misma-. ¡Estúpida y vieja furcia, mira lo que has hecho! ¡Te has caído por las escaleras y te has roto la maldita pierna!

Durante las dos semanas siguientes la casa estuvo tan triste como un hospital. Había dos enfermos a los que cuidar y el maestro y yo nos pasábamos los días corriendo arriba y abajo, sirviéndoles la comida, vaciando sus orinales y haciendo todo excepto limpiarles el culo. Aesop estaba sumido en la autocompasión y el abatimiento, madre Sioux se maldecía a sí misma de la mañana a la noche, y entre cuidar a los animales del establo, limpiar las habitaciones, hacer las camas, fregar los platos y alimentar la estufa, al maestro y a mí no nos quedaba ni un minuto para hacer nuestro trabajo. Se aproximaban las Navidades, la época en la que se suponía que yo me elevaría del suelo, y seguía tan sujeto a las leyes de la gravedad como siempre. Fue mi momento más sombrío en más de un año. Me había convertido en un ciudadano normal que cumplía con sus deberes y sabía leer y escribir, y si las cosas continuaban así, probablemente acabaría recibiendo clases de declamación y apuntándome a los Boy Scouts.

Una mañana me desperté un poco más temprano que de costumbre. Fui a comprobar cómo se encontraban Aesop y madre Sioux, vi que ambos seguían durmiendo y bajé las escaleras de puntillas con la intención de sorprender al maestro con mi madrugón. Normalmente, él estaba en la cocina a esa hora, haciendo el desayuno y preparándose para empezar el día. Pero de la cocina no me llegaba el olor del café, ni el ruido del tocino crepitando en la sartén, y, efectivamente, cuando entré, la habitación estaba vacía. Estará en el establo, me dije, recogiendo los huevos u ordeñando a una de las vacas, pero entonces me di cuenta de que la estufa no estaba encendida. Encender el fuego era lo primero que hacíamos en las mañanas de invierno, y la temperatura en el piso de abajo era glacial, tan fría que yo echaba una nube de vapor cada vez que espiraba. Bueno, continué para mí, puede que el hombre estuviera molido y quisiera recuperar sueño. Eso ciertamente sería una novedad, ¿no? Que yo le despertara a él en lugar de viceversa. Así que volví a subir y llamé a la puerta de su dormitorio, y cuando no hubo respuesta después de varios intentos, la abrí y crucé el umbral cautelosamente. El maestro Yehudi no estaba en ninguna parte. No sólo no estaba en su cama, sino que ésta, cuidadosamente hecha, no mostraba señales de que nadie hubiera dormido en ella aquella noche. Nos ha abandonado, me dije. Se ha fugado y no volveremos a verle nunca mas.

Durante la próxima hora mi mente fue un caos de pensamientos desesperados. Pasé de la pena a la cólera, de la beligerancia a la risa, de un hosco dolor a una vil burla de mi mismo. El universo se había desvanecido en humo y a mi me habían dejado entre las cenizas, solo para siempre entre las ardientes ruinas de la traición.

Madre Sioux y Aesop dormían en sus camas, inconscientes de mis desvaríos y mis lágrimas. De un modo u otro (no recuerdo cómo llegué allí) estaba de nuevo en la cocina, tumbado boca abajo con la cara apretada contra el suelo, frotando la nariz contra las sucias tablas de madera. Ya no me quedaban lágrimas, sólo un seco y estrangulado jadeo, consecuencia de los hipos y los abrasadores y ahogados sollozos. Luego me quedé inmóvil, casi tranquilo, y poco a poco me inundó una sensación de calma que se extendía por mis músculos y fluía hacia las puntas de los dedos de mis manos y mis pies. No había más pensamientos en mi cabeza ni más sentimientos en mi corazón. Me sentía ingrávido dentro de mi propio cuerpo, flotando en una plácida ola de nada, absolutamente distanciado e indiferente al mundo que me rodeaba. Y fue entonces cuando lo hice por primera vez, sin previo aviso, sin la menor intuición de que estaba. a punto de suceder. Muy despacio, noté que mi cuerpo se elevaba del suelo. El movimiento era tan natural, tan exquisito en su suavidad, que hasta que no abrí los ojos no comprendí que mis miembros sólo tocaban el aire. No estaba muy lejos del suelo -no más de tres o cuatro centímetros-, pero me hallaba allí sin esfuerzo, suspendido como la luna en el cielo nocturno, inmóvil y flotando, consciente sólo del aire que entraba y salía de mis pulmones. No sabría decir cuánto tiempo permanecí así, pero en un momento dado, con la misma lentitud y suavidad que antes, volví a tocar el suelo. Para entonces me había quedado vacío de todo y mis ojos ya estaban cerrados. Sin un solo pensamiento sobre lo que acababa de suceder, caí en un profundo sueño sin sueños, hundiéndome como una piedra hasta el fondo del mundo.

Me despertó el sonido de voces y el arrastrar de zapatos contra el suelo de madera desnuda. Cuando abrí los ojos me encontré mirando directamente la negrura de la pernera izquierda del pantalón del maestro Yehudi.

– Buenos días, muchacho -dijo, empujándome suavemente con la punta del pie-. Te has echado un sueñecito sobre el frío suelo de la cocina. No es el mejor lugar para una siesta si quieres conservar la salud.

Traté de sentarme, pero mi cuerpo estaba tan insensible y rígido que necesité todas mis fuerzas sólo para incorporarme sobre un codo. Mi cabeza era una masa temblorosa de telarañas y por más que me froté los ojos y parpadeé no conseguí enfocarlos correctamente.

– ¿Qué te pasa, Walt? -continuó el maestro-. No te habrás levantado sonámbulo, ¿verdad?

– No, señor. Nada de eso.

– Entonces ¿por qué estás tan alicaído? Parece que vienes de un funeral.

Una inmensa tristeza se adueñó de mí cuando él dijo eso, y de pronto sentí que estaba al borde de las lágrimas.

– ¡Oh, maestro! -dije, agarrándome a su pierna con ambos brazos y apretando la mejilla contra su espinilla-. ¡Oh, maestro, pensé que me había abandonado! ¡Pensé que me había abandonado para no volver nunca más!

En el mismo momento en que estas palabras salieron de mis labios, comprendí que estaba equivocado. No era el maestro quien me había causado aquella sensación de vulnerabilidad y desesperación, era lo que había hecho justo antes de dormirme. Todo volvió a mí en una vivida y nauseabunda oleada: los momentos que había pasado separado del suelo, la certidumbre de que había hecho lo que ciertamente no podía haber hecho. En lugar de llenarme de éxtasis o alegría, este descubrimiento me llenó de horror. Ya no me conocía. Estaba habitado por algo que no era yo, y esa cosa era tan terrible, tan ajena en su novedad, que no era capaz de hablar de ella. En lugar de eso me permití llorar. Dejé que las lágrimas manaran de mis ojos, y una vez que empecé, no estaba seguro de poder parar nunca.

– ¡Querido muchacho -dijo el maestro-, mi querido y dulce niño!

Se agachó y me abrazó, dándome palmaditas en la espalda y estrechándome contra sí mientras yo continuaba llorando. Luego, después de una pausa, le oí hablar de nuevo, pero sus palabras ya no iban dirigidas a mí. Por primera vez desde que recobré la conciencia, comprendí que había otra persona en la habitación.

– Es el chico más valiente que ha existido nunca -dijo el maestro-. Ha trabajado tanto, que se ha agotado. El cuerpo sólo puede aguantar hasta cierto punto, y me temo que el pobre muchacho está rendido.

Fue entonces cuando finalmente levanté la vista. Alcé la cabeza del regazo del maestro Yehudi, miré a mi alrededor por un momento y allí estaba la señora Witherspoon, de pie en la luz del umbral. Llevaba un abrigo carmesí y un sombrero de piel negra, recuerdo, y sus mejillas estaban aún sonrojadas por el frío invernal. En el instante en que nuestros ojos se encontraron, ella sonrió.

– Hola, Walt -dijo.

– Hola, señora -dije, sorbiendo mis últimas lágrimas.

– Te presento a tu hada madrina -dijo el maestro-. La señora Witherspoon ha venido a salvarnos y se quedará en la casa durante algún tiempo. Hasta que las cosas vuelvan a la normalidad.

– Usted es la señora de Wichita, ¿no? -dije, comprendiendo por qué su cara me resultaba tan conocida.

– Eso es -dijo ella-. Y tú eres el niño que se perdió en la tormenta.

– Eso fue hace mucho tiempo -dije, desenredándome de los brazos del maestro y levantándome al fin-. La verdad es que no recuerdo mucho de aquello.

– No -dijo ella-, es probable que no. Pero yo sí.

– La señora Witherspoon no es sólo una amiga de la familia -dijo el maestro-, sino que es nuestra adalid número uno y socia comercial. Sólo para que conozcas la verdadera situación, Walt. Quiero que tengas eso en cuenta mientras ella esté aquí con nosotros. La comida que te alimenta, la ropa que te viste, el fuego que te calienta, todo eso viene por cortesía de la señora Witherspoon, y sería un día triste aquel en que lo olvidases.

