II

Los enterramos en la granja esa noche, bajando sus cuerpos a dos tumbas sin marcar al lado del establo. Deberíamos haber rezado alguna oración, pero nuestros pulmones estaban demasiado llenos de sollozos para poder hacerlo, así que simplemente los cubrimos de tierra sin decir nada, trabajando en silencio mientras el agua salada corría por nuestras mejillas. Luego, sin volver a la casa humeante, sin molestarnos siquiera en ver si alguna de nuestras pertenencias estaba aún intacta, enganchamos la yegua a la calesa y partimos en la oscuridad, dejando atrás Cibola para siempre.

Tardamos toda la noche y la mitad de la mañana siguiente en llegar a casa de la señora Witherspoon en Wichita, y durante el resto de aquel verano la aflicción del maestro fue tan terrible que pensé que había peligro de que muriese él también. Apenas se levantaba de la cama, apenas comía, apenas hablaba. De no ser por las lágrimas que caían de sus ojos cada tres o cuatro horas, no había forma de saber si estabas mirando a un hombre o a un bloque de piedra. Aquel hombre corpulento estaba completamente hundido, devastado por el dolor y las recriminaciones que se hacía a sí mismo, y por más intensamente que yo deseaba que dejase de mortificarse, lo único que hacia era empeorar a medida que pasaban las semanas.

– Lo veía venir -murmuraba a veces para sí-. Lo veía venir y no moví un dedo para impedirlo. Es culpa mía. Es culpa mía que estén muertos. No lo habría hecho mejor si les hubiese matado con mis propias manos, y un hombre que mata no merece piedad. No merece vivir.

Yo me estremecía al verle así, tan inútil e inerte, y aquello terminó por asustarme tanto como lo que les había sucedido a Aesop y madre Sioux, tal vez aún más. No quisiera parecer insensible, pero la vida es para los vivos, y aunque estaba horrorizado por la masacre de mis amigos, no era más que un niño todavía, un enano saltarín con un culo inquieto y rodillas de goma, y no estaba en mi naturaleza andar gimoteando y lamentándome por mucho tiempo. Derramé mis lágrimas, maldije a Dios, me di de cabezazos contra el suelo, pero al cabo de unos días estaba dispuesto a dar por terminado el asunto y pasar a otras cosas. Supongo que esto no habla demasiado bien de mí como persona, pero no tiene sentido fingir que sentía lo que no sentía. Echaba de menos a Aesop y madre Sioux, ansiaba estar con ellos de nuevo, pero habían muerto, y por mucho que suplicara no iba a recuperarlos. En lo que a mí se refería, había llegado el momento de menear los pies y poner manos a la obra. Mi cabeza seguía llena de sueños respecto a mi nueva carrera, y aunque esos sueños fueran codiciosos, estaba impaciente por empezar, por lanzarme al firmamento y deslumbrar al mundo con mi grandeza.

Imaginen mi decepción, entonces, al ver que junio daba paso a julio y el maestro Yehudi continuaba languideciendo; imaginen cómo decayó mi ánimo cuando julio se convirtió en agosto y él seguía sin dar muestras de reponerse de la tragedia. No sólo constituía un obstáculo para mis planes, sino que me sentía desilusionado, frustrado, dejado en la estacada. Se me había revelado un defecto esencial del carácter del maestro, y le guardé rencor por su falta de resistencia interior, por su negativa a enfrentarse con la mierda de la vida. Había dependido de él durante tantos años, había extraído tanta fuerza de su fuerza, y ahora él se portaba como cualquier otro charlatán optimista, uno más de esos tipos que reciben con los brazos abiertos lo bueno cuando viene pero no pueden aceptar lo malo. Se me revolvía el estómago al verle desmoronarse así, y a medida que su dolor se prolongaba, yo no podía evitar perder parte de mi fe en él. De no ser por la señora Witherspoon, es posible que hubiese tirado la toalla y me hubiese largado.

– Tu maestro es un gran hombre -me dijo una mañana-, y los grandes hombres tienen grandes. sentimientos. Sienten más que otros hombres, grandes alegrías, grandes cóleras, grandes penas. Ahora está afligido, y le va a durar más de lo que le duraría a otra persona. No dejes que eso te asuste, Walt. Al final lo superará. Sólo tienes que tener paciencia.

Eso es lo que me dijo, pero no estoy seguro de que en el fondo ella creyese esas palabras. Con el paso del tiempo, intuí que ella estaba tan hastiada de él como yo, y me gustó que fuésemos de la misma opinión en un tema tan importante. La señora W. era una mujer ingeniosa y aguda, y ahora que vivía en su casa y pasaba todos los días en su compañía, comprendí que teníamos muchas más cosas en común de lo que yo había sospechado anteriormente. Se había portado lo mejor posible cuando visitó la granja, siempre muy decorosa y formal para no ofender a Aesop y madre Sioux, pero ahora que estaba en su propio terreno se sentía libre de dejarse llevar y mostrar su verdadera naturaleza. Durante las dos primeras semanas casi todo lo que veía de esa naturaleza me sorprendía, ya que estaba llena de malas costumbres e incontrolados accesos de desenfreno. No estoy hablando solamente de su inclinación a la bebida (ingería no menos de seis o siete ginebras con tónica al día), ni de su pasión por los cigarrillos (fumaba marcas hoy desconocidas como Picayunes y Sweet Caporals de la mañana a la noche), sino de cierta relajación general, como si acechando detrás de su apariencia distinguida hubiera un alma disoluta y desordenada luchando por liberarse. Esto era evidente sobre todo cuando se había tomado una ronda o dos de su bebida favorita, pues entonces su boca caía en el lenguaje más grosero y vulgar que yo había oído nunca de labios de una mujer y soltaba punzantes palabrotas tan deprisa como una ametralladora escupe las balas. Después de la vida aséptica que yo había llevado en la granja, me resultaba refrescante tratar con alguien que no estaba condicionado por un elevado propósito moral, alguien cuya única meta en la vida era divertirse y ganar todo el dinero que pudiera. Así que nos hicimos amigos, y dejábamos al maestro Yehudi entregado a su angustia mientras nosotros sudábamos durante los largos y aburridos días del caluroso verano de Wichita.

Yo sabía que ella me tenía cariño, pero no quiero exagerar la profundidad de su afecto, por lo menos no en aquella primera etapa. La señora Witherspoon tenía una razón concreta para tenerme contento, y aunque me halagaría creer que era porque me encontraba un compañero valioso, un tipo divertido y audaz, la verdad era que estaba pensando en la futura salud de su cuenta bancaria. ¿Por qué, si no, habría de molestarse una mujer de su pujanza y atractivo sexual en hacerse amiga de un crío de pilila diminuta como yo? Ella me veía como una oportunidad comercial, un símbolo del dólar en forma de niño, y sabía que si mi carrera era llevada con el cuidado y la perspicacia necesarios, iba a convertirla en la mujer más rica de trece condados. No digo que no pasáramos buenos ratos juntos, pero siempre era al servicio de sus propios intereses, y me hacía la pelota y me conquistaba para mantenerme en el redil, para asegurarse de que no me escapara antes de que ella hubiera obtenido beneficios de mi talento.

Era lógico. No la culpo por obrar así, y si yo hubiera estado en su lugar, probablemente hubiera hecho lo mismo. Sin embargo, no negaré que a veces me fastidiaba ver la poca impresión que le hacia mi magia. Durante aquellas tristes semanas y meses me mantuve en forma practicando mi número no menos de una o dos horas al día. Para no asustar a la gente que pasaba por delante de la casa me confinaba en el interior, trabajando en la sala del piso de arriba con las cortinas corridas. La señora Witherspoon no sólo raras veces se molestaba en presenciar estas sesiones, sino que las pocas ocasiones en que entraba en la habitación observaba el espectáculo de mis levitaciones sin mover un músculo, estudiándome con la inexpresiva objetividad de un carnicero inspeccionando un pedazo de carne de buey. Por muy extraordinarias que fueran las proezas que yo realizaba, ella las aceptaba como parte del orden natural de las cosas, nada más extraño o inexplicable que el crecimiento de la luna o el ruido del viento. Puede que estuviera demasiado borracha para notar la diferencia entre un milagro y un suceso cotidiano, o puede que el misterio de aquella facultad mía la dejase fría, pero cuando se trataba de diversiones, prefería conducir bajo una tormenta para ver una película de tercera categoría antes que contemplarme flotando por encima de las malditas mesas y sillas de su cuarto de estar. Para ella mi número no era más que un medio para conseguir un fin. Con tal que el fin estuviera asegurado, el medio la tenía sin cuidado.

Pero era buena conmigo, no lo niego. Fueran cuales fueran sus motivos, no escatimaba en diversiones y ni una sola vez dudó en aflojar la pasta en beneficio mío. Dos días después de mi llegada me llevó de compras al centro de Wichita y me equipó con todo un guardarropa nuevo. Después de eso fuimos a la heladería, la confitería, el salón de juegos. Siempre se me adelantaba, y antes incluso de que yo supiera que quería algo, ya me lo estaba ofreciendo, poniéndomelo en las manos con un guiño y una palmadita en la cabeza. Después de todas la dificultades que yo había atravesado, no puedo decir que me opusiera a pasar mis días rodeado de lujo. Dormía en una cama blanda con sábanas bordadas y almohadas de plumas, comía las abundantes comidas que cocinaba Nelly Boggs, la criada de color, y nunca tenía que ponerme los mismos calzoncillos dos mañanas seguidas. La mayoría de las tardes escapábamos del calor dando un paseo por el campo en el sedán verde esmeralda, rodando por las carreteras vacías con las ventanillas abiertas y el aire entrando por todos lados. A la señora Witherspoon la encantaba la velocidad, y creo que nunca la vi más feliz que cuando estaba pisando el acelerador: riéndose entre tragos de su botellita de plata con su pelo rojo rizado agitándose como las patas de una oruga en posición invertida. Aquella mujer no tenía miedo, no tenía conciencia de que un coche que viaja a cien o ciento veinte kilómetros por hora puede matar a alguien. Yo trataba de mantener la calma cuando ella aceleraba así, pero una vez que llegábamos a los noventa o cien, ya no podía dominarme. El pánico que crecía dentro de mi tenía algún efecto en mi vientre, y al poco rato estaba soltando un pedo tras otro, toda una cadena de bombas fétidas acompañadas de una fuerte música staccato. No necesito añadir que casi me moría de la vergüenza, pero la señora Witherspoon no era alguien que dejara pasar sin comentario tales indiscreciones. La primera vez que sucedió, estalló en carcajadas tan fuertes que pensé que su cabeza iba a salir volando. Luego, sin previo aviso, pisó el freno y el coche se detuvo patinando.

– Unos cuantos cuescos más como ésos -dijo-, y tendremos que llevar máscaras antigás en nuestros paseos en coche.

– Yo no huelo nada -dije, dando la única respuesta que me parecía posible.

La señora Witherspoon olfateó ruidosamente, luego frunció la nariz e hizo una mueca.

– Huele otra vez, compañero. Toda la brigada de las alubias está viajando con nosotros, trompeteando desde tu trasero.

– Es sólo un poco de gas -dije, cambiando sutilmente de táctica-. Si no me equivoco, un coche no funciona si no se le llena el depósito de gasolina.

– Depende de los octanos, cielo. La clase de experimento químico del que estamos hablando aquí es probable que nos haga reventar a los dos.

– Bueno, por lo menos es una forma mejor de morir que estrellados contra un árbol.

– No te preocupes, chatito -dijo, suavizando inesperadamente el tono. Alargó la mano y me tocó la cabeza, pasando dulcemente las puntas de los dedos por mi pelo-. Soy una conductora fantástica. Por muy deprisa que vayamos, siempre estarás a salvo con Lady Marion al volante.

– Eso suena bien -dije, disfrutando de la presión de su mano en mi cuero cabelludo-, pero me sentiría mucho mejor si me lo pusiera por escrito.

Ella soltó una risotada breve y ronca y me sonrió.

– Te voy a dar un consejo para el futuro -dijo-. Si piensas que voy demasiado rápido, cierra los ojos y chilla. Cuanto más fuerte chilles, más divertido será para los dos.

Así que eso es lo que hice, o por lo menos lo que intenté hacer. En las salidas siguientes siempre me proponía cerrar los ojos cuando el cuentakilómetros alcanzara los cien, pero algunas veces los pedos se presentaban traidoramente al llegar a noventa, una vez incluso a ochenta (cuando parecía que estábamos a punto de chocar con un camión que venía en dirección contraria y viramos en el último segundo). Esos deslices no hacían nada para beneficiar mi autoestima, pero nada fue peor que el trauma que padecí a principios de agosto cuando se me aflojó el ojo del culo y acabé cagándome en los pantalones. Hacía un calor brutal. No había llovido desde hacía más de dos semanas y todas las hojas de todos los árboles de la llanura estaban cubiertas de polvo. Creo que la señora Witherspoon estaba un poco más borracha que de costumbre, y para cuando dejamos atrás la ciudad se había ido excitando hasta encontrarse en uno de esos estados de ánimo agresivos de que-se-joda-el-mundo. Puso su cacharro a más de setenta y cinco en la primera curva y a partir de ahí no hubo modo de pararla. El polvo volaba por todas partes. Caía sobre el parabrisas, bailaba dentro de nuestra ropa, se metía entre nuestros dientes, y lo único que ella hacia era reírse, pisando el acelerador como si se propusiera superar el récord de velocidad de la carretera de Mokey Dugway. Cerré los ojos y aullé a pleno pulmón, agarrándome al salpicadero mientras el coche se bamboleaba y rugía por la seca carretera. Al cabo de veinte o treinta segundos de creciente terror, comprendí que había llegado mi hora. Iba a morirme en aquella carretera y estaba viviendo mis últimos momentos en la tierra. Fue entonces cuando se me escapó el zurullo: un mojón blando y resbaladizo que cayó en mis calzoncillos con una cálida y nauseabunda humedad y luego empezó a escurrirse por mi pierna. Cuando me di cuenta de lo que había sucedido, no se me ocurrió mejor reacción que echarme a llorar.

Mientras tanto, el paseo continuaba, y para cuando el coche se detuvo, unos diez o doce minutos después, yo estaba completamente empapado, de sudor, de mierda, de lágrimas. Todo mi ser estaba inundado de fluidos corporales y desdicha.

– Bueno, vaquero -anunció la señora Witherspoon, encendiendo un cigarrillo para saborear su triunfo-. Lo logramos. Hemos batido la marca del siglo. Te apuesto a que soy la primera mujer de todo este estado de mojigatos que ha hecho esto nunca. ¿Qué te parece? Está bastante bien para una vieja fea como yo, ¿no?

– Usted no es una vieja fea, señora -dije.

– Ah, muy amable. Te lo agradezco. Tienes buena mano con las damas, muchacho. Dentro de unos cuantos años harás que caigan redondas a tus pies con esa labia.

Yo deseaba seguir charlando con ella de ese modo, tan tranquilo como si no hubiera pasado nada, pero ahora que el coche había parado, el olor de mis pantalones se estaba haciendo más perceptible, y yo sabía que era sólo cuestión de segundos el que se descubriera mi secreto. La humillación me atormentaba de nuevo, y antes de poder decir una palabra más, estaba sollozando con las manos sobre la cara.

– ¡Jesús, Walt! -la oí decir-. ¡Dios santo! Esta vez te lo has hecho de verdad,¿no?

– Lo siento -dije, sin atreverme a mirarla-. No pude remediarlo.

– Probablemente son todos esos caramelos que te he estado dando. Tus tripas no están acostumbradas a ellos.

– Puede. O puede que sea que no tengo agallas, simplemente.

– No seas bobo, muchacho. Has tenido un pequeño accidente, eso es todo. Le ocurre a todo el mundo.

– Claro. Mientras lleva pañales. No me he sentido más avergonzado en toda mi vida.

– Olvídalo. Este no es el momento de compadecerte de ti mismo. Tenemos que limpiarte el trasero antes de que algo de esa plasta manche la tapicería. ¿Me estás oyendo, Walt? Me tienen sin cuidado tus malditos movimientos intestinales, lo único que no quiero es que mi coche pague el pato. Hay un estanque detrás de esos árboles y ahí es donde voy a llevarte ahora. Te quitaremos la mostaza y la salsa con un buen restregón y te quedarás como nuevo.

Yo no tenía más remedio que seguirla. Fue bastante espantoso tener que ponerme de pie y andar, con todo el chapoteo y el culebreo que tenía lugar dentro de mis pantalones, y puesto que no había dejado de sollozar, mi pecho subía y bajaba y se estremecía, emitiendo toda una gama de extraños sonidos medio ahogados. La señora Witherspoon iba delante de mí, guiándome hacia el estanque. Éste se hallaba a unos treinta metros de la carretera, separado de su entorno por una barrera de árboles raquíticos y matorrales, un pequeño oasis en medio de la planicie. Cuando llegamos a la orilla, me dijo que me desnudara, apremiándome con un tono de voz impersonal. Yo no quería hacerlo, por lo menos no mientras ella estuviera mirándome, pero una vez que me di cuenta de que no iba a volverse de espaldas, clavé los ojos en el suelo y me sometí a la penosa experiencia. Primero me desató los zapatos y me quitó los calcetines; luego, sin la más ligera pausa, me desabrochó el cinturón y la bragueta y dio un tirón. Los pantalones y los calzoncillos cayeron hasta mis tobillos de golpe, y allí estaba yo de pie con el pito al aire delante de una mujer adulta, mis blancas piernas manchadas de churretes marrones y mi culo apestando como la basura del día anterior. Ciertamente, fue uno de los momentos más bajos de mi vida, pero el inmenso mérito de la señora Witherspoon (y esto es algo que no he olvidado nunca) consistió en que no emitió ni un sonido. Ni un gruñido de asco, ni una boqueada de horror. Con toda la ternura de una madre lavando a su hijo recién nacido, metió las manos en el agua y comenzó a limpiarme, mojando y frotando mi piel desnuda hasta eliminar todo rastro de mi vergüenza.

– Ya está -dijo, secándome con un pañuelo que sacó de su bolso de cuentas rojas-. Ojos que no ven, corazón que no siente.

– Eso está muy bien -dije-, pero ¿qué hacemos con los calzoncillos sucios?

– Se los dejamos aquí a los pájaros, y eso vale también para los pantalones.

– ¿Y espera que vuelva a casa así? ¿Sin ponerme nada en los bajos?

– ¿Por qué no? Los faldones de la camisa te llegan a las rodillas, y además no hay mucho que esconder. Se trata de cosas microscópicas, muchacho, como las joyas de la corona de Liliput.

– No lance calumnias sobre mis partes, señora. Puede que para usted sean bagatelas, pero yo estoy orgulloso de ellas de todas formas.

– Por supuesto. Y eres un pajarito muy bonito, Walt, con esas pelotitas peladas y esos muslos suaves de bebé. Tienes todo lo que hace falta para ser un hombre. -Y entonces, para asombro mío, cogió todo mi paquete con la palma de su mano y le dio una buena y sana sacudida-. Pero todavía no lo eres. Además, nadie te verá en el coche. Hoy nos saltaremos la heladería e iremos derechos a casa. Si eso te hace sentirte mejor, te meteré en casa a hurtadillas por la puerta trasera. ¿Qué te parece? Yo soy la única que lo sabrá, y puedes apostar tu último dólar a que nunca se lo diré a nadie.

– ¿Ni siquiera al maestro?

– Al maestro menos que a nadie. Lo que ha sucedido aquí hoy quedará estrictamente entre nosotros.

Aquella mujer podía ser una buena persona, y cuando realmente contaba, era casi la mejor del mundo. Otras veces, sin embargo, yo no me aclaraba con ella. Justo cuando pensabas que era tu amiga del alma, daba media vuelta y hacia algo inesperado -tomarte el pelo, por ejemplo, o rechazarte, o quedarse callada- y el hermoso mundo en el que habías estado viviendo se agriaba de pronto. Había muchas cosas que yo no comprendía, cosas de adultos que aún escapaban a mi entendimiento, pero poco a poco empecé a darme cuenta de que suspiraba por el maestro Yehudi. Se emborrachaba hasta perder el sentido mientras esperaba que él reaccionara, y si las cosas hubieran seguido así mucho más tiempo, no dudo de que ella habría perdido los estribos.

El momento crucial llegó dos noches después del episodio de la mierda. Estábamos sentados en unas tumbonas en el jardín trasero, viendo cómo las luciérnagas entraban y salían como un rayo de los arbustos y escuchando a los grillos chicharrear sus metálicas canciones. Eso pasaba por ser entretenimiento a lo grande en aquellos tiempos, incluso en los llamados bulliciosos años veinte. Odio desdorar las leyendas populares, pero no era mucho lo que bullía en Wichita, y al cabo de dos meses de explorar aquella soñolienta villa en busca de ruido y diversión, habíamos más que agotado los recursos disponibles. Habíamos visto todas las películas, sorbido todos los helados, jugado en todas las máquinas tragaperras, montado en todos los tiovivos. Ya no valía la pena hacer el esfuerzo de salir y durante varias noches seguidas nos habíamos quedado en casa, dejando que la apatía se extendiera por nuestros huesos como una enfermedad mortal. Recuerdo que esa noche yo estaba bebiendo un vaso de limonada tibia y la señora W. se estaba cogiendo otra juma, y ninguno de los dos había perforado el silencio desde hacía más de cuarenta minutos.

– ¡Y yo creía -dijo ella finalmente, siguiendo alguna secreta sucesión de ideas- que era el garañón más brioso que jamás había salido al trote de la maldita caballeriza!

Tomé un sorbito de mi bebida, miré las estrellas en el cielo nocturno y bostecé.

– ¿Quién? -dije, sin molestarme en ocultar mi aburrimiento.

– ¿Quién iba a ser, bobo?

Su dicción era confusa y apenas comprensible. Si no la hubiese conocido, la habría tomado por un boxeador con los sesos machacados.

– ¡Ah! -dije, comprendiendo de pronto por dónde iba la conversación.

– Sí, el mismo, el señor Pájaro, a ése me refiero.

– Bueno, él está mal ahora, señora, ya lo sabe, y lo único que podemos hacer es esperar que su alma se cure antes de que sea demasiado tarde.

– No estoy hablando de su alma, idiota. Estoy hablando de su pito. Sigue teniéndolo, ¿no?

– Supongo que sí. Pero no tengo la costumbre de preguntarle por él.

– Bueno, un hombre tiene que cumplir con su obligación. No puede dejar a una chica en seco durante dos meses y esperar irse de rositas. Las cosas no son así. Un conejito necesita amor. Necesita que lo acaricien y lo alimenten, igual que cualquier otro animal.

Incluso en la oscuridad, sin que hubiera nadie mirándome, noté que me ruborizaba.

– ¿Está usted segura de que quiere decirme todo esto, señora Witherspoon?

– No tengo a nadie más, corazón. Y, además, ya eres lo bastante mayor como para saber estas cosas. No querrás ir por la vida como todos esos otros zopencos, ¿verdad?

– Siempre pensé que dejaría que la naturaleza se cuidara de sí misma.

– Ahí es donde te equivocas. Un hombre tiene que cuidar su tarro de miel. Tiene que asegurarse de que el tapón está puesto y no se queda sin jugo. ¿Oyes lo que te digo?

– Creo que sí.

– ¿Crees que sí? ¿Qué clase de estúpida contestación es ésa?

– Sí, la oigo.

– No es que no haya tenido otras ofertas, ¿sabes? Soy una chica joven y sana, y estoy harta de esperarle. Llevo todo el verano jugueteando con mi propio chocho y ya no aguanto más. No puedo dejarlo más claro, ¿verdad?

– Según he oído, usted ya ha rechazado al maestro tres veces.

– Bueno, las cosas cambian, ¿no, señor Sabelotodo?

– Puede que sí y puede que no. No soy quién para decirlo.

La cosa estaba a punto de ponerse fea, y yo no quería tomar parte en ello, quedarme allí sentado oyéndola decir disparates sobre su coño decepcionado. Yo no estaba preparado para sostener esa clase de conversación, y aunque yo también estaba enojado con el maestro, no tenía valor para participar en un ataque contra su virilidad. Podía haberme levantado y haberme marchado, supongo, pero entonces ella habría empezado a gritarme y nueve minutos después todos los polis de Wichita habrían estado allí, en el jardín, y nos habrían llevado a la cárcel por alteración del orden público.

Resultó que no tenía por qué preocuparme. Antes de que ella pudiera decir una palabra más, un fuerte ruido estalló de pronto dentro de la casa. Era más un retumbo que un estampido, creo, una especie de detonación larga y hueca que inmediatamente dio paso a varios resonantes batacazos: ¡zas, zas!, ¡pum!, como si las paredes estuvieran a punto de venirse abajo. Por alguna razón, a la señora Witherspoon esto le pareció gracioso. Echó la cabeza hacia atrás con un ataque de risa y durante los próximos quince segundos el aire salió de su gaznate como un enjambre de saltamontes voladores. Yo nunca había oído una risa semejante. Sonaba como una de las diez plagas, como ginebra de doscientos grados, como cuatrocientas hienas rondando por las calles de la Ciudad de la Locura. Luego, mientras los porrazos continuaban, ella empezó a desbarrar a voz en cuello.

– ¿Oyes eso? -gritaba-. ¿Oyes eso, Walt? ¡Soy yo! ¡Ése es el sonido de mis pensamientos, el sonido de los pensamientos que saltan en mi cerebro! ¡Igual que palomitas de maíz, Walt! ¡Mi cráneo está a punto de partirse en dos! ¡Ja, ja, ja! ¡Toda mi cabeza va a estallar en pedacitos!

Justo entonces, los porrazos fueron sustituidos por el ruido de cristales rotos. Primero se rompió una cosa, luego otra: tazas, espejos, botellas, un estrépito ensordecedor. Resultaba difícil saber qué era, pero cada cosa sonaba de un modo diferente, y aquello continuó largo tiempo, más de un minuto, diría yo, y después de los primeros segundos el estruendo estaba por todas partes, la noche entera vibraba con el sonido del cristal hecho añicos. Sin pensarlo, me levanté de un salto y corrí hacia la casa. La señora Witherspoon hizo una tentativa de seguirme, pero estaba demasiado beoda para ir muy lejos. Lo último que recuerdo es que miré hacia atrás y la vi resbalar y caer de bruces, igual que un borracho de película cómica. Soltó un gañido, luego, comprendiendo que no tenía sentido tratar de levantarse, comenzó otra juerga de risas alcohólicas. Así fue como la dejé: rodando por el suelo y riéndose, riéndose hasta echar sus pobres tripas ajumadas por todo el césped.

La única idea que pasó por mi cabeza fue que alguien había entrado en la casa y estaba atacando al maestro Yehudi. Para cuando entré por la puerta trasera y empecé a subir las escaleras, sin embargo, todo estaba tranquilo de nuevo. Esto me pareció extraño, pero aún más extraño fue lo que sucedió a continuación. Crucé el vestíbulo hasta la habitación del maestro, llamé suavemente a la puerta y le oí decir con voz clara y perfectamente normal:

– Adelante.

Así que entré, y allí estaba el maestro Yehudi, de pie en medio de la habitación, en bata y zapatillas, con las manos en los bolsillos y una curiosa sonrisita en la cara. Todo era destrucción a su alrededor. La cama estaba hecha pedazos, las paredes melladas, un millón de plumas blancas flotaban en el aire. Marcos rotos, cristales rotos, sillas rotas, pedazos de cosas irreconocibles, todo esparcido por el suelo como escombros. Me dio un par de segundos para asimilar lo que estaba viendo, y luego habló, dirigiéndose a mi con toda la calma de un hombre que acaba de salir de un baño caliente.

– Buenas noches, Walt -dijo-. ¿Qué te trae por aquí a esta hora tardía?

– Maestro Yehudi -dije-. ¿Está usted bien?

– ¿Bien? Por supuesto que estoy bien. ¿Es que no lo parezco?

– No sé. Sí, bueno, puede que sí. Pero esto -dije, indicando los añicos a mis pies-, ¿qué es esto? No lo entiendo. La habitación es un revoltijo, todo está hecho trizas.

– Un ejercicio de catarsis, hijo.

– ¿Un ejercicio de qué?

– No importa. Es una especie de medicina para el corazón, un bálsamo para curar el espíritu.

– ¿Quiere decir que todo esto lo ha hecho usted?

– Había que hacerlo. Lamento el escándalo, pero antes o después había que hacerlo.

Por la forma en que me miraba, intuí que había vuelto a ser él mismo. Su voz había recobrado su timbre altivo y parecía estar mezclando la amabilidad y el sarcasmo con la antigua y conocida astucia.

– ¿Quiere eso decir -dije, sin atreverme aún a esperarlo-, quiere eso decir que las cosas van a ser diferentes a partir de ahora?

– Tenemos la obligación de recordar a los muertos. Esa es la ley fundamental. Si no los recordásemos, perderíamos el derecho a llamarnos humanos. ¿Me captas, Walt?

– Sí, señor, le capto. No pasa un día en que no piense en nuestros seres queridos y en lo que les hicieron. Sólo que…

– Sólo qué, Walt?

– Sólo que el tiempo pasa, y cometeríamos una injusticia con el mundo si no pensásemos también en nosotros.

– Tienes una mente rápida, hijo. Puede que todavía haya esperanza para ti.

