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Maruja oyó el comunicado de los Extraditables el domingo 19 de mayo a las siete de la noche. No decía ni hora ni fecha de la liberación, y por el modo de proceder los Extraditables lo mismo podía ser cinco minutos después que dentro de dos meses. El mayordomo y su mujer irrumpieron en el cuarto dispuestos para la fiesta.

– Ya esto se acabó -gritaron-. Hay que celebrarlo.

Trabajo le costó a Maruja convencerlos de que esperaran la orden oficial por boca de algún emisario directo de Pablo Escobar. La noticia no la sorprendió, pues en las últimas semanas había recibido señales inconfundibles de que las cosas iban mejor de como las supuso cuando le llegaron con la promesa descorazonadora de alfombrar el cuarto. En las emisiones recientes de Colombia los Reclama aparecían cada vez más amigos y actores populares. Con el optimismo renovado, Maruja seguía las telenovelas con tanta atención, que creyó descubrir mensajes cifrados hasta en las lágrimas de glicerina de los amores imposibles. Las noticias del padre García Herreros, cada día más espectaculares, hicieron evidente que lo increíble iba a suceder.

Maruja quiso ponerse la ropa con que había llegado, previendo una liberación intempestiva que la hiciera aparecer frente a las cámaras con la triste sudadera de secuestrada. Pero la falta de nuevas noticias en la radio, y la desilusión del mayordomo, que esperaba la orden oficial antes de dormirse, la pusieron en guardia contra el ridículo, aunque sólo fuera ante sí misma. Se tomó una dosis alta de somníferos y no despertó hasta el día siguiente, lunes, con la impresión pavorosa de no saber quién era ni dónde estaba.

A Villamizar no lo había inquietado ninguna duda, pues el comunicado de Escobar era inequívoco. Se lo transmitió a los periodistas, pero no le hicieron caso. Como a las nueve, una emisora de radio anunció con grandes aspavientos que la señora Maruja Pachón de Villamizar acababa de ser liberada en el barrio del Salitre. Los periodistas salieron en estampida, pero Villamizar no se inmutó.

– Nunca la soltarán en un lugar tan apartado para que le pase cualquier vaina -dijo-. Será mañana con seguridad y en un lugar seguro.

Un reportero le cerró el paso con el micrófono.

– Lo que sorprende -le dijo- es la confianza que usted le tiene a esa gente.

– Es palabra de guerra -dijo Villamizar.

Los periodistas de más confianza se quedaron en los corredores del apartamento -y algunos en el bar- hasta que Villamizar los invitó a salir para cerrar la casa. Otros hicieron campamentos en camionetas y automóviles frente al edificio, y allí pasaron la noche. Villamizar despertó el lunes con los noticieros de las seis de la mañana, como de costumbre, y se quedó en la cama hasta las once. Trató de ocupar el teléfono lo menos posible, pero las llamadas de periodistas y amigos no le dieron tregua. La noticia del día seguía siendo la espera de los secuestrados.

El padre García Herreros había visitado a Mariavé el miércoles 15 de mayo para darle la noticia confidencial de que su esposo sería liberado el domingo siguiente. No ha sido posible saber cómo la obtuvo setenta y dos horas antes del primer comunicado de los Extraditables sobre las liberaciones, pero la familia Santos lo dio por hecho. Para celebrarlo hicieron fotos del padre con Mariavé y los niños, y la publicaron el sábado en El Tiempo con la esperanza de que Pacho la entendiera como un mensaje personal. Así fue: tan pronto como abrió el periódico en su celda de cautivo, Pacho tuvo la revelación nítida de que las gestiones del padre habían culminado. Pasó el día inquieto a la espera del milagro, deslizando trampas inocentes en la conversación con los guardianes para ver si se les escapaba alguna indiscreción, pero no consiguió nada. La radio y la televisión, que no le daban tregua al tema desde hacía varias semanas, lo pasaron por alto aquel sábado. El domingo empezó igual. A Pacho le pareció que los guardianes estaban raros y ansiosos por la mañana, pero en el curso del día volvieron poco a poco a la rutina dominical: almuerzo especial con pizza, películas y programas enlatados de televisión, un poco de barajas, un poco de fútbol. De pronto, cuando ya nadie lo esperaba, el noticiero Criptón abrió con la primicia de que los Extraditables anunciaban la liberación de los dos últimos secuestrados. Pacho dio un salto con un grito de triunfo, y se abrazó a su guardián de turno. «Creí que me iba a dar un infarto», ha dicho. Pero el guardián lo recibió con un estoicismo sospechoso.

– Esperemos a que llegue la confirmación -dijo.

