CRISTINA OLLER. CIGARRAL DE LA CAVA, TOLEDO. 2007

En su segundo día de estancia en el Cigarral de la Cava, Nacho abrió los ojos poco después de las siete de la mañana, como era su costumbre. Ni siquiera precisaba del despertador. Se despertaba impulsado por una suerte de fenómeno físico apremiante.

Así y todo, esperó a que sonara la campanilla del reloj de viaje, y sólo entonces se decidió a salir de la cama y asomarse a la ventana. La habitación estaba fresca, pero el día parecía despejado. Los cirros se desplazaban de oeste a este, impulsados por la corriente de chorro de la región, aunque había también nubes bajas que podrían dejar alguna llovizna a lo largo del día.

Abrió las ventanas y estiró los brazos dejando escapar un largo suspiro sostenido, mientras sentía cómo todavía flotaban en su cabeza, mezclados con los restos de un sueño que no podía recordar, los ecos de la voz -a veces firme, otras carcomida y truncada- de Cecilia Fábregas, y su historia de humillación pública de la mano de Fabio Arjona.

Oteó el cielo y tembló al pensar en las distancias que albergaba. Se repasó la barba con los dedos y notó que se le quedaban pegados a las yemas jirones de sueño.

Posteriormente destapó el ordenador y se conectó a su servidor para comprobar el correo electrónico. En la bandeja de entrada había tres mensajes, uno de su tía Pau, otro de «coller@hotmail.com» (supuso que se trataba de Cristina Oller) que llevaba un documento adjunto, y un tercero de Dominique Kane, que probablemente insistía de nuevo en venderle Viagra barata. Ninguno de Rodrigo. Esperaba, por su bien, que el chico no estuviese perdiendo el tiempo. O lo iba a oír.

Borró el e-mail de Dominique, quienquiera que fuese aquel pájaro que abusaba de los traductores automáticos de la red, con una sonrisa cruel, sin abrirlo siquiera. Pinchó sobre el de su tía y lo leyó mientras se rascaba el pecho.


De: paulinadepra@telefonica.net

Asunto: ¿Encuentras al asesino, o qué?

Fecha: 18 de abril de 2007 05.56.17 GMT + 02.00

Para: Ignacio aran@telefonica.net


Querido mío:

Veo que tus dotes detectivescas son pésimas, a estas alturas tu pobre y decrépita tía había supuesto que ya tendrías al malhechor@ localizado, maniatado y puesto a buen recaudo. Tu falta de noticias al respecto me descorazona una barbaridad. A ver si dejas de mariposear y te luces de una vez. Dame noticias y deja de hacer el vago con tus versitos y todo el resto. En el club, todos los baskerville esperamos ardientemente que nos sorprendas.

TKM, tía Pau.


Nacho respondió al correo escribiendo precipitadamente unas frases irónicas y luego pulsó la tecla de enviar. Al momento, abrió el mensaje de Cristina Oller.


De: coller@hotmail.com

Asunto: Como te dije…

Fecha: 18 de abril de 2007 01.23.37 GMT + 02.00

Para: Ignacio.aran@telefonica.net


Nacho, aquí tienes unas palabras que escribí hace pocos meses, desde luego mucho antes de que Fabio muriera. Comprobarás al abrir el documento adjunto que esto no tiene nada que ver con versos, sino con rencor. Te di esa excusa porque no quería que los demás se enteraran de que deseaba contactar contigo para menesteres no precisamente poéticos. Te habrás dado cuenta de que la mayoría de nosotros somos cotillas y algo maledicientes. No seré yo quien alimente esas aficiones. Te mando estas letras para que te sirvas de ellas en tus pesquisas (todos sabemos que las estás haciendo, tu tía lo cuenta en vuestra revista, aunque no está siendo demasiado explícita). Confío en que te ayuden a entender la clase de bicho que era Fabio. Por una vez en su vida, víctima. ¡Quién se lo hubiera dicho!

Escribí el texto hace un tiempo, como te digo, poco después de mi cuarenta aniversario; de haber escrito estas líneas ahora, acaso serían muy diferentes. La muerte siempre espolea el nacimiento de cierto confuso sentimiento de compasión incluso hacia nuestros peores enemigos. Nos pasamos la vida odiando -sí, qué horror, odiando, algunos somos capaces de sacar fuerzas para eso-, y cuando el objeto de nuestra repulsión desaparece de la faz de la Tierra, descubrimos que en realidad en nuestro corazón hay espacio para un panteón dinástico a las víctimas de nuestro rencor. Un Westminster, un Escorial, un Saint-Denis, o hasta los Capuchinos de Viena nos caben en el pecho, cargado con los mausoleos de nuestra aversión.

Al haber sido escrito mientras Fabio estaba vivo, mi rabia es más notoria. Vine a este congreso espoleada por el resentimiento y la animosidad hacia él, porque sabía que él estaría aquí y quería verle bajar la mirada hasta el suelo, avergonzado por todo lo que me hizo. La esperanza, como pude comprobar, era vana, porque los dos días, antes de que tú llegaras, que compartimos aquí, se paseó por el cigarral con la altanera y soberbia actitud de una víctima. Y así lo comentó por lo bajo a alguno de los presentes: «Soy la víctima de esa mujer mala -les dijo-, no podéis ni imaginar el dolor…»

Pues bien, finalmente ha sido víctima de verdad. Y yo me alegro, aunque suene fatal. Ahora, desde que sé que ha muerto, me siento menos beligerante, no únicamente con él, sino con el mundo entero. Ahora sólo espero que mis enemigos no me odien más y mis amigos no me quieran menos. Mi corazón está tranquilo como un cementerio. Y me importa un bledo que atrapen o no al culpable de su muerte: le agradezco mucho lo que ha hecho. Al culpable. Al asesino. Siento gratitud por un asesino, mira tú qué barbaridad…

Perdona que me tome estas confianzas contigo. No sé si te lo habrán dicho alguna vez, pero hay algo en ti que invita a la confidencia. Tienes cara de hombre bueno, hermoso y bueno, y además eres un buen poeta. Si las mías fueran otras circunstancias, intentaría seducirte (¡ay!).

Gracias por leer estas páginas, Nacho, te dejo también aquí un beso y unos versos de Garcilaso:


Cerca del Tajo, en soledad amena,

de verdes sauces hay una espesura,

toda de hiedra revestida y llena…


Cristina O. (en amena soledad)


Nacho echó un vistazo a su reloj y, luego, a las páginas del documento. Aún disponía de casi una hora antes de bajar a desayunar. Si era rápido aseándose primero, le daría tiempo a leerlo. Una ducha lo despejaría y podría enfrentarse más lúcidamente con la lectura.

Pero aún no le tocaba el turno del baño, recordó. Miró de nuevo el reloj: las 7.10. Que él recordara, a esa hora no estaba previsto que los invitados lo aprovecharan. Quizás si se acercaba hasta el servicio tendría suerte y podría usarlo sin tener que esperar a que empezara la hora de los turnos. Y si alguien oía el ruido de los grifos y se molestaba, seguramente lo diría, se quejaría, y él ya no volvería a hacerlo. Los siguientes días, esperaría a que llegara su hora.