– No soy sólo yo, entiéndalo. También está la señora Witherspoon. Durante las dos últimas semanas ha ido cogiéndose una rabieta tremenda. Si mis ojos no me engañan, creo que se ha desmayado en el jardín y está roncando en un charco de su propio vómito.

– No voy a disculparme por cosas que no necesitan disculpa. Hice lo que tenía que hacer y me llevó el tiempo que tenía que llevarme. Ahora empieza un nuevo capítulo. Los demonios han huido y la negra noche del alma ha terminado.

– Respiró hondo, sacó las manos de los bolsillos y me cogió firmemente por el hombro-. ¿Qué me dices, hombrecito? ¿Estás listo para mostrar tus facultades?

– Estoy listo, jefe. Puede apostar sus botas a que lo estoy. Consígame un sitio donde hacerlo, y seré su chico hasta que la muerte nos separe.


Hice mi primera actuación pública el veinticinco de agosto de 1927, presentándome como Walt el Niño Prodigio en un único espectáculo en la Feria del Condado de Pawnee en Larned, Kansas. Sería difícil imaginar un debut más modesto, pero, tal y como se desarrollaron las cosas, faltó un pelo para que fuese mi canto del cisne. No es que yo estropeara el número, pero la multitud era tan estridente y mezquina, estaba tan llena de borrachos y abucheadores, que, de no haber sido por la rapidez mental del maestro, puede que no hubiese vivido para ver un nuevo día.

Habían acordonado un campo al otro lado de la exposición hortícola, más allá de los puestos con las mazorcas de maíz premiadas, la vaca de dos cabezas y el cerdo de trescientos kilos, y recuerdo que recorrí lo que me pareció un kilómetro antes de llegar a un pequeño estanque de agua verde y turbia con espumilla blanca flotando en la superficie. Me pareció un sitio deplorable para tan histórica ocasión, pero el maestro quería que empezase a pequeña escala, sin bombo ni platillo.

– Incluso Ty Cobb jugó en las ligas de tercera -dijo, cuando nos bajábamos del coche de la señora Witherspoon-. Es preciso que tengas unas cuantas actuaciones en tu haber. Si lo haces bien aquí, empezaremos a hablar del gran momento dentro de unos meses.

Desgraciadamente, no había tribuna para los espectadores, lo cual contribuía a que hubiese muchas piernas cansadas y quejas desabridas, y con las entradas a diez centavos, el público ya estaba sintiéndose embaucado antes de que yo hiciese mi aparición. No habría más de sesenta o setenta personas, un puñado de paletos de cuello grueso con monos y camisas de franela, delegados del Primer Congreso Internacional de Palurdos. La mitad de ellos estaban bebiendo whisky casero en pequeños frascos marrones de jarabe para la tos y la otra mitad acababan de terminar los suyos y estaban deseosos de más. Cuando el maestro Yehudi se adelantó con su frac negro y su sombrero de copa para anunciar el debut mundial de Walt el Niño Prodigio, empezaron los comentarios chistosos y los insultos. Puede que no les gustara su ropa o puede que les desagradara su acento de Brooklyn-Budapest, pero estoy seguro de que no ayudó mucho el hecho de que yo llevara el peor vestuario de los anales del espectáculo: una túnica blanca larga que me hacía parecer un san Juan Bautista enano, junto con sandalias de cuero y una cuerda de cáñamo atada a la cintura. El maestro había insistido en lo que él llamaba un «aspecto ultramundano», pero yo me sentía un cretino con aquel atuendo, y cuando oí que un gracioso gritaba a voz en cuello «Walt la Niña Prodigio» comprendí que no era el único que tenía aquella impresión.

Si encontré el valor necesario para empezar, fue sólo gracias a Aesop. Yo sabía que él me estaba mirando desde dondequiera que se encontrase y no iba a permitirme fallarle. Él contaba con que yo tuviera una actuación brillante, y pensara de mí lo que pensara aquella chusma de necios borrachos, le debía a mi hermano el hacerlo lo mejor que pudiera. Así que anduve hasta el borde del estanque y me dispuse para mi rutina de extender los brazos y entrar en trance, procurando no escuchar la rechifla y los insultos. Oí algunos ¡oh! y ¡ah! cuando mi cuerpo se elevó del suelo, pero débilmente, sólo débilmente, porque para entonces ya estaba en un mundo separado, aislado de amigos y enemigos por igual en la gloria de mi ascensión. Era mi primera actuación pública, pero ya tenía las cualidades esenciales de un artista del espectáculo, y estoy seguro de que habría conquistado a la gente de no ser por un imbécil al que se le ocurrió arrojarme una botella. Había diecinueve posibilidades contra una de que el proyectil pasara volando a mi lado sin hacerme daño, pero aquél era un día de chiripas e improbabilidades y el dichoso objeto me dio de lleno en el coco. El golpe estropeó mi concentración (por no hablar de que me dejó inconsciente), y antes de que supiera lo que pasaba, estaba hundiéndome como un saco de monedas hasta el fondo del estanque. Si el maestro no hubiese estado alerta y no se hubiera tirado de cabeza tras de mi sin molestarse en quitarse el frac, probablemente me habría ahogado en aquel miserable agujero y aquélla habría sido mi primera y última salida a escena.

Así que nos marchamos de Lamed avergonzados, huimos de allí mientras aquellos sanguinarios patanes nos tiraban huevos, piedras y tajadas de sandia. A nadie parecía importarle que yo hubiese estado a punto de morir a consecuencia de aquel golpe en la cabeza y continuaron riéndose mientras el buen maestro me rescataba del agua y me llevaba a la seguridad del coche de la señora W. Yo estaba aún medio delirante a causa de mi visita a los fondos marinos y tosí y vomité sobre la camisa del maestro mientras él corría por el campo con mi cuerpo mojado saltando en sus brazos. No pude oír todo lo que decían, pero llegó a mis oídos lo suficiente como para deducir que las opiniones estaban fuertemente divididas. Algunas personas adoptaban el punto de vista religioso, afirmando atrevidamente que estábamos aliados con el diablo. Otros nos llamaban farsantes y charlatanes, y había quienes no tenían ninguna opinión. Gritaban por el puro placer de gritar, contentos simplemente de formar parte del alboroto mientras lanzaban coléricos aullidos sin palabras. Afortunadamente, el coche nos esperaba al otro lado de la zona acordonada y conseguimos meternos dentro antes de que los camorristas nos alcanzaran. Unos cuantos huevos se estrellaron contra la ventanilla trasera mientras arrancábamos, pero no se rompió ningún cristal ni se oyó ningún disparo y, bien mirado, supongo que tuvimos suerte de escapar con el pellejo intacto.

Debimos recorrer unos tres kilómetros antes de que ninguno de los dos encontrara el valor necesario para hablar. Ahora circulábamos por entre granjas y pastos, traqueteando por un camino apartado lleno de baches, con la ropa empapada. A cada sacudida del coche, otro chorro de agua de estanque brotaba de nuestros cuerpos y mojaba la lujosa tapicería de ante de la señora Witherspoon. Parece gracioso al contarlo, pero yo no tenía las menores ganas de reír en aquel momento. Iba sentado en el asiento delantero, reconcomido, tratando de controlar mi mal humor y averiguar qué era lo que había salido mal. A pesar de sus errores, no parecía justo culpar al maestro. Él había sufrido mucho, y yo sabía que su juicio no era todo lo que debería ser. Pero la culpa era mía por haberle seguido la corriente. Nunca debí haber permitido que me metieran en una operación tan mal planeada y necia. Era mi pellejo el que estaba en peligro y, en resumidas cuentas, era asunto mío protegerlo.

– Bueno, socio -dijo el maestro, haciendo lo posible por sonreír-, bienvenido al mundo del espectáculo.

– Eso no ha sido un espectáculo -dije-. Lo que ha sucedido allí ha sido asalto y agresión. Ha sido como caer en una emboscada y que te arranquen el cuero cabelludo.

– Esos son los zarandeos y los revolcones, el toma y daca de las multitudes, muchacho. Una vez que se levanta el telón, nunca se sabe qué va a ocurrir.

– No pretendo ser irrepestuoso, señor, pero esta clase de charla no es más que pura palabrería.

– Ajá -dijo él, divertido por mi atrevida respuesta-. El muchachito está enfadado. Y ¿qué clase de charla propone que tengamos, señor Rawley?

– Una charla práctica, señor. La clase de charla que nos impedirá repetir nuestras equivocaciones.

– No nos hemos equivocado. Hemos atraído a un mal público, eso es todo. Unas veces se tiene suerte y otras no.

– La suerte no tiene nada que ver con esto. Hoy hemos hecho muchas tonterías y hemos acabado pagándolas.

– A mí me ha parecido que has estado brillante. De no ser por esa botella voladora, habría sido un éxito de cuatro estrellas.

– Bueno, para empezar, sinceramente, me gustaría abandonar este disfraz. Es el vestuario más horroroso que he visto nunca. No necesitamos adornos ultramundanos. El número ya tiene suficiente de eso, y no debemos confundir a la gente vistiéndome como un ángel mariquita. Les molesta. Hace que parezca que pretendo ser mejor que ellos.

– Lo eres, Walt. No lo olvides nunca.

– Puede. Pero si se lo hacemos saber, la hemos jodido. Estaban contra mí antes de que empezara.

– El disfraz no tiene nada que ver con eso. Esa gente estaba ajumada, borracha como una cuba. Estaban tan bizcos que ninguno de ellos vio siquiera lo que llevabas puesto.

– Es usted el mejor profesor que existe, maestro, y le estoy verdaderamente agradecido por haberme salvado la vida hoy, pero, en este asunto concreto, está usted todo lo equivocado que pueda estar un hombre. El disfraz apesta. Lamento ser tan brusco, pero, por mucho que me grite, no pienso volver a ponérmelo nunca.

– ¿Por qué iba a gritarte? Estamos juntos en esto, hijo, y eres libre de expresar tus opiniones. Si quieres vestirte de otro modo, lo único que tienes que hacer es decírmelo.

– ¿En serio?

– Tenemos un largo viaje hasta Wichita, y no hay razón para que no discutamos estas cosas ahora.

– No quisiera parecer quejica -dije, entrando de un salto por la puerta que acababa de abrirme-, pero, tal y como yo lo veo, no tenemos nada que hacer si no los conquistamos desde el principio. A estos rústicos no les gustan las cosas finas. No les agradó su traje de pingüino y no les agradó mi túnica de mariquita. Y toda esa charla pomposa que les echó al principio, no se enteraron de la misa la media.

– No era más que un galimatías. Sólo para ponerles en el estado de ánimo adecuado.

– Lo que usted diga. Pero ¿qué le parece si nos la saltamos en el futuro? Hágalo sencillo y coloquial, ya sabe, algo como: «Señoras y caballeros, estoy orgulloso de presentarles a…», y luego se retira y deja que entre yo. Si se pone un simple traje de sarga y un bonito canotier, nadie se ofenderá. Pensarán que es usted un tipo simpático y bonachón que trata de ganarse unos pavos honradamente. Ésa es la clave, ése es el intríngulis. Me presento ante ellos como un pequeño ignorante, un cándido muchacho campesino vestido con un mono de dril y una camisa a cuadros. Ni zapatos, ni calcetines; un cualquiera descalzo con la misma jeta de bruto que sus propios hijos y sobrinos. Me echan un vistazo y se tranquilizan. Es como si fuera un miembro de la familia. Y entonces, en el momento en que empiezo a elevarme por el aire, se les para el corazón. Es así de sencillo. Primero se les ablanda y luego se les embruja. Tiene que salir bien. A los dos minutos de empezar el número estarán comiendo en nuestras manos como ardillas.

Tardamos casi tres horas en llegar a casa y estuve hablando durante todo el viaje, diciéndole al maestro lo que pensaba como no lo había hecho nunca. Cubrí todo lo que se me ocurrió -desde trajes a fechas, desde venta de entradas a música, desde horarios a publicidad- y él me dejó hablar. No hay duda de que estaba impresionado, puede que incluso un poco desconcertado por mi minuciosidad y mis firmes opiniones, pero yo estaba luchando por mi vida aquella tarde, y no habría ayudado a la causa que me callase y midiese las palabras. El maestro Yehudi había botado un barco que estaba lleno de agujeros, y en lugar de tratar de taponar esos agujeros mientras entraba el agua y nos hundíamos, yo quería llevarlo de nuevo a puerto y reconstruirlo de arriba abajo. El maestro escuchó mis ideas sin interrumpirme ni burlarse de mí. Y al final cedió en la mayoría de los puntos que yo había planteado. No debió resultarle fácil aceptar su fracaso como empresario de espectáculos, pero el maestro Yehudi quería que las cosas salieran bien tanto como yo, y era lo bastante noble como para admitir que nos había llevado por mal camino. No era que no tuviese un método, pero ese método estaba pasado de moda, era más apropiado para el estilo cursi de antes de la guerra en el que él había crecido que para el ritmo agitado de los nuevos tiempos. Yo buscaba algo moderno, algo sencillo, claro y directo, y poco a poco conseguí convencerle, hacerle adoptar un enfoque diferente. Sin embargo, en ciertos temas se negó a ceder. Yo estaba interesado en llevar el número a Saint Louis y exhibirme ante mis antiguos paisanos, pero él cortó esta propuesta de raíz.

– Ése es el lugar más peligroso del mundo para ti -me dijo-, y en el mismo momento en que vuelvas allí estarás firmando tu sentencia de muerte. Ten presente lo que te digo. Saint Louis es un lugar maldito. Es un sitio envenenado, y nunca saldrás vivo de allí.

Yo no podía comprender su vehemencia, pero hablaba como alguien que está totalmente decidido y yo no tenía modo de contradecirle. Sus palabras resultaron ser plenamente acertadas. Sólo un mes después de que me las dijera, Saint Louis fue asolado por el peor tornado del siglo. El torbellino pasó por la ciudad como una bala de cañón salida del infierno y cuando la dejó atrás cinco minutos después, mil edificios habían quedado arrasados, cien personas habían muerto y otras dos mil yacían retorciéndose entre los escombros con los huesos rotos y sangrando por sus heridas. Ese día nosotros íbamos camino de Vernon, Oklahoma, en la quinta etapa de una gira de catorce ciudades, y cuando cogí la edición de la mañana del periódico local y vi las fotografías de la primera página, casi vomito el desayuno. Había creído que el maestro había perdido sus dotes de percepción, pero le había subestimado. Sabía cosas que yo no sabría nunca, oía cosas que nadie más oía, y ningún hombre del mundo podía compararse con él. Si alguna vez volvía a dudar de sus palabras, me dije, que el Señor me derribara y echara mi cadáver a los cerdos.

Pero voy demasiado deprisa. El tornado no llegó hasta finales de septiembre, y por el momento estamos aún a veinticinco de agosto. El maestro Yehudi y yo estamos todavía sentados en el coche con la ropa mojada y fría, volviendo a casa de la señora Witherspoon en Wichita. Después de nuestra larga conversación sobre la reforma del número, empezaba a sentirme un poco mejor respecto a nuestras perspectivas, pero no me atrevería a decir que estaba totalmente tranquilo. Borrar del mapa a Saint Louis era una cosa, una pequeña diferencia de opinión, pero había otros asuntos que me preocupaban más profundamente. Fallos esenciales del acuerdo, podríamos llamarlos, y ahora que había desnudado mi alma acerca de tantas cosas pensé que debía ir por todas. Así que me lancé y saqué a colación el tema de la señora Witherspoon. Nunca me había atrevido a hablar de ella antes y confiaba en que el maestro no fuera a quitarse el cinturón y darme con él en los morros.

– Puede que no sea asunto mío -dije, avanzando con todo el cuidado que pude-, pero sigo sin ver por qué no ha venido con nosotros la señora Witherspoon.

– No quiso estorbarnos -dijo el maestro-. Pensó que podría traernos mala suerte.

– Pero ella es nuestra patrocinadora, ¿no? Es la que paga las cuentas. Uno pensaría que no querría perdernos de vista para vigilar su inversión.

– Es lo que se llama un socio silencioso.

– ¿Silencioso? Me está tomando el pelo, jefe. Esa señora es tan silenciosa como una fábrica de coches. Es capaz de arrancarte la oreja de un mordisco y escupir los pedazos antes de que tú puedas meter baza.

– En la vida, sí. Pero yo estoy hablando de negocios. En la vida, no hay duda de que tiene lengua. No voy a discutírtelo.

– No sé cuál es su problema, pero todos esos días en que usted estuvo fuera de circulación, ella hizo algunas cosas muy raras. No digo que no sea una buena persona y todo eso, pero había veces, permítame que se lo diga, había veces en que me daban escalofríos al ver las cosas que hacia.

– Ha estado trastornada. No puedes culparla por ello, Walt. Ha pasado algunos malos tragos en estos últimos meses, y es mucho más frágil de lo que tú crees. Simplemente, tienes que tener paciencia con ella.

– Eso es más o menos lo mismo que ella me dijo respecto a usted.

– Es una mujer inteligente. Un poco nerviosa, quizá, pero tiene una buena cabeza sobre los hombros y el corazón en su sitio.

– Madre Sioux, que su alma descanse en paz, me dijo una vez que usted estaba dispuesto a casarse con ella.

– Lo estuve, luego dejé de estarlo. Luego lo estuve otra vez. Luego ya no. Ahora… ¡quién sabe! Si los años me han enseñado algo, muchacho, es que cualquier cosa puede suceder. Cuando se trata de hombres y mujeres, nunca puedes apostar nada.

– Sí, es bastante retozona, hay que reconocerlo. Justo cuando crees que la tienes bien atada, se suelta de la ligadura y sale disparada hacia el prado de al lado.

– Exactamente. Lo cual explica por qué a veces lo mejor es no hacer nada. Si te quedas quieto a la espera, hay una posibilidad de que aquello que estás esperando venga directamente a ti.

– Todo eso es demasiado profundo para mí, señor.

– No eres el único, Walt.

– Pero si alguna vez se casan, apuesto doble contra sencillo a que no será un camino de rosas.

– No te preocupes por eso. Concéntrate en tu trabajo y déjame a mí los asuntos amorosos. No necesito consejos de la chiquillería. Es mi canción, y la cantaré a mi manera.

No tuve huevos para llevar más lejos la conversación. El maestro Yehudi era un genio y un brujo, pero yo tenía cada vez más claro que no entendía en absoluto a las mujeres. Yo estaba en el secreto de los pensamientos más íntimos de la señora Witherspoon, había escuchado sus rijosas confidencias de borracha en muchas ocasiones, y sabía que el maestro no iba a llegar a ninguna parte con ella a menos que cogiera el toro por los cuernos. Ella no quería deferencias, ella quería que la tomaran por asalto y la conquistaran, y cuanto más tiempo titubeara él, menores serian sus posibilidades. Pero ¿cómo decirle eso? No podía hacerlo. No si tenía aprecio a mi propio pellejo, así que mantuve la boca cerrada y lo dejé correr. Era su maldito asunto, me dije, y si él estaba tan decidido a echarlo a perder, ¿quién era yo para impedírselo?

Así que volvimos a Wichita y estuvimos muy atareados haciendo planes para empezar de nuevo. La señora W. no dijo ni palabra acerca de las manchas de agua de los asientos, pero supongo que las consideró un coste comercial, parte del riesgo que corres cuando pones tus miras en hacer mucho dinero. Tardamos unas tres semanas en ultimar los preparativos -fijar las fechas de las actuaciones, imprimir octavillas y carteles, ensayar el nuevo número- y durante ese tiempo el maestro y la señora Witherspoon estuvieron bastante amartelados, mucho más tiernos de lo que yo había esperado. Pensé que a lo mejor me equivocaba y que el maestro sabía exactamente lo que hacía. Pero luego, el día de nuestra partida, él cometió un error, una metedura de pata táctica que reveló la debilidad de su estrategia global. Lo vi con mis propios ojos, de pie en el porche mientras el maestro y la señora se despedían, y fue lastimoso de ver, un triste capítulo en la historia de las penas de amor.

– Hasta pronto, chica -dijo él-. Nos veremos dentro de un mes y tres días.

– Partid, muchachos, hacia las tierras salvajes y desoladas -dijo ella.

Después de eso hubo un embarazoso silencio, y, como me sentía incómodo, abrí la bocaza y dije:

– ¿Qué me dice, señora? ¿Por qué no se mete en el coche y se viene con nosotros?

Vi que sus ojos se iluminaban cuando dije eso, y tan seguro como que Roma y amor son la misma palabra leída al revés, ella habría dado seis años de su vida por dejarlo todo y subirse a ese coche. Se volvió al maestro y le dijo:

– Bueno, ¿qué te parece? ¿Debería ir con vosotros o no?

Y él, como un verdadero gilipollas, le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo:

– Como tú quieras, querida.

Los ojos de ella se nublaron por un segundo, pero aún no estaba todo perdido. Todavía con la esperanza de oír las palabras adecuadas de sus labios, lo intentó de nuevo y dijo:

– No, decídelo tú. No quiero estorbaros.

Y él contestó:

– Eres libre, Marion. No me corresponde a mí decirte lo que debes hacer.

Y ahí se acabó todo. Vi que la luz de sus ojos se apagaba; su cara se cerró con una expresión tensa e irónica; y se encogió de hombros.

– Da igual -dijo-. Además, aquí hay mucho que hacer.

– Luego, con una valiente sonrisita forzada, añadió-: Mándame una postal cuando tengas una oportunidad. Que yo sepa, siguen siendo muy baratas.

Y eso fue todo, amigos. La oportunidad de una vida, perdida para siempre. El maestro la dejó escapar entre sus dedos, y lo peor de todo es que creo que ni siquiera se dio cuenta de lo que había hecho.


Viajamos en un coche diferente esta vez, un Ford negro de segunda mano que la señora Witherspoon había elegido para nosotros después de nuestro regreso de Larned. Ella le puso el apodo de Prodigiomóvil, y aunque no podía compararse con el Chrysler en tamaño y suavidad, hacía todo lo que se le pedía. Partimos una mañana lluviosa de mediados de septiembre, y una hora después de salir de Wichita había olvidado ya la torpeza sentimental de la que había sido testigo en el porche. Mis rayos mentales estaban fijos en Oklahoma, el primer estado en el que actuaríamos en nuestra gira, y cuando llegamos a Redbird dos días más tarde, yo estaba tan tenso como un muñeco de cuerda y más loco que una cabra. Esta vez va a salir bien, me decía. Sí, señor, aquí es donde empieza todo. Incluso el nombre de la ciudad me pareció un buen presagio, y dado que si algo era en aquellos tiempos era supersticioso, eso tuvo un poderoso efecto en mi ánimo. Redbird. Igual que mi equipo de béisbol en Saint Louis, mis viejos y queridos amigos los Cardinals [3].

Era el mismo número con nuevo vestuario, pero de alguna manera todo parecía distinto, y al público le caí simpático en cuanto entré, lo cual significaba haber ganado la mitad de la batalla en ese mismo momento. El maestro Yehudi soltó su perorata pueblerina hasta el final, mi atuendo de Huck Finn era el colmo de la modestia, y, en resumidas cuentas, los dejamos patitiesos. Seis o siete mujeres se desmayaron, los niños gritaban, los hombres se quedaron boquiabiertos de admiración e incredulidad. Los tuve hipnotizados durante treinta minutos, haciendo cabriolas y volteretas en el aire, planeando con mi cuerpecito por encima de la superficie de un lago ancho y centelleante, y luego, al final, elevándome a una altura récord de metro y medio antes de descender flotando hasta el suelo y despedirme con una reverencia. El aplauso fue estruendoso, extático. Dieron hurras y gritaron, aporrearon cacerolas, tiraron confeti. Era la primera vez que saboreaba el éxito, y me encantó, me encantó como nada me ha encantado ni antes ni después.

Dunbar y Battiest. Jumbo y Plunketsville. Pickens, Muse y Bethel. Wapanucka. Boggy Depot y Kingfisher. Gerty, Ringling y Marble City. Si esto fuese una película, aquí es donde las páginas del calendario empezarían a volar. Las veríamos revolotear contra un fondo de carreteras rurales y malas hierbas secas arrastradas por el viento, y luego los nombres de esas poblaciones aparecerían a toda velocidad mientras seguíamos el avance del Ford negro por un mapa del este de Oklahoma. La música seria garbosa y llena de brío, un chun-chun sincopado que imitaría el ruido de las cajas registradoras. Un plano seguiría a otro, cada uno disolviéndose en el anterior. Cestas rebosantes de monedas, hotelitos de carretera, manos aplaudiendo y pies pateando, bocas abiertas, caras con los ojos saltones vueltos hacia el cielo. La secuencia duraría unos diez segundos y, cuando terminara, todo el mundo en el cine conocería la historia de ese mes. ¡Ah, la fuerza del viejo Hollywood! No hay nada como eso para impulsar las cosas hacia adelante. Puede que no sea sutil, pero es eficaz.

Esas son las peculiaridades de la memoria. Si ahora repentinamente pienso en las películas, es probable que sea porque vi muchísimas en los meses siguientes. Después del triunfo de Oklahoma, los contratos dejaron de ser un problema y el maestro y yo pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en la carretera, yendo de un lugar remoto a otro. Actuamos en Texas, Arkansas y Louisiana, adentrándonos cada vez más en el Sur a medida que se acercaba el invierno, y yo tendía a llenar los tiempos muertos entre actuaciones visitando los cines locales para ver las películas más recientes. Generalmente el maestro tenía asuntos que atender -hablar con los encargados de las ferias y los vendedores de entradas, distribuir octavillas y carteles por el pueblo, ajustar detalles para la próxima función-, por lo que raras veces tenía tiempo para ir conmigo. Con mucha frecuencia, cuando volvía le encontraba solo en la habitación sentado en una silla leyendo su libro. Era siempre el mismo libro -un pequeño volumen verde manoseado que llevaba consigo en todos nuestros viajes- y llegó a serme tan familiar como las líneas y los contornos de su cara. Estaba escrito en latín, ni más ni menos, y el nombre del autor era Spinoza, un detalle que no he olvidado nunca, aun después de tantos años. Cuando le pregunté al maestro por qué estudiaba ese libro una y otra vez, me dijo que era porque nunca llegabas al fondo. Cuanto más ahondas en él, dijo, más encuentras y más tiempo te lleva leerlo.

– Un libro mágico -dije-. Nunca se agota.

– Eso es, jovenzuelo. Es inagotable. Te bebes el vino, dejas el vaso sobre la mesa y, mira por dónde, coges el vaso otra vez y descubres que sigue estando lleno.

– Con lo cual acabas borracho como una cuba por el precio de una sola copa.

– Yo mismo no podría haberlo expresado mejor -dijo él volviéndose repentinamente y mirando por la ventana-. Te emborrachas del mundo, muchacho, te emborrachas del misterio del mundo.

Dios, que feliz fui viajando por aquellas carreteras con él. Simplemente ir de un sitio a otro bastaba para mantener mi espíritu alegre, pero cuando añadimos todos los demás ingredientes -las multitudes, las actuaciones, el dinero que ganábamos- aquellos primeros meses fueron, con mucha diferencia, los mejores que yo había vivido nunca. Incluso después de que la excitación inicial fuera pasando y yo me acostumbrara a la rutina, no quería que aquello se acabara. Las camas incómodas, las ruedas pinchadas, la mala comida, todas las suspensiones por mal tiempo y los ratos aburridos no eran nada para mí, simples piedrecitas que rebotan en la piel de un rinoceronte. Montábamos en el Ford y salíamos de la ciudad, con otros setenta o cien dólares guardados en el baúl, y seguíamos tranquilamente hasta la próxima parada, viendo cómo el paisaje se deslizaba por la ventanilla mientras comentábamos detalladamente los mejores puntos de la última actuación. El maestro era un príncipe para mí, siempre animándome y aconsejándome y escuchando lo que yo tenía que decir, y nunca hacía que me sintiera ni un ápice menos importante que él. Tantas cosas habían cambiado entre nosotros desde el verano, que era como si ahora tuviésemos una nueva relación, como si hubiésemos alcanzado una especie de equilibro permanente. Él hacía su trabajo y yo el mío, y juntos conseguíamos que la cosa saliera adelante.

El mercado de valores no se hundió hasta dos años después, pero la Depresión ya había comenzado en las tierras del interior, y los granjeros y campesinos de la región estaban pasando apuros. Nos tropezamos con mucha gente desesperada en nuestros viajes, y el maestro Yehudi me enseñó a no despreciarlos nunca. Necesitaban a Walt el Niño Prodigio, me dijo, y yo no debía olvidar nunca la responsabilidad que esa necesidad acarreaba. Ver a un niño de doce años hacer lo que sólo los santos y los profetas habían hecho antes que él era como un rayo caído del cielo, y mis actuaciones podían proporcionar exaltación espiritual a miles de almas sufrientes. Eso no quería decir que yo no debiera ganar una pasta con ello, pero a menos que comprendiera que tenía que tocar el corazón de la gente, nunca obtendría el respaldo que merecía. Creo que ése era el motivo de que el maestro me hiciera empezar mi carrera en lugares tan remotos, en semejante colección de rincones olvidados en el mapa. Quería que la noticia se extendiera poco a poco, que el respaldo comenzara desde abajo. No era sólo cuestión de domarme, era una forma de controlar las cosas, de asegurarse de que yo no resultaba ser una estrella fugaz.

