RECUERDO DE LA MUERTE

«Vaya, otra mujer abandonada -pensó Nacho cuando terminó de leer-. Cualquiera diría que invariablemente son los hombres quienes abandonan a sus amantes», se dijo. No tardaría en darse cuenta de que no siempre es así.

Decidió pasar rápidamente por el baño y luego bajar a desayunar. Tenía la cabeza cargada de presentimientos, envuelta en un espeso nubarrón de dolor incipiente. Creía sentir la presión atmosférica de la Tierra entera comprimiendo sobre un punto entre sus cejas. Un observador atento probablemente le vería salir isobaras de las orejas en lugar de pelos.

Se tomó un ibuprofeno, y supo que no le iba a sentar bien con el estómago vacío.

El comedor ya tenía el desayuno dispuesto, a la manera de los hoteles de ambiente familiar que se recomiendan en las revistas femeninas. Zumos más o menos naturales, café a discreción, té, bollos, huevos, tostadas y variedad de mermeladas y cereales.

Carlos y su mujer, Alina, revoloteaban alrededor de la mesa con mantel donde se desplegaban las viandas, muy serios y formales, preguntando a cada momento si los invitados deseaban más. «Todos queremos más, siempre», rumió para sí Nacho, y dijo «¡Buenos días!» en voz alta. Sólo algunos de los presentes le respondieron.

Rocío estaba sentada sola, apartada del resto, entre dos sillas vacías. Llevaba puestas unas gafas de sol y tenía aspecto de adolescente malhumorada que no perdona el madrugón. No se acercó a ella porque supuso que no sería muy bien recibido.

Richard Vico no estaba a la vista.

Cristina Oller se aproximó a Nacho con un mohín de complicidad en los labios. Mientras se servía un café, largo de leche esta vez, la mujer se arrimó tanto a él que pudo sentir la forma de su pecho rozándole contra el codo. Lo retiró con delicadeza, pero con premura.

– Buenos días. Te escribí un e-mail -dijo ella-. ¿Lo has visto?

– ¿Eh? Ah, sí. Gracias.

Lo miró mientras se servía la leche y un vaso grande de zumo.

– Bueno, ¿y…?

– Te agradezco la confianza, Cristina. No debe ser fácil desahogarse así con un extraño.

– Tú no eres un extraño para mí -negó con la cabeza, y Nacho supuso que lo que acababa de hacer enviándole su particular confesión era, sobre todo, un ejercicio terapéutico-. Te conozco. He leído todos tus poemas. Incluso dos inéditos que aparecieron hace unos meses en la revista de la FNAC.

– Ah, vaya. Es todo un detalle por tu parte. Pero… No sé cómo decirte esto, pero me gustaría mandarle tu texto a mi tía y a un amigo. Son de toda confianza; así y todo, quiero pedirte permiso.

Cristina sonrió. La sonrisa acudió a sus labios como quien se precipita a abrir una puerta, aunque en sus ojos casi podía leerse un cartel de «Prohibido el paso». Su cuello de mangosta prematuramente envejecida se movió de un lado a otro.

– Puedes enseñárselo a quien quieras. Ya lo he publicado.

– ¿Cómo dices?

– Que lo he publicado. Sólo tuve que cambiar los nombres, y lo publiqué. Me pidieron un texto para un libro colectivo, de varias autoras. El tema era la mujer hoy día. Menuda chorrada, pero pagaban bien. Últimamente me piden muchas colaboraciones en prosa, y trato de aprovechar todo lo que tengo escrito. Estoy pensando incluso que no sería mala idea componer un libro de cuentos. Sobre piratas, o sobre poetas. Total… No descarto dar el salto a la narrativa. Algún día me gustaría dejar de ser una asalariada. Poder vivir de la escritura es el sueño de mi vida. -Soltó un pequeño bufido y encogió los ojos tratando de enfocar la vista-. Estoy harta. Cansada de dar clases y conferencias. Yo quiero ser como Matilde Asensi, y enseñar mi cara únicamente en la contracubierta de mis bestsellers.

– Ah, pues entonces, no hay problema, supongo. Si ya has hecho público el documento…

– Además, confío en tus dotes detectivescas, de modo que úsalo como quieras. -Asió un pastel del crema y apuntó con él a Nacho-. Sólo quiero asegurarme de que sepas de quién estamos hablando, de la clase de persona que era… el muerto.