Cerró el ordenador y lo dejó cuidadosamente sobre un enorme escabel de terciopelo que había detrás del biombo. Cogió su toalla de baño y la bolsa de aseo y salió al pasillo. Todo estaba en silencio, aunque el sol comenzaba a entrar por las balconadas, abriéndose paso trabajosamente tras los cristales y las cortinas, caldeando las baldosas cercanas hasta que el paso de una nube convertía sus rayos en sombra frígida que se derramaba sobre el pasillo como gigantescos brochazos de niebla seca.

Anduvo de puntillas, para no despertar a nadie, hasta la puerta del baño, con cuarterones de cristal transparente en la parte superior, y una vez delante se dispuso a asir la manilla para intentar abrirla cuando se dio cuenta de que había luz dentro. Seguramente provenía de una lamparita diminuta de vidrios opalescentes de Tiffany -diseñada por la propia Clara Driscoll, según les había hecho saber doña Agustina, con el objeto de que tuvieran cuidado de no romperla por torpeza o dejadez- que descansaba sobre un tocador antiguo que enriquecía con su presencia el enorme cuarto de aseo.

Nacho pensó que alguien se había dejado la luz encendida, y cuando iba a abrir la puerta por fin, los oyó. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral, y apretó la toalla contra su estómago.

Eran sollozos, de mujer, en un tono bajo y apagado, pero estremecedor. La mujer que lloraba, no había duda, estaba rota por el dolor y la pena. La voz se mitigaba cada pocos segundos, Nacho pensó que quienquiera que fuese que estaba llorando enterraba la cara en una gruesa toalla, como él mismo acababa de hacer al apretar la suya contra el vientre, y apagaba contra ella sus gemidos. Sintió una profunda sensación de malestar e incomodidad, y se dio media vuelta, procurando no respirar, en dirección a su habitación. Esperaría a que llegara su turno para volver.

Una vez en sus aposentos, como los llamaría su tía Pau, se dejó caer de nuevo en la cama, con el ordenador bajo el brazo. Repasó mentalmente las mujeres que había en su planta. Eran cinco habitaciones y, de ellas, contó una, dos, tres… ¡Cielo santo!, tragó saliva. Acababa de darse cuenta de que todos los ocupantes de un dormitorio en esa planta eran mujeres, menos él, por supuesto. Ya le extrañaba que el baño estuviera por lo general tan limpio, cuando no había visto a nadie pasar a fregarlo. Ni siquiera había reparado en los nombres escritos en la puerta, con las horas de uso adjudicadas a cada uno. Se reprendió por su descuido, impropio de un buen sabueso siempre atento a los detalles.

Nacho no había reconocido la voz que sollozaba oculta tras la puerta. Fuese quien fuese, hacía esfuerzos por no llamar la atención ni ser reconocida.

Repasó los nombres de sus vecinas de planta: Cristina Oller, Rocío Conrado, Jacinta Picón y Torres Sagarra (quien, por su rudo aspecto, nadie diría que era muy propicia al llanto, aunque Nacho hacía tiempo que había aprendido a desconfiar de las apariencias).

Abrió el ordenador y pinchó el documento de texto RTF que le había enviado Cristina. Leyó concentrado de principio a fin, hasta el punto de que se olvidó durante el resto de la mañana del incidente del baño:


Fui una niña precoz, en todos los sentidos. No sólo en la poesía. Ser una niña prodigio en poesía, o en lo que sea, es un peso duro de acarrear de por vida. Cuando una deja de ser niña parece que tenga que pasársele también la fiebre de lo prodigioso. Porque ser un prodigio es algo así como una calentura que no puede mantenerse por mucho tiempo y al final desaparece, dejando el cuerpo aliviado o exánime. Cuando una niña prodigio crece, se va desgastando la lista de los adjetivos que la adornaban. Publiqué mi primer libro de poemas a los diecisiete años, cuando recibí el Premio Adonais.

Nací como Cristina Sánchez Oller en 1966, anno mundi, en Barcelona, y crecí en el barrio del Raval, en la calle Joaquín Costa. Hija de una catalana y de un obrero extremeño que mantuvo embarazada a mi madre durante dos décadas, hasta que la naturaleza, mucho más juiciosa que mi progenitor, decidió que ya era hora de convertir a mi madre en una apacible matrona inútil para la reproducción. En mi casa, mis hermanos y yo celebramos la menopausia de mi madre como si fuera una juerga. Éramos diez hermanos. Dos de ellos murieron poco después de nacer, en los primeros años cincuenta. Los ocho supervivientes salimos adelante con relativa fortuna. Tengo un hermano ingeniero de caminos (el mayor de todos, nació en el año 49); una hermana con una empresa de catering; otro que trabaja en el puerto, en Aduanas; uno más es funcionario de la Generalitat; mi hermana Claudia es propietaria de una agencia de viajes especializada en trayectos de aventura; Joan se licenció en Derecho y anda metido en política; Albert es maestro y trabaja en Andorra; yo soy la pequeña, y me gano la vida en una universidad privada, en Madrid. Mi madre está contenta con sus hijos. Todavía vive, a veces viene a verme y pasa conmigo una temporada. A pesar de sus continuos embarazos, ella sobrevivió a mi padre, que murió hace quince años. Con el sueldo de un obrero, fueron capaces de darnos estudios universitarios a casi todos (excepto a mi hermana Dolors, pero porque ella nunca tuvo mucha cabeza para los libros). Es verdad que la mayoría de nosotros estudiamos con beca y que somos hijos de aquello que se decía antes de la «igualdad de oportunidades». No obstante, a mí me sigue pareciendo un milagro que mis padres consiguieran hacer de nosotros lo que esperaban que fuésemos. No ha salido ningún yonqui entre mis hermanos, ningún bala perdida, ningún malvado… Todos tienen una vida familiar convencional y gratificante; creo que son felices. Todos menos yo, claro. Y ésa es una espinita que mi madre tiene clavada en el pecho. Pero todo se andará… Espero.

Fui, y sigo siendo, madre soltera (qué triste etiqueta ésa; sigue tañendo tenebrosamente, igual de atroz que en el siglo XIX). Me quedé embarazada sin quererlo. Ni siquiera puedo explicarme cómo sucedió. Bien, sí me lo puedo explicar, pero no atino a elucidar la cadena de acontecimientos que me condujo, sin yo preverlo, a concebir a mi hija. Bueno, ya está, la tuve. No me gustaba especialmente su padre, un norteamericano alto y despistado, un cajún de Nueva Orleans que hablaba inglés con un delicioso acento afrancesado, con la cabeza llena de rizos y de pájaros con sus correspondientes nidos; aunque, bien mirado, no estaba mal como simple macho fecundador. Tenía buenos genes, que ha heredado mi niña (no tenía sobrepeso, ni tendencia a las adicciones). Le agradezco el detalle, y espero que nunca sepa que es el padre de mi hija y venga a molestarnos.

La poesía, ganar aquel premio siendo tan joven, me abrió muchas puertas en mi vida personal y profesional. Me becaron con generosidad. Me sacaron en la tele. Me invitaron a universidades extranjeras. Di conferencias que me pagaban espléndidamente cuando todavía era un arrapiezo y no tenía ni idea de lo que era dar una conferencia. ¡Ni siquiera había asistido a ninguna como oyente!