¿Quién era yo para oponerme? Los compromisos estaban organizados de un modo sistemático, los ingresos eran buenos y siempre teníamos un techo sobre nuestras cabezas cuando nos íbamos a dormir. Estaba haciendo lo que deseaba hacer y la sensación que me proporcionaba era tan buena, tan jubilosa, que me tenía sin cuidado que la gente que me veía actuar fuera de París, Francia, o de París, Texas. De vez en cuando, por supuesto, encontrábamos algún obstáculo en nuestro camino, pero el maestro Yehudi parecía estar preparado para cualquier situación. Una vez, por ejemplo, un inspector de escolarización vino a llamar a la puerta de nuestra casa de huéspedes en Dublín, Mississippi. ¿Por qué no está ese chiquillo en la escuela?, le dijo al maestro, apuntándome con su dedo largo y huesudo. Hay leyes contra esto, ¿sabe?, estatutos, reglamentos, etc., etc. Pensé que estábamos perdidos, pero el maestro sonrió, invitó al caballero a entrar y luego sacó un papel del bolsillo interior de su chaqueta. Estaba cubierto de sellos y timbres de aspecto oficial, y en cuanto el funcionario lo leyó, se quitó el sombrero con gesto azorado, se disculpó por la confusión y se fue. Dios sabe qué era lo que estaba escrito en aquel papel, pero resolvió el problema en un abrir y cerrar de ojos. Antes de que yo pudiera leer ninguna de las palabras, el maestro había doblado la carta y había vuelto a guardarla en el bolsillo de su chaqueta.

– ¿Qué pone? -le pregunté, pero aunque repetí la pregunta, no me contestó. Dio unas palmaditas en su bolsillo y sonrió con un aire enormemente presuntuoso y complacido de sí mismo. Me recordó a un gato que acabara de zamparse al pájaro de la familia y no estuviera dispuesto a decirme cómo había abierto la jaula.

Desde los últimos meses de 1927 hasta la primera mitad de 1928 viví en un capullo de total concentración. No pensaba nunca en el pasado, no pensaba nunca en el futuro, sólo en lo que estaba sucediendo en el presente, en lo que estaba haciendo en aquel momento. Como media, no pasábamos más de tres o cuatro días al mes en Wichita, y el resto del tiempo estábamos en la carretera, yendo y viniendo de acá para allá en el Prodigiomóvil negro. La primera pausa verdadera no llegó hasta mediados de mayo. Se aproximaba mi decimotercer cumpleaños y el maestro pensó que sería una buena idea tomarnos un par de semanas libres. Volveríamos a casa de la señora Witherspoon, dijo, y tomaríamos comida casera para variar. Descansaríamos, celebraríamos y contaríamos nuestro dinero, y luego, terminada nuestra temporada de vivir como un pachá, haríamos las maletas y partiríamos de nuevo. Eso me sonó bien, pero una vez que llegamos allí y nos dispusimos a disfrutar de las vacaciones, noté que algo iba mal. No era el maestro ni la señora Witherspoon. Ambos eran encantadores conmigo y la relación entre ellos era particularmente armoniosa por entonces. Tampoco estaba relacionado con la casa. Los guisos de Nelly Boggs eran excelentes, la cama seguía siendo cómoda, el tiempo primaveral era magnifico. Sin embargo en el mismo momento en que entramos por la puerta, una inexplicable pesadez invadió mi corazón, una especie de turbia tristeza e inquietud. Supuse que me sentiría mejor después de una buena noche de sueño, pero la sensación no desapareció. Se aposentó dentro de mí como un bolo de estofado no digerido, y daba igual lo que me dijera a mí mismo: no podía librarme de ella. Más bien parecía ir en aumento, ir adquiriendo una vida propia, hasta tal punto que la tercera noche, justo después de ponerme el pijama y meterme en la cama, me vencieron unas terribles ganas de llorar. Parecía absurdo, pero medio minuto después estaba sollozando contra la almohada, llorando como una Magdalena presa de un ataque de pena y remordimiento.

Cuando me senté a desayunar con el maestro Yehudi a la mañana siguiente, no pude contenerme, las palabras salieron antes de que yo supiera que iba a decirlas. La señora Witherspoon estaba aún en la cama, y en la mesa sólo estábamos nosotros dos, esperando a que Nelly Boggs saliera de la cocina y nos sirviera las salchichas y los huevos revueltos.

– ¿Recuerda aquella ley de la que me habló? -dije.

El maestro, que tenía la nariz enterrada en el periódico, levantó la vista de los titulares y me dirigió una larga e inexpresiva mirada.

– ¿Ley? -dijo-. ¿Qué ley?

– Tiene que acordarse. Esa sobre deberes y esas cosas. Sobre que ya no seríamos humanos si olvidásemos a los muertos.

– Claro que la recuerdo.

– Bueno, a mí me parece que estamos quebrantando esa ley a diestro y siniestro.

– ¿Cómo, Walt? Aesop y madre Sioux están dentro de nosotros. Los llevamos en nuestro corazón dondequiera que vamos. Nada cambiará eso nunca.

– Pero nos largamos, ¿no es así? Fueron asesinados por una banda de demonios y nosotros no hicimos nada.

– No podíamos. Si hubiéramos ido tras ellos, nos habrían matado a nosotros también.

– Esa noche, tal vez. Pero ¿y ahora? Si se supone que debemos recordar a los muertos, entonces no tenemos más remedio que perseguir a esos cabrones y encargarnos de que reciban su merecido. Quiero decir, diantre, nosotros lo estamos pasando bien, ¿verdad? Viajamos por el país en nuestro automóvil, ganamos pasta en cantidad, nos pavoneamos ante el mundo como un par de artistas. Pero ¿y mi compañero Aesop? ¿Y la vieja madre Sioux? Ellos están pudriéndose en sus tumbas mientras la basura que les colgó sigue libre.

– Domínate -dijo el maestro, estudiándome atentamente mientras se me saltaban las lágrimas y empezaban a correr por mis mejillas. Su voz era severa, casi al borde de la cólera-. Efectivamente, podríamos ir tras ellos. Podríamos seguir su pista y entregarlos a la justicia, pero ésa sería la única tarea que tendríamos durante el resto de nuestras vidas. La bofia no nos ayudaría, te lo garantizo, y si crees que un jurado los condenaría, reflexiona. El Klan está por todas partes, Walt, son los amos de todo el podrido cotarro. Son los mismos tipos simpáticos y sonrientes que veías en las calles de Cibola, Tom Skinner, Judd McNally, Harold Dowd, todos ellos forman parte del Klan, desde el primero hasta el último, el carnicero, el panadero, el candelero. Tendríamos que matarlos nosotros mismos, y en cuanto fuéramos por ellos, ellos vendrían por nosotros. Se derramaría mucha sangre, Walt, y la mayor parte sería la nuestra.

– No es justo -dije, resollando entre lágrimas-. No es justo, no está bien.

– Tú lo sabes y yo lo sé, y mientras los dos lo sepamos, Aesop y madre Sioux se sentirán felices.

– Están retorciéndose en medio de un tormento, maestro, y sus almas nunca estarán en paz hasta que nosotros hagamos lo que tenemos que hacer.

– No, Walt, te equivocas. Ambos están ya en paz.

– ¿Sí? Y ¿por qué es usted tan experto en lo que los muertos están haciendo en sus tumbas?

– Porque he estado con ellos. He estado con ellos y he hablado con ellos, y ya no sufren. Quieren que nosotros sigamos con nuestro trabajo. Eso es lo que me dijeron. Quieren que les recordemos continuando el trabajo que hemos comenzado.

– ¿Qué? -dije, sintiendo de pronto que se me ponía la carne de gallina-. ¿De qué diablos está usted hablando?

– Vienen a mí, Walt. Casi todas las noches durante los últimos seis meses. Vienen a mí y se sientan en mi cama, cantando canciones y acariciándome la cara. Son más felices de lo que fueron en este mundo, créeme. Aesop y madre Sioux son ángeles ahora y ya nada puede afectarlos.

Era la cosa más extraña y fantástica que había oído nunca, y, sin embargo, el maestro Yehudi lo dijo con tanta convicción, con tanta sinceridad y calma, que nunca dudé de que estaba diciendo la verdad. Y aunque no fuera la verdad en un sentido absoluto, no había duda de que él lo creía, y si no lo creía, entonces acababa de realizar la interpretación más eficaz de todos los tiempos. Me quedé allí sentado en una especie de inmovilidad febril, dejando que la visión perdurara en mi cabeza, tratando de aferrarme a la imagen de Aesop y madre Sioux cantándole al maestro en mitad de la noche. No importa realmente saber si sucedió o no, porque el hecho es que lo cambió todo para mí. El dolor empezó a disminuir, las nubes negras empezaron a dispersarse y, cuando me levanté de la mesa aquella mañana, lo peor de la aflicción había pasado. Al final, eso es lo único que cuenta. Si el maestro mintió, lo hizo por una buena razón. Y si no mintió, entonces la historia era verídica y no hay motivo para de defenderle. De una forma u otra, me salvó. De una forma u otra, rescató mi alma de las fauces de la bestia.

Diez días más tarde retomamos el trabajo donde lo habíamos dejado, saliendo de Wichita en otro coche nuevo. Nuestras ganancias eran tales que ahora podíamos permitirnos algo mejor, así que cambiamos el Ford por el Prodigiomóvil II, un Pierce Arrow gris plata con asientos de cuero y estribos del tamaño de sofás. Estábamos en números negros desde el comienzo de la primavera, lo cual quería decir que le habíamos reembolsado a la señora Witherspoon los gastos iniciales, había dinero en el banco para el maestro y para mí y ya no teníamos que mirar el céntimo como antes. Toda la operación había subido un nivel o dos: pueblos más grandes para las actuaciones, pequeños hoteles en lugar de pensiones y casas de huéspedes donde descansar nuestros huesos, transporte más elegante. Yo estaba de nuevo en la pista cuando partimos, totalmente cargado y listo para arrancar, y durante los próximos meses despegué una y otra vez, añadiendo nuevos trucos y florituras al número casi cada semana. Para entonces me había acostumbrado de tal modo a las multitudes, me sentía tan a gusto durante mis actuaciones, que era capaz de improvisar sobre la marcha, de inventar y descubrir nuevos giros en medio de un espectáculo. Al principio siempre me había atenido a la rutina, siguiendo rígidamente los pasos que el maestro y yo habíamos planeado de antemano, pero ya había superado esa etapa, le había cogido el tranquillo y ya no me daba miedo experimentar. La locomoción siempre había sido mi punto fuerte. Era el corazón de mi número, lo que me separaba de todos los levitadores que me habían precedido, pero mi elevación no era superior a la media, un discreto metro y medio. Quería mejorar eso, doblar o incluso triplicar esa marca si podía, pero ya no podía permitirme el lujo de sesiones de práctica que duraban todo el día, la vieja libertad de trabajar bajo la supervisión del maestro Yehudi durante diez o doce horas seguidas. Ahora era un profesional, con todas las cargas y los apretados horarios que ello implica, y el único sitio donde podía practicar era delante del público.

Así que eso es lo que hice, especialmente después de aquellas breves vacaciones en Wichita, y con inmenso asombro descubrí que la presión me inspiraba. Algunos de mis mejores trucos datan de aquel periodo, y sin los ojos de la multitud para espolearme, dudo que hubiera encontrado el valor de intentar la mitad de las cosas que hacía. Todo empezó con el número de la escalera; ésa fue la primera vez que utilicé un «soporte invisible», término que acuñé más tarde como invención mía. Estábamos en el norte de Michigan entonces, y justo en mitad de la actuación, cuando me elevaba para empezar a cruzar el lago, vi un edificio a lo lejos. Era una estructura grande de ladrillo, probablemente un almacén o una vieja fábrica, y tenía una escalera de incendios en una de las paredes. No pude evitar fijarme en aquella escalera metálica. La luz del sol se reflejaba en ella en aquel momento y relucía con un brillo rabioso bajo el sol de la tarde. Sin pensarlo, levanté un pie en el aire como si fuera a subir una escalera de verdad y lo posé en un escalón invisible; luego levanté el otro pie y lo puse en el siguiente escalón. No era que notara nada sólido en el aire, pero no obstante iba subiendo, ascendiendo gradualmente una escalera que se extendía de un extremo al otro del lago. Aunque no podía verla, tenía una imagen definida de ella en mi mente. Hasta donde puedo recordar, tenía un aspecto parecido a esto:


El punto más elevado -la plataforma del centro- estaba aproximadamente a dos metros setenta centímetros sobre la superficie del agua, un metro y veinte centímetros más alto de lo que yo había subido nunca. Lo extraño era que no titubeé. Una vez que tuve la imagen clara en mi mente, supe que podía depender de ella para cruzar. Lo único que tenía que hacer era seguir la forma del imaginario puente y éste me sostendría como si fuera real. Unos momentos más tarde estaba planeando por encima del lago sin una vacilación ni un tropiezo. Doce escalones de subida, cincuenta y dos pasos en horizontal y luego doce escalones de bajada. Los resultados fueron nada menos que perfectos.

Después de ese importante adelanto, descubrí que podía usar otros soportes con la misma eficacia. Siempre y cuando pudiera imaginar la cosa que deseaba, siempre y cuando pudiera visualizarla con un alto grado de claridad y definición, podría disponer de ella para mi actuación. Así fue como desarrollé algunas de las partes más memorables de mi número: la escala de cuerda, el tobogán, el columpio, la cuerda floja, las incontables innovaciones por las que fui aclamado. Estos cambios no sólo aumentaban el goce del público, sino que me proporcionaron una relación totalmente nueva con mi trabajo. Yo ya no era sólo un robot, un mono entrenado que hacía la misma serie de trucos en cada espectáculo: me estaba convirtiendo en un artista, un verdadero creador que actuaba tanto para su propio placer como para el placer de otros. Era este carácter imprevisible lo que me excitaba, la aventura de no saber nunca qué iba a suceder de un espectáculo al siguiente. Si tu única motivación es ser amado, congraciarte con la multitud, es inevitable que caigas en malas costumbres, y al final el público se cansa de ti. Tienes que continuar poniéndote a prueba, desarrollando tu talento al máximo. Lo haces por ti mismo, pero al final es esta lucha por mejorar lo que más aprecian tus admiradores. Ésa es la paradoja. La gente empieza a intuir que estás ahí arriesgándote por ellos. Les permites compartir el misterio, participar en ese algo sin nombre que te impulsa a hacerlo, y cuando eso sucede, ya no eres simplemente un ejecutante, vas camino de convertirte en una estrella. En el otoño de 1928, ahí es exactamente donde estaba yo: al borde de convertirme en una estrella.

A mediados de octubre nos encontrábamos en el centro de Illinois, cumpliendo los últimos compromisos antes de dirigirnos a Wichita para un bien ganado descanso. Si recuerdo correctamente, habíamos terminado una actuación en Gibson City, uno de esos pueblecitos con una silueta de torres de agua y silos de grano con elevador mecánico. Desde lejos crees que te aproximas a una villa importante y luego llegas allí y descubres que esos silos son lo único que tienen. Ya habíamos dejado el hotel y estábamos sentados en un restaurante en la calle principal tomando un refrigerio liquido antes de meternos en el coche y marcharnos. Era una hora muerta del día, entre el desayuno y el almuerzo, y el maestro Yehudi y yo éramos los únicos clientes. Recuerdo que acababa de tragarme los restos de espuma de chocolate caliente cuando la campanilla de la puerta tintineó y entró un tercer cliente. Por ociosa curiosidad, levanté la cabeza para echar un vistazo al recién llegado, y, ¿adivinan quién era? Ni más ni menos que mi tío Slim, el viejo prodigio de delgadez en persona. La temperatura no sería superior a los tres grados ese día, pero él iba vestido con un gastado traje de verano. Llevaba el cuello subido y se agarraba las dos mitades de la chaqueta con la mano derecha. Estaba tiritando cuando cruzó el umbral, y parecía un chihuahua empujado por el viento del norte; si no me hubiera quedado tan pasmado, probablemente me habría reído al verle.

El maestro Yehudi estaba de espaldas a la puerta. Cuando vio la expresión de mi cara (debí de ponerme blanco), se volvió rápidamente para ver qué era lo que me había perturbado tanto. Slim estaba aún de pie en la entrada, frotándose las manos y examinando el fonducho con sus ojos bizcos, y en cuanto nos echó la vista encima nos dirigió una de aquellas sonrisas dentudas que yo siempre había temido de niño. Aquel encuentro no era accidental. Había venido a Gibson City porque quería hablar con nosotros, y tan seguro como que seis y siete son trece, el número de la mala suerte, nos enfrentábamos a problemas gordos.

– Vaya, vaya -dijo, rebosando falsa amabilidad mientras se acercaba a nuestra mesa-. Qué casualidad. Vengo al culo del mundo por asuntos personales, entro en el bar del pueblo para tomarme un cafetito, y, ¿con quién me tropiezo? Pues con mi sobrino largo tiempo desaparecido. El pequeño Walt, la niña de mis ojos, esa maravilla de chaval pecoso. Parece cosa del destino. Como encontrar una aguja en un pajar.

Sin que el maestro ni yo hubiésemos dicho una palabra, se aparcó en la silla vacía que había a mi lado.

– No te importa que me siente, ¿verdad? -dijo-. Estoy tan sorprendido por esta alegre ocasión que si sigo sobre mis patas voy a desmayarme.

Luego me palmeó la espalda y me revolvió el pelo, aún fingiendo estar encantado de verme, cosa que probablemente era cierta, pero no por ninguna de las razones que tendría una persona normal. Me dio escalofríos que me tocase. Me aparté de su mano, pero él no presto atención al desaire y continuó parloteando a su manera babosa, mostrando sus dientes marrones y torcidos a la primera oportunidad.

– Bueno, chaval -continuó-, parece que el mundo te trata bastante bien últimamente, ¿no? Por lo que me dicen los papeles, eres el no va más, lo más grande que se ha visto desde el pan de centeno. Aquí tu mentor debe estar rebosante de orgullo, por no hablar de simplemente rebosante, puesto que su cartera no ha debido sufrir mucho en el proceso. No puedo decirte cuánto me alegro, Walt, de ver que mi pariente se está haciendo un hombre en el gran mundo.

– Díganos qué quiere, amigo -dijo el maestro, interrumpiendo finalmente el monólogo de Slim-. El muchacho y yo estábamos a punto de marcharnos y no tenemos tiempo para quedarnos aquí charlando.

– Diantre -dijo Slim, esforzándose por parecer ofendido-, ¿es que no puede uno enterarse de cómo le va al hijo de su propia hermana? ¿Qué prisa tiene? Por el aspecto de esa máquina que tiene usted aparcada junto al bordillo, llegará a tiempo a donde vaya.

– Walt no tiene nada que decirle -dijo el maestro-, y, en mi opinión, usted no tiene nada que decirle a él.

– Yo no estaría tan seguro de eso -dijo Slim, sacando de su bolsillo un puro desmoronado y encendiéndolo-. Él tiene derecho a saber de su pobre tía Peg y yo tengo derecho a contárselo.

– ¿Qué pasa con ella? -dije con voz apenas más alta que un susurro.

– ¡Vaya, el muchacho puede hablar! -dijo Slim, pellizcándome en la mejilla con fingido entusiasmo-. Por un momento creí que él te había cortado la lengua, Walt.

– ¿Qué pasa con ella? -repetí.

– Murió, hijo, eso es lo que pasa. La cogió ese tornado que demolió Saint Louis el año pasado. Toda la casa le cayó encima y ése fue el final de la dulce Peg. Así mismo ocurrió.

– Y usted escapó -dije.

– Fue la voluntad del Señor -dijo Slim-. Por casualidad yo estaba en la otra punta de la ciudad ganándome la vida honradamente.

– Lástima que no fuera al revés -dije-. La tía Peg no era ninguna maravilla, pero por lo menos no me pegaba como hacía usted.

– Eh -dijo Slim-, ésa no es manera de hablarle a tu tío. Soy de tu misma sangre, Walt, y no debes decir mentiras sobre mí. No cuando estoy aquí para un asunto vital. El señor Yehudi y yo tenemos cosas de que hablar, y no me conviene que tus insolencias me echen a perder el trabajo.

– Creo que está usted equivocado -dijo el maestro-. Usted y yo no tenemos nada de que hablar. A Walt y a mí se nos está haciendo tarde y me temo que tendrá usted que disculparnos.

– No tan deprisa, amigo -dijo Suin, olvidando de pronto su falso encanto. Su voz estaba cargada de petulancia y cólera, como yo la había recordado siempre-. Usted y yo hicimos un trato, y no se me va a escabullir ahora.

– ¿Trato? -dijo el maestro-. ¿Qué trato es ése?

– El que hicimos en Saint Louis hace cuatro años. ¿Acaso creía usted que lo había olvidado? No soy estúpido, ¿sabe? Usted me prometió un tanto por ciento de los beneficios, y estoy aquí para reclamar mi parte. El venticinco por ciento. Eso es lo que me prometió y eso es lo que quiero.

– Según recuerdo, señor Sparks -dijo el maestro, tratando de controlar su genio-, a usted le faltó poco para besarme los pies cuando le dije que me llevaría al muchacho. Me babeó encima, diciéndome cuánto se alegraba de verse libre de él. Ése fue el trato, señor Sparks. Le pedí al niño y usted me lo entregó.

– Puse condiciones. Se las expliqué con detalle y usted aceptó. Venticinco por ciento. No me va a decir ahora que no hay trato. Usted me lo prometió y yo le tomé la palabra.

– Siga soñando, amigo. Si cree que hay un trato, entonces enséñeme el contrato. Enséñeme el papel en el que dice que usted va a recibir un solo céntimo.

– Nos dimos la mano. Fue un acuerdo entre caballeros, todo claro y honrado.

– Tiene usted una espléndida imaginación, señor Sparks, pero es usted un mentiroso y un sinvergüenza. Si tiene una queja contra mí, llévesela a un abogado y veremos qué tal defiende su caso en los tribunales. Pero hasta que eso suceda, hágame el favor de quitar su fea cara de mi vista. -Entonces el maestro se volvió hacia mí y me dijo-: Vamos, Walt. Nos esperan en Urbana y no tenemos un minuto que perder.

El maestro echó un dólar sobre la mesa y se levantó y yo me levanté con él. Pero Slim no había terminado de hablar y consiguió meter la última palabra, soltándonos unos cuantos escopetazos finales mientras salíamos del restaurante.

– Se cree usted muy listo, amigo -dijo-, pero esto no va a quedar así. Nadie llama mentiroso a Edward J. Sparks y se va de rositas, ¿me oye? Está bien, siga andando hacia la puerta, no importa. Pero ésta es la última vez que me volverá la espalda. Se lo advierto, amigo. Voy a ir por usted. Voy a ir por usted y por esa mierda de crío, y cuando los encuentre, lamentará haberme hablado así. Lo lamentará hasta el día de su muerte.

Nos persiguió hasta la puerta del restaurante, lanzándonos sus locas amenazas mientras montábamos en el Pierce Arrow y el maestro arrancaba. El ruido ahogó las palabras de mi tío, pero sus labios seguían moviéndose y yo veía las venas hinchadas de su flaco cuello. Así fue como le dejamos: fuera de sí de rabia mientras nos veía partir, amenazándonos con el puño y pronunciando su inaudible venganza. Mi tío había estado vagando por el desierto durante cuarenta años y lo único que había sacado de ello era un historial de tropiezos y rumbos equivocados, una interminable ristra de fracasos. Viendo su cara a través de la ventanilla trasera del coche, comprendí que ahora tenía un propósito, que el cabrón había encontrado finalmente una misión en la vida. Una vez que salimos del pueblo, el maestro se volvió hacia mí y me dijo:

– Ese bocazas no tiene nada en que basarse. Es todo un farol, tonterías de principio a fin. El tipo es un perdedor nato, y si alguna vez se atreve a ponerte las manos encima, Walt, le mataré. Te lo juro. Cortaré a ese timador en tantos pedazos que seguirán encontrando cachitos suyos en el Canadá dentro de veinte años.

Yo estaba orgulloso de cómo se había desenvuelto el maestro en el restaurante, pero eso no quería decir que no estuviera preocupado. El hermano mayor de mi madre era un fulano escurridizo, y ahora que estaba resuelto a conseguir algo no iba a ser fácil distraerle de su objetivo. Por mi parte, no tenía ningún deseo de considerar su lado de la disputa. Puede que el maestro le hubiera prometido el veinticinco por ciento y puede que no, pero todo eso era agua pasada ahora, y lo único que yo quería era que ese hijo de puta saliera de mi vida para siempre. Me había estrellado contra las paredes demasiadas veces para que yo pudiera sentir por él algo que no fuera odio, y tanto si su reclamación era lícita como si no, la verdad era que no se merecía un céntimo. Pero desgraciadamente lo que yo sintiera no contaba para nada. Ni lo que sintiera el maestro. Todo dependía de Slim, y yo sabía muy bien que me perseguiría, que me perseguiría hasta que sus manos estuvieran apretando mi cuello.

Estos temores y premoniciones no me abandonaron. Arrojaban una sombra sobre todo lo qué sucedió en los días y meses que siguieron, afectando mi estado de ánimo hasta el punto de que incluso la alegría de mi creciente éxito se vio contaminada. La cosa fue especialmente mala al principio. En todas partes adonde íbamos, en cada ciudad que visitábamos, yo estaba siempre esperando que Slim se presentara de nuevo. Sentado en un restaurante, entrando en el vestíbulo de un hotel, saliendo del coche: mi tío podía aparecer en cualquier momento, reventando el tejido de mi vida sin previo aviso. Eso era lo que hacía que la situación fuera tan difícil de soportar. Era la incertidumbre, la idea de que toda mi felicidad podía quedar destrozada en un abrir y cerrar de ojos. El único momento en que me sentía seguro era delante de una multitud y haciendo mi número. Slim no se atrevería a hacer nada en público, por lo menos no cuando yo era el centro de atención, y dada toda la ansiedad que llevaba conmigo el resto del tiempo, actuar se convirtió en una especie de reposo mental, un respiro del terror que rondaba mi corazón. Me entregué a mi trabajo como nunca antes, regocijándome en la libertad y en la protección que me proporcionaba. Algo habla cambiado dentro de mi alma, y comprendí que se debía a que había experimentado una transformación: ya no era Walter Rawley, el muchacho que se convertía en Walt el Niño Prodigio durante una hora al día, sino Walt el Niño Prodigio cada vez más, una persona que no existía excepto cuando estaba en el aire. El suelo era un espejismo, una tierra de nadie minada de trampas y sombras, y todo lo que sucedía allí abajo era falso. Sólo el aire era real ahora, y durante veintitrés horas al día yo vivía como un extraño para mí mismo, apartado de mis antiguos placeres y costumbres, un fardo de desesperación y miedo.

El trabajo me mantenía en marcha y afortunadamente tenía mucho, una interminable serie de contratos para el invierno. Después de nuestro regreso a Wichita, el maestro preparó una complicada gira con un número récord de funciones semanales. De todas las medidas inteligentes que tomó, su jugada más hábil fue llevarnos a Florida durante los meses más fríos. Estuvimos allí desde mediados de enero hasta finales de marzo, cubriendo la península de una punta a otra, y durante este largo viaje -la primera y única vez que sucedió- la señora Witherspoon vino con nosotros. Contrariamente a todas aquellas bobadas de que fuera gafe, no me trajo más que buena suerte. Suerte no sólo en lo que se refiere a Slim (no le vimos el pelo), sino suerte en términos de locales abarrotados de público, con grandes ingresos de taquilla y agradable compañía (a ella le gustaba ir al cine tanto como a mí). Aquellos eran los días del auge de la compra de tierras en Florida, y los ricos habían empezado a ir allí en manadas con sus trajes blancos y sus collares de brillantes para pasar el invierno bailando bajo las palmeras. Era mi primera experiencia de presentarme delante de los peces gordos de la sociedad. Hacia mi número en clubs de campo, campos de golf y ranchos de gente de ciudad, y a pesar de toda su elegancia y sofisticación, aquellos tipos de sangre azul se prendaron de mí con el mismo entusiasmo que los miserables de la tierra. No había ninguna diferencia. Mi número era universal, y asombraba a todo el mundo de la misma manera, a ricos y pobres por igual.

Para cuando regresamos a Kansas, había empezado a ser yo mismo de nuevo. Slim no había asomado la jeta desde hacía más de cinco meses y supuse que si estaba planeando alguna sorpresa, ya nos la habría dado. Cuando partimos otra vez hacia el Medio Oeste a finales de abril, más o menos yo había dejado de pensar en él. Aquella terrorífica escena de Gibson City estaba tan lejana que a veces me parecía que no había sucedido nunca. Me sentía relajado y confiado, y si había algo en mi mente además de mi número era el vello que había comenzado a crecer en mis axilas y en mis ingles, aquel tardío brote que anunciaba mi entrada en la tierra de las poluciones nocturnas y los pensamientos impuros. Tenía la guardia baja y, exactamente como siempre había sabido que ocurriría, exactamente como había temido al empezar aquel asunto, el rayo cayó justamente cuando menos lo esperaba. El maestro y yo estábamos en Northfield, Minnesota, un pueblecito a unos sesenta kilómetros de Saint Paul; y, como era mi costumbre antes de las actuaciones vespertinas, me fui al cine para matar un par de horas. Las películas sonoras estaban en pleno apogeo por entonces, y yo no me cansaba de ellas, iba siempre que tenía la oportunidad y en ocasiones veía la misma película tres o cuatro veces. Aquel día la película principal era Los cuatro cocos, la última comedia de los hermanos Marx, situada en Florida. La había visto antes, pero me volvían loco aquellos payasos, especialmente Harpo, el mudo de la absurda peluca y la bocina, y me fui corriendo cuando me enteré de que la ponían aquella tarde. El cine era un local bastante grande, con un aforo de unas doscientas o trescientas personas, pero debido al buen tiempo primaveral no habría más de media docena de espectadores conmigo. Lo cual no me importó, naturalmente. Me instalé con una bolsa de palomitas y me puse a reír como un loco, sin pensar en los otros cuerpos repartidos por la oscuridad. Al cabo de veinte o treinta minutos oh algo raro, un olor medicinal curiosamente dulce que me llegaba desde atrás. Era un olor fuerte y se volvía más fuerte por segundos. Antes de que pudiera volverme para ver qué era, me plantaron sobre la cara un trapo empapado en aquel liquido acre. Salté y me debatí para librarme de él, pero una mano me empujó hacia atrás y luego, antes de que pudiese reunir fuerzas para un segundo intento, la capacidad de luchar me abandonó de repente. Mis músculos se ablandaron; mi piel se derritió como mantequilla; mi cabeza se separó de mi cuerpo. A partir de ese momento, visité varios lugares en los que no había estado nunca.