Hicieron una barrida rápida por los otros noticieros de radio y televisión, y el comunicado estaba en todos. Uno de ellos transmitía desde la sala de redacción de El Tiempo, y Pacho volvió a sentir después de nueve meses el piso firme de la vida libre: el ambiente más bien desolado del turno dominical, las caras de siempre en sus cubículos de cristal, su propio sitio de trabajo. Después de repetir una vez más el anuncio de la liberación inminente, el enviado especial del noticiero blandió el micrófono -como un barquillo de helado-, lo arrimó a la boca de un redactor deportivo, y le preguntó:

– ¿Cómo le parece la noticia?

Pacho no pudo reprimir un reflejo de redactor jefe.

– ¡Qué pregunta tan idiota! -dijo-. ¿O esperaba que dijeran que me dejarán un mes más?

La radio, como siempre, era menos rigurosa, pero también más emotiva. Unos y otros se estaban concentrando en la casa de Hernando Santos, desde donde transmitían declaraciones de todo el que encontraban a su paso. Esto aumentó el nerviosismo de Pacho, pues no le pareció descabellado pensar que lo soltaran esa misma noche. «Así empezaron las veintiséis horas más largas de mi vida -ha dicho-. Cada segundo era como una hora».

La prensa estaba en todas partes. Las cámaras de televisión iban de la casa de Pacho a la de su padre, ambas desbordadas desde la noche del domingo por parientes, amigos, simples curiosos y periodistas de todo el mundo. Mariavé y Hernando Santos no recuerdan cuántas veces fueron de una casa a otra según los rumbos imprevistos que tomaban las noticias, hasta el punto de que Pacho terminó por no saber a ciencia cierta cuál era la casa de quién en la televisión. Lo peor era que en cada casa volvían a hacerles a ambos las mismas Preguntas, y la jornada se hizo insoportable. Era tal el desorden, que Hernando Santos no logró abrirse paso entre la muchedumbre embotellada en su propia casa, y tuvo que colarse por el garaje.

Los guardianes que no estaban de turno acudieron a felicitarlo. Estaban tan alegres con la noticia, que Pacho se olvidó de que eran sus carceleros, y la reunión se convirtió en una fiesta de compadres de una misma generación. En aquel momento se dio cuenta de que su propósito de rehabilitar a sus guardianes quedaba frustrado por su libertad. Eran muchachos de la provincia antioqueña que emigraban a Medellín, se encontraban perdidos en las comunas y mataban y se hacían matar sin escrúpulos. Por lo general procedían de familias rotas donde la figura del papá era muy negativa, y muy fuerte la de la madre. Estaban acostumbrados a trabajar por un ingreso muy alto y no tenían el sentido del dinero. Cuando por fin logró dormir, Pacho tuvo el sueño terrorífico de que era libre y feliz, pero de pronto abrió los ojos y vio el mismo techo de siempre. El resto de la noche lo pasó atormentado por el gallo loco -más loco y cercano que nunca- y sin saber a ciencia cierta dónde estaba la realidad.

A las seis de la mañana -lunes- la radio confirmó la noticia sin ninguna pista sobre fe hora de la posible liberación. Al cabo de incontables repeticiones del boletín original, se anunció que el padre García Herreros daría una conferencia de prensa a las doce del día, después de una entrevista con el presidente Gaviria: «Ay, Dios mío -se dijo Pacho-. Ojalá este hombre que tanto ha hecho por nosotros no la vaya a embarrar a última hora». A la una de la tarde le avisaron que sería liberado, pero no Supo nada más hasta después de las cinco, cuando uno de los jefes enmascarados le avisó sin emoción que -de acuerdo con el sentido publicitario de Escobar- Maruja saldría a tiempo para el noticiero de las siete y él para el noticiero de las nueve y media.

La mañana de Maruja había sido más entretenida. Un jefe de segunda entró en el cuarto como a las nueve y le precisó que la liberación iba a ser en la tarde. Le contó además algunos pormenores de las gestiones del padre García Herreros, tal vez con el propósito de hacerse perdonar una injusticia que había cometido en una visita reciente cuando Maruja le preguntó si su suerte estaba en manos del padre García Herreros. El hombre le había contestado con un punto de burla.

– No se preocupe, usted está mucho más segura.

Maruja se dio cuenta de que él había interpretado mal la pregunta, y se apresuró a aclararle que siempre tuvo un gran respeto por el padre. Es cierto que al principio no ponía atención a sus prédicas de televisión, a veces confusas e inescrutables, pero desde el primer mensaje a Escobar comprendió que tenía que ver con su vida, y lo vio con mucha atención noche tras noche. Había seguido el hilo de sus gestiones, sus visitas a Medellín, el progreso de sus conversaciones con Escobar, y no dudaba de que estaba en el camino recto. El sarcasmo del jefe, sin embargo, le había hecho temer que tal vez el padre no tuviera tanto crédito con los Extraditables como se podría suponer por sus conversaciones públicas con los periodistas. La confirmación de que pronto sería liberada por sus gestiones le aumentó la alegría. Al cabo de una conversación breve sobre el impacto de las liberaciones en el país, ella le preguntó por el anillo que le habían quitado en la primera casa la noche del secuestro.