Recuerdo aquellos años. Tengo cientos de fotos, entrevistas en la prensa, cintas de vídeo con las grabaciones de televisión… No suelo mirarlos, pero si alguna vez caigo en la tentación de la nostalgia y echo mano de mis trofeos, como yo los llamo, lo revivo todo con la misma vivacidad que si hubiera ocurrido ayer.

Siento la arrogancia de mi juventud plantándole cara al mundo, la fuerza que sentía corriendo por mis venas, el giovenile errore, que diría Petrarca, de mis versos, que sin embargo los dotaba de gracia, de nervio y de frescor. Fueron años bellos y montaraces. Viajé mucho, mi madre no conseguía meterme en cintura, como decía ella. No había cumplido aún los dieciocho años y ya era independiente económicamente, y si pasaba cualquier apuro, siempre podía volver a casa, a Barcelona, porque todavía era una niña, como quien dice, sabía que mis padres esperaban ansiosos que volviera, que querían que volviera siempre. A pesar de mis idas y venidas, logré terminar la carrera de Filología Hispánica, sospecho que gracias a la amable complicidad de mis profesores, a los que dejaba boquiabiertos con mis versos, y sobre todo con mi aspecto físico (no quiero ser jactanciosa, pero no me queda más remedio; lo hago con cierta amargura inevitable, resentida, sí, visto lo que después de mi vida con Fabio sucedió con ese cuerpo y ese rostro, antaño tan bellos). Sí, puedo decir que viví años que no estuvieron nada mal. Y seguí haciéndolo hasta no hace tanto. Creo que hasta que conocí a Fabio. A partir de entonces todo cambió para mí. Mi vida enloquecida, hermosa y libre, la sensación de inmortalidad de mi juventud, en palabras de William Hazlitt (él sí que era un crítico, y no Fabio, pero ése es otro tema), que duraba en mí incluso habiendo sobrepasado la mitad de la treintena, y siendo madre; la certeza de que mi vida se abría a un inmenso jardín de frutos inagotables; la seguridad que me conferían mi cuerpo y mi rostro, deseados por tantos… Todo eso, y la alegría, quizás incluso la poesía, todo eso murió lentamente, se fue pudriendo sin remedio en mi interior durante los años que viví al lado de Fabio.

Yo nunca había creído en serio en la existencia del mal. Nunca antes. Me habían enseñado, supongo, que las cosas de ningún modo son blancas o negras, que todos estamos teñidos por dentro de distintos tonos de gris. Pensaba que incluso los criminales tendrían algo bueno, algo humano, algo que los redimiría de ser lo que eran. Cuando veía una película en la que el malo, al final, se salva por un gesto de honor, de generosidad, porque lo empuja a ello un débil rescoldo de su humanidad, me emocionaba hasta la lágrima. No, yo jamás había dado crédito a la maldad. Razonaba que eso era típico de gente conservadora, santurrona, desconfiada («piensa el ladrón…»), y con vocación, esta vez sí, de malas personas.

Los que me conocían desde hacía años se quedaron sorprendidos al ver el acelerado e irrecusable deterioro físico que padecí mientras conviví con Fabio. Me fui volviendo fea, ¿no es curioso? Quizás, más allá de las traiciones, los engaños, la paranoia y la angustia, lo que nunca le he perdonado a Fabio es eso: que me convirtiera en un ser físicamente penoso, casi asimétrico. Yo, que había protagonizado portadas en los suplementos dominicales de varios periódicos (les encantaban la jactancia de mis gestos de enfant terrible, mi aspecto de joven y moderna rebeldía, mis pecas sobre la nariz y los hombros, mis labios carnosos y el brillo de mi pelo), de repente me miré un día al espejo y descubrí a una mujer que se encaminaba de manera categórica a una dolorosa y poco elegante mediana edad, con las caderas creciendo de manera insolente, inclinándose al suelo, el pecho caído y mustio, las arrugas cercando la comisura de una boca que antaño fue cautivadora y ahora lucía el gesto agrio de una condenada a muerte, y los ojos esquivos y turbios asomando bajo el pelo descolorido y canoso como los de un animal que abre las fauces entre la maleza. Junto a Fabio viví el tránsito de una mariposa que se convierte en oruga, y que es consciente de que su camino debería ser el contrario. Dejé de ser la Friné ante el areópago, de Jean-Léon Gérôme, y me transfiguré en La duquesa fea, de Quentin Massys.

No se lo perdonaré nunca, y por ello lo maldigo allí donde esté.


Mi hija, María, era aún un bebé. Yo vivía con ella en Barcelona, donde había conseguido una beca de investigación en la Universidad Pompeu Fabra, cuando me sorprendió la maternidad y tuve que hacer frente a sus exigencias, que tiene muchas. Afortunadamente, mi madre estaba siempre a mano para ayudarme. Tiene bastantes nietos, pero se dedicaba a mi hija cuando se lo pedía sin poner excusas jamás. Mi madre es una de esas madres de antes, gracias a cuyo sacrificio el mundo gira a diario, y a las que las mujeres como yo deberíamos reconocer que debemos nuestra libertad. Una abuela esclava, pero de buen grado. Ha criado ocho hijos, y a varios nietos. Todos la adoramos, no podría ser de otra manera.

Estaba dedicada a mi trabajo y a mi hija, concentrada en mi preocupación más acuciante: cómo solucionaría una situación laboral poco estable, cuando me invitaron a aquel congreso sobre «Literatura y piratería» en las islas Seychelles, una extravagante y deliciosa ocurrencia del British Council en la que participó, de una manera tangencial y casi simbólica, el Instituto Cervantes, mi anfitrión. He viajado por medio mundo gracias al Instituto Cervantes (Líbano, Grecia, el Magreb, Estados Unidos, Latinoamérica, Turquía, China…). Tengo un amigo que denomina a esta modalidad, con bastante acierto, «turismo ministerial». Debo reconocer que suele ser muy gratificante. Sólo hay un secreto para poder hacerlo: el escritor no debe significarse políticamente, porque si lo hace y luego hay un cambio de gobierno se le acaban los puntos y nunca lo vuelven a llamar. Claro que en España también son raros los cambios de gobierno. En fin, pero más vale prevenir. Un poeta es mejor que esté «en su mundo», y no haciendo política por ahí, y en caso de que sea inevitable que la haga, porque el sujeto en cuestión sea un tremendo bocazas, yo le recomendaría, si quiere viajar bajo cualquier viento político con el Cervantes, que se declare comunista; trotskista, a ser posible. Algo que esté bien visto por todo el mundo, o que por lo menos no moleste a nadie.

Allí conocí a Fabio, en Victoria, en la isla de Mahé.

Mi primer libro de poemas, titulado Portulanos, fue un recorrido fascinado y adolescente, de un posromanticismo punki, a través de las figuras del mundo clásico de la piratería. Supongo que mis lecturas de Borges, Defoe, Oexmelin, Julio Verne, Robert Louis Stevenson, J. M. Barrie e incluso Rafael Sabatini lograron que me obsesionara con un tema feroz, extravagante y hermoso, plagado de islas, mares lejanos, bellacas utopías, malos chicos, tesoros enterrados y aventuras sin fin. Un orden salvaje fuera del orden establecido, tan acorde con mi pubertad subversiva y turbulenta. El tema fue creciendo conmigo, y me especialicé en él. Aún me sigue entusiasmando. Gracias a que continúo estudiándolo siento que no ha muerto todavía, o al menos no del todo, la jovencita que fui.