– No se preocupe -dije, sintiendo de pronto algo de energía en mi alma-. No soy ningún palurdo. Cuando una dama distinguida entra en mi casa, sé cómo debe comportarse un caballero.

Sin perder un instante, volví los ojos hacia la señora Witherspoon y, con todo el aplomo y el arrojo que pude reunir, le dirigí el guiño más insinuante y ridículo jamás visto por una mujer. En honor suyo hay que decir que la señora Witherspoon ni se ruborizó ni tartamudeó. Pagándome con la misma moneda, soltó una risita y luego, tan fresca y tranquila como una vieja celestina, me lanzó un travieso guiño. Fue un momento que aún valoro, y en el instante en que sucedió supe que íbamos a ser amigos.

No tenía ni idea de cuál era el arreglo que el maestro había hecho con ella y en aquel entonces no pensé mucho en el asunto. Lo que me interesaba era que la señora Witherspoon estaba allí y que su presencia me relevaba de mi trabajo como enfermera y fregona. Ella se hizo cargo de todo aquella primera mañana y durante las próximas tres semanas la casa funcionó tan suavemente como un par de patines nuevos. Para ser sincero, yo no la había creído capaz de ello, por lo menos no cuando la vi con aquel lujoso abrigo y aquellos guantes caros. Parecía una mujer acostumbrada a tener criados que la sirvieran y, aunque era bastante bonita en un estilo frágil, su piel era demasiado pálida para mi gusto y tenía demasiado poca carne sobre los huesos. Tardé algún tiempo en adaptarme a ella, ya que no encajaba en ninguna de las categorías femeninas que yo conocía. No era una jovencita descocada ni una fulana, tampoco era una sufrida ama de casa, ni una maestra solterona, ni una vieja gruñona, sino que de alguna manera tenía un poco de todas ellas, lo cual quería decir que nunca podías definirla ni predecir cuál iba a ser su próximo paso. Lo único de lo que me sentía seguro era de que el maestro estaba enamorado de ella. Siempre se quedaba muy quieto y hablaba en voz baja cuando ella entraba en la habitación, y más de una vez le pillé mirándola fijamente con una expresión lejana en los ojos cuando ella tenía la cabeza vuelta hacia otro lado. Puesto que dormían juntos en la misma cama todas las noches y puesto que yo oía que el somier chirriaba y saltaba con cierta regularidad, di por sentado que ella sentía lo mismo por él. Lo que yo no sabía era que ella había rechazado ya tres veces sus propuestas de matrimonio, pero aunque lo hubiese sabido, dudo que me hubiese hecho cambiar de opinión. Yo tenía otras cosas en la cabeza entonces y eran mucho más importantes para mí que los altibajos de la vida amorosa del maestro.

Durante esas semanas yo pasaba solo el mayor tiempo posible, escondido en mi cuarto mientras estudiaba los misterios y terrores de mi nuevo don. Hice todo lo que pude para domarlo, para llegar a un acuerdo con él, para estudiar sus dimensiones exactas y aceptarlo como una parte fundamental de mí mismo. Ésa era la lucha: no sólo dominar aquella facultad, sino absorber sus horribles y perturbadoras implicaciones, arrojarme en las fauces de la bestia. Me había marcado con un destino especial, y estaría apartado de los demás el resto de mi vida. Imagínense que al despertar una mañana descubren que tienen una nueva cara, y luego imagínense las horas que tendrían que pasar delante del espejo antes de acostumbrarse a ella, antes de poder empezar a sentirse cómodos consigo mismos de nuevo. Día tras día, me encerraba en mi cuarto, me tumbaba en el suelo y deseaba que mi cuerpo se levantara en el aire. Practiqué tanto, que no pasó mucho tiempo antes de que pudiera levitar a voluntad, elevándome del suelo en cuestión de segundos. Pasadas dos semanas, descubrí que no era necesario que me tumbara en el suelo. Si me ponía en el trance adecuado, podía hacerlo de pie y flotar mis buenos quince centímetros en el aire en posición vertical. Tres días más tarde, descubrí que podía empezar el ascenso con los ojos abiertos. En realidad, podía mirar hacia abajo y ver mis pies separándose del suelo y el hechizo no se rompía.

Mientras tanto, la vida de los otros se arremolinaba a mi alrededor. A Aesop le quitaron las vendas, a madre Sioux le dieron un bastón y empezó a moverse por la casa de nuevo cojeando, el maestro y la señora Witherspoon sacudían los muelles de su cama todas las noches, llenando la casa con sus gemidos. Con tanto alboroto, no siempre resultaba fácil encontrar una excusa para encerrarme en mi cuarto. Un par de veces estuve seguro de que el maestro me había calado, de que entendía mi duplicidad y se mostraba indulgente sólo porque quería que le dejara en paz. En cualquier otro momento, me habría consumido de celos al verme rehuido de esa manera, al saber que él prefería la compañía de una mujer a mi valiosa e inimitable presencia. Ahora que podía permanecer suspendido en el aire, sin embargo, el maestro Yehudi estaba empezando a perder sus propiedades divinas para mí y ya no me sentía bajo el poder de su influencia. Le veía como un hombre, un hombre ni mejor ni peor que otros, y si él quería pasar su tiempo retozando con una flaca moza de Wichita, era cosa suya. Él tenía sus asuntos y yo tenía los míos, y así sería de ahora en adelante. Después de todo, me había enseñado a mí mismo a volar, o por lo menos algo que se parecía a volar, y supuse que eso significaba que ahora era mi propio amo, que no estaba obligado por gratitud a nadie excepto a mí mismo. Luego resultó que simplemente había avanzado a la siguiente etapa de mi desarrollo. Tortuoso y astuto como siempre, el maestro seguía yendo muy por delante de mí y yo tenía un largo camino por recorrer antes de convertirme en el tipo extraordinario que creía ser.

Aesop languidecía en su estado de nueve dedos, era una desganada sombra de su antigua personalidad, y aunque yo pasaba con él todo el tiempo que podía, estaba demasiado ocupado con mis experimentos para dedicarle la clase de atención que necesitaba. Él no cesaba de preguntarme por qué pasaba tantas horas solo en mi habitación, y una mañana (debió de ser el quince o el dieciséis de diciembre) solté una pequeña mentira para ayudar a calmar sus dudas respecto a mí. No quería que creyera que había dejado de quererle y, dadas las circunstancias, me parecía mejor mentir que no decir nada.

– Es una especie de sorpresa -dije-. Si me prometes no decir una palabra, te daré una pista.

Aesop me miró con sospecha.

– Esto es otra de tus jugarretas,¿no?

– Nada de jugarretas, te lo juro. Lo que te digo va en serio, es toda la verdad directamente de la mejor fuente.

– No te andes por las ramas. Si tienes algo que decir, dímelo.

– Lo haré. Pero primero tienes que prometérmelo.

– Más te vale que esto sea algo importante. No me gusta dar mi palabra sin ningún motivo, ya lo sabes.

– Oh, ya lo creo que es importante, puedes fiarte de mí.

– Bueno -dijo, empezando a perder la paciencia-. ¿De qué se trata, hermanito?

– Levanta la mano derecha y jura que no se lo dirás a nadie. Júralo por la tumba de tu madre. Júralo por el blanco de tus ojos. Júralo por el coño de todas las putas del barrio negro.

Aesop suspiró, se agarró los huevos con la mano izquierda -así era como los dos hacíamos los juramentos sagrados- y levantó la mano derecha.

– Lo prometo -dijo, y luego repitió las cosas que yo le había dicho que dijera.

– Bueno -dije, improvisando sobre la marcha-. Lo que pasa es lo siguiente. La semana que viene es Navidad, y como la señora Witherspoon está aquí y todo eso, he oído decir que tendremos una celebración el veinticinco. Pavo y pudín, regalos, puede que incluso un abeto con chucherías y palomitas. Si esta fiesta sale como yo creo, no quiero que me coja con los pantalones bajados. Ya sabes lo que pasa. No tiene gracia recibir un regalo si tú no puedes hacer otro a cambio. Eso es lo que he estado haciendo en mi cuarto todos estos días. Estoy trabajando en el regalo, preparando la sorpresa más grande y más buena que se le ha ocurrido a mi pobre cerebro. Te la descubriré dentro de unos días, hermano mayor, y espero que no te desilusione.

Todo lo que dije sobre la fiesta de Navidad era verdad. Había oído al maestro y a su dama hablando de ello una noche a través de las paredes, pero hasta entonces no se me había ocurrido hacerle un regalo a nadie. Ahora que había plantado la idea en mi cabeza, lo vi como una oportunidad dorada, la ocasión que había estado esperando todo el tiempo. Si había una cena de Navidad (y esa misma noche el maestro anunció que la habría), aprovecharía la ocasión para mostrarles mi nuevo talento. Ése sería mi regalo para ellos. Me pondría de pie y levitaría delante de sus ojos, y el mundo conocería al fin mi secreto.