– Usted tranquila -dijo el-. Todas sus cosas están seguras.

– Es que estoy preocupada -dijo- porque el anillo no me lo quitaron aquí sino en la primera casa en que estuvimos, y al tipo que se quedó con él no lo volvimos a ver. ¿No fue usted? -Yo no -dijo el hombre-. Pero ya le dije que esté tranquila, porque sus prendas están ahí. Yo las he visto.

La mujer del mayordomo se ofreció para comprarle a Maruja cualquier cosa que le hiciera falta. Maruja le encargó pestañita, lápiz de labios y de cejas y un par de medias para reemplazar las que se le habían roto la noche del secuestro. Más tarde entró el marido preocupado por la falta de nuevas noticias de la liberación, y temía que hubieran cambiado de planes a última hora como ocurría a menudo. Maruja, en cambio, estaba tranquila. Se bañó y se puso la misma ropa que llevaba la noche del secuestro, salvo la chaqueta color crema que se pondría para salir.

Durante todo el día las emisoras de radio sostuvieron el interés con especulaciones sobre la espera de los secuestrados, entrevistas con sus familias, rumores sin confirmar que al minuto siguiente eran superados por otros más ruidosos. Pero nada en firme. Maruja oyó las voces de hijos y amigos con un júbilo prematuro amenazado por la incertidumbre. Volvió a ver su casa redecorada, y al marido departiendo a gusto entre escuadrones de periodistas aburridos de esperarla. Tuvo tiempo para observar mejor los detalles de decoración que le habían chocado la primera vez, y se le mejoró el humor. Los guardianes hadan pausas en la limpieza frenética para escuchar y ver los noticieros, v trataban de darle alientos, pero lo conseguían menos a medida que avanzaba la tarde.

El presidente Gaviria había despertado sin despertador a las cinco de la mañana de su lunes número cuarenta y uno en la presidencia. Se levantaba sin encender la luz para no despertar a Ana Milena -que a veces se acostaba más tarde que él- y ya afeitado, bañado y vestido para la oficina se sentaba en una sillita de llevar y traer que mantenía fuera del dormitorio, en un corredor helado y sombrío, para oír las noticias sin despertar a nadie. Las de radio las escuchaba en un receptor de bolsillo que se ponía en el oído a volumen muy bajo. Los periódicos los repasaba con una mirada rápida desde los titulares hasta los anuncios, e iba recortando sin tijeras las cosas de interés para tratarlas después, según el caso, con sus secretarios, consejeros y ministros. En una ocasión fue una noticia sobre algo que debía hacerse y no se había hecho, y le mandó el recorte al ministro respectivo con una sola línea escrita de prisa en el margen: «¿Cuándo demonios va el ministerio a resolver este lío?». La solución fue instantánea.

La única noticia del día era la inminencia de las liberaciones, y dentro de ella, una audiencia con el padre García Herreros para escuchar su informe de la entrevista con Escobar. El presidente reorganizó su jornada para estar disponible en cualquier momento. Canceló algunas audiencias aplazables, y acomodó otras. La primera fue una reunión con los consejeros presidenciales, que él inició con su frase escolar:

– Bueno, vamos a terminar esta tarea.

Varios de los consejeros acababan de regresar de Caracas, donde el viernes anterior habían sostenido una charla con el reticente general Maza Márquez, en la que el consejero de Prensa, Mauricio Vargas, había expresado su preocupación de que nadie, ni dentro ni fuera del gobierno, tenía una idea clara de para dónde iba en realidad Pablo Escobar. Maza estaba seguro de que no se entregaría, pues sólo confiaba en el indulto de la Constituyente. Vargas le replicó con una pregunta: ¿de qué le servía el indulto a un hombre sentenciado a muerte por sus enemigos propios y por el cartel de Cali? «Puede que lo ayude, pero no es precisamente la solución completa», concluyó. Lo que Escobar necesitaba de urgencia era una cárcel segura para él y su gente bajo la protección del Estado.

El tema lo plantearon los consejeros ante el temor de que el padre García Herreros llegara a la audiencia de las doce con una exigencia inaceptable de última hora, sin la cual Escobar no se entregara ni soltara a los periodistas. Para el gobierno sería un fiasco difícil de reparar. Gabriel Silva, el consejero de Asuntos Internacionales, hizo dos recomendaciones de protección: la primera, que el presidente no estuviera solo en la audiencia, y la segunda, que se sacara un comunicado lo más completo posible tan pronto como terminara la reunión para evitar especulaciones. Rafael Pardo, que había volado a Nueva York el día anterior, estuvo de acuerdo por teléfono.

El presidente recibió al padre García Herreros en audiencia especial a las doce del día. De un lado estaba el padre con dos sacerdotes de su comunidad, y Alberto Villamizar con su hijo Andrés. Del otro, el presidente con el secretario privado, Miguel Silva, y con Mauricio Vargas. Los servicios informativos de palacio tomaron fotos y videos para dárselos a la prensa si las cosas salían bien. Si no salían bien, al menos no le quedarían a la prensa los testimonios del fracaso.