– Bueno, pero nadie merece morir de esa manera, creo yo. Apuñalado y… Hay otras formas de hacer justicia.

A Nacho le pareció que la Cristina que ahora le hablaba era otra distinta de la que había escrito el documento que acababa de leer. Más prosaica, más ruda y directa si cabía, y eso a pesar de que confesaba que sentía en su corazón la paz de un cementerio, que el asesinato la había dejado tranquila. No daba esa impresión. El odio que sentía por Arjona aún no se había diluido entre el resto de sus emociones, afilándolas con su dosis de acíbar pero también logrando que desapareciese esa pasión infructuosa y dañina igual que un azucarillo que se deshace en el agua. Nacho podía ver ese odio aún atorado en los ojos de la mujer, atrancando la paz de su espíritu.

No le gustó el pensamiento y desvió la mirada.

– Sí, claro. No… ¿Merecía Hitler morir en el búnker donde estaba pasando su luna de miel con Eva Braun, tan ricamente? ¿Y Lenin, merece que no se haya dado cristiana sepultura a sus restos mortales a los ochenta y tres años de su muerte, merece que cada quince meses le den un baño de acetato potásico y cloro de quinina con la naturalidad del que va a ponerse a tono a un spa? ¿Y Benito Mussolini, merecía colgar patas abajo, ya cadáver, en una gasolinera de piazzale Loreto, en Milán? ¿Y el asesino de esa niña de siete años, ¡siete años!, cuyo cuerpo apareció violado y desmembrado en un vertedero hace unos meses, mereció morir con el ano desangrado en los lavabos de una prisión? No, no, no me mires así, Nacho. Ya lo sé: po-bre-ci-tos…

– En cualquier caso, Cristina, la comparación me resulta un poco exagerada. Fabio Arjona no era…

Cristina lo sujetó con fuerza por la manga. Nacho estuvo a punto de tirar un vaso al suelo.

– Tú no sabes quién era ese hombre. ¡No lo sabes!

Se dio media vuelta y se largó a la otra punta de la inmensa mesa. Nacho se encogió de hombros y siguió proveyéndose de algo para desayunar.

Fernando acudió enseguida a su lado en cuanto se hubo sentado, igual que un perrito faldero que se tumba a los pies de su amo. Nacho se preparó para escuchar una larga diatriba censora contra el mundo y sus demonios nada más empezar la jornada pero, para su extrañeza, el hombre se limitó a murmurar un «buenos días» sofocado y a comer de manera indiferente, con aire aburrido.

Doña Agustina no tardó en hacer aparición.

– ¡Buenos días a todo el mundo! -Trató de darle un toque de alegría a su voz, pero hasta los criados se dieron cuenta de que le costaba un gran esfuerzo sobreponerse a la desmoralización y al agobio que se había adueñado del ambiente del cigarral.

– Me gustaría irme a casa -dijo por fin Fernando-, a Nueva York. Allí está mi hogar. Vivo en un apartamento en Coney Island, en Brooklyn, cerca de la playa. Lo compré por cuatro perras cuando por fin murió mi padre, y luego la doble viuda, que al menos no tenía hijos, de modo que no sólo recuperé la herencia de mi madre, sino también la de mi padre y la de aquella señora desconocida que lo entretuvo en sus últimos años. Lo adquirí cuando aún podían hacerse esas cosas. Hoy no podría permitírmelo. Hay tres habitaciones luminosas y un salón con chimenea. Tienes que venir a visitarme algún día. -Cerró la boca y masticó un poco-. Ni siquiera sé qué hago aquí. Esto es el pasado, joder.

Nacho le palmeó la espalda y sintió que el hombre lo agradecía, que reconocía el gesto, el contacto físico, la corriente de empatía. Luego se concentraron cada uno en su desayuno.

Fernando tenía ojeras y el pelo algo grasiento. Por lo poco que lo conocía, Nacho se dijo que el descuido no era habitual en él. No obstante, cuando terminó de sorber su café solo, sintió que revivía a su lado, y el meteorólogo lo celebró; no le gustaba verlo tan lacio y marchito, se convertía en una compañía aún más insoportable que de habitual. Allí callado, mas reconcomido que un hueso de jamón de la posguerra.