Inmediatamente me apasionó la idea de viajar a las Seychelles, donde nunca había estado. Aunque nada atestigua que las islas fueran refugio de piratas en su momento, como sí lo fue la costa de Madagascar, aquellos pequeños trozos de paraíso, de coral, de arena y de granito, desgajados de la India o de África hace millones de años, excitaron enseguida mi imaginación. ¡El Índico, por Dios santo! Las noches sutiles del Índico, cuando la oscuridad trepa por las playas como un rufián con la testa envuelta en un bonete de estopa dispuesto a asaltar el lecho de una amante confiada. No lo dudé. Dije que sí, inmediatamente, cuando me llamaron desde Madrid. Y luego lo consulté con mi madre.

– ¿Cuidarás de María? -le pregunté, esperanzada; tenía a una babysitter en casa, pero no podía irme dejando sola a mi hija, únicamente al cuidado de aquella jovencita-. Serán solamente diez días, y supone una gran oportunidad para mi carrera. Mi currículum, en estas circunstancias, necesita…

Mi madre sacudió la cabeza con resignación, como hace habitualmente.

– Circunstancias. Coyuntura. Siempre dices cosas así. Ya lo has decidido, ¿verdad? -me dijo, por toda respuesta-. Déu meu, nena. Haces conmigo lo que te da la real gana.

De modo que hice el equipaje (soy experta en hacer maletas), y un anochecer de octubre aterricé en el Seychelles International Airport, en Victoria, en un vuelo de Air Seychelles. Había embarcado en Madrid. Recibí la humedad del ambiente como un bautizo, como una iniciación que celebraron en torno a mí los ruidos de la noche.

Pasé los trámites de aduanas. Tuve que declarar mi perfume Insolence, de Guerlain, que había comprado en una tienda del duty-free de Barajas. Y cuando recogí la maleta y salí al hall central descubrí con agradable sorpresa que, tal y como me habían indicado (no siempre ocurre así), había un hombre esperándome para llevarme al hotel Le Méridien Barbarons, donde tendría lugar el encuentro. Lo saludé, le entregué mi equipaje, cambié algo de dinero en rupias, y me subí al Mini Moke descapotable que me trasladó confortablemente a mi destino. El viento me agitaba el pelo. Por aquel entonces me lo había cortado un poco, después de dar a luz a mi hija. Aun así, lo sentía rozarme la cara, acariciándome como hilos de seda, como finos rayos de luz de las constelaciones que me enrejaban dulcemente el rostro, que me daban la bienvenida.

Por supuesto, mi habitación era estándar, nada de superior sea view, ni deluxe beachfront, y mucho menos una ocean suite. Pero teniendo en cuenta que los gastos de alojamiento los pagaba el Instituto Cervantes, me pareció el jardín del Edén, aunque no tuviera vistas al árbol del bien y del mal. Al océano Índico, por el que había suspirado desde niña.

El congreso fue parecido a todos los congresos internacionales. Un batiburrillo de gente de distintas nacionalidades, todos hablando en un inglés tortuoso con acentos que a veces lo hacían indescifrable. La mayoría de los asistentes se escaqueaba cuando no les tocaba presentar una ponencia (la playa era tentadora; el jardín botánico y sus tortugas gigantes, un señuelo). Sólo había tres conferenciantes españoles, aunque varios latinoamericanos se ocupaban de que la lengua de Cervantes repicara claramente desde la piscina al spa, pasando por La Cocoteraie, el restaurante donde se servía el lunch.

Nunca supe muy bien qué hacía Fabio allí, ni cuál fue el título de su ponencia siquiera. Conociéndolo como lo conozco ahora, seguramente se apuntó porque el destino exótico le gustaba, no porque supiera un rábano sobre piratería.

Por entonces, yo era libre sentimentalmente hablando. Había tenido una hija, sola, y aunque me había recuperado relativamente bien del embarazo y el parto (excepto porque se me caía mucho el pelo, y por las dos caries que el dentista me había saneado tras dar a luz), sentía la necesidad imperiosa de saberme deseada. Quería experimentar con el deseo, igual que quien hace bricolaje con ínfulas de chinoiserie con un quiosco en su jardín.

El clima era excitante e invitaba al amor, a dejarse llevar por el placer de ser sólo carne humana palpitante sin más pretensiones ni significado. Precisamente en aquel ambiente, no me sentía una intelectual, sino una mujer sencilla, hambrienta de caricias. Supongo que Fabio supo leer esa necesidad en mis ojos, en mi piel, que se lo iba gritando a quien quisiera oírlo. Tampoco hacía falta ser muy perspicaz para darse cuenta.

Una noche, después de una tarde de visita a la supuesta cueva del tesoro del pirata Olivier Le Vasseur, la representante del Instituto Cervantes, una mujer bajita, rubia y eficiente como pocas que haya conocido, que se encargaba de acompañarnos durante nuestra estancia auxiliada por un chofer local, nos reunió para una cena de comida criolla a los españoles y a los latinoamericanos en el restaurante Le Corsaire, un agradable chamizo de cañas frente al rompiente del océano. Era mi tercer día en la isla, y ya me habían presentado a Fabio, aunque no le encontré nada llamativo salvo su ceño perennemente fruncido, tan típico de ciertos mentirosos compulsivos, y sus ojos rutilantes de rata afanosa. En las Seychelles no son muy propensos a servir alcohol, pero alguien había llevado consigo unas botellas de ron («¡ho, ho, ho, la botella de ron!», cantamos en algún momento), y creo que me pasé con la bebida. Con el embarazo y la lactancia, había dejado de beber -tampoco es que haya sido nunca demasiado propensa a ello-, y aquellos tragos fueron demasiado para mí. Pero, vaya, no quiero echarle la culpa a la bebida. A pesar de la flojera y el aturdimiento que me provocó el ron, sabía muy bien lo que me estaba haciendo. Y recuerdo que deseaba ser tocada, por encima de todo. Que me urgía ser amada. Y que Fabio estaba allí, muy cerca de mí, dispuesto a complacerme. Y que el resto de los hombres de la mesa tampoco es que me gustaran demasiado, a pesar de las miradas ensoñadoras que me lanzaba de reojo un guatemalteco tristón e hipermétrope, con la deprimente voz de un calafate marino resfriado.

Cuando volvimos al hotel, se empeñó en acompañarme a mi habitación, y al llegar a la puerta lo invité a entrar. Flotaba en una nube etílica, mi mente estaba cargada de tesoros fabulosos, de aguas paleoorientales, de profundidades marinas. De alcohol. De objetivos sensuales.

Fue un amante insólitamente atento y caballeroso, por eso me enamoré de él. No es fácil encontrar a un hombre que deje conforme a una mujer en la cama. Según mi experiencia -y he tenido más amantes de los que me gusta recordar-, los hombres no saben qué es el placer femenino, y por lo general no se preocupan demasiado de averiguarlo.

Fabio sí lo sabía. Y yo me volví loca junto a él. Además, me recitaba poemas mientras me hacía el amor. Y me escribía poemas después de haber hecho el amor conmigo.