Yo había imaginado toda clase de batallas y enfrentamientos con Slim -peleas a puñetazos, asaltos, disparos en oscuros callejones-, pero ni una sola vez se me había pasado por la cabeza que me raptase. No entraba en el modus operandi de mi tío hacer algo que requiriese una planificación tan a largo plazo. Era un exaltado, un loco que se precipitaba a hacer las cosas por el impulso del momento, y si rompió el molde por mi causa, eso sólo demuestra lo amargado que estaba, lo profundamente que mi éxito le había enconado. Yo era la única gran oportunidad que tendría en su vida y no iba a dejarla escapar por perder los estribos. Esta vez no. Iba a actuar como un verdadero gángster, un hábil profesional que pensaba en todas las posibilidades, y acabaría apretándonos los tornillos a base de bien. No se había metido en aquello sólo por el dinero, no se había metido en aquello sólo por la venganza: quería ambas cosas, y raptarme para pedir un rescate era la combinación mágica, la forma de matar aquellos dos pájaros de un solo tiro.

Esta vez tenía un socio, un corpulento ladrón de nombre Fritz, y considerando que eran pesos ligeros mentales, hicieron bastante bien el trabajo de tenerme escondido. Primero me metieron en una cueva en las afueras de Northfield, un agujero húmedo y asqueroso donde pasé tres días y tres noches con las piernas atadas con gruesas cuerdas y una mordaza sobre la boca; luego me dieron una segunda dosis de éter y me llevaron a otro sitio, un sótano en lo que debía de ser un edificio de apartamentos en Minneapolis o en Saint Paul. Eso duró sólo un día, y desde allí me llevaron en coche nuevamente al campo, instalándome en la casa abandonada de un buscador de minas en lo que más tarde supe que era Dakota del Sur. Aquello parecía más la Luna que la Tierra, un paisaje sin árboles, desolado y muerto, y estábamos tan lejos de cualquier carretera que aunque hubiese conseguido escapar de ellos habría tardado horas en encontrar ayuda. Aprovisionaron el lugar de comida enlatada para un par de meses, y todas las señales apuntaban a un largo y exasperante confinamiento. Así era como Slim había decidido hacer su jugada: lo más despacio que pudiera. Quería que el maestro se retorciera, y si eso implicaba alargar un poco las cosas, tanto mejor. No tenía prisa. Puesto que todo aquello era tan delicioso para él, ¿por qué ponerle fin antes de haberse divertido bien?

Yo nunca le había visto tan gallito, tan eufórico y satisfecho de sí mismo. Se paseaba por aquella cabaña como un general de división, ladrando órdenes y riéndose de sus propios chistes, lanzando un torbellino de lunáticas bravatas. Me repugnaba verle así, pero al mismo tiempo me ahorraba el pleno impacto de su crueldad. Con todos los ases en la mano, Slim podía permitirse ser generoso, y nunca me trató con la brutalidad que yo temía. Eso no quiere decir que no me abofeteara a veces, que no me pegara en la boca o me retorciera las orejas cuando se le antojaba, pero la mayor parte de sus agresiones venían en forma de mofas y puyazos verbales. No se cansaba nunca de decirme que ahora habían «cambiado las tornas con aquel asqueroso judío», o de burlarse de las erupciones de acné que moteaban mi cara («Vaya, muchacho, otro grano purulento», «Diantre, chaval, tienes un montón de volcanes repartidos por la frente») o de recordarme que mi destino estaba ahora en sus manos. Para subrayar este último punto, a veces se acercaba a mi haciendo girar una pistola en su dedo y apretaba la boca del cañón contra mi cráneo. «¿Ves lo que quiero decir, muchacho?», decía, y luego se echaba a reír. «Un pequeño apretón a este gatillo y tus sesos salpicarán la pared.» Una o dos veces llegó a apretar el gatillo, pero eso era sólo para asustarme. Mientras no se hubiera embolsado el dinero del rescate, yo sabía que no tendría agallas para cargar aquella pistola.

No resultaba nada agradable, pero descubrí que podía soportarlo. Hice de tripas corazón, como se suele decir, y me di cuenta de que era preferible escuchar su parloteo a que me partiera los huesos. Siempre que mantuviera la boca cerrada y no le provocara, generalmente agotaba sus recursos al cabo de quince o veinte minutos. Dado que me tenían amordazado la mayor parte del tiempo, tampoco tenía mucha elección. Pero incluso cuando mis labios estaban libres, procuraba no hacer caso de sus insolencias. Se me ocurrían docenas de jugosas réplicas e insultos, pero generalmente me las callaba, ya que sabia muy bien que cuanto menos me enzarzara con aquel hijo de puta, menos me exasperaría.

Aparte de eso, no tenía mucho a que agarrarme. Slim estaba demasiado loco para confiar en él, y no había nada que me garantizase que no encontrara la forma de matarme una vez que hubiese recogido el dinero. Yo no sabía lo que tenía pensado, y esa ignorancia era lo que más me torturaba. Podía aguantar las penalidades del confinamiento, pero mi cabeza nunca estaba libre de visiones de lo que me esperaba: que me cortara el cuello, que me metiera una bala en el corazón, que me arrancara la piel a tiras.

Fritz no hacía nada para aliviar estos tormentos. Era poco más que un subordinado servil, un gordo desmañado que se movía resollando y arrastrando los pies mientras hacia las varias tareas menores que Slim le asignaba. Cocinaba las judías en la estufa de leña, barría el suelo, vaciaba los cubos de mierda, ajustaba y apretaba las cuerdas que ataban mis brazos y mis piernas. Dios sabe de dónde había sacado Slim a aquel tipo bovino, pero supongo que no podía haber encontrado a un secuaz más dispuesto. Fritz era doncella, mayordomo y chico de los recados, el tonto forzudo que nunca pronunciaba una palabra de queja. Pasaba los largos días y las noches como si aquella comarca yerma fuera el mejor centro de vacaciones de América, perfectamente contento con esperar su oportunidad y no hacer nada, con mirar por la ventana, con respirar. Durante diez o doce días apenas me habló, pero luego, después de que le enviaran la primera nota de rescate al maestro Yehudi, Slim empezó a ir al pueblo todas las mañanas, presumiblemente para echar cartas, hacer llamadas telefónicas o comunicar sus demandas por algún otro medio, y Fritz y yo comenzamos a pasar parte del día los dos solos. No me atrevería a decir que llegamos a un entendimiento, pero por lo menos no me asustaba como Slim. Fritz no tenía nada personal contra mí. Simplemente, hacía su trabajo, y al poco tiempo me di cuenta de que estaba tan a oscuras como yo respecto al futuro.

– Va a matarme, ¿no? -le dije una vez, sentado en una silla mientras él me daba de comer las judías estofadas y las galletas del mediodía.

A Slim le asustaba tanto la idea de que yo huyera que nunca me quitaba las ataduras, ni siquiera cuando estaba comiendo o durmiendo o cagando. Así que Fritz me daba la comida a cucharadas, metiéndomela en la boca como si yo fuera un niño.

– ¿Uh? -dijo Fritz, respondiendo del modo brillante y rápido que le caracterizaba. Sus ojos parecían vacíos, como si su cerebro hubiera quedado en un atasco de tráfico entre Pittsburgh y las montañas Allegheny-. ¿Decías algo?

– Me va a despachar, ¿no es cierto? -repetí-. Quiero decir que no hay ninguna posibilidad de que salga de aquí vivo.

– No lo sé. Tu tío no me dice nada de lo que piensa hacer. Simplemente, va y lo hace.

– ¿Y no te importa que no te cuente las cosas?

– No, no me importa. Mientras me dé mi parte, ¿por qué iba a importarme? Lo que haga contigo no es asunto mío.

– ¿Y qué te hace estar tan seguro de que te pagará lo que te debe?

– Nada. Pero si no hace lo que tiene que hacer, le reventaré a puñetazos.

– No os va a salir bien, Fritz. Todas esas cartas que Slim está mandando desde la oficina de correos del pueblo… Seguirán vuestra pista hasta esta choza en un dos por tres.

– Ja, ésta si que es buena. Crees que somos estúpidos,¿no?

– Sí, eso es lo que creo. Muy estúpidos.

– Ja. ¿Y si te dijera que tenemos otro socio? ¿Y si ese socio fuera el tipo que recibe esas cartas?

– Bueno, ¿y si me lo dijeras?

– Como si no acabara de decírtelo. ¿Ves dónde quiero ir a parar? Ese otro socio les pasa las notas y esas cosas a los fulanos que tienen la pasta. No hay manera de que nos encuentren aquí.

– ¿Y qué hay de ese otro, el tipo con el que estáis confabulados? ¿Es invisible o algo así?

– Sí, eso es. Tomó una dosis de polvos esfumantes y se hizo humo.

Ésa debió de ser la conversación más larga que tuve con él: Fritz en uno de sus momentos más elocuentes y prolijos. No era que me tratase mal, pero tenía hielo en las venas y algodón en la sesera, y nunca pude comunicar con él. No conseguí ponerle en contra del tío Slim, no conseguí convencerle de que me desatara las cuerdas («Lo siento, amiguito, pero de eso nada»), no conseguí debilitar su lealtad y resolución ni un ápice. Cualquier otra persona habría contestado a mi pregunta de una de estas dos maneras: diciéndome que era verdad o diciéndome que era falso. Sí, me habría dicho, Slim pensaba cortarme el cuello, o de lo contrario me habría dado unas palmaditas en la cabeza y me habría asegurado que mis temores eran infundados. Aunque la persona mintiera al decir esas cosas (por múltiples razones, buenas y malas), me habría dado una respuesta directa. Pero Fritz no. Fritz era honrado a carta cabal, y puesto que no podía contestar a mi pregunta dijo que no lo sabía, olvidando que la decencia humana normal exige que una persona dé una respuesta firme a una pregunta tan monumental como esa. Pero Fritz no había aprendido las reglas del comportamiento humano. Era un don nadie y un zoquete, y cualquier muchacho con la cara llena de granos podía ver que hablar con él era una pérdida de tiempo.

¡Oh, me lo pasé divinamente en Dakota del Sur, ya lo creo, un verdadero maratón de diversiones y entretenimientos incesantes! Atado y amordazado durante más de un mes, solo en un cuarto cerrado con llave con una docena de palas y horcas herrumbrosas para hacerme compañía, seguro de que moriría de una muerte brutal. Mi única esperanza era que el maestro me rescatara y una y otra vez soñé que él y una cuadrilla de hombres armados caían sobre la cabaña, llenaban de plomo a Fritz y Slim y me llevaban de vuelta a la tierra de los vivos. Pero pasaban las semanas y nada cambiaba. Y luego, cuando las cosas cambiaron, fue para peor. Una vez que comenzaron las notas y las negociaciones para el rescate, me pareció detectar un gradual endurecimiento del estado de ánimo de Slim, una ligerísima disminución de su confianza. La partida se estaba poniendo seria. El primer ataque de entusiasmo se había calmado, y poco a poco su jocosidad estaba dando paso a su antigua personalidad malhumorada y agria. Regañaba a Fritz, refunfuñaba por la monótona comida, estrellaba los platos contra la pared. Aquéllas fueron las primeras señales, y finalmente las siguieron otras: tirarme de la silla a patadas, burlarse de la panza de Fritz, apretarme las cuerdas de los brazos y las piernas. Parecía claro que la tensión le estaba afectando, pero yo no sabía a qué se debía. No estaba enterado de las discusiones que tenían lugar en el otro cuarto, no leía las notas de rescate ni los artículos de los periódicos que hablaban de mí, y lo poco que oía a través de la puerta me llegaba tan ahogado y fragmentado que nunca podía atar cabos. Lo único que sabía era que Slim actuaba cada vez más como Slim. La tendencia era inconfundible, y una vez que volvió a ser quien era, comprendí que todo lo que había sucedido hasta entonces me parecería unas vacaciones, un crucero a las Antillas Menores en un maldito yate de lujo.

A principios de junio ya se hallaba próximo al punto de ruptura. Incluso Fritz, el siempre plácido e inalterable Fritz, estaba empezando a mostrar síntomas de desgaste, y vi en sus ojos que las burlas de Slim sólo podían ir un poco más lejos antes de que el zopenco de su compañero se ofendiera. Eso se convirtió en el objeto de mis más fervientes plegarias -una auténtica pelea-, pero aunque no llegaron a las manos, me proporcionaba un pequeño consuelo ver con cuánta frecuencia sus conversaciones acababan en riñas menores, que generalmente consistían en que Slim pinchaba a Fritz y éste se retiraba enfurruñado a un rincón, mirando fijamente al suelo y mascullando maldiciones entre dientes. Aunque no fuera más que eso, me libraba de parte del peso, y con tantos peligros acechando en el aire, que me olvidaran aunque fuera cinco o diez minutos era una bendición, una dicha inimaginable.

El tiempo se volvía un poco más caluroso cada día, pesaba un poco más sobre mi piel. Parecía que el sol ya no se ponía nunca, y yo tenía picores casi constantes a causa de las cuerdas. Con la llegada del calor, las arañas habían infestado el cuarto trasero donde yo pasaba la mayor parte del tiempo. Corrían por mis piernas, me cubrían la cara, ponían sus huevos en mi pelo. No bien me sacudía una cuando otra me encontraba. Los mosquitos bombardeaban mis orejas, las moscas se retorcían y zumbaban en dieciséis telarañas distintas, yo excretaba un interminable caudal de sudor. Si no eran los bichos lo que me agobiaba, era la sequedad de mi garganta. Y si no era la sed, era la tristeza, un implacable desmoronamiento de mi voluntad y resolución. Me estaba convirtiendo en gachas, en un perro enloquecido y con la piel arrancada a tiras cociéndose en una olla de escupitajos, y por mucho que me esforzara por ser valiente y fuerte, había momentos en que no podía contenerme más y las lágrimas caían de mis ojos sin parar.

Una tarde Slim irrumpió en mi pequeño escondite y me pilló en medio de uno de estos ataques de llanto.

– ¿Por qué tan triste, compañero? -dijo-. ¿No sabes que mañana es tu gran día?

Me mortificó que me viera así, por lo que volví la cara hacia el otro lado sin responder. No tenía ni idea de lo que estaba hablando, y dado que sólo podía hablar con los ojos, no tenía forma de preguntárselo. Para entonces, ya apenas me importaba.

– Es día de cobro, compañero. Mañana recibimos la pasta, y va a ser una bonita suma. Cincuenta mil bailarinas tumbadas cara con cara en una vieja maleta de mimbre. Justo lo que el médico me mandó, ¿eh, muchacho? Es un plan de jubilación cojonudo, permíteme que te lo diga, y si a eso añadimos que los billetes no están marcados, puedo gastármelos de aquí a México sin que los federales se enteren de nada.

Yo no tenía ningún motivo para dudar de él. Hablaba tan deprisa y sus nervios estaban tan de punta que parecía claro que iba a pasar algo. Sin embargo, no reaccioné. No quería darle esa satisfacción. Así que continué sin mirarle. Al cabo de un momento, Slim se sentó en la cama enfrente de mi silla. Como yo seguía sin reaccionar, se inclinó, me desató la mordaza y me la quitó de la boca.

– Mírame cuando te hablo -dijo.

Pero yo mantuve los ojos fijos en el suelo, negándome a devolverle la mirada. Sin previo aviso, saltó hacia adelante y me abofeteó, una sola vez, muy fuerte. Levanté la vista.

– Eso está mejor -dijo.

Normalmente habría sonreído para subrayar su pequeña victoria, pero aquel día no estaba para tales payasadas. Su expresión se volvió torva y durante algunos segundos me miró con tanta dureza que creí que iba a marchitarme dentro de mi ropa.

– Eres un chico afortunado -continuó-. Cincuenta mil pavos, sobrino. ¿Crees que vales esa cantidad de pasta? Nunca creí que pagaran tanto, pero fui subiendo el precio y ellos ni siquiera titubearon. ¡Mierda, muchacho, no hay nadie en el mundo que soltara eso por mí! En el mercado libre no darían más de una moneda o dos, y eso en un buen día, cuando estoy más dulce y encantador. Y tú tienes a ese miserable judío dispuesto a aflojar cincuenta de los grandes para recuperarte. Supongo que eso te convierte en alguien especial, ¿no? ¿O crees que sólo está faroleando? ¿Es eso lo que se propone, sobrino? ¿Hacer más promesas que no piensa cumplir?

Ahora le estaba mirando, pero eso no significaba que tuviera intención de contestar a sus preguntas. El tío Slim estaba casi encima de mí, encogido en el borde de la cama, como un defensa de béisbol, con la cara pegada a la mía. Estaba tan cerca, que podía ver cada venilla de sus ojos, cada poro de su piel. Tenía las pupilas dilatadas, estaba jadeante y parecía que en cualquier instante iba a abalanzarse sobre mí y a arrancarme la nariz de un mordisco.

– Walt el Niño Prodigio -dijo, bajando la voz hasta un susurro-. Suena bien, ¿no? Walt… el… Niño… Prodigio. Todo el mundo ha oído hablar de ti, muchacho, eres el tema de conversación de todo el maldito país. Yo también te he visto actuar, ¿sabes? No una vez, sino varias, seis o siete veces en el último año. No hay nada igual, ¿verdad? Un enano que anda sobre el agua. Es la artimaña más endiablada que he visto nunca, el engaño más ingenioso desde el invento de la radio. Ni alambres, ni espejos, ni trampillas. ¿Cuál es el truco, Walt? ¿Cómo demonios te elevas del suelo de esa manera?

Yo no iba a hablar, no iba a decirle una palabra, pero después de mirarle fijamente a través del silencio durante diez o quince segundos, él dio un salto y me golpeó en la sien con el canto de la mano, luego me dio en la mandíbula con la otra mano.

– No hay truco -dije.

– Jo, jo, jo! -dijo-. Jo, jo, jo!

– El número es honesto. Lo que se ve es lo que hay.

– ¿Y esperas que me lo crea?

– Me da igual lo que crea. Le digo que no hay truco.

– Mentir es pecado, Walt, ya lo sabes. Especialmente a tus mayores. Los mentirosos arden en el infierno, y si no dejas de soltarme trolas, ahí es exactamente adonde irás. Al fuego del infierno. Puedes estar seguro, muchacho. Quiero la verdad, y la quiero ahora.

– Eso es lo que le estoy dando. Toda la verdad y nada más que la verdad, y que Dios me castigue si no es así.

– De acuerdo -dijo, dándose una palmada en las rodillas en un gesto de frustración-. Si es así como quieres que juguemos, así es como jugaremos. -Se levantó de la cama de un salto y me agarró por el cuello de la camisa, arrancándome de mi silla con un rápido tirón de su brazo-. Si estás tan condenadamente seguro de ti mismo, entonces demuéstramelo. Saldremos ahí fuera y me harás una pequeña demostración. Pero más vale que cumplas con lo dicho, listillo. Yo no tengo tratos con tramposos. ¿Me oyes, Walt? Actúas o te callas. Te elevas del suelo o te dejo el culo hecho papilla.

Me arrastró al otro cuarto, vociferando mientras mi cabeza golpeaba contra el suelo y las astillas se me clavaban en el cuero cabelludo. No había nada que pudiera hacer para defenderme. Las cuerdas seguían sujetando mis brazos y mis piernas, y lo más que podía hacer era retorcerme y chillar, suplicando piedad mientras la sangre goteaba por mi pelo.

– Desátalo -le ordenó a Fritz-. Este mequetrefe dice que puede volar, y vamos a tomarle la palabra. Nada de sis ni peros. Empieza el espectáculo, caballeros. El pequeño Walt va a abrir sus alas y bailar en el aire para nosotros.

Yo podía ver la cara de Fritz desde mi posición en el suelo y vi que estaba mirando a Slim con una mezcla de horror y confusión. El gordo estaba tan aturdido que ni siquiera trató de hablar.

– ¿Bien? -dijo Slim-. ¿A qué esperas? ¡Desátalo!

– Pero, Slim -tartamudeó Fritz-. No tiene sentido. Si le dejamos echar a volar se nos escapará. Como siempre has dicho.

– Olvida lo que he dicho. Desata las cuerdas y veremos qué clase de mentiroso es. Apuesto que no se elevará medio metro del suelo. Ni siquiera cinco miserables centímetros Y aunque lo hiciera, ¿a quién coño le importa? Yo tengo mi pistola, ¿no? Un disparo en la pierna y caerá tan deprisa como un maldito pato.

Este disparatado argumento pareció convencer a Fritz. Se encogió de hombros, vino hasta el centro del cuarto, donde Slim me había depositado, y se agachó para hacer lo que le ordenaban. En cuanto aflojó el primer nudo, sin embargo, sentí que me inundaba una oleada de miedo y repugnancia.

– No voy a hacerlo -dije.

– ¡Oh, vaya si vas a hacerlo! -dijo Slim. Ahora tenía las manos libres y Fritz había concentrado su atención en las cuerdas que rodeaban mis piernas-. Lo harás durante todo el día si yo te lo mando.

– Puede pegarme un tiro -dije llorando-. Puede cortarme el cuello o quemarme hasta convertirme en cenizas, pero no voy a hacerlo de ninguna manera.

Slim se rió brevemente y luego me dio una patada en la espalda con la punta del zapato. El aliento salió disparado de mi pecho como un cohete y caí al suelo presa del dolor.

– Eh, déjale en paz, Slim -dijo Fritz, deshaciendo el último nudo alrededor de mis tobillos-. No está de humor. Cualquier imbécil se daría cuenta.

– ¿Y quién te ha pedido tu opinión, gordinflón? -dijo Slim, volviendo su ira contra un hombre que pesaba dos veces más que él y era tres veces más fuerte.

– ¡Basta ya! -dijo Fritz, gruñendo por el esfuerzo de levantarse del suelo-. Ya sabes que no me gusta que me llames cosas.

– ¿Cosas? -gritó Slim-. ¿A qué cosas te refieres, seboso?

– Ya lo sabes. Todo eso de gordinflón y seboso. No está bien burlarse así de la gente.

– Así que nos estamos volviendo sensibles, ¿eh? ¿Y qué tengo que llamarte, entonces? Mírate al espejo y dime lo que ves. Una montaña de carne, eso es lo que ves. Yo llamo a la gente como se merece, seboso. Si quieres que te llame otra cosa, entonces empieza a perder kilos.

Fritz tenía la mecha más larga y más lenta que ningún hombre que yo hubiera conocido, pero esta vez Slim había ido demasiado lejos. Yo podía sentirlo, podía saborearlo, e incluso mientras estaba allí tirado boqueando y tratando de recobrarme del golpe en la espalda, comprendí que aquélla era la única oportunidad que tendría. Mis brazos y mis piernas estaban libres, encima de mí se estaba armando una bronca, y lo único que tenía que hacer era elegir el momento. Éste se presentó cuando Fritz dio un paso hacia Slim y le clavó un dedo en el pecho.

– No tienes derecho a hablarme así -dijo-. No cuando te he pedido que lo dejes.

Sin emitir un sonido, empecé a arrastrarme en dirección a la puerta, avanzando lo más lenta y suavemente que pude. Oí un golpe sordo detrás de mí. Luego hubo otro, seguido del ruido de zapatos arrastrándose sobre el suelo de madera. Gritos, gruñidos y palabrotas puntuaban aquel tango, pero para entonces yo estaba empujando la puerta, que afortunadamente estaba demasiado torcida para encajar en la jamba. La abrí de un empujón, seguí arrastrándome medio metro más y luego caí fuera, bajo la luz del sol, aterrizando sobre un hombro en la dura tierra de Dakota del Sur.

Notaba los músculos raros y esponjosos. Cuando traté de ponerme de pie, apenas los reconocí. Se me habían vuelto estúpidos y no conseguía que funcionaran. Después de tanto confinamiento e inactividad, me había convertido en un payaso que se movía espasmódicamente. Batallé para ponerme de pie, pero en cuanto di un paso tropecé. Me caí, me levanté, avancé a trompicones un metro o dos, luego volví a caerme. No tenía un segundo que perder y allí estaba yo tambaleándome como un borracho, derrumbándome cada dos o tres pasos. Por pura tenacidad, finalmente llegué hasta el coche de Slim, un viejo cacharro abollado que estaba aparcado a la vuelta de la casa. El sol lo había convertido en un horno y cuando toqué la manija de la portezuela, el metal estaba tan caliente que casi solté un grito. Afortunadamente, sabía arreglármelas con un coche. El maestro me había enseñado a conducir, y no tuve ninguna dificultad para soltar el freno de mano, tirar del starter y girar la llave de contacto. Pero no había tiempo para ajustar el asiento. Mis piernas eran demasiado cortas y la única forma que tenía de llegar con el pie al acelerador era deslizarme hasta el borde del asiento, agarrándome al volante como si me fuera en ello la vida. La primera tos del motor detuvo la pelea dentro de la cabaña, y cuando puse el coche en marcha, Slim salía ya disparado por la puerta y corría hacia mi con su pistola en la mano. Y yo no podía apartar la mano del volante para meter la segunda. Vi que Slim levantaba la pistola y apuntaba. En lugar de virar a la derecha, viré a la izquierda, arremetiendo contra él con el parachoques. Le di justo por encima de la rodilla y él dio un salto y cayó al suelo. Eso me proporcionó unos segundos para maniobrar. Antes de que Slim pudiera levantarse, yo había enderezado el volante y había puesto el coche en la dirección adecuada. Metí la segunda y pisé el pedal hasta el fondo. Una bala atravesó la ventanilla trasera haciendo añicos el cristal a mis espaldas. Otra bala dio en el salpicadero y abrió un agujero en la guantera. Tanteé en busca del embrague con el pie izquierdo, cambié a tercera y me alejé. Puse el coche a cuarenta y cinco, luego a sesenta kilómetros por hora, saltando sobre el escabroso terreno como un domador de potros broncos mientras esperaba que la próxima bala me diera en la espalda. Pero no hubo más balas. Había dejado a aquel saco de mierda en el polvo, y cuando llegué a la carretera unos minutos más tarde, estaba libre.


¿Fui feliz al volver a ver al maestro? Pueden apostar su vida a que lo fui. ¿Se aceleró mi corazón de alegría cuando él abrió sus brazos y me asfixió en un largo abrazo? Sí, mi corazón se aceleró de alegría. ¿Lloramos por nuestra buena suerte? Por supuesto que sí. ¿Reímos y lo celebramos y bailamos cien jigas? Hicimos todo eso y más.

– Nunca más te perderé de vista -dijo el maestro Yehudi.

– Nunca iré a ninguna parte sin usted durante el resto de mis días -dije yo.

Hay un viejo adagio que dice que no apreciamos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Por muy cierto que sea ese adagio, debo reconocer que no siempre había sido así para mi. Pero entonces sabía lo que había perdido desde el principio: desde el momento en que me sacaron de aquel cine de Northfield, Minnesota, hasta el momento en que le eché la vista encima al maestro en Rapid City, Dakota del Sur. Durante cinco semanas y media lloré la pérdida de todo lo que era bueno y precioso para mí, y ahora me presento ante el mundo para testimoniar que nada puede compararse a la dulzura de recobrar lo que te han quitado. De todos los triunfos que he marcado con muescas en mi cinturón, ninguno me emociono mas que el simple hecho de volver a mi vida normal.

El reencuentro tuvo lugar en Rapid City porque allí fue donde acabé después de mi fuga. Como era un tacaño, Slim había descuidado la salud de su coche y aquel trasto se quedó sin gasolina antes de que yo hubiera conducido treinta kilómetros. De no haber sido por un viajante de comercio que me recogió justo antes de anochecer, tal vez estaría aún vagando por aquella comarca yerma, buscando ayuda en vano. Le pedí que me dejara en la comisaría más próxima, y cuando aquellos policías descubrieron quién era, me trataron como si hubiera sido el príncipe heredero de Ruritania. Me dieron sopa y salchichas, me proporcionaron ropa nueva y un baño caliente y me enseñaron a jugar al pinacle. Cuando el maestro llegó a la tarde siguiente, yo ya había hablado con dos docenas de reporteros y posado para cuatrocientas fotografías. Mi secuestro había sido noticia de primera página durante más de un mes, y cuando un corresponsal local de prensa vino a husmear a la comisaría en busca de algunas migajas de última hora me reconoció por mis fotos y dio la noticia. Los periodistas de sucesos llegaron en manadas después de eso. Los flashes estallaban como cohetes a mi alrededor, y fanfarroneé como un loco hasta altas horas de la noche, contando historias increíbles sobre cómo había sido más listo que mis captores y me había fugado antes de que pudieran intercambiarme por el botín. Supongo que los simples hechos habrían servido igual, pero no pude resistir la tentación de exagerar. Me recreé en mi recién encontrada celebridad y al cabo de un rato estaba aturdido por la forma en que aquellos periodistas me miraban, pendientes de cada una de mis palabras. Yo era un hombre del espectáculo, después de todo, y, teniendo la bendición de un público como aquél, no tuve valor para defraudarles.