El padre, muy consciente de la importancia del momento, le contó al presidente los pormenores de la reunión con Escobar. No tenía la menor duda de que iba a entregarse y a liberar a los rehenes, y respaldó sus palabras con las notas escritas a cuatro manos. El único elemento condicionante era que la cárcel fuera la de Envigado y no la de Itagüí, por razones de seguridad argumentadas por el propio Escobar.

El presidente leyó los apuntes y se los devolvió al padre. Le llamó la atención que Escobar no prometía liberar a los secuestrados sino que se comprometía a gestionarlo ante los Extraditables. Villamizar le explicó que era una de las tantas precauciones de Escobar: nunca admitió que tuviera a los secuestrados para que no sirviera como prueba en contra suya.

El padre preguntó qué debía hacer si Escobar le pedía que lo acompañara para entregarse. El presidente estuvo de acuerdo en que fuera. Ante dudas sobre la seguridad de la operación, planteadas por el padre, el presidente le respondió que nadie podía garantizar mejor que Escobar la seguridad de su propio operativo. Por último, el presidente le señaló al padre -y los acompañantes de éste b apoyaron- que era importante reducir al mínimo las declaraciones públicas, no fuera que todo se dañara por una palabra inoportuna. El padre estuvo de acuerdo y alcanzó a hacer una velada oferta final: «Yo he querido con esto prestar un servicio y quedo a sus órdenes si me necesitan para al o más, como buscar la paz con ese otro señor cura». Fue claro para todos que se refería al cura español Manuel Pérez, comandante del Ejército Nacional de Liberación. La reunión terminó a los veinte minutos, y no hubo comunicado oficial. Fiel a su promesa, el padre García Herreros dio un ejemplo de sobriedad en sus declaraciones a la prensa.

Maruja vio la conferencia de prensa del padre y no encontró nada nuevo. Los noticieros de televisión volvieron a mostrar a los periodistas de guardia en las casas de los secuestrados, que bien podían haber sido las mismas imágenes del día anterior. También Maruja repitió la jornada de ayer minuto a minuto, y le sobró tiempo para ver las telenovelas de la tarde. Damaris, reanimada por d anuncio oficial, le había concedido la gracia de ordenar el menú del almuerzo, como los condenados a muerte en la víspera de la ejecución. Maruja dijo sin intención de burla que quería cualquier cosa que no fueran lentejas. Al final se les enredó el tiempo, Damaris no pudo ir de compras, y sólo hubo lentejas con lentejas para el almuerzo de despedida.

Pacho, por su parte, se puso la ropa que llevaba el día del secuestro -que le quedaba estrecha por el aumento de peso del sedentarismo y la mala comida-, y se sentó a oír las noticias y a ñamar, encendiendo un cigarrillo con la colilla del otro. Oyó toda clase de versiones sobre su liberación. Oyó las rectificaciones, las mentiras puras y simples de sus colegas atolondrados por la tensión de la espera. Oyó que lo habían descubierto comiendo de incógnito en un restaurante, y era un hermano suyo.

Releyó las notas editoriales, los comentarios, las informaciones que había escrito sobre la actualidad para no olvidar el oficio, pensando que las publicaría al salir como un testimonio del cautiverio. Eran más de cien. Levó una a sus guardianes, escrita en diciembre, cuando la clase política tradicional comenzó a despotricar contra la legitimidad de la Asamblea Constituyente. Pacho la fustigó con una energía y un sentido de independencia que sin duda eran producto de las reflexiones del cautiverio. «Todos sabemos cómo se obtienen votos en Colombia y cómo muchos de los parlamentarios salieron elegidos», decía en una nota. Decía que la compra de votos era rampante en todo el país, y especialmente en la costa; que las rifas de electrodomésticos a cambio de favores electorales estaban al orden del día, y que muchos de los elegidos lo lograban por otros vicios políticos, como el cobro de comisiones sobre los sueldos públicos y los auxilios parlamentarios. Por eso -decía- los elegidos eran siempre los mismos con las mismas que «ante la posibilidad de perder sus privilegios, ahora lloran a gritos». Y concluía casi contra sí mismo: «La imparcialidad de los medios -e incluyo a El Tiempo- por la que tanto se luchó y que se estaba abriendo paso, se ha esfumado».