Me dije que sería fácil amarlo, a pesar de los más de veinte años de diferencia que había entre nosotros.

Mi última experiencia sentimental después de quedarme embarazada (aunque yo no era consciente entonces de mi estado) había sido de lo más amarga y decepcionante; me lié brevemente con un indígena latinoamericano que vivía en Texas. Tenía el mismo aspecto que yo imagino que poseería el indio Joe de Tom Sawyer, un tipo fiero y siniestro. Aunque, en realidad, apenas poseía musculatura, como comprobé luego decepcionada, pues era enclenque y fláccido, y se quejaba tanto de su hernia que fui yo quien tuvo que cargar con sus maletas cuando lo recogí en el aeropuerto. Exhibía una melena de comanche de película, de esas que parece que las han cortado con un hacha, y una voz profunda y cavernosa que me fascinaba. Lo invité a visitarme a Barcelona. Me derretía y me resultaba enternecedora su costumbre de afeitarse todas las mañanas hasta que se hacía sangre, sobre todo teniendo en cuenta que era imberbe (genéticamente, los indios mesoamericanos lo son). Durante el segundo día de su estancia en mi casa, salimos con unos amigos y el tipo se emborrachó y esnifó una cantidad considerable de cocaína. Al volver a casa me echó «a patadas», literalmente, de mi propio dormitorio; no quería que durmiera con él en la cama, y ésa fue su manera de decírmelo. Pasé la noche en el suelo, en un saco de dormir en el pasillo. El tío se disculpó al día siguiente y pretendió que con eso «no había pasado nada», que todo quedaba olvidado y perdonado por el arte de un formulismo de urbanidad. Me puso los pelos de punta, y jadeé de alivio, entre escalofríos de horror, en cuanto lo perdí de vista para siempre.

Así que yo ya sabía que por ahí no siempre corre buen material, en cuestión de hombres.

Sí, Fabio se me antojó una maravilla, comparado con algunos que había conocido. No le importó que tuviera una hija. Ya lo sabía: la gente me conoce en los círculos poéticos y académicos, por algo soy una «vieja niña prodigio» que vivió pública y ruidosamente, no hace tanto, su pequeña gloria precoz, de modo que supongo que comentan cosas de mí, como hacemos todos, yo también, con las personas que tratamos de forma habitual o que pertenecen a nuestro entorno profesional.

No sé si fue idea suya o mía, pero el caso es que decidimos que yo iría a Madrid a vivir con él. Que lo dejaría todo para estar a su lado. Me prometió que se encargaría de mí y de mi hija, y aunque suene blando y demasiado sentimental, confieso que lo abracé llorando. Excepto mis padres, nadie me había hablado nunca así.

Cuando regresamos a Madrid, juntos, esta vez en el mismo avión y con asientos correlativos (tuvimos que cambiar los billetes, pero él se encargó de todo), estaba convencida de que había encontrado el amor de mi vida. Amor del bueno, de ese que tuvieron mis padres: para toda la vida.

No sabía que lo que comenzaba entonces era un odio eterno.

Mi jefe en la universidad me miró con ojos lánguidos cuando le comuniqué que me iba.

– ¿Estás segura? -me interrogó-. Estás renunciando a la oportunidad de una carrera prometedora. Has dado muchos bandazos, si me permites que te hable así. Ahora empezabas a encauzar bien tu vida profesional.

Yo le devolví la mirada con un chispeo retador en los ojos.

– Claro que estoy segura.

– Te pondré en contacto con un colega de la Universidad Carlos III, y con otra de una privada americana de Madrid, por si acaso. -Contempló absorto unos papeles que tenía en las manos-. Sería una lástima que echaras a perder tu carrera, quizás puedas hacer algo en Madrid.

– Gracias -respondí.

No quería decepcionarlo, pero no tenía intención alguna de ponerme en contacto con nadie en Madrid de su parte.

Ya tenía de mi parte a Fabio. Lo demás no me importaba.


Nos instalamos, María y yo, en casa de Fabio.

– Ahora eres mi mujer -me dijo mientras me besaba con fiereza.

Invariablemente me besaba con una fuerza extraña; cuando me acariciaba era como si se restregara contra mí. Yo lo encontraba divertido, incluso enternecedor. Pero, andando el tiempo, llegó un día en que su manera de manosearme me intimidó.

Fabio había comprado hacía muchos años un chalet adosado en Las Rozas, al norte de Madrid. La casa era grande. Estaba llena de libros, de las manzanas que él comía sin cesar, muchas podridas, de telarañas y de las flores artificiales (¡glups!) con que la mujer de la limpieza la había adornado, en un espeluznante intento por dotarla de algo semejante al calor de hogar, que desde luego no tenía. A Fabio lo asistía una mujer española, mayor (bueno, de la edad de Fabio aproximadamente), de piernas hinchadas recorridas por varices que se dibujaban en su piel con la renuencia de caudalosos ríos amazónicos con todos sus afluentes en un mapa del ejército, que se desplazaba por la casa con un halo de terquedad y un plumero en la mano que jamás llegaba a utilizar, al menos en los sitios correctos. Cuando me conoció me miró cansinamente y me dijo:

– Encantada, señorita Marta.

Marta era el nombre de la ex de Fabio. Él me había dicho que lo suyo había terminado hacía más de un año, pero la mujer de la limpieza me informó puntualmente de que la tal Marta acudía a menudo a la casa para dejar o llevarse libros, y para que ella le planchara.

– Me trae algunos vestidos para que se los planche. No muy limpios, he de decir -me explicó mientras agitaba sus carnes marchitas a lo largo del salón-. Es natural, ¡tantos años junta con el señor Fabio! Pero no se casaron, ¿ustedes se casarán, o tampoco?

Me volví, muerta de vergüenza por su desfachatez, y agarré a mi hija entre mis brazos con tanta fuerza que la cría se quejó y me tiró del pelo. Me turbó elucubrar que aquella mujer quizás estaba pensando en cuánto tiempo faltaría para que yo también me presentara en la puerta de la casa de Fabio, sosteniendo una camisa escotada, arrugada y llena de lamparones de café, tendiéndosela con el ruego de que le diera una pasadita con la plancha, que, a ser posible, hiciese desaparecer también las pringues del tejido.

Fue una imagen de mí misma intolerable, y sentí que el pecho se me inflaba de rabia. La identifiqué enseguida como el comienzo de un mundo interior. El mundo interior del celoso. «No hay criatura sin amor, ni amor sin celos perfecto, ni celos libres de engaños, ni engaños sin fundamento», decía Tirso de Molina. Noté que acababa de abrir la puerta a una dimensión desconocida. Un lugar que yo nunca había frecuentado, alimentado por la duda, esa carroña del corazón.

Yo nunca había sido celosa. Estaba acostumbrada a ser objeto de deseo. Hacía casi veinte años que la tónica de mi vida era encontrar hombres que dejaban a otras mujeres por mí. De ningún modo había habitado en mí el afán del propietario, que vigila y acecha para que no le roben lo que es suyo. En ese momento, lo sentí. Y eso era sólo el principio.