– ¿Te has fijado en Pascual Coloma? Catalina la Grande, como todo el mundo sabe, es de origen inorgánico, pero te advierto que como siga zampando así va a echar más culo que una tele antigua. -Fue bajando el tono de voz hasta hacerlo casi inaudible-: Las teles de plasma de hoy día son culiplanas, han dejado de ser sexys, no sé si te has fijado.

Nacho no pudo evitar reírse a carcajadas, llamando la atención. Todos en la mesa lo miraron fijamente. Se sintió avergonzado, como si acabara de reír un chiste en un funeral, y levantó las manos en señal de disculpa.

– Es culpa mía -dijo Fernando en voz alta-. Acabo de hacerle, a nuestro querido detective poeta, una observación, más que elegante, yo diría que chabacana. Debido a mi obsesión fálica, no siempre digo lo que debo, aunque debo bastante por todo lo que digo y he dicho a lo largo de mi vida. Y en cuanto a mi pensamiento…, ya se lo pueden imaginar ustedes, que seguro que están a la altura. Pido perdón a la mesa y a nuestra ilustre anfitriona, junto a nuestro… soberbio y excelso feligrés en la scala naturae de nuestra condición de rapsodas.

Se refería a Pascual, pero se levantó a medias e hizo una inclinación afectada en dirección a ninguna parte en concreto. A Nacho le recordó el calambur de Quevedo restregándole por la regia cara a Mariana de Austria que «su majestad es coja».

– ¿Soberbio, eh…? -le dijo entre dientes a Fernando-. Vaya, vaya…

Pascual Coloma agitó la gloriosa testa en un aspaviento de negación y continuó masticando a la vez que observaba atentamente su plato.

– Sí, hijo, sí -respondió Fernando cuando por fin pudo resollar entre el apacible murmullo ambiente de la concurrencia sin temer ser oído-. Lo mío es el vituperio. También, y quizás para compensar, la modestia enfermiza. Esta última no la tengo conmigo porque me la he olvidado en NY, en el frigidaire, para que se conserve bien hasta mi vuelta. Pensé que, en este escenario, no la necesitaría. El mundo ya se encarga de ponerte en tu sitio y darte guantazos de sobra, no hace falta que uno se flagele en exceso para hacerles una parte de su trabajo a esos cabrones.

– Ya te veo.

– Qué bien, empezaba a pensar que me huías porque no querías ni verme.

– Te noto algo demacrado. -Nacho mordisqueó una tostada-. ¿No has dormido bien?

– Psé. En mi habitación hay una lamparita con forma de pavo real de René Lalique. Los señoritos de la época de Baroja decían que los modernistas eran todos unos pederastas, y yo estoy de acuerdo. A lo mejor es el puñetero pavo real el que no me deja descansar. Me afila los nervios. Un pajarraco, por Dios… Y se le enciende la cola. Impunemente.

– No lo mires, si tanto te molesta. Y, por supuesto, no lo enciendas.

– Sí, pero es que, en cierto modo, me recuerda a mí mismo, el bicho: sólo una mano caritativa y necesitada puede conseguir que se ilumine su interior, aun en salva sea la parte. Se trata de mi estructural carencia de amor. Ése es el problema de mi aspecto cadavérico, si no tenemos en cuenta que, además, tiendo a confundirme con el medio ambiente por mis proverbiales dotes para el camuflaje. -Fernando bostezó-. La falta de amor es la historia de mi vida. Una vida triste, como fácilmente podrás deducir. Ahora que te estoy mirando, pienso que yo a ti podría amarte. Por ejemplo, si tú te dejaras y yo me atreviera… Pero yo no me atreveré porque sospecho que tú no te dejarías. De modo que vamos a hacer una pausa y pasemos a publicidad. Y límpiate la boca, que tienes azúcar en tus bellos morritos de efebo entrado en años.

Doña Agustina se puso entonces de pie y estiró la tela de su vestido sacudiéndose vigorosamente el halda. Carraspeó con fuerza, y luego alcanzó un vaso vacío y le dio unos golpecitos con un cuchillo para despertar el interés de la concurrencia.

– Ejem. Por favor, señoras y señores…

– Silencio, ah, que doña Agustina tiene algo que decirnos, oigan y escuchen -reclamó Rilke Sánchez, que hizo muy bien en matizar lo de oír y escuchar. Rilke actuó de pregonero, se notaba que con gusto.