Sin embargo, la más sorprendente de sus notas fue la que escribió sobre las reacciones de la clase política contra el M-19 cuando éste obtuvo una votación de más del diez por ciento para la Asamblea Constituyente. «La agresividad política contra el M-19 -escribió-, su restricción (por no decir discriminación) en los medios de comunicación, muestra qué tan lejos estamos de la tolerancia y cuánto nos falta para modernizar lo más importante: la mente». Decía que la clase política había celebrado la participación electoral de los antiguos guerrilleros sólo por parecer democrática, pero cuando la votación superó el diez por ciento se desató en denuestos en su contra. Y concluyó al estilo de su abuelo, Enrique Santos Montejo (Calibán), el columnista más leído en la historia del periodismo nacional: «Un sector muy específico y tradicional de los colombianos mató el tigre y se asustó con el cuero». Nada podía ser más sorprendente en alguien que se había destacado desde la escuela primaria como un espécimen precoz de la derecha romántica.

Las rompió todas, menos tres que decidió conservar por razones que él mismo no ha logrado explicarse. También conservó el borrador de los mensajes a su familia y al presidente de la república, y el de su testamento. Hubiera querido llevarse la cadena con que lo amarraban a la cama con la ilusión de que el escultor Bernardo Salcedo hiciera con ella una escultura, pero no se lo permitieron por temor de que tuviera huellas identificables. Maruja, en cambio, no quiso conservar ningún recuerdo de aquel pasado atroz que se proponía borrar de su vida. Pero como a las seis de la tarde, cuando la puerta empezó a abrirse desde fuera, se dio cuenta de hasta qué punto aquellos seis meses de amargura iban a condicionar su vida. Desde la muerte de Marina y la salida de Beatriz, aquélla era la hora de las liberaciones o las ejecuciones: igual en ambos casos. Esperó con el alma en un hilo la fórmula siniestra del ritual: «Ya nos vamos, alístese». Era el Doctor, acompañado por el segundón que había estado la víspera. Ambos parecían apurados por la hora.

– ¡Ya, ya! -instó el Doctor a Maruja-. ¡Córrale!

Había prefigurado tantas veces aquel instante, que se sintió dominada por una rara necesidad de ganar tiempo, y preguntó por su anillo.

– Se lo mandé con su cuñada -dijo el segundón.

– No es cierto -contestó Maruja con toda calma-. Usted me dijo que lo había visto después.

Más que el anillo, lo que le interesaba entonces era poner al otro en evidencia frente a su superior. Pero éste se hizo el desentendido, bajo la presión del tiempo. El mayordomo y su mujer le llevaron a Maruja el talego con los objetos personales y los regalos que le habían dado los distintos guardianes a lo largo del cautiverio: tarjetas de Navidad, la sudadera, la toalla, revistas y algún libro. Los muchachos mansos que la habían atendido en los últimos días no tenían nada más para darle que medallas y estampas de santos, y le suplicaban que rezara por ellos, que se acordara de ellos, que hiciera algo para sacarlos de la mala vida.

– Todo lo que quieran -les dijo Maruja-. Si alguna vez me necesitan, búsquenme, y yo los ayudo.

El Doctor no quiso ser menos: «¿Qué le puedo dar yo de recuerdo?», se dijo, esculcándose los bolsillos. Sacó una cápsula de 9 milímetros, y se la dio a Maruja.

– Tome -le dijo, más en serio que en broma-. La bala que no le metimos.

No fue fácil rescatar a Maruja de los abrazos del mayordomo y de Damaris, que se levantó la máscara hasta la nariz para besarla y pedirle que no la olvidara. Maruja sintió una emoción sincera. Era, a fin de cuentas, el final de los días más largos y atroces de su vida, y el minuto más feliz.

Le pusieron una capucha que debía ser la más sucia y pestilente que encontraron. Se la pusieron al revés, con los agujeros de los ojos en la nuca, y no pudo eludir el recuerdo de que así se la habían puesto a Marina para matarla. La llevaron arrastrando los pies en las tinieblas hasta un automóvil tan confortable como el que usaron para el secuestro, y la sentaron en el mismo lugar, en la misma posición, y con las mismas precauciones: la cabeza apoyada en las rodillas de un hombre para que no la vieran desde fuera. Le advirtieron que había varios retenes de policía, y que si los paraban en alguno Maruja debía quitarse la capucha y portarse bien.

A la una de la tarde Villamizar había almorzado con su hijo Andrés. A las dos y media se acostó para la siesta, y completó el sueño atrasado hasta las cinco y media. A las seis acababa de salir de la ducha y empezaba a vestirse para esperar a la esposa cuando sonó el teléfono. Descolgó la extensión de la mesa de noche y sólo alcanzó a decir: «¿Haber?». Una voz anónima lo interrumpió: «Llegará unos minutos después de las siete. Ya están saliendo». Colgó. Fue un anuncio imprevisto que Villamizar agradeció. Llamó al portero para asegurarse de que su automóvil estaba en el jardín y el chofer dispuesto. Se vistió de oscuro con corbata de rombos claros para recibir a la esposa. Quedó más esbelto que nunca pues había bajado cuatro kilos en seis meses. A las siete de la noche apareció en la sala para charlar con los periodistas mientras llegaba Maruja. Allí estaban los cuatro hijos de ella, y Andrés, el de ambos. Sólo faltaba Nicolás, el músico de la familia que llegaría de Nueva York dentro de unas horas. Villamizar se sentó en el sillón más cercano del teléfono.