La convivencia no fue fácil, ya desde el comienzo, pero reconozco que Fabio tenía paciencia, conmigo y con la niña, y que durante más de un año se preocupó por nuestro bienestar. Se desvivía por complacerme. Tanto que despidió a la mujer de la limpieza, que llevaba con él más de veinte años.

– No la soporto -le dije-. O se va ella o me voy yo. Le he dicho mil veces que me llamo Cristina, pero ella insiste en llamarme Marta. Lo hace a mala leche.

– Por favor, cariño, no le hagas caso. ¡Ya la ves! La pobrecilla no puede tirar con su cuerpo, no sabe ni cómo se llama ella misma, ¿y quieres que se acuerde de tu nombre…? -me respondía Fabio, acariciándome el muslo, hozando en mi cuello.

– Sí, quiero que se aprenda mi nombre. Que se le olvide el suyo antes que el mío.

– No digas tonterías, mi amor.

Pero terminó haciéndome caso, le dijo a la mujer que, en adelante, como yo no trabajaba fuera de casa, yo misma me haría cargo de las tareas domésticas.

No le mentía. Yo tenía un bebé al que proteger, y quería que la casa estuviese limpia. Como la señora no hacía nada -se limitaba a revolotear de un sitio a otro con aquel odioso plumero, resollando y quejándose como si estuviera muy enferma y yo hubiese decidido obligarla a trabajar hasta que reventara-, como ni siquiera planchaba, era yo quien se hacía cargo de barrer, fregar, almidonar y baldear. No la necesitaba para nada. Así ahorraríamos, pensé.

Fabio aprovechó un día en que salí de casa con la niña durante varias horas, a visitar dos guarderías, para plantarla en la calle. No sé lo que le diría, pero la mujer nunca volvió.

Durante un año, salimos adelante. Fabio adoraba a María, que llegó incluso a llamarlo papá, para mi bochorno, pero también para mi más entrañable satisfacción.

No busqué trabajo. Fabio y yo estábamos de acuerdo en que debía concentrarme en mi poesía, y en mi hija. Claro que no era nada fácil compatibilizar ambas tareas. Yo no vivía en una torre de marfil, sino en el vaso de una batidora.

Habitualmente me encontraba tan cansada -no estaba nada acostumbrada a ejercer de madre las veinticuatro horas seguidas, ni de cocinera, ni de criada- que, cuando podía disponer de un par de horas para mí, sólo tenía fuerzas para plantarme delante del televisor y tragarme alguna de aquellas espantosas series importadas del Cono Sur en las que los personajes sufrían muchísimo, lloraban muchísimo, se amaban muchísimo, se odiaban muchísimo y, sobre todo, gritaban muchísimo.

El fantasma de los celos seguía engordando en mi interior, alimentándose de mi soledad y colmándose de mi envidia: desde que llegué a Madrid, entre la niña, la casa y Fabio, apenas tenía tiempo de ver a mis amigos; además, vivíamos en las afueras, y yo no conduzco; la tal Marta trabajaba con Fabio en la universidad, se veían todos los días, mientras yo estaba mano sobre mano, o mejor: mano sobre escoba, recluida en una casa que ni siquiera sentía como propia y en la que encontraba a diario pruebas de la existencia de otra mujer que la había ocupado antes que yo (unas bragas desteñidas en el fondo de un cajón; un vestido pasado de moda detrás de una cómoda; incluso ¡un diafragma! en un altillo de los armarios). Una tarde me di cuenta de que la casa de Fabio, en realidad, no solamente tenía restos del paso de Marta por allí, sino de muchas otras mujeres, anteriores a ella, que habían ido dejando su impronta a lo largo de los años. Unas huellas que nadie se había ocupado de limpiar, hasta mi llegada. La casa de Fabio era un yacimiento arqueológico de su vida sentimental, lleno de estratos de diferentes épocas, rebosante de los restos materiales de lazos sentimentales ya desaparecidos. Yo podría, si así lo deseaba, dedicar el resto de mi vida a hacer prospección, excavación, trabajo de laboratorio, dendrocronología y estudios osteológicos de las cambiantes etapas por las que había atravesado el amor de Fabio, de sus muy diferentes períodos. Por ejemplo, el sostén mustio, sin aros e incoloro, y las esposas oxidadas que saqué, tapándome la nariz, aquella tarde de una caja que permanecía misteriosamente cerrada con cuerdas y celofán en el cuarto de la lavadora, se podían clasificar como pertenecientes al período Marta, o bien del VI a. de M. (del año 6 antes de Marta), si es que no eran de ella y aún no había sido catalogada la ocupante de dicha era.

Ahora me doy cuenta de que todo eso era lógico: Fabio era un hombre que pronto cumpliría sesenta años, había vivido lo suyo, y siempre en la misma casa. Yo, que tenía apenas treinta y siete, también llevaba a mis espaldas un abultado equipaje sentimental (muchas parejas, más o menos inestables, de diversos colores y nacionalidades), pero a diferencia de él, nunca había tenido un hogar que hubiese sido testigo de mis expediciones amorosas porque me había pasado la vida haciendo maletas, habitando pisos compartidos, residencias estudiantiles en el extranjero, apartamentos para profesores invitados… Había carecido de un centro de operaciones, y las huellas de mis amantes las habían borrado las empresas de mudanzas y los equipajes perdidos en los aeropuertos.

Pero entonces no vi nada de eso. Sólo podía pensar en los fantasmas que rondaban la casa, la cama en que dormía, y mis sueños.

Conforme aumentaba mi paranoia, también mi relación con Fabio fue cambiando. A peor. Nuestra vida sexual, que tan gratificante me pareció al principio, fue disminuyendo en intensidad y en satisfacción. Yo estaba engordando, y afeándome por momentos. Vivía allí encerrada, en una vivienda repleta de espectros, y mi piel y mis nervios eran cada día más finos y propensos a estropearse. Como un ave del paraíso que va perdiendo su plumaje, enjaulada, mientras añora terriblemente los bosques de Nueva Guinea.

Noté que Fabio bebía más de la cuenta, y que su carácter se agriaba. Ya no era tierno conmigo, y se había vuelto impaciente con la niña, a la que gritaba muchas veces sin motivo, porque su presencia le molestaba simplemente.

Fue por aquella época cuando llegaron los primeros anónimos. Me los mandaban por correo postal, y por correo electrónico. Me insultaban («perra, puta barata, cara de sapo asquerosa», y calificativos por el estilo eran los más finos que recuerdo), me amenazaban con enfermedades atroces y con una muerte inminente, para mí y para mi hija.

Me asusté mucho.

Vivía pendiente de mi hija, que iba a una guardería cercana, y tenía pesadillas todas las noches. Fabio, lejos de tranquilizarme, alimentó mi desconsuelo con varias teorías conspirativas en las que convirtió en protagonistas al padre de mi hija (yo le había contado quién era, pero daba igual, porque ni yo misma sabía por dónde andaba a aquellas alturas, en qué parte del mundo, ni me importaba), a un profesor de mi antiguo departamento (pobrecillo, cuando pienso que lo creí, y que hasta lo llamé para increparlo, dejándolo tan estupefacto y confundido que oí cómo dejaba escapar unos sollozos por teléfono…), y a uno de mis hermanos (el que se dedica a la política, que no era santo de la devoción de Fabio).