– Bueno, queridos amigos… -la mujer se frotó las manos muy despacio-, mi secretario, Teodorico, que no nos acompaña porque una enfermedad se lo ha impedido… La verdad es que no sé cómo me las estoy arreglando sin él, y más en estas circunstancias…

– Lo comprendemos -asintió Rilke, de nuevo a la vanguardia de la opinión pública allí reunida.

– Gracias, querido Rilke, tú siempre tan atento y caballeroso. Como iba diciendo, mi secretario y yo hemos decidido que… Bueno, porque aunque él no está aquí, mantenemos contacto telefónico permanentemente, como podéis imaginar. Hemos decidido que en las actuales condiciones no merece la pena que sigamos el programa al pie de la letra, de modo que hemos pensado que para todos sería un alivio si suspendiésemos la lectura colectiva de las ponencias. -Carraspeó y echó una mirada en redondo, en torno a la mesa, tratando de calibrar la reacción a su propuesta-. Hemos convenido que ya tenemos bastante con… con lo que tenemos, así que, dado que contamos con todas las conferencias en archivos de Word, preparadas para hacer el libro, creemos que será suficiente con que repartamos copias, a cada uno de los presentes, de los trabajos del resto de sus compañeros. Nos ahorraremos así tener que perder un tiempo inapreciable en sus lecturas, ya que cada uno puede leerlas tranquilamente en su cuarto, o en la biblioteca, y aprovechar esos ratos para ello, o para trabajar, dado que la casa favorece el recogimiento, como todos habréis podido comprobar.

Se oyó un murmullo de incomodidad y de ligera protesta.

– ¡El recogimiento, dice! -se apresuró a apuntar Fernando-. Eso de que esta casa favorece el recogimiento… Sí, si te descuidas, te recogen con pala y te meten en un ataúd, claro. Pero qué montón de pelotas, por Dios, parece que les acaben de anunciar unas irrigaciones colónicas a base de amoníaco y jabón Lagarto. No sé de qué se quejan, ¿de no tener que oír a Pascual leyendo por adelantado el discurso que tiene preparado desde hace veinte años para el ayuntamiento de Estocolmo? Anda ya.

– A nosotros…, vaya, hablo por mí, pero creo que es el sentir general de mis colegas aquí presentes, e incluso de los que no están presentes, como Richard Vico, que toda vía no ha bajado… -habló con autoridad Torres Sagarra. La mujer vestía una blusa con volantes que la hacía parecer más robusta de lo que ya de por sí era-. Decía que hablo en nombre propio, pero que creo que a ninguno nos importa seguir el programa tal y como estaba previsto. No te preocupes por eso, Agustina, por favor.

– Sí, sí. No, no. Desde luego -corearon algunos.

– Para nada, ah, no nos importa para nada. Para eso hemos venido -aseveró Rilke Sánchez-. Para leer nuestra conferencia y comentarla con los demás. Y, ah, sacarle sus conclusiones y todo, si tal fuera posible.

– Sois muy amables, se nota que tenéis en vuestro poder los instrumentos de Shakespeare -dijo doña Agustina.

– Sí, la mismísima caja de herramientas de Shakespeare… Pero también se nota que algunos de los aquí presentes todavía ni la han abierto -susurró Fernando, sin poder contenerse, en dirección a Nacho.

– No os sintáis incómodos, por favor -continuó doña Agustina-. El objetivo de este congreso es que todos estéis lo más a gusto posible. De modo que queda decidido. He hecho unas copias impresas con las ponencias reunidas, y tenéis un ejemplar para cada uno en la biblioteca. Lamento que no esté encuadernado, pero al faltar Teodorico… Me ha parecido, no obstante, que sería una pena que renunciásemos a las visitas previstas a la ciudad, de modo que esta tarde, si os parece bien, visitaremos la catedral, tal como estaba anunciado en el programa. Eso será después del almuerzo y del café, que podemos aderezar con una tertulia, si ello os complace y lo preferís a una siesta.

A la mujer sólo le faltaba un miriñaque para completar su aire de dama del séquito del rey Jorge I. Puso cara de asombro. Nacho se dijo que era como si acabara de enterarse de que alguien había incendiado Troya.

Todos guardaron silencio unos instantes. Rilke asintió, con los ojos cerrados, como si estuviera rezando.