Maruja estaba entonces a unos cinco minutos de ser libre. Al contrario de la noche del secuestro, el viaje hacia la libertad fue rápido y sin tropiezos. Al principio habían ido por un sendero destapado con vueltas y revueltas nada recomendables para un automóvil de lujo. Maruja vislumbró por las conversaciones que además del hombre a su lado iba otro junto al chofer. No le pareció que uno de ellos fuera el Doctor. Al cabo de un cuarto de hora la obligaron a acostarse en el piso y se detuvieron unos cinco minutos, pero ella no supo por qué. Luego salieron a una avenida grande y ruidosa con el tráfico espeso de las siete, y tomaron sin contratiempo una segunda avenida. De pronto, cuando no habían transcurrido más de tres cuartos de hora en total, el auto móvil frenó en seco. El hombre junto al chofer le dio a Maruja una orden desesperada:

– Ya, bájese, rápido.

El que iba junto a ella trató de sacarla del automóvil. Maruja resistió.

– No veo nada -gritó.

Quiso quitarse la venda, pero una mano brutal se lo impidió. «Espere cinco minutos antes de quitársela», le gritó. La bajó del automóvil con un empellón. Maruja sintió el vértigo del vacío, el horror, y creyó que la habían tirado a un abismo. El suelo firme le devolvió el aliento. Mientras esperaba a que el carro se alejara, sintió que estaba en una calle de poco tránsito. Con toda precaución se quitó la venda, vio las casas entre los árboles con las primeras ventanas iluminadas, y entonces conoció la verdad de ser libre. Eran las siete y veintinueve y habían pasado ciento noventa y tres días desde la noche en que la secuestraron.

Un automóvil solitario se acercó por la avenida, dio una vuelta completa y estacionó en la acera contraria, justo frente a Maruja. Ella pensó, como Beatriz en su momento, que una casualidad así no era posible. Aquel carro tenía que ser enviado por los secuestradores para garantizar el final del rescate. Maruja se acercó a la ventanilla del conductor.

– Por favor -le dijo-, soy Maruja Pachón. Acaban de liberarme.

Sólo deseaba que la ayudaran a conseguir un taxi. Pero el hombre dio un grito. Minutos antes, escuchando en la radio las noticias de las liberaciones inminentes, se había dicho: «¿Qué tal que me encontrara con Francisco Santos buscando un carro?». Maruja estaba ansiosa de ver a los suyos, pero se dejó llevar hasta la casa de enfrente para hablar por teléfono.

La dueña de la casa, los niños, todos la abrazaban a gritos cuando la reconocieron. Maruja se sentía anestesiada, y cuanto ocurría a su alrededor le parecía un engaño más de los secuestradores. El hombre que la había recogido se llamaba Manuel Caro, y era yerno del dueño de la casa, Augusto Borrero, cuya esposa era una antigua activista del Nuevo Liberalismo que había trabajado con Maruja en la campaña electoral de Luis Carlos Galán. Pero Maruja veía la vida desde fuera, como en una pantalla de cine. Pidió un aguardiente -nunca supo por qué- y se lo tomó de un golpe. Entonces llamó por teléfono a su casa, pero no recordaba bien el número y se equivocó en dos intentos. Una voz de mujer contestó al instante: «¿Quién es?». Maruja la reconoció y dijo sin dramatismo:

– Alexandra, hija. Alexandra gritó:

– ¡Mamá! ¿Dónde estás?

Alberto Villamizar había saltado del sillón cuando sonó el timbre, pero no alcanzó a ganarle de mano a Alexandra, que por casualidad pasaba cerca del teléfono. Maruja había empezado a dictarle la dirección, pero ella no tenía a la mano lápiz ni papel. Villamizar le quitó la bocina, v saludó a Maruja con una naturalidad pasmosa:

– Qué hubo, nene. ¿Cómo está?

Maruja le contestó con tono igual.

– Muy bien, mi amor, no hay problema.

Él sí tenía papel y lápiz preparados para aquel momento. Anotó la dirección mientras Maruja se la dictaba, pero sintió que algo no estaba claro y pidió que pasaran a alguien de la familia. La esposa de Borrero le hizo las precisiones que faltaban.

– Mil gracias -dijo Villamizar-. Es cerca. Voy enseguida.

Se le olvidó colgar, pues el férreo dominio de sí mismo que había mantenido en los largos meses de tensión se le disparó de pronto. Bajó las escaleras del edificio con saltos de dos en dos y atravesó corriendo el vestíbulo, perseguido por la avalancha de periodistas cargados con su parafernalia de guerra. Otros en sentido contrario estuvieron a punto de atropellarlo en el portal.

– Soltaron a Maruja -les gritó a todos-. Vamos.