El maestro puso fin a toda aquella tontería en cuanto entró. Durante la hora siguiente nuestros abrazos y lágrimas ocuparon toda mi atención, pero nada de eso fue visto por el público. Nos sentamos los dos solos en un cuartito de la comisaría, sollozando uno en brazos del otro mientras dos policías hacían guardia en la puerta. Después hicimos declaraciones y firmamos papeles y luego me sacó de allí, abriéndose paso por entre el gentío de mirones y bienquerientes que esperaba en la calle. Lanzaron vivas y hurras, pero el maestro sólo se detuvo el tiempo suficiente para sonreír y saludar con la mano una sola vez a aquellos rústicos antes de empujarme al interior de un coche con chófer aparcado junto al bordillo. Hora y media más tarde estábamos sentados en un compartimiento privado en un tren que se dirigía al Este, camino de Nueva Inglaterra y las playas arenosas de Cape Cod.

Hasta después de que cayera la noche no me di cuenta de que no íbamos a detenernos en Kansas. Con tanto ponernos al día, tantas cosas que describir, explicar y contar, mi cabeza había estado dando vueltas como una máquina batidora, y sólo cuando apagamos las luces y estuvimos metidos en nuestras literas se me ocurrió preguntar por la señora Witherspoon. El maestro y yo llevábamos seis horas juntos y su nombre no había sido mencionado ni una vez.

– ¡Qué pasa con Wichita? -dije-. ¿No es un sitio tan bueno para nosotros como Cape Cod?

– Es un buen sitio -dijo el maestro-, pero allí hace demasiado calor en esta época del año. El mar te sentará bien, Walt. Te recuperarás más deprisa.

– ¿Y qué me dice de la señora W.? ¿Cuándo piensa reunirse con nosotros?

– Esta vez no vendrá, muchacho.

– ¿Por qué no? ¿Se acuerda de Florida? A ella le gustó mucho aquello, casi teníamos que sacarla a rastras del agua. Nunca he visto a nadie tan feliz como ella chapoteando entre las olas.

– Puede que sí, pero este verano no irá a nadar. Por lo menos no con nosotros.

El maestro Yehudi suspiró, llenando la oscuridad con un suave y quejumbroso trémolo, y aunque yo estaba mortalmente cansado, justo a punto de dormirme, mi corazón empezó a acelerarse, a bombear dentro de mi como una alarma.

– ¡Oh! -dije, tratando de no revelar mi preocupación-. ¿Y por qué?

– No iba a decírtelo esta noche. Pero ahora que has sacado el tema, supongo que no tiene sentido ocultártelo.

– ¿Decirme qué?

– Lady Marion está a punto de dar el gran paso.

– ¿Paso? ¿Qué paso?

– Está comprometida para casarse. Si todo va según lo previsto, contraerá nupcias antes del día de Acción de Gracias.

– ¿Quiere decir enganchada? ¿Quiere decir unida en matrimonio para el resto de su vida natural?

– Eso es. Con un anillo en el dedo y un marido en la cama.

– ¿Y ese marido no es usted?

– Evidentemente, no. Estoy aquí contigo, ¿no? ¿Cómo podría estar allí con ella si estoy aquí contigo?

– Pero usted es su principal pretendiente. No tiene derecho a dejarle tirado así, no sin que sea usted quien lo decida.

– Tenía que hacerlo, y yo no me interpuse en su camino. Mujeres como ésa hay una en un millón, Walt, y no quiero que digas una palabra contra ella.

– Diré todas las palabras que quiera. Si alguien le hace a usted una mala pasada, yo echo fuego por la boca.

– Ella no me ha hecho una mala pasada. Tenía las manos atadas y había hecho una promesa que no podía romper. Yo en tu lugar, muchacho, le daría las gracias por hacer esa promesa a todas horas del día durante los próximos cincuenta años.

– ¿Darle las gracias? Yo escupo sobre esa ramera, maestro. Escupo y maldigo a esa zorra falsa por haberle hecho daño a usted.

– No cuando te enteres de por qué lo hizo. Todo fue por causa tuya, hombrecito. Se expuso al peligro por un mequetrefe llamado Walter Claireborne Rawley, y fue el acto más valiente y más abnegado que le he visto hacer a nadie.

– Mentiras. Yo no tengo nada que ver con eso. Ni siquiera he estado allí.

– Cincuenta mil dólares, compañero. ¿Crees que esa cantidad de dinero crece en los arbustos? Cuando empezaron a llegar las notas del rescate, tuvimos que actuar deprisa.

– Es mucha pasta, claro, pero nosotros debemos haber ganado el doble a estas alturas.

– ¡Qué más quisiera yo! Marion y yo no podíamos reunir ni la mitad de esa suma entre los dos. Hemos ganado bastante, Walt, pero ni mucho menos lo que tú crees. Los gastos generales son enormes. Facturas de hotel, transporte, publicidad, todo eso va subiendo, y apenas hemos mantenido la cabeza fuera del agua.

– ¡Oh! -dije, haciendo unos rápidos cálculos mentales sobre cuánto dinero debíamos haber gastado, y mareándome al hacerlo.

– ¡Oh!, efectivamente. Por lo tanto, ¿qué hacer? Ésta es la cuestión. ¿Dónde acudir antes de que sea demasiado tarde? El viejo juez Witherspoon nos rechaza. No se habla con Marion desde que Charlie se mató, y no está dispuesto a interrumpir su silencio ahora. Los bancos se echan a reír, los usureros no quieren saber nada de nosotros, y aunque vendiésemos la casa, nos quedaríamos cortos. Por lo tanto, ¿qué hacer? Esa es la pregunta que nos hace un agujero en el estómago. El reloj no se detiene, y cada día que perdemos, el precio sigue subiendo.

– Cincuenta mil dólares por salvar mi pellejo.

– Y es un precio barato, considerando tu potencial de taquilla en los años venideros. Un precio barato, pero simplemente no lo teníamos.

– Así que, ¿adónde acudieron?

– Como estoy seguro de que has comprendido ya, la señora Witherspoon es una mujer de múltiples encantos y atractivos. Puede que yo haya conquistado un lugar especial en su corazón, pero no soy el único hombre que está por sus huesos. Wichita está llena de ellos, sus pretendientes acechan detrás de cada valía y cada boca de incendios. Uno de ellos, un joven magnate de los cereales de nombre Orville Cox, le había propuesto matrimonio cinco veces en el último año. Cuando tú y yo estábamos recorriendo pueblos, el joven Orville estaba en la ciudad, defendiendo su propuesta con insistencia. Marion le rechazó, por supuesto, pero no sin cierta añoranza y pesar, y cada vez que le decía que no, creo que esa añoranza y pesar se hacían un poco más fuertes. ¿Necesito decir más? Recurrió a Cox para conseguir los cincuenta mil dólares, y él estuvo dispuestísimo a desprenderse de esa suma, pero sólo a condición de que ella me dejara y se uniera a él ante el altar.

– Eso es chantaje.

– Más o menos. Pero este Orville no es realmente un mal tipo. Un poco aburrido, quizá, pero Marion se ha metido en esto con los ojos bien abiertos.

– Bueno -farfullé, sin saber cómo interpretar todo esto-, supongo que le debo una disculpa. Ella luchó por mí como un verdadero soldado de caballería.

– Efectivamente. Como una auténtica heroína.

– Pero -continué, sin querer dar mi brazo a torcer-, pero todo eso ha pasado ya. Quiero decir que se han retirado las apuestas. Yo me escapé de Slim por mis propios medios y nadie tendrá que aflojar los cincuenta mil. Orville sigue teniendo su podrida pasta, y por derecho eso significa que la señora Witherspoon es libre.

– Puede que sí. Pero sigue pensando casarse con él. Hablé con ella ayer mismo, y así es como están las cosas. Tiene intención de seguir adelante.

– Deberíamos impedirlo, maestro, eso es lo que deberíamos hacer. Irrumpir en la boda y raptarla.

– Como en las películas, ¿eh, Walt?

Por primera vez desde que habíamos empezado esta espantosa conversación, el maestro Yehudi soltó una risita.

– Exactamente. Como en una película de acción.

– Déjala, Walt. Está firmemente decidida, y no hay nada que podamos hacer para detenerla.

– Pero es culpa mía. Si no llega a ser por ese asqueroso secuestro, nada de esto habría ocurrido.

– Es culpa de tu tío, hijo, no tuya, y no debes culparte por ello. Ni ahora ni nunca. Déjalo estar. La señora Witherspoon está haciendo lo que desea hacer, y nosotros no vamos a afligirnos por ello. ¿Entendido? Vamos a comportarnos como caballeros, y no sólo no vamos a reprochárselo, sino que vamos a mandarle el regalo de boda más bonito que haya visto novia alguna. Ahora duerme. Tenemos una tonelada de trabajo por delante, y no quiero que te preocupes por este asunto ni un segundo más. Se acabó. Ha caído el telón y el próximo acto está a punto de comenzar.

El maestro Yehudi hablaba de un modo convincente, pero cuando nos sentamos a desayunar en el coche restaurante a la mañana siguiente, estaba pálido y preocupado, como si se hubiera pasado toda la noche levantado, mirando fijamente la oscuridad y contemplando el fin del mundo. Se me ocurrió que parecía más delgado que antes, y me pregunté cómo no lo había advertido el día anterior. ¿Me había cegado la felicidad? Le miré más atentamente, estudiando su cara con toda la objetividad que pude. No había duda de que algo había cambiado en él. Su piel estaba consumida y cetrina, cierto aspecto macilento había aparecido en las arrugas en torno a sus ojos, y en conjunto parecía algo disminuido, menos imponente de lo que yo le recordaba. Había estado sometido a mucha tensión, después de todo -primero la severa prueba de mi secuestro, luego el golpe de perder a su amada-, pero yo esperaba que no fuese más que eso. En algún momento me pareció detectar una ligera mueca mientras masticaba y una vez, hacia el final de la comida, vi inconfundiblemente que su mano bajaba con un movimiento rápido y se agarraba el vientre. ¿Estaba enfermo o era simplemente un ataque pasajero de indigestión? Y, si no estaba bien, ¿era grave lo que le pasaba?

Él no dijo una palabra, por supuesto, y dado que mi aspecto tampoco era demasiado saludable, se las arregló para mantener el foco de atención centrado en mi durante todo el desayuno.

– Come -me dijo.- Te has quedado como un palo. Cómete estas tortitas, hijo, y luego te pediré más. Tenemos que poner algo de carne sobre tus huesos y lograr que recuperes toda tu fuerza.

– Hago lo que puedo -dije-. No es exactamente que me alojaran en un hotel de lujo. Con esos vagabundos he vivido a base de una dieta constante de comida para perros y el estómago se me ha encogido hasta el tamaño de un guisante.

– Y luego está el asunto de tu piel -añadió el maestro, mirándome mientras yo luchaba por comerme otra loncha de bacon-. También tendremos que hacer algo con ella. Todas esas manchas. Parece como si te hubiese brotado la varicela.

– No, señor, lo que tengo son granos, y a veces están tan enconados, que me duele hasta al sonreír.

– Claro. Tu pobre cuerpo se ha trastornado a causa de tanta cautividad. Después de estar encerrado, sin ver el sol, sudando la gota gorda día y noche, no es de extrañar que estés hecho un desastre. La playa te va a sentar de maravilla, Walt, y si esos granos no desaparecen, te enseñaré cómo curarlos y mantener a raya a los nuevos. Mi abuela tenía un remedio secreto que no ha fallado nunca.

– ¿Quiere decir que no tendré que cambiar de cara?

– Ésta servirá. Si no tuvieras tantas pecas, la cara no estaría tan mal. Combinadas con el acné, producen un efecto raro. Pero no te preocupes, muchacho. Dentro de poco, la única cosa de la que tendrás que preocuparte será del pelo de la barba, y ése es permanente, se quedará contigo hasta el mismísimo final.

Pasamos más de un mes en una casita de playa en la costa de Cape Cod, un día por cada día que había estado cautivo del tío Slim. El maestro la alquiló con nombre falso para protegerme de la prensa, y por motivos de simplicidad y conveniencia nos hicimos pasar por padre e hijo. El alias que eligió fue Buck. Timothy Buck para él y Timothy Buck II para mí, o Tim Buck Uno y Tim Buck Dos. Nos reímos mucho con eso, y lo gracioso era que el lugar donde estábamos no era muy diferente de Timbuktu, por lo menos en cuanto a lejanía: en lo alto de un promontorio mirando al océano, sin ningún vecino en varios kilómetros a la redonda. Una mujer que se llamaba señora Hawthorne venía en coche desde Truro todos los días para cocinar y limpiar, pero, aparte de cotillear con ella, estábamos casi siempre solos. Nos empapábamos de sol, dábamos largos paseos por la playa, tomábamos sopa de almejas, dormíamos diez o doce horas cada noche. Al cabo de una semana de este régimen de holgazán, yo me sentía lo bastante en forma como para intentar la levitación de nuevo. El maestro me hizo comenzar despacio con algunos ejercicios de rutina en el suelo. Flexiones, saltos, carreras por la playa, y cuando llegó el momento de probar de nuevo. en el aire, trabajábamos detrás del acantilado, donde la señora Hawthorne no podía espiarnos. Yo estaba un poco herrumbroso al principio, y di algunos aleteos y tumbos, pero al cabo de cinco o seis días estaba otra vez en forma, tan ágil y elástico como siempre. El aire fresco me sentó de maravilla, y aunque el remedio del maestro (una toalla caliente empapada de salmuera, vinagre y astringentes comprados en la farmacia, aplicada sobre mi cara cada cuatro horas) no hizo todo lo que él me había prometido, la mitad de mis granos empezaron a secarse por sí mismos, sin duda gracias al sol y los buenos alimentos que comía.

Creo que habría recobrado las fuerzas aún más rápidamente de no ser por una desagradable costumbre que adquirí durante aquellas vacaciones entre las dunas y las sirenas de los barcos. Ahora que mis manos volvían a estar libres, comenzaron a mostrar una notable independencia. Estaban llenas de la pasión de los viajes, inquietas por el ansia de vagar y explorar, y por mucho que les ordenara estarse quietas, viajaban adonde les daba la gana. Bastaba con que me metiera entre las sábanas por la noche para que ellas insistieran en volar a su lugar favorito, un reino de bosques justo al sur del ecuador. Allí visitaban a su amigo, el gran dedo entre los dedos, el todopoderoso que gobernaba el universo por telepatía mental. Cuando él llamaba, ningún súbdito podía resistirse. Mis manos eran sus siervas, y de no volver a amarrarlas con cuerdas, yo no tenía más remedio que concederles su libertad. Así fue como la locura de Aesop se convirtió en mi locura y así fue como mi pájaro se levantó para controlar mi vida. Ya no se parecía a la pistolita de agua que la señora Witherspoon había cogido una vez en el hueco de su palma. Había ganado tanto en tamaño como en estatura desde entonces, y su palabra era ley. Suplicaba que lo tocaran y yo lo tocaba. Pedía a gritos que lo acariciaran, lo sacudieran y lo estrujaran, y yo me sometía a sus caprichos de buen grado. ¿Qué importaba si me quedaba ciego? ¿Qué importaba si se me caía el pelo? La naturaleza llamaba y todas las noches yo corría hacia ella tan jadeante y ávido como el propio Adán.

En cuanto al maestro, yo no sabía qué pensar. Parecía estar disfrutando, pero aunque su piel y su color indudablemente habían mejorado, presencié tres o cuatro episodios de agarrarse el estómago y las crispaciones faciales ocurrían ahora casi con regularidad, cada dos o tres comidas. Pero su estado de ánimo no podía haber sido más alegre, y cuando no estaba leyendo su libro de Spinoza o trabajando conmigo en el número, estaba ocupado en el teléfono, negociando los arreglos para mi próxima gira. Yo era ahora un personaje. El secuestro había servido para eso, y el maestro Yehudi estaba más que dispuesto a aprovechar plenamente la situación. Revisando apresuradamente sus planes para mi carrera, nos instaló en el retiro de Cape Cod y pasó a la ofensiva. Ahora tenía los triunfos y podía permitirse ser exigente. Podía imponer las condiciones, presionar para obtener nuevos e inauditos porcentajes de los agentes, exigir garantías sólo igualadas por las más grandes atracciones. Yo había llegado a la cima mucho antes de lo que ninguno de nosotros había esperado, y antes de que el maestro hubiera concluido sus regateos y tratos, yo ya estaba contratado en docenas de teatros arriba y abajo de la Costa Este, una serie de actuaciones de una o dos noches que nos mantendrían activos hasta final de año. Y no sólo en aldeas y pueblos, sino en verdaderas ciudades, los lugares de primera fila a los que siempre había soñado ir. Providence y Newark; New Haven y Baltimore; Filadelfia, Boston, Nueva York. El número había pasado a locales cerrados y a partir de ahora jugaríamos fuerte.

– Se acabó el andar sobre el agua -dijo el maestro-, se acabó el atuendo de niño campesino, se acabaron las ferias del condado y las fiestas campestres de las cámaras de comercio. Ahora eres un artista aéreo, Walt, el único en tu género, y la gente va a pagar buenos dólares por el privilegio de verte actuar. Se vestirán con sus trajes de domingo y se sentarán en butacas de terciopelo, y cuando el teatro se quede a oscuras y los focos te iluminen, se les caerán los ojos de la cara. Morirán mil muertes, Walt. Harás cabriolas y darás vueltas ante ellos, y uno por uno te seguirán por las escaleras del cielo. Cuando termines, estarán sentados en presencia de Dios.

Tales son las vueltas de la fortuna. El secuestro fue lo peor que me había ocurrido nunca, y sin embargo resultó ser mi gran oportunidad, el combustible que finalmente me lanzó hasta ponerme en órbita. Me habían regalado un mes de publicidad gratuita, y cuando me escapé de las garras de Slim, ya era un hombre famoso. El caso más célebre del país. La noticia de mi fuga causó conmoción, una segunda sensación añadida a la primera, y a partir de entonces me convertí en el niño mimado de todos. No era sólo una víctima, era un héroe, una maravilla de arrojo e intrepidez, y además de compadecerme, simplemente, me amaban. ¿Cómo entender semejante historia? Me habían arrojado al infierno. Me habían maniatado y amordazado y dado por muerto, y un mes más tarde era el favorito de todo el mundo. Aquello era suficiente como para freírte los sesos, como para achicharrarte los pelos del hocico. El país entero estaba a mis pies y, con un hombre como el maestro Yehudi manejando los hilos, lo más probable era que permaneciera allí durante mucho tiempo.

Yo había sido más astuto que mi tío Slim, si, pero eso no cambiaba el hecho de que él seguía en libertad. Los polis registraron la choza de Dakota del Sur, pero, aparte de gran cantidad de huellas dactilares y un montón de ropa sucia, no encontraron ni rastro de los culpables. Supongo que deberla haber estado asustado, alerta por si había más problemas, pero, curiosamente, no me preocupaba mucho. Cape Cod era un lugar demasiado pacífico para eso, y ahora que había vencido a mi tío una vez, me sentía seguro de que podría volver a hacerlo; no tardé en olvidar que lo había conseguido por un pelo. Pero el maestro Yehudi me había prometido protegerme y yo le creí. Nunca más entraría solo en un cine, y mientras él estuviera conmigo en todas partes, ¿qué podía ocurrirme? Pensaba en el secuestro cada vez menos a medida que pasaban los días. Cuando pensaba en él, era principalmente para revivir mi fuga y preguntarme si habría herido gravemente la pierna de Slim con el coche. Esperaba que fuera verdaderamente grave, que el parachoques le hubiera dado en la rodilla, quizá con suficiente fuerza como para hacer pedazos el hueso. Deseaba haberle hecho verdadero daño, que cojeara el resto de su vida.

Pero estaba demasiado ocupado con otras cosas como para sentir muchos deseos de mirar atrás. Los días estaban llenos, atestados de preparativos y ensayos para mi nuevo espectáculo, y tampoco había muchos huecos en mi carné de baile nocturno, considerando lo dispuesto que estaba mi pito para el jugueteo y la diversión. Entre estas escapadas nocturnas y mis esfuerzos vespertinos, no me quedaba tiempo libre para deprimirme o asustarme. No estaba obsesionado por Slim ni preocupado por la inminente boda de la señora Witherspoon. Mis pensamientos se concentraban en un problema más inmediato, y éste era suficiente para tenerme ocupado: cómo reconvertir a Walt el Niño Prodigio en un actor teatral, un ser apto para los confines de un escenario cerrado.

El maestro Yehudi y yo tuvimos varias conversaciones larguísimas sobre este tema, pero fundamentalmente trabajamos en el nuevo número por el método de probar y eliminar errores. Hora tras hora, día tras día, permanecíamos en la ventosa playa haciendo cambios y correcciones, luchando para que saliera bien mientras bandadas de gaviotas chillaban y volaban en circulo sobre nuestras cabezas. Queríamos hacer que cada minuto contara. Ese era el principio que nos guiaba, el objetivo de todos nuestros esfuerzos y furiosos cálculos. En los pueblos perdidos había tenido todo el espectáculo para mí solo, una hora de actuación, incluso más si estaba de humor. Pero las variedades eran otra clase de cerveza. Compartiría el cartel con otros números, y había que reducir el programa a veinte minutos. Perderíamos el lago, perderíamos el impacto del cielo natural, perderíamos la grandeza de mis paseos de cien metros y mis alardes de locomoción. Había que meterlo todo en un espacio más pequeño pero, una vez que empezamos a explorar los pormenores, vimos que más pequeño no significaba necesariamente peor. Teníamos nuevos medios a nuestra disposición, y el truco estaba en utilizarlos del modo más beneficioso. Para empezar, teníamos luces. Al maestro y a mí se nos caía la baba al pensar en ellas, imaginando todos los efectos que posibilitarían. Podríamos pasar de la negra oscuridad a la luminosidad total en un abrir y cerrar de ojos, y viceversa. Podríamos oscurecer la sala y mover los focos de un lugar a otro, manipular los colores, hacerme aparecer y desaparecer a voluntad. Y luego estaba la música, que resultaría mucho más amplia y sonora interpretada en un interior. No se perdería en el fondo, no quedaría ahogada por el tráfico y los ruidos del tiovivo. Los instrumentos se convertirían en una parte integral del espectáculo y llevarían al público por un mar de emociones cambiantes, indicándole sutilmente a la gente cómo debía reaccionar. Instrumentos de cuerda, de viento y de madera, timbales: tendríamos profesionales en el foso de la orquesta todas las noches y cuando les dijéramos lo que tenían que tocar, sabrían cómo hacerlo. Pero lo mejor de todo era que el público iba a estar más cómodo. Al no ser distraída por el zumbido de las moscas y el resplandor del sol, la gente tendría menos tendencia a hablar y perder la concentración. Un silencio me recibiría en cuanto se levantara el telón, y desde el principio hasta el final la actuación estaría controlada, avanzando como un mecanismo de relojería desde unas sencillas demostraciones de habilidad hasta el más audaz y paralizante final jamás visto en un escenario moderno.

Así que discutimos a fondo nuestras ideas durante un par de semanas y finalmente dimos con un plan de acción detallado.

– Forma y coherencia -dijo el maestro-. Estructura, ritmo y sorpresa.

No íbamos a darles una colección de trucos al azar. El número iba a desarrollarse como un relato, y poco a poco iríamos aumentando la tensión, llevando al público a emociones cada vez mayores, reservándonos los mejores y más espectaculares despliegues de destreza para el final.

El vestuario no podía haber sido más elemental: una camisa blanca con el cuello abierto, pantalones negros anchos y un par de zapatillas de baile blancas en los pies. Las zapatillas blancas eran esenciales. Tenían que saltar a la vista, crear el mayor contraste posible con el suelo marrón del escenario. Teniendo sólo veinte minutos de actuación, no había tiempo para cambios de vestuario ni entradas y salidas. Hicimos que el número fuera continuado, para ejecutarlo sin pausas ni interrupciones, pero mentalmente lo dividimos en cuatro partes y trabajamos cada una de ellas por separado como si fueran actos de una obra de teatro:


primera parte. Solo de clarinete, trinando unos cuantos compases de música pastoral. La melodía sugiere inocencia, mariposas, dientes de león meciéndose en la brisa. El telón se levanta sobre un escenario desnudo fuertemente iluminado. Entro yo y durante los dos primeros minutos me comporto como un patán, un palurdo bobalicón y corriente que no para de ir de un lado para otro. Tropiezo con objetos invisibles esparcidos a mi alrededor, encontrando un obstáculo tras otro mientras al clarinete se le une un retumbante fagot. Tropiezo con una piedra, me doy de narices contra una pared, me pillo un dedo en una puerta. Soy la imagen de la incompetencia humana, un bobo tambaleante que apenas puede sostenerse de pie en el suelo, no digamos elevarse sobre él. Finalmente, después de evitar varias caídas milagrosamente, caigo de bruces. El trombón hace un glissando descendente, se oyen algunas risas. Repetición. Pero aún más torpe que la primera vez. De nuevo el trombón deslizante, seguido de un golpeteo en el tambor pequeño y un retumbo en el timbal. Esto es el paraíso de la comedia bufa y yo estoy en una pista de autos de choque sobre hielo. En cuanto me levanto y doy un paso, mi pie se engancha en un patín de ruedas y caigo de nuevo. Carcajadas. Lucho por levantarme, me tambaleo mientras bostezo y me desperezo, y entonces, justo cuando el público está empezando a desconcertarse, justo cuando creen que soy tan inepto como parezco, hago mi primer acto de destreza.


segunda parte. Tiene que parecer un accidente. Acabo de dar otro traspié, y cuando me inclino hacia delante, tratando desesperadamente de recobrar el equilibrio, alargo la mano y cojo algo. Es un travesaño de una escala invisible, y de pronto estoy suspendido en el aire, pero sólo por una fracción de segundo. Todo sucede tan rápidamente que es difícil saber si mis pies se han separado del suelo o no. Antes de que el público pueda estar seguro, me suelto y caigo al suelo. Las luces disminuyen, luego se apagan, dejando la sala en la oscuridad. Suena la música: cuerdas misteriosas, trémulas de asombro y expectación. Un momento después se enciende un foco. Vaga de izquierda a derecha y luego se detiene en el lugar que ocupaba la escala. Yo me levanto y empiezo a buscar el travesaño invisible. Cuando mis manos entran de nuevo en contacto con la escala, le doy unas palmaditas cautelosas, boquiabierto por el pasmo. Una cosa que no está allí, está allí. La palmeo de nuevo, probándola para asegurarme de que está firme, y luego empiezo a subir, muy despacio, un travesaño tras otro. Ahora no hay duda. Me he elevado del suelo, y las puntas de mis luminosas zapatillas blancas cuelgan en el aire para demostrarlo. Durante mi ascenso, el foco se ensancha, disolviéndose en un suave resplandor que finalmente inunda todo el escenario. Llego a lo alto, miro hacia abajo y empiezo a asustarme. Ahora estoy a metro y medio por encima del suelo, y ¿qué diablos estoy haciendo allí? Las cuerdas vibran de nuevo, subrayando mi pánico. Empiezo a bajar, pero cuando estoy a medio camino alargo la mano y me encuentro algo sólido: un tablón que sobresale en mitad del espacio. Me quedo atónito. Paso los dedos por encima de este objeto invisible y poco a poco me vence la curiosidad. Deslizo el cuerpo al otro lado de la escala y paso a gatas al tablón. Es lo bastante fuerte como para soportar mi peso. Me pongo de pie y empiezo a andar, cruzando lentamente el escenario a una altitud de un metro. Después de eso, un soporte lleva a otro. El tablón se convierte en una escalera, la escalera se convierte en una cuerda, la cuerda se convierte en un columpio, el columpio se convierte en un tobogán. Durante siete minutos exploro estos objetos, moviéndome sobre ellos de puntillas, tímidamente, ganando confianza de manera gradual mientras la música crece en intensidad. Parece como si pudiera continuar retozando así para siempre. Luego, de pronto, doy un paso en falso y empiezo a caer.


tercera parte. Bajo flotando hacia el suelo con los brazos extendidos, descendiendo tan despacio como alguien en un sueño. Justo cuando estoy a punto de tocar el escenario, me detengo. La gravedad ha cesado de contar, y allí estoy yo, suspendido quince centímetros por encima del suelo sin ningún soporte que me sostenga. El teatro se oscurece y un segundo más tarde estoy encerrado en el rayo de un solo foco. Miro hacia abajo, miro hacia arriba, miro de nuevo hacia abajo. Muevo los dedos de los pies rápidamente. Giro el pie izquierdo en varias direcciones. Giro el pie derecho en varias direcciones. Ha sucedido de verdad. Es absolutamente cierto que estoy de pie en el aire. Un redoble de tambores rompe el silencio: fuerte, insistente, exasperante. Parece anunciar riesgos terribles, un asalto a lo imposible. Cierro los ojos, extiendo los brazos al máximo y respiro hondo. Ésta es exactamente la mitad de la actuación, el momento culminante. Con el foco aún fijo en mí, comienzo a elevarme en el aire, subiendo lenta e inexorablemente, ascendiendo hasta una altura de dos metros en un suave vuelo dirigido al cielo. Hago una pausa en lo alto, cuento tres largos instantes en mi cabeza y luego abro los ojos. Todo se convierte en magia después de eso. Con la música sonando a toda potencia, realizo una serie de acrobacias aéreas de ocho minutos, entrando y saliendo del foco mientras doy giros, volteretas y saltos mortales completos hacia atrás. Una contorsión se transforma fluidamente en otra, cada despliegue de habilidad es más bello que el anterior. Ya no hay sensación de peligro. Todo se ha convertido en placer, euforia, el éxtasis de ver que las leyes de la naturaleza se desmoronan ante mis ojos.


cuarta parte. Después del último salto mortal, vuelvo planeando a mi posición en el centro del escenario a dos metros del suelo. La música se detiene. Tres focos caen sobre mí: uno rojo, otro blanco y otro azul. La música empieza de nuevo: un ligero movimiento de cellos y cornos franceses, de una belleza sin límites. La orquesta está tocando «América la bella», la canción más conocida y más querida de todas. Cuando comienza el cuarto compás, yo empiezo a avanzar, camino en el aire por encima de las cabezas de los músicos y entro en la sala. Continúo andando mientras suena la música, avanzando hasta el mismo fondo del teatro, con los ojos fijos ante mí mientras los cuellos se estiran y la gente se levanta de sus asientos. Llego hasta la pared, me vuelvo e inicio el camino de vuelta, andando de la misma manera lenta y majestuosa que antes. Cuando llego de nuevo al escenario, el público es uno conmigo. Los he tocado con mi gracia, les he permitido compartir el misterio de mis poderes divinos. Me vuelvo en el aire, hago una breve pausa una vez más, y luego bajo flotando hasta el suelo mientras suenan las últimas notas de la canción. Abro los brazos y sonrío. Y luego hago una reverencia -sólo una- y el telón cae.