La semana y media siguiente la pasé en ascuas. Una cosa era poner en práctica mis habilidades en privado, pero ¿cómo podía estar seguro de que no me caería de bruces cuando me elevase delante de ellos? Si no lo lograba, me convertiría en un hazmerreír, el blanco de todas las bromas durante los próximos veintisiete años. Así comenzó el día más largo y atormentado de mi vida. Desde cualquier ángulo que lo mire, el festejo navideño fue un triunfo, un verdadero banquete de risas y alegría, pero yo no me divertí ni pizca. Apenas podía masticar el pavo por miedo a atragantarme con él y el puré de nabos me sabía como una mezcla de engrudo y barro. Cuando pasamos a la sala para cantar e intercambiar los regalos, yo estaba a punto de desmayarme. Empezó la señora Witherspoon dándome un jersey azul con ciervos rojos bordados en el delantero. Siguió madre Sioux con un par de calcetines de rombos de colores hechos a mano, y luego el maestro me dio un flamante balón de béisbol blanco. Finalmente, Aesop me regaló el retrato de Sir Walter Raleigh, que había recortado del libro y montado en un marco de ébano pulido. Todos ellos eran regalos generosos, pero cada vez que desenvolvía uno, lo único que era capaz de hacer era mascullar unas tristes e inaudibles gracias. Cada regalo significaba que estaba más cerca del momento de la verdad, y cada uno agotaba un poco más mi espíritu. Me hundí en la silla y para cuando abrí el último paquete, prácticamente había resuelto cancelar la demostración. No estaba preparado, me dije, aún necesitaba más práctica, y una vez que empecé con estos argumentos, no tuve dificultad para disuadirme a mí mismo. Luego, justo cuando ya había conseguido pegar mi culo a la silla para siempre, Aesop metió baza y el techo se me vino encima.

– Ahora le toca a Walt -dijo con toda inocencia, pensando que yo era un hombre de palabra-. Se guarda algo en la manga y me muero por ver que es.

– Efectivamente -dijo el maestro, volviéndose hacia mí con una de sus penetrantes miradas-. El joven señor Rawley aún no ha dicho esta boca es mía.

Estaba en un aprieto. No tenía otro regalo, y si daba más largas me verían como el ingrato egoísta que realmente era. Así que me levanté de la silla, con las rodillas entrechocando, y dije con una débil vocecita:

– Allá va, señoras y caballeros. Si no sale bien, no podrán decir que no lo he intentado.

Los cuatro me miraban con tanta curiosidad, con tanta perplejidad y atención, que cerré los ojos para borrarlos. Hice una larga y lenta inhalación y espiré, extendí los brazos de la forma floja y relajada que había practicado durante tantas horas y entré en trance. Comencé a elevarme casi inmediatamente, separándome del suelo en un ascenso suave y gradual, y cuando llegué a una altura de quince o veinte centímetros, -el máximo de que era capaz en aquellos primeros meses-, abrí los ojos y miré a mi público. Aesop y las dos mujeres estaban boquiabiertos de asombro, las tres bocas formando idénticas oes. El maestro sonreía, sin embargo, sonreía mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas, y cuando aún estaba suspendido delante de él vi que se llevaba las manos a la tira de cuero que había debajo del cuello de su camisa. Cuando bajé flotando, él ya se había quitado el collar por la cabeza y me lo ofrecía en su palma extendida. Nadie dijo una palabra. Eché a andar hacia él, cruzando la habitación con los ojos fijos en los suyos, sin atreverme a mirar a otro sitio. Cuando llegué al lugar donde el maestro estaba sentado, cogí la falange de mi dedo y caí de rodillas, enterrando la cara en su regazo. Permanecí así durante casi un minuto, y cuando finalmente encontré el valor necesario para levantarme de nuevo, dejé la habitación corriendo, fui hacia la cocina y salí al aire frío de la noche, anhelante por llenarme los pulmones y recobrar el aliento bajo la inmensidad de las estrellas invernales.


Nos despedimos de la señora Witherspoon tres días más tarde, diciéndole adiós con la mano desde la puerta de la cocina mientras ella se alejaba en su Chrysler sedán verde esmeralda. Estábamos en 1927, y durante los primeros seis meses de ese año trabajé con salvaje concentración, esforzándome por adelantar un poco más cada semana. El maestro Yehudi dejó claro que la levitación era sólo el comienzo. Era un logro estupendo, por supuesto, pero nada que sirviera para triunfar en el mundo. Docenas de personas poseían la facultad de elevarse del suelo, y aun descontando a los faquires indios, los monjes tibetanos y los hechiceros congoleños, había numerosos ejemplos en las llamadas naciones civilizadas, los países blancos de Europa y Norteamérica. Sólo en Hungría, dijo el maestro, había cinco levitadores activos a final de siglo, tres de ellos en su ciudad natal, Budapest. Era una facultad maravillosa, pero el público se cansaba pronto de ella, y a menos que pudieses hacer algo más que permanecer suspendido en el aire a unos cuantos centímetros del suelo, no había ninguna posibilidad de convertirlo en una carrera rentable. El arte de la levitación había sido mancillado por farsantes y charlatanes, los tipos del humo y el espejo que buscaban una ganancia rápida, e incluso el mago más torpe y poco elegante de los circuitos de variedades podía realizar el número de la chica flotante: una mujer atractiva con un vestido atrevido y brillante que permanece suspendida tendida en el aire mientras pasan un aro alrededor de un extremo a otro de su cuerpo («Vean: nada de hilos, nada de alambres»). Esto era ahora un procedimiento corriente, parte habitual del repertorio, y había dejado a los verdaderos levitadores fuera del negocio. Todo el mundo sabía que era un truco, y la falsificación estaba tan extendida que incluso cuando se ofrecía un número de auténtica levitación, los públicos se empeñaban en creer que se trataba de una impostura.

– Solamente hay dos maneras de retener su atención -dijo el maestro-. Cualquiera de ellas nos proporcionará una buena vida, pero si consigues combinar las dos en un solo número, nadie sabe hasta dónde podríamos llegar. No hay banco en el mundo que pueda contener todo el dinero que ganaríamos.

– Dos maneras -dije-. ¿Son parte de las treinta y tres etapas o ya estamos más allá de eso?

– Estamos más allá. Has ido tan lejos como fui yo cuando tenía tu edad, y pasado este punto entramos en un nuevo territorio, continentes que nadie ha visto nunca. Puedo ayudarte con consejos e instrucción, puedo guiarte cuando te salgas del camino, pero todo lo esencial tendrás que descubrirlo por ti mismo. Hemos llegado a la encrucijada, y de ahora en adelante todo depende de ti.

– Hábleme de esas dos maneras. Cuénteme todos los secretos del asunto y veremos si soy capaz de ello o no.

– Elevación y locomoción, ésas son las dos maneras. Por elevación entiendo ascender en el aire. No sólo quince centímetros, sino un metro, dos metros, seis metros. Cuanto más alto subas, más espectaculares serán los resultados. Un metro queda bonito, pero no será suficiente para asombrar a las multitudes. Eso te pone sólo un poco por encima del nivel de los ojos de la mayoría de los adultos, y eso no basta a la larga. A dos metros, estás suspendido por encima de sus cabezas, y una vez que les obligues a mirar hacia arriba, estarás creando la clase de impresión que buscamos. A tres metros, el efecto será trascendental. A seis metros, estarás entre los ángeles, Walt, serás algo maravilloso de ver: una aparición de luz y belleza que derramará alegría en el corazón de cada hombre, mujer o niño que levante la cara hacia ti.

– Me está usted poniendo la carne de gallina, maestro. Cuando habla así, me tiemblan todos los huesos.

– La elevación es sólo la mitad del asunto, hijo. Antes de que te entusiasmes, deténte a considerar la locomoción. Me refiero a moverte por el aire. Hacia adelante o hacia atrás, según sea el caso, pero preferiblemente ambas cosas. La velocidad no es importante, pero la duración es vital, la esencia misma del asunto. Imagínate el espectáculo de planear por el aire durante diez segundos. La gente se quedaría boquiabierta. Te señalarían con incredulidad, pero antes de que pudiesen aprehender la realidad de lo que estaban presenciando, el milagro habría terminado. Ahora prolonga la actuación hasta treinta segundos o un minuto. Mejora, ¿no es cierto? El alma empieza a expandirse, la sangre comienza a fluir más dulcemente por tus venas. Ahora alárgala hasta cinco minutos, diez minutos, imagínate haciendo figuras y piruetas mientras te mueves, inagotable y libre, con cincuenta pares de ojos fijos en ti mientras flotas por encima de la hierba del campo de polo de la ciudad de Nueva York. Trata de imaginarlo, Walt, y verás lo que yo he estado viendo durante todos estos meses y años.