Entró en el automóvil con un portazo tan violento que el chofer adormilado se asustó. «Vamos por la señora», dijo Villamizar. Le dio la dirección: diagonal 107 n° 27-73. «Es una casa blanca en la paralela occidental de la autopista», precisó. Pero la dijo con una prisa embrollada, y el chofer arrancó mal. Villamizar le corrigió el rumbo con un descontrol extraño a su carácter.

– Fíjese bien lo que hace -gritó- que tenemos que llegar en cinco minutos. ¡Y si se llega a perder lo capo!

El chofer que había padecido junto a él los tremendos dramas del secuestro, no se alteró. Villamizar recobró el aliento y lo dirigió por los caminos más cortos y fáciles, pues había visualizado la ruta a medida que le explicaban la dirección en el teléfono, para estar seguro de no perderse. Era la peor hora del tránsito pero no el peor día.

Andrés había arrancado detrás de su padre, junto con el primo Gabriel, siguiendo la caravana de los periodistas que se abría paso en el tránsito con alarmas falsas y trucos de ambulancias. A pesar de ser un conductor experto, se enredó en el tránsito. Se quedó. En cambio Villamizar llegó en un tiempo olímpico de quince minutos. No tuvo que identificar la casa, pues algunos de los periodistas que estaban en su apartamento se disputaban ya con el dueño para que los dejara entrar. Villamizar se abrió paso por entre el tumulto. No tuvo tiempo de saludar a nadie, pues la dueña de casa lo reconoció y le señaló las escaleras.

– Por ahí -le dijo.

Maruja estaba en el dormitorio principal, a donde la habían llevado para que se arreglara mientras llegaba el marido. Al entrar, se había dado de bruces con un ser desconocido y grotesco: ella misma en el espejo. Se vio hinchada y fofa, con los párpados abotargados por la nefritis, y la piel verdosa y marchita por seis meses de penumbra.

Villamizar subió en dos trancos, abrió la primera puerta que encontró, y era la de los niños, con muñecas y bicicletas. Entonces abrió la puerta de enfrente, y vio a Maruja sentada en la cama con la chaqueta de cuadros que llevaba cuando salió de su casa el día del secuestro, y recién maquillada para él. «Entró como un trueno», k dicho Maruja. Ella le saltó al cuello, y se dieron un abrazo intenso, largo y mudo. Los sacó del éxtasis el estruendo de los periodistas que lograron romper la resistencia del dueño y entraron en tropel a la casa. Maruja se asustó. Villamizar sonrió divertido.

– Son tus colegas -le dijo.

Maruja se consternó. «Tenía seis meses de no verme en el espejo», dijo. Sonrió a su imagen y no era ella. Se irguió, se estiró el cabello en la nuca con el cintillo, se recompuso como pudo tratando de que la mujer del espejo se pareciera a la imagen que ella tenía de sí misma seis meses antes. No lo consiguió.

– Estoy horrenda -dijo, y le mostró al marido los dedos deformados por la hinchazón-. No me había dado cuenta porque me quitaron los anillos.

– Estás perfecta -le dijo Villamizar.

Le abrazó por el hombro y la llevó a la sala.

Los periodistas los asaltaron con cámaras, luces y micrófonos. Maruja quedó encandilada.

«Tranquilos, muchachos -les dijo-. En el apartamento hablaremos mejor».

Fueron sus primeras palabras.

Los noticieros de las siete de la noche no dijeron nada, pero el presidente Gaviria se enteró minutos después por un monitoreo de radio que Maruja Pachón había sido liberada.

Arrancó hacia su casa con Mauricio Vargas, pero dejaron listo el comunicado oficial ce la liberación de Francisco Santos que debía ocurrir de un momento a otro. Mauricio Vargas lo había leído en voz alta frente a las grabadoras de los periodistas, con la condición de que no lo transmitieran mientras no se diera la noticia oficial.

A esa hora Maruja estaba viajando hacia su casa. Poco antes de que llegara surgió un rumor de que Pacho Santos había sido liberado, y los periodistas soltaron el perro amarrado del comunicado oficial leído por Mauricio, que salió en estampida con ladridos de júbilo por todas las emisoras.

El presidente y Mauricio lo oyeron en el carro y celebraron la idea de haberlo grabado. Pero cinco minutos después la noticia fue rectificada.

– ¡Mauricio -exclamó Gaviria-, qué desastre!

Sin embargo, lo único que podían hacer entonces era confiar en que la noticia sucediera como ya estaba dada. Mientras tanto, ante la imposibilidad de quedarse en el apartamento de Villamizar por la muchedumbre que estaba dentro, permanecieron en el de Azeneth Velázquez un piso más arriba, para esperar la verdadera liberación de Pacho después de tres liberaciones falsas.