– Bueno, pues no tengo nada más que añadir -concluyó, un poco mohína-. Nos vemos a la hora de comer, aquí de nuevo. Buenos días a todos.

Cuando se disponía a salir por la puerta, el gato apareció bajo el dintel, restregándose contra una jamba, y al pasar por su lado la señora, la siguió al trote.


Después de que Nacho hubo subido a su cuarto a enviar unos e-mails, Fernando y él decidieron que no estaría mal dar un paseo por los alrededores del cigarral, rodeado por los jardines de otras casonas similares (el Cigarral del Pilar, el del Carmen, el de Consuelo, el de Santa Elena…). El día estaba despejado, y la temperatura era agradable, aunque Nacho creía que, superado el mediodía, el panorama podía oscurecerse, incluso caer algunas gotas. Además, dado que los periodistas habían acudido anteriormente en masa hasta la puerta del Cigarral de la Cava, perturbando a sus moradores, doña Agustina logró que se controlara el acceso principal que llevaba a todos los cigarrales de la zona, en el mismo carril de entrada, y desde entonces los plumillas habían desaparecido de la vista, impotentes para saltarse aquella barrera con dos guardias jurados. La policía también había colocado a uno de sus hombres para que custodiara la puerta y tomara nota de las entradas y salidas de personas y vehículos. Si los vecinos de los cigarrales circundantes estaban molestos, no les había quedado más remedio que aceptar la situación resignadamente.

Desde pequeño, Nacho había soñado con inventar una máquina para controlar el tiempo meteorológico y manejarlo a su antojo. Por entonces no sabía que el suyo era un viejo sueño de la humanidad. Cuando tenía catorce años estaba obsesionado con la idea, y empeñado en que algo así era posible, hasta que un día su tía Pau lo sentó delante de la tele para ver juntos una película en un ciclo de cineclub de la segunda cadena. Los protagonistas eran Burt Lancaster y Katharine Hepburn, y contaba la historia, basada en hechos reales, de Charles Hatfield, un buscavidas que en 1915, durante una temible sequía en San Diego, anunció que sería capaz de hacer llover a cambio de diez mil dólares. Dio la casualidad de que a los intentos chamánicos por atraer la lluvia de aquel charlatán siguieron unas furiosas inundaciones. Y al tipo le llovieron las demandas.

Después de ver la película, Nacho empezó a pensar que quizás sería mejor tratar de estudiar el tiempo, antes que lanzarse a la tarea de aspirar a dominarlo.

– No parece que hoy vaya a llover -intuyó Fernando.

– Nunca se sabe -dijo Nacho.

Cuando se disponían a salir por el portón del jardín, oyeron unas voces a sus espaldas.

– ¡Eh!, ¡vosotros! ¡Esperadme, joder!

Se volvieron y observaron a Miño Castelo, que los seguía haciendo gesticulaciones estrafalarias con las manos.

– Como un guardia de tráfico que ha perdido la chaveta. -Fernando encendió un pitillo y expulsó el humo con extrema lentitud-. Ya tenemos compañía, querido meteorólogo. Y yo que pensaba abrirte mi corazón en la soledad del bosque.

– Tengo la impresión de que tu corazón suele estar más abierto que una farmacia de guardia. Pero sospecho que ni siquiera tienes la precaución de poner una reja antiatraco por si las moscas…

– Veo que ya me vas conociendo, ladrón. -Volvió la cabeza hacia el camino de la entrada-. Que sepas que ese Miño es un coñazo, dicho ahora que no me oye. Y un faltón.

– Habló quien pudo.

– Yo soy un aficionado comparado con algunos de los figuras que nos rodean. Por el contrario, soy un experto en otras disciplinas. Verbigracia: sé mucho sobre sexo. Únicamente tengo algunas lagunas en sexualidad humana. Empero…

Miño Castelo llegó al lado de los dos hombres resoplando.

– Casi os escapáis.

– Tranquilo, no íbamos muy lejos. No teníamos pensado salir del país. Yo, porque no puedo -dijo Fernando, que, de pronto, parecía cansado-. Y éste porque no tiene dinero.

Nacho se rió. Echaron a andar los tres juntos hacia la entrada. Fernando apagó la colilla de su cigarro junto a un macizo de aspidistras y Nacho lo fulminó con la mirada.

– ¿Qué quieres, que me coma la colilla?

– No fumes, y así acabas con el problema.