– ¡En el nombre del Señor, maestro Yehudi, creo que no puedo soportarlo!

– Pero espera, Walt, espera un segundo. Supón, por el gusto de la argumentación, sólo supón, que por un inmenso golpe de suerte fueras capaz de dominar ambas cosas y realizarlas al mismo tiempo.

– ¿La elevación y la locomoción juntas?

– Eso es, Walt. La elevación y la locomoción juntas. ¿Qué pasaría entonces?

– Volaría, ¿no? Volaría por el aire como un pájaro.

– No como un pájaro, hombrecito. Como un Dios. Serías la maravilla de las maravillas, Walt, el bendito de los benditos. Mientras los hombres anduviesen sobre la tierra, te adorarían como el hombre más grande entre los hombres.

Pasé la mayor parte del invierno trabajando solo en el establo. Los animales estaban allí, pero no me hacían ningún caso y contemplaban mis proezas antigravitatorias con estúpida indiferencia. De vez en cuando el maestro pasaba por allí para ver cómo iba, pero, aparte de unas pocas palabras de estímulo, solía hablar poco. Enero resultó el mes más duro, y no hice ningún progreso. Para entonces la levitación me resultaba casi tan sencilla como respirar, pero estaba atascado en la misma despreciable altura de quince centímetros, y la idea de moverme por el aire me parecía imposible. No era que no pudiese aprender a hacer esas cosas, ni siquiera podía concebirlas, y por más que trabajaba a fin de persuadir a mi cuerpo para que las expresara, no podía encontrar el modo de comenzar. El maestro tampoco estaba en situación de ayudarme.

– Probar y corregir errores -decía-, probar y corregir errores, ése es el método. Ahora has llegado a la parte difícil y no puedes esperar alcanzar los cielos de la noche a la mañana.

A principios de febrero Aesop y el maestro Yehudi dejaron la granja para hacer un recorrido por los colegios y universidades del Este. Querían decidir dónde debía matricularse Aesop en septiembre y pensaban estar fuera un mes entero. No necesito añadir que rogué que me llevasen con ellos. Visitarían ciudades como Boston y Nueva York, gigantescas metrópolis con equipos de béisbol de primera, tranvías y máquinas tragaperras, y la idea de quedarme en el quinto infierno era un poco dura de tragar. Si hubiese estado haciendo algún progreso en mi elevación y locomoción, tal vez no habría sido tan espantoso que me dejaran allí, pero no estaba consiguiendo nada y le dije al maestro que un cambio de escenario era justamente lo que necesitaba para que los jugos fluyesen de nuevo. Se rió de aquella forma condescendiente tan suya y me dijo:

– Tu momento se acerca, campeón, pero ahora le toca el turno a Aesop. El pobre chico no ha visto una acera o un semáforo desde hace siete años, y es mi deber como padre enseñarle un poco del mundo. Los libros sólo sirven hasta cierto punto, después de todo. Llega un momento en que tienes que experimentar las cosas en carne propia.

– Hablando de la carne -dije, tragándome mi decepción-, no deje de ocuparse del compañerito de Aesop. Si hay una experiencia que ansía vivamente, es la oportunidad de ponerlo en algún sitio que no sea su propia mano.

– Pierde cuidado, Walt. Está en el orden del día. La señora Witherspoon me ha dado algo de dinero extra precisamente con ese propósito.

– Eso es muy considerado por su parte. Puede que haga lo mismo por mí algún día.

– Estoy seguro de que lo haría, pero dudo que vayas a necesitar su ayuda.

– Ya veremos. Tal y como están las cosas ahora mismo, no me interesa.

– Razón de más para que te quedes en Kansas y hagas tu trabajo. Si perseveras, puede que haya una sorpresa o dos esperándome cuando regrese.

Así que pasé el mes de febrero solo con madre Sioux, viendo caer la nieve y escuchando cómo soplaba el viento sobre la pradera. Durante las dos primeras semanas el tiempo fue tan frío que no fui capaz del esfuerzo de ir al establo. Pasaba la mayor parte del tiempo haraganeando por la casa, demasiado abatido para pensar en practicar mi numerito. Aun estando los dos solos, madre Sioux tenía que continuar con sus tareas domésticas, y con el esfuerzo adicional impuesto por su pierna mala, se cansaba más fácilmente que antes. Así y todo, yo la importunaba y la distraía, tratando de conseguir que hablara conmigo mientras hacía su trabajo. Durante más de dos años yo no había pensado mucho en nadie excepto en mí mismo, aceptando a la gente que me rodeaba más o menos como parecían ser en la superficie. Nunca me había molestado en sondear su pasado, nunca me había importado realmente saber quiénes habían sido antes de que yo entrara en sus vidas. Ahora, de pronto, fui presa de una necesidad compulsiva de enterarme de todo lo que pudiera acerca de cada uno de ellos. Creo que la cosa comenzó por lo mucho que les echaba de menos, al maestro y a Aesop sobre todo, pero también a la señora Witherspoon. Me había gustado tenerla en la casa, y el lugar resultaba mucho más aburrido desde que ella se había ido. Hacer preguntas era una forma de recuperarlos, y cuanto más hablaba de ellos madre Sioux, menos solo me sentía.

A pesar de toda mi insistencia, no le sacaba mucho durante el día. Alguna que otra anécdota, unos pocos comentarios sueltos o insinuaciones. La caída de la tarde era más propicia para la conversación, y, por mucho que la importunara, raras veces se ponía a hablar antes de que nos sentáramos a cenar. Madre Sioux era una persona callada, poco dada a la charla ociosa o el cotilleo, pero una vez que se instalaba en el estado de ánimo adecuado, no era mala contando historias. Su modo de expresarse era plano y no incluía muchos detalles pintorescos, pero tenía el don de hacer pausas de cuando en cuando en medio de una frase o una idea, y aquellas pequeñas interrupciones en el relato producían efectos bastante sorprendentes. Te daban la oportunidad de pensar, de continuar la historia tú mismo, y cuando ella la reanudaba, descubrías que tu cabeza estaba llena de toda clase de vívidas imágenes que no estaban allí antes.

Una noche, sin ningún motivo que yo pudiera entender, me llevó a su cuarto en el segundo piso. Me dijo que me sentara en la cama, y una vez me hube puesto cómodo, abrió la tapa de un viejo y baqueteado baúl que estaba en un rincón. Yo siempre había pensado que ella guardaba allí sus sábanas y mantas, pero resultó que estaba lleno de objetos de su pasado: fotografías y collares de cuentas, mocasines y vestidos de piel, puntas de flecha, recortes de periódico y flores secas. Uno por uno, trajo estos recuerdos hasta la cama, se sentó a mi lado y me explicó lo que significaban. Resultó ser verdad que había trabajado para Búfalo Bill, y lo que más me impresionó al mirar sus viejas fotos fue lo bonita que había sido entonces, vivaz y esbelta, con todos sus dientes blancos y dos largas y preciosas trenzas. Había sido una auténtica princesa india, una squaw de ensueño como las de las películas, y resultaba difícil asociar a aquella graciosa chica con la gorda lisiada que nos llevaba la casa, aceptar el hecho de que eran la misma persona. Había empezado cuando tenía dieciséis años, me dijo, en el apogeo de la moda de la Danza de los Espíritus que había barrido los territorios indios a finales de la década de 1880. Aquéllos eran malos tiempos, los años del fin del mundo, y los pieles rojas creían que la magia era lo único que podría salvarlos de la extinción. La caballería los acorralaba por todas partes, expulsándolos de las praderas y encerrándolos en pequeñas reservas, y los Casacas Azules tenían demasiados hombres para que un contraataque fuese viable. Bailar la Danza de los Espíritus era la última línea de la resistencia: sacudirte hasta el frenesí, saltar y brincar como los Holy Rollers [2] y los chiflados que presumían de haber recibido el don de lenguas. Entonces podías volar fuera de tu cuerpo y las balas del hombre blanco ya no te tocaban, ya no te mataban, ya no vaciaban tus venas de sangre. La danza prendió en todas partes y finalmente el propio Toro Sentado se unió a ella. El ejército de Estados Unidos se asustó, temiendo que se estuviera preparando una rebelión, y ordenó al tío abuelo de madre Sioux que detuviera aquello. Pero el viejo les dijo que se fueran al diablo, que él podía bailar en su propia tienda si le daba la gana. ¿Quiénes eran ellos para entrometerse en sus asuntos? Así que el general Casaca Azul (creo que su nombre era Miles, o Niles) llamó a Búfalo Bill para conferenciar con el jefe indio. Eran amigos de los tiempos en que Toro Sentado había trabajado en el Espectáculo del Salvaje Oeste, y Cody era casi el único rostro pálido del que se fiaba. Así que Bill fue hasta la reserva, en Dakota del Sur, como un buen soldado, pero, una vez allí, el general cambió de opinión y no le permitió reunirse con Toro Sentado. Bill estaba comprensiblemente enojado. Sin embargo, justo cuando iba a marcharse de allí hecho una furia, vio a la joven madre Sioux (cuyo nombre entonces era La Que Sonríe Como El Sol) y la contrató como miembro de su compañía. Por lo menos el viaje no había sido completamente en balde. Para madre Sioux probablemente supuso la diferencia entre la vida y la muerte. Unos días después de su partida hacia el mundo del espectáculo, Toro Sentado fue asesinado en una refriega con algunos soldados que le tenían prisionero, y poco después trescientas mujeres, niños y ancianos fueron muertos por un regimiento de caballería en la llamada batalla de Wounded Knee, que no fue tanto una batalla como una cacería de pavos, una matanza en masa de inocentes.