Durante meses me hospedé en una pesadilla que podría haber firmado, y filmado, David Lynch.

Pronto vinieron las sospechas de engaño. Los celos, abastecidos por la paranoia que me creaban los anónimos, prosperaron igual que cerdos en una fértil dehesa. Fabio se ofendía mucho con mis sospechas.

– ¡Estás loca! -me gritaba. Cada día levantaba más la voz-. ¡Completamente loca! Esto tiene que parar o me volverás loco a mí también.

Sin embargo, y quizás porque todos mis sueños se han ido haciendo realidad, incluidas las pesadillas, una noche sonó el teléfono en la casa. Yo estaba sola porque Fabio andaba en uno de sus viajes, en Suecia, creo. La niña dormía en su cuarto, la oía respirar tranquila por el intercomunicador infantil que había en el salón, conectado cerca de la cabecera de su camita.

– Dígame -respiré apática. No esperaba ninguna llamada a esas horas, ni siquiera de Fabio.

– ¿Eres Cristina? -dijo una voz de mujer. Sonaba tensa, frívola y arrogante.

– Sí, dígame.

– ¿Eres la… m-u j-e-r de Fabio Arjona?

Pensé que era su amante, su querida, que no había llegado a sentirme nunca su mujer. Que aún tenía visiones de mí misma llegando a la puerta de su casa con una prenda de vestir manchada y arrugada, buscando desesperada a alguien allí dentro que pudiese planchármela.

Me callé.

– ¿Cristina Oller? -insistió la voz.

– La misma.

– Bueno, oye, mira… Verás. Te llamo -respiró entrecortadamente-. Mira, esto no es fácil, pero te llamo porque quiero decirte, porque tengo que decirte, que he sido la amante de Fabio en los últimos nueve meses.

Se me cortó la respiración también a mí. Creo que liberé un quejido largo tiempo ahogado en mi pecho. No sé si ella me oyó. Aparentemente no, porque siguió hablando como si le hubiesen dado cuerda.

– Mira, verás. He estado con él y me ha dejado, ¿sabes? Me ha hecho mucho, mucho daño, y quiero devolvérselo, aunque sea a través de ti. Perdona, ¿vale? No es nada personal contra ti, pero es que, además, ayer estuve en el médico, y… O sea, que tengo sífilis. Estas cosas -lanzó una risita tan estúpida que me dio la sensación de que me había salpicado de babas la oreja a través del teléfono-, bueno, parece que han vuelto, ¿no es raro? Sólo quería decirte que te cuides, que vayas al ginecólogo…

Yo estaba muda de horror, ni siquiera podía mover la mano con que sujetaba el auricular. Mi mano se había transformado en una garra de piedra, o en un garfio.

– … No sé si sabrás que hoy día ya no se muere nadie de sífilis, estate tranquila. Lo único malo es el dolor de huesos, y que se te cae mucho el pelo, pero…

A mí se me había caído mucho el pelo después de mi embarazo. Ahora a lo mejor se me seguía cayendo. Y Fabio… A Fabio más. Se le iba a caer todo, pensé, abatida como una liebre en el campo de caza.

– Pero se cura, ¿sabes? Con penicilina y todo eso. El médico me ha dicho que hay mucha. Sífilis. No es tan raro, según parece, y… Oye, ¿estás ahí?

Tardé unos segundos en contestar.

– Sí.

– Si quieres pruebas de que he estado con Fabio, puedo mandártelas -me dijo; su voz se había aplacado y ahora era más seria y concentrada-. Tengo e-mails, y fotos, y vídeos con la fecha, recibos de hotel, no sé…

Pero no necesité ninguna prueba, porque al día siguiente fui al médico, y pocas horas después me llamaron del hospital para confirmarme que, efectivamente, estaba enferma de sífilis.


Quise abandonar a Fabio después de aquello, pero él no lo consintió. Se arrodilló y se arrastró ante mis pies, literalmente. Me prometió y juró, me imploró perdón. Puso su vida en mis manos, como me dijo con los ojos devastados por las lágrimas. Durante dos meses vivimos un drama diario en el que él se humillaba, y yo lo insultaba y lo despreciaba.

Supongo que, por agotamiento, acabé cediendo y decidí darle otra oportunidad. Me dije a mí misma que hacía lo correcto, sobre todo por mi hija, que le había cobrado tanto afecto a aquel hombre, porque la niña necesitaba estabilidad, un hogar sólido, un padre que se ganara bien la vida, y una madre atenta a sus cuidados. Al mismo tiempo, yo estaba cansada, y la enfermedad me había dejado más débil de lo que quería reconocer; no tenía fuerzas para volver a casa, al lado de mi madre -que no diría nada, y eso me haría más daño todavía-, para empezar de nuevo. No tenía dinero, ni empleo. No estaba casada con Fabio. No tenía derechos. No habría sabido qué hacer ni adónde ir.

Tratamos de empezar de nuevo, pero fue como romper uno de esos delicados jarrones de gres vidriado de la dinastía Song y luego tratar de pegar los pedazos. Siempre se ven las fracturas dejadas por el destrozo. El jarrón nunca queda igual.


Pasó el tiempo, a duras penas. El día de mi cuarenta aniversario, Fabio llegó a casa, de vuelta de la facultad. Dejó las llaves en la entrada y me miró a los ojos de una manera que casi me hizo daño.

– Haz las maletas y vete de esta casa -me dijo.

– ¿Qué?

– Recoge tus cosas y las de tu hija y vete. No quiero volver a verte nunca más.

Me temblaron las piernas y tuve que sentarme.

Hacía una semana, en una revisión ginecológica, me habían dado la inesperada noticia de que estaba embarazada de nuevo, de dos meses. De Fabio. Estaba esperando al día de mi cumpleaños para darle la noticia. Tengo la mala costumbre de quedarme en estado sin pretenderlo. Había vuelto a ocurrir, pero pensé que aquello podría unirnos, a Fabio y a mí, que podríamos volver a ser los que fuimos en las Seychelles, hacía ya tres años. Quería ver su cara de sorpresa cuando le diera la noticia. Quería ver la alegría brotar de sus ojos como algo material y palpable. Quería que fuese feliz, y que volviera a encargarse de mi felicidad.

– Estoy embarazada -respondí, y me eché a llorar.

– Si crees que con eso vas a atraparme, te equivocas. Si estás embarazada, tú sabrás quién es el padre. Yo, desde luego, no lo soy. -Tenía el ceño fruncido, y su boca se curvaba como la de un censor, como la de santo Domingo el Mugriento esclarecido por el Espíritu Santo dándole órdenes a un verdugo.

Me dio miedo y me tapé la cara con las manos.

– Saldré de esta casa ahora mismo -continuó él, impasible-, y volveré mañana. Cuando regrese no quiero que queden huellas tuyas por aquí. Deja las llaves en el buzón. De todas formas, cambiaré la cerradura, por si tienes tentaciones de reaparecer. Si mañana a mi regreso no te has ido, llamaré a la policía.

Se dio media vuelta y se fue.

María apareció en el quicio del pasillo que conducía al salón. Se chupaba un dedo acuciosamente, y me sonreía con la cara llena de babas.