– Joder, entonces tendría otro: no fumar!

– ¿Adónde vais? -preguntó Miño.

– Nada, a ningún sitio en especial, a andar por aquí. De algún modo tendremos que hacer ejercicio para merecernos la comida -explicó Nacho-. Tengo la sensación de que no movemos las carnes todo lo que deberíamos.

– Si tú no las mueves será porque no quieres. Tus carnes, digo -gruñó Fernando.

Miño Castelo tenía cincuenta años y el rictus de perenne molestia del viejo capataz, con úlcera de estómago, de una fábrica de tornillos. Un bigote que crecía a trompicones le dejaba al descubierto la mayor parte de la cara. Una cara en ciertos aspectos restrictiva, que podría haber sido algo más redondeada, pero no lo era; que podría no haber tenido los pómulos abollados, pero no le había dado la gana; que podría haber disfrutado de una nariz patricia y recta, pero ni siquiera lo había intentado; que podría haberse enorgullecido de unas cejas armónicas, pero ni se le ocurrió; que podría haber lucido unos ojos seductores, pero le dio pereza ponerse a ello. En resumen: su cara tenía el aspecto, más o menos impreciso, de ciertos alimentos que se pueden adquirir en la sección de comidas preparadas de algunos supermercados de barrio.

Miño Castelo era feo, y todo el mundo se daba cuenta de que él se daba cuenta.

Era profesor de instituto, de Filosofía (pero ésa era una asignatura que estaban retirando definitivamente de los planes de estudio, una vez demostrada su inutilidad tras varios milenios de uso inane de la disciplina, así que…), y había conseguido especializarse en subvenciones: becas, premios a la creación, premios a secas, retiros pagados para estimular la «creación de obras artísticas», más becas, protección y difusión de obras artísticas escritas en lenguas minoritarias, más becas, etcétera. Con ello lograba proveerse, de una manera más o menos regular, de un suplemento en metálico que no le venía mal para pagar las facturas de una mujer eternamente insatisfecha, profesora también, ésta de gimnasia, de quien se rumoreaba que tenía tendencia a vivir por encima de sus posibilidades, hasta cuando carecía de posibilidades, y tres hijos ya mayores que -si lo pensaba bien- no le habían resultado una gran inversión, después de todo.

A Miño la vida le parecía triste, y por eso escribía poemas, muy buenos según algunos críticos.

– La vida es una puta mierda -dijo, y le pidió un pitillo a Fernando, que lo miró receloso temiéndose que le fuera a sablear el tabaco.

– No sabía que fumaras. -Fernando sacó la cajetilla y le pasó un cigarro.

– Sólo de vez en cuando.

– Pues mira lo que dice aquí en el paquete: que fumar acorta la vida.

– Bah, yo tampoco quiero vivir eternamente. Total, no hago más que pagar facturas… La vida es la prueba irrefutable de que el Homo sapiens está condenado al capitalismo desde el Neolítico.

Merodearon alrededor del cigarral hablando de banalidades hasta que, sin poder evitarlo, llegaron al tema. Allí no había otro.

– Cuando pienso en Arjona… -Miño hizo un alto en mitad del camino y le dio una patada a una piedra-. Menuda diferencia conmigo, os digo.

– Sí, tú estás vivo, y él está haciendo oposiciones para momia del Parnaso.

– No, no me refiero a eso. Quiero decir que menuda diferencia entre los catedráticos de universidad y los de instituto. Es verdad lo que decía Frank McCourt: los profesores de instituto no tenemos tiempo para escribir melindres ni para el adulterio, al contrario que los de universidad.

Miño hacía al menos diez años que no aparecía por un instituto. De una manera u otra, se había ido librando, acogiéndose a excedencias y salvedades literarias y sindicales, que lo habían liberado de la enseñanza. Pero todavía se acordaba de lo que era entrar en un aula llena de cafres adolescentes a las nueve de la mañana, y continuar así el resto del día, toda la semana, y ese recuerdo le dolía profundamente.

– Pero ¿tú todavía das clase? -quiso saber Fernando-. Yo tenía entendido…

– Bueno, no todo el tiempo… -Miño cambió de tema-. Ahora, también os digo que no lamento la muerte de ese… Se lo dije incluso a la policía. No seré yo quien le llore.

– ¡Ja! Pues ya somos dos -se pronunció Fernando.