Había lágrimas en los ojos de madre Sioux cuando me hablaba de esto.

– La venganza de Custer -murmuró-. Yo tenía dos años cuando Caballo Loco le llenó el cuerpo de flechas, y cuando cumplí los dieciséis, no quedaba nada.

– Aesop me lo explicó una vez -dije-. Ahora lo tengo un poco borroso, pero recuerdo que me contó que no hubiese habido esclavos negros traídos de Africa si a los blancos les hubiesen dejado las manos libres con los indios. Dijo que querían convertir a los pieles rojas en esclavos, pero que el jefe católico del viejo país dijo que ni hablar. Así que los piratas fueron a África y cogieron a un montón de morenos y se los llevaron encadenados. Así es como me lo contó Aesop, y que yo sepa él nunca miente. A los indios debían tratarlos bien. Como eso de vivir y dejar vivir que el maestro dice siempre.

– Debían -contestó madre Sioux-. Pero deber no es lo mismo que hacer.

– Tiene usted razón, madre. Si no cumples lo que prometes, puedes hacer todas las promesas que quieras, pero no valen un pepino.

Después de eso sacó más fotos y luego empezó a enseñarme los programas de teatro, los carteles y los recortes de periódicos. Madre Sioux había actuado en todas partes, no sólo en Estados Unidos y Canadá, sino al otro lado del océano. Había actuado delante del rey y la reina de Inglaterra, le había dado su autógrafo al zar de Rusia y había bebido champán con Sarah Bernhardt. Tras cinco o seis años de gira con Búfalo Bill, se casó con un irlandés llamado Ted, un pequeño jockey que participaba en carreras de obstáculos en toda Gran Bretaña. Tenían una hija que se llamaba Narcisa, una casita de piedra con enredaderas de campanillas azules y rosales trepadores color de rosa en el jardín, y durante siete años su felicidad no conoció limites. Luego vino el desastre. Ted y Narcisa se mataron en un choque de trenes, y madre Sioux volvió a América con el corazón roto. Se casó con un fontanero que también se llamaba Ted, pero, al revés que Ted Uno, Ted Dos era un borracho y un camorrista, y poco a poco madre Sioux se dio a la bebida, tan grande era su pena cada vez que comparaba su nueva vida con la antigua. Acabaron viviendo en una chabola de cartón alquitranado en las afueras de Memphis, Tennessee, y de no ser por la repentina y afortunada aparición del maestro Yehudi en su camino una mañana del verano de 1912, madre Sioux habría sido un cadáver antes de tiempo. Él iba andando con el pequeño Aesop en sus brazos (justo dos días después de haberle salvado en el campo de algodón) cuando oyó gritos y chillidos procedentes de la destartalada choza que madre Sioux llamaba su hogar. Ted Dos estaba pegándole con sus peludos puños y ya le había saltado seis o siete dientes con los primeros golpes; y el maestro Yehudi, que nunca fue hombre que huyera de las dificultades, entró en la chabola, dejó al niño tullido suavemente en el suelo y puso fin a la trifulca acercándose furtivamente por la espalda a Ted Dos, clavando el pulgar y el dedo corazón en el cuello del rufián y aplicando suficiente presión como para despacharle a la tierra de los sueños. El maestro enjugó entonces la sangre de las encías y los labios de madre Sioux, la ayudó a levantarse y miró la miseria del cuarto. No necesitó más de doce segundos para tomar una decisión.

– Tengo una propuesta que hacerle -le dijo a la apaleada mujer-. Deje a este canalla tirado en el suelo y véngase conmigo. Tengo a un niño víctima del raquitismo que necesita una madre, y si usted acepta cuidarle, yo me comprometo a cuidarla. Yo nunca me quedo mucho tiempo en ninguna parte, así que tendrá que cogerle gusto a viajar, pero le juro por el alma de mi padre que nunca permitiré que usted y el niño pasen hambre.

El maestro tenía entonces veintinueve años y era un radiante ejemplar de hombre que lucía un bigote encerado con las puntas hacia arriba y una corbata impecablemente anudada. Madre Sioux se alió con él esa mañana y durante los siguientes quince años permaneció a su lado en todos los giros y cambios de su carrera, criando a Aesop como si fuera su propio hijo. No recuerdo todos los lugares de los que me habló, pero las mejores historias siempre parecían centrarse en Chicago, una ciudad que visitaban con frecuencia. De allí procedía la señora Witherspoon, y una vez que madre Sioux entró en ese tema, empezó a darme vueltas la cabeza. Sólo me hizo un somero resumen, pero los hechos desnudos eran tan curiosos, tan extrañamente teatrales, que no pasó mucho tiempo antes de que yo los hubiera adornado hasta convertirlos en una obra dramática completa. Marion Witherspoon se había casado con su difunto esposo cuando tenía veinte o veintiún años. Él se había criado en Kansas, hijo de una rica familia de Wichita, y se había marchado a la gran ciudad en el mismo momento en que recibió su herencia. Madre Sioux le describió como un guapo calavera amante de las diversiones, uno de esos melosos seductores que pueden meterse debajo de las faldas de una mujer gracias a su labia en menos tiempo del que tardaba Jim Thorpe, el famoso atleta, en atarse las zapatillas. La joven pareja vivió por todo lo alto durante tres o cuatro años, pero el señor Witherspoon tenía debilidad por los ponies, por no hablar de la afición a jugar una amistosa partida de cartas quince o veinte noches al mes, y, dado que mostraba más entusiasmo que habilidad en los vicios elegidos, su enorme fortuna fue reduciéndose a una miseria. Hacia el final, la situación se volvió tan desesperada que parecía que él y su esposa tendrían que regresar al hogar familiar en Wichita y que él, Charlie Witherspoon, el mundano jugador de polo y juerguista del North Side, tendría que buscarse un empleo de nueve a cinco en alguna deprimente compañía de seguros. Fue entonces cuando el maestro Yehudi entró en escena, en la trastienda de una sala de apuestas de Rush Street a las cuatro de la madrugada con el mencionado señor Witherspoon y dos o tres tipos anónimos, todos ellos sentados alrededor de una mesa cubierta de fieltro verde y sosteniendo naipes en las manos. Como dicen en los periódicos cómicos, aquélla no era la noche de Charlie, y él estaba a punto de ir a la quiebra, con tres jotas y un par de reyes y sin un céntimo que tirar al montón. El maestro Yehudi era el único que quedaba en la partida, y puesto que estaba claro que ésta iba a ser la última oportunidad que Charlie tendría en su vida, decidió jugarse el todo por el todo. Primero apostó su propiedad en Cibola, Kansas (que en otro tiempo había sido la granja de sus abuelos), firmando la cesión de la casa y las tierras en un pedazo de papel, y luego, cuando el maestro Yehudi aguantó y subió la apuesta, el caballero firmó otro pedazo de papel en el cual renunciaba a todo derecho sobre su propia esposa. El maestro Yehudi tenía cuatro sietes, y puesto que cuatro cartas iguales siempre ganan a un full, por mucha realeza que haya en ese full, ganó la granja y la mujer, y el pobre y derrotado Charlie Witherspoon, desesperado al fin, volvió dando tumbos a su casa al amanecer, entró en la habitación donde su esposa dormía, sacó un revolver de la mesilla de noche y se voló la tapa de los sesos allí mismo, sobre la cama.

Así fue como el maestro Yehudi llegó a plantar su tienda en Kansas. Después de años de vagabundeo, finalmente tenía un sitio que podía llamar suyo, y aunque no era exactamente el sitio que había tenido en mente, tampoco iba a rechazar lo que aquellos cuatro sietes le habían proporcionado. Lo que me dejó perplejo era cómo encajaba la señora Witherspoon en esa situación. Si su marido había muerto arruinado, ¿de dónde había salido el dinero para que ella viviera tan cómodamente en su mansión de Wichita, para que se regalara con ropas finas y coches verde esmeralda y aún le quedase lo suficiente como para financiar los proyectos del maestro Yehudi? Madre Sioux tenía una respuesta preparada para esa pregunta.