No era demasiado trillado. Un poquitín ampuloso al final, quizá, pero el maestro quería «América la bella» contra viento y marea, y no conseguí disuadirle. La pantomima del principio salió directamente de la cabeza de su seguro servidor, y el maestro se entusiasmó tanto con aquellas caídas de culo que se dejó llevar un poco. Un traje de payaso las haría aún más graciosas, dijo, pero yo le contesté que no, que era justamente lo contrario. Si la gente espera un chiste, tienes que trabajar mucho más para hacerles reír. No puedes emplearte a fondo desde el principio; tienes que acercarte a hurtadillas y sorprenderlos. Necesité medio día de discusión para ganar ese punto, pero en otras cuestiones no fui tan persuasivo. Lo que más me preocupaba era el final, la parte en la que tenía que abandonar el escenario y emprender un recorrido aéreo por encima del público. Sabía que era una buena idea, pero todavía no tenía una confianza total en mi capacidad de elevación. Si no conseguía mantener una altura de entre dos metros y medio y tres, podían surgir toda clase de problemas. La gente podría saltar y golpearme en las piernas, e incluso un ligero golpe indirecto sería suficiente para desviarme de mi curso. ¿Y si alguien llegaba a agarrarme por un tobillo y derribarme al suelo? Estallaría un tumulto en el teatro y acabarían matándome. Esto me parecía un peligro concreto, pero el maestro quitó importancia a mi nerviosismo.

– Puedes hacerlo -dijo-. El invierno pasado en Florida llegaste a los tres metros y medio, y ni siquiera recuerdo la última vez que bajaste de los tres. En Alabama, quizá, pero ese día tenias un catarro y no estabas concentrado. Has ido mejorando, Walt. Poco a poco, has demostrado avances en todos los terrenos. Vas a necesitar bastante concentración, pero tres metros ya no es un esfuerzo excesivo. No es más que otro día en la oficina, una vuelta a la manzana y luego a casa. Ningún problema. Una vez y lo tendrás dominado. Créeme, hijo, va a salir de maravilla.

El truco más difícil era el salto a la escala, y debí dedicarle tanto tiempo como a todos los otros juntos. La mayor parte del espectáculo era una recombinación de movimientos con los cuales ya me sentía cómodo. Los soportes invisibles, las carreras hacia el cielo, las acrobacias en el aire, todas ésas eran cosas viejas para mí por entonces. Pero el salto a la escala era nuevo, y todo el programa se basaba en que fuera capaz de realizarlo. Puede que no parezca gran cosa comparado con aquellas espectaculares florituras -sólo quince centímetros por encima del suelo durante un instante-, pero la dificultad estaba en la transición, en el doble paso realizado a la velocidad del rayo necesario para pasar de un estado a otro. De las locas caídas y tumbos por el escenario tenía que pasar directamente al despegue, y tenía que hacerlo con un movimiento sin fisura, lo cual significaba inclinarme hacia adelante, agarrar el travesaño y elevarme, todo al mismo tiempo. Seis meses antes nunca habría intentado semejante cosa, pero había hecho progresos en reducir el tiempo de mis trances prelevitatorios. De seis o siete segundos al principio de mi carrera había bajado a menos de uno, una fusión casi simultánea de pensamiento y obra. Pero persistía el hecho de que me elevaba desde una posición inmóvil. Siempre lo había hecho así; era una de las características fundamentales de mi número, y sólo concebir un cambio tan radical significaba replantearse todo el proceso de arriba abajo. Pero lo hice. ¡Lo hice, gracias a Dios!, y de todas las proezas que realicé como levitador, es de ésta de la que me siento más orgulloso. El maestro Yehudi la denominó el Salto Disperso, y eso es más o menos lo que yo sentía: una sensación de estar en más de un sitio al mismo tiempo. Al caer hacia adelante, plantaba los pies en el suelo durante una fracción de segundo y luego parpadeaba. El parpadeo era crucial. Me devolvía el recuerdo del trance e incluso el más pequeño vestigio de aquel vacío fibrilante bastaba para producir el cambio necesario en mí. Parpadeaba y levantaba el brazo, agarrando con la mano el travesaño invisible, y luego empezaba a subir. No habría sido posible sostener un truco tan complicado durante mucho tiempo. Tres cuartos de segundo era el límite, pero eso era todo lo que necesitaba, y una vez que perfeccioné el movimiento, éste se convirtió en el punto crítico, el eje sobre el cual giraba todo lo demás.

Tres días antes de que nos marcháramos de Cape Cod, un hombre vestido con un traje blanco nos entregó el Pierce Arrow en la puerta de casa. El conductor había traído el coche desde Wichita, y cuando se apeó y estrechó la mano del maestro, sonriendo y rebosante de entusiastas holas, yo supuse que estaba viendo al infame Orville Cox. Mi primera idea fue atizarle una patada en la espinilla a aquel fanfarrón, pero antes de que pudiera darle semejante bienvenida, el maestro Yehudi me salvó al dirigirse a él como señor Bigelow. No tardé mucho en deducir que se trataba de otro de los tontos admiradores de la señora Witherspoon. Era un joven de unos veinticuatro años con la cara redonda y una risa entusiasta de optimista, y de cada dos palabras que salían de su boca una era «Marion». Ella debía de haber hilado muy delgado para convencerle de que hiciera un encargo a tan larga distancia, pero él parecía complacido consigo mismo y muy orgulloso de haberlo llevado a cabo. Me entraron ganas de vomitar. Cuando el maestro sugirió que entráramos en la casa para tomar un refresco, yo ya le había dado la espalda y estaba subiendo los escalones de madera.

Fui derecho a la cocina. La señora Hawthorne estaba allí fregando los platos del almuerzo, con su pequeña figura huesuda encaramada a un taburete al lado del fregadero.

– Hola, señora H. -dije, aún agitado por dentro, sintiéndome como si el propio Diablo estuviera dando saltos mortales en mi cabeza-. ¿Qué hay de cena esta noche?

– Lenguado, puré de patatas y remolachas en vinagre -me contestó con su seco acento de Nueva Inglaterra.

– ¡Qué rico! Estoy impaciente por hincar mis dientes en esas remolachas. Póngame doble ración, ¿de acuerdo?

Eso le arrancó una pequeña sonrisa.

– Eso no es problema, señorito Buck -dijo, girando en el taburete para mirarme.

Di tres o cuatro pasos hacia ella y luego entré a matar.

– A pesar de lo buena cocinera que es usted -dije-, apuesto a que nunca ha hecho un plato ni la mitad de sabroso que éste.

Y entonces, antes de que ella pudiera decir una palabra más, le dirigí una gran sonrisa, abrí los brazos y me elevé del suelo. Subí despacio, llegando lo más alto que pude sin chocar con la cabeza contra el techo. Una vez que estuve arriba, me quedé suspendido allí mirando hacia abajo a la señora Hawthorne, y el susto y la consternación que se extendieron por su cara fueron como lo que yo había esperado. Un grito ahogado murió en su garganta. Puso los ojos en blanco; luego se cayó del taburete y se desplomó en el suelo con un pequeño golpe sordo, desmayada.

Casualmente, Bigelow y el maestro estaban entrando en la casa justo en ese momento, y el golpe les hizo acudir corriendo a la cocina. El maestro Yehudi llegó primero, irrumpiendo por la puerta en medio de mi descenso, pero cuando Bigelow llegó, un par de segundos después, mis pies ya estaban tocando el suelo.

– ¿Qué es esto? -dijo el maestro, valorando la situación con una sola mirada. Me apartó y se agachó sobre el cuerpo comatoso de la señora Hawthorne-. ¿Qué diablos es esto?

– Sólo un pequeño accidente -dije…

– Y un cuerno -dijo él, más enfadado de lo que le había visto en mucho meses, quizá años. De repente lamenté toda aquella estúpida travesura-. Vete a tu cuarto, idiota, y no salgas hasta que yo te lo diga. Ahora tenemos compañía y me ocuparé de ti más tarde.

Nunca llegué a comerme aquellas remolachas, ni ningún otro plato hecho por la señora Hawthorne. En cuanto se recobró de su desmayo, se levantó rápidamente y salió por la puerta jurando no volver a poner los pies en nuestra casa nunca más. Yo no estaba allí para presenciar su marcha, pero eso es lo que el maestro me dijo a la mañana siguiente. Al principio pensé que me estaba tomando el pelo, pero cuando vi que a mediodía ella no había llegado, comprendí que había estado a punto de matar del susto a la pobre mujer. Eso era exactamente lo que había querido hacer, pero ahora que lo había hecho, ya no me parecía tan gracioso. Ni siquiera volvió para cobrar su sueldo, y aunque nosotros nos quedamos setenta y dos horas más, ésa fue la última vez que la vimos.

No sólo las comidas se deterioraron, sino que sufrí una humillación final cuando el maestro Yehudi me hizo limpiar la casa la mañana en que hicimos las maletas y nos fuimos. Detestaba que me castigara de esa manera -mandándome a la cama sin cenar, asignándome las tareas domésticas-, pero por mucho que me enfadara y protestara, él tenía todo el derecho a hacerlo. No importaba que yo fuera la estrella infantil más sensacional desde que David cargó su honda y la disparó. Yo había sacado los pies del plato, y antes de que el engreimiento me hiciera cometer más tonterías, el maestro no tenía más remedio que imponerse y castigarme.

En cuanto a Bigelow, la causa de mi estallido temperamental, no hay mucho que decir. Sólo se quedó unas cuantas horas y a media tarde vino un taxi a recogerle, presumiblemente para llevarle a la estación de ferrocarril más próxima, donde iniciaría su largo viaje de vuelta a Kansas. Le vi marchar desde mi ventana del segundo piso, despreciándole por su estúpida alegría y por el hecho de que era amiguete de Orville Cox, el hombre que la señora Witherspoon había preferido al maestro y a mí. Para empeorar aún más las cosas, el maestro Yehudi se comportaba impecablemente, y el ver la cortesía con que trataba a aquel cretino empleado de banca aumentó mi mal humor. No sólo le estrechó la mano, sino que le encomendó la entrega de su regalo de boda a la futura novia. Justo cuando la portezuela del taxi estaba a punto de cerrarse, puso un paquete grande con una bonita envoltura en las manos del bribón. Yo no tenía ni idea de qué se ocultaba en la caja. El maestro no me lo había dicho y, aunque ciertamente me proponía preguntárselo a la primera oportunidad, pasaron tantas horas antes de que me soltara de mi prisión que se me olvidó por completo hacerlo cuando llegó el momento. Transcurrieron siete años antes de que descubriera cuál era el regalo.

De Cape Cod fuimos a Worcester, a medio día en coche hacia el oeste. Daba gusto viajar de nuevo en el Pierce Arrow, arrellanados en nuestros asientos de cuero como antaño, y una vez que nos dirigimos hacia el interior, los conflictos que habíamos tenido quedaron atrás como otros tantos papeles de caramelo desechados, llevados por el viento hacia la hierba de las dunas y la rompiente. Sin embargo, yo no quería dar nada por sentado, y sólo para asegurarme de que no había mala sangre entre nosotros, me disculpé de nuevo con el maestro.

– Hice mal -dije-, y lo siento.

Y, sin más, todo el asunto se hizo tan añejo como las noticias de ayer.

Nos alojamos temporalmente en el Hotel Cherry Valley, un sucio nido de prostitutas que estaba dos puertas más allá del teatro Luxor. Allí era donde tenía contratada mi primera actuación, y ensayamos en ese teatro de variedades todas las mañanas y todas las tardes durante los siguientes cuatro días. El Luxor estaba muy lejos de ser el gran palacio de las diversiones que yo había esperado, pero tenía un escenario, un telón y una instalación para las luces, y el maestro me aseguró que los teatros irían mejorando a medida que llegáramos a las ciudades más grandes de la gira. Worcester era un lugar tranquilo, me dijo, bueno para comenzar, para familiarizarme con la sensación del escenario. Le cogí el aire rápidamente, y me impuse de los trucos del número sin mucha dificultad, pero aun así había toda clase de defectos y fallos en los que era preciso trabajar: perfeccionar las secuencias del foco, coordinar la música con los movimientos, coreografiar el final para evitar la galería que sobresalía por encima de la mitad de los asientos de la orquesta. El maestro estaba consumido por mil y un detalles. Probaba el telón con el telonero, ajustaba las luces con el encargado de la iluminación, hablaba interminablemente sobre la música con los músicos. Con considerable gasto, contrató a siete de ellos para que participaran con nosotros en los ensayos de los dos últimos días y no paró de garabatear cambios y correcciones en sus partituras hasta el último minuto, intentando desesperadamente que todo saliera bien. Yo me lo pasé divinamente trabajando con aquellos tipos. Eran un puñado de ganapanes venidos a menos, viejos que habían empezado antes de que yo naciera y, en conjunto, debían de haber pasado veinte mil noches en teatros de variedades y tocado en cien mil espectáculos diferentes. Aquellos fulanos habían visto de todo, y, sin embargo, la primera vez que salí e hice mi número para ellos, se armó un verdadero alboroto. El tambor se desmayó, al fagotista se le cayó el fagot, el trombón tartajeó y desafinó. A mi me pareció una buena señal. Si podía impresionar a aquellos cínicos endurecidos, imagínense lo que podría hacer cuando me presentara ante un público normal.

El hotel estaba convenientemente situado, pero las noches en aquel antro de mala muerte casi acabaron conmigo. Con todas aquellas putas subiendo y bajando por las escaleras y cruzando los vestíbulos, mi picha latía como un hueso roto y no me daba tregua. El maestro y yo compartíamos una habitación doble, y yo tenía que esperar hasta que le oía roncar en la cama de al lado antes de atreverme a meneármela. La espera podía ser interminable. A él le gustaba hablar en la oscuridad, discutiendo pequeños detalles del ensayo del día, y en lugar de atender a lo que tenía entre manos, me veía obligado a pensar en respuestas corteses a sus preguntas. Con cada minuto que pasaba, la agonía se hacia mucho más acuciante, mucho más dolorosa de soportar. Cuando él se dormía finalmente, yo bajaba la mano y me quitaba un calcetín sucio. Ese era mi recogedor de esperma, y lo sostenía con la mano izquierda mientras me ponía a trabajar con la derecha, soltando un chorro de leche en los pliegues de algodón. Después de tanta demora, nunca necesitaba más de una o dos sacudidas. Gemía un silencioso himno de gracias y trataba de dormirme, pero raramente me bastaba con una vez en aquellos días. Una prostituta se echaba a reír en el vestíbulo, los muelles de una cama chirriaban en una habitación del piso de arriba, y mi cabeza se llenaba de toda clase de imágenes libidinosas. Antes de darme cuenta, la polla se me ponía dura y ya estaba otra vez dale que te pego.

Una noche debí de hacer demasiado ruido. Era la víspera de la actuación en Worcester, y yo iba a remojar otro calcetín lleno de gozo cuando el maestro se despertó de pronto. ¡Menudo susto! Cuando su voz sonó en la oscuridad, me sentí como si la lámpara se me hubiera caído en la cabeza.

– ¿Qué pasa, Walt?

Solté mi pito como si le hubieran salido espinas.

– ¿Pasar? -dije-. ¿Qué quiere usted decir?

– Ese ruido. Esas sacudidas y crujidos. Ese alboroto que viene de tu cama.

– Tengo picor. Es un picor terrible, maestro, y si no me rasco muy fuerte, no se me pasa.

– Es un picor, ya lo creo. Un picor que empieza en los riñones y acaba por todas las sábanas. Dale un respiro, muchacho. Te agotarás, y un artista fatigado es un artista chapucero.

– Yo no estoy fatigado. Estoy sano como una manzana y dispuesto a actuar.

– Por el momento puede que sí. Pero masturbarse tiene un precio, y antes de que pase mucho tiempo empezarás a notar el cansancio. No hace falta que te diga qué cosa tan valiosa es un pájaro. Pero llegas a cogerle demasiado cariño y puede convertirse en un cartucho de dinamita. Preserva el bindu, Walt. Resérvalo para cuando realmente cuente.

– ¿Que reserve qué?

– El bindu. Es un término indio para el jugo vital.

– ¿Quiere decir el zumo de nabo?

– Eso es, el zumo de nabo. O como quieras llamarlo. Debe de tener cien nombres, pero todos significan lo mismo.

– Me gusta bindu. Es el mejor, con mucho.

– Con tal de que no te agotes, hombrecito. Nos esperan grandes días y noches, y vas a necesitar cada gramo de energía que tengas.

Nada de esto importó. Cansado o descansado, reservando el bindu o derramándolo a cubos, despegué echando chispas. En Worcester los asombramos. En Springfield los dejamos admirados. En Bridgeport se les cayeron los calzoncillos. Incluso el percance de New Haven resultó ser un mal que vino por bien, ya que selló los labios de los dudosos de una vez por todas. Con tantos comentarios sobre mí circulando por ahí, supongo que era natural que algunas personas empezaran a sospechar que era un fraude. Creían que el mundo estaba organizado de determinada manera y no había lugar en él para una persona con mis facultades. Hacer lo que yo hacia daba al traste con todas las reglas. Contradecía la ciencia, trastornaba la lógica y el sentido común, hacia picadillo cien teorías, y antes que cambiar las reglas para acomodarlas a lo que yo hacía, los peces gordos y los catedráticos decidieron que allí había trampa. Los periódicos estaban llenos de ese tema en todas las ciudades a las que íbamos: debates y discusiones, ataques y contraataques, todos los pros y los contras que se puedan contar. El maestro no tomó parte en ello. Se mantuvo al margen de la contienda, sonriendo feliz mientras las recaudaciones de taquilla aumentaban, y cuando algún periodista le instaba a que hiciera un comentario, su respuesta era siempre la misma: «Venga al teatro y juzgue por sí mismo.»

Al cabo de dos o tres semanas de creciente controversia, las cosas llegaron finalmente a su culminación en New Haven. Yo no había olvidado que era la sede de la Universidad de Yale, y que de no ser por las villanías y desmanes cometidos en Kansas dos años antes, también habría sido el hogar de mi hermano Aesop. Me entristecía estar allí y pasé todo el día anterior a la actuación sentado en la habitación del hotel con el corazón afligido, recordando los locos tiempos que habíamos vivido juntos y pensando que se habría convertido en un gran hombre. Cuando finalmente salí camino del teatro a las seis de la tarde, estaba destrozado emocionalmente, y, por más que intenté concentrarme, realicé la actuación más plana de mi carrera. Mi sincronización era mala, me tambaleaba en los giros y mi elevación era un desastre. Cuando llegó el momento de subir y volar por encima de las cabezas del público, la temida bomba estalló finalmente. No podía mantener la altitud. Por pura fuerza de voluntad conseguí elevarme hasta dos metros veinte centímetros, pero eso fue lo máximo que pude lograr, y empecé la final con graves recelos, sabiendo que una persona alta con un moderado alcance podría agarrarme sin siquiera molestarse en saltar. Después de eso, las cosas fueron de mal en peor. Cuando estaba a mitad de camino sobre el foso de la orquesta decidí hacer un último y arrojado esfuerzo para ver si era capaz de subir un poco más. No esperaba ningún milagro, sólo un poco de espacio, tal vez quince o veinte centímetros más. Me detuve un momento para reunir fuerzas, inmóvil en el aire, mientras cerraba los ojos y me concentraba en mi tarea, pero una vez que empecé a moverme de nuevo, mi altitud era tan lamentable como antes. No sólo no estaba subiendo, sino que al cabo de pocos segundos me di cuenta de que había empezado a hundirme. Sucedía despacio, muy despacio, tres o cuatro centímetros por cada metro que avanzaba, pero el declive era irreversible, como el de un globo al que se le escapa el aire. Para cuando llegué a las últimas filas, estaba sólo a un metro ochenta centímetros, una presa fácil para el más bajo de los enanos. Y entonces empezó la diversión. Un imbécil calvo con una chaqueta roja se levantó de su asiento y me dio una palmada en el talón del pie izquierdo. El golpe me hizo girar sobre mí mismo, ladeándome como una carroza de desfile escorada, y antes de que pudiera enderezarme, alguien me dio en el otro pie. Ese segundo golpe fue definitivo. Me desplomé como un gorrión muerto y aterricé de cabeza sobre el borde metálico del respaldo de una silla. El impacto fue tan repentino y tan fuerte, que me dejó inconsciente.

Me perdí el jaleo que siguió, pero según todos los relatos fue una maravilla de tumulto: novecientas personas gritando y brincando por todas partes, un estallido de histeria de masas que se extendió por la sala como un incendio por los matorrales. Aunque estaba inconsciente, mi caída había demostrado una cosa, y la había demostrado sin sombra de duda para siempre: el número era real. No había cables invisibles atados a mis miembros, ni burbujas de helio escondidas debajo de mis ropas, ni motores silenciosos sujetos a mi cintura. Uno por uno, los espectadores fueron pasando mi cuerpo dormido por todo el teatro, palpándome y pellizcándome con sus dedos curiosos como si fuera alguna clase de espécimen médico. Me quitaron la ropa, miraron dentro de mi boca, me separaron las nalgas y metieron la nariz en mi ojete, y ni uno de ellos encontró una maldita cosa que no hubiera puesto allí Dios mismo. Mientras tanto, el maestro se había lanzado desde su posición entre bastidores y luchaba por abrirse paso hasta mí. Para cuando saltó diecinueve filas de espectadores y me arrancó del último par de brazos, el veredicto era unánime: Walt el Niño Prodigio era un producto auténtico. El espectáculo era honesto y lo que veías era lo que había, amén.

La primera de las jaquecas se presentó esa noche. Considerando cómo me había estrellado contra el respaldo de la silla, no era sorprendente que tuviera algunas punzadas y efectos secundarios. Pero aquel dolor era monstruoso -un horroroso ataque con un martillo neumático, una interminable granizada que aporreaba las paredes internas de mi cráneo- y me despertó de un profundo sueño en mitad de la noche. El maestro y yo teníamos habitaciones comunicadas con un cuarto de baño en medio, y una vez que reuní el valor para levantarme de la cama, fui tambaleándome hacia el cuarto de baño, pidiéndole a Dios que encontrara unas aspirinas en el botiquín. Estaba tan mareado y distraído por el dolor, que no me di cuenta de que la luz del cuarto de baño ya estaba encendida. O, si me di cuenta, no me detuve a pensar por qué estaría encendida esa luz a las tres de la mañana. Como descubrí enseguida, yo no era la única persona que se había levantado de la cama a esa hora intempestiva. Cuando abrí la puerta y entré en el deslumbrante cuarto de baldosines blancos, casi tropiezo con el maestro Yehudi. Vestido con su pijama de seda color lavanda, estaba aferrado al lavabo con ambas manos y doblado en dos por el dolor, dando arcadas como si tuviera fuego en las tripas. El ataque duró otros veinte o treinta segundos, y fue algo tan terrible de ver, que casi me olvidé de mi propio dolor.

Cuando vio que yo estaba allí, hizo todo lo que pudo para encubrir lo que acababa de suceder. Transformó sus muecas de dolor en forzadas sonrisas histriónicas; se irguió y echó los hombros hacia atrás; se atusó el pelo con las palmas de las manos. Quise decirle que podía dejar de fingir, que ahora estaba enterado de su secreto, pero mi propio dolor era tan tremendo que no pude encontrar las palabras para hacerlo. Me preguntó por qué no estaba durmiendo, y cuando supo que tenía jaqueca, se hizo cargo de la situación, yendo y viniendo y haciendo el papel de médico: sacudió el frasco para sacar unas aspirinas, llenó un vaso de agua, examinó el chichón de mi frente. Habló tanto mientras me administraba estos cuidados, que yo no pude meter una palabra ni de canto.

– Vaya par estamos hechos, ¿eh? -dijo, mientras me llevaba a mi habitación y me arropaba en la cama-. Primero tú caes en picado y te das en el coco, y luego yo me atiborro de almejas rancias. Debería aprender a mantenerme alejado de esos bichos. Cada vez que los como me da la maldita vomitona.

No era un mal cuento, especialmente considerando que se lo había inventado sobre la marcha, pero no me engañó. Por mucho que deseara creerle, no me engañó ni por un segundo.


Hacia la mitad de la tarde siguiente lo peor de la jaqueca había pasado. Persistía un latido sordo cerca de la sien izquierda, pero no era suficiente para impedirme levantarme. Puesto que el chichón estaba en el lado derecho de mi frente, habría sido más lógico que el punto sensible estuviera allí, pero yo no era ningún experto en estos asuntos y no pensé mucho en la discrepancia. Lo único que me interesaba era que me sentía mejor, que el dolor había disminuido y que estaría listo para la siguiente función.

Mis preocupaciones se centraban en la enfermedad del maestro, o lo que fuera que había causado aquel horrendo ataque que yo había presenciado en el cuarto de baño. La verdad no podía permanecer oculta por más tiempo. Su impostura había sido descubierta, pero parecía tan mejorado a la mañana siguiente que yo no me atreví a mencionarlo. Me faltó el valor, simplemente, y no fui capaz de abrir la boca. No estoy orgulloso de mi comportamiento, pero la idea de que el maestro fuera víctima de alguna terrible enfermedad me asustaba demasiado para considerarla siquiera. Antes que precipitarme a morbosas conclusiones, le dejé que me intimidara hasta aceptar su versión del incidente. ¡Vaya con las almejas! Él se había cerrado como una almeja, y ahora que yo había visto lo que no debiera haber visto, él se encargaría de que no lo viera nunca más. Podía contar con él para esa clase de actuación. Haría de tripas corazón, presentaría una fachada fuerte, y poco a poco yo empezaría a creer que no había visto nada después de todo. No porque creyera semejante mentira, sino porque estaba demasiado asustado para no creerla.

De New Haven fuimos a Providence; de Providence a Boston; de Boston a Albany; de Albany a Syracuse; de Syracuse a Buffalo. Recuerdo todas aquellas paradas, todos aquellos teatros y hoteles, todas las actuaciones que hice, todo de todo. Era a finales de verano y principios de otoño. Poco a poco los árboles perdían su verdor. El mundo se volvía rojo, amarillo, naranja y pardo, y por todas partes donde íbamos las carreteras estaban bordeadas por el extraño espectáculo del color mutante. El maestro y yo estábamos lanzados y parecía que nada podría ya detenernos. Actuaba en teatros abarrotados todas las noches. No sólo se vendían todas las localidades, sino que cientos de personas más eran rechazadas en la taquilla todas las noches. Los revendedores hacían un negocio redondo, y cada vez que deteníamos el coche delante de un nuevo hotel, había una multitud de gente esperando en la entrada, admiradores desesperados que aguardaban de pie durante horas bajo la lluvia y la helada sólo para verme un instante.

Creo que mis compañeros sentían un poco de envidia, pero la verdad era que nunca les había ido tan bien. Cuando las masas acudían en tropel para ver mi actuación, también veían las otras, y eso significaba dinero para todos los bolsillos. En el curso de aquellas semanas y meses encabecé carteles que incluían toda clase de números. Cómicos, malabaristas, falsetistas, tipos que imitaban voces de aves, pequeñas orquestas de jazz, monos bailarines, todos ellos daban sus tumbos y hacían sus números antes de que yo saliera. A mí me gustaba ver aquellas bobadas y me esforzaba por hacerme amigo entre cajas de cualquiera que pareciera simpático, pero al maestro no le hacía demasiada gracia que me tratara con mis compañeros. Él se mostraba distante con la mayoría de ellos e insistía en que yo siguiera su ejemplo.