Pacho Santos había oído la noticia de la liberación de Maruja, la prematura de la suya y la pifia del gobierno. En ese instante entró en el cuarto el hombre que le había hablado en la mañana, y lo llevó del brazo y sin venda hasta la planta baja. Allí se dio cuenta de que la casa estaba vacía, y uno de sus escoltas le informó muerto de risa que se habían llevado los muebles en un camión de mudanza para no pagar el último mes de alquiler. Se despidieron todos con grandes abrazos, y le agradecieron a Pacho lo mucho que habían aprendido de él. La réplica de Pacho fue sincera:

– Yo también aprendí mucho de ustedes.

En el garaje le entregaron un libro para que se tapara la cara fingiendo que leía y le cantaron las advertencias. Si tropezaban con la policía debía tirarse del carro para que ellos pudieran escapar. Y la más importante: no debía decir que había estado en Bogotá sino a tres de horas de distancia por una carretera escabrosa. Por una razón tremenda: ellos sabían que Pacho era bastante perspicaz para haberse formado una idea de la dirección de la casa, y no debía revelarla porque los guardianes habían convivido con el vecindario sin precaución alguna durante los largos días del secuestro.

– Si usted lo cuenta -concluyó el responsable de la liberación- nos toca matar a todos los vecinos para que no nos reconozcan después.

Frente a la caseta de policía de la avenida Boyacá con la calle 80 el carro se apagó. Se resistió dos veces, tres, cuatro, y a la quinta prendió. Todos sudaron frío. Dos cuadras más allá le quitaron el libro al secuestrado, y lo soltaron en la esquina con tres billetes de a dos mil pesos para el taxi. Cogió el primero que pasó, con un chofer joven y simpático que no quiso cobrarle y se abrió camino a bocinazos y gritos de júbilo por entre la muchedumbre que esperaba en la puerta de su casa. Para los periodistas amarillos fue una desilusión: esperaban a un hombre macilento y derrotado después de doscientos cuarenta y tres días de encierro, y se encontraron con un Pacho Santos rejuvenecido por dentro y por fuera, y más gordo, más atolondrado y con más ansias de vivir que nunca. «Lo devolvieron igualito», declaró su primo Enrique Santos Calderón. Otro, contagiado por el humor jubiloso de la familia, dijo: «Le faltaron unos seis meses más».

Maruja estaba ya en su casa. Había llegado con Alberto, perseguida por las unidades móviles que los rebasaban, los precedían, transmitiendo en directo a través de los nudos del tránsito. Los conductores que seguían por radio la peripecia los reconocían al pasar y los saludaban con redobles de bocinas, hasta que la ovación se generalizó a lo largo de la ruta. Andrés Villamizar había querido regresar a casa cuando perdió el rumbo de su padre, pero había manejado con tanta rudeza que el motor del carro se desprendió y se rompió la barra. Lo dejó al cuidado de los agentes de guardia en la caseta más cercana, y paró el primer automóvil que pasó: un BMW gris oscuro, manejado por un ejecutivo simpático que iba oyendo las noticias. Andrés le dijo quién era, por qué estaba en apuros y le pidió que lo acercara hasta donde pudiera.

– Súbase -le dijo-, pero le advierto que si es mentira lo que dice le va a ir muy mal.

En la esquina de la carrera séptima con la calle 80 lo alcanzó una amiga en un viejo Renault. Andrés siguió col, ella, pero el carro se les quedó sin aliento en la cuesta de la Circunvalar. Andrés se trepó como pudo en el último jeep blanco de Radio Cadena Nacional.

La cuesta que conducía a la casa estaba bloqueada por los automóviles y la muchedumbre de vecinos que se echaban a la calle. Maruja y Villamizar decidieron entonces abandonar el automóvil para caminar los cien metros que les faltaban, y descendieron sin advertirlo en el sitio mismo donde la habían secuestrado. La primera cara que reconoció Maruja entre la muchedumbre enardecida fue la de María del Rosario, creadora y directora de Colombia los Reclama, que por primera vez desde su fundación no transmitió esa noche por falta de tema. Enseguida vio a Andrés, que había saltado como pudo de la camioneta y trataba de llegar hasta su casa en el momento en que un oficial de la policía, alto y apuesto, ordenó cerrar la calle. Andrés, por inspiración pura, lo miró a los ojos y dijo con voz firme:

– Soy Andrés.

El oficial no sabía nada de él, pero lo dejó pasar. Maruja lo reconoció cuando corría hacia ella y se abrazaron en medio de los aplausos. Fue necesaria la ayuda de los patrulleros para abrirles paso. Maruja, Alberto y Andrés emprendieron el ascenso de la cuesta con el corazón oprimido, y la emoción los derrotó. Por primera vez se les saltaron las lágrimas que los tres se habían propuesto reprimir. No era para menos: hasta donde alcanzaba la vista, la otra muchedumbre de los buenos vecinos había desplegado banderas en las ventanas de los edificios más altos, y saludaban con una primavera de pañuelos blancos y una ovación inmensa la jubilosa aventura del regreso a casa.

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