Porque era lista. Una vez que se dio cuenta de las costumbres derrochadoras de su marido, la señora Witherspoon había comenzado a sisar, poniendo pequeñas cantidades de su renta mensual en inversiones de alta rentabilidad, acciones, bonos y otras transacciones financieras. Para cuando enviudó, estas trapisondas habían producido robustos beneficios, multiplicando su desembolso inicial por cuatro, y con esta considerable fortunita guardada en su bolso, podía permitirse comer, beber y divertirse. Pero ¿y el maestro Yehudi?, pregunté. Él había ganado limpiamente al póquer, y si la señora Witherspoon le pertenecía, ¿por qué no estaban casados? ¿Por qué no estaba ella aquí con nosotros zurciendo sus calcetines, guisando su comida y llevando sus criaturas en la matriz? Madre Sioux sacudió la cabeza despacio.

– Vivimos en un nuevo mundo -dijo-. Ya nadie puede ser propietario del cuerpo de otro. Una mujer no es un bien mueble que los hombres puedan comprar y vender, y menos aún una de estas mujeres nuevas como la dama del maestro. Ellos se aman y se odian, luchan cuerpo a cuerpo y galantean, quieren y no quieren, y a medida que el tiempo pasa penetran más profundamente bajo la piel del otro. Es un verdadero espectáculo, niño mío, la revista y el circo todo en uno, y apuesto dólares contra rosquillas a que va a ser así hasta que se mueran.

Estas historias me dieron mucho que rumiar en las horas que pasaba solo, pero cuanto más meditaba lo que madre Sioux me había dicho, más retorcido y embrollado se volvía. Mi cabeza se fatigaba al tratar de analizar los pormenores de tan complejos sucesos, y en un determinado momento lo dejé, diciéndome que produciría un cortocircuito en los cables de mi cerebro si continuaba con todas esas reflexiones. Los adultos eran seres impenetrables, y si alguna vez llegaba a serlo yo, prometía escribirle una carta a mi antiguo yo explicándole por qué se volvían así, pero de momento había tenido suficiente. Fue un alivio soltarlos, pero una vez que abandoné estos pensamientos, caí en un aburrimiento tan profundo, tan agotador en su blanda y liviana uniformidad, que, finalmente, volví al trabajo. No era porque quisiera hacerlo, era simplemente que no se me ocurría ninguna otra forma de llenar el tiempo.

Me encerré de nuevo en mi cuarto y después de tres días de vanos intentos, descubrí qué era lo que había estado haciendo mal. Todo el problema estaba en mi enfoque. Se me había metido en la cabeza que la elevación y la locomoción sólo podían lograrse por medio de un proceso en dos etapas. Primero levitar lo más alto que pudiera, luego empujar y moverme. Me había entrenado a mí mismo para hacer lo primero y supuse que podría lograr lo segundo injertándolo en lo primero. Pero la verdad era que lo segundo cancelaba lo que venía antes. Una y otra vez, me elevaba en el aire de acuerdo con el viejo método, pero tan pronto como empezaba a pensar en moverme hacia delante, volvía al suelo, aterrizando de nuevo sobre mis pies antes de tener la oportunidad de ponerme en marcha. Fracasé una y mil veces, y al cabo de algún tiempo me sentía tan disgustado, tan desesperado por mi incompetencia, que me daban pataletas y aporreaba el suelo con los puños. Al fin, en pleno acceso de cólera y fracaso, me levanté y salté directamente contra la pared, esperando estrellarme y perder la conciencia. Salté y durante un brevísimo segundo, justo antes de que mi hombro chocara contra el yeso, sentí que estaba flotando, que a la vez que me precipitaba hacia adelante, perdía contacto con la gravedad, subiendo con un conocido y boyante impulso mientras me lanzaba por el aire. Antes de que pudiera comprender lo que estaba sucediendo, había rebotado en la pared y me desmoronaba presa del dolor. Todo mi lado izquierdo latía a causa del impacto, pero no me importaba. Me puse de pie de un brinco y bailé una pequeña danza alrededor de la habitación, riéndome como un loco durante los siguientes veinte minutos. Había dado por fin con el secreto. Había comprendido. Olvida los ángulos rectos, me dije. Piensa en arco, piensa en trayectorias. No se trataba de subir primero y luego ir hacia adelante, se trataba de subir e ir hacia adelante al mismo tiempo, de lanzarme en un suave e ininterrumpido gesto a los brazos de la gran nada ambiente.

Trabajé como un burro durante los próximos dieciocho o veinte días, practicando esta nueva técnica hasta que estuvo incrustada en mis músculos y mis huesos, un acto reflejo que ya no requería la menor pausa para pensar. La locomoción era una habilidad perfectible, un andar como en sueños por el aire que no difería esencialmente de andar por el suelo, e igual que un niño se tambalea y cae cuando da sus primeros pasos, experimenté una buena dosis de tropezones y caídas cuando empecé a extender mis alas. La duración era el tema constante para mí en aquel punto, la cuestión de cuánto tiempo y cuán lejos podía mantenerme en movimiento. Los primeros resultados variaron ampliamente, oscilando entre tres y quince segundos, y puesto que la velocidad a la que me movía era dolorosamente lenta, lo más que podía conseguir eran dos metros o dos metros y medio, ni siquiera la distancia de una pared a otra de mi cuarto. No era un andar vigoroso o cómodo, sino una especie de andar fantasmal y vacilante, como avanza un equilibrista por la cuerda floja. Sin embargo, continué trabajando con confianza, sin ser ya presa de ataques de desaliento como antes. Ahora adelantaba poco a poco y nada iba a detenerme. Aunque no me había elevado por encima de mis acostumbrados quince centímetros, pensé que era mejor concentrarse en la locomoción por el momento. Una vez que lograra cierto dominio en ese terreno, dedicaría mi atención a la elevación y resolverla también ese problema. Era lo más sensato, y aunque tuviese que repetirlo todo de nuevo, no cambiaría ese plan. ¿Cómo podía saber que tenía ya poco tiempo, que quedaban menos días de los que ninguno de nosotros había imaginado?

Cuando el maestro Yehudi y Aesop regresaron, los ánimos en la casa subieron como nunca. Era el final de una época y todos mirábamos ahora hacia el futuro, anticipando las nuevas vidas que nos esperaban más allá de los limites de la granja. Aesop seria el primero en partir -a Yale en septiembre-, pero si las cosas salían según lo previsto, los demás le seguiríamos a principios de año. Ahora que yo había pasado a la siguiente etapa de mi entrenamiento, el maestro calculaba que estaría listo para actuar en público dentro de nueve meses aproximadamente. Era un largo camino por recorrer para alguien de mi edad, pero ahora él hablaba de ello como de algo real, y al usar expresiones como reservas de entradas, actuaciones y recaudación de taquilla, me tenía en un estado de permanente actividad y excitación. Yo ya no era Walt Rawley, un desgraciado que no tenía un orinal donde mear, era Walt el Niño Prodigio, el atrevido niño que desafiaba las leyes de la gravedad, el único as del aire. Una vez que emprendiésemos la gira y dejásemos que el mundo viese lo que yo era capaz de hacer, iba a causar sensación, sería la personalidad más comentada de los Estados Unidos.

En cuanto a Aesop, su viaje por el Este había sido un éxito indiscutible. Le habían hecho exámenes especiales, le habían entrevistado, habían escudriñado y sondeado el contenido de su lanoso cráneo y, según contaba el maestro, los había dejado patidifusos a todos. Ni una sola universidad le había rechazado, pero Yale le ofrecía una beca de cuatro años -incluyendo alojamiento, comida y una pequeña asignación- y eso había inclinado la balanza en su favor. Así pues, la vida universitaria se había abierto para él. Recordando ahora estos hechos, comprendo la hazaña que representaba que un joven negro autodidacto hubiese escalado las murallas de aquellas instituciones insensibles. Yo no sabía nada de libros, no tenía ninguna vara para medir los talentos de mi amigo frente a los de otro, pero tenía una fe ciega en que era un genio, y la idea de que un puñado de tipos estirados con cara de acelga en la Universidad de Yale quisiera tenerle como alumno me parecía natural, la cosa más lógica del mundo.

Además de ser demasiado estúpido para comprender la importancia del triunfo de Aesop, me quedé más que sorprendido por las nuevas ropas que trajo de su viaje. Regresó con un abrigo de mapache y un gorro azul y blanco, y parecía tan extraño con aquel atuendo que no pude evitar echarme a reír cuando entró por la puerta. El maestro le había mandado hacer a la medida dos trajes de tweed marrón en Boston y, al volver, le dio por llevarlos por casa en lugar de sus viejas ropas de granjero, junto con una camisa blanca, cuello duro, corbata y un par de relucientes zapatones color estiércol. Su porte con aquellos trapos era absolutamente impresionante, como si le hicieran más erguido, más digno, más consciente de su propia importancia. Aunque no tenía por qué hacerlo, empezó a afeitarse todas las mañanas, y yo le hacía compañía en la cocina mientras se enjabonaba la jeta y sumergía su navaja de hoja recta en el cubo helado, sosteniendo un espejito delante de él y oyéndole contar las cosas que había visto y hecho en las grandes ciudades de la costa atlántica. El maestro había hecho algo más que meterle en la universidad, le había proporcionado los mejores días de su vida, y Aesop recordaba cada minuto de los mismos: los relevantes, los irrelevantes y todos los puntos intermedios. Hablaba de los rascacielos, los museos, los espectáculos de variedades, los restaurantes, las bibliotecas, las aceras abarrotadas de gente de todos los colores y clases.