– Tú eres la estrella -murmuraba-. Actúa como tal. No tienes que darles ni la hora a esos tontos.

Esto era una pequeña manzana de la discordia entre nosotros, pero yo pensaba que estaría en el circuito de las variedades durante años y no veía ningún motivo para buscarme enemigos sin necesidad. Sin saberlo yo, no obstante, el maestro había estado incubando sus propios planes para nuestro futuro, y a finales de septiembre ya estaba hablando de una gira de primavera en la que actuaría yo sólo. Así era el maestro Yehudi: cuanto mejor nos iban las cosas, más altas ponía sus miras. La gira actual no terminaría hasta Navidad, pero él no podía resistir la tentación de mirar más allá, hacia algo aún más espectacular. La primera vez que me lo mencionó, se me cortó el resuello ante la pura osadía de la proposición. La idea era ir desde San Francisco a Nueva York, trabajando en las diez o doce ciudades más grandes en funciones especiales. Alquilaríamos pistas cerradas y estadios de fútbol como el Madison Square Garden y el Soldier’s Field, y ningún aforo sería inferior a las quince mil personas. «Una marcha triunfal a través de América» era como él lo describía, y para cuando terminó su plática de propaganda, mi corazón latía cuatro veces más deprisa de lo normal. ¡Joder, cómo hablaba aquel hombre! Su boca era una de las más grandes máquinas publicitarias de todos los tiempos, y una vez se ponía a funcionar a toda potencia, los sueños salían de ella como el humo por una chimenea.

– ¡Mierda, jefe! -dije-. Si puede usted organizar una gira como ésa, nos embolsaremos millones.

– ¡Vaya si la organizaré! -dijo-. Tú mantén la calidad del trabajo, y eso está en el bote. Es lo único que hace falta, Walt. Tú sigue haciendo lo que has estado haciendo, y la Marcha de Rawley es cosa segura.

Mientras tanto estábamos preparándonos para mi primera función teatral en Nueva York. No llegaríamos allí hasta el fin de semana de Acción de Gracias, para lo cual aún faltaba mucho tiempo, pero ambos sabíamos que iba a ser el momento culminante de la temporada, el pináculo de mi carrera hasta ahora. Sólo de pensarlo, me daban mareos. Aun sumando diez Bostons y diez Filadelfias, no igualarían a un Nueva York. Si juntamos ochenta y seis funciones en Buffalo con noventa y tres en Trenton, la suma no valdría lo que un minuto de tiempo escénico en la Gran Manzana. Nueva York era el no va más, el centro del mapa del mundo del espectáculo, y por mucho entusiasmo que despertara en otras ciudades, nunca sería nada hasta que presentara mi número en Broadway y les dejara ver lo que era capaz de hacer. Ésa era la razón de que el maestro hubiera puesto Nueva York hacia el final de la gira. Quería que yo fuera un zorro viejo cuando llegara allí, un soldado veterano y probado en la batalla que conocía el sabor de las balas y podía encajar cualquier golpe. Me convertí en ese veterano con tiempo de sobra. El doce de octubre había hecho cuarenta y cuatro funciones en teatros de variedades y me sentía dispuesto, tan en forma como podía llegar a estarlo; sin embargo, aún faltaba más de un mes. Nunca había soportado tanta ansiedad. Nueva York me consumía día y noche, y al cabo de algún tiempo pensé que no podía aguantar más.

Actuamos en Richmond el trece y el catorce, en Baltimore el quince y el dieciséis, y luego nos dirigimos a Scranton, Pennsylvania. Allí hice una buena actuación, ciertamente satisfactoria y no peor que ninguna de las otras, pero inmediatamente después de terminar el espectáculo, justo cuando hacia mi reverencia y bajaba el telón, me desmayé y caí al suelo. Me había encontrado perfectamente bien hasta ese momento, realizando mi número aéreo con toda la facilidad y el aplomo al que estaba acostumbrado, pero en cuanto mis pies tocaron el escenario por última vez, sentí como si pesara cinco mil kilos. Me mantuve de pie justo el tiempo suficiente para la sonrisa, la reverencia y la bajada del telón, y entonces se me doblaron las rodillas, mi espalda cedió y mi cuerpo cayó al suelo. Cuando abrí los ojos en el camerino cinco minutos más tarde, me sentía un poco mareado, pero parecía que la crisis habla pasado. Así que me levanté, y fue precisamente en ese momento cuando volvió la jaqueca, desgarrándome con una explosión de dolor salvaje y cegador. Traté de dar un paso, pero el mundo se movía, ondulante como una bailarina árabe reflejada en un espejo deformante, y yo no veía por dónde iba. Cuando di un segundo paso, ya había perdido el equilibrio. Si el maestro no hubiera estado allí para cogerme, habría caído de bruces otra vez.

Ninguno de los dos estaba dispuesto a dejarse dominar por el pánico todavía. La jaqueca y el mareo podían estar provocados por varias causas -fatiga, algo de gripe, una infección en el oído-, pero, sólo por precaución, el maestro llamó a Wilkes-Darre y canceló la función de la noche siguiente. Dormí profundamente en el hotel de Scranton y por la mañana estaba bien de nuevo, totalmente libre de dolor y molestias. Mi recuperación desafiaba toda lógica, pero ambos la aceptamos como una de esas cosas que pasan, un incidente que no merecía que le diéramos más vueltas. Salimos para Pittsburgh de buen humor, contentos de tener un día libre, y cuando llegamos allí y nos inscribimos en el hotel, incluso nos fuimos juntos al cine para celebrar mi vuelta a la normalidad. La noche siguiente, sin embargo, cuando hice la función en el teatro Fosberg, se repitió lo de Scranton. Mi actuación había sido una joya, y justo cuando caía el telón y terminaba el espectáculo, me desplomé. La jaqueca comenzó de nuevo inmediatamente después de que abriera los ojos, y esta vez no se pasó en una noche. Cuando me desperté a la mañana siguiente las dagas seguían clavadas en mi cráneo y no desaparecieron hasta las cuatro de la tarde, varias horas después de que el maestro Yehudi se hubiera visto obligado a cancelar la función de aquella noche.

Todo apuntaba al golpe en la cabeza que había recibido en New Haven. Ésa era la causa más probable del problema, y, sin embargo, si había estado paseándome por ahí con una concusión durante las últimas semanas, debía ser la concusión más leve de la historia de la medicina. ¿Cómo explicar, si no, el extraño e inquietante hecho de que mientras mantuviera los pies en la tierra conservaba la buena salud? Las jaquecas y los mareos sólo se presentaban después de haber actuado, y si la conexión entre levitar y mi nuevo estado era tan clara como parecía, entonces el maestro se preguntó si mi cerebro habría sido dañado de tal modo que producía una presión excesiva en mis arterias craneales cada vez que me elevaba en el aire, lo cual a su vez causaría los atroces dolores de cabeza cuando bajaba. Quería meterme en el hospital para que me hicieran unas radiografías de cráneo.

– ¿Por qué arriesgarnos? -dijo-. Estamos en la parte más insulsa de la gira, y una semana o diez días de descanso podrían ser exactamente lo que necesitas. Te harán unas pruebas, hurgarán en tu caja de cambios neurológica y tal vez descubran qué diablos te pasa.

– ¡Ni hablar! -dije-. Yo no voy a ingresar en un hospital.

– La única cura para una concusión es el descanso. Si es eso lo que es, entonces no tienes elección.

– Olvídelo. Preferiría hacer trabajos forzados que aparcar mi trasero en uno de esos sitios.

– Piensa en las enfermeras, Walt. Todas esas chicas encantadoras de uniforme blanco. Tendrás a una docena de bombones cuidándote noche y día. Si eres listo, puede que incluso entres en combate.

– No conseguirá tentarme. Nadie va a convertirme en un crío. Hemos firmado para hacer algunas funciones y me propongo hacerlas, aunque eso me mate.

– Reading y Altoona no son lugares importantes, hijo. Podemos saltarnos Elmira y Binghamton y no importará un comino. Estoy pensando en Nueva York y sé que tú también. Para eso es para lo que tienes que estar en forma.

– La cabeza no me duele cuando hago el número. Es al final, jefe. Mientras pueda continuar tengo que continuar. ¿Qué importa si luego me duele un poco? Puedo vivir con el dolor. La vida es dolor de todas formas y la única cosa buena que tiene es cuando estoy en el escenario haciendo mi número.

– El problema es que el número te está aniquilando. Si sigues teniendo esos dolores de cabeza, no serás Walt el Niño Prodigio por mucho tiempo. Tendré que cambiarte el nombre y llamarte Mr. Vértigo.

– ¿Mister qué?

– Mr. Mareos. Mr. Miedo a las Alturas.

– Yo no tengo miedo de nada. Ya lo sabe usted.

– Tienes agallas, muchacho, y te quiero por eso. Pero llega un momento en la carrera de todo levitador en que el aire está cargado de peligros y me temo que ya hemos llegado a ese momento.

Seguimos discutiendo esas cosas durante una hora y al final le cansé lo suficiente como para que me diera una última oportunidad. Ése fue el trato. Actuaría en Reading la noche siguiente y, con dolor de cabeza o sin él, si estaba lo bastante bien para continuar hasta Altoona, dos noches después haría la función allí como estaba previsto. Era una locura intentarlo, pero aquel segundo ataque me había asustado muchísimo y temía que significara que estaba perdiendo facultades. ¿Y si las jaquecas eran sólo el primer paso? Pensé que mi única esperanza era luchar hasta el final, seguir actuando hasta que mejorara o no pudiera soportarlo más, y luego veríamos qué pasaba. Estaba tan alterado, que realmente no me importaba que mi cerebro estallara en mil pedazos. Mejor estar muerto que perder mis poderes, me dije. Si no podía ser Walt el Niño Prodigio, no quería ser nadie.

Lo de Reading salió mal, mucho peor de lo que yo había temido. No sólo no gané la apuesta, sino que los resultados fueron aún más catastróficos que antes. Hice el espectáculo y me derrumbé, como había sabido que me ocurriría, pero esta vez no me desperté en el camerino. Dos tramoyistas tuvieron que llevarme al hotel al otro lado de la calle, y cuando abrí los ojos quince o veinte minutos más tarde, ni siquiera tuve que ponerme de pie para notar el dolor. En el mismo instante en que la luz dio en mis pupilas, comenzó el tormento. Cien tranvías se salieron de los raíles y convergieron en un punto detrás de mi sien izquierda; allí se estrellaban aviones; allí chocaban camiones; y luego dos duendecillos verdes cogieron martillos y comenzaron a clavar estacas en mis ojos. Me retorcía en la cama, pidiendo a gritos que alguien me librara de mi agonía, y para cuando el maestro llamó al matasanos del hotel para que subiera y me pusiera una inyección, yo estaba para que me ataran, era un tobogán de llamas precipitándose por el valle de las sombras de la muerte.

Me desperté en un hospital de Filadelfia diez horas más tarde y durante los siguientes doce días no me moví. El dolor de cabeza continuó durante cuarenta y ocho horas más y me mantuvieron bajo los efectos de sedantes tan fuertes que no puedo recordar nada hasta el tercer día, cuando finalmente me desperté de nuevo y descubrí que el dolor había desaparecido. Después de eso me sometieron a toda clase de análisis y reconocimientos. Su curiosidad era inagotable, y una vez que comenzaron no me dejaron en paz. A todas horas entraban médicos diferentes en mi habitación y me ponían a prueba. Me golpearon las rodillas con martillitos, me pasaron diversos instrumentos por la piel, me encendieron linternas delante de los ojos; les di pis, caca y sangre; escucharon mi corazón y me miraron los oídos; me hicieron radiografías de pies a cabeza. Ya no había nada por lo que vivir excepto la ciencia, y aquellos tipos de las batas blancas hicieron un trabajo concienzudo. Al cabo de un día o dos me habían convertido en un germen desnudo y tembloroso, un microbio atrapado en una maraña de agujas, estetoscopios y depresores de la lengua. Si las enfermeras hubiesen sido guapas, tal vez hubiera tenido algún alivio, pero las que me atendían eran todas viejas y feas, con traseros gordos y pelos en la barbilla. Nunca me había tropezado con semejante cuadrilla de participantes en una exposición de perros, y cada vez que una de ellas entraba para tomarme la temperatura o leer mi gráfica, yo cerraba los ojos y fingía dormir.

El maestro Yehudi permaneció a mi lado durante esta dura experiencia. La prensa se había enterado de mi paradero, y durante la primera semana o cosa así los periódicos estuvieron llenos de partes sobre mi estado. El maestro me leía estos artículos en voz alta todos los días. Yo encontraba cierto consuelo en el escándalo publicitario mientras escuchaba, pero en el momento en que dejaba de leer, el aburrimiento y la tristeza se cerraban de nuevo sobre mi. Luego la Bolsa de Nueva York quebró y me expulsaron de las primeras páginas. Yo no presté mucha atención, pero supuse que la crisis era sólo temporal y que una vez que terminara aquel asunto del Martes Negro volvería a los titulares, que era donde debía estar. Todas aquellas historias sobre gente que se tiraba por la ventana o se pegaba un tiro en la cabeza me parecían tonterías de la prensa sensacionalista y las deseché como si fueran cuentos de hadas. Lo único que me importaba era volver a la carretera con mi espectáculo. La jaqueca había desaparecido y me sentía estupendamente, cien por cien normal. Cuando abría los ojos por la mañana y veía al maestro Yehudi sentado junto a mi cama, empezaba el día haciéndole la misma pregunta que le había hecho el día anterior: ¿Cuándo voy a salir de aquí? Y todos los días él me daba la misma respuesta: En cuanto tengamos los resultados de las pruebas.

Cuando al fin llegaron, me puse contentísimo. Después de todo aquel galimatías de pinchazos y fisgoneos, todos aquellos tubos, copas de succión y guantes de goma, los médicos no pudieron encontrar nada que anduviera mal en mi. Ni concusión, ni tumor cerebral, ni enfermedad de la sangre, ni desequilibrio en mi oído interno, ni paperas, ni porrazos. Me dieron un certificado de buena salud y declararon que yo era el ejemplar humano de catorce años más sano que habían visto nunca. En cuanto a las jaquecas y los mareos, no pudieron determinar su causa precisa. Podía haber sido un virus que ya había abandonado mi organismo. Podía haber sido algo que hubiera comido. Fuera lo que fuera, ya no estaba presente, y si por casualidad lo estaba, era demasiado pequeño para ser detectado, incluso con el microscopio más potente del planeta.

– Fenomenal -dije, cuando el maestro me dio la noticia-. Fantástico.

Estábamos solos en mi habitación de la cuarta planta, sentados uno al lado del otro en el borde la cama. Era a primera hora de la mañana y la luz entraba a raudales a través de las rendijas de las persianas. Durante tres o cuatro segundos me sentí más feliz de lo que me había sentido en toda mi vida. Me sentí tan feliz, que me entraron ganas de gritar.

– No tan deprisa, hijo -dijo el maestro-. Aún no hemos terminado.

– ¿Deprisa? Deprisa es el nombre del juego, jefe. Cuanto más deprisa, mejor. Ya hemos perdido ocho funciones, y cuanto antes hagamos las maletas y salgamos de aquí, antes llegaremos a donde vamos. ¿Cuál es la próxima ciudad en la que estamos contratados? Sí no está demasiado lejos, tal vez podamos estar allí antes de que se levante el telón.

El maestro me cogió una mano y la apretó.

– Cálmate, Walt. Respira hondo, cierra los ojos y escucha lo que tengo que decirte.

No parecía una broma, así que hice lo que me pedía y traté de quedarme quieto.

– Bien. -Dijo esa única palabra y se detuvo. Hubo una larga pausa antes de que volviera a hablar, y en ese intervalo de oscuridad y silencio supe que estaba a punto de suceder algo espantoso-. No habrá más funciones -dijo al fin-. Estamos acabados, muchacho. Walt el Niño Prodigio ya no existe.

– No bromee, maestro -dije, abriendo los ojos y mirando su cara grave y decidida.

Seguí esperando que me hiciera un guiño y se echara a reír, pero él permaneció allí sentado mirándome fijamente con sus ojos oscuros. En todo caso, su expresión se volvió aún más triste.

– Nunca bromearía en un momento como éste -dijo-. Hemos llegado al final del trayecto y no podemos hacer absolutamente nada al respecto.

– Pero los médicos me han dado luz verde. Estoy tan sano como un caballo.

– Ése es el problema. No te pasa nada… lo cual quiere decir que no podemos curar nada. Ni con descanso, ni con medicinas, ni con ejercicio. Estás perfectamente bien, y porque estás bien, tu carrera ha terminado.

– Eso es una locura, maestro. No tiene ni pizca de sentido.

– Tengo noticia de algunos casos como el tuyo. Son muy raros. La literatura habla únicamente de dos, y están separados en el tiempo por cientos de años. A un levitador checo de principios del siglo xix le pasó lo que te pasa a ti, y antes hubo un tal Antoine Dubois, un francés que estuvo activo durante el reinado de Luis XIV. Que yo sepa, ésos son los dos únicos casos registrados. Tú eres el tercero, Walt. En todos los anales de la levitación eres sólo el tercero que se enfrenta con este problema.

– Sigo sin saber de qué está usted hablando.

– De la pubertad, Walt, de eso se trata. De la adolescencia. Los cambios corporales que convierten a un niño en un hombre.

– ¿Se refiere a mi pájaro y esas cosas? ¿A mis pelos rizados y los gallos de mi voz?

– Exactamente. Todas las transformaciones naturales.

– Puede que haya estado haciéndome demasiadas pajas. ¿Y si dejo esas tonterías? Ya sabe, preservar el bindu un poco más. ¿Cree usted que eso ayudaría?

– Lo dudo. Sólo existe una cura para tu estado, pero no se me ocurriría imponértela. Ya te he sometido a suficientes pruebas.

– No me importa. Si hay una forma de arreglarlo, entonces eso es lo que tenemos que hacer.

– Estoy hablando de la castración, Walt. Si te amputas las pelotas, tal vez haya una posibilidad.

– ¿Ha dicho usted tal vez?

– No hay ninguna garantía. El francés lo hizo y continuó levitando hasta los sesenta y cuatro años. El checo lo hizo y no le sirvió de nada. La mutilación fue inútil, y dos meses después saltó del puente Charles y se mató.

– No sé qué decir.

– Por supuesto que no. Yo, en tu lugar, tampoco sabría qué decir. Por eso te estoy sugiriendo que abandonemos. No espero que hagas semejante cosa. Ningún hombre podría pedirle eso a otro. No sería humano.

– Bueno, dado que el veredicto es bastante confuso, no sería muy inteligente arriesgarse, ¿verdad? Quiero decir que si renuncio a ser Walt el Niño Prodigio, por lo menos tendré mis pelotas para hacerme compañía. No me gustaría encontrarme en una posición en la que acabara perdiendo las dos cosas.

– Exactamente. Razón por la que el tema queda cerrado. No tiene sentido hablar más de ello. Hemos tenido una buena racha y ahora se ha terminado. Por lo menos puedes dejarlo mientras aún estás en la cumbre.

– ¿Y si las jaquecas desaparecieran?

– No desaparecerán. Créeme.

– ¿Cómo puede usted saberlo? Puede que esos otros tipos siguieran teniéndolas, pero ¿y si yo soy diferente?

– No lo eres. Es una predisposición permanente y no tiene cura. Excepto si corremos el riesgo que ya hemos rechazado, las jaquecas te acompañarán durante el resto de tu vida. Por cada minuto que pases en el aire, estarás tres horas atormentado por el dolor en la tierra. Y cuanto mayor seas, peores serán los dolores. Es la venganza de la gravedad, hijo. Pensábamos que la habíamos derrotado, pero resulta ser más fuerte que nosotros. Así es la vida. Ganamos durante algún tiempo y ahora hemos perdido. Que así sea. Si eso es lo que Dios quiere, entonces tenemos que inclinarnos ante su voluntad.

¡Era todo tan triste, tan deprimente, tan inútil! Yo había luchado durante tanto tiempo para lograr el éxito y ahora, justo cuando estaba a punto de convertirme en uno de los inmortales de la historia, tenía que volverle la espalda y alejarme. El maestro Yehudi tragó este veneno sin mover un músculo. Aceptó nuestro destino como un estoico y se negó a lamentarse. Era una actitud noble, supongo, pero no estaba en mi repertorio encajar las malas noticias con los brazos cruzados. Una vez que nos quedamos sin nada que decir, me levanté y empecé a dar patadas a los muebles y puñetazos a las paredes, atacando la habitación como un boxeador loco peleando con su sombra. Volqué una silla, tiré la mesilla de noche al suelo con estrépito y maldije mi mala suerte empleando las cuerdas vocales al máximo de su capacidad. Como buen sabio que era, el maestro Yehudi no hizo nada para detenerme. Incluso cuando un par de enfermeras entraron corriendo en la habitación para ver qué pasaba, él las echó tranquilamente, explicando que cubriría los daños por completo. Conocía mi carácter y sabía que mi furia necesitaba una oportunidad de expresarse. Nada de contener la rabia para mí; nada de ofrecer la otra mejilla para Walt. Si el mundo me golpeaba, yo le devolvía el golpe.

Era justo. El maestro Yehudi fue inteligente al permitir que me comportara de esa manera, y no voy a culparle si actué como un imbécil y fui demasiado lejos. Justo en medio de mi explosión, di con lo que debía ser la idea más estúpida de todos los tiempos, la metedura de pata que acabaría con todas las meteduras de pata. Bueno, en aquel momento me pareció muy inteligente, pero eso era sólo porque todavía no podía enfrentarme a lo que había sucedido; y cuando niegas los hechos, lo único que haces es buscarte problemas. Pero yo deseaba desesperadamente probar que el maestro estaba equivocado, demostrarle que sus teorías respecto a mi estado no eran más que gaseosas sin gas. Así que, allí mismo, en aquella habitación del hospital de Filadelfia, el día tres de noviembre de 1929, hice un repentino y desesperado intento de resucitar mi carrera. Dejé de darle puñetazos a la pared, me volví para encararme al maestro y luego abrí los brazos y me elevé del suelo.

– ¡Mire! -le grité-. ¡Míreme bien y dígame qué ve!

El maestro me estudió con expresión sombría y afligida.

– Veo el pasado -dijo-. Veo a Walt el Niño Prodigio por última vez. Veo a alguien que está a punto de lamentar lo que acaba de hacer.

– ¡Soy tan bueno como siempre! -le grité-. ¡Y eso significa que soy el mejor del mundo!

El maestro miró su reloj.

– Diez segundos -dijo-. Por cada segundo que permanezcas ahí arriba tendrás tres minutos de dolor. Te lo garantizo.

Pensé que ya había demostrado lo que quería, así que antes que arriesgarme a otro largo periodo de agonía, decidí bajar. Y entonces sucedió, exactamente como el maestro había prometido que sucedería. En el mismo instante en que las puntas de mis pies tocaron el suelo, mi cabeza se abrió de nuevo, estalló con una violencia que absorbió la luz del día y me hizo ver las estrellas. Un chorro de vómito salió disparado de mi garganta y dio en la pared a dos metros de distancia. Navajas de resorte saltaron dentro de mi cráneo y penetraron profundamente hasta el centro de mi cerebro. Temblé, aullé y caí al suelo, y esta vez no tuve el lujo de desmayarme. Me sacudí como un lenguado con un anzuelo en el ojo, y cuando supliqué ayuda, implorando al maestro que llamara a un médico para que me pusiera una inyección, él se limitó a menear la cabeza y alejarse de mi.

– Lo superarás -dijo-. Dentro de menos de una hora, estarás como nuevo.

Luego, sin ofrecerme una sola palabra de consuelo, ordenó silenciosamente la habitación y empezó a hacer mi maleta.

Ése era el único tratamiento que merecía. Sus palabras habían caído en oídos sordos, y no le quedaba otra alternativa que retirarse y dejar que mis actos hablaran por sí mismos. Así que el dolor me habló, y esta vez le escuché. Escuché durante cuarenta y siete minutos, y cuando terminó la clase, yo había aprendido todo lo que necesitaba saber. ¡Menudo curso intensivo sobre los métodos del mundo! ¡Menudo repaso sobre el sufrimiento! El dolor me enseñó, y de qué manera, y cuando salí del hospital aquella misma mañana, tenía la cabeza más o menos en su sitio nuevamente. Conocía las verdades de la vida. Las conocía con cada grieta de mi alma y cada poro de mi piel, y no iba a olvidarlas nunca. Los días de gloria habían pasado. Walt el Niño Prodigio había muerto y no existía ni la más remota posibilidad de que volviera a asomar la cara.

Volvimos al hotel del maestro caminando en silencio, pasando por las calles de la ciudad como un par de fantasmas. Tardamos diez o quince minutos en llegar y cuando estuvimos ante la entrada no se me ocurrió nada mejor que alargar la mano y tratar de despedirme.

– Bueno -dije-. Supongo que aquí es donde nos separamos.

– ¿Ah, sí? -dijo el maestro-. ¿Y por qué?

– Usted tendrá que buscar otro chico, ytiene mucho sentido que me yo me quede aquí si no voy a hacer más que estorbar.

– ¿Y por qué iba yo a buscar otro chico?

Parecía verdaderamente asombrado por la sugerencia.

– Porque yo soy un fracasado, por eso. Porque el espectáculo ha terminado y ya no le sirvo para nada.

– ¿Crees que te abandonaría así?

– ¿Por qué no? Es justo, y si yo no puedo cumplir mi parte, es natural que usted empiece a hacer otros planes.

– He hecho planes. He hecho cien planes, mil planes. Tengo planes guardados en las mangas y en los calcetines. Todo mi cuerpo hierve de planes, y antes de que el picor me ponga frenético, quiero sacarlos y ponerlos sobre la mesa para que los veas.

– ¿Yo?

– ¿Quién si no, mequetrefe? Pero no podemos tener una conversación seria de pie en la puerta, ¿verdad? Sube a la habitación, pediremos el almuerzo y entraremos en materia.

– Sigo sin entender.

– ¿Qué es lo que hay que entender? Puede que hayamos tenido que dejar la levitación, pero eso no significa que hayamos cerrado el negocio.

– ¿Quiere usted decir que seguimos siendo socios?

– Cinco años es mucho tiempo, hijo. Después de todo lo que hemos pasado juntos, digamos que te he cogido cariño. No soy cada día más joven, ¿sabes? No tendría sentido que me pusiera a buscar a alguien. Ya no, no a mi edad. Tardé media vida en encontrarte, y no voy a despedirte con un beso porque hayamos tenido unos cuantos reveses. Como te dije, tengo algunos planes que comentar contigo. Si te gustan esos planes y quieres participar en ellos, está hecho. Si no, dividimos el dinero y nos separamos.

– ¡El dinero! ¡Se me había olvidado por completo!

– Tenías otras cosas en que pensar.

– He estado tan deprimido, que mi chaveta se fue de vacaciones. ¿Cuánto tenemos? ¿A cuánto sube, en números redondos, jefe?

– Veintisiete mil dólares. Están en la caja fuerte del hotel, y son todos nuestros, limpios de polvo y paja.

– ¡Y yo que pensaba que estaba otra vez en la ruina más total! Las cosas se ven a una luz diferente así, ¿no? Quiero decir que veintisiete de los grandes es un bonito botín.

– No está mal. Podía habernos ido peor.

– Así que el barco no se ha hundido, después de todo.

– Ni mucho menos. Nos defendimos bien. Y con los malos tiempos que vienen, estaremos bastante cómodos, secos y calentitos en nuestro pequeño barco, navegaremos por los mares de la adversidad mucho mejor que la mayoría.

– Así sea, señor.

– Eso es, compañero. Todos a bordo. En cuanto se levante el viento, levaremos el anda, soltaremos amarras y zarparemos.

Yo habría viajado a los confines de la tierra con él. En barco, en bicicleta, arrastrándome sobre el vientre; el medio de transporte que usáramos no me importaba. Lo único que quería era estar donde él estuviera e ir a donde él fuera. Hasta que tuvimos aquella conversación delante del hotel, yo pensaba que lo había perdido todo. No sólo mi carrera, no sólo mi vida, sino también a mi maestro. Supuse que había terminado conmigo, que me daría la patada sin pensárselo dos veces, pero ahora sabia que no era así. Yo no era para él únicamente un cheque. No era sólo una máquina voladora con el motor herrumbroso y las alas dañadas. Para bien o para mal, estábamos unidos hasta el fin, y eso contaba más para mi que todas las localidades de todos los teatros y estadios de fútbol juntos. No digo que las cosas no estuvieran negras, pero no estaban ni la mitad de negras de lo que podían haberlo estado. El maestro Yehudi seguía conmigo, y no sólo estaba conmigo, sino que llevaba el bolsillo lleno de cerillas con las que iluminar el camino.