– ¿Y por qué? -quiso saber Nacho.

– ¿Por qué? Querrás decir «por qué no». Era un mal bicho.

– Casi todas las personas con las que hablo insisten en ello, sí.

– Acostumbraba a hacer camarilla, y si no eras de los suyos, no comías del grano que él repartía. Un tipo de lo más injusto, que además repartía mucho grano.

– Cuando dices grano… -Nacho levantó la vista hacia el cielo. No hay un pigmento para el color del cielo. Su color depende del resultado de la difracción, refracción o dispersión de la luz en manos de la atmósfera. Se dijo que, para muchos de los presentes en el cigarral, en etapas cruciales de sus vidas, su atmósfera había sido Fabio Arjona. Y que había manipulado a su antojo la luz de cada uno de ellos. Preguntó, como si no lo imaginara-: Cuando hablas de grano, ¿a qué te refieres?

– ¿A qué va a ser?

– ¿Al dinero, verdad, Miño? ¡A los cuartos! -Fernando le dio un amistoso achuchón en el costado y el otro lo miró un poco mosqueado, como si no hubiese previsto tanta confianza física y le estuviera fastidiando. Fernando notó enseguida su mudo noli me tangere, y agilizó el paso hasta llegar a la vera de Nacho.

– A mí me la jugó una vez, bien jugada -comentó Miño con desabrida resignación.

– A muchos se la jugó. No fuiste tú solo.

– Sí, pero lo mío…

– ¿Qué te hizo?

– Yo estaba pasando una mala época. Con mi sueldo, y tres chicos que sacar adelante… Mi mujer enfermó de cáncer.

– Vaya, joder, lo siento. -Fernando se sacudió una brizna de hierba de la pechera. Le había aterrizado volando en la chaqueta, como una condecoración que cayera de las nubes. El hombre la rechazó con displicencia de un capirotazo.

– Ya no importa. Lo superó, ¿sabes?, de modo que ya no importa. Pero entonces sí importaba, y mucho. Adela, mi mujer, quería ir a Houston, a un hospital adonde van muchos famosos, para que la tratasen. No se fiaba de los médicos de aquí. Yo le decía que aquí tenemos médicos mucho mejores que los hospitales yanquis, pero Adela siente una profunda aversión por todo lo público.

«A pesar de que tanto ella como tú vivís de lo público», pensó Fernando, pero no dijo nada.

– A mí me daba cien patadas tener que ir a los States a buscar medicamentos y cura, porque no me gusta nada el imperialismo, y mucho menos contribuir a él con mis dineros. -Nacho meditó, mientras lo oía hablar, en lo extendido que estaba, en Europa, ese prejuicio contra Estados Unidos; él creía que sin fundamento-. Pero Adela… Yo creía que iba a morirse. Ella también lo pensaba, y de alguna forma llegué a asumir que ese viaje a un hospital extranjero era su última posibilidad de ser feliz, como quien pide un viaje al Caribe antes de despedirse del mundo. Bueno, ella no deseaba ir a la isla Margarita, su objetivo era el Anderson Cancer Center, en Houston, Texas. Hay que joderse. Seguramente sacaría la idea de una revista del corazón. Lee ese tipo de cosas, aunque luego siempre está presumiendo de que tiene los versos de Antonio Colinas en la mesita de noche.

– Yo conozco a un eximio crítico literario al que le ocurre lo mismo que a tu mujer -sonrió Fernando.

– El caso es que yo necesitaba dinero. Quería darle el capricho a mi compañera. La quiero, ¿sabéis? Todavía.

– Qué suerte tienes, muchacho.

– Pedí una beca de creación de dos años. Era un dinerito. Poco, si tenemos en cuenta que debía servir para cubrir los gastos del poeta durante dos años, en los cuales no podía hacer nada más que dedicarse a escribir un libro, pero lo suficiente porque, sumado a mi sueldo de un año, nos daba para ir a Houston a intentarlo, a procurar destruir la mierdosa enfermedad que amenazaba con comérsela por dentro, a mi mujer.

– No me digas más. Ya lo veo venir.