– Kansas es un espejismo -dijo una mañana mientras se rasuraba-, un alto en el camino hacia la realidad.

– No hace falta que me lo jures -dije-. Este agujero está tan atrasado que el estado adoptó la ley seca antes de que en el resto del país hubieran oído hablar siquiera de su existencia.

– En Nueva York bebí una cerveza, Walt.

– Bueno, ya me figuraba que lo habrías hecho.

– En un establecimiento ilegal en MacDougal Street, en el corazón mismo de Greenwich Village. Me hubiera gustado que estuvieras allí conmigo.

– No soporto el sabor de la cerveza, Aesop. Pero dame un buen whisky y soy capaz de beber más que cualquiera.

– No digo que estuviera buena. Pero era emocionante estar allí, bebiendo grandes tragos en un sitio lleno de gente.

– Apuesto a que no fue la única cosa emocionante que hiciste.

– No, ni mucho menos. Fue sólo una entre muchas.

– Apuesto a que tu pájaro también tuvo una buena oportunidad de practicar. No es más que una suposición atrevida, por supuesto, así que corrígeme si me equivoco.

Aesop se detuvo con la navaja en el aire, se puso pensativo.

– Digamos sólo que no lo descuidamos, hermanito, y dejémoslo así.

– ¿No puedes decirme su nombre? No quiero ser entrometido, pero siento curiosidad por saber quién fue la afortunada.

– Bueno, si te empeñas en saberlo, se llamaba Mabel.

– No está mal. Me suena a una muñeca con los huesos bien cubiertos de carne. ¿Era vieja o joven?

– No era vieja ni joven. Pero has acertado en lo de la carne. Mabel era la mujer más gorda y más negra a la que esperarías hincarle el diente. Era tan grande que yo no sabía dónde empezaba y dónde terminaba. Aquello era como forcejear con un hipopótamo, Walt. Pero una vez que le coges el tranquillo a la cosa, la anatomía se encarga de lo demás. Te metes en su cama siendo un niño y media hora después sales de ella siendo un hombre.

Ahora que se había graduado en hombría, Aesop decidió que había llegado el momento de ponerse a escribir su autobiografía. Así era como pensaba pasar los meses anteriores a su partida de casa, contando la historia de su vida hasta entonces, desde su nacimiento en una choza rural en Georgia hasta su desvirgamiento en un burdel de Harlem, rodeado por los sebosos brazos de Mabel, la puta. Las palabras empezaron a fluir, pero el titulo le inquietaba y recuerdo cómo vacilaba respecto al mismo. Un día el libro se iba a llamar Confesiones de un niño negro abandonado; al día siguiente lo sustituía por Aventuras de Aesop: La verdadera historia y las sinceras opiniones de un niño perdido; al otro día iba a titularse El camino a Yale: la vida de un estudioso negro desde sus humildes orígenes hasta el presente. Éstos fueron sólo algunos de los títulos, y durante todo el tiempo que trabajó en aquel libro continuó probando diferentes títulos, barajando una y otra vez sus ideas hasta que fue acumulando una pila de páginas de título tan alta como el propio manuscrito. Debía de trabajar laboriosamente en su obra ocho o diez horas diarias; recuerdo que miraba a hurtadillas por su puerta entornada y le veía encorvado sobre su mesa, maravillándome de que una persona pudiera pasar tanto tiempo sentada, ocupada en la única actividad de guiar la punta de una pluma sobre una hoja de papel en blanco. Era mi primera experiencia con la creación de un libro, e incluso cuando Aesop me llamaba a su habitación para leerme en voz alta pasajes selectos de su obra, me resultaba difícil hacer cuadrar tanto silencio y concentración con las historias que salían a borbotones de sus labios. Todos nosotros estábamos en el libro, -el maestro Yehudi, madre Sioux, yo mismo-, y para mi torpe e ineducado oído la cosa tenía toda la intención de convertirse en una obra maestra. Me reía en algunas partes y lloraba en otras, y ¿qué más podía pedirle una persona a un libro que sentir la punzada de tales goces y penas? Ahora que yo también estoy escribiendo un libro, no pasa un solo día en el que no piense en Aesop allí en su cuarto. Eso ocurrió hace sesenta y cinco primaveras y todavía le veo sentado a su mesa, escribiendo sus memorias juveniles a la luz que entraba a raudales por la ventana y revelaba las partículas de polvo que bailaban a su alrededor. Si me concentro lo suficiente, aún oigo el aliento que entraba y salía de sus pulmones, aún oigo la punta de su pluma arañando el papel.

Mientras Aesop trabajaba en casa, el maestro Yehudi y yo pasábamos nuestros días en los campos, afanándonos en mi número durante innumerables horas. En un acceso de optimismo, después de su regreso nos anunció en la cena que ese año no habría siembra.

– ¡Al diablo las cosechas! -dijo-. Tenemos suficiente comida para que nos dure todo el invierno, y cuando llegue la primavera, hará tiempo que nos habremos ido de aquí. Tal y como yo lo veo, sería un pecado cultivar alimentos que nunca necesitaremos.

Esta nueva política despertó el regocijo general y, por una vez, el comienzo de la primavera estuvo exento del fatigoso trabajo de arar, las interminables semanas de espaldas dobladas y caminar pesadamente por el barro. Mi descubrimiento de la locomoción había cambiado la suerte, y el maestro Yehudi se sentía tan confiado ahora que estaba dispuesto a dejar que la granja se echase a perder. Era la única decisión sensata que se podía tomar. Todos habíamos cumplido nuestro tiempo, y ¿por qué comer tierra cuando pronto estaríamos contando el oro?

Eso no quiere decir que no trabajásemos como burros, especialmente yo. Pero disfrutaba con el trabajo, y por mucho que el maestro me apremiase, nunca quería dejarlo. Una vez que el tiempo fue cálido, generalmente continuábamos hasta después de anochecido, trabajando a la luz de las antorchas en los prados lejanos mientras la luna ascendía por el cielo. Yo era inagotable, consumido por una felicidad que me impulsaba de un desafío al siguiente. El primero de mayo ya era capaz de andar de diez a doce metros como si nada. El cinco de mayo lo había alargado hasta veinte metros y menos de una semana después había llegado a hacer cuarenta: cuarenta metros de locomoción por el aire, casi diez minutos ininterrumpidos de pura magia. Fue entonces cuando al maestro se le ocurrió la idea de hacerme practicar sobre el agua. Había un estanque en el rincón noreste de la finca y desde entonces hicimos todo el trabajo allí. Todas las mañanas, después de desayunar, íbamos en la calesa hasta un punto desde el cual ya no podíamos ver la casa y pasábamos horas y horas solos y juntos en los campos silenciosos, casi sin decir una palabra. El agua me intimidaba al principio, y puesto que no sabía nadar, no era cosa de broma poner a prueba mi facultad por encima de ese elemento. El estanque debía de tener unos dieciocho metros de ancho y el nivel del agua me cubría por lo menos en la mitad del mismo. Me caí quince o veinte veces el primer día, y en cuatro de esas ocasiones el maestro tuvo que saltar al agua para sacarme. Después de eso, íbamos equipados con toallas y varias mudas de ropa, pero al final de la semana ya no eran necesarias. Dominé mi miedo al agua fingiendo que no estaba allí. Si no miraba hacia abajo, descubrí que podía impulsar mi cuerpo sobre la superficie sin mojarme. Era así de sencillo, y en los últimos días de mayo de 1927 yo andaba sobre el agua con la misma habilidad que el propio Jesús.

A mediados de ese mes Lindbergh hizo su vuelo en solitario a través del Atlántico, volando sin escalas desde Nueva York a París en treinta y tres horas. Nos enteramos de ello por la señora Witherspoon, que vino un día desde Wichita con un montón de periódicos en el asiento trasero de su coche. La granja estaba tan aislada del mundo, que incluso noticias importantes como ésa se nos escapaban. De no ser porque ella quiso ir hasta allí, nunca habríamos sabido nada del asunto. Siempre he encontrado extraño que la hazaña de Lindbergh coincidiera tan exactamente con mis esfuerzos, que en el preciso momento en que él estaba cruzando el océano yo estuviera atravesando mi pequeño estanque en Kansas, los dos juntos en el aire, cada uno realizando su proeza al mismo tiempo. Era como si el cielo se hubiera abierto de repente al hombre, y nosotros fuimos los primeros pioneros, el Colón y el Magallanes del vuelo humano. Yo no sabía nada del Águila Solitaria, pero me sentí unido a él desde entonces, como si compartiésemos un oscuro lazo fraternal. No podía ser una coincidencia que su avión se llamara el Espíritu de St. Louis. Ésa era también mi ciudad, la ciudad de los campeones y los héroes del siglo xx, y, sin saberlo, Lindbergh había bautizado a su avión en mi honor.