Así que subimos y almorzamos. No sé si mil, pero ciertamente tenía tres o cuatro planes, y había pensado cada uno de ellos muy cuidadosamente. El tipo no cejaba. Cinco años de duro trabajo habían volado por la ventana, décadas de proyectos y preparativos se habían convertido en polvo de la noche a la mañana, y allí estaba él rebosante de ideas nuevas, planeando nuestro próximo paso como si aún tuviéramos todo por delante. Ya no hay hombres así. El maestro Yehudi fue el último de una raza, y nunca he tropezado con alguien igual a él: un hombre que se sentía perfectamente a gusto en la selva. Puede que no fuese el rey, pero entendía sus leyes mejor que nadie. Le aporreabas en la barriga, le escupías en la cara, le partías el corazón y él se levantaba inmediatamente, listo para enfrentarse a todo el que viniera. Nunca te rindas. No sólo vivía de acuerdo con ese lema: era el hombre que lo había inventado.

El primer plan era el más simple. Nos trasladaríamos a Nueva York y viviríamos como gente corriente. Yo iría a la escuela y recibiría una buena educación, él montaría un negocio y ganaría dinero y ambos viviríamos felices para siempre. Yo no dije una palabra cuando terminó de hablar, así que pasó al siguiente. Nos iríamos de gira, dijo, dando conferencias en universidades, iglesias y clubes de señoras sobre el arte de la levitación. Habría una gran demanda, por lo menos durante los próximos seis meses o cosa así, y ¿por qué no continuar explotando a Walt el Niño Prodigio hasta agotar los últimos restos de mi fama? Tampoco me gustó ése, así que él se encogió de hombros y pasó al siguiente. Haríamos el equipaje, dijo, nos meteríamos en el coche y nos iríamos a Hollywood. Yo empezaría una nueva carrera como actor de cine y él seria mi agente y apoderado. Con toda la publicidad que había recibido por mi espectáculo, no sería difícil conseguirme una prueba. Yo ya era un gran nombre, y dadas mis dotes para la comedia bufa, probablemente caería de pie en poco tiempo.

– ¡Ah! -dije-. ¡Así se habla!

– Supuse que elegirías éste -dijo el maestro, recostándose en su butaca y encendiendo un grueso cigarro habano-. Por eso lo reservé para el final.

Y así, sin más, entramos de nuevo en la carrera.


Dejamos el hotel por la mañana temprano, y a las ocho ya estábamos en la carretera, dirigiéndonos hacia el Oeste, hacia una nueva vida en las soleadas colinas de la Ciudad del Oropel. En aquellos tiempos era un viaje largo y agotador. No había superautopistas ni boleras de seis carriles que se extendieran de costa a costa, y tenías que ir serpenteando, cruzando pueblecitos y aldeas, siguiendo cualquier carretera que te llevara en la dirección adecuada. Si te quedabas atascado detrás de un granjero que transportaba una carga de heno en un tractor Modelo T, mala suerte. Si estaban haciendo obras en una carretera, tenías que dar media vuelta y encontrar otra, y con frecuencia eso significaba apartarte de tu camino durante muchas horas. Ésas eran las reglas del juego en aquel entonces, pero no puedo decir que me molestara el ir despacio. Yo no era más que un pasajero, y si me apetecía dormirme una hora o dos en el asiento trasero, nada me lo impedía. Unas cuantas veces, cuando encontrábamos un tramo de carretera particularmente desierto, el maestro me dejó coger el volante, pero eso no sucedió a menudo, y él acabó haciendo el noventa y ocho por ciento de la conducción. Era una experiencia hipnótica para él, y al cabo de cinco o seis días cayó en un estado de ánimo melancólico y rumiante, cada vez más perdido en sus propios pensamientos a medida que avanzábamos hacia el centro del país. Habíamos vuelto a la tierra de los grandes cielos y las extensiones llanas y monótonas, y el aire envolvente parecía privarle de parte de su entusiasmo. Tal vez estaba pensando en la señora Witherspoon, o tal vez alguna otra persona de su pasado había vuelto para obsesionarle, pero es más probable que estuviera meditando sobre la vida y la muerte, las grandes y pavorosas preguntas que se insinúan en tu cabeza cuando no hay nada que té distraiga. ¿Por qué estoy aquí? ¿Adónde voy? ¿Qué me ocurrirá después de que dé mi último suspiro? Éstos son temas graves, lo sé, pero después de reflexionar sobre los actos del maestro en aquel viaje durante más de medio siglo, creo que sé de lo que estoy hablando. Una conversación destaca en mi memoria, y si no me equivoco al interpretar lo que dijo, demuestra la clase de cosas que empezaban a agobiar su espíritu. Estábamos en algún lugar de Texas, un poco mas allá de Forth Worth, creo, y yo estaba parloteando de ese modo animado y jactancioso típico de mí, hablando sin otro motivo que oírme hablar.

– California -dije-. Allí nunca nieva y puedes nadar en el mar durante todo el año. Por lo que dice la gente, es lo mejor después del paraíso. Hace que Florida parezca un pantano sofocante por comparación.

– Ningún lugar es perfecto -dijo el maestro-. No olvides los terremotos, los aludes de barro y las sequías. Allí pueden pasar años sin que llueva, y cuando ocurre eso, todo el estado se convierte en yesca. Tu casa puede arder en menos tiempo del que se tarda en romper un huevo.

– No se preocupe por eso. Dentro de seis meses estaremos viviendo en un castillo de piedra. Ese material no puede arder, pero, por si acaso, tendremos nuestros propios bomberos en la finca. Se lo aseguro, jefe, el cine y yo estamos hechos el uno para el otro. Voy a ganar tanta pasta que tendremos que abrir un nuevo banco. El Banco de Crédito y Ahorro Rawley, con sede nacional en Sunset Boulevard. Espere y verá. Dentro de nada seré una estrella.

– Si todo va bien, podrás ganarte el pan. Eso es lo que importa. Yo no estaré aquí eternamente y quiero asegurarme de que puedas valerte por ti mismo. Da igual lo que hagas. Actor, cámara, mensajero; un oficio es tan bueno como cualquier otro. Sólo necesito saber que tendrás un futuro después de que yo me haya ido.

– Ésas son palabras de viejo, maestro. Usted no tiene ni cincuenta años.

– Cuarenta y seis. De donde yo vengo, ésos son muchos años.

– Tonterías. En cuanto se ponga bajo ese sol de California, le añadirá diez años a su vida el primer día.

– Puede que sí. Pero aunque así sea, sigo teniendo más años detrás de mí que delante de mí. Son simples matemáticas, Walt, y no nos hará ningún daño prepararnos para lo que ha de venir.

Después de eso cambiamos de tema o quizá simplemente dejamos de hablar, pero aquellos sombríos comentarios suyos cobraron cada vez más importancia para mi a medida que los días pasaban tediosamente. Para un hombre que se esforzaba tanto en ocultar sus sentimientos, las palabras del maestro equivalían a una confesión. Nunca le había oído abrirse de esa manera, y aunque lo expresó con un lenguaje de sis y cuandos, yo no era tan estúpido como para no entender el mensaje escondido entre líneas. Mis pensamientos volvieron a la escena del hotel de New Haven. Si yo no me hubiera sentido tan agobiado por mis propios problemas desde entonces, habría estado más vigilante. Ahora que no tenía nada mejor que hacer que mirar por la ventanilla y contar los días que faltaban para llegar a California, resolví observar cada uno de sus movimientos. No iba a ser un cobarde esta vez. Si le pillaba haciendo una mueca o agarrándose el estómago otra vez, hablaría y le apagaría el farol… y le llevaría a toda prisa el primer médico que pudiera encontrar.

Él debió de notar mi preocupación, porque poco después de aquella conversación abandonó la charla lúgubre y empezó a silbar una canción diferente. Para cuando dejamos Texas y entramos en Nuevo Mexico, pareció animarse considerablemente, y aunque yo estaba alerta a cualquier señal de malestar, no pude detectar ninguna, ni siquiera el más leve indicio. Poco a poco, consiguió correr un tupido velo ante mis ojos, y de no haber sido por lo que sucedió mil o mil doscientos kilómetros más allá, habrían pasado meses antes de que yo sospechara la verdad, tal vez incluso años. Tal era el poder del maestro. Nadie podía igualarle en una batalla de ingenio, y cada vez que yo lo intentaba, terminaba sintiéndome un cretino. Era mucho más rápido que yo, mucho más diestro y más experto, y era capaz de quitarme los pantalones con engaños incluso antes de que me los hubiera puesto. Nunca hubo ninguna competición. El maestro Yehudi ganaba siempre, y siguió ganando hasta el amargo final.

Comenzó la parte más tediosa del viaje. Pasamos días atravesando Nuevo México y Arizona, y al cabo de algún tiempo nos sentíamos como si fuéramos las únicas personas que quedaban en el mundo. Al maestro le gustaba el desierto, sin embargo, y cuando entramos en aquel árido paisaje de rocas y cactus no paraba de señalar formaciones geológicas curiosas y de soltar pequeñas conferencias sobre la incalculable edad de la tierra. Para ser absolutamente sincero, a mí me dejaba frío. Como no quería estropearle la diversión al maestro, callaba la boca y fingía escuchar, pero después de cuatro mil farallones y seiscientos cañones había tenido suficiente recorrido turístico como para que me durasen toda la vida.

– Si éste es el país de Dios -dije finalmente-, entonces Dios puede quedárselo.

– No dejes que te deprima -dijo el maestro-. Continúa igual eternamente, y contar los kilómetros no acortará el viaje. Si quieres llegar a California, ésta es la carretera que tenemos que tomar.

– Lo sé. Pero que tenga que aguantarlo no significa que tenga que gustarme.

– Más te vale intentarlo. El tiempo pasará más deprisa de ese modo.

– Detesto ser un aguafiestas, señor, pero esta historia de la belleza es una gran tontería. Quiero decir, ¿a quién le importa que un sitio sea feo o no? Mientras haya gente allí, será interesante. Si quitamos a la gente, ¿qué queda? Vacío, nada más. Y el vacío no hace nada por mi excepto bajarme la tensión y hacer que se me caigan los párpados.

– Entonces cierra los ojos y duerme, y yo comulgaré con la naturaleza. No te preocupes, hombrecito. Ya no queda mucho. Antes de que te des cuenta, tendrás toda la gente que quieras.

El día más negro de mi vida amaneció en el oeste de Arizona el dieciséis de noviembre. Era una mañana sequísima, como todas las demás, y a las diez estábamos cruzando la frontera de California para comenzar nuestra travesía del desierto de Mojave hacia la costa. Lancé un gritito para celebrarlo cuando pasamos el mojón y luego nos preparamos para la última parte del viaje. El maestro iba a buena velocidad y calculamos que llegaríamos a Los Ángeles a la hora de la cena. Recuerdo que argumenté a favor de un restaurante de lujo para nuestra primera noche en la ciudad. Quizá nos encontraríamos con Buster Keaton o Harold Lloyd, dije, y eso sería muy emocionante, ¿no? Imagínese estrecharle la mano a esos tipos por encima de un montecillo de crema cocida en un restaurante elegante. Si estaban de humor, tal vez podríamos meternos en una pelea de tartas y destrozar el local. El maestro estaba empezando a reírse de mi descripción de esta descabellada escena cuando levanté la vista y vi algo en la carretera delante de nosotros.

– ¿Qué es eso? -dije.

– ¿Qué es qué? -dijo el maestro.

Y un par de momentos más tarde corríamos para salvar la vida. El qué era una banda de cuatro hombres desplegados sobre la estrecha carretera. Estaban de pie en fila -doscientos o trescientos metros delante de nosotros- y al principio era difícil distinguirlos. Con el resplandor del sol y el calor que se elevaba del suelo, parecían espectros de otro planeta, cuerpos trémulos hechos de luz y aire. Cincuenta metros más allá pude ver que tenían las manos levantadas por encima de la cabeza, como si estuvieran haciéndonos señales para que parásemos. En ese momento los tomé por una cuadrilla de obreros, e incluso cuando nos acercamos más y vi que llevaban pañuelos en la cara, no le di importancia. Hay mucho polvo aquí, me dije, y cuando sopla el viento un hombre necesita alguna protección. Pero luego estábamos a sesenta o setenta metros, y de pronto vi que los cuatro sostenían objetos metálicos brillantes en las manos levantadas. Justo cuando comprendí que eran pistolas, el maestro frenó violentamente, se detuvo patinando y metió la marcha atrás. Ninguno de los dos dijo una palabra. Con el acelerador pisado a fondo, retrocedimos mientras el motor gemía y el chasis temblaba. Los cuatro malhechores nos perseguían, corriendo por la carretera con el cañón de sus pistolas destellando al sol. El maestro Yehudi había vuelto la cabeza para mirar por la ventanilla trasera y no pudo ver lo que yo veía, pero mientras observaba que los hombres nos ganaban terreno, me fijé en que uno de ellos cojeaba. Era un saco de huesos con cuello de pollo, pero a pesar de su defecto se movía más deprisa que los otros. Al poco tiempo iba en cabeza él solo, y fue entonces cuando el pañuelo resbaló de su cara y le vi bien por primera vez. El polvo volaba en todas direcciones, pero habría reconocido esa jeta en cualquier parte. ¡Edward J. Sparks! Volvíamos a encontrarnos, y en el mismo momento en que le eché la vista encima al tío Slim, supe que mi vida estaba arruinada para siempre. Grité por encima del ruido del motor forzado.

– ¡Nos están alcanzando! ¡Dé la vuelta y vaya hacia adelante! ¡Están lo bastante cerca como para dispararnos!

Era un grito desesperado. Marcha atrás no podíamos ir lo bastante rápido como para escapar, pero el tiempo que nos llevaría dar la vuelta nos retrasaría aún más. Sin embargo, teníamos que arriesgarnos. Si no aumentábamos la velocidad en unos cuatro segundos, no tendríamos la menor oportunidad.

El maestro Yehudi giró bruscamente a la derecha, haciendo un frenético giro en U marcha atrás mientras metía la primera. La caja de cambios hizo un siniestro ruido chirriante, las ruedas traseras se salieron del borde de la carretera y chocaron contra algunas piedras sueltas, y luego estábamos girando sin tracción mientras el coche gemía y temblaba. Pasaron un segundo o dos antes de que los neumáticos agarraran de nuevo, y para cuando salimos disparados de allí con el morro apuntando en la dirección correcta, las pistolas ya estaban escupiendo detrás de nosotros. Una bala rasgó un neumático trasero, y en el mismo instante en que la goma reventó, el Pierce Arrow se desvió violentamente hacia la izquierda. Manejando el volante como un loco para mantenernos en la carretera, el maestro estaba ya metiendo la tercera cuando otra bala atravesó la ventanilla trasera. Lanzo un grito y sus manos soltaron el volante. El coche se salió de la carretera, rebotando sobre el suelo salpicado de rocas del desierto, y un momento más tarde la sangre empezó a manar de su hombro derecho. Dios sabe dónde encontró la fuerza necesaria, pero consiguió agarrar de nuevo el volante y volver a intentarlo. No fue culpa suya que no diera resultado. El coche corría ya sin control y antes de que él pudiera volver hacia la carretera, la rueda izquierda delantera derrapó en la rampa de una gran roca y la máquina volcó.

La hora siguiente fue un vacío. La sacudida me arrojó fuera de mi asiento y lo último que recuerdo es haber volado por el aire en dirección al maestro. En algún momento entre el despegue y el aterrizaje debí golpearme la cabeza contra el salpicadero o el volante, porque cuando el coche dejó de moverse yo ya estaba inconsciente. Docenas de cosas sucedieron después de eso, pero me las perdí todas. Me perdí ver a Slim y a sus hombres abalanzarse sobre el coche y robarnos la caja fuerte que llevábamos en el maletero. Me perdí verles rajar los otros tres neumáticos. Me perdí verles abrir nuestras maletas y esparcir nuestra ropa por el suelo. Por qué no nos pegaron un tiro todavía es un misterio. Debieron discutir si matarnos o no, pero yo no oí nada de lo que dijeron y no puedo especular sobre por qué nos perdonaron la vida. Puede que ya pareciésemos muertos, o puede que les importara un comino. Tenían la caja fuerte con todo nuestro dinero y, aunque estuviéramos respirando aún cuando nos dejaron, probablemente pensaron que moriríamos a consecuencia de nuestras heridas. Si hay algún consuelo en que nos robaran hasta el último céntimo que teníamos, éste viene de la pequeñez de la suma que se llevaron. Slim debía pensar que teníamos millones. Debía contar con un premio gordo de los que te tocan una vez en la vida, pero lo único que sacó de sus esfuerzos fueron unos despreciables veintisiete mil dólares. Si divides esa cantidad entre cuatro, las partes no ascienden a mucho. Una miseria, en realidad, y me alegraba pensar en su decepción. Durante años y años, mi alma encontraba consuelo al imaginar lo deprimido que debió de quedarse.

Creo que estuve inconsciente una hora, pero pudo haber sido más y pudo haber sido menos. Cuando me desperté me encontré tirado encima del maestro. Él seguía inconsciente y los dos estábamos encajados contra la puerta del lado del conductor, con nuestras extremidades enredadas y la ropa empapada de sangre. Lo primero que vi cuando mis ojos pudieron enfocar fue una hormiga marchando por encima de una piedrecita. Mi boca estaba llena de tierra y mi cara estaba apretada contra el suelo. Eso se debía a que la ventanilla estaba abierta en el momento del choque, y supongo que fue una suerte, si es que se puede utilizar la palabra suerte para describir tal cosa. Por lo menos mi cabeza no había atravesado el cristal. Eso había que agradecerlo, supongo. Por lo menos no tenía la cara destrozada.

La frente me dolía muchísimo y tenía magulladuras por todo el cuerpo, pero no había ningún hueso roto. Eso lo descubrí cuando me incorporé y traté de abrir la puerta que estaba encima de mí. Si hubiera tenido heridas graves no habría podido moverme. No obstante, no fue fácil empujar la puerta sobre sus goznes. Pesaba media tonelada y con la extraña inclinación del coche y la dificultad de hacer palanca debí luchar con ella durante cinco minutos antes de salir por la escotilla. El aire caliente me dio en la cara, pero me pareció fresco después de estar confinado en la sauna del Pierce Arrow. Me quedé sentado en lo alto un par de segundos, escupiendo tierra y aspirando la lánguida brisa, pero luego mis manos resbalaron y en el mismo momento en que toqué la superficie del coche, que estaba ardiendo, tuve que saltar. Me estrellé contra el suelo, me levanté y empecé a dar la vuelta al coche tambaleándome. De camino vi el maletero abierto y me fijé en que la caja del dinero había desaparecido, pero dado que ésa era una conclusión sacada de antemano, no me detuve a pensar en ello. El lado izquierdo del coche había caído sobre unas piedras y había un pequeño espacio entre el suelo y la puerta, entre quince y veinte centímetros. No era lo bastante ancho como para que yo pudiera meter la cabeza por él, pero tumbándome en el suelo pude mirar dentro del coche lo suficiente como para vislumbrar la cabeza del maestro colgando por la ventanilla. No puedo explicar cómo sucedió, pero en el momento en que le vi por aquella estrecha rendija, sus ojos se abrieron. Me vio mirándole y un momento más tarde su cara se contrajo en algo parecido a una sonrisa.

– Sácame de aquí, Walt -dijo-. Tengo el brazo destrozado y no puedo moverme.

Corrí de nuevo al otro lado del coche, me quité la camisa y me envolví las manos con ella, improvisando un par de mitones para proteger mis palmas del ardiente metal. Luego me encaramé a lo alto, me apoyé bien en el borde de la puerta abierta y alargué las manos para tirar del maestro. Desgraciadamente, su hombro derecho era el malo y no podía extender ese brazo. Hizo un esfuerzo para girar el cuerpo y darme el otro brazo, pero eso le costaba trabajo, verdadero trabajo, y vi que le producía un dolor agudísimo. Le dije que se quedara quieto, me quité el cinturón y luego lo intenté de nuevo bajando la correa al interior del coche. Esto pareció dar resultado. El maestro Yehudi la agarró con la mano izquierda y yo empecé a tirar. No quiero recordar cuántas veces se golpeó, cuántas veces resbaló, pero ambos continuamos luchando y al cabo de veinte o treinta minutos finalmente conseguí sacarle.

Allí estábamos, abandonados en mitad del desierto de Mojave. El coche era una ruina, no teníamos agua y el pueblo más próximo estaba a sesenta kilómetros. Eso ya era bastante malo, pero la peor parte de nuestra difícil situación era la herida del maestro. Había perdido muchísima sangre durante las últimas dos horas. Los huesos estaban destrozados, los músculos desgarrados y él había empleado sus últimas fuerzas en salir del coche. Le senté a la sombra del Pierce Arrow y luego corrí para reunir parte de la ropa esparcida por el suelo. Una por una, recogí sus finas camisas blancas y sus corbatas de seda hechas de encargo, y cuando mis brazos estuvieron demasiado llenos para abarcar más, las llevé al coche para utilizarlas como vendas. Fue la mejor idea que se me ocurrió, pero no sirvió de mucho. Até las corbatas unas con otras, rasgué las camisas en largas tiras y le envolví el brazo lo más apretadamente que pude, pero la sangre las había calado antes de que yo hubiera terminado.

– Descansaremos aquí durante un rato -dije-. Una vez que el sol empiece a ponerse veremos si puede usted levantarse y echar a andar.

– Es inútil, Walt -dijo-. Nunca lo conseguiré.

– Claro que sí. Echaremos a andar por la carretera y enseguidita vendrá un coche y nos recogerá.

– No ha pasado un coche por aquí en todo el día.

– Eso no importa. Tiene que venir alguien. Es la ley de las probabilidades.

– ¿Y si no viene nadie?

– Entonces le llevaré a cuestas. De una forma u otra, vamos a llevarle a un matasanos para que le recomponga.

El maestro Yehudi cerró los ojos y murmuró a través de su dolor:

– Se llevaron el dinero,¿no?

– En eso ha acertado. Ha desaparecido, hasta el último céntimo.

– Oh, bueno -dijo él, tratando de sonreír-. Tal y como viene se va, ¿eh, Walt?

– Así es.

El maestro Yehudi empezó a reírse, pero las sacudidas le hacían demasiado daño para que pudiera continuar. Se detuvo para dominarse y luego, sin que viniera a cuento, me miró a los ojos y anuncio:

– Dentro de tres días habríamos estado en Nueva York.

– Eso es historia antigua, jefe. Dentro de un día vamos a estar en Hollvwood.

El maestro me miró durante largo rato sin decir nada. Luego, inesperadamente, alargó la mano izquierda y me cogió el brazo.

– Lo que quiera que seas -dijo finalmente- me lo debes a mí. ¿No es así, Walt?

– Por supuesto que sí. Yo era un pobre diablo antes de que usted me encontrara.

– Sólo quiero que sepas que al revés también es cierto. Lo que quiera que yo sea, te lo debo a ti.

Yo no sabía qué contestar a eso, así que no lo intenté. Había algo extraño en el aire, y de pronto yo ya no sabía adónde íbamos. No es que estuviera asustado -por lo menos, todavía no-, pero mi estómago estaba empezando a crisparse y aletear, y eso era siempre una señal segura de perturbaciones atmosféricas. Cada vez que uno de esos fandangos empezaba dentro de mí, yo sabía que el tiempo estaba a punto de cambiar.

– No te preocupes, Walt -continuó el maestro-. Todo saldrá bien.

– Eso espero. La forma en que me está usted mirando ahora, es suficiente para poner nervioso a cualquiera.

– Estoy pensando, eso es todo. Pensando las cosas con todo el cuidado que puedo. No debes dejar que eso te disguste.

– No estoy disgustado. Con tal de que no me haga una mala pasada, no me disgustaré.

– Confías en mí, ¿no, Walt?

– Claro que sí.

– Harías cualquier cosa por mí, ¿no es cierto?

– Claro, ya lo sabe usted.

– Bueno, lo que quiero que hagas por mi ahora es subirte al coche y coger la pistola de la guantera.

– ¿La pistola? ¿Para qué la quiere? Ya no hay ladrones a quienes disparar. Aquí estamos sólo nosotros y el viento, y el viento que hay no es gran cosa.

– No hagas preguntas. Haz sólo lo que te digo y tráeme la pistola.

¿Tenía elección? Sí, probablemente. Probablemente podía haberme negado, y eso habría puesto punto final al asunto inmediatamente. Pero el maestro me había dado una orden, y yo no iba a contestarle con insolencia, no entonces, no en un momento como aquél. Quería la pistola y, en mi opinión, mi deber era dársela. Así que, sin decir una palabra más, me encaramé al coche y la cogí.

– Dios te bendiga, Walt -dijo cuando se la entregué un minuto después-. Eres un muchacho de mi completo agrado.

– Tenga cuidado -dije-. Esta arma está cargada y lo último que necesitamos es otro accidente.

– Ven aquí, hijo -dijo, dando unas palmaditas en el suelo-. Siéntate a mi lado y escucha lo que tengo que decirte.

Yo ya había comenzado a lamentarlo todo. El tono dulce de su voz fue lo que le delató, y para cuando me senté, mi estómago estaba dando volteretas, saltando con garrocha contra mi esófago. El maestro tenía la piel como la tiza. Pequeñas gotas de sudor se aferraban a su bigote, y sus miembros temblaban por la fiebre. Pero su mirada era firme. Las fuerzas que le quedaban estaban dentro de sus ojos y los mantuvo fijos en mí durante todo el tiempo que hablamos.

– La situación es la siguiente, Walt. Estamos en un serio aprieto y tenemos que salir de él. Si no lo hacemos bastante pronto, vamos a palmarla los dos.

– Puede ser. Pero no tiene sentido marcharnos hasta que baje un poco la temperatura.

– No me interrumpas. Primero escúchame hasta el final y luego podrás hablar tú. -Se detuvo un momento para humedecerse los labios con la lengua, pero tenía la boca demasiado seca para que el gesto sirviera de nada-. Tenemos que levantarnos y alejarnos de aquí. Eso está claro, y cuanto más tiempo esperemos, peor será. El problema es que yo no puedo levantarme ni andar. Nada va a cambiar eso. Para cuando el sol se ponga, sólo estaré más débil que ahora.

– Quizá sí y quizá no.

– Nada de quizá, compañero. Así que, en lugar de quedarnos aquí sentados perdiendo un tiempo precioso, tengo una proposición que hacerte.

– Sí, y ¿cuál es?

– Yo me quedo aquí y tú te vas solo.

– Olvídelo. Yo no me muevo de su lado, maestro. Hice esa promesa hace mucho tiempo y pienso cumplirla.

– Esos son buenos sentimientos, muchacho, pero sólo van a causarte problemas. Tienes que salir de aquí y no puedes hacerlo conmigo estorbándote. Enfréntate a los hechos. Este es el último día que vamos a pasar juntos. Tú lo sabes y yo lo sé, y cuanto antes lo hablemos abiertamente, mejor nos irá.

– Nada de eso. Ni lo sueñe.

– No quieres dejarme. No es que creas que no deberías irte, pero te duele pensar en mí tirado aquí en este estado. No quieres que sufra, y yo te lo agradezco. Eso demuestra que has aprendido bien tus lecciones. Pero te ofrezco una salida, y cuando lo pienses un poco, te darás cuenta de que es la mejor solución para los dos.

– ¿Cuál es esa salida?

– Es muy simple. Coges esa pistola y me pegas un tiro en la cabeza.

– Vamos, maestro, éste no es momento para bromas.

– No es ninguna broma, Walt. Primero me matas y luego sigues tu camino.

– El sol le ha dado en la cabeza y le ha vuelto majareta. Tiene usted una bala en el hombro, eso es todo. Seguro que le duele mucho, pero no va a matarle. Los médicos pueden arreglar esas cosas en un periquete.

– No estoy hablando de la bala. Estoy hablando del cáncer que tengo en la barriga. Ya no es necesario que nos engañemos más. Mis tripas están destruidas y no me quedan más de seis meses de vida. Aunque saliera de aquí, estoy acabado. Así que, ¿por qué no tomar el asunto en nuestras manos? Seis meses de dolores y agonía, eso es lo que me espera. Confiaba en iniciarte en algo nuevo antes de estirar la pata, pero no va a ser así. Mala suerte. Mala suerte en muchas cosas, pero me harás un gran favor si aprietas el gatillo ahora, Walt. Dependo de ti y sé que no me fallarás.

– Basta. Deje de hablar así, maestro. No sabe lo que dice.

– La muerte no es tan terrible, Walt. Cuando un hombre llega al final del trayecto, es lo único que realmente desea.

– No lo haré. Ni en mil años. Puede usted pedírmelo hasta el día del juicio final, pero nunca levantaré una mano contra usted.

– Si no lo haces tú, tendré que hacerlo yo mismo. Es mucho más duro de esa manera, y esperaba que me evitases el problema.

– ¡Dios santo, maestro, baje esa pistola!

– Lo siento, Walt. Si no quieres verlo, di adiós ahora.

– No diré nada. No me sacará usted una palabra hasta que haya bajado esa pistola.

Pero él ya no me escuchaba. Sin dejar de mirarme a los ojos, levantó la pistola contra su cabeza y la amartilló. Era como si estuviera desafiándome a impedírselo, desafiándome a alargar la mano y quitarle la pistola. Pero yo no podía moverme. Me quedé allí sentado mirándole, y no hice nada.

Su mano temblaba y el sudor le corría a chorros por la frente, pero sus ojos seguían firmes y claros.

– Recuerda los buenos tiempos -dijo-. Recuerda las cosas que te enseñé.

Luego, tragando una sola vez, cerró los ojos y apretó el gatillo.

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