– Sí, le pedí la beca a la junta. Hice todo el papeleo en tiempo y forma. Y hablé con algunos responsables del asunto; gente que estaba en el comité que decidía quién se llevaba la pasta y quién no, y que me conocían de sobra. No es que fuesen amigos míos, pero sí nos habíamos tratado en alguna ocasión, y nos respetábamos lo suficiente. Pensé que, con hablar con un par de personas, el tema se solucionaría sin más. Confiaba en que ellos comentaran mi situación con el resto de los miembros de la comisión, y me dije que cualquier ser humano normal se compadecería de mi situación y estaría de mi parte.

– Pero te equivocaste…

– Sí, de cabo a rabo. Llegan momentos en que uno se da cuenta de que su vida pende de un hilo, y de que ese hilo lo puede cortar cualquier gilipollas.

– ¿Era mucho dinero?

– En realidad, una miseria. Pero para mí suponía una fortuna cobrada por adelantado. Me bastaba para un viaje. Un solo viaje, para contentar a Adela. Para que Adela pudiese visitar el parque de atracciones del cáncer americano, y luego morir tranquila.

– ¿Quién se llevó la beca, finalmente?

– Te diré. Dame otro cigarro, anda. -Miño se paró a la sombra de un grupo de álamos negros, alrededor de los cuales revoloteaban los vencejos-. Le dieron el peculio oficial a una joven promesa de las letras.

– ¿Él o ella?

– Ella. No diré su nombre porque, desde entonces, que yo sepa, no se ha vuelto a hablar de la chica. Debo reconocer que era mona, y que quizás lo sigue siendo. Tenía una mata de pelo increíble. Quiero decir que yo no me la creía, su mata de pelo. Y llevaba lentillas de colores, lo que le daba un aspecto inquietante de aprendiz de Mata Hari de vacaciones en Matrix. Y, sí, tenía también algo de espía y de bailarina exótica, algo en torno a ella que le afilaba los dientes cuando abría la boca. La vi un par de veces en la tele. En esos programas de cultura que ponen de madrugada, cuando se han asegurado de que no queda nadie despierto a quien puedan ilustrar y culturizar.

– Hay que ver.

– La tía estaba buena, para qué negarlo.

– Sí, pero si le faltaba el talento, que, por otra parte, a ti parece sobrarte…

Miño levantó los hombros con indiferencia.

– ¿Y qué? Mira, la Victoria alada de Samotracia es una de las esculturas más bellas de la Antigüedad, y no tiene cabeza. Muchas mujeres son así, y eso no les resta mérito.

Nacho arrugó el ceño. No hubiera imaginado que Miño era de los que hacían comentarios misóginos en público. Lo suponía más cuidadoso en ese sentido.

– Me parece adivinar quién te impidió conseguir la ayuda, Miño.

– Efectivamente. Él. No podía ser otro. Fabio Arjona, que estaba en todas las salsas, y siguió estándolo hasta que, hace unas horas, lo mandaron para ese sitio donde la gente come poco, y por tanto no necesita aliños.

– ¿Te enteraste de lo que pasó?

– Sí, mis contactos en el tribunal, porque yo veía aquello como un tribunal de oposición, al que me presentaba con enchufe, me dijeron que Arjona se opuso rotundamente a que me concedieran la beca. Y los demás tragaron.

– ¿Por qué? ¿No le contaron lo del cáncer de tu mujer?

– Claro, un funcionario del ministerio, uno de los que habló conmigo, y que presidía el comité, le dijo que mi mujer estaba muy enferma, y que en realidad yo quería el dinero para llevarla a Houston, a un hospital. Arjona respondió: «La gente muere todos los días, es ley de vida; mirad por la tele a los niños africanos, no paran de caer como moscas, y de morir entre moscas… ¿Por qué la mujer de ese fulano tendría que ser más importante que ellos? Venga, vamos a lo que importa, ¡poesía, poesía en movimiento! A ver, qué tenemos…»

Joer, qué capullo.

– Su candidata era la chica. Y fue ella quien ganó.

– ¿No reclamaste ni nada?

– ¿A quién iba a reclamar? ¿Cómo se hacen estas cosas en las que no hay una vara de medir? Cuando la vara de medir es lo humano, no hay medidas exactas, amigo Nacho.

– Está despuntando un fresquito que… -dijo Fernando, tiritando-. Creo que deberíamos volver al cigarral antes de que nos caiga encima un chaparrón.

Regresaron sobre sus pasos en dirección al cigarral, pero en el camino de vuelta apenas hablaron. Empezaba a correr un molesto viento del norte.

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