La señora Witherspoon se quedó un par de días con sus noches. Después de su marcha, el maestro y yo volvimos al trabajo, centrando ahora nuestra atención en la elevación. Yo había hecho todo lo que podía en el viaje horizontal; ahora era el momento de intentar el viaje vertical. Lindbergh fue una inspiración para mí, lo confieso libremente, pero quería superarle: quería hacer con mi cuerpo lo que él había hecho con una máquina. Sería a menor escala, quizá, pero sería infinitamente más sensacional, algo que empequeñecería su fama de la noche a la mañana. Sin embargo, por más que lo intentaba, no adelantaba ni un centímetro. Durante semana y media el maestro y yo nos esforzamos junto al estanque, igualmente amilanados por la tarea que nos habíamos impuesto, y al final de ese tiempo yo no subía más que antes. Luego, la tarde del cinco de junio, el maestro me hizo una sugerencia que empezó a cambiar las cosas.

– Sólo estoy especulando -dijo-, pero se me ocurre que tu collar podría tener algo que ver con ello. No debe de pesar más de una onza o dos, pero dadas las matemáticas de lo que estás intentando, eso podría ser suficiente. Por cada milímetro que te elevas en el aire, el peso del objeto aumenta en proporción geométrica a la altura; lo cual quiere decir que cuando estás quince centímetros por encima del suelo, soportas el equivalente a veinte kilos más. Eso viene a ser la mitad de tu peso total. Si mis cálculos son correctos, no es de extrañar que estés teniendo tantas dificultades.

– Lo llevo desde Navidad -dije-. Es mi amuleto de la suerte y no puedo hacer nada sin él.

– Sí puedes, Walt. La primera vez que te elevaste del suelo, esto estaba colgado de mi cuello, ¿recuerdas? No digo que no le tengas un apego sentimental, pero ahora estamos entrando en cuestiones espirituales profundas, y tal vez no puedas estar entero para hacer lo que tienes que hacer, tal vez tengas que dejar una parte de ti atrás antes de poder alcanzar toda la magnitud de tu don.

– Eso no es más que un galimatías. Llevo ropa, ¿no? Llevo zapatos y calcetines, ¿no? Si el collar me está empantanando, entonces también las otras cosas. Y puede estar seguro de que no voy a exhibirme en público sin ropa.

– No puede perjudicarte el intentarlo. No hay nada que perder, Walt, y todo que ganar. Si me equivoco, no se hable más. Si no me equivoco, sería una pena no tener la oportunidad de descubrirlo.

Ahí me había pillado, así que con mucho escepticismo y renuencia me quité el amuleto de la suerte y lo puse en la mano del maestro.

– De acuerdo -dije-, lo intentaremos. Pero si no resulta como usted dice, no volveremos a hablar del asunto.

En el curso de la próxima hora conseguí doblar mi marca anterior, ascendiendo a alturas de entre treinta y treinta y cinco centímetros. Al anochecer me había elevado setenta y cinco centímetros por encima del suelo, demostrando que la corazonada del maestro Yehudi había sido correcta, una intuición profética respecto a las causas y consecuencias de las artes de la levitación. La excitación fue espectacular -sentirme suspendido en el espacio a tal distancia de la tierra, estar literalmente al borde del vuelo-, pero por encima de los sesenta centímetros me era difícil mantener una posición vertical sin empezar a tambalearme y marearme. Era todo tan nuevo para mí allí arriba, que no era capaz de encontrar mi equilibrio natural. Me sentía como si estuviera compuesto de segmentos y no hecho de una pieza continua, y la cabeza y los hombros respondían de un modo mientras las canillas y los tobillos respondían de otro. Para no caerme, me encontré tumbándome boca abajo cuando llegué allí, sabiendo instintivamente que sería más seguro y más cómodo tener todo el cuerpo tendido por encima del suelo en lugar de sólo las plantas de los pies. Aún estaba demasiado nervioso para pensar en moverme hacia adelante en esa posición, pero ya tarde, justo antes de que lo dejáramos y nos fuésemos a la cama, metí la cabeza debajo del pecho y conseguí dar una lenta voltereta en el aire, realizando un circulo completo sin rozar ni una vez la tierra.

El maestro y yo volvimos a casa esa noche ebrios de alegría. Todo nos parecía posible ahora: la conquista de la elevación y la locomoción a la vez, la ascensión a un verdadero vuelo, el sueño de los sueños. Creo que ése fue nuestro momento más grandioso juntos, el momento en que todo nuestro futuro encajó en su lugar. El seis de junio, sin embargo, sólo una noche después de alcanzar aquel pináculo, mi entrenamiento se interrumpió de un modo brusco e irrevocable. Lo que el maestro Yehudi había temido durante tanto tiempo sucedió finalmente, y lo hizo con tanta violencia, causando tales estragos y trastornos en nuestros corazones, que ninguno de nosotros volvió a ser el mismo nunca.

Yo había trabajado todo el día y, como era nuestra costumbre durante toda aquella milagrosa primavera, decidimos quedarnos hasta entrada la noche. A las siete y media cenamos unos emparedados que madre Sioux nos había preparado esa mañana y luego reanudamos nuestras labores mientras la oscuridad se condensaba en los campos que nos rodeaban. Debían de ser cerca de las diez cuando oímos el ruido de caballos. Al principio no era más que un débil retumbar, una perturbación en el suelo que me hizo pensar en un trueno lejano, como si se estuviera formando una tormenta en algún lugar del condado vecino. Yo acababa de completar un doble salto mortal al borde del estanque y estaba esperando los comentarios del maestro, pero en lugar de hablar con voz normal y tranquila, me agarró un brazo con un repentino gesto de pánico.

– ¡Escucha! -dijo. Y luego repitió-: ¡Escucha eso! ¡Vienen! ¡Vienen esos cabrones!

Agucé el oído y, efectivamente, el sonido se hacia más fuerte. Pasaron un par de segundos y luego comprendí que era el ruido de caballos, una estampida de cascos cargando en dirección a nosotros.

– No te muevas -dijo el maestro-. Quédate donde estás y no muevas ni un músculo hasta que yo vuelva.

Luego, sin una palabra de explicación, echó a correr hacia la casa, atravesando los campos como un velocista. No hice caso de su orden y fui tras él, corriendo lo más deprisa que me permitían mis piernas. Estábamos casi a medio kilómetro de la casa, pero antes de haber recorrido cien metros, las llamas eran ya visibles, un resplandor rojo y amarillo que latía contra el cielo negro. Oímos gritos de guerra, una andanada de disparos, y luego el inconfundible sonido de los gritos humanos. El maestro siguió corriendo, aumentando constantemente la distancia entre nosotros, pero una vez que llegó al grupo de robles junto al establo, se detuvo. Yo también llegué hasta el borde de los árboles, decidido a continuar hasta la casa, pero el maestro me vio por el rabillo del ojo y forcejeó conmigo hasta tirarme al suelo antes de que pudiese ir más allá.

– Llegamos demasiado tarde -dijo-. Si entramos allí ahora, lo único que conseguiremos será que nos maten. Ellos son doce y nosotros dos, y todos tienen rifles y escopetas.

Rézale a Dios para que no nos encuentren, Walt, pero no podemos hacer absolutamente nada por los otros.

Así que nos quedamos allí, inmóviles detrás de los árboles, viendo cómo el Ku Klux Klan hacia su trabajo. Una docena de hombres a caballo cabrioleaban en el patio, una chusma de asesinos aulladores con sábanas blancas sobre la cabeza, y nosotros no podíamos hacer nada para desbaratar sus planes. Sacaron a Aesop y madre Sioux a rastras de la casa en llamas, les pusieron sogas al cuello y los colgaron del olmo junto al camino, cada uno en una rama diferente. Aesop aullaba, madre Sioux no dijo nada, y al cabo de unos minutos ambos habían muerto. Mis dos mejores amigos asesinados delante de mis ojos, y yo no pude hacer otra cosa que quedarme mirando, conteniendo las lágrimas mientras el maestro Yehudi me tapaba la boca con la mano. Una vez concluido el asesinato, un par de los hombres del Klan clavó una cruz de madera en el suelo, la rociaron con gasolina y le prendieron fuego. La cruz ardió al tiempo que ardía la casa, los hombres gritaron un poco más, disparando salvas de perdigones al aire, y luego todos montaron en sus caballos y se alejaron en dirección a Cibola. La casa estaba incandescente ahora, una bola de calor y maderas rugientes, y para cuando el último de los hombres se hubo ido, el tejado ya se había hundido, cayendo al suelo con una lluvia de chispas y meteoros. Me sentí como si hubiera visto la explosión del sol. Me sentí como si acabara de presenciar el fin del mundo.

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