Me sequé las mejillas y, como pude, le devolví la sonrisa. Era mediodía. Le di de comer a la niña, y la acosté en el sofá del salón para que echara una siesta. Empecé a llorar de forma torrencial cuando subía la escalera. Las lágrimas me impedían ver, y todo el cuerpo se me estremecía sin que yo pudiese controlarlo. Hipaba, me dolía la tripa y sentía arcadas. Fui al dormitorio y rebusqué la maleta en el armario empotrado. Metí dentro todo lo que pude. El resto lo embutí en bolsas de basura y lo bajé al patio, con intención de llevarlo antes de irme a los contenedores de la calle. No quería que mis cosas pasaran a formar parte del cúmulo de estratos sentimentales de la casa de aquel hombre. Hice lo mismo con los libros que había ido comprando durante aquellos años. Pensaba vaciarlos en el contenedor del papel. En un maletín de ruedas que le robé a Fabio, pude incrustar algunos papeles, mi ordenador portátil y unos cuantos libros que me resistí a arrojar junto a los desperdicios. En el cuarto de la niña, hice una selección de su ropita y sus juguetes. Entonces se me ocurrió que podría llamar a los Traperos de Emaús, para que al menos nuestras cosas no terminaran en un vertedero. Podrían servirle a alguien, y así también quitaría de en medio nuestros muebles.

Hice la llamada, les dije que tenía ropa, libros, cedés, juguetes y muebles de los que quería deshacerme. Me contestaron que pasarían al día siguiente. Respondí que era demasiado tarde, que ese mismo día, aunque fuese de noche, o nunca. Les describí todo lo que había y aceptaron ir, aunque un poco renuentes.

– Veré qué puedo hacer -me dijo la chica que atendió mi llamada.

Al cabo de algo más de tres horas, todas nuestras posesiones, las de María y las mías, habían desaparecido de aquella casa llena de fantasmas. Incluidos los muebles que había comprado durante mi vida con Fabio, por ejemplo, el dormitorio completo de la cría, un sofá de piel y los muebles de teca del jardín trasero.

Comprendí lo fácil que es desprenderse de las cosas, que lo importante es siempre aquello que a una no le pueden robar. No echaba de menos nada, nada en absoluto.

Cogí a mi hija. Tenía dos maletas y un maletín, además de la niña, cuando el taxi que pedí por teléfono llamó a la puerta. No pensaba quedarme a pasar allí la noche.

Se me cayeron las llaves, pero no me agaché a recogerlas. Tenía a la niña en brazos, las dejé tiradas en el pasillo, y la puerta de la calle abierta.

– ¿No cierra usted la puerta? -me preguntó el taxista mientras me ayudaba a llevar las maletas hasta el coche.

Pensé en la infelicidad y los fantasmas que dejaba atrás.

– No se preocupe, ya hay alguien dentro -contesté, y continué andando hasta la calle con pasos firmes.


Pasamos la noche en un hotel en Madrid, cerca de Atocha. Un NH de tres estrellas, económico pero agradable. Tenía la tarjeta de crédito de la cuenta corriente de Fabio, pero sabía que él no tardaría en anularla. Pagué una semana de hotel por adelantado. Saqué dos billetes de ida y vuelta en avión, en el puente aéreo para Barcelona, a través de Internet. Hice varias llamadas telefónicas desde el móvil (que esperaba que Fabio no cancelase tampoco hasta el día siguiente), pidiendo trabajo. Aún conservaba en mi agenda los contactos de mi antiguo director de departamento en Barcelona. Y, sí, seguían trabajando ahí, no se molestaron porque los llamase cerca de las once de la noche, y me dieron cita para los próximos días.

Cuando María se durmió, bajé un momento a la calle y saqué dinero de tres cajeros automáticos. El máximo que me permitieron. A primera hora de la mañana siguiente pensaba repetir la operación. En una cuenta corriente a mi nombre también tenía algo de dinero, no mucho, pero imaginé que lo suficiente para ir tirando unas semanas.

Comí a medias una hamburguesa en un local abierto toda la noche, cerca del hotel. No tenía mucha hambre porque me dolía el vientre, pero me obligué a tragar unos bocados. Subí a la habitación preocupada por María. La niña estaba durmiendo tranquila. Suspiré aliviada.

Fui al baño a darme una ducha. Me desnudé. Tenía las bragas empapadas de sangre. Me sentí tan conmocionada que mi primer impulso fue llamar por teléfono a Fabio. Y eso hice.

– ¡Fabio, Dios mío, estoy sangrando! -procuraba llorar por lo bajo, no quería despertar a mi hija.

– No me vuelvas a llamar, jamás en tu vida. Te he dicho que no me voy a creer ninguna de tus mentiras. Endósale la tripa a otro. ¡Y déjame en paz! -gruñó él, y colgó el teléfono, colérico e indignado.

Por debajo de sus gritos, creí oír los de otra voz. Femenina.

Semanas después, alguien me informó de que llevaba viéndose con una mujer desde hacía meses. Que la compatibilizó con la portadora de la sífilis. Y conmigo. Pero ella estaba comprometida, y Fabio esperó a que se deshiciera de su marido para abandonarme a mí. El que me contó todo eso -siempre hay un alma caritativa dispuesta a ser portavoz de malas nuevas- me dijo que la idea de dejarme el día de mi cumpleaños probablemente no había sido de Fabio, sino de su nueva pareja, una aspirante a poeta que aún no ha deslumbrado al mundo con su talento. «Él no es tan retorcido, créeme -me dijo-, pero ella… Perdona que te lo diga, pero cuando las mujeres os ponéis a ser malas, sois mucho peor que los hombres. No te ofendas, ni me saques la vena feminista, por favor, anda, sonríe…» Yo le sonreí, y me callé porque no tenía nada que decir. Aquella historia ya me importaba un bledo.

Al día siguiente busqué a una chica en las páginas amarillas para que cuidara de María unas horas. En una clínica cerca de Callao me examinaron. Estaba cerca de la calle Ballesta, haciendo esquina con la calle del Desengaño (¡qué ironía!), y en la puerta rondaban prostitutas, mendigos, inmigrantes desocupados y yonquis. También policías. Cuando la traspasé, tenía el pulso acelerado y un desasosiego incontrolable me cortaba la respiración. No paraba de sangrar, y el vientre me dolía como si alguien estuviera empeñado en arrancármelo desde dentro empujando sin parar hacia afuera. Era un aborto espontáneo. Me dijeron que las causas más frecuentes son deficiencias genéticas del feto, del organismo materno o enfermedades sistémicas o infecciosas (diabetes, traumatismos graves, toxoplasmosis, sífilis, hepatitis B, sida…). Me hicieron un legrado. Una enfermera trató de consolarme diciéndome que quizás el embarazo no habría salido adelante de todos modos. Y que aún tenía tiempo de volver a intentarlo.

– Sí… -respondí, dolorida y extenuada, pero sobre todo triste, tan triste como no recuerdo haberlo estado en mi vida-. Creo que volveré a intentarlo.

Pagué con la tarjeta de crédito de la cuenta de Fabio, que funcionó, a Dios gracias.

No tardé mucho en levantarme de la camilla y volver al hotel en taxi. Sabía que mi niña estaría impaciente, esperándome en nuestra habitación, haciendo tiempo al lado de una desconocida.

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